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“Representaciones alimentarias de madres y equipos de salud y su vinculación en
experiencias de intervención en la relación pobreza–alimentación”
Resumen
En este trabajo se presenta un análisis de los discursos producidos por integrantes de
equipos de atención primaria de la salud en torno a prácticas alimentarias de las familias
concurrentes a este nivel de atención de las provincias de Buenos Aires, Misiones, Jujuy y
Ciudad de Buenos Aires. Asimismo se señalan algunas de las representaciones alimentarias de
las madres con el fin de visualizar el lugar que ocupan entre los equipos de salud a la hora de
realizar sus prescripciones y relacionarse con las mismas. En primer lugar se describen
consumos y modalidades alimentarias de las familias desde la perspectiva de los integrantes de
los equipos de salud. Luego se clasifican las diferentes explicaciones halladas acerca de porque
las familias comen como comen y con qué lógicas pueden estar vinculándose estos hallazgos.
Finalmente se exponen algunas prácticas referidas por las madres a fin de discutir que lugar
ocupan entre las representaciones e intervenciones de los miembros de los equipos de salud.
Las representaciones
En sentido amplio pueden considerarse como un modo de organizar nuestro conocimiento de la
realidad, constituido socialmente. Básicamente tomamos la noción de representación social de
los desarrollos de Denise Jodelet (2002) para quien se trata de “imágenes que condensan un
conjunto de significados; sistemas de referencia que nos permiten interpretar lo que nos
sucede, e incluso, dar un sentido a lo inesperado;(…) categorías que sirven para clasificar las
circunstancias, los fenómenos y a los individuos con quienes tenemos algo que ver”) (Jodelet,
2002: 473). Así, las representaciones sociales constituyen una construcción sociocognitiva
propia del sentido común a propósito de un objeto determinado, comprendidas por un conjunto
de informaciones, creencias, opiniones y actitudes aprehendidas a través de la tradición, la
educación y la comunicación social, circunscriptas a su vez, al contexto social en que se
encuentran inmersa. Sirven como marcos de percepción y de interpretación de la realidad y
también como guías de los comportamientos y prácticas de los gentes sociales. Remiten a
sistemas de pensamiento que nos relacionan con el mundo y con los demás, a los procesos que
permiten interpretar y construir significativamente la realidad, a los fenómenos cognitivos que
aportan direcciones afectivas, normativas y prácticas; organizan la comunicación social y
1
finalmente dotan a los sujetos de la particularidad simbólica que le es propia en los grupos
sociales. Derivan de la pertenencia a categorías sociales y generalmente funcionan como
estereotipos ligados a prejuicios. Definen la identidad y la especificidad de los grupos situando
a los individuos y a los grupos en el campo social. (Jiménez, 1997)
Que comen y porqué comen así las familias
Cuando se consulta a los integrantes de los equipos de salud acerca de los alimentos y
comidas que constituyen la ingesta básica de la población usuaria de los Centros de Atención
primaria de la salud (CAPS) emerge inmediatamente la preponderancia de los hidratos de
carbono, grupo de alimentos integrado por la “gran cantidad” de harinas, arroz, fideos, pan y
comidas tales como guiso, sopa de fideos y arroz. En un lugar periférico se ubica el consumo
de productos cárneos. Así, al decir de los integrantes de los equipos de salud se trataría de
“hueso con carne”, aludiendo a la escasa ingesta de carne, o bien “pedacitos chiquititos con
guiso, con arroz, con fideo, con más cosas que carne”. En este punto sin embargo conviene
aclarar que otro discurso emergente, aunque secundario es el que alude, y de manera contraria
al anterior, al alto consumo de productos cárneos de la población. Tal como lo expresó una
enfermera que trabaja en un CAP del conurbano bonaerense “acá se consume, como en general
toda la Argentina, bastante carne”, así como otras expresiones similares por parte de dos
médicos de Jujuy con más de quince años de experiencia: “la gente tiene costumbre de que
sino comen carne, no es comida”, “la alimentación principal es carne ... de lo que venga,
pero carne”. Esta concepción puede enmarcarse en la idea de que en efecto en nuestro país, a
diferencia de otros países de Latinoamérica donde existen alimentos que son consumidos
básicamente por los sectores de menor poder adquisitivo – maíz, porotos, arroz y/o mandioca,
generalmente hidratos de carbono – constituyendo la “comida de los pobres” en contraposición
a otros productos –carne vacuna, lácteos, generalmente proteínas animales -, que forman
la”comida de ricos”. En la Argentina, como lo dice Patricia Aguirre, el churrasco y el asado,
son los productos que nos representan desde los tiempos coloniales y nos identifica pese a que
las crisis económicas han hecho que disminuya su consumo y se hayan profundizado las
diferencias de consumos respecto a los cortes, desde hace más de treinta años en los sectores
menos pudientes. (Aguirre, 1997)
2
Entre otros de los consumos que mencionan los profesionales aparecen la alta proporción
de grasas saturadas en forma de frituras, el bajo consumo de frutas y verduras y la elevada tasa
de alimentos chatarra, refiriéndose con ello a productos tales como chizitos, papas fritas,
salchichas, hamburguesas, caramelos, alfajores y otras golosinas, así como jugos y gaseosas,
sobre todo en las zonas más urbanizadas, en detrimento de alimentos considerados sanos. 1
Hasta lo aquí planteado se hace posible observar que las concepciones por parte de los
médicos acerca de lo que come la población, al indicar que “comen mucho de esto” y “poco de
aquello” remiten al desajuste que existe con la “dieta equilibrada” constituida por las
recomendaciones nutricionales propuestas por las autoridades sanitarias y plasmadas en las
múltiples pirámides y guías publicadas para la promoción de una vida saludable, en las que se
aconseja, aunque entre una y otra varíen las proporciones, básicamente una ración importante
de hidratos de carbono, otras dos menores de frutas y verduras; otras dos aún más pequeñas de
lácteos y carnes, y otra aún mucho menor de grasas.2 Prescripciones nutricionales que se asume
constituyen la correcta forma de alimentarse, que sin embargo, no podemos dejar de visualizar,
poseen un origen histórico, cultural y económico determinado.
Nos encontramos así ante la existencia de lo que Arnaiz (2007) define como
normalización dietética, esto es la construcción y promoción de un patrón alimentario
específico - la dieta equilibrada- por expertos y autoridades sanitarias con el fin de prevenir
enfermedades y que es tomada como el modelo a seguir por la mayoría de los profesionales de
la salud. De acuerdo a estos lineamientos nutricionales el consumo alimentario de la población
estudiada que concurre a los CAPS se aleja bastante de las recomendaciones biomédicas que
apuntan a los aspectos biológicos de la salud y dictaminan que hay comer para estar sanos.
Al consultar a los profesionales porque creen que sus pacientes comen lo que comen
hallamos diferentes discursos. Uno de ellos nos remite a la ignorancia y la falta de información
para armar sus comidas tal “como debiera ser”. Así lo dejan entrever las siguientes
expresiones:
“El pobre no sabe que puede comer bien, pagando bien y eso es tan caro o tan barato como
comer mal ...” (Toco ginecólogo, Misiones, 20 años de experiencia)
1 Sería tema de un futuro trabajo profundizar que entiende la población y los integrantes de los equipos de salud por esta categoría, qué alimentos y comidas son considerados “sanos”, y cómo se plasman estas representaciones en las prácticas reales de los sujetos.2 Guías Alimentarias para la Población Argentina. Asociación Argentina de Dietistas y Nutricionistas. 2006. Segunda Edición. Buenos Aires
3
“No saben, les falta información, más pobreza, vagancia, no aprenden (Pediatra, Misiones, 15
años de experiencia))
“La alimentación es mala ... un poco por pobreza y otro poco porque no saben como
alimentarse” (Pediatra, Buenos Aires, 10 años de experiencia)
Desde la mirada de algunos de los integrantes de los equipos de salud la población con la
que trabajan come mal porque no sabe o no cuenta con la información adecuada para hacerlo
“bien”, visualizándose el papel que juega el acceso a los alimentos como un factor de menor
relevancia. Se marca que “comen mal” pues no aprenden a pesar de las enseñanzas brindadas
por los profesionales acerca de que deben ingerir, argumento al que se suma la “vagancia”
que detectan entre los integrantes de las familias para dedicarse a tal faena. Observamos
también que la mencionada falta de información respecto a lo que se debe ingerir junto a la
ineptitud en torno a la tarea de “aprender” a hacerlo genera estigmatización, aún más sobre las
madres. Así lo manifiesta una joven médica residente entrevistada:
“mamás que no saben demasiada recetas y no varían las comidas … por desconocimiento ...
también más que nada comida chatarra por una cuestión de facilidad dentro de la casa”
(Medica residente, Buenos Aires, 2 años de experiencia)
Hallamos que el rol de las madres en este aspecto queda cuestionado por parte de este
grupo de profesionales debido a la supuestamente escasa dedicación invertida en el trabajo
relacionado con la alimentación. De hecho, de acuerdo a los datos bibliográficos, la
responsabilidad de la alimentación cotidiana suele ser principalmente femenina, una
generalización, esta, que puede constatarse histórica y etnográficamente (Hernández y Arnaíz,
2005: 195). Así estas madres son cuestionadas y consideradas en falta por no cumplir el rol
que se les adjudica socialmente. Por su pereza y su falta de información elegirían alimentos y
prepararían comidas de dudoso valor nutricional.
Sin embargo está documentado también que una de las características de nuestro
contexto urbano industrial es que las comidas elaboradas y compartidas en el hogar
disminuyen en su número, las preparaciones caseras se simplifican, las despensas y heladeras
se llenan de alimentos-servicio junto a una tendencia asociada a una mayor monotonía
alimentaria y una pérdida del saber-hacer culinario (Gracia Arnaiz, 2002). A pesar de ello la
crítica por parte de las y los profesionales está dirigida a este grupo de madres de bajos
4
recursos con quienes trabajan, ocultándose de algún modo que se trata esta de una tendencia
mundializada dentro de la que se incluyen hogares de diferente pertenencia socioeconómica.
Otra categoría emergente se registra a partir de la recurrente mención de la cultura de la
población que asiste a los centros de salud como responsable de las inadecuadas elecciones
alimentarias. Así nos permiten entreverlo las siguientes expresiones:
“A veces no por no tener, por no saber comer. Acá el misionero come muy mal, vos ves a las
diez de la mañana comprando una chipa ... tiene que ver mucho la cultura” (Pediatra,
Posadas, 15 años de experiencia)
“Y porque viene con todo el tema cultural (refiriéndose a los inmigrantes peruanos), la cosa,
que se yo, qué le das de comer? la sopita, sopita, sopitas de verdura” (Pediatra, CABA, 10
años de experiencia)
“toda la zona del Paraguay, por la influencia comen mucho poroto, el poroto al no tener la
absorción que tiene la carne que hay que complementarlo con jugo de naranja ... se toman un
mate y bueno.” (Nutricionista, Posadas, 22 años de experiencia)
Es interesante notar que en algunas de las comidas y los alimentos con que identifican a
la población, como el caso del chipa, los porotos y “la sopita” se condensan las marcas
discriminatorias con que son percibidos los pacientes. Se trata de consumos con los que se
identifica a paraguayos, peruanos y pobladores criollos, por lo general pobres y cuya
procedencia étnica sudamericana está asociada a saberes equivocados o atrasados, en relación a
los conocimientos que emergen del paradigma científico proporcionado por la formación
universitaria. Así, la cultura es la categoría que se registra como la responsable de los
inadecuados hábitos alimentarios, de la ineptitud a la hora de cocinar y la razón por la cuál no
sabrían cubrir sus necesidades nutricionales.
En este sentido visualizamos entre los equipos médicos que se prioriza la función que
tiene la alimentación de nutrir, de generar energía, de sustentar al organismo de su contenido
proteico sin que se note algún esfuerzo por conjugar las definiciones simbólicas que los
mismos poseen para los pacientes. Sabemos que las comidas expresan y destacan identidades,
cristalizan estados emocionales e identidades sociales. En este caso esas comidas y alimentos
son identificados desde el rechazo y se los asocia con un saber alimentario erróneo que debe
ser modificado. Por otra parte emerge la presuposición de la falta de nutrientes de algunas
5
comidas tradicionales que consumen las familias, aún cuando se trate de alimentos
considerados sanos, como lo son las legumbres, grupo al que pertenecen los porotos “que
comen los paraguayos”, la harina de mandioca con que se elabora el chipá, sin olvidar “la
sopita”, con la que es muy posible se caiga en un diagnóstico apresurado entre migrantes del
norte argentino e inmigrantes de diferentes procedencias, como bolivianos y peruanos. Por
ejemplo, cuando se refieren a la “sopita”, pueden estar remitiéndose a preparaciones
tradicionales, habitualmente consumidas como la sopa majada, o la sopa con frangollo, por
mencionar algunas, preparadas con maíz como alimento central y que otorgan gran suculencia
a la elaboración. De estas preparaciones sabemos que su consumo representa un importante
aporte de hierro y zinc, así como de calcio moderado a la dieta habitual3. Siendo que los
alimentos, por lo que hemos podido constatar, suelen hallarse en el nuevo contexto en ferias y
mercados dispuestos en muchos de los barrios donde se concentran poblaciones migrantes4, en
ocasiones los familiares que continúan viviendo en el lugar de origen despachan también
alimentos y comidas por encomiendas, situación que hemos podido constatar entre pobladores
de Quebrada de Humahuaca que envían para sus parientes de Buenos Aires, humitas, tamales,
charqui, maíz para hacer mote, frutas desecadas, etc. En definitiva, muchos de estos saberes,
por provenir de poblaciones “no deseadas” se encuentran subalterizados, por lo que no se tiene
en cuenta la existencia de otras posibles categorías de “comer bien”, opuestas al modelo
hegemónico y euro céntrico que influye en la conformación de gustos y de su respectiva
cocina.
Le Bretón (2007) explica que el sabor de las relaciones con los integrantes de otros
grupos a veces s e expresa en términos culinarios. Así el otro se transforma en un estereotipo
de lo que come y se lo representa con una connotación peyorativa. Dice “Frente a él todo el
sabor de la relación se detiene en el asco. La cocina del otro causa aversión, del mismo modo
que causa aversión su persona, en todos los sentidos, simbólicamente contaminada por
aquello con lo que se alimenta” (Le Breton 2007:292). Nos preguntamos entonces si lo que
genera aprehensión y desaprobación ente algunos profesionales no es tanto lo que consumen
estos comensales diferentes a ellos, sino la falta de aceptación de otras categorías de creencias,
3 Binaghi María J; Pellegrino Néstor; Greco Carola; Pinotti Luisa; Ronayne Patricia. Cátedra de Bromatología. Facultad de Farmacia y Bioquímica. UBA - Escuela de Salud Pública. UBA.
4 Se destaca el mercado boliviano ubicado en el barrio de Liniers, donde se pueden hallar una gran variedad de cereales, harinas, legumbres, frutas, verduras, incluso, charqui. Similares, pero más pequeños, hemos visitado otros mercados en Lugano, Villa Soldati y sabemos de la existencia de muchos otros.
6
vinculadas a sus diferentes procedencias étnicas y pertenencia a los estratos más pobres de la
sociedad, que les resultan ajenas, extrañas y hostiles.
El tercer discurso que emerge, está vinculado justamente con la pobreza. Si bien se la
menciona para hacer alusión al acceso económicamente restringido que la población tiene a los
alimentos, la misma como causa explicativa pareciera quedar replegada a un segundo plano.
Emerge más bien como un gran telón de fondo, pues hemos registrado la mención de diferentes
causas que nos retrotraen a la misma (parasitosis vinculada con los pisos de tierra,
desnutrición, falta de agua potable y canillas alejadas, viviendas en tierras inundables, falta de
cloacas) aunque la mayoría de los entrevistados no lo enuncie explícitamente.
Solo entre algunos entrevistados se alude a la escasez de recursos como la causal primaria
de la “mala alimentación” que conduce a la población a consumir alimentos determinados, en
fijadas proporciones y maneras. Razón por la cual podríamos decir, se trata de discursos
secundarios. Así lo permiten entrever alguno de los testimonios:
“es gente de muy bajos recursos, su alimentación se basa en recurrir a los comedores ... y en
una bolsa de alimentos que incluye pollo y huevos, pero no se tiene en cuenta el grupo
familiar, ellos te dan dos pollos y un muple de huevos por mes ... si tenes 10 pibes eso te sirve
para un día” (Nutricionista, Buenos Aires, 18 años de experiencia)
“Acceso a la carne tiene ... pero por supuesto no es lo mismo hervir un hueso dos horas que
comerse un churrasco vuelta y vuelta jugoso y sabemos que comerse un churrasco nos cuesta
a nosotros” (Pediatra, Posadas, 25 años de experiencia)
Se desprende la noción de inaccesibilidad económica de las familias para consumir
“buenos alimentos”, entre los que se priorizan las proteínas provenientes de la carne,
llamándonos la atención, aunque en coincidencia con Aguirre (1997), la falta de mención de
otros grupos de alimentos considerados saludables como las frutas y las verduras, cuyo acceso
también suele ser restringido. Emerge por otra parte la visualización acerca de la existencia de
un sector de la población cuyo acceso a los alimentos se da a través de la ayuda estatal, siendo
este agente a quien se critica por la inadecuada provisión de alimentos “buenos”. Dentro de
este grupo de profesionales no se pone el acento en las elecciones que realizan las familias de
acuerdo a sus saberes, grado de información o acervo cultural. La responsabilidad recae sobre
el estado, contemplado como el garante del derecho a la alimentación, acomodada en función
de las recomendaciones nutricionales
7
Incluimos dentro de esta misma clasificación a aquellos integrantes de equipos de salud
que parecieran “ponerse” en la piel del otro, cuando manifiestan conocer el precio del pollo -y
no la carcaza- o de los “verdaderos” cortes de carne, como el “churrasco jugoso”. Sin embargo
con respecto a esto último, no podemos dejar de observar que en el discurso de estos
profesionales también aparece que la “verdadera carne” son los cortes con los que están
familiarizados, pues debido a lugar que ocupan en la estructura socioeconómica, les es posible
consumir las partes de la res más tiernas y menos grasosas. Tal como lo comentaba una
médica: “compran falda, compran puchero y todo eso para que llene y todo lo demás”.
Hasta aquí hemos desplegado los argumentos hallado por parte de los profesionales
respecto a porqué los usuarios de las CAPS consumen determinados alimentos y comidas y no
otras. Las elecciones han sido explicadas básicamente a través de los discursos que señalan la
falta de información, la cultura inadecuada y en último lugar, debido a las restricciones
económicas. Aunque no ha sido infrecuente en un mismo informante hallar explicitados los
tres argumentos, el acento siempre está puesto en una de estas tres categorías.
No tiene recursos pero ...
En este apartado analizaremos algunas expresiones halladas entre los integrantes de
equipos de salud vinculadas con la adquisición de alimentos chatarra y el consumo o no de
ciertos alimentos, como derivados lácteos (yogures, bebibles, con cereales, “danoninos”, etc.)
por parte de sus pacientes. Genera incomprensión y perplejidad entre los profesionales la
tendencia a la compra de tales productos, vistos como superfluos e innecesarios dadas sus
escasas bondades alimentarias, más aún cuando es tan bajo el poder adquisitivo de las familias
Consideraciones como las siguientes por parte de diferentes pediatras, con vastos años de
experiencia condensan la idea:
“ no tiene recursos pero uno lo ve consumiendo gaseosas, consumiendo comidas chatarra”
“la porquería que comen ... no tienen plata, pero el danonino lo compran... el yogur con
cereal, los yogures bebibles…
“yo me pregunto, que les pasa en las cabezas a esas mamás ... es más práctico. O sea no
tienen un mango, pero compran un yogur ... dicen chau comió”.
8
De estas nociones se desprende que los pobres deberían racionalizar sus opciones
económicas y elegir “alimentos sanos” en lugar de alimentos “malos”. Sin embargo en esta
postura irrumpen a nuestro parecer in visibilizadas cuestiones de diferente orden.En primer
lugar como lo señala Marvin Harris, en los actuales patrones de alimentación se observan las
consecuencias de la creciente intensificación de la producción capitalista con relación a la
alimentación, en donde la producción alimentaria se ha convertido de manera primordial en
producción de mercancías y luego de alimentos (Harris 1985), y donde la alimentación
informal ha ido adquiriendo mayor importancia en detrimento de la alimentación estructurada
(Fischler, 1996; Gracia Arnaiz, 2002). Así, el contexto general en el cual se mueven las
personas está atiborrado de alimentos chatarras: bebidas azucaradas, golosinas, preparados
industriales grasos, edulcorados, coloreados y saborizados artificialmente. Su consumo se ha
expandido, sin importar el estrato socioeconómico de pertenencia de los consumidores. Su
costo, por otra parte suele ser menor a otro tipo de alimentos considerados saludables, cuyo
acceso se dificulta precisamente a las poblaciones carenciadas. Así, rescatando las
consideraciones de Sydney Mintz, “la decisión respecto al destino personal, en lo que a salud
se refiere, se atribuye directamente al individuo, pese al hecho de que en la comunidad hay,
por doquier, invitaciones a incrementar el riesgo individual de desarrollar enfermedades: por
ejemplo, los innumerables puestos de alimentos, como los que despachan comidas rápidas, que
hacen un uso excesivo de productos que no son demasiado deseables desde el punto de vista de
la prevención de enfermedades. Así que mientras el individuo se enfrenta a una decisión
totalmente personal, tiene que tomarla en un contexto social bastante tentador, en sentido
destructivo, debido a la indiferencia de la comunidad o a su falta de información”. (Mintz,
1996: 269)
Es decir que aunque el acceso a los alimentos y las comidas difiera entre los distintos
grupos y sectores socioeconómicos, la oferta alimentaria urbana y los mencionados rasgos que
la caracterizan, tal como lo hemos señalado más arriba, atraviesa a todos los ciudadanos.
Observamos, se culpabiliza al individuo por las malas elecciones que pueda realizar en un
contexto atiborrado por incitaciones a este tipo de consumos, y no a colectivos mayores como
empresas, decisores políticos, sistemas expertos de salud, etc. que contribuyen a generarlo.
Desde los equipos de salud se culpabiliza, nuevamente, a las madres pobres por comprar
diversos tipos de lácteos altamente pregonados por los medios masivos como “salud
envasada”, sin que registráramos reflexión alguna de que se trata, esta, de una práctica
sumamente popularizada entre todos los sectores de la sociedad. Consideran el consumo de
9
yogures y postres lácteos (“danonino”) como erróneos por parte de la población cuando en
realidad lo que no mencionan es la oferta masiva de estos productos que si bien son
reconocidos, tal como lo analiza Menéndez (1991) como “productores de enfermedad” el
sector salud se subordina políticamente a dicha industria de la enfermedad y en su lugar se
responsabiliza a los sujetos por tales elecciones. Por otra parte estamos refiriéndonos a
consumos sumamente popularizados entre consumidores sin distinción de clases. Aún entre los
mismos integrantes de los equipos de salud, entre quienes curiosamente surge la crítica.
También gira la incomprensión ante conductas calificadas de irracionales como pueden
ser “desaprovechar” determinados alimentos ofrecidos gratuitamente o porque son
relativamente baratos, tal como lo reflejan expresiones recogidas como: “por más que les dan
la lenteja en las bolsas ... no les gusta comer mucho la lenteja”, “nosotros le recomendamos
que coman mas hígado, la gente no come, no se acostumbran a comer”
Observamos la crítica generalizada sobre lo que la población debiera consumir por sus
propiedades nutricionales y no lo hacen como fuera de esperarse, por una mera cuestión de
gusto, de acuerdo al parecer de algunos profesionales. Y es que cuando se vincula alimentación
y pobreza, siguiendo a Cattaneo “emerge primero la necesidad y no el gusto, la materialidad
frente a los significados, el cuerpo frente a la conciencia y los sentimientos como si el cuerpo,
los pensamientos y sentimientos fueran niveles diferentes. (Cattaneo, 2002) Por ello se recurre
a la lógica de la optimización para explicar el comportamiento consumidor de los pobres. A la
vez se destaca en los discursos un tinte que generaliza, masifica los gustos de “los pobres” en
sus preferencias y aversiones, tal como si se tratara de un grupo homogéneo –debido a la
pobreza que los une- , cuando en realidad se trata de una población sumamente heterogénea, no
solo por lo que puede resultar de su procedencia étnica, sino por sus particulares condiciones y
historias de vida. Por otra parte, veremos más adelante, al rescatar los discursos de las madres,
existen prácticas razones para consumir o no determinados alimentos.
Lo que expresan las madres
Con la intención de señalar alguno de las argumentos que actúan a guisa de contrapunto
de las representaciones de los profesionales, exponemos a continuación algunos de los
testimonios recogidos que nos parece podrían arrojar luz acerca de algunas cuestiones.
“comer siempre lo mismo no da gusto, a veces, viste, querés hacer otra comida pero el dinero
no alcanza. Si son tres, si, si no ... somos diez, diez que comen.” (Mamá, 9 hijos. Posadas)
10
Mi marido cobra por quincena y hay dos días viste, que son mortales ... tomamos un mate
cocido con leche… (Mamá, CABA, 2 hijas)
“hay mucha gente no tiene trabajo y come lo que se puede rebuscar”. (Mamá, Buenos Aires, 3
hijos)
Emerge fuertemente en los discursos las restricciones económicas, entre las que se
menciona la falta de trabajo de los integrantes de la familia así como el extenso número de los
mismos, razón por la cual no alcanzan a adquirir los alimentos en cantidad y calidad
suficiente para preparar las comidas que se quisiera. De ahí que se come “siempre lo mismo”
aunque “no de gusto”, o bien se sustituyen comidas por consumos considerados como
colaciones -mate cocido con leche-. Lo notorio es que no hemos relevado ninguna reflexión
por parte de las madres vinculada con la falta de información para preparar las comidas, o
explicaciones que hagan alusión a determinados consumos por razones culturales. Sin
embargo, volviendo al gusto, es un aspecto que nunca escapa entre los factores en juego,
ocupando un lugar importante, aún en contextos de carencia, tal como lo refiere una mamá al
decir “a los chicos no les gusta la comida del comedor –comunitario- es muy cocida, la
cocinan mucho entonces ellos no quieren comer”
Esta situación vinculada a los “gustos de los pobres” nos condujo a plantearnos los
alcances de las propuestas de algunos autores (Bourdieu 1985, Aguirre 2005, Le Breton, 2007)
que consideran que a las poblaciones privadas de la facultad de elegir entre un amplio abanico
y obligadas a alimentarse con los mismos alimentos en principio les gusta lo que comen,
haciendo “de la necesidad una virtud” y regalándose con lo que le es dado, por lo que el “buen
gusto” de un alimento no tiene que ver con su “calidad”, con su “costo”, con su “escasez”, con
su aspecto “sano” o “equilibrado” sino con el acceso que se tenga al alimento. Según estas
posiciones encontramos que se aprende a gustar lo que se puede comer, construyéndose un
gusto adecuado al acceso. Ello haría que cada sector tenga una norma “naturalizada”, lo que
impediría sufrir por desear lo imposible, contribuyendo a “querer lo que se come”. (Aguirre
2005:194)
Lo que cuentan las madres deja traslucir el dejo de descontento que les provoca “tener
que comer siempre lo mismo”, por razones presupuestarias. En este sentido, una mamá nos
refería sobre su hijo de cinco años, que según los profesionales del CAP del barrio estaba bajo
11
peso, no quería comer lo que ella cocinaba (guisos sobre todo) y lo que le pedía eran milanesas,
comida que ella rara vez podía ofrecerle debido al elevado costo de las mismas.
Nos preguntamos entonces si realmente se hace de la necesidad una virtud. Sabemos que
no se “se come lo que se quiere”, pero se nos hace posible pensar que tampoco necesariamente
“se quiere lo que se come”. Como se puede entrever en este caso, cabría preguntarse si lo que
esté operando es otra cuestión, tal vez más emparentada con la resignación y la desazón que
provoca tener que comer, aunque no guste, lo que se tiene. Pareciera no regir norma lo
suficientemente “naturalizada” que impida sufrir por desear, sino lo imposible, al menos lo
difícil.
Otra cuestión relevada tiene que ver con las distintas operaciones de reemplazo,
combinación, adaptación que realizan las familias ante coyunturas críticas. Algunas madres
explicitan alguna de las prácticas que ejecutan como por ejemplo realizar variadas
preparaciones con los alimentos otorgados por las redes de ayuda estatal. Una de ellas nos
relataba:
“Mirá, con harina preparo muchas cosas, hago tortillas, tortas fritas, torrejas, con las
lentejas puedo hacer un guiso de lentejas como una ensalada de lentejas. Con papa, huevo y
todas esas cosas”. (madre, 34 años, 4 hijos)
Otra madre nos contaban que para ahorrar gas de garrafa, un recurso sumamente preciado
por su costo, tal como lo rescatamos en su relato, ponía en práctica lo siguiente:
“Hago fuego afuera y pongo una olla, si lo hago acá tengo tres o cuatro horas de
cocinado. Los pongo afuera y se cocinan bien. Por ahí cocino dos kilos, uso un poco y el otro
poco me lo guardo en la heladera, o por ahí tienen ganas de comer otra comida diferente
entonces se los pongo al guisado y ya queda…sino sopa de porotos o lo que sea” (madre, 40
años, 6 hijos)
En el orden de la provisión de alimentos también emergieron diferentes estrategias como
la de realizar las compras al por mayor o ir a determinados supermercados en los que pueden
realizar la compra de la semana a precios más accesibles que haciéndolo diariamente en los
comercios cercanos a sus domicilios.
Por otra parte hemos podido observar en los discursos de las madres la apropiación de
muchas de las recomendaciones que provienen del sistema de salud como por ejemplo cocinar
determinados alimentos dadas sus propiedades nutricionales: “hago huevo una vez por semana
12
me dijo la pediatra que es bueno, tiene proteínas”. Otras nos contaba que hacía hígado
“obligatoriamente” aunque a sus hijos no les gustase porque sabía que “les hace bien”.
Líneas de intervención
Si bien podríamos reflexionar que los datos relevados entre las madres no son novedosos
y coinciden con trabajos que analizan las estrategias y acciones que las madres despliegan
(Aguirre, 1997; Ortale 2006; Garrote, 1997) lo interesante es marcar la escasa presencia que
poseen estas prácticas y representaciones en las consideraciones ofrecidas por los equipos de
salud. Esto nos conduce a preguntarnos si los contextos en el que se desenvuelven estas
poblaciones, signado por la pobreza como telón de fondo, entra en disrupción con los saberes
con que han sido muñidos los profesionales en su paso por la universidad, por lo que adolecen
de las herramientas suficientes para el abordaje de aspectos socioculturales. Esto parece
responder al hecho de que la formación en salud humana responde a una mirada biologista, en
la que son negadas o subordinadas las dimensiones sociales como constitutivas de la
morbimortalidad (Menéndez, 1991). De ahí que este trasfondo social es visto como un contexto
pero sobre el cual pareciera no haber líneas claras de intervención. Para abordar la
problemática lo que emerge es la implementación de actividades de educación alimentaria
dirigidas a mejorar la calidad de la dieta en los hogares. Lo cual no deja de circunscribirse,
siguiendo a Arnaiz (2007) a “la larga tradición de la medicina occidental de proveer
información y consejos sobre la cantidad y la composición de la comida sana, la regulación del
peso y la prevención de enfermedades.
Si bien entre los discursos de los integrantes de los equipos no hay marcadas diferencias,
visualizamos entre ellos dos líneas: Algunos se centran en exponer sus conocimientos sin dar
mayor participación al otro. Con el siguiente testimonio podríamos ilustrar esta línea de
abordaje:
“recorrer los barrios, hacer charlas, enseñarle la importancia del poroto, la lenteja, de todo
lo básico, y qué pueden hacer con menos plata y qué comida le benefician ... nosotros estamos
hace diez años acá ... diciendo exactamente lo mismo y a veces aprenden y a veces no ...
(Médica pediatra, Posadas, 15 años de experiencia)
Estas prescripciones se encuadran dentro de los lineamientos propuestos por Arnaiz (...)
quien señala el progresivo aumento del proceso de medicalización del comportamiento
13
alimentario en nuestras sociedades de la actualidad. Desde este mismo paradigma algunos
médicos indican a sus pacientes “comer comida natural, sana, no muy rebuscada sino carne
dos o tres veces por semana, dos o tres huevos por semana, verduras y frutas”. Se privilegia,
como hemos analizado ya, el orden nutricional dejando de lado otros motivos que articulan la
selección y el consumo de los alimentos.
En otra clasificación ubicamos a los profesionales más abiertos a escuchar a sus pacientes
y procurar conocer sus posibilidades materiales asociados a la preparación de las comidas:
“Vemos los recursos de la familia, para saber que alimentos dar, conocer la ingesta de
los chicos a través de un recordatorio, sobre cómo sabemos que las familias preparan los
alimentos y con que alimentos cuenten, a partir de ahí lo vamos enriqueciendo y fortificando
siempre teniendo claro lo que la familia puede, donde hace las comidas, si tiene horno,
heladera, saber si va a tener una sartén, o una olla, para saber qué preparaciones
recomendar” (Nutricionista, 13 años de profesión, CABA)
Dentro de este grupo de profesionales se otorga importancia a las posibilidades materiales de
las familias, por lo que se hace importante conocer que alimentos pueden adquirir, los
electrodomésticos y utensilios de los que disponen, así como el tipo de energía con la que se
proveen para cocinar. Asimismo por parte de algunos se visualiza la importancia de prescribir
la realización de actividades físicas, pero que saben sería dificultoso llevar a la práctica debido
a la falta de instalaciones y posibilidades materiales.
A modo de cierre :
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De los lineamientos propuestos por Arnaiz observamos entonces que desde el modelo
biomédico buena parte de los motivos que articulan la selección y el consumo de los alimentos
es sustituido por otros de orden nutricional, siendo privilegiada la función biológica de los
mismos. Desde esta mirada la provisión de información nutricional por parte de los equipos de
salud a las madres es la práctica fundamental. Sin embargo sabemos que comer es mucho más
que satisfacer la necesidad biológica de hambre o “llenar el cuerpo de combustible” según
propondría una visión mecanicista del organismo humano, pues a su vez la comida enlaza
cuestiones tanto económicas como simbólicas. Como tantos autores lo han marcado ya,
constituye el lugar y el momento de encuentro e intercambio entre personas, participa en la
transmisión de saberes, en la construcción de identidades sociales, y su consumo comporta
signos de status e implica un lugar de diferenciación entre clases y grupos sociales. Pese a ello,
solo hemos detectado en algunos escasos discursos que clasificamos como secundarios lógicas
que orientan las prácticas profesionales en otras direcciones. Por ejemplo la de dar lugar a la
participación de los saberes de las madres, conocer pautas culturales como las que los
inmigrantes traen a cuestas, y ubicar antes de proporcionar consejos y prescripciones,
cuestiones vinculadas con la realidad material de las familias. Por otra parte queda descubierto
que las intervenciones se hacen sobre los individuos, pero no sobre otros colectivos. No se
visualiza entre las lógicas que orientan las intervenciones aplicaciones de mayor alcance, como
por ejemplo la de vehiculzar demandas a las agencias estatales. Si bien se critica la ineficacia
de la ayuda estatal en cuanto a la calidad y cantidad de los productos que provee, no existen
intervenciones “institucionalizadas” orientadas al respecto, como tampoco críticas a la
industria de los alimentos promotores de enfermedad.
D Notas
Licenciada en Ciencias Antropológicas. UBA. Doctoranda de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA.Docente de la materia Socioantropología, Escuela de Nutrición, UBACISPAN – Escuela de Nutrición, Universidad de Buenos [email protected]
1 de junio del 2010
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