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El tren hacia la nada No había ventanas. En su lugar, gruesos y negros barrotes entrecruzados coronaban esos grotescos agujeros. No se veía nada. Absolutamente nada. Afuera, brillaba débil una luz roja y el aire estaba saturado de ceniza que entraba a borbotones por los espacios entre los barrotes y los infinitos huecos que decoraban toda la superficie. El calor era insoportable. El olor, espantoso y nauseabundo. El aire era tibio y espeso, tanto que se podía tocar. La soledad me rodeaba. Descubrí, sacándome el residual velo del sueño, que aún se aferraba a mí con un sentido de la vista mejor adaptado. Una única silla, donde estaba sentado, ubicada en el centro de la pared del fondo, amoblaba este raro vagón de paredes abolladas y oxidadas. De pronto, una luz amarillenta que venía de fuera me hizo girar la cabeza. Bienvenido, leí con pudor en aquel corroído letrero. “¿Bienvenido a dónde?”, me dije, mientras mi corazón latía cada vez más rápido. Me esforcé tratando de saber dónde me encontraba, cuál era la razón de mi estadía en este lóbrego lugar. Tap tap tap. Una bombilla se encendió de pronto en el centro del vagón, al mismo tiempo que iniciaron los pasos. Tap tap tap. Escudriñé en la oscuridad intentando hallar la fuente de estos. Tap tap tap. Nada. La luz era demasiado débil y no abarcaba todo. Tap tap tap. El miedo crecía. Los nervios aumentaban. De pronto, observé con asombro un par de pies, pequeños y sucios, que venían hacia

El Tren Hacia La Nada

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Martin Kevin Alberto

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Page 1: El Tren Hacia La Nada

El tren hacia la nada

No había ventanas. En su lugar, gruesos y negros barrotes entrecruzados coronaban esos

grotescos agujeros. No se veía nada. Absolutamente nada. Afuera, brillaba débil una luz

roja y el aire estaba saturado de ceniza que entraba a borbotones por los espacios entre los

barrotes y los infinitos huecos que decoraban toda la superficie. El calor era insoportable.

El olor, espantoso y nauseabundo. El aire era tibio y espeso, tanto que se podía tocar. La

soledad me rodeaba. Descubrí, sacándome el residual velo del sueño, que aún se aferraba a

mí con un sentido de la vista mejor adaptado. Una única silla, donde estaba sentado,

ubicada en el centro de la pared del fondo, amoblaba este raro vagón de paredes abolladas y

oxidadas. De pronto, una luz amarillenta que venía de fuera me hizo girar la cabeza.

Bienvenido, leí con pudor en aquel corroído letrero. “¿Bienvenido a dónde?”, me dije,

mientras mi corazón latía cada vez más rápido. Me esforcé tratando de saber dónde me

encontraba, cuál era la razón de mi estadía en este lóbrego lugar. Tap tap tap. Una bombilla

se encendió de pronto en el centro del vagón, al mismo tiempo que iniciaron los pasos. Tap

tap tap. Escudriñé en la oscuridad intentando hallar la fuente de estos. Tap tap tap. Nada.

La luz era demasiado débil y no abarcaba todo. Tap tap tap. El miedo crecía. Los nervios

aumentaban. De pronto, observé con asombro un par de pies, pequeños y sucios, que venían

hacia mí provenientes del fondo oscuro. Se delineaba una figurita pequeña, entrecortada por

el río de ceniza que corría a mi alrededor. “Ayúdame, por favor”, dijo de un momento a

otro. Me alarmé. Tap tap tap. El sonido de aquellos descalzos pies ahora era fortísimo.

Entró al círculo que formaba en el piso la luz tenue y amarillenta de la bombilla. Se detuvo.

Quedé espantado. No... no... no tenía rostro. La sombra que reinaba al fondo se situaba

sobre su cabeza, moviéndose como una serpiente, girando, fluctuante como un espeso

fluido. No tenía boca... No tenía ojos... No tenía nariz... Sólo era una masa negra posada

sobre un cuello quemado, seco y rojo. Miré con horror y asco todo su ser. Un potente

escalofrío circuló por todo mi cuerpo: decenas de grotescos gusanos de color verde y

morado estaban adheridos a su carne, completamente desnuda y marcada de ominosas

llagas, desde la base del cuello hasta los tobillos, succionando sin parar. Se inflamaban esos

gelatinosos cuerpos a medida que el líquido vital era vaciado de aquella moribunda criatura.

Era como si se inflaran a cada latido de un corazón débil. Tap. Su demacrado pie derecho

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hirió el círculo de luz. Tap. Una sustancia pegajosa y espesa marcaba el sitio de cada

pisada. Tap. Unas repugnantes larvas se revolcaban en aquella pastosa sustancia.

Bailoteaban en el aire esos asquerosos gusanos a medida que ese ser avanzaba. Descubrí

con horror que con cada paso esa innoble criatura se hacía más delgada, empalidecía; sus

llagas adoptaban un color ocre oscuro y esos grotescos parásitos se hacían gigantescos.

Profería un sonido agudo, desesperado, como si un dolor inconmensurable lo dominara, lo

subyugara. Avanzaba lento... cada vez más lento. Sus huesos aparecieron mientras la piel se

tensaba. “Ayúuuuudame”, gritó con una voz (si a eso se le pudiera llamar voz) chillona.

“Por favor, Ayúuuuudame”. La palma de su mano, ahora esquelética, estaba

completamente estirada esperando que yo hiciera algo, cualquier cosa. Un completo terror

se apoderó de mí. “Ayúuuuuudame”. Intenté desesperadamente levantarme y correr pero

una fuerza extraordinaria me mantenía ahí, sentado, observando tan tenebroso espectáculo.

De pronto, cerca de mí, aquella criatura perdió el equilibrio. Cayó de bruces al suelo y, sin

embargo, los huesos de su brazo seguían estirados y esas falanges seguían apuntándome,

esperando... Me revolqué en el asiento. Ahora se arrastraba, con un esfuerzo inmenso,

usando una sola extremidad superior. Las larvas que dejaba a su paso, en medio de aquella

gelatinosa sustancia, hacían metamorfosis: iban apareciendo poco a poco unas moscas

grandísimas que resistían con arrogancia la ceniza que las golpeaba. Ahora solo estaban sus

huesos, y a éstos, adheridos tercamente, los gusanos, de un tamaño exorbitante, seguían

robándole su esencia. El chillido se agudizaba. Ploc. De mis manos caía gota a gota el

sudor que me bañaba. Ploc. Me alcanzaba. Sus huesos crujían. La sombra que tenía por

cabeza serpenteaba desesperadamente. Se me heló la sangre: su mano, esos cinco dedos sin

un solo trozo de carne que los cobijara, asió mi tobillo. El chillido alcanzó una proporción

ensordecedora. La ceniza giraba velozmente en círculos simulando un huracán que

amenazaba con arrollarnos, y en el ojo se hallaba un ejército de moscas zumbando. Grité.

Sentí sangre que salía de mis oídos. Y ocurrió: el torbellino se deshizo, la ceniza arremetió

contra aquella miserable criatura, el ejército rompió filas, la criatura se fundió ante el

ataque y las moscas vinieron contra mí. Eran como bólidos que quemaban mi piel. Un

zumbido lo dominaba todo. El pánico se apoderó de mí. Salté del asiento con todas mis

fuerzas. Caí. El vértigo atrofiaba mis músculos. Pude reponerme. Corrí. Corrí hacia la

oscuridad. Corrí y fui golpeado por aquellos abominables insectos. Corrí hacia la nada...

Page 3: El Tren Hacia La Nada

Ahí estabas saliendo del auto. Ahí estabas ante tu Amo y Señor. Sí, ahí estabas

dispuesto a traspasar el umbral hacia a la sombra, profunda y placentera, cuando

apareció ese pequeño niño. Descalzo, sin camisa y con el pantalón hecho jirones extendió

la mano solicitándote ayuda. Pero esta no llegó. ¿Qué esperaba esa vil criatura? Tal vez ni

siquiera te fijaste en él. Tal vez en tu mente solo había lugar para las tinieblas. Tal vez en

tu alma lo único que existe es la obediencia ciega al Amo. Lo ignoraste. Decidiste seguir tu

camino, pero él no tenía ninguno. Delgado y pálido, te observó con la mano estirada

mientras te perdías en la inmensidad de la nada.

Respiré. Mis manos temblaban y sentía un dolor espantoso en los oídos. No pude

mantenerme en pie: mis piernas cedieron y caí sentado en el suelo, recostado sobre la

puerta que acababa de cruzar. Mi cabeza era un caos; una espesa niebla infectaba cada

vericueto de mi alma. Imagen tras imagen se sucedían en mi conciencia. Pasos. Quejidos.

Moscas. Gusanos. Una absoluta oscuridad. Ayúdame. Bienvenido. Ceniza...

Las intensas charlas sobre ética y política que estaba teniendo con los demás

pasajeros –completos desconocidos, representantes de poderosas firmas con quienes debía

reunirme, vestidos todos de saco y corbata–, ambientada por exquisita y abundante comida

y bebida, deliciosa música clásica y un espíritu intelectual inigualable, en aquel sublime

vagón especialmente amoblado y acogedoramente decorado, habían quedado atrás. Solo

se mantenía una imagen cada vez menos vívida en mi cabeza, encaminándose

dolorosamente a su fin. Sólo se erigía como un ínfimo recuerdo muy lejano. Ahora,

temblando ante la experiencia reciente que retumbaba en mi cabeza golpeando como un

martillo a un cincel, era subyugado por una cruel incertidumbre; borrosas imágenes de

discusiones en la Junta sobre el efecto adverso que un megaproyecto podría acarrear para

los alrededores oprimían mi corazón. Las decisiones que tomé considerando el daño como

un simple efecto colateral que no afectaba la rentabilidad y fluidez de la empresa hacían

eco en mi cerebro. Un dolor punzante en el pecho me decía que algo estaba mal conmigo,

que mi vida estaba sustentada en la nada.

Page 4: El Tren Hacia La Nada

El frío me arrancó de la abstracción a la que había sucumbido. Miré a mi alrededor

sorprendido por el cambio. Este vagón era muy diferente: el embaldosado piso relucía en

extremo; las paredes laterales eran de un color claro y muy limpias, al igual que el techo,

coronado por dos inmensas arañas doradas con estentóreos adornos de diamantes, de los

cuales escurrían gotas de sangre que violaban la pureza de una larga mesa estéril ubicada en

el centro del vagón. La luz blanca y brillante que llenaba todo el espacio, proveniente de

artificiales bombillas hundidas en las arañas, contrastaba sobremanera con la oscuridad

rojiza del exterior, que atravesaba perniciosamente los gruesos vidrios polarizados de las

ventanas. Casas derruidas, chatas y cuadradas, de aspecto deprimente y desoladas por

completo, soportaban aún con valor las inclemencias del tiempo, dando indicios sin

embargo de una inminente caída. Al fondo, extractoras de petróleo funcionaban sin parar,

succionando de la tierra árida y muerta su alimento. Todo un enjambre de estas máquinas

dominaba la llanura que se extendía hasta más allá de los límites del horizonte.

De un momento a otro, surgieron de la nada diez personas idénticas: vestidas todas

de traje negro impecable, camisa blanca sin señal de arrugas, corbata negra satinada y

zapatos mocasines negros que imitaban un espejo. Me sobresalté al observarlos de cerca.

Sus rostros, idénticos todos, eran repulsivos: una tez blanca, soleada a la perfección, estaba

decorada por una sonrisa diabólica que iba de oreja a oreja (si estas existieran) y permitía

ver todos los dientes; estos, totalmente podridos y de un color mezclado entre verde y

morado, mostraban con orgullo una lengua bífida y larga que mojaba con una saliva espesa

y amarillenta los labios negros y cuarteados. Las cuencas de los ojos estaban vacías. Las

cabezas eran completamente esféricas, sin ningún obstáculo a su perfecta forma. No tenían

orejas ni cabello. La sequedad del cuero cabelludo era absoluta: un desierto igual al que se

podía ver más allá de los vidrios polarizados.

Tomaron sus asientos: cinco a cada lado de la mesa, posando sus cuerpos en

cómodas sillas reclinables hechas de cuero, un cuero podrido y que despedía un sutil vapor

fétido. El vaso que traían en la mano derecha lo pusieron sobre la mesa, no sin tomar, todos

a la par, un largo trago del líquido espeso y negro que había sobre éste. El maletín, digno de

los grandes magnates, fue colocado ceremoniosamente en la mesa y abierto con una

parsimonia ritual. Hasta ese momento parecía que no se hubieran percatado de mi

presencia. Sin embargo, luego de realizar esta liturgia, sin ninguna excepción alzaron sus

Page 5: El Tren Hacia La Nada

abominables rostros y, sincronizados, giraron de forma lenta y cadenciosa sus esféricas

cabezas hasta ubicar sobre mí aquellas vacías cuencas oculares. “Es hora”, dijeron en coro

con una voz dulce y deliciosa. “Debes tomar tu lugar”. “Es tiempo de cumplir con tu

deber”. El corazón taladraba mi tórax. Sentía que la oscuridad me envolvía con cada

pulsación. Casi podía escuchar el flujo de la sangre por mis venas. Ploc. Ploc. Ploc. El

golpe seco de las espesas gotas carmesí que chorreaban de los diamantes al caer sobre la

mesa hacía doloroso el silencio, la espera. Las lenguas bífidas siseaban en el aire esperando

una respuesta. “¡AHORA!”, gritaron de pronto. Fue como si me hubiesen empujado. Me

dirigí a la cabecera de la mesa, donde una pestilente silla me estaba esperando,

llamándome. Tomé asiento e inició el rito primero de esta reunión: todos, siempre

horrendamente sincronizados, sacaron del maletín un plato. Asquerosos gusanos verdes y

morados, gigantescos, se sacudían sin parar sobre este. Todos, a la par, tomaron uno y se lo

llevaron a la boca. El líquido grumoso y de un color rojo intenso corría por sus secos labios

a medida que masticaban cada bocado. Algo me decía que esos gusanos ya los había visto.

Sentí unas inmensas náuseas y un completo terror cuando, mirándome, me ofrecieron uno –

que se revolvía como si fuera torturado– diciéndome todos con sibilina voz: “Disfruta de

los deliciosos placeres de la vida”. Empujé la silla lejos y salí disparado de ahí. Quería

alejarme de este infame lugar y dispuse mis pasos hacia la puerta del fondo. La abrí y

cuando crucé el umbral me encontraba en el mismo sitio: esos seres sentados, tranquilos,

posando sobre mí su mirada vacía, violando el aire con el movimiento atroz de una lengua

bífida, estaban esperando a que tomara mi lugar, como claramente decían. Aumentó mi

terror. Corrí hacia la puerta del fondo y, al franquearla, me encontré de nuevo en el mismo

sitio: las paredes blancas, coronadas por vidrios polarizados, y en el techo una araña cuyos

diamantes derramaban sangre. “Debes tomar tu lugar”, escuchaba en medio de mi

desesperación en aumento. Abrí la puerta. Lo mismo: la luz blanca del vagón contrastaba

con la oscuridad rojiza del exterior. “Es hora”. Fui a la puerta. Igual: casas derruidas,

destruidas casi en su totalidad, soportaban aún con valor las inclemencias del tiempo. “Es

tiempo de cumplir con tu deber”. Fui a paso vivo hacia la puerta. Lo mismo: la mesa, larga

y estéril, se alzaba como lo más importante. “Ahora”. Caminé hacia la puerta. La abrí sin

temor, tranquilo, sin luz de desesperación. Encontré el mismo sitio. “Ahora”. Comprendí lo

que debía hacer. Supe cuál era mi deber. Me senté completamente satisfecho en mi lugar.

Page 6: El Tren Hacia La Nada

Tomé del plato los placeres de la vida y una amplia sonrisa empezó a dibujarse en mi

rostro.

El Tigre melenudo

C.C. 1.098.753.596 de Bucaramanga