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Martin Kevin Alberto
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El tren hacia la nada
No había ventanas. En su lugar, gruesos y negros barrotes entrecruzados coronaban esos
grotescos agujeros. No se veía nada. Absolutamente nada. Afuera, brillaba débil una luz
roja y el aire estaba saturado de ceniza que entraba a borbotones por los espacios entre los
barrotes y los infinitos huecos que decoraban toda la superficie. El calor era insoportable.
El olor, espantoso y nauseabundo. El aire era tibio y espeso, tanto que se podía tocar. La
soledad me rodeaba. Descubrí, sacándome el residual velo del sueño, que aún se aferraba a
mí con un sentido de la vista mejor adaptado. Una única silla, donde estaba sentado,
ubicada en el centro de la pared del fondo, amoblaba este raro vagón de paredes abolladas y
oxidadas. De pronto, una luz amarillenta que venía de fuera me hizo girar la cabeza.
Bienvenido, leí con pudor en aquel corroído letrero. “¿Bienvenido a dónde?”, me dije,
mientras mi corazón latía cada vez más rápido. Me esforcé tratando de saber dónde me
encontraba, cuál era la razón de mi estadía en este lóbrego lugar. Tap tap tap. Una bombilla
se encendió de pronto en el centro del vagón, al mismo tiempo que iniciaron los pasos. Tap
tap tap. Escudriñé en la oscuridad intentando hallar la fuente de estos. Tap tap tap. Nada.
La luz era demasiado débil y no abarcaba todo. Tap tap tap. El miedo crecía. Los nervios
aumentaban. De pronto, observé con asombro un par de pies, pequeños y sucios, que venían
hacia mí provenientes del fondo oscuro. Se delineaba una figurita pequeña, entrecortada por
el río de ceniza que corría a mi alrededor. “Ayúdame, por favor”, dijo de un momento a
otro. Me alarmé. Tap tap tap. El sonido de aquellos descalzos pies ahora era fortísimo.
Entró al círculo que formaba en el piso la luz tenue y amarillenta de la bombilla. Se detuvo.
Quedé espantado. No... no... no tenía rostro. La sombra que reinaba al fondo se situaba
sobre su cabeza, moviéndose como una serpiente, girando, fluctuante como un espeso
fluido. No tenía boca... No tenía ojos... No tenía nariz... Sólo era una masa negra posada
sobre un cuello quemado, seco y rojo. Miré con horror y asco todo su ser. Un potente
escalofrío circuló por todo mi cuerpo: decenas de grotescos gusanos de color verde y
morado estaban adheridos a su carne, completamente desnuda y marcada de ominosas
llagas, desde la base del cuello hasta los tobillos, succionando sin parar. Se inflamaban esos
gelatinosos cuerpos a medida que el líquido vital era vaciado de aquella moribunda criatura.
Era como si se inflaran a cada latido de un corazón débil. Tap. Su demacrado pie derecho
hirió el círculo de luz. Tap. Una sustancia pegajosa y espesa marcaba el sitio de cada
pisada. Tap. Unas repugnantes larvas se revolcaban en aquella pastosa sustancia.
Bailoteaban en el aire esos asquerosos gusanos a medida que ese ser avanzaba. Descubrí
con horror que con cada paso esa innoble criatura se hacía más delgada, empalidecía; sus
llagas adoptaban un color ocre oscuro y esos grotescos parásitos se hacían gigantescos.
Profería un sonido agudo, desesperado, como si un dolor inconmensurable lo dominara, lo
subyugara. Avanzaba lento... cada vez más lento. Sus huesos aparecieron mientras la piel se
tensaba. “Ayúuuuudame”, gritó con una voz (si a eso se le pudiera llamar voz) chillona.
“Por favor, Ayúuuuudame”. La palma de su mano, ahora esquelética, estaba
completamente estirada esperando que yo hiciera algo, cualquier cosa. Un completo terror
se apoderó de mí. “Ayúuuuuudame”. Intenté desesperadamente levantarme y correr pero
una fuerza extraordinaria me mantenía ahí, sentado, observando tan tenebroso espectáculo.
De pronto, cerca de mí, aquella criatura perdió el equilibrio. Cayó de bruces al suelo y, sin
embargo, los huesos de su brazo seguían estirados y esas falanges seguían apuntándome,
esperando... Me revolqué en el asiento. Ahora se arrastraba, con un esfuerzo inmenso,
usando una sola extremidad superior. Las larvas que dejaba a su paso, en medio de aquella
gelatinosa sustancia, hacían metamorfosis: iban apareciendo poco a poco unas moscas
grandísimas que resistían con arrogancia la ceniza que las golpeaba. Ahora solo estaban sus
huesos, y a éstos, adheridos tercamente, los gusanos, de un tamaño exorbitante, seguían
robándole su esencia. El chillido se agudizaba. Ploc. De mis manos caía gota a gota el
sudor que me bañaba. Ploc. Me alcanzaba. Sus huesos crujían. La sombra que tenía por
cabeza serpenteaba desesperadamente. Se me heló la sangre: su mano, esos cinco dedos sin
un solo trozo de carne que los cobijara, asió mi tobillo. El chillido alcanzó una proporción
ensordecedora. La ceniza giraba velozmente en círculos simulando un huracán que
amenazaba con arrollarnos, y en el ojo se hallaba un ejército de moscas zumbando. Grité.
Sentí sangre que salía de mis oídos. Y ocurrió: el torbellino se deshizo, la ceniza arremetió
contra aquella miserable criatura, el ejército rompió filas, la criatura se fundió ante el
ataque y las moscas vinieron contra mí. Eran como bólidos que quemaban mi piel. Un
zumbido lo dominaba todo. El pánico se apoderó de mí. Salté del asiento con todas mis
fuerzas. Caí. El vértigo atrofiaba mis músculos. Pude reponerme. Corrí. Corrí hacia la
oscuridad. Corrí y fui golpeado por aquellos abominables insectos. Corrí hacia la nada...
Ahí estabas saliendo del auto. Ahí estabas ante tu Amo y Señor. Sí, ahí estabas
dispuesto a traspasar el umbral hacia a la sombra, profunda y placentera, cuando
apareció ese pequeño niño. Descalzo, sin camisa y con el pantalón hecho jirones extendió
la mano solicitándote ayuda. Pero esta no llegó. ¿Qué esperaba esa vil criatura? Tal vez ni
siquiera te fijaste en él. Tal vez en tu mente solo había lugar para las tinieblas. Tal vez en
tu alma lo único que existe es la obediencia ciega al Amo. Lo ignoraste. Decidiste seguir tu
camino, pero él no tenía ninguno. Delgado y pálido, te observó con la mano estirada
mientras te perdías en la inmensidad de la nada.
Respiré. Mis manos temblaban y sentía un dolor espantoso en los oídos. No pude
mantenerme en pie: mis piernas cedieron y caí sentado en el suelo, recostado sobre la
puerta que acababa de cruzar. Mi cabeza era un caos; una espesa niebla infectaba cada
vericueto de mi alma. Imagen tras imagen se sucedían en mi conciencia. Pasos. Quejidos.
Moscas. Gusanos. Una absoluta oscuridad. Ayúdame. Bienvenido. Ceniza...
Las intensas charlas sobre ética y política que estaba teniendo con los demás
pasajeros –completos desconocidos, representantes de poderosas firmas con quienes debía
reunirme, vestidos todos de saco y corbata–, ambientada por exquisita y abundante comida
y bebida, deliciosa música clásica y un espíritu intelectual inigualable, en aquel sublime
vagón especialmente amoblado y acogedoramente decorado, habían quedado atrás. Solo
se mantenía una imagen cada vez menos vívida en mi cabeza, encaminándose
dolorosamente a su fin. Sólo se erigía como un ínfimo recuerdo muy lejano. Ahora,
temblando ante la experiencia reciente que retumbaba en mi cabeza golpeando como un
martillo a un cincel, era subyugado por una cruel incertidumbre; borrosas imágenes de
discusiones en la Junta sobre el efecto adverso que un megaproyecto podría acarrear para
los alrededores oprimían mi corazón. Las decisiones que tomé considerando el daño como
un simple efecto colateral que no afectaba la rentabilidad y fluidez de la empresa hacían
eco en mi cerebro. Un dolor punzante en el pecho me decía que algo estaba mal conmigo,
que mi vida estaba sustentada en la nada.
El frío me arrancó de la abstracción a la que había sucumbido. Miré a mi alrededor
sorprendido por el cambio. Este vagón era muy diferente: el embaldosado piso relucía en
extremo; las paredes laterales eran de un color claro y muy limpias, al igual que el techo,
coronado por dos inmensas arañas doradas con estentóreos adornos de diamantes, de los
cuales escurrían gotas de sangre que violaban la pureza de una larga mesa estéril ubicada en
el centro del vagón. La luz blanca y brillante que llenaba todo el espacio, proveniente de
artificiales bombillas hundidas en las arañas, contrastaba sobremanera con la oscuridad
rojiza del exterior, que atravesaba perniciosamente los gruesos vidrios polarizados de las
ventanas. Casas derruidas, chatas y cuadradas, de aspecto deprimente y desoladas por
completo, soportaban aún con valor las inclemencias del tiempo, dando indicios sin
embargo de una inminente caída. Al fondo, extractoras de petróleo funcionaban sin parar,
succionando de la tierra árida y muerta su alimento. Todo un enjambre de estas máquinas
dominaba la llanura que se extendía hasta más allá de los límites del horizonte.
De un momento a otro, surgieron de la nada diez personas idénticas: vestidas todas
de traje negro impecable, camisa blanca sin señal de arrugas, corbata negra satinada y
zapatos mocasines negros que imitaban un espejo. Me sobresalté al observarlos de cerca.
Sus rostros, idénticos todos, eran repulsivos: una tez blanca, soleada a la perfección, estaba
decorada por una sonrisa diabólica que iba de oreja a oreja (si estas existieran) y permitía
ver todos los dientes; estos, totalmente podridos y de un color mezclado entre verde y
morado, mostraban con orgullo una lengua bífida y larga que mojaba con una saliva espesa
y amarillenta los labios negros y cuarteados. Las cuencas de los ojos estaban vacías. Las
cabezas eran completamente esféricas, sin ningún obstáculo a su perfecta forma. No tenían
orejas ni cabello. La sequedad del cuero cabelludo era absoluta: un desierto igual al que se
podía ver más allá de los vidrios polarizados.
Tomaron sus asientos: cinco a cada lado de la mesa, posando sus cuerpos en
cómodas sillas reclinables hechas de cuero, un cuero podrido y que despedía un sutil vapor
fétido. El vaso que traían en la mano derecha lo pusieron sobre la mesa, no sin tomar, todos
a la par, un largo trago del líquido espeso y negro que había sobre éste. El maletín, digno de
los grandes magnates, fue colocado ceremoniosamente en la mesa y abierto con una
parsimonia ritual. Hasta ese momento parecía que no se hubieran percatado de mi
presencia. Sin embargo, luego de realizar esta liturgia, sin ninguna excepción alzaron sus
abominables rostros y, sincronizados, giraron de forma lenta y cadenciosa sus esféricas
cabezas hasta ubicar sobre mí aquellas vacías cuencas oculares. “Es hora”, dijeron en coro
con una voz dulce y deliciosa. “Debes tomar tu lugar”. “Es tiempo de cumplir con tu
deber”. El corazón taladraba mi tórax. Sentía que la oscuridad me envolvía con cada
pulsación. Casi podía escuchar el flujo de la sangre por mis venas. Ploc. Ploc. Ploc. El
golpe seco de las espesas gotas carmesí que chorreaban de los diamantes al caer sobre la
mesa hacía doloroso el silencio, la espera. Las lenguas bífidas siseaban en el aire esperando
una respuesta. “¡AHORA!”, gritaron de pronto. Fue como si me hubiesen empujado. Me
dirigí a la cabecera de la mesa, donde una pestilente silla me estaba esperando,
llamándome. Tomé asiento e inició el rito primero de esta reunión: todos, siempre
horrendamente sincronizados, sacaron del maletín un plato. Asquerosos gusanos verdes y
morados, gigantescos, se sacudían sin parar sobre este. Todos, a la par, tomaron uno y se lo
llevaron a la boca. El líquido grumoso y de un color rojo intenso corría por sus secos labios
a medida que masticaban cada bocado. Algo me decía que esos gusanos ya los había visto.
Sentí unas inmensas náuseas y un completo terror cuando, mirándome, me ofrecieron uno –
que se revolvía como si fuera torturado– diciéndome todos con sibilina voz: “Disfruta de
los deliciosos placeres de la vida”. Empujé la silla lejos y salí disparado de ahí. Quería
alejarme de este infame lugar y dispuse mis pasos hacia la puerta del fondo. La abrí y
cuando crucé el umbral me encontraba en el mismo sitio: esos seres sentados, tranquilos,
posando sobre mí su mirada vacía, violando el aire con el movimiento atroz de una lengua
bífida, estaban esperando a que tomara mi lugar, como claramente decían. Aumentó mi
terror. Corrí hacia la puerta del fondo y, al franquearla, me encontré de nuevo en el mismo
sitio: las paredes blancas, coronadas por vidrios polarizados, y en el techo una araña cuyos
diamantes derramaban sangre. “Debes tomar tu lugar”, escuchaba en medio de mi
desesperación en aumento. Abrí la puerta. Lo mismo: la luz blanca del vagón contrastaba
con la oscuridad rojiza del exterior. “Es hora”. Fui a la puerta. Igual: casas derruidas,
destruidas casi en su totalidad, soportaban aún con valor las inclemencias del tiempo. “Es
tiempo de cumplir con tu deber”. Fui a paso vivo hacia la puerta. Lo mismo: la mesa, larga
y estéril, se alzaba como lo más importante. “Ahora”. Caminé hacia la puerta. La abrí sin
temor, tranquilo, sin luz de desesperación. Encontré el mismo sitio. “Ahora”. Comprendí lo
que debía hacer. Supe cuál era mi deber. Me senté completamente satisfecho en mi lugar.
Tomé del plato los placeres de la vida y una amplia sonrisa empezó a dibujarse en mi
rostro.
El Tigre melenudo
C.C. 1.098.753.596 de Bucaramanga