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EL ÚLTIMO SAMOANO n Por Germán Vargas Ghezzi Exclusivo reducto playero de los playboys limeños en los años sesenta, el Club Samoa de La Herradura podría resurgir de sus cenizas. Eso por lo menos es lo que, entre añoranzas y confidencias, ofrece en esta crónica su último socio: don Ricardo Torres Tassara. E l concepto de ruina es re- lativo, como el tiempo. La Huaca Pucllana, por ejem- plo, tiene como 1,500 años de antigüedad y está en mucho me- jor estado que el Club Samoa de La Herradura, fundado hace solo medio siglo por Carlos Dogny Larco y otros Caballeros de los Mares durante una ola de disidencia que azotó, por esos días, el Club Waikiki. Hicieron tabla rasa, remaron rumbo sur, obtuvieron una concesion en la playa de Chorri- PERCY RAMÍREZ JUNIO 2010 42 ANACRÓNICAS JUNIO 2010 43

El Ultimo Samoano

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El ultimo socio del Club Samoa...

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el último samoano

n Por Germán Vargas Ghezzi

Exclusivo reducto playero de los playboys limeños en los años sesenta, el Club Samoa de La Herradura podría resurgir de sus cenizas. Eso por lo menos es lo que, entre añoranzas y confidencias, ofrece en esta crónica su último socio: don Ricardo Torres Tassara.

El concepto de ruina es re-lativo, como el tiempo. La Huaca Pucllana, por ejem-plo, tiene como 1,500 años

de antigüedad y está en mucho me-jor estado que el Club Samoa de La Herradura, fundado hace solo medio siglo por Carlos Dogny Larco y otros Caballeros de los Mares durante una ola de disidencia que azotó, por esos días, el Club Waikiki. Hicieron tabla rasa, remaron rumbo sur, obtuvieron una concesion en la playa de Chorri-

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“Era un club de solterones primordialmente, con mucha solvencia económica y moral”, recuerda Torres Tassara.

imágenes de ese tiempo pasado que, como todos, fue mejor.

Fuimos en busca de ese tiempo perdido y llegamos al centro de Mi-raflores, donde vive y oficia –en la también dinamitada calle Tarata– en un modesto departamento de época. El delgado menordomo de este mira-florino palacio departamental –joven riqueza del interior también– nos re-cibe cual valet en cámara lenta, y el Señor de los Recuerdos –como adi-vinando el propósito de nuestra visi-ta– se presenta en bien vivo y muy directo, casi en zoom:

“Soy Ricardo Torres Tassara, hoy el único asociado. Soy socio del club Samoa desde el año 66. Hay otras per-sonas que perduran, pero ya no pagan. Yo soy el único sobreviviente: soy el último socio del club Samoa.” No se diga más. El Samoa aún existe, por lo menos como un One Man Club.

Ahora, un socio es por definición “la persona asociada con otra u otras para algún fin”. Lo de fin podríamos entenderlo como el final del cual ya hablamos, pero ¿“el único asociado”? ¿Dónde están los otros? Esto es algo que parece no importarle tanto: ya vendrán: “El Samoa no ha muerto. Yo lo voy a reabrir, igualito. Esto es una primicia: se va a llamar Nuevo Club Samoa, con todos los elementos para que dure 500 años”, sentencia.

Los cuatro piLares¿Y cuáles eran esos elementos que, además de las hoy oxidadísimas co-lumnas, sostenían al venerable Club Samoa? Resumiendo, los Cuatro Pila-res del Samoa serían:1. Mar, olas, playa de arena y deportes derivados (tabla, paleta, frontón, pesca a la mano y un lujoso yate; “y bowling para las damas”, hoy agregado).2. Carlos ‘Arturo’ Dogny y los Caba-lleros de las Tablas Redondas (imposi-ble recuperar al primero, ese Naylamp de Chorrillos que, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró vivir para siempre).3. Luaus con las chicas más lindas de la galaxia, Miss Universo incluida (la Ley de la Gravitación Universal ha de haberlas afectado y obligaría a atraer nuevas estrellas).4. El chupín de pejesapo, pócima se-creta de vigor y eterna juventud, espe-

Hoy el Samoa Club Fantasma se mantiene más cerrado que nunca, claro que siempre con vista al mar y con el mismo sol.

Carlos Dogny Larco (izquierda) y Marianne Sarmiento (abajo), dos de los principales animadores de la vida social en el extinto club.

En su diseño sesentero,

el afiche de promoción prometía el

paraíso.

llos por 50 años y –a todo dar, de su bolsillo– establecieron su exclusivo paraíso marino-terrenal.

Hoy, el Samoa Club Fantasma se mantiene más cerrado que nunca, claro que siempre con vista al mar y con el mismo sol que, cual astro, se resiste a la devaluación del entorno, al cambio. Todo lo demás se vino a menos, se opacó en un poco a poco apocalípsis que puso fin al asunto o caso que aquí nos ocupa.

Imposible imaginarse ahora a es-tos nobles solterones de edad media, cabalgando las inmensas olas perfec-tas que hoy –gracias a la dinamitera obra maestra de un burdomaestre deconstructivista de los 80– son olas nomás. O las exuberantes aristochicas

y monumentales hostess de alto vuelo exponiendo líneas en esta terraza ya tierraza, contorneadas por barandas que, literalmente, se han hecho leña. La playa, originalmente de arena, hoy parece la cantera abandonada de este carretero monumento edil.

cameLot Limeño Pero queda un hombre, una cápsula del tiempo: un último caballero de este Camelot limeño que parece haber viajado en instantáneo hasta nuestros días. Dice que tiene 83 años, pero no parece: no muestra canas ni signos ex-teriores de riqueza, más bien abundan-tes signos interiores y eterna cabellera negra en mantenimiento. Se conserva y conserva intactos los recuerdos, las

cialidad de don Ricardo (descubrimos al druida, al Merlín –o fino pejesapo– de esta desaparecida corte samoana).

Habla de todo, como proyectan-do hologramas sobre la mesa: de la importancia de la capacidad econó-mica de los socios, de sus condiciones morales y hasta de carácter familiar: “A quienes tenían lugares de origen demasiado humildes, los privaban de ingreso. Era un club mayormente de solteros o divorciados, solterones, primordialmente con mucha solven-cia económica y moral”.

El Paraíso no puede estar al alcan-ce de todos, uno entiende, y menos cuando se trata de jugar paleta con personas del sexo femenino en la pla-ya, nos explica. “Teníamos dos can-

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“Yo mismo, por intermedio del chef, preparaba el chupín; personalmente gocé de los efectos del pejesapo”, afirma don Ricardo.

regalaba a las chicas después de en-camarse con ellas. Él no daba plata, pues: tenía cuatro roperos llenos de regalos. Todo lo hacía con delicadeza; un hombre fino, hijo único de ma-dre millonaria, de la familia Larco, rodeado de mayordomos desde niño, educado en Francia, culto y heredero de una gran fortuna”.

pez ViaGraPero el tema final es el que apasio-na a don Ricardo, viejo brujo por-tador de la receta secreta del chupín de pejesapo, pez viagra de roca que sacaban del propio mar de enfrente: “¡La cocina era de primera categoría! Sacábamos cangrejos y pejesapos; tramboyo también. Yo mismo, por intermedio del chef, preparaba el

chas de frontón, gimnasio y un yate cuya principal utilidad era distraer a las damas, sobre todo del extranje-ro. Las atendíamos de manera muy especial, oiga. Incluso se hizo una gran campaña de relaciones públicas para que vinieran personas del sexo femenino, y entre bombos y platillos se producían majestuosas fiestas con estas bellas damas –¡de almanaque!– venidas de diferentes partes del mun-do. Gente vinculada a Panagra traía a las chicas y teníamos luaus que organizaba, personalmente, Carlos Dogny.” Aclara que en el caso de las chicas no importaba tanto su origen o condición, o si eran rubias, moreni-tas o mezcladitas. “Todas eran de pri-mera: Marianne Sarmiento, la chica Zoyla Lyons… ¡qué bellas mujeres!

chupín, porque yo personalmente gocé de los efectos del pejesapo”.

Aquí entramos en una larga con-versación que empieza con su primera experiencia a los doce años, en las is-las de Ancón, y termina prácticamen-te esta mañana.

Al despedirnos –un par de horas después– un vigoroso don Ricardo me acompaña hasta la calle y, entusiasma-do, invita: “Vas a ver. Tú pones el vino blanco, yo pongo los pejesapos”.

Parece que este periplo crononáu-tico aún no ha terminado, porque este chupín es otro viaje. Por ahora solo adelantamos otro dato: Sí, vuel-ve el club Samoa, “y el chupín de pejesapo va a ser el plato predilecto de este nuevo club social”. Salud. Y a ver si nos aprovecha.

Y como le digo, también venían del extranjero: imponentes monumentos de Brasil, Italia, Suiza... Uno se sentía un enano, temblaba; por más corba-ta michi, uno se sentía acomplejado. Había que ser bien valiente para sa-carlas a bailar.” Y prosigue, de la pe-riferia al centro: “El núcleo de todo esto era, por supuesto, Carlos Dogny Larco, hombre de mucha fortuna y posición social. Él estimulaba un ser-vicio muy especial a las turistas, era una garantía. Alto, fornido, no fuma-ba ni tomaba, era un narciso: cuida-ba mucho de su aspecto; tanto que comía demasiado poco. Elegante, fino, ¡un cachimbo de primera clase! Traía de Europa ropa interior feme-nina, lencería, cremas, lentes, perfu-mes, cosas propias de la mujer, que

Fiestas a go go y hermosas bañistas. En la Herradura de antaño los veranos oscilaban entre la placidez y la agitación.

La terraza hoy es tierraza y las barandas,

literalmente, se hicieron leña.

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