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Título original: The Only Victor!Alexander Kent, 1990Traducción: Luis Rocha RosalDiseño de cubierta: Sofía Alonso

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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I

EN NOMBRE DEL DEBER

El capitán de fragata Daniel Poland,comandante de la fragata de Su Majestad BritánicaTruculent, estiró los brazos y contuvo un bostezoesperando a que sus ojos se acostumbraran a laoscuridad. Mientras asía la barandilla del alcázary las figuras oscuras de su alrededor ibanadquiriendo rango e identidad, se dejó embargarpor el sentimiento de orgullo que le provocaba subarco y la manera en que había hecho un equipo dela dotación, un equipo que reaccionaría a susdeseos y órdenes sin apenas espacio para lamejora. Llevaba dos años al mando de la fragata,pero no alcanzaría el grado de capitán de navíohasta dentro de seis meses. Entonces, y sóloentonces, se sentiría a salvo del fracaso. Una caídaen desgracia, un error inoportuno o una mala

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interpretación de los despachos de algún oficialsuperior podían perfectamente empujarle abajo dela escala de ascenso, o algo peor. Pero una veznombrado capitán de navío, con las doscharreteras iguales en sus hombros, pocas cosaspodrían sacarle de su sitio. Esbozó una brevesonrisa. Sólo la muerte o una herida terriblepodría hacerlo. El hierro del enemigo no hacíadistinción de las esperanzas y ambiciones de susvíctimas.

Se fue hacia la pequeña mesa que había junto ala escala de la cámara y alzó su capucha parapoder examinar el cuaderno de bitácora a la luz deuna pequeña lámpara.

Nadie del alcázar hablaba ni le molestaba deninguna manera; todos los hombres eran bienconscientes de su presencia y, después de dosaños, de sus hábitos.

Mientras sus ojos recorrían los comentariosescritos con buena letra de los últimos oficiales deguardia, el barco se elevó y cayó bajo sus pies

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mandando un roción sobre la cubierta en un fríosaludo.

Dentro de una hora todo sería diferente. Volvióa sentir la misma punzada de orgullo, un orgullocauto, puesto que el comandante Poland no sefiaba de nadie ni de nada que pudiera provocar eldesagrado de sus superiores, poniendo en peligrosus posibilidades de ascenso. Pero si el vientoaguantaba, avistarían la costa de África, el Cabode Buena Esperanza quizás con las primeras luces.

Diecinueve días. Probablemente era la travesíamás rápida hecha nunca por un buque del Reydesde Portsmouth. Poland pensó en la Inglaterraque había visto envuelta en un chubasco cuando laTruculent se alejaba bajando el Canal de laMancha hacia mar abierto. Hacía frío y el tiempoera lluvioso. Iban cortos de gente y las patrullas deleva actuaban sin miramientos.

Clavó su mirada en la fecha. Uno de febrero de1806. Quizás esa fuera la respuesta. Inglaterratodavía estaba bajo el impacto de las noticias de

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Trafalgar, que había tenido lugar hacía menos decuatro meses. Parecía que la gente estaba másaturdida por la muerte de Nelson, el héroenacional, que por la aplastante victoria sobre lasflotas francesa y española.

Poland había notado el cambio incluso a bordode su propio barco, percibiendo la baja moralreinante entre sus oficiales y marineros. LaTruculent ni siquiera había estado en el mismoocéano en el día de la gran batalla, y por lo quesabía, nadie de la dotación había puesto nunca susojos en el pequeño almirante. Aquello le irritaba,igual que maldecía la suerte que había llevado a subarco tan lejos de una lucha que solamente podíaconducir a la gloria. Era típico de Poland el nopensar en las imponentes listas de muertos yheridos que había deparado aquella jornadamemorable frente a Cabo Trafalgar.

Levantó la vista hacia la forma pálida yhenchida de la sobremesana. Detrás sólo se veíaoscuridad. El buque se había deshecho de las

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velas de mal tiempo y habían envergado otras másligeras y más claras. Compondría una magníficaestampa cuando volviera a encontrarlo la luz delsol. Recordó algunos momentos de su rápidatravesía hacia el sur, con las montañas deMarruecos borrosas y azuladas en la distancia, yluego hacia el sudeste atravesando el ecuador conel único avistamiento de la diminuta isla de SantaElena, una simple mota en la carta náutica.

No era de extrañar que los oficiales jóvenessuspiraran por la oportunidad de obtener el mandode una fragata con la que, una vez lejos de lasfaldas de la madre flota y de las intromisiones deun almirante u otro, serían sus propios amos.

Sabía que, para la dotación, un comandante seconsideraba como una especie de dios. En muchoscasos era cierto. Podía castigar o premiar a todaslas almas de a bordo con impunidad. Poland seconsideraba a sí mismo un comandante justo, peroera consciente de que era más temido que querido.

Cada día se aseguraba de que sus hombres no

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se relajaran en su trabajo. Ningún almiranteencontraría fallos en su barco, ni en su aparienciani en su eficiencia.

Su mirada se fijó en la lumbrera de la cámara.Había ya más contraste en la oscuridad, o puedeque sus ojos se hubieran acostumbrado del todo ala misma. Y no iba a haber fallos en aquellatravesía, no con un pasajero tan importante alláabajo, en los aposentos del comandante.

Era hora de empezar. Se fue de nuevo hacia elotro extremo del alcázar y apoyó un pie sobre lacureña de un cañón de a nueve trincado.

El segundo oficial del barco apareció comopor arte de magia.

—Señor Munro, puede llamar a la guardia depopa dentro de quince minutos para virar.

El teniente de navío se llevó la mano alsombrero en la oscuridad.

—A la orden, señor.Hablaba casi en susurros, como si también él

estuviera pensando en el pasajero y en el ruido que

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harían las botas de los infantes de marina encimade su camarote.

Poland añadió irritado:—¡Y no quiero ningún descuido!Munro vio como el piloto, que estaba ya en su

puesto junto a la gran rueda doble, hacía un levegesto que bien podía ser un encogerse de hombros.Probablemente estaría pensando que elcomandante le pediría explicaciones si el oscurohorizonte apareciese, al iluminarse, tan vacíocomo el día anterior.

Una figura corpulenta apareció en la banda desotavento de cubierta y Poland oyó cómo echaba almar el agua del afeitado. Era el patrón personaldel pasajero, un hombre robusto llamado JohnAllday. Parecía tener poco respeto por nadie queno fuera su vicealmirante. Poland volvió a sentirirritación, ¿o era envidia? Pensó en su propiopatrón, tan hábil y fiable como podía desearse yque no iba a tolerar tonterías a su dotación. Peronunca sería un amigo, como parecía serlo Allday.

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Intentó dejar aquellos pensamientos de lado.De todas maneras, su patrón era sólo un simplemarinero.

—Al parecer el vicealmirante está en pie —espetó—. Llame a la guardia de popa y luegollame a los hombres a las brazas.

Williams, el segundo comandante, subióruidosamente por la escala e intentó abrocharse lacasaca y enderezarse el sombrero cuando vio alcomandante ya en cubierta.

—¡Buenos días, señor!—¡Eso espero! —respondió Poland con

frialdad.Los dos oficiales se miraron e hicieron un

gesto de resignación a su espalda. Normalmente,Poland era razonable en su trato con la gente, perotenía poco sentido del humor, y tal como Williamshabía dicho una vez, usaba como guía de conductala Biblia y las Ordenanzas por un igual.

Sonaron las pitadas entre cubiertas y la guardiase repartió con ruido sordo por la tablazón

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reluciente, dirigiéndose afanosamente cada uno asu puesto, donde los oficiales de mar aguardabancon sus listas y los ayudantes del contramaestreesperaban para espolear a cualquier rezagado conel rebenque o el ratán. Eran todos muy conscientesde la importancia del hombre que llevaba sureputación como una capa, y que durante la mayorparte de la movida travesía había permanecido enlos aposentos de Poland.

—¡Ahí viene, muchachos!—¡Tomen el nombre de ese hombre! —espetó

Poland.Pero levantó igualmente la vista y vio el

primer y tenue resplandor de luz alcanzando elgallardete del tope, azotado por el viento ydeshilachado, que bajaba como un líquidorealzando los obenques. Era de un delicado colorrosa asalmonado. Pronto se extendería por elhorizonte, dando vida y color a todo el océano.

Pero Poland no vio nada de eso. El tiempo, ladistancia, la velocidad, estos eran los factores que

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predominaban en su vida diaria.Allday se apoyó en las redes húmedas de la

batayola. Estaría abarrotada de coyes cuando elbarco navegara en su nuevo rumbo. ¿Tierra?Parecía probable, pero Allday podía percibir lainquietud del comandante, al igual que sus propiaspreocupaciones. Normalmente, sin importar lo malque hubieran ido las cosas, se alegraba, si es queno se sentía aliviado al dejar tierra paraembarcarse de nuevo.

Esta vez era diferente. Era como estar inmóvil,y lo único que daba la sensación de estar vivo a sualrededor eran los enérgicos movimientos delbarco.

Allday les había oído hablar del hombre al queservía y al que quería como a ningún otro. Sehabía preguntado en qué habría estado él pensandorealmente durante aquellos largos y movidos díasde navegación en la Truculent. «Era algo aparte».Para ninguno de los dos era su barco. Dejó que sumente examinara el pensamiento, como unos dedos

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explorando una herida en carne viva. «No eracomo el viejo Hyperion».

El 15 de octubre, hacía menos de cuatro meses.¿Era sencillamente eso? Podía sentir aún en susentrañas el estrépito y el rugido de aquellastremendas andanadas, los gritos y la locura, ydespués… Su vieja herida le dio una punzada dedolor que le atravesó el pecho y se llevó la manoal mismo mientras respiraba con dificultadesperando que cesara. Otro mar, otro combate,pero siempre actuando como un recordatorio de loentrelazadas que habían transcurrido sus vidas.Podía adivinar lo que el cara tiesa de Polandpensaba. Los hombres como él eran incapaces decomprender a Richard Bolitho. Y nunca podríanhacerlo.

Se frotó el pecho y esbozó una pequeña eíntima sonrisa. Sí, habían visto y hecho muchojuntos. El vicealmirante Sir Richard Bolitho. Hastasus caminos se habían juntado por obra deldestino. Allday se enjugó el agua de la cara y se

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colocó su larga coleta en la nuca. La mayoría de lagente pensaba probablemente que a Bolitho no lefaltaba nada. Sus últimas hazañas se habíanextendido por los puertos y tabernas de Inglaterra.Charles Dibdin, o alguno de sus compañeros,había compuesto una balada: ¡Cómo despejó elcamino el Hyperion! Las palabras de un marineroagonizante cuya mano había sostenido Bolitho ensus últimos momentos aquel terrible día soleado,aun siendo necesaria su presencia en decenas desitios a la vez.

Pero sólo aquellos que lo habían compartidolo sabían realmente. La fuerza y la pasión delhombre que había tras las relucientes charreterasbordadas en oro, que podía ir al frente de sushombres aunque estuvieran medio enloquecidos ymedio sordos por el estruendo infernal delcombate; que podía hacerles vitorear incluso a lacara del mismísimo demonio y en el momento deuna muerte cierta. Y, a la vez, era el mismo queprovocaba habladurías entre la sociedad

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londinense y en los cafés.Allday se encogió de hombros y suspiró. El

dolor no volvía, de momento. Se quedarían todossorprendidos si supieran lo poco que le importabaa Bolitho todo aquello, pensó.

Oyó decir con brusquedad a Poland:—¡Envíe a un buen marinero a la arboladura,

señor Williams, si es tan amable!Allday compadecía al segundo comandante y

ocultó una sonrisa cuando este respondió:—Ya lo he hecho, señor. He enviado a un

ayudante de piloto al palo trinquete al salir laguardia.

Poland se alejó de él con grandes zancadas yfulminó con la mirada al patrón del vicealmiranteal verle allí sin hacer nada.

—Aquí sólo quiero a la guardia de popa y misoficiales… —Cerró la boca y se fue hacia laaguja.

Allday bajó por la escala de la cámara y dejóque los aromas y sonidos del barco le invadieran.

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Alquitrán, pintura, cordaje y el mar. Oyó los gritosde las órdenes, el quejido de las brazas y lasdrizas al pasar a través de los motones ycuadernales, las pisadas de docenas de piesdescalzos cuando los hombres pusieron todo supeso contra la fuerza del timón y del viento alempezar la maniobra de virada.

Junto a la puerta de la gran cámara había uninfante de marina haciendo guardia cerca de unalámpara que giraba alocadamente en espiral, consu casaca roja y muy inclinado al ponerse el timónde orza.

Allday le saludó con un movimiento de cabezamientras abría la puerta del mamparo. Rara vezabusaba de su privilegios, pero le hacía sentirseorgulloso saber que podía entrar y salir cuandoquisiera. Otra cosa más que irritaba al comandantePoland, pensó con una pequeña risita en su boca.Casi chocó con Ozzard, el pequeño criado deBolitho con aspecto de topo, que salía con algunascamisas para lavar.

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—¿Cómo está?Ozzard miró hacia popa. Más allá de los

camarotes y del catre colgado de Poland, lacámara estaba de nuevo casi oscura con la escasaluz de una única lámpara.

—No se ha movido —susurró. Entonces semarchó. Leal y reservado, siempre estaba allícuando se le necesitaba. Allday pensaba queOzzard todavía estaba dándole vueltas a aquel díade octubre, cuando el viejo Hyperion se habíadado por vencido en su última lucha y se había idoa pique. Sólo él sabía que aquel día Ozzard sehabía quedado en la bodega con la intención deirse con el barco al fondo del mar junto con todoslos muertos y algunos de los que agonizabantodavía a bordo. Otro misterio. Se preguntó siBolitho sabía o se imaginaba lo que había estado apunto de ocurrir. El especular sobre los motivosera algo que estaba fuera de su alcance.

Entonces vio la figura pálida de Bolithoenmarcada en los amplios ventanales de popa.

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Estaba sentado con una rodilla apoyada sobre elbanco, con su camisa muy blanca en contraste conel agua revuelta de detrás.

Por alguna razón, Allday se conmovió ante loque veía. Había visto a Bolitho así en muchos delos barcos en los que habían navegado juntos trasaquel primer encuentro. Tantas mañanas. Tantosaños.

—Traeré otra lámpara, Sir Richard —dijo conaire vacilante.

Bolitho volvió la cabeza, y sus ojos grisesquedaron ocultos en las sombras de la oscuridad.

—Pronto habrá suficiente luz, amigo mío. —Setocó su párpado izquierdo sin ser consciente deello y añadió—: Puede que hoy avistemos tierra.

Hablaba con mucha calma, pensó Allday, y sinembargo su mente y su corazón debían estarabarrotados de recuerdos, buenos y malos. Pero siallí había amargura, su voz no lo delataba paranada.

Allday dijo:

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—Supongo que el comandante Polanddespotricará y maldecirá si no es así, ¡y sé lo queme digo!

Bolitho sonrió y se volvió para observar elagua que hervía a la salida del timón, como si ungran pez estuviera a punto de romper la superficiepersiguiendo a la rápida fragata.

Siempre había admirado el amanecer en elmar. En tantas y tan diferentes aguas, desde lasazules y plácidas profundidades de los Mares delSur a las embravecidas inmensidades del océanoAtlántico. Todos ellos únicos, como los barcos ylos hombres que los desafiaban.

Había albergado la esperanza de que aquel díale trajera algo de alivio a sus atormentadospensamientos. Una magnífica camisa limpia, unode los mejores afeitados de Allday; en muchasocasiones, aquello le proporcionaba una sensaciónde bienestar. Pero esta vez no era así.

Oyó de nuevo el estruendo de las pitadas ypudo imaginarse la disciplinada agitación de

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cubierta al orientar en viento las velas, despojandoa las brazas y drizas de su inactividad. En elfondo, quizás fuera todavía un capitán de fragata,lo que era cuando Allday había sido subido abordo por la patrulla de leva. Desde entonces,habían navegado muchas leguas y muchos rostrosse habían borrado de su recuerdo como la tiza deuna pizarra.

Vio los primeros indicios de luz sobre lascrestas y los rociones que se levantaban por lasaletas cuando el amanecer empezó a extendersedesde el horizonte.

Bolitho se levantó y apoyó las manos en elalféizar para mirar más detenidamente lasuperficie del mar.

Recordaba como si fuera ayer a un almirantediciéndole la dolorosa verdad al protestar él porel único destino que había podido obtener delAlmirantazgo tras recuperarse de su terriblefiebre.

«Usted era un capitán de fragata, Bolitho…».

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Hacía doce años de aquello, o puede que más.Al final le habían dado el viejo Hyperion, y

probablemente sólo por la maldita revolución deFrancia y la guerra que la había seguido y que sehabía prolongado casi sin respiro hasta laactualidad.

Y aun así, el Hyperion era el barco que iba acambiar su vida. Muchos dudaron de que estuvieraen su sano juicio cuando pidió el viejo setenta ycuatro cañones como buque insignia en su anteriormisión. De capitán de navío a vicealmirante; lehabía parecido la decisión correcta. La únicaposible.

Se había ido a pique el pasado octubre, yendoal frente de la escuadra de Bolitho en elMediterráneo, en su enfrentamiento con una fuerzamuy superior de buques españoles al mando de unviejo enemigo, el almirante Don Alberto Casares.Había sido una lucha desesperada y el resultadonunca se había sabido con seguridad desde lasprimeras andanadas.

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Y aun así, increíblemente, habían derrotado alos dons[1] e incluso habían vuelto a Gibraltar conalgunas presas.

Pero el viejo Hyperion había dado todo lo quepodía y no había conseguido ofrecer másresistencia. Tenía treinta y tres años cuando el grannoventa cañones San Mateo disparó la últimaandanada sobre él. Aparte de un breve periododesarbolado sirviendo como buque de pertrechos,había navegado y combatido en todos los mares enlos que la bandera había sido desafiada. Algo depodredumbre en sus cuadernas, en lo más profundode su gastado casco, y no descubierta en ningunode los arsenales que había visitado parareparaciones, le había traicionado finalmente.

A pesar de todo lo que Bolitho había visto ysoportado durante toda una vida en el mar, todavíale resultaba demasiado difícil aceptar su pérdida.

Había oído decir a alguien que si no hubierasido por su decisión de enfrentarse y vencer a laescuadra española, esta se habría unido a la flota

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combinada frente a Trafalgar. De haber sido así,quizás ni siquiera el valiente Nelson hubierapodido triunfar. Bolitho no había sabido cómoreaccionar. ¿Más adulación? Tras la muerte deNelson había visto asqueado cómo las mismaspersonas que le detestaban y le despreciaban porsu relación con «esa tal Hamilton» se deshacían enalabanzas y lamentaban su muerte.

Como tantos otros, nunca había conocidopersonalmente al pequeño almirante que habíadespertado el entusiasmo de sus marineros inclusodesde la miseria que la mayoría de ellossoportaban en el interminable servicio de bloqueoo disparando cañón tras cañón contra el enemigo.Nelson conocía a sus hombres y había ejercido unliderazgo que necesitaban y que entendían.

Se dio cuenta de que Allday había salidosigilosamente de la cámara y se odió a sí mismopor haberle traído hasta allí en una misión queprobablemente sería infructuosa.

Allday no se hubiera dejado. «Mi roble

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inglés». Bolitho sólo habría logrado herirle einsultarle si le hubiera dejado en tierra, enFalmouth. Habían llegado juntos hasta allí…

Se tocó el párpado izquierdo otra vez ysuspiró. ¿Cuánto le iba a atormentar su ojo bajo laintensa luz del sol africano?

Se acordaba muy bien del momento exacto enque, durante el transcurso del combate, habíamirado el sol y su ojo herido se había nublado,como si una bruma marina hubiera invadido lacubierta. Sintió un escalofrío de miedo alrevivirlo: la intensa respiración del español alatacarle con un machete. El marinero desconocidodebía haberse dado cuenta de que la lucha se habíaacabado, de que sus compañeros estaban yaarrojando sus armas para rendirse. Puede quesimplemente hubiese visto el uniforme de Bolithocomo la encarnación máxima del enemigo, sumáxima autoridad, y aquello le había llevado aaquel lugar de muerte segura.

A Jenour, su ayudante, le habían arrancado su

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sable de la mano cuando intentaba defenderle delataque de un oficial español unos momentos antes,y parecía que nada fuera a impedir lo inevitable.Bolitho había esperado el machetazo con el sableal frente, incapaz de ver a su aspirante a verdugo.

Pero Allday estaba allí, y lo había visto todo.El machete del español había caído ruidosamentesobre la cubierta manchada de sangre con parte delbrazo cercenado que aún lo blandía. Otromachetazo había acabado con él. La particularvenganza de Allday por la herida que le habíadejado un dolor casi constante e incapaz de actuarcon la rapidez con que lo hacía antes.

Pero abandonarle, aunque fuera por hacerle unfavor… Bolitho sabía que sólo la muerte lessepararía.

Se apartó de los ventanales y cogió el abanicode su cofre, el abanico de Catherine. Ella se habíaasegurado de que lo tuviera con él al subir a bordode la Truculent en Spithead.

¿Qué estaría haciendo ahora ella, a seis mil

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millas por popa? El tiempo en Cornualles seríafrío e inhóspito. Las chimeneas echarían humodetrás de la gran casa gris que estaba bajo elCastillo de Pendennis. Los vientos del Canalagitarían los árboles sin hojas de la ladera de lacolina, los que el padre de Bolitho una vez habíallamado «mis guerreros». Los granjeros estaríanarreglando los desperfectos en muros y graneros,los pescadores de Falmouth reparando sus barcas,agradecidos por la salvaguarda escrita que lesmantenía a salvo de las odiadas patrullas de leva.

La vieja casa gris sería para Catherine el únicorefugio de los comentarios despectivos y de lashabladurías. Ferguson, el mayordomo manco de lapropiedad, que en su día había sido llevado a lafuerza al servicio naval junto a Allday, la cuidaríabien. Pero nunca se sabía a ciencia cierta,especialmente en el West Country.

Aquello daría que hablar. «La mujer deBolitho. La esposa de un vizconde, con quientendría que estar, y no viviendo como la puta de un

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marino». Esas habían sido las propias palabras deCatherine, pronunciadas para demostrarle queaquello no le importaba por ella sino por él, por sunombre y su honor. Sí, los ignorantes eran siemprelos más crueles.

La única vez que ella había mostrado amarguray rabia fue cuando él fue llamado a Londres pararecibir sus órdenes. Ella le había mirado fijamenteen la habitación que compartían y desde la que seveía el mar, su constante recordatorio, y habíaexclamado: «¿No ves lo que nos están haciendo,Richard?».

Así, enfadada, estaba muy hermosa, con unahermosura diferente, con su largo cabello oscurocayéndole desordenadamente sobre su vestidoblanco y sus ojos encendidos por el dolor y laincredulidad. «Dentro de pocos días se hará elfuneral de Lord Nelson». Había dado unos pasosatrás para alejarse cuando él había hecho ademánde calmarla. «¡No, escúchame, Richard!Tendremos menos de dos semanas para estar

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juntos, y gran parte de ese tiempo estaremos encamino. Vales cien veces más que cualquiera deellos, aunque sé que nunca lo vas a decir…¡Malditos sean! Perdiste tu viejo barco, lo hasdado todo, ¡pero tienen tanto miedo de que rehúsesasistir al funeral a menos que puedas llevarmecontigo en vez de a Belinda!».

Entonces se había quedado callada y le habíadejado abrazarla, con el cabello contra su mejilla,como la vez que habían contemplado su primeramanecer juntos en Falmouth.

Bolitho la había cogido por los hombros yhabía respondido con dulzura: «Nunca permitiríaque nadie te insultara».

Ella había parecido no oírle. «Ese cirujanoque navegó contigo… ¿Sir Piers Blachford? Élpodría ayudarte, ¿no?». Ella había acercado sucara y le había besado en los ojos con una ternurainesperada. «Querido mío, debes tener cuidado».

Ahora ella estaba en Falmouth. A pesar de todala protección y el cariño que se le brindaba, era,

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no obstante, una extraña.Le había acompañado a Portsmouth aquella

fría y ventosa mañana; con tantas cosas por decirque no se dijeron. Habían esperado juntos en elmuelle, conscientes los dos de que aquellosmismos escalones desgastados habían sido elúltimo contacto de Nelson con Inglaterra. Detrás,el carruaje con el escudo Bolitho en sus puertasesperaba con Matthew, el cochero, sujetando lascabezas de los caballos. El carruaje estabamanchado de barro, como marcando el tiempo quehabían pasado juntos en su secreta intimidad.

No siempre tan secreta. Al pasar porGuildford, de camino a Londres, unos hombres queestaban sin hacer nada le habían vitoreado. «¡Diosle bendiga, Nuestro Dick! ¡No haga caso a esoscabrones de Londres, y perdone la expresión,madame!».

Ella miró el reflejo de Bolitho en la ventanadel carruaje y dijo sin levantar la voz: «¡Mira! ¡Nosoy la única!».

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Mientras la canoa de la fragata bogaba confuerza hacia el embarcadero, ella le había pasadolas manos por detrás del cuello, con su caramojada por la lluvia y el rocío que se levantabadel mar.

«Te quiero, amor mío». Ella le había besadocon intensidad y había sido incapaz de soltarlehasta que el bote se había enganchadoruidosamente al embarcadero. Entonces, y sóloentonces, ella se había dado la vuelta alejándosede él y deteniéndose solamente un instante paraañadir: «Dile a Allday que he dicho que te cuide».

El resto se perdió como si de pronto se hubierahecho la oscuridad.

Se oyó un repentino golpeteo en la puerta delmamparo y entró el comandante Poland con susombrero escarapelado bajo el brazo.

Bolitho vio cómo su mirada revoloteaba por lapenumbra, como si esperara ver sus aposentoscompletamente cambiados o vaciados de susenseres.

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Bolitho volvió a sentarse y apoyó las manos enel borde del banco. La Truculent era un magníficobarco, pensó. Se acordó de su sobrino, Adam, y sepreguntó si se habría ya hecho a la idea de quetenía en sus manos el mayor regalo para un marino,el mando de su propia fragata. Su barco debíahaber recibido órdenes a estas alturas, inclusoprobablemente estaba navegando como aquellafragata. Lo haría bien.

—¿Hay noticias, comandante? —preguntó.Poland le miró directamente a la cara.—Tierra a la vista, Sir Richard. El piloto, el

señor Hull, cree que es un final perfecto.Siempre aquella cautela. Bolitho ya la había

percibido anteriormente cuando le había invitado aque cenara con él algunas veces durante el viaje.

—¿Y qué piensa usted, señor Poland?Poland tragó saliva.—Creo que es cierto, Sir Richard. —Y añadió

como una idea de último momento—: El viento hacaído… Nos llevará la mayor parte del día

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acercarnos a la costa. Table Mountain sólo esvisible claramente desde el tope del palotrinquete.

Bolitho fue a por su casaca, pero desistió.—Voy a subir. Ha hecho usted una

extraordinaria y rápida travesía, comandante. Loreflejaré en mis despachos.

En cualquier otro momento habría resultadocómico ver los rápidos cambios de idea y deexpresión en las facciones enrojecidas por el solde Poland. Un halago por escrito delvicealmirante, el héroe, algo que podría facilitarun ascenso aún más rápido al rango de capitán denavío.

¿O podría ser visto de otra manera por los quedebían decidirlo? El tal Poland había encontradoel favor del hombre que había desobedecido a laautoridad, y que había dejado a su esposa por otray arrojado su reputación por la borda…

Pero no era ese otro momento, y Bolitho dijorápidamente:

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—Pues pongámonos a ello, ¿eh?En el alcázar, Bolitho vio a Jenour, su

ayudante, de pie junto a los oficiales del barco yse maravilló ante el cambio que había visto en éldesde que su insignia fuera izada en el Hyperion.Era un joven agradable y aplicado, el primero desu familia en entrar en la Marina, y Bolitho habíatenido dudas en su día sobre si sobreviviría a lacampaña y a los combates que tenían por delante.Incluso había oído decir que algunos de los«hombres duros» de la dotación del viejo barcohabían hecho apuestas sobre cuánto viviría Jenour.

Pero había sobrevivido, y más que eso, sehabía convertido en un hombre, un veterano.

En el último combate del Hyperion, Jenourhabía visto cómo le arrancaban el sable de sumano, el que le había regalado su padre, al intentarayudar a Bolitho antes de que Allday pudierallegar a dar su golpe mortal. Jenour habíaaprendido de aquella experiencia, y de muchasotras. Bolitho se había dado cuenta de que desde

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aquel combate, el joven oficial llevaba siempre susable con un cordón fuerte con un nudo decorativopara pasárselo por la muñeca.

También era interesante ver el respeto con quelos oficiales de la Truculent trataban a Jenour,aunque la mayoría de ellos eran mayores y conmucha más experiencia. La fragata de treinta y seiscañones había estado en servicio constante depatrulla y de convoy desde que Poland se habíapuesto a su mando. Pero no había ni un solomiembro de su cámara de oficiales que hubieraestado nunca en una acción importante con la flota.

Bolitho saludó con un breve movimiento decabeza a los oficiales y se fue hasta el pasamanode babor, que, como el de la banda opuesta, unía elalcázar con el castillo de proa. Debajo del mismo,el condestable y uno de sus ayudantes estabancomprobando e inspeccionando el armamentoprincipal del barco. Poland era realmentemeticuloso, pensó Bolitho. Ahora estaba junto a labarandilla del alcázar, con la mirada puesta en los

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marineros de torso desnudo que colocaban suscoyes en las batayolas de manera ordenada.Algunos hombres estaban ya muy morenos yalgunos mostraban quemaduras por el sol.

El sol se elevaba como si saliera del mismoocéano y las crestas de las olas se enroscabancomo si fueran de cobre fundido. La Truculentestaba ya humeando vapor a pesar del persistentefrío de la noche. Parecería un buque fantasmacuando el calor apretara de verdad sobre su cascoy sus velas húmedas.

Bolitho compadeció a los oficiales de guardiacon sus sombreros y sus pesadas casacas. Eraevidente que Poland pensaba que nunca había unmomento para dejar de mostrar los signos deautoridad, sin importar lo incómodo que fuera eso.Se preguntó qué pensarían del atuendo que llevabasu vicealmirante. Habría tiempo suficiente para lapompa y la tradición cuando contactaran con laflota, que supuestamente estaba formada frente a lacosta. Por lo que habían visto durante la travesía,

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podían ser el único barco a flote.Inmerso en sus pensamientos, empezó a pasear

lentamente arriba y abajo por la banda debarlovento. Los marineros estaban trabajando enlos siempre necesarios arreglos y en las tareas demantenimiento, ajustando cabos, sustituyendocordaje desgastado, pintando y limpiando, ycuando su sombra pasaba sobre ellos levantaban lavista. Todos miraban rápidamente a otro lado sisus miradas se encontraban por casualidad con ladel vicealmirante.

El señor Hull, el taciturno piloto de la fragata,estaba observando a tres guardiamarinas queestudiaban por turnos una carta marina. A su lado,como oficial de guardia, el segundo oficial estabatratando de no bostezar, en atención al inciertoestado de ánimo de su comandante. Del fogón de lacocina llegaba olor a comida y el estómago deloficial se revolvió ante el estímulo. Todavía lequedaba una larga espera antes de que cambiara laguardia y pudiera aliviar su hambre.

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Hull preguntó bajando la voz:—¿Qué cree que estará pensando, señor

Munro? —Hizo un gesto hacia la figura alta concamisa blanca, cuyo oscuro cabello, atado en unacoleta a la altura de la nuca, se levantaba con elviento flojo mientras caminaba tranquilamentearriba y abajo.

Munro bajó también la voz:—No lo sé, señor Hull. Pero si la mitad de lo

que he oído de él es cierto, ¡entonces tiene muchopara elegir! —Al igual que los demás, Munrohabía visto poco al vicealmirante, exceptuando unacomida juntos y una ocasión en que él y elcomandante habían reunido a los oficiales yoficiales de cargo para explicar el objeto de sumisión.

Dos importantes fuerzas habían recibido laorden de dirigirse a Cabo de Buena Esperanza consoldados e infantes de marina, con el únicoobjetivo de desembarcar y sitiar Ciudad del Cabopara volvérsela a tomar a los holandeses, aliados

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de Napoleón a regañadientes.Entonces, y sólo entonces, las rutas marítimas

de la zona del Cabo estarían a salvo de los buquesde guerra que merodeaban por allí y de loscorsarios franceses. Había también un arsenal que,una vez retomado, sería ampliado y mejorado paraque los buques británicos nunca se volvieran a verobligados a arreglárselas solos o a perdervaliosos meses navegando de un lado a otro enbusca de fondeaderos asequibles.

Hasta el comandante Poland había parecidosorprenderse ante la abierta confianza de Bolithoen unos subordinados a los que no conocía,especialmente cuando la mayoría de almiranteshabría considerado que no era un asunto de suincumbencia. Munro lanzó una mirada al ayudantey recordó cómo Jenour había descrito aquel últimocombate en que el Hyperion había roto la líneaenemiga al frente de la escuadra y habían vencidoal enemigo.

El silencio que se había creado mientras

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Jenour describía la muerte del viejo dos cubiertas,el barco al que Bolitho había convertido enleyenda dos veces había sido absoluto, pensó.

En la cámara de oficiales, Jenour habíaclavado la vista sobre la mesa y había dicho: «Supopa se iba levantando cada vez más, pero seguíaviéndose en su palo trinquete la insignia delvicealmirante. Él había ordenado que la dejaranallí. Muchos buenos hombres se fueron a pique conél. No podían estar en mejor compañía». Entonces,había levantado la cabeza y Munro se habíaimpresionado al ver lágrimas en sus ojos.«Entonces le oí decir, como si le hablara al barco:“No habrá ninguno mejor que tú, viejo amigo”. Yentonces se hundió».

Munro nunca se había emocionado tanto antespor nada; ni tampoco su amigo, el segundocomandante.

La voz de Poland atravesó sus pensamientoscomo una daga.

—¡Señor Munro! ¿Le importaría echar una

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mirada a esos holgazanes que se supone que han deestar trabajando en el segundo cúter? ¡Parecenestar más interesados en mirar boquiabiertos elhorizonte que en utilizar sus habilidades! Puedeque no haya que culparles si el oficial de guardiaestá soñando despierto, ¡¿no?!

El señor Hull esbozó una sonrisa nadacompasiva.

—¡Tiene ojos en todas partes, ya lo creo! —Segiró hacia los guardiamarinas para encubrir elbochorno de Munro—. ¿Y qué se creen que estánustedes haciendo? Dios, nunca serán tenientes denavío, ¡ninguno de ustedes!

Bolitho lo oyó todo, pero su mente estaba enotra parte. Pensaba a menudo en la rabiadesconsolada de Catherine. ¿Cuánto de lo quedecía era verdad? Sabía que había hecho enemigosa lo largo de los años, y que muchos habíanintentado herirle y perjudicarle a causa de suhermano muerto, Hugh, que se había pasado al otrobando durante la Revolución Americana. Más

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tarde, habían utilizado al joven Adam con elmismo propósito, de manera que era muy probableque los enemigos estuvieran de verdad ahí y noúnicamente en su cabeza.

¿Le necesitaban realmente allá en el Cabo contanta urgencia? ¿O era cierto que la victoria deNelson sobre la Flota Combinada había cambiadola estrategia dejándola irreconocible? Francia yEspaña habían perdido muchos barcos, destruidoso tomados como presas. Pero la flota británicahabía salido muy maltrecha, y las imprescindiblesescuadras de bloqueo que vigilaban delante de lospuertos enemigos estaban al límite de sucapacidad. Napoleón nunca abandonaría su sueñode formar un imperio poderoso. Necesitaría másbarcos, como los que estaban construyendo enTolón y a lo largo de la costa del Canal de laMancha, buques de los cuales Nelson habíahablado muchas veces en sus duelos por escritocon el Almirantazgo. Pero hasta que llegara esemomento, Napoleón podría mirar a cualquier

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parte, ¿quizás hacia el viejo aliado de Francia,Estados Unidos…?

Bolitho tiró del cuello de su camisa, una de laselegantes prendas que Catherine le habíacomprado en Londres mientras él estaba con susseñorías del Almirantazgo.

Siempre había detestado la capital, y susociedad, tan falsa, con sus privilegiadosciudadanos condenando la guerra por losinconvenientes que les causaba, sin pensar un solomomento en los hombres que daban sus vidas adiario para proteger su libertad. Como… Apartó aBelinda de su cabeza y tocó el guardapelo queCatherine le había regalado. Era de plata ypequeño, y tenía una miniatura perfecta pintada ensu interior, con sus ojos oscuros y el preciosocuello desnudo. En un compartimento trasero habíaun mechón compacto de su cabello. Eso era nuevo,pero sólo podía hacer conjeturas sobre el tiempoque hacía que ella tenía el guardapelo o sobrequién se lo había regalado. Seguro que no había

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sido su primer marido, un mercenario que habíamuerto en una pelea en España. Quizás había sidoun regalo de su segundo marido, Luis Pareja, quehabía muerto intentando ayudar a defender delataque de unos piratas berberiscos un buquemercante que antes había apresado Bolitho.

Luis le doblaba en edad, pero a su manera lahabía amado. Era un comerciante español y laminiatura tenía toda la delicadeza y el refinamientoque él habría apreciado.

Allí había entrado en la vida de Bolitho; yentonces, tras una breve relación, ella se habíamarchado. Había sido un malentendido, un intentoequivocado de preservar su reputación en laMarina, y Bolitho se había maldecido a sí mismopor dejar que pasara. Por dejar que susembrolladas vidas se interpusieran entre los dos.

Y entonces, dos años antes, el Hyperion habíanavegado hasta English Harbour y se habían vueltoa encontrar el uno al otro. Bolitho, dejando enLondres un matrimonio que hacía aguas, y

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Catherine en su tercer matrimonio, casada con elVizconde de Somervell, un hombre desleal ydecadente que, al saber de la renovada pasión desu esposa por Bolitho, había intentado deshonrarlay la había arrojado a una prisión de deudores de lacual él la había salvado.

Podía oír su voz tan claramente como siestuviera allí mismo sobre la cubierta. «Cuélgatelodel cuello, querido Richard. Sólo lo recuperarécuando estés echado a mi lado como mi amante».

Palpó la inscripción grabada en la parteposterior del guardapelo. Al igual que el mechónde cabello, era nueva; la había hecho grabar enLondres mientras él estaba en el Almirantazgo.

Eran unas frases sencillas, que parecían salirde la mismísima boca de Kate mientras lorecordaba.

«Que el destino te guíe siempre. Que el amorsiempre te proteja».

Caminó hasta la batayola y se tapó el sol delos ojos para mirar unas gaviotas. Le hacía temblar

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el simple hecho de pensar en ella, en cómo sehabían amado en Antigua y en Cornualles el brevetiempo que habían estado juntos.

Movió ligeramente la cabeza, aguantando larespiración. El sol era intenso pero no estabatodavía a la altura suficiente para… Titubeó, yentonces miró con intensidad la resplandecientelínea del horizonte.

No ocurrió nada. La bruma que siempre secernía sobre su ojo izquierdo como un maldemoníaco y burlón, esta vez no lo hizo. Nada.

Allday estaba mirando hacia popa, vio laexpresión de Bolitho y le entraron ganas de rezar.Era como ver el rostro de un hombre en el patíbuloal que le hubieran concedido el indulto en elúltimo momento.

—¡Ah de cubierta! —Todas las caras miraronhacia arriba—. ¡Vela por la aleta de estribor!

Poland gritó de repente:—¡Señor Williams, le agradecería que subiera

con un catalejo!

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El segundo comandante cogió el catalejo delguardiamarina de guardia y se fue aprisa hacia losobenques del palo mayor. Parecía sorprendido.Bolitho supuso que era por la inusitada cortesía desu comandante más que por la tarea que tenía quehacer.

Las velas de la Truculent apenas portabanviento y, en cambio, los juanetes del buqueavistado parecían acercarse en un rumboconvergente a gran velocidad.

Lo había visto muchas veces. La misma franjade océano con un barco casi en calma y otro contodo el trapo lleno a rebosar.

Poland lanzó una mirada a Bolitho. Los rasgosdel comandante estaban inexpresivos, pero susdedos se abrían y se cerraban en sus costadosdelatando su agitación.

—¿Hago zafarrancho de combate, Sir Richard?Bolitho alzó un catalejo y lo apuntó por la

aleta. Una extraña demora. Después de todo,quizás no fuera uno de los buques de la escuadra

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de la zona.—Esperaremos el momento oportuno,

comandante Poland. No tengo ninguna duda de quepuede estar listo para asomar los cañones en diezminutos si hiciera falta, ¿no es así?

Poland se sonrojó.—Yo… bueno, Sir Richard… —Asintió con

firmeza—. ¡Por supuesto, en menos!Bolitho movió el catalejo cuidadosamente,

pero sólo pudo ver los topes de los mástiles delrecién llegado; vio cómo cambiaba ligeramente surumbo para dirigirse directamente hacia laTruculent.

Williams cantó desde lo alto la señal del otrobuque y Poland pudo contenerse a duras penas dearrancarle de los dedos el libro de señales alguardiamarina.

—¡¿Y bien?!El chico balbuceó:—Es la Zest, señor, cuarenta y cuatro cañones.

Comandante Varian.

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Poland musitó:—Ah, sí, sé quién es. ¡Ice nuestra numeral,

vamos!Bolitho bajó el catalejo y les miró. Dos

rostros. El guardiamarina confuso, quizásasustado. Un momento antes estaba observando laprimera porción de tierra que asomaba entre labruma y al siguiente probablemente había vistocomo todo se desvanecía y aparecía de repenteante él, de forma inesperada, un posible enemigo,la muerte incluso.

El otro rostro era el de Poland. Quien quieraque fuese Varian no era un amigo y sin duda erasuperior en la escala, pues mandaba un cuarenta ycuatro cañones.

Munro estaba en los obenques con las piernasenroscadas en los flechastes, ignorando elalquitrán recién puesto que manchaba sus calzonesblancos y olvidando también sus ganas dedesayunar.

—¡Señal, señor! ¡Comandante preséntese a

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bordo!Bolitho vio la expresión alicaída de la cara de

Poland. Tras su notable travesía desde Inglaterrasin perder ni resultar herido ningún hombre de abordo, era como una bofetada en la cara.

—Señor Jenour, vaya a popa si es tan amable.—Bolitho vio cómo la boca de su ayudante semovía ligeramente como previendo lo que iba adecir—. Creo que tiene usted mi insignia a sucuidado, ¿no?

Jenour no pudo refrenar una sonrisa esta vez.—¡A la orden, señor! —Casi se fue corriendo

del alcázar.Bolitho observó cómo se elevaba y bajaba la

gran pirámide de velas de la otra fragata sobre elagua brillante. Puede que fuera infantil, pero no leimportaba.

—Comandante Poland, este buque va a izarinsignia de oficial general. —Vio cómo los rasgostensos de Poland pasaban de la duda a lacomprensión—. Sea tan amable de hacerle una

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señal a la Zest, y haga deletrearla con cuidado:«El privilegio es suyo».

Poland se dio la vuelta cuando la insignia deBolitho se desplegó en el tope del palo trinquete, yentonces gesticuló con urgencia hacia la brigadade señales que extendían sus banderitas sobre lacubierta en medio de una actividad febril.

Jenour se unió a Munro cuando este bajó de unsalto a la cubierta.

—Esto es lo que usted quería saber. Ahí está elhombre de verdad. No se iba a quedar quietomirando cómo su gente es desairada. —Estuvo apunto de acabar la frase añadiendo: «ni siquieraPoland».

Bolitho vio el reflejo de la luz del sol envarios catalejos de la otra fragata. Ni elcomandante de la Zest ni nadie de su dotacióndebían saber nada acerca de la misión de Bolitho.

Apretó la mandíbula y dijo en voz baja:—Bien, ahora lo saben.

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II

RECORDAR A NELSON

—Puedo asegurarle, Sir Richard, que no erami intención faltarle al respeto…

Bolitho se fue hasta los ventanales de popa,medio escuchando el repiquetear de los motones yla fuerza del agua contra el costado mientras laTruculent daba balances en facha en medio deloleaje. Aquello tendría que ser rápido. Tal comohabía vaticinado el piloto de Poland, el vientoestaba subiendo de nuevo. No vio la otra fragata ysupuso que estaba ligeramente a sotavento de suconsorte más pequeño.

Se dio la vuelta y se sentó en el banco a la vezque señalaba hacia una silla.

—¿Café, comandante Varian? —Oyó lassilenciosas pisadas de Ozzard y supuso que elpequeño hombrecillo estaba ya preparándolo. Eso

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le dio tiempo a Bolitho para escrutar a su visitante.El capitán de fragata Charles Varian era

diametralmente opuesto a Poland. Era muy alto ytenía espaldas anchas, además de seguridad en símismo; probablemente, era la idea de capitán defragata que tendría una persona de tierra adentro.

Varian dijo:—Estaba ansioso por tener noticias, Sir

Richard. Y viendo el barco, bueno… —Extendiósus manos grandes y esbozó lo que pretendía seruna sonrisa encantadora.

Bolitho le miró detenidamente.—¿No se le ocurrió pensar que un barco de la

Escuadra del Canal pudiera no tener tiempo queperder en charlas inútiles? Podría haberse ustedacercado hasta estar a la voz, ¿no?

Ozzard se acercó con la cafetera y miró sindemasiada atención al desconocido.

Varian asintió.—No pensaba que justamente usted, Sir

Richard, fuera a estar aquí abajo cuando se le debe

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de necesitar en otros lugares… —La sonrisaseguía allí, pero sus ojos eran extrañamenteimpenetrables. Un hombre al que era mejor nocontrariar, pensó Bolitho. Siendo subordinadosuyo, claro.

—Tendrá que volver a su barcoinmediatamente, comandante. Pero primero leagradecería su valoración de la situación en estazona. —Sorbió el café caliente. ¿Qué le estabapasando? Estaba al límite, como lo había estadodesde… Después de todo, él lo había hechocuando era un joven capitán de corbeta. A tantasleguas de casa y, entonces, el avistamiento de unbarco amigo. Prosiguió diciendo—: Traigo nuevasórdenes.

La inescrutable expresión de Varian mostrórápidamente un vivo interés.

Dijo:—Usted ya sabe, Sir Richard, que la mayor

parte de la fuerza destinada a retomar Ciudad delCabo de los holandeses está ya aquí. Está

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fondeada al noroeste, cerca de Saldanha Bay. SirDavid Baird está al mando del ejército y elcomodoro Popham de la escuadra de escolta y lostransportes. Me han dicho que los desembarcosempezarán muy pronto. —Vaciló, de repenteinseguro bajo la mirada escrutadora de Bolitho.

—Usted está con la escuadra de apoyo. —Erauna afirmación y Varian se encogió ligeramente dehombros mientras movía su taza sobre la mesa.

—Así es, Sir Richard. Todavía estoyesperando algunos barcos más para acudir a la citaplaneada. —Como Bolitho no decía nada, seapresuró a añadir—: Estaba patrullando por losalrededores de Buena Esperanza y entonces hemosavistado sus gavias. He pensado que finalmentehabía llegado un buque rezagado.

Bolitho preguntó con tono calmado:—¿Y qué hay de su oficial superior, el

comodoro Warren? Me sorprende que se hayadesprendido de su quinta clase más grande en unmomento en que podría necesitar todo su apoyo.

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Tenía una imagen vaga del comodoro Warrenen su mente, como un retrato descolorido. Le habíavisto brevemente durante el desventurado intentode los monárquicos franceses de desembarcar yreconquistar Tolón al ejército revolucionario.Bolitho era entonces un capitán de navío y subarco, el Hyperion. No había vuelto a ver aWarren desde entonces. Pero la Marina era unafamilia y había tenido noticias del ahora comodoroen varios destinos en las Indias Occidentales y enel dominio continental español.

Varian dijo súbitamente:—El comodoro no está bien, Sir Richard. En

mi opinión, nunca tendrían que haberle dado…Bolitho dijo:—Como su oficial de mayor antigüedad ha

asumido usted el mando general de la escuadra deapoyo, ¿es eso?

—He hecho un informe completo, Sir Richard.—Que leeré a su debido tiempo. —Bolitho

alejó deliberadamente la mano de su párpado y

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añadió—: Tengo la intención de adelantar elataque a Ciudad del Cabo. El tiempo es vital. Poresto era de suma importancia que esta travesíafuera rápida. —Vio cómo el tiro daba en el blancoy prosiguió—: Así que, volverá a la escuadra connosotros. Quiero ver al comodoro Warren sindilación.

Se puso en pie y se fue hasta los ventanales dela aleta para ver cómo las crestas de las olasempezaban a rizarse. El barco se movía más,ansioso por volver a andar.

Varian trató de recobrar la compostura.—¿Y los otros barcos, Sir Richard?Bolitho respondió:—No hay y no los habrá. De hecho, estoy

autorizado para mandar inmediatamente varios delos barcos aquí destinados a Inglaterra.

—¿Ha ocurrido algo, señor?Dijo con tono sereno:—El pasado octubre, nuestra flota, bajo el

mando de Lord Nelson, derrotó al enemigo frente a

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Cabo Trafalgar.Varian tragó saliva.—¡No lo sabíamos, Sir Richard! —Por un

momento pareció no saber qué decir—. ¡Unavictoria! Por Dios, esto sí son buenas noticias.

Bolitho se encogió de hombros.—El valiente Nelson murió en la refriega. Así

que es una victoria vacía.Se oyó un golpeteo en la puerta y entró Poland

en la cámara. Los dos comandantes se miraronmutuamente y se saludaron con un movimiento decabeza como viejos conocidos, pero Bolithopercibió que estaban realmente muy distanciados.

—El viento del noroeste está aumentando, SirRichard. —Poland no volvió a mirar al otrohombre—. La canoa de la Zest está todavíaenganchada a los cadenotes.

Bolitho tendió la mano.—Le volveré a ver, comandante Varian. —Se

ablandó ligeramente—. El bloqueo de los puertosenemigos continúa. Es vital. Y aunque alentados

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por nuestra victoria en Trafalgar, nuestras fuerzasestán, no obstante, debilitadas a causa del mismo.

La puerta se cerró tras los dos oficiales y, alcabo de poco, Bolitho oyó los estridentes sonidosde los pitos que acompañaban a Varian en subajada por el costado hasta su canoa.

Se movió inquieto por la cámara, recordandouno de los encuentros que había tenido con elalmirante Sir Owen Godschale en el Almirantazgo.El último, de hecho, en el que este había explicadola necesidad de actuar con urgencia. Las FlotasCombinadas de Francia y España habían sidocompletamente vencidas, pero la guerra no estabaganada. Ya habían recibido informaciones de queal menos tres pequeñas escuadras francesas habíanroto el bloqueo excesivamente desplegado, paradesaparecer seguidamente en el Atlántico. ¿Iba aser esta la nueva estrategia de Napoleón? ¿Hacerincursiones en puerto y en islas apartadas, nutrirsedel apresamiento de buques de provisiones y delos de las rutas comerciales para no dar descanso

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a las escuadras británicas mientras ellos reuníanotra flota?

Casi esbozó una sonrisa ante el recuerdo deldesprecio de Godschale por la fuerza del enemigo.Un grupo de barcos que había burlado a laescuadra de bloqueo frente a Brest estaba bajo elmando del veterano vicealmirante Leissègues,cuyo buque insignia era el primera clase de cientoveinte cañones Impérial. Casi nada.

Los franceses podían incluso tener el ojopuesto en Ciudad del Cabo. Era imposibleimaginarse el caos que podrían crear allí. Podíancortar las rutas a la India y a las Indias Orientalescon facilidad.

Recordó la deliberada frialdad existente entreGodschale y él. El almirante era de su mismaedad; incluso habían alcanzado el rango de capitánde navío el mismo día. No había ninguna otrasimilitud entre ellos.

Bolitho fue de repente consciente de ladistancia que había entre él y Catherine.

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Godschale, como tantos otros, había intentadomantenerles separados, incluso puede que hubieraconspirado con Belinda para difamar a Catherinecon mentiras. Pero eso lo dudaba. Al almirante legustaba demasiado su propio poder y sucomodidad como para arriesgarse a un escándalo.¿O correría el riesgo? Se oía decir que el siguientepaso de Godschale sería entrar en la Cámara delos Lores. Allí podrían haber otros que desearandestruirles a través de Godschale.

Las palabras de Catherine resonaron en susoídos: «¿No ves lo que nos están haciendo?».

Quizás aquella misión en el Cabo de BuenaEsperanza fuera simplemente el principio paratenerle en activo sin respiro, sabiendo que élnunca iba a dimitir hicieran lo que hicieran.

Cruzó la cámara y se acercó al mamparo en elque colgaba el viejo sable de la familia y lo tocó.Su brillo era más apagado que el de la magníficahoja del que estaba debajo, el regalado por elpueblo de Falmouth. Otros Bolitho lo habían

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usado, lo habían puesto a prueba y, en algún caso,habían caído con él aún aferrado en su manomuerta. No podía imaginarse a ninguno de susantepasados rindiéndose sin luchar. Elpensamiento le reconfortó, y cuando Allday entróen la cámara le vio sonriendo por primera vez enmucho tiempo.

Allday dijo:—A estas alturas, toda la escuadra sabrá lo de

Lord Nelson, Sir Richard. A muchos les va adesanimar. —Señaló hacia la porta más cercanacomo si ya pudiera ver la costa africana—. Novale la pena morir por esto, dirán. No es lo mismoque estar entre los mesiés e Inglaterra, ¡despejandoel camino como hicimos!

Bolitho dejó a un lado sus propiaspreocupaciones y dijo:

—Con viejos robles como usted por aquí,¡tendrán que tener cuidado!

Allday esbozó su lenta sonrisa de siempre.—Apostaría a que dos de los comandantes van

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a tener alguna disputa muy pronto.Bolitho le miró con severidad.—¡Maldito zorro! ¿Qué sabe de esto?—De momento, no mucho, Sir Richard. Pero

sé que el comandante Poland fue en su día segundocomandante del otro caballero.

Bolitho movió la cabeza de un lado a otro. SinAllday no tendría a nadie con quien compartir sussentimientos y temores. Los demás le miraban a élen busca de liderazgo, no querían nada más.

Allday bajó el sable y lo envolvió en su trapoespecial.

—Pero es lo que yo siempre digo, Sir Richard,y cualquier marinero de verdad sabe. —Sonrióotra vez—. Puede que en popa esté el mayorhonor, pero es en proa donde están los mejoreshombres. ¡Y sé lo que me digo!

Cuando Allday se marchó, Bolitho se sentó enla mesa y abrió su diario personal. En su interiorestaba la carta que había empezado cuando labruma y la llovizna inglesa se desvanecían por

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popa y comenzaba la larga travesía.Si ella la leía o no, si es que algún día la

recibía, él no lo sabría hasta que la tuviera entresus brazos, piel contra piel, y sus lágrimas y sualegría mezcladas con las suyas.

Se inclinó sobre la carta mientras tocaba elguardapelo a través de su camisa nueva.

«Otro amanecer, mi querida Kate, cuántoanhelo estar contigo…».

Todavía estaba escribiendo cuando el barcohizo otro bordo y del tope del mástil llegó el gritode que habían sido avistados los barcos de laescuadra.

Bolitho salió a cubierta al mediodía y notó laintensidad del sol en su cara y sus hombros comosi fuera fuego; sus zapatos se pegaron a lascosturas de la tablazón cuando se dirigió a labatayola tras hacerse con un catalejo.

Montañas de color rojizo y rosado bajo elbrumoso y fuerte resplandor, y sobre todo el sol,que parecía de plata bruñida, y tan intenso que

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dejaba sin color el cielo que lo rodeaba.Movió ligeramente el catalejo con las piernas

algo separadas por el movimiento provocado porel mar de fondo que pasaba ruidosamente porambos costados. Table Mountain era una masa másclara, pero estaba todavía envuelta de neblina ymisterio.

Allí estaban los barcos. Sus ojos se movieroncon visión profesional a lo largo de la variadacolección. El viejo sesenta y cuatro cañonesThemis, que sabía que era el barco del comodoroWarren. Este estaba enfermo, pero ¿cómo deenfermo? No le había pedido más detalles aVarian. Eso mostraría su juego o bien sus dudascuando pronto iba a necesitar que aquelloshombres desconocidos confiaran en él sinpensarlo.

Otra fragata, algunas goletas y dos grandesbuques de provisiones. Lo mejor de la fuerzaatacante estaría, tal como Varian había dicho, alnoroeste, donde los buques podían fondear bien

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lejos de la costa, mientras que allí sólo había unbanco natural lo bastante bajo para poder fondeary aguantar sus cables. Más allá de las cien brazas,el fondo del mar caía hacia el infinito, hacia lasnegras e inmóviles profundidades.

Vio destellos de sol reflejados en varias lentesy supo que desde los distintos barcos observabanla lenta aproximación de la Truculent, tansorprendidos por su insignia en el palo trinquetecomo Varian.

El comandante Poland se unió a él en la banda.—¿Cree que será una campaña larga, Sir

Richard? —preguntó.Hablaba con sumo cuidado, y Bolitho supuso

que probablemente estaría preguntándose quéhabía pasado entre él y Varian en la cámara.Bolitho bajó el catalejo y le miró de frente.

—He tenido algún trato con el ejército en elpasado, comandante. Están más acostumbrados alas campañas que nosotros. Un combate naval esuna cosa, o ganas o te rindes. Pero todo este

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interminable asunto de la intendencia y de lasmarchas no es para mí.

Poland mostró una sonrisa, algo muy pocohabitual en él.

—Ni para mí, Sir Richard.Bolitho se giró buscando a Jenour y dijo:—Puede hacer una señal para que envíen las

barcazas de aguada cuando haya fondeado,comandante. Unas palabras de elogio para su genteno estarán de más. Ha sido una travesía excelente.

Un rayo de sol les alcanzó cuando la guardiade popa cazaba la botavara de la gran mesana.

Bolitho apretó los dientes. Nada. Tenía quehaber un error. No había nada. Podía ver los otrosbarcos claramente a pesar del fuerte resplandor.

Jenour le miró y notó cómo su corazón latíacon fuerza contra sus costillas. Entonces vio aAllday que se acercaba a popa con el viejo sablesobresaliendo del trapo de pulir.

Su intercambio de miradas fue rápido perocompleto. ¿Era demasiado pronto para albergar

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esperanzas? ¿Por el bien de todos ellos?

* * *

Las dos fragatas se pusieron proa al viento yfondearon a media tarde, bastante antes de lo quehabía predicho incluso el taciturno señor Hull.Mientras se intercambiaban las señales, searriaban los botes y se extendían los toldos;Bolitho observaba desde el alcázar a la vez que sumente exploraba su cometido inmediato en la zona.

Era extraño cómo la costa no parecía estar máscerca y, a causa del difícil fondeo, daba unaimpresión de desafío inquietante. La punta delnoroeste que se había escogido para el primerataque era una buena elección, posiblemente laúnica factible. Bolitho había estudiado las cartasmarinas con mucho cuidado, al igual que losmapas que le había proporcionado elAlmirantazgo. Allá arriba, en Saldanha Bay, las

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aguas costeras eran bajas y estaban lo bastanteprotegidas como para permitir el desembarco desoldados e infantes de marina cubiertos por losbuques de guerra, que podían abrir fuego. Pero unavez en tierra, empezarían las verdaderasdificultades. Saldanha Bay estaba a ciento sesentakilómetros de Ciudad del Cabo. La infantería, conlos hombres mareados y cansados tras semanas ysemanas en el mar en sus atestados aposentos entrecubiertas, no estaría en el estado físico necesariopara marchar y luchar en las escaramuzas que sepresentaran de camino a Ciudad del Cabo. Losholandeses eran magníficos soldados y leshostigarían a cada kilómetro en lugar deenfrentárseles abiertamente. Cuando finalmentellegaran al objetivo, el enemigo estaría preparadopara recibirles. Parecía poco probable queenviaran una gran fuerza de soldados holandeses aimpedir el desembarco. Correrían el peligro deque la escuadra de apoyo les cortara el paso.

Bolitho notó cómo volvía su impaciencia.

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Habría una campaña, entonces, prolongada ycostosa. Una guerra de líneas deaprovisionamiento combatida por soldados,muchos de los cuales habían estado confinados alservicio en las guarniciones de las Indias. LasIslas de la Muerte, como las llamaban en elejército, donde morían más hombres de fiebre quebajo el fuego enemigo.

Jenour se acercó con grandes zancadas y sellevó la mano al sombrero.

—Su despacho para el general acaba de saliren la goleta correo Miranda, Sir Richard.

Bolitho se tapó el sol de los ojos para mirar lapequeña y grácil goleta virando para alejarse delos otros barcos, con su comandante agradecidosin duda por verse libre de otra autoridad, aunquesólo fuera por unos pocos días.

Bolitho contempló el atardecer rojizo que seextendía a lo largo del resplandeciente horizontehaciendo de repente que los mástiles y vergas dela pequeña escuadra parecieran de bronce. Los

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catalejos de la costa habrían observado sin duda lallegada de la Truculent de la misma manera que lohabían hecho con todos los demás barcos.

—Está usted al pairo, Stephen, así que, ¿porqué no suelta lo que está pensando? —preguntóBolitho.

Si no fuera por su gran control de sí mismo,Jenour se habría sonrojado. Bolitho siempre sabíalo que pasaba. No tenía sentido fingir.

—Yo… yo pensaba —se humedeció los labiosresecos—, pensaba que el comodoro iba asolicitar venir a bordo. —Se calló ante la miradaescrutadora de Bolitho.

—En su lugar, es justamente lo que yo habríahecho —dijo Bolitho acordándose del comentariofalto de tacto del comandante Varian—. Llame a ladotación de la canoa, Stephen. Mis saludos alcomandante Poland y explíquele que voy a ir alThemis.

Quince minutos más tarde, sudando sin pararcon su casaca de uniforme y su sombrero, estaba

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sentado en la cámara de la canoa con Jenour a sulado y un crítico Allday agachado junto al patróndel bote.

Mientras bogaban lentamente al lado de losotros barcos, Bolitho iba viendo a los oficiales deguardia quitarse el sombrero a su paso y lasfiguras inmóviles encaramadas en los obenques yotros aparejos mirándole en silencio, con sustorsos desnudos que parecían formar parte delbronce que les rodeaba.

Allday se inclinó hacia delante acercando suboca hasta sólo unos centímetros de la oreja deBolitho.

—Ya lo ve, lo saben, Sir Richard, ¡sólollevamos aquí una hora y ha corrido la voz portoda la escuadra! —Vio que uno de los remeros lemiraba y frunció el ceño por encima de lacharretera de Bolitho. El hombre bajó la mirada ycasi perdió estrepada. Probablemente se habíasorprendido al ver a un marinero, aun siendo elpatrón personal de un almirante, charlando con su

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señor y que este incluso se hubiera vueltoligeramente para escucharle.

Bolitho asintió.—Echaremos mucho de menos a Lord Nelson.

No veremos a otro igual en nuestras vidas.Allday se echó de nuevo hacia atrás e hizo un

esfuerzo para contener una sonrisa. «Yo no estoytan seguro de eso», pensó.

Bolitho miró el bauprés y el botalón de foquedel Themis que les daban la bienvenida. Era unbuque viejo y había sido utilizado en toda clase deservicios, además del de la línea de combate.Siendo originalmente un sesenta y cuatro cañones,le habían quitado parte de su armamento parallevar soldados de un punto de conflicto a otro;incluso había ido hasta la colonia penal de NuevaGales del Sur. Transporte, buque de alojamiento yahora que la guerra necesitaba cualquier cosa quepudiera flotar, estaba allí formando parte de lafuerza invasora.

Jenour se mordió el labio e intentó relajarse.

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Había visto la guardia formada en el portalón deentrada, el reflejo del sol rojizo en los sablesdesenvainados. Se percibía un aire de recelo.

Bolitho esperó a que el proel se enganchara enlos cadenotes del palo mayor y entonces subió porel portalón de entrada para quedar inmediatamenteensordecido por los rugidos de las órdenes y elcoro de estridentes pitadas a las que los marinerosllamaban «Ruiseñores de Spithead». Ya no teníaque buscar a Allday para saber que estaba allí,presto a tenderle un brazo si tropezaba o si suojo… «No, no iba a pensar en eso».

El estruendo se desvaneció y se quitó elsombrero en dirección a la toldilla, donde labandera blanca danzaba con viveza bajo el cálidocielo.

El oficial que dio un paso al frente parapresentarse llevaba la charretera de capitán decorbeta. Era mayor para su rango y probablementese le había negado el ascenso a capitán de fragata.

—Le doy la bienvenida, Sir Richard.

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Bolitho mostró una breve sonrisa. Allday teníarazón. No habían secretos.

—¿Dónde está el comodoro? —Levantó lavista hacia el gallardete que se enroscaba sobre símismo—. ¿Está mal?

El capitán de corbeta, que se llamaba Maguire,contestó incómodo.

—Ha dicho que le presenta sus disculpas y quele espera en la cámara, Sir Richard.

Bolitho saludó con un movimiento de cabeza alos demás oficiales e hizo un aparte con Jenour.

—Quédese aquí. Descubra lo que pueda. —Ledio un golpecito en el brazo pero no sonrió—.¡Estoy seguro de que Allday hará lo mismo!

Maguire le condujo hacia la escala de lacámara y casi le hizo una reverencia cuandoBolitho pasó a su lado hacia popa, donde uncentinela de infantería de marina dio un fuerte ypreciso taconazo al ponerse firmes.

No había nada descuidado en el viejo Themis.Pero era como si no encajara. Puede que hubiera

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tenido demasiados cometidos en puestos remotos,demasiado lejos de casa. Por lo que Bolitho sabía,el barco no había vuelto a Inglaterra en quinceaños, de manera que sólo el cielo sabía en quéestado se encontraba la parte baja del casco.

Un criado negro abrió las puertas del mamparoy Bolitho se llevó otra sorpresa. Durante sucometido como buque de alojamiento, debían dehaber quitado parte del armamento de popa paraampliar los aposentos de los oficiales. Ahora, consus portas ocupadas sólo por cañones fingidos demadera, cuyas joyas acortadas podían engañar aotro barco a gran distancia, o incluso a un hombrede tierra adentro que pasara por los muelles, elespacio destinado a alojamiento era enorme y suúnico aspecto bélico se lo daban los muebles yunos mosquetes.

El comodoro Arthur Warren salió de una zonaseparada con una mampara y exclamó:

—Sir Richard, ¿qué debe pensar de mí?Bolitho se sobresaltó ante lo que veía.

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Recordaba muy vagamente a Warren, pero suponíaque debía de tener su misma edad. Pero aqueloficial con casaca holgada y cuyo rostro lleno dearrugas había desafiado los soles de tantos climasextremos era un anciano.

La puerta se cerró y, aparte del atento criado,que llevaba un chaleco rojo sobre sus pantalonesde lona, estaban solos. El capitán de corbetaentrado en años se había retirado sin despedirse.No era de extrañar que el comandante Varian, tanseguro de sí mismo, hubiera visto aquella escuadracomo su futura responsabilidad.

—Por favor, siéntese —dijo Bolitho. Esperó aque el otro oficial hiciera una seña a su criadopara que llenara de vino tinto unas copasespañolas delicadamente talladas. Entonces,Warren se sentó. Extendió una pierna como si ledoliera y dejó su mano izquierda oculta bajo lacasaca. No estaba enfermo, pensó Bolitho. Seestaba muriendo.

Bolitho levantó su copa.

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—A su salud, señor. Parece que todo el mundosabe que estoy aquí, aunque las noticias deTrafalgar no les han llegado.

El vino era burdo y fuerte, pero apenas se fijóen ello.

En su día, él había sido capitán de bandera delcontralmirante Sir Charles Thelwall en el gran trescubiertas Euryalus. Bolitho había tenido quetrabajar el doble por el empeoramiento de la saludde su superior con el paso de los meses. Admirabaa Thelwall y se había entristecido al verle bajar atierra por última vez con poco tiempo de vida pordelante. Bolitho sólo se había alegrado de que sehubiera ahorrado lo que había ocurrido aquel año,los motines de la flota en el Nore, Spithead,Plymouth y Escocia. Ningún comandante lo habíaolvidado. Ni lo harían a menos que quisieranllamar al desastre.

El comodoro tenía el aspecto y una manera dehablar parecida a la del contralmirante entonces.Mientras tragaba un poco de vino, se esforzó por

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contener una tos fuerte y profunda, y cuando apartóel pañuelo de sus labios, Bolitho se dio cuenta deque no todas las manchas del mismo eran de vino.

—No querría preocuparle, señor, pero si lodesea puedo enviar a buscar al cirujano de laTruculent. En mis conversaciones con él he tenidola impresión de que era un hombre muycompetente.

Las facciones de Warren se endurecieronmostrando una determinación patética.

—Estoy bien, Sir Richard. ¡Y bien apto para eldesempeño de mis obligaciones!

Bolitho miró a lo lejos. Este barco es todo loque tiene. Y el cargo provisional de comodoro elúnico triunfo que ha conocido. Intentó endurecer sumente para desterrar la compasión que sentía enaquel momento.

Dijo:—He mandado un despacho a la escuadra

principal. Tengo órdenes de retirar algunos barcosde aquí para enviarlos al servicio en la zona del

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Canal de la Mancha. —Le pareció ver un rayo deesperanza en los ojos apagados de Warren yañadió con delicadeza—: Fragatas, no este barco.Tiene que adoptarse una estrategia para tomar yluego defender Ciudad del Cabo, y sin que sealargue en un asedio que sólo pueden ganar losholandeses.

—Al ejército no le va a gustar esto, SirRichard —dijo Warren con voz ronca—. Se diceque Sir David Baird es un general con carácter.

Bolitho pensó en la carta guardada en su cajafuerte, a bordo de la Truculent. No estaba firmadapor ningún alto secretario ni por el Lord delAlmirantazgo; esta vez no. Estaba firmada por elRey, y aunque algunas personas insinuaban en vozbaja que muchas veces Su Majestad no sabía quéestaba firmando en realidad, su firma todavíarepresentaba el poder supremo y abría todas laspuertas.

—Afrontaré ese escollo a su debido tiempo.Mientras tanto, me gustaría transbordar a este

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barco. —Levantó la mano cuando Warren hizoademán de protestar—. Su gallardetón seguiráondeando. Pero como alguien dijo una vez,¡necesito espacio para moverme arriba y abajo!

Warren refrenó otro ataque de tos y preguntó:—¿Qué tengo que hacer? Tiene mi palabra de

que le serviré bien. Y si el comandante Varian leha dicho…

Bolitho replicó con calma:—Estoy en el servicio desde que tenía doce

años. En alguna parte del camino aprendí aformarme mis propias opiniones. —Se puso enpie, se fue hasta una porta abierta y miró a lo largode la joya de madera del falso cañón, en direcciónal buque más cercano, otra fragata—. Pero debodecírselo, comodoro Warren, no piensodesperdiciar la vida de nadie por no haberintentado hacerlo lo mejor posible. En toda laMarina, los leales marineros e infantes de marina,y también los oficiales, se quedarán sorprendidosy decepcionados por el hecho de que, después de

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Trafalgar, la victoria no sea aún completa. Desdemi punto de vista, ¡habrán de pasar años antes deque la tiranía de Francia y sus chacales seafinalmente extirpada!

Se dio cuenta de que Warren y el silenciosocriado le estaban mirando atentamente y de quehabía levantado la voz.

Forzó una sonrisa.—Ahora, debo pedirle que me disculpe. Es

solamente que he visto demasiados barcosmagníficos perdidos y demasiados hombresvalientes muriendo por razones equivocadas,algunos maldiciendo a las mentes pensantes queles habían enviado allí. Mientras yo mande lo quese ha de hacer aquí, aquellos que olviden las duraslecciones de la guerra tendrán que responder antemí. —Cogió su sombrero—. De la misma maneraque un día yo responderé ante Dios, no tengoninguna duda.

—¡Un momento, Sir Richard! —Warren cogiósu sombrero de manos de su criado negro y le

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siguió por la penumbra hacia cubierta.Antes de llegar al portalón de entrada, dijo con

su voz vacilante:—Es un honor para mí, Sir Richard. —Su tono

fue de repente más firme de lo que Bolitho habíaoído hasta el momento—. No estoy acostumbradoa esta clase de trabajo, pero haré todo lo quepueda. ¡Y también mi gente!

Jenour vio la sonrisa grave de Bolitho mientrasse dirigía a su vez al portalón. Le dio una punzadade excitación, como en aquellas otras ocasiones,cuando hasta el momento había creído que alhombre que siempre había admirado, incluso antesde ponerle los ojos encima, le esperaba un papelaburrido y poco exigente.

Cuando le dijo a sus padres, allá enSouthampton, que pretendía un día servirpersonalmente a Bolitho de alguna manera, estosse habían reído entre dientes ante su inocencia.Ahora, ya no habían risitas. Sólo quedaba lapreocupación de todos aquellos con hijos lejos, en

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la guerra.El comodoro Warren se alejó para buscar a su

comandante; su poco armado Themis al parecer nomerecía tener un capitán de bandera. Bolitho hizoun aparte con su ayudante.

—Transbordamos a este barco, Stephen. —Novio sorpresa ninguna en las facciones de Jenour—.Al menos de momento. Vaya a buscar a los demása la Truculent… Me temo que el señor Yovell seva a pasar la noche escribiendo. Y busque un buenguardiamarina de señales en este barco, no estábien visto emplear gente de otro. Mañana quiero atodos los comandantes a bordo a las ochocampanadas, así que avíseles antes de queoscurezca. Mande al bote de guardia si quiere.

Jenour apenas podía seguirle en susinstrucciones. Bolitho parecía incansable, como sisu mente se estuviera liberando de una prisiónhecha por ella misma.

Bolitho añadió:—El enemigo sabe qué pretendemos, tienen

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todo el día para observarnos. Tengo intención dedescubrir qué está pasando alrededor del Cabo,donde está el otro fondeadero. Presiento que elremedio puede estar allí, en vez de en losextenuantes ciento sesenta kilómetros desdeSaldanha Bay. No conozco a estos comandantes yhay poco tiempo para ello. Como usted sabe,Stephen, en mi despacho he solicitado al ejércitoque se retrase el ataque.

Jenour le miró a los ojos, de un color gris másclaro al girarse a mirar hacia mar abierto. Como eldel océano, pensó.

—Pero usted no cree que el general vaya aestar de acuerdo, ¿verdad?

Bolitho le dio una palmada en el brazo como sifuera un joven conspirador.

—Actuaremos de manera independiente. —Mostró de repente una expresión introspectiva—.Dado que es un día para recordar a Nelson, vamosa usar sus propias palabras. ¡Las medidas másaudaces suelen ser las más seguras!

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* * *

Más tarde y ya de noche, Bolitho estabasentado junto a los ventanales de popa de lacámara, la cual había sido usada en su día nadamenos que por un gobernador general que habíacorrido a refugiarse de la peste que se habíaextendido por las islas que controlaba. Estabaobservando las luces de fondeo de los barcos, singanas de irse a dormir.

El aire era denso y húmedo, y mientras un botede guardia bogaba lentamente entre la escuadrafondeada, pensó en Cornualles, en el viento heladodel anochecer en que ella se había reunido con él.Sólo hacía poco más de un mes, no más; y ahora,él estaba allí a la sombra de África, y estabanseparados otra vez al antojo de otros.

¿Necesitaban tanto de su experiencia quepodían dejar a un lado el desprecio que les

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inspiraba? ¿O, como en el caso de Nelson,preferían un héroe muerto a un recordatorio vivode sus propios defectos?

La cubierta se estremeció cuando el cable delancla se tensó a causa del repentino empuje de unacorriente más fuerte. Allday no había sido muyoptimista ante la idea de transbordar al viejosesenta y cuatro cañones. La dotación llevabademasiado tiempo a bordo, y en ella habíanhombres apresados en buques mercantes quepasaban por el Caribe, supervivientes de otrosbarcos e incluso presos indultados de las cárcelesde Jamaica.

Como Warren, el barco estaba exhausto, yhabía sido metido de repente en un papel que ya noreconocía. Bolitho había visto los soportes de losviejos cañones giratorios en los dos pasamanos.No apuntaban a un posible enemigo sino haciadentro, y venían del tiempo en que transportabaconvictos y prisioneros de guerra de una campañaya olvidada.

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Creyó oír a Ozzard en su recién ocupadarepostería. Así que él tampoco podía dormir.¿Estaría todavía recordando los últimos momentosdel Hyperion, o le daría vueltas a su secreto, delcual Bolitho se había enterado antes de aquelúltimo combate?

Bostezó y se masajeó suavemente el ojo. Eraextraño, pero no podía recordar con claridad porqué Ozzard no estaba en cubierta cuando se habíanvisto obligados a sacar del barco a lossupervivientes y los heridos.

Pensó también en su capitán de bandera y granamigo Valentine Keen, con su cara llena de dolor,no por su herida sino por la desesperación de suvicealmirante.

«Ojalá estuvieras aquí ahora, Val».Pero sus palabras no salieron de su boca

porque al fin se quedó dormido.

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III

LA ALBACORA

Alguien que estuviera mirando, que no era elcaso, podría haber comparado a la pequeña goletade velacho Miranda con una mariposa de luzgigante. Pero aparte de unas cuantas gaviotas querevoloteaban y chillaban, no había nadie para vercómo viraba por avante en un mar de espuma consus botavaras gemelas pasando a la otra bandapara volver a tomar viento en el bordo contrario.

Escoraba tanto a sotavento que el agua salía achorro por sus batideros, elevándose incluso porencima de su amurada para regar la tablazón oromper sobre los cañones de a cuatro como lasolas sobre las rocas.

Era una navegación desenfrenada y excitante,con el estruendo del mar y de los latigazos de lasvelas, entre los que se oía de vez en cuando el

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grito de una orden, pues allí no había sitio paranada superfluo. Cada hombre conocía su trabajo yera consciente de los peligros siempre presentes:podía salir volando contra algún objeto inmóvil yromperse el cráneo o un miembro, o ser lanzadopor la borda por una ola traicionera al romper enuna amura y barrerlo todo como la corriente de unmolino. La Miranda era pequeña y de andar muyvivo, y no era de ninguna manera un barco paraincautos o novatos.

En popa, junto a la bitácora, su comandante, elteniente de navío James Tyacke, se balanceaba y seinclinaba con su barco, con una mano en elbolsillo y la otra aferrada a una burda escurridiza.Como sus hombres, estaba empapado hasta loshuesos y tenía los ojos irritados por los rocionesmientras observaba la aguja inclinada y el batir dela mayor y del gallardete al cabecear de nuevo elbarco con su bauprés apuntando derecho al sur.

Les había llevado toda la noche y parte del díasalir barloventeando de Saldanha Bay y alejarse

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de las impresionantes formaciones de buques deguerra, buques de provisiones, bombardas,transportes de tropas y todo el resto. Elcomandante Tyacke había empleado el tiempo enbarloventear el máximo posible con el fin de ganarel espacio que necesitaba para volver a la pequeñaescuadra del comodoro Warren. Había otra razón,que solamente su segundo había adivinado. Queríaponer todo el océano posible entre la Miranda y laescuadra antes de que le hicieran señales para quevolviera a presentarse a bordo del buque insignia.

Había hecho lo que se le había ordenado,entregar los despachos al ejército y al comodoro.Se había alegrado de marcharse.

Tyacke tenía treinta años y llevaba los últimostres al mando de la rápida Miranda. Comparadocon su gracilidad y su intimidad, el buque insigniale había parecido una ciudad en la que, segúnparecía, el color rojo del ejército y de la infanteríade marina superaba en número a los efectivos dela Marina.

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No es que no supiera cómo era un buquegrande. Apretó la mandíbula, decidido a refrenarsus amargos recuerdos. Ocho años atrás habíaservido como teniente de navío a bordo delMajestic, un dos cubiertas de la flota de Nelsondel Mediterráneo. Estaba en la cubierta inferiorcuando Nelson había dado finalmente con losfranceses en la Bahía de Aboukir, venciéndoles enlo que ahora se conocía como la Batalla del Nilo.

Era demasiado terrible para recordarlo conclaridad o para ordenar los acontecimientoscorrectamente. Con el paso del tiempo no acertabaa conseguirlo y se superponían unos con otroscomo los hechos demenciales de una pesadilla.

En el punto álgido de la batalla, su barco, elMajestic, se había tenido que enfrentar al navíofrancés de ochenta cañones Tonnant, que seelevaba ante ellos como un acantilado encendidopor las llamaradas de su artillería.

El estruendo estaba aún allí, en su memoria,como las atroces visiones de hombres y pedazos

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de hombres lanzados sobre los restos sangrientosde la cubierta de baterías, un lugar que se habíaconvertido en el mismísimo infierno. Veía aún losojos desorbitados de los hombres de lasdotaciones de los cañones, blancos entre la pielmugrienta, los cañones disparando yretrocediendo, ya no como una andanada bajocontrol sino por trozos y luego de uno en uno y dedos en dos, mientras el barco se estremecía ytemblaba a su alrededor y encima suyo. Sin que losupieran aquellas almas enloquecidas querefrescaban, cargaban y disparaban los cañones,porque era todo lo que sabían hacer, sucomandante, Westcott, había caído ya muerto juntoa tantos otros de sus hombres. Su mundo era lacubierta inferior. Nada más importaba ni podíaimportar. Habían cañones volcados y destrozadospor el fuego enemigo y los hombres corríangritando para ser devueltos a sus puestos por losigualmente aterrorizados tenientes de navío yoficiales de cargo.

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«¡Asomen! ¡Apunten! ¡Fuego!».Todavía lo oía. Nunca iba a dejar de hacerlo.

Los demás le habían dicho que tenía suerte. No porla victoria, pues sólo los ignorantes de tierraadentro hablaban de esas cosas, sino por habersobrevivido habiendo caído tantos. Eso losafortunados que habían muerto, ya que eranmuchos los heridos que habían ido a parar bajo lasierra del cirujano para quedar lisiados de porvida, inválidos patéticos a los que nadie queríaver ni recordar.

Miró la aguja y notó cómo la quilla sedeslizaba a través de las grandes olas como sinada.

Se tocó la cara con la mano, notando laaspereza de su piel y viéndola en su cabeza talcomo se veía obligado a verla cada día alafeitarse.

Seguía sin recordar nada de lo ocurridodespués. Un cañón había hecho explosión o un tacoen llamas había salido disparado junto con una

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bala desde una de las piezas de la batería inferiordel Tonnant y prendió una carga que estaba cerca.Podía haber sido cualquiera de las dos cosas. Noquedó nadie para contárselo.

Pero todo el lado derecho de su rostro habíaquedado marcado, la carne carbonizada, mediacara ante la que la gente desviaba su mirada parano verla. El verdadero milagro era que su ojohubiera quedado intacto.

Pensó en su visita al buque insignia. No habíavisto al general, ni siquiera al comodoro, sólo a uncoronel de aspecto aburrido que llevaba una copade vino blanco o algo frío en la mano. Ni siquierale habían ofrecido sentarse y menos tomarse unacopa con ellos.

Al ir a bajar por el costado del gran barcohacia su lancha, ese mismo ayudante se habíaacercado corriendo. «¡Eh, oficial! ¿Por qué no meha contado las noticias sobre Nelson y lavictoria?», le había inquirido.

Tyacke había levantado la vista hacia el

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curvado casco negro y beige y no había hecho nadapor disimular su desprecio. «¡Porque nadie me hapreguntado nada, señor!», había respondidomaldiciéndoles para sus adentros.

Benjamin Simcox, ayudante de piloto y pilotoen funciones de la goleta Miranda, se acercótambaleante por la traicionera tablazón parareunirse con él. Era de la misma edad que sucomandante, un marinero de pies a cabeza que, enun principio, igual que la goleta, había estado en lamarina mercante. En un barco tan pequeño, que nollegaba a los veinte metros de eslora y tenía unadotación de treinta hombres, se llegaba a conocermuy bien a la gente. Amor u odio, y pocas cosasmás. Junto con Bob Jay, otro ayudante de piloto,gobernaban la goleta para conseguir su mayorrendimiento. Era una cuestión de orgullo.

Normalmente, uno de los dos estaba deguardia, y como Simcox había pasado algunasguardias abajo con su superior, había llegado aconocerle bien. Ahora, después de tres años, eran

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buenos amigos, apareciendo su diferencia de rangosolamente en los escasos momentos de formalidad.Como cuando Tyacke había ido de visita al buqueinsignia.

Tyacke le había mirado, olvidando por unmomento sus horribles marcas de la cara y habíadicho: «¡Es la primera vez que me abrocho elsable en un año, Ben!». Se alegraba de oírlebromear, cosa que hacía también en escasasocasiones.

¿Pensaría alguna vez en la chica dePortsmouth? —se preguntó Simcox. Una noche enpuerto se había despertado en su diminutocamarote a causa de las lastimeras súplicas ensueños de Tyacke a la joven que había prometidoesperarle y casarse con él. Antes de quedespertara al barco entero, Simcox le había tocadoel hombro sin explicarle nada. Tyacke lo habíaentendido y se había ido a buscar una botella debrandy que habían requisado a un contrabandista.Al amanecer, la botella estaba vacía.

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Tyacke no había reprochado la conducta deaquella chica, a la que conocía de toda la vida.Nadie iba a querer ver su rostro cada mañana.Pero aquello le había herido profundamente, y conno menos gravedad que a otros del Nilo.

Simcox gritó por encima del ruido:—¡En buena vela! —Señaló con el pulgar

hacia una figura menuda que se aferraba a laescotilla con un andarivel atado alrededor de lacintura, con sus medias y calzones manchados devómito—. ¡Aunque él no está tan bien!

El señor guardiamarina Roger Segrave estabaen la Miranda desde que se habían aprovisionadoen Gibraltar. A petición del comandante del grantres cubiertas en el que servía, había transbordadoa la goleta para completar su formación comoguardiamarina en un barco en el que pudieraaprender algo más acerca del arte de lanavegación práctica, además de confianza en símismo. Se decía que el tío del guardiamarina, unalmirante de Plymouth, había arreglado el

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transbordo no sólo por el bien del joven, sinotambién por la reputación de la familia. No estaríabien visto suspender el examen para teniente denavío, especialmente en tiempos de guerra, cuandohabían muchas oportunidades para ascender.

Tyacke había dejado claro que no le gustaba laidea. La presencia de Segrave había alterado suestricta rutina, era un intruso, como una visitaindeseada.

Simcox era de la vieja escuela; el extremo delrebenque o un buen tortazo eran en su opiniónmucho más efectivos que los largos discursossobre tradición y disciplina.

Pero no era un hombre severo y había tratadode explicarle al guardiamarina con qué se iba aencontrar. El comandante Tyacke era el únicooficial patentado de a bordo. No debía esperarsede él que viviera totalmente aislado en una goletade noventa y dos toneladas; eran un equipo.

Pero sabía que Segrave no lo entendíarealmente. En el atestado mundo de un navío de

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línea todo estaba dividido y subdividido porrango, puesto y experiencia. Arriba estaba elcomandante, normalmente tan lejano que parecíaun dios. El resto, aunque convivieran hacinadospor necesidad, estaban completamente separados.

Segrave se dio la vuelta y apoyó la espalda enla escotilla con un profundo quejido. Teníadieciséis años, la piel clara, el pelo rubio y unabelleza algo afeminada. Tenía unos modalesperfectos, era cuidadoso y casi tímido en su tratocon los marineros, no como algunos pequeñosmonstruos de los que Simcox había oído hablar.Hasta Simcox debía aceptar que, aunque seesforzaba mucho en todo, los resultados eran muypobres. Tenía la mirada fija en el cielo, ajeno alparecer a los fuertes rociones que caían sobrecubierta y sobre su ropa asquerosa.

El comandante Tyacke le miró fríamente.—Muévase y vaya abajo, señor Segrave, y

traiga algo de ron. No puedo permitirme tener anadie útil sin hacer nada hasta el próximo cambio

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de rumbo.Mientras el joven bajaba abatido y como podía

por la escala, Simcox sonrió.—Has sido un poco duro con el muchacho,

James.Tyacke se encogió de hombros.—¿Eso crees? —Y añadió con tono severo—:

¡En un año o dos estará enviando hombres alenjaretado para hacerles una camisa a rayas sólopor haberle mirado!

El ayudante de piloto aulló:—¡El viento ha rolado un poco!—Orce una cuarta. Creo que el temporal va a

pasar. Si lo hace, quiero el velacho largado deinmediato.

Se oyó desde abajo un ruido de cerámica rotay de alguien vomitando.

—Juro que a ese lo mataré —murmuró Tyacke.—¿Qué opinas del vicealmirante Bolitho,

James? —preguntó Simcox.El teniente de navío volvió a agarrarse a la

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burda y se agachó ligeramente cuando entró unagran riada de agua por encima de la amurada debarlovento. Entre el agua que corría y la espumavio a sus hombres, como pilluelos mediodesnudos, moviendo la cabeza y sonriéndose unosa otros. Asegurándose de que ninguno se había idopor la borda, contestó:

—Un buen hombre, por lo que dicen. Cuandoestaba yo en… —Miró a lo lejos, recordando losvítores a pesar del infierno en que estaban cuandose informó de que el barco de Bolitho estaba encombate. Dejó aquello a un lado—. He conocido amuchos que han servido con él. Había un viejo quevivía en Dover y con quien yo solía hablar cuandoera un muchacho, allá en el puerto. —Sonrió derepente—. No muy lejos de donde se construyóesta goleta, de hecho… Él servía con el padre deRichard Bolitho cuando perdió su brazo.

Simcox miró su marcado perfil. Si no semiraba el otro lado de la cara, era lo bastanteguapo como para atraer a cualquier chica, pensó.

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—Deberías contárselo cuando le veas.Tyacke se enjugó las gotas de agua de su cara y

cuello.—Él es ahora un vicealmirante.Simcox sonrió algo intranquilo.—¡Caramba, haces que parezca el enemigo,

James!—¿Sí? ¡Bueno, espero que no lo sea! —Le

tocó la manga empapada—. Ahora despierta aesos haraganes y prepárate para hacer un bordo.Pondremos rumbo sur cuarta al sudeste.

Antes de que pasara una hora, el temporal sehabía disipado y, con todas las velas bien llenas ysus oscuras sombras cabalgando a través de lasolas del costado como enormes aletas, la Mirandareaccionó con su habitual desdén.

Había empezado su vida en la mar comocorreo en Dover, pero pasó a manos de la Marinaal cabo de unas pocas travesías. Ahora, condiecisiete años encima, era uno de los muchosbuques similares que servían bajo una bandera

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naval. No sólo era un buque de buen andar; era unplacer gobernarla por su sencillo velamen y sugran quilla. Con una gran vela mayor cangreja apopa, y trinquetilla, foque y su único velacho en elpalo trinquete, era más maniobrable que cualquierotro barco. Incluso navegando a fil de roda, sugran quilla le impedía derivar como un cúter oalgo más grande. Armado solamente con cuatrocañones de a cuatro y algunos cañones giratorios,se suponía que tenía que llevar despachos y notomar parte en escaramuzas.

Los contrabandistas y los piratas eran unacosa; pero media andanada de alguna fragataenemiga destrozaría totalmente a la estilizada purasangre.

Entre cubiertas se percibía el fuerte olor a rony a tabaco, y el aroma grasiento de la comida demediodía. Mientras la guardia de abajo seapresuraba hacia su rancho, Tyacke y Simcox sesentaban como podían a ambos lados de la mesade la cámara. Los dos eran altos, por lo que

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cualquier movimiento en la misma tenía quellevarse a cabo con gran atención.

El guardiamarina, compungido y preocupado,se sentó al otro extremo de la mesa. Simcox lecompadecía, puesto que incluso con las velasarrizadas el movimiento era violento y el aguasalía muy revuelta por debajo de la inclinadabovedilla, haciendo que la perspectiva de comeralgo se presentara como otra amenaza paracualquier estómago delicado.

Tyacke dijo de repente:—Si finalmente le veo, y me refiero al

almirante, le pediré que nos consiga algo decerveza. Vi a algunos soldados bebiendo hastasaciarse cuando visité el buque insignia. Así que,¿por qué no nosotros? ¡Esta agua que tenemos va amatar a más buenos marineros que los holandeses!

Los dos se giraron hacia el guardiamarinacuando habló.

—Se oían muchas habladurías sobre elvicealmirante Bolitho en Londres —dijo Segrave.

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—Ah, ¿y qué clase de habladurías eran esas?—preguntó Tyacke con tono engañosamente suave.

Alentado por el mismo, y con su mareomomentáneamente olvidado, Segrave habló debuen grado:

—Mi madre dijo que era una vergüenza cómose había comportado, cómo había dejado a suesposa por esa mujer. Dijo que Londres habíapuesto el grito en el cielo al saberlo… —No llegómás lejos.

—Si habla usted así delante de los hombres, lepondré bajo arresto… ¡con los malditos grilletessi hace falta! —Tyacke estaba gritando y Simcoxsupuso que muchos de los marineros que estabanfrancos de guardia lo estaban oyendo. Había algoterrible en su rabia; y también patético.

Tyacke se inclinó hacia el pálido joven yañadió:

—¡Y si vuelve a hablar de esa mierda delantede mí, se va a enterar por muy joven e inútil quepueda ser!

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Simcox le puso la mano sobre la muñeca.—Cálmate, James. No sabe hacerlo mejor.Tyacke le apartó la mano.—Maldita sea, Ben, ¿qué quieren de nosotros?

¿Cómo se atreven a condenar a hombres que cadadía, cada hora arriesgan sus vidas para queellos… —Señaló con un dedo acusador haciaSegrave— puedan sorber su té y comer sus pastascómodamente? —Estaba temblando y su voz eracasi un sollozo—. Nunca me he encontrado conRichard Bolitho, pero que el cielo me condene sino daría la vida por él ahora mismo, ¡aunque sólofuera para acallar a esos cabrones inútiles sinagallas!

En el repentino silencio que inundó la cámara,el ruido del mar penetró como un corotranquilizador.

—Lo siento mucho, señor —dijo Segrave enun susurro.

Sorprendentemente, el espantoso rostro deTyacke esbozó una sonrisa.

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—No. He sido yo quien le ha humillado. Esono está bien cuando el otro no puede devolver elgolpe. —Se secó la frente con un pañuelo arrugado—. Pero lo que he dicho va totalmente en serio,¡así que cuidado!

—¡Ah de cubierta! —El grito del vigía deltope fue volatilizado por el fuerte viento delnoroeste—. ¡Vela por la amura de estribor!

Simcox apartó su taza a una esquina segura yse fue hacia la puerta.

No importaba qué resultara ser, pensó, habíallegado en el momento justo.

* * *

—¡Sudoeste cuarta al sur, señor! ¡En viento!La cubierta de la Miranda escoró aún más

pronunciadamente al responder al timón y al grandespliegue vélico, el agua caía en cascada entrelos marineros de torso desnudo mientras cazaban a

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besar las drizas hinchadas de agua hincando losdedos de los pies donde podían.

El comandante Tyacke, tambaleándose, sedirigió a la banda de barlovento y observó laespuma y los rociones que se levantaban por popahaciendo que el foque resplandeciera bajo el solcomo metal pulido.

Simcox asintió con aprobación cuando GeorgeSperry, el contramaestre con forma de tonel, pusodos marineros más en la caña. La Miranda nodisponía de rueda pero tenía una larga caña talladaque requería de cierta fuerza bajo aquel viento quearreciaba por la aleta de estribor.

Vio al guardiamarina Segrave de pie a lasombra del inclinado palo mayor, con la miradaatenta para no topar con los hombres que pasabanvolando a su lado para cazar más la braza delvelacho.

—¡Venga aquí! —gritó Simcox. Dio un suspiroal ver que el joven casi se caía cuando una ola selevantó lentamente por encima de la amurada de

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sotavento y rompió donde él se encontraba,dejándole resoplando y tratando de recobrar elaliento mientras el agua salía a chorro de sucamisa y sus calzones como si acabara de sersacado del mar.

—Quédese a mi lado, muchacho, y vigile lamayor y la aguja. Se ha de familiarizar con elbarco, ¿ve?

Se olvidó de Segrave cuando un cabo de laarboladura dio como un latigazo y al momentoempezó a despasarse de su motón como siestuviera vivo.

Un marinero estaba ya trepando a lo alto y otropreparando uno nuevo para no perder tiempo enreparaciones.

Segrave se agarró a las escoteras bajo labotavara de la mayor cangreja y se quedó mirandoa los hombres que trabajaban en la jarcia rota,ignorando el viento que intentaba tirarlos abajo.No podía recordar haberse sentido nunca tandesgraciado, tan miserablemente abatido y tan

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incapaz de ver una salida para todo aquello.Las palabras de Tyacke todavía le dolían, y

aunque no era la primera vez que el comandanteera mordaz con él, nunca le había visto tanenfadado; como si hubiera perdido el control yquisiera pegarle.

Segrave se había tomado muy en serio lo de noprovocar las iras de Tyacke. Lo único que deseabaera no cruzarse en su camino. Y ambas cosas eranimposibles en un barco tan pequeño.

No tenía a nadie con quién hablar, hablar deverdad y hallar comprensión. A bordo de suanterior barco, su primer barco, habían muchosguardiamarinas. Se encogió de hombros. ¿Quédebía hacer?

Su padre había sido un héroe, aunque Segraveapenas podía acordarse de él. Incluso en susescasas vueltas a casa le había parecido distante yhabía creído percibir cierta desaprobación, quizáspor el hecho de tener un solo hijo y tres hijas.Entonces, un día había llegado la noticia a aquella

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casa alejada de Surrey. El capitán de navíoSegrave había muerto en combate luchando bajolas órdenes del almirante Dundas en Camperdown.Se lo había dicho su madre, con cara triste perosin perder la compostura. Para entonces, ya erademasiado tarde para Roger Segrave. Su tío, unalmirante de Plymouth retirado, había decididoapadrinar su carrera por la memoria de su padre ypor el honor de la familia. Tan pronto como se leencontró un barco, fue equipado y mandado al mar.Para Segrave habían sido tres años horribles.

Miró con desesperación a Simcox. Su rudaamabilidad casi había acabado con él. Pero no loiba a comprender mejor que su teniente de navíoen el tres cubiertas. Qué diría si supiera queSegrave detestaba la Marina y nunca había queridoseguir la tradición familiar. Nunca.

Había intentado decírselo a su madre en suúltimo permiso, cuando ella le había llevado aLondres a casa de unos amigos. Habían cloqueadocomo gallinas a su alrededor. Tal como uno de

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ellos había exclamado, estaba tan mono con suuniforme… Aquel mismo día les había oído hablarde Nelson y de otro hombre, Richard Bolitho.

Ahora había ocurrido lo impensable. Elvaliente Nelson había muerto. Y el otro hombreestaba allí, con la escuadra.

Antes de salir hacia Portsmouth para tomarpasaje al Mediterráneo, se lo había intentadoexplicar a su madre.

Ella le había abrazado y luego le habíaseparado para decirle con tono dolido: «Despuésde todo lo que ha hecho el almirante por ti y por lafamilia…». Era extraño, pero no podía acordarsede haberle oído nunca llamar a su tío por elnombre. Era siempre el almirante. «Sé valiente,Roger. ¡Haz que estemos orgullosos de ti!».

Se puso tenso cuando el comandante se dio lavuelta hacia popa. Si su rostro no fuera así…Segrave no era tan inmaduro como para no darsecuenta de cuánto debía odiar y maldecir Tyacke suaspecto. Y aun así, no podía dejar de mirar su

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desfiguración, por mucho que lo intentara.Si aprobaba su examen… Segrave se agachó

cuando una cortina de agua volvió a dejarleempapado. En ese caso, sería nombrado tenientede navío, el primer avance de verdad, paracompartir la cámara, de oficiales con otros queiban a verle como el punto débil, como un peligrocuando entraran en acción.

Pero, ¿y si acababa con una terrible heridacomo la de Tyacke? Se dio cuenta de que estabacerrando los puños hasta que le dolieron y notócómo la bilis le subía a la garganta.

Simcox le dio una palmada en el hombro.—Arribe una cuarta. Rumbo sursudoeste. —

Observó cómo Segrave transmitía la orden altimonel, pero vio que el marinero de la caña lemiraba a él, no al chico, para asegurarse de queera correcto.

—¡Ah de cubierta! ¡Se está alejando, señor, ydando más vela!

Tyacke metió los pulgares bajo su cinturón.

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—Así que quiere jugar un rato, ¿eh? —Abocinó sus manos y gritó—: ¿Puede subir con uncatalejo, señor Jay? —Mientras el ayudante depiloto corría hacia los obenques, dijo—: ¡Gente ala arboladura a largar el velacho, Ben! —Mostróuna leve sonrisa—. ¡Apuesto a que no anda másque la Miranda!

Entonces pareció darse cuenta por primera vezde la presencia del guardiamarina.

—¡Suba con él y aprenda algo! —Se girócuando el velacho tomó viento de repente en suverga para endurecerse como el peto de unaarmadura.

Simcox echó una mirada a la orientación de lasvelas.

—Tenemos que atraparle antes de queanochezca. ¡Sir Richard Bolitho no va a darnos lasgracias por hacerle esperar!

Segrave llegó finalmente a la parte superior delos vibrantes flechastes y se unió al ayudante depiloto al pie del mastelero. Las alturas no le

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impresionaban, y miró a lo lejos hacia elinterminable desierto azul oscuro con sus filas deolas de crestas amarillentas. Se olvidómomentáneamente del barco; se quedó mirandocon los ojos bien abiertos hacia el rocío que seelevaba desde la cabeceante proa y notó cómo elmastelero temblaba y daba sacudidas, mientrascada una de las brazas y obenques silbaban alviento ahogando las voces de los hombres decubierta.

—Eche un vistazo. —Jay le dio el catalejoantes de aullar hacia cubierta—: ¡Una goleta,señor! ¡No arbola bandera!

La voz de Tyacke llegó sin esfuerzo desdepopa.

—¿Sigue huyendo?—¡Sí, señor!Oyeron el chirrido de un motón y, unos

segundos después, la gran bandera blanca ondeódesde el pico de la cangreja de la Miranda.

Jay dijo riéndose entre dientes:

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—¡Ya verán esos cabrones!Pero Segrave estaba escudriñando el otro

barco, que escoraba con un ángulo que coincidíacon el de la Miranda. El barco parecía tan cercaen la lente que podía distinguir las velas sucias yremendadas, incluso algunas jarcias sueltasesperando ser reparadas, «pendientes irlandeses»,como había oído llamarlas a los marinerosveteranos. El casco era originalmente negro perotenía muchas marcas y en algunos sitios se veíamuy desgastado a causa del mar y el viento. Eso nose toleraría en un buque del Rey, sin importar loduro que fuera el trato que se le daba.

—¿Qué opina, señor Jay?El hombre le miró antes de volver a alzar el

catalejo.—A primera vista parece un maldito cazador

de mirlos. —Vio la confusión de la cara del joven—. Un negrero, muchacho.

Segrave miró a lo lejos y no vio la miradacompasiva del hombre.

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—¿Le alcanzaremos?Jay miraba el otro buque con interés

profesional.—A ese cabrón lo atrapamos seguro.Llegó un grito desde cubierta.—¡Zafarrancho de combate! ¡Señor Archer,

venga a popa, si es tan amable!Archer, un hombre de pequeña estatura y de

pelo entrecano, era el condestable.La voz de Tyacke pareció venir desde justo

detrás suyo:—¡Señor Segrave! ¡Baje aquí inmediatamente!Jay observó cómo bajaba rápidamente por los

flechastes, con su cabello rubio ondeando alviento.

No había nada desagradable en el chico, peroJay conocía los peligros. En barcos pequeñoscomo la Miranda, cada uno tenía que cuidar de símismo. No había sitio para pasajeros y niños demamá.

Simcox miró a Segrave cuando este llegó a la

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amurada.—Quédese con el señor Archer. Él

personalmente va a preparar y apuntar un cañón dea cuatro. ¡Hará usted bien en observarleatentamente!

El contramaestre con forma de tonel sonriómostrándole sus dientes rotos.

—¡Se cuenta que Elias Archer le dio a unamanzana a cien pasos!

El otro hombre que esperaba junto a las drizasy brazas sonrió como si fuera una broma.

Segrave vio a Tyacke hablando con lostimoneles. Bajo el fuerte resplandor del solparecía que le acabaran de arrancar la cara.

Entonces siguió al condestable hasta la portade estribor de más a proa y trató de no pensar enello. Tenía ganas de salir corriendo hacia abajopara esconderse, cualquier cosa antes que mostrarsu miedo delante de los demás.

El condestable de la Miranda se aguantaba depie sin esfuerzo en la cubierta de proa a pesar del

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intenso cabeceo, con los brazos cruzados mientrasesperaba a que sus hombres destrincaran el cañónde a cuatro.

—¿Lo ha hecho otras veces? —Lanzó unabreve mirada al guardiamarina y después al otrobuque. Era más grande que la Miranda, y puedeque se mantuviera alejado hasta que la nochehiciera imposible darle caza.

Segrave negó con la cabeza. Tenía el cuerpohelado a pesar del fuerte sol que caía sobre sushombros y su nuca; y cada vez que la goleta hundíasu proa, los rociones que se levantaban le hacíantemblar de manera incontrolable.

—Así, no —respondió—. Mi anterior barcoentabló combate con un dos cubiertas francés, peroeste encalló y se incendió antes de que pudiéramosapresarlo.

—Esto es diferente. —Archer cogió una balanegra y reluciente de la chillera y la palpó con susmanos endurecidas—. Los barcos como este tienenque ser rápidos y ágiles. Pero sin gente como

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nosotros, la flota entera tendría que pararse abuscar otros nuevos, y sin ellos, ni siquiera nuestroNel podría moverse. —Asintió mirando hacia unode sus hombres—. Bueno, Mason, abra la porta.

Segrave observó cómo otros hombres corríanhacia las drizas y brazas y la cubierta escoraba unpoco más. La otra goleta debía de haber cambiadoel rumbo una cuarta o algo así, pero era difícildecir dónde estaban ahora, allí en la proa delbarco.

Archer se inclinó sobre la pieza paracomprobar que la carga fuera atacadacorrectamente en la culata de la misma. Dijo:

—Algunos ponen carga doble en sus cañones.Pero yo no. No en una pieza pequeña como esta.

Segrave oyó gritar al comandante:—¡Haga una señal a ese cabrón para que

fachee!Archer se rió entre dientes.—¡No va a hacer ningún caso!Segrave estaba confundido.

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—¿No va a entender nuestras señales?El marinero que tenía el atacador sonrió y

señaló el cañón.—Esto lo va a entender, seguro.La otra goleta enseñó su pantoque mientras

escoraba bajo la fuerza del viento. Se veían variascabezas encima de su amurada, pero no huborespuesta a la señal.

El comandante Tyacke gritó:—¡Cargar y asomar!La bala fue introducida en el ánima con un

atacador para asegurarla. Entonces, cuando losmarineros cazaron el palanquín, el pequeño cañónsubió hasta su porta abierta.

Archer explicó:—Ya ve, jovenzuelo, ese cabrón de ahí tiene el

barlovento, pero eso nos va a ayudar a poner labala donde queramos.

Jay, el ayudante de piloto olvidado, gritó desdeel tope del palo trinquete:

—¡Acaban de tirar un cuerpo por la borda,

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señor! ¡Ahí va otro!Tyacke bajó su catalejo con mirada severa.—Ese último todavía estaba vivo, señor

Simcox. —Su repentina formalidad añadiógravedad al momento.

—¡Dispare más allá de la goleta si puede,señor Archer!

Archer estaba agachado como un atleta con eltirafrictor tenso mientras atisbaba por encima deltubo de la pieza.

Tiró del pequeño cabo y el cañón hizo suretroceso sobre su braguero mientras el humo salíapor la porta y refrescaban el ánima para elsiguiente disparo.

Segrave vio un súbito montón de espuma aestribor de la goleta perseguida y por un instantepensó que a Archer le había fallado la puntería.Pero la bala cayó en el agua a unos pocos metrosde la amura de sotavento de la goleta y rebotó através de las olas. Segrave señaló hacia el aguaque volvía a estar revuelta.

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—¿Qué es aquello?Sperry, el contramaestre, que se había

acercado a proa para mirar, dijo con tono seco:—Tiburones.Segrave notó cómo le volvía la náusea.

Aquellos dos desconocidos habían sido lanzadospor la borda como si fueran basura y hechos trizasallí ante sus ojos.

—¡Contramaestre! ¡Prepárese para arriar elbote!

Segrave levantó la vista de nuevo. El otrobuque estaba facheando, con sus velas remendadasen salvaje confusión mientras se ponía proa alviento.

Segrave tenía la sensación de que la gente dela Miranda estaba acostumbrada a esa clase decosas. La caja de armas estaba ya en cubierta yabierta, y Jay bajó a la misma deslizándose poruna burda y se fue directamente a hacerse con unalfanje mientras alguien le pasaba su pistola.

Tyacke decía:

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—Me mantendré a distancia. Aborden la goletae inspecciónenla. No toleren ninguna insolencia denadie. Ustedes ya saben qué hacer.

Simcox hizo una seña al guardiamarina.—Vaya usted con el señor Jay, muchacho. Si

ese cabrón está lleno de esclavos, tendremos quedejarle ir. No hay ninguna ley que prohíba eltráfico de esclavos, todavía no al menos, y elcomodoro no nos va a dar precisamente las graciassi volvemos a la escuadra con un cargamento deellos. Si fuera por mí, colgaría a esos cabrones ¡yal infierno con la ley!

Tyacke cruzó la cubierta.—Ayude al señor Jay en todo lo que pueda.

Ármese, son traicioneros como víboras.Aunque fuera pequeña, el tamaño de la

Miranda pareció aumentar vista desde la lancha alabrirse esta de su costado en dirección a la otragoleta.

—¡Avante! —Jay agarró la caña y mirófrunciendo el ceño a los marineros mientras

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bogaban con fuerza hacia el otro buque.Sperry iba también en la lancha, con una hacha

de abordaje y un gran machete en el cinturón.—No lleva esclavos —dijo.—¿Cómo lo sabes, George? —preguntó Jay.—Notaríamos el fuerte olor. Los llevan

hacinados sin limpiar nada. ¡Y estamos a sotaventode ellos!

Segrave apretó los dientes y se agarró a laborda con toda su fuerza. Era otra pesadilla. Derepente, vio una imagen de su madre cuando leshabía comunicado la muerte de su padre. ¿Cómo sesentiría si le viera? ¿Orgullosa? ¿Se le empañaríanlos ojos si supiera de la muerte en combate de suúnico hijo varón? Clavó con rabia su mirada en elotro barco hasta que le escocieron y le lloraron losojos. «Malditos fueran».

Jay abocinó sus manos.—¡Subimos a bordo! ¡En nombre del Rey!Sperry mostró sus dientes en un sonrisa y soltó

el enganche de su hacha en la cintura.

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—¡Eso ha estado muy bien dicho, Bob!Se sonrieron con sorna mientras Segrave les

miraba atentamente. En cualquier momento podíanser alcanzados por un disparo de la goleta; habíaoído decir que los barcos negreros solían ir bienarmados.

Jay se puso serio de repente.—Lo de siempre, muchachos. Hacerse cargo

del timón y desarmar a la tripulación. —Lanzó unamirada a Segrave—. Péguese a mí, muchacho.¡Vamos a ello!

Un arpeo voló por encima de la borda de lagoleta y en un momento se encontraron trepandopor su costado, desvaneciéndose ligeramente losruidos del mar cuando llegaron a cubierta. Segraveiba cerca del ayudante de piloto. Cuando miró asus compañeros no le extrañó que la goleta hubieradecidido detenerse. La bandera blanca británica dela Miranda era auténtica, pero el pequeño trozo deabordaje parecía más un hatajo de piratasandrajosos que marineros del Rey.

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Jay hizo una seña a un hombre con calzonesblancos sucios y una llamativa camisa de seda convolantes.

—¿Es el patrón?Segrave miró a los demás. Eran variopintos.

La escoria de los bajos fondos.—¿Y qué es lo que tenemos aquí? —El robusto

brazo del contramaestre agarró a uno de latripulación y lo arrastró lejos de los otros. Consorprendente rapidez para un hombre rechonchocomo él, Sperry le arrancó la camisa al marinero yentonces le dio la vuelta para que Jay pudiera verlos tatuajes de su piel. Banderas cruzadas, uncañón y el nombre de un buque: Donegal.

Jay bramó:—¿Un desertor, eh? ¡Parece que ha llegado el

fin de tu vida errante!El hombre dijo suplicante:—Por el amor de Dios, tened piedad de mí.

¡Sólo soy un pobre marinero como vosotros!Sperry le sacudió ligeramente.

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—¡Y pronto serás un pobre marinero muertobailando en el penol de una verga, cabrón!

Segrave nunca había intentado siquieracomprenderlo. Cómo hombres que habían sidoreclutados a la fuerza por las patrullas de leva, delos cuales habían varios en la Miranda, siemprese indignaban ante aquellos que desertaban.

El que era sin duda el patrón se encogió dehombros y negó con la cabeza.

—No habla nada de inglés —dijo suspirandoJay. Sus ojos brillaron y señaló con su alfanje aldesertor.

—¡Tú servirás! Ayúdanos e intentaremos quete salves de la soga,

¿eh?La gratitud del marinero fue algo patético de

ver. Cayó de rodillas y dijo entre sollozos:—¡Sólo he hecho una travesía con ellos, se lo

juro, señor!—¿Qué me dices de los dos «entierros»? —La

punta del alfanje se levantó de pronto hasta quedar

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ante la garganta del hombre—. Y no mientas, ¡o tereunirás con ellos!

—¡El patrón les ha tirado al mar, señor! —dijofarfullando por el miedo y el alivio—. Se habíanpeleado y uno había acuchillado al otro. —Bajó lamirada—. El patrón se iba a deshacer de ellos detodas maneras. No eran lo bastante fuertes para eltrabajo duro.

Segrave miró al hombre de la camisa devolantes. Parecía tranquilo, indiferente incluso. Nopodían detenerle, aunque hubiera matado a dosesclavos que ya no le eran útiles.

—Hazte cargo de la cubierta, George —espetóJay. Hizo una seña a uno de sus marineros—.Vamos abajo. —Y añadió—: ¡Usted también,señor Segrave!

Entre cubiertas, todo estaba aún másasqueroso, y el casco crujía y cabeceaba mientraslos marineros, llevando lámparas como si fueranmineros, pasaban con sigilo entre las pruebas quedelataban el oficio de la goleta. En la bodega

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principal se entrecruzaban y alineaban las filas deesposas y grillos, así como las cadenas que unían alos diferentes grupos de esclavos para impedir quese movieran más allá de unos pocos pasos. Y esopara un viaje a través del océano, a las Indias o alos dominios españoles de América del Sur.

Jay murmuró:—Por eso sólo eligen hombres sanos y fuertes.

Los otros nunca acabarían la travesía. —Y soltócon rabia—: Viven durante semanas y semanasentre su propios excrementos. No puedo ni pensaren ello. —Se encogió de hombros—. Aun así,supongo que es mejor sobrevivir que nada.

Segrave tenía ganas de vomitar, pero secontuvo y preguntó tímidamente:

—Ese desertor… ¿será perdonado realmente?Jay se detuvo y le miró fijamente.—Sí, si nos es útil en algo. Al menos evitará la

soga. Probablemente se llevará doscientos azotesdel gato de nueve colas, ¡sólo para que en el futurorecuerde cuáles son sus lealtades!

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El joven marinero apellidado Dwyer preguntóen voz baja:

—¿Qué hay a popa de esto, señor Jay?Jay se olvidó de Segrave y se volvió

rápidamente para responder:—Los camarotes, ¿por qué?—He oído algo, o a alguien, mejor dicho.—¡Por todos los infiernos! —Jay sacó su

pistola y la amartilló—. ¡Podría ser algún cabróncon una mecha lenta dispuesto a hacernos volar atodos por los aires! ¡Use el hombro, Dwyer!

El joven marinero se lanzó contra una de laspuertas y la arrancó de sus bisagras con el golpe.

El pequeño camarote estaba oscuro exceptopor una mancha de sol que penetraba a duras penaspor el cristal mugriento de una lumbrera.

En una litera revuelta y manchada había unamujer negra joven. Estaba sentada medio erguida,apoyada sobre sus codos y con sus piernascubiertas por una sábana sucia. La parte delcuerpo que quedaba a la vista estaba desnuda. No

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parecía asustada, ni siquiera sorprendida, perocuando intentó moverse, una cadena que teníaalrededor del tobillo se lo impidió.

Jay dijo en voz muy baja:—Vaya cerdo el patrón, el muy…Subió a cubierta y se tapó con la mano el sol

de los ojos para mirar a la Miranda, que viraba yse acercaba más a la goleta, que al parecer sellamaba Albacora.

La voz de Tyacke, irreal a través de la bocina,les llegó fácilmente.

—¿Qué es?Jay abocinó sus manos.—Negrero, señor. No lleva carga. Tenemos un

desertor a bordo también.Segrave vio al hombre moviendo la cabeza y

sonriendo con desconsuelo detrás como si Tyackepudiera verle. Pero siguió pensando en la chicanegra. Encadenada allí como un animal salvajepara goce del negrero. Tenía un cuerpo precioso, apesar de…

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—¿A dónde va? —preguntó gritando Tyacke.Jay alzó la carta marina.—A Madagascar, señor.Un marinero que estaba junto a Segrave

murmuró:—Tendremos que dejarlo marchar. —Lanzó

una mirada por la sucia cubierta—. ¡No es grancosa, pero sacaría unos cuantos chelines deltribunal de presas! —Su compañero asintió enseñal de acuerdo.

La voz de Tyacke no delataba emoción alguna:—Muy bien, señor Jay. Vuelva a bordo y traiga

consigo al desertor.El hombre en cuestión gritó:—¡No! ¡No! —El contramaestre le dio un

bofetón que lo tumbó sobre cubierta, pero elmarinero se arrastró por la tablazón y se aferró alos zapatos de Jay como un mendigo tullido.

Volvió a gritar:—¡Se ha llevado la carta marina abajo cuando

han sido ustedes avistados, señor! Le he visto

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hacerlo otras veces. Pone una diferente a la vistapara engañarles.

Jay apartó sus manos de una patada.—Vaya, ¿por qué no habré pensado en ello? —

Le tocó el brazo a Segrave—. Venga conmigo.Volvieron al camarote donde la chica seguía

echada, apoyada en sus codos como si no sehubiera movido.

Buscaron entre los montones de libros y cartasmarinas, ropa y armas, cada vez con más denuedopues eran bien conscientes de la prisa de Tyackepor ponerse de nuevo en camino.

Jay dijo desesperado:—Es inútil. No la encuentro, y ese cerdo no

habla inglés. —Parecía enfadado—. Apuesto a queel desertor está mintiendo para salvar el pellejo.¡Pues no le va a quedar pellejo que salvar cuandoacabe con él!

Había un espejo apoyado contra una caja dedos pistolas. Jay la levantó y buscó detrás en unúltimo intento de encontrar algo.

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—¡Ni la más puñetera…! —Tiró el catalejosobre la mesa y Segrave lo atrapó en el airecuando caía a cubierta. Al hacerlo, vio con elrabillo del ojo a la chica detrás, que se habíagirado ligeramente para mirar, con sus pechosbrillantes bajo la luz del sol que se filtraba.

—¡Está echada encima de alguna cosa, señor!—exclamó.

Jay miró a la chica con gran asombro.—¡Por los clavos de Cristo! —Cruzó el

camarote casi de un salto y agarró por el hombrodesnudo a la chica para apartarla. Pero su cuerpo,escurridizo por el sudor, escapó de su agarre y semovió como un rayo apareciendo un cuchillo en sumano izquierda mientras Segrave corría a ayudar aJay.

Jay cayó sobre cubierta a causa del impulsoque llevaba y vio cómo Segrave caía sobre lachica y oyó su grito agudo de dolor.

Segrave notó el fuego de la cuchilla en sucadera y de alguna manera supo que ella estaba

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levantando el cuchillo para clavárselo en sudesprotegida espalda.

Se oyó un golpe seco y el cuchillo cayóruidosamente a cubierta. La chica quedó echadadel todo con los ojos cerrados y la boca sangrandodonde Jay le había dado el puñetazo.

Otra figura entró corriendo en el pequeñocamarote. Era el marinero Dwyer.

Jay dijo con voz ronca:—¡Aquí, eche una mano al señor Segrave! —

Apartó el cuerpo de la chica haciéndolo rodar ycogió una bolsa de cuero gastado de debajo.

Segrave gimió y trató de moverse. Entoncesvio la cuchillada en sus calzones por donde habíaentrado el cuchillo. Había sangre por todas partesy el dolor le hacía respirar entrecortadamentemientras se mordía el labio para evitar gritar.

El marinero le envolvió la herida con lo queparecía ser una camisa, pero enseguida quedóempapada de sangre.

Jay abrió de un tirón la gran bolsa, registrando

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con la mirada su contenido antes de abrir una cartamarina con dedos temblorosos.

Entonces se puso en pie.—Tengo que hablar con el comandante. —

Miró el rostro contraído de dolor de Segrave—.¡Me ha salvado el cuello, y tanto que sí! —Vio sudolor y añadió con tono amable—: Estése quietohasta que vuelva.

En cubierta, el cielo estaba ya más oscuro y lasnubes tenían la panza dorada.

Con frases rápidas, Jay voceó su información através de la franja de mar picada.

—¡Iba con destino a Ciudad del Cabo! ¡Hay undespacho, parece que escrito en francés!

Tyacke gritó:—¿Cómo está el señor Segrave? —Vio cómo

Jay se encogía de hombros—. ¡Entonces, mejor nomoverle! Envíe al patrón del buque y la bolsa; aldesertor también. Me reuniré con la escuadra.¿Está seguro de poder arreglárselas?

Jay sonrió y se dijo para sí mismo:

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—¿Arreglármelas? Ya no darán problemas.El patrón de la Albacora protestó

violentamente cuando un marinero le agarró por elbrazo.

Jay gruñó:—¡Ponedle los grillos! Por intentar matar a un

oficial del Rey, matar esclavos y por no decir nadade tratos con el enemigo. —Asintió satisfecho alver que el hombre se quedaba en silencio—. Sí,amigo mío, al final has entendido la señal.

Mientras el bote se abría del costado parabogar hacia la Miranda, Jay colocó a sus hombresde confianza con mucho cuidado.

—Nos pondremos en camino inmediatamente.Vigilad cualquier movimiento, ¡incluso supestañeo! Disparad si tenéis alguna duda,¿entendido?

Acompañado por el contramaestre, volvió alcamarote donde Dwyer intentaba contener lasangre.

—¡No podré hacerlo como es debido, señor!

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—dijo Dwyer con un gesto de impotencia.Sperry apartó la mirada de la figura echada de

la litera y se humedeció los labios.—Esto está muy bien, Bob.Jay estaba pensando lo cerca que había estado

de la muerte.—Más tarde, George.Segrave estaba más débil pero aún trató de

resistirse al ser inmovilizado sobre la cubierta porSperry mientras Dwyer y Jay le arrancaban suscalzones ensangrentados.

Sperry dijo con voz ronca:—Le pondré uno o dos puntos en la herida.

Preparen otro vendaje mientras yo…—¿Quién demonios le ha hecho esto? —

exclamó Jay.El guardiamarina estaba ya quieto, como un

animal enfermo o herido.Tenía las nalgas y la parte posterior de sus

muslos llenas de marcas y morados, como sihubiese sido golpeado una y otra vez con una

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cuerda o un látigo. Quien quiera que le hubierahecho aquello, no había sido en la Miranda. Esosignificaba que había llevado esas marcas degolpes durante más de seis semanas sin decir niuna palabra de ello.

Jay pensó en aquellas mofas y sonrisasburlonas, y durante todo ese tiempo había…

—Se ha desmayado, Bob. Voy a buscar misbártulos —dijo el contramaestre.

—Sí, y mira a ver si encuentras un poco de rono brandy, lo que sea.

Se volvió de nuevo hacia el guardiamarina,que parecía como muerto.

—Pobrecillo granuja —dijo casi con ternura.Observó la sangre que empapaba el vendajeimprovisado. Si no hubiera sido por la inesperadademostración de coraje de Segrave, esa sangresería la suya y no habría tenido una segundaoportunidad.

Vio que Dwyer le estaba mirando y dijo contono áspero:

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—Y que no salga de aquí, ¿entiendes? Esto esasunto de la Miranda, ¡de nadie más! Me pareceque ya ha sufrido bastante en esta puñeteraescuadra.

* * *

El guardiamarina Segrave abrió los ojos y alinstante fue consciente de dos cosas. Del cielo queveía encima, oscuro y lleno de minúsculasestrellas, y de que tenía una manta encima y unaalmohada bajo la cabeza.

Una sombra se cernió sobre él y Jay lepreguntó:

—¿Cómo va eso?Entonces vino el dolor, dando punzadas al

ritmo de los latidos de su corazón. Sus labiossabían a brandy pero sólo podía recordar lasecuencia de acontecimientos en forma de oscurasimágenes. Las manos que le retenían contra la

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tablazón, las agudas punzadas de dolor, laprogresiva pérdida del conocimiento. Y luego lachica. Su cuerpo tembló violentamente. Eso era.Había ocurrido entonces.

—¿Estoy bien? —Su voz sonaba débil.Jay forzó una sonrisa.—Claro que sí. El héroe del día. Me ha

salvado el pellejo y nos ha dado un motivo pararetener el barco.

Miró a dos figuras que estaban arrodilladas.Parecían unos nativos rezando. Pero sabía queestaban intentando atisbar algo a través de lalumbrera sucia. Sperry estaba abajo con la chicahaciendo lo que probablemente mejor sabía hacer,si la mitad de las historias que contaba eranciertas.

Entonces preguntó:—Dígame, muchacho, ¿quién le ha hecho esto?Pero Segrave negó con la cabeza, con los ojos

cerrados por el dolor y la emoción.Jay, el duro ayudante de piloto, le había

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llamado héroe.

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IV

ESCONDITE

La cámara de popa del Themis era como unhorno a pesar de que las portas estaban abiertas yde que se habían aparejado mangueras deventilación en todas las escotillas, por lo queincluso se hacía difícil pensar. Bolitho estabasentado en la mesa con la cabeza apoyada en unamano mientras revisaba el contenido de la bolsaque le habían enviado desde la goleta Miranda.

El comodoro Warren estaba arrellanado en unasilla de respaldo alto con su cara lívida, mirandohacia la porta más cercana y moviéndosesolamente para tirar de su casaca de uniforme o desu camisa y apartarlas de su piel empapada desudor.

Sentado al lado de Bolitho, su secretarioregordete y de hombros caídos, Daniel Yovell, se

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colocaba bien una y otra vez sus anteojos que leresbalaban por la nariz mientras escribía notassobre lo encontrado, algo que Bolitho podríapedirle más tarde.

Warren preguntó de repente:—¿No le ha sorprendido la respuesta del

ejército a su requerimiento, Sir Richard?Bolitho apartó sus pensamientos de la bolsa de

cuero que había descubierto el trozo de abordajede la Miranda. La prueba de la carta marina erainteresante, pero la larga carta a un comerciante deCiudad del Cabo lo era mucho más.

—En gran parte es lo que me esperaba,comodoro Warren —contestó—. Pero tenemos queutilizar los canales adecuados. A estas alturas, lossoldados de Sir David Baird habrán empezado susdesembarcos. Es demasiado tarde para impedirlo,aunque pudiera hacerlo.

Jenour estaba de pie junto a los ventanales depopa observando cómo la Miranda se mecía muylentamente sobre su propio reflejo, una imagen

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casi perfecta en aquella mar en calma. Sucomandante había tenido suerte, pensó. Si hubieratardado unas pocas horas más, se habría quedadototalmente sin viento.

Se dio la vuelta cuando Bolitho dijo:—Su francés es excelente, Stephen. Al traducir

esta carta, ¿no ha notado nada extraño?Jenour trató de desembarazarse de aquel sopor.

De todos ellos, Bolitho parecía el más entero.Vestido con camisa y calzones y habiendo dejadosu casaca encima de un cofre, se las arreglabaincluso para parecer bien despierto, aunque Jenoursabía que había estado paseando por la cámaradesde que las velas de la Miranda habían sidoavistadas acercándose a la costa. Eso había sido alamanecer. Ahora era el mediodía. En aquel horno,los hombres andaban con pies de plomo; erapeligroso, porque los ánimos caldeados hacíannecesaria una fuerte disciplina que dejaba un posode resentimiento. Era mejor navegar, ya que loshombres estaban demasiado ocupados para crear

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problemas.Jenour hizo una mueca.—Si la carta está en clave, yo no puedo

descifrarla, Sir Richard. Es la clase de carta queun comerciante enviaría a otro mediante un barcoen travesía hacia ese destino concreto. Después detodo, pueden haber comerciantes franceses enCiudad del Cabo, ¿no?

Bolitho se frotó la frente. Estaba en clave, y lesorprendía que ni siquiera el avispado Jenourhubiese detectado alguna pista.

Fue Yovell, que había estado escudriñando suspapeles con sus gruesos dedos sosteniendo en susitio los anteojos, el que lo descubrió.

Exclamó:—¡La batalla de Cabo Trafalgar, Sir Richard!

¡El remitente la menciona a su amigo!Bolitho vio cómo sus expresiones empezaban a

cambiar.—Es algo que puede esperarse perfectamente

en una carta, ¿eh? Si exceptuamos que la Truculent

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hizo una travesía rapidísima hasta aquí desdeInglaterra, y llegó antes de que nadie de estaescuadra supiera nada acerca de la batalla y de lamuerte de Lord Nelson. Así que, para poder pasaresta carta a un buque negrero, ¡el remitente teníaque haber estado en estas aguas navegando pordelante de nosotros!

Warren se pasó un dedo por los labios.—¿Un buque de guerra francés?Jenour cerró sus puños con incredulidad.—¿Uno de los que rompió el bloqueo de

Brest?Bolitho acercó la carta marina.—Ciudad del Cabo es la clave, amigos míos,

aunque me temo que no puedo especificar por qué.—Tomó una decisión—. Haga una señal a laMiranda, Stephen. Que su comandante venga abordo. De todas maneras, me gustaría conocerle.

Cuando Jenour se fue hacia la puerta, elcomodoro Warren dijo con tono de disculpa:

—Lo siento, se me ha olvidado decírselo, Sir

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Richard. El comandante Tyacke ha estado a bordodesde que entregó la bolsa.

Bolitho refrenó una mala contestación. Ahorano era el momento, pero más adelante… Suspiró.Dos capitanes de fragata que se tenían mutuaaversión; su comodoro, que mostraba poco interésen el conjunto de la operación; y un puñado debarcos variopintos que apenas habían trabajadounos con otros anteriormente. Un pobre comienzo.

—Dígale que venga, Stephen —dijo.Warren se movió inquieto en su silla.—Hay otra cosa acerca de él…Pero Jenour había abierto ya la puerta de la

cámara, así que no acabó la frase.Jenour entró en la otra cámara y miró al

hombre alto que estaba de pie junto a una portaabierta con las manos cogidas a la espalda.

—Si es tan amable de venir a popa, SirRichard Bolitho desea hablar con usted. —Sintióalivio al ver que al menos le habían dado unrefrigerio al teniente de navío y sin duda también

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un poco del terrible vino del comodoro—. Nosabíamos que todavía estaba usted… —Laspalabras se helaron en sus labios cuando el otrohombre se giró para mirarle. ¿Cómo podía alguienvivir con una herida como esa?

Tyacke dijo con tono seco:—¿Y quién es usted, si puede saberse? —

Entonces vio el galón dorado en el hombro deJenour—. Ya veo. Ayudante del almirante.

Jenour lo intentó de nuevo.—Perdóneme. No tenía intención de…Tyacke se colocó bien el sable en el cinturón y

giró su desfigurado rostro.—Estoy acostumbrado. Pero no es

precisamente agradable. —No intentó disimular surabia y su amargura. «¿Quiénes se creían queeran?».

Agachó la cabeza al pasar bajo los baos yentró en la cámara. Por unos momentos se quedócompletamente desconcertado. Reconoció alcomodoro, al que conocía un poco de vista, y por

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unos instantes pensó que el hombre rechoncho conla casaca azul debía ser el hombre del que tanto sehablaba, Bolitho. Su figura no era la de un héroe;pero la mayoría de los almirantes que habíaconocido no la tenían.

—¿Aceptará mis disculpas, señor Tyacke? —Bolitho salió de la penumbra y pasó bajo unalumbrera—. No me habían dicho que estaba ustedesperando. Por favor, perdone este descuido ysiéntese, si es tan amable.

Tyacke se sentó. Quizás llevara demasiadotiempo embarcado o hubiera entendido mal algunacosa. Pero el hombre de la camisa blanca, conaquella manera tan delicada de saludar, no era loque esperaba. Por un lado, Bolitho no parecíamayor que él, aunque sabía que estaba más cercade los cincuenta que de los cuarenta. Excepto porlas profundas arrugas de su boca y algunas canasen un solitario mechón de pelo que tenía encima deun ojo, era un hombre joven. Bolitho le estabamirando de nuevo de aquella forma extrañamente

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directa y franca. Tenía los ojos grises, y duranteunos segundos, Tyacke se quedó sin saber quédecir, pareciéndose más al guardiamarina Segraveque a sí mismo.

Bolitho prosiguió:—Su descubrimiento a bordo del negrero

puede sernos más útil de lo que ninguno denosotros pensamos. —Sonrió de repente de modoque pareció aún más joven—. Estoy intentandocomprender cómo puede ayudarnos este hallazgo.

Se abrió una puerta y entró sigilosamente en lacámara un criado muy menudo que se detuvo juntoa la silla de Tyacke.

—¿Un poco de vino blanco, señor? —Observóla expresión del oficial y añadió con amabilidad—: Está bastante frío, señor. —Sonó como si fueramejor vino que el que estaba habitualmentedisponible en aquel viejo buque insignia.

Tyacke tragó saliva. Aquel debía ser tambiénuno de los hombres de Bolitho. Bebió un buentrago de vino, intentando contener algo que creía

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haber perdido: la emoción. El pequeño hombre nitan sólo había parpadeado al verle; no habíamostrado curiosidad ni repugnancia.

Bolitho le observaba y vio cómo la mano deloficial temblaba cuando le rellenaron la copa.Otro superviviente. Una víctima más de la guerra,un desecho producto de la ambición de poder.

—¿Dónde está ahora la Albacora? —preguntócon tono tranquilo.

Pareció que Tyacke apartara sus pensamientosa un lado con un esfuerzo físico.

—Estará aquí dentro de dos días, Sir Richard.Dejé una pequeña dotación de presa a bordo y alguardiamarina herido.

Bolitho asintió.—He leído lo que explica de él en su informe.

Parece un joven valiente.Tyacke bajó la mirada.—Me sorprendió.Bolitho miró a su secretario.—Necesitaré que redacte algunas órdenes para

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otra de las goletas. —Su tono se endureció y viocómo el comodoro le miraba con ansiedad—.Quiero a la Albacora al costado de uno de losbuques de provisiones cuando llegue. Habrá quesalir a buscarla a alta mar, fuera de la vista decatalejos indiscretos, y luego conducirla alfondeadero de noche. —Esperó a que sus palabrasse apagaran—. ¿Se encargará de ello, comodoroWarren?

Warren asintió, pero un violento ataque de tosno le dejó hablar.

Bolitho se dio la vuelta y miró con atención aloficial.

—Quiero tomar pasaje en su barco, señorTyacke. —Vio su incredulidad y los argumentosque se iban agolpando en sus ojos—. Estoyacostumbrado a los barcos pequeños, así que no hade temer por mi… ehh, ¡dignidad!

Cuando volvió a mirar al otro lado, elcomodoro había salido de la cámara pero aúnpodía oírle toser. Jenour estaba junto a Yovell

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observando la letra pulida de aquel hombre deDevon.

Durante unos minutos estuvieron solos,abandonados. Bolitho preguntó bajando la voz:

—¿Dónde ocurrió? —Eso fue todo lo que dijo,aunque vio que las palabras golpeaban a Tyackecomo un puñetazo.

Entonces Tyacke le miró a los ojos y dijo sintitubeos:

—En el Nilo, Sir Richard. El Majestic, setentay cuatro cañones.

Bolitho asintió muy lentamente.—Sí. Comandante Westcott. Un hombre

excelente. Por desgracia no sobrevivió. —Se tocósu párpado izquierdo con un dedo y a Tyacke lepareció ver una mueca de dolor. Y añadió—: Leruego que vuelva a su barco. Prepárese paravolver a levar anclas tan pronto como llegue elresto de su dotación en la presa, su presa, señorTyacke.

Tyacke miró a los otros, pero Jenour estaba

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leyendo unos papeles; o puede que simplemente nopudiera mirarle a la cara.

Bolitho prosiguió:—Quiero que me lleve al mismo Cabo de

Buena Esperanza, y más lejos, si hiciera falta. Noestoy haciendo nada de provecho aquí.

Cuando Tyacke se dio la vuelta paramarcharse, Bolitho le dijo:

—Una cosa más. —Cruzó la cámara hastaquedar frente a él—. Me gustaría estrecharle lamano. —Su apretón fue firme—. Es usted unoficial muy valiente. —Vaciló durante unossegundos—. Me ha dado usted esperanza. No loolvidaré.

Tyacke se encontró bajo el sol y enseguida enla lancha de la Miranda antes de que supiera quéhabía pasado.

Simcox estaba en el bote, muriéndose deexcitación y de ganas de preguntar.

Tyacke observó con la mirada perdida cómo lalancha se abría del costado y los hombres

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iniciaban la boga. Entonces dijo sin énfasis:—Quiere que le llevemos al Cabo.—¡Un vicealmirante! ¡En la Miranda! —dijo

Simcox con los ojos como platos.El teniente de navío asintió, recordando,

agarrándose a aquello. Y por último, el apretón demanos, la momentánea añoranza que habíapercibido en el tono de voz de Bolitho.

Simcox se inquietó por el cambio de humor desu amigo. Algo extraño e importante debía haberocurrido a bordo del buque insignia. Deseaba queTyacke no hubiera sido herido de nuevo.

Trató de dejar aquello a un lado.—Apuesto a que te has olvidado de pedirle

nuestra ración de cerveza, a que sí.Pero Tyacke no le escuchaba. Repitió:—Que le llevemos al Cabo. ¡Por todos los

santos, llevaría a ese hombre al infierno y devuelta si me lo pidiera!

No volvieron a hablar hasta que llegaron a laMiranda.

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* * *

Richard Bolitho se acomodó en una esquina dela pequeña cámara de la Miranda y estiró laspiernas. El movimiento era realmente vivo y hastasu estómago, curtido en toda clase de mares y bajotodas las condiciones, estaba revuelto.

El comandante Tyacke había estado en cubiertala mayor parte del tiempo desde que levaron elancla, y aunque no podía ver más que el rectángulode color azul vivo de la lumbrera, Bolitho supusoque, una vez lejos de las turbulentas corrientescosteras, las cosas serían más tranquilas.

Era extraño no tener a Ozzard moviéndose porallí, anticipándose a sus necesidades antes,incluso, de que él pensara en ellas. Pero el espacioera muy valioso en la estilizada goleta, y encualquier caso, traerse a su propio criado podríaparecer un desaire hacia la gente de la Miranda.

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Probablemente ya era bastante impresión elverle subir a bordo, aun a pesar del aviso previode Tyacke. Mientras se dirigía hacia popa, Bolithohabía alcanzado a ver algunas de las variadasexpresiones de los hombres. Asombro, curiosidad,puede que incluso resentimiento. Al igual que lavoz de Tyacke, que parecía estar en todas partes almismo tiempo, puede que ellos vieran su presenciamás como una invasión de su mundo particular quecomo un honor. Le había pedido también a Jenourque se quedara en el buque insignia. Sus ojos y susoídos eran tan útiles como los de la Miranda.

Bolitho había visto la goleta negrera apresadaal costado de uno de los transportes, pero no habíasubido a ella. Había oído lo de la mujer de lacámara del patrón, y lo del desertor que estabaahora bajo arresto en el buque insignia,aguardando su suerte. Supuso que habían variasotras cosas que no habían sido mencionadas en elinforme de Tyacke.

Oyó ruido de velas cuando el velacho tomó

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viento y creyó notar la respuesta inmediata de lagoleta en su nuevo rumbo.

Miró alrededor de la pequeña cámara, oyendouna vez más en su cabeza la desaprobación sinrodeos de Allday. «No es para un vicealmirante, ¡yespecialmente usted, Sir Richard! ¡Un buquecarbonero sería más cómodo!». Estaba por algunaparte ahí afuera, echando pestes en voz baja o,habiéndolo aceptado, compartiendo un trago conalguno de los veteranos de la Miranda. Era lo quehacía normalmente al transbordar a otros barcos, ytambién era una manera de obtener información,más de la que Bolitho conseguiría en un año.

La cámara estaba abarrotada de efectospersonales, cofres, ropa y armas, estas últimasbien al alcance del ocupante de la misma.

Tyacke había dejado al guardiamarina heridobajo los cuidados del cirujano del Themis. Allíhabía otra historia, también, pero dudaba queTyacke la fuera a compartir con él. El alto y fuerteoficial reservaba sus confidencias para su amigo

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el piloto en funciones. Puede que siempre hubierasido un hombre solitario y que sus terribles marcassólo hubieran aumentado ese aislamiento.

Bolitho desplegó la carta marina y la puso bajola lámpara que danzaba en espiral colgada deltecho. Ahora ya no se movía tan violentamente.Aquellas grandes velas eran como alas: podíanmantener a la goleta derecha gracias a su profundaquilla, mientras que otros barcos cabecearíancomo corchos flotantes.

Bolitho miró la carta, los centenares deminúsculas sondas, demoras y marcas. Se diocuenta de que se estaba frotando su ojo lesionado yparó al instante, como si alguien se lo hubierareprochado a voz en grito.

Notó el sudor que le recorría la espalda yentonces supo por qué Allday había sido taninsistente en la idea de no transbordar a laMiranda.

Bolitho movió la cabeza de un lado a otro ymiró de nuevo la carta. Era inútil. Era la cámara.

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No era muy distinta de la que había ocupado en elcúter Supreme. En octubre de 1803, los franceseshabían encontrado al pequeño cúter y habíanabierto fuego sobre él. La vida de Bolitho habíacambiado entonces. Una bala enemiga había caídosobre unos baldes de arena y él había acabadotendido en cubierta.

Era mediodía, pero cuando le ayudaron aponerse de pie sólo había oscuridad. Su ojoizquierdo le había atormentado mucho desdeentonces. En su viejo Hyperion casi le habíacostado la vida. La lesión había sido como unabruma marina en su visión, dejándole medio ciego.Recordó las súplicas de Catherine antes de salirde Portsmouth en la Truculent. En el último viajedel Hyperion habían llevado a bordo a uneminente cirujano, Sir Piers Blachford, que juntocon otros colegas de profesión se había embarcadoen las escuadras de la flota para ver de primeramano a qué tenían que enfrentarse los cirujanos delos barcos cuando entraban en acción. Como

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resultado final de sus conclusiones, el Colegio deCirujanos de Londres esperaba que no se dejara alos carniceros del oficio el tratamiento de lasespantosas heridas y amputaciones que dejaban loscombates.

Blachford, alto y delgado como una garza, lehabía dicho a Bolitho que perdería completamentela visión de su ojo izquierdo a menos que sequedara en tierra durante un periodo de tiempo lobastante largo como para permitir que leexaminara a fondo y le aplicara, quizás, untratamiento. Aun así, no le había asegurado…

Bolitho miró atentamente la vacilante línea dela costa en la carta y creyó poder sentir el viejodolor en el interior de su ojo. Era la imaginaciónsumada al miedo. Tenía que ser. Miródesesperadamente otra vez alrededor de lacámara. Allday lo sabía. Siempre era así.

Pero no era sólo una cuestión de deber o dearrogancia. Bolitho no pecaba de soberbiaintentando fingir que era una de las dos cosas.

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Habían muy pocos líderes con la experiencia y lavisión que tanto se necesitaban ahora, quizás aúnmás que antes de Trafalgar. Con Nelsondesaparecido y a pesar de la desmoralización delenemigo por aquella victoria, pero con sus fuerzasde tierra intactas, el siguiente golpe era sólo unacuestión de tiempo.

La puerta se abrió de golpe y entró Tyackeagachándose y dejándose caer en el banco.Respiraba aceleradamente, como si hubiera estadobatallando personalmente contra el enemigo, elmar, y su camisa estaba algo mojada por losrociones. Bolitho se dio cuenta de que se habíasentado en la esquina opuesta, donde sudesfiguración quedaba en la más oscura penumbra.

—Navegamos derecho al sur, Sir Richard —dijo—. El viento ha rolado un poco pero nos irábien en caso de querer virar rápidamente. —Lanzóuna mirada a Bolitho—. ¿Está seguro de que estoes lo que quiere hacer, señor?

Bolitho sonrió y señaló hacia la ropa que

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colgaba del techo. Su propio chaquetón de mar noera mejor que el de Tyacke y le había dejado apropósito las charreteras a Ozzard.

Dijo:—Sé que no siempre se puede saber el

contenido de un barril por su etiqueta, pero esperoque al menos así su gente se sentirá más relajada.La decisión de venir aquí ha sido mía, así que nose culpe usted. —Cambió de tema—. ¿Va todobien en su dotación?

La mirada de Tyacke se avivó al responder:—Tengo un asunto pendiente de resolver, pero

debo esperar a hablar con la persona implicada.—Hablaba con cautela—. Son asuntos del barco,Sir Richard. Nada que pueda afectar al objetivo deesta travesía.

—Me alegro de oírlo. —Bolitho plegó la cartamarina consciente de que Tyacke le estabaobservando. La dotación de la Miranda estabacompleta de nuevo, exceptuando al guardiamarina,quien, según el informe de Tyacke, había actuado

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con valentía para salvarle la vida al ayudante depiloto. Asuntos del barco, había dicho. Sonrióligeramente. En otras palabras, no eran asuntosuyo.

Tyacke, que estaba con las manos bajo la mesa,vio la sonrisa y se relajó un poco. No era fácil.Para él era más que una intrusión; era la privaciónde su libertad para pensar y actuar.

—Enseguida comeremos, señor —dijosonriendo algo incómodo—. Sé que me ha dichoque no use su título a bordo de este barco, pero meresulta un poco difícil.

—Eso nos acercará un poco más. —Bolithonotó cómo su estómago se movía. Estabahambriento a pesar de todo. Quizás Sir PiersBlachford estuviera equivocado. Pero era más queposible. Cuando volviera a Inglaterra… Bueno,quizás entonces seguiría el consejo de Catherine.

Se acordó de uno de los buques transporte quehabía visitado mientras esperaba la vuelta de laMiranda de Saldanha Bay. Había sido

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indescriptible; y un milagro que no hubiera muertoaún ninguno de los soldados por algunaenfermedad. El hedor era atroz, más parecido al deuna granja que al de un buque al servicio del Rey.Hombres, caballos, cañones y equiposamontonados en cada una de las cubiertas, conmenos espacio que en un buque de convictos.

Y tenían que esperar y aguantar así hasta que laartillería y la tropa de a pie de Sir David Baird seabrieran camino hasta las puertas de Ciudad delCabo. Pero, ¿y si los holandeses eran más fuertesde lo que nadie imaginaba? Podrían convertir elavance enemigo en un fracaso completo, en cuyocaso sólo quedaría la pequeña fuerza delcomodoro Warren para desembarcar soldados einfantes de marina y acosar al enemigo por laretaguardia. Los desdichados hombres que habíavisto a bordo del transporte no estarían a la alturadel difícil desembarco y estarían menospreparados aún para la lucha.

Oyó la voz grave de Allday al otro lado de la

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puerta y supo que estaba ayudando a uno de loshombres de Tyacke a llevar la comida de losoficiales.

—Con su experiencia, debería usted tener unbarco más grande —dijo Bolitho, viendo de nuevocómo la demacrada expresión del oficial bajaba laguardia—. Su ascenso tendría que haber sidoinmediato tras lo del Nilo.

Los ojos de Tyacke brillaron.—Me lo ofrecieron, señor. Lo decliné. —

Había algo parecido al orgullo en su tono de voz—. La Miranda es suficiente para mí y nadiepuede hallar motivo alguno de queja sobre surendimiento.

Bolitho se dio la vuelta cuando entróagachándose un marinero con unos platoshumeantes. Cuán diferente era aquello de un navíode línea. Del Hyperion.

El nombre del viejo barco todavía flotaba ensu cabeza cuando vio que Allday le miraba porencima de los hombros encorvados del marinero.

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Murmuró:—Va todo bien, amigo mío. Créame.Allday respondió con una sonrisa prudente,

como si sólo estuviera convencido a medias.La puerta se cerró y Tyacke observó de modo

encubierto cómo Bolitho cortaba el cerdograsiento de su plato como si fuera un manjarexquisito.

Simcox seguía preguntándole cómo eraBolitho. Cómo era de verdad.

¿Cómo podía explicarlo? ¿Cómo podíadescribir a un hombre que no indagaba más de lacuenta con sus preguntas, cuando cualquier otro desu rango y fama habría insistido? ¿O cómo podíareflejar a Simcox el vínculo que había entre elalmirante y su patrón? Amigo mío, acababa dellamarle. Era como tener una fuerza vibrante en elcasco, una nueva luz.

Pensó en el comentario que le había hechoSimcox y sonrió para sí mismo. Sirvió dos copasde madeira y dijo:

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—Estaba pensando una cosa, señor. No nosvendría mal un poco de cerveza si pudiéramosencontrar cierta cantidad.

Bolitho alzó la copa hacia la lámpara con lacara seria durante unos segundos, hasta que se diocuenta de que era la copa y no su ojo la que sehabía empañado.

Tyacke, percibiendo su cambio de humor,exclamó:

—Disculpe, Sir Rich… ehh… ¡señor!Era la primera vez que Bolitho le veía sin

saber qué decir.—¿Cerveza, dice? Pasaré la voz al ejército. Es

lo menos que puedo hacer. —Estaba todavía con lacopa en la mano cuando añadió—: Es sábado, ¿noes cierto? Pues haremos un brindis.

Tyacke levantó su copa.—¿Por nuestras novias y esposas?Bolitho se tocó el guardapelo que llevaba bajo

la camisa y negó con la cabeza.—Por nuestros seres queridos. Para que sean

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pacientes con nosotros.Tyacke se bebió la copa de un trago pero no

dijo nada, puesto que no tenía a nadie a quien leimportara si vivía o moría.

Miró la expresión de Bolitho y se conmovióprofundamente. Al menos por un momento estuvocon ella, sin que importaran las muchas millas queles separaban.

* * *

Allday secó su reluciente navaja de afeitar ygruñó:

—Esto tendrá que bastar, Sir Richard. Nopodemos usar más agua. —No disimuló sucontrariedad—. Y la que hay para beber cada vezse parece más a la de la sentina de una barca depesca.

Bolitho suspiró y se volvió a poner la mismacamisa arrugada que llevaba. Era el lujo que más

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echaba de menos, una camisa limpia siempre amano. Como las medias; parecían marcar elavance desde el alojamiento de los guardiamarinashasta la clase de almirantes. Incluso como humildeteniente de navío, en algunas ocasiones, no habíatenido más que dos pares de medias. Pero enmuchos sentidos habían sido buenos tiempos; opuede que, con la perspectiva del paso de losaños, los recuerdos de juventud siempre lo fueran.

Pensó en la breve mención que había hechoTyacke del guardiamarina. Allí había algo que noiba bien. Levantó la vista hacia el pálidoresplandor de la lumbrera. Ya amanecía; estabasorprendido por haber dormido sin despertarse niuna sola vez.

Allday señaló la cafetera y añadió:—¡A duras penas mata el mal sabor del agua!Bolitho sonrió. Era un milagro que Allday

pudiera afeitarle cuando apenas podía mantenersede pie bajo la lumbrera. No recordaba que nuncale hubiera hecho ni un solo corte.

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Tenía razón en lo del café. Decidió enviar undespacho respecto a la cerveza para losacalorados barcos. Ayudaría hasta que pudieranconseguir agua potable.

El comodoro Warren debería haber hechoalgunos preparativos. ¿Quizás no le importara ya?Bolitho apartó a un lado el café. O puede quealguien le quisiera fuera de su camino. «Igual quea mí».

Oyó el correr del agua y el repiqueteo de unabomba proveniente de los hombres que limpiabanla cubierta para el nuevo día. En aquella goleta deveinte metros, los ruidos se oían siempre cerca, ytodo era más personal que en una embarcación demayor tamaño.

—Voy a subir. —Se levantó de la silla e hizouna mueca de dolor cuando su cabeza rebotó en unbao del techo.

Allday cerró y guardó su navaja de afeitar conmucho cuidado y musitó:

—¡Un condenado bote de pintura, eso es lo que

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es! —Entonces siguió a Bolitho subiendo por lacorta escala y los dos salieron a cubierta, dondefueron recibidos por un viento húmedo.

Bolitho fue hasta la bitácora. La escora parecíamucho más acentuada que cuando estaban abajo.Parecía haber gente por todas partes, limpiando,trabajando en los obenques u ocupados en lasmuchas tareas que requerían la jarcia de labor ylas drizas.

Tyacke se llevó la mano a la frente.—Buenos días, señor. En viento, rumbo

sudeste cuarta al sur. —Levantó un brazo y señalópor encima de la amurada—. Allá está el Cabo,señor, a unas cuatro millas por el través. —Sonrió,orgulloso de su pequeño barco—. No mearriesgaría a acercarme mucho más. Hay que tenercuidado y no dejarse engañar por las sondas deesta zona. Según algunas de las cartas náuticas nohay fondo, pero si mira hacia allí verá que ¡hay unarrecife! —Aquello pareció divertirle. ¿Quizásotro reto?

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Bolitho se dio la vuelta y vio cómo todas lasmiradas que les seguían atentamente bajaban degolpe o volvían a sus diversas tareas, como si setirara de los hilos de unas marionetas.

Tyacke dijo bajando la voz:—No se extrañe, señor. El oficial de mayor

rango que ha subido a bordo antes que usted era elcomandante de la guardia de Gibraltar.

Simcox se acercó y dijo:—El cielo está aclarando, señor. —Era un

comentario completamente innecesario y Bolithodedujo que el piloto en funciones era como elresto, que estaba nervioso por su presencia.

—¿Cuándo le van a ascender a piloto, señorSimcox?

—No estoy seguro, Sir Richard. —Miró a suamigo y Bolitho supuso qué era lo que leatribulaba. Dejar la Miranda; dejar a Tyacke sinsu único apoyo.

Bolitho se puso la mano encima de los ojospara ver el cambio de color del mar bajo el tenue

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sol. Aquella mañana estaba llena de pájaros, demensajeros de tierra. Miró por el través y vio lamasa de Table Mountain, y por la amura de baborvio también otras montañas envueltas aún enbrumas con sus escarpadas crestas bañadas en oro.

Simcox carraspeó y dijo:—El viento nos favorece, Sir Richard, pero sé

de barcos atrapados en un temporal al sur de estepunto que acabaron en Cabo Agulhas antes depoder volver donde estaban.

Bolitho asintió. ¿Era experiencia? ¿O era unaviso? ¿Y si hubieran buques de guerra alrededorde la prominente punta del Cabo? Era pocoprobable que quisieran dejarse ver por lapresencia de una frágil goleta. Pero la Supreme eraigual de pequeña cuando la fragata la habíaatacado.

Tyacke bajó su catalejo y dijo:—Llame a la gente, Ben. —El nombre de pila

se le había escapado sin querer—. Viraremos ygobernaremos derecho al este. —Lanzó una mirada

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a Bolitho—. ¡Entraremos en la guarida del león!Bolitho levantó la mirada hacia el gallardete

batiente. Sí, Tyacke echaría de menos al piloto enfunciones cuando este fuera ascendido al rango depiloto. Incluso puede que viera su sustitución comootra intrusión.

—Es la única manera, señor Tyacke, pero novoy a arriesgar el barco más allá de lo necesario—dijo.

Los marineros corrieron a las brazas y drizas,soltaron las cabillas y los cabos de sus bitas contal destreza y familiaridad que no necesitarongritos ni amenazas para que se dieran prisa. Elcielo iba aclarándose por momentos y Bolitho notócómo los músculos de su abdomen se ponían entensión cuando pensó en lo que tenía que hacer.Notaba que Allday le estaba mirando no muy lejosde los timoneles por si estos necesitaban ayuda.

No sólo habían sido las medias las que habíanmarcado el cambio de destino de Bolitho. Una vezobtenido el ascenso a teniente de navío a la tierna

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edad de dieciocho años, se había visto libre deuna de las obligaciones que más temía y detestaba.Como tal, ya no iba a tener que trepar por lostraicioneros flechastes hacia su puesto en laarboladura cada vez que sonaba el pito entrecubiertas o cuando estaba de guardia con los otros.

Nunca se había acostumbrado a ello. Concualquier clase de tiempo, con el barco ocultoabajo por la bruma y el rocío del mar, se habíaaferrado a su precaria percha, observando a sushombres, algunos de los cuales habían sidoenviados arriba por primera vez en sus vidas.Había visto caer marineros hacia una muerte atrozen cubierta, lanzados desde el aparejo o la vergapor la fuerza del temporal o por una vela quetomaba viento de golpe y con gran fuerza antes dedejarse dominar.

Otros habían caído al mar, volviendo a lasuperficie quizás a tiempo para ver desaparecer subarco en medio de una borrasca. No era extrañoque los jóvenes salieran volando cuando las

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patrullas de leva rondaran cerca.—¡Preparados a popa! —Tyacke se enjugó las

gotas del rocío de su cara marcada con el dorso desu mano, con los ojos en todas partes escrutando asus hombres y la orientación de cada una de lasvelas.

—¡Proa, todo en banda! ¡Descarga a proa!¡Con fuerza! ¡Tom, otro hombre en la braza develacho!

Las sombras de la mayor y la vela de estayparecieron pasar por encima de las ocupadasfiguras cuando la larga caña puso el timón de orza,repiqueteando las velas y aparejos como protesta.

Bolitho notó cómo sus zapatos resbalaban yvio el agua revuelta bajo la regala de sotaventomientras acababa la virada. Vio también lairregular barrera de la costa tambaleándose tras elbauprés mientras la goleta se balanceaba.

—¡Por Dios, puede virar en un palmo de agua!—masculló Allday. Pero todos estaban demasiadoocupados, y el ruido era demasiado fuerte para oír

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lo que parecía más admiración que desdén.—¡Póngala en viento! ¡Así! ¡Ahora, arribe una

cuarta!El timonel gritó con voz ronca:—¡En viento, señor! ¡Este cuarta al nordeste!—¡Afirmar barlovento! —dijo Tyacke mirando

hacia arriba—. ¡Gente a la arboladura para tomarrizos en el velacho, señor Simcox! —Ambosesbozaron una rápida sonrisa—. Con el viento porel través no va a trabajar como queremos ypodríamos perderlo.

—Un catalejo, si es tan amable —dijo Bolithointentando no tragar saliva—. Voy al palo trinquetepara echar un vistazo. —Hizo caso omiso de laprotesta no expresada de Allday—. ¡Supongo queno habrán demasiados ojos mirando a estas horas!

Sin darse tiempo a sí mismo para cambiar deidea, se dirigió con grandes zancadas hacia allí, ytras una mirada rápida al agua que se elevaba porla proa, se fue hacia la amurada de barlovento ypuso sus manos y pies en los flechastes. Subió

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hacia arriba por los obenques temblorosos yquejumbrosos. «Nunca mires abajo». Nunca lohabía olvidado. Oyó, más que vio, a los gavierosdescendiendo por la banda opuesta tras acabar sutrabajo en un santiamén. ¿Qué debían pensar? —sepreguntó. Un vicealmirante haciendo unaexhibición por alguna razón que sólo él conocía…

El vigía del tope le había estado observandodurante toda la ascensión y, cuando llegó jadeandoa la verga inferior, dijo con tono alegre:

—¡Precioso día, Sir Richard!Bolitho se aferró a un estay y esperó a que su

corazón volviera a latir con normalidad. Malditosfueran los que les habían enviado a la carrera a laobencadura cuando eran imprudentesguardiamarinas.

Se giró y miró al vigía.—Usted es de Cornualles.El marinero asintió sonriendo. No parecía

estar cogido a nada.—Es cierto, señor. De Penzance.

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Bolitho se sacó el catalejo de los hombros.«Dos paisanos de Cornualles. Qué lugar tanextraño para encontrarse».

Necesitó varios intentos para apuntar elcatalejo entre las embestidas de las olas contra elcasco de la goleta. Vio la punta del cabo que salíahacia la amura de barlovento y el revelador chorrode agua y espuma que se elevaba sobre losarrecifes que Tyacke había mencionado.

Ya hacía mucho más calor; su camisa colgabade su cuerpo como otra piel. Podía ver elentramado de corrientes con que el mar respondíaal reto de la costa saliente antes de romper,confuso y derrotado, a su alrededor, como habíahecho desde tiempos inmemoriales. En aquel puntose encontraban dos grandes océanos, el Atlántico yel Índico. Era como una bisagra gigante, una puertaque daba acceso a la India, Ceilán y todos losterritorios de Nueva Gales del Sur. No era extrañoque Ciudad del Cabo fuera tan valiosa, tanpreciada. Era como Gibraltar a las puertas del

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Mediterráneo: quienquiera que tuviera el Peñóntenía la llave.

—¡Barcos, señor! ¡Por babor, allá!Bolitho no necesitó preguntar cómo podía

verlos ya sin la ayuda de un catalejo. Los buenosvigías nacían, no se hacían, y siempre habíarespetado a esos marineros. Eran los que avistabanlas temidas rompientes a proa cuando todas lascartas náuticas indicaban otra cosa. Muchas vecesa tiempo para que el comandante virara y salvaralas vidas y el barco que las llevaba.

Esperó a que el catalejo no se moviera y notócómo su cara se tensaba.

Dos buques grandes fondeados borneando; ¿oestaban fondeados por proa y por popa? Debía serpara ofrecer mayor protección, una defensa ante unintento de incursión y también para disponer deuna batería fija de cañones para rechazar unataque.

El vigía dijo:—Perdone, señor, creo que son buques

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holandeses de la carrera de Indias.Bolitho asintió. Como los de la Honorable

Compañía de las Indias Orientales, aquellosbarcos solían tener buenas dotaciones y estar bienarmados, y habían demostrado que podían darguerra a los corsarios e incluso, en ocasiones, alos buques de guerra.

Se giró para ver romper el mar sobre unasrocas. Ya era suficiente. Si seguían, Tyacke severía en dificultades para barloventear hacia marabierto.

Fuera lo que fuera lo que estuvieran haciendolos barcos, representaban una amenaza real.Probablemente habían traído provisiones yhombres para la guarnición holandesa y puede queestuvieran esperando que se les unieran otrosbuques.

Bolitho miró hacia la cubierta y casi perdió suagarre. El mástil estaba tan inclinado que elmastelero quedaba justo encima del agua azul.Podía incluso ver su propia figura reflejada en las

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crestas de las olas.—¡Puede virar, señor Tyacke! —Por un

momento pensó que no le había oído y entoncesvio a los hombres corriendo otra vez a sus puestos.

Una gran columna de agua se elevó de repentepor el través y, unos segundos más tarde, Bolithooyó el retumbar de la detonación de un cañón. Notenía ni idea de dónde provenía, pero estabademasiado cerca como para ignorarlo.

Hizo ademán de ir a por los flechastes denuevo para bajar cuando el vigía dijo con vozronca:

—¡Hay un tercer barco, señor!Bolitho se le quedó mirando y entonces volvió

a alzar el catalejo. Tenía que ser rápido. El foqueestaba ya flameando sin control y dando violentoszapatazos mientras el timón se ponía de orza.

Entonces, durante unos pocos segundos, vio losmástiles y las velas aferradas del otro barco, consu casco más bajo y casi oculto tras los dos barcosmás grandes. No era verdaderamente importante si

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era holandés o francés. Bolitho había sido capitánde fragata y había tenido tres de ellas bajo sumando en su día; aquel aparejo tan familiar erainconfundible.

Puede que estuvieran esperando la carta quelos hombres de Tyacke habían encontrado a bordode la Albacora. Bolitho se apartó el pelo de losojos cuando el mastelero dio una sacudida y setambaleó como si fuera a partirse en cualquiermomento. Según la carta náutica de Tyacke labahía era muy grande, de unas veinte millas deancho, mucho más grande que Table Bay, ante lacual habían pasado antes del amanecer.

Fueran cuales fueran los motivos delcomandante holandés, obviamente consideraba quevalía la pena proteger la bahía y los buquesfondeados. Un ataque frontal de la escuadrainglesa tendría un alto precio y probablementeacabaría en desastre.

Le tocó el hombro al marinero.—¡Cuídese esa vista! —Mientras lo decía, las

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palabras le parecieron una mofa para sí mismo. Nooyó la respuesta del vigía, pues había empezado eldifícil descenso a cubierta.

Tyacke escuchó la explicación de lo que habíavisto y dijo:

—Podrían dividirnos hasta…—¿Hasta que reciban refuerzos? Estoy de

acuerdo. —Bolitho tomó una decisión—. Nosreuniremos con la escuadra lo más rápidamenteposible. —Se dio cuenta de que podía mirar lasterribles marcas del oficial sin necesidad dearmarse de valor—. Una vez allí, hablaré con elgeneral. —Tocó el brazo de Tyacke—. Sir Davidno se va alegrar demasiado.

Tyacke se alejó con grandes pasos, gritandoórdenes y acercándose a observar la aguja y eltimón mientras Simcox garabateaba sus cálculos enuna pizarra.

Pareció que una voz le susurraba algo dentrode su cabeza. «¿Por qué interferir? ¿Por qué nodejar que otros carguen con la responsabilidad?

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¿Estás dejándote atrapar en una trampa como unanimal salvaje?».

Negó con la cabeza, como si fuera en respuestaa otra persona. ¿Cómo podía pedirle al comodoroPopham que prescindiera de algunos de sus barcoscuando podrían serle necesarios para evacuarsoldados e infantes de marina si ocurría lo peor? YWarren, ¿podía confiarse en él más de lo que lohacía el arrogante comandante Varian?

Encontró a Allday esperando junto a losobenques de barlovento y dijo:

—He estado pensando…Allday le miró de frente.—¿Ha visto el calibre de esa bala, Sir

Richard? Es una fortaleza. Necesitaríamos másbarcos, y aun así lo tendríamos muy difícil paraganarles a esos cabrones. —Entonces dio un gransuspiro y se frotó el pecho, donde el dolor de laestocada de un sable español acechaba como unconstante recordatorio—. Pero veo que es inútildiscutir esto, ¿no es cierto, Sir Richard?

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Bolitho le miró con aprecio.—No quiero ver hombres masacrados para

nada, amigo mío.—Ni yo, pero…—Y quiero ir a casa. Los dos deseos sólo

dejan un camino a seguir. Y si nos retrasamos, metemo que no conseguiremos realizar ninguno de losdos.

Desde la banda opuesta, Tyacke les observabapensativo.

Simcox se acercó a él y se enjugó la cara consu pañuelo rojo.

—Ha faltado poco, James.Tyacke vio cómo Bolitho daba una palmada en

el robusto brazo de Allday, con el mismo gestoimpulsivo con que se la había dado a él mismo. Eljuvenil vicealmirante con su cabello negrovolando al viento, su camisa sucia y sus calzonesmanchados de alquitrán, sonrió hasta que su patrónrespondió esbozando a regañadientes una sonrisa.

Casi para sí mismo, Tyacke contestó:

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—No estamos fuera de peligro todavía, Ben.—Trató de ocultar su alivio a su amigo cuando elcabo envuelto en brumas empezó a desvanecersepor la aleta—. Y gritarán con tanto entusiasmocomo los demás cuando llegue el momento. Nuncahan visto un combate de verdad, eso es lo queocurre. —Pero Simcox se había ido otra vez asupervisar a sus hombres, y no le oyó.

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V

¿HAN DE MORIR POR NADA?

—¿Si es tan amable de seguirme, Sir Richard?—El joven capitán del ejército miró a Bolithomientras este subía con grandes zancadas por lapendiente de la playa como si acabara de venir dela luna.

Bolitho se detuvo y lanzó una mirada a losbuques fondeados muy cerca unos de otros en labahía. Entre ellos y tierra habían toda clase deembarcaciones bogando arriba y abajo, algunas deellas desembarcando soldados con casaca roja enlos bajos para que vadearan hasta la playamientras otros se complicaban más la vida alefecto. Parecían ir tan cargados de armas yprovisiones que uno o dos corrían peligro dezozobrar.

Bolitho vio la lancha de la Miranda volviendo

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a la goleta para recibir nuevas órdenes. Tyackeestaría encantado de salir de aquel lugar, pensó.

Si hacía calor a bordo del barco, en tierrahacía el doble. El calor parecía elevarse del suelocomo si se tratase de una fuerza aparte, de maneraque a los pocos minutos de desembarcar, Bolithotenía la ropa pegada al cuerpo. Para su visita alejército, iba vestido con la casaca de uniforme y elsombrero bordado en oro que se había puesto en elThemis durante su breve paso por el mismo parainformar a Warren de lo que ocurría y pasar susórdenes a los otros comandantes.

Caminó tras el joven oficial, mirando en buscade signos de éxito o de retraso en el avance delejército hasta el momento. Habían montones desoldados llevando pólvora y balas desde la playamientras otros marchaban con paso firme enpelotones y secciones hacia las colinas. Algunosles miraron al pasar, pero él no significaba nadapara ellos. Algunos hombres estaban muybronceados, como si hubieran venido de

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guarniciones de las Indias; otros parecían reclutasnovatos, descargados allí como los fardos y lasarmas, con sus casacas ya con las manchas oscurasdel sudor.

Allday se caló el sombrero hasta las cejas ycomentó:

—Un maldito caos, en mi opinión, Sir Richard.Bolitho oyó los estallidos lejanos de la

artillería ligera, aunque era imposible discernir siera inglesa u holandesa. Parecía imparcial y nadaamenazadora, pero los cadáveres cubiertos conlonas que aguardaban para ser enterrados a lolargo del camino de la costa decían otra cosa muydiferente.

El capitán se detuvo y señaló hacia unas líneasordenadas de tiendas de campaña.

—Los hombres de mi compañía están aquí, SirRichard, pero el general no está ahora. —Puestoque Bolitho no decía nada, añadió—: Estoy segurode que volverá en breve.

En alguna parte, un hombre gritó de dolor, y

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Bolitho supuso que allí también había un hospitalde campaña, junto al cuartel general. El avance eralento. De otro modo, los cirujanos del ejércitoestarían detrás de aquella imponente cresta de lacolina más cercana. El capitán abrió el faldón deuna tienda y Bolitho se agachó para entrar en ella.El contraste fue chocante. El suelo estaba cubiertode alfombras y Bolitho se imaginó el reto quedebía de haber supuesto para los ordenanzas elencontrar una zona lo bastante plana paraextenderlas y montar bien aquella gran tienda.

Un coronel de semblante grave que estabasentado en una silla plegable de campaña se pusoen pie y bajó la cabeza como saludo.

—Estoy al mando del «sesenta y uno», SirRichard. —Estrechó la mano que le tendía Bolithoy sonrió—. Sabíamos de su presencia aquí, ¡perono que estuviera entre nosotros, por supuesto! —Parecía cansado y lleno de tensión—. No hahabido tiempo para recibirle con los honores quemerece.

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Bolitho levantó la vista y vio un agujerochamuscado en la parte más alta de la tienda.

El coronel siguió su mirada.—Fue ayer al anochecer, Sir Richard. Uno de

sus tiradores se coló entre nuestras fuerzasesperando encontrar una víctima importante, sinduda. —Hizo un gesto afirmativo hacia elordenanza que había aparecido con una bandeja devasos—. Puede que esto le quite la sed mientrasespera al general.

—¿Está bien preparado el enemigo?—Lo está, Sir Richard, y tiene todas las

ventajas a su favor. —Frunció el ceño y añadiócon desdén—: Pero usan métodos que yoencuentro impropios de militares. Ese tirador, porejemplo, no iba con uniforme sino vestido conandrajos que le confundían con el terreno y losarbustos. Disparó a dos de mis hombres antes deque diéramos con él. No apruebo esa clase decomportamiento en la lucha.

—Creo que acabo de verle colgado de un

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árbol, Sir Richard —comentó Allday.El coronel se le quedó mirando como si le

viera por primera vez.—¿Qué…?—El señor Allday va conmigo, coronel —dijo

Bolitho.Observó cómo Allday cogía un vaso lleno de

vino de la bandeja del ordenanza y le guiñaba elojo.

—No se vaya muy lejos, amigo. —En su puño,el vaso parecía un dedal.

Bolitho sorbió un poco de vino. Al igual que elgeneral, aquel vino viajaba bien.

El coronel se acercó a una mesa plegable en laque habían varios mapas desplegados.

—El enemigo retrocede cuando se le aprieta,Sir Richard… No parece tener ganas de quedarsea luchar. Es un proceso muy lento. —Lanzó unamirada directa a los ojos a Bolitho—. Y si, comodice usted, no hemos de esperar la llegada de másapoyo en hombres ni provisiones, me temo que

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pasarán meses y no semanas antes de que tomemosCiudad del Cabo.

Bolitho oyó ruidos de cascos de caballos,gritos de órdenes y el manotazo de los centinelasde la entrada en las culatas de sus mosquetes.

Los caballos debían alegrarse de estar otra vezen tierra firme, pensó Bolitho, aunque nadie másestuviera pasándolo bien.

El general entró y lanzó su sombrero y susguantes a una silla. Era un hombre pulido conpenetrantes ojos azules. Un soldado serio queafirmaba que no pedía nada a sus hombres que élno pudiera o no estuviera dispuesto a hacer.

Dio algunas instrucciones y entonces sugirió aalgunos de los presentes que les dejaran solos.Allday, con tres vasos de vino en su haber,murmuró:

—Estaré a mano si me necesita, Sir Richard.Cuando el faldón de la tienda cayó cerrando la

entrada, el general comentó:—Un tipo fuera de lo común.

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—Me ha salvado la vida unas cuantas veces,Sir David; y mi cordura unas cuantas más.

Sorprendentemente, el rostro enrojecido por elsol del general perdió parte de su severidad.

—Pues me irían muy bien unos cuantos milesmás como él, ¡se lo aseguro! —La sonrisa sedesvaneció con la misma rapidez con que habíaaparecido—. Los desembarcos han ido bien. Elcomodoro Popham ha hecho milagros, y aparte delas bajas inevitables, ha resultado todo muysatisfactorio. —Miró con seriedad a Bolitho—. Yahora me dicen que no voy a recibir refuerzos, queusted incluso pretende que la escuadra sedesprenda de algunas de sus fragatas.

Bolitho se acordó vividamente de su amigoThomas Herrick. Sus ojos eran del mismo colorazul. Y su mirada obstinada y leal, que dejabaincluso entrever cierto dolor. ¿Era Herrick suamigo todavía? ¿No iba a aceptar nunca su amorpor Catherine?

Dijo con brusquedad:

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—¡No es simplemente que yo lo pretenda, SirDavid! —Pensar en Herrick y en el abismo que sehabía abierto entre ambos hizo que su tono de vozfuera más seco—: Es la firma del Rey la que estáen esas órdenes, no la mía.

—Me pregunto quién guiaría su mano por él.—No he oído eso, Sir David —replicó con

calma Bolitho.El general mostró una sonrisa irónica.—¿Oído qué, Sir Richard?Como dos duelistas que habían cambiado de

parecer, se fueron hasta la mesa de los mapas.En cierto momento, el general levantó la vista

para escuchar los lejanos cañonazos queretumbaban hoscamente en la tienda. A Bolitho lerecordó el ruido de la rompiente en un arrecife.

Bolitho dejó su propia carta marina encima delas otras y dijo:

—Usted es un soldado, yo no; pero sé cuál esla importancia, la necesidad vital de conseguirprovisiones para un ejército en combate. Creo que

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el enemigo espera recibir refuerzos. Si eso ocurreantes de que pueda usted tomar Ciudad del Cabo,Sir David, ¿qué posibilidades de éxito va a tener?

El general no respondió durante el minutoentero que estuvo estudiando la carta de Bolitho ylas notas que la acompañaban.

Entonces dijo con pesar:—Muy pocas. —Parte de su anterior severidad

volvió—. ¡Pero el cometido de la Marina esimpedirlo! Bloquear el puerto y rechazar cualquierposible intento de apoyar a la guarnición. —Sonócomo una acusación.

Bolitho miró atentamente la carta marina, perosólo vio el puñado de barcos de Warren. Todos loscomandantes tenían ya sus órdenes. Las tresfragatas vigilarían y patrullarían el Cabo y susalrededores, mientras las dos goletas restantesmantendrían el contacto entre ellas y el comodoro.Puede que tuvieran suerte, pero el abrigo de laoscuridad facilitaría que otros barcos seescabulleran entre ellos bajo la protección de las

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baterías de costa.Y entonces, el dilema seguiría como antes.

Atacar dentro de la bahía y arriesgarse al fuegocombinado de las baterías y los barcoscuidadosamente fondeados… como muchoacabaría en tablas. Lo peor casi no podía siquieracontemplarse. Si el ejército se veía obligado aretirarse derrotado por la falta de provisiones ypor la obstinada y continua resistencia delenemigo, el efecto se haría oír en toda Europa. Laaplastante victoria sobre la Flota Combinada enTrafalgar podía incluso perder su peso por laincapacidad del ejército de ocupar Ciudad delCabo. Los aliados de Francia recobrarían losánimos con ello y la moral de Inglaterra se vendríaabajo con la misma rapidez.

—Creo que ninguno de los dos nos alegramosal saber de esta misión, Sir David —dijo Bolitho.

El general se dio la vuelta cuando apareció enla entrada el joven capitán que había acompañadoa Bolitho antes.

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—¿Sí?El capitán dijo:—Un mensaje del mayor Browning, Sir David.

Quiere reubicar su artillería.—Conteste diciendo que no haga nada hasta

que yo llegue allí. Luego dígale a un ordenanza queme traiga el caballo. —Se volvió y dijo—: Lasnoticias que me ha traído suponen un contratiempoconsiderable, Sir Richard. —Le miró a los ojos—.Confío en usted, no porque dude de la capacidadde mis oficiales y mis hombres, ¡sino porque notengo otra maldita alternativa! Sé de laimportancia de esta campaña, todas las miradasestarán puestas aquí como un anticipo de lo quevendrá. Pero no tenga ninguna duda de que, a pesarde todos los triunfos en el mar, estos no valdránpara nada hasta que el soldado inglés de a pieplante sus botas en las costas enemigas.

Se oyeron algunos murmullos fuera de la tienday el ruido de los cascos de un caballo que volvíareluctante al servicio.

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El general se bebió el vaso de brandy quealguien le había traído y cogió su sombrero y susguantes. Probablemente estarían todavía calientesde su última salida.

Esbozó una sonrisa irónica.—Es usted un poco como Nelson, ya sabe.

¡Tendía a pensar que era tan hábil como general entierra que como marino en el mar!

Bolitho replicó con frialdad:—Recuerdo muy bien que capturó Bastia y

Calvi con sus marineros y no con el ejército.—¡Touché! —El general le acompañó fuera de

la tienda y Bolitho vio más soldados que pasabanmarchando, levantando con sus botas nubes depolvo rojizo.

El general dijo:—Míreles. ¿Han de morir por nada?Bolitho vio a Allday bajando aprisa por la

playa para hacer una señal al bote. Contestó:—Si me conociera, Sir David, no me

preguntaría esto.

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Los ojos azules brillaron como el hielomientras ponía el pie sobre el estribo.

—Es porque he oído hablar de usted, SirRichard; y no se lo pregunto porque sí. Porprimera vez en mi carrera, ¡es más bien unasúplica por ellos!

El coronel se reunió con Bolitho cerca de laorilla y juntos observaron cómo el bote rodeaba unbuque de provisiones fondeado.

—Nunca había visto así al general, SirRichard —dijo.

Allday gesticulaba con la mano para indicar albote dónde quería que varara, pero su menteestaba todavía ocupada con Bolitho. Lo que nohabía oído podía imaginárselo. Quienquiera queconociera los detalles de todo aquello debíahaberse dado cuenta de la imposibilidad de latarea que le habían encomendado.

Oyó el taconazo de las botas del coronel a lavez que decía:

—Confío en que volveremos a vernos, Sir

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Richard.Bolitho se volvió y miró hacia la pendiente de

la playa.—Esté seguro de ello, coronel. En Ciudad del

Cabo o en el infierno, ¡eso será decisión de lasinstancias superiores!

El bote casi había llegado a la goleta fondeadacuando Bolitho se giró y se dirigió a Allday denuevo:

—¿Se acuerda del Achates, Allday?El corpulento patrón hizo una mueca y se tocó

el pecho.—¡Imposible olvidarse de todo aquello, Sir

Richard! —Intentó sonreír para no dejarse afectarpor el recuerdo—. Pero eso fue hace cuatro años.

Bolitho le tocó el brazo.—No pretendía traerle esos recuerdos, amigo

mío, pero tengo una idea relacionada con aquello.Llegué a pensar que habíamos perdido a «OldKatie», como el Hyperion.

Allday escrutó su expresión seria mientras un

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escalofrío le recorría la espalda a pesar del fuertesol.

—¿Está hablando de un brulote, señor? —preguntó bajando la voz a la vez que lanzaba unamirada al primer bogador para cerciorarse de queno estuviera escuchando.

Bolitho parecía estar pensando en voz alta.—Podría resultar inútil. Soy consciente de las

cosas que pido a los demás. —Miró por el travéscuando un pez saltó fuera del agua—. Perocomparado con el coste en vidas y en barcos…

Allday se giró y miró al patrón del bote. Perolos ojos del hombre estaban atentos al tramo finaly sus nudillos estaban blancos en su mano aferradaa la caña del timón. Era poco probable que laMiranda volviera a llevar a un almirante. Debíaser plenamente consciente de las consecuencias silo hacía mal.

Ninguno de los del bote se daba cuenta delsuplicio que estaba viviendo Bolitho, ni loentendería en caso de hacerlo.

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Bolitho dijo:—Me acuerdo de lo que dijo el señor Simcox

respecto al viento. Puede que nos sea de pocoprovecho, pero podría tentar al enemigo alargarse.

Se volvió cuando los mástiles de la goleta seelevaron sobre ellos.

—Tendrán que ofrecerse voluntarios.Allday se mordió el labio. Aquellos no eran

los hombres de Bolitho, sino desconocidos. Nohabían seguido su insignia cuando rompieron lalínea enemiga con todo aquel infierno en llamasflotando a su alrededor. Podía acordarse deaquellos días en San Felipe con la misma claridadque si fuese ayer mismo. El Achates fondeado y,de repente, el barco que se acercaba y seincendiaba en dirección al buque mientras ellosmiraban con horror aquel infierno. Sólo había unacosa peor que ser cazado por un brulote, pensóAllday sombríamente, y era ser de la dotación delmismo. ¿Voluntarios? Eso era tan probable como

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encontrar una mujer virgen en Portsmouth Hard.Bolitho subió al barco mientras el bote se

tambaleaba a su costado y los marineros alzabansus remos como huesos blancos bajo el sol.

Bajó la mirada hacia la cara atribulada deAllday y dijo con calma:

—Esta vez no podemos elegir, puesto que nohay alternativa posible. —Entonces subió por elcostado y saltó por encima de la borda. Allday lesiguió y le vio hablando ya con Tyacke, a quiengracias a Dios no se le veían sus terribles marcas.

Después de lo que había sufrido, era pocoprobable que Tyacke ofreciera mucho apoyo.

* * *

El comodoro Arthur Warren observó con granasombro cómo Bolitho lanzaba su camisa arrugadaa Ozzard antes de ponerse otra limpia. El pequeñocriado se movía a su alrededor y casi se llevó un

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golpe cuando Bolitho se fue hasta los ventanalesde popa de la gran cámara del Themis.

Antes de que el Themis volviera a bornear denuevo, Bolitho había visto la febril actividad quereinaba a bordo del transporte más cercano. Elbuque negrero apresado estaba oculto en elcostado de fuera, y se preguntó cuánto tardarían enacabar los preparativos que había ordenado.

Bolitho nunca había entendido sus propiosinstintos; cómo podía saber que había pocotiempo. Ahora lo intuía y era esencial que Warrensupiera lo que estaba pasando.

—Tendrá la goleta Dove para repetir susseñales a la patrulla de la costa. —En su cabezapodía ver la fragata de treinta y seis cañonesSearcher haciendo bordadas arriba y abajo enalguna parte detrás del horizonte, la primera líneade defensa de Warren en caso de que se acercaraalgún enemigo por el oeste. La segunda goleta laconservaba también para mantener el mismocontacto con la escuadra principal de Saldanha

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Bay. Dependía de cada comandante, desde el demayor antigüedad y rango, Varian, hasta lostenientes de navío que estaban al mando de lasgoletas, el seguir su propia iniciativa si el vientorolaba en contra de sus intereses o si avistabancualquier barco manifiestamente hostil. En susórdenes escritas, Bolitho había recalcado susobjetivos de forma precisa y rotunda. Nada deheroicidades ni acciones barco contra barco sininformar al comodoro.

El fondeadero parecía extrañamente desierto yaún más vulnerable, y se preguntó si Warrenestaría lamentando la supresión de sus cañones demás a popa y su sustitución por cañones fingidosde madera. Ya era demasiado tarde paralamentaciones.

—No me gusta, Sir Richard —dijo Warren—.Si cae usted en esta operación o le hacenprisionero, ¿cómo voy a explicárselo alAlmirantazgo?

Bolitho le miró impasible. «¿Es eso todo lo

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que se le ocurre?». Quizás, después de todo,Varian tuviera razón.

—He dejado algunas cartas —contestó. Vioque Jenour se daba la vuelta para observarlesdesde una porta abierta—. Pero no tema. —Fracasó en su intento de disimular su amargura—.¡Hay algunos que no lo lamentarían demasiado!

Allday entró por una puerta del mamparo y leentregó a Bolitho el viejo sable. Recorrió conmirada crítica el aspecto de Bolitho y asintió.

—¿Satisfecho? —preguntó Bolitho sonriendo.—Sí. ¡Pero eso no significa que haya

cambiado de idea!Allday también se había puesto su estupendo

chaquetón azul y sus calzones de algodón denanquina. Lanzó una mirada al otro sable deBolitho que estaba colgado del mamparo ycomentó a Ozzard:

—Cuídelo bien, amigo. —Le dio unaspalmaditas en su hombro huesudo—. Como laúltima vez, ¿se acuerda?

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Bolitho volvió a la mesa y miró la cartanáutica. La Truculent del comandante Polanddebería estar en su puesto al oeste de Table Bay,preparada para encontrarse con la Miranda y supeligroso consorte. La Zest de Varian, la máspotente de las fragatas, estaría esperando en elsudoeste. Si el ataque tenía éxito, la tarea deVarian sería dar caza y apresar cualquier barcoque intentara salir para escapar del brulote.

Si el enemigo reconocía la Albacora o no, erapoco decisivo para el ataque. Sólo lo sería paralos que se quedaran en el brulote hasta el últimomomento.

El centinela de infantería de marina gritó desdeel otro lado de la puerta:

—¡El cirujano, señor!El hombre que entró era un individuo delgado

y adusto con la piel tan pálida como la de Warren.Dijo con brusquedad:—Siento la intromisión, señor, pero el

guardiamarina de la Miranda desea volver a su

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barco inmediatamente.Warren frunció el ceño, irritado por la

interrupción.—Bien, es usted quien lo tiene que decidir,

está claro. Estoy demasiado ocupado para…—¿Está lo bastante repuesto? —preguntó

Bolitho.Confundido por la presencia del vicealmirante

vestido como estaba con su uniforme en vez de lainformal camisa abierta, el cirujano balbuceó:

—Era una herida grave, señor, pero es joven yestá empeñado. —Su boca se cerró dibujando unalínea fina, como si acabara de decidir omitir loque estaba a punto de añadir. No era asunto suyo.

—Entonces puede venir a la Miranda connosotros. Ocúpese de ello, Stephen. —Bolitho vioel indisimulado alivio de los rasgos de su ayudantey añadió—: ¿Creía que le iba a dejar a usted aquíotra vez? —Trató de sonreír—. Si Allday es mibrazo derecho, ¡seguro que usted debe ser elizquierdo!

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Pensó en la cara de Jenour cuando habíasubido al buque insignia unas horas antes. Unbergantín correo se había detenido en elfondeadero y había enviado un saco de despachossin siquiera llegar a fondear. Había sido tan rápidoque no le extrañaba que la Miranda no hubieravisto ni rastro de él.

Jenour había bajado la voz mientras se dirigíanhacia la cámara. «Dentro de su sobre oficial hay…una carta… para usted, Sir Richard». Bolitho sehabía vuelto hacia él. «Dígame de quién,Stephen… ¡Se lo ruego!». Warren se les estabaacercando, arrastrando los pies, tratando decontrolar su dolorosa respiración, y Jenour lehabía contestado rápidamente: «Es de su dama, SirRichard». Había percibido la incertidumbre quereflejaba la expresión de Bolitho y le habíaaclarado: «De Falmouth».

«Gracias a Dios». Por fin la primera carta.Había pensado que podía ser de Belinda. Condistancia de por medio para hacerlo con más

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seguridad en sí misma, podía haberle escrito parapedirle más dinero o para sugerirle otrareconciliación a fin de cubrir las apariencias.

Ahora, la carta estaba en su bolsillo. De algunamanera, incluso en el atestado mundo de laMiranda, encontraría un lugar reservado dondepoder leerla, sentir su presencia y oír su voz.Cuando acabara aquella operación, le escribiríaotra vez y le contaría todos los deseos que habíaacumulado desde su triste despedida.

Miró hacia el agua resplandeciente que se veíapor los ventanales de popa. «Si cayera…».Entonces le enviarían la otra carta que estabacerrada en su caja fuerte.

Bolitho alzó su brazo para dejar que Allday leabrochara el viejo sable de la familia en sucinturón. Aquello se había repetido montones deveces; y en demasiadas había parecido la última.

Bolitho salió de la cámara y se detuvo dondeOzzard le esperaba con su sombrero.

—Cuando acabemos con este asunto,

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volveremos a Falmouth. —Vio la preocupaciónque inundaba los ojos de Ozzard y añadió con tonocomprensivo—: Estará usted mejor aquí. —Miró alo lejos—. El comodoro Warren se encargará deque le traten bien.

Se fue deprisa hacia el portalón de entrada ylanzó una mirada a las figuras en silencio quehabían hecho una pausa en sus trabajos para verlepartir. Qué diferente de Inglaterra, pensó. Aquelloshombres probablemente se alegraban de que sefuera, como si quedándose, sus vidas corrieranmás peligro.

El sol se ponía muy lentamente, como unagigante bola roja que vibraba sobre su propioreflejo y hacía que el horizonte resplandecieracomo un cable al rojo vivo.

El comodoro Warren se quitó el sombrero ytrinaron los pitos, mientras la reducida sección deinfantes de marina del buque insignia daba unmanotazo en sus culatas como saludo.

Entonces, bajó a la lancha y vio al

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guardiamarina sentado, apretujado junto a Jenour yAllday.

—Buenos días… señor Segrave, ¿no? —Eljoven farfulló algo, pero enseguida el bote fuedesatracado y se abrió del costado con los remosbogando y ciando para alejarse rápidamente haciael otro buque.

Jenour atisbo por popa, satisfecho por noquedarse en el Themis con Yovell y Ozzard. Tocóel cordón de su magnífico sable y levantó labarbilla con cierto aire de desafío.

Allday estaba contemplando la ardiente puestade sol. Había tomado un nuevo significado, unaspecto amenazador, con la muerte comovencedora de una manera u otra.

Para romper el silencio, Bolitho preguntó:—¿Qué más tiene en su bolsa de aspecto tan

importante, Stephen?Jenour apartó su mente de la carta que estaba

escribiendo en su cabeza a sus padres, que vivíanen Southampton.

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—Es para la Miranda, Sir Richard. —Seimaginaba lo que Bolitho estaba pensando y seacordó de la carta que le había dado. Bolitho lahabía cogido como si fuera un tesoro. Deberíahaberle sorprendido que su almirante pudiera serdos hombres tan diferentes: el que inspiraba ymandaba, y el otro, que tanto necesitaba el amor deaquella dama, pero que no podía ocultarlo comohacía con sus otros miedos y esperanzas.

El comandante Tyacke esperaba junto a laescala y se llevó la mano al sombrero cuandoBolitho subió a bordo. Consiguió incluso esbozaruna sonrisa irónica cuando miró a Jenour y alguardiamarina Segrave.

—Dos buenas piezas juntas, ¿eh, Sir Richard?—Le cogió la bolsa a Jenour y dijo—: LaAlbacora está casi lista, señor. —Miraron a travésdel agua cada vez más oscura hacia la otra goleta.Bajo la luz del ocaso parecía como si estuviera yaardiendo por dentro—. Lo hemos hecho lo mejorque hemos podido, señor. Al no tener los agujeros

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de las portas para que salieran las llamas, hemostenido que hacerlos en la bodega principal y enotros sitios. —Asintió con expresión sombría—.Arderá como una antorcha cuando haga falta.

Se giró para mirar a sus hombres, queesperaban sus órdenes. Las dos goletas darían lavela al anochecer y se escabullirían entre los otrosbuques como asesinos. Como pensando en vozalta, Tyacke dijo:

—Con la ayuda del Señor, deberíamosencontrarnos con la Truculent al alba. ¡En ellahallará más comodidad de la que yo puedoofrecerle, señor!

Bolitho le miró y vio el resplandor de la luzrojiza en su cara demacrada. Era como de cerafundida.

Dijo sencillamente:—No es comodidad lo que deseo. Su barco me

ha proporcionado lo que más necesito.Tyacke preguntó con cierto aire de cautela:—¿Y qué es eso, señor?

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—Un ejemplo, señor Tyacke. De cómo puedenser los barcos, grandes o pequeños, con la debidaconfianza y liderazgo.

—Si me disculpa, señor. —Desvió la mirada,azorado—. Hay mucho que hacer.

Bolitho se quedó mirando cómo el sol ibaescondiéndose bajo el horizonte, majestuoso yamenazador a la vez.

El guardiamarina Segrave bajaba a tientas porla escotilla de cámara cuando Simcox se encontrócon él y le dijo:

—Esta noche tendrá que dormir bajo lasestrellas, muchacho. Iremos un poco demasiadollenos hasta que encuentre el paradero de laTruculent. —El tono desenfadado desapareciócuando dijo—: Bob Jay me contó lo de sus otrasheridas. —Vio que el joven le clavaba la miradaen la penumbra—. Tuvo que hacerlo. Era su deberpara conmigo.

Segrave bajó la mirada hacia sus puñoscerrados.

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—Usted no tenía derecho…—¡No me dé sermones sobre derechos, señor

Segrave! Bien harto que estoy de los condenadosderechos desde que me puse por primera vez lacasaca del Rey, así que vamos a dejarlos a unlado, ¿entiende? —Su cara estaba a sólo unoscentímetros de la de Segrave cuando añadió convehemencia—: Tuvo que ser azotado usted comoun perro para tener esas cicatrices, según dijo BobJay. ¿Le intimidaron, es eso? Una escoria demierda que pensaba que estaba haciéndoles quedarmal, ¿fue eso? —Vio cómo el chico bajaba lacabeza y asentía. Simcox nunca había visto tantadesesperación. Dijo—: Bueno, ya es parte delpasado. Bob Jay nunca olvidará que le salvó elpellejo. —Le tocó el hombro y añadió contosquedad—: Tuve que contárselo al comandante.

Segrave se estremeció y se enjugó la frente conla manga.

—Ese era su deber también. —Pero no habíasarcasmo ni resentimiento. Simplemente, no había

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nada de nada.Simcox le miró con preocupación.—¿Todo bien entonces, hijo?Segrave le miró con los ojos muy brillantes

bajo el resplandor proveniente de la lámpara de lacámara.

—Usted no lo entiende. Me lo han dicho en elThemis. Tengo que volver a mi antiguo barco tanpronto como nos vayamos del Cabo. —Se puso enpie y se fue hacia la escala de la cámara—. Asíque ya ve, ¡era mentira, como todo lo demás!

* * *

Más tarde, mientras la oscuridad se cerníasobre el fondeadero y las estrellas brillabandemasiado débilmente como para poder distinguirel mar del cielo, Bolitho estaba sentado en la mesade la cámara medio escuchando las vocesapagadas de las órdenes que llegaban desde

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cubierta y el crujir del cabrestante que virabaacortando el cable del ancla. Jay, el ayudante depiloto, estaba en la Albacora con una pequeñadotación, por lo que los marineros iban a tener quetrabajar el doble y harían una guardia tras otrahasta que se encontraran con el otro buque.

Tyacke asomó por la puerta.—Listos para proceder, Sir Richard. —Esperó

con gesto interrogante—. ¿Ordena alguna cosamás?

Había algo diferente en él.—¿Qué es lo que le preocupa? —preguntó

Bolitho.Tyacke respondió sin apartar la mirada:—He recibido órdenes en la bolsa de

despachos, señor. El señor Simcox y el señorSegrave dejarán el barco cuando esto hayaacabado. —Trató de sonreír pero eso le hizoparecer desesperado—. Ben Simcox es un buenamigo, y he cambiado de parecer respecto alguardiamarina desde… —No acabó la frase.

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—Entiendo. —Bolitho vio sorpresa en eldemacrado rostro de Tyacke—. Se sorprendeporque soy lo que soy, ¿es eso? —Negó con lacabeza y Tyacke alcanzó a ver fugazmente laterrible cicatriz que quedaba en parte tapada por elmechón de cabello—. Antes que a Jenour tuve aotro ayudante. Solía referirse a mí y a miscomandantes como «nosotros, unos pocoselegidos»[2]. Por Dios, Tyacke, ¡quedan muy pocoselegidos ya! Ah, sí, sé lo que es encontrar unamigo y luego perderlo en un abrir y cerrar deojos. A veces pienso que es mejor no conocer anadie y no preocuparse por nada.

Alguien gritó desde cubierta:—¡El negrero está en camino!—L-lo siento, señor —Tyacke tenía que

marcharse pero quería quedarse.—No hay por qué. —Bolitho le miró a los ojos

y sonrió—. Y sepa esto. Yo me preocupo. Ycuando pida voluntarios mañana…

Tyacke dijo mientras se volvía hacia la escala:

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—No le van a faltar, Sir Richard. No en estebarco. —Entonces se marchó y momentos despuésllegó el grito—: ¡Ancla a pique!

Bolitho se sentó unos minutos haciendo oídossordos al estruendo de las velas y del timón al darla vela la goleta para alejarse de tierra una vezmás.

¿Por qué le había hablado a Tyacke de aquellamanera? Sonrió al pensar la respuesta. Porque lenecesitaba a él y a sus hombres más de lo quepodían pensar, más allá del alcance de sucomprensión.

Con mucho cuidado abrió la carta y entoncesvio con sorpresa cómo una hoja seca de hiedracaía encima de la mesa. Su letra se le hizo másborrosa cuando puso la carta bajo la lámparaoscilante.

«Mi querido Richard, esta hoja es de tu casa,mi hogar…».

Fue suficiente. El resto lo leería más tarde,cuando estuviera completamente solo.

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VI

MIENTRAS OTROS SEARRIESGAN…

El teniente de navío James Tyacke se agarró ala regala de barlovento y entrecerró los ojos entreel rocío que se levantaba del agua cuando Bolithoapareció por la escala de la cámara.

—¡Vela a la vista, señor!Bolitho se aferró a una burda y asintió.—He oído el grito, señor Tyacke. ¡Tiene a un

buen vigía arriba!Cuando había oído el grito del vigía estaba

prácticamente oscuro y el hecho de que el suyofuera un barco tan pequeño no ayudaba en nada.Para alguien con menos experiencia, el cambio delviento y del tiempo durante la noche le habríaparecido increíble. El viento había rolado variascuartas y ahora venía del norte, o casi. Con su

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bauprés apuntando derecho al este, la Mirandanavegaba bastante escorada, entrando el agua devez en cuando por encima de la amurada desotavento; cuando tocaba la piel parecía hielo.

Bolitho miró hacia donde debía estar elhorizonte, pero no pudo ver nada. Solamente lascrestas blancas y los senos más oscuros de lasveloces olas. Aquello implicaría un doble desafíopara la aproximación de las dos goletas. Lapantalla de una lámpara se abrió y se cerró entre elagua revuelta, y Bolitho calculó que el negreroapresado estaba a menos de medio cable dedistancia. Era una demostración de la experienciade Tyacke y de Jay el hecho de que hubieranconseguido mantenerse cerca el uno del otro a lolargo de toda la noche. Cuando finalmenteamaneciera, los marineros estarían en su peormomento, pensó. Agotados por haber tenido queorientar las velas, tomar rizos y hacer bordadasuna y otra vez.

—¡Es hora de acercarse a la Albacora, señor!

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—gritó Tyacke. Le miraba en la oscuridad con losojos ya acostumbrados a la misma, mientras queBolitho estaba todavía intentando adaptarse a ella.

Era extraño constatar que el vigía no sólopodía ver las primeras luces del alba sino lasvelas de otro buque. Tenía que ser la Truculent. Sino lo era, solamente podía ser el enemigo.

—¡Ah de cubierta! ¡Es una fragata, señor! ¡Enfacha!

Bolitho oyó cómo Simcox suspiraba. Así queera la Truculent. El comandante Poland podíaestar justificadamente orgulloso de otro encuentroexitoso.

Alguien gritó:—El negrero ha virado, señor. Su bote está en

el agua.—Suerte que no están más lejos —murmuró

Tyacke—. Sería una dura boga para los remeros.Bolitho le tocó el brazo a Tyacke y dijo:—¿Qué hay de los voluntarios?Tyacke le miró de frente.

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—Ese desertor que fue enviado desde el buqueinsignia con la dotación de presa. Había tambiénun infante de marina, para lo que nos va a servir…—dijo con el poco razonable desprecio de losmarinos por los miembros de aquel cuerpo.

—¿Es eso todo?Tyacke se encogió de hombros.—Es mejor así, señor. Mi barco proporcionará

el resto. —Sus dientes blancos destacarondébilmente en una sonrisa a través de la penumbramientras las primeras luces del sol insinuaban elhorizonte—. Yo mismo he hablado con ellos,señor. Hombres que conozco y en los que confío.—Y añadió con rotundidad—: Y lo que es más,que confían en mí.

—¿El señor Simcox sabe lo que tiene quehacer?

Tyacke no respondió inmediatamente. Estabaobservando el bote que se aproximaba cabeceandocomo un pez alado mientras luchaba alrededor dela popa para encontrar abrigo a sotavento de la

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Miranda. Entonces dijo:—El señor Simcox se quedará en la Miranda.

—Se calló como si esperara que le cuestionara sudecisión.

—Yo le puse a usted al mando de la operación—dijo Bolitho—. La decisión es suya.

Simcox se les acercó de repentetambaleándose.

—¡Protesto! Yo conozco estas aguas, y encualquier caso… —Tyacke le asió el brazo y lehizo girarse—. ¡Haga lo que se le ha dicho,caramba! ¡Yo mando aquí! ¡Ahora ocúpese delbote!

Bolitho apenas podía ver al piloto en funcionesen la oscuridad, pero percibió su incredulidad y suaflicción, como si Tyacke le hubiese pegado.

Tyacke dijo con pesar:—Ben es un excelente marino. Si sobrevive a

esta condenada guerra, si me permite la expresión,señor… si lo hace, tendrá una carrera, algoesperándole aun en caso de que le arrojen a la

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playa con todos los demás cuando esto acabe. —Gesticuló enojado hacia la confusión que reinabaal costado de la goleta—. ¡Maldita sea, Morgan,tome vuelta ahí o se cargará el maldito bote!

Bolitho no le había oído hasta el momentoreprender a ninguno de sus hombres. Estabatratando de desahogarse, de olvidar lo que habíadicho y hecho a su único amigo.

Unas figuras se tambalearon entre la oscuridady entonces Jay, el ayudante de piloto, apareciójunto a la caña.

—¡Todo a punto, señor! ¡Listos para cambiardotaciones! —Miró a Tyacke y luego a Simcox,que estaba de pie junto al palo trinquete y entoncespreguntó—: ¿Ben no está preparado aún, señor?

Tyacke dijo con tono áspero:—Voy yo en su lugar. Así que quédese con él.

—Por un instante su tono se suavizó—. Y con elbarco.

Apareció otra figura y Bolitho vio que era elguardiamarina, Segrave.

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—Se ha presentado voluntario, señor, y yopodría necesitar a otro oficial si las cosas van mal—murmuró Tyacke. Y añadió con voz más alta—:¿Todavía tiene usted ganas de ir, señor Segrave?Aún está a tiempo de echarse atrás… nadie se locriticará después de lo que hizo por el señor Jay.

El rostro del joven pareció salir de lapenumbra cuando las primeras luces se reflejaronen las velas que goteaban.

—Quiero ir, señor —dijo con firmeza.El grito del vigía les hizo volver a mirar hacia

arriba.—¡Es la Truculent seguro, señor! —Hubo una

pausa y siguió—: ¡Ha largado algunos rizos y estávirando!

—Seguramente enviarán un bote pararecogerle, señor —dijo Tyacke.

—Sí. —Bolitho vio a Allday con la pequeñabolsa de ropa que se habían traído del Themis. Eraigual que en aquellas otras ocasiones, cuando derepente ya no queda tiempo. En último lugar

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apareció Jenour, bostezando sin empacho alguno.Había seguido durmiendo a pesar de todo el ruido.Las otras figuras habían bajado al bote quecabeceaba al costado; Tyacke estaba ansioso pormarcharse, porque todo pasara.

—No le defraudaré, señor —dijo con tonotranquilo.

Bolitho le estrechó la mano. Era dura, como lade Thomas Herrick. Y respondió bajando la voz:

—No sabría usted cómo hacerlo, señorTyacke.

Tyacke pasó una pierna por encima de laborda, pero se detuvo cuando Simcox se acercó ala banda ignorando el agua que salía por losimbornales y que le impedía caminar.

—¿Lo entiendes, Ben?Simcox se tambaleó y casi se cayó a cubierta,

pero Tyacke le agarró por el brazo. Desde lasescoteras del palo mayor, Bolitho lo vio ycomprendió que aquello era como un últimoabrazo.

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Tyacke dijo sin miramientos:—Tienes demasiado que perder, Ben, y lo

sabes. Serás un buen piloto, con un comandantecomo Dios manda, ¿eh?

Simcox dijo algo pero se perdió entre el ruidodel aparejo y la agitación del agua del costado.

Cuando Bolitho volvió a mirar, Tyacke habíadesaparecido y el bote se alejaba una vez máslevantando espuma con las palas de los remos.

Bolitho dijo:—Póngase en camino, señor Simcox. Cuanto

antes nos encontremos con la Truculent, antespodremos… —No acabó la frase.

Allday apostilló:—Está bien desconcertado, ¡y sé lo que me

digo!Bolitho dijo alzando la voz:—Señor Simcox, una vez yo esté en la

Truculent, seguirá usted al brulote. —No llamó alnegrero por su nombre. ¿De forma casual ointencionada?, se preguntó. Quizás fuera para que

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Simcox aceptara el difícil papel de la goletaapresada y de su dotación.

Simcox se le quedó mirando fijamente.—¿Quiere que haga ver que le damos caza, Sir

Richard? —preguntó con tono algo inseguro.—Sí. Es un viejo truco pero creo que

funcionará y le dará al señor Tyacke laoportunidad de acercarse más al enemigo.

Se miró el puño de la casaca y vio el galóndorado de repente muy claro y brillante; inclusosintió el primer calor al aparecer el sol por elhorizonte.

—¿Qué posibilidades tienen, Sir Richard? —preguntó Jenour.

Bolitho le miró fijamente.—No muchas. Con el viento en contra, tendrán

que perder un valioso tiempo haciendo bordos.Después de que el señor Tyacke haya encendidolas mechas tendrá que huir en el bote hacia lacosta. Caerán en manos de los holandeses, perocon nuestro ejército tan cerca estoy seguro de que

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no sufrirán daño alguno. —Vio la duda quetraslucía el juvenil rostro de Jenour—. Si el señorTyacke fracasa y no consiguen escapar a tiempo,perderemos doce buenos hombres. En un ataquefrontal podríamos perder todos los barcos y atodos los hombres de la escuadra.

Allday lanzó una mirada hacia tierra.—No me gustaría estar en su pellejo cuando

lleguen a tierra, Sir Richard.Bolitho se apartó el mechón de pelo de su

frente. Allday lo entendía. Un hombre o un millar;la vida o la muerte; ninguna de las dos opcionesera buena.

Allday añadió:—Apuesto a que en el Almirantazgo no

piensan ni un segundo en eso y que no les quitapara nada el sueño.

Bolitho vio algunas manchas de nubes quevenían de tierra y creyó notar polvo en sus dientes.

Allday le estaba mirando atentamente y dijo:—Estaba un poco preocupado hace un rato, Sir

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Richard. Conociéndole, he pensado un par deveces que podía ponerse al mando del brulote.

Bolitho miró a Simcox, que todavía estaba conla mirada clavada en la Albacora, que escoraba yaen su nuevo rumbo.

—Esta vez no, amigo mío.Allday observó la pirámide de pálidas velas

de la Truculent elevándose mientras se acercaba ala goleta.

Se había preocupado seriamente hasta querecordó lo que Bolitho había dicho cuando estabanjuntos. «Quiero ir a casa». Era como si laspalabras le hubieran sido arrancadas de sugarganta. Allday había compartido muchosmomentos como aquel con Bolitho, pero nunca lehabía oído hablar de aquella manera. Dio un gransuspiro. Pero todavía estaban muy lejos deInglaterra.

Cuando la tablazón de cubierta empezó ahumear vapor con los primeros calores de lamañana, la Truculent se puso proa al viento y

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arrió rápidamente la canoa por su aleta.Bolitho esperó a que Simcox hubiera hecho

pitar la orden para que su diezmada dotaciónacudiera a las brazas y drizas para fachear yesperar al bote, y entonces dijo:

—Le deseo suerte, señor Simcox. He escritoun informe que no le vendrá mal en su últimaentrevista para ascender a piloto.

—Se lo agradezco, Sir Richard —respondióSimcox. Intentó encontrar las palabras apropiadas—. Ya ve, Sir Richard, éramos amigos, y sé porqué está haciendo eso por mí.

—Si alguien puede hacerlo, es él —dijoBolitho. Pensó en aquel último apretón de manos,firme y largo como el de Herrick; y en su DoñaSuerte, en la que Herrick siempre había creídofervientemente.

Vio el bote de la fragata bogando con fuerzahacia ellos, con un teniente de navío intentandomantenerse firme en la cámara mientras el cascodaba sacudidas bajo sus pies. Típico de Poland,

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pensó, todo perfecto e irreprochable.Dirigiéndose a Simcox, dijo:—Espero que nos volvamos a ver. Tiene usted

una buena dotación y un magnífico pequeño barco.—Mientras lo decía se daba cuenta de que hacíamal. Era mejor no conocerles, ni mirarles, nireconocer sus caras antes de tomar una decisiónque podía matarles a todos ellos. Se lo habíarepetido a sí mismo en muchas ocasiones en elpasado, y tras el final del Hyperion había vuelto ajurar no hacerlo otra vez.

—¡Preparados en cubierta!Bolitho saludó con un movimiento de cabeza a

los hombres que formaban junto a la amurada. Elviejo condestable Elias Archer, y Jay, el ayudantede piloto que probablemente ocuparía el puesto deSimcox cuando este abandonara el barco. Rostrosque había conocido en muy poco tiempo. Se diocuenta de que Sperry, el contramaestre, no estabaallí. Le tranquilizaba saber que estaría con Tyacke.Se preguntó por qué el guardiamarina había

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insistido en ir con la dotación de la presa justocuando había recibido órdenes de volver a suviejo barco. Quizás fuera justamente ese el motivo.En manos de Tyacke podrían arreglárselas paraalcanzar la costa. Apartó todo aquello de golpe desus pensamientos.

—¡Y no me olvidaré de la cerveza, señorSimcox!

Entonces bajó al bote apoyándose en elhombro del oficial e intentando que su sable no sele metiera entre las piernas y le hiciera tropezar.

Sólo Allday vio su cara cuando hizo aquelcomentario despreocupado.

Era también el único que sabía lo que le habíacostado decirlo.

* * *

—Así que es aquí donde ocurrió, ¿eh? —Tyacke se agachó para atisbar dentro de la cámara

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de la Albacora—. ¡Es como una pocilga!El guardiamarina Segrave lanzó una mirada

rápida a la litera como esperando ver a la esclavadesnuda aún encadenada allí. Como el resto de losalojamientos de la dotación, la cámara estaba llenade material inflamable de toda clase que habíasido apilado o lanzado encima de las posesionesdel patrón de la goleta. La goleta entera apestaba aeso. Aceite, velas viejas, estopa empapada degrasa y madera bañada en alquitrán, materiales quehabían conseguido en los dos transportes deWarren: cualquier cosa que pudiera convertir a laAlbacora en una virulenta antorcha. Segrave notóen su cara el aire que entraba por uno de losirregulares agujeros de ventilación que habíanabierto en cubierta para dar aire a las llamas. Porprimera vez desde que se había presentadovoluntario experimentaba verdadero miedo.

La voz de Tyacke le ayudó a tranquilizarse.Parecía totalmente absorto en sus pensamientos,como si nada. Como si aceptara aquel destino

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inevitable con la misma frialdad con que habíaintercambiado su puesto con Simcox.

—El viento parece haber aflojado, señor —dijo Segrave.

—¿Qué? —Otra vez tan distante—. Sí,estamos más cerca de tierra. Pero es nuestroenemigo igual que antes. —Se sentóinesperadamente en un tonel y miró al joven, consus terribles marcas de la cara en sombras—. Elseñor Simcox me contó lo de sus otras heridas. —Le escudriñó con calma, como si no hubiera nadaque hacer, con todo el tiempo del mundo parahacerlo—. Le pegaron, ¿no? ¿Por qué no era útil abordo?

Segrave cerró sus puños acordándose de laprimera vez y de todas las que le siguieron. Elcomandante del barco no estaba interesado en loque pasaba en el alojamiento de losguardiamarinas, y tal como le habían oído decir asu primer oficial en varias ocasiones, a él sólo lepreocupaban los resultados. Habían encargado a

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otro teniente de navío para que dividiera a losguardiamarinas en equipos, enfrentándolos entodos los ejercicios de maniobra, artillería yfaenas de a bordo. Habían castigos para losrezagados y premios menores para los ganadores.

Tyacke no estaba lejos de la verdad con susuposición. Pero en realidad era una persecuciónde la peor especie. Segrave había sido desnudadoy colocado sobre un cañón para ser azotado sinpiedad por el teniente de navío o por alguno de losguardiamarinas. Le habían humillado de todas lasmaneras posibles, habían rozado la locura en sucrueldad. No se sabía si iban a desaparecer lasmarcas de su espalda algún día, como las de unmarinero azotado en el enjaretado.

Segrave se dio cuenta de que estaba soltándolotodo con frases cortas y desesperadas, aunque norecordaba para nada haber empezado a hacerlo.

Tyacke no dijo nada hasta que el chico sequedó en silencio. Entonces dijo:

—En cualquier buque en que se tolere tal

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brutalidad, la culpa es de su comandante. Siemprees así. El desinterés en cómo sus oficialesadministran la disciplina o hacen cumplir susórdenes es responsabilidad suya. Ningún tenientede navío se atrevería a actuar de esa manera sin eltotal conocimiento de su comandante. —Sus ojosbrillaron en la penumbra—. Las órdenes de volvera su antiguo barco a su debido tiempo le hanempujado a ofrecerse voluntario, ¿no es así? —Puesto que Segrave se mantuvo callado, dijo contono severo—: Por Dios, muchacho, habría hechomejor en matar a ese oficial, dado que acabaráprobablemente igual de mal, ¡y sin satisfacciónalguna! —Extendió su brazo y le agarró el hombro—. Ha sido decisión suya. —Se dio la vuelta y unrayo de sol se filtró a través de la lumbreramugrienta dejando a la luz su desfiguración—.Igual que en mi caso.

Se volvió cuando se oyeron pisadas encubierta, encima de sus cabezas, y el bramidoronco del contramaestre aleccionando a algunos

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hombres de la dotación para que acudieran a suspuestos a fin de cambiar el rumbo.

—Me alegro de haber venido, señor —dijoSegrave sencillamente.

No se inmutó cuando Tyacke acercó más surostro y le dijo:

—¡Bien dicho!Salieron juntos a cubierta y, comparado con la

nauseabunda fetidez de abajo, el aire sabía a buenvino.

Tyacke lanzó una mirada al gallardete ondeantedel tope y seguidamente a la aguja. El vientoseguía igual, pero, tal como el joven había hechonotar, era menos fuerte al abrigo de tierra.

A la vez que cogía un catalejo de su sitio juntoa la bitácora, echó un vistazo rápido a los hombresde cubierta. Incluido él mismo, eran doce hombresa bordo. Vio al marinero apellidado Swayne, eldesertor, cazando una driza para tesarla. Se movíarápido y con destreza, como un marinero deverdad, pensó Tyacke. Ahora que estaba allí con

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ellos para reparar su error, incluso parecíacontento. Mientras hubiera vida había aúnesperanza. A bordo del buque insignia, el premiode doscientos azotes o más y la única alternativade un atroz baile desde el penol de la verga demayor, no dejaban espacio para la esperanza.

Tyacke miró detenidamente al otro voluntario,un infante de marina llamado Buller, que habíasido castigado por pegar a un sargento tras hurtarron y emborracharse con el mismo. Cuando setrataba de esas cosas, los de infantería de marinapodían ser implacables con uno de los suyos.

Los otros rostros los conocía bien. Vio lafigura achaparrada de George Sperry, elcontramaestre de la Miranda, que llamaba a dosmarineros que estaban aparejando las bozas decadena del palo trinquete. Una vez se prendierafuego, el aparejo alquitranado se incendiaría encuestión de segundos, y también las velas si laacción se llevaba a cabo demasiado pronto. Lasbozas mantendrían las velas en su sitio durante ese

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tiempo. La cara de Tyacke hizo una mueca dedolor. O eso le habían dicho. Como todos losmarinos, Tyacke detestaba el peligro del fuego másque ningún otro. Se tocó su cara quemada y sepreguntó si se desmoronaría en el último momento;enseguida supo que no.

Miró a Segrave, con el cabello ondeando alviento, y pensó en su voz entrecortada mientrasbalbuceaba su historia. Tyacke había notado cómosu propia rabia iba en aumento hasta ponerse a laaltura de la vergüenza del chico. Esos otros eranlos que debían sentir vergüenza, pensó. Siempreiba a haber escoria como esa, pero sólo donde sucrueldad fuera aprobada.

Tyacke alzó su catalejo y lo apuntó más alládel hombro del guardiamarina. La costa estabajusto por el través, con el mismísimo extremo de lapunta que marcaba la entrada a la bahía,sobresaliendo verde y rocosa bajo la tenue luz delsol. Notó cómo iba calentándose de nuevo latablazón de cubierta; muy pronto, la goleta entera

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estaría tan seca como la yesca. Que el cielo lesayudara si el enemigo había emplazado cañones delargo alcance en aquella punta. Lo dudaba; era unlugar imposible para que una partida subiera o nisiquiera desembarcara. Pero la duda seguía ahí.Ningún barco podía desafiar a la artillería decosta, especialmente si disparaba con balas rojas.Tyacke apartó sus pensamientos de la imagen deuna bala al rojo vivo impactando en el costado delbarco abarrotado de materiales inflamables.

—¡Ah de cubierta! —El vigía estabaapuntando hacia popa—. ¡La Miranda estávirando hacia la punta, señor!

Tyacke movió su catalejo hacia mar abierto,donde el agua era de un azul más oscuro, como sifuera reacio a desprenderse de la noche.

Se le hizo un nudo en la garganta al ver lasenormes mayores de la Miranda balanceándosesobre las olas con su velacho flameandosalvajemente mientras iniciaba su bordada. Dabaperfectamente la impresión de que estaba dando

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caza a la desaliñada Albacora.—¡Largue todos los rizos, señor Sperry!

¡Rápido! —Vio que el contramaestre mostraba susdientes rotos en una sonrisa cuando añadió—: ¡Noqueremos que nos coja un buque del Rey!

Y dijo a Segrave:—Eche una mano con el timón. Por lo que he

podido calcular, tendremos que hacer unas buenasdiez millas antes de intentar la aproximación final.

Segrave le observaba mientras hablabapensando en voz alta. Se dio cuenta de que podíamirarle sin sentir repulsión. El teniente de navíotenía una parte cautivadora y también otra queasustaba.

Tyacke movió el catalejo hacia la bahía cuandola punta pareció deslizarse ante ellos, como laapertura de una puerta gigantesca.

—Barloventearemos hacia el nordeste, dondeel fondo baja a unas pocas brazas. Es lo que haríacualquier patrón de un barco al que un buque deguerra estuviera dando caza. Entonces, viraremos

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y la pondremos amurada a estribor para dirigirnosdirectamente hacia ellos. —Lanzó una mirada a lasdelicadas facciones de Segrave—. Eso si es queestán todavía ahí, por supuesto.

Tyacke se frotó la barbilla y deseó haberseafeitado. La idea le hizo sonreír. ¡Cómo si ahoraimportara! Se acordó del patrón del vicealmirante,Allday, y de su ritual matutino. Pensó también ensus conversaciones privadas con Bolitho. Unhombre sencillo con quien hablar y compartirconfidencias. Como la vez que Bolitho le habíapreguntado por su cara y por el Nilo, momento enque se había visto respondiendo sin su habitualactitud defensiva y resentida.

Y era todo cierto. No había nada falso enBolitho, no utilizaba a los hombres como simplesherramientas para ejecutar un plan ni escondíaindiferencia detrás de su rango.

—Preparados para cambiar el rumbo, señorSegrave. —Vio que se sobresaltaba sorprendido—. Dentro de un minuto más o menos,

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gobernaremos al nordeste, ¡así que vigile la mayortanto como la aguja!

Segrave tragó saliva y entonces se fue con eltimonel, que le saludó casi con timidez. Segravevio que era el joven marinero Dwyer, el que habíaintentado contener la hemorragia de su herida en lacámara que estaba bajo sus pies.

—Nos las arreglaremos, ¿eh, señor Segrave?—dijo Dwyer.

Segrave asintió y descubrió que incluso podíaesbozar una sonrisa.

—Lo haremos.Tyacke se dio la vuelta cuando retumbó un

disparo a través del agua y tuvo tiempo de ver unadébil bocanada de humo disipándose en la proa dela Miranda. Simcox había empezado a representarsu papel. Esperaba que no exagerara y que noatrapara a la Albacora como en su primerencuentro.

Entonces se concentró en la navegación delbrulote; pero mientras hacía una seña a Sperry

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para que pusiera a dos hombres en la botavara dela cangreja del palo trinquete, se encontró a símismo pensando en la chica que había conocido enPortsmouth, Marion. Se enjugó el sudor que le caíasobre los ojos con la manga de su camisamugrienta y por un momento creyó que habíapronunciado su nombre en voz alta. «Sihubiera…». Otro disparo retumbó por el aguaresplandeciente y de reojo vio caer la bala decuatro libras a un cable por popa.

—¡En viento, señor! ¡Rumbo nordeste! —Eraextraño oír a Segrave gritar cuando siempre estabatan callado y con una actitud tan reservada.

Tyacke le miró con tristeza. «Los dos estamosmarcados, tanto por fuera como por dentro».

Un roción se levantó por encima de la borda yregó la cubierta manchada como una marea.Tyacke vio parpadear al contramaestre cuandosonó otro disparo por popa y la bala se hundió enel agua un poco más cerca que la anterior. Estemiró hacia la lumbrera y Tyacke supo que estaba

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pensando en la mujer con la que había satisfechosus deseos en la cámara. «Ahora sólo nos quedanrecuerdos».

Tyacke miró a lo largo de la cubierta cuando lagoleta escoró aún más bajo la fuerza del viento ensu velamen totalmente largado.

Quizás Marion leería algo sobre aquello algúndía. Esbozó una sonrisa amarga. «Mi últimobarco».

* * *

El capitán de fragata Daniel Poland se quedóun poco apartado de Bolitho, que estaba de piejunto a la mesa de la cámara sirviéndose de uncompás de puntas para medir los cálculos de sucarta náutica.

Bolitho dijo, hablando medio para sí mismo:—Por lo que sabemos, no han habido nuevas

llegadas a la bahía. De haber sido así, o usted o el

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comandante Varian probablemente las habríanavistado. Por tanto, los buques grandes y la fragatadeben de estar todavía fondeados. —Levantó lavista a tiempo para ver la expresión de duda dePoland—. ¿No está de acuerdo?

Poland respondió:—Es una zona extensa, Sir Richard. Tiene

cuatro veces el tamaño de Table Bay. —Titubeóbajo la mirada de los ojos grises de Bolitho—.Pero como usted dice, quizás es poco probable.

Bolitho observó la luz del sol cada vez másintensa que entraba por los ventanales de popa dela Truculent, danzando por la cámara como barrasardientes mientras la fragata hacía otro bordo más.

Poland se mordió el labio con rabia cuandoalguien o algo cayó pesadamente sobre cubiertajusto encima de donde estaban.

—¡Hatajo de torpes!Bolitho medio sonrió. Puede que fuera mejor

ser como Poland y preocuparse solamente por loinmediato y las cosas que conocía bien.

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Sacó su reloj y lo miró atentamente. Tyackedebería estar en su posición en esos momentos, yla Miranda también. En su mente pervivía conclaridad el momento en que Tyacke habíaintercambiado los papeles con su amigo. Pero eramás que un gesto para salvar a un amigo. Era elacto de un líder; algo que había visto hacer a otrossin pensar un instante en el precio que se tenía quepagar.

A Bolitho no se le pasó por la cabeza el hechode que era exactamente lo que él hubiera hecho dehaber estado en la posición de Tyacke.

Jenour, que había estado moviéndose inquietojunto a los ventanales de popa, se irguió yexclamó:

—¡Cañonazos, Sir Richard!Bolitho echó un larga mirada a la carta náutica.—Así es, Stephen. —Miró alrededor de la

cámara que había sido su refugio en la travesíadesde Inglaterra; desde Catherine. En comparacióncon la de la Miranda, era como la de un navío de

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línea. Miró a Poland cuando se oyeron unaspisadas por el pasillo que conducía a la puerta delmamparo—. Mientras otros se arriesgan, nosotrostenemos que esperar, comandante. —Sus propiaspalabras le desanimaron y añadió escuetamente—:Puede hacer zafarrancho de combate cuando creaconveniente. —Se tocó la cadera como buscandosu sable—. Dígale a Allday…

Allday se acercó sin hacer ruido.—Estoy aquí, Sir Richard. —Sonrió cuando

Bolitho levantó el brazo para que le colocara lavaina en su sitio—. ¡Como siempre!

Otro disparo lejano realzó las palabras deAllday, y Bolitho dijo bajando la voz:

—Cuento con ello.

* * *

El comandante Tyacke bajó de mala gana sucatalejo. No sería sensato que le vieran

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observando los buques fondeados en vez de a supersecutor. Pero en aquellos últimos y brevessegundos había visto los dos grandes barcos, yrealmente tenían todo el aspecto de ser buquesholandeses de la carrera de Indias. La cuestiónmás importante era que no se movían con el vientoni con la corriente. Así pues, la primera impresiónde Bolitho había sido acertada. Estaban fondeadospor proa y por popa para tener dos baterías fijasde cañones ante cualquier atacante, el cual tendríaya bastantes problemas para barloventear contra elviento del norte.

Dwyer exclamó con admiración:—¡Por Dios, mire qué andar tiene, señor

Segrave! —Estaba mirando por la aleta las velashenchidas de la Miranda que tomaba viento denuevo tras otra bordada, recortando la distanciaaún más, de manera que Segrave creyó poder ver aSimcox a popa junto a la caña con su pelo rebeldeondeando al viento.

Se vio otra bocanada de humo de su cazador

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de proa y esta vez la bala cayó justo a la distanciade un largo de bote. Parte de la salpicadura saltósobre cubierta y Sperry maldijo enojado:

—Que el cielo te condene, Elias Archer. Sipones otra bala como esa no te lo voy a perdonar.

Segrave se humedeció sus labios resecos.Como Dwyer, el contramaestre parecía haberolvidado por el momento qué estaban intentandohacer; y que era poco probable que tuviera algúndía la ocasión de echárselo en cara al condestablede la Miranda.

Un vigía que se aferraba a los obenques delpalo trinquete gritó:

—¡Bote de ronda, señor!Tyacke estaba mirando las velas y el gallardete

del tope.—¡Preparados para virar, señor Sperry! —Se

enjugó el rostro de nuevo, calculando la distanciaa la que estaban y la fuerza del viento. Les habíallevado más de una hora llegar hasta allí y penetraren la bahía sin oposición aparente, aunque debían

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de haber muchos catalejos apuntando a aquelbarco que huía de otro. Parecía probable que elcomandante holandés conociera ya a la Albacora,mientras que la bandera que ondeaba en laMiranda dejaba pocas dudas.

Tyacke alzó de nuevo su catalejo y lo apuntóhacia el bote del que acababa de informar el vigía.Un cúter pequeño que avanzaba con poca velapero con los remos ya preparados en susescálamos para obtener más potencia, estabarodeando la popa del buque mercante más cercano.Vio un reflejo metálico bajo el sol, el de losbotones dorados de un oficial en la cámara. Elbote de ronda les exigiría que justificaran supresencia. Tyacke frunció el ceño. Sólo tenían unaoportunidad.

Gritó:—¡Usted! ¡Soldado Buller! —El infante de

marina se giró desde su puesto en las drizascuando Tyacke añadió con tono severo—: Sesupone que es usted algo parecido a un tirador,

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según me han dicho.Buller contestó con el mismo tono insolente:—¡El mejor de la compañía, señor!Tyacke sonrió.—Bien. Coja el arma y prepárese para

disparar al oficial al mando del bote de ronda.Llevan un cañón giratorio montado en la proa, ¡asíque no puede fallar!

Se dio la vuelta mientras Buller se agachabadonde sus armas estaban enrolladas en su casacaroja.

—¡Todo listo, señor!Tyacke miró fijamente a Segrave.—¿Listos a popa?Segrave asintió moviendo a sacudidas la

cabeza, con su cara pálida a pesar del resplandordel sol, pero con expresión extrañamente resuelta.

Tyacke se fue hasta el coronamiento de popa yse aseguró de que la lancha siguiera a remolque dela goleta. Entrecerró los ojos para mirar una vezmás a la costa y luego por la aleta de babor, donde

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los buques de provisiones fondeados parecíandesvanecerse en la distancia. Incluso el bote deronda parecía no tener prisa por acercarse a ellos,especialmente con la Miranda persiguiéndoles contantas ganas.

—¡Apareja a virar por avante! ¡Todo de orza!¡Proa, todo en banda! ¡Descarga a proa! —La vozde Tyacke les espoleó hasta que, entre sudores yjadeos, llevaron a cabo el trabajo quenormalmente hacían el doble de hombres.

Los zapatos de Segrave resbalaron y seengancharon en las costuras alquitranadas de latablazón cuando puso todo su peso en la caña sinver nada más que las grandes velas balanceándosey los motones trabajando ruidosamente mientras lagoleta se aproaba al viento y completaba labordada.

Dwyer dijo entre jadeos:—¡Vira ya, maldita zorra! —Pero sonrió

cuando las velas dieron unos buenos zapatazos altomar viento en el bordo contrario haciendo

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escorar aún más a la goleta. Donde antes quedabala costa vacía, de repente estaba ahora elfondeadero, con los barcos nítidos y a la vista,incluso con sus pabellones holandeses visibles encontraste con la gran masa de tierra de detrás.

Tyacke estaba agarrado para no caerse, peroincluso él esbozó una sonrisa. No era la Miranda,pero estaba acostumbrada a hacer maniobrasrápidas en su asqueroso negocio. Miró atentamenteal bote de ronda: sus velas flameaban y perdíanviento, y mientras miraba vio cómo los remosempezaban a moverse adelante y atrás en unaciaboga que lo colocó con el cañón giratorioapuntando a la Miranda.

Sperry dijo entrecortadamente:—La Miranda lo hará saltar entero fuera del

agua. ¿A qué están jugando?El vigía gritó de repente:—¡Ah de cubierta! ¡La fragata está en camino!Tyacke se giró en redondo y el corazón le dio

un vuelco al ver cómo largaban las gavias de la

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fragata y estas tomaban viento mientras empezabaa alejarse de su fondeadero.

—No tenemos ninguna posibilidad, señor —dijo Sperry con voz ronca. Se frotó los ojos comosi no pudiera creer lo que veía—. ¡Tiene elbarlovento, maldita sea!

—Arribe una cuarta, señor Segrave —dijoTyacke. Alzó su catalejo y sintió un súbito dolor,como si se hubiera quedado sin aire—. No es pornosotros. ¡Es por la Miranda por quien va! —Tyacke agitó los brazos y gritó con todas susfuerzas—: ¡Escápate, Ben! ¡Por todos losinfiernos… vira! —Su total impotencia y el hechode que nadie de a bordo de la Miranda fueracapaz de oírle hizo que su voz se quebrara por laemoción.

—¡Sal de ahí, Ben!—¿Qué está pasando? —preguntó Segrave en

voz baja.Dwyer le soltó:—La fragata sale a mar abierto, ¡eso es lo que

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pasa!Segrave observó la situación. La eslora de la

Miranda empezó a acortarse cuando se percatarondel peligro que corrían y empezaron a virar.

Tyacke apuntó su catalejo hacia la fragata. Eramás pequeña que la Truculent, pero demostró laagilidad de aquella clase de buques al hacer unbordo y llenar de viento sus enormes velas mayory trinquete, haciéndola escorar pronunciadamentehasta que pudo ver con claridad la tricolorfrancesa ondeando desde el pico de la cangreja.Estaba huyendo de la bahía antes de que pudieranatraparla defendiendo los buques de provisionesde su aliado y quedar encerrada como lo estabanellos.

Lleno de rabia, Tyacke vio abrirse las portasde la fragata y se imaginó las órdenes que daríanpara apuntar su andanada. Estaba a una distanciade más de una milla, pero con un ataquecontrolado era imposible fallar.

Vio cómo la fragata escupía humo a lo largo de

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su casco e, incluso antes de que pudiera mover sucatalejo a través del agua resplandeciente, oyó elestallido sincopado de los cañonazos. El agua querodeaba la pequeña Miranda pareció hervirmientras la espuma se elevaba hacia el cielo enestáticas columnas de agua, como si de repente sehubieran congelado y nunca fueran a caer.

Durante unos segundos más, Tyacke se aferró auna brizna de esperanza. A aquella distancia, laMiranda había logrado de alguna manera escaparal hierro enemigo.

Oyó varios gemidos de sus hombres cuando,con la rapidez de una ave marina plegando susalas, los dos mástiles de la Miranda se vinieronabajo, enterrando la cubierta en una masa de velasarrugadas y perchas astilladas.

La fragata no volvió a disparar. Estaba yadando sus sobrejuanetes, con sus vergas llenas dediminutas figuras y apuntando con su botalón defoque hacia el sudeste, impulsada velozmente porel viento hacia mar abierto y la libertad.

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Tyacke quiso mirar a otro lado pero ni siquierapudo bajar su catalejo. No era extraño que lafragata no hubiera disparado una segundaandanada. El casco de la Miranda tenía grandesboquetes en varios puntos, y vio humo saliendoentre las velas caídas, cosa que aumentaría elhorror de los hombres atrapados debajo.

Entonces, de repente el fuego se apagó tanrápidamente como había empezado.

Tyacke bajó el catalejo y miró hacia el solhasta que no vio nada. La goleta, su Miranda, sehabía hundido. Tratando de ayudarle se habíaconvertido en víctima.

Se dio cuenta de que Segrave y algunos otrosestaban mirándole. Cuando volvió a hablar sesorprendió ante la calma de su tono de voz.

—Acorte vela, señor Sperry. La caza haterminado. —Señaló hacia el bote de ronda, en elque algunos de los remeros agitaban los brazos yvitoreaban hacia la descuidada goleta—. ¿Lo ve?¡Nos dan la bienvenida!

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Lentamente, como borrachos, los hombres sepusieron manos a la obra para hacer ver queestaban reduciendo paño.

Tyacke se situó junto a Segrave y le ayudó amover la caña hasta que esta colocó el bauprés enlínea con el espacio que había entre los dos barcosfondeados.

—Aguante así. —Miró a los que tenía máscerca y añadió—: Después salten al bote. —Mirósus caras, pero veía otras en su lugar. La de BenSimcox, que habría dejado el barco para conseguirsu puesto de piloto. La de Bob Jay, y la de Archer,el condestable. Tantas caras desaparecidas en unmomento. Los que no habían muerto con laandanada no escaparían de los tiburones.

—Estad preparados, muchachos —dijo. Ladeóla cabeza cuando resonó una trompeta a través delagua—. Es la alarma. —Lanzó una mirada hacia lasúbita actividad del bote de ronda, con las palasde sus remos batiendo el agua para hacer girar elbote en dirección a ellos.

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—¡Preparado, soldado Buller! —espetóTyacke. Sabía que el infante de marina estabaagazapado junto a la amurada, con su largomosquete al lado. Y añadió—: ¡Piense en lo queacaba de ver, Buller, y en los azotes que merecepero que nunca va a recibir! ¡Apunte, Buller!

Observó cómo el oficial del bote de ronda seponía de pie y marcaba la boga a sus confusosremeros.

—¡Ahora!El mosquete hizo retroceso contra el fornido

hombro de Buller y Tyacke vio detenerse en el aireel brazo del oficial holandés antes de caer por laborda alejándose del casco y forcejeando pormantenerse a flote.

El bote seguía moviéndose, ya sin las órdenesdel oficial, mientras algunos de los hombresintentaban acercarle con un remo.

Segrave oyó el estallido agudo del cañóngiratorio del bote de ronda y el inmediato grito deDwyer antes de caer sobre la cubierta con su

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cuello y su costado manando sangre. El mosquetede Buller disparó de nuevo y la bala alcanzó a otrohombre, que se desmoronó sobre su bancadamientras sus remos causaban cierto desbarajusteentre los de sus remeros vecinos.

Segrave vio al contramaestre Sperry derodillas con sus dientes al descubierto comocolmillos mientras se agarraba su prominentebarriga. Debía de haber sido alcanzado por partede la mortífera metralla del bote de ronda mientrasayudaba a orientar las velas.

Tyacke entrecerró los ojos hacia los dosgrandes buques, que parecían estar a apenas unoscuantos metros por proa. En realidad, estaban amás de medio cable de distancia, pero ya nadapodría salvarlos.

Segrave apartó la vista de Sperry cuando estecayó de espaldas pataleando, llenando su sangrelos imbornales mientras agonizaba.

Los marineros holandeses debían de estarpreguntándose qué estaba haciendo la Albacora,

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pensó el chico atropelladamente. Como si lehubiera leído los pensamientos, Tyacke le gritó:

—No les dejemos intrigados más tiempo, ¿eh?—Asió la caña y se sacó una pistola del cinturón—. Vaya abajo, señor Segrave, ¡y encienda lasmechas!

Segrave sentía cómo el miedo dejaba paso derepente a la furia y al impulso de matar. Aquelloshombres a los que Tyacke tan bien conocía y enquienes confiaba, arderían como en una pirafuneraria cuando se encendieran las mechas.Segrave pasó corriendo junto al contramaestreagonizante, que le clavaba sus ojos al pasar, comosi sólo ellos estuvieran aferrándose a la vida.

En su mente aturdida creyó oír más trompetas yel chirrido lejano de las cureñas de los cañonescuando algunos de los oficiales de los buques deIndias comprendieron al fin qué era lo que estabanviendo.

Siguió corriendo entre sollozos sin poder pararde hacerlo y bajó a trompicones abajo aún

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impresionado por el inesperado final de laMiranda y el sobrecogedor dolor y la rabia deTyacke.

El hombre que había sido su único amigo y aquien había querido salvar estaba muerto, y lapequeña goleta, que había sido toda su vida, suúnica escapatoria, se había ido al fondo.

Segrave se fue hacia atrás con un grito ahogadocuando la primera mecha silbó cobrando vidacomo una serpiente maligna. Ni siquiera eraconsciente de haberla encendido. Se fue hacia lasegunda y miró la mecha lenta que llevabaencendida en la mano. La cogía con tal firmeza queni siquiera tembló cuando encendió esa segundamecha.

Mientras corría de vuelta hacia la mancha desol que había al pie de la escala, pensó en sumadre. Quizás el almirante estaría ahorasatisfecho. Pero no sintió amargura ni asomólágrima alguna, y cuando llegó a la caña vio aTyacke exactamente como le había dejado,

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apoyado contra la misma como si fuera parte delbarco.

—¡Míreles ahora! —exclamó asintiendoTyacke.

Las cubiertas de los buques de Indias eran unenjambre de marineros. Algunos estaban trepandohacia las vergas y otros estaban en proa,probablemente cortando los cables.

Se oyó un ruido sordo bajo sus pies y, trasunos segundos, salió un humo negruzco y grasientoa través de los agujeros de ventilación, seguidopor las primeras llamaradas de fuego.

Tyacke dijo:—Vayan bajando al bote del costado, con

cuidado. ¡Dispararé al primero que intenteescapar!

Segrave vio salir llamas entre las costuras dela tablazón y puso los ojos como platos cuandonotó el calor que subía, como si el casco enterofuera un horno.

—¡Listos en el bote, señor! —aulló un hombre.

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Era Swayne, el desertor.Segrave dijo con tono extrañamente contenido:—No se quede en ella, señor. —Esperó a que

Tyacke volviera sus espantosas marcas hacia él—.Por favor. —Trató de apartar de su mente elcreciente bramido que se oía bajo cubierta yañadió—: Todos han muerto allá en la Miranda,señor. ¡No deje que sea en vano, hágalo por ellos!

Sorprendentemente, Tyacke se puso en pie y lecogió por los hombros.

—Aún le veré como teniente de navío,jovencito.

Bajaron al bote y desatracaron. Apenas sehabían separado de la sombra de la Albacoracuando, con un silbido salvaje de las llamas, lacubierta pareció reventarse de golpe y el fuego sepropagó.

Tyacke apoyó la mano en la caña.—Bogad, muchachos. Si llegamos a la punta

del cabo, puede que consigamos desembarcar yescondernos hasta que sepamos qué está pasando.

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Uno de los remeros exclamó:—¡Ha chocado, por todos los infiernos! —Sus

ojos y su rostro brillaron con el resplandor cuandola goleta, con su aparejo y sus velas volando ya enforma de cenizas, colisionó contra el costado delprimer buque de Indias.

Tyacke se giró rápidamente cuando las llamasprendieron los obenques alquitranados del buquefondeado y se extendieron velozmente por lasvergas. Algunos de los hombres que estabantrabajando febrilmente para largar las gavias sevieron atrapados por el fuego cada vez másvirulento. Tyacke miró sin inmutarse cómo lasdiminutas figuras caían sobre la cubiertaprefiriendo lanzarse a ella que enfrentarse aaquella muerte tan horrible y lenta. El segundobuque de Indias había logrado cortar sus amarrasde popa, pero se había deshecho del cabledemasiado tarde. El fuego estaba ya devorando sucastillo de proa y extendiéndose a lo largo de susbatayolas con rapidez.

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En el bote nadie decía nada, por lo que loscrujidos de los remos y el sonoro jadeo de loshombres al bogar con esfuerzo parecía venir deotro sitio.

No mucho rato antes todos pensaban que iban amorir. Ahora, el destino había cambiado su suerte.

—Busquen una playa para varar cuandoestemos más cerca.

Buller, el infante de marina, hizo una pausamientras cargaba una bala en su mosquete yexclamó incrédulo:

—¡No vamos a necesitar ninguna playa, señor!Tyacke clavó la mirada por el través hasta que

creyó que la cabeza le iba a estallar y sus ojosquedaron demasiado cegados para seguir mirando;lo único que quedaba era el recuerdo. Las velas dela Miranda plegándose como alas rotas.

Agarró por la muñeca a Segrave y dijo:—¡La Truculent! ¡Viene a buscarnos!Los remos parecieron curvarse cuando, con

súbita esperanza, los hombres tiraron con fuerza

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de los guiones de estos. El bote cambió su rumbohacia la silueta de la fragata que montaba el cabotal como ellos mismos habían hecho unas pocashoras antes.

Segrave se volvió para mirar atrás, pero sólohabía una gran cortina de humo negro que parecíaperseguirles, dejando sólo entrever las llamas quela originaban. Lanzó una mirada a Tyacke. Sabíaque el oficial había tenido la intención de quedarsea la caña y morir. La pistola era para impedir quealguien se lo llevara al bote a la fuerza; para nadamás.

Entonces, el guardiamarina miró a lo lejos yobservó que la fragata se mantenía a ciertadistancia de la costa para esperarles. De algunamanera, sus súplicas le habían dado a Tyacke lavoluntad de buscar otra oportunidad. Y por eso,Segrave se sintió de repente agradecido.

Puesto que si Tyacke había cambiado, éltambién.

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VII

LA OPORTUNIDAD DE VIVIR

Bolitho se fue hasta una de las portas abiertasdel Themis y apoyó una mano en la joya de uncañón de madera. Con el sol de la tarde quemabacomo si fuera un cañón de verdad reciéndisparado.

El buque insignia parecía inusitadamentesilencioso e inmóvil, y podía ver a la Truculentfondeada cerca, reflejando una imagen gemelaperfecta de sí misma en el agua en calma. En lamesa de la cámara, Yovell, su secretario, escribíaafanosamente preparando más despachos parapoder entregárselos a tiempo a los oficialessuperiores de las dos escuadras, así como otrosque tenían que acabar finalmente su viaje en elescritorio del Almirantazgo de Sir OwenGodschale. Cuando el Themis borneó muy

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ligeramente tirando de su cable, Bolitho vio partede la costa, con su bruma inmóvil encima, en granparte polvo. De vez en cuando oía el rugido lejanode la artillería y se imaginó a los soldados deinfantería avanzando hacia Ciudad del Cabo. ElAlmirantazgo parecía a un millón de millas detodo aquello, pensó.

Vio a Jenour enjugándose con un pañuelo lacara y la nuca mientras se inclinaba sobre elhombro caído de Yovell para comprobar algo.Parecía tenso, y lo estaba desde la repentina yviolenta destrucción de la Miranda. Tras recoger ala dotación del brulote, la Truculent había salido atodo trapo en busca de la fragata francesa o almenos para llegar a tiempo a ayudar a la Zest delcomandante Varian cuando se enfrentara a lamisma. Situado donde estaba, Varian estaría en unaposición perfecta para apresar o atacar a cualquierbarco que tratara de escapar de los terriblesestragos del brulote.

Pero no habían visto rastro alguno del enemigo

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y habían tardado tres días en encontrarse con laZest. Varian había explicado que avistaron otrobuque proveniente de alta mar y que intentarondarle caza, aunque sin éxito. Bolitho esperaba quePoland criticara de algún modo a Varían una vezseparadas de nuevo las dos fragatas, puesto que serumoreaba que ambos comandantes estabanenfrentados. No había dicho nada. Y, bien pensado,tampoco le había visto sorprendido.

Bolitho intentó no pensar demasiado en lapérdida de la Miranda, ni en la angustia contenidade Tyacke al subir a la fragata desde el bote delbrulote. La columna de humo negro del fondeaderose había visto durante muchas horas más.

Los soldados del general la verían y eso leslevantaría la moral; y puede que los holandeses sedieran cuenta de que únicamente podrían valersede su propio coraje. Pero aunque lo intentaba,Bolitho no podía apartar el recuerdo de su mente.Tenía que repetírselo a sí mismo una y otra vez.Había sido una proeza considerable, el éxito

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compensaba con creces el coste. Se había vuelto atomar la libertad de acercarse demasiado aaquellos hombres, a Simcox y a Jay, e incluso aldesconocido vigía de Cornualles procedente dePenzance.

Sonó un golpeteo en la puerta y entonces entróen la cámara el capitán de corbeta Maguire con susombrero bajo el brazo.

—¿Ha mandado llamarme, Sir Richard? —Susojos miraron hacia los ventanales de popaabiertos, y retumbaron más cañonazos a través delagua azul en calma.

Bolitho asintió.—Siéntese. —Pasó a su lado en dirección a la

mesa, provocándole más sudores el simplemovimiento. «¡Cuánto deseo estar navegando denuevo, sentir el viento, en vez de…!». Se inclinósobre unos papeles—. Cuando esta campañallegue a su fin, comandante Maguire, saldrá ustedhacia Inglaterra. Está todo en sus órdenes. Hastaque llegue el momento adecuado, estará usted junto

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con otros barcos bajo el mando del comodoroPopham. —Los rasgos llenos de surcos delhombre apenas se inmutaron. Como algunos otrosde la escuadra, quizás estuviera pensando que elbrulote y el sacrificio de la Miranda no iban acambiar las cosas, que aquello se alargaría yquedaría en un punto muerto. Se oyó un golpesordo en la cámara contigua y luego el ruido de uncofre pesado que llevaban a cuestas por lacubierta. Sólo entonces vio cambiar la expresióndel rostro de Maguire. Había servido con Warrenmucho tiempo.

A la vuelta de la Truculent al fondeadero,Bolitho había sabido que nunca iba a volver ahablar con Warren. Al parecer había muertocuando las velas de la Truculent habían sidoavistadas cerca de la costa.

Ahora, el secretario y el criado de Warrenestaban recogiendo sus últimas pertenencias paraestibarlas en uno de los transportes a la espera depasaje… «¿a dónde?» —se preguntó. Warren no

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tenía otro hogar que aquel barco, ni tampocoparientes aparte de una hermana en alguna parte deInglaterra, y a la que apenas había visto en susescasas visitas al país, prefiriendo irse a las IndiasOccidentales.

Maguire frunció el ceño y preguntó:—¿Qué será del barco, Sir Richard?Bolitho vio cómo Jenour les observaba y

apartaba sus ojos cuando sus miradas se cruzaban.—Sin duda será objeto de las reparaciones y

el carenado que tanta falta le hace.—¡Pero es demasiado viejo, Sir Richard!Bolitho hizo caso omiso de la protesta.—No tan viejo como mi buque insignia. —No

quiso decirlo con tanta severidad como lo hizo yvio que el otro hombre se sobresaltaba—. Laguerra continúa, comandante Maguire, y vamos anecesitar todos los barcos posibles. Barcos quepueden aguantar y luchar y dar aún lo mejor de símismos. —Se fue hacia popa y se apoyó en elalféizar caliente para mirar abajo, al agua clara

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que se movía y borboteaba alrededor del timón.Podía ver las algas enganchadas y el forro decobre, que estaba agujereado y mate por elservicio continuado. Como en su día el Hyperion,cuando se había puesto a su mando por primeravez, en aquel otro mundo. Por encima de suhombro añadió—: ¡Y necesitamos algo más quecañones de madera en la Flota del Canal!

La frase fue como una autorización pararetirarse y oyó cerrarse la puerta a sus espaldas,seguido del fuerte golpe en la cubierta delmosquete del centinela que volvía a su posición dedescanso.

—Supongo que piensa que no he debidohablarle así, ¿no?

Jenour enderezó su espalda.—Llega un momento, señor…Bolitho sonrió, aunque se notaba tenso e

impaciente.—A ver, ¿qué tiene que decirme mi sabio

particular?

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La cara franca de Jenour se iluminó con unaamplia sonrisa. Alivio, sorpresa; era reflejo deambas cosas.

—Sé que me falta experiencia comparado conalgunos, señor.

Bolitho alzó su brazo.—¡Tiene muchísima más experiencia que unos

cuantos que yo me sé! Lo lamento por Warren,pero no le correspondía estar aquí. Se habíaconvertido en una reliquia, igual que el barco. Esono importaba mucho en su día. Pero esto no es unjuego, Stephen, ni lo era tampoco cuando entré enla Marina real. —Le miró con afecto—. E hizofalta la cuchilla de la guillotina para hacer quealgunos de nuestros superiores le prestaran ladebida atención. Tenemos que proteger a nuestragente y ya no queda hueco para los sentimientos.

Allday entró por la otra puerta y dijo:—Acaban de traer algunos toneles de cerveza,

Sir Richard. Parece que eran para la gente de laMiranda. —Miró a Bolitho preocupado—. No

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quería…Bolitho se apartó la camisa del cuerpo por

centésima vez y negó con la cabeza.—No he sido una buena compañía desde ese

día, amigo mío. —Miró al uno y al otro—.Intentaré corregirlo, por mi bien y por el suyo.

Allday le seguía mirando con cierto recelo,como un jinete con una montura desconocida. ¿Acuál se refería? —se preguntó. Desde ese día. ¿Ala Miranda, o estaba todavía pensando en suantiguo buque insignia?

—Y han traído brandy para usted, Sir Richard—dijo—. Del mismísimo general.

Bolitho miró hacia tierra mientras sus dedosjugueteaban con el guardapelo que llevaba bajo sucamisa húmeda.

—Sir David me lo comunica en su carta. —Ensu imaginación vio a Baird en alguna parte deaquel territorio: en su tienda, a caballo yestudiando las posiciones enemigas. ¿Pensabaalguna vez en la derrota o en la deshonra? Desde

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luego, no lo demostraba.Sobre los soldados holandeses, había escrito:

«Seguirán luchando, pero creo que se rendirán muypronto. No habrán medias tintas en ninguno de losdos bandos». Acerca del brulote había dicho: «Loshombres valientes siempre se echan de menos, yluego suelen ser olvidados. Al menos, no moriránotros en vano». Bolitho casi podía oírlediciéndolo, como allá en la orilla, cuando le habíasuplicado ayuda. Baird acababa su cartadescribiendo a su adversario, el general holandésJansens, como un buen soldado y nada proclive ala destrucción sin sentido. ¿Significaba eso quecapitularía antes que ver Ciudad del Cabototalmente en ruinas?

Bolitho cruzó los brazos y apretó con fuerzacuando un escalofrío recorrió su espalda a pesardel calor abrasador de la cámara.

Warren había muerto, pero parecía queestuviera todavía allí, observándole, odiándolepor lo que estaba haciendo con su barco.

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—¿Va todo bien, Sir Richard? —preguntóAllday.

Bolitho cruzó hasta los ventanales de popa y sequedó al sol hasta que el calor le quitó elescalofrío del cuerpo. Por un momento habíapensado que era un aviso de aquella vieja fiebrede tiempos pasados. La que había estado a puntode matarle. Sonrió con tristeza. Pensó en aquel díaen que Catherine se había metido en su cama sinque él, en su demencia febril, se diera cuenta. Y ensus cuidados y el calor de su desnudez que habíanayudado a salvarle.

¿Podía ser que Warren estuvieraobservándole? Después de todo, le habíanenterrado cerca, arrojando su cuerpo al marenvuelto en viejas velas y con lastre de balas decañón, en las profundidades a las que ni siquierase aventurarían a bajar los tiburones. Maguirehabía utilizado para ello una de sus lanchas y losremeros habían bogado hasta que el sondadorinformó de que su escandallo había perdido fondo.

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El centinela de infantería de marina gritó desdeel otro lado del mamparo:

—¡Oficial de guardia, señor!El oficial pareció que caminaba de puntillas en

presencia de su vicealmirante. Bolitho se preguntóqué más sabrían de él ahora.

—El bote de la Truculent acaba de abrirse delcostado, Sir Richard —dijo el teniente de navío.

—Muy bien, señor Latham. Por favor, presentelos saludos correspondientes al señor Tyackecuando suba a bordo del buque insignia. Estaba almando de un buque, recuérdelo.

El oficial se retiró con cara estupefacta, máspor el hecho de que Bolitho se acordara de sunombre que por su orden.

Ozzard apareció como por arte de magia.—¿Desea una camisa limpia, Sir Richard?Bolitho se puso la mano encima de los ojos

para observar el bote que bogaba lentamente haciael costado del Themis, clavado bajo la calimacomo si a duras penas pudiera con el trayecto.

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—Creo que no, Ozzard. —Pensó en ladiminuta cámara de la goleta, donde una camisalimpia y el abundante agua para beber eran lujos.

Tyacke debía sentirse muy mal. La entrevistaque iba a tener con el teniente de navío era, derepente, importante. No era simplemente algo parasustituir su pérdida, ni para ofrecerle algunacompensación por su terrible herida. Eraimportante; pero hasta ese momento, Bolitho nohabía sabido realmente cuánto.

—¿Pueden marcharse, por favor? —preguntó.Miró cómo Yovell recogía sus papeles con susfacciones rellenas completamente absortas en suspensamientos. Era bien diferente a Allday, y aunasí… ninguno de los dos cambiaría, ni siquiera enel juicio final.

Hacia Jenour añadió:—Me gustaría cenar con el señor Tyacke esta

noche y que se uniera usted a nosotros. —Vio laevidente satisfacción de Jenour y dijo—: Peroahora es mejor que hablemos a solas.

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Jenour se retiró y vio a la guardia de infanteríade marina presentando armas al hombre encuestión mientras subía a bordo y se sacaba elsombrero hacia el alcázar. La mitad de un hombre,pensó Jenour, y en ese momento, con sus terriblesmarcas en el otro lado, pudo ver lo que fue en sudía: lo que Bolitho quizás esperaba recuperar.

Allday se quedó donde estaba mientras Tyackese dirigía hacia popa y se agachaba paraadentrarse bajo la toldilla.

Tyacke se detuvo y dijo con frialdad:—Están todos esperando, ¿no? —Estaba muy a

la defensiva. Pero Allday conocía a las personasmejor que muchos, y a los marinos más que anadie. Tyacke estaba avergonzado. Por sudesfiguración y por haber perdido su barco.

—Sea prudente, señor —respondió. Vio laexpresión de sorpresa de la mirada de Tyacke yañadió—: Todavía siente profundamente lapérdida de su viejo barco. Era como uno de lafamilia, algo personal.

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Tyacke asintió, pero no dijo nada. Laconfidencia de Allday, expresada como de pasada,le había puesto nervioso, había dispersado susideas tan cuidadosamente preparadas y lo que ibaa decir.

Allday se alejó y se encorvó sobre el pequeñobarril de brandy que habían enviado los casacasrojas. Era extraño cuando se pensaba en ello.Bolitho y Tyacke eran muy parecidos. Si las cosashubieran sido diferentes para ellos, inclusopodrían haber cambiado sus papeles.

Oyó a Ozzard justo detrás suyo.—¡Ya puedes sacarle los ojos de encima a ese

pequeño barril, señor Allday! —Estaba allí conlos brazos cruzados y sus ojos vidriosos mirándolecon severidad—. Sé lo que pasa cuando le echasmano al brandy.

Los cañones de tierra dispararon de formaseguida y regular, como truenos retumbando porlas sombrías y extrañas colinas.

Allday le puso la mano en el hombro al

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pequeño hombrecillo.—Escúchales, amigo. ¡Ni siquiera saben por

qué están luchando!Ozzard sonrió irónicamente.—No como nosotros, ¿eh? ¡Corazón de

Roble[3]!Empezó a hacer rodar el brandy hacia las

sombras más oscuras de debajo de la toldilla yAllday dejó ir un suspiro. Un buen trago de brandyno habría estado mal, para variar.

Los dos se esforzaron en no mirar hacia la grancámara donde Warren había muerto y donde a otroestaban a punto de darle la oportunidad de vivir.

* * *

Tyacke esperó a que el centinela pronunciaraen voz alta su nombre sin mirarle a la cara.

Abrió la puerta y vio a Bolitho junto a losventanales de popa abiertos. Por lo demás, la

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cámara estaba vacía. Sus ojos la recorrieronrápidamente, recordando las pocas veces quehabía estado allí. Como en las anterioresocasiones, advirtió su falta total de personalidad.Era imposible juzgar a su anterior ocupante,aunque hubiera vivido allí durante tanto tiempo.¿Quizás Warren no había tenido nada que reflejar?Trató de no pensar en el revoltijo de cosas queatestaban la minúscula cámara de la Miranda, enla sensación de pertenencia que aquello le habíaproporcionado. Se había ido. Tenía querecordarlo.

—Siéntese, por favor. —Bolitho señaló haciauna pequeña mesa con dos copas y una jarra devino—. Me alegro de que haya venido.

Tyacke se estiró la casaca prestada que llevabapara darse tiempo a sí mismo con el fin de ponersus ideas en orden.

—Debo pedirle disculpas por mi atuendo, SirRichard. En la sala de oficiales de la Truculenthabía poco para elegir, ya sabe.

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Bolitho asintió.—Lo sé. Todas sus cosas descansan en el

fondo del mar, como muchas de mis más preciadasposesiones. —Se acercó a la mesa y sirvió doscopas del vino blanco que Ozzard habíaencontrado por alguna parte—. No estoyacostumbrado a este barco, señor Tyacke. —Sedetuvo con la botella en el aire y su miradadirigida hacia los ventanales cuando la cámara seestremeció ligeramente ante los cañonazos lejanos—. Supongo que esa es la diferencia entrenosotros y los militares. Los marinos somos comolas tortugas, en cierta manera, llevamos siemprenuestras casas con nosotros. Y se vuelven muypersonales; a veces, demasiado. Mientras que elpobre soldado sólo ve tierra delante suyo. —Sonrió de repente por encima del borde de su copa—. ¡Y pensar que yo estaba dándole un sermón ami ayudante sobre sentimientos!

Se sentó enfrente de Tyacke y estiró laspiernas.

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—Ahora hábleme de los hombres que iban conusted. Ese infante de marina, por ejemplo, ¿searrepintió de ir voluntario?

Tyacke se puso a describir el largo y difícilproceso de voltejear contra el viento paraacercarse a los mercantes. Y también la insolenciade Buller y su soberbia puntería. El desertorSwayne y el guardiamarina que de alguna manerahabía encontrado el coraje cuando más lonecesitaba. Las figuras imprecisas se ibanhaciendo reales a medida que hablaba de su valory sus miedos.

Bolitho rellenó las copas y dudó de si algunode los dos se daba cuenta de lo que estabanbebiendo.

—Usted le dio coraje a ese chico… lo sabe,¿no? —inquirió.

—Si no fuera por él, yo no estaría aquí —dijoTyacke con sencillez.

Bolitho le escrutó con mirada grave.—Eso fue entonces. Ahora es lo que importa.

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Me gustaría que cenara conmigo esta noche. Nadade hablar de la guerra… nos dejaremos llevar porla conversación. Ya tengo bastantes cargas. Y seme haría más ligera la carga si supiera que iba aconseguir alguna victoria personal antes de irmede aquí.

Tyacke creyó haberlo oído mal. ¿Cenar con elvicealmirante? Aquello no era una humilde goletay Sir Richard Bolitho no era ya un pasajeropaciente.

Se oyó a sí mismo preguntar:—¿Qué es lo que ocurre, Sir Richard? Si hay

algo que yo pueda hacer, no tiene más que decirlo.Puede que los acontecimientos me hayancambiado; pero mi respeto y mi lealtad haciausted, no. Y no soy de los que alaban para ganarmeel favor de nadie, señor.

—Créame, sé bien por lo que ha pasado; y loque está pasando ahora. Los dos somos oficialesde la Marina. El rango nos separa, pero seguimosmaldiciendo y despotricando de la incompetencia

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de otros, de esos a los que no les importa nada elpobre marinero hasta que ellos mismos están enpeligro. —Se inclinó hacia delante, bajando tantola voz que casi se perdía entre los suaves ruidosde su alrededor—. Mi difunto padre me dijo unavez una cosa, cuando yo era más joven que ustedahora, en una época en que todo parecía estar encontra nuestra. Me dijo: «Inglaterra necesita ahoraa todos sus hijos».

Tyacke escuchaba, con todo su resentimiento ysu desesperación contenidas, casi con miedo aperderse algo de aquel hombre reservado ycautivador que podía haber sido su hermano y noun envidiado almirante.

Bolitho dijo con la mirada perdida:—Trafalgar no ha cambiado eso. Necesitamos

barcos impecables para sustituir los que perdemosy también a los viejos veteranos como este. Perolo que más necesitamos son oficiales y marineroscon coraje y experiencia. Como usted.

—Usted quiere que olvide a la Miranda, Sir

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Richard, para que vuelva a ser un teniente de navíoútil otra vez. —La expresión de Tyacke habíacambiado. Parecía atrapado, incluso asustado—.Así…

—¿Conoce el bergantín Larne, señor Tyacke?—preguntó Bolitho observando la contenidadesesperación del hombre, su evidente luchainterior—. En este momento está con la escuadradel comodoro Popham.

Tyacke respondió:—Capitán de corbeta Blackmore. Lo he visto

algunas veces. —Parecía desconcertado.Bolitho alargó el brazo y cogió un sobre de

entre los papeles de Yovell.—Blackmore es afortunado. Ha sido ascendido

y va a ponerse al mando de un sexta clase. Quieroque usted se ponga al mando del bergantín.

Tyacke se le quedó mirando fijamente.—Pero yo no puedo… no tengo…Bolitho le entregó el sobre.—Aquí está la orden que le pone al mando del

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buque. Será confirmado por Sus Señorías cuandoles vaya bien, y también se adjunta su ascenso alrango de capitán de corbeta. —Forzó una sonrisapara tapar la confusión y la manifiesta emoción deTyacke—. ¡Veré que puede hacer mi ayudante paraconseguirle sin dilación un uniforme másapropiado!

Esperó, a la vez que servía más vino, yentonces preguntó:

—¿Hará usted esto… por mí, si es que no hayotra razón?

Tyacke se puso en pie sin ser consciente dehacerlo.

—Lo haré, Sir Richard, ¡y no encontraría unarazón mejor que esta!

Bolitho se levantó con expresión de alerta.—Escuche.—¿Qué ocurre, Sir Richard?Antes de que se diera la vuelta, Tyacke vio

claramente la emoción que embargaba los ojos deBolitho, tan claramente como él mismo había

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mostrado la suya unos momentos antes.Bolitho dijo bajando la voz:—Los cañones. Ahora están en silencio. —Le

miró y añadió—: Eso significa, capitán de corbetaTyacke, que se ha terminado. El enemigo se harendido.

Sonó un breve golpeteo en la puerta y Jenourcasi irrumpió en la cámara.

—¡Acabo de oírlo, Sir Richard!Su almirante le sonrió. Fue un momento que

Jenour recordaría durante mucho tiempo.Entonces, Bolitho dijo:—Ahora podemos irnos a casa.

* * *

El capitán de fragata Daniel Poland estaba depie con los brazos cruzados observando a todosaquellos marineros de torso desnudo que corrían asus puestos. Desde el cabrestante llegó el sonido

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de un violín acompañado del canto del salomadorde la Truculent, un viejo marinero con una vozsorprendentemente potente.

Cuando le dimos al maldito mesié, nos distecarne y cerveza.

Ahora no tenemos nada que beber ni comer,¡porque no tienes nada que temer!Un ayudante de contramaestre bramaba en cada

intervalo:—¡Virad! ¡Virad! ¡Deslomaos si queréis

volver a ver la vieja Inglaterra!El primer oficial carraspeó discretamente.—El almirante, señor.Poland pasó su mirada del grupo de figuras

que se arrimaban en el cabrestante a las vergas.—Gracias, señor Williams, pero no tenemos

nada que ocultar.Se llevó la mano al sombrero cuando vio

acercarse a Bolitho pasando por debajo de labotavara de mesana, con su rostro y su pecho comocobre batido bajo el sol mortecino.

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—Listos para salir, Sir Richard.Bolitho estaba escuchando el violín y el hablar

cantando del Salomador. «Porque no tienes nadaque temer». Una saloma que venía de muchotiempo atrás y que era sometida a ligerasvariaciones para adaptarse a la campaña o laguerra en curso. Bolitho se acordó de su padrehablando sobre ella cuando describía la batalla deQuiberon Bay. La desesperación del marinero porlos que luchaban y morían con tanta frecuencia.

Era un ocaso inspirador, pensó; pocos pintorespodrían hacerle justicia. El mar, la masa lejana deTable Mountain y todos los barcos fondeadosbrillaban como metal fundido. Sólo el viento terraldaba vida a la imagen, con las pequeñas olasavanzando hacia la oscuridad para despertar alcasco y borbotear alrededor de la proa. Bolithopercibía el final del calor del día, como un alientocálido, y se preguntó por qué Poland no podíamostrar ninguna excitación ante la partida.

Oyó el fuerte repiqueteo del primer linguete

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del cabrestante y las ásperas palabras de alientodel contramaestre para que los marinerosempujaran las barras con todas sus fuerzas.

Bolitho miró los otros barcos, con sus portasabiertas relucientes como hileras de ojosvigilantes. Su papel había acabado, y mientras elanochecer caía sobre Table Bay, había cogido uncatalejo para mirar la bandera británica queondeaba ahora sobre la batería principal. Allí sequedaría.

Parte de la escuadra ya se había marchado dela bahía para empezar el largo camino de vuelta aInglaterra. Dos navíos de línea, cinco fragatasincluyendo la Zest de Varian y una flotilla debuques más pequeños y variados. Puesto queInglaterra esperaba el siguiente movimiento de suvieja enemiga, aquellos refuerzos serían más quebienvenidos. Otros buques, incluido el Themis, lesseguirían tan pronto como el ejército hubieraestablecido su control total de Ciudad del Cabo yde los fondeaderos que les protegerían de

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cualquiera que osara acercarse con intencioneshostiles. Los esqueletos carbonizados de los dosbuques de Indias holandeses serían un sombríorecordatorio del precio de la autocomplacencia,pensó.

Se acordó de la cara de Tyacke en el momentode su último apretón de manos, y de su voz aldecir: «Le doy las gracias por darme otraoportunidad de vivir, Sir Richard». A lo queBolitho había respondido: «Puede que másadelante también me maldiga». «Lo dudo», habíadicho Tyacke, «el Larne es un buque magnífico.Será un reto después de la Miranda». Habíapronunciado el nombre de la goleta como si fuerael de un amigo muerto. «¡Pero el buque y yoaprenderemos a respetarnos mutuamente!».

El Larne estaba ya envuelto en la oscuridad,pero Bolitho pudo ver su luz de fondeo, y dealguna manera supo que Tyacke estaría allá encubierta mirando cómo la Truculent levaba elancla del fondo.

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Por el alcázar iban y venían sombras, y Bolithose apartó para dar a su comandante la libertad quenecesitaba para hacerse a la vela. Vio a Jenourjunto a la batayola y a una figura más pequeña a sulado. Esta hizo ademán de marcharse pero Bolithodijo:

—¿Qué le parece, señor Segrave, tantaexperiencia para una estancia tan corta?

El joven le miró a los ojos bajo el resplandorde tonos cobrizos.

—M-me alegro de haber estado aquí, SirRichard. —Se volvió, con el cabello ondeandobajo la cálida brisa, cuando el cabrestante empezóa repiquetear más rápido, moviendo los linguetesmientras el largo cable continuaba subiendo abordo.

Bolitho le miró y recordó sus primerostiempos en la mar, cuando compartía el peligro yel alborozo propio de la edad con otrosguardiamarinas como Segrave.

—¿Es que también lamenta irse?

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Segrave asintió lentamente y por un momentose olvidó de que estaba hablando con unvicealmirante, el héroe a quienes otros habíandescrito de tan diferentes maneras.

—Sólo espero que cuando vuelva a mi antiguobarco… —No tuvo que terminar la frase.

Bolitho observó cómo el bote de ronda pasabamuy lentamente por el costado con los remos enalto como saludo y un teniente de navío de piepara quitarse el sombrero hacia su insignia delpalo trinquete. Quizás también hacia el hombrepropietario de la misma.

—A uno se le puede partir el corazón por muyjoven o muy viejo que se sea. —Bolitho notó queJenour se giraba para escuchar—. El valor es algomás. Creo que va a tener poco de qué preocuparsecuando vuelva a su barco.

Jenour quiso sonreír pero el tono de voz deBolitho era demasiado serio. Sabía que Yovellhabía ya redactado una carta para el comandantedel buque de Segrave. Eso sería suficiente. Si no

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lo era, el comandante pronto sabría que Bolithopodía ser implacable en lo que se refería a labrutalidad.

—Gracias, señor.Bolitho se apoyó en la batayola y pensó en

todas las millas que quedaban por delante. Seríamuy diferente de la rápida travesía que le habíatraído allí. ¿Con qué se iba a encontrar? ¿Sentiríaaún lo mismo Catherine por él después de aquellaseparación?

Cuando volvió a mirar, el guardiamarina sehabía ido.

—Lo va a hacer bien, Sir Richard —dijoJenour.

—Entonces, ¿lo sabía, Stephen?—Lo deduje. Allday hizo que encajaran las

piezas. Su vida debe de haber sido un infierno,nunca debió haberse embarcado.

Bolitho sonrió.—Nos cambia a todos. Incluso a usted.Entonces notó que el corazón le daba un vuelco

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cuando llegó el grito desde proa.—¡Ancla casi a pique, señor!Sonaron los pitos y un hombre lanzó un

gruñido cuando el rebenque le espoleó para quesiguiera a los otros a las drizas y brazas.

El teniente de navío Williams informó:—¡Listos, señor!—¡Largar velas de proa! —Poland parecía

tranquilo, distante. Bolitho se preguntó qué era loque le movía, por qué no le gustaba Varian y quéesperanzas tenía más allá del ascenso.

Levantó la vista hacia la arboladura, donde loscuerpos tensos y en escorzo de los gavieros seesforzaban largando las velas al viento. Encubierta, otros hombres esperaban en las brazaspreparados para transformar su buque fondeado enun veloz pura sangre. ¿Qué sería de la mayor partede ellos cuando la Truculent llegara a Inglaterra?¿Se quedarían encerrados a bordo mientrasaguardaban nuevas órdenes o serían enviados aotros barcos para reforzar a los hombres de tierra

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adentro y los recién apresados por las patrullas deleva que no sabían nada del mar ni de la Marina?El violín estaba tocando una tonada más animada yel cabrestante viraba aún más deprisa, comoqueriendo acelerar la partida.

Bolitho dijo:—En Inglaterra será verano, Stephen. Qué

rápidamente pasan los meses.Jenour se volvió, quedando su perfil en la

oscuridad, como si, igual que Tyacke, tuvierasolamente media cara.

—Un año de victoria, Sir Richard.Bolitho le tocó el brazo. «Las esperanzas de la

juventud no tienen límites».—¡Ya no creo en milagros!—¡El ancla ha zarpado, señor!Bolitho se cogió a la batayola. El barco

pareció ir hacia atrás cuando el ancla fue levada ytrincada en la serviola. Hasta aquello parecíasimbolizar la diferencia que había vivido allí.Cuando fondearan una vez más en Inglaterra, en

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otro hemisferio, echarían el ancla del otro costado.La Truculent viró con las velas dando

latigazos en confusión mientras las figurasimprecisas corrían de un lado a otro parasometerla a su control. Hull, el piloto, gritó:

—¡Aguanta así!Bolitho observó cómo él y sus timoneles

aferraban con fuerza las cabillas dobles, con susmiradas brillantes bajo el sol que desaparecía.Pensó en Simcox, que un día habría sido comoHull. Lo deseaba más que ninguna otra cosa, perono lo bastante como para dejar a su amigo cuandosu vida estaba en peligro.

—El destino es el destino —dijo.Jenour le miró.—¿Señor?—Son pensamientos, Stephen. Sólo

pensamientos.Las gavias tomaron viento y la cubierta se

estabilizó mientras la Truculent apuntaba su proahacia el cabo y las inmensidades desiertas y

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cobrizas de detrás.—¡Oes-sudoeste, señor! ¡En viento!La boca de Poland dibujaba una línea

apretada.—Orce una cuarta. Tan de ceñida como pueda.

—Esperó a que el primer oficial volviera a popa—. Dé las mayores y los sobrejuanetes tan prontocomo nos hayamos puesto en franquía, señorWilliams. —Lanzó una mirada rápida hacia lafigura de Bolitho, que estaba junto a la batayola—.Sin fallos.

Bolitho se quedó en cubierta hasta que la costay los buques fondeados se perdieron en laoscuridad. Esperó hasta que el mundo se redujo alos rociones que levantaba la fragata y lafosforescencia que dejaba en su estela, con uncielo tan oscuro que no se distinguía del océano.Sólo entonces se fue abajo, donde Ozzard semovía de un lado a otro preparando la cena que setomaría más tarde de lo normal.

Bolitho se fue hasta los ventanales de popa,

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que tenían manchas de sal y gotas de los rociones,y pensó en sus días como capitán de fragata. Salirde puerto siempre había sido excitante, comoexperimentar una extraña libertad. Era una lástimaque Poland no lo viera de esa manera. O quizásestaba simplemente contando los días hasta quepudiera desembarazarse de su responsabilidad, lade cuidar de un vicealmirante.

Levantó la vista cuando se oyeron unas fuertespisadas en la cubierta y las voces que resonaban através del viento y del estruendo de las velas y elaparejo. Aquello nunca cambiaba, pensó, inclusodespués de todos aquellos años. Todavía tenía lasensación de que debía estar ahí arriba, tomandodecisiones, haciéndose cargo del barco yaprovechando al máximo sus posibilidades.Esbozó una sonrisa resignada. No, nunca se iba aacostumbrar a ello.

En el camarote contiguo, se sentó junto a sucofre abierto y se miró en el espejo del interior dela tapa.

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Todos se pensaban que era más joven de lo querealmente era. Pero, ¿qué pensaría ella a medidaque pasaran los años? Pensó de repente en losjóvenes oficiales que probablemente se estaríansentando para disfrutar de su primera comida fuerade puerto, compartiendo su mesa con Jenour yposiblemente tratando de sonsacarle algo sobre elhombre al que servía. Puede que no estuviera malpara variar un poco de los abundantes rumores quecorrían, pensó. Miró su imagen reflejada y sumirada implacable, como si estuviera pasandorevista a uno de sus subordinados.

Tenía cuarenta y nueve años. Dejando loshalagos de lado, esa era la cruda verdad.Catherine era una mujer encantadora y apasionada,una mujer por la que cualquier hombre lucharía ymoriría si era un hombre de verdad. Hacía volverla cabeza a su paso, ya fuera en la corte o en lacalle. Puede que algunos se arriesgaran acortejarla ahora que sabían algo del amor quecompartía con él, del affaire, como muchos lo

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calificarían.Bolitho se apartó el mechón blanco de pelo de

la frente, detestándolo, consciente de que estabasiendo estúpido y de que no mostraba mayorsensatez que un guardiamarina enamorado.

«Estoy celoso, y no quiero perder su amor.Porque es mi vida. Sin ella, no soy nada».

Vio que Allday miraba hacia el interior delcamarote desde la puerta. Dijo:

—¿Quiere que Ozzard sirva el vino, SirRichard? —Vio la expresión de Bolitho y creyósaber por qué estaba preocupado. Dejarla habíasido muy difícil. Volver podría ser más duro paraél a causa de todas sus dudas.

—No tengo hambre. —Oyó cómo el mar rugíacon ganas a lo largo del casco, y supo que el barcoestaba ya navegando en mar abierto, lejos de laprotección de tierra.

Si pudieran ir más rápido y reducir aquelladistancia que les separaba…

Allday dijo:

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—Ha hecho usted mucho, Sir Richard. No haparado un momento desde que llegamos. Mañanavolverá a ser el de siempre, ya lo verá.

Bolitho miró su reflejo en el espejo. «Nunca ledejo respirar tranquilo».

Allday lo intentó de nuevo.—Es un plato estupendo de cerdo bien

rebozado con pan, como a usted le gusta. ¡No va aprobar nada tan bueno como esto en muchassemanas!

Bolitho se giró en su silla y dijo:—Quiero que mañana me corte el pelo. —

Como Allday no decía nada, añadió molesto—:Supongo que piensa que es una idiotez, ¿no?

Allday respondió con diplomacia:—Bueno, Sir Richard, yo veo que la mayoría

de los jovenzuelos de la cámara de oficialesprefieren el estilo de ahora. —Movió su coleta yañadió en tono de reproche—: No veo quéimportancia tiene.

—¿Puede hacerlo?

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Una lenta sonrisa se abrió paso en la caracurtida de Allday.

—Por supuesto que lo haré, Sir Richard.Entonces, el verdadero significado de lo que le

pedía su almirante le golpeó como si fuera unporrazo.

—¿Puedo decirle lo que opino, Sir Richard?—¿Se lo he impedido alguna vez?Allday se encogió de hombros.—Bueno, casi nunca. Es decir, no muchas

veces.—¡Siga, condenado granuja!Allday suspiró. Aquello estaba mejor. El brillo

de siempre en aquellos ojos grises. El amigo, nosólo el almirante.

—He visto lo que ha hecho por el señorTyacke…

—¡Lo que habría hecho cualquiera! —espetóBolitho.

Allday se mantuvo firme.—No, otros no habrían movido un dedo, y

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usted lo sabe, si me permite decirlo.Se miraron fijamente, como adversarios, hasta

que Bolitho dijo:—Bien, suéltelo ya.Allday prosiguió:—Sólo sé que lo justo sería que usted se

guardara algo para sí mismo, ¡y también sé lo queme digo! —Hizo una mueca de dolor y se llevó lamano al pecho, viendo la inmediata preocupaciónde la cara de Bolitho—. Lo ve, Sir Richard, ¡loestá haciendo ahora mismo! Está pensando en mí,en cualquiera menos en usted mismo.

Ozzard hizo un ruido discreto con la vajilla enla cámara y Allday concluyó con firmeza:

—Esa dama le adoraría aunque fuera ustedcomo el pobre señor Tyacke.

Bolitho se puso en pie y pasó a su lado.—Quizás coma algo después de todo. —Miró

a su patrón y a Ozzard—. Si no, me parece que novoy a tener descanso. —Mientras su criado seencorvaba para servir vino, Bolitho añadió—:

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Abra el brandy del general ahora mismo. —HaciaAllday dijo—: Baird tenía razón. ¡Y tanto que nosirían bien unos cuantos miles más como usted!

Ozzard dejó el vino en un enfriador y pensócon tristeza en el espléndido aparador que ella lehabía regalado y que estaba en alguna parte delfondo del mar, entre los restos del Hyperion.Había visto la mirada entre Bolitho y su curtidopatrón. Había un vínculo del todo inquebrantable.

—Coja algo de brandy, Allday, y lárguese —dijo Bolitho.

Allday se giró cuando estaba junto a la puertadel mamparo y miró hacia Bolitho, que se sentabaa la mesa. Había estado tantas y tantas vecesdetrás suyo en incontables lanchas y canoas.Viendo siempre el cabello negro atado en unacoleta a la altura de la nuca. Con el peligro y lamuerte acechando por todas partes, y también enlos momentos de júbilo, la coleta siempre habíaestado allí, a su espalda.

Cerró la puerta tras de sí y le guiñó el ojo al

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centinela inmóvil. Con sus aciertos y susdesaciertos, y sin que importara cómo se lasarreglaran a pesar de tener a tantos en su contra,Bolitho y su dama saldrían adelante. Sonrió para símismo, recordando el día en que ella habíahablado a solas con él. «La mujer de un marino».

Y que el cielo ayudara a cualquiera queintentara interponerse entre ellos.

* * *

En los días y semanas que siguieron, mientrasla Truculent se abría camino hacia el noroeste endirección a las islas de Cabo Verde contraperversos cambios de viento que sólo parecíanempeñados en retrasar su travesía, Bolitho seencerró en sí mismo aún más que en el viaje deida.

Allday sabía que era porque esta vez no teníanada que preparar ni planificar, y ni siquiera podía

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participar en los asuntos del barco para distraerse.Jenour había percibido también el cambio cuandodaba sus paseos diarios por cubierta; rodeado porla gente de la Truculent y la rutina de cualquierbuque de guerra, y aun así, completamente solo.

Cada vez que salía a cubierta, examinaba lacarta náutica u observaba al piloto instruyendo alos guardiamarinas en la toma de alturas. A Polandprobablemente le molestaba, y se tomaba lasregulares revisiones de los cálculos y nudos comouna crítica tácita.

Bolitho incluso había delegado en Jenouralgunas cuestiones básicas, algo de lo que se habíaarrepentido casi al instante. Se había quedadomirando ensimismado el mar desierto y habíadicho: «¡Esta espera me está destrozando,Stephen!».

Ahora, se había quedado profundamentedormido en su catre después de estar despierto lamitad de la noche, atormentado por pesadillas quele habían dejado temblando de manera

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incontrolable.Catherine mirándole con ojos amorosos y

luego riéndose mientras otro se la llevaba sin queella se resistiera lo más mínimo. Catherine, dulcey flexible entre sus manos y luego fuera de sualcance mientras él se despertaba gritando sunombre.

Habían transcurrido siete semanas y dos díasexactamente desde que Bolitho había visto TableMountain envuelta en la oscuridad. Rodó decostado respirando aceleradamente y con la bocaseca mientras trataba de acordarse de su últimosueño.

Con un sobresalto se dio cuenta de que Alldayestaba junto a su catre con su figura en sombras ycon un tazón humeante. La mente de Bolitho setambaleó y su tono de voz dejó traslucir su estado.

—¿Qué es lo que pasa?Con algo cercano al terror se llevó la mano a

la cara, pero Allday murmuró:—Va todo bien, Sir Richard, su ojo no le está

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engañando. —Se levantó con torpeza del catre ysiguió a Allday a la cámara.

Si el barco parecía estar a oscuras, tras losventanales de popa la superficie del mar estaba yapálida y definida, como peltre bruñido.

Allday le condujo hasta el ventanal de la aletay dijo:

—Sé que es un poco pronto, Sir Richard. Laguardia de alba hace poco que está en cubierta.

Bolitho se quedó mirando fijamente hasta quesus ojos le escocieron. Oyó decir a Allday:

—He pensado que querría que le llamara sinque importara la hora.

Allí no había sol candente ni amanecerbrillante alguno. Limpió el grueso vidriomanchado de sal con la manga y vio la primerapunta de tierra que se movía lentamente a través deaire brumoso y grisáceo. Y las olas que saltabancontra ella como espectros, perdiéndose su fragoren la lejanía.

—¿Lo reconoce, amigo mío? —Notó que

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Allday había asentido pero no decía nada. Quizásno pudiera—. El Lizard[4] —exclamó Bolitho—.Tierra… ¡y a buen seguro que no puede habermejor avistamiento que este! —Se levantó delbanco de popa y miró hacia la penumbra de lacámara—. Aunque pasaremos demasiado lejospara verlo, estaremos frente a Falmouth a las ochocampanadas.

Allday le observó mientras paseaba congrandes zancadas por la cámara derramando algode café sobre la lona a cuadros de la cubierta. Sealegraba de estar despierto para poder oír el gritodel vigía hacia el alcázar.

—¡Tierra por la amura de sotavento!El Lizard. No era un avistamiento cualquiera,

sino la costa rocosa de Cornualles.Bolitho no vio el alivio y la satisfacción de la

mirada de Allday. Era como una nube que semarchaba. La amenaza de tormenta que daba pasoa la esperanza. Ella estaría en su habitación enaquel mismo instante, y no sabría lo cerca que

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estaba él.Allday cogió el tazón y sonrió.—Voy a beber algo.Podía perfectamente no haber dicho nada.

Bolitho había sacado el guardapelo que ella lehabía regalado y estaba mirándolo fijamentemientras la luz grisácea iba penetrando poco apoco en la cámara.

Allday abrió la puerta de la pequeña despensa.Ozzard estaba durmiendo acurrucado en unaesquina. Con sumo cuidado, levantó el brazoextendido que Ozzard tenía sobre el pequeñobarril de brandy y lo abrió ante el tazón.

«En casa otra vez». Se llevó el tazón a loslabios justo cuando los pitos trinaron paradespertar a los hombres para el nuevo, aunquediferente, día.

«¡Y nunca es demasiado pronto paracelebrarlo!».

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VIII

LUNA LLENA

Bryan Ferguson se secó la cara con un pañuelomientras se apoyaba en los escalones quefranqueaban el muro para recuperar el aliento. Elviento de mar no era rival para el sol abrasadorque caía sobre la masa gris del castillo dePendennis y que hacía que el resplandor que sereflejaba en el mar no dejara mirarlo mucho ratoseguido.

Era una vista de la que nunca se cansaba.Sonrió para sí mismo. Llevaba veinte años comomayordomo de la propiedad de los Bolitho. Aveces le parecía imposible. La casa Bolitho estabadetrás suyo, bajando la ladera donde los camposestaban llenos de flores silvestres y las hierbasaltas ondeaban bajo el viento como ondas en elagua.

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Entrecerró los ojos para mirar hacia elestrecho y sinuoso sendero que subía por elacantilado y lo rodeaba. La vio allá de pie, dondeel mismo dibujaba una curva y se perdía; era unpunto traicionero en la oscuridad o en cualquiermomento del día si no se iba con cuidado. Si unose caía a las rocas de abajo, no había una segundaoportunidad.

Ella le había dicho que se quedara junto a losescalones, no sabía si para que descansara oporque necesitaba estar sola. La miró con calladaadmiración. Su cabello, no demasiado recogido yazotado por el viento, y su vestido ceñido alcuerpo, la hacían parecer una hechicera de unviejo poema o cuento, pensó.

El servicio de la casa la había recibido concautela y se negaban a hablar de su presencia allícon la gente del pueblo, pero estaban preparadospara defenderla tal como Bolitho les habíaindicado.

Ferguson y su esposa, que era el ama de llaves,

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pensaban que la dama de Bolitho iba a quedarse almargen de la propiedad y de los asuntos de lamisma. Movió la cabeza de un lado a otro cuandola vio volverse y empezar a bajar por el senderohacia él. Qué equivocados habían estado. Casidesde el momento en que ella había vuelto dePortsmouth tras despedirse de Bolitho, habíamostrado interés en todo. Y siempre había pedidolas cosas, no ordenado. Ferguson trató de nopensar en Lady Belinda, que había sidocompletamente al revés. Eso le hizo sentirincómodo y ligeramente desleal.

Había montado con él para visitar laspequeñas casas de los alrededores que formabanparte del patrimonio de los Bolitho; y aquellohabía dado pie para explicarle el tamaño originalde la propiedad en los tiempos del padre deBolitho, el capitán de navío James Bolitho. Granparte de la misma se había vendido para pagar lasdeudas acumuladas por su otro hijo Hugh, que trasuna reyerta por cuestiones de juego había

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desertado de la Marina y se había unido a losnorteamericanos en su lucha contra la Corona.

Ferguson se miró su manga vacía. Como JohnAllday, había sido apresado por la patrulla de levano muy lejos de allí y llevado a la fragataPhalarope, el barco de Bolitho. Ferguson habíaperdido el brazo en la batalla de las Saintes.Esbozó una sonrisa sarcástica. Y todavía estabanjuntos.

Otras veces, como aquel día, ella habíapaseado con él preguntándole sobre las cosechas,los precios de las semillas, el arado de la tierra ydónde se vendían el grano y las hortalizas de lapropiedad. No, no había conocido a nadie comoella.

Había conseguido comprenderla durante losprimeros días de su estancia allí, cuando le habíaenseñado la vieja casa, mostrándole y diciéndolelos nombres de los antepasados Bolitho retratadosen los cuadros. Desde el viejo capitán de navíoJulius, que había muerto allí en Falmouth

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intentando romper el bloqueo del castillo dePendennis por los Roundhead[5], hasta el pasadomás reciente. En una pequeña habitación, ycubierto por una sábana, había encontrado elretrato de Cheney. Le había pedido que lo pusieraal lado de la ventana para poder verlo. En aquellahabitación silenciosa, Ferguson la había oídorespirar y había visto el movimiento rápido de supecho mientras miraba atentamente el retrato antesde preguntar: «¿Por qué está aquí?». Él habíatratado de explicárselo, pero ella le habíainterrumpido con tono tranquilo: «La señorainsistió en ello, sin duda, ¿no es así?». No habíasido una pregunta.

Entonces, y tras pensarlo un momento, habíadicho: «Lo haremos limpiar. Los limpiaremostodos». Él había entrevisto una extraña excitaciónen sus ojos oscuros y había sentido una especie deorgullo por compartir aquello. Aquella mujer quepodía volver loco a un hombre; pero también pudoimaginársela fácilmente con un Brown Bess[6] en

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el hombro, como se lo había descrito Allday.Había dado un paso atrás para mirar otra vez

el retrato de Cheney. Fue un regalo de la mismaCheney, una sorpresa para Bolitho al volver de laguerra. Pero en la casa no había estadoesperándole ella, sólo su retrato. Cheney y el hijoque esperaba habían muerto en un accidente decarruaje.

Catherine había mirado a Ferguson a los ojoscuando él intentaba contárselo y le había cogido elbrazo con compasión. «Usted era el que lallevaba». Sus ojos se habían dirigido hacia sumanga vacía. «Hizo usted todo lo que pudo».

Entonces había comentado: «Así que, cuandovine aquí, ustedes decidieron ocultármelo todo.¿Qué esperaban de mí? ¿Envidia?». Había negadocon la cabeza con los ojos empañados. «Como elocéano, el océano de Richard, algunas cosas sonpara siempre».

Y así, el retrato volvió a su sitio original, en suhabitación, de cara a la ventana y al mar que se

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veía por la misma, del color de los ojos deCheney.

Enderezó la espalda cuando ella bajó hasta losescalones y le tendió la mano para ayudarla afranquear el muro. Incluso en ese momento, con sucabello fuera de la cinta en que lo llevaba atado,con tierra mojada y polvo en su vestido, parecíaemanar fuerza interior. Era más alta que Ferguson;no debía de haber mucha diferencia entre ella yBolitho, pensó. Ella le apretó la mano al subir. Notenía importancia, pero de nuevo pudo sentirlo;fuerza, ternura, desafío, estaba todo allí.

—Esa tierra de allá. ¿Qué se ha hecho conella?

Ferguson respondió:—Cayeron demasiadas rocas de la colina. No

se puede arar. Y también tenemos ese viejobosquecillo. —Miró la curva de sus labios y se laimaginó a ella y a Bolitho juntos. Cuando volvió ahablar, su voz era ronca, de modo que ella le miróa los ojos con mirada penetrante; como si pudiera

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ver a través de ellos lo que tenía en la cabeza enaquellos momentos.

Entonces, ella mostró una amplia sonrisa ydijo:

—Veo que voy a tener que vigilarle, señorFerguson, ¡manco o no manco!

Ferguson se ruborizó, hecho que, después deservir en el mar y de llevar la propiedad durantetanto tiempo, era algo excepcional.

—Discúlpeme, milady —farfulló como pudo.Miró a lo lejos—. No tenemos a los hombres, yasabe. Todos llevados por la patrulla de leva.Viejos y lisiados, eso es lo único que tenemos.

Cuando volvió a mirarla, se sorprendió al verla emoción que embargaba sus ojos.

—No es usted un lisiado. Juntos haremos algocon esa tierra. —Estaba pensando en alto y su tonode voz fue de repente más intenso—: ¡No me voy aquedar quieta viendo cómo todos los que vivenbien gracias a su coraje sacan todo lo que puedende él! No me gusta ese señor del lugar… —frunció

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la boca para decirlo—… el Rey de Cornualles,que así le llaman, ¿no? ¡Él no parece tenerdificultades para sacar partido a sus tierras!

—Con prisioneros franceses, milady. Esmagistrado, además. —Se alegró de cambiar detema. Volvió a sentirse culpable, consciente de queella se había referido también a Belinda y su grancasa de Londres.

—Sin embargo, es un hombre justo. En todocaso, me gusta su esposa, la hermana favorita deSir Richard, ¿no es así?

Ferguson se puso a su altura y tuvo queacelerar el ritmo para mantener su paso.

—Sí, milady. La señorita Nancy, que así lallamaban entonces, estaba enamorada del mejoramigo de Sir Richard.

Ella se detuvo y le escudriñó lentamente.—¡Cuánto sabe usted! Le envidio todas las

cosas que ha vivido con él y que yo no he visto. —Siguió adelante, esta vez más despacio, cogiendouna flor de un muro de piedra al pasar junto al

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mismo—. Le tiene usted mucho afecto también,¿verdad?

Ferguson saludó con la mano a un grupo queestaba trabajando en el campo.

—No serviría a nadie más.Miró las figuras, que estaban tirando de un

carro grande. La mayoría eran mujeres, pero sequedó sin respiración al reconocer al viejomarinero, el cojo llamado Vanzell. Hasta él estabahaciendo fuerza para moverlo.

Ferguson vio la cara de la mujer y supo queestaba acordándose de cómo Bolitho la habíasacado de la inmundicia y el horror de la cárcel deWaites de Londres.

Su marido había conspirado y mentido paraque la deportaran. Por lo que le había contadoAllday, era muy posible que hubiese muerto antes.Allday había dicho que Bolitho estaba fuera de síaquel día y que la había sacado de allí medio acuestas, llevándose consigo al viejo Vanzell, queera guarda de la cárcel y le había informado de su

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cautiverio. Habían varios como él en la propiedad.Hombres como Vanzell, que habían servido en sudía con Bolitho, y mujeres que habían perdido asus maridos o hijos bajo su mando.

—Ha hecho muchas cosas —dijo ella—. Se lopagaremos de alguna forma haciendo que la tierravuelva a revivir de nuevo. Está Escocia, ellossiempre necesitan grano, ¿no es así?

Ferguson sonrió.—¡El transporte por barco es caro, milady!Ella le miró pensativa, y entonces se rió de la

manera que le había oído hacer cuando Bolithoestaba con ella.

—Siempre hay… —Se calló cuando llegaron ala puerta de las cuadras.

Su piel estaba todavía bronceada por el sol apesar de haber pasado el invierno allí, peroFerguson juraría más tarde a su mujer que se habíaquedado más pálida que un muerto.

—¿Qué ocurre, milady? ¿Algo va mal?Ella se llevó la mano al pecho.

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—¡El cartero!El chico, con su sombrero con escarapela y sus

calzones, estaba charlando con Matthew, elcochero jefe.

Ferguson dijo:—Debe de ser del pueblo, milady. Aunque es

una hora poco habitual. —Hizo una señaapremiante al joven—. ¡Ven muchacho, rápido!

El cartero saludó llevándose la mano alsombrero y mostró una sonrisa un tantodesdentada.

—Para usted, madame.—Muestra respeto o te voy a… —dijo entre

dientes Ferguson.—Gracias —dijo ella poniéndose de espaldas

al sol para mirar la carta—. ¡No lleva señas!Ferguson, que estaba a su lado, asintió.—Apostaría a que es la letra de un secretario.Ella le miró pero él se dio cuenta de que ni

siquiera le veía.—Algo le ha pasado. Por Dios, no puedo…

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El joven, que era servicial pero no muyespabilado, dijo amablemente:

—Es del correo, ya sabe. —Volvió a sonreír—. Tuvieron que firmar por esa carta. —Miró suscaras y añadió dándose importancia—: ¡Es deLunnon!

—Tranquila, milady. —Ferguson le cogió delbrazo—. Entre en la casa.

Pero ella estaba ya rasgando el sobre, que dejóa la vista otra carta sellada en su interior.

Ferguson oyó que su esposa bajaba losescalones de piedra para unirse a ellos; casi ni seatrevía a respirar. Así sería como pasaría.Aquellos retratos familiares contaban la mismahistoria. No había un solo hombre Bolithoenterrado en Falmouth. Todos habían muerto en elmar. Ni siquiera el capitán de navío Julius habíasido encontrado tras explotar su barco allá abajoen Carrick Road en 1646.

Ella le miró y dijo:—Está en Londres. —Miró la carta como si

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estuviera soñando—. Se ha terminado la lucha enBuena Esperanza. Ciudad del Cabo ha caído. —Empezó a temblar pero no hubieron lágrimas.

Grace Ferguson le pasó su brazo regordete porla cintura y murmuró:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin!—¿Qué fecha tiene, milady? —preguntó

Ferguson.Ella pareció recobrar el control con un

esfuerzo físico.—No lleva. —Miró lo escrito. Eran muy pocas

líneas, como dejando patente su prisa, sunecesidad de estar con ella.

Ella exclamó:—Lo presentí hace unas cuantas noches. Me

levanté de la cama y miré hacia el mar. —Cuandose dio la vuelta, sus ojos estaban brillando defelicidad—. Él estaba allí, de pasaje haciaPortsmouth. Lo supe.

Ferguson puso una moneda en la manomugrienta del chico. Habían sido unos momentos

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de angustia. Supuso que el sobre de fuera era paraocultar su verdadero contenido de miradasindiscretas. Esta vez sería así, y tendrían queafrontarlo juntos.

El cartero no se fue todavía y parecía decididoa descubrir de qué iba aquello.

Dijo:—El cochero me contó por qué el correo llega

tarde, ¿sabe, señor? Una de las diligencias perdióuna rueda durante el camino ¡menudo susto sedieron!

Ferguson le fulminó con la mirada. Así que lacarta llegaba tarde. Miró el perfil de la señora yvio la alegría que siempre había tratado demantener bajo control mientras él estaba lejos. Porsi…

—Podría estar aquí en uno o dos días, milady—dijo Ferguson. Trató de buscar argumentos en sucabeza—. Debía tener que verles en elAlmirantazgo. Tenía que informar. —Sonrió,acordándose de la constante frustración de Bolitho

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por las tardanzas que siempre seguían al calor dela acción—. Después, tendría que… —Giró lacabeza al oír ruido de cascos de caballo en lacalle que bajaba hacia la plaza del pueblo y laiglesia donde se recordaba a los Bolitho.

—Este no es uno de mis caballos, milady —dijo Matthew no muy convencido.

Pero ella estaba ya corriendo, sin importarlenada las atentas miradas y las caras boquiabiertasde los presentes.

Era imposible; no podía ser él tan pronto. Casicegada por la emoción, pasó corriendo por lapuerta de la propiedad cuando el caballo y sujinete aparecieron ante la misma.

Cuando Bolitho desmontó y la abrazó, ellaapretó su cara contra la de él y dijoentrecortadamente:

—Oh, querido mío, ¿qué vas a pensar? Quéaspecto debo tener… ¡Quería estar bien pararecibirte!

Él le puso la mano bajo la barbilla y la miró

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unos instantes, quizás para asegurarse de que noera un error, ni un sueño soñado por ambos.

—Ha habido retrasos —dijo—. No podíaesperar. Tenía miedo de que tú no…

Ella puso sus dedos en su boca.—Bueno, estoy aquí, y quiero que sepas…El resto se perdió cuando sus bocas se unieron.

* * *

—Allá. No estaba tan lejos, ¿no?Bolitho se giró junto a la ventana y miró cómo

ella se acercaba desde el pie de la escalera. Sucabello oscuro estaba todavía suelto pero peinadopor detrás de los hombros y se había puesto unsencillo vestido verde oscuro.

Fue hacia ella y la cogió entre sus brazos.—¡Estarías hermosa aún con ropa de marinero!Ella volvió ligeramente la cabeza.—Cuando me miras así siento que voy a

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sonrojarme como una jovencita atontada. —Escudriñó su cara—. ¿Cómo estás? Tu ojo…

La besó en la mejilla, percibiendo con todo suser su proximidad, el contacto de su cuerpo contrael de él. Todas las dudas, todos los recelosparecían no haber existido nunca, como laoscuridad que se desvanece al amanecer. Eracomo si nunca se hubiera ido. Abrazarla y hablarcon ella parecía tan natural que excluía todo elmundo que les rodeaba.

—Ha mejorado, creo. Incluso bajo el solafricano apenas me dio problemas.

Ella trató de disimular su alivio para que nosupiera cuánto había suspirado por él en suausencia.

Bolitho preguntó:—¿Y tú? ¿No lo has pasado demasiado mal?Ella se rió y se tiró el cabello hacia atrás.—No creen que sea un ogro… en realidad,

creo que les gusto bastante.Se volvió a poner seria de nuevo, a la vez que

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le cogía por el brazo y le guiaba a la habitacióncontigua.

—Llegaron malas noticias. —Sus miradas seencontraron cuando él se detuvo y la miró—. Tuhermana Nancy nos las comunicó la semanapasada. Tu otra hermana ha vuelto de la India.

—¿Felicity? —preguntó Bolitho algosorprendido. Vio que ella asentía y trató deimaginarse a su hermana. Era dos años mayor queél y no le había puesto los ojos encima desde queera teniente de navío. Estaba casada con un oficialdel Ochenta y Uno de infantería que más tardehabía sido trasladado al servicio de la HonorableCompañía de las Indias Orientales. Era extraño,pero podía acordarse de su marido mejor que deella. Un oficial agradable y sin pretensiones que lahabía conocido cuando su compañía estabadestinada en Truro.

—Su marido ha muerto, Richard. Así que ellava a volver a vivir a Cornualles.

Bolitho sabía que había más, pero comentó:

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—Tiene dos hijos. Uno está en el regimiento yel otro es oficial en la flota de John Company[7],creo recordar. ¿Cómo murió?

—Su caballo le tiró —respondió Catherine.—¿Has conocido ya a Felicity?Vio que ella levantaba el mentón para decir

seguidamente:—Ella no vino con Nancy. —Añadió con tono

desafiante—: Por mi causa.La rodeó con los brazos, sintiendo

profundamente el dolor que debía de haberleprovocado aquello. Qué injusto. Dijo:

—¡Ojalá hubiera estado aquí!Ella le tocó la cara y sonrió con dulzura.—Tenía que decírtelo. Pero no quería

estropear nada, ahora no. No contigo de nuevoaquí…

—Nada lo hará. Nada puede hacerlo. —Notóque ella se estremecía y la abrazó con más fuerza—. Me alegro tanto de estar en casa otra vez.

—¿Cómo fue por allá, Richard?

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Bolitho intentó pensar con claridad en todaslas caras, en el comodoro Warren, en loscomandantes Poland y Varian, en Tyacke y en todoslos demás. En las salas del Almirantazgo era comosi nada hubiera ocurrido realmente; o así le habíaparecido.

Dijo hablando despacio:—Perdimos algunos hombres, pero podía

haber sido peor. Vi al almirante Godschale enLondres. —Sonrió, acordándose de su nuevo portepomposo—. Lord Godschale, ahora.

Ella asintió.—Lo sé. Parece que merece la pena quedarse

en casa mientras otros luchan y arriesgan.Él le apretó las manos.—Nelson me escribió una vez diciendo lo

mismo. ¡Veo que mi fiera está todavía lista parasaltar y protegerme!

Ella sonrió a pesar de la súbita amargura quesintió.

—Siempre.

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Bolitho miró hacia las flores y las hojas de losárboles que susurraban.

—Quería huir de allí, estar aquí contigo. —Notó que ella le miraba pero continuó como siquisiera deshacerse de una carga—: Dejé al pobreAllday con el equipaje y me adelanté. Se quejó,pero creo que lo entiende.

—Ha sido extraño verte sin él, tu sombra.—Dé vuelta a casa, hicimos escala en Madeira

para hacer aguada y conseguir provisiones. Allí tecompré algunos encajes. Cuando llegue Alldayverás por ti misma si te sirven de algo ¡o si soypeor comprador que marino! —La soltó y cogió sucasaca de la silla donde la había lanzado—. Penséque esto podía gustarte. —Sacó un abanico defiligrana de plata portugués y se lo dio—. Parasustituir el que me diste y que siempre tengo cerca.—Observó su satisfacción y el modo experto dedesplegarlo y sostenerlo en alto para mirarlo bien.

—¡Es precioso! —Cuando volvió a mirarla, suexpresión había cambiado y sus ojos oscuros le

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miraban a él fijamente—. ¿Tan mal está por miparte, Richard? —Se fue hacia él y le puso lacabeza en el hombro como si quisiera ocultar sussentimientos—. No puedo esperar. Te quieroahora. Me siento sedienta, y debería estaravergonzada. —Le miró, con su cara a unos dedosde la suya—. Pero no lo estoy.

Entonces se giró de golpe y se alejó de él.—¡El sol brilla sobre los amantes también, mi

querido Richard! —Oyó su risa mientras subíacorriendo las escaleras y supo que ella habíacomprendido su incertidumbre, su inseguridad alvolver a ella.

La encontró junto a la ventana que daba alcabo, apartando las cortinas con la mano, demanera que parecía flotar en la luz del sol.Llevaba una bata blanca larga con un simplecordón de oro a la altura del cuello, y sus cabelloscayéndole por la espalda. No se movió ni sevolvió cuando él se acercó por detrás y, tras unbreve titubeo, puso sus manos a su alrededor y la

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estrechó entre sus brazos. Los dos se quedaronmirando la misma vista y percibió su gritoahogado cuando sus manos recorrieron su cuerpo,tocando su desnudez bajo su fina bata.

Ella musitó:—¡No te detengas, por lo que más quieras!

¡Nunca dejes de amarme así! —Arqueó su espaldacuando él subió sus manos hacia su pecho yentonces se dio la vuelta y esperó a que élencontrara y desabrochara el cordón de oro,cayendo seguidamente su bata a sus pies.

Apenas recordaba los frenéticos momentos quesiguieron, cuando su camisa y sus calzonescayeron al suelo sin que se diera cuenta.

Ella estaba ya en la cama, con sus labiosanhelantes mientras le miraba.

—¡Soy tan cruel, Richard! Has de estardolorido tras montar una docena de caballos ydebes ansiar una buena comida y algo de tu propiovino.

Enseguida se echó a su lado, explorándola con

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su mano mientras ella le devolvía sus besos, consus delicados dedos alrededor de su nucaacariciándole su cabello corto allí donde antesllevaba su coleta.

Quiso preguntarle por qué se había deshechode ella; saber cuánto tiempo podrían estar juntos,tantas, tantas cosas… Pero ni ella ni su cuerpopudieron alargar el momento ni un instante más.

No duró mucho; la desesperada necesidad delotro que ambos sentían orilló la paciencia y lesllevó a un punto en que Catherine gritó como si nole importara quién le pudiera oír.

Más tarde, Bolitho abrió los ojos y se encontróaún entre sus brazos, con sus cuerpos entrelazadoscomo si no se hubieran movido. La habitaciónestaba llena de una luz plateada, más clara inclusoque la del sol; o eso parecía.

—¿Cuánto…?Ella le besó.—No mucho. He estado contigo todo el rato.

¿Sabías que tienes una marca blanca en la nuca,

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donde estaba la coleta?—¿No te gusta, Kate?Ella le acercó la cabeza a su pecho.—Me acostumbraré a ello. ¡El hombre al que

amo está intacto!Ella le acarició el cabello.—Voy a traerte algo de comer. Toda la casa

está durmiendo. ¿Qué deben pensar de nosotros…de mí?

Bolitho se apoyó sobre un codo, observando laluz de la luna, consciente de que ella le estabaobservando, consciente de que la amaba sin límitealguno.

—Hace tanto calor. —Como a una señalconvenida, los dos se levantaron de la cama y sefueron juntos a la ventana, sintiendo el suave airecálido en sus cuerpos desnudos, la sensación depaz mientras el mar retumbaba a lo lejos contraaquellas rocas ocultas que custodiaban el accesocomo negros centinelas.

Bolitho le pasó el brazo por la cintura y notó

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cómo su cuerpo respondía a su caricia. Entonces,miró hacia la luna. Era llena, como un gran platode plata.

—Te necesito, Kate. —Casi tuvo miedo dedecirlo. No estaba acostumbrado a hablar de algotan secreto y aún así tan poderoso.

—Y yo a ti.Bolitho la abrazó.—Cerraré las ventanas. No habrá comida esta

noche, querida Kate, y con ese halo alrededor dela luna creo que soplará viento antes del amanecer.

Se abrazaron con fuerza y la excitación seapoderó de ellos. Enseguida sus cuerpos seunieron otra vez y su intensa respiración seentremezcló con los latidos de su corazón contra elcuerpo de ella, como los golpes de un martillo.

Sólo cuando su respiración se fue apacentandoy se puso a su lado, ella dejó que le salieran laslágrimas que tanto habían pugnado por salir;incluso pronunció su nombre en alto, pero él sehabía quedado profundamente dormido una vez

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más.Giró la cabeza para mirar hacia la ventana y

notó que la almohada estaba mojada por suspropias lágrimas. La luna estaba tanresplandeciente como antes. Notó que él se movíay le abrazó aún más fuerte como para protegerlemientras dormía. Pero no había ningún halo, y elcielo estaba despejado y estrellado.

Así pues, no se había acabado. A pesar de susesperanzas, el ojo lesionado estaba esperandoagazapado; como un ladrón en la noche.

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IX

VINO DE VERANO

Bolitho tiró de las riendas para parar sucaballo junto a un muro bajo y cubierto de musgo ymiró a través de los campos hacia un grupo decasitas pequeñas que estaban al lado del caminode Penryn. Habían pasado tres días desde suinesperada llegada a Falmouth y nunca se habíasentido tan bien ni había conocido tanta felicidad.Cada hora parecía estar llena de excitantesdescubrimientos, aunque sabía que era porque lasestaba compartiendo con Catherine. Había nacidoallí y había crecido entre aquellos pueblos yhaciendas hasta que, como todos los antepasadosBolitho, se había ido para embarcar en su primerbarco, el viejo Manxman de ochenta cañones queestaba en Plymouth.

Para Inglaterra había sido entonces un

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excepcional momento de paz, pero para elguardiamarina Bolitho de doce años había sido laexperiencia más impresionante de su vida. Elinmenso tamaño del buque, o eso le había parecidoentonces, le había dejado sin aliento, con susaltísimos mástiles y sus vergas, los cientos demarineros e infantes de marina trabajando y elterrible pensamiento de que se iba a perder allídentro, cosa que le había provocado una graninquietud.

Aprendió rápido y consiguió tomarse conhumor, al menos en apariencia, los habitualesinsultos y el talante cruel de algunos superiores,algo que llegaría a reconocer como parteintegrante de cualquier barco, como el alquitrán yel cordaje que llevaban. Ni siquiera le habíapuesto los ojos encima a un almirante hasta que seembarcó en su segundo barco, y en ningúnmomento había creído que llegaría al señorialrango de teniente de navío, y menos vivir para versu propia insignia al frente de una línea de

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combate.Catherine se acercó con su caballo al de él y le

preguntó:—¿En qué estás pensando? —Se inclinó para

ponerle su mano enguantada sobre la de él—.Estabas muy lejos de mí.

La miró y sonrió. Llevaba ropa de montar decolor verde oscuro y el cabello trenzado porencima de las orejas, resplandeciente bajo el solbrillante.

—En recuerdos. De toda clase. —Le apretó lamano—. En los últimos tres días. En nuestro amor.—Sus respectivas miradas quedaron clavadas launa en la otra. Bolitho pensó en la mañana en quehabían encontrado una cala tranquila y habíandejado los caballos pastando mientras ellos laexploraban. Junto a la minúscula playa habíaencontrado una vieja argolla oxidada y recubiertade algas clavada en la roca. Allí era donde, deniño, iba con su pequeño bote y una vez se habíaquedado aislado por la marea que le impedía salir

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a remo de la cala. Le habían encontrado trepandopor el acantilado mientras las olas rompían a laaltura de sus tobillos como queriendo tirarle almar. Su padre estaba entonces embarcado; si no,seguramente no se hubiera podido sentar en unasemana.

Ella le había escuchado y le había dicho:«Será nuestra cala».

Todavía le aturdía pensar en aquello. En cómohabían hecho el amor en aquella diminuta playa dearena, como si estuvieran solos en el mundo.

Ella dijo bajando la voz:—Entonces yo estaba compartiendo tus

pensamientos.Desmontaron y se sentaron en silencio durante

un largo rato disfrutando de la tranquilidad delcampo. Los caballos se movían de vez en cuando,los insectos formaban un coro regular y los pájarosinvisibles se unían al mismo. El reloj de unaiglesia pareció despertarles y Catherine dijo:

—Tu hermana Nancy me cae muy bien. Ha sido

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muy amable. Sospecho que nunca ha conocido anadie como yo. —Levantó la vista hacia la grancasa que estaba tras unas grandes puertas abiertasque parecían estar esperándoles—. Su marido,además, me ha ofrecido su ayuda sin que yo se lopidiera.

Bolitho siguió su mirada. Aquel lugar queNancy y Lewis Roxby llamaban su casa eraenorme; había pertenecido a la familia Roxbydurante generaciones, y aún así, Bolitho sabía queLewis, «el rey de Cornualles», llevaba años con elojo puesto en la casa gris que estaba bajo elcastillo de Pendennis. Sus antepasados quizás sehabían contentado con ser los terratenientes ymagistrados que su posición les permitía ser. Perono el marido de Nancy. Agricultura, ganadería,minas de estaño, incluso una compañía local debuques correo eran parte de su imperio. Unseñorito al que le gustaba cazar y beber cuando nose ocupaba de sus asuntos o de colgar a losdelincuentes locales por sus crímenes. Tenía poco

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en común con Bolitho, pero había tratado bien aNancy y estaba muy unido a ella. Por eso, Bolithole habría perdonado casi todo.

Bolitho espoleó a su caballo para quearrancara de nuevo, preguntándose qué lesaguardaba. Había enviado una nota a Felicity paradecirle que iban a ir a verles. Ir a caballo en vezde hacerlo en carruaje había sido idea suya, paradar la impresión de que la visita era informal.

Cuando entraron en el patio, salieron corriendodos criados para agarrar las bridas mientras otrotraía un taburete para desmontar, sólo paraquedarse mirando con sorpresa cómo Catherine seapeaba con soltura de su caballo sin servirse delmismo.

Catherine vio la sonrisa de Bolitho y ladeó lacabeza expresando con su mirada la duda que lehabía sobrevenido tras desmontar de aquellamanera.

Bolitho le pasó el brazo por los hombros ydijo:

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—¡Estoy tan orgulloso de ti, Kate!Ella se le quedó mirando.—¿Por qué?—Ah, por tantas razones. —La abrazó—. Las

cosas que haces, tu mirada…—Hay alguien mirándonos desde una ventana

de arriba. —Por un breve momento, su seguridaden sí misma pareció flaquear—. No sé si deberíahaber venido.

Él la miró y respondió:—¡Pues aquí hay algo más para mirar! —Le

dio un buen beso en la mejilla—. ¿Lo ves?Catherine pareció quitarse de encima sus

dudas, y cuando un lacayo abrió los grandesportones y Lewis Roxby, con cara enrojecida yrechoncho, salió aprisa a recibirles, ella ledevolvió el saludo con una cálida sonrisa y leofreció la mano.

Roxby se volvió hacia Bolitho.—¡Caramba, Richard, eres un viejo zorro!

¡Vaya, esperaba que estuvieras fuera un poco más

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para que tu dama y yo pudiéramos conocernosmejor!

Pasó los brazos alrededor de ambos y lescondujo a la gran sala que daba al jardín derosales. Las puertas estaban abiertas y la salaestaba invadida por la fragancia de sus rosas.

—¡Qué perfume! —exclamó ella dando unapalmada, y Bolitho vio a la joven que había vividoen su día en Londres. No en la ciudad de Belinda,sino en el otro Londres de calles menos apaciblesy mercados, de atracciones y teatros con obrassubidas de tono, de aguadores y mendigos. Sabíamuy poco todavía de su pasado, pero lo único quesentía era admiración por ella, y un amor quenunca había conocido antes.

Bolitho se giró hacia otra puerta de cristal yvio a través de ella a dos mujeres caminando haciala casa.

Nancy no parecía cambiar nunca, excepto porel hecho de que había engordado un poco desde laúltima vez. Pero con la clase de vida que llevaba

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con Roxby, otra cosa habría sido sorprendente. Erala única de su familia que había heredado labelleza y la complexión de su madre; sus hijoseran iguales que ella. Pero Bolitho sólo pudomirar a su acompañante con incredulidad. Sabíaque era Felicity, que debía tener unos cincuenta yun años; tenía los ojos y el perfil Bolitho, pero yano tenía el cabello negro, sino totalmente gris,mientras que su cara y sus mejillas mostraban uncolor lívido, como si se hubiera recuperadorecientemente de una fiebre.

Ni siquiera cuando ella entró en la sala y lesaludó con un lento movimiento de cabeza pudosentir él ningún contacto. Era una completadesconocida.

Nancy corrió hacia él con los brazosextendidos y le abrazó y le besó. Su olor erafresco y dulce, como el del jardín, pensó.

—Tras todos estos años, ¡aquí está otra vez encasa nuestra Felicity! —dijo sonriendoligeramente. Bolitho creyó ver una mirada de

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aviso de su marido.—Me gustaría presentarte a Catherine —dijo

Bolitho.Felicity la miró fríamente y entonces hizo una

leve reverencia.—Señora. No puedo darle la bienvenida aquí

puesto que esta no es mi casa… ni la tengo por elmomento.

—Pronto nos ocuparemos de ello, ¿eh? —dijoRoxby.

Bolitho dijo:—Lamenté la muerte de Raymond. Debe de

haber sido un golpe terrible.Ella pareció no haberle escuchado.—He mandado un recado a Edmund por medio

del regimiento. Mi otro hijo, Miles, ha vuelto aInglaterra conmigo. —Sus ojos hundidos sedirigieron de nuevo a Catherine y pareció que ladesnudaba con la mirada cuando añadió—: No erauna vida fácil. Tenía una niña pequeña, sabe, peromurió allá. Su padre siempre quiso tener una niña.

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Catherine la miró con semblante serio.—Siento lo que le pasó. Yo crecí en una

situación difícil y lo comprendo.Felicity asintió.—Claro, lo había olvidado. Estaba usted

casada con un español antes de conocer a su actualmarido, el vizconde.

—¿Un poco de vino, Richard? —preguntóRoxby con voz firme.

Bolitho negó con la cabeza. ¿Qué le habíapasado a Felicity? ¿O había sido siempre así?

—Catherine envió el recado de que siempreserías bien recibida en nuestra casa mientrasdecidías dónde instalarte —dijo Bolitho—.Mientras yo estaba en el mar, y Catherine no teníani idea de cuándo iba a volver, ella actuó comosabía que a mí me gustaría.

Felicity se sentó en una silla de respaldo altodorado.

—No ha sido mi casa desde que conocí aRaymond y me casé con él. Estoy segura de que

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allí no hay sitio para mí ahora. —Volvió su miradahacia Bolitho—. Pero siempre has sido un hombredesconsiderado, incluso de niño.

Catherine dijo:—Me resulta difícil creerlo, señora Vincent.

No conozco a nadie más considerado con losdemás. —Sus ojos brillaron pero su tono de vozsiguió siendo calmado—. Incluso cuando esacompasión no le es correspondida.

—Por supuesto. —Felicity se sacudió unamota de polvo de su manga—. Seguramente está enmejor posición que nadie para conocer suscualidades, o sus defectos.

Catherine se dio la vuelta y Bolitho vio cómohundía sus dedos en el pliegue de su falda demontar. Había sido un error. Se excusaría anteNancy y se irían.

—Sin embargo, hay un favor que quieropedirte, Richard —dijo Felicity. Le miró, conexpresión totalmente serena—. Mi hijo Miles hadejado la Compañía de las Indias Orientales.

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¿Podrías hacer algo para que le aceptaran en laMarina? No ando muy bien de fondos y élconseguiría rápidamente el ascenso.

Bolitho cruzó la sala y asió el brazo deCatherine.

—Haré lo que pueda por él. Quizás podríamosvernos en algún momento. —Entonces, añadió—:Puedo comprender el dolor que la muerte deRaymond ha supuesto para ti. Pero lo que no puedohacer, y no pienso hacer, es tolerar tu grosería conCatherine. Esta casa tampoco es la mía, si no, ¡nosé que habría pasado!

En aquellos breves instantes vio toda laescena. Catherine, muy quieta, Nancy, con losdedos en sus labios y a punto de llorar, y Roxbyresoplando, deseando sin duda estar en cualquierotro sitio menos allí. Sólo Felicity parecía fría eimpasible. Necesitaba un favor de él, pero suaversión hacia Catherine casi había estropeadoincluso eso.

Una vez fuera de la casa, Roxby murmuró:

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—Siento lo ocurrido, Richard. Un asuntodelicado para todos. —Hacia Catherine, añadió—: A Felicity se le pasará pronto, querida, ya loverás. Las mujeres son extrañas, ¡ya sabe! —Tomóla mano que le ofrecía ella y se la llevó a loslabios.

Ella le sonrió.—¡Bien que lo sé! —Se dio la vuelta al ver

que traían los dos caballos de las cuadras—. Yono conocía a su pobre marido, por supuesto. —Cuando volvió a mirar a Roxby, la sonrisa habíadesaparecido—. Pero da la impresión de que se halibrado de una buena. Y por lo que a mí respecta,¡no me importa si se le pasa o no!

Una vez traspasada la entrada, Bolitho se leacercó con el caballo y le cogió la mano. Sucuerpo entero temblaba.

—Lo siento muchísimo, Kate.—No es eso, Richard. Estoy acostumbrada a

las arpías, ¡pero no voy a dejar que te hable así!—Los caballos se pararon como si notaran su

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enfado. Entonces, ella le miró y dijo—: Nuncahabría dicho que era tu hermana. Después de todolo que has hecho, por mí y por todos los demás, ymira qué caro lo pagas… —Movió la cabeza de unlado a otro como para deshacerse de todo aquello—. ¡Bueno, puede irse al mismísimo infierno!

Él le apretó la mano y le preguntó bajando lavoz:

—¿Sigues siendo mi fiera?Ella asintió y se enjugó los ojos con el dorso

de su guante.—¡Nunca lo pongas en duda! —Entonces se

rió—. Te reto a una carrera de vuelta a casa. —Entonces salió a toda velocidad con su caballo,levantando el polvo del camino antes de queBolitho pudiera moverse.

Roxby les observó desde la escalera deentrada a la gran casa hasta que desaparecieronentre los campos.

A su lado, su mozo de cuadra, que llevabamuchos años trabajando con él, comentó:

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—Una yegua briosa, sin ninguna duda, señor.Roxby se le quedó mirando, pero en los ojos

del hombre no vio regocijo ninguno.—Ehh, sí, ya lo creo, Tom. —Entonces entró

sin prisa en la casa adecuando la cara a lo quequisiera que estuviera aguardándole.

Qué mujer, pensó. No era extraño que Bolithotuviera tan buen aspecto y se le viera tan joven. Sevio reflejado en un espejo alto al pasar por elvestíbulo. Bolitho tenía más o menos su mismaedad y parecía varios años más joven. Con unamujer como esa… Lo apartó de su mente, entrócon paso resuelto en la sala y sintió un repentinoalivio al encontrar a su esposa sola.

—Se ha ido a descansar, Lewis.Roxby dio un leve gruñido como respuesta. Se

sintió molesto al ver las manchas de lágrimas ensus mejillas.

—Veré qué puedo hacer para encontrarle unacasa adecuada, querida. —Rodeó la silla y leacarició cariñosamente el cabello pensando en

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cuándo podría librar a la casa de la presencia desu hermana. Entonces dijo de repente—: Mepregunto cómo sabe ella tanto acerca del pasadode Catherine. Yo no le he contado absolutamentenada. ¡Y es que tampoco sé nada, caramba!

Nancy le cogió la mano y se la besó.—Yo también me lo estaba preguntando. —Se

levantó, superado ya el mal rato—. Voy aorganizar la cena de esta noche, Lewis. —Entonces, añadió—: Richard parece estar muchomejor que la última vez, después de perder subarco el pasado octubre. Deben de ser buenos eluno para el otro.

Roxby se aseguró de que no hubieran criadoscerca y le dio una palmada en el trasero al pasar.

—¡No estás nada mal, querida! —Vio cómosus mejillas se ruborizaban y se arreglaba elcabello. Quizás ella estuviera recordando cómoeran antes de tener los niños y de todo el trabajoque conllevaba el darles salud y educación. Puedeque hubieran sido como las dos personas que

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había visto galopando por el camino como si noles importara nada en este mundo.

No se le ocurrió pensar que su hogareña mujerpodía estar pensando en muchos años atrás, en eljoven guardiamarina del que se había enamorado;y se había visto a sí misma con él en aquelloscaballos.

* * *

Durante dos semanas enteras, la vida continuópara Bolitho y su Catherine de la misma manera,idílica y sin planes. Paseos a caballo por caminosolvidados o largas caminatas mirando el mar, ynunca sin saber qué decirse; los dos dándolo todoen su nuevo e indescriptible aislamiento.

Era como si el otro mundo de la guerra y de lasamenazas de invasión fueran ajenos a sus vidas, ysólo en una ocasión, cuando estaban en la puntaque miraba sobre el río Helford, Catherine había

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hablado de ello. Una fragata estaba haciendobordos alejándose de la costa, con sus velas muypálidas bajo el sol y su casco bajo y estilizadocomo el de la que había acabado con la Mirandade Tyacke.

«¿Cuándo te lo dirán?». Él le había pasado elbrazo por los hombros con la mirada ausenteobservando la fragata. ¿Era todo aquello sólo unaensoñación después de todo? Cualquier díarecibiría nuevas órdenes, quizás tuviera que acudiral Almirantazgo. Estaba decidido a pasar con ellacada uno de los minutos que pudiera hasta…

Él había respondido: «Sus señorías insinuaronalgo de una nueva escuadra. Parece lo másprobable. Suponiendo que se puedan encontrarbarcos suficientes».

La fragata había dado sus juanetes y habíacogido un renovado brío en su salida hacia altamar.

Pensó de repente en su sobrino, Adam. En elAlmirantazgo se había enterado de las buenas

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noticias. Le habían dado el mando de un quintaclase de treinta y ocho cañones llamado Anemone.Qué momento de orgullo debía de haberrepresentado para él. Comandante de una fragata,su sueño, a los veintiséis años. Anemone, hija delviento. Parecía muy adecuado. Tenía con él al hijode Allday como patrón, exactamente como habíaprometido, y el barco había sido destinado al Mardel Norte para llevar a cabo patrullas frente a lacosta holandesa.

Tenía la esperanza de que las noticias sacarana Allday de su actual melancolía. Al llegar aFalmouth con Ozzard y Yovell y con todo elequipaje que Bolitho había dejado en Londres, sehabía ido directamente a la posada para ver a laúnica hija del amo.

Yovell se lo había contado a Bolithoconfidencialmente. No sólo la posada habíacambiado de amo, sino que la joven en cuestión sehabía marchado para casarse con un granjero deRedruth.

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Al final de la segunda semana, Bolitho estabaleyendo un ejemplar de la Gazette donde semencionaba por primera vez la reconquista deCiudad del Cabo. El tiempo y la distancia lehabían reavivado el recuerdo, pero la Gazetteparecía tratarlo como algo normal. No se hacíamención alguna del brulote.

Allday entró en la sala y dijo:—Hay un joven caballero que desea verle, Sir

Richard. Es el señor Miles Vincent.—Muy bien. Le recibiré ahora. —Catherine

estaba con Ferguson abajo en el despacho. Bolithoestaba todavía sorprendido por la manera en quehabía asimilado la información sobre laexplotación de la finca y, con la ayuda de buengrado de Ferguson, había preparado sus propiassugerencias de cultivo y plantación para el añosiguiente. Incluso había estado comparando lasventas locales de grano con las del norte y las deEscocia. Pensaba que a Ferguson podíanmolestarle sus enérgicas ideas para la propiedad,

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pero parecía que ella le había renovado losánimos para el futuro, igual que a la finca misma.

Se fue hasta una ventana y miró hacia elcamino, que quedaba oculto por espesos arbustos.Al final, se irían de allí y harían frente al mundode fuera de Falmouth. Irían a Londres, a lugares enque la gente se giraría y les miraría. Donde otrospodrían disimular su envidia tras falsas sonrisas.

La puerta se abrió y se cerró y se dio la vueltapara mirar al hijo menor de Felicity, que estabaallí de pie a la luz del sol. Su traje era sencillo,una simple casaca azul y una camisa blanca devolantes, pero daba una primera impresión deincreíble pulcritud. Dejando aparte cierto excesode solemnidad para alguien tan joven como él, separecía a Adam cuando este tenía su edad.

—Siéntate, por favor. —Bolitho le estrechó lamano—. Sentimos mucho enterarnos de laprematura muerte de tu padre. Debe de haber sidodifícil para vuestra familia.

—Así es, Sir Richard. —Se acomodó en la

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silla juntando sus manos sobre su regazo.Bolitho pensó que parecía un joven a punto de

pedir la mano de su hija al padre. Tímido y, sinembargo, resuelto. Fuera a donde fuera, podíareconocérsele como un Bolitho. Con diecinueveaños, tenía los mismos ojos grises y el, cabellocasi tan oscuro como el suyo. Detrás de su timidezexterna se entreveía la casi indisimulada confianzaen sí mismo que debía ser inevitable en cualquieroficial de marina sin importar lo joven que fuera.

—Tengo entendido que quieres entrar en laMarina. Si es así, no preveo ninguna dificultadpara lograrlo. Voluntarios para el alojamiento deguardiamarinas los hay en bastante abundancia,incluso los que son obligados por sus padresllenos de orgullo. Los que tienen experiencia comotú escasean mucho. —Pretendía que se relajara,que se mostrara comunicativo. No debía de serfácil sentarse con un vicealmirante cuyas hazañasen el mar y en tierra daban mucho que hablar entodos los niveles. Bolitho no tenía manera alguna

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de saber lo que Felicity podía haberle dicho, porlo que se había imaginado que Miles Vincentestaría bastante nervioso.

No se esperaba la reacción del joven, queexclamó:

—¡Estoy muy confundido, Sir Richard! Yo erateniente de navío en funciones en la HonorableCompañía de las Indias Orientales y estoytotalmente cualificado en cuestiones de marinería yde guardias. Sólo era cuestión de tiempo queconsiguiera el ascenso. ¿Quiere decir que me veríarebajado a simple guardiamarina?

La timidez había desaparecido; en su lugarhabía aflorado una actitud de evidente indignación.

Bolitho replicó:—Tranquilízate. Sabrás muy bien,

posiblemente mejor que yo, que ostentar un cargoen los buques de John Company es algo muydiferente a hacerlo en la Marina. En la primera, lapaga y las condiciones son muy superiores, losbarcos no están tripulados por la escoria de las

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cárceles o lo que traen las patrullas de leva, y sóloentran en combate para defender suscargamentos… cuando yo era comandante, conmucho gusto habría cogido a unos cuantos de susmejores marineros para mi barco. —Hizo unapausa—. En los buques del Rey se espera denosotros que luchemos contra el enemigo sinimportar su fuerza ni los medios con que secuentan. Mi gente no sirve por el dinero o elbeneficio que cualquier hombre con experienciapuede obtener en los buques de la Compañía, ¡y ensu mayor parte tampoco luchan por su Rey y supaís! —Vio que los ojos de Vincent se abrían más—. ¿Te sorprende eso? Pues déjame que te loexplique. Ellos luchan los unos por los otros, porsu barco, que ha de ser su casa hasta que se lesexima de su duro y exigente trabajo.

El joven farfulló:—Usted… lo ha dejado muy claro, Sir

Richard.Bolitho sonrió para sí mismo. Había vuelto el

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pretendiente nervioso.Entonces, dijo:—Así que si aún sigues pensando igual, por

supuesto respaldaré tu solicitud a un comandanteque necesite jóvenes caballeros. Estoy seguro deque alguien como tú, con las cualidades que hasmencionado, será ascendido a teniente de navío encuestión de meses, quizás menos. La Flota necesitaoficiales más que nunca. Pero si estos no puedenliderar o alentar a los hombres a los que han demandar, yo mismo, sin ir más lejos, no puedopermitirme perder tiempo con ellos.

—Si me permite decirlo, Sir Richard, susmuestras de valor están en boca de todos.

Se puso en pie de un salto cuando entróCatherine por una puerta que daba al jardín.

Ella miró a Bolitho y a la figura rígida de azuly comentó:

—Tú debes de ser Miles. —Lanzó susombrero de paja de ala ancha sobre un arcón y ledio un beso a Bolitho en la mejilla—. Hace un día

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precioso, Richard, tenemos que ir a dar un paseopor el acantilado al atardecer. —Le lanzó unamirada interrogante a Bolitho cuando el joven seadelantó para acercarle una silla y le dijo a este—: Gracias, muy amable.

Vincent miró desde allí los retratos quecolgaban en los distintos tramos de la escaleracomo espectadores silenciosos.

—Todos fueron grandes marinos, Sir Richard.Nada me gustaría más que ser como ellos. —Lanzóuna mirada a Catherine con cara inexpresiva—.¡Para dar más honor al apellido Bolitho!

Con el mismo tono atento se despidió y semarchó de la casa. Bolitho comentó:

—Habla bien al menos. —La miró y entoncesse arrodilló junto a su silla.

—¿Qué ocurre, querida Kate? Dímelo.Le tocó la cara con mucha ternura.—Ese joven. Su cara, esos ojos… Todo forma

parte del pasado de tu familia. Como todas esascosas que no puedo compartir.

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Bolitho le cogió la mano e intentó quitarleimportancia diciendo:

—Sus maneras son impecables, pero es porqueles enseñan bien en la Compañía de Indias ¡paraque sus jóvenes oficiales puedan coquetear con lasdamas de categoría y las doncellas enamoradizasque toman pasaje hacia destinos lejanos! —Aquello no funcionó—. Quiero compartirlo todocontigo, querida Kate, y no quiero compartirte connadie.

Catherine le puso la palma de la mano en sucara y sonrió.

—Sabes que soy sólo tuya. Es un vínculo aúnmás fuerte que el matrimonio, porque nosotros asílo hemos querido. —Sus ojos oscuros escrutaronsu rostro rasgo por rasgo—. Seré lo que tú quierasque sea. Amante, compañera, amiga… —Se rióechando la cabeza hacia atrás—. O la dama a laque los jóvenes oficiales le acercan sillas. ¿Quéimpresión te ha dado?

—¡Qué ha hecho de él Felicity sería una

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pregunta más acertada! —Le cogió del brazo—.Ven… vamos al acantilado. Nunca me canso de irallí. Y podrás contarme tus planes para lapropiedad.

Allday cerró la puerta cuando los dos salieronal jardín y bajaron hacia la entrada.

Intentó no pensar en la chica de la posada.¿Qué se esperaba? ¿Cómo podía pensar que podíacasarse con ella y seguir sirviendo con Bolitho enel mar? Las preguntas siguieron sin respuestacuando se encontró a Ozzard yendo de camino a lacocina, donde a veces ayudaba a la señoraFerguson en sus cosas.

—¿Has visto al muchacho que ha venido paraintentar entrar en la Marina?

Ozzard frunció el ceño.—No me parece trigo limpio. ¿Por qué se

marchó de la Compañía de las IndiasOrientales…? ¡Eso es lo que a mí me gustaríasaber antes de darle ninguna autoridad!

Allday suspiró. Le había alegrado ver a

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Bolitho y su dama paseando juntos, pero eso sólohacía que acentuar su sensación de que no lenecesitaban y de que no tenía nada útil que hacerhasta que llegaran las nuevas órdenes. Ni siquieratal perspectiva le proporcionaba satisfacción.

Dijo medio para sí mismo:—Si ella me hubiera esperado…Ozzard se volvió hacia él con inesperada furia.—¿Esperar? Ellas nunca esperan una mierda,

ninguna de ellas, ¡y cuanto antes te entre esto en lamollera, mejor, amigo!

Allday le siguió con la mirada, sorprendido.Normalmente no había nadie más afable que él.Así pues, él no era el único con problemasdespués de todo.

* * *

Fue a decir de muchos uno de los mejoresveranos que nadie podía recordar. Las cosechas,

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como los nacimientos de los corderos, habían idobien, y ni siquiera a los pescadores de la costa seles oía quejarse. Si no fuera por la ausencia dehombres jóvenes en las haciendas y en las callesde Falmouth, parecería que estuvieran en tiemposde paz.

Las noticias de la guerra eran escasas y, apartede algunas informaciones de buques de guerrafranceses avistados cerca del Golfo de Vizcaya, yestos solamente en pequeño número, era como sise hubieran tragado entera la flota enemiga.Bolitho pensaba a veces en la fragata francesa queestaba en Buena Esperanza o en las cartas en claveque habían encontrado a bordo del buque deesclavos Albacora. ¿Era parte de un plan general,o aquellos movimientos de barcos y losocasionales intentos de romper el bloqueo inglés—que estaba al límite— eran accionesindependientes ordenadas por los comandanteslocales?

Rara vez había hablado con Catherine de sus

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pensamientos porque ella se estaba preparando asu manera para lo inevitable. Cuando llegó elmomento, el último día de agosto, ella dijo concalma: «Es una parte de tu vida que no puedocompartir; ninguna mujer puede. Pero sea lo quesea, Richard, te lleve a donde te lleve el deber, yoestaré contigo».

Habían estado paseando a caballo por losacantilados y, a diferencia de otras veces, habíanhablado muy poco y cada uno se había contentadocon la proximidad del otro. Habían vuelto a lapequeña cala otra vez, allí donde habían hecho elamor con tanta pasión dejando que la brisasmarinas se llevaran todas sus inhibiciones. Estavez habían desmontado pero se habían quedado enel acantilado, aguantando las cabezas de loscaballos y cogiéndose la mano en silencio. Eracomo si los dos lo hubieran sabido. Igual queCatherine había percibido la cercanía de su barcocuando pasaba hacia Portsmouth.

Al volver a las cuadras, Bolitho había visto a

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Allday esperándole junto a la puerta.Allday había mirado primero a Catherine y

luego a él. «Ha venido el correo, Sir Richard».Quizás él también se lo esperaba. Puede que

incluso hubiera deseado que llegara. Para estar denuevo en la mar, sirviendo a su país, que tantosignificaba para él. Haciendo aquello a lo quehabía entregado su vida.

En aquel momento, con los últimos rayos delsol de la tarde entrando casi horizontalmente en lagran sala, la casa parecía extrañamente silenciosamientras Bolitho rasgaba el pesado sobre lacradoen rojo con el ancla del Almirantazgo en unaesquina.

Ella estaba de espaldas a él, mirando el jardíncon su sombrero de paja colgando en su mano,intentando quizás mantenerse calmada con el sabordel aire salado aún en sus labios, como lágrimassecas.

Bolitho dejó la carta y dijo:—Al parecer me han dado una escuadra. —

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Miró cómo ella se volvía y añadió—: Finalmente.También un nuevo buque insignia.

Ella cruzó la sala con grandes pasos,cayéndosele el sombrero al suelo.

—¿Eso quiere decir que todavía no temarchas? —Ella esperó a que él la abrazara—.¡Sólo dime que es así!

Bolitho sonrió.—Tengo que ir a Londres. —La abrazó más

fuerte, notando el calor de su cuerpo contra el deél—. Iremos juntos, si es que quieres.

Ella asintió.—Entiendo lo que quieres decir, lo que puedo

esperar de algunos círculos. —Vio el dolor en susojos grises y le tocó la cara—. Sé lo que estáspensando de tu próximo buque insignia. No será tuviejo Hyperion, pero piensa que este está a salvoen el fondo del mar, lejos de los que podríandeshonrarlo convirtiéndolo en un cascodesarbolado después de todos sus años deservicio.

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Él le acarició el pelo.—Lees mis pensamientos como si fuera un

libro abierto, Kate. Estaba pensando en eso. Elnuevo barco se llama Black Prince y estáacabándose de construir en el arsenal real deChatham. Te llevaré allí, también… ¡No quierosepararme ni un momento de ti!

Ella se sentó junto a la gran chimenea, ahoravacía pero con las manchas oscuras de lasincontables noches de invierno en sus piedras.Mientras Bolitho se movía por la sala, ella leobservaba sin decir nada que pudiera distraerle ointerrumpir sus pensamientos. Aquel era el otrohombre al que ella tanto amaba, y con unsentimiento tan posesivo. En cierto momento, sedetuvo en su andar y la miró, pero ella supo que nola había visto.

—Pediré un buen capitán de bandera —dijo derepente—. Insistiré.

Ella sonrió con aire triste.—¿Estás pensando en Valentine Keen?

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Bolitho se fue hacia ella y le cogió las manos.—Una vez más tienes razón. Todavía no ha

sido llamado al servicio otra vez; y no es propiode Val no haber anunciado el día elegido para suboda. Es extraño también que Zenoria no te hayaescrito. —Negó con la cabeza con una decisión yatomada—. No, no pediré que continúe como micapitán de bandera. ¡Ninguno de los dos me va adar las gracias por ello! —Le apretó las manos—.Como yo, Val tardó en encontrar a la mujercorrecta con quien compartir su vida.

Ella le miró, viendo el brillo de sus ojos.—Cuando estemos en Londres, ¿me prometes

que irás a ver a aquel cirujano? Hazlo por mí.Bolitho sonrió. Era el mismo argumento que

había utilizado con Tyacke.—Si tenemos tiempo. —Dejó ir un suspiro—.

Tenemos que salir hacia Londres dentro de dosdías. Cómo detesto ese viaje… ¡es el único delmundo que cada vez es más largo!

Catherine se puso de pie y miró alrededor de

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la tranquila sala.—Qué recuerdos. Sin estas semanas pasadas,

creo que no hubiera podido afrontar estas noticias.Pero ahora esto es para mí un hogar. Siempreestará esperando. —Le miró a los ojos y añadió—: Y no te preocupes por Val y su Zenoria. Nohace mucho que están juntos. Querrán tiempo paraarreglar las cosas y luego nos avisarán.

Ella le arrastró hasta la ventana y exclamó:—Y si tenemos tiempo… —Vio que él sonreía

al imitarle diciendo aquella frase—. Te enseñaréalgunos lugares diferentes de Londres para que note pongas tan triste cada vez que visitas a los loresdel Almirantazgo.

Salieron al jardín y se fueron hasta el muro enel que una pequeña puerta daba paso al caminoque llevaba al acantilado, donde ella le había idoa recibir aquella primera noche.

Y al cabo de poco, añadió:—Y no debes preocuparte por mí mientras

estás fuera. Nunca me interpondré entre tú y tus

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barcos. Eres mío, por lo que yo también soy partede ellos.

Ozzard les miró desde la ventana de lahabitación del piso de arriba en la que habíaestado sacando lustre a unos platos de peltre parala señora Ferguson. No se volvió cuando Alldayentró en la habitación, pero comentó:

—¿Volvemos a irnos, pues?Allday asintió y se frotó el pecho cuando el

viejo dolor volvió.—Sí. Aunque primero vamos a Londres. —Y

añadió riéndose entre dientes—: Por casualidadpasaba por ahí y lo he oído.

Ozzard empezó a dar brillo a un plato que yahabía lustrado hasta la perfección. Parecíaatribulado, pero Allday sabía que era mejor noinmiscuirse en sus pensamientos. En vez de eso,dijo:

—Es el Black Prince, un segunda clase nuevode noventa y cuatro cañones. Un poco más grandede lo que estamos acostumbrados, ¿eh? Como un

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palacio, ¡y sé lo que me digo!Pero Ozzard estaba muy lejos. En aquella calle

del viejo Wapping Wall a la que había salidodando tumbos desde su pequeña casa aquelespantoso día.

Podía oír a su joven esposa, sus súplicas y susgritos; y después, tras matarla a hachazos a ella y asu amante hasta quedarse sin fuerza en el brazo, elterrible silencio.

Aquello le había perseguido desde entonces ylo había revivido a causa de un breve comentariohecho por el cirujano que iba en el Hyperion en suúltimo combate. Cuando el viejo barco habíaempezado a irse a pique, Ozzard había queridoirse al fondo con él para quedarse con las cosas deBolitho en la bodega, donde él siempre iba cuandoel buque, cualquiera de sus buques, entraba enacción.

Pero aquello no llegó a pasar. Dejó escapar unlargo suspiro.

Lo único que dijo fue:

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—A Londres, pues.

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X

ASÍ ES LA VIDA

El almirante Lord Godschale estaba haciendolo posible para mostrar cordialidad, para olvidarla frialdad de su último encuentro con Bolitho.

—Ya era hora de que tuviéramos una buenacharla, Sir Richard. Aquí en el Almirantazgopodemos convertirnos muy fácilmente en unostipos aburridos que se pierden las grandesacciones que los hombres como usted parecenatraer.

Bolitho estaba de pie al lado de una de lasaltas ventanas y miró abajo, hacia la calle y elparque contiguo iluminados por el sol. ¿Londresno descansaba nunca? —se preguntó. Carruajes yelegantes faetones iban de un lado a otro pasandolas ruedas de unos y otros a unos pocos dedosmientras sus cocheros trataban de superar en

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habilidad a los demás. Los hombres y las pocasmujeres a caballo ponían notas de color entre losvehículos más modestos, las carretillas y loscarros tirados por muías.

La gente caminaba apelotonada, parándosealgunos para charlar bajo el cálido sol deseptiembre, y algunos oficiales de los cuartelescercanos paseaban por el parque con susllamativos uniformes intentando captar algunamirada furtiva de las damas jóvenes.

—Sólo somos tan buenos como lo son nuestroshombres —dijo Bolitho. Godschale no se refería aeso. Estaba muy satisfecho con su puesto y elpoder que ello le otorgaba, y muy probablementepensaba que ningún barco ni su comandante haríangran cosa sin la mano que los guiaba desde lejos.

Bolitho le miró atentamente mientras servíados copas altas de vino de madeira. Era extrañopensar que en su día los dos habían servido juntos,cuando ambos eran capitanes de fragata durante larevolución americana. Incluso habían ascendido a

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capitán de navío el mismo día. No quedaba muchoya de aquel joven y gallardo comandante, pensó.Era alto, fornido y todavía tenía buen aspecto apesar de la cara algo enrojecida, cosa que no eraprecisamente la consecuencia de haber pasado untemporal en la cubierta de un barco. Pero detrásdel hombre bien arreglado y pulcro también habíaacero, y Bolitho aún se acordaba de cómo sehabían despedido el año pasado, cuandoGodschale había intentado alejarle de Catherinepara que volviera con Lady Belinda.

Bolitho no creía que Godschale hubiera tenidonada que ver con el terrible plan para falsear laspruebas que habían llevado a Catherine a lainmunda prisión de Waites. Incluso después de losmuchos meses transcurridos desde que larescatara, ella se había despertado algunas vecesgritando a su lado como si tratara de quitarse deencima a sus carceleros.

No, Godschale era muchas cosas pero notendría estómago para participar en un plan que

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podía derribarle de su trono. Si tenía algunadebilidad, esa era el engreimiento, elconvencimiento absoluto de poseer una gransagacidad. Probablemente había sido utilizado porel marido de Catherine, convencido, comoBelinda, de que esa era la única solución.

Bolitho apretó los dientes. No tenía ni idea dedónde se hallaba ahora el vizconde de Somervell,aunque había oído rumores de que estaba en otramisión para Su Majestad en Norteamérica. Tratóde no pensar en ello, consciente de que si algunavez se volvían a encontrar cara a cara ledesafiaría. Somervell era un duelista de fama, peronormalmente con pistola. Bolitho tocó el viejosable de su costado. Quizás alguien le hubieraavisado del peligro.

Godschale le dio una copa y levantó sus cejas.—Recordando, ¿eh? —Sorbió de su madeira

—. ¡Por los buenos tiempos, Sir Richard! —Lemiró con curiosidad—. Y por otros más felicestambién.

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Bolitho se sentó con el sable cruzado sobre supierna.

—Las escuadras francesas que burlaron elbloqueo… ¿se acuerda, milord? Antes de irme aBuena Esperanza. ¿Fueron apresados?

Godschale sonrió con aire lúgubre. Vio elrepentino interés y la viveza de la mirada deBolitho y se sintió en terreno seguro. Sabíaperfectamente que la esposa del vizconde deSomervell estaba allí en Londres, exhibiendo surelación como queriendo provocar más hostilidady levantar críticas. Con Nelson había sido bastanteembarazoso; al menos, aquella relación se habíaterminado. Nadie parecía saber dónde estabaahora Emma Hamilton ni qué había sido de ellatras la muerte de Nelson en Trafalgar.

A Godschale no le gustaba demasiado elcarácter ni la reputación de Somervell. Pero estetodavía tenía amigos, algunos muy poderosos, enla corte, y había sido salvado del escándalo y dealgo peor aún por nada menos que Su Majestad en

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persona. Pero incluso el Rey, o más bien susconsejeros, habían alejado acertadamente aSomervell de Londres hasta que el problema de larelación de Bolitho se solucionara o se acabaracon el mismo.

El almirante era lo bastante sensato paraaceptar que, sin importar lo que él opinara,Bolitho era probablemente tan popular en el paíscomo Nelson había sido en su día. Su valentíaestaba fuera de toda duda y, a pesar de algunosmétodos y tácticas poco ortodoxas, ganabacombates.

En tiempos de paz, su relación con LadySomervell no se hubiera tolerado ni por unmomento: ambos habrían sido rechazados yexcluidos de la sociedad, y la carrera de Bolithohabría saltado por los aires.

Pero no había paz; y Godschale era conscientedel valor de los líderes que vencían y de lainspiración que proporcionaban a sus hombres y ala nación.

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—La escuadra más grande de las dos navegababajo la insignia de nuestro viejo adversario elvicealmirante Leissègues —dijo—. Consiguióescabullirse de nuestras patrullas, aunque Sir JohnDuckworth, que estaba patrullando frente a Cádiz,obtuvo cierta información de que en SantoDomingo había una escuadra francesa. Duckworthllevaba tiempo intentando dar con Leissègues,pero estaba a punto de darse por vencido cuandorecibió las noticias. Finalmente dio con él, yaunque los franceses cortaron sus cables cuandoavistaron la escuadra de Duckworth, consiguióhacerles entrar en combate. Todos los buquesenemigos fueron apresados, pero el ciento veintecañones Impérial encalló y se quemó. Habría sidouna formidable incorporación para nuestra flota.—Suspiró ostensiblemente—. ¡Pero uno no puedehacerlo todo!

Bolitho disimuló una sonrisa. Sonaba como siel almirante hubiera conseguido la victoria desdeaquella misma sala.

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Godschale prosiguió diciendo:—El resto de la fuerza francesa fue llevada a

combate y perdió varios barcos por separado antesde escaparse y refugiarse en puerto.

Bolitho dejó su copa y la miró con ciertaamargura.

—Cómo envidio a Duckworth. Una accióndecisiva, bien pensada y ejecutada. Napoleón debede estar furioso.

—Su trabajo en Ciudad del Cabo no fue menosimportante, Sir Richard. —Godschale rellenó lascopas dándose tiempo para pensar—. Su rápidaintervención permitió liberar algunos barcos cuyaincorporación a la flota ha sido muy valiosa. Poreso propuse que fuera usted allí. —Le guiñó un ojocon picardía—. Aunque sé que sospechaba cuáleseran mis motivos en aquel momento, ¿eh?

Bolitho se encogió de hombros.—Un capitán de navío podía haberlo hecho.Godschale levantó un dedo admonitorio.—Justo lo contrario. Necesitaban inspiración

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mediante el ejemplo. ¡Créame, lo sé! —Decidiócambiar de tema—. Tengo más noticias para usted.—Se fue hasta su mesa y Bolitho se dio cuenta porprimera vez de que cojeaba. Un problema quecompartía con Lord St. Vincent, pensó. Gota…demasiado oporto y buena vida.

Godschale cogió unos papeles.—En mi carta le hablé de su nuevo buque

insignia, el Black Prince. Tengo entendido que esun barco magnífico hasta el último detalle.

Bolitho se alegró de que estuviera mirando suspapeles y que no viera su sonrisa rebelde. Tengoentendido. Qué parecido al comandante Poland.Siempre en el lado seguro, por si acaso algo ibamal.

Godschale levantó la vista.—¿Ha elegido ya a su capitán de bandera o

tengo que pedirle que lo haga?Bolitho respondió:—Bajo otras circunstancias, habría escogido a

Valentine Keen sin dudarlo. Con su inminente boda

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a la vista y teniendo en cuenta que ha estado deservicio de forma continuada y bajo circunstanciasdifíciles, me resisto a pedírselo.

—Mi subordinado recibió una carta de suúltimo comandante ofreciendo sus servicios —dijoGodschale—. Lo encontré extraño. Esperaba queprimero se lo comunicara a usted. —Sus cejas seelevaron de nuevo—. Un buen hombre, ¿no es así?

—Un excelente comandante y un gran amigo.—Resultaba difícil pensar con claridad conGodschale hablando del nuevo barco. ¿Qué lehabía pasado a Keen? No tenía sentido.

Godschale continuó diciendo:—Desde luego, en estos tiempos difíciles, los

tenientes de navío son seguramente demasiadojóvenes y los oficiales más experimentadosdemasiado viejos. Pero no podemos quitarnos losaños de encima, ¿verdad? —Frunció de repente elceño—. Así que le agradecería una decisiónrápida al respecto. Hay muchos capitanes de navíoque darían su vida por tener la oportunidad de

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estar al mando del Black Prince con su insignia enel palo trinquete.

—Me haría usted un gran favor, milord, si mediera tiempo para saber algo más sobre esteasunto. —Sonó como si se lo estuviera suplicando.Esa era su intención.

Godschale mostró una amplia sonrisa.—Por supuesto. ¿Para qué están los amigos,

eh?Bolitho vio su rápida mirada al ornamentado

reloj de la pared, que tenía una elaborada escenaamorosa con querubines dorados como soporte,con sus mejillas infladas representando los cuatrovientos.

—Por el momento me quedaré en Londres,milord, en la dirección que le he dado a susecretario.

El buen humor de Godschale pareciódesvanecerse; su sonrisa se quedó petrificada ensu boca.

—Ehh, sí, claro. La casa de Lord Browne en

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Londres. Fue su ayudante antes de dejar la Marina,¿no?

—Sí. Es un buen amigo.—Hmm, ¡no parece que le falten!Bolitho esperó. Godschale estaba

imaginándolo todo en su cabeza. Él y Catherinejuntos, sin importarles nada lo que pensara lagente. Se puso en pie y se reajustó el sable en sucadera.

Godschale dijo con tono apesadumbrado:—No quiero avivar viejas brasas, pero ¿hay

alguna posibilidad de que vuelva usted… ehh…¡maldita sea, hombre, sabe lo que quiero decir!

Bolitho negó con la cabeza.—Ninguna, milord. Es mejor que lo sepa

desde ahora… Sé que su mujer es amiga de miesposa. No estaría bien promover sentimientos queno han de ser correspondidos.

Godschale se le quedó mirando comointentando encontrar una réplica demoledora.Puesto que no lo logró, dijo:

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—Pronto nos volveremos a ver. Cuando esoocurra espero tener nueva información para usted.Pero hasta ese momento, déjeme recordarle algo.Una bala francesa puede mutilar o matar a unhombre, pero en tierra firme, su persona puedesalir igualmente malparada ¡y su reputaciónminada de cien maneras diferentes!

Bolitho se dirigió hacia la puerta.—Siempre he creído más peligroso esto

último, milord.Cuando se cerró la puerta, el almirante Lord

Godschale pegó un puñetazo sobre sus papeles.—¡Maldita sea su insolencia!Otra puerta se abrió cautelosamente y asomó

por ella su secretario.—¿Milord?Godschale le fulminó con la mirada.—¡Nada, no digo nada!El hombre se estremeció.—Su próxima cita estará aquí enseguida,

milord.

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Godschale se sentó con mucho cuidado y sesirvió otra copa de madeira.

—Le recibiré dentro de media hora.El secretario insistió:—Pero no hay nadie más, milord, no…El almirante exclamó con tono severo:—¿Es que nadie en el Almirantazgo escucha lo

que digo? ¡Lo sé muy bien! Pero con suerte, SirRichard Bolitho se encontrará con su viejo amigoel contralmirante Herrick en la sala de espera.Quiero darles la oportunidad de compartir losviejos tiempos. ¿Entiende?

El secretario no lo entendió pero sabía que eramejor no provocar otra diatriba.

Godschale suspiró en la sala vacía.—¡Uno no puede hacerlo todo!

* * *

Habían dos capitanes de navío sentados en la

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sala de espera más alejada, cada uno de ellosevitando la mirada del otro y lo más separados queles era posible. Bolitho sabía que estaban allí paraver a algún oficial superior o a un funcionario delAlmirantazgo; él había compartido su ansiedad ysu inquietud en más ocasiones de las que podíarecordar. ¿Para un ascenso o para ser reprendidos?¿Un nuevo barco o el primer paso para serrelegados al olvido? Había de todo en una jornadacualquiera en el Almirantazgo.

Los dos capitanes de navío se pusieron en piede un salto cuando Bolitho pasó por la salaalargada. Les saludó con un movimiento decabeza, percibiendo sus muestras de haberlereconocido y su curiosidad. Se preguntarían porqué estaba allí y qué podía implicar esoindirectamente para ellos. Lo más probable eraque sintieran curiosidad por el hombre más quepor el vicealmirante; por su reputación, sobre siera cierto o no lo que se decía.

Bolitho estaba más preocupado por lo que le

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había dicho Godschale sobre su capitán debandera que por esas cosas. Aún no podíacreérselo apenas. Sabía lo preocupado que estabaKeen por su diferencia de edad con la encantadoraZenoria. La joven que había rescatado de untransporte que iba camino de Botany Bay. Keentenía cuarenta y un años y ella debía estar cerca delos veintidós. Pero su mutuo amor había surgido derepente de entre el sufrimiento y había sidoevidente para todos los que les conocían. Teníaque descubrir qué había pasado. Si Keen habíamanifestado su disposición para ser su capitán debandera simplemente por amistad o lealtad,Bolitho tendría que disuadirle.

Casi había llegado a las puertas del fondocuando estas se abrieron y vio a Thomas Herrickde pie, inmóvil y mirándole fijamente como siacabara de caer del cielo.

Herrick estaba más fornido y se le veía unpoco encorvado, como si el peso de susresponsabilidades como contralmirante se hubiera

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hecho notar. Su cabello castaño estaba máscanoso, pero no había cambiado desde que habíaacudido a ayudar al Hyperion en aquel último yterrible combate.

Su mano estaba tan fuerte como en su primerencuentro, cuando era uno de los tenientes denavío de la fragata Phalarope; y sus ojos azulestenían la mirada tan clara y tan vulnerable comoaquel día.

—¿Qué estás haciendo…? —Los dosempezaron a preguntar a la vez.

Entonces Bolitho dijo afectuosamente:—¡Me alegro de verte, Thomas!Herrick lanzó una mirada recelosa a los dos

capitanes de navío como para asegurarse de queno podían oírle.

—Yo también, Sir Richard. —Sonrió—.Richard.

—Eso está mejor. —Bolitho vio la duda queembargaba su expresión. Así que era como antes.A causa de Catherine. Herrick se había negado a

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aceptarlo, y Bolitho no podía entender cómo habíaocurrido aquello entre ellos. Dijo—: Me han dadoel Black Prince. Izaré mi insignia tan pronto comoesté terminado, cuando quiera que sea. ¡Yaconoces los arsenales y sus extrañas costumbres!

Herrick estudió la cara de Bolitho y lepreguntó bajando la voz:

—Tu ojo… ¿cómo está? —Negó con la cabezay Bolitho vio algo del hombre que conocía y en elque confiaba—. No, no se lo he dicho a nadie.Pero sigo creyendo que…

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Bolitho.La barbilla de Herrick se hundió en su pañuelo

de cuello, algo que se había convertido en unhábito cuando lidiaba con un problema.

—Todavía tengo el Benbow —Forzó unasonrisa—. Aunque con un nuevo ayudante. Medeshice de aquel tipo de apellido franchute, DeBroux… ¡demasiado blando para mi gusto!

Bolitho sintió una extraña tristeza. Habíanpasado pocos años desde que el Benbow llevara

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su insignia y Herrick fuera su comandante. Losbarcos, si podían pensar, debían preguntarse aveces acerca de los hombres y los destinos que losmanejaban.

Herrick sacó su reloj.—Tengo que presentarme ante Lord

Godschale. —Pronunció su nombre con disgusto.Bolitho podía imaginarse muy bien la opinión queHerrick tenía del almirante.

Como ocurrencia de último momento, Herrickdijo:

—Voy a ponerme al mando de una escuadra enlas patrullas del Mar del Norte. —Mostró unasonrisa sincera—. El nuevo barco de Adam, laAnemone, ¡es mi única fragata! Algunas cosas nocambian nunca, pero estoy muy contento de tenerleconmigo.

En alguna parte un reloj dio las campanadas yHerrick dijo rápidamente:

—Ya me conoces… detesto no ser puntual.Bolitho vio a Herrick algo incómodo y cuando

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habló dijo algo que no se esperaba.—Tu nuevo buque insignia se está acabando de

construir en Chatham, ¿no? —Y prosiguió deprisa,como si no pudiera contener lo que le atribulaba—: Cuando visites el barco, y he sido tusubordinado demasiadas veces en el pasado comopara conocer tus costumbres, ¿podrías ir a ver aDulcie?

—¿Qué ocurre, Thomas? —preguntó Bolithocon tacto.

—No estoy seguro, la verdad. Pero ha estadomuy cansada últimamente. Trabaja demasiado ensus obras benéficas y cosas así, y cuando estoyembarcado no descansa. Siempre le digo que lohaga, pero ya sabes cómo son. Supongo que sesiente sola. Si hubiéramos sido bendecidos conhijos, aunque sólo fuera uno como el que tú y LadyBelinda… —Se calló, confuso por su revelación—. Así es la vida, supongo.

Bolitho le tocó la manga.—La iré a visitar. Catherine sigue intentando

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llevarme a rastras a un cirujano, así que es posibleque encontremos a alguno que pueda ayudar aDulcie.

La mirada de los ojos azules de Herrickpareció recobrar su confianza.

—Lo siento. Lo he dicho sin pensarlo. Quizásestoy demasiado fastidiado por mis propiaspreocupaciones y me he olvidado del resto delmundo. —Miró a lo largo de la sala—. Puede quesea mejor que no le hagas la visita a Dulcie.

Bolitho le miró fijamente.—¿Está esa barrera aún entre nosotros,

Thomas?Herrick le miró con desconsuelo.—No la he levantado yo. —Empezó a

marcharse—. Te deseo suerte, Richard. Nadapodrá eliminar mi admiración hacia ti. Nunca.

—¿Admiración? —Bolitho le miró mientras sealejaba y entonces gritó—: ¿Es sólo eso en lo quese ha convertido, Thomas? Maldita sea, hombre,¿es que somos tan poca cosa?

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Los dos capitanes de navío se pusieron en piecuando Herrick pasó andando con grandeszancadas a su lado y sus miradas fueron de unalmirante a otro como si apenas pudieran creerselo que estaban presenciando.

Entonces, Bolitho se encontró de pronto fuerade la imponente fachada del Almirantazgo,temblando a pesar del sol y de la gente quepaseaba.

—¡Lárgate, desgraciado!Bolitho levantó la vista, aún respirando

aceleradamente, y vio a un joven acompañado pordos chicas que agitaba su puño ante una figuraagachada en el suelo. El contraste era tal que sucabeza le dio vueltas… el joven vestidoelegantemente con sus amigas riéndose tontamentey la figura encorvada con una casaca rojaharapienta y con un tazón de hojalata en la mano.

—¡Alto ahí! —Bolitho vio cómo se volvíansorprendidos mientras varios paseantes se parabanpara ver lo que ocurría. Ignorándolos a todos,

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Bolitho se fue con grandes zancadas hacia elhombre de la andrajosa casaca roja.

El mendigo dijo con la voz quebrada:—¡No estaba haciendo nada malo, señor!Alguien gritó:—¡No debería permitirse mendigar aquí!Bolitho preguntó bajando la voz:—¿De qué regimiento era?El hombre le miró como si hubiera oído mal.

Le faltaba un brazo y tenía el cuerpo retorcido.Parecía mayor, pero Bolitho supuso que era másjoven que él mismo.

—Del Treinta y Uno de infantería, señor. —Miró desafiante a los curiosos—. El viejoRegimiento Huntingdonshire. Servíamos comoinfantes de marina. —Su repentino orgullo pareciódesvanecerse cuando añadió—: Estaba con LordHowe cuando me pasó esto.

Bolitho se giró sobre sus talones y miró aljoven durante varios segundos.

—No le voy a preguntar lo mismo a usted,

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señor, ¡puesto que ya veo claramente lo que es!El joven se había puesto pálido.—No tiene usted derecho a…—Oh, sí lo tengo. En este mismo momento se

está acercando un teniente de navío de la patrullade leva de Tower Hill. ¡Una palabra, sólo unapalabra mía y aprenderá por sí mismo lo que esluchar por su Rey y su país!

Se enfadó consigo mismo por usar una mentiratan fácil. Ninguna patrulla de leva se aventurabanunca en una zona elegante. Pero el jovendesapareció, dejando a sus acompañantesmirándole sorprendidas y humilladas al serabandonadas.

Bolitho puso un puñado de monedas en eltazón.

—Vaya con Dios. No piense nunca que lo quehizo fue en vano. —Vio que el hombre miraba lasguineas de oro estupefacto, y supo que lo que leestaba diciendo se lo decía en realidad a sí mismo—. Su coraje, como sus recuerdos, han de

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mantener su esperanza viva.Se dio media vuelta, con los ojos irritados, y

entonces vio el carruaje que se acercaba arecogerle. Ella abrió la puerta antes de que elcochero pudiera saltar y dijo:

—He visto lo que has hecho. —Se tocó laboca con los dedos—. Parecías tan atribulado…¿te ha pasado algo ahí dentro?

Bolitho le dio unas palmadas en el brazomientras el carruaje traqueteaba de nuevo entre eltráfico.

—Cosas como esta me hacen daño. Pensabaque comprendía a las personas. Ahora no estoy tanseguro. —La miró y sonrió—. ¡Sólo estoy segurode ti!

Catherine le acarició el brazo y miró por laventana del carruaje. Había visto a Herrick subirlas escaleras del Almirantazgo. El resto y eldesagradable enfrentamiento con el joven dandi nonecesitaban de ninguna explicación.

Ella respondió en voz baja:

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—Pues aprovechémoslo al máximo.

* * *

Tom Ozzard se detuvo y se apoyó en unabalaustrada de piedra para orientarse, y sesorprendió al ver que no le faltaba el aliento. Elpequeño hombre había estado caminando durantehoras, a veces sin saber apenas dónde seencontraba, pero siempre muy consciente en elfondo de su mente de su destino final.

Había caminado a lo largo del río Támesis yluego a través de callejuelas lúgubres, donde losestropeados aleros de los tejados quedaban justoencima de la cabeza como queriendo cerrarle elpaso a la luz del día. En cada esquina aparecía elLondres que él recordaba como si fuera ayer.Rebosante de vida y de gritos callejeros, y con elaire apestando a excrementos de caballo y acloaca. En una esquina había un hombre vendiendo

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a gritos sus mercancías, ostras frescas en un toneljunto al que varios marineros se las comíanregándolas con cerveza. Ozzard había visto el ríovarias veces durante su caminata. Desde el Puentede Londres hasta la Isle of Dogs estaba abarrotadode buques mercantes, con sus mástiles y vergasbalanceándose a la vez en la corriente como unbosque de árboles sin hojas.

En las ruidosas tabernas que habían a lo largodel río, los marineros se disputaban a empujones alas maquilladas prostitutas y se gastaban sus pagasen cerveza y ginebra, sin saber cuándo iban avolver o si lo harían algún día una vez zarparansus barcos. Ninguno de ellos parecía para nadaimpresionado por los truculentos restos putrefactosde los cuerpos de algunos piratas colgados decadenas en el Muelle de Ejecuciones.

Ozzard contuvo el aliento; sus pies le habíanllevado a aquella fatídica calle como si suvoluntad no hubiera tenido parte en ello.

Vio que su respiración era más acelerada

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mientras titubeaba antes de obligar a sus piernas aconducirle por la calle adoquinada. Era como unfragmento de sus muchas pesadillas. Hasta la luzanaranjada oscura del anochecer en los muelles yalmacenes de la zona portuaria de Londres; sedecía que habían más ladrones y asesinos enaquella parte de la ciudad que en todo el resto delpaís. Aquella era, o había sido, una callerespetable de Wapping Wall. Casas pequeñas ycuidadas cuyos propietarios o arrendatarios erantenderos, agentes de víveres y provisiones para elarsenal y honestos proveedores de pertrechos.

Un rayo del sol ya bajo se reflejó en la ventanasuperior de su antigua casa. Contuvo el aliento. Elreflejo de la ventana era rojizo, como la sangreque parecía contener aún en su interior.

Ozzard miró a su alrededor con la miradadesorbitada mientras su corazón palpitaba como sifuera a salírsele del pecho. Era una locura; estabaloco. Nunca debería haber ido allí, puede que aúnhubiera gente que se acordara de él. Pero cuando

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Bolitho había venido a Londres, él le habíaacompañado en otro carruaje. Allday, Yovell y él.Cada uno tan diferente de los otros, y aun así todosparte de algo común.

Sin apenas osar moverse, volvió la cabezapara mirar el despacho que estaba justo enfrentede la ordenada hilera de casas.

En aquel espantoso día en que había huido desu casa sin fijarse siquiera en sus manosmanchadas de sangre, sólo se había detenido paramirar aquel mismo despacho. Entonces, el nombreque figuraba en el establecimiento era TomOzzard, Escribiente. Ahora, el local era másgrande y habían añadido & Hijo al nombre.

Pensó en aquella ocasión en que el cirujano SirPiers Blachford había hablado de aquel mismoescribiente y había comentado que era la única vezque había oído el nombre de Ozzard. Casi se habíaderrumbado.

«¿Por qué he venido?».—¿Estás buscando algo, amigo?

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Ozzard negó con la cabeza girando la cara paraintentar ocultarla.

—No. Gracias.—Allá tú. —El desconocido se alejó

tambaleándose hacia una taberna que Ozzard sabíaque había tras las tiendas. La conocía porque sehabía parado allí a tomar un vaso de cerveza dejengibre de camino a casa. El abogado para el quetrabajaba como secretario le había enviado antesde hora a casa para mostrarle su agradecimientopor todo el trabajo de más que había hecho. «Ojaláno se hubiera parado a beber algo». Al mismotiempo que la vaga idea se formaba en su mente,supo que se estaba engañando a sí mismo. Elladebía de haberse estado riendo de él durantemeses. Esperando a que él se marchara a sudespacho, que estaba cerca de Billingsgate, yluego esperando que llegara su amante. Seguro queotras personas de la calle debían de saber odebían de imaginarse lo que estaba ocurriendo.¿Por qué nadie se lo había contado?

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Se apoyó contra un muro y notó cómo elvómito subía a su garganta.

Era tan joven y hermosa. Ella estaba en losbrazos de su amante cuando él entró en la casa sinsospechar nada. Era un día soleado, muyprometedor, igual que aquel día.

Empezaron de nuevo los gritos, elevándosehasta un penetrante alarido cuando el hacha habíacaído sobre sus cuerpos desnudos. Una vez, y otra,y otra, hasta que la habitación quedó como algunade las muchas escenas de combate que másadelante vería al lado de Sir Richard Bolitho.

No oyó el fuerte ruido de pisadas ni el tintineode las armas hasta que una voz gritó:

—¡Usted! ¡Quieto ahí!Casi no podía dejar de temblar cuando se

volvió y vio a la patrulla de leva en la esquina queacababa de doblar. Los hombres que la formabanno eran como los que se veían en las patrullas delos pueblos de pescadores o en los puertosmarítimos. Aquellos hombres iban armados hasta

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los dientes en su caza de posibles reclutas en unazona abarrotada de marineros, de los cuales lamayoría tenían los papeles en orden, el«salvoconducto» que les permitía no acabarsirviendo en la Marina.

Un enorme ayudante de condestable con unaporra colgada de la muñeca y un machete en elcinturón, dijo:

—¿Qué tenemos aquí? —Miró de arriba abajola casaca azul de Ozzard con sus brillantes botonesdorados y los zapatos de hebilla, cuya adquisicióntanto ansiaban los marineros cuando tenían dinerosuficiente para hacerlo—. Usted no es marinero,¡bien que lo sé! —Le puso una mano en el hombroa Ozzard y le dio la vuelta para que le viera biensu sonriente partida de marineros—. ¿Qué decís,muchachos?

Ozzard dijo con voz temblorosa:—S-sirvo en la Marina…—¡Apártense! —Un teniente de navío cruzó

entre sus hombres y miró a Ozzard con curiosidad

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—. ¡Explíquese! La Flota necesita más hombres.—Repasó con la mirada la frágil figura de Ozzard—. ¿En qué barco, si es que es cierto que sirve?

—Soy criado de Sir Richard Bolitho. —Vioque era capaz de levantar la vista hacia el oficialsin estremecerse—. Vicealmirante de la banderaroja. En este momento está en Londres.

El teniente de navío le preguntó:—¿Estuvo usted en el Hyperion? —Su

impaciencia había desaparecido. Puesto queOzzard asintió, dijo—: Lárguese, hombre. Este noes lugar para gente honesta cuando ha anochecido.

El ayudante de condestable miró a su oficialbuscando su consentimiento y entonces pusoalgunas monedas en la mano de Ozzard y se lacerró.

—Tenga, vaya a tomarse un buen trago. ¡Creoque se lo habrá ganado después de lo que debe dehaber visto y hecho!

Ozzard pestañeó y casi se derrumbó. Un trago.Lo que Allday habría dicho. Todo su ser quería

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gritarles. ¿Es que no veían el nombre del despachode enfrente? ¿Qué dirían si les contara que aqueldía había corrido la mayor parte del camino hastaTower Hill buscando una patrulla de leva? Enaquellos días siempre había alguna merodeandopor las tabernas y teatros, prestas a llenar de ron aalgún mentecato borracho para que acabaraenrolándose en un ataque de fervor patriótico.¿Cómo habrían actuado si les hubiera contado loque había dejado tras de sí en aquella pequeña ysilenciosa casa? Se obligó a sí mismo a mirarla.El sol ya no daba en la ventana.

Cuando se dio la vuelta, la patrulla de levahabía desaparecido, y por unos instantes creyó queera una parte más del tormento, del sentimiento deculpabilidad que no le dejaba en paz. Entonces,bajó la vista hacia su puño y abrió los dedosmientras su cuerpo empezaba a temblar de maneraincontrolada. Allí estaban las monedas que elayudante de condestable le había dado.

—No quiero vuestra compasión. —Las

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monedas hicieron ruido sobre los adoquinescuando las lanzó hacia las sombras que sealargaban—. ¡Dejadme tranquilo!

Oyó gritar a alguien y vio cómo una cortina semovía en la casa contigua a la que en su día habíasido la suya. Pero no salió nadie.

Suspiró y le dio la espalda a la casa y aldespacho con el nombre que había hecho suyoencima.

Oyó un repentino ruido de pelea en algunaparte del laberinto de callejones, alguien queaullaba de dolor y luego el silencio. La patrulla deleva había encontrado al menos una víctima que sedespertaría con la cabeza ensangrentada a bordodel bote de ronda del Támesis.

Ozzard metió las manos en los bolsillos de sucasaca y empezó su largo paseo de vuelta aaquella otra parte de Londres.

Su pequeña figura pronto se perdió en lapenumbra, mientras, a su espalda, la casa estabacomo antes. Esperando.

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* * *

Justo a unas pocas millas río arriba deWapping, donde Ozzard había hecho sudesesperado peregrinaje, Bolitho se inclinaba paraofrecerle su mano a Catherine y ayudarla a bajarde la barca en la que habían cruzado el Támesis.Acababa de oscurecer y el cielo despejado estaballeno de estrellas: un anochecer perfecto paraempezar lo que Catherine había prometido quesería «una noche de hechizo».

Bolitho puso unas monedas en la mano delbarquero con una propina para que estuviera allí afin de llevarles de vuelta a través del río ya negro.El hombre tenía una sonrisa picara, y no le habíaquitado los ojos de encima a Catherine mientrasbogaba en su pequeña pero elegante embarcaciónen la corriente del río.

Bolitho no se lo reprochaba. Ella le había

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esperado de pie en el vestíbulo de la casa de LordBrowne, bajo un relumbrante candelabro, cuandoél había bajado por la escalera. Llevaba unvestido de seda tornasolada, muy parecido al deaquella noche en Antigua, cuando se habíanreencontrado después de tanto tiempo. Catherineadoraba el verde y su vestido había parecidocambiar de ese color al negro cuando se habíavuelto hacia él. El vestido dejaba a la vista sucuello y tenía un prometedor escote. Tenía elcabello recogido alto y se había fijado en quellevaba los pendientes de filigrana, el primerregalo que le había hecho. Los mismos que dealguna manera ella había conseguido coser entre suropa cuando le habían metido en la prisión deWaites.

El barquero le dirigió una amplia sonrisa.—Estaré aquí, almirante, ¡váyanse y pásenlo

bien!Bolitho observó cómo la pequeña barca se

apresuraba a volver al otro lado del río en busca

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de más pasajeros.—No lo entiendo. —Bajó la mirada hacia su

casaca totalmente azul, comprada en Falmouth alviejo Joshua Miller. Él y su padre hacían losuniformes de la familia Bolitho y de otros oficialesde marina de Falmouth desde tiemposinmemoriales—. ¿Cómo lo ha sabido?

Ella desplegó su nuevo abanico y le miró porencima del mismo con los ojos brillantes bajo elresplandor de los faroles.

—¡Nos conoce más gente de la que pensaba!—Movió la cabeza—. ¿Qué te parece, Richard, mipequeña sorpresa para que te olvides de losasuntos importantes?

Bolitho había oído hablar de los parques deatracciones de Londres, pero nunca había visitadoninguno. Aquel de Vauxhall era el más famoso detodos. Realmente, aquello era especial. Grupos deárboles iluminados por faroles, setos de rosalessilvestres y el canto de los pájaros que disfrutabande la alegría y de la música tanto como los

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visitantes.Bolitho pagó las entradas, de media corona

cada una, y dejó que Catherine le guiara hacia elGrand Walk, un lugar para el paseo flanqueado porhileras de olmos de igual tamaño, para pasardespués por pequeños senderos de gravilla congrutas secretas, cascadas y fuentes.

Ella le asió con más fuerza del brazo y dijo:—Sabía que te iba a gustar. Es mi Londres. —

Señaló con el abanico hacia las numerosas casetaspara cenar donde mujeres espléndidamentevestidas y sus acompañantes escuchaban lasdiferentes orquestas mientras sorbían champán,sidra o clarete.

Ella dijo:—Muchos de los músicos son de las mejores

orquestas. Trabajan aquí para tener el bolsillolleno, y también sus estómagos, hasta que vuelva aempezar la temporada.

Bolitho se quitó el sombrero. El parque estabaabarrotado de gente y el aire cargado de perfumes

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que se mezclaban con los de las flores y el olorlejano del río.

Catherine llevaba un amplio mantón de estiloespañol, puesto que era sabido que hacía frío porla noche a lo largo del río. En aquellos momentos,lo había dejado caer sobre sus brazos dejando a laluz de los faroles su cuello y su escote, que sesumieron en provocativas sombras cuando seadentraron por un camino.

Era como un panorama sin fin, donde lascanciones cómicas y las baladas subidas de tonocompartían la misma categoría que las obras degrandes compositores y animados bailes. Estaballeno de uniformes, también. En su mayor parterojos con las vueltas azules de los regimientosreales, y algunos de oficiales de marina de losnumerosos buques fondeados bajo el Puente deLondres y a lo largo del serpenteante trayecto queles llevaría de vuelta al mar otra vez.

Se pararon donde dos caminos se cruzaban,desde donde era posible oír la música de Händel

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por un lado y, por el otro, a alguien cantando «Lassof Richmond Hill». Y ninguna de las dos parecíadesmerecer a la otra, pensó Bolitho. O quizásaquella música estuviera realmente hechizada…

En el extremo de los jardines vivamenteiluminados estaba «The Dark Walk»[8]. Catherinele llevó por entre la penumbra del mismo, dondeotras parejas se abrazaban o simplemente se teníanentre los brazos el uno al otro en silencio.

Entonces, ella se volvió y levantó la cara haciaél, pálida en la oscuridad.

—No, querido mío, nunca he caminado poraquí con otro.

—No te lo habría reprochado, Kate. Ni alhombre que perdiera la cabeza contigo como yohice.

—Bésame, abrázame —dijo ella.Bolitho notó cómo ella se arqueaba hacia él;

sintió la fuerza de su amor, que arrojaba a un ladotoda cautela y reserva.

Ella dio un pequeño grito ahogado cuando él le

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besó el cuello y luego el hombro y la acercó haciasí sin tan siquiera dirigir una mirada a una parejade enamorados que pasaban cerca.

Él dijo hablando sobre su piel:—Te deseo, Kate.Ella intentó apartarle, pero él sabía que su

excitación era pareja a la suya.Catherine le tocó la boca con el abanico

cuando él la soltó y dijo:—Pero primero comamos. He reservado en

una caseta. Será un sitio íntimo. —Ella se rió deaquella forma contagiosa tan suya, algo queBolitho había creído algunas veces que novolvería a oír—. ¡Tan íntimo como se pueda en unlugar como el Parque de Atracciones de Vauxhall!

El tiempo pasaba a una velocidad increíblemientras estaban sentados en su pequeña casetaadornada de flores, jugueteando con la ensalada yel pollo asado, disfrutando del vino y de lamúsica, pero sobre todo el uno del otro.

—Estabas mirándome —dijo ella bajando la

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mirada y cogiéndole la mano por encima de lamesa—. Me haces sentir una desvergonzada…debería sentirme…

—Tienes un cuello precioso. No está bienocultarlo, y aun así…

Ella observó cómo él pensaba.—Compraré algo para que te lo pongas en él.

Sólo para adornar lo que es ya tan hermoso.Ella sonrió.—Sólo a tus ojos. —Entonces le apretó la

mano hasta que sintió dolor—. Estoy tanenamorada de ti, Richard. No lo sabes. —Se tocólos ojos con un pañuelo—. ¡Ves, mira lo que hashecho! —Cuando volvió a mirarle estaban muybrillantes—. Vamos a buscar a nuestro lascivobarquero. ¡Tengo tanta necesidad de ti que apenaspuedo esperar!

Volvieron por el camino que llevaba hacia laentrada. Catherine se puso el largo mantón sobresus hombros desnudos y se estremeció.

—No quiero que se acabe nunca el verano.

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Bolitho sonrió, exaltado por la pasión y laexcitación, como si hubiera bebido demasiadovino.

—Espérate aquí al abrigo del aire frío. Measeguraré de que el barquero que tan bien hasdescrito está en su sitio.

Ella le dijo cuando pasó por la entrada:—Richard, me gusta cómo llevas el pelo.

Pareces tan… apuesto.Observó como se perdía entre las sombras y se

ajustó aún más el mantón alrededor de su cuerpo;entonces se volvió cuando una voz dijo:

—¿Estás muy sola, encanto? ¡Hay alguien muydescuidado!

Ella le miró con calma. Era un capitán delejército; no muy viejo y con una sonrisa torcidaque indicaba que había bebido mucho. Dijo:

—Lárguese. No estoy sola, y aunque loestuviera…

—No te precipites, encanto. —Se le acercó yella vio cómo se tambaleaba. Entonces extendió el

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brazo y agarró el mantón—. ¡Una belleza así nodebería ocultarse!

—Apártese de mi mujer —dijo Bolitho sin nisiquiera levantar la voz.

—¡Está como una cuba! —dijo Catherine contono cortante.

El capitán se quedó mirando a Bolitho e hizouna reverencia burlona.

—No me había dado cuenta; y en cualquiercaso, parecía la clase de mujer que podía darcalor a un pobre soldado.

Bolitho todavía estaba muy calmado.—Le desafiaría, señor…El capitán mostró una sonrisa estúpida.—¡Y entonces yo con mucho gusto aceptaría a

sus padrinos!Bolitho se abrió la casaca azul.—No me ha dejado acabar la frase. Le

desafiaría si fuera un caballero y no un patánborracho. Así que lo vamos a resolver aquí. —Elviejo sable pareció materializarse en su mano

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como por arte de magia—. ¡Y ahora!Otro soldado se acercó tambaleante a través de

unos arbustos y se quedó boquiabierto ante la tensaescena. Estaba alegre, pero no demasiado bebidocomo para no reconocer el peligro.

—¡Sal de ahí, maldito estúpido! —Y haciaBolitho, exclamó—: Suplico su perdón de parte deél, Sir Richard. Normalmente no es así.

Bolitho miró al capitán con severidad.—Así lo espero, ¡aunque sólo sea por el bien

de Inglaterra!Envainó su sable y les dio deliberadamente la

espalda a los dos.—La barca está esperando, milady.Ella asió el brazo que le ofrecía y notó que

este temblaba.—Nunca te había visto así.—Siento comportarme como un guardiamarina

exaltado.—Has estado fantástico —protestó ella.

Levantó la pequeña bolsa de redecilla que llevaba

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colgada de la muñeca y añadió—: Pero si hubieraintentado hacerte daño, se habría llevado una balaen el trasero para que se calmara. Mi pequeñapistola es lo bastante grande para eso.

Bolitho movió la cabeza de un lado a otro.—¡Estás llena de sorpresas!Para cuando la barca estuvo a medio camino

cruzando el río, esquivando de manera experta lagran cantidad de embarcaciones similares, Bolithoestaba de nuevo calmado.

Entonces, dijo:—Realmente ha sido una noche de hechizo,

Kate. Nunca la olvidaré.Catherine lanzó una mirada al barquero que la

miraba y dejó que su mantón le cayera de loshombros cuando se inclinó hacia Bolitho ysusurró:

—Todavía no se ha acabado, como prontopodrás descubrir.

El barquero saltó de la barca para ayudarles abajar al embarcadero. En su oficio llevaba toda

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clase de gente. Hombres con esposas de otroshombres, marineros con sus rameras, jóvenespetimetres en busca de algo excitante o de unabuena pelea que acabara con los sables en alto.Pero sus dos pasajeros de aquella noche no separecían a nadie que hubiera llevado antes, y poralguna extraña razón supo que siempre seacordaría de ellos. Pensó en la manera en que ellale había provocado con el mantón y mostró unasonrisa medio compungida. Había valido la pena.

Les gritó mientras se alejaban:—¡Cuando quiera, Sir Richard! Sólo tiene que

preguntar por Bobby… todos me conocen en el ríode Londres.

El carruaje que había sido puesto a sudisposición estaba esperando en fila con muchosotros, con sus cocheros dando cabezadas mientrasesperaban a sus señores que estaban todavía enVauxhall.

Bolitho vio los botones dorados de Ozzardreluciendo bajo los faroles del carruaje. Era como

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un aviso silencioso, y notó cómo Catherine le asíacon más fuerza la muñeca.

—¿Algo va mal, Ozzard? No era necesario queesperara con el carruaje.

Ozzard dijo:—Ha venido un mensajero del Almirantazgo,

Sir Richard. Le dije que no sabía dónde estabausted. —Su tono dejó entrever que de todasmaneras tampoco se lo hubiera dicho—. Dejórecado de que se presentara usted mañana anteLord Godschale tan pronto como le fuera posible.

En alguna parte de otro mundo, el reloj de unaiglesia empezó a dar las campanadas.

—Hoy —dijo con un hilo de voz Catherine.Cuando llegaron a la casa de Arlington Street,

Bolitho dijo mientras entraban:—No puede ser tan urgente. No tengo el buque

insignia todavía, y en cualquier caso…Ella se volvió en la escalera y lanzó

impetuosamente su mantón sobre la barandacurvada de la misma.

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—Y en cualquier caso, mi valiente almirante,¡todavía queda la noche!

Se la encontró esperándole junto a una de lasventanas desde las que, de día, se podía ver elparque. Ella le miró con el semblante casiimpasible mientras le decía:

—Tómame, utilízame de la manera que desees,pero ámame siempre.

* * *

Abajo, en la cocina desierta, Allday estabasentado en la mesa gastada llenandocuidadosamente de tabaco una pipa nueva decerámica. Le había costado una fortuna allí enLondres, pero dudaba de que fuera a durarlemucho más que otras menos caras.

Había oído volver el carruaje y había visto aOzzard yéndose silenciosamente a su cama. Algole estaba atribulando de manera acuciante; estaba

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desgarrándole por dentro. Intentaría descubrir quéera.

Encendió la pipa y observó cómo el humoascendía lentamente en el aire. Entonces se acercóuna jarra de ron y trató de no pensar en los dos queestaban allí arriba.

Agarró la jarra y se tomó un buen trago.En voz alta, dijo:—Que vigilen con las borrascas, ¡eso es lo

único que les pido!Pero cuando pensó otra vez en ellos, juntos allí

arriba, supo que eso no iba a cambiar nada.

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XI

LA MISIÓN

Bolitho abrió las puertas altas de la sala y sequedó unos instantes en silencio.

Catherine estaba junto a una de las ventanas,mirando abajo a la calle, esperando como él lainevitable partida.

Entonces, Bolitho cruzó la sala y le puso lasmanos sobre los hombros, tocándole el pelo consus labios.

—Es casi la hora.Ella asintió y se apoyó sobre él.—Intentaré no hacerlo más difícil, Richard.

Hemos sido libres para amarnos estas últimassemanas, libres del todo. Sólo puedo estaragradecida por ello. —Se giró entre sus brazos yle miró con desesperación—. Pero quizás estoydemasiado ávida de ti y quiero mucho más.

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Bolitho oyó que alguien bajaba su cofre dandoalgún que otro golpe por la escalera y miró porencima del hombro de Catherine hacia la callevacía. Las sombras se iban ya alargando;anochecía antes, se acercaba el otoño.

Dijo:—Al menos no hay peligro. Esta misión… —

vaciló, detestando el secreto—. No tiene por quésalir nada mal, me he ocupado de…

Ella le puso la mano sobre sus labios.—No digas más. Lo entiendo. Si el secreto es

necesario, no voy a implorarte para que locompartas conmigo. Pero vuelve a mí.

Bolitho la abrazó. Habían pasado pocos díasdesde su visita al Almirantazgo. Puede que elsecreto fuera necesario; ¿o puede que fuerasimplemente otra treta para tenerle fuera del país?Esto último era difícil de creer. Todo aquellonecesitaba organización y confianza. Tenía que ir aDover, no a Portsmouth o a Chatham como era deesperar, y desde allí tomar pasaje hacia

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Copenhague. En Dover le sería explicado el restode la misión.

Como para disipar sus propias dudas, dijo:—No durará mucho. Quizás dos semanas, más

no, seguro. Y entonces…Ella le miró y le preguntó:—¿Qué quieres que haga mientras tanto?—Oliver Browne dijo que la casa es nuestra

durante el tiempo que la necesitemos. Su señoríaestá visitando su propiedad familiar de Jamaica.—Sonrió—. ¡Es difícil no seguir pensando en élcomo mi ayudante!

—¿Qué ha sido de Jenour? —Ella sonriótambién, recordando—. Compañero deconspiraciones y un buen amigo.

—Estará ya en Dover esperándome.—¡Entonces es más afortunado que yo!Bolitho notó cómo ella se ponía tensa cuando

las ruedas de un carruaje resonaron por la calle yse pararon delante de la casa.

Bolitho dijo apresuradamente:

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—Ozzard se ocupará de todo lo que necesites,Kate, y Yovell te informará de todo lo que quierassaber. Te dejo en sus manos. Te ofrecería losservicios de Allday, pero…

Ella sonrió.—No. Él nunca lo permitiría, ¡y además quiero

que tu «roble» te proteja!Las puertas se abrieron unos dedos y uno de

los criados dijo:—El carruaje está aquí, Sir Richard. Su cofre

está dentro. —Las puertas se cerraron sin hacerruido. Era como si la casa, y también la calle,estuvieran aguantando la respiración duranteaquellos breves momentos.

—Ven. —Bolitho le pasó el brazo alrededorde los hombros y juntos descendieron al vestíbulo—. Tengo tanto que decirte… y me vendrá todocomo una avalancha cuando nos hayamosseparado.

Ella se volvió para mirar hacia lo alto de laescalera, pensando quizás en la noche en que la

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habían traído allí con su ropa mugrienta y descalzatras su experiencia en la prisión de Waites,Recordando su amor y los momentos de pasión yternura. Ahora estaría viendo a su otro hombre, eloficial del Rey; el servicio siempre sería su rival.

Las puertas de entrada estaban totalmenteabiertas y el aire del atardecer era frío. Ella leagarró el brazo y dijo:

—Te causo tantos problemas… cuando haríacualquier cosa menos hacerte daño. Incluso me heinterpuesto entre tú y tus amigos, ¡y todo pornuestro amor!

Bolitho la abrazó. De alguna manera sabía queella había intuido o comprendido lo que habíapasado con Herrick aquel día en el Almirantazgo.

—Nada nos puede separar —respondió él.Miró hacia la calle, reflejándose ya las luces de lacasa en el costado del carruaje—. Excepto lo quetengo que hacer. —Se había dado cuenta de que elcarruaje no llevaba divisa alguna ni nada quepermitiera que fuera reconocido. Todo bien

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secreto.Uno de los caballos golpeó el suelo con sus

patas delanteras y el cochero murmuró algo paracalmar su impaciencia. Detrás del carruaje,Bolitho pudo ver la silueta robusta de Alldayesperando, como había hecho tantas veces.

Bolitho dijo:—He escrito a Valentine Keen. Es todo lo que

puedo hacer. Si te quedas aquí hasta que yovuelva, es posible que venga a visitarte.

—¿Todavía te preocupa?—Sí. —Sonrió vagamente—. Con una guerra

encarnizada a nuestro alrededor, tropezamos conlos problemas personales. Sospecho que ese hasido siempre mi verdadero punto débil.

Ella negó con la cabeza.—Tu fuerza. Oigo a la gente hablar de ti como

un guerrero, y yo en cambio, cuando estoy contigosiento una paz que nunca había conocido.

Bolitho le envolvió sus hombros con su capotepara bajar los escalones juntos y entonces ella se

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detuvo para recoger una hoja seca que el vientohabía llevado hasta su zapato.

Cuando Catherine volvió a mirarle, sus ojosestaban oscuros y brillantes.

—¿Te acuerdas de cuando te envié la hoja dehiedra de nuestra casa?

—Todavía la tengo.—Esta es mensajera de otro invierno que

viene. Pido a Dios que no nos separe muchotiempo. —Hablaba rápido como si temiera que élla interrumpiera—. Sé que te prometí… que te juréque sería valiente, pero hace tan poco que noshemos reencontrado…

Él dijo en voz baja:—No hay nadie más valiente que tú, Kate. —

Tenía que marcharse; era mejor hacerlorápidamente, por el bien de ambos—. Bésame.

El beso de Catherine pareció que nunca fuera aterminarse, que les mantendría unidos parasiempre. Entonces, y con impensable rapidez, sesepararon el uno del otro. Allday tenía abierta la

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puerta del carruaje y saludó quitándose elsombrero.

Ella le dio el capote de Bolitho y se quedómuy erguida en el último escalón, con su cuerpoenmarcado contra el vestíbulo iluminado porcandelabros.

—Se lo voy a pedir otra vez, señor Allday —dijo ella—. ¡Cuídele lo mejor que pueda!

Allday sonrió, pero sintió la tristeza deCatherine como si fuera la suya.

—Estaremos de vuelta antes de que se décuenta, milady. —Rodeó el carruaje para queBolitho pudiera verla desde la ventana.

—¡Mi corazón es tuyo, querida Kate! —Puedeque dijera algo más, pero, libre del freno y con elfuerte estallido del látigo del cochero, no se oyónada más a causa del ruido de las ruedas y de losarneses de los caballos.

El carruaje llevaba un rato fuera de la vistacuando ella se dio finalmente la vuelta, ignorandoel aire fresco, y entró en la casa. Qué vacía y

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extraña parecía sin él.Ella se había planteado volver a Falmouth,

pero algo en el tono de Bolitho le había hechopensar que era mejor que se quedara allí enLondres. ¿Se iría por poco tiempo esta vez? Pensóen su cofre, con las magníficas camisas nuevas queella le había obligado a comprarse en Londres.Sonrió, recordándolo otra vez. Su Londres.Realmente, no llevaba bastante equipaje para unamisión larga.

Encontró a Yovell esperándola, quizás parasaber qué iba a querer de él.

—¿Por qué él, señor Yovell? ¿Puededecírmelo? ¿No hay límite a lo que puedenpedirle?

Yovell se quitó sus pequeñas gafas conmontura dorada y las limpió vigorosamente con supañuelo.

—Porque normalmente es el único que puedehacer el trabajo, milady. —Sonrió mientras sevolvía a poner las gafas—. ¡Ni siquiera yo sé qué

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ha de hacer esta vez!Ella le miró y le dijo:—¿Cenará conmigo esta noche, señor Yovell?

Me lo tomaré como un favor.Él la miró fijamente, intentando que sus ojos

no se desviaran hacia sus cabellos, hacia sumanera de levantar el mentón y toda su figura.

—¡Sería un verdadero honor para mí, milady!Ella hizo ademán de dirigirse hacia la escalera

y dijo:—Hay un precio, señor Yovell. Quiero que me

cuente todo lo que sepa del hombre al que amomás que a mi vida.

Yovell se alegró de que ella no le presionaramás. Su franqueza, la luz de rebeldía que parecíabrillar en su mirada era algo que nunca había vistoantes.

Se quitó de nuevo las gafas y las volvió alimpiar sin darse cuenta de lo que hacía.

Ella confiaba en él. La mujer que era objeto detantas habladurías y mentiras y que acababa de

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hablarle con tanto fervor de su amor, no podíahaber hecho un honor más grande al secretarioDaniel Yovell.

* * *

Eran las cuatro de la mañana cuando,anquilosado y dolorido por el rápido trayectodesde Londres, Bolitho bajó finalmente delanónimo carruaje y notó el olor a sal del aire.

Estaba totalmente oscuro cuando se dirigióhacia la puerta del cuartel seguido por Allday ydos marineros que estaban esperándole a sullegada para llevar su cofre. Cuando levantó lamirada hacia las nubes bajas, vio como una vagapincelada de la consistente silueta del castillo.Fácilmente podía haber sido una cresta rocosa, unaminiatura de Table Mountain.

Oyó toser a Allday y cómo enseguida ahogabael ruido con la mano. Su patrón estaba

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probablemente tan contento como él de haberllegado de una pieza. Gracias al cielo, la carreterade Dover estaba desierta, pues el cochero habíaconducido a una velocidad endiablada. Bolithotenía la sensación de que estaba muy acostumbradoa aquella clase de trabajos.

—¡Alto! ¿Quién va ahí?Bolitho se apartó el capote de una charretera y

entró en el círculo iluminado de la lámpara.Oyó la voz familiar de Jenour y vio sus

calzones claros cuando se acercó a recibirle.—¡Bravo[9], Sir Richard! ¡Deben de haber

venido volando!Bolitho le estrechó la mano. Estaba fría, como

la suya, y se acordó de las palabras de Catherineacerca del invierno que se avecinaba.

Allday musitó:—¡Ese cabrón casi hace lo que los dons y los

gabachos no han podido conseguir en tantasocasiones!

El oficial de guardia se acercó y se quitó el

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sombrero.—Bienvenido a Dover, Sir Richard.Bolitho notó cómo el teniente de navío le

escrutaba incluso en la oscuridad. Aparte de laidentificación, también había curiosidad.

A Bolitho nunca le había gustado muchoDover. Encontraba difícil olvidar los mesesanteriores al estallido de la guerra… ¿Cuándohabía sido? ¿Trece años atrás? Parecía imposible.Entonces no tenía destino y todavía estaba débil acausa de la fiebre que le había dejado fuera decombate tan cruelmente en los Mares del Sur y quecasi le había matado. Demasiados comandantespara tan pocos barcos. En tiempos de paz, la flotase había visto reducida al mínimo, y se habíandescuidado los buques en buen estado, dejandoque se pudrieran, como también los marineros,desechados en la playa sin trabajo.

Bolitho todavía estaba muy resentido poraquello. Como la canción del salomador queacababa con un: Ahora no tenemos nada que

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beber ni comer, porque no tienes nada quetemer… ¿Pasaría lo mismo cuando se ganarafinalmente aquella guerra y pasara a formar partede la historia?

Entonces había deseado un barco más que nadaen el mundo. Para olvidar sus experiencias en losMares del Sur, para empezar todo de nuevo conotra magnífica fragata como lo fue su Tempest. Enlugar de eso, le habían ofrecido la ingrata tarea dereclutar hombres en los pueblos de los ríos Nore yMedway, y al mismo tiempo buscar a losdesertores que habían huido de la Marina paradedicarse al oficio más lucrativo y más salvaje delcontrabando.

Su trabajo le había llevado a veces a Dover.Para ver cómo un contrabandista acababa sus díasen la horca o para enfrentarse a las autoridades, alos hombres con poder que estaban de acuerdo conla Hermandad, que era como se les llamaba allí alos contrabandistas. Pero la hoja de la guillotinaque había caído sobre el cuello del Rey de Francia

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había cambiado todo de la noche a la mañana. Nole habían dado una fragata; le habían dado el viejoHyperion. Era como si el buque hubiera estadodestinado a ser suyo. Ahora, como tantas otrascaras, también se había ido al fondo.

Se dio cuenta de que los demás estabanesperándole y dijo:

—¿En qué barco?El oficial tragó saliva y dijo como

disculpándose:—Mis órdenes son…—¡No me haga perder el tiempo, hombre! —

espetó Bolitho.—Está fondeado, Sir Richard. Es la Truculent,

comandante Poland. —Sonaba abatido.Bolitho suspiró. Como una familia. O se perdía

completamente el contacto o los rostros y losbarcos reaparecían una y otra vez. Sabía que laZest y la Truculent se habían unido a la escuadradel Mar del Norte y que finalmente servirían bajosu insignia una vez el Black Prince estuviera en

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servicio. Hizo un esfuerzo por no pensar otra vezen el misterio del silencio de Keen y preguntó:

—¿Hay un bote esperando?—Ehh, sí, Sir Richard.Jenour disimuló una sonrisa cuando el oficial

se puso al frente del pequeño grupo con unalámpara medio cerrada, como si la zona del muelleestuviera llena de espías y agentes franceses.Observó el paso rápido de Bolitho y se alegró deestar otra vez con él. Jenour había disfrutado de sulibertad, que había utilizado para estar con suspadres en Southampton, y aun así, cuando elmensajero le había traído las órdenes, habíaexperimentado como una euforia. No había habidovacilación alguna, algo que podía haber sido deesperar tras sus últimas experiencias.

Las pisadas retumbaban en el silencio de lanoche y, cuando doblaron una esquina junto a unoscobertizos de provisiones, les llegó la brisamarina como en una alegre bienvenida.

Bolitho se detuvo al borde del embarcadero y

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miró más allá de los buques amarrados, con susdelgadas sombras del aparejo y las velasaferradas, hacia las luces de fondeo de los barcosfondeados. Apenas pensaba en eso cuandonavegaba, pero en aquel momento, de pie sobre losadoquines mojados que pronto se dejarían ver enun gris amanecer, tenía una sensación extraña eincómoda. Allá fuera, en la oscuridad, a menos deveinte millas de distancia, estaba la costa enemiga.En un buque de guerra, uno podía luchar o huirsiguiendo el dictado de su saber. A lo largo deaquellas costas, escasamente protegidas porlanchas cañoneras, las barreras naturales del mar oalguna milicia local, la gente normal no tenía esaposibilidad. Ellos más que cualesquiera otrosprobablemente daban gracias por los sufridosbarcos de bloqueo que día y noche capeabantemporales y soportaban calmas por un igual paramantener al enemigo encerrado en sus puertos.

—El bote está listo, Sir Richard.Bolitho asintió hacia el oficial de guardia.

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—¿Cómo está la marea?La cara del hombre pareció más pálida en la

oscuridad, ¿o eran imaginaciones suyas? Estecontestó:

—Estará en la bajamar dentro de dos horas,Sir Richard.

—Bien. —Eso implicaría un rápido inicio desu travesía. Pero, ¿quién era el elegido para darlela información que necesitaba? Se ablandó unpoco—. Que tenga una buena guardia, oficial.¡Mejor que sea así, especialmente en este puerto!

Entonces bajó al bote con inesperadafamiliaridad; incluso reconoció al instante alteniente de navío que habían enviado al mando dela canoa.

—Apostaría a que no se esperaba volver averme tan pronto, señor Munro, ¿eh?

Jenour observaba atentamente; era tal comohabía intentado describírselo a sus padres. Lamanera en que el joven segundo oficial de laTruculent respondía, con una satisfacción tan

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evidente. Estaba seguro de que si hubiera sido dedía, podría verse que el oficial se había puestorojo. Eran sólo pequeños detalles, pero Bolitho noparecía olvidarse nunca de nadie, ni de laimportancia que aquellos breves contactos con sushombres pudieran tener para ellos cuando másadelante necesitaran algo más que una ordenescueta e impersonal.

Jenour se estremeció a pesar de la calidez quele proporcionaba su capote. Era exactamente comouno de sus viejos cuentos de aventuras. Una misiónsecreta. Jenour no era tan inocente como para nover que, más allá de la excitación, podíaacecharles el peligro y la muerte. Había vividomucho de ambos desde que había conocido aBolitho; ¿estaba aún sorprendido por no habersevenido abajo por ello? ¿Quizás más adelante?Apartó a un lado la idea y dijo:

—¡La veo, Sir Richard!Bolitho se giró y se levantó el cuello del

capote cuando los rociones de los remos saltaron

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por encima de la borda y aguijonearon elcansancio de su mente.

Podía imaginarse lo que estaba pensandoJenour. Pero la misión, fuera cual fuera, podíaestar ya siendo objeto de las habladurías de losranchos y de las cámaras de oficiales por un igual.

Vio los mástiles de la fragata dibujandocírculos bajo las nubes y oyó los sonidos delbarco que salían a recibirles. Gritos de órdenesque se llevaba el viento, que pronto podíaconvertirse en un fuerte sudoeste, el chirrido delos aparejos y el estruendo urgente de las pitadas.Los hombres moviéndose a tientas por lascubiertas o en las alturas de las traicioneras vergasy flechastes, resbaladizos a causa de los rociones;no era lugar para los no cualificados. Pero habíaalgunos de esos, pensó Bolitho. Las súplicasllenas de miedo de un hombre fueron cortadas decuajo por un golpe. El comandante Poland debíade haber enviado una patrulla de leva a tierra,lejos del puerto, o puede que el almirante del lugar

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le hubiera enviado algunos hombres de tierraadentro. Para ellos, la dura y larga lección estabaa punto de empezar.

Pensó otra vez en Catherine, en todo lo quehabían hecho juntos, todo lo que se habían dado eluno al otro, y aun así les había faltado tiempo. Nohabía encontrado el collar que quería para suadorable cuello, ni habían ido a visitar al cirujanoSir Piers Blachford. Había pensado en variasocasiones en su hija Elizabeth, que tenía cuatroaños. La última vez que la había visto había sidocuando tuvo su primer enfrentamiento con Belinda.Había pasado junto a él sin apenas mirarle. No erapara nada como una niña. Una muñeca envuelta enseda, una posesión. Pero todo eso tendría queesperar.

—¡Ah del bote! —Unas figuras se agolparonalrededor de la luz en el portalón de entrada de lafragata.

Antes de que el patrón de la canoa pudieraresponder al tradicional alto, Allday abocinó sus

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grandes manos y aulló:—¡Vicealmirante! ¡Truculent!Bolitho se imaginó la tensión de a bordo.

Debían de haber estado esperando y haciéndosepreguntas durante horas. Nadie podía saber cuándollegaría su carruaje y ni tan sólo cuándo habíasalido de Londres. Pero no tenía la menor duda deque el comandante Poland habría mantenido enalerta a todos los hombres, preparados pararecibirle, ¡aunque hubiera tenido que esperar otrodía entero!

El proel de la canoa logró engancharse en loscadenotes del palo mayor, mientras otros hacían loque podían para mantener bajo control el cabeceoy el balance del bote que provocaba la corriente.

Bolitho llegó a la parte superior del portalónde entrada y vio a Poland y a sus oficialesesperándole incluso a aquella hora intempestiva.Tal como esperaba, estaban todos perfectamenteuniformados para su llegada.

Estrechó la mano de Poland y dijo:

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—Veo que debo felicitarle, comandante.Poland sonrió con modestia mientras la

lámpara oscilante iluminaba por un momento susdos charreteras iguales.

Dijo:—Y yo debo darle las gracias, Sir Richard. No

puedo expresarle lo agradecido que me sentícuando me dijeron que mi ascenso había sidoconfirmado gracias a su informe.

Bolitho se detuvo para mirar cómo izaban lacanoa para luego arriarla en el combés con losdemás botes. Se respiraba una sensación deurgencia y de misterio como las que habíaexperimentado en muchas ocasiones como jovencapitán de fragata.

—Será un poco diferente a las costas de África—dijo.

Poland vaciló, analizando la frase como sibuscara una posible trampa. Entonces reconoció:

—Sé cuál es nuestro destino final, Sir Richard,pero que el cielo me condene si sé algo más.

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Bolitho le tocó el brazo y lo notó rígido. PobrePoland; como tantos otros antes que él, habíacreído que conseguir el codiciado rango de capitánde navío era estar más allá de las dudas, una cimade la que nadie podía echarte. Bolitho sonrió parasí mismo. Estaba aprendiendo que no era así. Igualque las charreteras, la responsabilidad también sedoblaba. «Como descubrí por mí mismo en muchasocasiones».

Poland lanzó una mirada rápida a su segundo,que andaba cerca de ellos.

—Arrime gente al cabrestante, señor Williams.Saldremos con la bajamar, ¡o alguien va a saber loque es bueno! —Hacia Bolitho añadió—: Si es tanamable de venir a popa, Sir Richard, hay uncaballero que ha tomado pasaje con nosotros.

Mientras el barco cobraba vida con el ruido desu salida de puerto, Bolitho entró en la cámara depopa que tan bien había llegado a conocer en susoledad. Lo primero que vio fue una peluca rizadaencima de un cofre abierto; y lo segundo, al

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hombre que se acercaba de modo inseguro desdela penumbra de los ventanales de popa, con suspiernas muy poco habituadas todavía al incómodomovimiento de un buque ansioso por liberar suancla del fondo.

Estaba más viejo, o al menos lo parecía, yquizás más encorvado a la luz de las lámparas quese movían en espirales. A primera vista aparentabaunos sesenta años, y su cabeza casi calva hacíaque su anticuada coleta colgara por encima delcuello de su casaca como el extremo de un cabo.

Ladeó la cabeza y miró a Bolitho como unpájaro socarrón.

—Ha pasado mucho tiempo y muchas millasdesde la última vez que nos vimos, Sir Richard.

Bolitho le estrechó ambas manos con fuerza.—Lo recuerdo perfectamente. ¡Charles Inskip!

Usted me guió cuando puse a prueba la diplomaciade nuestro país… ¡También fue en Copenhague! —Se miraron el uno al otro con las manos aúncogidas mientras los recuerdos acudían sin cesar.

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Bolitho había sido enviado a Dinamarca paraayudar a parlamentar con los daneses después deque Napoleón les exigiera a estos que pusieran suflota en manos de los almirantes franceses. Elfracaso para alcanzar un acuerdo había conducidoa la Batalla de Copenhague, cuando Nelson habíadesafiado la orden de su almirante de desistir de laacción y había forzado el ataque solo. Losrecuerdos se agolpaban. Keen había estado allí ensu propio barco. Herrick había sido su capitán debandera en el Benbow, que era ahora su propiobuque insignia. Así era el destino y la manera dehacer de la Marina.

Había sido una encarnizada batalla entrenaciones que no tenían nada una en contra de laotra, exceptuando su temor a que los franceses lasdominaran a ambas.

Inskip mostró una pequeña sonrisa.—Como usted, Sir Richard, yo también he sido

nombrado sir. Sir Charles, por la gracia de SuMajestad.

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Ambos se rieron y Bolitho dijo:—¡Una experiencia turbadora! —No añadió

que el Rey había olvidado su nombre en elmomento de concederle el título de sir.

Resonaron más gritos desde la cubierta deencima y enseguida se oyó el estruendo de lasvelas liberadas. No pudieron oír el grito de «¡Elancla ha zarpado!», pero Bolitho apuntaló suspiernas y notó cómo la Truculent respondía comoun semental desatado, libre de su ronzal ysolamente obediente a la destreza de sucomandante.

Inskip le miraba pensativo.—Todavía lo echa de menos, ¿no es así? Estar

ahí arriba con la gente midiendo fuerzas con elmar. Lo he visto en sus ojos, igual que hace seisaños en Copenhague.

Se dirigió con cuidado hacia una silla cuandoentró un criado con unas copas en una bandeja.

—Bien, volvemos allá, Sir Richard. —Suspiróy dio unas palmaditas en los bolsillos de sus

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costados—. En uno llevo una promesa, en el otrouna amenaza. Pero siéntese y le explicaré quévamos a hacer… —Se calló y se tapó la bocacuando la cubierta escoró respondiendo al timón—. Me temo que he estado demasiado tiemporodeado de las comodidades de Londres. ¡Micondenado estómago ya me está desafiando!

Bolitho observó la cara inexpresiva delcriado, uno de los hombres de Inskip, mientrasservía el vino con cierta dificultad.

Pero él estaba pensando en Catherine y en elLondres que ella le había mostrado. Hechizo. Nose parecía en nada al que Inskip estaba yalamentando dejar atrás.

Se inclinó hacia delante y notó cómo elabanico le presionaba el muslo.

—Soy todo oídos, Sir Charles, aunque todavíano alcanzo a ver cuál va a ser mi papel.

Inskip alzó su copa hacia la luz y asintiósatisfecho. Probablemente, era uno de losfuncionarios del gobierno de más alto rango que se

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ocupaban de los asuntos escandinavos, pero enaquel momento parecía más un maestro de pueblo.

—Nelson se ha ido, lástima; y los daneses leconocen a usted. No es mucho, pero cuando leexplique más cosas verá que no tenemosdemasiado donde elegir. Hay hombres sensatos enCopenhague, pero hay muchos otros queapreciarán el valor de un acuerdo, otra manera dereferirse a la rendición, con el ejército deNapoleón en la frontera.

Bolitho bajó la mirada hacia el bordadodorado de su manga. Había vuelto.

* * *

Bolitho estaba en la banda de barlovento delalcázar de la Truculent y entrecerró los ojos en lasprimeras luces grises de la mañana. A sualrededor, el barco se tambaleaba y cabeceaba conun fuerte oleaje por la aleta, estrellándose los

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rociones o a veces las grandes olas sobre lacubierta o los aparejos, donde los marinerosfarfullaban y maldecían en su lucha por mantenertodo bien atesado y en orden.

El comandante Poland se acercótambaleándose hacia él por la tablazón resbaladizacon un capote encerado aleteando a su alrededor ychorreando agua.

Por encima del estruendo, gritó:—¡Deberíamos avistar el estrecho cuando se

haga de día, Sir Richard! —Tenía irritados losbordes de los ojos por la tensión y la falta desueño, y su compostura fría habitual era menosevidente.

Para él había sido una larga y dura travesíadesde Dover, pensó Bolitho. Sin vastasextensiones de océano, ni cielos bonancibles yvientos predominantes, y también sin TableMountain como indicador del éxito al final. LaTruculent había recibido una buena palizanavegando a través del Canal de la Mancha y

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luego hacia el nordeste atravesando el Mar delNorte en dirección a la costa de Dinamarca.Habían avistado pocos barcos, exceptuando unagoleta inglesa y una pequeña fragata que habíaintercambiado señales de identificación antes dedesaparecer en un violento chubasco. Senecesitaba una atención constante a la navegación,especialmente cuando cambiaron el rumbo en elSkagerrak[10] para dirigirse finalmente al sur,ciñendo tan a rabiar que las portas de sotaventohabían estado en remojo la mayor parte deltiempo. No hacía simplemente frío; era un fríoglacial, y Bolitho se acordaba constantemente dela última gran batalla contra los daneses enCopenhague, habiendo transbordado Nelson suinsignia al Elephant, un sesenta y cuatro cañonesmás pequeño que su propio buque insignia, parapoder pasar por el estrecho muy cerca de la costay evitar así las baterías enemigas hasta el abrazofinal.

Bolitho pensó también en la acertada cita

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usada por Browne para referirse a suscomandantes: «Nosotros, unos pocos elegidos».Pensar ahora en ello sólo hacía que entristecerle.Muchos se habían ido, volviendo solamente enforma de recuerdo en momentos como aquellos,mientras la Truculent llevaba a cabo la mismatravesía de entonces. El comandante Keverne, delIndomitable, Rowley Peel y su magnífica fragataRelentless, Veitch en la pequeña Lookout y tantosotros. Algunos más de los «pocos» de Browneiban a caer en los meses y años siguientes.Grandes amigos como su querido Francis Inch y elvaliente John Neale, que había sido guardiamarinaen su fragata Phalarope, y que había muerto comocapitán de fragata cuando fue hecho prisionero porlos franceses tras la pérdida de su fragata Styx.Bolitho y Allday habían hecho todo lo posiblepara salvarle y aliviar su dolor; pero se habíareunido con todos los demás donde nada máspodría ya hacerle daño.

Bolitho se estremeció bajo su capote y dijo:

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—Una travesía difícil, comandante. —Vio quelos ojos con el borde enrojecido le miraban concautela, probablemente buscando alguna clase decrítica en su comentario. Entonces se imaginó aCatherine tal como la había visto la última vez.Mientras le esperaba se estaría haciendopreguntas. La espera podría ser más larga de loque le había prometido. Para cuando el ancla de laTruculent salpicara en el agua habría pasado yauna semana entera. Añadió—: Me voy abajo.Llámeme si avistan algo de interés.

Poland dejó escapar un suspiro cuando Bolithodesapareció por la escala de la cámara. Gritó contono severo:

—¡Señor Williams! Cambie los vigías, si estan amable. ¡Cuando avisten tierra quiero saberloenseguida!

El segundo comandante se llevó la mano a susombrero goteante.

Sin importar lo preocupado que estuviera, elcomandante acostumbraba a encontrar tiempo para

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espolear con severidad a su gente.Bajo cubierta todo parecía de repente muy

silencioso tras el bramido del viento gélido y losfríos rociones. Bolitho se fue hacia popa pasandojunto al centinela y entró en la cámara. Todo estabahúmedo y frío, y el banco de debajo de losventanales de popa estaba empapado de humedad,como si lo hubieran dejado en cubierta.

Sir Charles Inskip estaba sentado en la mesacon la cabeza apoyada en una mano mientras susecretario, un tal señor Patrick Agnew, le pasabadocumentos para que los estudiara a la luz de unalámpara que él sostenía en alto.

Inskip levantó la vista cuando Bolitho se sentóa esperar que Allday apareciera con su navaja deafeitar y agua caliente de la cocina.

—¿Nunca va estarse quieto este barco?Bolitho estiró los brazos para aliviar la tensión

acumulada en ellos, debido a tener que agarrarsecontinuamente a algo y apartarse de los marinerosde guardia que iban de un lado para otro haciendo

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su trabajo.—Mire la carta náutica —dijo—. Estamos

entrando en el estrecho que marqué ayer.Deberíamos avistar Helsingør en breve…

—Hmmm. Nos encontraremos con una escoltadanesa en ese punto. —Inskip no parecíademasiado seguro—. Después, estaremos en susmanos. —Lanzó una mirada a su secretario—. Nopor mucho tiempo, espero, ¿no, señor Agnew?

Los dos miraron hacia arriba cuando un gritopenetró a duras penas a través de la lumbreracerrada antes de perderse con el viento.

—¿Qué ha sido eso? —Inskip se volvió haciaBolitho como de costumbre—. ¿Lo ha oído?

Bolitho sonrió.—Tierra.Allday entró por la puerta del camarote sin

hacer ruido y dejó bien colocada en una silla supalangana humeante antes de ponerse a afilar suamedrentadora navaja de afeitar.

Inskip llamó a su criado y buscó una buena

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prenda de abrigo.—Mejor que subamos a cubierta.Allday puso un paño alrededor del cuello de

Bolitho y es posible que hasta le guiñara un ojo.Poland se aseguraría bien de que era elavistamiento correcto antes de informar a sualmirante.

Bolitho cerró los ojos cuando Allday sedispuso a afeitarle. Como el primer café cargadode cada nuevo día, era un momento para pensar ymeditar.

Allday levantó la navaja y esperó a que lacubierta alcanzara cierta estabilidad otra vez.Todavía no se había acostumbrado a ver el pelo deBolitho cortado al estilo moderno. Algo que alparecer gustaba a la señora. Sonrió para sí mismoal acordarse de su alegría cuando había abierto elpaquete que había llevado a Falmouth. Le habíamusitado: «Lo siento por el olor a tabaco, milady.Fue lo único que pude conseguir para traerla sinque él la viera, ¡por así decirlo!».

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Se había quedado sorprendido por su reacción,por la conmovedora alegría de aquellos ojososcuros que lo expresaban todo.

Había guardado la coleta de Bolitho tras surepentina insistencia para que se la cortara. Trasver la cara de ella, se alegró.

El comandante Poland entró en la cámara justocuando Allday se apartaba y plegaba su navaja deafeitar.

—Tenemos Helsingør a la vista, Sir Richard.—Esperó mientras se formaba un pequeño charcoalrededor de sus botas.

—Subo enseguida, comandante. —Le sonrió—. Bien hecho.

La puerta se cerró y Bolitho dejó que Allday leayudara a ponerse la casaca. Unas sencillaspalabras de elogio y aun así, Poland todavíafruncía el ceño. Cuando le invitaran a entrar porlas puertas del cielo probablemente buscaríamotivos ocultos antes de entrar, pensó. Otro gritode un vigía llegó a sus oídos.

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Bolitho levantó la mirada hacia la lumbreramanchada de sal.

—¡Ese pobre desdichado debe de estar heladoen el tope del palo!

—No me extrañaría —replicó Allday con unamueca de dolor. Por un humilde marinero sepreocuparían no muchos comandantes, por nohablar de un vicealmirante.

La puerta se abrió de golpe e Inskip y susecretario entraron deprisa en la cámara. Hubocierta confusión cuando los dos abrieron suscofres y llamaron a su criado mientras trataban deencontrar lo que necesitaban llevarse.

—¡Un barco, Sir Richard! Será la escoltadanesa —dijo Inskip entrecortadamente.

Bolitho oyó el repentino ruido sordo de lascureñas de los cañones cuando parte delarmamento principal fue destrincado de susbragueros y cargado. Poland otra vez. Por siacaso.

—Entonces será mejor que nos ocupemos de

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nuestro asunto. —Esbozó una sonrisa irónica—.¡Sea lo que sea de que se trate!

—Un momento, Sir Richard. —Allday quitó unhilo de la magnífica casaca de Bolitho. Algo de loque se habría ocupado el pequeño Ozzard.Entonces se apartó y asintió con expresión deaprobación. El reluciente cordón dorado, lamedalla del Nilo que con tanto orgullo llevabasiempre y el viejo sable. Como uno de los retratosde la casa de Falmouth, pensó. No era de extrañarque ella le amara como lo hacía. ¿Cómo podía serde otro modo?

—Impecable, Sir Richard, ¡y sé lo que medigo! —dijo Allday.

Bolitho le miró seriamente.—Entonces hacemos una buena pareja, amigo

mío. —Se hizo a un lado cuando el criado pasóapresuradamente con una camisa arrugada.

—Vayamos pues, ¿no?

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XII

AVISO DE TEMPORAL

Sir Charles Inskip atisbo con mirada triste poruna ventana estrecha y se estremeció cuando larepentina lluvia tamborileó sobre el grueso vidrio.

—¡Este no es precisamente el trato queesperaba recibir!

Bolitho dejó su taza vacía de café y se acercóa la ventana para mirar algunos de los buques queestaban fondeados en el puerto. No le habíanpasado por alto los gruesos barrotes de la ventanani la manera en que les habían tenidoprácticamente aislados desde que bajaran a tierra.Sus aposentos, en lo que aparentaba formar partede una fortaleza, eran bastante cómodos, pero lapuerta la cerraban con llave por la noche. Vio a laTruculent tirando de su cable, con sus velasaferradas agitándose bajo el viento que rizaba la

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superficie del fondeadero y batía su casco y suaparejo. La fragata parecía también aislada yvulnerable. La gran fragata danesa Dryaden, quehabía salido a su encuentro para escoltarles hastaCopenhague, estaba a unos dos cables de ella.Bolitho esbozó una sonrisa forzada. Eso no era unaseñal de confianza, sino más bien para asegurarsede que no sufriera daños si el comandante Polandintentaba salir atropelladamente. La Truculentestaba situada justo bajo los cañones de una de lasbaterías principales. Sería un lugar peligroso si seveían obligados a abrir fuego.

Siete días. Bolitho trató de impedir que sumente se encallara en ello. Inskip le había dichorepetidas veces que estaban allí a petición de unministro danés llamado Christian Haarder, elhombre que se dedicaba a mantener a Dinamarcaal margen de la guerra y a salvo del ataque deFrancia o de Inglaterra.

Bolitho miró hacia los numerosos buques deguerra fondeados, que enarbolaban sus banderas

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rojas con sus características cruces blancas tensasy coloridas bajo el fuerte viento. Sumaban unabuena flota a pesar de las grandes pérdidassufridas en aquel mismo puerto unos cinco añosantes. Los daneses probablemente habían reunidotodos los buques de guerra disponibles paracolocarlos bajo un mando único. Pasara lo quepasara, tenía sentido.

Inskip dijo irritado:—He enviado dos mensajes, ambos sin efecto.

Por cortesía se informó previamente a palacio, ymis cartas deberían haber evitado más retrasos.

—La gente debe de estar haciéndose preguntassobre la presencia en el puerto de una fragata deSu Majestad. —Bolitho observó una galera conlargos remos que pasaba lentamente junto a laTruculent, con sus palas rojas subiendo y bajandocon garbo, como una reliquia de la antigua Grecia.Pero Bolitho sabía por experiencia propia que noestaban solamente para hacer bonito. Podíanmaniobrarse mucho mejor que cualquier barco de

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vela y, como armamento, llevaba un solitariocañón pesado con el que podían destrozar la popade un buque y cañonearlo hasta someterlo,mientras su presa era incapaz de lograr apuntarlacon un solo cañón. Varias de ellas atacando a unbarco a la vez, como le había ocurrido al buqueinsignia, eran como lobos destrozando a un animal.

—No tardarán en decidir si nos hacen esperarmucho más —dijo Inskip.

Bolitho vio a Allday recogiendo las tazas, apesar de que el criado de Inskip estaba en lahabitación contigua. Miró su reloj. Jenour deberíahaber vuelto hacía rato. Inskip le había enviadocon otra carta que había escrito. Bolitho se mordióel labio. Demasiados secretos. Era como intentarllevar arena en una red de pesca.

—¿Cree que los franceses pueden estarinvolucrados a estas alturas de los contactos? —preguntó.

Inskip reflexionó unos instantes.—¿Los franceses? ¡Maldita sea, Bolitho, ve

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usted la mano de los franceses en todo! Pero yocreo… —Se calló cuando Agnew, con su narizalargada roja por el frío, asomó por la puerta ysusurró:

—El señor Jenour ha vuelto, Sir Charles.Inskip se arregló la peluca y miró hacia la

puerta principal al oír los ruidos de pisadas.—¡No viene solo al parecer, por Dios!La puerta se abrió y Bolitho vio a Jenour

acompañado del comandante de la Dryaden y deun hombre alto con una casaca oscura deterciopelo que supuso debía de ser el ministroHaarder.

Se intercambiaron reverencias y Haarder letendió la mano a Inskip. Más que como amigos,como viejos contrincantes, pensó Bolitho. Habíaun aire de recelo que debía de ser intrínseco deaquella gente dedicada a la política, como susrespuestas evasivas.

Haarder miró fijamente a Bolitho y dijo:—A usted le conozco de su última visita a mi

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país.Bolitho buscó hostilidad en su actitud pero no

encontró ninguna.—Fui tratado con mucha cortesía. —No

añadió a diferencia de esta vez. No hacía faltahacerlo.

Haarder se encogió de hombros.—Aquí no nos hacemos ilusiones, almirante.

La flota danesa es, una vez más, un preciadoaliado para aquellos que consigan ponerla del ladode su causa. —Sus ojos parpadearon con airedivertido—. O una preciada presa para aquellosque deseen destruirla por otras razones, ¿no? —Observó sus caras y dijo—: Mis colegas delGobierno son difíciles de convencer. En cualquiercaso, perdemos… —Alzó una mano cuando Inskiphizo ademán de replicar su afirmación—. Si, comosu Gobierno está sugiriendo, los franceses tienenintención de exigir que les cedamos la autoridadsobre nuestra flota, ¿qué vamos a hacer?¿Negárselo y enfrentarnos a ellos en combate?

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¿Cómo íbamos a poder sobrevivir nosotros cuandola poderosa nación británica ha estado en guerracon este enemigo durante más de doce años?Piensen bien lo que nos están pidiendo antes decondenar nuestras dudas. Sólo queremos la paz,incluso con nuestros viejos enemigos suecos. Elcomercio, y no la guerra… ¿es esto tan extraño queno pueden ustedes concebirlo?

Inskip se sentó cansinamente y Bolitho supoque se había rendido antes de tener oportunidad denegociar.

Inskip dijo:—Entonces, ¿ustedes no pueden, o no van a

ayudarnos en este asunto? Tenía la esperanza…Haarder le miró con tristeza.—Su esperanza era también la mía. Pero mi

voz es sólo una contra muchas.Bolitho dijo:—En mi última visita vi al príncipe heredero,

aunque su identidad fue mantenida en secreto hastadespués de nuestro encuentro.

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Haarder sonrió.—Muchas veces es mejor que la realeza se

mantenga a cierta distancia de los asuntos deEstado, almirante. Creo que estará usted deacuerdo conmigo al menos en eso.

Bolitho sabía que Inskip le estaba mirando coninquietud, como si esperara que fuera a morder elanzuelo.

—Soy un oficial de marina, señor, no unpolítico —replicó Bolitho—. He venido aquí paraaconsejar, si es preciso, sobre la correlación delas fuerzas navales de una zona muy pequeña. Perocon toda franqueza, no me gustaría ver sufrir aDinamarca las mismas terribles pérdidas que laotra vez. ¡Creo que estará usted de acuerdoconmigo en eso!

Haarder se puso en pie y dijo:—Seguiré intentándolo. Mientras tanto, tengo

órdenes de terminar este intento de interferencia enla neutralidad danesa. El captajn Pedersen,comandante de la Dryaden, les escoltará hasta mar

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abierto. —Sacó de su casaca un sobre lacrado y selo entregó a Inskip—. Para su primer ministro, dealguien que está muy por encima mío.

Inskip miró fijamente el sobre.—A Lord Grenville le gusta tan poco que le

amenacen como en su día al señor Pitt. —Enderezó su espalda y sonrió como el viejocontrincante de antes—. Pero no es el fin.

Haarder le estrechó la mano con semblantegrave.

—Ni ha empezado todavía, amigo mío.Hacia Bolitho, dijo sencillamente:—Admiro desde hace tiempo sus éxitos. —

Mostró de nuevo la sombra de una sonrisa—.Tanto en el mar como en tierra. Tenga por seguroque mi Rey habría deseado recibirle, pero… —Seencogió de hombros—. Estamos entre dos fuegos.Mostrar nuestro favor a uno es abrir las puertas alotro, ¿no?

Tras algunas reverencias y solemnes apretonesde manos, Haarder se marchó.

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El comandante danés dijo cortésmente:—Si me permiten… —Unos marineros

armados entraron en la habitación de al lado yesperaron para recoger sus pertenencias—. Tendréun bote esperándoles para llevarles a su barco.Después de lo cual —hablaba entrecortada peroclaramente—, serán ustedes tan amables deobedecer mis indicaciones.

El comandante salió de la habitación e Inskipdijo:

—Me pregunto por qué han esperado tantopara dejar venir a Haarder. ¿Sólo para decirmeque no podía hacer nada? —Era la primera vezque Bolitho le veía confuso.

Bolitho se volvió como si quisiera ver cómoAllday conducía a los marineros a la otrahabitación para coger su cofre.

Pero en realidad no quería que Inskip le vierala cara, ya que su simple comentario había hechoexplosión en su cabeza como el proyectil de unmortero.

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¿Era solamente su imaginación, unatergiversación de palabras? ¿O acaso el danéshabía intentado prevenirle, sabiendo al mismotiempo que Inskip no se daría cuenta? ¿Le habíasugerido algo solapadamente?

Jenour comentó bajando la voz:—Al menos volveremos a Inglaterra antes de

que los temporales de invierno azoten el Mar delNorte, Sir Richard.

Bolitho le asió el brazo y notó que se poníatenso cuando le dijo:

—Creo que nos han hecho esperardeliberadamente, Stephen. —Vio la comprensiónen los ojos de Jenour—. Y todavía hay un largocamino hasta Inglaterra, ¿recuerda? —Oyó a Inskipllamando a su secretario y añadió con tono seco—: Ni una palabra. Sólo aceleremos nuestrapartida tanto como podamos sin causar revuelo. —Le sacudió ligeramente el brazo—. Algo más quecontarles a sus padres, ¿eh?

Allday vio su intercambio de palabras, la

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actitud alerta de Bolitho, como un renacer, y larepentina excitación de su joven ayudante. Jenournunca había sido capaz de disimular lo másmínimo sus sentimientos.

Se fue hasta ellos y abrochó el viejo sable enel cinturón de Bolitho. Como cuando se habíandispuesto a irse de la Truculent y transbordar a lafragata danesa para el último trayecto hastaCopenhague. Pareció haber un entendimiento tácitoentre ellos.

Bolitho le escrutó detenidamente hasta queAllday murmuró:

—Parece que podríamos volver a necesitarpronto esta vieja hoja, ¿no, Sir Richard?

Inskip entró apresuradamente en la habitación.—Una buena bañera caliente y una hermosa

ración de rosbif, eso es lo que yo… —Su miradase detuvo en ellos y preguntó con suspicacia—:Supongo que piensa que todo ha sido una pérdidade tiempo, ¿no?

Bolitho le miró con expresión adusta, tras

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haber controlado ya la euforia inicial ante elpeligro.

—Por supuesto, Sir Charles, ¡espero que esosea todo!

Hicieron el mismo trayecto corto en uncarruaje cerrado, como a su llegada, y llegaron almuelle mojado y barrido por el viento, donde unbote amarrado estaba esperándoles. Inskip seajustó la gruesa casaca alrededor del cuerpo e hizouna breve reverencia al comandante danés antes debajar al bote.

Su cara era una máscara, y su mente estaba yalidiando con lo que había escuchado yprobablemente con lo que había quedado sinexpresar.

Bolitho esperó a que los demás se acomodaranen la cámara de popa entre el equipaje y se girópara mirar la ciudad, ahora borrosa por la lluvia,como un cuadro contemplado con poca luz. Seemocionó con lo que veía. Las familiares agujasde los magníficos edificios, ninguno de los cuales

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le habían dejado volver a visitar. A Catherine leencantaría.

Se dio cuenta de que el comandante danésestaba esperando. Para asegurarse de que noestablecía contacto con nadie; ¿o sentíasimplemente curiosidad por descubrir más acercadel hombre cuyos cañones habían sometido en sudía a sus barcos? Richard Bolitho, después deNelson el vicealmirante más joven del escalafónde la Marina. Ahora, con Nelson fuera deescena… Bolitho apartó aquellos pensamientos desu mente. Quizás aquel comandante formara partede un plan para retrasarles.

El comandante dijo:—Vaya con Dios, Sir Richard. Quizás

volvamos a vernos, ¿no?No, no era parte de ninguna trama siniestra.

Bolitho sonrió, acordándose de su propiocomentario a Haarder: «Soy un oficial de marina,señor».

—En tiempos mejores, captajn Pedersen,

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cuando ni a usted ni a mí nos necesiten ya —respondió Bolitho.

Bajó a la lancha, agarrándose con una mano enel hombro de Allday cuando el bote dio un golpecontra los pilotes.

Aparte de alguna orden de vez en cuando delpatrón del bote, los pasajeros apretujados en lacámara no dijeron nada. Bolitho miró hacia unbote de guardia que pasaba y en el que un tenientede navío se puso de pie para quitarse el sombrerohacia él. Imperaba la cortesía, pensó Bolitho, y derepente se entristeció por ello. Como en tiemposmejores. Era más que probable que la próxima vezque se viera con ese comandante o cualquier otro,fuera detrás de los cañones en una andanada.

El comandante Poland estaba esperando con suguardia del costado para recibirles cuandosaltaron a bordo, tras lo que la lancha danesa seabrió de los cadenotes de mayor para volver alembarcadero.

—Espero que todo haya ido bien, Sir Richard

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—dijo Poland. Siguió con la mirada a Inskip, quepasó de largo con prisas hacia popa.

—Prepárese para salir inmediatamente,comandante Poland —dijo Bolitho—. Vamos a serescoltados por la Dryaden como a nuestra llegada,pero el de usted es un barco más rápido. Una vezfuera del estrecho, ¡quiero que haga navegar a laTruculent como lo hizo de camino hacia BuenaEsperanza! —Deseó que Poland dejara de mirarlefijamente—. Le explicaré por qué enseguida, perocreo que tendremos que luchar dentro de poco.

Poland estaba al fin saliendo de suaturdimiento.

—Ehh, sí, Sir Richard. Me ocuparé de ello…—Atisbo a su alrededor buscando a su segundo—.Si tenemos que luchar, mi barco dará buenacuenta… —Pero cuando volvió a mirar, Bolithohabía desaparecido. Abocinó sus manosrompiendo con su voz la quietud de la guardia delcostado que temblaba bajo la lluvia intermitente.

—¡Señor Williams! ¡Prepárese para poner el

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barco a la vela! ¡Haga venir a popa al piloto! —Sedio media vuelta, cayendo agua de lluvia de susombrero—. Señor Munro, haga el favor de llamara todos los hombres, a menos, por supuesto, queesté usted demasiado absorto contemplando laciudad. ¡Seguro que va a ver otras cosasinteresantes dentro de poco! —Observó cómo eloficial desaparecía del alcázar. Entonces, leespetó a su segundo—: Una vez lejos de la costa,haremos ejercicios de tiro, señor Williams. —Experimentó cierto placer al ver la sorpresa deloficial—. ¡Parece ser que vamos a dejar de ser unbarco de pasajeros!

El teniente de navío Williams observó cómo susuperior se alejaba con grandes zancadas, con susombrero y su casaca relucientes como carbónmojado bajo el chaparrón. Poland nunca explicabanada hasta que estaba completamente seguro.Williams esbozó una sonrisa irónica y entoncescogió su bocina, mientras el guardiamarina deguardia le informaba de que la fragata danesa

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estaba virando sobre el ancla.¿Y por qué demonios iba a tener que hacerlo?

Él era, después de todo, ¡el comandante!Cuando los pitos trinaron y resonaron entre

cubiertas y los marineros fueron saliendo por lasdiferentes escotillas y luego corriendo por lospasamanos, el segundo comandante de laTruculent sintió cómo la excitación recorría sucuerpo como un vino embriagador. Entonces,inspiró profundamente y alzó su bocina.

—¡Gente al cabrestante! —Entornó los ojosbajo la lluvia—. ¡Gente a la arboladura, largar lasgavias!

Vio a su amigo mirándole, sonriendo a pesardel comentario sarcástico del comandante.

—Recordad, muchachos, os están observandodesde allá lejos. ¡Demostrémosles que nadiepuede levar anclas más rápido que la Truculent!

En la cámara, Bolitho se detuvo ante la cartanáutica, cayéndole gotas de agua de su casaca y sucabello encima de sus cálculos.

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Oyó el ruido metálico del cabrestante, lossonidos del agua contra el costado que apagabanlos del salomador y su violín, y sintió cómo lavida parecía correr a través del casco en unasensación indescriptible.

Sabía que Poland bajaría en breve parainformarle de que el ancla estaba a pique. Todoeso ya no era asunto suyo. Bolitho suspiró y seinclinó de nuevo sobre la carta náutica.

* * *

Bolitho notó la mano de Jenour sobre suhombro y se despertó al momento. Un segundoantes estaba subiendo penosamente la colina endirección a la casa, buscándola a ella con lamirada mientras sus piernas rehusaban llevarlemás cerca. Pero a medida que sus ojos fueroncaptando la tenue luz gris de los ventanales depopa, empezó a ver a Jenour cogido al catre que se

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balanceaba, con su cara mojada como si hubieraestado bajo la lluvia.

Jenour dijo entrecortadamente:—¡Está amaneciendo, Sir Richard! —Tragó

saliva y apretó las mandíbulas—. ¡M-me hemareado!

Bolitho oyó el fragor del agua contra elcostado, el esfuerzo y el quejido de la maderamientras la fragata se abría camino bajo eltemporal. Pudo oír también a alguien vomitando ysupuso que era Inskip. Un experimentado viajeroal servicio de su país puede que lo fuera; pero unmarino de fragata no.

Bolitho vio la silueta oscura de Alldayacercarse e inclinarse sobre él.

Allday mostró su dentadura en la penumbra yle ofreció un tazón de café humeante. Por encimadel coro del mar y el viento, dijo:

—El último café hasta que pase el temporal,Sir Richard. ¡La cocina está inundada! —Miró demanera poco comprensiva al ayudante—. Un buen

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trozo de cerdo salado es lo que usted necesita,señor.

Jenour salió corriendo por la cubiertaescorada y desapareció.

Bolitho sorbió el café y notó cómo le entonaba,llevándose su sueño y sus sueños al pozo de losrecuerdos.

—¿Qué ocurre?Allday levantó un brazo y se enderezó

agarrándose al borde de un bao del techo.—Todavía vamos con las gavias arrizadas y el

foque, aunque el comandante era muy reacio aacortar vela ¡hasta que el juanete de mayor se hahecho pedazos! He oído decir al piloto que elbuque danés se está preparando para virar.

Bolitho puso cuidadosamente sus pies sobre lacubierta como había hecho miles de veces entantos barcos, desde cúters hasta señorialesbuques de primera clase. Allday abrió la pantallade una lámpara y la puso sobre la mesa mientras élescudriñaba la carta náutica. Poland estaba

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haciéndolo bien a pesar del tiempo atroz que leshabía acosado desde que salieran del abrigadoestrecho. La Truculent debía estar ahora en elextremo norte del Kattegat[11] y pronto estaríacambiando el rumbo para dirigirse al sudoeste através del Skagerrak, con más espacio paranavegar y menos ocasiones de caer sobre algúnpesquero lo suficientemente loco para estar ahíafuera con un tiempo como ese.

Allday dijo con tono servicial:—El viento ha rolado desde la guardia de

prima, Sir Richard. Un nordeste de verdad queestá a bien poco de arrancar hasta la últimapercha. Directamente del Ártico, si quiere miopinión.

Sacó un grueso capote de lona encerada,consciente de que Bolitho querría verlo por símismo. Cuando la cubierta volvió a elevarse parabajar después de golpe, Allday se agarró a uno delos cañones de a nueve trincados para mantener elequilibrio con el violento movimiento. Notó cómo

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su vieja herida del pecho resucitaba y le abrasabael interior del torso hasta que no pudo contenermás el no gritar.

Bolitho le miró y le tendió la mano.—¡Aquí, cójase!Allday sintió que el dolor disminuía como si

no se resistiera a dejarle en paz. Se sacudió comoun perro grande y forzó una sonrisa.

—No estoy tan mal, señor. Viene cuandomenos me lo espero, ¡el muy cabrón!

—Ya sabe lo que le dije hace tiempo —dijoBolitho—. Lo dije en serio entonces y lomantengo. —Vio que Allday se ponía tenso,dispuesto a discutir—. Y de todas maneras, se lomerece después de lo que ha hecho por su país. —Bajó la voz—: Por mí.

Allday esperó a que la cubierta recuperara suposición más horizontal y replicó:

—¿Y qué iba a hacer entonces, Sir Richard?¿Andar por la taberna contando mentiras comotodos esos viejos marineros? ¿Volver a hacer de

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pastor? ¿O casarme con alguna viuda rica? ¡Y elcielo sabe que hay montones de ellas con estaguerra que sigue y sigue!

Bolitho se fue tambaleándose hasta la puertadel mamparo y vio al centinela de infantería demarina agarrado a un puntal con la cara pálida ydesencajada como la de Jenour. Era inútil intentarconvencer a Allday, pensó.

El agua se levantaba por encima de la brazolade la escala de la cámara y bajaba a la cubierta deabajo, y cuando Bolitho consiguió llegar a la partesuperior de la escala, el viento le dejó casi sinaliento.

Ambas guardias estaban en cubierta, y el airese llenaba de gritos deshechos por el viento yruidos de resbalones sobre el agua que entraba porla borda de sotavento.

Poland le vio y se le acercó cogiéndose a labarandilla del alcázar.

—¡Siento que se haya despertado, Sir Richard!Bolitho le sonrió, con el pelo ya lleno de rocío

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del mar.—¡Usted no tiene la culpa del tiempo! —No

estaba seguro de si Poland le oía—. ¿Cuál esnuestra posición?

Poland señaló por la amura de sotavento.—La última punta de tierra, Skagen’s Horn.

Cambiaremos el rumbo dentro de una media hora.—Estaba ronco de gritar en medio del temporal ylos fríos rociones—. ¡Apenas he perdido una hora,Sir Richard!

Bolitho asintió.—Lo sé. Está haciéndolo bien. —Siempre

estaba presente aquella incertidumbre, la búsquedade alguna clase de crítica. Era una lástima que nose acordara de eso cuando reprendía a susoficiales.

—A la Dryaden se le ha partido una verga degavia y se le ha rifado la cangreja durante la noche—añadió Poland con aire de satisfacción—.Pronto la dejaremos atrás.

Bolitho se estremeció y se alegró de haberse

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tomado aquel último café, tal como Allday lehabía recalcado.

Poland había hecho lo que él le había pedido.Había mantenido a la Truculent delante todo eltiempo. La Dryaden no estaba siquiera ya a lavista excepto probablemente desde el tope. Miróhacia arriba a través del entramado negro yreluciente del aparejo y notó que se le iba lacabeza. ¿Quién podía hacer de vigía con aqueltemporal?

Poland musitó algo cuando varios hombrescorrieron a trincar uno de los botes del combés;avanzaron por el mismo con el agua hasta lacintura y pareció que se elevaban más arriba queel alcázar.

—Tengo tres hombres abajo con lesiones —gritó Poland—. He dado al cirujano la orden deque se asegurara de que eran serias y no fingidas.

Bolitho miró a lo lejos. «No tengo la menorduda de que lo haya hecho», pensó Bolitho.

En voz alta, dijo:

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—Una vez fuera del Skagerrak, podemos sacarprovecho de este nordeste. —Vio que Polandasentía sin estar demasiado convencido—.Tendremos un acompañante para el tramo final através del Mar del Norte. Podrá quitar velaentonces si hiciera falta para llevar a caboreparaciones y volver a encender el fogón de lacocina.

Poland no mostró sorpresa ante el hecho deque Bolitho supiera lo del fogón. Era lo habitualcon tormenta. Dijo sin rodeos:

—Ordenó a la Zest que se encontrara connosotros, ¿no, Sir Richard? No es ningún secretoque el comandante Varian y yo no coincidimospara nada.

—Estoy al corriente. Y también soy conscientede que incluso con nuestros refuerzos de Ciudaddel Cabo y del Caribe andamos lamentablementeescasos de fragatas. —No añadió como siempreaunque fuera bien cierto; había oído a su padrequejándose de ello muchas veces—. Así que haría

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mejor en olvidar sus diferencias particulares yconcentrarse en la tarea que tiene entre manos.

Bajo el viento helado, con el agua y el rocíolevantado de su superficie, acosándoles por amboscostados mientras la luz gris continuabaextendiéndose, era difícil pensar enconspiraciones y en intrigantes en los puestosaltos. Aquel era el lugar que contaba de verdad. SiInglaterra perdía el dominio de los mares, seguroque perdería todo lo demás, con la libertad en elprimer puesto de la lista.

De todas formas, se alegró de haber tomadotodas las precauciones posibles. Si resultaba estaren un error, no habría perdido nada. Pero si no…Se volvió cuando el vigía aulló:

—¡Ah de cubierta! ¡El danés ha virado!Cuando otra ola se levantó y rompió sobre el

beque, Poland se tambaleó pero siguió con susmanos a la espalda, respondiendo al movimientode la cubierta con la agilidad de un jinetemontando un semental bien domado.

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Bolitho se alejó un poco, con los ojosentrecerrados mientras observaba una tenuemancha de tierra muy alejada por babor. Enrealidad, sabía que probablemente estaba a menosde dos millas de distancia. Poland navegaba tanciñendo a rabiar como se atrevía, sirviéndose delviento del nordeste para montar el cabo, TheSkaw, como respetuosamente se le llamaba. Pensóde repente en su euforia al ser despertado porAllday en la última ocasión que habían avistado elLizard; en lo que Catherine le había contado mástarde acerca de su certeza de que él estaba cerca, apesar de que ella no podía saber nada.

—¡Gente a las brazas! ¡Preparados para virar!Con los ojos enrojecidos, medio doblegados

por la fatiga, y con sus cuerpos llenos de golpes yalgunos con sangre por su combate contra el vientoy el mar, los marineros e infantes de marina de laTruculent se fueron dando tumbos a sus puestos enlas drizas y brazas como si fueran ancianos oborrachos.

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Poland gritó con tono severo:—Mande a sus mejores gavieros a la

arboladura, señor Williams… Quiero los juanetesdados tan pronto como estemos en el nuevo rumbo.—Lanzó una mirada a Hull, el piloto—. ¡Y tieneque hacerse rápido! —Sonó como una amenaza.

Williams alzó su bocina. Cómo debía dedolerle el brazo, pensó Bolitho.

—¡Preparados en el alcázar! —Esperó,calculando el momento—. Cambie el rumbo trescuartas a babor! —Gesticuló airado con la bocinacuando una ola se elevó por encima de la batayolay derribó a varios hombres que estaban en suspuestos, mientras otros aguantaban firmes,agachados y escupiendo agua.

—¡Señor Lancer! ¡Más gente en las brazas desotavento!

Williams miró a Poland, que asintió con subarbilla casi pegada al pecho.

—¡Timón de arribada!Con un ruido atronador de las velas y el

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chirrido de los motones, la Truculent empezó aarribar, de manera que el trapo cazó más viento yel barco quedó prácticamente adrizado, cosa quese agradecía tras la tremenda escora que habíasufrido en el rumbo anterior.

Poland consultó la aguja y dijo:—¡Manténgalo así, señor Hull!Bolitho vio cómo el piloto miraba hacia atrás y

respondía:—¡En viento, señor! Oeste cuarta al noroeste.—¡Ah de cubierta!Poland entrecerró los ojos para mirar hacia

arriba, con sus rasgos castigados por las largashoras que llevaba en cubierta.

—¿Qué dice ese imbécil?El vigía volvió a gritar:—¡Vela por la aleta de estribor!Poland miró a lo largo de su barco, a los

hombres que iban de un lado a otro en medio de laconfusión del agua que les caía encima y delaparejo roto, mientras llevaban a cabo las

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reparaciones tal como lo harían bajo el fuego de laartillería enemiga. Deber, disciplina y tradición.Era lo único que conocían.

—Envíe a alguien a la arboladura con uncatalejo, señor Williams —dijo. Lanzó una miradarápida a Bolitho, que estaba en la banda debarlovento. ¿Cómo podía haberlo sabido?

Bolitho vio la mirada. Era como si Polandhubiera hecho la pregunta en voz alta. Notó cómosu cuerpo liberaba la tensión acumulada y suincertidumbre era reemplazada por una fría ycruda lógica.

Un ayudante de piloto, el mejor hombre deHull, fue enviado al tope y no tardó en vociferar sumensaje con una voz tan curtida por la vida de abordo como pudiera estarlo un cañón que hubiesebatallado en decenas de combates.

—¡Ah de cubierta! ¡Un buque de guerra, señor!—Hubo una larga pausa mientras la Truculentembestía una enorme ola clavando su botalón defoque en ella. Pareció que golpeaba contra una

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barra de arena. Entonces aulló—: ¡Pequeño,señor! ¡Una corbeta, sí, es una corbeta francesa!

—¡Si dice que es una corbeta, es que lo es! —musitó Hull.

Poland se acercó algo tambaleante a Bolitho yse llevó la mano al sombrero con rígidaformalidad.

—Un buque de guerra francés, Sir Richard. —Vaciló antes de añadir—: Demasiado pequeñapara causarnos dificultades.

—Lo bastante grande para seguirnos, paraengancharse a nuestra popa hasta… —Se encogióde hombros y dijo—: Sea lo que sea, pronto losabremos.

Poland lo asimiló y le preguntó:—¿Alguna orden, Sir Richard?Bolitho miró más allá del comandante y de sus

lánguidos y exhaustos marineros. Poland teníarazón. Ninguna corbeta se atrevería a desafiar auna fragata de treinta y seis cañones. Por lo que sucomandante debía saber que no iba a estar solo

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mucho más tiempo; y entonces…Se oyó a sí mismo responder:—Haga que la brigada del contramaestre

limpie la cocina y que encienda los fogonesinmediatamente. —Ignoró la expresión de Poland.Su cara estaba llena de preguntas; la cocina noestaba, obviamente, entre las primeras de la lista—. Su gente no está en condiciones de luchar,están agotados. Una buena comida caliente y unaración doble de ron y tendrá unos hombres queseguirán sus órdenes y no se desmoronarán alprimer olor a metralla. —Vio que Poland asentía ydijo—: Tengo que ver a Sir Charles Inskip. Metemo que se va a llevar otra sorpresadesagradable.

Allday estaba cerca y vio a uno de losmarineros dándole unos golpecitos con el codo asu compañero con una sonrisa.

—¿Lo ves Bill? Nuestro Dick no estápreocupado, así que, ¿por qué íbamos a estarlonosotros, eh?

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Allday suspiró. Nuestro Dick. Ahora eran sushombres también.

Entonces pensó en el ron y se relamió loslabios ante la idea. Un buen trago siempre erabienvenido, especialmente cuando podía ser elúltimo.

* * *

Catherine se detuvo al pie de la escalera ymiró a lo largo de la calle, con sus elegantes casasaltas y sus árboles sin hojas. Eran las últimashoras de la tarde y estaba ya lo bastante oscurocomo para que los carruajes encendieran suslámparas. Había estado comprando en algunas delas calles cercanas con Yovell como acompañantey, a veces, como consejero, especialmente en lascuestiones relativas al hombre al que servía contanta lealtad.

Hizo una seña con la mano al cochero, al que

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aún llamaban Matthew el Joven, aunque su abuelo,Matthew el Viejo, que había sido durante muchosaños el cochero de los Bolitho, hubiera muertohacía tiempo. Se alegraba de tener el elegante yligero carruaje allí. Una parte de casa. Le parecíaextraño poder pensar en Falmouth y su vieja casagris como su hogar.

—Puede irse a las caballerizas, Matthew elJoven, hoy no le necesitaré más.

El joven le sonrió y se tocó el sombrero con ellátigo.

—Muy bien, milady.Una de las criadas de Lord Browne bajó las

escaleras e hizo una reverencia, revoloteando sudelantal bajo el viento frío antes de ir a ayudar aYovell con sus numerosos paquetes.

—¡Oh, milady! —La chica le llamó pero ellaestaba ya en el vestíbulo. Se quedó inmóvil por lasorpresa, incluso algo conmocionada, cuando viouna figura uniformada de pie en la biblioteca conlas manos extendidas ante el fuego de la chimenea.

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Esperó unos segundos, con la mano en elpecho, hasta que recuperó el ritmo normal de larespiración. Era ridículo, pero por un momentohabía creído que… Pero el oficial era rubio ytenía los ojos azules; era un gran amigo. El capitánde navío Valentine Keen cogió su mano y se labesó.

—Le pido disculpas, milady, por venir sinavisar. He ido al Almirantazgo, demasiado cercapara dejar pasar la oportunidad de verla.

Ella le asió del brazo y se acercaron los dos alfuego.

—Siempre eres bienvenido, Val. —Ella lemiró pensativa. También él conocía a Richarddesde hacía mucho tiempo y había servido con élcomo guardiamarina y como teniente de navío,hasta que finalmente se había convertido en sucapitán de bandera. Le dijo con tono cálido—: Porfavor, llámame Catherine. Somos amigos,¿recuerdas? —Se sentó enfrente de él y esperó aque siguiera su ejemplo—. ¿Qué te sucede, Val?

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Hemos estado preocupados, por ti y por Zenoria.¿Hay algo que pueda hacer?

Él no respondió enseguida.—He oído algo sobre Sir Richard en el

Almirantazgo. —Miró alrededor como si esperaraverle—. ¿Todavía no ha vuelto?

Ella negó con la cabeza.—Está tardando bastante más de lo que

esperábamos. Hoy hace cuatro semanas.Keen observó cómo ella se giraba a mirar el

fuego. Una mujer hermosa y sensual por la quemuchos hombres pelearían y que podía hacer queel hombre al que amara fuera capaz de casi todo.Pero estaba muy preocupada y no estabaintentando ocultarlo.

—Uno de los ayudantes de Lord Godschale meha dicho que está en una misión de ciertaimportancia. Pero hace muy mal tiempo,especialmente en nuestras aguas. Estoy seguro deque están capeando el temporal. —Notó la miradadirecta de Catherine y dijo—: Zenoria estaba con

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mis hermanas. Quizás la colmaran excesivamentede atenciones… puede que ella sintiera que ya nome quería…

—¿Todavía no habéis acordado vuestromatrimonio?

—Ella se marchó, volvió al West Country.Tiene un tío, al parecer, al que apreciaba muchocuando era una niña, antes de que él se marchara alas Indias. Ahora ha vuelto a Cornualles… no sé adónde. Ella está con él.

Catherine percibió su desesperación. Ellaconocía bien ese sentimiento, lo recordaba bien.

—Pero, ¿tú la amas? —Vio como asentía. Lehizo parecer un chico—. Y yo sé que ella te ama ati, por muchas, muchas razones. Le salvaste lavida, te ocupaste de ella cuando otros le habríandado la espalda. Créeme, Val, ¡sé de estas cosaspor propia experiencia!

—En parte he venido por eso. Recibí una cartade Sir Richard. ¿Lo… sabías, Catherine?

Ella sonrió a pesar de su inquietud.

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—Sí, lo sabía. Acerca de su nuevo buqueinsignia, el Black Prince. Quiere que seas sucapitán de bandera, pero apostaría a que él sólo tehabló de tu esperado matrimonio, ¿no?

—Le conoces bien. —Sonrió algo compungido—. Por eso he ido a ver a Lord Godschale. Seestaba impacientando.

Ella se tocó el cuello y se acordó de lo queBolitho había dicho acerca de eso.

—Tengo entendido que eso no es demasiadoinusual.

Keen la miró con aire resuelto.—Se lo he dejado bien claro. Serviré como su

capitán de bandera. —Se sorprendió ante lareacción de Catherine, como si se hubiera quitadode encima la sombra de una amenaza, de unpeligro—. ¿Estás contenta?

—Por supuesto que lo estoy. ¿Quién mejorpara estar al lado de mi hombre en tiempos depeligro? Te quiere igual que al joven Adam.Estaba preocupada ante la posibilidad de que

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tuviera a algún comandante estúpido como… —Bajó la mirada—. Eso es otra cosa. —Cuandovolvió a levantar la vista, sus ojos oscurosbrillaban—. Y no temas por tu Zenoria. Yo laencontraré, aunque sospecho que ella meencontrará antes a mí una vez vuelva a Falmouth.Las dos nos comprendemos muy bien. Ella será tuesposa, Val, pero tienes que ser paciente con ella.Por lo que Richard me ha contado, sé que eres unhombre decente y que solamente has amado a otramujer en tu vida. —Vio cómo los recuerdosempañaban los ojos del oficial—. Esto serádistinto, más maravilloso de lo que puedasimaginarte. Pero del mismo modo que ellaaprenderá a aceptar tu vocación de marino, tú hasde ser paciente con ella. —Dejó que se apagaranlas palabras—. Recuerda lo que le pasó. Es unachica joven. Sufrió un juicio injusto y tambiénabusos, quedándose sin esperanzas ni nada por loque vivir.

Él asintió, viendo en su cabeza su espalda

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desnuda, donde el látigo le había abierto la pieldesde el hombro hasta la cadera. Y la manera enque ella se había apartado cuando él le habíahablado de matrimonio y de cómo iba a ser su vidajuntos.

—Puede que no haya pensado en ello losuficiente. O quizás no quería hacerlo. En cómo sesentiría ella, o si estaba atormentada por la idea deque no fuera capaz de superar nunca… —No pudocontinuar.

Ella se levantó, se acercó a su silla y le pusola mano sobre el hombro, tocando su charretera.Cada vez que veía a un oficial de marina pensabaen él. En lo que estaría haciendo; en si estaba o noen peligro.

—Vamos, Val. ¿Te sientes mejor ahora? Yotambién. —Le quitó importancia—. ¡Después detodo, no puedo dejarle todo el trabajo al señorAllday!

La puerta se abrió y les llegó una corriente deaire gélido del vestíbulo, aunque no había oído

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timbre ni golpeteo alguno desde la entrada.—¿Quién es, Maisie?La chica le miró fijamente a ella y luego a

Keen.—Disculpe, milady, pero hay un caballero que

pregunta por el comandante.Keen se puso en pie.—He mencionado que estaría aquí un rato.

Espero que mi visita no haya sido poco adecuada.Catherine le miró inquieta.—¿Qué ocurre? Algo ha pasado.—Espera aquí, por favor, Catherine —dijo

escuetamente Keen.La criada le preguntó de forma algo

entrecortada:—¿Desea un té, milady?Se dio cuenta sólo vagamente de lo que le

había preguntado.—No, pero gracias.La puerta se cerró con cierta reticencia, o al

menos esa fue la impresión, como si la criada

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hubiera deseado compartir lo que estaba pasando.Keen volvió, con su atractivo rostro serio

mientras cerraba la puerta tras de sí. Se acercó aCatherine con paso decidido y le cogió ambasmanos. Estaban heladas.

—Era un mensajero del Almirantazgo. —Leasió las manos con más fuerza cuando ella intentóapartarse—. No, escúchame. Él querrá que losepas. —Vio un latido en su cuello y la manera enque levantaba el mentón. Terror, desafío. Estabatodo allí.

—Ha habido un combate naval. El barco deRichard estaba involucrado, pero saben poco máspor el momento. Debía de estar volviendo aInglaterra de su misión. Una goleta ha llevado lanoticia a Portsmouth y desde allí la han enviadopor telégrafo al Almirantazgo.

Ella miró alrededor de la sala como un animalatrapado.

—¿Está herido? ¿Qué debo hacer? Debo estaraquí si…

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Keen la acompañó hasta una silla, conscientede que no era fuerza ni coraje lo que a ella lefaltaba, sino algo que le permitiera orientarse enaquella situación.

—Has de esperar aquí, Catherine. —Vio cómola ansiedad se tornaba resistencia y rechazo, einsistió—: Él esperará que estés aquí. —Puso unarodilla en el suelo junto a la silla—. Me hasayudado muchísimo. Déjame al menos hacer lomismo por ti. Estaré a tu entera disposición hastaque sepamos qué ha pasado.

—¿Cuándo? —La solitaria palabra pareciósalir desgarrada de su garganta.

—Será pronto. Mañana, pasado mañana. Intuíaque algo iba mal, y aun así… —Miró hacia elfuego—. Estaba demasiado acuciado por mispropios problemas.

Catherine miró el bordado dorado de sumanga. ¿Era así como ocurría? ¿Cómo sería?Después de abrigar tantas esperanzas, de todoaquel amor. Cuántas mujeres debían de haber

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pasado por lo mismo…Pensó de repente en Nelson, en el

resentimiento de Bolitho hacia aquellos que lehabían odiado tanto y que luego habían lamentadosu pérdida con más fervor que nadie. Ya nadiehablaba de Emma Hamilton. Era como si nuncahubiese existido, aunque ella le hubiera dado loque a él le faltaba y que necesitaba más queninguna otra cosa. Amor y admiración. Era difícilsentir lo uno sin lo otro.

Bajando la voz pero con firmeza, dijo:—Nunca le fallaré.Keen no estaba seguro del alcance de aquellas

palabras, pero se conmovió profundamente.Catherine se levantó y se fue hasta la puerta,

donde se volvió, reflejándose las luces en suscabellos oscuros.

—Quédate, por favor, Val. —Pareció vacilar—. Me voy a nuestra habitación un rato. Parapoder estar con él.

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XIII

SIN ESCAPATORIA

Bolitho se cogió a la barandilla del alcázar yobservó cómo la luz del sol brillaba cada vez conmayor intensidad. Bajo sus dedos, la barandillatenía tanta sal endurecida que parecía de piedra.Pero el movimiento era más tranquilo ahora,mientras la Truculent, con sus juanetes bienhenchidos de viento, avanzaba cabeceando entreuna sucesión interminable de olas con crestasrizadas.

Miró hacia el sol que intentaba imponerse através de la bruma de la mañana. Era como unabrillante bandeja redonda de plata, pensó, mientrasque los grupos de nubes sin norte le recordaron laniebla que se formaba sobre el río Helford, enCornualles. El olor a grasa de la cocina invadíaaún el aire, y había visto a los marineros que

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trabajaban en la cubierta superior con menostensión que antes de que hubiera sugerido a Polandque una buena comida caliente era una prioridad.

Intentó imaginarse el barco dirigiéndose haciael sudoeste con el viento justo por popa, demanera que parecía que saltara sobre el agua. Enalguna parte, a unas cuarenta millas por la aleta deestribor, estaban las inhóspitas costas y fiordos deNoruega, más allá de la cual sólo quedaba elÁrtico. Por el través teman todavía parte de lacosta danesa, que, según los cálculos aproximadosdel piloto, estaba a unas treinta millas dedistancia. Lo bastante lejos para estar fuera delalcance de la vista pero aún dentro de los límitesde la zona de patrulla de la Zest. Pensó en laaversión de Poland hacia el comandante de laZest. Si hubiera tenido más tiempo en Londres,podría haber averiguado los motivos. Pero lodudaba. Era como un secreto celosamenteguardado por ambos comandantes, para protegerseo por estar bajo amenaza.

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Se tapó el sol de los ojos para mirar por popa,pero su perseguidor no estaba a la vista desdecubierta. Un rayo de sol plateado le dio en el ojo ehizo una mueca de dolor antes de apretárselo conla mano mientras echaba otro vistazo.

Inskip había aparecido a su lado.—¿Su ojo le molesta?Bolitho apartó rápidamente la mano del

mismo.—No. —Y añadió en tono más calmado—:

¿Está usted más tranquilo ahora que estamos otravez en mar abierto? —Tenía que intentar queaquellos comentarios tan inocentes no le cogieranpor sorpresa. Inskip no tenía manera de saber lo desu ojo. Y además, tenía grandes esperanzas de queeste se recobrara completamente. ¿Se aferrabadesesperadamente a esas esperanzas? Quizás, peroaquello apenas le preocupaba.

Inskip sonrió.—Es más por obra de su Allday que por la

maldita mala mar.

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Bolitho se dio cuenta de que desprendía uninsólito y fuerte olor a ron, y que los rasgosnormalmente pálidos de Inskip tenían cierto color.

Inskip carraspeó ruidosamente.—Vaya con la poción que me ha preparado.

¡Gachas calientes, ron y brandy son losingredientes principales!

Bolitho lanzó una mirada a Poland, que estabaenfrascado hablando con su segundo. Los dosmiraron hacia los topes, y tras comentar algo más,un oficial de cargo fue enviado a la arboladurapara unirse al vigía con un gran catalejo, que lerebotaba en la cadera mientras trepaba.

Inskip preguntó preocupado:—¿Qué significa? —Señaló vagamente hacia

el coronamiento de popa—. ¿Ese buque de guerrafrancés puede hacernos acaso algún daño?

Bolitho vio que Poland le miraba a través de lacubierta. Era casi como un desafío.

—Le diría al comandante que virara y dieracaza a esa corbeta si no pensara que nos haría

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perder un valioso tiempo. —Se frotó la barbillamientras visualizaba de nuevo en su cabeza lacarta marina—. Nos está siguiendo el rastro. Es uncarroñero… como un perro salvaje en un campode batalla, esperando para llevarse los huesos. —Oyó gritar a Poland—: ¡Prepárese para dar lamayor, señor Williams! ¡No voy a desaprovechareste viento!

La cubierta se estremeció y el aparejo tensopareció quejarse mientras el barco hendía las olasbajo la creciente pirámide de velas.

Bolitho vio a Jenour junto a la aguja y sepreguntó si se imaginaba por qué Poland estabadando más vela.

Inskip dijo con aire distraído:—Es gracioso lo de los ojos, sin embargo. —

No vio la mirada recelosa de Bolitho—. Cuandoel Rey me hizo Sir, por ejemplo… —Estabaarrastrando las palabras; la cura de Allday debíade estar funcionando bien—… Su Majestadllevaba una visera protectora verde. Dicen que no

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puede reconocer a nadie sin una lente de aumento.Bolitho recordó el mordaz comentario del

general acerca de quién guiaba la mano del Rey.Quizás era más cierto de lo que pensaba.

Inskip dijo de repente:—Usted cree que estamos dirigiéndonos a una

trampa, ¿no es así? —La fuerza combinada del rony el brandy aportaban un tono agresivo a su manerade hablar—. ¿Cómo puede ser posible eso… ycuál sería el propósito?

Bolitho respondió bajando la voz.—Nos retrasaron una semana entera. ¿Cuál

sería el propósito de eso?Inskip reflexionó un instante.—Todo era secreto, y de todos modos, ¿qué

podía esperar conseguir el enemigo en unasemana?

Bolitho dijo:—Cuando la goleta Pickle arribó a Falmouth

el cuatro de noviembre del año pasado, su oficialal mando, un tal teniente de navío Lapenotière, fue

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el primer hombre en llevar a Inglaterra las noticiasde Trafalgar y de la muerte de Nelson. —Dejó quecada una de las palabras se apagaran; eraimportante que Inskip lo entendiera—. Lapenotièrecabalgó desde Falmouth hasta Londres para llevarel mensaje al Almirantazgo.

—¿Y? —Inskip estaba sudando a pesar delaire helado.

—Llegó a Londres la mañana del día seis.Todo ese trayecto en sólo dos días. ¡Imagine lo quepodría hacer el servicio de información francés enuna semana entera!

Miró hacia el cielo, que mostraba en variossitios algunas manchas de color azul glacial entrelas nubes.

El timonel gritó:—¡En viento, señor! ¡Sudoeste!Bolitho añadió:—Sudoeste, Sir Charles, pero más de

cuatrocientas millas por delante, a menos que… —Vio que Poland se acercaba hacia ellos—. ¿Qué

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ocurre?Poland se dirigió a Bolitho como queriendo

evitar que Inskip oyera lo que iba a decir.—¿Puedo sugerirle que cambiemos el rumbo y

sigamos más hacia el sur, Sir Richard? —Miróhacia el horizonte brumoso y el rocío que flotabaen el aire como vapor por encima del beque—.Sería recorrer más distancia, pero…

Bolitho le miró impasible.—Además, así perderíamos la posibilidad de

encontrar a la Zest en su zona. Pero esto usted yalo había pensado, ¿no?

Era raro en Poland hacer una sugerencia tanclara, una que más adelante podía hacerle blancode las críticas o de algo peor.

Bolitho insistió.—¿Tiene usted algún motivo para dudar de las

intenciones del comandante Varian? —Observó lasemociones y la preocupación que embargaban elsemblante de Poland—. Es su obligacióndecírmelo. La responsabilidad del mando que

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usted se ha ganado y que obviamente valora, ¡haceque dicha obligación sea impostergable!

Poland parecía atrapado. Solo en su barco erasegundo solamente de Dios. Frente a unvicealmirante cuyo nombre era conocido a lo largode todo el país, se vio despojado de su fuerza,peligrando esta por aquel inesperado arrebato deira.

Respondió desconsolado:—Serví con Varian hace algunos años. Yo era

su segundo y debo admitir que allá lejos en lasIndias veía pocas posibilidades de ascender, ymenos aún de obtener el mando de un barco. Nosordenaron ir a Jamaica ante el requerimientourgente del Gobernador… había una revuelta deesclavos con cierto peligro para los residentes ylas plantaciones.

Bolitho podía imaginárselo. Aquello debía dehaber sido durante la precaria Paz de Amiens,cuando muchos pensaban que la guerra habíaacabado, que Francia y sus aliados, como

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Inglaterra, se habían quedado exhaustos por elcombate constante en mar y en tierra. Como primeroficial, Poland debía de haber aprovechado laoportunidad de entrar en acción como un náufragoagarrado a un pedazo de corcho.

—Lo recuerdo. Hubo muchos asesinatos ytambién violentas represalias, por lo que contaronentonces.

Poland pareció que no le había escuchado.—A través de un buque mercante nos llegó la

noticia de que había una plantación sitiada por unaturba de esclavos. Estaba demasiado alejada tierraadentro para disparar con los cañones, por lo queel comandante Varian me ordenó llevarme unapartida armada para dispersar a los esclavos. —Se enjugó la boca con el dorso de la mano,ignorando la presencia de Jenour y la miradaatenta de Williams desde la barandilla del alcázar—. ¿Una turba? ¡Por Dios, cuando llegamos allugar era más bien un ejército ansioso de sangre!—Se estremeció—. Los propietarios y sus

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hombres habían sido matados a machetazos,hechos trizas, y su mujeres… bueno, ¡debieronalegrarse de morir cuando les llegó el momento!

—Y Varian levó el ancla, ¿me equivoco?Poland estaba turbado.—Sí, Sir Richard. Pensó que correríamos la

misma suerte que aquellas pobres criaturasdescuartizadas. Varian no pudo afrontar laperspectiva del fracaso, o que se le asociara conel mismo. Se marchó e informó al almirante de quehabía perdido contacto con nosotros y que le habíaresultado imposible ayudar. —Y añadió conrepentina rabia—: Si no hubiera sido por lallegada de algunos miembros de la milicia local,¡se habría quedado tan tranquilo!

—¡Ah de cubierta! ¡La corbeta está dando másvela!

Bolitho vio la desolación de la mirada dePoland y pensó que a lo mejor no lo había oído.

Poland prosiguió con el mismo tono de voz:—Varian nunca ha estado en una acción

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importante. Perseguir contrabandistas y dar caza acorsarios era más de su gusto. —Pareció que seerguía para mirar a Bolitho con su habitualformalidad—. Debería haberle denunciado. Noestoy orgulloso de lo que hice. Me recomendópara obtener un barco. —Miró a lo largo de subarco—. Conseguí la Truculent, por lo que no dijenada.

Bolitho se caló con más firmeza el sombrerosobre su frente para darse tiempo para pensar. Sila mitad de aquello era cierto, entonces Varian erauna amenaza para todos los que dependían de él.Pensó en Buena Esperanza, donde la Zest no habíaestado donde debía; en el terrible final de lapequeña goleta Miranda mientras su ejecutor huíaa ponerse a salvo.

«¿Era un cobarde entonces?».—¡Ah de cubierta! —Bolitho vio a Jenour

protegiéndose los ojos del exceso de luz paramirar hacia la cruceta del palo trinquete—. ¡Velapor la amura de barlovento!

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Poland miró al tope y luego a Bolitho:—Lo siento, Sir Richard. ¡He hablado antes de

tiempo en lo que respecta al rumbo! —Probablemente estaría imaginándose cómo se leescapaba de las manos su querido barco.

Inskip tragó saliva.—¡Los dos están equivocados, maldita sea! —

Se enjugó los ojos con su pañuelo—. ¡Apostaría aque la Zest hace dar media vuelta a ese condenadofranchute!

—¡Ah de cubierta! —La voz del vigía del palotrinquete se oyó súbitamente alta cuando el vientola arrastró desde las gavias—. ¡Es una fragatafrancesa, señor!

Bolitho vio cómo los hombres giraban suscaras para mirarle a él, no a su comandante estavez. Así que la Zest no les estaba esperando. Envez de eso, la trampa estaba a punto de funcionar.Bolitho miró el rostro enrojecido de Inskip ymantuvo un tono de voz calmado:

—No, Sir Charles, me temo que los dos

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teníamos razón. —Se giró hacia Poland—.¡Ordene zafarrancho de combate, si es tan amable!

—¡Ah de cubierta! —Alguien que estaba cercade la rueda refunfuñó cuando el vigía aulló—:¡Una segunda vela a popa de la otra, señor!

—¡La corbeta ha izado su bandera, señor!Poland se humedeció los labios. Dos barcos

acercándose en un rumbo convergente y otrotodavía acosándoles por popa. A estribor, elviento soplaba en su máxima intensidad y por eltravés contrario estaba la costa danesa, aún fuerade la vista. En aquellos breves segundos, pudoverlo todo. Las mandíbulas cerrándose sobre subarco. Acabar encallando en una desesperada cazapor popa o plantar cara y ser destruido por fuerzassuperiores. Miró a su segundo con ojos apagados.

—Llame a los hombres a sus puestos y hagazafarrancho de combate.

Los pífanos de infantería de marina corrieron asus puestos ajustándose sus tambores hasta que elsargento de la tropa les dirigió un breve

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movimiento de cabeza.Bolitho vio a Allday acercarse con grandes

pasos por la cubierta, con su machete metido decualquier manera en su cinturón. Y también Jenour,toqueteando su magnífico sable y con el semblantelleno de determinación mientras los tamborescomenzaban su redoble urgente de llamada a lasarmas.

Inskip dijo con voz entrecortada:—Puede que venga la Zest, ¿no? —Nadie dijo

nada y su voz fue casi apagada por el trotar de lospies descalzos, las fuertes pisadas de los infantesde marina en la toldilla y el ruido sordo de losmamparos siendo derribados para despejar lascubiertas de obstáculos—. ¿Qué sentido tiene unademostración de fuerza así? —Estaba casiimplorando.

Bolitho observó las grandes enseñas del picode la cangreja y del tope del palo mayor de laTruculent. Un desafío aceptado.

—Lo sabían, Sir Charles —dijo—. ¡Uno de

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los emisarios más importantes de Su Majestad y unoficial general por si acaso! Exactamente la excusaque los franceses estaban buscando. Si nos hacenprisioneros, Napoleón tendrá lo que necesita paradesacreditar a los daneses por sus conversacionessecretas con nosotros, ¡debilitando así lasdecisiones de Suecia y Rusia de resistirse a susproposiciones! ¡Por todos los santos, hombre,hasta un niño podría entenderlo!

Inskip no reaccionó ante al airado desdén deBolitho. Se quedó mirando a las dotaciones de loscañones que trajinaban con sus aparejos yespeques con el fin de preparar los cañones parala lucha.

Entonces, levantó la vista hacia las redes decombate que estaban siendo aparejadas sobre lascubiertas de una banda a otra para proteger aaquellas dotaciones de la caída de perchas yaparejos rotos. Incluso los botes estaban siendopreparados para ser arriados y dejados a la derivapara que los recuperaran los vencedores.

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Los botes representaban la supervivencia parala mayoría de los marineros, y Bolitho vio quealgunos de ellos se giraban para mirar, viendoentonces la sombría imagen de los pelotones deinfantes de marina con sus mosquetes Brown Bessy sus bayonetas caladas. Si se daba la orden,dispararían sobre cualquiera que provocara elpánico o cualquier clase de desorden.

Era siempre un mal momento, pensó Bolitho.Quizás fueran la clave de su supervivencia, pero elpeligro de las afiladas astillas de los botesapilados volando una vez iniciado el combate, eramucho mayor.

Williams se llevó la mano al sombrero conojos enloquecidos.

—¡Barco en zafarrancho de combate, señor!Poland le miró fríamente y entonces dijo:—Buen trabajo, señor Williams. —Miró más

allá de él, hacia las hileras de dotaciones decañones que le miraban, hombres que unosmomentos antes sólo pensaban en conseguir otro

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trago en recompensa de sus esfuerzos—. Nocarguen ni asomen todavía. —Se volvió y miró aBolitho—. Estamos listos, Sir Richard. —Sus ojosclaros estaban opacos, como los de un hombre yamuerto.

Inskip le tocó la manga a Bolitho.—¿Va a luchar con ellos? —Sonó incrédulo.Bolitho no contestó.—Puede izar mi insignia en el palo trinquete,

comandante Poland. Creo que no quedan mássecretos que guardar.

Los hombros de Inskip parecieron caer condesánimo. Era, quizás, la respuesta más claraposible.

* * *

A medida que fue pasando implacablemente lasiguiente hora, el cielo se fue despejando como siquisiera aportar toda la luz posible a la escena.

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Pero el sol no calentaba, y cuando los rocionessaltaban por encima de los coyes embutidos en labatayola parecían puro hielo.

Bolitho cogió el gran catalejo de manos delguardiamarina más veterano y se fue hasta losobenques del palo mesana. Se encaramó sin darseprisa a los flechastes y se agarró con firmezamientras esperaba que se le aclararan las ideas.Podía ver bastante bien a la primera fragatafrancesa, todavía en su rumbo convergente y contodas las velas largadas y henchidas al viento. Eragrande, seguramente de cuarenta cañones o más,con su bandera tricolor ondeando tensa como unaplancha de metal. El otro buque era ligeramentemás pequeño, muy similar a la Truculent.Deliberadamente, alzó el pesado catalejo y miró laimagen más definida de ambos barcos. Qué cercaparecían ahora; podía imaginarse las voces y loscrujidos de las cureñas de los cañones mientrassus dotaciones esperaban impacientes la orden deasomarlos. A su alrededor y detrás suyo reinaba el

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silencio, y era consciente de que todas las miradasestaban puestas en él mientras observaba alenemigo. Midiendo sus posibilidades desobrevivir, basándose en la seguridad que de élemanara. Viendo la muerte más de cerca. Losfranceses se estaban tomando su tiempo a pesar deir con tanta vela. Si había alguna posibilidad…Cerró de golpe el catalejo con súbita rabia. «Nopuedo pensar así o estaremos perdidos».

Bajó a cubierta y le dio el catalejo alguardiamarina.

—Gracias, señor Fellowes. —No vio lasorpresa y satisfacción en los ojos del joven al verque se acordaba de su nombre. Se fue hasta dondeestaba Poland, con el que estaban Inskip y susecretario, el lúgubre Agnew, esperandopreocupados su valoración de la situación.

Bolitho ignoró a estos últimos y dijo:—Comandante Poland, dé más vela si es tan

amable. —Levantó la vista hacia las vergas y lasmajestuosas velas enmarcadas bajo el cielo de

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color azul pálido—. El viento parece haberaflojado un poco… No le va a arrancar los palos,creo.

Esperaba una protesta, incluso algo dediscusión, pero antes de que Poland se diera lavuelta para pasar sus órdenes a su segundo,Bolitho creyó ver cierto alivio en sus rígidosrasgos. Sonaron las pitadas y una vez más losmarineros treparon a la arboladura con la agilidadde monos. Desde el alcázar, Bolitho vio cómo lagran verga de mayor se curvaba como un arco bajoel viento de popa, y oyó el ruido de las lonastomando viento cuando largaron los sobrejuanetespara sumar su fuerza al barco.

Poland volvió jadeando.—¿Señor?Bolitho le escudriñó. No era un hombre que se

fuera a venir abajo, sin importar lo que pudierapensar de la lucha que se avecinaba ni del finalmás probable.

—Los franceses adoptarán hoy su táctica

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habitual. El primer buque seguirá acercándosehasta que pueda alcanzarnos con sus disparos. —Vio cómo la sombría mirada de Poland seguía subrazo cuando señaló hacia el enemigo, como si yapudiera ver el refulgente destello de los cañonazos—. Creo que su oficial superior tendrá confianzaen sus posibilidades, quizás demasiada.

—¡Yo también la tendría en su lugar! —musitóInskip.

Bolitho le ignoró.—Intentará inutilizar a la Truculent, sin duda

con balas encadenadas y metralla de cortadillo,mientras su consorte trata de cañonear nuestrapopa. Un ataque de dos barcos suele hacerse así.—Vio el efecto de sus palabras en el semblante dePoland—. Debemos impedirlo. —Poland seestremeció cuando un cabo hizo un chasquido en loalto de la arboladura, como el disparo de unapistola—. Si les dejamos que nos aborden,estaremos perdidos. —Indicó con la cabeza haciapopa—. Y tendremos además a nuestro pequeño

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carroñero esperando para añadir su peso alcombate.

Poland se humedeció los labios.—¿Qué hemos de hacer, Sir Richard?—¡Es inútil, si quiere mi opinión! —espetó

Inskip.Bolitho se volvió hacia él.—¡Bien, pues no la quiero, Sir Charles! Así

que si no tiene nada sensato que decir, ¡le sugieroque se vaya al sollado y haga algo útil para ayudaral cirujano! —Vio cómo la cara de Inskip seenrojecía de rabia y añadió con tono severo—: Ysi alguna vez vuelve a Londres, ¡me gustaríasugerirle que explique a sus superiores y a losmíos lo que están pidiendo a la gente que haga! —Movió la mano hacia las dotaciones de loscañones—. ¡Lo que afrontan cada vez que unbuque del Rey es llamado a la lucha!

Cuando se dio la vuelta otra vez, Inskip y susecretario habían desaparecido. Sonrió al ver lasorpresa de Poland y dijo:

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—Creo que es mejor que nos ocupemosnosotros ¿eh, comandante? —Se sintió súbitamentetranquilo de nuevo, tanto, que casi no sentía susextremidades—. He ordenado dar más vela paraque los franceses piensen que estamos intentandohuir. Veo que ya están haciendo lo mismo, largandotodo el trapo que pueden, ya que esta es una presade las buenas. Conspiradores ingleses y unamagnífica fragata… ¡No, los franceses no van adejar escapar algo así!

Poland asintió lentamente asimilando lo queoía.

—¿Tiene usted intención de orzar y virar, SirRichard?

—Sí. —Le tocó el brazo—. Venga a caminarun rato. El enemigo no estará a distancia dedisparar hasta dentro de una media hora. Siemprehe encontrado que ayuda a desentumecer losmúsculos y a relajar la mente. —Le sonrió,consciente de lo importante que era para ladotación de la Truculent ver a su comandante

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tranquilo. Y añadió—: Tendrá que hacerse muybien, reduciendo en el acto las velas cuando eltimón se ponga de orza. Entonces podemos virarpara pasar entre ambos y cañonearlos a los dos.

Poland asintió y dijo:—¡Siempre he intentado entrenarles bien, Sir

Richard!Bolitho se puso las manos a la espalda.

Aquello estaba mejor. Poland tenía que creer en loque hacía. Sólo debía pensar en el primermovimiento.

Bolitho dijo:—Quisiera sugerirle que coloque a su segundo

junto al palo trinquete para que pueda controlar eincluso apuntar cada cañón por sí mismo. Nohabrá tiempo para una segunda oportunidad. —Viocómo asentía—. No es lugar para un oficial pocoexperimentado.

Poland llamó a Williams y mientras los doshablaban, dirigiendo alguna que otra miradaelocuente a la pirámide de velas más cercana,

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Bolitho le dijo a Jenour.—Abra bien los ojos, Stephen. —El ayudante

parpadeó—. Me temo que hoy tendremos muchotrabajo.

Allday se frotó el pecho con la mano y observólos preparativos de siempre y la manera en que eltercer oficial miraba a Williams al pasar este a sulado en dirección a popa. Probablemente vería susustitución en los cañones de más a proa como unafalta de confianza en su capacidad. Pronto sabríael motivo, pensó Allday. De repente, se acordó dela oferta de Bolitho.

Quizás una pequeña taberna cerca deFalmouth, con una viuda de cara sonrosada. Nomás peligro, ni disparos, ni gritos de hombresagonizando, ni el estruendo terrible de las perchascayendo. Y el dolor, siempre el dolor.

—¡El primer barco está asomando loscañones, señor!

Poland lanzó una mirada a Bolitho y entoncesespetó:

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—¡Muy bien, abran las portas! ¡Carguen yasomen la batería de estribor!

Bolitho cerró un puño. Poland se habíaacordado. Si hubiera asomado los cañones de losdos costados habría mostrado al enemigo susintenciones tan claramente como si les hubierahecho una señal deletreada al efecto.

—¡Listos, señor! —Ese era Williams, dealguna manera fuera de lugar allá a proa en vez deen el alcázar.

—¡Asomar!Chirriando como cerdos contrariados, los

cañones de a dieciocho de la cubierta principal semovieron pesadamente hacia sus portas mirándoseunas dotaciones a otras para que asomaran todaslas piezas a la vez.

Se oyó un estallido apagado y unos segundosdespués se levantó una delgada columna de agua aunos cincuenta metros de la amura de estribor. Undisparo de alcance.

Poland se enjugó la cara con los dedos.

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—¡Preparados para virar! ¡Listo, señor Hull!Bolitho vio a Munro, el segundo oficial,

dirigiéndose con grandes zancadas hacia la mesade cartas que estaba al lado de la escala de lacámara y quitar su cubierta de lona.

Bolitho pasó lentamente junto al nerviosogrupo de alrededor de la rueda y de los infantes demarina que esperaban en las brazas y drizas,consciente de que con tanto trapo arriba, un errorpodía provocar una avalancha de mástiles yaparejos rotos que les aplastarían.

El joven teniente de navío se puso tensocuando la sombra de Bolitho se proyectó sobre elcuaderno de bitácora abierto, en el que acababa deanotar la hora del primer disparo.

—¿Desea alguna cosa, Sir Richard?—Sólo estaba mirando la fecha. Pero no, no es

importante.Se alejó y vio que Allday se había acercado a

él.Era su cumpleaños. Bolitho tocó el bulto del

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guardapelo a través de su camisa. «Que el amorsiempre te proteja».

Era como oír a Catherine diciéndolo en vozalta.

Poland bajó la mano de golpe.—¡Ya!En pocos segundos, o eso pareció, las grandes

velas mayores fueron cargadas en sus vergas,como el telón de un teatro.

—¡Timón todo de orza! ¡Con fuerza, malditasea!

Resonaron por la cubierta gritos y vocescuando los hombres bracearon las vergas mientrasla cubierta escoraba ante el violento cambio derumbo. Las dotaciones de los cañonesabandonaron sus piezas de estribor y corrieron a labanda opuesta para ayudar a los pocos hombres dela misma en su tarea, y cuando las portas seabrieron chirriando, asomaron sus cañones de adieciocho, ayudados esta vez por la fuerte escoradel barco. Saltaron rociones a través de las portas

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y por encima de la batayola, y algunos hombres sequedaron boquiabiertos al ver cómo la primerafragata francesa parecía materializarse justo antesus ojos como salida de la nada.

—¡Al enfilar el blanco! —Williams iba con elsable en alto mientras caminaba dando tumbosjunto a la carronada de babor—. ¡Una guinea alprimer blanco!

El guardiamarina Brown gritó:—¡Yo lo doblo, señor!Se sonrieron el uno al otro como dos pilluelos.—¡Fuego!La batería de babor disparó al unísono,

tapando el ensordecedor rugido de las largaspiezas de a dieciocho el ruido de la respuesta delenemigo. El comandante francés había sido cogidopor sorpresa, y sólo la mitad de sus cañoneshabían conseguido apuntar a la Truculent. Lasvelas del enemigo estaban en un caos absoluto,mientras sus gavieros intentaban reaccionar ante lamaniobra de la Truculent.

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En popa, junto a la bitácora, Bolitho notó cómola cubierta temblaba cuando parte del hierroenemigo se incrustó en el casco. La superficie delmar se vio llena de balas encadenadas que nopudieron alcanzar los mástiles y el aparejo de laTruculent.

—¡Preparados a estribor, señor Williams! —aulló Poland.

Los hombres corrieron de vuelta a sus puestosde la otra batería tal como habían practicado tantasveces. La distancia al segundo buque francés eramucho mayor y además apenas enseñaba sucostado. Sus gavias se movían en bastanteconfusión tras intentar su comandante cambiar elrumbo de golpe.

—¡Al enfilar el blanco, muchachos! —Williams se agachó junto a la primera división decañones y entonces bajó su sable—. ¡Fuego!

Bolitho contuvo el aliento mientras, cañón trascañón, el costado de la Truculent iba escupiendosus largas lenguas anaranjadas en una andanada

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cuidadosamente acompasada. Pero el enemigoestaba todavía mostrando su proa, constituyendoun blanco difícil a aquella distancia de unos doscables. Ocultó su incredulidad al ver cómo el palotrinquete de la fragata enemiga pareció inclinarsehacia proa por la presión del viento, como si de ungran árbol se tratara. Pero no dejó de inclinarse; ycon él se llevó un montón de jarcia y de obenquesrotos, y luego todo el mastelero de velacho, hastaque la parte de proa del buque quedócompletamente oculta por los restos caídos. Elblanco de una sola bala de dieciocho libras habíabastado.

Bolitho miró los rasgos manchados de humo dePoland y le dijo:

—Ahora tenemos más posibilidades, ¿no,comandante?

Los marineros, que estaban ya apuntando loscañones de a nueve del alcázar con sus espeques,le miraron y vitorearon con voz quebrada por latensión y la esperanza.

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Allday entornó los ojos entre el humo y viocómo la primera fragata era sometida finalmente almando. Ahora estaba a babor, con su vela mayorcargada y con otras agujereadas por los disparosde la Truculent. Bolitho le había tomado elbarlovento al franchute, pero eso era todo. Unacosa era segura: Poland nunca podría haberlohecho, nunca habría intentado hacerlo. Vio cómoBolitho echaba un vistazo a las velas y luego alenemigo como si estuviera recordando. Como enlas Saintes, en el primer barco en que estuvieronjuntos, la fragata Phalarope. Bolitho era todavíaaquel comandante, daba igual lo que dijeran surango y su título. Lanzó una mirada llena delástima hacia los marineros que vitoreaban ysaltaban alborozados. Estúpidos. Aquella tonadaiba a cambiar puñeteramente pronto. Asió con másfuerza su machete. Y ahí viene.

Williams alzó su sable y miró hacia popa,hacia su comandante.

—¡Listos a babor, señor!

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—¡Fuego!El barco se tambaleó ante el estruendo y el

retroceso de los cañones, mientras el humo pálidose iba con el viento hacia el enemigo.

Un tremendo temblor, como si la madera delpantoque rechinara con un arrecife o con un bancode arena, hizo que los hombres se miraran atónitosunos a otros por unos instantes, mientrasconstataban incrédulos que la andanada enemigales había alcanzado en el costado y silbaba através del aparejo y las velas por encima de suscabezas. En las redes de combate rebotaban elcordaje y los motones caídos, y un infante demarina teñido de rojo cayó sobre las mismas,desde la cofa de mayor, para acabar despatarradojusto encima de la dotación de uno de los cañones.

Bolitho tosió por el humo y pensó brevementeen Inskip, que estaba abajo, en la tambaleantepenumbra del sollado. Los primeros heridosestarían ya de camino allí. Miró el cadáver delinfante de marina que estaba sobre las redes. Era

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increíble que no hubiera sido alcanzada ningunaparte esencial del buque.

Vio a Jenour enjugándose el rostro con elantebrazo, aturdido por la avalancha de hierroenemigo.

—Comandante Poland, prepárese para cambiarel rumbo, si es tan amable. ¡Gobernaremosderecho al oeste! —Pero cuando miró a través dela humareda cada vez menos espesa, vio quePoland estaba tendido en cubierta, con una piernadoblada bajo el cuerpo y agarrándose con susdedos la garganta en un intento de contener lasangre que fluía a raudales sobre su casaca comosi fuera pintura. Bolitho se arrodilló a su lado—.¡Llévenle al cirujano! —Pero Poland negó con lacabeza con tal violencia que Bolitho vio el agujeroque le había hecho en la nuca un fragmento dehierro. Estaba muriéndose, ahogándose en supropia sangre mientras intentaba hablar.

Se les acercó Munro, con su cara bronceadatan blanca como la de un muerto.

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Muy despacio, Bolitho se puso en pie y miróhacia el enemigo.

—Su comandante ha muerto, señor Munro.Pase la voz a los demás. —Lanzó una mirada hacialos rasgos contraídos del rostro ya inmóvil dePoland. Incluso muerto, su mirada seguía siendo dealguna manera airada y reprobadora. Era terriblehaberle visto morir con una maldición en suslabios, aunque suponía que había sido el único queestaba lo bastante cerca para oírla.

Sus últimas palabras en la tierra habían sido:«Que el cielo condene a Varian, ¡cobarde hijo deputa!».

Bolitho vio a Williams mirando hacia popa sinsu sombrero pero blandiendo aún su sable.

Bolitho observó cómo un marinero cubría elcuerpo de Poland con una lona, y entonces se fuehasta la barandilla del alcázar como tantas veceshabía hecho en el pasado.

Pensó en la maldición llena de desesperaciónde Poland y dijo en voz alta:

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—¡Y yo también le condeno! —Entonces bajóla mano y notó cómo la furia del barco hacíaerupción con otra violenta andanada.

Jenour gritó con voz ronca:—¡La corbeta se acerca, señor!—La veo. Avise a la batería de estribor y

luego pase la voz a los infantes de marina de lascofas. «¡Nadie va a abordar este barco!». —Miróa Jenour y se dio cuenta de que estaba gritandodesaforado—. «¡Nadie!».

Jenour apartó la mirada y llamó a un ayudantede contramaestre. Pero durante unos segundos,había visto a un Bolitho que nunca había conocido.Era como un hombre que se enfrentaba a su destinoy lo aceptaba. Un hombre sin miedo, sin odio ypuede que también sin esperanza. Vio que se dabala vuelta y miraba hacia su patrón. La miradaexcluía a todo el resto, de manera que la muerte yel peligro parecieron casi secundarios duranteaquellos breves instantes. Se sonrieron el uno alotro, y antes de que los cañones abrieran fuego de

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nuevo, Jenour pensó en lo que había visto en laexpresión de Bolitho mientras miraba a su amigo.Le dio la sensación de que le estaba pidiendoperdón.

Bolitho vio la mirada desesperada de Jenourpero se olvidó de él cuando los cañones tronaronotra vez y retrocedieron sobre sus bragueros.Como demonios, las dotaciones de los mismos seapresuraron a refrescar las ánimas humeantes antesde atacar cargas nuevas y, finalmente, introducirlas balas negras. Sus torsos desnudos estabansucios de humo de pólvora y el sudor dibujabaunas líneas más claras en ellos a pesar del vientohelado y el rocío que se levantaba del mar.

También había sangre sobre la cubierta, y envarios puntos se veían grandes marcasennegrecidas en la habitualmente inmaculadatablazón, allí donde las balas francesas habíanimpactado. Uno de los cañones de a dieciocho debabor estaba patas arriba y había un hombreagonizando bajo el enorme peso de la pieza, cuya

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joya recalentada le quemaba la piel. Otros cuerposhabían sido apartados a un lado para dejar lacubierta despejada para que los pequeños pajesllevaran la pólvora de cañón en cañón sinatreverse a levantar la vista, mientras entregabanlas cargas y corrían a por más.

Dos cadáveres, tan mutilados por las esquirlasde metal que apenas estaban reconocibles, fueronlevantados y lanzados al agua por encima de labatayola. En aquellos momentos, el entierro era tandespiadado como la muerte que habían sufrido.

Bolitho cogió un catalejo y miró a la otrafragata hasta que el ojo le escoció. Como laTruculent, había sido alcanzada muchas veces ysus velas estaban llenas de agujeros, algunasrifadas ya por la fuerza del viento. La jarcia,cortada y desatendida, se balanceaba desde lasvergas como enredaderas, pero sus cañonesseguían disparando desde todas sus portas yBolitho notó cómo algunas de las balas daban en laparte baja del casco. En las escasas pausas,

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mientras los hombres se dejaban el alma paraseguir luchando, podía oír el revelador ruido delas bombas, y casi esperó oír también las severasórdenes de Poland espoleando a uno de susoficiales para que les hiciera trabajar aún más.

En la lente vio la popa de la fragata y en ella asu comandante mirándole a su vez con su propiocatalejo. Lo movió ligeramente y vio hombresmuertos y moribundos alrededor de la rueda, ysupo que algunos de los cañones de Williams quehabían disparado con cargas dobles habíancosechado un sobrecogedor resultado.

Pero tenían que inutilizarla y dejarla fuera decombate antes de que sus cañones pudieranencontrar algún punto débil en la Truculent.

Bajó el catalejo y gritó a Williams:—¡Apunte sus cañones a popa del palo mayor

y dispare en el balance alto!Sus palabras se perdieron entre otra descarga

irregular, pero un oficial de mar las oyó y se llevóla mano a la frente, a la vez que salía disparado a

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través del humo para pasarle la voz al segundocomandante.

Vio que Williams atisbaba hacia popa y asentíacon los dientes muy blancos en su cara bronceaday sucia. ¿Veía su oportunidad real de ascensoahora que Poland estaba muerto, como este habíahecho en su día? ¿O sólo veía la proximidad de lamuerte?

Saltaron por los aires las maderas delpasamano y unos coyes chamuscados ydestrozados de la batayola, quedando sobre lacubierta como títeres sin rostro. Desde uno de loscañones llegó un fuerte ruido de metal y sussirvientes cayeron pataleando y retorciéndosesobre su propia sangre. Uno de ellos, el jovenguardiamarina llamado Brown, a quien Bolithohabía visto bromeando con el primer oficial, fuelanzado casi a la banda opuesta ya sin gran partede su cara.

Bolitho pensó de repente en Falmouth. Habíavisto muchas placas de piedra allá. Aquel joven

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guardiamarina de catorce años tendríaprobablemente una también cuando la noticiallegara a Inglaterra. «Que murió por el honor de suRey y de su país». ¿Qué pensarían sus seresqueridos si hubieran visto el «honor» de sumuerte?

—¡Otra vez, en el balance alto! —Bolitho setambaleó hacia atrás desde la barandilla delalcázar mientras los cañones rugían de nuevo.Cayeron algunas perchas del palo mesana francésy una de sus gavias quedó reducida a jirones. Perola bandera seguía ondeando y sus cañones nohabían perdido su rabia.

Munro gritó:—¡Está acercándose, Sir Richard!Bolitho asintió e hizo una mueca de dolor

cuando una bala entró por una porta abierta ypartió por la mitad a un infante de marina queestaba haciendo guardia en la escotilla principal.Vio cómo el guardiamarina se metía el puño en laboca para no vomitar ni gritar ante la escena,

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aunque nadie pudiera culparle por ninguna de lasdos cosas.

Munro bajó su catalejo.—La otra fragata todavía está a la deriva, Sir

Richard, pero están cortando los restos quearrastran para deshacerse de ellos.

—Ya. Si se suma otra vez a la lucha antes deque hayamos podido inutilizar a la…

Oyó un fuerte crujido detrás y cómo silbabanmás astillas, dando algunas de ellas un golpe secoal tocar la madera. Notó que algo golpeaba sucharretera izquierda y la arrancaba lanzándola a lacubierta como un desafío despectivo. Un palmomás abajo y la esquirla de hierro se le habríaclavado en el corazón. Extendió el brazo haciaMunro cuando este se tambaleó hacia la amuradacon la mano bajo su casaca. Estaba con la bocaabierta como si hubiera recibido un puñetazo en elestómago, y cuando Bolitho le apartó la mano viocómo la sangre roja manaba sobre su chaleco y suscalzones mientras Allday le cogía y le dejaba

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tendido sobre la cubierta.—Tranquilo, haré que le atienda el cirujano —

dijo Bolitho.El teniente de navío miró fijamente el cielo

azul despejado con los ojos muy abiertos, como sino pudiera creerse lo que había pasado.

Exclamó entrecortadamente:—¡No, señor! ¡Por favor, no… —Dio un grito

ahogado cuando el dolor aumentó y le cayó sangrepor la comisura de los labios—. Q-quieroquedarme aquí donde pueda ver…

Allday se levantó y dijo con tono áspero:—Es inútil, Sir Richard. Le ha atravesado.Alguien estaba pidiendo ayuda y otro chillaba

de dolor cuando impactaron más disparos en elcostado, pasando otros entre el aparejo. PeroBolitho se sentía incapaz de moverse. Estabapasando todo de nuevo. El Hyperion y su últimocombate, incluso el hecho de estar cogiéndole lamano a un hombre agonizando que habíapreguntado: «¿Por qué yo?», cuando la muerte se

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lo llevaba. Casi de forma desafiante, se agachó,cogió la mano ensangrentada de Munro y la apretóhasta que sus ojos le miraron.

—Muy bien, Munro. Quédese conmigo.Allday dio un profundo suspiro. Los ojos de

Munro, que ahora miraban tan fijamente a Bolitho,estaban inmóviles e inánimes. Siempre aqueldolor.

Hull, el piloto que había librado su propiocombate con el viento y la rueda a lo largo de larefriega, aulló con voz ronca:

—¡La corbeta está dando una estacha pararemolcar a la otra fragata, señor!

Bolitho se dio la vuelta y vio que Jenourestaba todavía mirando fijamente al teniente denavío muerto. ¿Estaba viéndose a sí mismo,quizás? ¿O a todos nosotros?

—¿Por qué? —Apuntó el catalejo y quisogritar bien alto cuando el rugido de otra inconexaandanada le atravesó el cerebro como un hierro alrojo vivo.

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Localizó a los dos barcos a través de la cortinade humo flotante y vio los botes en el aguapasando una estacha. Habían banderas en lasvergas de la corbeta, y cuando Bolitho dirigió elcatalejo hacia el barco atacante, vio una señal aúnondeando por encima del reflejo de su armamento.No mostraba ningún signo de querer retirarse delcombate, así que, ¿por qué estaban remolcando alotro barco? Su mente le daba vueltas sin lograrencontrarle sentido alguno. Rehusaba responder,incluso funcionar con normalidad.

Oyó la voz de Williams:—¡Listos a babor! ¡Con calma, muchachos! —

Le recordó a Keen con sus hombres en elHyperion, tranquilizándoles como lo haría unjinete con su montura nerviosa.

Bolitho vio que las vergas del buque francésempezaban a moverse, mientras como por arte demagia aparecían más velas por arriba y por abajode las otras agujereadas.

—¡Está virando! —gritó Jenour con

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incredulidad.Bolitho abocinó sus manos:—¡Señor Williams! ¡Cañonee su popa mientras

vira!Allday dijo aturdido:—Está abandonando la lucha. ¿Por qué? ¡Sólo

tenía que esperar!Hubo de repente un gran silencio, solamente

roto por las órdenes roncas de los cabos de cañóny el ruido sordo de las bombas. Desde algunaparte de la arboladura, de boca de algún vigía o deun infante de marina de las cofas, llegó la voz:

—¡Cubierta! ¡Vela por la amura de barlovento!El buque francés estaba cogiendo arrancada

mientras continuaba virando y entonces la pálidaluz del sol iluminó sus ventanales de popadestrozados, donde la carronada de Williamshabía hecho el primer blanco, en busca del premiode dos guineas ofrecido por el guardiamarina; ydebajo, en su bovedilla de color rojo, se vio conclaridad por primera vez su nombre, L’Intrépide.

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Bolitho dijo:—¡Arriba, señor Lancer, tan rápido como

pueda! ¡Quiero saber algo más de ese reciénllegado!

El oficial asintió con firmeza y salió disparadohacia los obenques. Sólo vaciló un instante cuandolos cañones de Williams volvieron a disparar, yentonces trepó entre el humo como llevado por eldiablo.

—¡Dios mío, el cabrón está dando aún másvela! —exclamó Allday.

Los hombres se apartaron de sus piezashumeantes, demasiado aturdidos o enloquecidospara saber qué estaba pasando. Algunos de losheridos se arrastraban por las despanzurradascubiertas pidiendo respuestas con sus vocesquebradas, cuando no había ninguna todavía.

Bolitho gritó:—¡Alerta! ¡Ha asomado sus guardatimones! —

Mientras estaba mirando cómo se alejaba suenemigo, había visto abrirse dos portas en su

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castigada popa dejando a la vista las bocas deaquellos cañones aún sin disparar y apuntandodirectamente hacia la Truculent.

—¡Listos en cubierta! —gritó Williams.Como si no fuera consciente del peligro y del

combate que tenía lugar allá abajo, Lancer gritó enaquel súbito silencio:

—¡Está dando su número, señor!—La Zest, por Dios… pero demasiado tarde

el muy… —susurró Allday con aspereza.Pero estaba equivocado. Incluso Lancer, que

forcejeaba con su catalejo y su libro de señales ensu precaria percha de la arboladura, sonóconfundido.

—Es la Anemone, treinta y ocho cañones. —Suvoz pareció temblar—. Comandante Bolitho.

En ese mismo momento, L’Intrépide disparóuno de sus guardatimones y luego el otro. Una balacayó en el alcázar y mató a dos de los timoneles,cubriendo a Hull con sus sangre antes de salir porel coronamiento de popa. La segunda bala dio en

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el tope del palo mesana e hizo caer maderas rotasy varios motones. Era un milagro que Lancer nohubiera sido lanzado a la cubierta.

Bolitho fue más consciente de su caída que desentir dolor. Su mente estaba todavía lidiando conla información de Lancer, aferrándose a la mismaaunque cada vez le resultaba más difícil hacerlo.

Varias manos le aguantaban con preocupacióny ternura a la vez. Oyó exclamar a Allday:

—¡Tranquilo, comandante! —Le llamaba comolo hacía en el pasado—. Le ha golpeado unmotón…

Otra voz y otro rostro borroso, el del cirujano,apareció ante sus ojos. ¿He estado aquí echadotanto rato?

Notó cómo unos dedos volvían a palparle labase del cráneo; y expresiones de alivio cuandodijo el cirujano:

—No hay daños importantes, Sir Richard.Aunque por muy poco. ¡Un motón como ese podríapartirle la cabeza como si fuera una nuez!

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Los hombres estaban vitoreando; algunosparecían estar sollozando. Bolitho dejó que Jenoury Allday le levantaran en medio de los restoscaídos por el disparo de despedida de losfranceses.

Le estaba viniendo el dolor y se sintiómareado. Se tocó el pelo y la zona donde el motónle había golpeado de refilón. Se frotó los ojos yvio el cadáver de Munro mirándole con unamirada intensa.

Williams estaba gritando:—¡Es una fragata inglesa, muchachos! ¡Lo

hemos logrado!Allday preguntó con un susurro:—¿Va algo mal, Sir Richard?Bolitho se tapó el ojo izquierdo y esperó unos

momentos. Adam había venido en su busca y leshabía salvado a todos.

Se volvió hacia Allday para responderle supregunta.

—He visto un destello.

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—¿Un destello, Sir Richard? No estoy segurode entenderle.

—En mi ojo. —Apartó la mano del mismo ymiró hacia los buques enemigos que se alejaban desu casi victoria—. No puedo verlos bien. —Se diola vuelta y le miró—. ¡Mi ojo! Ese golpe… debede haber hecho algo.

Allday le miró desconsolado. Bolitho queríaque le dijera que se le pasaría, que era algomomentáneo.

—Iré a buscarle un trago, señor —dijo—. Paramí también, creo. —Extendió el brazo y estuvo apunto de asirle el suyo a Bolitho como lo haría aun compañero de rancho, a un igual, pero no lohizo. En vez de eso, dijo—: Quédese aquí hastaque yo vuelva, Sir Richard. El comandante Adamviene en nuestra ayuda y nos va a ver en buenestado, y sé lo que me digo. —Miró a Jenour—.Quédese a su lado. Por el bien de todos, ¿loentiende? —Entonces se fue, pasando entre losmuertos y moribundos, los cañones volcados y las

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manchas de sangre de la tablazón.Era su mundo y no había escapatoria. Todo lo

demás era un sueño. Oyó gritar a un hombreatormentado por su dolor.

Siempre el dolor.

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XIV

POR HONOR

—Bien, no ha sido tan doloroso, ¿no? —SirPiers Blachford se arremangó y se lavó sus dedoshuesudos y alargados en un cuenco de aguacaliente que un criado había traído a la espaciosay elegante sala. Mostró una sonrisa irónica—. Nopara un guerrero curtido como usted, ¿eh?

Bolitho se apoyó en el respaldo de la silla eintentó relajar todo su cuerpo, músculo pormúsculo. Por la ventana, el cielo se veía ya mediooscuro aunque sólo eran las tres de la tarde. Lalluvia golpeteaba de vez en cuando en el cristal ypudo oír el ruido de los caballos y de las ruedasde los carruajes abajo en la calle.

Se movió para tocarse el ojo. Estaba irritado einflamado tras el tratamiento de Blachford.También le había puesto un líquido que le escocía

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sin piedad, lo que le provocaba un deseo defrotárselo hasta sangrar.

Blachford le fulminó con la mirada.—¡No se lo toque! Todavía no, al menos. —Se

secó las manos con una toalla e hizo una seña alcriado con la cabeza—. Un poco de café, puede.

Bolitho declinó la oferta. Catherine estabaabajo, en alguna parte de aquella casa grande ysilenciosa, esperando, preocupándose, ansiandonoticias.

—Tengo que irme. Pero primero, ¿podríadecirme…?

Blachford le miró con curiosidad, pero no sinafecto.

—¿Todavía impaciente? ¿Se acuerda de lo quele dije a bordo de su Hyperion? ¿Cómo entoncespodía albergar más esperanzas para su ojo?

Bolitho le miró a los ojos. ¿Acordarme?¿Cómo podía olvidarlo? Y aquel hombre alto,delgado como un palo, con pelo canoso de punta yla nariz más afilada que había visto nunca, había

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estado allí con él, en medio del combate, hasta quese había visto obligado a dar la orden deabandonar el barco.

Sir Piers Blachford era un miembro muyrespetado del Colegio de Cirujanos, en el queocupaba además un puesto importante. A pesar delas privaciones de un buque de guerra, él y algunosde sus colegas se habían ofrecido voluntarios pararepartirse por las escuadras de la flota y tratar dedescubrir medidas que pudieran paliar elsufrimiento de los heridos en combate o en la duravida diaria del marinero. Considerado un intrusoal principio por algunos de los hombres delHyperion, se había ganado los corazones de casitodos antes de marcharse del barco.

Hombre de energía inagotable aun siendo unosveinte años mayor que Bolitho, había explorado elbarco desde el castillo de proa hasta la bodega,había hablado con la mayor parte de su dotación y,en el último combate del buque, había salvado lasvidas de muchos de ellos.

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Entonces, igual que ahora, a Bolitho lerecordaba a una garza entre los juncos que habíancerca de la casa de Falmouth. Esperandopacientemente para caer sobre su presa.

Bolitho dijo de repente:—Entonces no podía dejar el servicio.Pensó de pronto en la vuelta a casa, sólo dos

días antes, tras dejar la descalabrada Truculent enmanos del arsenal. Sir Charles Inskip había salidohacia Londres sin apenas mediar palabra. Puedeque estuviera impresionado por la dureza delcombate o que aún se sintiera molesto por lascrudas palabras de Bolitho antes del mismo, peroeso ni lo sabía ni le importaba.

Se había fundido en un largo, muy largo abrazocon Catherine, dándole ella tiempo para recobrarsu compostura poco a poco. Ella se habíaarrodillado a sus pies, resplandeciendo el fuego ensus ojos, mientras él finalmente le había descritoel corto y salvaje combate y la llegada de laAnemone cuando todo estaba a punto de acabarse.

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Y la desesperación y la muerte de Poland, y la delos que habían caído a causa de la insensatez y latraición de otros.

Ella sólo había mencionado una vez alcomandante Varian y la Zest. Catherine le habíaapretado con más fuerza sus manos mientras élrespondía: «Le quiero muerto».

Finalmente, ella le había arrancado unaconfesión sobre el motón que le había dado aquelfuerte golpe en la cabeza.

En aquella tranquila y apartada sala que daba aAlbemarle Street, pudo percibir la compasión y lapreocupación de Catherine. Mientras él estaba enel Almirantazgo explicando los detalles de suinforme al almirante Lord Godschale, ella habíaido allí a ver a Blachford para implorarle su ayudaa pesar de su repleto programa de visitas yoperaciones.

A Blachford le había acompañado en sucompleto examen un médico bajo y entregadollamado Rudolf Braks. Este apenas había dicho

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una palabra, pero había ayudado en la exploracióncon una devoción casi fanática. Tenía una vozprofunda y gutural cuando finalmente habló conBlachford, y Bolitho pensó que podía ser alemán,o más probablemente, un renegado holandés.

Una cosa estaba clara: los dos sabían muchoacerca de la lesión del ojo de Nelson, y Bolithodedujo que esta debía de estar también incluida enlos voluminosos tomos de su informe para elColegio de Cirujanos.

Blachford se sentó y estiró sus largas ydelgadas piernas.

—Hablaré después con mi eminente colega.Está más en su campo que en el mío. Pero tendréque hacer más pruebas. ¿Estará usted en Londresun tiempo?

Bolitho pensó de repente en Falmouth, con elinvierno acercándose a las grises aguas de debajodel cabo. Era como una necesidad desesperada.Había esperado la muerte en el último combate, yla había aceptado. Quizás era por eso que había

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logrado mantener unida a la gente de la Truculentcuando ya no les quedaba nada que dar.

—Esperaba irme a casa, Sir Piers.Blachford esbozó una breve sonrisa.—Quédese unos cuantos días más. Tengo

entendido que tiene un nuevo buque insignia, ¿noes así? —No dio explicaciones sobre cómo lohabía sabido o por qué estaba interesado en ello.Pero nunca lo hacía.

Bolitho pensó en la compasión del almiranteGodschale; en su enfado por lo ocurrido. «Uno nopuede hacerlo todo».

Probablemente, el almirante había ya elegido aotro almirante para sustituirle en caso de que elplan francés para tomar la Truculent hubiesetenido éxito o si Bolitho hubiese caído en elcombate.

—Unos cuantos días —respondió Bolitho—.Gracias por su ayuda y especialmente por suamabilidad con Lady Catherine.

Blachford se puso en pie, pareciendo de nuevo

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una garza.—Si hubiese sido de piedra, y algunos insisten

en que lo soy, habría hecho lo posible porcomplacerle. No he conocido nunca a nadie comoella. Pensaba que esos chismes llenos de envidiapodían ser exagerados, ¡pero ahora sé que no esasí! —Tendió su mano huesuda—. Le avisaré.

Bolitho salió de la habitación y bajó deprisa laescalera circular de barandillas doradas. Una casamagnífica y aun así, en cierta manera espartana,como aquel hombre.

Cuando el criado le abrió las puertas aBolitho, ella se levantó con sus ojos oscurosllenos de preguntas. Él la abrazó y la besó en elcabello.

—No ha dicho nada malo, querida Kate.Ella se apartó ligeramente, apoyándose en sus

brazos y le escrutó el rostro.—Casi te pierdo. Ahora lo sé. Está todo ahí,

en tus ojos.Bolitho miró hacia la ventana.

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—Estamos juntos. Ha dejado de llover.¿Enviamos a Matthew el Joven a casa y volvemoscaminando? No está lejos y necesito pasearcontigo. No son los caminos ni los acantilados deCornualles, pero contigo siempre es como unmilagro.

Más tarde, mientras paseaban tranquilamentepor el pavimento mojado viendo pasar losruidosos carros y carruajes, ella le habló de unanoticia que había leído en la Gazette.

—No había mención alguna de ti ni de SirCharles Inskip. —Sus palabras tenían un tonoacusatorio.

Bolitho puso su capa ante ella cuando pasaronunos soldados a caballo, salpicando el agua de losnumerosos charcos con sus cascos. Le sonrió.

—¿Otra vez mi fiera? —Negó con la cabeza—. Se ha fingido que ninguno de los dosestábamos a bordo en ese momento. Era algo quenuestros enemigos sí sabían, pero así les haremosdudar. No podrán utilizarlo contra los daneses

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para amenazarles aún más.Ella dijo bajando la voz:—Habla de Poland luchando con su barco en

inferioridad numérica hasta la llegada de tusobrino. —Se paró y le miró de frente con elmentón levantado—. Fuiste tú, ¿no es así,Richard? Tú les rechazaste, no el comandante.

Bolitho se encogió de hombros.—Poland era un hombre valiente. Se le veía en

los ojos. Creo que sabía que iba a morir… yprobablemente me culpaba por ello.

Llegaron a la casa justo cuando empezaba allover otra vez.

—Hay dos carruajes —comentó Bolitho—.Esperaba poder estar solos esta noche.

La puerta se abrió justo cuando pusieron suspies sobre el primer escalón. Bolitho sesorprendió al ver al ama de llaves de caraenrojecida, la señora Robbins, mirándoles desdela entrada. Había estado fuera, en la granpropiedad de Browne en Sussex, pero Bolitho la

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conocía desde el episodio del rescate de Catherinede la prisión de Waites. Una mujer de carácternacida y criada en Londres y que habíademostrado tener sus propias ideas a la hora detenerles a ambos apartados durante su estancia enla casa de su amo.

Catherine se quitó la capucha de la cabeza.—¡Me alegro de verla, señora Robbins!Pero el ama de llaves miró a Bolitho y

exclamó:—No sabía donde estaba usted, señor. Su

hombre, Allday, estaba fuera, su ayudante se habíaido a su casa, a Southampton por lo que dicen…

Era la primera vez que la veía consternadacomo estaba. Le asió el brazo.

—Cuénteme. ¿Qué ha pasado?Ella se levantó el delantal y se lo llevó a la

cara.—Es su señoría, señor. Le ha estado llamando,

señor. —Miró hacia arriba de las escaleras comosi le viera—. El médico está con él, por favor,

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vaya rápido.Catherine hizo ademán de ir hacia la escalera

pero Bolitho vio cómo el ama de llaves movía lacabeza de un lado a otro con calladadesesperación.

—No, Kate —dijo Bolitho—. Mejor que tequedes y te ocupes de la señora Robbins. Pide quele traigan algo caliente para beber. —Le miró a losojos—. Bajaré enseguida.

Encontró a un viejo criado sentado junto a lapuerta de los aposentos de Browne. Parecíademasiado impresionado para moverse, y poralguna razón pensó en Allday.

La gran estancia estaba oscura exceptoalrededor de la cama. Habían tres hombressentados junto a la misma; uno, aparentemente elmédico, estaba cogiendo la mano de Browne,quizás tomándole el pulso.

Uno de los otros exclamó:—¡Está aquí, Oliver! —Y dirigiéndose a

Bolitho, añadió—: ¡Oh, gracias a Dios, Sir

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Richard!Le dejaron paso, se sentó en el borde de la

cama y miró al hombre que en su día había sido suayudante hasta que había heredado el papel y eltítulo de su padre.

Estaba todavía vestido con su camisa y su pielestaba empapada de sudor. Sus ojos se agrandaroncon esfuerzo al enfocar a Bolitho, y dijoentrecortadamente:

—¡O-oí que estaba a salvo! Al principio p-pensaba que…

—Tranquilo, Oliver, todo irá bien. —Lanzóuna mirada al médico—. ¿Qué tiene?

Sin decir palabra, el médico levantó una vendadel pecho de Browne. La camisa estaba cortada yhabía sangre por todas partes.

Bolitho preguntó bajando la voz:—¿Quién lo ha hecho? —Había visto

suficientes heridas de pistola y de mosquete parareconocerlas.

Browne dijo con un susurro lleno de rabia:

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—No hay tiempo… no queda tiempo. —Susojos revolotearon inquietos—. ¡Cerca, por favor,más cerca!

Bolitho acercó su cabeza a la suya. El jovenayudante había caminado por la cubierta con él,igual que Jenour, con todo el infierno de sualrededor. Un joven excelente y decente que semoría mientras él veía cómo luchaba en uncombate sin esperanza.

Browne dijo:—Somervell. Un duelo. —Cada palabra era un

suplicio, pero insistió—: Su dama… su dama esahora viuda. —Apretó la mandíbula con tantafuerza que sus dientes hicieron sangrar sus labios—. ¡Pero él me ha matado también!

Bolitho miró desesperado al médico.—¿No puede hacer nada?El hombre negó con la cabeza.—Es un milagro que haya sobrevivido, Sir

Richard.Browne agarró el puño de la camisa de

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Bolitho y susurró:—Ese maldito rufián mató a mi hermano…

igual. Le he ajustado las cuentas. Por favor,explíqueselo… —Su cabeza se ladeó en laalmohada y se quedó inmóvil.

Bolitho le cerró los ojos. Dijo:—Se lo diré a Catherine. Ahora descansa,

Oliver. —Miró a lo lejos, escociéndole los ojosmás que antes. «Browne, acabado en «e»[12] Se fuehacia la puerta y dijo—: Avísenme cuando… —Pero nadie le contestó.

Catherine estaba esperándole en la sala dondeél le había relatado el combate. Ella le ofreció unacopa de brandy y dijo:

—Lo sé. Allday lo ha oído en la cocina. Mimarido ha muerto. —Ella le acercó la copa a suslabios—. No me afecta para nada; sólo lo lamentopor ti… y por tu amigo muerto.

Bolitho notó cómo el brandy le quemaba en lagarganta, recordando, poniendo cada imagen en susitio.

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Entonces, mientras rellenaba la copa, se oyódecir a sí mismo:

—Oliver citaba la frase «Nosotros, unos pocoselegidos». Esos pocos son ya muchos menos, yahora el pobre Oliver ha pagado el precio.

En la cocina, Allday estaba sentado con unpastel de cordero a medio comer delante e hizouna pausa para rellenar su pipa.

—Otro trago de cerveza no estaría mal, MaRobbins. —Movió la cabeza de un lado a otro y sesorprendió de lo mucho que le dolía—. Mejorpensado, tomaré un poco más de ese ron.

El ama de llaves le miró con tristeza,profundamente apenada por lo ocurrido y a la vezpreocupada por su propio futuro. El joven Oliver,tal como se le conocía en la cocina, era el últimode la línea de sucesión del título. Se hablaba de unprimo lejano, pero, ¿quién sabía qué iba a ser deella?

—¡Me sorprende ver cómo puede aguantar enun momento como este, John! —dijo.

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Allday enfocó con dificultad sus ojosenrojecidos.

—Pues se lo voy a decir, Ma Robbins. ¡Esporque he sobrevivido! —Señaló vagamente haciael piso de encima—. ¡Hemos sobrevivido!Derramaré alguna lágrima por el próximo, conperdón, Ma, pero es por nosotros por quien mepreocupo, ¿entiende?

Ella le acercó la jarra de cerámica.—Cuide sus modales cuando vengan los

hombres a llevarse a su señoría. Sea cual sea surango, ¡lo que han hecho va contra la ley!

Alargó el brazo para salvar la botella de roncuando la cabeza de Allday cayó con un golpeseco sobre la mesa. En aquella elegante casa, laguerra siempre había quedado lejos. Nunca habíansufrido escasez de nada y sólo cuando el jovenOliver estaba embarcado había cobrado una granimportancia para los que estaban abajo.

Pero con el último arrebato de rabia ydesesperación de Allday, la guerra había hecho

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acto de presencia allí mismo.Oyó una puerta que se cerraba y supo que

estaban subiendo arriba, quizás para velar aBrowne. Sus rasgos enrojecidos se suavizaron. Eljoven Oliver descansaría en paz estando tan cercael hombre al que había querido más que a supropio padre.

* * *

El médico que había atendido a amboscontendientes en el duelo consultaba su reloj amenudo sin esconder su deseo de marcharse.

Catherine estaba sentada junto a la chimeneajugueteando con su collar, acentuando los reflejosde las llamas su belleza.

Bolitho dijo:—Así que Oliver dejó una carta. ¿Tan seguro

estaba de que iba a morir?El médico miró con tristeza a Catherine y

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murmuró:—El vizconde de Somervell era un

renombrado duelista según tengo entendido.Seguramente asumió la posibilidad.

Bolitho oyó susurros en la escalera y ruidos depuertas que se abrían y se cerraban mientraspreparaban a Browne para su último viaje a sucasa de Sussex.

Catherine dijo de repente:—¡Esta espera! ¿No va a acabar nunca? —

Tendió su mano hacia la que él le ofrecía y se lallevó a su mejilla como si estuvieran solos en lasala—. No te preocupes, Richard. No tedefraudaré.

Bolitho le miró y se maravilló ante la fuerzaque demostraba tener. Juntos y con la ayuda delmédico, habían descubierto el paradero de lospadrinos de Somervell y de su cadáver. Lo habíanllevado ya a su espaciosa casa de GrosvenorSquare. ¿Estaba pensando ella en eso? ¿En que lepedirían que fuera allí para encargarse del entierro

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de su marido muerto? Le apretó la mano. Decidióque iría con ella. Ya había suficiente escándalo; unpoco más no iba a cambiar nada.

Cuando corriera la noticia, muchos pensaríanque él había matado a Somervell. Miró a lo lejoscon amargura. «Ojalá lo hubiera hecho».

Se había enviado un mensaje a la propiedad deBrowne en Horsham. Vendrían a buscarle. Hoy.

—Al parecer, el hermano mayor de Olivermurió en un asunto similar con Somervell —dijoBolitho—. Fue en Jamaica. —¿Quién podíahaberse imaginado que alguien tan aparentementedespreocupado como Browne pudiera habersepropuesto encontrar a Somervell y ajustarle lascuentas de la única manera que conocía?

Un criado con ojos enrojecidos abrió la puerta.—Disculpe, señor, pero el carruaje está aquí.Se oyeron más pisadas e intercambios de

murmullos, y entonces un hombre de complexiónfuerte y ropa campestre oscura entró para anunciarque era Hector Croker, el administrador de la

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propiedad. Habían pasado tres días desde queenviaron el mensaje por correo a caballo. Crokerdebía de haber conducido el carruaje sin descansoalguno bajo la lluvia y en la oscuridad para llegartan rápido.

El médico le entregó unos papeles dejando a lavista su alivio al hacerlo. Era como si se estuvieradeshaciendo de algo peligroso o desagradable.

Vio a la señora Robbins esperando con suequipaje y dijo con tono amable:

—Usted vendrá con nosotros, señora Robbins.Su señoría dejó instrucciones de que siguiera usteden su empleo.

Catherine se fue hasta la entrada y le dio alama de llaves un abrazo.

—Por cuidarme como lo hizo.La señora Robbins hizo una reverencia algo

torpe y bajó deprisa las escaleras sin apenaslanzar una mirada a la casa.

Desde el piso de abajo, Allday se asomó porla pequeña ventana y observó en silencio cómo el

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cuerpo de Browne era bajado por la escalera hastael carruaje por varios hombres vestidos de oscuro.En voz alta dijo:

—Se acabó.Bolitho siguió a los hombres hasta el carruaje

y dio algo de dinero al que daba instrucciones.Hubo más miradas rápidas; eran hombresacostumbrados a aquella clase de trabajos. Y noincluía hacer preguntas.

Catherine pasó su mano por el brazo deBolitho y dijo:

—Adiós, Oliver. Descansa en paz.La lluvia caía sobre sus cabezas descubiertas

pero se quedaron mirando hasta que el carruajeacabó de girar hacia Piccadilly. En su carta,Browne había pedido que si le ocurría lo peor leenterraran en la propiedad familiar.

Bolitho se volvió y vio que ella le estabamirando. «Ahora ella es libre para casarseconmigo, pero yo no». La idea parecióatormentarle.

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—Esto no cambia nada, ya sabes —dijo ellaen voz baja. Sonrió, pero sus ojos oscuros estabantristes.

Bolitho le contestó:—Estaré contigo hasta…Ella asintió.—Lo sé. Mi única preocupación es lo que esto

puede representar para tu reputación.Bolitho vio a Yovell esperando dentro.—¿Qué ocurre?—¿Quiere que haga el equipaje, Sir Richard?Vio cómo ella miraba hacia arriba de la

escalera. Recordando cómo aquel lugar había sidosu refugio en Londres. Ahora tenían que irse.

Entonces, dijo:—Yo me ocuparé de eso, Daniel. Usted ayude

a Sir Richard. —Su mirada era muy tranquila—.Tendrá que escribir cartas, me imagino. A Val, ¿yquizás al contralmirante Herrick?

Bolitho creyó ver un mensaje en sus ojos, perono estaba seguro.

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—Sí, Val querrá saberlo. —Pensó en loocupado que estaría Keen, preparando para poneren servicio el recién terminado Black Prince. Erauna pesadilla para cualquier comandante de ungran buque de guerra, y mucho más en el caso deuno que tenía que llevar la insignia de unvicealmirante en el palo trinquete. Tenía que lidiarcon la escasez de marineros experimentados y deoficiales de cargo curtidos, así como conseguirreclutas novatos de la forma y con los medios quefuesen, cosa siempre más difícil en un puertomarítimo como Chatham, donde la patrulla de levaera engañada por todos, desde el sastre almendigo. Discutir con los oficiales deavituallamiento y asegurarse de que el contadordel barco no estuviera haciendo tratos con ellospara recibir provisiones en mal estado y asíembolsarse a medias la diferencia. Y convirtiendoun bosque de robles en un buque de guerra.

Bolitho sonrió con aire compungido. Y aun así,Keen había encontrado tiempo para visitar a

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Catherine e informarle sobre el combate hasta quepudiera oírlo de su propia boca cuando llegara aLondres.

Enviaría también una carta a Adam, aunque suAnemone apenas había tenido tiempo para fondeartras escoltar a la castigada Truculent hasta laseguridad del arsenal. También Adam había sidoen su día ayudante de su tío. Y más que muchos,sabría cuán estrechamente unía el desempeño deaquel puesto a su almirante.

Oyó las fuertes pisadas de Allday en laescalera de la cocina. Pero nadie estaba tan unidoa él como aquel hombre.

—No tenía parientes cercanos a los quecomunicárselo, aunque sí algunos en el extranjero—dijo Catherine pensativa.

Bolitho se dio cuenta de que ella nuncamencionaba a Somervell por su nombre.

—Tenía amigos en la Corte, creo.Ella pareció percibir la preocupación de su

voz y le miró.

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—Sí, así es. Pero hasta el Rey estaba molestopor su conducta, su mal carácter y su afición aljuego. Se quedó con todo lo que yo tenía. —Letocó la cara con inesperada ternura—. Otropequeño capricho del destino, ¿no? Puesto queahora, lo que quede será mío.

Aquella tarde llegó Jenour sin aliento trascambiar seis caballos cabalgando desdeSouthampton. Cuando le preguntaron cómo sehabía enterado de la noticia, Jenour explicó:

—Southampton es un gran puerto, Sir Richard.Allí las noticias vuelan con el viento, aunque no sesabían los detalles. —Y añadió con sencillez—:Mi sitio está aquí con usted. Sé cuánto valoraba laamistad de Lord Browne y él la suya.

Catherine había ido a visitar a un abogado encompañía de Yovell. Había declinado elofrecimiento de Bolitho para acompañarla y lehabía dicho: «Es mejor que lo haga sin ti. Noquiero que te hagan daño… No podría soportarlo,querido mío».

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Bolitho le dijo a Jenour:—Ha llegado justo a tiempo, Stephen. Nos

iremos de aquí hoy mismo.Jenour bajó la mirada.—Va a ser difícil ahora, ¿no, Sir Richard?Bolitho le tocó la manga.—¡Qué cabeza tan madura para unos hombros

tan jóvenes!De alguna manera, Jenour había intuido su

sentimiento más íntimo aun siendo joven ycareciendo de experiencia. Ahora, Catherine eralibre, y pronto, según parecía, volvería a gozar deindependencia. ¿Le parecerían Falmouth y susconstantes ausencias en el mar una pobrealternativa a la vida que había llevado antes y quepodría desear llevar otra vez?

La vida era como el océano, pensó; soleada undía y al siguiente con un temporal desatado.

Se dio cuenta de que se estaba tocando el ojo ysintió que el desánimo le invadía aún más. ¿Quépensaría Catherine de él si acababa perdiendo el

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ojo?—¿Desea que haga algo, Sir Richard?Bolitho había olvidado que Jenour estaba allí.—Iremos a Kent en breve, al nuevo buque

insignia. —Dejó que su mente se detuviera en laperspectiva. Sabía que en cuanto estuviera a bordoya no importaría lo que los demás dijeran opensaran. Pero habiendo estado tan cerca de lamuerte y con la pérdida de otro amigo, la cautelase imponía donde en su día reinaba la temeridad.

—Y hay algo más —dijo.—Lo sé, Sir Richard, el consejo de guerra —

dijo Jenour.—Sí, Stephen. En la guerra no hay sitio para la

codicia personal ni la ambición egoísta. Elcomandante Varian traicionó la confianza en éldepositada, y también la de los que dependían deél cuando más le necesitaban.

Jenour observó su perfil serio y la manera enque se tocaba el ojo de vez en cuando. Como situviera algo en él.

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La puerta se abrió y Bolitho se dio la vueltadispuesto a saludar a Catherine. Pero era unrecadero, un chico al que uno de los criadosmiraba con recelo desde el vestíbulo.

—Traigo un recado del doctor Rudolf Braks,Sir Richard. —Hizo una mueca como paraayudarse a recordar su mensaje—. Puede visitarleusted mañana a las diez.

Jenour miró a lo lejos, pero se dio perfectacuenta de que a Bolitho no le molestaba el escuetomensaje. Sonaba más a una citación. Jenourpensaba que Bolitho estaría en el Almirantazgo aesa hora. Braks. El apellido parecía extranjero yestaba casi seguro de habérselo oído mencionar asu padre; pero, ¿por qué?

Bolitho le entregó una moneda al chico y le diolas gracias con expresión ausente. Entonces, oyócómo llegaba el carruaje y dijo de repente:

—Ni una palabra de esto a Lady Catherine,Stephen. Ya tiene bastante que afrontar tal comoestán las cosas.

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—Sí, entiendo, Sir Richard.—¡Maldita sea, no lo entiende, jovencito! —

Entonces se dio la vuelta y cuando ella entró en lasala, sonrió.

Catherine le ofreció la mano a Jenour yentonces abrazó a Bolitho.

—¿Ha sido difícil? —le preguntó Bolitho.Ella se encogió de hombros en aquel pequeño

gesto que nunca dejaba impasible a Bolitho.—Bastante. Pero por el momento ya está. Se

hará llegar un informe a los magistrados. —Lemiró fijamente—. Pero los dos están muertos.Ninguno puede ser inculpado por lo ocurrido.

Discretamente, Jenour les dejó solos y elladijo:

—Sé lo que estás pensando, Richard. Estásmuy equivocado. Si no te quisiera tanto memolestaría que pudieras abrigar esas ideas. Tú tecuidaste de mí cuando no tenía nada… Ahoracuidaremos el uno del otro. —Miró el fuego yañadió—: Vayámonos. Dejaremos este refugio

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donde hemos compartido nuestro amor y el mundoquedaba a miles de millas de distancia.

Miraron hacia la ventana y el agua de la lluviaque caía por los cristales.

—Muy oportuno. —Habló hacia la sala—. Yano queda luz aquí.

* * *

El día acabó más rápido de lo que amboshabían creído posible. Hubo muchas idas yvenidas, amigos del fallecido y también aquellosque simplemente acudían por curiosidad, lo que sereflejaba en sus miradas.

Estaba presente el mismo médico que habíaestado en casa de Browne, y cuando le preguntó aCatherine si deseaba ver dónde estaba el cuerpoamortajado de su marido, ella negó con la cabeza.

—Me he equivocado muchas veces, peronunca he sido, espero, hipócrita.

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Sólo hubo un incidente realmentedesagradable.

La última visita fue presentada como coronelCollyear de la Guardia Real. Un soldado arrogantey alto con una boca cruel.

—Nos volvemos a ver, Lady Somervell.Encuentro grotesco darle mis condolencias, perotengo el deber de presentar mis respetos a sudifunto esposo.

Vio a Bolitho y dijo con el mismo acentoafectado:

—Al principio, he pensado que quizás podíahaberlo hecho usted, señor. Si hubiera sido así…

Bolitho dijo con tono calmado:—Me encontrará siempre dispuesto, y esto es

una promesa. Así que, si continua usteddeshonrando el honorable uniforme que lleva enpresencia de una dama, puede que me olvide de lasolemnidad del momento.

Catherine dijo:—Yo lo hubiera dicho menos educadamente.

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Haga el favor de marcharse.El hombre les dio la espalda y se fue con sus

espuelas y demás adornos tintineando en unaretirada pretendidamente digna.

Bolitho pensó de repente en el primer oficialdel Hyperion, Parris, cuyo cuerpo destrozado sehabía ido al fondo del mar con el barco, despuésde pegarse un tiro para no verse ante el serruchodel cirujano.

Catherine le había juzgado bien, sabiendo loque era; y en cambio, Bolitho no. Sólo cuandoParris estaba atenazado bajo el cañón volcado,cuando había confesado su pasión por Somervell,lo había comprendido. En aquella sala, acababa dedespedir al arrogante coronel a sabiendas de quecompartía lo mismo por su difunto marido.

Jenour apareció por una de las puertas y dijo:—Se han ido todos, milady.Catherine miró su propio reflejo en un gran

espejo con marco dorado.—Veo a esta mujer, y aun así me siento otra. —

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Pareció que pensaba en lo que acababa de decirJenour—. Entonces nos pondremos tan cómodoscomo podamos. ¿Está su mayordomo todavía en lacasa?

—Sí, milady. —Lanzó una mirada a Bolitho—.Le he encontrado sollozando en su habitación.

—Dígale que se marche —dijo ella confrialdad—. No quiero tenerle aquí. Se le pagará,pero eso es todo. —Cuando Jenour se marchó,añadió—: Esta casa es ahora mía. Pero nunca serámi hogar.

Cruzó la sala, le pasó los brazos alrededor delos hombros a Bolitho y le besó muy lentamente ycon gran ternura. Entonces, dijo:

—Te quiero tanto que debería sentirmeavergonzada. —Se estremeció—. Pero aquí no,todavía no.

Ozzard entró sin hacer ruido por otra puertacon café recién hecho. Bolitho se dio cuenta deque el hombre llevaba una de las viejas cafeterasde plata de Falmouth. Sólo él podría haber

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pensado en eso.Allday se asomó y dijo:—Creo que voy a retirarme pronto esta noche

si no me necesita, milady.Bolitho sonrió. Era fácil olvidarse de mañana

y de lo que le pudiera decir el médico. Inclusopodía olvidarse del cadáver que había arriba,ignorado y pronto olvidado.

Ella respondió:—Hágalo, Allday, y tómese algo fuerte para

aliviar sus dolores.Allday les sonrió a los dos.—Usted siempre se da cuenta, milady. —Se

fue riéndose entre dientes.—Un auténtico roble —dijo Bolitho.—Estaba pensando… —Le puso una mano en

su brazo—. Tu amigo Oliver. Podía habersereferido a nosotros. «Nosotros, unos pocoselegidos».

Cuando los criados echaron paja en la callepara amortiguar el ruido de las ruedas de hierro de

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los carros y cerraron con llave la puerta principal,ellos estaban todavía sentados allí, cerca del fuegoque se iba apagando.

Ozzard entró sigilosamente en la sala y pusomás troncos en la chimenea antes de llevarse lacafetera fría. Miró sólo una vez hacia las dosfiguras que dormían juntas, medio recostadas enuno de los grandes sofás. Ella estaba tapada con lacasaca de gala de Bolitho y su pelo caía sueltosobre el brazo de él, que la abrazaba por lacintura.

Pensó en la tristeza y la sensación de pérdidaque acompañaría a Bolitho desde ahora. Pero almenos se tenían el uno al otro; sólo el cielo sabíacuánto tiempo iban a poder gozar de aquellafelicidad.

Encontró a Allday al salir de la sala yexclamó:

—¡Pensaba que te habías acostado con unabotella de ron!

Allday no estaba para muchas bromas esta vez.

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—No tengo ganas de dormir. He pensado quenos podíamos tomar un trago o dos juntos.

Ozzard le miró con cierto recelo.—Bueno…—Eres un tipo instruido. Podrías leerme algo

hasta que nos entre el sueño.Ozzard disimuló su sorpresa. «Él también lo

sabe». Se avecinaba tormenta. Pero comentó:—He encontrado un libro sobre un pastor…

Este te va a gustar.El fornido patrón y el pequeño criado, que

cargaba con aquel terrible secreto como si setratase de una enfermedad que al final ledestruiría, se fueron hacia la cocina desierta.

Pero con tormenta o sin ella, eran hombres deBolitho, y lo superarían como siempre habíanhecho. Juntos.

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XV

SE CIERRA EL CÍRCULO

El capitán de navío Valentine Keen lanzó unamirada escrutadora a lo largo de su nuevo barcoantes de darse la vuelta y dirigirse con grandeszancadas a popa, donde un grupo de oficiales y defuncionarios del Almirantazgo con sus esposasesperaban bajo la protección de la toldilla.

El Black Prince, un poderoso segunda clase denoventa y cuatro cañones, había sido terminadoallí, en el Arsenal Real de Chatham, varios mesesantes de lo previsto.

Durante las últimas semanas y tras laconfirmación de su nombramiento, Keen habíaestado a bordo la mayor parte del tiempo. Enaquella mañana de aquel frío mes de noviembretenía muy presente las largas jornadas pasadas y laconstante dedicación que había exigido la puesta a

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punto del buque. Podía notar el viento del ríoMedway sobre sus miembros y su cuerpo como siestuviera desnudo. Ahora, todo excepto lasformalidades se había acabado, y aquel enormetres cubiertas iba a ser suyo.

Fondeado cerca había un viejo setenta y cuatrocañones como el Hyperion. Era difícil de creer sudiferencia de tamaño con el Black Prince, y seencontró a sí mismo preguntándose si aquel granbuque iba a igualar alguna vez el rendimiento y elrecuerdo de su estimado barco. Se había acordadotambién de que en aquella misma parte del puertose había llevado a cabo la botadura del últimobuque insignia de Nelson, el Victory, cuarenta ysiete años antes. ¿Y qué sería de la Marina en lossiguientes cuarenta y siete?

Se quitó el sombrero ante el almirante depuerto y entonces se volvió hacia el hombre quetanto admiraba y quería.

—El barco está preparado, Sir Richard. —Esperó, percibiendo el silencio a su espalda,

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donde se había hecho formar a la dotación delbuque para que fuera testigo de la entrega oficialdel nuevo barco. En las gradas y muros delarsenal, los trabajadores del mismo observaban elacto bajo aquel viento frío. El orgullo del trabajobien hecho; y con la guerra mostrando pocossignos de acabar, aquello significaba que se iba aponer allí otra gran quilla una vez el Black Princesaliera al río Medway y finalmente a mar abierto.

La mayoría de los miembros de la dotación nosentirían lo mismo, pensó. Algunos habían sidotransbordados desde otros barcos que estabansiendo reparados sin dejarles desembarcarsiquiera para ir a sus casas y ver a sus seresqueridos. Las patrullas de leva habían recogido laescoria de los muelles y de los puertos de la zona.Escoria que tenía que convertirse, mediante elejemplo o métodos más brutales, en marineros quelucharan por el barco con la misma lealtad que losveteranos cuando así se les pidiera.

Los tribunales habían proporcionado unos

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cuantos cazadores furtivos y ladronzuelos ytambién uno o dos hombres más duros que habíanelegido el servicio del Rey en lugar de la horca.

Bolitho parecía tenso y cansado, pensó Keen.Aquel último combate a bordo de la Truculentdebía de haber sido terrible. Pero no le habíaresultado difícil imaginarse a Bolitho dejando a unlado su rango de vicealmirante para sustituir aPoland como comandante tras caer este. Keenhabía servido con Bolitho en fragatas comoguardiamarina y como teniente de navío, y le habíavisto en acción tantas veces que a menudo sepreguntaba cómo habían logrado sobrevivir hastaahora.

Bolitho le sonrió.—Me alegro de estar aquí en este día tan

importante, comandante Keen.Su tono de voz era cálido y probablemente le

divertía la formalidad que tenían que mantenerdelante de aquellas importantes visitas.

Keen se dio media vuelta y se dirigió a la

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barandilla del alcázar bien atento a los detalles ymaravillándose por lo bien que se las habíanarreglado sus tenientes de navío y oficiales decargo para estar a punto en aquel día. En algunosmomentos, Keen había pensado que no se iba aacabar nunca. El trabajo, el casco lleno decarpinteros y ensambladores, veleros y pintores,mientras los recién llegados guardiamarinas eranllevados de un lado a otro por Cazalet, su segundo.Keen sabía poco de él como persona. Procedentede otro navío de línea, había demostrado hasta elmomento su valía como segundo en la cadena demando del buque. Nunca parecía flaquear nitampoco que le faltara respuesta ante algúnproblema. Día tras día, Keen le había vistomoviéndose con energía entre los embrollos delaparejo y el cordaje de respeto y las anclas yprovisiones que se acumulaban en el muelle comouna invasión interminable. Levantó la vista hacialas vergas en cruz, las velas perfectamenteaferradas y el cordaje ya en su sitio y alquitranado

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como un cristal negro. En el castillo de proa vio elcuadrado de color rojo de los infantes de marinaformados tan ordenadamente como suscompañeros de la toldilla.

Los tenientes de navío, de azul y blanco,formaban por estricto orden de antigüedad; detrásde ellos, los guardiamarinas y los oficiales decargo. Algunos de los «jóvenes caballeros» veríanaquel barco enorme como un paso seguro hacia elelevado rango de teniente de navío, mientras queotros, que eran tan pequeños que parecía quedebían de estar todavía con sus madres, mirabancon los ojos bien abiertos los grandes mástiles ylas hileras de ambas bandas de los cañones de adoce de la cubierta superior. Sin duda, seacordarían de las doce millas de jarcia quetendrían que aprenderse al principio de memoria, yluego por el tacto, si se les llamaba a cubierta enmedio de un temporal en la oscuridad de la noche.

Y estaba la dotación de marineros. Marinerosveteranos y novatos, hombres apresados por la

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patrulla de leva y vagabundos, todos leobservaban, sabiendo que él podía controlar lasvidas de todos los de a bordo y que de su periciacomo comandante dependerían su supervivencia osu muerte.

Su voz fue firme y clara cuando leyó laspalabras bien caligrafiadas del rollo de pergaminocon la divisa del Almirantazgo en su partesuperior. Era como oír a otra persona leyéndoseloa él, pensó.

—… y una vez acabado subirá a bordo y porconsiguiente tomará el mando…

Oyó el suave carraspeo de una mujer queestaba detrás y recordó cómo había visto a algunasde ellas mirando con interés cuando Bolitho subióa bordo. Buscando a Catherine, preparandochismes. Pero se habían llevado una decepción,puesto que ella se había quedado en tierra, aunqueKeen no había tenido tiempo todavía de hablar conBolitho sobre ello.

—… todos los oficiales y la dotación

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destinada a dicho buque le obedecerá, le seguiráy le servirá al objeto desde el momento en que SuMajestad Británica el Rey Jorge acepte elmencionado buque Black Prince para suservicio…

Keen lanzó una mirada por encima del rollo depergamino y vio a su patrón, Tojohns, de pie allado de la figura corpulenta de Allday. Sus rostrosfamiliares le dieron fuerza y una sensación depertenencia en aquel abarrotado mundo de unnavío de línea, donde todo hombre era un extrañohasta que se demostraba lo contrario.

—… del presente documento, ni nadieactuará en contra de los dispuesto en lasOrdenanzas… ¡Dios salve al Rey!

Estaba hecho. Keen se puso de nuevo elsombrero y se metió el rollo en el bolsillo interiorde la casaca mientras su segundo, Cazalet, daba unenérgico paso al frente junto al grupo de oficialesy gritaba:

—¡Tres hurras por Su Majestad, muchachos!

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—La respuesta podía haber sido mejor, perocuando Keen miró a su alrededor vio al almirantede puerto con una amplia sonrisa en su cara ymuchos apretones de manos entre los hombres quelo habían planificado y supervisado todo paraaquel día.

—Que rompan filas, señor Cazalet, y luegovenga a mis aposentos —dijo Keen.

Creyó ver que el hombre levantaba una ceja.Era el momento de entretener a las visitas. Daba laimpresión de que iba a ser difícil deshacerse dealgunos de ellos. Gritó a su segundo mientras sealejaba:

—¡Y dígale al mayor Bourchier que doble laguardia de infantería de marina! —Casi habíaolvidado cómo se llamaba el mayor. En pocassemanas les conocería mejor que nadie.

Jenour se llevó la mano al sombrero.—Disculpe, señor, pero Sir Richard se va a

marchar.—Oh, esperaba… —Vio a Bolitho algo

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apartado de los demás, que se iban hacia lacámara por ambos lados de la gran rueda doble,que todavía tenía que sentir la furia del viento y larespuesta del timón al mismo.

Bolitho dijo:—Preséntales mis respetos, Val, pero tengo

que irme. Lady Catherine… —Miró a lo lejosmientras pasaban a su lado algunas de las visitas,entre las cuales una de las mujeres se le quedómirando fijamente sin ningún reparo. Y añadió—:Ha pensado que era mejor no subir a bordo. Pormí. Quizás más adelante.

Keen sabía lo de la muerte de Browne y lo delduelo. Dijo:

—Es una mujer maravillosa, Sir Richard.—No puedo agradecerte lo suficiente el hecho

de que la hayas apoyado en mi ausencia. ¡Diosmío, el destino se encarga de decir quienes son tusamigos de verdad!

Se fue lentamente hacia la barandilla delalcázar para observar los cañones y las batayolas

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con los coyes perfectamente ordenados ycompactos dentro.

—Tienes un barco magnífico, Val. Unafortaleza flotante. No quisiera tener a ningún otrocapitán de bandera, y lo sabes. Ten fe, como hiceyo, aunque muchos pensaran que la posibilidad deque volviera a encontrar a Catherine era mínima.Zenoria necesita tiempo. Pero estoy seguro de quete quiere. —Le dio una palmada en el brazo—. Asíque, menos melancolía, ¿eh?

Keen echó un vistazo hacia popa, donde elruido de las voces y de las risas iba en aumento.

—Le despediré desde el costado, Sir Richard.Bajaron juntos hasta el portalón de entrada y

Keen se dio cuenta de que habían ya más infantesde marina con sus mosquetes, sus bayonetascaladas y sus inmaculados y blanqueadoscorreajes. Su mayor había actuado con rapidez;seguro que había algunos que querrían intentardesertar antes de que el barco estuviera en marabierto e imperaran el orden y la disciplina. Keen

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era un comandante justo y comprensivo, perotambién era consciente de que le faltaban aúncincuenta hombres para completar la dotaciónnecesaria de ochocientas almas entre oficiales,tropa y marineros. La visión de los centinelasarmados haría que los insensatos se lo pensarandos veces.

—¡Gente al costado! —La resplandecientefalúa nueva se balanceaba levemente en el agua encalma del arsenal, con Allday en la cámara y ladotación bien uniformada con sus camisas a rayasy sus sombreros embetunados.

Bolitho vaciló. Un barco sin historia, sinmemoria. Un nuevo comienzo. La idea le parecióuna burla.

—Recibirás más órdenes antes de que acabe lasemana —dijo—. Aprovecha todo lo que puedaspara hacer de la gente un equipo del que podamosenorgullecemos.

Keen sonrió, aunque no le gustaba nada verlemarcharse tras una visita tan corta.

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—¡He tenido al mejor de los profesores,señor!

Bolitho se volvió y notó que se caía. Keen leagarró por el brazo y se oyó un golpe de mosquetesobre cubierta al caérsele a uno de los infantes demarina por el susto. El oficial que estaba al mandode la guardia del costado gruñó algo aldesafortunado infante de marina y esperó a queBolitho se recobrara del todo.

—¿Es el ojo, Sir Richard? —Keen se quedóimpresionado al ver la expresión de totaldesesperación de Bolitho cuando este volvió amirarle.

—Todavía no se lo he dicho a Catherine. Nopueden hacer nada para ayudarme, al parecer.

Keen se quedó entre él y la guardia y losayudantes de contramaestre con sus pitos de plataaún en sus bocas y a punto.

—Apostaría a que lo sabe. —Quería brindarlealguna clase de ayuda tan desesperadamente queincluso sus propias preocupaciones le parecieron

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de otro mundo.—Si es así… —No acabó la frase y se llevó la

mano al sombrero mirando a la guardia antes debajar la escala del portalón de entrada, al final delcual estaba Allday con el brazo tendido paraayudarle a bajar a la falúa en caso de que lonecesitara.

Keen observó el bote hasta que quedó fuera dela vista detrás de un buque transporte fondeado.Había estado al mando de varios barcos a lo largode su servicio, y aquel debía de haber sido elpremio más grande posible. Otros capitanes denavío de más antigüedad darían su sangre por unbarco así. Un barco nuevo, a punto para izar unainsignia de vicealmirante, sólo podía representarun honor para el hombre que controlaba su destino.Entonces, ¿por qué se sentía tan insignificante?¿Estaba tan afectado por la pérdida del Hyperiono era por haber estado tan cerca de la muerte endemasiadas ocasiones?

Frunció el ceño al oír risas desde sus

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aposentos. No conocían a la gente que iba a serviren el barco y tampoco les importaban.

Un teniente de navío se presentó ante él y sellevó la mano al sombrero.

—Disculpe, señor, pero hay otra barcazasaliendo del muelle de avituallamiento.

—¿Es usted el oficial de guardia, señorFlemyng? —El joven oficial pareció encogersecuando Keen añadió con brusquedad—: Entonces,haga su trabajo, señor, ¡porque si no puede,buscaré a otro que pueda!

Casi antes de que el oficial hiciera ademán demarcharse, se arrepintió.

—Eso ha estado fuera de lugar, señor Flemyng.El cargo de comandante tiene privilegios, peroabusar de ellos es despreciable. —Vio su miradade sorpresa—: Pregunte todo lo que quiera. Deotro modo saldremos perdiendo todos cuando setrate de algo vital. Así que, haga que elcontramaestre y la guardia se encarguen de esasprovisiones, ¿eh?

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Mientras el oficial se alejaba deprisa por elalcázar, Keen esbozó una sonrisa triste. Quéacertado había sido lo que le había dicho aBolitho.

«He tenido al mejor de los profesores».El pensamiento le reconfortó y miró de nuevo a

lo largo de la cubierta en dirección a la armaduranegra del hombro del altivo mascarón de proa.Entonces miró a la arboladura, hacia el gallardetedel tope que se enroscaba sobre sí mismo y lasgaviotas que chillaban entre el aparejo, atentas alas sobras de la cocina que pudieran acabar en elagua. Casi para sí mismo, dijo:

—Mi barco. —Entonces pronunció el nombrede su amada—: Zenoria. —Pensó que había sidocomo liberar un pájaro de su cautividad. ¿Tendríaalgún día una respuesta de ella?

* * *

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El ligero carruaje, con salpicaduras de barroen sus ventanas, llegó arriba de la subida y sedetuvo con sus dos caballos humeando por aquelfrío.

Yovell refunfuñó, soltó su agarre del asaadornada con borlas y exclamó:

—Estos caminos son una auténtica vergüenza,milady.

Pero ella bajó una ventana y se asomóhaciendo caso omiso de la llovizna intermitenteque les había acompañado durante todo el trayectodesde Chatham.

—¿Dónde estamos, Matthew el Joven?Matthew se asomó desde el pescante y le

sonrió con la cara como una manzana roja ybrillante.

—La casa está por allá, milady. —Señaló conel látigo—. Es el único camino que lleva hastaallí. —Resopló y su vaho flotó unos momentos asu alrededor—. Un lugar solitario en mi opinión.

—¿Conoce estos parajes, Matthew el Joven?

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Volvió a sonreír, pero con cierta añoranzamientras el recuerdo le empañaba los ojos.

—Sí, milady. Estuve aquí hace unos catorceaños… Era sólo un niño entonces, y trabajaba conmi abuelo, que era el cochero jefe de la familiaBolitho.

—Antes de conocer yo a Sir Richard, creo —dijo Yovell.

—¿Qué estaban haciendo en Kent?—El señor fue enviado aquí a perseguir

contrabandistas. Estuve con él y le ayudé un poco.Entonces, me mandó de vuelta a Falmouth porquedecía que era demasiado peligroso.

—Siga adelante, pues —dijo Catherine antesde meter la cabeza de nuevo en la cabina. Serecostó en el asiento cuando el carruaje empezó arodar a través de una sucesión de surcos llenos defango. Otra parte de la vida de Bolitho que nopodía compartir. Allday se había referido aaquello alguna vez, y cómo Bolitho se estabarecuperando aún de la terrible fiebre que había

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cogido en los Mares del Sur e intentabadesesperadamente conseguir un barco, cualquierbarco. La guerra con Francia era entonces todavíasólo una amenaza, pero Inglaterra había dejadoque se pudriera su flota y había arrojado a lasplayas a sus marineros. Habían pocos barcos, y abase de insistencia y de visitas diarias alAlmirantazgo, Bolitho había conseguido un destinoen el Nore. Reclutamiento, pero tambiénpersecución de contrabandistas para acabar con superjudicial oficio, muy lejos de las historiasrománticas que corrían sobre sus hazañas.

Pero cuando la hoja de la guillotina cayó sobreel cuello del Rey de Francia, todo cambió. Alldaylo había explicado de manera simple. «Así que nosdieron el viejo Hyperion. Fue un cambioconsiderable para el capitán de fragata que eraantes de su ascenso. Pero aquel viejo barcocambió nuestras vidas, milady. Le encontró austed, y yo descubrí que tenía un hijo ya crecido».Había movido la cabeza de arriba abajo, con la

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mirada perdida. «Sí, navegamos juntos entresangre y lágrimas».

Ella le había sonsacado más. «Por eso hizoluchar a la Truculent como lo hizo. El comandantePoland no podría haberlo hecho nunca, ni siquieraen cien años». Había movido la cabeza de un ladoa otro como un perro viejo. «No habrá otro comoel viejo Hyperion, me temo. Al menos no paranosotros».

Ella miró a lo lejos, hacia el río Medway.Durante todo el camino desde Chatham, casi enningún momento lo habían perdido de vista, consus meandros y su abundante caudal, unas vecesplateado y otras plomizo, según dictara el cielo.Ella se había estremecido al ver algunos buquesprisión fondeados en su curso. Desarbolados, conaire de abandono y de alguna manera aterradores.Llenos de prisioneros de guerra. Acudió a sumente el recuerdo descarnado de la prisión deWaites, de la degradación y la porquería. ¿No eramejor morir que estar allá?

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Bolitho estaría a bordo de su nuevo buqueinsignia. Después estarían juntos otra vez, pero,¿por cuánto tiempo? Se juró a sí misma que haríade cada instante algo muy valioso.

Por unos momentos se olvidó de por qué habíahecho aquel viaje y de la idea de que la esposa delcontralmirante Herrick pudiera no dejarle entrar ensu casa. Su mente volvió al pequeño templo deSouth Audley Street y al cementerio adjunto de StGeorge, en otros tiempos sólo a un corto paseodesde la casa Somervell.

Nadie le había dirigido la palabra excepto elvicario, que era totalmente desconocido para ella.En el templo había unas cuantas personasanónimas, pero junto a la tumba sólo había estadosu Richard. Estuvieron presentes varios carruajes,pero sus ocupantes no habían bajado de ellos,contentándose al parecer con observar y juzgardesde lejos. Cuando ella había hecho ademán demarcharse, una figura que estaba junto a un murohabía salido corriendo. Sin duda era su

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mayordomo, que por la razón que fuera habíaestado siempre con él.

El carruaje respondió a la frenada de Matthewy giró despacio para entrar en una avenida bienarreglada.

Catherine notaba cómo su corazón golpeabacontra sus costillas y se sorprendió ante su súbitonerviosismo. Había venido sin ser invitada y sinavisar de su intención. Hacer esto últimoseguramente hubiera invitado a un desaire. Peroella sabía que era importante para Bolitho queintentara ver a la esposa de su viejo amigo. Sabíatambién que Herrick nunca cambiaría su posturahacia ella y eso le entristeció, aunque hasta elmomento se las había arreglado para disimularlodelante del hombre al que amaba más que a supropia vida.

Yovell gruñó; era evidente que estaba cansadopor las sacudidas del viaje.

—Una casa importante —dijo con tono deaprobación—. Un gran paso.

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Catherine no sabía a que se refería Yovell,pero supuso que lo decía porque Herrick proveníade una familia humilde, incluso pobre, de la zona,y su matrimonio con su amada Dulcie le habíaproporcionado el desahogo y el ánimo que se lehabía negado hasta entonces, en su esfuerzo porobtener el reconocimiento que esperaba en laMarina. Experimentó un resentimiento momentáneomientras Yovell le daba la mano para ayudarla abajar del carruaje. Bolitho le había dado a suamigo mucho más que ánimos. Este debería ser elmomento para pagárselo con la lealtad y laamistad que necesitaba. Pero en vez de eso… miróa Yovell y dijo:

—Quédese con Matthew el Joven, por favor,Daniel. —Se mordió el labio—. No creo quetarde.

Matthew se llevó la mano al sombrero.—Llevaré los caballos a la cuadra para que

beban agua. —Él y Yovell intercambiaron miradasmientras ella subía la escalera de piedra y

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levantaba la gran aldaba de latón con forma dedelfín. La puerta se abrió inmediatamente ydesapareció en el interior de la casa.

Cuando el carruaje llegó a las cuadras, Yovell,que había subido al pescante con el cochero, soltóun gruñido de preocupación.

—Es el de Lady Bolitho —Matthew loobservó con mirada profesional—. ¡Sin ningunaduda!

Yovell asintió.—Ya es demasiado tarde. Será mejor que vaya

a ver… Sir Richard no me lo va a perdonar nunca.Matthew el Joven bajó de un salto y dijo:—Déjela sola. Usted no puede manejar a dos

yeguas a la vez. —Mostró su sonrisa descarada—.¡Apuesto por nuestra Lady Catherine!

Yovell le miró fijamente.—¡Maldito granuja!Tras el crujir de las ruedas y del cuero,

además del tamborileo de la lluvia sobre loscristales, el silencio que reinaba en la casa le

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pareció agobiante. Como una tumba. Catherinemiró a la pequeña criada que le había abierto lapuerta.

—¿Está la señora en casa?La chica balbució:—Sí está, madame. Está en la cama. —Miró

preocupada hacia una puerta doble que daba alvestíbulo—. La han bajado abajo. Tiene una visita.

Catherine sonrió. La chica parecía demasiadocándida para mentir.

—¿Sería tan amable de anunciarme? CatherineSomervell… Lady Somervell.

Entró en una antesala y a través de susventanas empañadas vio a dos hombres trabajandoen el jardín a pesar de la lluvia.

Pero esta estaba arreciando y se guarecieronbajo las ventanas a esperar que aflojara. Pasaronunos momentos antes de que cayera en la cuenta deque estaban hablando en español.

Oyó cómo las puertas que daban al vestíbulose abrían y cuando se volvió vio a Belinda,

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enmarcada en la luz de las ventanas que habían alotro lado de la sala.

Nunca la había visto antes, pero supo alinstante quien era. Tenía cierto parecido con elretrato que Catherine había hecho volver a colocaren su sitio en Falmouth, el cabello, la forma de lacara… pero nada más.

—No sabía que usted estaba aquí, de haberlosabido…

Belinda replicó con brusquedad:—De haberlo sabido, ¡se habría quedado

donde le corresponde! No sé cómo ha tenido eldescaro de venir. —Su mirada le recorrió de piesa cabeza, entreteniéndose en su vestido de luto deseda negra—. Me sorprende que tenga elatrevimiento de…

Catherine oyó que alguien llamaba con vozdébil y dijo:

—Francamente, su reacción me trae sincuidado. —Notaba cómo la ira crecía en suinterior como un fuego—. ¡Esta no es su casa y voy

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a ver a quien pretendía ver si ella lo permite!Belinda se le quedó mirando como si hubiera

recibido un golpe.—No se atreva a hablarme en ese tono…—¿Que no me atreva? ¿Habla de atreverse

después de lo que intentó hacerme cuando actuó enconnivencia con mi marido? Llevo este vestidocomo muestra de respeto, pero hacia el amigofallecido de Richard, ¡no por mi maldito marido!—Se fue hacia la puerta con paso decidido—.¡Veo que no tiene problemas para vestir a la últimay más selecta moda!

Belinda dio un paso atrás sin dejar de mirar niun momento la cara de Catherine.

—No voy a…—¿No va a dejarle nunca? ¿Es eso lo que iba a

decir? —Catherine la miró fríamente—. No essuyo, así que no puede dejarle. Sospecho quenunca lo fue.

La voz llamó otra vez y Catherine pasó por sulado sin decir nada más. Belinda era exactamente

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como se esperaba. Eso le hizo sentirse másenfadada y más triste a la vez. Una mujer como esacon… Se detuvo cerca de la gran cama y miró a lamujer que estaba recostada sobre variasalmohadas y cuadrantes. La esposa de Herrick leobservó de manera parecida a la de Belinda; perono había hostilidad.

—Volveré dentro de poco, Dulcie, querida.Necesito un poco de aire.

Catherine oyó cómo se cerraba la puerta.—Le pido perdón por esta intrusión. —

Aquello ya no parecía importante, y notó cómo sucuerpo se enfriaba a pesar del intenso fuego de lachimenea.

Dulcie puso una mano sobre la cama y dijo contono dulce:

—Siéntese aquí, donde le pueda ver mejor.Lástima, mi querido Thomas se ha embarcado hacepoco para unirse a su escuadra. Le echo tanto demenos. —La mano se movió hacia Catherine y trasuna mínima vacilación le cogió la suya. La mano

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estaba caliente y seca. Susurró—: Sí. Es usted muyhermosa, Lady Somervell… Entiendo por qué laama.

Catherine le apretó ligeramente la mano.—Es muy amable al decir esto. Por favor,

llámeme Catherine.—Sentí oír lo de la muerte de su marido.

¿Todavía llueve?Catherine sintió cierto miedo, algo

normalmente extraño en ella. Dulcie estabadivagando mientras se aferraba a su mano.

Preguntó con cautela:—¿Ha visto a un médico recientemente?—Es tan triste —dijo Dulcie distante—. No

hemos podido tener niños, ya sabe.—Yo tampoco —dijo con dulzura. Volvió a

intentarlo—. ¿Cuánto hace que se encuentra mal?Dulcie sonrió por primera vez. Le hizo parecer

increíblemente débil.—Usted es como Thomas. Siempre

preocupándose y haciendo preguntas. Él cree que

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trabajo demasiado… No comprende lo vacío queparece esto cuando él está en el mar. No podíaestar sin hacer nada, ya me entiende.

Catherine se sintió terriblemente sola con susecreto.

—Aquellos hombres que están trabajando en eljardín, ¿quiénes son?

Por un momento pensó que Dulcie no le habíaoído, puesto que susurró:

—Belinda es tan buena persona. Tienen unaniña pequeña.

Catherine miró a lo lejos. Tienen.—Los hombres hablaban en español…No había oído cómo se abría la puerta y la voz

de Belinda fue como un cuchillo.—Claro, usted estuvo también casada con un

español tiempo atrás, ¿no es así? Son tantosmaridos.

Catherine hizo caso omiso del tono desdeñosode su voz y se volvió hacia la cama cuando Dulciedijo cansinamente:

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—Son prisioneros. Pero les han permitidovenir aquí bajo palabra. Son muy buenosjardineros. —Parpadeó—. Estoy tan cansada…

Catherine le soltó la mano y se puso en pie.—Me marcho. —Se apartó de la cama,

ignorando la penetrante mirada de odio deBelinda.

—Me gustaría volver a hablar con usted,querida Dulcie. —Se dio la vuelta, incapaz dementir.

Fuera de la habitación, miró a los ojos aBelinda.

—Está muy enferma.—Y está usted preocupada, ¿es eso? Ha

venido dispuesta a ganársela… ¡Para demostrarque usted es la única que se preocupa de verdadpor ella!

—¡No sea estúpida! ¿La ha visto un médico?Belinda sonrió. Con arrogancia, pensó

Catherine.—Por supuesto. Un buen hombre de aquí que

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conoce a Dulcie y al contralmirante Herrick desdehace años.

Catherine oyó cómo el carruaje se acercaba ala entrada de la casa. Yovell tenía buen ojo.

—Debo marcharme. Mandaré a buscar a unmédico competente de Londres.

Belinda dijo violentamente:—¿Cómo puede hablar así? Puedo ver

perfectamente lo que es usted, pero ¿no sabe loque le está haciendo a la carrera y la reputación demi marido? —Escupió cada una de las palabras,incapaz de ocultar su rencor—. Se ha batido enduelos por usted antes, ¿o no lo sabía? ¡Richardpagará un día por ello!

Catherine miró a lo lejos y no vio el destellode triunfo en los ojos de Belinda. Se acordó delparque de atracciones de Vauxhall, donde Bolithohabía estado a punto de batirse con el soldadobebido que le había acariciado el brazo como sifuera una vulgar prostituta. Y de unos cuantos díasatrás, cuando había mandado a paseo al afeminado

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coronel Collyear tras desafiarle de formaparecida.

Pero cuando volvió a mirarla, los rasgos deBelinda habían empalidecido y su repentinaseguridad en sí misma se había evaporado.

Catherine dijo sin alterarse:—Sé que Richard no le preocupa de verdad.

No es digna de llevar su apellido. Y le aseguroque si las dos hubiésemos sido hombres ledesafiaría de buen grado. ¡Su ignorancia es muchomás ofensiva que su petulancia!

Se encaminó hacia la puerta.—Dulcie tiene una fiebre. He oído hablar de

eso a los jardineros antes de que usted me viera.—Sus ojos brillaron peligrosamente—. ¡Sí, haberestado casada con un español tiene sus ventajas!

—Está tratando de asustarme —dijo Belinda.Pero en sus palabras ya no había desafío alguno.

—Hay un brote de fiebre en los buquesprisión… Parece ser una enfermedad epidémica.Se lo deberían haber dicho. ¿Cuánto tiempo lleva

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así?Belinda se agarró su lujoso vestido con las

manos, confusa ante el rápido cambio de lasituación.

—Hace pocos días. Después de que saliera elbarco de su marido. —Se le entrecortó la voz—.¿Y qué?

Catherine no respondió enseguida.—Mande a buscar al señor Yovell. Tendrá que

llevar un mensaje de mi parte. No haga unaestúpida escena de esto. Los criados se marcharánsi se enteran. Será mejor que no entren en estahabitación.

—¿Tan terrible es?Catherine la miró pensativa; aquella mujer no

iba a ser de ninguna utilidad.—Yo me quedaré con ella. —Se acordó de la

desesperada pregunta que le había hechomomentos antes—. Es tifus. —Vio cómo la palabraprovocaba terror en sus ojos—. Me temo que nova a sobrevivir.

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La puerta se abrió y Yovell cruzódiscretamente el vestíbulo aunque todavía no habíasido llamado. Escuchó con su cara redondeada sinexpresión alguna mientras Catherine le explicabalo que ocurría.

—Mal asunto, milady. —La miró consemblante grave—. Tendríamos que ir a buscar laayuda de un experto.

Catherine vio la preocupación del hombre y lepuso la mano sobre su brazo algo grueso.

—Aun así, será demasiado tarde. Lo he vistootra veces. Si la hubieran tratado antes… —Miróhacia las ventanas; el sol empezaba a asomar entrelas nubes—. Incluso en ese caso creo que habríasido inútil. Sufre dolor y he visto alguna erupciónen su piel cuando ha movido el chal. Tengo quequedarme con ella, Daniel. Nadie debería morirsolo.

Belinda cruzó el vestíbulo moviendo las manoscon nerviosismo.

—Tendré que volver a Londres. Mi hija está

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allí.—Váyase pues —dijo Catherine. Mientras

Belinda se dirigía deprisa hacia la escalera,comentó—: ¿Lo ve, Daniel? Ya no tengo elecciónaunque quisiera.

—¿Qué desea que haga, milady? Pídame loque sea y lo haré.

Ella sonrió, pero sus pensamientos estaban unavez más en el pasado. En aquella noche en que sehabía metido desnuda en la cama de Bolithocuando este se moría por la fiebre para darle calora su cuerpo atormentado. Y él nunca lo habíarecordado.

—Vaya a Chatham. Nos hemos jurado no tenersecretos, así que debo hacérselo saber.

Ella volvió a sonreír y pensó con tristeza,«igual que él me contará finalmente lo de su ojo».

—Así lo haré, milady —dijo Yovell. Entonces,y tras lanzar una mirada hacia la puerta cerrada dela habitación donde estaba la mujer de Herrick, semarchó rápidamente.

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Belinda bajó despacio por la escalera sinapartar ni un momento la mirada de la mujer delvestido negro.

Cuando estaba en la entrada, se giró y dijo:—¡Espero que te mueras!Catherine observó impasible cómo se iba.—Ni siquiera entonces volvería él contigo. —

Pero Belinda ya no estaba allí; y oyó moverserápidamente su carruaje sobre los adoquines haciael camino.

Volvió la misma criada de antes y se quedómirando a Catherine como si esta fuera una fuerzamisteriosa que hubiera irrumpido de repente entreellos.

Catherine le sonrió.—Vaya a buscar al ama de llaves y a la

cocinera. —Vio que la chica vacilaba, quizásexperimentando ya cierto miedo—. ¿Cómo sellama, joven?

—Mary, milady.—Bien, Mary, vamos a cuidar a su señora, a

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hacerle las cosas más fáciles, ¿comprende?La chica asintió y mostró sus dientes al sonreír.—Para que se encuentre bien, ¿no?—Así es. Ahora, váyase a buscarles mientras

hago una lista de cosas que vamos a necesitar.Sola una vez más, Catherine apoyó la cabeza

en sus manos y cerró los ojos con fuerza paracontener las lágrimas que esperaban allí paratraicionarle. Tenía que ser fuerte, como lo habíasido en el pasado, cuando su mundo se habíaconvertido en una pesadilla. El peligro y la muerteno eran nuevos para ella, pero la idea de perder aRichard ahora era más de lo que podía soportar.Oyó que Dulcie llamaba a alguien; creyó haberleoído pronunciar el nombre de Herrick. Cerró lospuños. «¿Qué más puedo hacer?».

Le pareció oír la expresión de odio de Belindaresonando aún en la casa. «¡Espero que temueras!».

Curiosamente, aquello pareció darle la fuerzaque necesitaba, y cuando entraron las dos mujeres

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que llevaban la casa de Dulcie, les habló tranquilay sin vacilaciones.

—La señora se ha de bañar. Yo me encargaréde ello. Preparen una sopa nutritiva, y necesitarébrandy.

La cocinera se fue rápidamente y el ama dellaves dijo bajando la voz:

—No tema, señora, estaré con usted hasta elfinal. —Inclinó su cabeza de cabellos grisáceos—.Ella ha sido buena conmigo desde que mi maridomurió. —Alzó la cabeza y miró de frente aCatherine—. Se fue como soldado, señora. Lafiebre se lo llevó para siempre en las Indias.

—¿Así que lo sabía usted?La vieja ama de llaves se encogió de hombros.—Me lo imaginaba, más bien. Pero la señora

dijo que era una tontería. —Miró alrededor—. Veoque ella se ha ido, sin embargo. —Entonces miró aCatherine y asintió como si estuviera reconociendosu valor—. Su vicealmirante debería saberlo,creo. Las ratas abandonan el barco que naufraga.

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—Se desabrochó las mangas—. Empecemos pues,¿no?

—Envíe a alguien a buscar al médico. Seabueno o malo, ha de saberlo.

El ama de llaves miró con atención el vestidode Catherine.

—Tengo ropa del servicio que podría ponerseusted. Después puede quemarse.

La palabra después seguía todavía conCatherine cuando la noche, sumándose al luto,cayó finalmente sobre la casa.

* * *

Era muy tarde cuando Matthew el Joven entrócon el carruaje por la familiar puerta, con un aireproveniente del mar lo bastante frío para traernieve. Cuando traqueteaban a través del pueblo,Bolitho había mirado por la ventana comoesperando ver cambios. Siempre experimentaba lo

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mismo cuando volvía a Falmouth, sin importar lolarga o corta que hubiera sido su ausencia.

Las luces todavía titilaban en algunas casas ytiendas, y cuando subieron la colina hacia su casa,vio las pequeñas casitas con sus ventanasiluminadas por las velas y adornadas con papelesy hojas de colores. Se respiraba la Navidad.Catherine, enfundada en su capa y su capuchaforrada de piel, observaba con él la escena quepasaba ante sus miradas; había creído que nuncavolvería a ver aquel lugar otra vez.

Bolitho sintió casi vértigo al pensar lo quepodía haber ocurrido tan fácilmente. CuandoYovell le había llevado el mensaje de la terribleenfermedad de Dulcie a la posada donde estaban,al lado del arsenal, se había puesto fuera de sí. Ymás aún al perder una rueda el carruaje en laoscuridad, añadiendo más tiempo a la solitariavela de Catherine.

Bolitho no había esperado a que arreglaran elcarruaje y se había ido a caballo con Jenour como

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acompañante en una dura cabalgada hasta la casade Herrick. Todo se había acabado antes de quellegaran allá. Dulcie había muerto tras fallarle elcorazón ahorrándose así el terrible final de lafiebre. Había encontrado a Catherine echada enuna cama, cubierta con una manta pero desnudadespués de que la vieja ama de llaves quemara suropa prestada. Qué fácil hubiera sido que secontagiara; había atendido las necesidades másdesagradables e íntimas de Dulcie hasta el final yhabía sido testigo de su desesperado delirio,durante el que había pronunciado nombresdesconocidos para Catherine.

El médico había acudido finalmente, unhombre débil que se había visto abrumado por laforma de morir de Dulcie.

El carruaje había llegado a la casa variashoras después que Bolitho y fue entonces cuandoYovell le había comentado que Lady Belinda sehabía ido enseguida tras su partida hacia Chatham.Miró el perfil de Catherine y le apretó el brazo

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con más fuerza. Ella no había mencionado ni unasola vez que Belinda se había marchado dejándolasola con Dulcie. Cualquiera en la situación deKate lo habría hecho, aunque sólo fuera paraprovocar desprecio hacia su rival. Era como si yano le importara. Sólo quería estar a su lado. Trasseis días en los terribles caminos en un largo ycansado viaje, habían llegado por fin.

Ferguson y su esposa, el ama de llaves,estaban esperándoles junto a otras caras familiaresque se movían bajo las lámparas del carruajedescargando equipaje y dándoles la bienvenida,alegrándose de volverles a ver en casa.

Ferguson no sabía la fecha exacta de sullegada, pero estaba bien preparado. Teníaencendidas las chimeneas en todas lashabitaciones, incluso en el vestíbulo de piedra, demanera que el contraste con el frío de fuera fuecomo una bienvenida más. Solos al fin en suhabitación, que daba al cabo y al mar, Catherinedijo que se iba a tomar un baño caliente. Miró a

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Bolitho con semblante serio.—Quiero que el agua se lo lleve todo. —

Entonces le abrazó y le dio un beso. Y añadió conla mirada cansada—: En casa por fin.

Entró Ozzard para llevarse su casaca deuniforme y se marchó tarareando algo en voz baja.

Catherine le llamó desde el otro lado de lapuerta y le preguntó:

—¿Cuándo se le va a decir?—¿A Thomas? —La aclaración era

innecesaria; supuso que la cuestión le había estadorondando en la cabeza a Catherine gran parte deltiempo. Se fue hasta la ventana y atisbo haciafuera. No había estrellas, por lo que el cieloseguía tapado. Vio una pequeña luz lejos en el mar.Sería un pequeño buque que intentaba llegar apuerto para Navidad. Pensó en el momento en queHerrick fue a comunicarle la noticia de la muertede Cheney; era algo que nunca podría olvidar.Respondió con tono calmado—: El almiranteGodschale enviará la noticia en el primer barco

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que lleve despachos a la escuadra. Yo también lehe enviado una carta, de parte de los dos. —Creyóoír un ligero suspiro de emoción de Catherine yañadió—: No sólo eres adorable, eres tambiénmuy valiente. Me habría muerto si te hubierapasado algo.

Ella salió envuelta en una bata y con la caraencendida por el calor del baño, otra cosa en laque también había pensado Ferguson.

—Dulcie me dijo algo parecido. —Su labioinferior tembló, pero recobró la composturaenseguida—. Creo que sabía lo que le pasaba.Llamó a su marido varias veces.

Bolitho la abrazó estrechándola contra sucuerpo de manera que ella no pudiera verle lacara.

—Tendré que embarcar pronto en el BlackPrince, Kate. Dentro de pocas semanas, quizásmenos.

Catherine apoyó la cabeza en su hombro.—Lo sé… Estoy preparada. No pienses en

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ello… has de cuidarte todo lo que puedas. Por mí.Por nosotros.

Miró fijamente el fuego crepitante de lachimenea.

—Hay una cosa que no te he contado, Kate.Había tanto que hacer después del duelo y… todoaquello; y luego, la pobre Dulcie.

Ella se apartó ligeramente para mirarle, talcomo hacía muchas veces, como si quisiera leerlesus pensamientos más íntimos antes de que dijeranada.

—Pareces un niño pequeño, Richard. Uno conun secreto.

—No pueden ayudarme con mi ojo —dijo élsin rodeos. Dio un gran suspiro, aliviado trashaberlo sacado al fin y temeroso de lo que ellapudiera pensar—. Quería decírtelo, pero…

Ella se apartó y le cogió de la mano parallevarle hasta la ventana. Entonces la abrió de paren par, ignorando el aire gélido.

—Escucha, querido… las campanas de la

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iglesia.Se abrazaron con fuerza mientras el alegre

repicar de campanas resonaba por la colina desdela iglesia de Charles the Martyr, donde la memoriade tantos Bolitho estaba grabada en piedra.

—Bésame —dijo ella—. Es medianoche, amormío. Mañana es Navidad.

Entonces, cerró la ventana cuidadosamente ymiró a Bolitho.

—Mírame, Richard. ¿Qué pasaría si meocurriera a mí? ¿Me abandonarías? ¿Crees quecambia algo las cosas, que podría cambiarlas? Tequiero, tanto que nunca llegarás a saberlo. Ysiempre hay esperanza. Seguiremos intentándolo,ningún médico es Dios.

Sonó un golpeteo en la puerta y vieron aOzzard allí de pie con una bandeja y unas copasmagníficamente talladas. Les guiñó un ojo.

—He pensado que era lo indicado, milady.Era una botella de champán, empañada por el

frío del hielo cogido del riachuelo.

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Bolitho le dio las gracias al pequeñohombrecillo y abrió la botella.

—¡La única cosa de valor que sale de Francia!Ella tiró la cabeza hacia atrás con su risa

rebosante, algo que Bolitho no había oído desde suvisita al parque de atracciones.

Bolitho dijo:—¿Sabes una cosa? Creo que es la primera

Navidad que paso en Falmouth desde que eraguardiamarina.

Catherine destapó la cama con su copa mediollena aún en la mano. Entonces, dejó caer al suelosu bata y le miró con aquellos ojos oscuros llenosde orgullo y de amor.

—Ven conmigo —dijo casi con un susurro—.Necesito mostrarte mi amor.

Bolitho se acercó a ella, la besó suavementebajo el cuello y oyó su grito ahogado mientras seolvidaba de todo lo demás. El nuevo barco,Herrick, el consejo de guerra… incluso la guerrapodía esperar. Le acarició el costado y le besó en

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la boca.Ella le abrazó con fuerza y dijo susurrando:—No puedo, no quiero esperar más.

* * *

Ferguson y Allday cruzaron el patio paracompartir un último trago antes de que lascelebraciones de la casa y de la propiedadempezaran de verdad. Allday lanzó una miradahacia la ventana iluminada por las velas. Ferguson,amigo suyo desde que fueron llevados a la fuerza ala Phalarope de Bolitho por la patrulla de leva,oyó cómo daba un suspiro y supuso que estaríapensando en algo. Conocía a su esposa Gracedesde la niñez. En cambio, Allday no tenía anadie.

—Vamos, entremos y nos lo cuentas todo, John—dijo Ferguson—. Hemos oído algunos rumores,pero no gran cosa.

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—Estaba pensando en el contralmiranteHerrick. Todo esto me trae recuerdos, ¿a ti no,Bryan? La Phalarope, el comandante, nosotros y elseñor Herrick. Hemos hecho un largo camino.Ahora él ha perdido a su esposa. Se cierra elcírculo, eso es lo que pasa.

Ferguson abrió la puerta de su pequeña casa ymiró alrededor para asegurarse de que Grace sehabía ido a dormir.

—Ven, traeré un poco de grog de la despensa.Allday mostró una sonrisa triste. Como ellos

dos, allá arriba en aquel gran dormitorio con laventana iluminada. La mujer de un marino.

—¡Con mucho gusto, amigo!Todos nosotros, aguantando, sabiendo que iba

a acabarse pero aprovechando al máximo elpresente.

Tosió ligeramente al beber el grog y farfulló:—¡Dios santo, este es de los que inflan las

velas!Ferguson sonrió.

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—Lo conseguí de un mercante de Port Royal.—Vio cómo desaparecía el aire sombrío de lacara de Allday y levantó su vaso—. ¡Bienvenido acasa, amigo mío!

Los ojos de Allday se entrecerraronligeramente. Así le llamaba Bolitho.

—Y este por los que nunca van a volver acasa. —Se rió, y el gato que dormía junto al fuegoabrió un ojo, molesto—. Incluso por losoficiales… ¡Bueno, por algunos de ellos! —Cuando Ferguson se fue a abrir otra botella,Allday añadió en voz baja—: Y por vosotros dosque estáis allí arriba. ¡Qué Dios os proteja!

Cuando miró hacia fuera, su ventana estabaoscura y sólo obtuvo la respuesta del lejanobramido del mar, siempre esperando.

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XVI

LA ESCUADRA

El buque de Su Majestad Británica BlackPrince pareció vacilar un momento antes deprecipitarse con sus mil ochocientas toneladassobre la siguiente procesión de olas.

A popa, en su espaciosa cámara, Bolitholevantó la vista de su última taza de café antes deempezar el día y se sorprendió de lo bien quenavegaba el gran segunda clase con aquella malamar.

Eran las ocho de la mañana y apenas podía oírlos ruidos apagados de los movimientos de laguardia de mañana que relevaba a los hombres decubierta. A diferencia del Hyperion o de cualquierotro dos cubiertas, había una sensación de lejaníaen el Black Prince. Los aposentos de Bolitho, consu galería privada, estaban situados entre la

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cámara de oficiales que había bajo sus pies y losaposentos de Keen justo encima.

Se estremeció y observó los dibujos quedejaban los rociones en los ventanales de popa,como los de un artista demente. La cámara estabamuy bien pintada y tenía paneles de maderatallados en sus paredes. El banco de popa y lassillas estaban tapizadas de cuero verde oscuro.Podría haberlo decorado la mismísima Catherine,pensó. Pero ahora estaba todo empapado por lahumedad y, sin esfuerzo, pudo imaginarse laincomodidad, sumada a la falta de familiaridad,que soportaba la dotación de ochocientas almasdel buque insignia, incluidos sus cien infantes demarina. Bolitho había sido en su día capitán debandera de un gran primera clase, el Euryalus,rebautizado tras ser apresado a los franceses. Deeso hacía doce años, uno de los peores momentosvividos en las asediadas costas de Inglaterra acausa de los amotinamientos de la flota en el Norey en Spithead. Si alguna vez Napoleón había

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dejado escapar una buena ocasión, había sidoaquella. Tenían que dar gracias eternamente de queno fuera un hombre de mar.

Allday entró en la cámara y miró a Bolitho consemblante inexpresivo.

—Uno de febrero, Sir Richard. —No parecíanada animado—. En cubierta hace un frío que pela.

—¿Cómo están las cosas, Allday? —«Misojos y mis oídos».

Allday se encogió de hombros e hizo unamueca de dolor. Con tiempo frío notaba más laherida.

—¿Las cosas? Creo que la mayoría de la genteestá descolocada con el barco nuevo. —Lanzó unamirada por la espléndida cámara sin mostraragrado ni desagrado—. No se puede encontrarnada cuando se necesita. Es muy diferente alHyperion. —Sus ojos brillaron por un instante yañadió—: Le diré una cosa, Sir Richard, tienebuen andar para ser tan grande. Unos cuantosmeses de ejercicios y quién sabe lo que le hará

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hacer el comandante Keen.Bolitho comprendió lo que le decía. Era típico

de los barcos nuevos. Todo tenía que aprendersedesde el principio otra vez. El Black Prince no erauna fragata, y con su enorme casco y sus treshileras de portas que albergaban noventa y cuatrocañones y dos carronadas, necesitaría una manofirme.

—Acabo de oír un pito. —Bolitho vio queOzzard se detenía junto al precioso enfriador yaparador de vino que se había encontrado a bordoal izar su insignia en el palo trinquete. Catherineno lo había mencionado en ningún momento. Unregalo como el anterior que ahora descansaba enel lecho marino con su viejo buque insignia. Ellahabía cuidado hasta el último detalle; el aparadorde caoba quedaba perfecto allí y en su partesuperior tenía taraceado el escudo de armas de losBolitho.

Ozzard secó la humedad que lo impregnabacon su trapo y asintió con aprobación. No hacían

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falta palabras.Allday le observó con recelo.—Es la pitada de aviso para presenciar el

castigo que se va a aplicar durante la guardia demañana, Sir Richard.

Bolitho le miró. Keen odiaba aquello, inclusocuando no había más solución que esa. Bolithohabía conocido demasiados comandantes queprimero habían hecho azotar y sólo habían pedidoexplicaciones cuando ya era demasiado tarde.

Se oyeron voces al otro lado de la puerta delmamparo exterior y Bolitho oyó el golpe seco delmosquete del centinela de infantería de marinasobre la cubierta. Era Keen, que venía a darnovedades a la hora habitual después de habercomprobado el cuaderno de bitácora, depresenciar el relevo de la guardia y de hablar consu segundo de los trabajos a realizar a lo largo deldía.

Entró en la cámara y dijo:—Sopla un viento hecho del noroeste, Sir

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Richard. —Saludó a Allday con un movimiento decabeza—. Pero las cubiertas están secas. El buquenavega bien. —Parecía tenso y tenía ojeras—. Seme ha asegurado que tomaremos contacto con laescuadra al mediodía si el viento aguanta.

Bolitho se dio cuenta de que Ozzard y Alldayse habían marchado sigilosamente.

—Siéntate, Val. ¿Algo va mal? —Forzó unasonrisa—. ¿Hay acaso algún momento en la vidade un marino en que eso no pase?

Keen miró a través de los vidrios llenos degotitas de agua.

—Hay varias caras conocidas entre ladotación. —Le lanzó una mirada rápida—. Hepensado que debía saberlo antes de que hubieramotivo para que los viera.

Bolitho miró el mar, silencioso tras los gruesosvidrios de los ventanales, saltando y rompiendo,tan oscuro que estaba casi negro. La Marina eraasí. Una familia, o una prisión. Con los rostrosvenían los recuerdos. No podía ser de otra forma.

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—Ha sido muy considerado de tu parte, Val —dijo—. Me he apartado deliberadamente de tucamino desde que subí a bordo. —Vio cómo unagran ola rompía por popa y notó la consiguientevibración de la cabeza del timón una cubierta másabajo. Llevaban cuatro días navegando. Si nofuese por Catherine, le habría parecido que nuncahabía dejado de hacerlo.

—¿Qué tal se adapta mi sobrino? —preguntó—. Con su experiencia en la Honorable Compañíade las Indias Orientales pronto estará preparadopara el examen de teniente de navío, ¿no?

Keen frunció el ceño.—Tengo que hablarle con franqueza, Sir

Richard. Creo que le conozco demasiado bien parano hacerlo.

—No esperaba otra cosa de ti que franqueza,Val. A pesar de las exigencias que derivan denuestros cargos, somos amigos. Nada puedecambiar eso. —Se calló, viendo la incertidumbreque mostraba la expresión de Keen—. Aparte de

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eso, tú estás al mando aquí, no yo.—Me veo obligado a ordenar otro castigo de

azotes —dijo Keen—. Un marinero llamadoFittock, que supuestamente ha sido insolente con elguardiamarina Vincent. El oficial de su brigada esjoven, y quizás también tenga tan poca experienciacomo años cuenta, y puede que…

—Y puede, Val, que pensara que era mejor nocuestionar la versión del guardiamarina Vincent.El sobrino del vicealmirante podría perjudicarle.

Keen se encogió de hombros.—No es fácil. Es un barco nuevo con una

proporción mayor de gente de tierra adentro de loque quisiera, y se respira cierta apatía…Cualquier signo de debilidad sería visto como labendición de dicha apatía.

—Lo que me estás diciendo es que Vincent haprovocado al marinero, ¿no?

—Creo que sí. Fittock es un marineroexperimentado. Es una estupidez reprender a unhombre así delante de campesinos traídos a la

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fuerza.Bolitho pensó en el comandante que estaba al

mando del Hyperion antes de que Keen ocupara supuesto. Se había vuelto loco y había intentadomatar de un disparo a su segundo. Pensó tambiénen el comodoro agotado y enfermo, Arthur Warren,en Buena Esperanza, y en el desdichado Varían,que ahora esperaba un consejo de guerra que podíafácilmente acabar con su propio sable apuntandohacia él sobre la mesa, y con la muerte. Todosellos comandantes; pero todos tan distintos.

—Podría ser inexperiencia, o una necesidad deimpresionar —sugirió.

—Pero no es lo que usted cree —dijo Keen.—Parece poco probable. Sea lo que sea, poco

podemos hacer nosotros. Si amonesto a Vincent…—Vio la protesta inexpresada en la cara de Keen yañadió—: Tú eres su comandante. Y si intervengo,lo verán como una intromisión, una falta deconfianza, quizás, en ti. Por otro lado, si anulas elcastigo, el resultado final será el mismo. La gente

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podría pensar que los oficiales de poco rango sonpoca cosa, sea Vincent o cualquier otro.

Keen suspiró.—Algunos dirán que ha sido por una nimiedad,

Sir Richard, pero este barco no tiene todavía unasola dotación y carece de la lealtad que, contiempo, ha de unir a la gente.

Bolitho sonrió con aire de resignación.—Sí, así es. También andamos escasos de

tiempo.Keen se dispuso a marcharse.—He hablado con mi segundo de esto. El

señor Cazalet es ya mi mano derecha. —Mostróuna sonrisa compungida—. Pero sin duda, prontoserá ascendido y se irá del barco para ponerse almando del suyo propio.

—Espera un momento, Val. Quiero que sepasque Catherine tiene la intención de visitar aZenoria. Estuvieron muy unidas y su sufrimientofue muy similar. Así que, anímate… ¿Quién sehubiera creído que yo volvería a encontrar a

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Catherine otra vez?Keen se quedó en silencio, con la mirada

perdida. Estaba recordando cómo ella le habíahablado con sinceridad y pasión sobre Zenoria.

Entonces dijo:—¿Irá a ver al contralmirante Herrick antes de

que el Benbow deje su puesto? —Como Bolitho norespondió enseguida, añadió—: Sé que tuvimosdiferencias con él… pero ningún hombre deberíaenterarse de la muerte de su mujer de esta manera.—Vaciló—. Le pido perdón, Sir Richard. Ha sidouna indiscreción por mi parte decirle esto.

Bolitho le tocó la manga.—La indiscreción no me es ajena. —Se puso

serio—. Pero sí, espero verle cuando encontremosa la escuadra.

Se oyó un golpeteo en la puerta del mamparoexterior y el centinela de infantería de marinavociferó con potencia:

—¡Guardiamarina de guardia, señor!Bolitho frunció el ceño.

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—¡Dios mío, ni que estuviéramos a dos cablesde distancia!

Ozzard salió del camarote y abrió la puertapara que entrara el guardiamarina.

Keen dijo bajando la voz:—Otro a quién cambió usted la vida, ¿no, Sir

Richard?Bolitho miró al chico de cara pálida que le

miraba con los ojos brillantes por la emociónapenas contenida de reencontrarse con él.

—Me alegro de que esté en este barco, señorSegrave —dijo Bolitho. Parecía más mayor quecuando había ayudado al cruelmente desfiguradoTyacke a dirigir a la Albacora en llamas hacia losbuques de provisiones fondeados en BuenaEsperanza.

—L-le escribí, Sir Richard, para darle lasgracias por su respaldo. ¡Mi tío, el almirante, sequedó lleno de admiración! —Sonó como siestuviera a punto de añadir por una vez.

Segrave miró a Keen.

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—Con los respetos del señor Cazalet, señor, elserviola acaba de avistar una vela al nordeste.

—Mis saludos al segundo comandante. Subiréa cubierta enseguida.

Cuando la puerta se cerró, Keen dijo:—Sé lo de este muchacho, y lo del acoso que

sufrió en su anterior barco. El señor Tyacke se haconvertido en un héroe a sus ojos, creo. —Sonrió,pareciendo que la tensión se desvanecía en surostro—. ¡Después de usted, por supuesto, SirRichard!

Se alegró de verle sonreír otra vez. Quizás suencantadora Zenoria viniera a él en sus sueños y leatormentara, como Catherine había hecho yvolvería a hacer con él si estaban demasiadotiempo separados.

—El señor Tyacke es un hombre excepcional.Cuando uno le ve por primera vez, siente sólocompasión. Más tarde, sólo puede sentirseadmiración, incluso orgullo de conocerle.

Salieron juntos a cubierta y cruzaron el amplio

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alcázar, donde, a su paso, los que estaban deguardia y los que hacían otros trabajos allíadoptaban posturas forzadas y actuaban comomimos.

Bolitho levantó la vista hacia el cielo apagado,los elevados mástiles y el aparejo oscuro queresaltaba contra el mismo. Navegando con susmayores y sus gavias, el Black Prince escorabasólo levemente hacia sotavento, con sus velasagitándose bajo la fuerza del viento húmedo.

—¡Ah de cubierta! —Comparado con laTruculent, el vigía parecía estar a una milla dedistancia—. ¡Fragata, señor!

Keen se subió el cuello cuando el vientoexploró con crudeza su piel.

—No es un gabacho, pues. ¡Estaría ya virandoy largándose si lo fuera!

Bolitho trató de no tocarse su ojo izquierdo.Muchos hombres le estaban mirando, algunos deellos viéndole por primera vez. Un barco nuevo yun almirante muy conocido; sería fácil perder su

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confianza antes de que la tuvieran.Un guardiamarina alto y de cabello oscuro,

cuya actitud generalmente distante hacia los otros«caballeros» era evidente incluso en el ajetreadoalcázar, espetó:

—Arriba, señor Gough. Coja un catalejo,¡rápido!

Un diminuto guardiamarina correteó hacia losobenques y pronto se perdió de vista entre eloscuro entramado del aparejo. Bolitho sonrió parasí mismo. El joven alto se llamaba Bosanquet y erael más veterano de la santabárbara, el máspróximo al ascenso. No era difícil verlo comoteniente de navío, o incluso como capitán decorbeta.

—¡Ah de cubierta! —Varios marinerosintercambiaron sonrisas ante la voz de pito quedescendió desde la cruceta—. ¡Ha hecho una señalcon su número!

Cazalet, el segundo comandante, un hombrecon aspecto de duro, con cejas pobladas y oscuras,

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alzó su bocina.—¡Estamos todos intrigados, señor Gough!El chico chilló de nuevo, aunque desde aquella

tremenda altura se oyó flojo y entrecortado.—¡Número cinco-cuatro-seis, señor!Bosanquet tenía ya su libro abierto.—¡La Zest, señor, cuarenta y cuatro cañones,

comandante Charles Varian!Jenour había aparecido a su lado como una

sombra.—Tendrá que cambiar el nombre del

comandante. —Lanzó una mirada a Bolitho—. Yano está al mando de ella.

—Conteste la señal —dijo Keen.Bolitho se dio la vuelta. Algunos de los rostros

que estaban observando probablemente le veríancomo el verdugo de Varian, y podían juzgarle enconsecuencia.

Vio al contramaestre, Ben Gilpin, cuyo nombreestaba ya grabado en su cabeza, supervisando eltrabajo de una pequeña brigada que aparejaba el

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enjaretado en la banda de sotavento de cubierta. Apunto para el ritual del castigo. A los que nuncahabían estado antes en un buque del Rey, aquelloles parecería mucho peor aún. Y para muchos delos otros, sólo podía endurecerles aún más.

Bolitho se puso rígido cuando vio al hijo deFelicity cerca, observando con gran atención.Bolitho se tocó el ojo y no vio la mirada que ledirigía Jenour. Sólo vio la cara de Vincent,expectante ante la crueldad que se iba aadministrar seguidamente en una actitud impropiade alguien tan joven.

Keen gritó:—¡Cambie el rumbo dos cuartas, señor

Cazalet! ¡Esperaremos a que la Zest caiga sobrenosotros!

Jenour, inmerso en sus pensamientos, se apartópara dejar pasar a los marineros que iban y veníanpara atender las brazas y reorientar así las grandesvergas con el nuevo rumbo. Toda su familia sededicaba a la profesión médica o estaba conectada

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a ella, y había mencionado al doctor Rudolf Braksa su tío justo antes de salir para embarcarse en elbuque insignia.

Su tío, un médico tranquilo y muy respetado,había respondido de inmediato. «Por supuesto…el hombre que atendía a Lord Nelson y que visitaal Rey por sus problemas de vista. Si él no puedehacer nada para ayudar a tu almirante, entonces esque nadie puede».

Las palabras todavía flotaban en su cabezacomo un secreto inconfesable.

Oyó preguntar al primer oficial:—¿Llamo a los hombres a cubierta para que

presencien el castigo, señor?Y la respuesta igualmente tensa de Keen:—Hágalo, señor Cazalet. Pero lo que yo

quiero es lealtad, ¡no miedo!Bolitho se fue hacia popa consciente de que

Allday le seguía. Había captado el inusitadoresentimiento de las palabras de Keen. ¿Estaríaacordándose de cómo había salvado a Zenoria de

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unos salvajes azotes a bordo del buque transportede convictos, rescatándola y ayudándola aconfirmar su inocencia? Pero no antes de quehubiera recibido un latigazo en su espaldadesnuda, del hombro a la cadera, una marca quenunca le iba a desaparecer. ¿Les separaba tambiénaquello?

Entró en la cámara y se dejó caer en el banco.Un barco nuevo, sin experiencia, sin sangre, un

desconocido en la línea de combate. Bolitho cerróun puño cuando oyó el redoble sincopado de lostambores de infantería de marina. Apenas lellegaba el chasquido del látigo sobre el cuerpo delmarinero, pero sintió como si le estuviera pasandoa él mismo.

Pensó en Herrick, en cómo estaría; en lo queestaría pasando. Bolitho había oído de boca delalmirante Godschale que había sido el barco deAdam, la Anemone, el que había llevado la noticiade la muerte de Dulcie. Habría sido mejor que sela llevara un perfecto desconocido.

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Intentó pensar en la escuadra que recibiría deHerrick: cinco navíos de línea y sólo dos fragatas.Nunca había suficiente.

Allday cruzó la cámara con mirada vigilante.—El castigo ha terminado, Sir Richard.Bolitho apenas le escuchó. Estaba pensando de

nuevo en Vincent, en la frialdad llena de reprocheque su hermana había mostrado con Catherine.

—Nunca tienda la mano sin pensarlo dosveces, amigo mío —dijo distante. Entonces, sevolvió y añadió—: Puede que se la muerdan.

* * *

—¡Vigilad la estrepada! —Allday se inclinóhacia delante con una mano en la caña mientrasgobernaba la falúa del Black Prince. A pesar de sugran experiencia, iba a ser un barqueo difícil de unbuque insignia al otro. Prefería no usar un lenguajemás fuerte delante de su almirante, pero más tarde

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no tendría esos reparos. Por su parte, los remerosaplicaron toda su fuerza sobre los guiones pintadosde los remos, más pendientes de la amenazadoramirada de Allday que quizás de su pasajero.

Bolitho se giró y miró su nuevo buque insignia.Era la primera vez que lo veía bien en suelemento. La luz era gris y apagada, pero aun así,el imponente tres cubiertas parecía relucir comovidrio pulido, con su casco negro y beige y lashileras a cuadros de las portas poniendo una notade color contra la deprimente tarde del Mar delNorte. Detrás del buque, y virando casi con aireculpable, la Zest se mantenía a distancia paraquedarse en su puesto.

Bolitho se dio cuenta de que Jenour le estabaobservando mientras la falúa pintada de verde seelevaba y bajaba sobre el agua en un movimientoviolento.

Keen lo había hecho bien, pensó. Debía dehaber hecho que le llevaran en un bote alrededordel buque antes de salir de puerto. Había revisado

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el casco y su disposición sobre el agua, y habíaordenado mover parte del lastre y cambiar debodegas gran parte de las provisiones para darle ala proa la correcta elevación. Vio el mascarón deproa con su espada en alto bajo el beque. Era unode los mascarones con más vida de los que habíavisto hasta entonces, tallado y pintado más paraimpresionar que para intimidar. El hijo de EduardoIII, con su cota de malla, la flor de lis y los leonesingleses. Desde su yelmo coronado negro hasta lamirada implacable de la figura, parecía un servivo. El escultor era uno de los más famosos de suoficio, el viejo Aaron Mallow, de Sheerness.Tristemente, el mascarón del Black Prince habíasido su último trabajo; había muerto poco despuésde que el barco fuera botado para ser armado.

Bolitho dirigió su mirada hacia el Benbow, supropio buque insignia en su día, cuando Herrickera su capitán de bandera. Un setenta y cuatrocañones como el Hyperion pero mucho máspesado, puesto que había sido construido mucho

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más tarde, cuando apenas quedaban bosques deroble para ello. Ahora, los bosques de Kent,Sussex, Hampshire y del West Country estabandesnudos, esquilmados por la creciente demandade una guerra que nunca aflojaba en ferocidad.

Vio el rojo de los infantes de marina, el brilloapagado del metal en la luz mortecina, y sintió unapunzada de inquietud. Su amistad con Herrickvenía de muy lejos. Y había durado hasta que…Pensó de repente en lo que Keen le había contadodel hombre azotado. Desnudo y atado al enjaretadopor sus muñecas y rodillas, había recibido docelatigazos sin una sola protesta, sólo la habitualexhalación del aire de sus pulmones a cada golpedel gato de nueve colas.

Y mientras estaba siendo desatado, una vozsurgida de entre la masa silenciosa de marineroshabía gritado:

—¡Nos vengaremos por ti, Jim!Era innecesario decir que el maestro armero

había sido incapaz de descubrir al autor de la

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frase. En cierto modo, Bolitho se alegraba, perohabía compartido el malestar de Keen por el hechode que alguien se mostrara desafiante delante de sucomandante y de la tropa armada.

Y de esta manera, el marinero hasta entoncesdesconocido Jim Fittock se había convertido enalgo parecido a un mártir a causa del hijo deFelicity, Miles Vincent. Bolitho apretó lamandíbula. No tenía que volver a pasar.

El otro buque insignia se cernió de repentesobre la falúa y vio la exasperación de Alldaycuando el proel tuvo que hacer varios intentos paraengancharse a los cadenotes del palo mayor.

Mientras trepaba por el costado incrustado desal, dio las gracias por la luz apagada que había.Tropezar y caerse como la otra vez tampoco iba ainspirar confianza alguna.

El alcázar parecía tranquilo y abrigado tras eltempestuoso trayecto en un bote abierto, por lo queel súbito estruendo de los tambores y pífanos delcapitán de infantería de marina vociferando

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órdenes a la guardia, más las pitadas que habíanacompañado su llegada a bordo ya apagándose, lecogieron por sorpresa.

En aquellos breves instantes, vio varias carasconocidas, apropiadamente inexpresivas para laocasión, con el capitán de bandera Hector Gossagefirmes como un palo delante de sus oficiales. Viotambién al nuevo ayudante de Herrick que habíasustituido a De Broux, el del maldito apellidofranchute, tal como el contralmirante le llamaba.El recién llegado era grueso y su cara carecía devivacidad e inteligencia.

Entonces vio a Herrick y el corazón le dio unvuelco.

El pelo de Herrick, en su día castaño y consólo algunas canas, estaba casi sin color y susrasgos bronceados se veían llenos de surcos. Seacordaba de su último encuentro en el pasillo delAlmirantazgo, de los dos capitanes de navíomirándoles boquiabiertos cuando levantó la voz,temblorosa y llena de rabia y dolor, mientras

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Herrick se alejaba. Le parecía imposible que unhombre pudiera cambiar tanto en tan poco tiempo.

—Bienvenido, Sir Richard —dijo Herrick. Leestrechó la mano con su palma dura y recia, talcomo la recordaba siempre Bolitho—. Seguro quese acordará del comandante Gossage, ¿no?

Bolitho asintió pero no apartó la mirada deHerrick.

—Tu aflicción embarga mi corazón, Thomas.Herrick hizo un leve gesto como encogiéndose

de hombros, quizás para ocultar sus sentimientosmás íntimos. Dijo con tono vago:

—Ordene romper filas, comandante Gossage.Manténgase en su puesto respecto al Black Prince,pero avíseme si el tiempo se pone difícil. —Señaló hacia popa—. Acompáñeme, Sir Richard.Podemos hablar un rato. —Bolitho se agachó bajola toldilla y observó a su amigo mientras este seadentraba en la penumbra de entre cubiertas.¿Había estado siempre tan encorvado? No lorecordaba así. Era como si llevara el dolor de su

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pérdida como una carga en la espalda.Una vez en la gran cámara por la que Bolitho

tantas veces había paseado dándole vueltas a lapróxima acción y a las intenciones del enemigo,miró por esta como si buscara algo de sí mismoque persistiera aún allí. Pero no había nada. Podíaser la cámara de cualquier navío de línea, pensó.

Un criado al que no reconoció le acercó unasilla y Herrick le preguntó con tono distraído:

—¿Quieres tomar algo? —No esperó surespuesta—. Traiga el brandy, Murray. —Entonces, miró de frente a Bolitho y dijo—:Recibí el mensaje de que ibas a venir. He sidorelevado para que le hagan algunas reparaciones alBenbow. Casi perdimos el timón en un temporal…pero creo que entonces estabas en Inglaterra. Fueduro… El mar se llevó a un ayudante de piloto ydos marineros, pobre gente. No pudimos ni tansolo buscarlos.

Bolitho no quiso interrumpirle. Herrick estabadando un rodeo a lo que quería decir. Siempre

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había sido así. Pero lo del brandy era distinto.Vino sí, aunque más bien cerveza de jengibre;debía de haber estado bebiendo mucho desde queAdam le llevara la noticia.

—Recibí tu carta, fuiste muy amable —dijoHerrick. Movió la cabeza afirmativamente hacia elcriado y entonces le espetó—: ¡Déjelo, hombre,puedo arreglármelas! —Eso tampoco era propiodel Herrick de siempre, el paladín del marinero alprecio que fuera. Bolitho observó cómo letemblaba la mano al llenar dos buenas copas debrandy, derramando algunas gotas sobre lacubierta de lona a cuadros blancos y negros—. Esdel bueno. Mis patrullas se lo requisaron a uncontrabandista. —Entonces le miró directamente,con la mirada tan azul y tan clara como Bolithorecordaba. Era como ver a alguien conocidoatisbándole desde otro cuerpo.

—¡Maldita sea, no estuve con ella cuando másme necesitaba! —Sus palabras salierondesgarradas de su boca—. Le había avisado de

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que no trabajara entre esos malditos prisioneros…¡Los haría colgar a todos si pudiera! —Se fuehasta el mamparo donde Bolitho tenía colgados lossables cuando habitaba aquella cámara. El alfanjede Herrick oscilaba de manera irregular con elcabeceo del buque, que intentaba mantener supuesto respecto al Black Prince. Pero Herrickestaba tocando el catalejo con montura de plata ymagníficamente acabado que le había compradoDulcie al mejor fabricante de instrumentos delStrand de Londres; Bolitho dudó de si sabía lo queestaba haciendo. Seguramente lo tocaba comoconsuelo.

—No pude llegar a tu casa a tiempo —dijoBolitho—. Si no, habría…

Herrick bebió de la copa hasta dejarla vacía.—Lady Bolitho me contó lo de todos aquellos

condenados dons que trabajaban en la propiedad.¡Ella los habría mandado a paseo! —Miró aBolitho y le preguntó súbitamente—: ¿Seencargaron de todo?

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—Sí. Tu hermana estaba allí. Y tambiénmuchas amistades de Dulcie.

Herrick dijo con un hilo de voz:—No estuve allí ni para ver cómo la

enterraban. Sola… —La palabra resonó en lacámara hasta que añadió—: Tu esposa hizo loposible…

Bolitho dijo con tono calmado:—Dulcie no estuvo sola. Catherine se quedó

con ella, cuidó de todas sus necesidades hasta quefue piadosamente liberada de su sufrimiento. Lohizo con coraje, puesto que el peligro que corríaera considerable.

Herrick se fue hasta la mesa, cogió el brandy yentonces lo agitó vagamente señalando hacia elmar.

—¿Ella sola? ¡Con mi Dulcie!—Sí. No dejó ni siquiera que su ama de llaves

se le acercara.Herrick se frotó los ojos como si le

escocieran.

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—Supongo que crees que esto te da laoportunidad de redimirla ante mí.

Bolitho no se dejó llevar por la ira al oír elcomentario.

—No estoy aquí para sacar provecho de tudolor. Me acuerdo muy bien de cuando viniste a mícon la terrible noticia de la muerte de Cheney. Lolamento mucho por ti, Thomas, porque sé lo que esperder el amor… igual que comprendo qué sesiente al descubrirlo.

Herrick se dejó caer pesadamente y rellenó sucopa con el rostro reflejando mucha concentración,como si cada pensamiento representara unesfuerzo.

Entonces dijo con voz pastosa:—Así, tú tienes a tu mujer y yo lo he perdido

todo. Dulcie me daba fuerza, me hacía sentiralguien. Un gran, gran paso, de hijo de un pobreempleado a contralmirante, ¿eh? —Como Bolithono decía nada, se inclinó sobre la mesa y gritó—:¡Pero no lo entiendes! Lo vi en el joven Adam

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cuando vino a bordo… A él también se le nota; eslo que dicen los boletines de noticias. El encantoBolitho, ¿no es eso?

—Me voy, Thomas. —Su desesperación eratan destructiva que era demasiado terriblequedarse allí. Más adelante, Herrick lamentaría suarrebato, aquellas palabras tan amargas queparecía haber estado guardándose a lo largo de losaños. Su amistad se había agriado; envidia dondeuna vez había habido un fuertísimo lazo deverdadera amistad—. Cuando estés en Inglaterrapiensa y revive las cosas buenas que encontrasteisjuntos… Y la próxima vez que nos veamos…

Herrick se puso como pudo de pie y casi secayó. Por un momento, su mirada pareciódespejarse al tiempo que le espetaba:

—¿Y tu lesión? ¿Está mejor? —De algunamanera, a través de la neblina de angustia y vacío,debía de haberse acordado de cuando Bolithohabía estado a punto de caerse en aquel mismobarco. Entonces dijo—: He oído que el marido de

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Lady Catherine ha muerto, ¿no? —Era un desafío,como una acusación—. Muy oportuno…

—No es así, Thomas. Puede que algún día loentiendas. —Bolitho se dio la vuelta y cogió susombrero y su capote mientras la puerta se abría yasomaba por ella el comandante Gossage.

—Estaba a punto de informar al contralmirantede que el viento está subiendo, Sir Richard. —Sumirada se fue rápidamente hacia Herrick, que sehabía desplomado de nuevo en su silla e intentabaenfocar la mirada sin éxito.

Gossage dijo rápidamente con pretendidadiscreción:

—Llamaré a la guardia, Sir Richard, para quele despida.

Bolitho miró con semblante grave a su amigo yrespondió:

—No, llame a mi falúa. —Vaciló junto a lapuerta del mamparo y dijo bajando la voz para queel centinela no le oyera—: Luego, atienda a sualmirante. Ahí está sentado un hombre valiente que

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ahora está malherido, peor que si le hubieraalcanzado el fuego enemigo. —Le saludó con unbreve movimiento de cabeza—. Buenos días,comandante Gossage.

Encontró a Jenour esperándole en cubierta yvio a un mensajero enviado por Gossage corriendoa avisar a la falúa para que se acercara a loscadenotes de mayor.

Jenour le había visto pocas veces tan serio ytan triste a la vez. Pero conocía lo suficiente aBolitho para saber que era mejor no preguntarlenada acerca de lo ocurrido en su visita, nimencionar el hecho evidente de que elcontralmirante no estuviera en cubierta paramostrarle sus respetos en su partida.

En vez de eso, dijo con vivacidad:—He oído que el piloto cree que allá está la

costa holandesa… pero que nos alejamosrápidamente de ella con la mala mar que va enaumento. —Se quedó callado cuando Bolitho lemiró por primera vez.

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Bolitho se tocó el ojo malo con los dedos ynotó que le escocía, como un cruel recordatorio.Entonces le preguntó:

—¿Está al costado la falúa, Stephen?Mientras Jenour se alejaba, creyó oírle

murmurar al vicealmirante:—Dios mío, ojalá fuera la costa de Cornualles.El capitán de infantería de marina aulló:—¡Guardia de Honor, presenten… armas!El resto se perdió cuando Bolitho bajó a la

falúa que cabeceaba al costado, como si el mar lehubiera reclamado.

* * *

El teniente de navío Stephen Jenour se puso elsombrero bajo el brazo y entró en la cámara deBolitho. Fuera, en la cubierta, el viento era todavíamuy frío, pero una tregua en su fuerza habíacalmado las olas cortas y encrespadas del Mar del

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Norte por el momento. La presencia de un soldeslucido daba cierta impresión de menos frío enlos abarrotados ranchos y también allí en la grancámara.

Bolitho estaba inclinado ante una carta náutica,con las manos apoyadas sobre la misma, como siabarcara los límites de la escuadra. Parecíacansado, pensó Jenour, pero más tranquilo quecuando dejó a su amigo a bordo del Benbow. Nosabía exactamente lo que había pasado entre ellos,pero sí que le había afectado a Bolithoprofundamente.

Más allá de los grandes ventanales de popa sepodía ver a dos de los setenta y cuatro cañones dela escuadra, el Glorious y el viejo Sunderland.Este último era tan viejo que muchos de loshombres del Black Prince se pensaban que seríaya un casco desarbolado o que habría sido hundidoen combate. Se había perdido pocas campañas;debía de tener más o menos los mismos años queel Hyperion, pensó Jenour.

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Con el Benbow de vuelta a Inglaterra, habíancinco navíos de línea esperando las señales delBlack Prince, y otros dos, el Tenacious y elValkyrie, estaban siendo reparados en losarsenales ingleses. Jenour había encontradoextraño que el contralmirante Herrick se hubieradesprendido de dos buques de su reducida fuerzasin esperar a oír la opinión de Bolitho sobre elasunto. Pero se había guardado sus pensamientospara sí. Había aprendido a reconocer la mayoría,si no todos, de los estados de ánimo y lassusceptibilidades de Bolitho, y sabía que a vecesestaba sólo en parte en su buque insignia, mientrasel resto del tiempo estaba mentalmente conCatherine en Inglaterra.

Se dio cuenta de que Bolitho había levantadola vista de la carta y que estaba mirándolepacientemente. Jenour se sonrojó, algo que todavíahacía demasiado a menudo… lo que le daba mucharabia.

—Los comandantes están a bordo, Sir Richard.

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Sólo falta el comandante de la Zest, que está en suzona de patrulla.

Bolitho asintió. Habían transcurrido dossemanas desde su encuentro con Herrick, y habíadispuesto de mucho tiempo para pensar en loocurrido entre ellos. Ahora, por primera vez y acausa de la mejora del tiempo, el grueso de suescuadra se había agrupado bajo el solresplandeciente que hacía que el mar pareciera deplata bruñida. Era la primera vez, también, que suscomandantes conseguían llegar al buque insignia.

—¿Qué hay acerca del bergantín correo?Jenour se sonrojó aún más. ¿Cómo podía saber

Bolitho que el bergantín había sido avistado por elvigía del tope del Glorious? Había estado allí ensus aposentos desde que acabara su paseo en elalcázar al amanecer a la vista de todos, en vez dehacerlo en su galería privada.

Bolitho vio su expresión confundida y sonrió.—He oído la señal leída en cubierta, Stephen.

Una galería tiene su utilidad… El sonido llega

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perfectamente. —Y añadió irónicamente—:¡Incluso las cosas que dice la gente de forma algoindiscreta!

Trató de no albergar la esperanza de que elpequeño bergantín, de nombre Mistral, le trajerauna carta de Catherine. Era demasiado pronto, y detodas maneras, ella estaría muy ocupada. Seplanteó todos los argumentos posibles paracontener su desilusión.

—Haga una señal a su comandante para que sepresente a bordo cuando llegue —dijo.

Pensó en los comandantes que le estabanesperando para conocerle. Ninguno de ellos eraamigo suyo; pero todos tenían experiencia. Esobastaría. Después de lo de Thomas Herrick… Selo quitó de la cabeza rápidamente, sintiendo elmismo dolor y la misma sensación de traición queexperimentó aquel día. Tiempo atrás, siendo élmismo comandante de un buque, se habíapreocupado ante el hecho de no conocer a ladotación de un nuevo barco. Ahora sabía por

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experiencia que normalmente ellos estaban muchomás preocupados que él.

A lo largo de la última hora, los pitos habíanido sonando en el portalón de entrada a medidaque los distintos comandantes iban llegando abordo. Cada uno de ellos estaría seguramentepensando más en los rumores de escándalo que enlo que iba a afrontar a partir de aquel momento.

—Por favor, pídale al comandante Keen queles traiga aquí —dijo. No se dio cuenta del tonoalgo brusco que había empleado—. Se quedótotalmente sorprendido al ver a su viejo Nicatorformando parte de la escuadra… Estuvo al mandodel mismo hace seis o siete años. Estábamosjuntos en Copenhague. —Sus ojos grises parecíanausentes—. Perdí algunos buenos amigos aqueldía.

Jenour esperó, y vio cómo la súbitadesesperación se alejaba de su rostro como unanube en la mar.

Bolitho sonrió.

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—En una ocasión me dijo que el Nicatorestaba tan podrido que muchas veces pensaba quesólo una fina plancha de cobre le separaba de laeternidad. ¡A saber cómo estará ahora el viejobarco!

Jenour se detuvo junto a la puerta, detestandointerrumpir aquellas confidencias.

—¿Tan escasos andamos de barcos, SirRichard?

Bolitho se fue hasta los ventanales de la aleta yobservó el agua agitada y la manera en que algunasgaviotas que volaban en círculos parecían cambiarde color al bajar y subir bajo la luz del sol.

—Me temo que sí, Stephen. Por eso son tanimportantes esos buques daneses. Todo esto podríaacabar en nada, pero no lo creo. No me imaginé lamuerte de Poland, ni me inventé la casidestrucción de la Truculent. Ellos sabían queestábamos allí. —Se acordó de cómo Sir CharlesInskip se había mofado de él a causa de sussospechas acerca de las intenciones de los

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franceses. Pero eso había sido antes deldesesperado combate; desde entonces no se habíavuelto a mofar.

Sintió cierta irritación con aquellos recuerdosy dijo:

—Dígale a Ozzard que traiga un poco de vinopara nuestros invitados.

Jenour cerró la puerta y vio a Ozzard y a otrocriado preparando ya las copas y poniéndolas abuen seguro por si se levantaba de repente malamar.

Bolitho se fue hasta el enfriador de vino y tocóla madera taraceada con los dedos. Herrick estaríaen su casa. Recordando cómo había sido todo;esperando ver a Dulcie y sentir el calor de suobvia adoración hacia él. Herrick estaríaprobablemente maldiciéndole también por haberrelevado al Benbow, como si hubiera pasadoporque Bolitho quería la escuadra para sí. Quéequivocado estaba… Pero siempre era fácilencontrar un motivo para el resentimiento si uno lo

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deseaba lo bastante.La puerta se abrió y Keen les hizo pasar para

que se fueran presentando a Bolitho a medida queiban entrando.

Bolitho obtuvo una impresión variada deexperiencia, capacidad y curiosidad. Todos erancapitanes de navío excepto el último en entrar.Ozzard pasó entre ellos con su bandeja, pero susmiradas estaban puestas en el comandante de laAnemone, el capitán de fragata que en aquellosmomentos estaba dando novedades a suvicealmirante. Parecía más su hermano pequeñoque su sobrino.

Bolitho le estrechó la mano a Adam, pero nopudo seguir conteniéndose y le dio un abrazo.

El cabello negro como el suyo; incluso laincansable energía del joven potro que habíallegado al Hyperion como un guardiamarinaflacucho de catorce años. Aún estaba todo allí.Bolitho le separó con sus brazos extendidosasiéndole aún y le escrutó rasgo por rasgo. Pero

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Adam era ya un hombre, un comandante de supropia fragata; lo que siempre había soñado. Teníaveintiséis años. ¿Otro capricho del destino?Bolitho tenía su misma edad cuando le dieron elmando de su primera fragata.

—Me alegro de verte, tío —dijo Adambajando la voz—. Apenas estuvimos una horajuntos tras la vuelta a puerto de la Truculent.

Sus palabras parecieron flotar en el aire comoel recuerdo de una amenaza. Si no hubiera sido porla súbita aparición de la Anemone, los tres buquesfranceses habrían aplastado el barco de Poland abase de pura artillería.

Bolitho pensó lúgubremente: «Y yo estaríamuerto». Sabía que nunca iba a dejarse capturarotra vez.

Keen había hecho sentarse a los demás, queobservaban aquel reencuentro, encajándolo cadauno de ellos en la imagen que tenían de Bolithogracias a lo que habían oído decir de él. No habíaninguna clase de resentimiento en sus rostros;

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Bolitho supuso que no verían en Adam ningunaamenaza para sus estatus en la escuadra a causa desu rango inferior.

—Esta vez hablaremos mucho más —dijoBolitho a su sobrino—. Estoy orgulloso de tenertebajo mi insignia.

Por un momento volvió aquel guardiamarina desonrisa descarada al decir Adam:

—¡Por lo que he oído y leído, es algoarriesgado dejarte solo, tío!

Bolitho recobró su compostura y miró a Keen ya los otros comandantes. Había muchas cosas quequería contarle a Adam, que necesitaba contarle,para que nunca hubiera ninguna duda ni secretoque pudiera acosarles cuando estuvieran solos.

Adam tenía muy buen aspecto con su casaca deuniforme; pero era más el aspecto de un jovenhaciendo el papel de héroe que el de un hombreque tenía el destino de una fragata de treinta y ochocañones y de unas ciento ochenta almas en susmanos. Pensó en la aflicción de Herrick, en su

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mordaz comentario sobre el encanto Bolitho.¿Puede que tuviera razón? Era fácil imaginarse lacara de Adam en uno de los retratos de la casa deFalmouth.

—Deseaba conocerles lo antes posible, puestoque en el pasado he podido comprobar que muchasveces las circunstancias impiden que dediquemosel tiempo adecuado a estas cuestiones. —Sevieron algunas sonrisas—. Lamento que nos faltendos buques en nuestra fuerza… —Vaciló al darsecuenta de lo que había dicho. Era como si Herrickestuviera allí mismo, mirándole, molesto por laacusación implícita de haber enviado los dosbarcos a puerto sin esperar. Dijo—: No esmomento para aflojar la mano en las riendas.Muchos vieron Trafalgar como una victoria queiba a acabar con el peligro enemigo de un sologolpe. Lo he oído y visto por mí mismo, en la flotay en las calles de Londres. Les puedo asegurar,caballeros, que sería propio de alguien estúpido ymal informado creer que es momento de relajarse.

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Necesitamos hasta el último barco que podamosconseguir, y a hombres que estén dispuestos aluchar cuando llegue el momento, como sin dudallegará. Los franceses explotarán sus victorias entierra y han demostrado que es muy difícil pararleslos pies. ¿Y quién sabe qué líderes van a enviar almar una vez tengan de nuevo barcos para utilizarcontra nosotros? La Marina francesa se viodebilitada por la misma violencia que acabóllevando a Napoleón al poder. Durante la sangríadel terror, ¡los oficiales leales al Rey fuerondecapitados con la misma ira ciega que losaristócratas! Pero aparecerán nuevas caras, ycuando lo hagan, tenemos que estar preparados. —Se sintió de repente agotado, y vio que Adam lemiraba preocupado.

—¿Tienen alguna pregunta? —preguntó.El capitán de navío John Crowfoot,

comandante del Glorious, un hombre alto y algoencorvado con aspecto de clérigo de pueblo,preguntó:

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—¿Ofrecerán su flota al enemigo los daneses,Sir Richard?

Bolitho sonrió. Incluso hablaba como unclérigo.

—No lo creo. Pero bajo una presión extrema,podrían ceder. Ningún danés quiere al ejército ensu país. Los ejércitos de Napoleón tienen lacostumbre de quedarse con un pretexto u otro en latierra que han invadido.

Bolitho vio que Keen se inclinaba haciadelante para ver al comandante que iba a hablar.Era el capitán de navío George Huxley, que estabaal mando del Nicator, el antiguo barco de Keen.Probablemente estaba preguntándose de qué clasede hombre podía esperarse que mantuviera de unapieza el setenta y cuatro cañones podrido.

Huxley era bajo y fornido y tenía una miradatranquila, dando una primera impresión de teneruna inquebrantable confianza en sí mismo. Unhombre difícil, pensó Bolitho.

Huxley insistió:

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—Necesitamos más fragatas, Sir Richard. Sinellas, estamos ciegos y no sabemos lo que ocurre.Una escuadra, no, una flota podría pasar a nuestrolado por la noche hacia mar abierto o a lo largo dela costa holandesa y nosotros nunca lo sabríamos.

Bolitho vio que uno de los comandantesmiraba a su alrededor como esperando ver la costaholandesa, a pesar de que estaba a más de treintamillas por el través.

—Comparto su parecer, comandante Huxley —dijo—. Pero sólo tengo dos bajo mi mando. La demi sobrino y la Zest, a cuyo comandante todavíano conozco.

Pensó en el comentario de Keen: «Elcomandante Fordyce tiene fama de tirano, señor.Es el hijo de un almirante, como usted sabrá, perosus métodos no se parecen en nada a los míos».Era raro oír a Keen hablando de un colega. Susseñorías del Almirantazgo pensarían seguramenteque la Zest necesitaba una mano más firme tras elfiasco de Varian.

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Hubo más preguntas sobre reparaciones yprovisiones, sobre zonas de patrulla y la escasezde hombres. Algunas de las preguntas versaronsobre las señales y las órdenes de combatepropuestas por Bolitho, y se referían más bien a subrevedad que a otra cosa.

Bolitho les miró pensativo. «No me conocen.Todavía».

Respondió:—Se pierde demasiado tiempo con

intercambios de señales innecesarios en medio deun combate naval. Y el tiempo, como saben porexperiencia, es un lujo del que no siempredisponemos. —Dejó que se apagaran sus palabrasantes de añadir—: Mantuve correspondencia conLord Nelson, pero como la mayoría de ustedes,nunca tuve la suerte de conocerle. —Su mirada fuea parar a Adam—. Mi sobrino es la excepción. Seentrevistó con él en más de una ocasión… Unprivilegio que nunca podremos compartir. Aunquese haya ido para siempre, su ejemplo pervive y

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podemos aprovecharlo y utilizarlo. —Tenía todasu atención, y vio que Adam se tocaba la mejilladisimuladamente con el dorso de la mano.

—Nelson dijo una vez que en su opiniónningún comandante podía hacerlo muy mal si poníasu barco al costado del buque enemigo. —Viocómo Crowfoot, del Glorious, asentíaenérgicamente, y que Jenour le observabaatentamente desde la puerta como si le preocuparaque pudiera olvidarse de decir algo importante.

Bolitho concluyó diciendo sencillamente:—En respuesta a algunas de sus preguntas…

no creo que las palabras de nuestro Nel puedansuperarse nunca.

Pasaron dos horas más antes de que semarcharan todos, sintiéndose mejor gracias a laabundante cantidad de vino y preparando cada unode ellos su propia versión de la reunión paraexplicársela a sus respectivas cámaras de oficialesy dotaciones.

Tras su partida, Ozzard exclamó compungido:

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—¡Se han comido una buena ración del quesoque envió a bordo Lady Catherine!

Bolitho encontró algo de tiempo para hablarcon el comandante más joven de su escuadra, elcapitán de corbeta Philip Merrye, del Mistral, delque Allday diría más tarde con cierto desdén:«¡Otro de esos comandantes de doce años!».

Entonces, bajo un viento del noroeste mássuave del que habían tenido hasta el momento, loscinco navíos de línea ocuparon sus posicionesrespecto al buque insignia y tomaron otro rizo parala noche. Todos los comandantes y los segundoseran muy conscientes de quién era el hombre cuyainsignia ondeaba en el palo trinquete del BlackPrince, y de la necesidad de no perder contactocon él en la creciente oscuridad.

Keen iba a invitar a Bolitho a cenar con él,pero cuando el comandante del bergantín leentregó una carta, decidió no hacerlo.

Iba a ser un momento íntimo, compartido pornadie más que el barco que le rodeaba, y con

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Catherine. Aquel hombre que se inclinaba sobre lamesa y abría cuidadosamente la carta no era elhombre que sus comandantes conocían. Sabía quela iba a leer muchas veces; y se dio cuenta de queestaba tocando el guardapelo que llevaba bajo lacamisa mientras ponía la carta bajo una lámparadel techo.

«Querido Richard, amor mío, ha pasado muypoco tiempo desde que nos despedimos y aun asíme parece ya una eternidad…».

Bolitho miró alrededor de la cámara ypronunció su nombre en voz alta:

—Pronto, mi amor, pronto… —Y con elsusurro del mar, creyó oír cómo ella se reía.

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XVII

TÚ TIENES SUS CORAZONES…

Si los oficiales y los hombres de la escuadradel Mar del Norte de Bolitho esperaban escapardel aburrimiento del servicio de bloqueo, prontose vieron decepcionados. Las semanas se ibanconvirtiendo en meses. La primavera se llevó losvientos helados y la constante humedad delinvierno y ellos siguieron con las interminables yaparentemente inútiles patrullas. Hacia el nortedesde las islas Frisias, con la costa holandesa aveces a la vista, y a menudo hasta el Skagerrak,donde Poland había librado su último combate.

Bolitho sabía mejor que nadie que estabasiendo exigente con ellos, probablemente más delo que habían tenido que soportar nunca.Ejercicios de tiro y de maniobra de vela, denavegación en línea o en columnas y con un

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mínimo de señales. Entonces había dividido laescuadra en dos divisiones, con el Glorious deCrowfoot como cabeza de la otra línea. Bolithohabía recibido ya el refuerzo de los dos setenta ycuatro cañones restantes, el Valkyrie y elTenacious, y la pequeña pero bien recibidaincorporación de la goleta Radiant, cuyo mandoostentaba un teniente de navío mayor que habíaestado en su día en el servicio de guardacostas.

Puede que la Radiant fuera pequeña, pero eralo bastante veloz para acercarse rápidamente a lacosta y largarse antes de que ningún buque patrullaenemigo pudiera levar anclas y salir para hacerlepagar su insolencia.

Una mañana, Allday estaba afeitando a Bolithocon los ventanales de popa abiertos por primeravez desde su llegada a bordo, con un airerealmente cálido. Bolitho tenía la vista clavada enel techo mientras la navaja de afeitar pasaba conmano experta bajo su barbilla.

La hoja se detuvo cuando dijo:

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—Supongo que odian mis entrañas por todoslos ejercicios que les obligo a hacer, ¿no?

Allday esperó y entonces continuó con sunavaja.

—Es mejor así, Sir Richard. Está bien en unbarco pequeño, pero en los barcos grandes comoeste no es bueno que los oficiales y los marinerosestén demasiado unidos.

Bolitho le miró con curiosidad. «Mássabiduría».

—¿Por qué no?—Entre cubiertas necesitan a alguien a quien

odiar. Les mantiene en tensión, ¡como la piedra deafilar al machete!

Bolitho sonrió y dejó que su mente divagara denuevo. Cornualles estaría exuberante tras el tiempomonótono del invierno. La aulaga tendría unamarillo vivo en sus flores y los jacintos silvestresadornarían los pequeños senderos que llevaban alcabo. ¿Qué estaría haciendo Catherine? Elbergantín correo había traído varias cartas; en una

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ocasión había recibido tres a la vez, como ocurríamuchas veces en los buques del Rey que estabanmucho tiempo en el mar. Catherine siempre hacíainteresantes sus cartas. Había vendido lapropiedad de Somervell de Londres, y tras saldarlo que parecía ser una montaña de deudas, se habíacomprado una pequeña casa cerca del Támesis.Era como si ella hubiera percibido su repentinainquietud a través de las muchas millas que lesseparaban y había escrito: «Cuando tengas queestar en Londres, tendremos nuestro propiorefugio… No estaremos en deuda con nadie».Hablaba también de Falmouth, de ideas que ella yFerguson habían puesto en marcha para disponerde más tierra de la que sacar un beneficio y nosólo para mantener la propiedad. Nuncamencionaba a Belinda, ni hablaba de la enormecantidad de dinero que necesitaba para vivir de laúnica manera que aceptaba hacerlo.

Sonó un golpeteo en la puerta exterior, entróKeen y dijo medio disculpándose:

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—He creído que debería saberlo, Sir Richard.Nuestra goleta está a la vista al este y viene hacianosotros.

Allday secó la cara de Bolitho y observó la luzde sus ojos. No había rastro de lesión alguna. Nocambia, pensó. Así que, después de todo…

—¿Crees que trae noticias, Val? —preguntóBolitho.

Keen respondió impasible:—Viene de la dirección correcta.En la última carta de Catherine, ella había

hablado de su encuentro con Zenoria. «Dile a Valque no desespere. El amor es tan fuerte comoantes. Necesita tiempo». Keen había escuchado elmensaje sin decir nada. Resignado, esperanzado odesesperado… Cualesquiera que fueran sussentimientos, los ocultaba bien.

Cuando Allday les dejó solos, Bolithoexclamó:

—¡Por todos los santos, Val! ¿Cuánto tiempomás tenemos que estar yendo arriba y abajo frente

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a esta árida costa a la espera de órdenes? ¡Cadamañana el horizonte está desierto y cada ocasotrae más quejas de la gente a causa de toda estalabor inútil!

La goleta tardó un tiempo en llegar a ellos ycolocarse a sotavento del Black Prince para arriarun bote.

El teniente de navío Evan Evans había servidoen los cúters del servicio de guardacostas antes deentrar en la Marina del Rey, pero parecía más unpirata que un defensor de la ley. Un hombrerobusto con un pelo desaliñado canoso que parecíacortado por él mismo con unas tijeras de esquilar yun rostro de color rojo teja tan estropeado por labebida que le confería una presencia peculiar enaquella gran cámara.

Ozzard trajo un poco de vino pero Evans negócon su cabeza greñuda.

—Nada de eso, con perdón, Sir Richard…¡Me hace trizas el estómago!

Pero cuando Ozzard sacó el ron y se lo sirvió,

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Evans no dijo nada y vació la jarra de un trago.—¡Esto es otra cosa!—Explíqueme qué ha visto —le preguntó

Bolitho.Se fueron juntos hacia la mesa donde estaba

desplegada la carta náutica de Bolitho con sudiario personal al lado.

Evans puso un dedo tan grueso y tan duro comoun pasador de cabo sobre la carta y dijo:

—Hace tres días, Sir Richard. Iba hacia laBahía de Heligoland; al menos es lo que mepareció por su rumbo.

Bolitho refrenó su impaciencia. Evans estabareviviéndolo. Destruiría la imagen de su mente sile acosaba a preguntas. Era extraño oírlemencionar los puntos de referencia locales con susonoro acento galés.

—¿Qué era? —preguntó Keen discretamente.Evans le miró y prosiguió:—Grande como una catedral, era. Un navío de

línea. —Se encogió de hombros—. Entonces

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salieron de la nada dos fragatas, una de ellas decuarenta y cuatro cañones. —Frunció el ceño demodo que sus ojos claros parecieron desaparecerentre gruesos pliegues de piel.

Bolitho se irguió y se cogió las manos a laespalda.

—¿Vio el nombre de esa fragata, señor Evans?—Bueno, hubo cierto alboroto cuando nos

disparó con su cazador de proa, pero mi pequeñagoleta puede ser muy veloz, como sabrá usted…

—L’Intrépide, ¿no es así? —aventuró Bolitho.Evans le miró atónito y asintió, y Keen le

preguntó también sorprendido:—Pero, ¿cómo podía saberlo, señor?—Ha sido un presentimiento. —Se dio la

vuelta para ocultarles su expresión. Estaba allí;podía sentirlo. No todavía, pero pronto, muypronto.

—El navío de línea… ¿Cómo cree que era degrande?

Evans aceptó el ofrecimiento de Ozzard y

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bebió más ron. Se secó los labios con el dorso desu mano curtida y frunció el ceño. Parecía ser unhábito en él.

—Bueno, no tengo demasiado ojo para ello,pero estoy seguro de que era un navío de línea. —Dio un repaso con mirada profesional a la cámara—. Más grande que este.

—¿Qué? —Bolitho se volvió ante la repentinasorpresa e incredulidad de Keen—. Debe ser unerror, señor. He leído hasta la última palabra deesos informes del Almirantazgo. Ningún barco másgrande que un setenta y cuatro cañones sobrevivióa Trafalgar. Fueron todos apresados o zozobraronen el temporal que siguió al combate. —Miró deforma casi acusadora hacia el teniente de navío—.Ningún agente ha informado sobre la construcciónde ningún barco como el que usted describe.

El oficial sonrió. La carga ya no era suya y elron estaba muy bueno.

—Bueno, eso es lo que yo vi, Sir Richard, yllevo en la mar veinticinco años. Tenía nueve

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cuando salí de Cardiff. Nunca me he arrepentido.—Lanzó una mirada compasiva hacia Keen—. ¡Eltiempo suficiente para saber cuál es el lado quepincha de un chuzo!

Keen se rió, se relajó y replicó:—¡Es usted un tipo desvergonzado, pero creo

que me lo he buscado!Bolitho le miró, quedando por el momento la

noticia a un lado. Sólo Keen era lo bastantehombre para admitir algo así ante un subordinado.Pero no se le ocurrió pensar ni por un instante quepodía haberlo aprendido de él mismo.

—Quiero que lleve un despacho a Portsmouth—dijo Bolitho—. Podría ser urgente.

—Por el Nore llegaría antes, señor —apuntóKeen.

Bolitho negó con la cabeza y dijo pensando envoz alta:

—En Portsmouth tienen telégrafo. Será másrápido. —Dirigió a Evans una elocuente miradacuando este bebió más ron—. Supongo que tendrá

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usted un ayudante de piloto de fiar, ¿no?El galés le respondió sin dudarlo:—No le fallaré, Sir Richard. Mi pequeña

goleta estará allí el lunes.—Llevará también una carta. —Su mirada se

cruzó con la de Evans—. Le agradecería que laenviara usted mismo por correo a caballo. Se lopagaré ahora.

El hombre sonrió.—Dios bendito, no, Sir Richard. ¡Conozco a

unos granujas de Portsmouth Point que me debenun par de favores!

Keen pareció salir de su ensimismamiento.—Yo también tengo una carta, ¿podría quizás

enviarla junto con la suya, Sir Richard?Bolitho asintió, comprendiendo lo que le

estaba diciendo. Si ocurría lo peor, era posibleque nunca supiera si Zenoria le amaba. La solaidea era insoportable.

—Haces lo correcto, Val —dijo bajando lavoz—. Catherine se encargará de que ella la

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reciba.Al mediodía, la goleta estaba de nuevo en

camino, observada con envidia por aquellos queconocían su destino y deseaban hacer su próximarecalada en Inglaterra.

Mientras Bolitho y Keen pensaban en susrespectivas cartas, que iban en la caja fuerte de lagoleta junto con sus despachos, tenían lugar otrasescenas muy distintas en lo más profundo delcasco, como solía ocurrir en todos los grandesbuques de guerra.

Dos marineros que habían estado trabajandobajo la dirección de Holland, el secretario delcontador, para subir un tonel nuevo de cerdosalado del pañol, estaban agachados casi a oscurascon una botella de coñac en sus manos. Uno de losdos era Fittock, el que había sido azotado porinsubordinación. El otro era un hombre de Devonllamado Duthy, cordelero y, como su amigo, unmarinero con experiencia.

Hablaban con susurros, conscientes de que ya

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no tenían que estar allí. Pero como a la mayoría debuenos marineros, no les gustaba estar encerradoscon ignorantes e incompetentes de tierra adentroque siempre estaban quejándose de la disciplina,tal como decía Duthy.

—Me alegraré cuando me llegue el momentode dejar esto, Jim —dijo Duthy—, pero tambiénecharé de menos algunas cosas. He aprendido unoficio en la Marina y, suponiendo que sigaentero…

Fittock bebió un buen trago y notó el calor delaguardiente bajándole por el gaznate. No eraextraño que lo bebieran en la cámara de oficiales.

Asintió.—Suponiendo… Sí, amigo, siempre es lo

mismo.—¿Crees que vamos a luchar, Jim?Fittock se frotó la espalda contra un tonel. Las

cicatrices de los azotes le seguían molestando peseal paso del tiempo.

Mostró sus dientes en una sonrisa.

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—¿Conoces el viejo proverbio, amigo? Si lamuerte barre las cubiertas, que sea como la primade presa.

Su amigo negó con la cabeza.—No lo entiendo, Jim.Fittock se rió.—¡Para que los oficiales se lleven la mayor

parte!—¡Esa es buena!Ambos se pusieron en pie como pudieron

cuando alguien descorrió la pantalla de unalámpara e iluminó al guardiamarina Vincent queles miraba atentamente con una leve sonrisa en suboca. Detrás de él y con su correaje blancodestacando en la penumbra, estaba el ayudante delmaestro armero para cuestiones de disciplina, uncabo de infantería de marina.

Vincent dijo con frialdad:—Menos mal que he venido a hacer la ronda.

—El oficial de guardia le había enviado tras verque el secretario del contador aparecía solo en

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cubierta, pero hizo que sonara como si fuera ideasuya—. La escoria como usted, Fittock, no aprendenunca, ¿no?

—No estábamos haciendo nada, señor —protestó Duthy—. Estábamos aquí descansando unpoco…

—¡No me mienta, cerdo! —Vincent extendió elbrazo—. ¡Deme esa botella! ¡Se les va a quedar alaire la columna vertebral por esto!

La rabia, el resentimiento, las cicatrices de suespalda y, por supuesto, el coñac, todoscontribuyeron a lo que sucedió entonces.

Fittock le replicó enfadado:—Se cree que puede hacer lo que le dé la gana

porque el vicealmirante es su tío, ¿es esto? Puesque sepa, pequeña mierda, que he servido con élantes, ¡y no es usted digno de estar en el mismobarco que él!

Vincent le miró con ojos vidriosos. Todo seestaba torciendo.

—¡Cabo, prenda a este hombre! ¡Llévele a

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popa! —Estaba casi gritando—. ¡Es una orden,caramba!

El cabo se humedeció los labios e hizo ademánde sacarse el mosquete que llevaba colgado.

—Vamos, Jim Fittock, conoces las reglas. Novayamos a tener problemas, ¿eh?

Se oyeron unas pisadas en el enjaretado deentre los toneles y aparecieron unos calzonesblancos bajo la luz de la lámpara.

El guardiamarina Roger Segrave dijo con tonocalmado:

—No va a tener ningún problema, cabo.—¿Qué diablos estás diciendo? —inquirió

Vincent hablando entre dientes—. Estabanbebiendo ilícitamente, y cuando les hedescubierto…

—Han sido «insubordinados», supongo, ¿no?—Segrave se sorprendió ante su tono de voztranquilo. Como el de un completo desconocido—.Ustedes dos, váyanse. —Se volvió hacia el cabo,que le miraba fijamente con su cara sudorosa llena

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de gratitud—. Y usted. No le voy a necesitar.Vincent gritó fuera de sí:—¿Y el coñac? —Pero, por supuesto, había

desaparecido como por arte de magia.Fittock se detuvo ante Segrave, le miró a los

ojos y le dijo en voz baja:—No lo olvidaré. —Entonces se marchó.—Una cosa más, cabo. —Las polainas y las

botas lustradas se paralizaron en la escala—.Cierre la escotilla cuando salga.

Vincent le miraba con incredulidad.—¿Estás loco?Segrave arrojó su casaca sobre cubierta.—Conocí a uno que se parecía mucho a ti. —

Empezó a arremangarse la camisa—. También eraun matón… un pequeño tirano de medio pelo queme amargó la vida.

Vincent forzó una risotada. En la fría y húmedabodega, resonó como una burla.

—Era demasiado para ti, ¿no?Sorprendentemente, Segrave se dio cuenta de

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que podía contestarle sin emoción alguna.—Sí. Lo era. Hasta que un día conocí a tu tío y

a un hombre con sólo media cara. Después de eso,acepté el miedo… y puedo volverlo a hacer.

Oyó cómo la escotilla encajaba en su sitio conun ruido sordo.

—Todo este tiempo te he visto aprovechartedel apellido de tu tío para atormentar a los que nopueden responderte. No me sorprende que teecharan de la Honorable Compañía de las IndiasOrientales. —Era sólo una suposición, pero vioque daba en el blanco—. ¡Así que ahora vas asaber lo que es!

Vincent exclamó:—¡Te desafiaré a un duelo…!El golpe del puño de Segrave en su mandíbula

le dejó tumbado sobre la cubierta con un labiopartido y sangrando.

Segrave hizo una mueca por el dolor de sumano; detrás de aquel golpe estaban todosaquellos años de humillación.

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—¿Desafiarme a un duelo, niñato? —Cuandose puso de pie, le volvió a pegar un puñetazo quele dejó de nuevo despatarrado sobre la cubierta—.Los duelos son para hombres, ¡no para niñosbonitos como tú!

Cuatro cubiertas por encima de ellos, elteniente de navío Flemyng, que era el oficial deguardia, dio unos cuantos pasos hacia un lado yluego hacia el otro antes de volver a mirar laampolleta de media hora que había junto a labitácora.

Hizo una seña a un ayudante de contramaestrey le espetó:

—Vaya a buscar a esos condenados mocosos,¿quiere, Gregg? Estarán haciendo el tonto por ahíabajo.

El hombre se llevó los nudillos a la frente ehizo ademán de salir aprisa, pero fue detenido porla voz severa de Cazalet, el primer oficial:

—¡Todavía no, señor Flemyng! —Era deTynemouth y tenía una voz muy potente.

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Flemyng, que era el tercer oficial del buque, ledirigió una mirada interrogante.

Cazalet sonrió para sí mismo y apuntó sucatalejo hacia el viejo Sunderland.

—Creo que deberíamos darle un poco más detiempo, ¿no cree?

* * *

El almirante Lord Godschale se puso unpañuelo de seda ante su nariz aguileña y comentó:

—El maldito río huele fatal esta tarde.Tenía un aspecto espléndido con su casaca de

gala de brillantes charreteras, y mientrasobservaba la multitud de invitados que llenaban laamplia terraza de su casa de Greenwich, encontrótiempo para reflexionar sobre su buena suerte.

Pero hacía muchísimo calor, y así seguiríahasta que la noche cayera sobre el Támesis ytrajera algo de aire fresco para aliviar a los

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oficiales con sus casacas azules y rojas.Godschale contempló el río que serpenteaba haciael meandro de Blackwall Reach y el movimientode las barcas de pasaje y de carga que se movíancomo hormigas por el mismo. Era una casaimpresionante y daba constantemente las gracias aque el anterior propietario se la hubiera vendidotan rápidamente y a un precio tan razonable. Alestallar la guerra con Francia, cuando lasespantosas noticias del Terror insinuaban el pasodel Canal, el anterior propietario había vendidosus posesiones, había recuperado sus inversiones yhabía volado a Estados Unidos.

Godschale mostró una sonrisa lúgubre.Aquello demostraba la poca fe que tenía aquelhombre en la capacidad de defensa de su país.

Vio la delgada figura de Sir Charles Inskipabriéndose paso entre los sonrientes yamontonados invitados, saludando con la cabeza ysonriendo a medida que avanzaba; un verdaderodiplomático. Godschale notó que volvía su

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desasosiego.Inskip se acercó a él y cogió una copa de vino

de uno de los muchos criados sudorosos.—¡Todo un acontecimiento, milord!Godschale frunció el ceño. Había planificado

la recepción con mucho cuidado. Gente de peso enla sociedad mezclada de forma equilibrada con losmilitares y la Marina. Incluso iba a venir el primerministro. Grenville sólo había ocupado el cargodurante un año tras Pitt y, dijera lo que dijera lagente sobre él, había sido un desastre. Ahoravolvían a tener a un Tory, nada menos que alDuque de Portland, que probablemente aún tendríamenos idea que Grenville de cómo conducir laguerra.

Vio a su esposa muy metida en conversacióncon dos de sus mejores amigas. Sin duda estaríancomentando las últimas habladurías. Era difícilverla como la chica tan llena de vida que habíaconocido cuando era un apuesto capitán de fragata.Había perdido su encanto y era bastante aburrida.

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Movió la cabeza de un lado a otro. ¿Dónde sehabía ido aquella chica?

Lanzó una mirada a las mujeres que teníacerca. El tiempo caluroso era una bendición parasus ojos. Hombros desnudos, vestidos con escotesprofundos que nunca hubieran sido tolerados unospocos años atrás en la capital…

Inskip vio su expresión de avidez y lepreguntó:

—¿Es cierto que ha mandado venir a SirRichard Bolitho? Si es así, creo que deberíahabernos informado.

Godschale pasó por alto la cautelosa crítica.—Tenía que hacerlo. Envié a la Tybalt a

buscarle. Fondeó en el Nore hace dos días.Inskip no estaba nada convencido.—No veo en qué puede ayudar eso.Godschale apartó los ojos de una joven cuyos

pechos habrían quedado totalmente a la vista si suvestido hubiera sido cosido un centímetro másabajo.

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Dijo con un susurro grave:—¿No ha oído la noticia? Napoleón ha

firmado un tratado con Rusia y ha tenido el malditoatrevimiento de ordenar a Suecia y a Dinamarcaque nos cerraran sus puertos y dejaran decomerciar con nosotros. Además, Francia haexigido ¡que pongan sus flotas a su disposición!¡Maldita sea, hombre, eso serían cerca dedoscientos barcos! ¿Por qué nadie ha visto lainminente amenaza de este lamentable asunto? ¡Sesupone que su gente tiene ojos y oídos enDinamarca!

Inskip se encogió de hombros.—Me pregunto qué vamos a hacer ahora.Godschale tiró de su pañuelo de cuello como

si le estuviera ahogando.—¿Hacer? ¡Pensaba que era evidente!Inskip se acordó del resentimiento y el

desprecio de Bolitho cuando la Truculent avistó alos tres buques de guerra franceses.

—¿Por esto viene Bolitho?

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Godschale no le respondió inmediatamente.—El almirante Gambier está en estos

momentos reuniendo una flota y todos lostransportes que vamos a necesitar para llevar unejército a Dinamarca.

—¿Para invadirla? Los daneses no van acapitular. Creo que deberíamos esperar…

—¿Eso cree usted? —Godschale le miróacalorado—. ¿Cree que las intenciones deDinamarca son más importantes que lasupervivencia de Inglaterra? ¡Puesto que de eso esde lo que estamos hablando, maldita sea! —Casiarrebató una copa de un criado y la vació en dostragos.

La orquesta había empezado a tocar unaanimada giga, pero la mayoría de los invitados noparecían querer abandonar la gran terraza, yGodschale supuso por qué.

Aquella misma mañana, en el Almirantazgo, lehabía hablado a Bolitho de la recepción y de queiba a ser un marco ideal para tratar de las

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cuestiones de estado más importantes sin llamar laatención. Bolitho había respondido con absolutacalma al ofrecimiento pero sin dejar duda algunasobre sus condiciones.

Había dicho: «Habrán muchas damas allí, milord. No habrá tenido usted tiempo para hacermellegar una invitación “oficial” puesto que me haordenado venir aquí».

Godschale habló en alto sin darse cuenta.—¡Sencillamente se quedó allí de pie y me

dijo que no vendría aquí a menos que pudiera traera esa mujer!

Inskip dejó escapar un profundo suspiro dealivio. Se había imaginado que Bolitho podríahaber traído noticias aún peores.

—¿Le sorprende? —Inskip sonrió ante laintranquilidad de Godschale; él, precisamente, dequién había oído decir que tenía una o dos amantesen Londres—. He visto lo que Lady Somervell hahecho por Bolitho. Lo noto en su voz, en el fuegoque ha despertado en él.

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Godschale vio que su secretario le hacía señasdesde cierta distancia y exclamó:

—¡El primer ministro!El duque de Portland les estrechó las manos y

miró a su alrededor hacia los que les miraban.—Una espléndida recepción, Godschale.

Todos esos rumores llenos de pesimismo…¡Basura, eso es lo que es!

Inskip pensó en los hombres de Bolitho, losmarineros que había visto y oído vitorear y moriren el fragor del combate. No se podían compararcon los presentes, pensó. Sus hombres eran reales.

El primer ministro hizo una seña a un hombrede semblante severo que iba vestido con un trajede seda gris perla.

—Sir Paul Sillitoe. —El hombre esbozó unabreve sonrisa—. Mi consejero de confianza enesta crisis imprevista.

Inskip protestó:—Casi imprevista…Godschale le interrumpió diciendo:

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—He tenido el asunto bajo constantevigilancia. Hay una nueva escuadra en el Mar delNorte con el único objetivo de estar atenta acualquier movimiento de los franceses, decualquier demostración de fuerza haciaEscandinavia.

Los ojos de Sillitoe brillaron.—Sir Richard Bolitho, ¿no? Tengo muchas

ganas de conocerle.El primer ministro se enjugó la boca con unos

ligeros toques de pañuelo.—¡Yo no, señor!Sillitoe le miró sin inmutarse; tenía los ojos

encapotados y sus rasgos permanecieronimpasibles.

—Entonces, me temo que su duración en el altocargo que ocupa será tan breve como la de LordGrenville. —Observó la ira de su superior sindemostrar emoción alguna—. El almirante francésVilleneuve dijo tras ser capturado que en Trafalgarcada comandante inglés fue un Nelson. —Se

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encogió de hombros—. No soy marino, pero sécómo se ven obligados a vivir, en condiciones nomejores que las de una cárcel, y estoycompletamente seguro de que Nelson les infundióel arrojo necesario para hacer milagros comohicieron contra una flota tan superior en número.—Les miró casi con indiferencia—. Puede queBolitho no sea otro Nelson, pero es el mejor quetenemos. —Se volvió al percibir que una ola deexcitación recorría la sala—. Olviden esto por sucuenta y riesgo, amigos míos.

Godschale siguió su mirada y vio la familiarfigura de Bolitho, con su cabello negro mostrandoalgunas canas en el mechón que tenía sobre aquellaterrible cicatriz. Entonces, Godschale vio a LadyCatherine cuando Bolitho se giró para ofrecerle subrazo. No iba vestida de luto y el cabello quellevaba recogido por encima de las orejas brillababajo el sol como el vidrio. Su vestido era de colorverde oscuro, pero la seda pareció cambiar decolor e intensidad cuando ella se volvió y le cogió

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del brazo con un abanico colgando de su muñeca.Ella no miró ni a derecha ni a izquierda, pero

cuando su mirada se posó en Godschale, estepercibió claramente la fuerza de sus ojoscautivadores y un desafío que pareció silenciarincluso los murmullos que la seguían a ella y aloficial general que la acompañaba.

Godschale cogió la mano que ella le ofrecía yse inclinó cortésmente.

—¡Vaya, milady, es una auténtica sorpresa!Catherine lanzó una mirada al primer ministro

e hizo una ligera reverencia a la vez que lepreguntaba a Godschale:

—¿Nos va a presentar?El primer ministro hizo ademán de girarse para

hablar con alguien pero Bolitho dijo con tonocalmado:

—El duque de Portland, Catherine. —Hizo unapequeña reverencia—. Es un honor para nosotros.—Su mirada gris era fría y expresaba justamentelo contrario.

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Sir Paul Sillitoe dio un paso adelante y sepresentó a sí mismo. Entonces, cogió la mano deCatherine y la sostuvo durante unos segundosmientras sus miradas se encontraban.

—Dicen que usted le inspira a él, milady. —Le posó los labios en el guante—. Pero yo creoque inspira usted a Inglaterra a través de su amorhacia él.

Ella retiró la mano y le miró mientras notabaunos latidos en su garganta. Pero tras escudriñar surostro y no ver en el mismo ningún asomo desarcasmo, contestó:

—Muy amable de su parte, señor.Sillitoe pareció capaz de ignorar a los que

estaban a su alrededor, incluso a Bolitho, cuandomurmuró:

—El cielo vuelve a nublarse, Lady Catherine,y me temo que Sir Richard va a ser quizás másnecesario que nunca.

Ella dijo sin levantar la voz:—¿Tiene que ser siempre él? —Notó el aviso

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de la mano de Bolitho en su brazo pero ella loapretó a su vez con la suya. Godschale, que estabaa punto de interrumpirles para decir unas palabrasque había preparado cuidadosamente, desistió antela insistencia de Catherine—. He oído hablar deCollingwood y de Duncan. —Su voz temblóligeramente—. Deben haber otros.

Sillitoe dijo casi con dulzura:—Los mejores líderes tienen la confianza de

toda la flota. —Y entonces miró a Bolitho, aunquesus palabras iban dirigidas todavía a ella al añadir—: Y Sir Richard Bolitho tiene sus corazones.

Godschale carraspeó, incómodo ante el sesgoque había tomado la conversación y especialmentepor los rostros que les estaban observando desdela terraza. Hasta la orquesta se había quedado ensilencio.

Dijo con demasiado entusiasmo:—Es la suerte del marino, Lady Catherine…

Nos exige mucho a todos.Ella le miró y tuvo tiempo de ver cómo su

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mirada se elevaba rápidamente desde su pecho.—A unos más que a otros, al parecer.Godschale hizo una seña a un lacayo para

ocultar su embarazo.—¡Diga a la orquesta que toque, vamos! —

Mostró una sonrisa al primer ministro—. ¿Estápreparado, Excelencia?

Portland miró fijamente a Sillitoe y dijo:—Ocúpese usted de esto. ¡No me gusta esta

clase de diplomacia! Hablaremos mañana de lasituación. Tengo muchas cosas que hacer.

Volvió a hacer ademán de irse, pero Bolithodijo:

—¿Entonces puede que no le vuelva a verantes de zarpar? —Esperó a que Portland lemirara—. Hay algunas ideas que me gustaríaproponer…

El primer ministro le miró con recelo, comobuscando un doble sentido a sus palabras.

—Quizás en otra ocasión. —Se volvió haciaCatherine—. Buenas tardes.

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Mientras Godschale seguía apresuradamente asu invitado hacia la salida, Bolitho dijo con unsusurro lleno de rabia:

—¡No debería haberte traído, Kate! ¡Me danasco con su hipocresía y su exceso de confianza ensí mismos! —Entonces, añadió preocupado—:¿Qué pasa… he hecho algo mal?

Ella sonrió y le tocó la cara.—Un día estás en el mar y ahora estás aquí. —

Vio su preocupación y trató de tranquilizarle—.Eso es mucho más importante que sus palabrasfalsas y sus poses. Cuando veníamos hacia aquí,¿no veías cómo la gente se giraba y nos miraba…cómo vitoreaban cuando nos veían juntos?Recuérdalo siempre, Richard, ellos confían en ti.Saben que no les vas a abandonar sin levantar unamano para ayudar. —Pensó en el impasibleSillitoe, un ser extraño que podía ser amigo oenemigo, pero que había hablado como un hombreque dice la verdad—. Tú tienes sus corazones, hadicho.

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Había un pequeño pasadizo de piedra queconducía a un tranquilo jardín con una fuentesolitaria en el centro. Estaba desierto; la música,la danza y el vino estaban en el otro extremo de lacasa.

Bolitho le cogió del brazo, la llevó detrás deunos arbustos y entonces la abrazó.

—Tengo que hablar con ellos, Kate. —Viocómo ella asentía con los ojos muy brillantes—. Yluego nos iremos.

—¿Y después?Él bajó la cabeza y le besó en el hombro hasta

que notó cómo ella se estremecía entre sus brazosy se aceleraban sus latidos, igualando los de supropio corazón.

—La casa del río. Nuestro refugio.—Te quiero —susurró ella—. Te necesito.Cuando Sir Paul Sillitoe e Inskip volvieron a

la terraza con Godschale, encontraron a Bolithoobservando la maniobra de una pequeña lanchaque navegaba río abajo, más allá de la Isle of

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Dogs.—¿Está solo? —preguntó Godschale con tono

alegre.Bolitho sonrió.—Mi mujer está paseando por el jardín… no

tenía deseos de estar sola entre desconocidos.Sillitoe le observó y dijo sin ningún rastro de

humor:—Sospecho que encuentra todo esto un tanto

estirado, ¿no?Godschale se volvió, irritado, hacia su mujer

que le tiraba con insistencia de la casaca bordadaen oro para hablarle en un aparte.

—¿Qué ocurre?—¡Les he visto! Juntos, hace un momento, en el

jardín de los pinos. ¡Estaba acariciándola,besándole su hombro desnudo! —Le miróindignada—. Es todo verdad, lo que dicen,Owen… ¡Me he quedado tan escandalizada que nohe podido mirarles!

Godschale le dio unas palmaditas en el brazo

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para tranquilizarla. Había visto mucho para seralguien que no podía mirarles, pensó.

—¡No te preocupes, querida! —Le sonrió perono pudo apartar sus pensamientos de lacautivadora mirada de Catherine ni del cuerpo quehabía bajo el vestido verde oscuro.

Vio que Sillitoe hacía una pausa para mirarle ydijo de repente:

—Tengo que volver con ellos. Hay unosasuntos importantes, vitales, que requieren miatención.

Ella pareció no escucharle.—¡No pienso tener a esta mujer en mi casa! Si

se atreve a dirigirme una sola palabra…Godschale le agarró la muñeca y dijo con tono

severo:—Le devolverás una sonrisa, ¡o vas a tener

que darme una explicación, amor mío! Puede quela desprecies, pero por todos los infiernos, esbuena para Bolitho…

—¡Owen, no te sulfures!

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—Ahora ve con tus amigas —dijo él con tonocansino—. Déjanos la guerra a nosotros, ¿eh?

—¿Estás seguro de eso que has dicho,querido?

—La sociedad decidirá; uno no puedecomportarse como le plazca, pero en tiempos deguerra… —Se dio media vuelta y se acercó a susecretario—. ¿Hay algo más que deba saber?

El secretario era tan consciente de su buenasuerte como su superior y quería que todo siguierade aquella manera. Dijo bajando la voz:

—Aquella joven, la esposa del comandante delAlderney. —Vio cómo el recuerdo hacíadesaparecer el ceño fruncido de la cara deGodschale—. Ha vuelto a venir para implorar sufavor en beneficio de su marido. —Hizo unapausa, dejando pasar unos segundos—. Es unadama muy atractiva, milord.

Godschale asintió.—Concierte una cita. —Para cuando llegó al

estudio privado donde le esperaban los demás, era

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casi el mismo de siempre.—Ahora, caballeros, por lo que respecta a esta

campaña…

* * *

Bolitho abrió las puertas acristaladas, salió alpequeño balcón de hierro y observó las pequeñasluces que titilaban a lo largo del Támesis comoluciérnagas. Hacía tanto calor y corría tan pocoaire que las cortinas apenas se movían. Todavíapodía sentir el calor del amor que habíancompartido momentos antes, de las interminablessúplicas que se habían hecho el uno al otro.

Las palabras de Catherine en la gran casa deGodschale aún flotaban en su cabeza, y sabía quele iban a acompañar cuando volvieran a separarseotra vez. «Un día estás en el mar y ahora estásaquí». Expresado con gran sencillez, pero del todoacertado. Mirándolo así, incluso la inevitable

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separación parecía menos cruel. Pensó en aquellagente con sus elegantes trajes, empujándose paraverles, para ver a Catherine al pasar entre ellos.Su compostura y su gracia habían dejado calladosa muchos de los que estaban ávidos de opinar. Viouna diminuta lámpara que cruzaba el río y pensó ensu primera visita al parque de atracciones deVauxhall… Volverían cuando tuvieran máslibertad. La casa, pequeña pero con buenasproporciones, formaba parte de una hilera de casasque daban a una plaza bordeada de árboles queestaba junto al paseo de la orilla del Támesis.

Al día siguiente tenía que salir hacia el Nore,donde la Tybalt le estaría esperando. Era puracoincidencia que fuera la Tybalt la fragataencargada de haberle traído y de devolverle otravez con la escuadra. Era el mismo barco que lehabía llevado a casa consternado después de lapérdida de su viejo Hyperion. Todo lo demás eradiferente, pensó. El comandante escocés queestaba a su mando entonces había pasado a un

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setenta y cuatro cañones, y sus oficiales habíansido distribuidos por otros barcos en los que suexperiencia, incluso en los más jóvenes, sería deinapreciable valor.

Bolitho estaba contento. Los recuerdos podíanser destructivos en los momentos en que másdeterminación podía necesitarse.

Pensó también en la escuadra, que estabatodavía allá en el Mar del Norte, haciendobordadas de un lado a otro sin parar y esperandoconocer las intenciones del enemigo, cribando lasinformaciones como un pescador en busca de unbuen trofeo.

Fuera lo que fuera lo que les esperara a partirde ahora, su experiencia y su intuición tenían quedecidir cómo iban a afrontarlo. Era como estar enel centro de una gran rueda. Desde un principio, sehabía esforzado por saber los nombres de su gente,por conocer las obligaciones y las reacciones delos hombres que iban a controlar el Black Princeen combate. Todos le conocían por su reputación o

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por las habladurías, pero él tenía que comprendera los que estaban más cerca de él por si ocurría lopeor. El piloto, y Cazalet, el segundo comandante;los demás oficiales que hacían sus guardias día ynoche en toda clase de condiciones; los cabos decañón y la guardia de popa. Como los radios deuna rueda que se alejaban de su centro endirección a cada una de las cubiertas y aberturasdel buque. Y más allá, a cada uno de loscomandantes de la línea de combate, así como alos demás, como Adam, que deambulaban fueradel alcance de la vista de los vigías en busca deindicios y pistas que su vicealmirante pudierasituar en el tablero, si es que había alguno.

Una cosa era segura. Si Napoleón conseguíaponerse al mando de las flotas de Dinamarca ySuecia, y algunos decían que sumaban más deciento ochenta barcos entre las dos, las escuadrasinglesas, que aún no se habían recuperado de losdaños de Trafalgar ni de las crecientes demandasdesde entonces, serían arrolladas por una simple

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cuestión de número.Le había preguntado a Godschale por el papel

de Herrick en el plan general. El almirante habíaintentado hacer caso omiso de la pregunta, pero alver que él insistía, había dicho: «Estará al mandode las escoltas de los buques de provisiones. Unatarea esencial».

«¿Esencial?». Un viejo comodoro dejado algode lado como Arthur Warren en Buena Esperanzapodía encargarse de una tarea como esa.

Godschale había tratado de arreglar las cosas.«Tiene suerte… Todavía tiene el Benbow y suinsignia».

Bolitho se había oído a sí mismo replicarenfadado: «¿Suerte? ¿Así es como lo llaman en elAlmirantazgo? Ha sido un luchador toda su vida,un oficial valiente y leal».

Godschale le había dirigido una miradasombría. «Es realmente encomiable oír eso. Bajolas presentes, ehh, circunstancias, encuentrosorprendente su postura».

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«¡Maldito sea!». Esbozó una amarga sonrisa alrecordar la confusión de Godschale cuando lehabía dicho que Catherine iba a acompañarle a larecepción.

La luna reapareció saliendo de entre unasnubes e hizo revivir el río, como la reluciente sedadel vestido de Catherine. En la pequeña plaza violas copas de los árboles bañadas con la luz de laluna como si estuvieran espolvoreadas de nieve.

Asió la baranda de hierro con ambas manos ymiró a la luna, que parecía moverse dejando lasnubes atrás. No parpadeó, y continuó mirándolafijamente hasta que empezó a ver una neblina claraa su alrededor. Bajó la mirada, con la bocarepentinamente seca. Desde luego no estaba peor.¿O era otra falsa ilusión?

Notó que las cortinas se arremolinaban entresus piernas como frágiles telarañas y supo que ellaestaba allí.

—¿Qué ocurre, Richard? —Pasó su mano confuerza por su espalda, aliviando su tensión aunque

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no su desasosiego.Él se medio volvió y pasó su mano bajo el

largo chal que ella había hecho hacer con el encajeque él le había comprado en Madeira. Ella seestremeció como ante una ráfaga de aire heladocuando su mano recorrió su desnudez explorándolaotra vez y haciendo que se excitara cuando ella locreía imposible tras la intensidad con que habíanvivido su pasión un rato antes.

—Mañana nos separaremos —dijo Bolitho.Titubeó, sintiéndose perdido—. Hay una cosa quequiero preguntarte.

Ella apoyó su cara contra su hombro y esperóen silencio.

—En el funeral —notó la mirada de Catheriney su aliento cálido en su cuello—, antes de quecubrieran el ataúd te vi lanzar tu pañuelo a latumba…

Ella dijo con voz ronca:—Era el anillo. Su anillo. No quería tenerlo

después de lo ocurrido.

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Bolitho había pensado que sería algo así, perono se había atrevido a mencionarlo. ¿Acasotodavía albergaba dudas? ¿O es que no creíaposible que ella pudiera amarle como lo hacía?

Se oyó a sí mismo preguntar:—¿Podrás afrontar más escándalo y llevar mi

anillo si es que puedo encontrar uno lo bastantebonito?

Ella contuvo la respiración, sorprendida antesu petición y profundamente conmovida por elhecho de que el hombre al que amaba sin reserva yque iba a ser llamado al combate y posiblemente ala muerte si así se decidía, pudiera aún encontrareso tan valioso e importante.

Se dejó llevar por él al interior de lahabitación y se le quedó mirando mientras él lequitaba el chal dejando su cuerpo desnudoresplandecer bajo la luz de las dos velas de lasmesitas de noche.

—Sí. —Ella dio un grito ahogado cuando él latocó—. Puesto que somos uno, al menos a nuestros

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ojos. —Siempre le había costado derramarlágrimas, pero Bolitho vio sus ojos anegados bajosus pestañas cerradas mientras susurraba—:Mañana nos separaremos, pero soy fuerte. Ahora,tómame… Ante ti, no soy fuerte. —Echó la cabezahacia atrás mientras él la abrazaba y dijo—: Soytuya.

* * *

Cuando despuntó el alba sobre Londres,Bolitho abrió los ojos y miró a Catherine, quetenía la cabeza apoyada contra su hombro con elcabello despeinado y extendido sobre laalmohada. Su cara, cuando le apartó unos cabelloscon los dedos, era la de una chica joven, sin rastroalguno de las preocupaciones latentes que siempretenía que arrostrar.

En alguna parte, un reloj dio la hora, y oyó elruido de ruedas de hierro en la calle.

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La despedida.

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XVIII

FUEGO Y BRUMA

Bolitho estaba junto a los ventanales de popamedio escuchando los familiares sonidos delBlack Prince dando otra vez más vela y cogiendoarrancada. En el jardín podía ver el reflejofantasmal de la fragata Tybalt a cierta distancia delbuque insignia, preparándose para volver al Noreen busca de órdenes.

Su nuevo comandante estaría sin duda aliviadopor haber entregado su pasajero sin percances nipeligro de reproches por retrasos, y por poderreasumir su papel por separado.

Bolitho pensó en aquella última despedida enla casa del río. Catherine hubiera querido ir con élhasta Chatham, pero no había protestado cuando élle había dicho: «Ve a Falmouth, Kate. Allí estarásentre amigos». Se habían despedido tan

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apasionadamente como habían vivido aquellosdías. Y todavía podía verla. De pie, en la escalerade piedra, con sus preciosos ojos y sus pómulosmarcados y entre las sombras del reflejo del solsobre el río.

Bolitho oyó a Ozzard haciendo ruido en elcamarote donde dormía; él parecía ser el único deaquel pequeño grupo que estaba realmentecontento de volver con la escuadra.

Hasta Allday estaba inusitadamente deprimido.Le había dicho en confianza que al verse con suhijo a bordo de la Anemone, el joven le habíaconfesado que finalmente quería dejar la Marina.Para Allday había sido una bofetada. Descubrir laexistencia de un hijo del que nada sabía, saber desu coraje cuando le había supuesto un cobarde, yluego verle como patrón del capitán de fragataAdam Bolitho, era mucho más de lo que nuncahabía esperado de la vida.

Su hijo, que también se llamaba John, le habíaexplicado que estaba harto de la guerra. Amaba el

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mar, pero le había dicho que habían otras manerasde vivirlo.

Allday le había preguntado por esas otrasmaneras y su hijo le había contestado sin dudarlo:«Quiero pescar, y un día tener mi propia barca. Ycasarme y echar raíces… no como tantos otros».

Bolitho sabía que aquel último comentario eralo que realmente le había dolido. «No como tantosotros». ¿Como su padre, quizás?

Allday había descrito el entusiasmo de su hijoal revivir su brevísimo encuentro tras el combate.Había acabado diciendo: «Cuando me dijo que elcomandante Adam había aceptado su marcha, mevi derrotado».

Puede que Allday hubiera comparado su vidacon la de su hijo y se preguntara qué sería de lasuya propia en el futuro.

Se oyó un golpeteo en la puerta exterior, entróKeen y le dio su sombrero a Ozzard.

—Pasa, Val. —Le miró con curiosidad. Keenparecía más relajado que en los últimos tiempos.

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Incluso su cara se veía menos atribulada por elpeso de las muchas obligaciones que recaían sobreel capitán de bandera de cualquier escuadra.Bolitho le había traído una carta que le habíaentregado Catherine.

—Puedes echar un vistazo a esos papelescuando te vaya bien, Val —dijo Bolitho—. Peropara resumirlo, parece ser que las profecías yplanes del almirante Godschale se han puesto enmarcha. —Se fueron a la mesa y miraron la cartamarina—. Se ha reunido una gran flota en NorthYarmouth, Norfolk, que incluye algunos de losbarcos liberados de sus tareas en BuenaEsperanza. Es el fondeadero de cierto tamaño queestá más cerca de Dinamarca. El almiranteGambier ha izado su insignia en el Prince of Walesy tiene bajo su mando unos veinticinco navíos delínea.

Sonrió ante la expresión atenta de Keen.—Tengo entendido que, inicialmente, el

almirante pretendía que su buque insignia fuera el

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Black Prince, pero creyó que no iba a estarterminado a tiempo. —Se puso serio, pensando derepente en Herrick mientras decía—: Habránmuchos transportes, algunos de los cuales llevaránlas barcas de fondo plano que necesitará elejército para desembarcar las tropas y la artilleríapara el asedio. Será la operación combinada másgrande desde la toma de Quebec por Wolfe en elcincuenta y nueve. —Pensó en el general de BuenaEsperanza y añadió despacio—: Lord Cathcartestá al mando del ejército, y me han dicho quetiene a unos diez generales de división con él, unode los cuales es Sir Arthur Wellesley. Creo queCathcart y muchos otros verán este ataque como unpreparativo para el asalto final a Europa.

—Entonces, que Dios ayude a los daneses —dijo Keen con tono grave.

Bolitho se quitó su casaca y la lanzó a unasilla.

—Nos quedaremos en nuestro puesto hasta quela flota de Gambier pase por el Skagerrak, por si

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los franceses intentan atacar los buques deprovisiones, ¡cosa que dejaría al ejército en laestacada si tuvieran éxito! Luego, les seguiremospara apoyarles.

—Tal como ordenó, señor, el Glorious delcomandante Crowfoot sigue con nuestra segundadivisión al norte.

—Lo sé. —Se frotó vigorosamente la barbilla—. Haz una señal para que la repitan a laAnemone, Val. Que Adam se acerque a la escuadrapara recoger los despachos que le daré paraCrowfoot. Creo que es mejor que estemos juntoshasta que sepamos qué está pasando.

Cuando Keen hizo ademán de dirigirse hacia lapuerta del mamparo, Bolitho le preguntó:

—¿Qué otras noticias hay, Val?Keen le lanzó una mirada interrogante y

entonces mostró una gran sonrisa.—He tenido noticias de Zenoria, señor.Bolitho esbozó una sonrisa irónica.—¡Eso suponía!

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—La fecha está fijada. —Hablabaatropelladamente—. Al parecer, la ayuda de LadyCatherine fue clave. Ellas hablaron y Zenoria lepreguntó si podía ir a visitarla a Falmouth.

Bolitho sonrió.—Me alegra saberlo. —Rodeó la mesa y le

estrechó ambas manos a Keen—. Nadie merecemás que tú el amor y la felicidad que ella te dará.

Cuando Keen se hubo marchado para ordenarhacer la señal que iba a ser repetida a la Anemonemás allá de la línea del horizonte, Bolitho pensóen la conversación que habrían mantenido las dosmujeres. Catherine le había contado poca cosa,pero la había visto muy satisfecha con el resultadode aquel encuentro. Había dejado entrever que eltío de Zenoria, recién llegado de las Indias, podíahaber intentado disuadir a esta de que se casaracon Keen. ¿Acaso querría que la encantadorajoven se quedara con él?

Volvió a donde estaba la carpeta forrada delona que él mismo había traído en la Tybalt dentro

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de una bolsa lastrada con plomo por si seencontraban otra vez con una fuerza enemigasuperior, y pasó sus páginas. Una puerta se abrió yse cerró, y oyó a Jenour susurrar algo y larespuesta de Yovell con su voz más grave. Volvíana congregarse alrededor del centro de la ruedacuyos radios aguardaban para hacer llegar a losdemás barcos y a las distintas mentes que losmandaban las órdenes del hombre que regía susdestinos.

Pero Bolitho veía la realidad que había trasaquella magnífica letra. Veinte mil soldados,artillería y morteros, más los barcos pequeñoscomo bombardas y bergantines armados paraapoyar su desembarco.

Desembarcarían entre Elsinore y Copenhague.Si los daneses resistían tras un prolongado sitio,aquella preciosa ciudad de edificios con agujasverdes iba a quedar en ruinas. Aquello no estababien. Los daneses eran buena gente que sóloquerían que les dejaran en paz.

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Bolitho cerró de golpe la tapa de la carpeta.Pero no había otro camino. «Así pues, adelante».

Keen volvió y dijo:—Señal hecha, señor. La visibilidad es buena,

por lo que la Anemone debería estar aquí antes delanochecer.

Estaban todavía hablando de la táctica y de lacorrecta redacción de sus órdenes para loscomandantes de la escuadra cuando entró elguardiamarina de guardia para informar de que losjuanetes de la Anemone estaban a la vista.

El guardiamarina era su sobrino y Bolitho lepreguntó:

—¿Qué tal se está adaptando, señor Vincent?—Entonces, vio su pómulo morado y variasheridas alrededor de su boca.

—Estoy bastante bien, Sir Richard —respondió Vincent algo enfurruñado.

Cuando se marchó de la cámara, Bolithocomentó con un ligero deje de ironía:

—Habrá tenido un pequeño altercado, ¿no?

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Keen se encogió de hombros.—A veces es difícil vigilar a todos los jóvenes

caballeros a la vez, señor.Bolitho percibió su incomodidad y dijo:—Ese tipo es un tirano con un engreimiento tan

grande como esta cámara. En cuestiones dedisciplina no quiero distinciones por el hecho deque esté emparentado conmigo. Y te voy a deciralgo más. Nunca llegará a teniente de navío, ¡amenos que creas en los milagros!

Keen se le quedó mirando estupefacto poraquella franqueza y porque Bolitho pudiera aúnsorprenderle.

—Ha sido una pelea, señor. Una especie detribunal de justicia de la santabárbara. El otro erael guardiamarina Segrave.

Bolitho asintió despacio.—Debía habérmelo imaginado. ¡Nadie mejor

que él para encargarse de un tirano de medio pelo!—Sonrió y le tocó el brazo a Keen—. ¡Da graciasde no tener que ser el que se lo diga a mi hermana

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Felicity!Las lámparas estaban empezando a encenderse

cuando finalmente la Anemone se puso en facha asotavento del Black Prince para aproarseseguidamente al viento.

Yovell estaba lacrando los despachos para elcomandante Crowfoot cuando sonaron los pitos enel portalón de entrada y Keen condujo a Adam a lagran cámara de popa.

Bolitho le contó lo más importante de lo que yale había explicado a Keen.

—Si los franceses hacen cualquierdemostración de fuerza o intentan obstaculizarnuestro ataque o a nuestros buques de provisiones,he de saberlo sin tardanza. Nuestra pequeña goletase lo comunicará a la Zest y al Mistral al alba.

—¿Qué dicen en Londres acerca del grannavío que avistó la Radiant? —preguntó Adam.

—No se lo creen —dijo Keen rápidamente.—Yo sí, señor —murmuró Adam.Bolitho le miró. Adam tenía que volver a su

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barco antes de que se hiciera oscuro y ocuparansus puestos para la noche. Pero algo no iba bien.Podía notarlo en la voz de Adam; siempre habíatenido una relación estrecha con su sobrino. Elhijo de su hermano. Muchas veces había deseadoque hubiera sido hijo suyo.

—Quizás Evans se equivocara —dijo.Recordó cómo el galés engullía las jarras de ron—. Pero yo confío en él.

Adam se puso en pie.—Mejor que me vaya, tío. —Le miró de frente

con mirada atribulada e inquieta—. Si luchamos,tío… ¿tendrás mucho cuidado? ¿Por el bien detodos?

Bolitho le abrazó.—Sólo si tú haces lo mismo. —Vio que Keen

salía de la cámara para dar la orden a sus hombresde que avisaran a la canoa de Adam y dijo—:Estás preocupado por algo, Adam. Puede que estésal mando de un buque del Rey, pero para mí erestodavía aquel guardiamarina, ¿sabes?

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Adam forzó una sonrisa pero aquello sóloconsiguió hacerle parecer más tristón.

—No es nada, tío.Bolitho insistió:—Si hay algo, cuéntamelo, por favor. Intentaré

ayudarte.Adam se giró hacia un lado.—Eso lo sé, tío. Siempre has sido mi áncora

de salvación.Bolitho le acompañó hasta la escala de la

cámara mientras las sombras de entre cubiertas lesmiraban en silencio al pasar, creyéndose aquelloshombres que su almirante ni les miraba ni se fijabaen ellos. Qué equivocados estaban.

Bolitho escuchó el murmullo apagado del mary se dio cuenta de que aquella podía ser la últimavez que veía a Adam antes del combate que suintuición percibía como algo inminente. Sintió unsúbito escalofrío. «Quizás la última vez de todas».

—Allday me contó lo de su hijo —dijo.Adam pareció salir de su estado.

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—Me supo mal, pero la verdad es que no estáhecho para la línea de combate. Entiendo cómodebe sentirse Allday, pero también sé que su hijocaerá en combate si se queda. Es unpresentimiento.

Bolitho le observó en silencio. Era como oír aalguien mucho más mayor hablando deexperiencias anteriores. Como si su padre muertofuera aún parte de él.

—Tú eres su comandante, Adam. Sospechoque le conoces mucho mejor que su padre. Unpatrón ha de tener un contacto estrecho con sucomandante. Puede que sea el más cercano a él. —Vio a Allday con la guardia del costado,destacando su rostro bronceado bajo la puesta desol. «El más cercano a él».

—¡Guardia del costado, preparados!Aquel era Cazalet, otro eslabón en la cadena

de mando. Keen, Cazalet y los demás, incluidoslos guardiamarinas, todos formando una soladotación; a pesar del barco, o quizás a causa de él.

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Adam le tendió la mano.—Envíale mi afectuoso saludo a Lady

Catherine la próxima vez que le escribas, tío.—Por supuesto. Hablamos de ti a menudo. —

Quería presionarle más para arrancarle lo que leabrumaba, pero sabía que Adam se le parecíamucho y que sólo se lo contaría cuando estuvierapreparado.

Adam le saludó llevándose la mano alsombrero y dijo con tono formal:

—¿Da su permiso para dejar el barco, SirRichard?

—Sí, comandante. Que Dios le acompañe.Sonaron las pitadas y los pajes que esperaban

al pie de la escala ayudaron a estabilizar la canoapara que bajara a ella el comandante que semarchaba.

—Me pregunto qué le ocurre, Val.Keen le acompañó hacia popa y los dos

subieron a la toldilla, consciente de que sería allídonde Bolitho iba a pensar en sus preocupaciones

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en un paseo delimitado.Sonrió.—No me extrañaría que fuera una dama, señor.

¡Ninguno de nosotros es ajeno a los estragos quepueden causar!

Bolitho observó el cambio de forma de lasvergas más bajas de la Anemone bajo la luzdorada cuando sus velas mayor y trinquete tomaronviento.

Oyó decir a Keen con admiración:—Por Dios, si puede manejar un quinta clase

de esta manera, ¡sabrá muy bien qué hacer ante unamirada descarada!

Vio otra vez a Allday junto a un cañón trincadode a doce; estaba solo a pesar de las figuras ya ensombras que trajinaban a su alrededor.

Bolitho se despidió de Keen con unmovimiento de cabeza y bajó al alcázar.

—¡Ah, está aquí, Allday! —Una vez más violas miradas que le dirigían aquellas figuras aúndesconocidas para él. ¿Cómo les convencería

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cuando llegara el momento? En voz más baja, dijo:—Venga a popa y bebamos algo juntos. Quiero

preguntarle una cosa.De alguna manera, sabía que Allday iba a

rechazar su oferta; su orgullo y su dolor no ledejarían alternativa.

Y añadió:—Vamos, amigo mío. —Percibió su duda a

pesar de que los rasgos de Allday no se vieran yacon claridad—. Usted no es el único que se sientesolo.

Se volvió y le oyó decir a regañadientes:—Estaba pensando una cosa, Sir Richard. Uno

corre riesgos durante toda su vida en el mar…lucha, y si Doña Suerte le favorece a uno, dura unpoco más. —Dio un gran suspiro—. Y entoncesuno se muere. ¿Es eso todo lo que puede esperarde la vida un hombre?

Doña Suerte… Le recordó a Herrick, alHerrick de antes.

Se dio la vuelta y le miró a la cara.

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—Vamos a esperar a ver qué pasa, ¿eh, amigomío?

Allday sonrió en la semioscuridad y movió lacabeza a un lado y a otro como un perro grande.

—Con un trago será otra cosa, ¡y sé lo que medigo!

El teniente de navío Cazalet, que estaba apunto de hacer su ronda de la noche, se detuvojunto a Jenour y observó cómo el vicealmirante ysu patrón desaparecían por la escala de la cámara.

—Una pareja de lo más insólita, señor Jenour.El ayudante de Bolitho le miró pensativo.

Cazalet era un oficial competente, justo lo quenecesitaba cualquier comandante, y más que nuncaen un buque nuevo. Aparte de eso, no sabía grancosa de él, pensó.

—Me resulta imposible imaginarme al uno sinel otro, señor —contestó.

Pero Cazalet se había ido y estaba de nuevosolo, escribiendo mentalmente en su próxima cartaa casa sobre lo que acababa de ver.

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* * *

El capitán de navío Hector Gossage, capitánde bandera del setenta y cuatro cañones Benbow,se movía inquieto por el amplio alcázar del buquecon los ojos entrecerrados por la intensa luz delsol. Acababan de picar las ocho campanadasdesde el castillo de proa y la guardia de mañanaestaba a punto; y sin embargo, el calor parecíaestar ya apretando. Gossage notaba cómo suszapatos se pegaban a las costuras alquitranadas dela tablazón y maldijo en silencio su avance a pasode tortuga.

Miró por la amura de estribor y vio lairregular línea de veinte buques de provisiones ypertrechos que navegaban hacia el deslumbrantehorizonte. Una travesía penosamente lenta hacia sudestino, Copenhague, para unirse a la flota delalmirante Gambier y apoyar al ejército.

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Gossage no era un hombre muy imaginativopero estaba orgulloso del Benbow, un barco quehabía estado en servicio casi continuado durantevarios años. Muchos de los marineros conexperiencia y de los oficiales de cargo estaban enel barco desde que él había tomado su mando;había sido un barco feliz, si es que había algo asíen la Marina del Rey.

Lanzó una mirada hacia la lumbrera abierta yse preguntó de qué humor estaría su contralmirantecuando saliera finalmente a cubierta. Desde querecibiera la noticia de la muerte de su esposa,Herrick había cambiado tanto que estabairreconocible. Gossage era lo bastante prudentecomo para no mencionar ciertas cosas que a sucontralmirante se le habían pasado por alto o, másprobablemente, que se le habían olvidado. Comocapitán de bandera, la culpa podía fácilmenterecaer en su persona, algo que intentaba evitar atoda costa. Estaba cerca de los cuarenta años ytenía la mira puesta en el gallardetón de

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comodoro, algo que esperaba conseguir antes deque pasara un año y que era el paso previo paraalcanzar el rango de oficial general que tantocodiciaba. El contralmirante Herrick siemprehabía sido un superior razonable, dispuesto aescuchar o incluso a llevar a cabo una ideaaportada por él. Algunos almirantes podíanarrancarte la cabeza de un mordisco por hacerlo yluego presentar la idea como propia. Pero Herrickno.

Gossage se mordió el labio y se acordó de lasterribles noches en que Herrick había sido incapazde hablar de forma coherente. Un hombre quesiempre había bebido con moderación y que habíatratado con mano dura a cualquier oficial que vierael alcohol como un sostén para su propiadebilidad.

Cogió un catalejo y lo apuntó hacia la columnade buques algo desordenada. Iban muy cargados,apenas alcanzaban unos pocos nudos; y habiendorolado el viento durante la noche hasta asentarse

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en un norte, pasaría otro día entero antes de entraren el Skagerrak. Era un gran convoy, pensó concierto desasosiego. Doscientos soldados decaballería de la brigada ligera con sus caballos,soldados de infantería y algunos infantes de marinacon todas las provisiones, armas y pólvora parasustentar a un ejército durante un largo asedio. Sedio la vuelta y notó cómo su zapato crujía aldesengancharse del alquitrán medio derretido delas costuras. Al paso que iban, la guerra se habríaacabado antes de que llegaran a Copenhague.

Movió ligeramente el catalejo antes de que elsol le cegara y le lloraran los ojos. Había visto alEgret, el otro escolta, un viejo dos cubiertas desesenta cañones que había sido sacado de su retirotras muchos años como buque de alojamiento.Entonces, la bruma marina lo borró de la imagenotra vez.

Reliquias, pensó con amargura. Se utilizabacualquier cosa que pudiera mantenerse a flote losuficiente para llevar a cabo los propósitos de sus

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señorías.Al amanecer, el vigía del tope de uno de los

buques de provisiones había avistado tierra por laamura de estribor, una sombra púrpura y vaga quefue tapada enseguida por la bruma cuando el sol deagosto incidió con sus rayos sobre la lentaprocesión de olas cristalinas y onduladas.

El teniente de navío Gilbert Bowater subió porla escala de la cámara y se llevó descuidadamentela mano al sombrero.

—El contralmirante Herrick está subiendo,señor.

Hasta el rechoncho ayudante del contralmirantese comportaba como los demás oficiales,intentando apartarse de en medio cuando estabaHerrick para evitar otra escena violenta como lavivida recientemente, cuando este habíareprendido a un guardiamarina por reírse estandode guardia.

Los hombres de la guardia de mañanaenderezaron sus espaldas, y un ayudante de piloto

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miró innecesariamente la aguja.Gossage le saludó llevándose la mano al

sombrero.—El viento sigue constante del norte, señor. El

convoy se ha agrupado al amanecer.Herrick se fue hasta la bitácora y hojeó las

páginas mustias y húmedas del cuaderno. Tenía laboca y la garganta irritadas y cuando se volvióhacia el sol sintió un dolor de cabeza fuerte einmisericorde.

Entonces se puso la mano encima de los ojospara que el sol no le cegara y miró a los barcosque escoltaban desde North Yarmouth. Una tareainsignificante, una carga más que un servicio.

Gossage le miró con recelo, como un carteroescrutando a un perro peligroso.

—He puesto a la brigada del contramaestre aembetunar, señor. Tendrá una buena aparienciacuando entremos en puerto.

Herrick vio a su ayudante por primera vez.—¿No tiene nada que hacer, Bowater? —

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Entonces, dijo—: No deje que esos barcosavancen desordenadamente como un rebaño deovejas, comandante Gossage. Haga una señal alEgret para que vire y se haga cargo de ellos. —Una vez más su ira se desbordaba como el agua deun dique—. ¡No tendría que hacer falta que se lodijera, caramba!

Gossage se sonrojó y vio que los hombres queestaban junto a la rueda se lanzaban miradas entresí. Respondió:

—Hay una bruma espesa, señor. Es difícilmantener el contacto con él.

Herrick se inclinó sobre la batayola y dijo condesánimo:

—¡Nos llevará un mes repetir una señal a lolargo de esa línea de buques de provisiones! —Sedio media vuelta y dijo con los ojos enrojecidosbajo el resplandor del sol—: ¡Dispare un cañón,señor! ¡Eso despertará al Egret de sus sueños!

Gossage dijo por encima de su hombro:—¡Señor Piper! Llame al condestable. ¡Luego

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haga destrincar el cazador de proa de babor!Mientras se cumplía su orden, Herrick notó

cómo el calor iba subiendo desde la cubierta yacentuaba la sensación de sed en su garganta.

—¡Listos, señor!Herrick movió la cabeza conforme y frunció el

ceño ante la punzada de dolor que le atravesó elcráneo. El cañón retrocedió sobre su braguero y elhumo apenas se movió en aquel aire húmedo.Herrick escuchó el eco del disparo que resonabaen las olas del mar de fondo. Los buques deprovisiones siguieron en su caprichoso rumbocomo si nada hubiera pasado.

—Un buen hombre a la cofa, si es tan amable—espetó Herrick—. ¡Avíseme tan pronto como elEgret esté a la vista!

Gossage dijo:—Si hubiéramos retenido nuestra fragata…Herrick le miró con aire cansino.—Pero no lo hicimos. No lo hice. El almirante

Gambier así lo había ordenado para cuando

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llegáramos donde estamos. La escuadra del Mardel Norte está también con él en estos momentos.—Movió la mano a su alrededor—. Así queestamos sólo nosotros ¡y esa triste colección decascos llenos de parches!

Un estallido apagado retumbó por el barco yGossage dijo:

—El Egret, señor. ¡Pronto les tendrá bienagrupados!

Herrick tragó saliva y tiró de su pañuelo decuello.

—Haga una señal al Egret inmediatamente.«Acérquese al insignia».

—Pero, señor… —Gossage lanzó una miradaa los demás como en busca de apoyo—. Perderámás tiempo, y nosotros también.

Herrick se frotó los ojos con las manos. Nodormía bien desde hacía tanto tiempo que casi nopodía acordarse de lo que era estar descansado.Se despertaba siempre con aquella pesadilla quese materializaba al instante en la realidad y le

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dejaba completamente abatido. Dulcie estabamuerta. Nunca volvería a estar allí para recibirle.

Dijo bruscamente:—Haga la señal. —Se fue hasta una de las

escalas de toldilla y miró a lo lejos por el costado—. Ese disparo venía de más lejos, no del Egret.—De repente, se sintió completamente calmado,como si fuera otra persona. El aire se estremecióde nuevo—. ¿Lo oye, comandante Gossage? ¿Quédice ahora?

Gossage asintió despacio.—Le pido disculpas, señor.Herrick le miró impasible.—Uno oye lo que quiere oír. No es nada

nuevo.Bowater murmuró nervioso:—Los mercantes están poniéndose en línea,

señor.Herrick sonrió con expresión sombría.—Sí, huelen el peligro.Gossage se sentía como si fuera a volverse

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loco.—¿Pero cómo puede ser, señor?Herrick cogió el catalejo de Dulcie y lo apuntó

cuidadosamente por la aleta cuando pareció quelas gavias del Egret flotaban sin ataduras porencima de un banco de bruma blanca.

—Quizás Sir Richard tuviera razón después detodo —dijo—. Puede que fuéramos todosdemasiado estúpidos o estuviéramos demasiadodolidos para escucharle. —Parecía distante,incluso indiferente.

El grito del guardiamarina les hizo girarse:—¡El Egret ha contestado la señal, señor!Entonces, Herrick dijo:—La escuadra del Mar del Norte ya no está en

su puesto. —Dirigió el magnífico catalejo hacia elbuque mercante más cercano—. Pero el convoysigue siendo responsabilidad nuestra. —Lo bajó yañadió con tono irritado—: Haga una señal alEgret para que dé más vela y se sitúe a proa delinsignia. —Observó cómo Bowater y el

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guardiamarina de señales daban los números yenviaban las banderitas de vivos colores a lasvergas.

Pasó una hora, y luego otra, y el calor nocesaba. ¿Un desafío fallido? ¿Un intercambio dedisparos entre un corsario y un contrabandista?Todo era posible.

Herrick no levantó la vista cuando el vigía deltope gritó:

—¡Ah de cubierta! ¡Tierra por la amura desotavento!

—Dentro de una hora más o menos tendremosa la vista el Skagerrak, señor —comentó Gossage.Estaba empezando a relajarse, pero muy poco apoco. El humor impredecible de Herrick estabateniendo su efecto.

—¡Ah de cubierta! ¡Vela por la aleta deestribor!

Cruzaron corriendo el alcázar y una docena decatalejos exploraron entre los cegadores reflejosdel agua y la ligera bruma.

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Se oyó un grito ahogado de alivio cuando elvigía gritó:

—¡Un bergantín, señor! ¡Lleva nuestrabandera!

Herrick refrenó su impaciencia mientrasobservaba al bergantín barloventeando paraacercarse al buque insignia.

El guardiamarina de señales dijo:—Es el Larne, señor. Capitán de corbeta

James Tyacke.Herrick frunció el ceño para despejar su

dolida cabeza. ¿Larne? ¿Tyacke? Le recordabaalgo, pero no sabía muy bien qué.

—¡Por Dios, ha sido atacado, señor! —exclamó Gossage.

Herrick alzó su catalejo y vio el bergantíncomo salido del mismo mar. Habían agujeros en suvelacho y varias marcas en la madera cerca de sucastillo de proa.

—No va a arriar un bote, señor. —Gossageparecía tenso otra vez—. Se va a acercar para

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hablar a la voz.Herrick movió el catalejo hacia la popa del

buque y se sobrecogió. Podía ver el reflejo del solen la solitaria charretera de su comandante, cómose agarraba a los obenques con una bocina yadirigida hacia el Benbow.

Pero su rostro… ni siquiera la distancia podíaocultar su horrible desfiguración. Cuando elrecuerdo se hizo vivido, fue como un baño de aguahelada. Tyacke había estado con Bolitho en Ciudaddel Cabo. El brulote, la fragata francesa huida…su cabeza se tambaleó con cada uno de losrecuerdos.

—¡Ah del Benbow! —Herrick bajó el catalejoy dejó agradecido que la cara del hombre sealejara en la distancia—. ¡Los franceses hansalido! ¡He topado con dos navíos de línea y tresbuques más!

Herrick chasqueó los dedos y cogió una bocinade manos del primer oficial.

—¡Soy el contralmirante Herrick! ¿Qué barcos

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ha visto? —Cada una de las palabras se leclavaban en el cerebro.

La potente voz del comandante del bergantínresonó a través del agua y Herrick pensó quesonaba como si se estuviera riendo. Un sonido delo más inapropiado.

—¡No me quedé para saberlo, señor! ¡Estabanansiosos por hacerme perder el interés! —Sevolvió para dar algunas órdenes cuando subergantín se acercó peligrosamente a la aleta delBenbow. Entonces, gritó—: ¡Uno es un segundaclase, señor! ¡Sin la menor duda!

Herrick miró hacia su capitán de bandera y ledijo:

—Dígale que lleve el mensaje a Sir RichardBolitho. —Le detuvo cuando se disponía a hacerloy cambió de opinión—. No. Al almirante Gambier.

Se fue hasta la aguja y volvió otra vez paramirar la pirámide de velas de tonos marronososdel viejo Egret, que parecía elevarse justo encimadel botalón de foque del Benbow. Lo vio todo y

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nada al mismo tiempo. Habían cosas y momentosde su vida demasiado familiares como para hacerningún comentario al respecto. Ya ni siquiera elviejo grito de «¡Los franceses han salido!» lealteraba.

Gossage volvió jadeando como si hubieracorrido.

—El bergantín está dando más vela, señor. —Le escrutó con desesperación—. ¿Ordeno alconvoy que se disperse?

—¿Acaso se ha olvidado ya del comandante dela Zest? ¿De que está en alguna parte esperando sumaldito consejo de guerra? Una vez ejecutaron aun almirante por no aprovechar una situaciónfavorable para atacar. ¿Se cree que van a dudar lomás mínimo con el comandante Varian? —«O connosotros», pensó.

Buscó con la mirada al pequeño bergantín yvio que estaba ya pasando a proa de la cabeza dela columna. El hombre del rostro terriblementedesfigurado seguramente encontraría a Gambier o

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a Bolitho al día siguiente. Probablemente fuera yainútil.

Cuando volvió a hablar, su voz fue firme yserena:

—Haga una señal al convoy para que dé másvela y mantenga el rumbo y las distancias.Deletréelo palabra por palabra si es necesario,pero quiero que todos los capitanes comprendan laproximidad del peligro.

—Muy bien, señor. ¿Y luego…?Herrick se sintió repentinamente cansado, pero

sabía que no había respiro alguno.—Luego, comandante Gossage, ¡puede usted

ordenar zafarrancho de combate!Gossage se alejó deprisa mientras su mente

trataba de hallar explicaciones y soluciones. Perouna cosa destacaba por encima de todo lo demás.Era la primera vez que veía sonreír a Herrickdesde la muerte de su esposa. Como si ya notuviera nada que perder.

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* * *

El comandante Valentine Keen puso su relojbajo la luz de la bitácora y entonces lanzó unamirada hacia las vagas figuras del alcázar. Eraextraño e inquietante oír las detonaciones y ver eldestello de los cañonazos disparados en tierramientras el Black Prince estaba fondeado por proay con un cable por popa para poder espiarse ycolocarse de manera que les fuera posible dispararal menos una andanada ante un ataque.

Cuando hubo una pausa en el bombardeo, Keense quedó a ciegas y pudo sentir la tensión que serespiraba a su alrededor. Había un boteenganchado a cada uno de los cables, con infantesde marina agazapados bajo sus amuradas yarmados con sus mosquetes y sus bayonetascaladas por si algún voluntario enemigo locointentaba acercarse nadando para cortarlos.Habían más infantes de marina en los pasamanos

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del Black Prince, y los cañones giratorios estabancargados y apuntados hacia la negra y vivacorriente del gran puerto de Copenhague.

La primera parte del ataque había ido bien. Laflota había fondeado frente a Elsinore el doce deagosto; no habían encontrado oposición a pesar dela presencia de tantos buques de guerra. Tres díasdespués, el ejército había empezado el avancehacia la ciudad. Cuanto más se acercaban, másfuerte era la oposición danesa, y en la últimaofensiva, la Marina había sido atacadasalvajemente por una flota de pramas, cada una deellas montando unos veinte potentes cañones, y unaflotilla de treinta lanchas cañoneras. Fueronfinalmente rechazadas tras una encarnizada lucha ylas fuerzas británicas pudieron retomar laconstrucción de baterías en la costa.

Keen levantó la vista cuando Bolitho cruzó elalcázar, y supuso que no había dormido.

—Está previsto que empiece pronto, Val.—Sí, señor. El ejército ha situado su artillería.

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He oído que tienen setenta piezas, entre morteros ycañones, apuntando a Copenhague.

Bolitho miró a su alrededor en la oscuridad. ElBlack Prince había seguido a la flota principal deGambier hasta Elsinore y no había tardado enentablar combate con los cañones daneses de laBatería de las Tres Coronas. No había sido muydiferente del anterior ataque a Copenhague,excepto que esta vez estaban luchando contrapequeñas embarcaciones y sombras mientras elejército seguía adelante contra la persistente yobstinada resistencia.

Dos divisiones de navíos de línea estabanfondeadas entre los defensores y la flota danesa,cuyos barcos estaban, en su mayoría, desarmadoso en reparación, quizás para desanimar a las avesde presa inglesa y francesa.

En mitad de los bombardeos y de las lejanasincursiones de la caballería y de la infantería,Lord Cathcart, el comandante en jefe, habíaencontrado tiempo para conceder salvoconductos a

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la Princesa de Dinamarca y a las sobrinas del reypara cruzar las líneas inglesas sin peligro «paraahorrarles los horrores de un asedio».

Cuando Keen había hecho un comentarioacerca del efecto que podría tener sobre la moraldanesa, Bolitho había respondido con súbitaamargura: «Jorge II fue el último monarcabritánico que se puso al frente de sus tropas paraentrar en combate, creo que en Dettingen. ¡Dudoque volvamos a ver algo así en nuestras vidas!».

Hizo una mueca cuando el cielo se encendió degolpe al empezar de nuevo el bombardeosistemático. Para añadir más horror, empezaron alanzar potentes cohetes Congreve sobre la ciudad,que tras verter su mortífera carga de fuego, dejaronen llamas en menos de una hora los edificios máspróximos al mar.

Keen preguntó hablando entre dientes:—¿Por qué no se rinden los daneses? ¡No

tienen posibilidades!Bolitho le miró y vio su cara titilante bajo los

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reflejos rojizos y anaranjados del cielo, mientrasel casco se estremecía con cada caída de unproyectil.

«Los daneses», pensó. Nadie se refería nunca aellos como el enemigo.

—¡Ah del bote! ¡Manténganse a distancia, eh!Pasaron corriendo unos infantes de marina y

Bolitho vio cómo un bote se detenía por el través,balanceándose suavemente en la corriente y a lavista gracias al destello refulgente de los cohetes.

Se veían correajes cruzados blancos y alguiengritó a los centinelas que no abrieran fuego. Unosinstantes más y los nerviosos infantes de marinahabrían hecho una descarga sobre el bote.

Un oficial que estaba de pie en la cámara delmismo abocinó sus manos y gritó su mensajehaciendo pausas entre cada explosión para hacerseentender:

—¡Sir Richard Bolitho! —Hizo una pausa—.¡El almirante al mando le envía sus saludos ypregunta si puede usted reunirse con él en el buque

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insignia!—¡Qué momento ha elegido! —Bolitho miró a

su alrededor y vio a Jenour y a Allday. Le dijo aKeen—: Iré en el bote de ronda. Debe ser urgentepara no esperar al amanecer.

Se fue deprisa hacia el portalón de entrada,donde finalmente se había permitido engancharseal bote.

—Ya sabes qué hacer, Val —dijo Bolithoescuetamente—. Corta los cables si te atacan; usalos botes si es necesario.

Entonces bajó al bote y se sentó entre Jenour yel oficial de guardia.

Mientras se alejaban del enorme y redondeadocasco del Black Prince, alguien asomó la cabezapor una porta abierta y gritó:

—Nos sacarás de esta, ¿eh, Nuestro Dick?—¡Qué insolencia! —espetó el oficial.Pero Bolitho no dijo nada; estaba demasiado

conmovido para decir nada. Era como bogar sobrefuego líquido, con pedazos de madera carbonizada

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golpeando contra el casco y ceniza que silbaba alcaer al agua.

El almirante Gambier le saludó con su actituddistante de siempre.

—Siento hacerle venir de esta forma, SirRichard. Puede que mañana se necesite suescuadra urgentemente.

Bolitho le dio su sombrero a un criado queenseguida le puso una copa helada de vino blancoen su mano.

El almirante Gambier lanzó una mirada haciasus aposentos. Todas las puertas de los mamparosestaban abiertas dejando pasar el aire cálido y elhumo entraba y salía por las portas de los cañonescomo si al costado hubiera un brulote.

La gran cámara estaba abarrotada de casacasazules y rojas, y Gambier dijo con evidentedesaprobación:

—Todos felicitándose mutuamente… ¡antes deque los daneses se rindan!

Bolitho mantuvo su expresión impasible.

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Gambier sacudió la cabeza.—Hablaremos en los aposentos de mi capitán

de bandera. Estaremos más tranquilos.En la cámara del comandante del insignia,

similar a la de Keen en el Black Prince pero másvieja, todas las lámparas estaban apagadas menosuna. Aquello hacía que el agua que había tras losventanales de popa ardiera y chisporroteara comosi fueran las puertas del infierno.

Gambier hizo una seña a un guardiamarina y ledijo:

—¡Tráigale! —Entonces añadió hacia Bolitho—: No sabe cuánto me alegro de tener esos barcosque consiguió usted traerse de Buena Esperanza.El comandante de la flota no para de hablar deello.

Se oyeron pasos fuera de la cámara y Gambierdijo bajando la voz:

—Debo avisarle, el rostro de este oficial tieneuna herida horrible.

Bolitho se dio la vuelta y exclamó:

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—James Tyacke!Gambier musitó:—Nunca ha mencionado que le conociera a

usted. Un tipo extraño.Tyacke entró en la cámara y se agachó bajo los

baos para estrechar las manos que Bolitho leofrecía afectuosamente.

Gambier les observó. Si estaba impresionado,su expresión no lo delataba.

—Dele la información a Sir Richard,comandante —dijo.

A medida que Tyacke iba describiendo suavistamiento de los buques franceses y suposterior encuentro con el convoy de Herrick,Bolitho sintió cómo le invadía la rabia y laconsternación ante el panorama que se presentaba.

—¿Está usted seguro, comandante? —insistióGambier.

Tyacke se volvió dejando a la vista su caradevastada.

—Había un segunda clase, puede que más

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grande incluso, y otro navío de línea a su popa.Habían también otros barcos, pero no pudequedarme a ver qué eran.

Gambier dijo:—Esta es una guerra de buques pequeños

ahora que el ejército está en tierra, Sir Richard.No preví que el contralmirante Herrick necesitaríamás protección. Parece ser que me equivoqué yque tenía que haber dejado su escuadra en supuesto hasta que…

Bolitho le interrumpió con brusquedad:—¿Cree que han encontrado al convoy?Tyacke se encogió de hombros.—Lo dudo. Pero lo harán si mantienen su

rumbo y su velocidad.Bolitho miró al almirante.—Le pido que me deje salir con mi escuadra,

señor.Gambier le miró con severidad.—Imposible. Esto no admite discusión alguna.

En cualquier caso, la mayor parte de sus barcos

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están al este, en la entrada del Báltico. Tardaríados días o más en ponerles tras los franceses.

Tyacke dijo sin rodeos:—Entonces, perderemos el convoy, señor, y

también su escolta.El almirante frunció el ceño cuando llegaron

unas risas desde sus aposentos.—¡La gente está muriendo allá afuera! ¡No les

importa un pimiento! —Pareció tomar una decisión—. Le dejaré ir con su buque insignia y puedellevarse al Nicator, ya que está fondeado conusted. ¡El pobre probablemente se caerá a trozos sitiene que entrar en combate! —Entonces, exclamó—: Pero no hay nadie para guiarles por elEstrecho.

Bolitho dijo con desesperación:—Lo he hecho antes, bajo la insignia de

Nelson, señor.Tyacke terció con tono calmado:—Yo abriré camino, Sir Richard, si me lo

permite.

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Gambier les siguió hasta el costado y lepreguntó a su capitán de bandera:

—¿Diría que soy un hombre fácil de servir?—Bastante, señor —dijo con una sonrisa.—Es lo que pensaba. —Observó cómo el bote

de ronda se alejaba bogando hacia la oscuridadpara, al cabo de un momento, quedar iluminadopor la luz de los cohetes Congreve dejando a lavista hasta el último detalle.

Entonces, dijo:—Hace un momento, y en mi propio buque

insignia, he tenido la sensación de que él estaba almando y no yo.

El comandante del insignia le siguió haciapopa, en dirección al barullo de las voces. Aquelmomento iba a saborearlo el resto de su vida.

De nuevo a bordo del Black Prince, Bolithoespetó sus órdenes como si estas hubieran estadoesperando salir de su mente con ansia:

—Envía un bote a tu antiguo barco, Val. Ha delevar anclas y seguirnos sin dilación. —Le apretó

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el brazo—. Sin discusiones. El Larne nos guiarápara salir. Dije que esto pasaría, ¡maldita sea!

El gran tres cubiertas pareció cobrar vidacuando los pitos trinaron entre cubiertas y loshombres salieron corriendo a sus puestos parasalir de puerto. Cualquier cosa era mejor queesperar sin saber nada. A los hombres no lesimportaba el motivo; se iban. Bolitho pensó en elbromista anónimo que había gritado en laoscuridad.

El cabrestante repiqueteó ruidosamente y supoque el anclote de popa iba a ser izado rápidamentea bordo también.

Una lámpara se movió en el agua y por unmomento, Bolitho vio la robusta silueta delbergantín que se disponía a ponerse al frente.

Cayeron sobre la ciudad dos grandes cohetesque iluminaron el cielo y los barcos con unarefulgente y tenebrosa luz.

Bolitho estaba a punto de llamar a Jenourcuando ocurrió. Cuando la luz se desvaneció, se

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apartó la mano de su ojo lesionado. Era comomirar a través de agua turbia, de un cristalempañado. Bajó la cabeza y murmuró:

—Ahora no, ¡todavía no, Dios mío!—¡Ancla a pique, señor!La voz de Keen sonó severa a través de la

bocina:—¿En qué dirección va el cable, señor

Sedgemore? —Entonces esperó al siguientedestello para poder ver la dirección del brazo deloficial. No había mucho espacio para la maniobra,especialmente en la oscuridad. Necesitaba sabercómo el barco, su barco, iba a responder cuandose viera libre del fondo.

Cazalet vociferó:—¡Largar gavias! —Dio unos pasos hacia

popa—. ¡Preparados a popa!Pareció que las portas más bajas del Black

Prince fueran a tocar el agua oscura cuando llegóa popa el grito:

—¡El ancla ha zarpado, señor!

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Bolitho se agarró a la batayola embreada y semasajeó el ojo.

—¿Puedo ayudarle, Sir Richard? —le preguntóJenour en voz baja.

Se estremeció cuando Bolitho se dio la vueltahacia él y esperó su réplica hiriente.

Pero Bolitho sólo dijo:—Estoy perdiendo la vista, Stephen. ¿Puedes

guardarme este secreto tan importante para mí?Conmocionado, Jenour no pudo decir nada,

pero asintió enérgicamente y ni siquiera prestóatención a un bote que bogaba frenéticamente bajoel mascarón de proa negro mientras el buquecontinuaba virando.

—No han de saberlo —dijo Bolitho. Le asió elbrazo con fuerza hasta que Jenour hizo una muecade dolor—. Eres un gran amigo, Stephen. Ahora,hay otros amigos ahí afuera que nos necesitan.

Keen se acercó con grandes pasos.—¡Responde bien, señor! —Miró al uno y al

otro y supo qué pasaba—. ¿Quiere que haga venir

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al cirujano?Bolitho negó con la cabeza. Puede que se le

pasara; quizás cuando la luz del día les encontrara,su vista volvería a aclararse.

—No, Val… lo saben demasiados ya. Sigue elfarol de popa del Larne y pon a tu mejor sondadoren el pescante.

Allday apareció de entre la oscuridad y leofreció una taza.

—Tome, Sir Richard.Bolitho bebió y notó cómo el café bien

cargado y con un poco de ron y alguna cosa más, letranquilizaba y le permitía pensar de nuevo.

—Qué bien me ha sentado, amigo mío. —Ledio la taza y pensó en Inskip—. Ya estoy repuesto.

Pero cuando volvió a mirar hacia la ciudad enllamas, la neblina estaba todavía allí.

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XIX

LA VERDADERA BANDERA

Con sus grandes vergas tan braceadas que aojos de alguien de tierra adentro podrían parecercasi al filo, el Black Prince ceñía tan a rabiarcomo le era posible. Durante la mayor parte de lanoche anterior habían barloventeado subiendo porel Estrecho desde Copenhague, perseguidos entodo momento por el continuo fragor delbombardeo.

De alguna manera, el Nicator había seguido elritmo del insignia, y para el Black Prince, unpoderoso tres cubiertas, había sido una prueba denervios así como de buena marinería. Las vocesurgentes habían pasado las sondas de lossondadores de los pescantes, y en cierto momento,Bolitho había intuido que sólo unos pies separabanla gran quilla del buque del desastre.

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El amanecer les había encontrado entrando enel Kattegat, aún relativamente angosto pero que encomparación con el Estrecho parecía el OcéanoAtlántico. Por la tarde, cuando Bolitho vio elresplandor rosado sobre el agua picada, supo queaquella noche oscurecería pronto. Una mirada algallardete del tope le confirmó que el viento delnordeste aguantaba. Eso les ayudaría al díasiguiente, pero si hubiese esperado al amanecerpara salir tal como Gambier le había sugerido, elsúbito cambio de dirección del viento no leshabría dejado salir del puerto. Pensó en Herrickpor centésima vez. Doña Suerte.

Keen cruzó el alcázar y se llevó la mano alsombrero, con su rostro bien parecido cortado trashaber estado el día entero en cubierta con unviento helado.

—¿Alguna orden más antes del anochecer,señor?

Se miraron el uno al otro sin decir nadadurante unos instantes.

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—Será mañana, Val. Si llegamos a tiempo. Túsabes cómo son estos convoyes de provisiones,que van a la velocidad del barco más lento paragarantizar su mutua protección. El convoy delcontralmirante Herrick es de unos veinte barcos alparecer, por lo que si ha habido un combate,algunos de los más rápidos deberían haberalcanzado ya el Skagerrak, ¿no? —Forzó unasonrisa—. Supongo que pensarás que estoyexagerando, que me he vuelto loco.¡Probablemente, Herrick pasará mañana al albaante nosotros y se quitará el sombrero lleno desatisfacción!

Keen observó atentamente a aquel hombre quetan bien había llegado a conocer.

—¿Puedo preguntarle algo, señor? —Miró a sualrededor cuando sonó una pitada más en lainterminable vida diaria de un buque de guerra:«¡Los de la última guardia de cuartillo, a cenar!».

—Pregunta. —Observó las gaviotas que seposaban como pétalos en al agua de tonos rosas y

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pensó en el comandante Poland, que no había vistonada más que el sendero del deber.

—Si estuviera usted en la situación delcontralmirante Herrick, ¿qué haría si avistara unsegunda clase, o un primera clase como parece serahora, y otros buques enemigos?

Bolitho miró a lo lejos.—Dispersaría el convoy. —Le volvió a mirar,

con los ojos oscuros bajo el intenso resplandor—.Luego entablaría combate con el enemigo. Puedeque fuera una pérdida de tiempo… ¿quién sabe?Pero es posible que algún barco sobreviviera.

Keen vaciló y le preguntó:—Pero no cree que él les diera la orden de

romper la formación, ¿no, señor?Bolitho le cogió por el brazo y le condujo más

allá de la gran rueda doble, donde Julyan, elespigado piloto, estaba hablando con susayudantes con su voz profunda. Vale su peso enoro, había afirmado Keen en varias ocasiones;había demostrado realmente su habilidad con el

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viento, la marea y el timón al pasar por elEstrecho.

—Estoy preocupado, Val. Si el enemigo estábuscando sus barcos, él se lo podría tomar comoalgo… —Buscó la palabra pero sólo vio la miradaobstinada de Herrick.

—¿Algo personal, señor?—Sí, en esencia sí.Un empalagoso olor a cerdo llegó de la

chimenea del fogón y Bolitho dijo:—Después de que hayan comido las dos

guardias, haga zafarrancho de combate. Peromantenga el fogón encendido hasta el últimomomento. ¡Se han ganado más combates con losestómagos llenos que con el acero, Val!

Keen lanzó una mirada a lo largo de su barco,imaginándoselo probablemente ya inmerso en elcaos y la destrucción de la acción.

—Estoy de acuerdo. —Y añadió de repente—:Puede que el señor Tyacke tuviera razón acercadel gran buque de guerra francés; la verdad es que

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al Black Prince tampoco lo conocen más que unospocos al ser tan nuevo.

El oficial de guardia miró a Keen y carraspeósonoramente.

—¿Un escalofrío, señor Sedgemore? —Keensonrió con naturalidad—. Desea relevar laguardia, ¿no?

Ambos se giraron sobresaltados cuandoBolitho les interrumpió repentinamente:

—¿Qué es lo que ha dicho? —Observó eldesconcierto de Keen—. Acerca de lo nuevo quees el Black Prince…

—Bueno, sólo pensaba que…—Y yo no. —Bolitho levantó la mirada hacia

la insignia que se enroscaba en lo alto—. ¿Tienesun buen velero?

Estaban cambiando la guardia, pero ellos sesentían completamente solos en medio delmovimiento de la gente.

—Sí, señor.—Pues dile que venga a popa, por favor. —

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Contempló la luz suave del anochecer del norte—.Esto ha de ser rápido. ¡Tengo que hacérselo saberal comandante Huxley antes de que nos situemospara pasar la noche!

Keen envió corriendo a un guardiamarina abuscar al velero. Bolitho se lo explicaría; quizáscuando hubiera decidido por sí mismo lo quepretendía hacer.

El velero del Black Prince se llamaba Fudge.Su aspecto era como el de casi todos los de suoficio. Tenía una buena mata de pelo canoso y lascejas pobladas, y llevaba la típica chaqueta decuero sin mangas con utensilios, hilo, agujas y, porsupuesto, uno o dos rempujos.

—Es él, señor.Todos le miraron en silencio. Keen, el oficial

de guardia, los guardiamarinas y los ayudantes depiloto.

Fudge parpadeó y preguntó a Bolitho:—¿Qué deseaba, señor?—¿Puede hacerme una bandera danesa, Fudge?

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Una grande, no una de esas pequeñas para botes.El hombre asintió despacio, visualizando en su

cabeza los materiales que tenía almacenadosordenadamente en una de las bodegas.

—¿Una extranjera, entonces, Sir Richard? —preguntó buscando la confirmación clara de lo quele pedía.

El teniente de navío Sedgemore abrió la bocapara hacer un comentario mordaz pero la miradade Keen le hizo abstenerse de ello.

—Estuve en el Elephant con Nelson enCopenhague, Sir Richard —dijo Fudge. Y añadióseguidamente—: ¡Sé cómo es una bandera danesa,señor!

Bolitho sonrió.—Pues adelante. ¿Cuándo podrá tenerla

acabada?Fudge mostró su irregular dentadura,

sorprendido por recibir una pregunta en lugar deuna orden.

—¡En un par de días, Sir Richard!

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—Esto es muy importante, Fudge. ¿Puedotenerla al amanecer?

Fudge le escrutó rasgo por rasgo comointentando encontrar una respuesta a algo.

—Empezaré ahora mismo, Sir Richard. —Miró alrededor, hacia los marineros e infantes demarina como si fueran de una raza inferior—.¡Déjelo de mi cuenta!

Mientras Fudge se marchaba deprisa, Keen lepreguntó en voz baja:

—¿Un engaño, señor?—Sí, eso pretendo. —Se frotó las manos como

si estuvieran frías—. Hazme un favor, Val. —Lanzó una mirada al reflejo brillante del agua, elprimer indicio del crepúsculo que se avecinaba.Se llevó la mano a su ojo izquierdo y dijo—: Megustaría dar un paseo por tu barco contigo, si esposible, claro.

Fue como avistar una señal de una fragataalejada. Un final a las especulaciones. Seríamañana.

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—Por supuesto, señor —contestó Keen.—Pero primero, haz por favor una señal al

Larne para que se acerque a nosotros. Voy aredactar unas órdenes por escrito para tu antiguobarco, Val… Más adelante no habrá tiempo.Luego, la Larne saldrá hacia barlovento. Si vienenlos franceses, seguro que reconocerán el bergantínde Tyacke y puede que decidan quedarse adistancia. Sea lo que sea ese buque francés, loquiero.

—Entiendo, señor. —Hizo una seña a Jenour—. ¡Tengo una señal para usted!

Fue una nota corta y que Bolitho escribió de supropia mano mientras Yovell esperaba bajo elresplandor rosado del cielo para lacrar el sobreantes de meterlo en una bolsa impermeable para elcomandante del Nicator.

Entonces le dijo a Keen:—Quiero que sepas una parte de lo que he

escrito. Si yo cayera, tú asumirás el mando; y si elBlack Prince es derrotado, el comandante Huxley

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dejará el combate y volverá con el almiranteGambier. —Miró con semblante grave a Keen—.¿He olvidado algo?

—Creo que no, señor.Más tarde, mientras los hombres de la última

guardia de cuartillo acababan su cena, Bolitho yKeen, acompañados por el teniente de navío másjoven del barco y, por supuesto, por Allday,recorrieron lentamente cada una de las cubiertas ybajaron por las escalas que llevaban hasta lasmismísimas entrañas del buque.

Muchos de los sobresaltados marineros queestaban sentados en las mesas de sus ranchoshacían ademán de ponerse en pie ante lainesperada visita, pero Bolitho siempre les hacíauna seña para que no lo hicieran.

Se detuvo para hablar con algunos de ellos yse sorprendió al ver cómo se agolpaban a sualrededor. ¿Para ver cómo era? ¿Para calibrar suspropias probabilidades de supervivencia? Quiénsabe…

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Hombres apresados por la leva y voluntarios,marineros de otros barcos, dialectos que contabandiferentes historias. Hombres de Devon y deHampshire, de Kent y de Yorkshire, y de otroslugares, incluyendo gente de otros países.

Y por supuesto, habló con un hombre deFalmouth, quien dijo con torpeza delante de sussonrientes compañeros de rancho:

—Seguro que no me conoce, Sir Richard; miapellido es Tregorran.

—Pero conocía a su padre, el herrero queestaba al lado de la iglesia. —Puso la mano unmomento sobre el hombro del marinero mientrassu mente volaba hasta Falmouth. El tal Tregorranmiró fijamente las dos líneas bordadas en oro dela manga de Bolitho como si se hubiera quedadohipnotizado.

—Era un buen hombre. —Cambió de tono—.¡Esperemos que podamos volver todos pronto acasa después de esto, muchachos!

El aire del los abarrotados ranchos estaba

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viciado con los olores tan familiares del alquitrán,la sentina y el sudor ahora que las portas de loscañones estaban cerradas; un lugar donde unhombre alto no podía estar derecho, donde susvidas empezaban y demasiadas veces acababan.

Subió la última escala y algunos de loshombres se pusieron en pie para vitorearle,siguiéndole sus voces cubierta tras cubierta, comoaquellos otros hombres a los que había conocido ymandado a lo largo de los años; esperando, quizás,a que él se reuniera con ellos en aquel otro mundo.

Allday vio su cara y supo exactamente quéestaba pensando. Ladrones y maleantes junto ainocentes y pobres desdichados. La últimaesperanza de Inglaterra. La única esperanza, eneso estaba pensando en aquel momento.

Los calzones mugrientos de un guardiamarinaquedaron a la luz de la lámpara de la escala y huboun rápido intercambio de palabras susurradasantes de que el oficial que les había acompañadoen su poco convencional paseo dijera:

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—¡Con los respetos del señor Jenour, señor!—Miraba a Keen pero estaba muy pendiente de suvicealmirante—. La bolsa ha pasado al Nicator.

Se humedeció los labios cuando Bolithocomentó:

—Todo o nada. —Entonces dijo—: Usted es elseñor Whyham, ¿no? —Vio que el joven oficialasentía con aire inseguro—. Eso pensaba, aunqueno sabía si me traicionaba la memoria. —Sonriócomo si se tratara de un encuentro casual en tierra—. Era uno de mis guardiamarinas hace cuatroaños en el Argonaute, ¿me equivoco?

El teniente de navío todavía seguía mirandoatónito a Bolitho cuando este, acompañado deKeen, salió al aire más frío de la cubierta superior.Tras los ranchos sellados, el aire sabía a vino.

Keen dijo con aire vacilante:—¿Querrá cenar conmigo esta noche, señor?

Antes de que tiren todo abajo en el zafarrancho decombate…

Bolitho le miró con tranquilidad, emocionado

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aún por la calidez de aquellos hombres sencillosque no tenían más que su palabra para agarrarse.

—Me encantaría, Val.Keen se quitó el sombrero y se mesó sus

cabellos rubios con los dedos. Bolitho mediosonrió. Otra vez el guardiamarina, o quizás elteniente de navío de los Mares del Sur.

—Lo que ha puesto en las órdenes delcomandante del Nicator le hace a uno darsecuenta, aunque no lo acepte, de lo estrecho que esel margen. Ahora, cuando pienso que tengo todo loque siempre había deseado… —No siguió. Nonecesitaba hacerlo. Era como si Allday acabara derepetir lo que había dicho. Y entonces uno semuere…

Lo que acababa de expresar Keen, y antes supatrón, valía para él mismo.

* * *

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Con las primeras muestras de vida en el cielo,el Black Prince pareció también cobrarlalentamente. Como hombres de combates navales yaolvidados y naufragios de tiempo atrás, susmarineros e infantes de marina emergieron de laoscuridad de la cubierta de baterías, del sollado ode la bodega, abandonando aquella pretensión derecogimiento y paz que todo hombre necesita antesde un combate.

Bolitho escuchaba desde la banda debarlovento del alcázar el ruido sordo de los piesdescalzos y el tintineo de las armas a su alrededory en la cubierta que tenía debajo. Keen habíahecho bien su trabajo: ni una sola pitada, nitampoco un solo golpe de tambor para inflamar elcorazón y la mente de aquellos que podían pensarque aquel iba a ser su último recuerdo en la tierra.

Era como si el propio barco se despertara y sudotación de ochocientas almas fuera simplementeun grupo numeroso de actores secundarios de laobra.

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Bolitho observó el cielo aún con su ojoizquierdo relajado en la oscuridad. El amanecer noestaba lejos, pero de momento aquello sólo erauna expectativa y tenía una sensación de inquietudal respecto, como la sonrisa engañosa del marantes de un temporal desatado.

Intentó imaginarse el barco tal como lojuzgaría el enemigo. Un magnífico y enorme trescubiertas con su correspondiente bandera danesaondeando justo debajo de la inglesa para dar aconocer al mundo su verdadera condición depresa. Pero se necesitaba más que eso. Bolithohabía utilizado muchas estratagemas en su día,especialmente cuando era capitán de fragata. Enuna guerra que duraba tanto y que había matado atantos hombres de los dos bandos y de todas lascreencias, ni siquiera lo normal podía aceptarse aprimera vista.

Si el día les era perjudicial, el precio seríadoblemente alto. Keen había pasado ya susórdenes al contramaestre para que no aparejara

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bozas de cadena en las vergas y palos, algohabitual para evitar que cayeran sobre cubiertadañando el barco o aplastando a los hombres queestaban en los cañones. Aquello añadiría tensión alos hombres cuando llegara el momento. Elcontramaestre no había protestado la orden dedejar todos los botes apilados en su sitio delcombés. Bolitho no esperaba protesta alguna,puesto que, a pesar del gran peligro que suponíanpor ser un arsenal de astillas voladoras, algunascomo dagas recortadas, la mayoría de los hombrespreferían verlos allí. Como su último medio desalvación.

Keen se le acercó. Como los demás oficialesque iban a estar en la cubierta superior, se habíaquitado su reveladora casaca para no dar pistas alos tiradores y convertirse en un blanco fácil.

Keen miró el cielo.—Va a ser otro día despejado.Bolitho asintió.—Esperaba que lloviera, o al menos que

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estuviera nublado con este viento del nordeste. —Miró más allá de la proa—. El sol nos alcanzaráantes a nosotros y ellos nos avistarán primero.Creo que deberíamos acortar vela, Val.

Keen atisbo a su alrededor en busca de algúnguardiamarina.

—¡Señor Rooke! ¡Dígale al segundocomandante que llame a los hombres para queaferren los juanetes y los sobrejuanetes!

Bolitho sonrió a pesar de la tensión. Dosmentes trabajando juntas. Si el enemigo, todavíaoculto en la oscuridad, les avistaba primero,sospecharía de una presa navegando a toda velacuando no había nada que temer.

Keen miró las vagas siluetas de los hombrestrepando a toda prisa a la arboladura por losflechastes para recoger y aferrar las velas a susvergas.

—El mayor Bourchier sabe qué ha de hacer —dijo—. Pondrá infantes de marina en el castillo deproa, aquí a popa y arriba en la cofa de mayor, de

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la misma manera que los colocaría si tuviera quecontrolar una presa con su dotación original aún abordo.

No se podía hacer nada más.—¡El velero, señor! —gritó Cazalet.Fudge y uno de sus ayudantes salieron de entre

las sombras y desplegaron la improvisada banderadanesa entre ellos.

—Ha sido fiel a su palabra —dijo Bolitho—.Un magnífico trabajo. —Hizo una seña a Jenour—.Ayude a Fudge a izar nuestra nueva bandera… ¡aél le corresponde el honor de hacerlo!

Aquello era algo digno de verse mejor, pensó.Pero incluso en la casi total oscuridad y con losrociones que caían de vez en cuando sobrecubierta como si fuera lluvia, fue un momentomemorable. Los hombres se habían retirado de loscañones y atisbaban hacia la extraña bandera queserpenteaba mientras subía casi hasta el pico de lacangreja para quedar debajo de la verdaderabandera del barco.

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Alguien gritó:—¡Debes haber usado tus mejores ropas para

hacer eso, Fudge!El viejo velero dijo con tono algo hosco por

encima de su hombro y sin dejar de mirar labandera que ondeaba bajo el cielo oscuro:

—¡Tengo la suficiente para coserte a ti dentrocuando acabe el día, amigo!

Keen sonrió.—He puesto a uno de los ayudantes de piloto

en la cofa, señor. Es Taverner, que estaba conDuncan. Tiene vista de lince y la inteligenciaaguda. ¡He de verle convertido en piloto aunqueello implique perderle!

Bolitho se humedeció sus labios resecos. Café,vino, hasta el agua salobre de los toneles le iríabien en aquellos momentos.

Lo apartó de su mente.—Pronto sabremos qué nos espera.—El contralmirante Herrick podría haber

tomado otro rumbo, señor. Puede que haya puesto

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proa a Inglaterra con su convoy, confiando enencontrar allá a la escuadra que patrulla frente a lacosta.

Bolitho pudo ver en su imaginación la cararedondeada y honesta de Herrick. ¿Dar la vuelta?Nunca. Sería como huir.

Tojohns, el patrón del Keen, estaba arrodilladoen cubierta colocándole a su comandante sualfanje, el arma curvada y ligera que siemprellevaba en combate. Igual que antes del combateque había enviado al Hyperion al fondo del mar.

Bolitho se llevó la mano a la cadera, tocó laempuñadura del viejo sable de la familia y seestremeció. Estaba frío como el hielo. Notó queAllday le miraba y percibió el fuerte olor a ron desu aliento cuando dio un gran suspiro.

Keen estaba de nuevo ocupado con su piloto ysus oficiales y Bolitho le preguntó a Allday:

—Bueno, amigo mío, ¿qué opina de todo esto?Durante unos pocos segundos no hubo

oscuridad cuando la noche se desgarró por una

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gran explosión que iluminó el barco entero,pudiendo verse a los hombres inmóviles comoestatuas al lado de sus cañones y el aparejo y losobenques muy nítidos por el resplandor. La luz sedesvaneció con la misma rapidez con que habíallegado. Entonces, tras lo que pareció unaeternidad, llegó el rugido volcánico de laexplosión junto con un aire caliente que parecióque iba a quemar las velas y a dejarlas todas enfacha.

Se oyeron voces desde todas partes mientras elsilencio, como la oscuridad, les envolvía una vezmás.

Allday dijo con tono seco:—Es uno de los barcos que llevan pólvora y

balas, ¡seguro!Bolitho pensó sobre el hecho de si alguno de

los que habían muerto se había dado cuenta,aunque fuera por una fracción de segundo, de quesu vida iba a terminar de aquella manera tanterrible. Sin un último grito y sin la mano de un

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viejo amigo para contener el terror o las lágrimas.Nada.

Keen estaba gritando:—¡Señor Cazalet, envíe guardiamarinas a

todas las cubiertas de baterías para que lesexpliquen a los oficiales lo que ha ocurrido!

Bolitho miró a lo lejos. Keen se habíaacordado de que las portas de los cañones de lasbaterías inferiores estaban cerradas y que su barconavegaba a ciegas hacia… ¿hacia qué?

Le oyó exclamar a Keen:—¡Por Dios, en la cubierta inferior les debe

haber parecido como topar con un arrecife!Una figura pequeña salió de alguna parte y

pasó a tientas al lado de los timoneles, losoficiales y los hombres que estaban en las brazascomo si no perteneciera para nada al barco.

—¿Qué demonios está haciendo en cubierta?—gruñó Allday.

Bolitho se volvió.—¡Ozzard! ¿Qué ocurre? Ya sabe que su sitio

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está abajo. ¡Nunca fue usted un marinero comonuestro pobre Allday! —Pero la broma no hizoefecto y vio que Ozzard estaba temblando comouna hoja.

—¡N-no puedo, señor! En la oscuridad… alláabajo. Como la última vez… —Seguía temblando,totalmente ajeno a los hombres que estaban a sualrededor en silencio—. Otra vez no. ¡No puedo!

—Claro —dijo Bolitho—. Debería haberlopensado. —Lanzó una mirada a Allday—.Búsquele un sitio por aquí cerca. —Sabía que elhombre estaba demasiado aterrorizado paraescuchar—. Cerca nuestro, ¿eh? Vio cómo sussombras se fundían con la oscuridad y se sintiócomo si se le abriera una vieja herida. Otra vez elHyperion.

Allday volvió.—Le he dejado bien acomodado, Sir Richard.

Enseguida estará bien después de lo que usted leha dicho. —«Si supiera la mitad de lo que yo sé»,pensó.

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Se oyeron murmullos cuando las vergas másaltas y el gallardete del tope aparecieron derepente dibujados contra el cielo, como si hubieraotra explosión o fueran algo aparte del barco.

Desde la cruceta del palo trinquete llegó la vozdel ayudante de piloto:

—¡Ah de cubierta! ¡Tierra por la amura debabor!

—Excelente, señor Julyan —exclamó Keenmirando al piloto—. ¡Eso debe ser el Skaw! ¡Estépreparado para cambiar el rumbo al oeste enmenos de una hora!

Bolitho podía compartir la excitación reinante.Pronto estarían fuera del Kattegat y entrarían en elSkagerrak, donde tendrían mucho espacio pordelante y sin fondo. Se decía de él que los restosde los naufragios y los marineros ahogadoscompartían las oscuras cavernas de susprofundidades con criaturas ciegas y aterradoras.

Fuera como fuera… cuando el botalón defoque apuntara de nuevo hacia el oeste, nada se

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interpondría entre ellos e Inglaterra.La luz iba extendiéndose dejando poco a poco

las cubiertas a la vista. Siguiéndoles a popa, sepodía ver ya al setenta y cuatro cañones Nicatorbajo la tenue luz del amanecer, cuando unosminutos antes era imposible.

El ayudante de piloto Taverner, que estaba conel vigía del tope, aulló:

—¡Ah de cubierta! ¡Buques en llamas! —Pareció quedarse sin palabras—. ¡Dios mío,señor, no puedo ni contarlos!

Keen agarró una bocina.—¡Soy el comandante! —Hizo una pausa para

dar tiempo a que los meses de entrenamiento y losaños de disciplina volvieran a poner a la gente ensu sitio—. ¿Qué hay del enemigo?

Bolitho se fue hasta la barandilla del alcázar yobservó las caras que miraban hacia arriba en unfuerte contraste con el aire casi alegre que serespiraba cuando Keen había explicado susintenciones inmediatas.

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—¡Dos navíos de línea, señor! ¡Y otrodesarbolado! —Se calló y Bolitho oyó murmuraral piloto—: Es muy raro en Bob hablar así. Debeestar mal la cosa, pues.

La celeridad con que la luz del día lesarrebataba sus defensas sólo hacía que empeorarel momento. El enemigo debía haber dado con elconvoy antes del anochecer del día anterior,mientras ellos pasaban laboriosamente por elEstrecho sin otra idea que socorrerles.

Debían haber apresado o destruido al convoyentero, dejando la recogida para el día siguiente.Para aquel momento.

—Demasiado tarde después de todo, señor —dijo Keen con tono cansino.

El súbito eco de disparos de cañón vibrósobre la superficie del mar y pasó a través de losmástiles y las velas como un temporalaproximándose.

—¡El buque desarbolado ha abierto fuego,señor! —gritó Taverner—. ¡No está acabado

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todavía! —La disciplina pareció abandonarle ygritó—: ¡Dadles, muchachos! ¡Duro con esoscabrones! ¡Allá vamos!

Keen y Bolitho se miraron mutuamente. Elbarco desarbolado e indefenso era el Benbow. Nohabía otra posibilidad.

Bolitho dijo:—Gente a la arboladura, Val. A toda vela.

Exactamente como si fuésemos una presa y suescolta. —Vio la inquietud y la desesperación delos ojos de Keen y dijo—: No hay otra manera.Tenemos que mantener la sorpresa y el barlovento.—Notó cómo sus músculos se tensaban cuando unaandanada se solapó con otra y supo que el enemigotenía intención de dividir en dos la potencia defuego del Benbow atacándole por los dos costadosa la vez para abordarlo y apresarlo después. Elbarco no podía siquiera ser maniobrado paraevitar que su popa fuera cañoneada a placer. Cerrólos puños con fuerza hasta que le dolieron. Herrickmoriría antes que rendirse. Había perdido ya

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demasiado.El Black Prince escoró ligeramente ante la

creciente fuerza del viento en su paño y empezó avirar hacia el horizonte oeste que se veía más alláde la borrosa lengua de tierra, allí donde el marestaba todavía en la oscuridad.

A cada minuto que pasaba, la luz del díarevelaba los espantosos indicios de una luchaperdida. Perchas, cuarteles de escotilla, botes a laderiva y, algo más lejos, la larga y oscura quilla deun barco que había volcado bajo el bombardeo. Amedida que se iba retirando la oscuridad ibanavistando otros barcos. Algunos estabandesarbolados en parte y otros aparentemente sindaños. En todos ondeaba la tricolor francesaencima de sus banderas inglesas, como burlonasnotas de color en un panorama catastrófico.

Del segundo escolta que había descrito Tyackeno había rastro alguno. Bajo la insignia deHerrick, se habría ido a pique, también, antes querendirse.

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La voz de Taverner se oyó de nuevo, ya bajocontrol:

—¡Ah de cubierta! ¡Han cesado los disparos!Keen alzó su bocina casi con desesperación.—¿Se han rendido?Taverner aguzó la vista desde su nido

particular. En todos los años que llevabaembarcado en diferentes buques y con toda clasede comandantes, siempre había aprendido algo, ylo había ido almacenando en su cabeza.

—¡El buque grande se aleja de él y está dandomás vela, señor! —gritó.

Bolitho asió el brazo de Keen.—Nos han avistado, Val. ¡Vienen!Vio que su sobrino, el guardiamarina Vincent,

miraba con ojos desorbitados por encima de labatayola cuando llegaron como unos gritos queiban y venían a través de la densa cortina de humode uno o más de los buques naufragados.

Tojohns dijo hablando entre dientes:—¿Qué es eso, por todos los infiernos?

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Keen le miró y respondió cansinamente:—Caballos. Atrapados bajo cubierta cuando

su barco fue destruido.Vio que Bolitho se tocaba su ojo lesionado.

También estaba recordando. La espantosa agoníade las monturas del ejército aterrorizadas en laoscuridad hasta que el mar finalmente terminabacon ella.

Bolitho vio cómo algunos de los marineros semiraban con rabia y consternación. Hombres queapenas moverían un pelo cuando vieran caer alenemigo o incluso a uno de los suyos en según quémomentos. Pero un animal indefenso… Esosiempre era diferente.

—¿Puedo, Val? —Entonces, en un abrir ycerrar de ojos se fue de nuevo hasta la barandilla ydijo con un tono sorprendentemente calmadoelevando la voz:

—¡Ese barco viene a por nosotros, muchachos!¡Sea lo que sea lo que penséis o sintáis, tenéis queconteneros! ¡Detrás de cada porta hay un cañón

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con carga doble y con ingleses para dispararloscuando yo dé la orden! —Vaciló cuando vio ladiminuta figura de Ozzard correteando por elpasamano de estribor hacia el castillo con uno delos grandes catalejos de señales sobre su hombrocomo una maza.

Apartó su mente de lo que debían haber pasadoaquellos barcos. Unos barcos indefensos; yHerrick interponiéndose como una roca entre ellosy una fuerza superior. Quizás Herrick estuvieramuerto. En el mismo momento supo que no.

—¡Tendremos que aguantarnos! ¡Este esnuestro barco y esos hombres de ahí eran de losnuestros! ¡Pero esto no es una venganza! ¡Esjusticia!

Se calló, exhausto y vacío. Dijo bajando lavoz:

—No tienen los ánimos que hacen falta, Val.—¡Venga, muchachos! ¡Un hurra por «nuestro

Dick»! —El barco pareció temblar ante el súbitobrote de vitoreos—. ¡Y un hurra por nuestro

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comandante, que tiene a su novia esperándole enInglaterra!

Keen se dio la vuelta con los ojos llenos delágrimas.

—Aquí tiene su respuesta… ¡Le darán todo loque tienen! ¡Nunca tenía que haberlo dudado!

Allday llegó hasta donde estaba Ozzard ymaldijo a los hombres por vitorear sin saber a loque se iban a enfrentar.

—¿Qué demonios estabas haciendo? ¡Creíaque te habías vuelto loco!

Ozzard bajó el catalejo y se le quedó mirando.Parecía muy sereno. Más de lo que recordabahaberle visto nunca.

—He oído lo que Sir Richard acaba dedecirles —dijo—. Que no es una venganza. —Miró el potente catalejo—. No sé mucho debarcos, pero conozco perfectamente ese. ¿Cómoiba a poder olvidarlo?

—¿Qué quieres decir, amigo? —Pero el dolorpunzante de su pecho ya le había puesto en aviso.

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Ozzard lanzó una mirada hacia Bolitho y elcomandante.

—No me importa cómo le llamen ni la banderaque lleve. Es el que destruyó nuestro Hyperion. ¡Ytanto que va a ser una venganza! —Ya con menoscoraje miró a su amigo—. ¿Qué hacemos, John?

Por una vez no hubo respuesta.

* * *

El guardiamarina Roger Segrave apretó laspalmas de sus manos contra la barandilla delalcázar e inspiró grandes bocanadas de aire comosi se estuviera asfixiando. Todo su cuerpo estabatenso como un cable, y cuando se miró las manos ylos brazos pensó que estarían temblando demanera incontrolable. Miró rápidamente a lasfiguras de su alrededor. El piloto y sus ayudantes,junto a la aguja, los cuatro timoneles y otrosmarineros cerca intentando dar la impresión de no

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tener nada que hacer. Era como un episodio delocura. El pasamano de babor, el que estaba máscerca del gran tres cubiertas enemigo, estabaabarrotado de marineros, todos desarmados yaparentemente charlando unos con otros yseñalando de vez en cuando a los otros barcoscomo si no estuvieran involucrados. Segrave bajóla vista y observó la realidad que se escondía trastodo aquello. Debajo del pasamano, y también enlas dos cubiertas que habían bajo la principal, lasdotaciones de los cañones estaban apretujadascontra sus piezas. Con los espeques, atacadores ylanadas bien a mano, hasta los bragueros se habíansoltado para evitar perder ni un segundo.

Miró a Bolitho, que estaba al lado delcomandante Keen, con los brazos en jarra yseñalando de vez en cuando con el dedo hacia losotros barcos, pero sobre todo manteniendo un ojoen el interior del barco. Incluso sin sus uniformes,destacaban entre el resto, pensó Segrave. Elarrogante guardiamarina Bosanquet estaba

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hablando con el ayudante del vicealmirante ySegrave vio banderas de señales ya enrolladas ylistas para ser envergadas escondidas en parte porunos coyes desenrollados para secar al sol. Losinfantes de marina eran los únicos que noescondían su verdadera identidad. Sus casacasrojas llenaban la cofa de mayor junto a loscañones giratorios apuntados hacia cubierta, yhabían dos pelotones más desplegados con susbayonetas caladas en el castillo de proa y en popa.

Segrave oyó decir a Bolitho:—¡Señor Julyan, se supone que hoy es usted el

comandante!El espigado piloto mostró una amplia sonrisa.—¡Ya me siento diferente, Sir Richard!Segrave notó cómo su respiración y sus latidos

se iban normalizando. Debía aceptarlo, igual queellos.

Bolitho añadió con el mismo tono informal:—Sé que nuestros homólogos daneses visten

de manera algo más sobria que nosotros, pero creo

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que un sombrero podría ayudar.Se vieron más sonrisas cuando Julyan se probó

primero el sombrero escarapelado de Keen yluego el de Bolitho, que le encajó perfecto.

Bolitho miró alrededor del alcázar y Segravese puso tenso cuando los ojos grises se posaron unmomento en él.

—La espera ha terminado. ¡Preparados!Segrave volvió a mirar al enemigo. El segundo

buque grande, un dos cubiertas, estaba virandomientras subían banderas a sus vergas para luegodesaparecer en su intercambio de señales con susuperior. Se enfrentaría al Nicator, que navegabacon todo el trapo como si quisiera interceptarcualquier ataque sobre su presa.

Keen observó su antiguo barco y dijo:—Era un buen barco.—Era.Segrave dio un salto cuando la áspera voz del

primer oficial penetró en sus pensamientos.—¡A la cubierta inferior de baterías, señor

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Segrave! ¡Informe al tercer oficial! —Lanzó unamirada iracunda a su alrededor—. ¡Ese malditoVincent ya debería estar aquí! ¡Dígale que vengaaquí si le ve! —Sus ojos recalaron en Segrave yguiado quizás por algún viejo recuerdo dijo—:Tranquilo, jovencito. Hoy morirán hombres, perosolamente los escogidos. —Sus facciones duras seablandaron con una sonrisa—. Usted hademostrado su valor… ¡Todavía no le ha llegadola hora!

Segrave corrió hacia la escala y de repente seacordó de la tosca amabilidad con que le habíantratado en la Miranda de Tyacke antes de que estasaltara en pedazos. Era un año mayor. Habíavivido una vida entera desde entonces.

Se detuvo para echar un último vistazo antesde adentrarse en la penumbra del casco. Captó unaescena que nunca olvidaría. Bolitho con su camisade volantes revoloteando al viento, con una manoen su viejo sable y su patrón justo detrás de él.Keen, Jenour, Bosanquet, los ayudantes de piloto y

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los marineros, todos ellos más próximos que nadieque hubiera conocido antes en Inglaterra.

Cuando se volvió, notó que se le secaba laboca. Más allá del pasamano de babor había unainsignia solitaria, como un estandarte encima de uncaballero con armadura de uno de sus viejos librosde cuentos.

«Está muy cerca». Ondeaba en el tope del palotrinquete del buque enemigo.

Alguien gritó:—¡Ha orzado! ¡Quiere hablar! —No hubo

ninguna respuesta desafiante ni burlas llenas deironía como había oído de boca de marineros enpeligro. Se oyó como un gruñido de un sóloanimal, como si el barco hablara por ellos.

De pronto se encontró bajando una cubiertatras otra, escala tras escala, pasando junto a losvigilantes centinelas de infantería de marinaapostados para impedir que los hombres serefugiaran abajo y de pajes que corrían con cargasde pólvora para los cañones.

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Vio a un guardiamarina encogido de miedojunto a las reservas de cuñas y tapabalazos delcarpintero y supo que era Vincent.

—¡El señor Cazalet te quiere en cubierta! —dijo.

Vincent pareció meterse aún más entre elmontón de piezas de reparación y dijo entresollozos:

—¡Vete al infierno, maldita sea! ¡Espero que tematen!

Segrave se fue deprisa muy impresionado porlo que acababa de ver. Vincent estaba acabado. Nisiquiera había empezado.

La cubierta inferior de baterías estabatotalmente a oscuras y aún así, Segrave percibió lapresencia de la gran cantidad de hombres que seagazapaban allí. En algunos sitios, la luz del solpenetraba por algún resquicio de las portas de loscañones iluminando ligeramente un hombrodesnudo y sudoroso o un par de ojos blancos conla mirada fija como la de un ciego.

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Flemyng, el tercer oficial, estaba al mando dela cubierta. Aquella era la fuerza principal de laartillería del Black Prince, donde veintiochocañones de a treinta y dos y sus dotacionesconvivían y se entrenaban para dar lo mejor de síen la lucha que se avecinaba.

Flemyng era un hombre alto y estaba agachadocon la cara pegada contra el casco macizo, junto alprimer trozo de cañones. Solamente cuando miróhacia dentro vio Segrave la pequeña y redondaporta de observación, no más grande que el cuencode un marinero, desde donde el teniente de navíopodía constatar la proximidad del enemigo antesque nadie de aquella cubierta.

—¿Segrave? Quédese conmigo —dijohablando de forma entrecortada y seca.Normalmente era uno de los oficiales menosseveros—. ¡Ayudante de condestable! ¡Atienda alseñor Segrave! —Se despidió y volvió a supequeña porta.

Los ojos de Segrave se iban acostumbrando a

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la oscuridad y podía distinguir ya los cañones quetenía más cerca, con sus joyas negras apoyadassobre las cureñas pintadas de color beige y loshombres apiñados alrededor de los mismos comoen una extraña ceremonia con sus espaldasrelucientes como el acero.

—Tome, señor Segrave —dijo el ayudante decondestable poniéndole dos pistolas en sus manos—. Las dos están cargadas. Sólo tiene que montary disparar, ¿entendido?

Segrave se quedó mirando las portas cerradas.¿Se descolgaría el enemigo hasta esas portas paraentrar por ellas?

El ayudante de condestable se había ido ySegrave dio un brinco cuando alguien le tocó lapierna y murmuró:

—¿Ha venido a ver cómo viven losdesdichados de aquí abajo, señor Segrave?

Segrave se agachó junto al cañón. Era elhombre que había salvado de los azotes, el queVincent había encontrado en la bodega que ahora

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tenía bajo sus pies.—¡Jim Fittock! ¡No sabía que este fuera su

puesto! —exclamó.—¡Silencio en la cubierta de baterías! —gritó

alguien con voz apagada.—Veo que tiene sus pistolas, ¿eh? —dijo

Fittock riéndose entre dientes.Segrave se las metió en el cinturón.—¡No se les permitirá acercarse tanto!Fittock miró a sus compañeros del otro lado

del gran cañón de a treinta y dos e hizo un ligeromovimiento de cabeza. El gesto decía que aqueljoven oficial era un buen tipo. No hacía falta darrazones.

—Sí, ¡cañonearemos a esos cabrones por loque han hecho! —Vio un pequeño rayo de luzreflejada en una de las pistolas y esbozó unaamarga sonrisa. ¿Cómo podría explicarle a uninocente como él que las pistolas eran paradisparar a cualquier pobre marinero que intentarasalir corriendo cuando empezara la carnicería?

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Sonó una pitada y llegó una voz desde laescala:

—Justo en oblicuo, señor!Alguien gruñó:—Tan cerca está, ¿eh? —Los espeques

rasparon sobre la cubierta para colocar loscañones en un ángulo más cerrado; aquel trozo ibaa abrir fuego dentro de poco desde la amura debabor.

El teniente de navío Flemyng habíadesenvainado su alfanje.

—¡Listos, muchachos! —Atisbo entre laoscuridad como si viera a todos sus hombres—.¡Han estado diciéndonos que facheemos! —Hablaba como fuera de sí—. ¡Con un tono muyamable y amistoso! —Cuando se dio la vuelta paramirar por su porta de observación, la luz del sol,que había hecho que su rostro pareciera estarsuspendido en el aire como una máscara, dejó deentrar. Fue como si se hubiera tapado la porta.

—¡Quédese con nosotros! —dijo Fittock

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hablando entre dientes.Segrave no oyó nada más cuando sonaron los

pitos y Flemyng aulló la orden:—¡Abrir las portas! ¡Asomar!El aire se llenó de los chirridos de las cureñas

cuando los marineros pusieron todo su peso paracazar de los palanquines y mover los grandes ypesados cañones hacia la luz del sol. Los cabos decañón se agacharon y tensaron sus tirafrictores,con sus caras, ojos y manos en diversas actitudesde odio y de plegaria mientras esperabanconcentrados la orden; era como un enorme cuadroinacabado.

Segrave miró con incredulidad el elevadobeque y la madera tallada ornamentada y dorada, yel costado ya manchado por el humo delbombardeo y de sus víctimas.

Fue como si el tiempo se detuviera. Ni unruido, ni un movimiento, como si el barco hubierasido también destrozado.

El alfanje de Flemyng cortó el aire.

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—¡Fuego!Mientras los cañones retrocedían sobre sus

bragueros y los hombres se abalanzaban sobreellos para refrescarlos y volverlos a cargar demanera casi mecánica, Segrave respirabaentrecortadamente y hacía arcadas entre el humoque se arremolinaba a su alrededor tapándolotodo. Y aún así, allí seguía la imagen congelada ensu mente. Las hileras de los cañones enemigosapuntando hacia él, algunos de ellos con caras a sualrededor atisbándoles, observando su últimapresa hasta que el tremendo peso del hierro lesalcanzó a menos de cincuenta metros de distancia.

El enorme tres cubiertas, convertido en unapresa fácil gracias al hecho de estar marinado conpocos hombres, incapaces de plantar cara a un doscubiertas con la dotación completa, les debíahaber parecido un regalo caído del cielo. El barcoiba dando balances a causa de la andanadacompleta que acababan de descargar una cubiertatras otra a través del agua llena de humo. Los

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hombres vitoreaban y maldecían, dándose prisasunos a otros para asomar los cañones y levantarsus manos entre los remolinos de la niebla creadapor el humo de la pólvora.

—¡Asomen! ¡Apunten! ¡Fuego!Una irregular andanada impactó con gran

estruendo en el costado y uno de los cañones fuelanzado hacia dentro quedando patas arriba comoun animal herido. Unos hombres cayeron gritandoentre la neblina asfixiante y Segrave vio una manocercenada junto al cañón de al lado, como unguante desechado. No era extraño que pintaran lasamuradas de rojo. Así se conseguía disimularparte del horror.

—¡Alto el fuego! —Flemyng se volvió cuandootro guardiamarina fue arrastrado hacia laescotilla que llevaba al sollado. Por lo que pudover, había perdido un brazo y una pierna. No cabíaesperar gran cosa…

Segrave apartó su mirada de la misma escenaque observaba el oficial. Tenía la misma edad que

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él. El mismo uniforme. Era una cosa; ya no seríauna persona.

—¡Abrir la portas de estribor!Fittock le dio una palmada en el brazo.—¡Vamos, señor! ¡El comandante está virando

y entablaremos combate con los cabrones porestribor! —Se fueron como pudieron hacia la otrabanda, tropezando con aparejos rotos y resbalandosobre la sangre mientras el sol iba entrando por lasportas que se abrían dejando ver cómo el buqueenemigo se movía ante ellas con su velas enconfusión. A menos que se entablara combate porambos costados a la vez, las dotaciones de loscañones de una y otra banda acostumbraban aayudarse mutuamente para que las andanadasfueran disparadas a su debido tiempo y de formaregular.

—¡Listos, señor!—¡En el balance alto, muchachos! —Flemyng

estaba sin sombrero y tenía la frente salpicada desangre como si fuera pintura—. ¡Fuego!

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Los hombres vitorearon y se felicitaron unos aotros.

—¡Su maldito palo trinquete se viene abajo!Junto a uno de los cañones, un marinero

sostenía a un compañero en brazos mientras leapartaba frenéticamente el pelo de los ojos yfarfullaba:

—¡Ya casi está, Tim! ¡Los cabrones estándesarbolados! —Pero su amigo no respondió.Habían vivido y habían tejido historias al lado deaquel cañón. Este había estado allí en todomomento, esperando.

Un ayudante de condestable dijo conbrusquedad:

—¡Cojan a ese hombre y llévenselo! ¡Estámuerto! —No era un hombre excesivamente duro,pero la muerte ya era bastante terrible como paraverla ahí todo el rato.

El marinero estrechó con más fuerza a suamigo contra él de manera que su cabeza quedójunto a su oreja como si le estuviera contando un

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secreto.—¡No os lo vais a llevar, bastardos!Segrave notó cómo la mano recia de Fittock le

ayudaba a ponerse en pie mientras gritaba:—¡Déjeles, ayudante de condestable! —No se

reconocía a sí mismo—. ¡Ya hay bastante trabajo!Fittock lanzó una mirada a su propia dotación,

viéndose sus dientes muy blancos en su caramugrienta.

—Ya os lo decía, ¿eh? ¡Es todo un pequeñoterrier! —Entonces condujo a Segrave a un sitiodonde los demás no pudieran ver su angustia. Yañadió—: ¡Uno de los mejores!

A lo largo del barco, los hombres se afanabanen sus puestos, con sus cuerpos llenos de sudor,con una cinta de tela tapando las orejas paraamortiguar el ruido ensordecedor de los disparos ylos dedos llagados de cazar, atacar y asomar una yotra vez.

El toque de corneta de la infantería de marinatardó cierto tiempo en llegar a todas las cubiertas,

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y entonces los vítores recorrieron el mismocamino de vuelta hacia la luz del sol y el humo queflotaba en cubierta.

Bolitho, que estaba junto a la barandilla delalcázar, observó el buque enemigo. A medida queiba moviéndose a la deriva fue mostrando suelevada popa, con el nombre San Mateo aúnresplandeciente bajo el sol.

Unos momentos antes pensaba que aquello noiba a acabar nunca, aunque sabía que toda laacción, desde el momento en que habían arriado labandera danesa e izado su insignia al palotrinquete, había durado apenas media hora.

—Sabía que podíamos hacerlo —dijo. Notóque Allday estaba cerca y oyó aullar a Keen:

—¡Preparados a estribor!Habían tenido bajas. Hombres que habían

muerto cuando unos instantes antes esperaban parainiciar la partida.

—¡El Nicator está haciendo señales, señor! —gritó Jenour con voz ronca.

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Bolitho levantó una mano indicando que lohabía oído. Gracias a Dios. Jenour estaba tambiénsano y salvo. El Black Prince debía haberdisparado tres andanadas antes de que el enemigopudiera recobrarse lo bastante para devolver unairregular respuesta. Para entonces ya erademasiado tarde.

Dijo:—Haga una señal al Nicator para que se

acerque al convoy. Asegúrese de que les digan alos franceses que marinan las presas que siintentan hundir nuestros barcos o hacer algún dañoa nuestras dotaciones, ¡tendrán que volver a nado acasa! —Oyó algunos murmullos de aprobación delos hombres y supo que, a la más mínimainsinuación por su parte, colgarían a todos losprisioneros franceses de la verga de mayor.

Era lo que dictaba la guerra. Una locura. Lanecesidad de hacer daño y matar a aquellos que tehabían provocado miedo a ti.

Pensó de repente en Ozzard. Aún siendo tan

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inofensivo, lo había sabido, había visto que era elmismo barco que había destruido el Hyperion contanta brutalidad. ¿Era posible que fuera el barco yno los que lo tripulaban? Pabellón francés, buqueespañol, y ahora, si se rendía, sería unaincorporación a la flota de Su Majestad Británica.¿Seguiría después de eso siendo como era, unbarco indómito?

Todavía le hervía la sangre al recordar cómoel San Mateo había disparado sus andanadassobre el Hyperion sin importarle la destrucción yla muerte que provocaba entre sus propioscompañeros, que no podían apartarse de ningunamanera. Era el barco, entonces.

Keen se adelantó para mirarle de frente.—¿Señor? —Le observó en silencio.

Sintiéndolo, compartiéndolo. También veíaorgullo. Más del que se esperaba encontrar.

Bolitho pareció salir de su ensimismamiento.—¿Se ha rendido ya? —¿Ese soy yo? Tan frío,

tan impersonal… Un verdugo.

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Keen le contestó con calma:—Creo que ha perdido el timón, señor. Sus

cañones están en silencio y deben haber muertomuchos de sus hombres.

—Un catalejo, por favor —dijo Bolitho. Vio lasorpresa en sus caras cuando cruzó al otro lado yapuntó hacia el buque insignia de Herrick. Estabainmóvil y bastante hundido en el agua y tenía susmástiles y el aparejo colgando por amboscostados. Unos hilos finos de color rojo caíandesde los imbornales de la cubierta superior haciala superficie plagada de restos que desdibujabanel reflejo petrificado del barco. Como si el mismose estuviera desangrando. Su corazón le dio unvuelco cuando vio la insignia hecha jironesmeciéndose al viento en su popa, donde alguienhabía desafiado el infierno que debía haber sidoaquello para clavarla allí. Más allá del Benbow,los demás barcos iban a la deriva. Espectadores,víctimas; esperando que acabara todo.

De repente gritó:

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—¡Que se preparen para disparar todas lasbaterías, comandante Keen! —No hubo respuesta ycasi pudo percibir cómo contenían el aliento—. Sino se rinden, morirán. —Se dio media vuelta—.¿Está claro?

Se oyó otra voz. Otro que estaba todavía vivo.Bosanquet gritó:

—¡El bergantín Larne se está acercando,señor!

Quizás su pequeña interrupción ayudó. Bolithodijo:

—Llama a la dotación de mi falúa y dile alcirujano que me informe. El Benbow necesitaráayuda. Iría bien que viniera tu segundo. —Sacudióla cabeza y se fue hacia su amigo—. Discúlpame,Val. Lo había olvidado.

Cazalet había caído en el primer intercambiode cañonazos. Una bala casi le había partido endos mientras enviaba gente a la arboladura parahacer reparaciones.

Los hombres volvieron a vitorear; el griterío

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fue en aumento y Bolitho creyó ver hombressaludando y dando brincos en las vergas delNicator, perdiéndose sus gritos en la distancia.Como grandes hojas cayendo, las dos banderasfrancesas fueron arriadas del aparejo del SanMateo y los hombres se apartaron de sus cañonespara observar en silencio.

Keen exclamó:—¡Se ha rendido! —No pudo disimular su

alivio.Bolitho vio cómo se elevaba su falúa para

pasar por encima de la batayola y ser arriada alagua y supo que Keen había estado temiendoescuchar la orden de abrir fuego, con banderas osin ellas.

Allday se levó la mano al sombrero.—Listos, Sir Richard. —Le miró con

preocupación—. ¿Le traigo una casaca?Bolitho se volvió hacia él e hizo un mueca de

dolor cuando el sol le dio en el ojo malo.—No la necesito.

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Julyan, el piloto, gritó desde la rueda:—¿Y qué me dice de su sombrero, Sir

Richard? —Se estaba medio riendo y casisollozando de alivio. Habían muerto hombres justoa su lado. Él estaba entero… una vez más. Unpeldaño más en la escalera.

Bolitho sonrió a través de la ya ligera neblinadel humo iluminado por el sol.

—Tiene usted un hijo, tengo entendido, ¿no?Déselo. Algún día dará para una buena historia.

Le dio la espalda a la sorpresa y la gratitudque mostraba la cara del hombre y dijo:

—Acabemos con esto.Fue un trayecto tranquilo en el que sólo el

crujir de los remos y la respiración de los remerosrompían el silencio.

Cuando la gran sombra del Benbow se cerniósobre ellos, Bolitho no sabía donde iba a encontrarla fuerza para afrontar lo que fuera que iban aencontrarse. Tocó el guardapelo a través de sucamisa mugrienta y musitó:

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—Espérame, Kate.Seguido por los demás, trepó por el costado, el

cual, desde el pasamano hasta la línea deflotación, estaba infestado de agujeros de balas decañón, igual que el aparejo que se hundía en elagua y en el que habían algunos cadáveresenredados en él como algas.

Bolitho subió rápidamente. Vio caras que lemiraban fijamente desde las portas abiertas de loscañones, algunas con expresiones medioenloquecidas y otras probablemente muertas alinicio del combate.

Llegó al alcázar, que tan vacío se veía ahorasin la protección de los palos mayor y mesana.

Oyó al cirujano del Black Prince dandoórdenes y otro bote que se estaba ya enganchandoal costado con más hombres deseosos de ayudar;pero en ese momento se encontraba completamentesolo.

El centro de todo buque de guerra, donde todoempezaba y terminaba. La rueda estaba hecha

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pedazos y los timoneles yacían muertos comofardos ensangrentados en diferentes posturas quemostraban la sorpresa o la furia del momento enque la muerte les había alcanzado. Un ayudante decontramaestre que se había arrodillado paravendarle la pierna al ayudante del contralmirantehabía muerto junto con este al caer sobre ellos unalluvia de metralla. Un marinero había caídocuando estaba envergando una señal,escapándoseles las drizas de las manos aldesplomarse el mástil por el costadollevándoselas consigo. Apoyado contra la bitácoray con una pierna doblada debajo, estaba Herrick.Apenas estaba consciente, aunque Bolitho supusoque su dolor era más profundo que el de cualquierherida de bala de cañón.

Tenía una pistola en una mano y levantó lacabeza y la ladeó como si las andanadas lehubieran dejado sordo.

—¡Preparados, infantes de marina! ¡Lestenemos dominados! ¡Apuntad, muchachos!

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Bolitho oyó murmurar a Allday:—Dios mío, mire.Los infantes de marina estaban totalmente

inmóviles. Yacían sobre cubierta, desde elsargento hasta el último de los hombres, comosoldados de juguete caídos, con sus armasapuntando todavía hacia un enemigo invisible.

—Tranquilo, señor —dijo Allday.Bolitho pasó por encima de un brazo extendido

rojo con dos galones y cogió suavemente la pistolade la mano de Herrick.

Se la dio a Allday, que observó que estabacargada y montada, lista para ser disparada.

—Tranquilo, Thomas. Ya estamos aquí. —Lecogió el brazo y esperó a que los ojos azulesfijaran la mirada y recobraran el entendimiento—.¡Escucha los vítores! El combate ha terminado…¡Habéis resistido!

Herrick dejó que le ayudara a ponerse en unaposición más cómoda. Se quedó mirando fijamentelas cubiertas astilladas y los cañones

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abandonados, los muertos y los rastros de colorrojo que marcaban la retirada de los moribundos.

Como si hablara desde muy lejos, dijo con vozsorda:

—Así que has venido, Richard.«Usa mi nombre, y aun así me trata como a un

desconocido». Bolitho sintió tristeza una vezdesvanecidas la locura y la euforia del combate.

Herrick dijo intentando sonreír:—Será… otro triunfo para ti.Bolitho le soltó el brazo con mucha suavidad,

se levantó e hizo una seña al cirujano.—Ocúpese del contralmirante si es tan amable.

—Vio cómo el cabello del cabo de infantería demarina revoloteaba al viento; su mirada estabafija, como si estuviera escuchando con atención.

Bolitho miró a Jenour y más allá, hacia losbarcos que esperaban ya indiferentes.

—No opino igual, Thomas. Aquí el únicovencedor es la muerte.

Se había acabado.

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Epílogo

El incesante bombardeo de Copenhague día ynoche trajo su conclusión inevitable. El cinco deseptiembre, el general Peyman, gobernador de laciudad, envió un emisario con una banderaparlamentaria. Aún tenían que acordarse lostérminos de la rendición, preservando si eraposible parte del honor de los heroicosdefensores, pero la lucha terminaríainmediatamente.

Mientras Bolitho y sus barcos se hacían cargode sus presas y hacían lo que podían por losnumerosos heridos y muertos, se decidieron lostérminos del acuerdo de capitulación deCopenhague. La entrega de todos los buques ypertrechos navales daneses, así como de los queestaban inacabados en el arsenal y la ocupaciónpor las fuerzas de Lord Cathcart de la Ciudadela yotras fortificaciones durante un periodo de seis

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semanas mientras se llevaba a cabo dicha entrega,formaban la base del armisticio. Algunos pensabanque no iba a bastar la habilidad y la experiencia delos marinos británicos para llevar a cabo aquellainmensa tarea en el tiempo previsto, pero hasta losmás escépticos tuvieron finalmente que rendirseante los logros de la Flota.

En el periodo de seis semanas acordado,dieciséis navíos de línea, varias fragatas, goletas ymuchos barcos pequeños fueron enviados hacia lospuertos ingleses, y el temor del país a que elbloqueo de los puertos enemigos no pudiera seguirefectuándose debido a la falta de barcos sedesvaneció.

Las diferentes escuadras volvieron a suspuestos habituales y algunas fueron disueltas a laespera de nuevas órdenes. Puede que tras la gloriade Trafalgar, la segunda Batalla de Copenhaguetardara en despertar el interés de un pueblo ávidode victorias. Pero los resultados, aunquediscutibles y discutidos por algunos, y el duro

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revés que había supuesto para la última esperanzade Napoleón de romper la línea de murallas demadera que se extendía desde los puertos delCanal hasta el golfo de Vizcaya y desde Gibraltarhasta las costas de Italia, ya eran bastante.

Llegó el nuevo año, y con él algunos de losvencedores volvieron a casa.

Para ser finales de enero, el tiempo eraaparentemente muy benigno y tranquilo en elpequeño pueblo de Zennor, en Cornualles. Algunosdecían que era una tregua del invierno para unaocasión tan especial, puesto que aquella parte delpaís no era conocida precisamente por tener untiempo apacible. Zennor estaba en la costa nortede la península y era tan distinto de Falmouth y supaisaje de colinas bajas y pastos, estuariosplateados y preciosas bahías como podíaimaginarse. Allí había una costa salvaje deacantilados y de rocas recortadas y negras contralas que el mar bullía y bramaba en constanteagitación. Normalmente era una costa inhóspita y

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despiadada ante la que muchos buenos barcoshabían avistado tierra por última vez.

Zennor era un pueblo pequeño que vivíaprincipalmente de la tierra y en el que sólo losinsensatos intentaban ganarse la vida pescando,algo que se veía confirmado en las muchas placasconmemorativas de piedra de la iglesia.

A pesar del aire frío y húmedo, ningúnhabitante del pueblo quería perderse aquel díaespecial, en el que uno de los suyos, la hija de unrespetado hombre del pueblo que había sidoejecutado injustamente por defender las libertadesde los trabajadores de las haciendas y de otros,iba a casarse.

El pueblo no había vivido nunca una ocasiónigual. A primera vista, habían más carruajes carosy caballos que habitantes del mismo. El azul yblanco de los oficiales de marina se mezclaba conel rojo de la infantería de marina y de losuniformes de la guarnición local, mientras que losvestidos de las damas eran de una calidad y un

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estilo casi nunca visto en aquel humilde yorgulloso lugar.

La pequeña iglesia del siglo XII, másacostumbrada a la celebración de festividades y debodas de los vecinos del pueblo, estabaabarrotada. Incluso con las sillas y taburetesadicionales traídas de la granja, algunos de lospresentes habían tenido que quedarse afuera en elcementerio, una parte tan inseparable de suexistencia como el mar y los ondulados camposque rodeaban el pueblo.

Un joven teniente de navío hizo una reverenciaante Catherine cuando ella entró en la iglesia delbrazo del capitán de fragata Adam Bolitho.

—¡Si es tan amable de seguirme, milady!Un órgano sonó al fondo cuando llegó al sitio

que tenía asignado; había visto cómo variascabezas se inclinaban hacia delante para verlapasar y hacer algún comentario o quizáschismorrear.

Aunque pareciera extraño, ya no le importaba.

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Lanzó una mirada alrededor de la iglesia y creyóreconocer a algunos de los comandantes deBolitho. Para algunos de ellos debía haber sidodifícil llegar hasta aquel pueblo alejado, pensó.Desde Falmouth habían algo más de sesentakilómetros, primero hacia el norte atravesandoTruro por la carretera principal y luego hacia eloeste, donde a cada kilómetro que pasaba, loscaminos se hacían más estrechos y más llenos desurcos estaban. Sonrió para sí misma. El maridode Nancy, «el Rey de Cornualles», se habíaportado magníficamente y a la altura de loesperado al obtener la total colaboración del señordel lugar, de buen grado o con otras artes. Estehabía ofrecido su espaciosa casa no sólo para quemuchos de los invitados se quedaran a pasar lanoche, sino que también y conjuntamente conRoxby, había organizado en ella un festín tal decomida y de bebida que iba a dar que hablar paravarios años.

—Me alegro de que tengan un día tan bonito —

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dijo Catherine en voz baja. Miró el perfil de Adamy se acordó de lo que Bolitho le había contado,que parecía atribulado por algo—. ¡Mira al pobreVal! ¡Antes preferiría afrontar otro combate quequedarse ahí quieto como ahora!

Keen estaba de pie junto al pequeño altar, consu hermano a su lado. Como sus dos hermanas, quetambién estaban en la iglesia, él también era rubio;y resultaba extraño el hecho de que no llevarauniforme como tantos de los invitados, peroCatherine sabía que era un reputado abogado enLondres.

—Tendré que marcharme enseguida después dela boda, Catherine —dijo Adam. La miró y ellanotó cómo el corazón le daba un vuelco por suparecido con su tío, como siempre le pasaba. Eraigual que Richard.

—¿Tan pronto? —Ella puso su mano sobre lamanga del oficial. El joven héroe que había dichoque tenía todo lo que había soñado tener; perodurante unos breves instantes pareció

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completamente perdido, como cuando era niño.Sonrió a Catherine con aquella sonrisa tan

propia de los Bolitho.—Es la carga de todo comandante de una

fragata, según me han dicho. Date la vuelta y elalmirante te quitará los mejores hombres paradárselos a otro comandante. Sólo te encuentras laescoria de las patrullas de leva si estás lejosdemasiado tiempo.

Esa no era la razón, y ella sabía que él se dabacuenta de que ella era consciente de ello. Adamdijo de repente:

—Deseo contártelo, Catherine. —Le apretó lamano—. Sé que… te preocupas por mí.

Ella le devolvió el apretón de la mano.—Cuando estés preparado para hacerlo quizás

puedas compartirlo conmigo.Se oyeron más murmullos desde el altar.

Catherine observó en silencio el antiguo techo debóveda de cañón y recordó la famosa leyenda dellugar. Se decía que una sirena se había sentado una

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vez en la parte de atrás de la iglesia y se habíaenamorado de un corista de esta. Entonces, un díaella le había atraído hacia el pequeño arroyo queatravesaba al pueblo y que desembocaba en elmar, en Pendour Cove. Nunca se les había vuelto aver; pero muchos seguían asegurando que se podíaoír cantar juntos a los amantes cuando el marestaba en calma… como aquel día.

Sonrió con melancolía cuando Keen se dio lavuelta y miró hacia el pasillo. Su aspecto apuestoy distinguido contrastaba con la fría luz invernalque iluminaba aquellos viejos muros de piedra.Era la misma historia pero con los papelescambiados. Zenoria era su sirena y él la habíasacado del mar para hacerla suya.

Vio a Tojohns, el patrón de Keen, lleno deorgullo con sus mejores calzones y su mejorchaqueta, haciendo una señal con la mano desde lapuerta. Era casi la hora. Tras él, había visto lafamiliar figura de Allday. ¿Se sentiría un pocoignorado? —se preguntó. ¿O estaría, igual que ella

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misma, tratando de no pensar en esa otra boda quenunca podría ser? Se tocó el dedo en el que habíallevado el anillo de Somervell. No debíanmalgastar ni un día, ni una hora cuando quiera quefuera que estuvieran juntos. Todos aquellos añosperdidos no podrían recuperarlos nunca.

Se oyeron unas aclamaciones lejanas y elsonido de un cencerro. Seguidamente, las ruedasde un carruaje sobre el camino lleno de baches yentonces sintió un orgullo incontrolable cuando lasaclamaciones fueron más intensas, no por la noviaesta vez, sino por su padrino. El héroe al que todosconocían, aunque no le hubieran visto antes y alque mirarían con admiración.

Deseó poder estar a solas con él cuando todose acabara, escaparse de vuelta a Falmouth tras laboda, pero era imposible. Sesenta kilómetros poraquellos caminos y a oscuras era un disparate.

Catherine se volvió y vio sus siluetasdibujadas contra la fuerte luz del sol en la viejaentrada y se llevó la mano al pecho.

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—Qué criatura más adorable, Adam. —Sevolvió para decir algo más y rápidamente seobligó a sí misma a mirar hacia el pasillo denuevo, donde Bolitho avanzaba lentamente conZenoria del brazo por el cuerpo central de laiglesia.

No era su imaginación. Quizás otra mujerpodría haberse equivocado; y Catherine deseó contoda su alma que fuera así.

Pero había visto antes aquella misma miradade la cara de Adam, en la de Bolitho, en aquellosdías difíciles y llenos de temeridad…

Adam estaba sin duda enamorado de la jovenque estaba a punto de casarse con Valentine Keen.

Richard Bolitho miró a la joven y le dijo:—Promesa cumplida. Dije que sería tu

padrino. ¡Es la culminación de tantas esperanzasjuntas!

¿Qué debía haber pensado en el interminableviaje en carruaje y qué pensaría ahora que estabarecorriendo las gastadas piedras del pasillo que

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tantas generaciones habían pisado antes? Sólo veíafelicidad en ella.

Vio caras conocidas y sonrisas, a su hermanaNancy ya con un pañuelo en los ojos como sabíaque haría. Ferguson y su mujer Grace, gente de supropiedad codo con codo con oficiales de alto ybajo rango. Incluso el almirante de puerto dePlymouth estaba presente y compartía un bancocon el guardiamarina Segrave, al que se veía másmayor y más seguro de sí mismo y que iba aintentar conseguir el ascenso a teniente de navíocuando volviera al barco.

Sonrió a Allday y supo que le habría gustadohacerse cargo aquel día de todo, como hacía elpatrón de Keen, supervisando los adornos concintas del carruaje y los cabos del barco de losque tirarían algunos de los guardiamarinas yoficiales de mar de Keen para llevarles hasta lacasa del señor del lugar.

Vio cómo una sombra se movía junto a lapared y entraba en el banco en el que estaban

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Adam y Catherine; se sentó entre otras sombrascon su cara medio agachada y el cuello de sucapote levantado. Sabía muy bien que era Tyacke,que deseaba estar presente sin que le importaracuánto le costara hacerlo. Un amigo de verdad,pensó con súbito afecto y admiración.

Se tocó su ojo malo e intentó olvidarse delmismo. Le escocía dolorosamente con el humo detodas aquellas velas que iluminaban la iglesia.

Habían muchos otros aquel día en las sombrasy que estarían igualmente silenciosos. Amigos alos que nunca volvería a ver; de cuya amistad nopodría disfrutar junto a Catherine.

Francis Inch, John Neale, Charles Keverne,Farquhar, Veitch, y ahora el pobre Browne…«acabado en e». Y tantos otros.

Pensó también en Herrick, que estaría en sucasa recuperándose de una herida superficial, perocon un dolor mucho más profundo que soportar elresto de su vida.

Le cedió su sitio a Keen cuando el clérigo, al

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que no conocía, abrió su libro y sonrió nerviosoante la excepcionalmente ilustre congregación.

Bolitho se colocó al lado de Catherine y ellosunieron también sus manos mientras eranpronunciadas y repetidas las palabras de laceremonia y se ofrecían y recibían los anillos quesimbolizaban sus mutuas promesas.

Entonces repicaron las campanas en lo alto dela iglesia y la gente fue felicitando desde susbancos a la pareja nupcial mientras salía por elpasillo central.

Bolitho dijo:—Espera un momento, Kate. —Vio que Adam

ya se había ido y que de Tyacke no había rastro,aunque casi perdido entre el alegre clamor de lascampanas, oyó el ruido de los cascos de uncaballo en el que este último debía estar huyendodeprisa.

—Matthew el Joven vendrá a recogernos conel carruaje cuando los demás se hayan ido.

Miró hacia la iglesia ya vacía y silenciosa tras

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la emotiva ceremonia.—¿Qué ocurre? —le preguntó Catherine,

esperando y pensando que había visto y percibidola desesperación de Adam.

—Esto es para ti —dijo él. Le cogió la mano ysostuvo el anillo encima de la misma, unaresplandeciente alianza de diamantes y rubíes—. Alos ojos de Dios estamos casados, querida Kate.Era aquí donde tenía que hacerlo.

Allday les observaba desde la entrada. Erancomo dos jóvenes amantes.

Sonrió. ¿Y por qué no? Un marino y su mujer.No había un lazo más fuerte.

Y compartió su felicidad, y, de alguna manera,aquello hizo que su envidia se desvaneciera.

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Vocabulario

Abatir. Apartarse un barco hacia sotavento delrumbo que debía seguir.

Acuartelar. Presentar al viento la superficiede una vela, llevando su puño de escota haciabarlovento. La vela se hincha «al revés» y produceun empuje hacia popa en lugar de hacia proa.

Adujar. Recoger un cabo formando vueltascirculares u oblongas. Cada vuelta recibe elnombre de «aduja».

Aferrar. Recoger una vela en su verga,botavara o percha por medio de tomadores paraque no reciba viento.

Aguada («hacer aguada»). Abastecerse deagua potable en tierra para llevarla a bordo.

Aguja magnética. Instrumento que indica elrumbo (la dirección que sigue un buque). Tambiénrecibe los nombres de compás, aguja náutica obrújula.

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Ala. Pequeña vela que se agrega a la principalpor uno o por ambos lados en tiempos bonanciblescon viento largo o de popa para aumentar el andardel buque; las de las velas mayor y trinquete sedenominan «rastreras».

Alcázar. Parte de la cubierta alta comprendidaentre el palo mayor y la entrada de la cámara, obien, en caso de carecer de ella, hasta la popa.Allí se encuentra el puente de mando.

Aleta. Parte del costado de un buquecomprendida entre la popa y la primera porta de labatería de cañones.

Alfanje. Sable ancho y curvo con doble filo enel extremo.

Ampolleta. Reloj de arena. Las hay de mediahora, de minuto, de medio minuto y de cuarto deminuto.

Amura. Parte del costado de un buque dondecomienza a curvarse para formar la proa.

Amurada. Parte interior del costado de unbuque.

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Andana. Línea o hilera de ciertas cosas.Forma de ordenar cosas de manera que queden enfila. Ej.: «andana de botes».

Aparejo. Conjunto de todos los palos, velas,vergas y jarcias de un buque.

Arboladura. Conjunto de palos, masteleros,vergas y perchas de un buque.

Arpeo. Instrumento de hierro como el llamado«rezón», con la diferencia de que en lugar de uñastiene cuatro garfios o ganchos y sirve para aferraruna embarcación a otra en un abordaje.

Arraigadas. Cabos o cadenas situados en lascofas donde se afirma la obencadura de losmasteleros.

Arribar. Hacer caer la proa de un buque haciasotavento. Lo contrario de orzar.

Arrizar. Disminuir la superficie de una velaaferrando parte de esta en su verga para que puedaresistir la fuerza del viento. Dicha maniobra seexpresa con la frase tomar rizos y la contraria,largarlos. Una vela arrizada es una a la que se le

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han tomado rizos.Arsenal. Lugar donde se construyen o reparan

los buques de guerra.Atacador. Cabo grueso y rígido a cuyo

extremo se coloca el zoquete o taco de maderapara introducir hasta su sitio la carga en el cañón.También los hay con soporte de palo, como en loscañones de tierra.

Azocar. Apretar un nudo o amarre.Babor. Banda o costado izquierdo de un

buque, mirando de popa a proa.Balance. Movimiento alternativo de un buque

hacia uno y otro de sus costados.Baos. Piezas de madera que, colocadas

transversalmente al eje longitudinal del buque,sostienen las cubiertas. Equivalen a las vigas deuna casa.

Barandilla. Estructura de balaustres de maderaperpendicular a la línea de crujía, situada en elalcázar delante del palo mayor y dando al combés,que está un nivel más bajo. Hay otra similar en la

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toldilla. En su parte superior puede llevar unabatayola.

Barlovento. Parte o dirección de donde vieneel viento. Es lo contrario de «sotavento».

Batayola. Barandilla hecha de doble pared, demadera o de red, en cuyo interior se colocaban loscoyes de los marineros para protegerse al entrar encombate.

Bauprés. Palo que sale de la proa y sigue ladirección longitudinal del buque.

Beque. Obra exterior de proa que se componede perchas, enjaretado y tajamar y a la que seaccede desde el castillo. También se denomina asíal madero agujereado por su centro y colocado auno y otro lado del tajamar, en proa, que sirve deretrete a la dotación del buque.

Bergantín. Buque de dos palos (mayor ytrinquete) aparejado con velas cuadras en ambos ycon vela cangreja en el mayor.

Bergantín-goleta. Embarcación que sediferencia del bergantín por ser de construcción

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más fina y usar del aparejo de goleta en el palomayor y también en el mesana en caso de llevartres palos.

Bergantina. Embarcación mixta de jabeque ybergantín peculiar del Mediterráneo. Tenía dos otres palos y velas redondas y latinas.

Beta. Cualquiera de las cuerdas empleadas enlos aparejos.

Bitácora. Especie de armario o pedestal enque se coloca la aguja náutica delante de la ruedadel timón para el gobierno del timonel.

Bita. Pieza sólida que sobresale verticalmentede la cubierta y sirve para amarrar cabos o cables.

Boca de lobo. El agujero cuadrado que tiene lacofa en el medio.

Bocina. Megáfono o especie de trompetametálica para aumentar el volumen de la vozcuando se desea hablar a distancia.

Bolina. Cabo empleado en halar la relinga debarlovento de una vela cuadra hacia proa al ceñirel viento para que éste entre sin hacerla flamear.

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(«Navegar de bolina»): navegar de modo que ladirección de la quilla forme con la del viento elmenor ángulo posible.

Bombarda. Buque de dos palos, que son elmayor y el de mesana, y con dos morteroscolocados desde aquél hasta el lugar que había deocupar el de trinquete, para bombardear las plazasmarítimas u otros puntos de tierra.

Bordada o bordo. Distancia recorrida por unbuque en ceñida entre virada y virada.

Botalón. Palo largo que sirve como alargo delbauprés o de las vergas.

Bote. Nombre genérico de toda embarcaciónmenor sin cubierta. Su propulsión podía ser a remoo a vela.

Bovedilla. Parte arqueada de la fachada depopa.

Boza de cadena. Cadena para sujetar lasvergas a sus palos durante el combate.

Bracear. Tirar de las brazas para orientarconvenientemente las vergas al viento.

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Braguero. Pedazo de cabo grueso que, hechofirme por sus extremos en la amurada, sujeta elcañón en su retroceso al hacer fuego.

Braza. Cabo que, fijo a los extremos de lasvergas, sirve para orientarlas. Medida linealutilizada antiguamente en la mar. La brazaespañola equivale a 1,67 metros y la inglesa a1,83 metros.

Brazola. Reborde o baranda que protege laboca de las escotillas. También se conoce con estenombre a la barandilla de los buques cuando es detablones unidos.

Brulote. Embarcación cargada de materiascombustibles e inflamables a la que se prendíafuego y se dirigía contra los buques enemigos paraincendiarlos.

Buque insignia. Buque en el que se embarca eljefe de una escuadra o división. A menudo se hacereferencia al mismo como el insignia.

Burda. Cabo o cable que, partiendo de lospalos, se afirma en una posición más a popa que

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aquéllos. Sirve para soportar el esfuerzo proa-popa.

Cabilla. Trozo de madera torneada que sirvepara amarrar o tomar vuelta a los cabos.

Cabillero. Tabla situada en las amuradas,provista de orificios por donde se pasan lascabillas.

Cable. Medida de longitud equivalente a ladécima parte de una milla (185 metros).

Cabo. Cualquiera de las cuerdas empleadas abordo.

Cabullería. Conjunto de todos los cabos de unbuque.

Cadena. Fila o unión consecutiva de perchas,masteleros o piezas de madera semejantes, sujetascon cables o calabrotes que se tiende en la boca deun puerto, de una dársena, etc., flotando en el aguay sirve para cerrarlo e impedir así la entrada debarcos.

Caer. Equivalente a arribar, girar la proahacia sotavento. También equivale a calmar el

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viento.Calado. Distancia vertical desde la parte

inferior de la quilla hasta la superficie del agua.Calcés. Parte superior de palo o mastelero,

comprendida entre la cofa y la cabeza.Callejón de combate o corredor de combate.

Pasillos situados junto a los costados y que dabanservicio a los cañones en las cubiertas que lostenían. También servían para reconocer el casco yreparar los daños sufridos en combate.

Cámara. Divisiones que se hacen a popa delos buques para el alojamiento de almirantes,comandante y oficiales embarcados. El términocámara a secas o alta se refiere a la delcomandante del barco o del almirante si lleva uno,en cuyo caso a la del primero se le llama cámaradel comandante; la de los oficiales se llamacámara de oficiales o baja. En los botes, espaciocomprendido entre el escudo y la primera bancadade popa.

Campanada. Toque de campana que se

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realizaba cada media hora en el castillo de proa.Canoa. Bote muy largo y de poca manga.Capa («ponerse a la capa»). Disposición del

aparejo de forma que el barco apenas avance. Estamaniobra se hace para aguantar un temporal o paradetener el barco por cualquier motivo.

Capitán de bandera. El comandante del buquedonde se embarca el almirante. También se usa laexpresión comandante del insignia.

Cargar. Recoger o cerrar una vela (mayor otrinquete) por el centro del pujamen dejandocolgando en ambos extremos de la verga dosbolsos o calzones.

Cargadera. Cabo empleado para recoger lasvelas.

Castillo. Estructura de la cubiertacomprendida entre el palo trinquete y la proa delbuque.

Cazar. Tirar de un cabo, especialmente de losque orientan las velas.

Ceñir. Navegar contra el viento de forma que

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el ángulo formado entre la dirección del viento yla línea proa-popa del buque sea lo menor posible(aprox. entre 80 y 45 grados).

Cinta. En los buques de madera, fila o traca detablones más gruesos que los restantes del forro,que, colocada exteriormente de proa a popa, seextiende a lo largo de los costados a diferentesalturas para asegurar las ligazones.

Cofa. Plataforma colocada en los palos quesirve para afirmar los obenquillos. Las utilizaba lamarinería para maniobrar las velas.

Comandante. El que manda una embarcaciónde guerra, cualquiera que sea su rango.Comandante del insignia es el que manda elbuque insignia, en el que se embarca el almirante,utilizándose también la expresión capitán debandera.

Combés. Espacio que media entre el palomayor y el trinquete, en la cubierta principal queestá debajo del alcázar y del castillo de proa.

Comodoro. Jefe de escuadra.

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Compás. Véase aguja magnética.Condestable. Jefe de artilleros.Contrafoque. Vela triangular colocada entre la

trinquetilla y el foque.Corbeta. Buque de tres palos con velas

cuadras excepto la mayor del mesana, que escangreja. Tiene unas dimensiones inferiores a lafragata y, al igual que ésta, se utilizabaprincipalmente para misiones de explotación y deescolta. Hasta mediados del siglo XVIII la corbetatenía unos veinte metros de eslora y llevaba unosdoce cañones; posteriormente tuvo dimensionesmucho mayores y fue equipada con más dedieciocho cañones.

Coy. Hamaca de lona utilizada por lamarinería para dormir.

Cuaderna. Cada una de las piezas simétricas abanda y banda que, partiendo de la quilla, subenhacia arriba formando el costillar del buque.

Cuadernal. Motón o polea que tiene dos o másroldanas.

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Cuarta. Cada una de las 32 partes o rumbos enlas que se divide la rosa náutica. Equivale a unángulo de 11 grados y 15 minutos.

Cuartillo. Período de dos horas en que sedivide la guardia de mar para evitar la repeticióndel servicio de noche a las mismas horas.

Cubierta. Cada uno de los pisos en que estádividido horizontalmente un buque.

Cureña. Armazones con ruedas que soportanlos cañones.

Cúter. Embarcación menor estrecha y ligera.Aparejaba un solo palo, vela mayor cangreja yvarios foques. Se utilizaba como embarcación deservicio de un buque mayor, o para pesca,guardacostas, etc.

Chafaldete. Denominación de cada uno de loscabos de labor que en las gavias y juanetes sirvepara cargar los puños de escota de estas velas,llevándolos a la cruz de la verga.

Chalana. Embarcación menor usada paratransporte de personas y carga.

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Chinchorro. Bote pequeño usado comoembarcación de servicio. Era el más pequeño delos que se llevaban a bordo.

Chupeta. Camareta situada en la cubierta ypegada a la popa.

Chuzo. Arma que consiste en un asta demadera de unos dos metros de longitud en cuyoextremo hay una punta de hierro o un cuchillo dedos filos.

Derivar. Desviarse un buque de su rumbo,normalmente por efecto de las corrientes.

Derrota. Camino que debe seguir el buquepara trasladarse de un sitio a otro.

Descarga a proa. Orden de bracear porsotavento un aparejo o vela que se da en el acto devirar por avante, cuando el viento ha pasado por elfil de roda y abre unas tres cuartas por la bandaque antes era de sotavento, para que se ponga elaparejo de proa a ceñir por la nueva amura debarlovento.

Dhow. Buque de aparejo latino con roda

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lanzada y popa alterosa, caracterizado por su buenandar y que todavía se construye en las costas deArabia.

Driza. Cabo que se emplea para izar ysuspender las velas, vergas o banderas.

Enjaretado. Rejilla formada por listonescruzados que se coloca en el piso para permitir suaireación.

Escampavía. Embarcación menor muymarinera, empleada a menudo como apoyo a unbuque mayor.

Escorar. Inclinarse un buque hacia uno de suscostados.

Escota. Cabo sujeto a los puños o extremosbajos de las velas y que sirve para orientarlas.

Escotín. Escota de las gavias, juanetes ydemás velas cuadras altas.

Eslora. Longitud de un buque de proa a popa.Espejo de popa. Parte exterior de la popa.Espeque. Palanca de madera utilizada para

mover grandes pesos.

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Espía. El cabo que sirve para espiarse. Acciónde espiarse.

Espiar. Hacer caminar una embarcacióntirando desde ella por un cabo (la espía) que se hadado de antemano.

Esquife. Embarcación menor de dos proas ylíneas muy finas. Se solía utilizar para eltransporte de personas.

Estacha. Cabo grueso empleado normalmentepara amarrar un buque.

Estribor. Banda o costado derecho de unbuque, mirando de popa a proa.

Estrepada. Conjunto de movimientos queefectúa un remero para completar un ciclo de bogay volver a su posición inicial.

Facha («ponerse en facha»). Maniobra decolocar las velas orientadas al viento de forma queunas empujen hacia delante y otras hacia atrás, afin de que el buque se detenga.

Falcacear. Dar vueltas muy apretadas o trincarcon hilo de velas el chicote de un cabo para que no

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se descolche.Falucho. Embarcación mediterránea de casco

ligero y alargado, prácticamente desaparecida.Arbolaba un palo mayor inclinado hacia proa, unamesana vertical o en candela y un botalón para darel foque. Estas embarcaciones izaban en ambospalos velas latinas y se dedicaban al cabotaje, aguardacostas y a la pesca.

Fil. Hilo, filo, línea de dirección de una cosa.Así lo manifiestan las expresiones sumamenteusuales de «a fil de roda, a fil de viento», etc., conque se da a entender que la dirección del vientocoincide con la de la quilla por la parte de proa.

Flamear. Ondear una vela cuando está al filodel viento.

Flechaste. Travesaño o escalón de cabodelgado que va de un obenque a otro. Sirven deescala para que suban los marineros a laarboladura.

Flute. Denominación afrancesada de «urca».Buque mercante de origen holandés con dos palos

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y popa redondeada, y con capacidad para entre 60y 200 toneladas de carga.

Foque. Vela triangular que se larga a proa delpalo trinquete.

Fortuna. Término utilizado para referirse aalgo improvisado. Aparejo de fortuna, mástil defortuna… Son los que se improvisan con losmedios disponibles a bordo, al faltar loselementos de origen.

Fragata. Buque de tres o más palos y velascuadras en todos ellos. Las primeras fragatastenían 24 cañones y una dotación de 160 hombres,posteriormente aumentaron sus dimensiones yllegaron a equiparse con más de 40 cañones.

Franquía. Situación en que se coloca un buquepara salir de puerto o de otro lugar en un puntodesde donde pueda dar la vela con libertad ycontinuar su rumbo libre de todos los bajos,puntas, etc.

Galería. Balcón que se forma en la popa delos navíos sobre la prolongación de la cubierta del

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alcázar.Gallardete. Bandera larga y estrecha de forma

triangular.Gallardetón. Bandera con los lados alto y

bajo no paralelos y que remata en dos puntas. Asíes la insignia del capitán de navío que manda ladivisión, o del jefe de escuadra.

Guarnir. Guarnecer, vestir o proveer cualquiercosa de todo lo que necesita para su uso oaplicación, como guarnir un aparejo, una vela, elcabrestante y el virador en este, etc.

Garrear. Desplazamiento de una embarcaciónfondeada debido a que el ancla no se aferra bien alfondo.

Gato de nueve colas. Látigo formado porvarios chicotes reunidos en un asidor de cabogrueso, empleado antiguamente para dar azotes.

Gavia. Nombre de las velas que se largan enel primer mastelero.

Gaza. Círculo u óvalo que se hace con uncabo y va sujeto con una costura o ligada.

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Goleta. Embarcación fina y rasa de hasta cienpies con dos o tres palos y velas cangrejas yfoques. Algunas llevan masteleros para largargavias y juanetes.

Grada. Plano inclinado a la orilla del mar ode un río donde se construyen, se carenan y seponen a flote los buques por deslizamiento.

Gualdrapazo. Golpe que dan las velas contralos palos y las jarcias en ocasiones de marejada ysin viento.

Guardatimón. Cada uno de los cañones queasoman por las portas de popa.

Guardín. Cabo con que se sujeta y maneja lacaña del timón, envolviéndolo en el cubo, tamboro cilindro de la rueda y afirmando sus extremos endicha caña.

Guardias.0-4 h Guardia de media4-8 h Guardia de alba8-12 h Guardia de mañana12-16 h Guardia de tarde

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16-20 h Guardia de cuartillo20-24 h Guardia de primaEjemplo: tres campanadas de la guardia de

alba son las 5.30 h de la madrugada.Guía. Cabo con que las embarcaciones

menores se atracan a bordo cuando estánamarradas al costado. Aparejo o cabo sencillo conque se dirige o sostiene alguna cosa en la situaciónconveniente a su objeto.

Guiñada. Giro o variación brusca de ladirección de un barco hacia una u otra bandarespecto al rumbo que debe seguir.

Imbornal. Agujero practicado en los costadospor donde vuelven al mar las aguas acumuladas enla cubierta por las olas, la lluvia, etc.

Insignia. La bandera, corneta, gallardetón ogallardete con que se distinguen las graduaciones odignidades de los oficiales que mandan escuadras,divisiones o buques sueltos.

Jabeque. Embarcación peculiar delMediterráneo que arbolaba tres palos e izaba

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velas latinas, y en ocasiones de calma de vientotambién armaba remos.

Jarcia. Conjunto de todos los cabos y cablesque sirven para sostener la arboladura y maniobrarlas velas.

Jardín. Obra exterior que se practica a popaen cada costado en forma de garita con puertas decomunicación a las cámaras y conductos hasta elagua, para retrete del comandante y oficiales delbuque. También se construían otros semejantes enproa, junto a los beques, para servicio de losoficiales de mar.

Juanete. Denominación del mastelero, la velay las vergas que van inmediatamente sobre lasgavias.

Lanada. Cilindro de madera montado en suasta cubierto con un trozo de cuero con su lana yde longitud proporcionada. Sirve para limpiar elánima antes de cargar y después del disparo, ytambién para refrescar por dentro, mojándola enagua o vinagre.

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Lancha. Embarcación menor dotada de espejode popa y propulsada a remo o a vela. Solía ser lamayor de las que se llevaban a bordo, y seempleaba para el transporte de personas o deefectos.

Lantía. Especie de velón con cuatro mechasque se coloca dentro de la bitácora para ver denoche el rumbo que señala la aguja o a que sedirige la nave.

Lascar. Aflojar o arriar un poco cualquiercabo que está tenso, dándole un salto suave.

Legua. Equivale a tres millas náuticas.Levar. Subir el ancla.Línea de combate. Línea formada por los

navíos de una escuadra o división en la quenavegan todos al mismo rumbo y bien cerradosproa con popa. Se adopta cuando se prevécombate.

Linguetes. Cuñas de hierro que evitan elretroceso de un cabrestante.

Lugre. Embarcación de poco tonelaje

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equipada con dos o tres palos y velas al tercio;solía llevar gavias volantes y uno o dos foques.

Machina de arbolar. Cabria o grúa grandeutilizada para suspender grandes pesos en puertos,astilleros y arsenales. También se monta sobre unachata o casco de buque destinado sólo a esteefecto y que sirve para poner y quitar los palos alos navíos de guerra y demás embarcaciones.

Manga. Anchura de un buque.Manguera de ventilación. Gran manga de lona

sin embrear, cerrada en su extremo superior, perocon una abertura en forma de dos puertas algo másdebajo de dicho extremo que se cuelgaverticalmente sobre alguna escotilla encarada alinterior del buque para renovar el aire.

Marchapié. Cabo que, asegurado por susextremos a una verga, sirve de apoyo a los marinosque han de maniobrar las velas.

Marinar. Poner marineros del buqueapresador en el apresado, retirando de éste a supropia gente en todo o en parte, para encargarse

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los del primero de su gobierno y maniobra.Mastelero. Palos menores colocados

verticalmente sobre los palos machos oprincipales.

Mastelerillo. Palos menores que van sobre losmasteleros en buques de vela y que sirven parasostener los juanetes y el perico, así como lossobrejuanetes y el sobreperico.

Mayor. Nombre de la vela del palo mayor; siéste tiene varias velas, es la más baja y la demayor superficie.

Mecha («mecha del timón»). Pieza verticalque hace de eje y conecta la pala del timón con lacaña o el mecanismo de la rueda.

Mesana. Palo que está situado más a popa.Vela envergada a este palo.

Milla («milla náutica»). Extensión del arco deun minuto de meridiano, equivalente a 1852metros.

Moco del bauprés. Palo que se enganchaverticalmente a la cabeza del bauprés y que sale

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hacia abajo, y en cuyo extremo inferior seencapillan los barbiquejos de los botalones defoque y petifoque.

Motón. Denominación náutica de las poleaspor donde pasan los cabos. Sirven para modificarel ángulo de tiro o para desmultiplicar el esfuerzo.

Navío. En el siglo XVIII se utilizó este términopara designar a un buque de guerra equipado consesenta cañones o más, y de dos cubiertas comomínimo. Existieron navíos de cuatro cubiertas y deciento veinte cañones. También se utiliza comodenominación genérica de buque o barco. Navíode línea: el que forma parte de una línea decombate.

Obencadura. Conjunto de todos los obenques.Obenque. Cada uno de los cabos con que se

sujeta un palo o mastelero a cada banda de lacubierta, cofa o mesa de guarnición.

Oficial. «Oficial de guerra»: término quedesigna a todos los oficiales, desde el capitángeneral al último alférez de navío. «Oficial

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mayor»: designa al contador, el capellán, el piloto,el cirujano y el maestre de víveres. «Oficial decargo»: los que llevan a su cargo algunos efectosdel buque, como el cirujano, el piloto, elcontramaestre, el condestable, etc. «Oficial demar»: se denomina así a los contramaestres,patrones de lancha, maestros de velas,sangradores, carpinteros, calafates, armeros,toneleros, faroleros, cocineros, etc.

Orla. Friso o bordón que va de proa a popa enel ángulo entre el costado y la cubierta.

Orzar. Girar el buque llevando la proa haciaparte de donde viene el viento. Lo contrario de«arribar».

Pairo. («ponerse al pairo»). Maniobradestinada a detener la marcha del buque. (VéaseFacha).

Palanqueta. Barra de hierro que remata porambos extremos en una base circular del diámetrode la pieza de artillería con que se dispara y quesirve para dañar más fácilmente los aparejos y

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palos del enemigo.Palanquín. Aparejo con que se maneja, se

trinca y se sujeta el cañón al costado por cada ladode la cureña.

Palmejar. Tablones que se disponen sobre elforro interior y sirven para ligar entre sí lascuadernas, en dirección popa a proa en la bodega.

Paquebote. Embarcación semejante albergantín, aunque no tan fina. Suele servir paracorreo. A menudo se utilizaba para cubrir líneasregulares.

Pasamano. Cada uno de los dos pasillos quecomunican las cubiertas del alcázar y del castillode proa a su mismo nivel por ambas bandas,dejando en medio el ojo del combés.

Patentado («oficial patentado»). Oficial quetiene documento acreditativo de empleo, deteniente de navío para arriba.

Penol. Puntas o extremos de las vergas.Percha. Denominación general de todo tronco

enterizo de un árbol usado para piezas de

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arboladura, vergas, botalones, etc.Perico. Es la vela de juanete del mesana.

También reciben este nombre las respectivas vergay mastelerillo.

Perilla. Tope o extremo superior de un palo.Pieza de madera situada en el tope del paloequipada con una roldana por donde pasa unadriza.

Petifoque. Vela de cuchillo situada delante delfoque.

Pinaza. Embarcación menor larga y estrechacon la popa recta.

Pique («a pique»). Modo adverbial paradesignar que un objeto se encuentra justo en lavertical que va hasta el fondo del mar.

Popa. Parte posterior de un buque, donde estácolocado el timón.

Porta. Aperturas rectangulares abiertas en loscostados o en la popa de las embarcaciones parael disparo de la artillería y para dar luz y aire alinterior.

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Portalón. Apertura a modo de puerta en elcostado del buque frente al palo mayor para elembarco y desembarco de gente y efectos.

Portar. Se dice de las velas cuando estánhinchadas por el viento.

Proa. Parte delantera del buque.Quilla. Pieza de madera que va colocada

longitudinalmente en la parte inferior del buque ysobre la cual se asienta todo su esqueleto.

Rada. Paraje cercano a la costa donde losbarcos pueden fondear quedando más o menosresguardados.

Raquero. Persona o embarcación que sededica a buscar barcos perdidos o sus restos.

Rastrera. Véase Ala.Rebenque. Trozo corto de cabo. Lo empleaban

los oficiales de la Marina británica para castigarlas faltas leves de disciplina.

Regala. Parte superior de la borda o costadode un buque.

Repostería. Paraje de la cámara del

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comandante separado con mamparos de lona otabla para depósito de los efectos de mesa ycocina del mismo y para alojamiento de suscriados. La cámara de oficiales también tiene una.

Repostero. Criado o mayordomo delcomandante o de los oficiales que se encargaba dela cocina y de la mesa de los mismos, así como dela ropa.

Rezón. Ancla pequeña de cuatro uñas.Rifar. Rasgarse una vela.Rizo. Véase Arrizar.Rocío. El conjunto de partículas casi

imperceptibles del agua del mar que vuela enforma de vapor según la dirección del viento y selevanta por efecto de la fuerza del mismo sobre lasuperficie.

Roción. Aspersión de agua o porción de ellaque en forma de grueso rocío entra en el buque oen una embarcación menor por la fuerza del vientoy de los golpes de mar que chocan en la amura ocostados.

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Roda. Pieza gruesa que forma la proa de unbuque.

Roldana. Rueda de madera o metal colocadaen el interior de un motón o cuadernal sobre la quese desliza un cabo o cable.

Ronzar. Mover un gran peso a cortos trechosmediante palanca, como en el caso de las cureñasde los cañones, que se mueven con los espeques.

Rumbo. Dirección hacia donde navega unbarco. Se mide por el ángulo que forma la líneaproa-popa del barco con el norte.

Saloma. Canción o voz monótona y cadenciosacon que los marineros solían acompañar sus faenaspara aunar los esfuerzos de todos.

Salomador. El que saloma; y el que lleva lavoz en la saloma.

Saltillo. Cualquier escalón o cambio de nivelen la cubierta.

Sentina. Parte inferior del interior de un buquedonde van a parar todas las aguas que se filtran alinterior y de donde son extraídas por las bombas.

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Serviola. Pescante, situado en la amura,dotado de un aparejo empleado para subir el ancladesde que sale del agua. Marinero de vigía que secolocaba cerca de las amuras. Por extensión, pasóa ser sinónimo de «vigía».

Sobrejuanetes. Denominación del mastelero,la vela y las vergas que van sobre los juanetes.

Socaire. Abrigo o defensa que ofrece una cosapor sotavento o el lado opuesto al viento. Hallarse«al socaire» de la costa también implica quedarseel buque sin viento cerca de la costa y a causa deella, dificultando la huida en caso de presencia delenemigo.

Sollado. Cubierta inferior donde seencontraban los alojamientos de la marinería.Sondar. Medir la profundidad del agua.

Sotavento. Parte o dirección hacia donde vael viento. Es el contrario de «barlovento».

Tajamar. Pieza que se colocaba sobre la rodaen su parte exterior.

Tambucho. Pequeña caseta situada en la

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cubierta de un buque, que protegía una entrada opaso hacia el interior.

Tirafrictor. Cabo utilizado para disparar uncañón.

Toldilla. Cubierta superpuesta a la del alcázarque servía de techo a la cámara alta y que seextendía desde el palo mesana hasta elcoronamiento de popa.

Tolete. Pieza de metal o madera colocadasobre la borda de un bote y que sirve paratransmitir el esfuerzo de un remo a la embarcación.

Tope. Extremo o remate superior de cualquierpalo, mastelero o mastelerillo; o la punta de esteúltimo, donde se coloca la perilla.

Trinquete. Palo situado más a proa. Verga yvela más bajas situadas sobre este palo.

Trozo de abordaje. Cada una de lasdivisiones de tropa y marinería que en el plan decombate y a las órdenes del oficial de guerrarespectivo están destinadas por orden numeralpara dar y rechazar los abordajes.

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Verga. Perchas colocadas transversalmentesobre los palos y que sirven para sostener lasvelas cuadras.

Verga seca. La verga de mesana, que sólosirve para cazar la sobremesana. También se lellama verga de gata.

Virar. Cambiar el rumbo de forma que cambieel costado por el que el buque recibe el viento.

Virar por avante. Virar de forma que, durantela maniobra, la proa del barco pase por ladirección del viento.

Virar por redondo. Virar de forma que,durante la maniobra, la popa pase por la direccióndel viento.

Virar sobre el ancla. Virar del cable paraacercarse a ella.

Vivandero. Nombre común empleado en lospuertos para designar al que se dedica a vendercomestibles y otras cosas por los buques con unalanchilla, a la que también llaman «botevivandero».

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Yarda. Medida inglesa de longitud equivalentea 91 centímetros.

Yawl. Embarcación de dos palos, mayor ymesana.

Yola. Bote ligero que emplea cuatro o seisremos. También puede navegar a vela.

Yugo. Cada uno de los maderos que, colocadosen sentido transversal, están apoyados en elcodaste y dan la forma a la bovedilla.

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Notas

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[1] Sobrenombre dado por los británicos a losespañoles (N. del T.). <<

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[2] Shakespeare, Enrique V (N. del T.). <<

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[3] Alusión a Heart o f Oak, himno de la infanteríade marina británica (N. del T.). <<

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[4] Punta del sudoeste de Inglaterra, en Cornualles(N. del T.). <<

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[5] Episodio de la guerra civil de Weymouth delsiglo XVII (N. del T.). <<

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[6] Sobrenombre dado a un mosquete de la época(N. del T.). <<

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[7] Nombre popular con que se conocía a lasCompañías Generales de las Indias Occidentales yOrientales (N. del T.). <<

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[8] El Paseo Oscuro (N. del T.). <<

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[9] En castellano, en el original (N. del T.). <<

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[10] Brazo del Mar del Norte comprendido entrelas costas danesa y noruega (N. del T.). <<

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[11] Brazo del Mar del Norte comprendido entre lascostas danesa y sueca (N. del T.). <<

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[12] Browne, anterior ayudante de Bolitho, solíarecalcarlo, ya que en la pronunciación inglesa sepresta a confusión (N. del T.). <<