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El tragaluz 1. SITUACIÓN DE LA OBRA El estreno de El tragaluz se produjo en circunstancias excepcionales en el año 1967. Su autor llevaba cinco años padeciendo cierta “cuarentena” por haberse manifestado públicamente contra los malos tratos a que fueron sometidos unos detenidos políticos. El estreno de El tragaluz no pasó desapercibido, pues no sólo consiguió un gran éxito de público y crítica, sino que también dio lugar a la polémica de carácter político. Algunas reseñas de los medios de información próximos al franquismo llegaron a la descalificación moral de su autor. La obra necesariamente tenía que provocar desasosiego y malestar en gran parte de los espectadores de 1967, ya que por primera vez un “vencido” de la guerra civil española reflexionaba sobre el horror y las consecuencias de la misma. Hasta entonces, el teatro histórico de Buero había utilizado el pasado para explorar la problemática española en su dimensión actual. Con El tragaluz su teatro se manifiesta abiertamente político –no revolucionario-, entendiendo este concepto no como exclusivo de una determinada ideología, sino como una indagación en la dimensión existencial del hombre en unas coordenadas históricas concretas. El tragaluz se sitúa en la segunda época del autor, caracterizada por el predominio de lo social sin que ello suponga el olvido de lo existencial y entrelazado fuertemente con el enfoque moral. El tragaluz sintetiza todos los elementos anteriores de la obra del autor e ilustra las novedades técnicas de su segunda etapa. Al mismo tiempo, cierra un círculo que se inicia en una escalera y termina en un sótano donde todo nihilismo queda anulado por la propuesta esperanzada del autor, no condenada a priori al desengaño. 2. EL “EXPERIMENTO” Buero Vallejo subtitula El tragaluz como un “experimento”, que es presentado al espectador por dos investigadores, Él y Ella, un hombre y una mujer de un tiempo futuro (el siglo XXV o XXX, según Buero). Ambos han rescatado una historia ocurrida en España en la segunda mitad del siglo XX, y proponen al espectador volver a esa época pasada (el mismo tiempo histórico de los espectadores) para estudiar el drama de una familia cuyos miembros sufrieron “una” guerra civil con sus secuelas. El espectador, pues, se ve llevado a adoptar, en cierto modo, una perspectiva futura para enfrentarse con una época que es la suya, la nuestra. Y los investigadores dicen que «debemos recordar... para que el pasado no nos envenene». Enuncian tales palabras una función esencial de la Historia: conocer el pasado para asumirlo y superarlo, desechando odios, venciendo tendencias nocivas y extrayendo lecciones para caminar hacia el futuro.

El Tragaluz

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1. SITUACIÓN DE LA OBRA

El estreno de El tragaluz se produjo en circunstancias excepcionales en el año 1967. Su autor llevaba cinco años padeciendo cierta “cuarentena” por haberse manifestado públicamente contra los malos tratos a que fueron sometidos unos detenidos políticos. El estreno de El tragaluz no pasó desapercibido, pues no sólo consiguió un gran éxito de público y crítica, sino que también dio lugar a la polémica de carácter político. Algunas reseñas de los medios de información próximos al franquismo llegaron a la descalificación moral de su autor.

La obra necesariamente tenía que provocar desasosiego y malestar en gran parte de los espectadores de 1967, ya que por primera vez un “vencido” de la guerra civil española reflexionaba sobre el horror y las consecuencias de la misma. Hasta entonces, el teatro histórico de Buero había utilizado el pasado para explorar la problemática española en su dimensión actual. Con El tragaluz su teatro se manifiesta abiertamente político –no revolucionario-, entendiendo este concepto no como exclusivo de una determinada ideología, sino como una indagación en la dimensión existencial del hombre en unas coordenadas históricas concretas.

El tragaluz se sitúa en la segunda época del autor, caracterizada por el predominio de lo social sin que ello suponga el olvido de lo existencial y entrelazado fuertemente con el enfoque moral.

El tragaluz sintetiza todos los elementos anteriores de la obra del autor e ilustra las novedades técnicas de su segunda etapa. Al mismo tiempo, cierra un círculo que se inicia en una escalera y termina en un sótano donde todo nihilismo queda anulado por la propuesta esperanzada del autor, no condenada a priori al desengaño.

2. EL “EXPERIMENTO”

Buero Vallejo subtitula El tragaluz como un “experimento”, que es presentado al espectador por dos investigadores, Él y Ella, un hombre y una mujer de un tiempo futuro (el siglo XXV o XXX, según Buero). Ambos han rescatado una historia ocurrida en España en la segunda mitad del siglo XX, y proponen al espectador volver a esa época pasada (el mismo tiempo histórico de los espectadores) para estudiar el drama de una familia cuyos miembros sufrieron “una” guerra civil con sus secuelas.

El espectador, pues, se ve llevado a adoptar, en cierto modo, una perspectiva futura para enfrentarse con una época que es la suya, la nuestra. Y los investigadores dicen que «debemos recordar... para que el pasado no nos envenene». Enuncian tales palabras una función esencial de la Historia: conocer el pasado para asumirlo y superarlo, desechando odios, venciendo tendencias nocivas y extrayendo lecciones para caminar hacia el futuro.

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Buero ha acudido a conocidos elementos de la llamada ciencia-ficción (ya H. G. Wells había «inventado» en 1895 la «máquina del tiempo»). Aquí se habla de «detectores» de hechos pretéritos y de «proyectores espaciales». Vamos a asistir, pues, a un montaje de imágenes traídas del pasado y a su proyección estereoscópica (hoy hablaríamos, tal vez, de un «vídeo tridimensional»).

La «proyección» será interrumpida por los «investigadores» con diversos comentarios. Algunos críticos han discutido la oportunidad de estos personajes: pensaban que eran innecesarios para la «historia» que se nos cuenta. Frente a ello, Buero ha defendido su presencia, insistiendo en que le resultaron imprescindibles para conseguir del público determinada actitud y dar a la obra la significación que se proponía.

Él y Ella significan la irrenunciable esperanza del hombre imperfecto en una sociedad utópica, pero ejercen además otras funciones:

- Por hablar desde un lejano futuro trascienden el concepto tradicional de realismo, llevan la obra a los terrenos de la ciencia-ficción y le dan profundidad.

- Por dominar las máquinas y ser reconstructores de trágicas anécdotas, las manipulan según creen conveniente. Aparecen en la ficción con las atribuciones de un autor literario: hallándose en posesión de una historia, la someten a sus fines, seleccionan lo que debe transmitirse de ella y la convierten en discurso.

- Cada aparición de estos personajes produce un efecto de “distanciamiento” brechtiano: la historia queda interrumpida y el espectador cae en la cuenta de que aquello a lo que asiste es una “representación” (el experimento). Se distancia así del drama familiar, de los personajes con los que, emotivamente, podría haberse identificado.

- Él y Ella interrumpen la historia también para comentarla. Asumen así el papel de “explicadores” que aclaran racionalmente algunos aspectos e informan de otros.

- Además de estas dos funciones (distancia y reflexión), que coinciden con las del narrador brechtiano, el autor señala una tercera, emotiva, que se propone conmover, sobrecoger al espectador, porque lo que dicen no se traduce simplemente en una reflexión, sino también en temor. Así lo expresan las palabras de Él al final de la obra: “Si no os habéis sentido en algún instante verdaderos seres del siglo XX, pero observados y juzgados por una especie de conciencia humana, [...] el experimento ha fracasado.”

- Al manipular las máquinas, se convierten en espectadores, junto con el público, de unos antiguos hechos que se representan en el escenario, produciendo mediante esta técnica de “teatro dentro del teatro” dos grados de ficcionalización.

3. LA “HISTORIA”

Se nos presentan, pues, unas vidas marcadas por la guerra. Doblemente marcadas. Ante todo, por las secuelas de la misma contienda: muerte de una hija, depuración del padre, pobreza... Pero, sobre todo, marcadas por un dramático episodio del final de la guerra que separó al hijo mayor, Vicente, de los demás: fue el único que pudo escapar en un tren hacia Madrid. Las consecuencias de tal hecho serían funestas. Y pronto surgirá ante el espectador la duda acerca de la responsabilidad de Vicente. En cualquier

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caso, desde entonces las vidas de unos y otros han ido por caminos muy distintos: en los años 60, cuando comienza la obra (el «experimento»), Vicente estará bien situado, «instalado» en la sociedad; en cambio, Mario, el hermano menor, vive pobremente en un semisótano con sus padres: una madre resignada y un padre que ha perdido la razón. Las relaciones de los dos hermanos con Encarna —secretaria y amante de Vicente, pero enamorada de Mario— completarán el tejido de estas vidas.

En las raíces del drama se articulan, pues, lo público (la guerra, las circunstancias políticas) y lo privado (la conducta de Vicente, la situación de la familia). Lo primero seguirá presente en la obra hasta donde podía tolerar la censura: está claro que la diferencia de posición entre Vicente y los demás reproduce la división entre vencedores y vencidos, entre integrados en el sistema y marginados. Lo segundo, «lo privado», será la base del proceso dramático: el suceso del tren es el hecho desencadenante, y la obra consiste en el lento descubrimiento de la verdad que aquel hecho encierra, con las terribles tensiones que conlleva tal proceso y la trágica consecuencia de la revelación final.

4. TEMAS FUNDAMENTALES

Lo dicho sobre lo público/ lo privado nos indica que uno de los aspectos temáticos fundamentales de El tragaluz será la interrelación entre lo individual y lo social. Ya hemos insistido en que, para Buero, la atención a lo segundo no disminuye la valoración de lo primero. En efecto, desde el comienzo de la obra, los investigadores (aparte la enigmática alusión a «la pregunta») atraen nuestra atención hacia «la importancia infinita del caso singular», acudiendo a la imagen de los árboles y el bosque. Sin embargo, pronto se verá cómo se pasa del «caso singular» al plano colectivo.

Examinemos un punto esencial: la aludida pregunta, que hace insistentemente el padre: « ¿Quién es ése?» Pues bien, poco a poco iremos descubriendo el sentido profundo de lo que parecía una obsesión fruto de la locura. Se tratará precisamente de la atención al «caso singular», el afán por conocer y valorar a cada hombre en concreto (lo que un personaje llamará «el punto de vista de Dios»). Pero, como dirán hacia el final los investigadores, esa pregunta conduce cabalmente a descubrir al otro como prójimo, como «otro yo»: «Ese eres tú, y tú, y tú. Yo soy tú, y tú eres yo». Y ello, a su vez, nos descubre el imperativo de solidaridad. De esa forma se ha saltado del plano individual al plano social. “Nos sabemos ya solidarios, no sólo de quienes viven, sino del pasado entero” llegarán a decir los hombres del siglo XXV o XXX.

Además Buero introduce con los investigadores, lo que podríamos llamar horizonte utópico: ellos nos hablan no sólo de un mundo solidario, sino incluso de un mundo que ha vencido la guerra, la injusticia y demás lacras del «pasado» (o sea, del siglo XX).

Otros temas se entretejen con lo dicho hasta aquí. Así, asistiremos a la confrontación entre dos actitudes frente al mundo: la acción y la contemplación. Se trata de una dicotomía procedente de Schopenhauer que veremos encarnada en los dos hermanos.

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Íntimamente ligada al tema central, encontramos aquella problemática de la libertad y la responsabilidad tan característica del autor. El tragaluz nos ofrece una muestra de lo que se ha llamado hecho desencadenante: cómo en la raíz de la tragedia hay una trasgresión moral. De ahí la fuerza que cobra la idea de culpa (que incluso podría recordarnos la idea de “pecado original”), la cual lleva aparejada las de juicio y castigo o expiación. Son, como se ve, ingredientes esenciales de esa tragedia ética que es El tragaluz.

5. LOS PERSONAJES

Desde En la ardiente oscuridad, en el teatro de Buero aparecen una serie de constantes referidas, fundamentalmente, a la caracterización de sus personajes, definidos siempre por sus peculiaridades físicas o morales o por el tipo de relación que mantienen con los otros.

Es llamativo el número de personajes afectados por limitaciones físicas o mentales que adquieren significados simbólicos. Representan el aislamiento, la soledad del ser humano. Se hacen por eso, en ocasiones, depositarios de los secretos y las culpas de personajes “normales”, llegan a constituirse en la conciencia de éstos. La soledad, la limitación a que se ven sometidos, desarrolla en estos personajes un sexto sentido que permite a los ciegos “ver” más allá o más hondo que los videntes y a los locos percibir realidades que se escapan a los cuerdos. El resultado es la paradoja de los ciegos (o sordos) videntes y de los locos lúcidos (El padre).

Otra de las constantes de su teatro es la lucha que mantienen desde diferentes posiciones –morales, éticas o políticas- dos de los personajes de sus obras. Esta persistente dualidad protagonista/antagonista en la dramática bueriana ha conducido a una clasificación rígida y esquemática de sus personajes en activos y contemplativos. Esta dualidad adopta una variedad de formas y significados diferentes en las distintas obras de Buero, apareciendo en medio del debate entre activo y contemplativo otro personaje que denominaremos el objeto amado.

Los activos son personaje destinados al rechazo por parte del espectador. En sus más nítidas encarnaciones, carecen de escrúpulos y utilizan cualquier medio para conseguir su fin, son víctimas de sí mismos y convierten en víctimas a los que están a su alrededor. No obstante hay que matizar esos rasgos ya que, como veremos al estudiar el personaje de Vicente, su actuación no puede ser valorada negativamente desde el punto de vista ético, pues otras circunstancias no personales condicionan su comportamiento.

Los contemplativos tienen más características comunes entre sí que los activos. Son personajes incompletos, hondamente problemáticos, soñadores y altruistas, pero incapaces de realizar sus sueños en el mundo en que viven. Encarnan al héroe trágico, abocado casi siempre al fracaso, a la muerte, pero cuyo “ejemplo” encierra un sentido positivo, esperanzador.

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La contraposición de estas dos actitudes, el divorcio entre moral y eficacia, entre ética y poder, es lo que de forma persistente muestra la dramaturgia de Buero, pero con variantes o matizaciones sustantivas.

El padre El diseño de los personajes en El tragaluz ofrece una variante importante, en relación con el esquema triangular activo-contemplativo-objeto amado: la existencia de un extraño personaje que en la primera parte observa pasivamente el comportamiento para, poco a poco, de un modo ascendente, adquirir una relevancia decisiva en el desenlace final de la tragedia. Nos referimos a El padre, nombre que unido a la significación de su actitud final, posee evidentes connotaciones religiosas. Este personaje entronca con los típicos personajes buerianos disminuidos física o psíquicamente, los cuales están dotados de una dimensión trágica fundamental y son el contrapunto al mundo de “la normalidad” que ellos relativizan.

Dentro de la estructura dramática de El tragaluz, El padre es el núcleo del conflicto. Espectador del enfrentamiento entre sus hijos en la primera parte, es el punto convergente del mismo en la segunda. Finalmente, será protagonista del desenlace de la tragedia.

El Padre se caracteriza por:

a) Posee una lógica desarmante, perturbadora y casi indiscutible. b) El enigmático loco es un humorista. c) El padre es un personaje del teatro del absurdo, donde se suman ironía y sentido

trágico. Además de estas características externas, desde el punto de vista social, El padre pertenece al grupo de los vencidos en la guerra civil. Poseedor de la fuerza de la razón, mantiene dignamente sus convicciones. Derrotado, sigue en el sótano, automarginado, obsesionado sólo por recortar figuras de postales y revistas viejas. Esta obsesión se concreta en una insistente pregunta: “¿Quién es?” Esta pregunta, asumida racionalmente más tarde por su hijo Mario, representa la conciencia de búsqueda de la identidad individual que revela una preocupación por el individuo, a través de cuyas claves existenciales el autor explora en la realidad circundante.

Este proceso de búsqueda de la verdad se produce desde una realidad diferente a la de los que lo rodean. Desmemoriado y triste, el tragaluz será para él aquel tren que perdió al terminar la guerra civil y su único vínculo con la realidad. Como nadie le da una convincente respuesta a su pregunta, habla a los niños que pasan por la calle a través del tragaluz. Y, por último, con una visión trágica del conocimiento, asesina a su hijo Vicente.

Es uno de esos personajes “oscuros” de que hablan los “investigadores. Ambiguo y misterioso, es un loco digno de compasión y también un juez omnisciente al que nos es imposible juzgar. Como ha hecho notar Fernández Santos, “este personaje es el punto de vista del espectador, y este punto de vista consiste, pura y simplemente, en la inocencia de una víctima de la guerra civil española.”

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Mario y Vicente

Dentro del esquema del drama procesal a que responde El tragaluz, Mario representa la figura del juez y Vicente el papel del acusado. Pero la significación del protagonista (Mario) y del antagonista (Vicente) trasciende este mismo esquema.

Como consecuencia de esta antinomia, la mayoría de los críticos también ha visto subyacente el mito de Caín y han buscado sus antecedentes inmediatos en las obras de los escritores del 98, fundamentalmente en Unamuno (Abel Sánchez) y Machado (“La tierra de Alvargonzález”).

El desarrollo indagatorio es desencadenado por diversos acontecimientos que despiertan la conciencia adormecida de Mario. La conversación con El padre en que éste confunde el tragaluz con un tren (símbolos ambos de dos realidades opuestas), produce en Mario el inicio de un proceso ascendente, marcado por diversos acontecimientos: el descubrimiento de la confabulación contra Beltrán y el sueño del precipicio que él interpreta como una metáfora de su vida.

Pero lo que empuja fundamentalmente a Mario es la racionalización y aceptación de la pregunta de su padre. Al asumir la pregunta y la moral de su padre, se hace cómplice del mismo, aunque tras la muerte de Vicente nace en él un sentimiento de culpa y lo acosan infinitas interrogantes. Tampoco Mario, desde su papel de juez, es inocente. Su actitud ante su hermano es una autojustificación de una inocencia atrapada en la inmovilidad.

Así pues, la división de los personajes en activos y contemplativos resulta, en un principio, esquemática. Mario es un personaje contemplativo hasta el día en que decide desenmascarar el turbio mundo de Vicente, sus comportamientos, sus motivaciones, sus errores y, sobre todo, aquella lejana huida en tren. Mario es un ser escéptico, angustiado y honesto.

Mientras que el comportamiento de Mario se define por una visión idealista de la realidad, el pragmatismo ha sido una constante en la vida de Vicente. Desde el día en que tomó el tren abandonando a su familia y llevándose sus provisiones, no ha dejado de estar subido en el carro de los vencedores. Toda su conducta se basa en unos presupuestos morales de orden práctico y en una visión estática de la realidad.

Pero el perfil biográfico de Vicente no puede ser definido desde una sola perspectiva. Sus características y actitudes lo alejan de los personajes planos, por el contrario, posee como Mario una gran complejidad humana. Es generoso con sus padres, les ayuda económicamente, perdona a Encarna y, en el momento de su trascendental confesión ante su padre, asume con valentía aquel error de su adolescencia. Este anhelo de redención le confiere una auténtica dimensión humana.

Con otras palabras, los personales del teatro de Buero nunca son completamente malos ni del todo buenos. La figura de Vicente, en el momento de su confesión, adquiere una dimensión trágica; sus palabras finales implorando el perdón quedan ahogadas por el fragor del tren, ese tren de su niñez, esperanza para muchos y desgracia

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para otros. Muere a manos de su padre, que descarga sobre él las tijeras que le habían servido para “liberar” a las personas de las tarjetas postales de su deshumanización.

La madre Representa un papel secundario. Su comportamiento tipifica el silencio impuesto y el olvido consciente adoptado por la mayoría de la población española después del conflicto civil.

Su conducta se fundamenta en que la verdad no sea desvelada y, por ese motivo, podemos considerarla como la antítesis de su hijo Mario. La madre ha intentado por todos los medios justificar la responsabilidad de Vicente en su huida en el tren. Como madre, es incapaz de juzgar; sólo ha pretendido la felicidad de los demás. Sin embargo, cuando ya no es posible ocultar la verdad, en sus recuerdos tampoco olvida la guerra (“¡Malditos sean los hombre que arman las guerras!”). Y al final de la tragedia su figura resulta patética, su soledad frente al tragaluz es completa.

Encarna Pertenece a un grupo de personajes femeninos típicos en el teatro de Buero. Lucha por la supervivencia. Su relación amorosa con Vicente está mediatizada por el miedo. Consciente de su insuficiente preparación profesional y de su pobreza, teme perder el empleo, por ello asume “el papel” de prostituta con desprecio de sí misma y siempre la imagen de “la fulana” se cierne sobre ella.

Por Encarna, los dos hermanos van a luchar entre sí. Y por ella, las motivaciones de sus conductas quedarán desenmascaradas. Cada uno será el juez del otro y, en su lucha por la reafirmación de sí mismos, han olvidado que la están destruyendo.

Sin embargo, este personaje, a pesar de ser casi un esbozo, adquiere notas melodramáticas al final de la tragedia, cuando Mario asume el pasado de Encarna y decide casarse con ella. Como en la mayoría de las obras de Buero, el dolor ha sido el camino de la redención y de la esperanza. Después del trágico desenlace, Mario y Encarna, rotos por el sufrimiento y la pena, son capaces de soñar aún en un futuro donde la respuesta a la gran pregunta sea la de los investigadores: “Ese eres tú, y tú, y tú. Yo soy tú y tú eres yo.”

6. LA ESTRUCTURA

La obra presenta, a nivel profundo, la estructura de “drama judicial o procesal”: el primer delito, símbolo original de todos los demás, se cometió muchos años antes del inicio de la acción dramática, en el transcurso de la cual se produce el “desenmascaramiento” o revelación del mismo y su castigo. La escena culminante de la obra se concibe como un juicio, en el que Mario hace las veces de juez o, mejor, de fiscal:

MARIO: Soy un juez porque el verdadero juez no puede juzgar. Aunque ¿quién sabe? ¿Puede usted juzgar, padre....?

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Presentes, de una u otra forma, están las víctimas de Vicente. Las antiguas: El Padre loco, afectado de una ambigua mezcla de desatino y lucidez; la Madre, que “se engaña de buena fe [...]. ¿Cómo hubiera podido resistir sin inventarse esa alegría?” y el hermano acusador:

MARIO: [...] También aquel niño que te vio en la ventanilla del tren es tu víctima.

Las más recientes: Encarna, su secretaria, a la que “utiliza” como amante, y Eugenio Beltrán (que “sólo está en efigie”), el escritor víctima de las “fobias literarias, o políticas” del nuevo grupo económico que controla la editora en la que trabaja Vicente, con la complicidad servil de éste. Incluso está presente la primera y más inocente de las víctimas, Elvirita, en el recuerdo de todos y también en el personaje de Encarna, a la que el padre confunde, dentro de su lúcido desatino, en ocasiones, con ella. En el breve “proceso” se restaura la verdad (“siempre es mejor saber, aunque sea doloroso”). Mario recuerda:

MARIO: [...] “¡Baja! ¡Baja!”, te decía [padre] lleno de ira, desde el andén...Pero el tren arrancó... y se te llevó para siempre. Porque ya nunca has bajado de él.

Y acusa:

MARIO: [...] ¿Cómo no ibas a poder bajar? [...] No te culpo del todo; sólo eras un muchacho hambriento y asustado. [...] ¡Pero ahora, hombre ya, sí eres culpable! Has hecho pocas víctimas, desde luego; hay innumerables canallas que las han hecho por miles, por millones. ¡Pero tú eres como ellos! Dale tiempo al tiempo y verás crecer el número de las tuyas... y tu botín.

Vicente, a solas con El Padre, cuya “locura” tiene sin duda su raíz en el incidente, confiesa, asume al fin su culpa:

VICENTE: [...] Es cierto, padre. Me empujaban. Y yo no quise bajar. Los abandoné, y la niña murió por mi culpa.

El Padre, a pesar de su extraño trastorno (o precisamente por él) es el verdadero juez:

VICENTE: [...] Le hablo como quien habla a Dios sin creer en Dios, porque quisiera que él estuviese ahí... (El Padre deja lentamente de mirar la postal y empieza a mirarlo, muy atento.) Pero no está, y nadie es castigado, y la vida sigue.

Se equivoca. En medio del ruido ensordecedor del tren, que invade la escena, El Padre, arrebatado, dará muerte a su hijo.

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Buero ha explicitado la estructura del drama en dos partes, la primera de carácter expositivo o, si se quiere, de “planteamiento”, mientras que la segunda contiene el “nudo” y el desenlace del conflicto, el juicio y el castigo. En realidad, habría que distinguir de estas dos partes fundamentales los tres últimos “cuadros” o escenas, que constituyen un epílogo perfectamente diferenciable del resto. La historia que narran los investigadores es lineal. No hay saltos hacia atrás. Es narrada en seis momentos delimitados por la presencia y ausencia de los investigadores. Cada una de estas seis unidades, denominadas “analepsis”, está formada por una serie de escenas, entendiendo por tal la unidad significativa que vendría definida por un número de personajes que intervienen en un momento determinado. Estas escenas no siempre suceden en el mismo ámbito escénico, sino que a veces pueden producirse escenas simultáneas en lugares diferentes. -Primera parte

- Analepsis 1: un jueves - Analepsis 2: el mismo día, un minuto más tarde. - Analepsis 3: siete días después. -Segunda parte - Analepsis 4: ocho días más tarde. - Analepsis 5: veintiséis horas después - Analepsis 6: once días después.

7. EL TIEMPO

El tiempo resulta especialmente elaborado en El tragaluz. En él hemos de distinguir:

- Tiempo principal: Es el tiempo “presente”, el tiempo de los investigadores, es decir, los siglos XXV o XXX.

- Tiempo secundario I: tiempo pasado (analepsis de primer grado), Mario y Vicente adultos, siglo XX (1967).

- Tiempo secundario II: tiempo pasado (analepsis de segundo grado, rememoraciones de los personajes), Mario y Vicente niños y adolescentes; siglo XX (1939 y años posteriores).

- Tiempo mixto: tiempo del público, que es impulsado a participar en la obra, siglos XX y XXX.

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TIEMPO SECUNDARIO I

� (analepsis grado 1º)

TIEMPO PRINCIPAL

TIEMPO MIXTO

La recuperación, parte de lo investigado, del tiempo secundario I mediante unas máquinas supone una serie de analepsis o retrospecciones a lo largo de toda la obra. Se trata de analepsis muy bruscas, técnicas temporalizadoras experimentales frecuentemente utilizadas en la novela y el teatro del siglo XX. En El tragaluz se rompe con el presente de Él y de Ella para intercalar, representándolo con igual inmediatez, el pasado de Mario y Vicente y sus padres, Así, los dos tiempos, principal y secundario, tienden un puente a través de los siglos y hacen muy profunda la amplitud cronológica de la obra.

Dentro del tiempo secundario I hay también analepsis que, por insertarse dentro de otras llamaremos de segundo grado. Se trata siempre de analepsis hechas a la manera tradicional y que no rompen la linealidad cronológica. Consisten en rememoraciones, relatadas por los propios personaje, del tiempo secundario II, donde han de situarse los orígenes de la tragedia: los avatares de la familia al final de la guerra, los sucesos relacionados con la subida de Vicente al tren, la depuración de El Padre, los comienzos de sus trastornos hace diecinueve años, su empeoramiento hace cuatro..., Encarna y su

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padre... Pueden considerarse también junto a estas analepsis los ruidos del tren, pues representan recuerdos muy vivos relacionados con las desgracias familiares.

Los personajes del tiempo principal no se mezclan con los del tiempo secundario: mil años los separan. Sin embargo, mientras que los del tiempo secundario no pueden ver a la pareja del futuro, ésta observa las imágenes recuperadas de la familia española en 1967, del mismo modo que lo hacen los espectadores, impulsados éstos, por las características de la obra a participar de dos tiempos, es decir, de un inquietante tiempo mixto.

Desde el tiempo principal Él y Ella hacen revivir el pasado, lo presentan y lo contemplan. Este tiempo principal coincide en su duración con el tiempo escénico (duración de la puesta en escena) y es también el tiempo de la obra (aquel en el que fingen desarrollarse los acontecimientos).

Sin embargo, el tiempo recuperado o tiempo secundario I, por englobar al II, abarca casi treinta años. De ellos sólo se llevan a escena los últimos veintiocho días de una historia que, mediante elipsis (tiempo no representado que puede suponerse) y resúmenes (tiempo no representado pero aludido), quedan reducidos a los momentos más trascendentes. El autor consigue también acortar la duración de la obra gracias al uso simultáneo de los escenarios.

8. EL ESPACIO

La estructura espacial de la obra es de una considerable complejidad. Al espectador se le propone un “experimento”: existe, pues, en primer lugar un ámbito en el que se mueven los “investigadores” que lo llevan a cabo.

I. El espacio del “experimento”

No se localiza de manera precisa en ningún lugar de la sala ni de la escena. En la primera aparición, al comenzar la obra, Él y Ella entran por el fondo de la sala, suben después a la escena por una escalerilla, y finalmente salen por ambos laterales. Son personajes pertenecientes a un remoto futuro de la Humanidad, por ello se encuentran en un espacio inmaterial definido por la luz:

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La inmaterialidad de este primer ámbito escénico se corresponde, por otra parte, con el carácter incorpóreo de los personajes. Se podría decir que lo único que realmente son es sus palabras y que, escénicamente, se alteraría apenas su función dramática si fueran sustituidos por voces en “off”.

II. Espacios de la historia

Estos lugares son tres, y ocupan la escena, no sucesiva, sino simultáneamente. Tal división del escenario en espacios escénicos yuxtapuestos es muy del gusto de Buero, que la utiliza con frecuencia. El posible efecto antirrealista que pudiera suscitar queda contrarrestado al quedar perfectamente explicada tal distribución de la escena dentro de la lógica del “experimento”, que consiste en “visualizar” fragmentos significativos de la historia inventada. Otra vez, paradójicamente, la envoltura de irrealidad en que se nos ofrece la historia contribuye a acentuar el realismo de la misma. Los tres lugares de la acción están cargados de significación simbólica, y cada uno puede definirse como ámbito o “territorio” de un personaje o grupo de personajes. Hasta su ubicación parece tener un sentido.

a) La oficina El primero de los escenarios aparece elevado, en un plano superior sobre los otros dos. Es el ámbito de Vicente y representa su despacho en la editora para la que trabaja. La oficina de Vicente es el ámbito de los que fueron capaces de subir al “tren de la vida”; puede, pues, dentro del mundo simbólico de la obra identificarse con el tren, y se opone a los otros dos, ámbitos de la marginación. La diferencia de altura marcada no responde a un principio meramente funcional. Su significado parece claro: es el mundo del arribismo, del poder, de los verdugos. Vicente “está instalado” en ese ámbito, pero otros dos personajes pisan su suelo a lo largo de la obra, aunque no pertenecen a él. Encarna vive en un constante desasosiego ante el temor de ser arrojada de él. Mario ha elegido lo que es y se niega a integrarse en el mundo de Vicente, a “subir al tren”.

Este primer espacio, en el último instante de la obra, en el momento de la esperanza, permanece significativamente vacío y sumido en la oscuridad.

b) El velador Es el “lugar” de Encarna, el escenario de su amor por Mario, de su “engaño” a Vicente, de sus esperas y también de sus imaginaciones, del fantasma de la prostitución que se cierne sobre ella y que toma cuerpo sobre esta parcela del escenario en el personaje mudo de “una prostituta barata”. En la acotación inicial se sitúa este espacio al nivel del suelo del escenario, marcadamente debajo de la oficina. Es claro que, dentro del esquema binario reiterado en la obra, representa a los marginados, a los que se quedan en el andén, tanto los dos personajes mudos adscritos a él (la “golfa” y el “camarero flaco y entrado en años”), como el propio Mario y el personaje “representativo” del lugar, Encarna.

Por tanto, se trata de un espacio de víctimas, situado en el mismo nivel (o ligerísimamente más alto) que el semisótano, pozo absoluto de marginación. Al

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mismo tiempo es la única representación de la calle, esa calle cuya visión parcial tanta importancia tiene para los habitantes del sótano. Es también el lugar más apartado del conflicto central y, por lo tanto, del pasado. La oficina sigue siendo el tren de años atrás, y el semisótano, la sórdida, la nocturna sala de espera. Sólo este espacio es un espacio de presente, por eso la proyección esperanzada hacia el futuro con que termina la obra se hace desde allí. Es cierto que Vicente irrumpe en ese ámbito pero sólo una vez y casualmente.

c) El semisótano El espacio escénico fundamental es el que representa “el cuarto de estar de una modesta vivienda instalada en un semisótano”, al que habría que adscribir a tres personajes centrales: Mario, La Madre y El Padre. El simbolismo de este espacio, al que repetidamente se compara con un “pozo” es claro en la obra: “O aceptas ese juego siniestro... y sales de este pozo..., o te quedas en el pozo” dice Mario. El contraste que en este ambiente crean los modernos electrodomésticos que Vicente pretende introducir (sobre todo, el televisor destruido por el padre) funciona eficazmente como una denuncia de la sociedad de consumo.

El semisótano es el espacio de las víctimas, la sala de juicio a la que concurren todas en el momento decisivo del castigo, de abandonar la contemplación y actuar. Nuevamente puede notarse una construcción simbólica paradójica: el sótano es el ámbito de la oscuridad, de las tinieblas, pero, a la vez, el pozo de la luz, de la verdad que baja a buscar una y otra vez Vicente hasta encontrar la muerte: su castigo.

La verdadera complejidad del espacio escénico se manifiesta en el momento de abordar la articulación lineal de los diferentes espacios a lo largo de la obra. Se considera presente o en funcionamiento un espacio cuando acoge una acción (o, al menos, una presencia) significativa.

9-. LOS SÍMBOLOS Y SU FUNCIÓN DRAMÁTICA

� El sonido del tren (evocación de la muerte de Elvirita y las responsabilidad de Vicente en ella) es el signo escénico de la memoria, de un pasado que ha de servir para entender la locura presente del Padre. De ahí que la nueva manía de éste sea ahora el tren y que se obstine en recortar monigotes y figuras con sus tijeras (las mismas con las que matará a Vicente en el desenlace), en su intento de salvarlos, de subirlos al tren. Y de ahí también que el Padre llegue a identificar, reiterada y obsesivamente, el tragaluz con un tren, con aquel tren de la guerra civil que La Madre y Vicente prefieren olvidar. Se comprende así que Vicente rechace una postal que le ofrece Encarna en donde aparece uno y que Mario, al saberlo, entienda su sentido.

� El semisotano del tragaluz: Debemos resaltar la importancia del elemento escenográfico que da título a la obra: el tragaluz. Muy significativa resulta su localización “en la cuarta pared.” A través de él puede definirse un nuevo ámbito o lugar de acción: la sala ocupada por los espectadores. El tragaluz representa así la frontera entre dos mundos: el del espectador (el de la calle a la que mira) y el del semisótano (el de las víctimas). Todo un universo de significaciones se

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desprende de esta consideración. La «manía de que el tragaluz es un tren» en que se empeña El Padre ¿no podría considerarse una forma sutil de acusación al público? Recordemos el doble significado del tren en la obra, símbolo a la vez del origen causal de la tragedia y del arribismo, o «instalación» en el mundo que resulta de aquella. Cuando, al final de la parte primera, El Padre suplica a los niños (¿tal vez la «generación inocente»?): « ¡Cuidad de Elvirita!» y « ¡Esperadme!...», situado cara al público, ante el tragaluz invisible, el espectador no podrá evitar sentir esas palabras como dirigidas a él mismo en alguna medida. Visto desde el otro lado, el tragaluz representa el punto de vista de los habitantes de sótanos, de los marginados, los «contemplativos» que preservan una «pureza» tal vez culpable también.

VICENTE. [...] Eso se queda para los ilusos que miran por los tragaluces y ven

gigantes donde debieran ver molinos. La alusión quijotesca, tan oportuna, confirma este sentido. Cinco veces interviene el tragaluz en la acción dramática, al ser abierto por alguno de los personajes, proyectando sobre el interior «la sombra de su reja» y de las figuras de la calle que pasan ante él. La primera ocasión se produce como rememoración de un juego infantil protagonizado por los hermanos y consistente en reconstruir con la imaginación las escenas callejeras, de las que el tragaluz sólo ofrece un aspecto fragmentario. Se transparenta la conexión, en el plano del significado, con el mito griego de la caverna y, a través de él, con una de las constantes temáticas de Buero: el mundo de la oscuridad y las sombras como símbolo de la limitación del conocimiento humano para alcanzar «la verdad». Ya mayores, cada uno de los hermanos proyecta su personalidad al participar en este juego, en el que Mario cuenta con la ventaja que le proporciona el ejercicio de la “contemplación”. Vicente no «ve» nada hasta que, poco a poco, su imaginación va despertando y descubre, con la ayuda de Mario, en las sombras callejeras los fantasmas de su culpa (cree reconocer por un instante a Eugenio Beltrán). Al final de la parte primera asistimos a la conversación del Padre con los niños de la calle, a los que confunde con sus propios hijos. Manifiesta así el deseo imposible de devolverlos a la infancia para poder entroncarlos de otra manera en la vida. Ya en la parte segunda, estando solos en la estancia Vicente y el Padre, éste abre el tragaluz. Las palabras que llegan a través de él resultan extrañamente coincidentes con diversos aspectos del conflicto. Se oye primero « ¡Corre, que no llegamos!» « ¡Sí, hombre! ¡Sobra tiempo!» y comenta el Padre: «No quieren perder el tren.» Más tarde, en otras voces, se oye el nombre de Vicente y El Padre, exaltado: « ¡Hablan de mi hijo!». Por fin, las voces de una pareja que reflejan el último de los conflictos morales que afectan a Vicente. La voz femenina insiste, ante las evasivas de las masculinas: «Si tuviéramos hijos, ¿los protegerías?» En palabras de Buero «no se sabe si se trata de una obsesión de Vicente o si, efectivamente, la pareja ha pronunciado las palabras. Pero no se descarta la coincidencia significativa» y, más adelante, «la coincidencia es algo que creamos nosotros, claro está. No se trata de un ángel mensajero que la lleve a cabo».

El momento climático de la obra se abre y se cierra con dos referencias al tragaluz. Tras la confesión de Vicente «se oyen unos golpecitos en los cristales. El Padre mira al tragaluz con repentina ansiedad. El hijo mira también, turbado». Después de matar a su hijo, el Padre lo abre «para mirar afuera». Y, leemos en la acotación, «Nadie pasa»... Por fin, en el epílogo, que se abre a la esperanza, las últimas palabras:

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MARIO. Quizás ellos, algún día, Encarna... Ellos, sí, algún día... Ellos...

Pueden quedar referidas, además de al hijo que Encarna lleva en su vientre, a las «sombras de hombres y mujeres» que se proyectan sobre el semisótano inundado de un «vago rumor callejero». La Madre, «con los ojos llenos de recuerdos», es el último personaje que se queda, de frente, mirando, a través del tragaluz, al público, a nosotros.

10-. VALORACIÓN FINAL:

El tragaluz es una obra realista, pero de compleja estructura dramática y de una simbología escénica que la aleja del naturalismo vulgar. Escrita con una lengua literaria coloquial, de extremada sencillez y precisión, plantea ante los espectadores españoles de 1967 la tragedia del pasado inmediato, de la guerra civil, y en ese sentido es teatro político, aunque predomine sobre todo un fuerte sentido ético que, afortunadamente, rehúye un fácil maniqueísmo moral. Pero también, como es habitual en la dramaturgia de Buero Vallejo, el desenlace abierto de esta tragedia contemporánea apunta a la esperanza de un futuro mejor.