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En la isla Macondo Carlos Yusti Leía a Gabriel García Márquez de manera desordenada. Era joven y en esa etapa el desorden forma parte crucial de la existencia. Comencé a leer sus cuentos que eran como personajes autónomos y los cuales se escaparon de otra historia más vasta y compleja, relatos e historias que prefiguraban un universo particular que le debía mucho a la oralidad y a esa riqueza imaginativa de los cronistas de indias. En ese momento no lo percibí. No obstante García Márquez estaba obsesionado con esos personajes tristes, aromatizados con la tragedia y el humor, vampirizados con una inigualable magia que reventaba todas las costuras de esa realidad común y silvestre que palpita a nuestro alrededor; una realidad alimentada con esa papilla insípida de los horarios y la rutina. Los pormenores de las circunstancia en la que escribió su primer cuento la ha explicado más o menos así: Eduardo Zalamea Borda en un suplemento cultural publicó una nota en la cual aseveraba que no existían nuevas generaciones de escritores. García Márquez arrebatado, según sus propias palabras, por un “sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación” decidió escribir un cuento para callar al bocazas del señor Borda. Mandó el cuento sin mayores expectativas. Cual no sería su sorpresa al ver publicado su cuento. Después sopesó en el lío en el que se había y no le quedó más remedio que seguir escribiendo. De esta manera comprobó algo angustiante con eso de escribir o como él lo apuntó: “…el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se práctica. La felicidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página”. Aunque a mi gusta ese pequeña historia que cuenta el día que la mamá del escritor estaba asediada por periodistas y uno le preguntó: “¿Señora a que cree que se deba el talento literario de su hijo?” y la doña sin pensarlo mucho respondió: “Yo creo que es por la emulsión de Scott”. No todos los libros publicados por García Márquez tienen la misma calidad, pero todos están cargados con esa atmosfera mágica (que los críticos han denominado “realismo mágico”) y el estilo con esas frases de una sencillez metafórica perfecta (“Desde entonces quedaron vinculados por un afecto serio, pero sin el desorden del amor”. “Este entierro es un acontecimiento - dice el coronel -. Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años.” “Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa

En La Isla Macondo

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En la isla Macondo

Carlos Yusti

Leía a Gabriel García Márquez de manera desordenada. Era joven y en esa etapa el desorden forma parte crucial de la existencia. Comencé a leer sus cuentos que eran como personajes autónomos y los cuales se escaparon de otra historia más vasta y compleja, relatos e historias que prefiguraban un universo particular que le debía mucho a la oralidad y a esa riqueza imaginativa de los cronistas de indias. En ese momento no lo percibí. No obstante García Márquez estaba obsesionado con esos personajes tristes, aromatizados con la tragedia y el humor, vampirizados con una inigualable magia que reventaba todas las costuras de esa realidad común y silvestre que palpita a nuestro alrededor; una realidad alimentada con esa papilla insípida de los horarios y la rutina.

Los pormenores de las circunstancia en la que escribió su primer cuento la ha explicado más o menos así: Eduardo Zalamea Borda en un suplemento cultural publicó una nota en la cual aseveraba que no existían nuevas generaciones de escritores. García Márquez arrebatado, según sus propias palabras, por un “sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación” decidió escribir un cuento para callar al bocazas del señor Borda. Mandó el cuento sin mayores expectativas. Cual no sería su sorpresa al ver publicado su cuento. Después sopesó en el lío en el que se había y no le quedó más remedio que seguir escribiendo. De esta manera comprobó algo angustiante con eso de escribir o como él lo apuntó: “…el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se práctica. La felicidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página”. Aunque a mi gusta ese pequeña historia que cuenta el día que la mamá del escritor estaba asediada por periodistas y uno le preguntó: “¿Señora a que cree que se deba el talento literario de su hijo?” y la doña sin pensarlo mucho respondió: “Yo creo que es por la emulsión de Scott”.

No todos los libros publicados por García Márquez tienen la misma calidad, pero todos están cargados con esa atmosfera mágica (que los críticos han denominado “realismo mágico”) y el estilo con esas frases de una sencillez metafórica perfecta (“Desde entonces quedaron vinculados por un afecto serio, pero sin el desorden del amor”. “Este entierro es un acontecimiento - dice el coronel -. Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años.” “Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito...”), de una poética exacta de relojería de humanidad y sueños construyendo un estilo que ha tenido sus imitadores de rigor.

La novela Cien años de soledad develó una realidad con agujeros ilógicos que se desliza en paralelo a la realidad cotidiana. Pero el tono para contar esa realidad era lo complicado y entonces García Márquez decidió hacerlo en el estilo de su abuela Tranquilina Iguarán, quien contaba las cuestiones más inverosímiles con una convincente frialdad facial. Con las vicisitudes que pasó él y su familia se podría escribir una novela. Que le dio todos sus ahorros a su mujer para que se encargara de la casa y los muchachos, cinco mil pesos de los de antes, para él encerrarse a escribir. Que Alvaro Mutis y su esposa estuvieron allí en los vericuetos creativos que moldeaban la saga de los Buendía en ese Macondo de espejismo, que tuvo que empeñar su viejo Opel blanco para pagar las deudas domésticas que acechaban como perros, que sus esposa hizo milagros para conseguir el papel tamaño carta para escribir que García Márquez desechaba con una facilidad increíble. Que los Mutis los visitaban y entonces traían unas bolsas con un mercado que nunca les venían mal. Que un día García Márques estuvo llorando como un niño a quien le han robado su juguete predilecto y entones sus esposa Mercedes Barcha le dijo con aflicción: “Murió el coronel Aureliano Buendía”. Y él hizo un gesto perdido y afirmativo con la cabeza. Ella lo cobijó en sus brazos con esa ternura que sólo es posible cuando algo trágico no tiene remedio.

Mitología y realidad tanto en la vida como en los libros del Nobel colombiano se confunden, como esa mitología famosa que el editor y también escritor Carlos Barral rechazó Cien años de soledad. Oliver Cohen dijo en una ocasión: “Un editor no debe ser juzgado por los buenos libros no editados, sino por los malos que publicó”. No obstante a Barral esa impronta no lo abandona ni después de muerto y aunque él trató de

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aclararlo muchas veces como un pésimo malentendido. Al parecer cuando la novela llegó a la oficina de la editorial, Barral estaba de vacaciones y en ese lapso la novela pasó a otra editorial y lo demás pertenece a la hemeroteca de la historia literaria.

Así Macondo pasó a formar parte de nuestro acervo latinoamericano. Macondo es esa isla rodeada de sueños y espejismo por todas partes. Por supuesto el “realismo mágico” fue institucionalizado (uno de los primeros escritores en escribir sobre él fue esa institución de escritor que fue Arturo Uslar Pietri) y salieron imitadores como moscas hasta que el escritor Chileno y Sergio Gómez editaron una antología de nueva literatura hispanoamericana y lo titularon “McOndo”. En el prólogo del libro puede leerse: “Sobre el título de este volumen de cuentos no valen dobles interpretaciones. Puede ser considerado una ironía irreverente al arcángel San Gabriel, como también un merecido tributo. Más bien, la idea del título tiene algo de llamado de atención a la mirada que se tiene de lo latinoamericano. No desconocemos lo exótico y variopinta de la cultura y costumbres de nuestros países, pero no es posible aceptar los esencialismos reduccionistas, y creer que aquí todo el mundo anda con sombrero y vive en árboles. Lo anterior vale para lo que se escribe hoy en el gran país McOndo, con temas y estilos variados, y muchos más cercano al concepto de aldea global o mega red”.

De la isla Macondo no hay mapas, ni es un sitio real especifico. La isla Macondo está en nosotros como una herida y como un sueño, es pura y llana ficción novelesca confundirla con la realidad es caer presa de ese apremio que impulsó al Quijote de convertir los libros en realidad. Vano intento. Lo que mejor ilustra esto fue cuando algún burócrata del gobierno se le ocurrió cambiarle el nombre al pueblo de Aracataca (donde nació el escritor) por el de Macondo. Se hizo una elección. Como es lógico ganó el no, fueron muchos los argumentos para rechazar semejante disparate, pero el alegato de los residentes que me pareció de una belleza contundente fue: “No es bueno cambiarle el nombre ya que Aracataca era la realidad y Macondo era sólo ficción literaria”. Como escritor sólo intentó devolverle a las palabras esa música mágica, esa magia que alguna manera todo lo inmortaliza y vence de algún modo esa sombra fría de la muerte o como él lo dijo en su discurso al recibir el Nobel de literatura: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”.