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1 En la nueva cabe medio litro que, según de lo que sea, puede dar para mucho. Y más en cosas cortas, como ésta. Lo malo es lo que pesa, porque, al ser de cristal, parece un pedazo de plomo transparente, aunque, eso sí, con su laguito dentro. Pero bueno, el caso es que me la llevé a la boda. Si no, ¡a ver quién aguanta una boda con el cuerpo sereno! Toda peripuesta iba yo, a pesar de lo que decía mi Asun, que te lleves el otro bolso, el pequeño, que es más elegante, que te lleves el otro... Jesús, qué chica, cuando le da por un tema es que no para. Al final, me dejó que saliera con el mío de siempre, que me hace tanto apaño, que a lo mejor no pega mucho con el vestido azul marino, pero es fuerza mayor... Claro que, entre los abrazos y apretujones de la ceremonia, más de dos y de tres se quedaron sorprendidos al tocar aquel bulto tan duro. "Jesús, Sotera, pero ¿qué llevas ahí, una bomba de mano?" Hasta al señor Otón le pegue un botellazo camuflado, cuando intentaba escaparme del abrazo de doña Teté. Porque es que la tal doña Teté, cuando te abraza te soba medio cuerpo: entre una mano que te pone en la cadera para enterarse de si llevas faja, la otra debajo del sobaco para ver si el sostén es de ballenas, y a la vez la primera, que la baja hasta el muslo para adivinar si te sujetas las medías con ligas o si son de ésas que llegan hasta la cintura, sales nueva de su saludo. Como de un masajista, vamos. Luego se lo cuenta todo a la señorita Reme, que como esta inválida, no lo puede comprobar por ella misma. Pero, claro, si me llega a tocar el fardo del bolso, con lo cotilla que es, me lo habría preguntado directamente. De modo que me escabullí de ella, y le metí sin querer un botellazo al señor Otón en las costillas, y tan fuerte fue el golpe que

En la nueva cabe medio litro que, según de lo que sea, puede · En la nueva cabe medio litro que, según de lo que sea, puede dar para mucho. Y más en cosas cortas, como ésta

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En la nueva cabe medio litro que, según de lo que sea, puede

dar para mucho. Y más en cosas cortas, como ésta. Lo malo es lo que

pesa, porque, al ser de cristal, parece un pedazo de plomo transparente,

aunque, eso sí, con su laguito dentro. Pero bueno, el caso es que me la

llevé a la boda. Si no, ¡a ver quién aguanta una boda con el cuerpo

sereno!

Toda peripuesta iba yo, a pesar de lo que decía mi Asun, que

te lleves el otro bolso, el pequeño, que es más elegante, que te lleves el

otro... Jesús, qué chica, cuando le da por un tema es que no para.

Al final, me dejó que saliera con el mío de siempre, que me

hace tanto apaño, que a lo mejor no pega mucho con el vestido azul

marino, pero es fuerza mayor...

Claro que, entre los abrazos y apretujones de la ceremonia,

más de dos y de tres se quedaron sorprendidos al tocar aquel bulto tan

duro. "Jesús, Sotera, pero ¿qué llevas ahí, una bomba de mano?"

Hasta al señor Otón le pegue un botellazo camuflado, cuando

intentaba escaparme del abrazo de doña Teté. Porque es que la tal doña

Teté, cuando te abraza te soba medio cuerpo: entre una mano que te

pone en la cadera para enterarse de si llevas faja, la otra debajo del

sobaco para ver si el sostén es de ballenas, y a la vez la primera, que la

baja hasta el muslo para adivinar si te sujetas las medías con ligas o si

son de ésas que llegan hasta la cintura, sales nueva de su saludo. Como

de un masajista, vamos.

Luego se lo cuenta todo a la señorita Reme, que como esta

inválida, no lo puede comprobar por ella misma. Pero, claro, si me llega

a tocar el fardo del bolso, con lo cotilla que es, me lo habría preguntado

directamente. De modo que me escabullí de ella, y le metí sin querer un

botellazo al señor Otón en las costillas, y tan fuerte fue el golpe que

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pegó un grito de dolor y se le cayó la copa hacia adelante, encima del

vestido de la señorita Mercedes, que no pudo disimular el disgusto.

Yo me disculpé como pude, y claro está, tuve que ir a echarme

un trago.

-¿No bebe usted nada, Sotera?

-No, señora, gracias, pero una no...

-Mujer, pero por un día.... ¿Y fumar? ;Tampoco fuma usted?

-De vez en cuando, pero ahora no me apetece mucho.

Sólo de ver el humo de los cigarrillos me entraban náuseas.

Aquella misma mañana me había fumado uno sin ganas, pero ¡como

Cayetano se ponía tan pesado insistiendo...! ¡Qué hombre, Dios! No

paró hasta que me lo colocó en la boca. Si hasta el cigarro parecía que se

alegraba de perderle de vista, y venirse conmigo, aunque fuera a la

hoguera, con su cabecita amarilla un poco torcida, que daba hasta

lástima acercarle la cerilla.

"¡Que no, hombre, que tengo yo quehacer en casa de doña

Enedina antes de irme a la boda!" Ah, pero él se empeñó y me lo

encendió, y el papel al quemarse me hizo un guiño: “No importa,

guapa, prefiero la muerte a seguir con este hombre un rato más...”

-¡Sotera! ¡Que está usted en las nubes!

-¡Huy, disculpe!

-Que si quiere una cerveza... ¿Tampoco...?

El retrete del hotel, como pasa en algunos sitios elegantes a

los que yo he ido, olía muy mal y debía de estar bastante sucio. Digo

que debía, porque para que no se notara, no tenían más que una

lamparita mortecina, con la que no se veía nada. Pero así y todo, se

adivinaba por el olor, qué asco. No quise entrar en ninguno de los dos

servicios, y me quedé allí, enfrente del espejo en el que nadie podía

mirarse porque no alcanzaba la luz, empujando la puerta con el pie,

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para que no me sorprendiera ninguna invitada con necesidades

urgentes.

Lo malo de esto es que como no puedes calcular el tiempo,

nunca sabes cómo dosificarlo. Dejé poco más de la mitad, por si acaso,

pero nada más salir, me cogió una señorita que yo no conocía.

-Si quiere usted, la acerco yo a casa...

-No, señorita, no faltaba más...

-Si no me importa, de verdad. No me desvío apenas...

-Pero es que no quisiera...

-No es ninguna molestia. Al contrario. En cuanto esté usted

preparada, nos vamos...

-Ah, pero... ¿ya?

O sea, que ya que se iba esta señorita, habían aprovechado

para echarme de una manera fina... Se me subió la cólera a la cara como

una llamarada de color rojo, que se me debió de notar desde fuera,

porque la propia señorita dio un paso atrás.

-Claro, que si no pensaba usted irse ya...

Yo, acordándome de que en aquel momento ya no era dueña

de mí misma -si es que lo soy alguna vez-, hice un esfuerzo y me

contuve. En ello estaba cuando pidieron silencio, y el novio se subió a

la tarima de la mesa principal, porque quería echarnos un discurso.

Entonces me arrepentí de no haberme ido ya, y creo que la

señorita rubia sintió lo mismo, porque ¡cuidado que es bueno el señor

Otón, pero cuando se pone a hablar no hay quien le pare...!

En fin, el caso es que se puso, y todos empezamos a fingir

que le oíamos, mientras procurábamos pensar en nuestras cosas. Pero

de todos modos, como tiene esa manera de sermonear y ese vozarrón

que de repente pega un grito o, peor aún, te hace una pregunta que se

queda en el aire extendiéndose en ondas sonoras como cuando tiras una

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piedra al agua, y cada onda la repite y se te pone el corazón en un puño,

porque no sabes si contestarle o no. Y es que te da no sé qué verle allí,

preguntando a gritos, pero tampoco te vas a lanzar a hacer el ridículo,

porque, por otra parte, ¿qué le vas a contestar?

Bueno, pues eso, que es imposible concentrarse en otras cosas

cuando él habla.

-¿Sabéis qué regalo me ha traído la primavera, cuando

desesperaba ya de primavera y vida, cuando los párpados me pesaban

bajo la carga de un dolor inextinguible...?

Y sin dejar de preguntarnos cosas por el estilo, cogió de la

mano a su novia, que subió a la tarima con los ojos bajos, muerta de

vergüenza, y nos la presentó como si no la conociéramos.

-Esta flor –dijo. -Esta flor.

Y es que no hay otro igual para decir cumplidos bonitos. Por

eso se habría casado con él la señorita esta, tan jovencita como es, y tan

guapa, que le miraba sin levantar la cara, sonriendo azorada, mientras

los invitados aplaudían.

-Pues usted verá, Sotera, si quiere que la acerque...-me

susurró una voz al lado.

-Sí, pero el señor Otón no ha terminado todavía...

-¿Cómo que no?

-Como que no.

¡Como si no le conociera yo!

-Pero no es esta flor sola la que hoy ha traído la luz a mi

corazón -dijo, o algo muy parecido. -Existe otra más antigua, no diremos

marchita, porque hay flores que nunca se marchitan, sino que con la

muerte ganan frescura. Ahora...-siguió tan emocionado que parecía que

le costaba trabajo contener el llanto.-Ahora está aquí también con

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nosotros, en esta misma tarima, enfrente de todos vosotros, sus amigos,

y os encomienda que cuidéis a esta joven flor igual que a ella...

La novia nueva temblaba de pies a cabeza, no sé yo si de

emoción también.

-No te estremezcas, adorada mía -dijo el señor Otón,

besándola en la frente. -No te estremezcas porque ella te aprueba y te

bendice, ella que sabe que tu serás la madre de sus hijos...

Aquí no fue sólo la novia la que pegó un respingo, sino todos

nosotros. Hasta la señorita rubia que suspiraba con impaciencia,

contuvo el aliento.

-...De los hijos que ella no pudo, pobre, darme...-continuó el

señor Otón.

Y menos mal que hizo un alto para tragar saliva, de

conmovido que estaba el hombre, y así pudimos todos ponernos al

corriente: o sea, no es que tuviera hijos de su primera mujer recluidos

en un hospicio, o escondidos en cualquier parte, no: es que pensaba

tenerlos con la segunda.

¡Pues vaya manera de anunciárnoslo! La pobre chica se había

puesto roja hasta las orejas, y no sabía dónde colocar los ojos, ni las

manos...

-Así que, sabedlo todos, amigos nuestros -siguió el señor

Otón-, sabed que no somos dos los que nos hemos comprometido frente

al altar, que no somos dos los que ahora estamos de pie en esta tarima,

sino tres: Adelaida, Avelina, y yo mismo -terminó con voz quebrada.

Verdaderamente nos había dejado a todos de piedra, y a la

novia la recorrió un escalofrío como un rayo, que luego no podía parar

de temblar la chica. Y es que tiene unas cosas el señor Otón, que por

mucho que le conozcas, te choca.

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Bueno, pues se debió de quedar encantado del efecto que nos

había hecho el discurso, por la sonrisa de satisfacción que se le puso.

-Y ahora vamos a lo prosaico, amigos, a partir la tarta. Ven,

amada mía...

Y le cogió la mano a la novia nueva que tiritaba de frío, o de

miedo, o de emoción, quién sabe, y se la colocó con mucha parsimonia

en el mango del cuchillo. También puso él la suya encima, y cuando la

punta reluciente iba a abrir una brecha en la nata, el señor no lo pudo

resistir, que es que no pudo el hombre, vamos, y explicó:

-No son dos manos, no, las que sostienen el mango de este

cuchillo. También está la suya, la de Adelaida, aquí posada,

delicadamente.

Y entonces la novia nueva dio una vuelta sobre sí misma, y se

cayó al suelo sin sentido. Todos nos lanzamos hacia ella para ayudarla,

recogerla, consolarla, y lo que hubiera que hacer, pero el señor 0tón se

nos adelantó:

-Ha sido la emoción que la ha vencido -dijo, y poniéndole

una mano bajo el cuello y la otra bajo las rodillas, intentó levantarla.

Pero a pesar de que la señorita era una pluma, no estaba el

hombre ya para esos trotes, y lo único que consiguió después de mucho

esfuerzo, fue darle una vuelta sobre el suelo, como si estuviera

rebozando una croqueta.

-¿Qué le habrá pasado?-decían los invitados a mi alrededor.

-¡Ay, este Otón, que picarón!

Me quedé pensando qué querría decir aquello. No podían

llamarle picarón por sacar a colación a su primera mujer. No, tenía que

ser otra cosa. Tardé bastante en descubrirlo: a lo mejor pensaban que la

señorita estaba embarazada y por eso se había desmayado. Pero…

¿embarazada del señor Otón?

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Porque de otro no podía ser. Pero... ¿del señor Otón...?

El caso es que entre unas y otras cosas, cuando la novia se

rehizo, que tardó su buen rato, yo ya tenía necesidades nuevas.

-Espéreme un minuto. Es visto y no visto, señorita...

-Pero, ¿no puede aguantarse usted hasta casa?

Si no es cuestión de aguantar. Por aguantar, aguantaría, claro,

pero la cosa está en que mientras me quede un poco, no puedo parar

hasta terminarlo. Es algo parecido a lo de no dejarse comida en el plato,

que te acostumbran a ello, y ya te dura la costumbre para siempre.

Conque me fui, y la señorita rubia se quedó nerviosísima,

paseando de un lado a otro del vestíbulo, y dando vueltas a las llaves

del coche.

¡Madre, qué tufo en e1 baño! Se ve que habían pasado por

allí todas las señoronas invitadas. Hice lo que tenía que hacer con

muchísimo asco, porque el olor a orines se volvía aún más repugnante

al endulzarse en mi nariz y en mi garganta, y mientras tanto me

preguntaba por qué lo hacía, por qué pasaba aquel mal trago allí en la

oscuridad que apestaba.

Pues no lo sé. ¡Si lo supiera...!

Y el caso es que al acabar, se queda una más tranquila, como

si se hubiera confesado, o como..., como... ¡qué sé yo!

Bueno, pues por fin la señorita rubia y yo salimos a la calle, y

el viento frío nos dio una bofetada, pero era ya viento de primavera,

que diría el señor Otón, y traía un temblor raro como si fuera una tela

de cristal, y detrás de él temblaban también las casas y los árboles, y la

torre de oficinas de enfrente con sus ventanas azules y cuadradas, que

es que Madrid es bonito hasta en lo feo, y a mí de pensar en estas cosas

me iban entrando unas ganas de llorar, que tuve que limpiarme los ojos

con disimulo al entrar en el coche.

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Pero no pude contenerme -sería por el aire, digo yo, que se te

entraba hasta la garganta y te levantaba las lágrimas, y te dejaba limpia

por dentro-.

La señorita se volvió extrañada.

-Se ha emocionado usted, ¿verdad?

-Es por el señor Otón- farfullé. ¿Qué explicación le iba a dar

si no? -¡Es tan bueno...!

-Ah, pero lo seguirá siendo -dijo la señorita sonriendo.- Lo

será más aún, porque hay que ver: se ha casado con un ángel de criatura.

¿No le parece a usted?

-No la conozco...

-No, ni yo tampoco. Pero se le nota... Tan jovencita, ¿verdad?

Y esperó a que dijera yo algo. Pues ya iba lista.

-Claro que a veces las jovencitas no son buenas... continuó. Y

añadió, con la mayor caradura: -En eso tiene usted razón...

-¿Yo? Yo no he dicho nada, señora...A mí me parece buena

persona...

-Y eso de desmayarse así, qué raro, ¿verdad?

-Estaría emocionada...

-Si, pero tan emocionada, tan emocionada... Claro que con lo

bien que habla él, y con las cosas que dice, no me extraña...Y ¿sabe

usted dónde la conoció?

-No, no sé nada, señorita...

-En el trabajo, probablemente- se contestó ella misma. -Y

¿llevaban mucho tiempo juntos?

-Pues tampoco puedo decirle. Como era el señor Otón el que

iba a verla, y yo no sé dónde va el señor cuando sale...

-¡Mujer, pero esas cosas se notan...!- exclamó ella con cierto

aire de reproche. -Uno se viste de forma diferente, está más contento,

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cambia las costumbres... ¡qué sé yo! De todos modos, ¿ella no iba a la

casa?

-No, señorita, no.

-¿Y vivía con sus padres?

-No sé qué le diga...

Se lo dijo ella sola.

-No: vivía aparte seguramente, como todas las chicas de hoy,

y por eso él...

Y así, ella tirando de mí, y yo sin dejarme, llegamos a la

esquina de mi casa, y allí nos encontramos el camión de los bomberos,

dos ambulancias, y varios coches de la policía.

-Pero, ¿qué ha pasado?

-Un incendio en el treinta y dos.

-¿En el treinta y dos?- pregunté, y no me salían las palabras

del cuerpo.

-Circulen, por favor...

-¡Que es mi casa, señor guardia...!

La señorita se fue a aparcar, y yo me lancé como una tromba

hasta el portal. Allí me pararon los bomberos, pero también me dijeron

que no había pasado nada, nada, aparte de los destrozos del fuego. A la

señora del cuarto hubo que sacarla por la ventana, porque era allí donde

empezó el incendio, y estaba muy asustada, pero los demás vecinos

habían salido por su propio pie.

-¿Y dónde está doña Enedina?

Doña Enedina estaba sentada en la camilla de la ambulancia,

con su camisón de organdí asomando por debajo de un grueso abrigo

de hombre, tiritando de pies a cabeza, y tiesa como un palo.

-¡Túmbese usted, señora!

-¡Que no quiero!

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Hasta que no me vio, no se ablandó, y entonces se echó a

llorar como una niña.

-¡Ay, Sotera, ay, Sotera, qué susto tan grandísimo!

-¡Ay, señorita Enedina, vaya por Dios, vaya por Dios!

Y así nos quedamos abrazadas, que parecía un pajarito

abrigado en mi pecho, hasta que vino el camillero a separarnos.

-Venga, échese, señora, que nos vamos, y usted, si quiere

venirse, entre en el coche...

-Pero ¿adónde se la llevan?

-A hacerle una revisión. Cosa de nada... ¿Se viene usted?

¿Cómo no me iba a ir, con aquella mujer así? Pero el caso es

que tenía que reponer el combustible, y eso era lo más importante de

todo, lo vital, vamos.

-¿Me esperan un momento que entre a coger una cosa...?

-¡Pero señora, en la casa no se puede entrar...!

-¡Ah, no se puede...!

Y así salimos doña Enedina y yo hacia el hospital, ella

llorando cada vez con más fuerza, y yo acordándome de que había

gastado casi todo en la boda, sin demasiadas ganas, y de cómo me

consolaría entonces saber que lo llevaba conmigo, que no estaba sola...

II

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II

A los dos días estábamos como antes del incendio, aunque

todavía olía muchísimo a quemado, y doña Enedina seguía en el

hospital porque le habían descubierto una variz que no era una variz, y

todos nos temíamos lo peor: que entró como una rosa, o casi, y que iba a

salir con los pies por delante, como pasa tantas veces. Pero de momento

bastante tenía yo con arreglarlo todo, que menudo estaba, que hay que

ver lo que mancha el humo: me ponía a limpiar por la mañana, y a los

diez minutos ya tenía las manos negras, y todavía no había fregado más

que un cachito de la barandilla, que brillaba como oro entre los restos

del incendio.

Y así, poco a poco, tuve que ir sacando a relucir la escalera, el

portal y la casa entera, conque terminaba rendida por la noche, y caía en

la cama como un saco de piedras.

A veces me preguntaba como habría formado aquel jaleo la

pobre doña Enedina, que tanto cuidado tenía siempre con todo, que

hasta mojaba en la pila las cerillas usadas, y las toqueteaba para

asegurarse de que estaban apagadas, antes de tirarlas a la basura. Pero

cada vez que me venía aquella pregunta a la cabeza, yo misma me la

quitaba, y venga a frotar puertas y cristales, y picaportes y mirillas.

Nunca estuvo la casa tan limpia, por lo menos, en el tiempo que yo pasé

allí.

Como no tenía la excusa de doña Enedina, tuve que cambiar

de proveedor. O sea: en el supermercado de Antonio cogía las cosas

decentes, y para lo otro me recorría el barrio entero: un día aquí, otro

allá, y con muchísimo cuidado, porque yo sé lo que hablan los tenderos,

que se conocen al dedillo hasta lo que desayunas cada día, y si duermes

sola o no, por lo que compras.

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A pesar de mis cuidados, Antonio empezó a lanzarme

indirectas:

-¿Qué, Sote? ¿Ya no te llevas la medicina?

-No...

-¿Y qué tal sigue la señora?

-Va tirando.

-La echarás de menos, ¿eh?- me preguntó con esa sonrisa de

conejo, que siempre parece que tiene segundas intenciones.

-Pues sí, mucho. Aunque por otra parte, menos trabajo.

-Menos trabajo, y menos de lo demás también.

-No te creas -le contestaba yo también con segundas. –

Tampoco lo demás era para tanto... Que se bebiera una copita de uvas a

peras...

-Pero a ti te sacaba de más de un apuro -terminaba, riéndose

ya abiertamente.

-¡Anda, anda!- decía yo, disimulando la rabia que tenía.

Y así todos los días.

Por eso empecé a pasearme por entre las estanterías, y donde

veía por ejemplo un frasco de café, o una botella de buen vino, todo

cosas caras, zas, empujoncito que le metía, y eso sí, luego salía

disparada a la otra punta de la tienda, no fueran a encontrarme allí

cuando vinieran con las quejas y los aspavientos.

Claro, esto no lo podía hacer más que muy de tarde en tarde y

con la tienda llena de gente, para que no me echaran a mí las culpas,

pero la verdad es que le cogí tanto gusto al asunto, que me costaba

trabajo contenerme. No sólo por la manía que le había tomado a

Antonio, sino porque era verdad que doña Enedina tardaba en volver, y

no sabía ya como aprovisionarme. Hasta la Puerta del Sol tenía que

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irme para comprar allí, que como hay tantas tiendas de ésas grandes y

con tantísimas cajeras, pensaba que no me reconocerían.

Pero al fin y al cabo las cajeras, aunque trabajen en

supermercados de postín, son personas, y como no me llevaba más que

eso, porque lo demás lo compraba donde Antonio, al final hasta ellas se

hacían gestos de burla cuando me veían llegar tan cargada.

Y no eran sólo ellas las que me veían, sino también el

vecindario mío, me figuro yo, que aunque una no quiera imaginárselo

siquiera, se notan los ojos que la siguen a una, y cómo esos ojos se fijan

en la carga que una lleva...

Hasta mi propia hija Asun, cuando le tocaba venir, o sea, una

vez por semana, que si no, no aparece así me muera, algo debía de

sospechar, porque si al dar las siete no se había ido, yo ya no podía más

y la tenía que dejar a ratos, cuando me entraba la necesidad, y ella, en

vez de preguntarme a qué iba, se quedaba callada, pero no se marchaba,

y yo maldiciéndola por dentro, y ella quieta como un pasmarote, con esa

terquería que tiene que me saca de quicio. ¡Y a ver que iba a hacer allí

tan tarde y sin nada que decir, más que espiarme!

Pero bueno, voy a dejarme de suposiciones, y a lo cierto. Y lo

cierto es que los días que me tocaba asistir a doña Enedina, los lunes,

miércoles y viernes, empecé a subir a casa del señor Otón, porque la

señorita Avelina no se encontraba bien... ¿Sería del señor Otón, o de

otro? De1 señor Otón, tan católico él, no me pegaba, pero... ¿y de otro...?

A lo mejor por eso se había casado con él la lagartona, que es

un alma de Dios el señor Otón, y estaría en las nubes todavía...

El caso es que qué mujer tan chuchurrida. En la boda parecía

otra cosa, porque todas las novias son guapas, pero una vez sin velo y

sin vestido, y con la cara lavada, se te quedaba en nada la chica. Y luego,

que desde que se casó estaba enferma o lo que estuviera, y no movía un

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dedo. Pero, eso sí, qué exigente. Distinguía a un kilómetro una motita

de polvo, y las camisas tenían que quedar de cartón.

Así que, claro, me pasaba allí la tarde entera, y, como puede

imaginarse, tenía que llevarme provisiones.

-Pero ¿qué trae usted en esa bolsa, Sotera?

-La ropa para cambiarme, señorita.

-¿Y no puede cambiarse usted abajo?

-No señorita. ;Cómo quiere que suba con estas pintas?- le

decía, dándome tirones de la bata. -¿Y si me encuentro a alguien?

No parecía muy convencida, porque ésa era la bata que me

ponía para limpiar la escalera, pero a ver qué iba a hacer.

-No fumará usted, ¿verdad, Sotera? -me preguntó una tarde.

-¿Yo? Claro que no. ¿Por qué?

-Como no hace usted más que entrar al cuarto donde deja la

bolsa...

-¿Y cree que entro a fumar, señora? ¡Pues anda que no

huele...!

-¿Y entonces...? -empezó, pero no se atrevió a seguir

preguntándome, y yo hice como si no la hubiera oído.

Claro que también esto huele, y no poco. No lo digo ya por el

aliento, que siempre llevo caramelos, y si se me olvidan alguna vez, no

abro la boca ni para respirar, no: lo digo por la bebida en sí. Como tenía

que irme tan lejos a buscar el vino, lo compraba en cartones, que pesan

menos, y luego, para llevármelo de un lado a otro, lo pasaba a una

botella que pudiera taparse. Pero como doña Avelina era tan especial

con la hora, a poco que me distrajera se me hacía tarde para subir, así

que más de una vez y más de dos, me lo llevé en el mismo cartón, y me

echaba las tijeras al bolsillo para abrirlo allí arriba, en una de esas

excursiones a mi bolsa que tanto intrigaban a la señorita.

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Y una de esas veces, cuando acababa de dar el corte mágico, y

después de echar un trago largo, dejé el cartón como solía, o sea, de pie

en la bolsa y rodeado de mi ropa de calle y mis zapatos, a modo de

muralla, para que no se cayera, justo entonces va y me llama la doña

Avelina esta de las narices, pero me llama desde la mismísima puerta

del cuarto, que se había acercado sin hacer ruido para sorprenderme, y

yo me aturullé tanto que tropecé con la bolsa, y sentí como el cartón se

volcaba dentro de ella, y... ¿qué podía hacer? No iba a abrirla allí,

delante de sus narices, para colocar el cartón de pie otra vez, así que salí

del cuarto, confiando en que mi ropa -mi jersey de angorina blanco, tan

bonito, que me regaló Fuensanta, mi falda negra, que tanto servicio me

hace-, parasen el primer golpe de la inundación, y que no se saliera, por

Dios, a la moqueta.

Pero se salió. ¡Como olía cuando volví a entrar, en cuanto

pude escaparme! La moqueta, la bolsa, la falda, las medias, el jersey de

angorina... Y eso que los zapatos habían servido de recipientes, y

contenían buena parte.

Los vacié por la ventana del patio -"¡aguas menores!", me

dieron ganas de gritar-, y saqué la bolsa al descansillo. Luego me puse a

fregar la moqueta. Afortunadamente la señorita se había metido en el

cuarto de baño, y debía de encontrarse mal porque no se asomó a fisgar

a qué venía aquel barullo, y para cuando salió, lo único que quedaba

era una enorme mancha húmeda en el suelo, y un olor pestilente por el

aire.

-¡Madre mía! ¿A qué huele?

-¿Oler?- pregunté con aire inocente. -A nada. ¡Como no sea la

sopa...!

-¿Qué va a ser la sopa? Calle usted, por Dios... Huele a..., a...

vino agrio, o algo por el estilo...

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-Será que he limpiado la moqueta con vinagre, porque tenía

una mancha...

-Que no, mujer, que le digo que no...

Pero no pudo volverlo a decir porque verdaderamente

parecía que aquel olor la ponía enferma, y tuvo que ir a sentarse,

mareada.

Entonces yo aproveché. No me gusta sacar fruto de desgracias

ajenas, por pesados y quisquillosos que sean los que las sufren, pero es

que era mi única forma de salvarme.

-¿No será que está usted embarazada, y por eso todo le huele

mal?

Ella me lanzó una mirada desesperada desde la silla donde se

había dejado caer.

-Calle, calle, Sotera, por lo que más quiera...

-¡Anda! ¡Pues cosa más natural en una recién casada...!

-Calle, calle, por Dios. Eso no puede ser... -me dijo, tan fuera

de sí, tan agobiada, que me dio lástima, y me callé.

Claro, que luego me quedé pensando lo rarísimo que era

aquello. Porque, si se había casado embarazada, ella ya lo sabía, y se

habría formado sus planes. Si el niño, Dios me perdone por pensar mal

de un hombre tan santo, era del señor Otón, no había ningún problema.

Si no lo era, una de dos: o ella se lo había confesado y él había accedido

a casarse por bondad, o por amor, o por lo que fuera, o no le había

contado nada, confiando en que su marido lo creyera hijo suyo.

Para esto último, claro está, tenía que llevar muy poco tiempo

en estado, y hacer alguna trampa con las fechas, pero con todo eso ya

contaba ella, y si se había arriesgado a casarse, era porque sabía que al

final le iba a salir todo bien. Así que lo mejor que podía hacer en

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cualquier caso, era darle la noticia al señor Otón lo antes posible y no

andarse escondiendo.

Y es que además, ¡menuda alegría se iba a llevar él...! Yo creo

que aunque no estuviera muy seguro de que era suyo, se iba a alegrar

igual. ¡Ahí es nada, el señor Otón, con un niño a su disposición para

soltarle todos aquellos discursos suyos que nadie quería oír!

¡Pues no iba a disfrutar ni nada...!

Como doña Enedina no volvía, tuve que ir yo a verla. Allí me

la tenían a la pobre, tan tiquismiquis como era que hasta el algodón le

daba alergia, con un camisón de ésos ásperos como la lija atado al

cuello, y, claro, toda llena de granitos.

-No se preocupe usted, señora, que ahora se lo digo yo a la

enfermera...

Pero por lo visto la enfermera sabía de aquello mucho más

que doña Enedina y que yo, y me dijo que es que había que hacerle

pruebas.

-¿Más todavía?

-¡Si no han hecho más que empezar!

-Pero si dijeron que estaba bien...

Sí, pero tenían que ver de qué venía aquella alergia, si era de

tipo nervioso, si tenía la culpa la alimentación del centro, que le sentaba

mal, o a ver qué...

-Yo creo que si se volviera a casa, y se pusiera sus camisones...

Pero no iba a volver. Por lo visto, había aparecido una

sobrina suya -yo, ni noticias tenía de que existiera una sobrina-, y

estaba muy preocupada porque su tía viviera sola, así que había

decidido...

-...Que se vaya a vivir con ella...

No, eso no. A una residencia, cuando se recuperara, claro.

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No era tan sencillo, me explicó, al ver mi gesto de disgusto.

La sobrina tenía hijos, y no se atrevía a llevar a su tía a la casa, después

de lo del incendio. ¡Que era muchísima responsabilidad!

-¡Pero si doña Enedina le teme más al fuego que al diablo! Yo

no sé lo que pudo pasar aquel día, pero desde luego me choca que fuera

ella la culpable. ¡Si mojaba mil veces las cerillas usadas antes de

echarlas a la basura...!

Y por lo visto allí seguía haciendo lo mismo. Había pedido

una caja de cerillas, y al final no habían tenido más remedio que

dársela, con la enfermera al lado, claro está, para que se callara de una

vez, que no dejaba parar en paz ni al personal ni a las otras enfermas

del cuarto, y entonces la abrió, y las fue echando una por una al vaso de

la naranjada.

Estaba obsesionada con las cerillas, con apagarlas todas para

siempre. Se ve que tenía remordimientos por lo del incendio.

-Pero ¿por qué iba a tener remordimientos? Además, siempre

ha hecho lo mismo- dije yo.

Pero yo no era nadie allí, y doña Enedina, tampoco, por

muchas órdenes que diera, de esa manera suya, que más bien parecía

que estuviera suplicando.

-Por Dios, Sotera, cuando suba a limpiar, páseme el paño con

cuidado por el Sagrado Corazón, que ya sabe que tiene una mano rota...

-Sí señorita, sí...

-Y dígale a Juan que me siga guardando el periódico de los

domingos, que ya le pagaré cuando vuelva... Dígaselo, por favor, que si

se interrumpe la colección...

-Sí señora, no se preocupe...

-Y a Marisina, que no me he olvidado de ella, que es que

estoy aquí enferma, pero que en cuanto me reponga iré a hablar con

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doña Gertrudis, a ver si sacamos algo en limpio... Ah, y ya que va a ver a

Marisina, si es usted tan amable de llevarle las medias color humo, que

me coja un punto que se ha soltado en el talón de la derecha......

-Pero señorita, si Marisina se murió antes de entrar yo en la

casa...

-Ah, pero ella sí se acuerda de mí -dijo, sin ninguna

coherencia.

Y luego volvió a la realidad.

-¿Qué tal sus chicas?

-¿Las mías? Como siempre...

-La pequeña se ha casado ya, ¿verdad?

-Sí señora, sí...

-¿Y tiene buena casa?

Ahora era yo la que me perdía por las nubes de la

imaginación.

-Muy buena, sí señorita. Un poco lejos, pero muy bonita. Con

piscina y todo...

-¿Y calefacción?

-Y calefacción, sí señorita.

-Qué suerte, porque con el frío que pasamos nosotras,

¿verdad, Sotera? Aunque de todas maneras, como en casa no se está en

ningún sitio... ¡Tengo unas ganas de volver...!

Y me clavaba los ojillos azules, con tanta ansiedad que se le

saltaban las lágrimas, y a la vez me apretaba la mano con las suyas, tan

delgaditas, para retenerme.

Total, que me fui hecha un asco, pensando en que la pobre

señora no volvería ya, y me prometí ir a visitarla por lo menos una vez a

la semana. Me lo prometí, pero ya sabía yo que no lo cumpliría. ¡Si

había que echar merienda para llegar hasta allí! Eso si, a cambio me

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propuse pensar y pensar y pensar hasta que descubriera quién le había

pegado fuego a la casa, porque yo, lo de doña Enedina, no me lo creía ni

por el forro.

Y si lo descubría, quién sabe cuánto podría ayudarla. A lo

mejor la sobrina se la llevaba a su casa. O mejor aún: la dejaba volver

con nosotros. Yo cuidaría de ella bien a gusto. ¡Menudo ángel es doña

Enedina!

Así es que, aprovechando que ya había terminado con la

limpieza de la escalera, y que me quedaba mucho tiempo libre, me

planté delante de los buzones a hacer mis conjeturas con los nombres

de todos los vecinos, a ver cuáles estaban en casa y cuáles no aquel

sábado de la boda. Claro que como la que no estuvo fui yo, era un poco

difícil, pero de todas formas hice el recuento: el señor Otón, en la boda,

claro, que como era la suya no se iba a escapar.

A Remigio me lo crucé por la mañana cuando le subía la

compra precisamente a doña Enedina, que se iba a trabajar el hombre, y

un taxista ya se sabe que no puede dejar el coche, así que no va a volver

a medía mañana a pegarle fuego a la casa. Digo eso porque por falta de

ganas no sería, que nos mira a todos atravesado.

Luego, Aurora. Ésa es más rara que los ratones colorados, y sí

que estaba el sábado por la mañana, que la vi luego en el barullo del

incendio, venga a llorar. Pero claro, eso no dice nada a su favor, que a lo

mejor lloraba de remordimiento.

Doña Obdulia estaba con su hijo en la sierra, y además, qué

va a hacer la mujer, con lo mayor que es. Bueno, como casi todos aquí,

por cierto.

Y don Cosme, otro tanto. A ese le cogió en el café, que no se

enteró del asunto hasta que volvió al anochecer... Como se pasa el día

ahí... Claro que también podía haber sido un truco: a lo mejor prendió

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fuego, y después se fue tan tranquilo como siempre, y hasta la vuelta,

que ya estaría todo solucionado...

Pero no le hago yo a don Cosme, no. Aunque no tengo que

pensar sólo en que fuera con intención; también pudo ser sin querer, y

en eso este hombre lleva todas las de ganar, porque tiene un despiste...

Bueno, pues terminando ya: don Jacinto y doña Berta. Éstos,

ni sé dónde estaban ni lo que hacían, pero por como se pusieron al

enterarse, no me parece a mí que...

Y luego queda Sonsoles, que también se las trae de descarada

y de holgazana y de todo, pero a ésa, hasta que no le caiga una quiniela,

no le aprovecha nada quedarse sin trabajo. Otra cosa sería si por fin le

tocara y se viera rica, entonces sí, entonces nos quemaba a todos vivos,

pero así... Claro que también es muy descuidada, y una vez se dejó la

bayeta en e1 horno de doña Berta, con lo que es esa señora, y poco faltó

para que ocurriera una desgracia. Pero el sábado no era su día, así que

no pudo tener ningún descuido. A no ser que lo hubiera hecho aposta...

Pero, bueno, ¡qué barbaridades! ¡Ahí iba a estar Sonsoles un

sábado, ni siquiera por el gusto de quemar la casa!

Lo que podía hacer era una lista con todos los nombres y lo

que pensaba yo de cada uno, para compararlos luego, y ver si sacaba

algo en limpio. Y ya me iba a buscar un papel y un lápiz, cuando me

llamó la atención una sombra blanca en mi propio buzón. Pero no era

una factura, ni propaganda, sino una carta de verdad, con su letra a

mano, azul y desigual, que la veía yo por la rejilla con toda claridad. No

tenía las llaves allí, así es que me quedé de pie, mirando entre las

barras, como si estuviera en la cárcel, y aquella carta que no alcanzaba

trajera la orden de mi libertad, y me recorrió la espalda un escalofrío

que no quería yo, que no quería...

Porque ¿de quién iba a ser aquella carta más que de él?

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Era como la otra, la de hacía siete años, la que encontré en la

cómoda, escondida entre los papeles de Hacienda, un día que él

tardaba, que se había ido de viaje, y llevaba tres horas de retraso, y

estaba yo buscando no sé qué, y me saltó el sobre a la vista: "Abrir só1o

en caso de mi muerte."

Y aunque no era ése el caso, como estaba intranquila, yo no sé

qué me dio, y fui y lo abrí al vapor para luego cerrarlo, y me encontré

aquella infamia: "Sotera, si se cae el avión y me mato, no te enfades

conmigo cuando descubras que te he mentido, y que en vez de a Ciudad

Real y en tren, me he ido en avión a las Islas Canarias, y, lo peor de

todo, con otra mujer. Yo te quiero a ti con toda mi alma, y me habría

gustado hacer contigo este viaje, pero ella me engañó, y me he visto

obligado a venirme con ella, porque me amenaza con contártelo todo si

no... Bueno, todo esto ahora ya no te importará tanto, porque me habré

muerto, y cuando leas mi carta, estaré pagando ya mis culpas...”

Pero no estaba muerto, y las culpas las empezó a pagar

cuando llegué yo al aeropuerto y los vi que salían abrazados y tan

campantes, con las maletas en la mano, y un aire de felicidad que...

Bueno, ¿y para qué pensar en estas cosas?

De pronto se me había subido toda la congoja a los ojos, y me

eché a llorar allí mismo, a golpes, como una niña, durante mucho rato,

que anda, que si llega a pasar alguien y me ve, hasta que pude por fin ir

por las llaves con la cara llena de lágrimas y suspirando todavía, y

cuando volví, no atinaba con el manojo, hay que ver lo que me costó dar

con la llavecita, que como no me escribe nadie, nunca abro el buzón, y

menos con tanta urgencia y con tanta ansiedad como aquel día, que los

dedos se me enredaban en el aire y no podía ni tocar el sobre, como si

fuera de aire él mismo, hasta que lo agarré de un manotazo para que no

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se me escapara, y le di la vuelta para ver el remite, como si no lo supiera

ya de sobra, y...

Y no, no lo sabía. Aunque leí su nombre una o dos veces, lo

cierto es que era otro nombre el que ponía, el de Miguel López, y yo

venga a leer Andrés González, y venga a llorar a Andrés González, y

hasta a beber Andrés González, y a vivir, ya para siempre, sin Andrés

González...

Me dio tanta, tantísima rabia, tanta pesadumbre, que dejé

otra vez dentro la carta de mi hermano sin abrirla, y me volví a la

portería con el manojo, y lo tiré contra la nevera, que se rayó de arriba

abajo. Bueno, otro día, si me volvía el humor, ya le daría algo para

quitar la marca, porque entonces sólo pensar que existía un trasto que

era la nevera, que había que limpiar y cuidar y llenar de alimentos, y

para eso salir a la calle sin llorar, con la cabeza alta y vestida de gris,

color del día, Dios mío, que tristeza, si era para morirse aquello, para

meterse en la cama y no salir...

Y eso hice, pero no sola, claro, hasta que se me fue

endulzando la amargura, y empecé a pensar tonterías.

Tonterías que descansaran la cabeza, por ejemplo, en los

paños puestos a secar que ondeaban sobre el ventanuco como banderas

a media asta: uno con sus tres rayas rojas, otro con una sóla azul, otro de

gris y blanco como si anunciara un alivio de luto. Al pie de ellos,

rindiéndoles honores, la cama como un barco a la deriva. Jerónimo

decía que era una barca la cama, que todo dependía del timonel y el

viento, y yo me despertaba de pequeña agarrada a los hierros de la

cabecera, y muerta de miedo entre las olas gigantes y las ballenas.

Ahora ya que nos hemos hundido del todo, va la barca

saliendo a flote poco a poco, conmigo a las espaldas, como la noria

cuando arranca, que le cuesta tanto...

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Y es que si no piensas en estas cosas, estando como estás,

¿qué vas a hacer? Peor es seguir por ejemplo el dibujo de festón de la

colcha, que va bordeándola hasta que se termina en el fleco descolorido,

y ahí te quedas tú, colgando como el fleco sobre las pelusillas de la

alfombra...

En aquel momento se puso a sonar el teléfono, que debía de

ser Cayetano, que no me dejaba tranquila... ¡Pues si! ¡Menudas ganas

tenía yo de hablar!

Los timbrazos me llevaron otra vez hacia atrás, hacia el

despertador de metal plateado que había en la mesilla de nuestro

cuarto, cuando Amalia y yo éramos unas crías. Mi madre nos hacía

barrer todos los días, qué manía, Dios mío. Nos levantaba al amanecer,

dos horas antes que mis compañeras de escuela, y hala, con las manos

rígidas de frío, nos agarrábamos a la escoba como a un mástil, o como a

una bandera, con cuidado de que no entrara la basura a nuestra casa, y

mi hermana y yo, dale que dale, zis, zas, zis, zas, escobazo para aquí,

escobazo para allá, con tanto movimiento y con nuestras falditas

escocesas raídas y tan cortas que debíamos de desatar la lujuria de todo

el que pasara por la calle -la calle de Leon, para más señas-.

Pero luego, eso sí, los domingos a casa después de la misa,

que el buen paño en el arca se vende, y nosotras teníamos que cuidar

del arca, de la casa, quiero decir. Así es que nos pasábamos las tardes

encaramadas en una sillita, agarradas a las rejas del bajo, que daban a la

acera, mirándoles las piernas a la gente. Como no teníamos dinero para

comprar chicle, si alguien de los que pasaba tiraba alguno, masticado y

viejo, cerca de la ventana, lo arrancábamos del suelo, entre los pies de la

gente, y algunos pisotones. "¡Huy! ¿Qué es eso, por Dios?" “Es una

mano.” “¡Una mano! ¿De quién?" "De una niña" "¡Huy, qué espanto!

¡Parecía una sabandija!"

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Así aprendimos a despreciar a las señoritingas que se

asustaban de todo, y a aprovechar los chicles aplastados y negruzcos,

con su sabor a saliva salada, sus huellas de pisadas y su arenilla, que se

nos incrustaba entre los dientes. Pero nosotras éramos "buen paño".

Claro que luego mi hermana se marchó con aquel marinero, y

yo, que me quedé, me moría de envidia. "Amalia es una puta, ¿verdad,

madre?" "Sí, hija, sí." “Pero yo no, ¿verdad?" "No lo sé todavía, hija

mía..."

Con el tiempo lo supo, porque fueron pasando los años y yo

no tenía novio. Si un chico me cogía de la mano, le mandaba a paseo

con cajas destempladas. Solo por sonreírme les dejaba de hablar. Mi

confesor estaba entusiasmado, y cada vez que me arrodillaba ante el

altar, hasta las vírgenes se morían de envidia. Porque yo sí que no

conocía el pecado.

Pero no sé a qué darle vueltas a las cosas. Así, tirando del hilo

de los novios que había perdido por estrecha, llegué hasta Andrés otra

vez, y otra vez me entró la mala uva, conque, por desahogarme, me fui

dando tumbos hasta la tienda de Antonio, que, no tendría la culpa el

hombre, pero me fui. Era media tarde y estaba casi vacía, así que se

debió de notar mucho cuando la bolsa de lentejas se despanzurró contra

el suelo con un golpe tremendo, y allí que se quedó con la tripa abierta,

y de la herida le manaba no la sangre de puré marroncito que hubiera

sido lo suyo, sino las propias lentejas -de ésas francesas, chiquititas-,

que se quedaban quietas, sin saber adónde ir, como arañitas asustadas.

Vino a solucionarlo el mismo Antonio con el escobón y

bastantes malos modos.

-¿Qué pasa, Sotera? ¿Te diviertes?

-¿Yo? ¡Válgame Dios, qué valor!

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Pero no pude seguir, porque se me enredaban las palabras

con la lengua. Levanté la barbilla llena de dignidad, y volví a casa –otra

vez la vida, que daba vueltas sobre ella misma, desesperada, aburrida-,

y allí me encontré con que el teléfono seguía sonando.

¡Otra vez Cayetano, quién iba a ser si no! ¡Qué peste! No

llegué ni a meter la llave en la cerradura, sino que me marché. Todo

Madrid era mío, desde el atardecer preñado de farolas -y aquella

mañana había visto ya los primeros cerezos florecidos-, hasta la

madrugada, si quería. Pero ¿qué puede hacer una mujer sola, que se

pasea a punto de llorar?

Pues el ridículo. Menos mal que al final se me pasó el ataque

de melancolía, y volví a la vida real cuando ya estaban bajando las

persianas de "La Boutique del vino y del licor", a las ocho en punto,

justo en el último momento.

IV

Cada vez que veía el sobre en el buzón, me venía la historia

de Andrés a la cabeza, así que deje que fuera pasando el tiempo y

cubriéndolo de propaganda, hasta que llegó un momento en que se me

olvidó del todo que allí detrás estaba esperándome la carta de mi

hermano. Si es que no se había cansado ya y se había ido.

Para no hacerme mala sangre, decidí ocupar la cabeza en otra

cosa: por ejemplo, en averiguar lo del incendio. Como si fuera un

detective de película, seguí uno por uno los pasos que dieron aquel día

todos los vecinos y algún que otro visitante. Resultaba hasta

entretenido, cuando se le cogía el gusto.

Yo por mí, le habría echado las culpas a doña Avelina, la

señora del señor Otón, porque era una mujer tan rara que se hacía

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sospechosa. Pero como no se trataba de mí sola, sino de doña Enedina

que me esperaba en el hospital, tenía que basarme en la verdad, y la

verdad era que no pudo ser ella porque estaba casándose.

La segunda de la lista, también por rara, iba la Aurora, que

aunque parece que no ha roto un plato en su vida, no puede fiarse una

de las mosquitas muertas, que a la larga dan muy mal resultado. Y

además, que ésta es más retorcida...

Bueno, pues estaba dándole vueltas a lo que habría hecho la

chica el día del incendio, cuando apareció su madre, que vaya una

casualidad, sofocadísima y sin aliento, a última hora ya de la mañana,

cuando iba yo a cerrar.

-¿Sabe usted lo que pasa con mi hija? Porque llevo tres días

llamándola, y nada...

-Ah, pues no sé si la he visto hoy... Ayer sí, cuando llegó a

mediodía- contesté yo, que no tenía ganas de perder ni un minuto de mi

tiempo libre.

-¿Y luego, ya no la vio usted?

-Como cierro a esta hora...- dije con intención. -Pero de todas

maneras, la oigo cuando se va por la mañana, y esta mañana sí que la he

oído a eso de las seis y media...

Y es que era a esas horas cuando salía, que si esto es la

liberación de la mujer, que baje Dios y lo vea, porque hasta las que

hemos nacido pobres buscamos el apoyo de un marido, que si luego lo

perdemos, ya es mala suerte, pero mira que madrugar así por gusto una

chica como ella, que podía vivir tan ricamente con sus padres hasta que

se casara, en vez de echarse a la calle con este frío y de noche cerrada

todavía...

-¿Seguro que la ha oído esta mañana?

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-¡Y tan seguro!

-Pues ¿por qué no cogerá el teléfono?

-Igual se lo han cortado...

-Sí, pero entonces, ¿por qué no me llama?

¡Qué mujer tan pesada!

-Pues no lo sé, señora- dije abriendo una sonrisa de oreja a

oreja, que más que una sonrisa parecía que me la iba a tragar viva.

Pero no se amedrentó, porque estaba demasiado preocupada.

A veces pienso que para algunas madres sí que son verdad las mentiras

que solemos contar las madres de nuestros desvelos, y que por eso, por

ser ellas así, se va manteniendo la leyenda. Por ejemplo, aquella señora

sí que estaba preocupada de veras.

-¿Le podría usted decir..?

-Sí, yo se lo digo, descuide- contesté con impaciencia, a la vez

que echaba los cerrojos de la parte de abajo de la puerta.

-¡Pero si no sabe lo que es!

-Sí, señora, ¿cómo no voy a saberlo? Yo también soy madre...-

repliqué, hinchando las narices, que es lo que a mí me parece el gesto

maternal por excelencia.

Fue mano de santo.

-¡Ah!- exclamó absolutamente tranquilizada. -Pues nada,

muchísimas gracias.

Y me dejó por fin que cerrara de una vez.

A mí se me ocurrieron un montón de cosas de las que yo le

soltaría a aquella pavisosa, pero me conformé con darle el recado:

-Aurora, que ha estado aquí tu madre muy nerviosa porque

no sabe nada de ti. Que la llames.

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Bueno, pues se encogió como una liebre que oye disparos en

el campo abierto, y no sabe de dónde vienen ni hacia dónde echar a

correr. Como si le fueran a dar por todas partes, vamos.

-¿Está... bien? -balbució por fin.

-¿Cómo que si está bien?

-Que si esta bien mi madre- insistió, preocupadísima.

-¿De aspecto? Como la última vez que yo la vi-contesté,

completamente despistada. -Puede que algo más gorda...

-No me refiero a eso, sino a… ¿Estaba muy preocupada?

-Pero ¿no te estoy diciendo que sí?

-Pero... ¿mucho?

-¡Pues claro, mujer, si no hablas con ella...! Venga, llámala

ahora mismo- la animé.

¡Santo cielo, la madre y la hija, cortadas por el mismo patrón!

Dos horas, o diez minutos por lo menos, para no exagerar, se me quedó

ahí petrificada, que parecía una columna más del portal, y yo esperando

para irme a mis cosas, que menuda temporadita de angustia llevaba...

-Muchacha, como no te vayas, te voy a pasar el paño del

polvo por encima...

No me entendió, pero se fue, menos mal.

Claro que entonces, justo cuando acababa de cerrar, y había

echado mano ya a la botella, llamó doña Berta.

-Que si me da tiempo a dejarle la basura...

¡Vamos, como si fuera yo una sucursal del vertedero!

-No señora, ya no...

-Anda, y entonces, ¿qué hago yo con ella?

-Pues lo mismo que yo, señora. Quédesela hasta mañana...

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Se notó, a pesar de la puerta por medio, que mi descaro la

había dejado sin habla, y aproveché para seguir, muerta de risa.

-Es que ahora estoy rezando el rosario, señora, que servidora

tiene la costumbre...-me disculpé, echándome de veras una avemaría al

coleto.

Se quedó de piedra porque era cosa sabida, y muy mal vista

entre los vecinos, que yo no pisaba la iglesia y aborrecía de los curas

como del mismísimo demonio. Pero me importaba un bledo. Y es que a

veces el vino te da valor antes de probarlo, aunque no hayas hecho más

que abrir la botella.

-¿Me ha oído, señora?

-Sí, sí -balbució insegura.

-Conque no puedo interrumpirlo -terminé. Y era verdad que

no podía. -Además, me están llamando por teléfono en este mismo

momento -mentí con alegría, como se dicen esas mentiras que uno sabe

que el otro no se las va a creer.

Y es que desde el otro lado de la puerta, se oía perfectamente

el timbre de mi teléfono, y en aquellos instantes estaba más mudo que...

Bueno, pues fui yo la que me quedé con un palmo de narices,

porque el condenado se puso a sonar, como si la casualidad jugara a

burlarse de mí.

La casualidad o Cayetano, que parece que tiene un sexto

sentido el hombre para aparecer en el momento más inoportuno. Di

cuatro o cinco manotazos al aire, tal que si estuviera atizándole a él en

persona, para espantar aquellos timbrazos que amenazaban la portería

chirriando como pájaros de mal agüero, pero lo único que conseguí fue

ponerme perdida de vino de arriba a abajo, porque las llamadas

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siguieron destrozando el vacío confortable que me había formado

alrededor.

Diez lo menos iban, cuando por fin colgaron, y me empezó la

zozobra. ¿Quién sería?

-Me subo, Sotera, que veo que esta usted ocupada... -dijo

desde fuera doña Berta que, pasados los primeros mementos, había

vuelto a hacerse dueña de la situación.

Y es que no hay como fingir que es uno el que dirige un

asunto, para terminar dirigiéndolo de verdad. Así que me quedé mitad

rabiosa, y mitad, con la inquietud de si por casualidad no hubiera sido

Cayetano el de la llamadita.

¡Qué tontería! ¡Claro que sí! Y si no era él, se habrían

asomado al aparato desde la pobre Asun, que me saca los nervios de

quicio, hasta el chulo de mi hija la pequeña. Mientras que si no me

ponía, seguramente sería Andrés, y aunque no me enterase, lo sabía...

-¡Sí, Andrés, seguro!- me burlé, enfadada conmigo.

Por cierto que, volviendo a Cayetano, fui y lo apunté en la

lista de sospechosos, justo debajo de Sonsoles, por si las moscas,

moscas, porque no se me iba de la cabeza doña Enedina, que estaría en

aquel momento más calentita que yo en el hospital, pero tan triste. Y es

que el hombre no paraba de rondar de un lado a otro de la calle, y

entraba en el portal con la menor excusa. Asun decía que estaba loco

por mí, pero yo no me fío de esos amores repentinos, ni falta que me

hacen por otra parte, oye.

Y no es que resultara mal Cayetano, tenía buena pinta, y el

día que le conocías te caía hasta simpático. Era a la hora de despedirte

de él cuando te dabas cuenta de que algo fallaba. Y ese algo era que no

te dejaba ir. Empezabas tú una de esas frases que se dicen siempre con

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un poco de vergüenza cuando no conoces bien al otro, "Se me hace

tarde", o algo así, y él, nada, que no la cogía.

Al contrario: se agarraba a la farola sin despegar los labios,

sin decirte siquiera un "Mujer, espérate un poco", o "Vamos a tomar

algo". No, en vez de hablar, pasaba a la acción directamente, o sea, que

se quedaba allí fijo, plantado como un árbol en medio de la calle, con la

rabia que tengo yo a los postes, mientras iba creciendo la luna en los

tejados y el corazón me pedía un trago a voces... ¡Pero el hombre allí

firme, que no había quien lo despegara del suelo, como si lo hubieran

clavado los del Ayuntamiento!

Naturalmente, de vez en cuando yo tenía que pasar adentro, y

entonces sí que se ponía en movimiento el condenado, y me seguía

hasta la puerta de mi cuarto, que era donde escondía el género, cuando

venía él de visita, porque no se iba a atrever a entrar hasta allí.

Y entrar, no entraba, pero de pronto le daba por hablar, o por

hacerme preguntas sólo por cumplir y tener una excusa para quedarse a

la puerta.

Y menos mal que en realidad le daba igual lo que le

contestara, porque ¿qué iba a decirle yo, Señor, con el trajín que me

traía? Entre que me arrodillaba para sacar la botella de debajo de la

cama, le quitaba el corcho procurando no hacer ruido, y me servía,

ahogando el retozar del chorrito en el cristal con un golpe de tos o

varios estornudos, y todo ello sin dejar de espiar los movimientos de su

sombra en el espejo, no daba abasto más que para gruñir de vez en

cuando a modo de contestación.

Claro que habría sido más cómodo beber a morro de la

botella, pero también mucho más peligroso, porque si se asomaba, me

pillaba in fraganti, mientras que con el vaso... siempre podía decir que

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era coca cola o cualquier porquería por el estilo, pasando por encima de

mi dignidad.

Que, ahora que lo pienso, hay que ver cuantos desaires sufrió

por él. Muchos más que por mi Andrés con todo lo que le quería.

Pero es que a él no le tenía miedo, y podía hacerle frente

cuando era necesario, mientras que a este bobalicón del Cayetano

llegué a temerle más que a un nublado.

Y el caso es que desde el primer momento me di cuenta de

que había algo que no funcionaba, pero... ¡era tan buena persona!

Luego, según le fui conociendo más, me formé yo solita una

opinión de él y de todos los pesados como él, que si supiera ponerla por

escrito con sus puntos y sus comas, me salía un libro de muchísimas

páginas. Y es que me di cuenta de que lo mismo que los toros llevan

cuernos para defenderse, a los pesados la naturaleza les ha dado el ser

buenas personas, y con esa bondad arrasan con todo.

Porque ¿cómo vas a tratar de malos modos a un hombre que

te hace un arreglo, que te trae un recado, que está a tu lado en los malos

momentos, y te sonríe sin apartarse ni un milímetro, aunque no diga ni

mu?

Pues de ninguna manera, aunque se quede sonriéndote desde

las ocho de la tarde, cuando ibas a cerrar la portería, pero no la cierras

para que no se meta dentro, hasta las diez y pico, que ya tienes la boca

acartonada de tanto estirarla para corresponder, y te suenan las tripas

como truenos. Pero ¿qué le vas a decir? Pues nada: que si quiere tomar

algo. Y sí que quiere, aunque no sea más que por seguir allí, y te

asegura que nunca en su vida había probado una cerveza tan rica. Y

además, para demostrártelo, se pone a largar, porque este Cayetano pasa

de los silencios más incómodos a no parar. Y te cuenta su vida, al

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principio, no entera, sino sólo la parte que tenga relación con la cerveza,

lo que le quepa buenamente en aquel rato, sin prisas, insistiendo en los

detalles, porque ya ha adivinado que te ha vencido y que podrá volver

cuando le venga en gana para continuar.

V

Era un mediodía de primavera y estábamos en el Pico del

Pañuelo, así que debía de hacer muchos años, muchísimos, de esto.

Llevábamos los vestidos nuevos, y también estrenábamos

bragas, de ésas que nos hacía la abuela de ganchillo. Yo pensaba en la

China porque me habían dicho que quedaba a la izquierda, lo que no

sabía era quién era aquella China misteriosa. De pronto se levantó una

polvareda de tierra, y algún murciélago que revoloteaba, y el cielo azul

de Madrid se puso rojo como los caminos, se hizo todo camino, y por él

llegaba una procesión, como las de Semana Santa.

Pero no era santa, no, que en ella venía el demonio.

Yo salí a la puerta, y corrí la cortina, y al ver a aquellas gentes

enlutadas que se acercaban, empecé a burlarme para espantar el miedo.

"¡Ven aquí, Satanás!", les gritaba. Pero Satanás se había quedado

rezagado por el horizonte de piedra. Y sin embargo nos había mandado

un regalo: un ataúd de caoba con el cierre mal ajustado, que se iba

abriendo a cada tropezón de los acompañantes.

Y tropezaban mucho, como si fueran por un camino de

cabras. Mi hermana y yo, y alguna prima que había con nosotras,

salimos presumiendo de valientes, y rodeamos la caja, bailando

alrededor. Hasta levantamos la tapa con la punta de los dedos, mientras

mi madre nos reñía con pereza desde dentro de la casa, sin asomarse

siquiera, y mi prima se atrevió a meter un palo largo por la rendija, y

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hurgaba y hurgaba con cara de asco, mientras los demás nos retorcíamos

de risa. A nadie, a nadie le importaba el muerto.

Me desperté antes de que mi prima destapara la caja, y me

dio miedo encontrarme tan sola frente al ventanuco apagado de la

escalera, allí en aquella portería húmeda y honda y oscura y fría como el

vientre de un barco, abandonada. ¿Para eso me había casado, para eso

había parido dos hijas? Me eché a llorar contra la almohada, hasta que

me quedé otra vez dormida y volví a soñar el mismo sueño. Y entonces

me di cuenta de que el único que no aparecía en él era mi hermano,

Miguel, y me entró una congoja tan grande que me olvidé de mí y lloré

por él con toda mi alma. "Miguel ya no volverá al Pico del Pañuelo",

repetía, como si yo misma fuera a volver alguna vez.

Y es que a mí nunca me ha sentado bien la siesta.

Cuando me levanté, a las ocho de la tarde ya, y con lo lóbrega

que está la portería, no se veían más que sombras, así que casi me

atraganto del susto cuando el teléfono empezó a sonar al lado de mi

oreja.

-Pero... ¡alma de Dios! ¿Me llamas a estas horas?

-¡Pero si son las ocho de la tarde!

-¿Y qué crees que hace tu madre a las ocho?- gruñí de mal

humor.

Se me había volcado la botella y me agaché a cogerla, pero ya

era tarde. El vino se escapaba por la alfombra como una procesión de

penitentes con los ojos brillando por detrás de las velas. ¿Habría

cucarachas? Me levanté con un esfuerzo, suspirando.

-Pero ¿qué estás haciendo, mamá?

-Recoger las basuras. ¿Qué quieres que haga a estas horas?

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-No, si digo ahora mismo, mientras hablas conmigo, que te

oigo que estás muy sofocada...

-Pues eso, ahora mismo, recoger las basuras.

-¡Pero mamá...! ¡Si tienes el teléfono en tu cuarto!

-¿Y qué? ¿Es que no puedo tener también aquí las basuras?

¿O me vas a decir tú a mí dónde tengo que guardar mis cosas? ¡Pues

vaya con doña Sabihonda!

Y colgué, fuera de mis casillas. Pero ¿qué se habían creído?

¿Qué me iban a controlar a mí?

Además, vale que una sea comprensiva y atenta con los

demás, con los que casi no conoce, pero con los que quiere y tiene

confianza no se va una a andar con tonterías, y esta hija mía es un

pegote, vamos, que no te la despegas, quiero decir, que es igual que la

hermana de su padre, siempre detrás del novio, pues lo mismo ella, y si

eso hace conmigo, no me extraña que espante a los hombres, venga a

coserles a preguntas cuando lo que quiere un marido es libertad de

acción, un tiempo suyo para pasearse o para no hacer nada, para mirar

las musarañas...

Exactamente lo mismo que una mujer.

Mi Fuensanta, y me está mal decirlo, es más lista, aunque sea más

joven, y cuando llega el caso, tira para delante sin encomendarse ni a

Dios ni al diablo. ¿Qué se fue con Esteban? Pues se fue, y así se

hundiera el mundo. No andaba por ahí poniéndome conferencias desde

cada pueblo, como haría ésta si llegara a casarse algún día, qué

empalago.

Sí, porque ésta es de las que se casan. Amarrado y bien amarrado

querrá al hombre que tenga. La otra sin embargo es más libre, más

como yo, aunque yo en su día me dejara llevar al altar. Y digo esto

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hablando contra mí, que poco que me hubiera gustado que mi chica

hubiera hecho carrera y estuviera casada como mandan los cánones,

pero ella no dará su brazo a torcer nunca, y en el fondo, pues mira, estoy

hasta orgullosa, más, si me apuras, que de la otra.

Bueno, pues no había acabado de hacer estas comparaciones

cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez pise la botella y me clavé un

cristal en el talón. ¿No le dicen el talón de Aquiles? Pues ése era el talón

de Sotera. Se me juntó la sangre con el vino, y cuando probé aquella

mezcla, mojando el dedo en ella, comprendí a los vampiros.

Hijo mío habría sido el que hubiera bebido mi sangre, y no

esta gazmoña alimentada con leche, que se cuelga del teléfono como de

la ubre de una vaca. Y lo mejor de todo es que pretende que su vaca sea

yo.

Claro que no lo cogí. ¡Como para oír historias estaba!

|Bastante tenía con sobrevivir, y no pudrirme de asco, allí solita, que

nadie se acordaba de mí más que para molestarme...!

Pues ni eso me dejó la condenada. Enganchó el dedo al

teléfono, y para ella no había, por lo visto, ni horas ni respeto. Me fui,

entonces sí, a sacar las basuras, y a la vuelta seguía sonando. ¡A ver si

iba a ser Cayetano! Cerré el portal y di, por despejarme un poco, la

vuelta a la manzana, y todavía se oían los timbrazos cuando volví.

Sí, sí que era él, seguro.

Pero ¡qué cruz, Virgen Santísima! ¿Qué pasa, que una no se

va a poder quitar a los pesados de encima en toda la vida? ¡Pues anda

que estamos apañados!

Estaba buscando las llaves, y maldiciéndolas a la vez por

escabullírseme, cuando llegó Aurora al portal, y empezó también a

hurgar en el bolsillo para sacar las suyas. Entre que atinábamos o no, le

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pregunté si había hablado ya con su madre, no por curiosidad, sino por

pura educación. Y yo no sé qué es lo que le pasa a esta chica, que se

puso más roja que una flor, y se ve que la lengua le tropezaba con las

palabras, y no podía sacarlas fuera.

-Pero vamos a ver, ¿la has llamado ya o no?

-Sí... Lo que pasa es que no estaba, pero...

-Bueno, bueno, pues nada... Buenas noches, hija, que

descanses –la corté, en cuanto pudimos abrir. Y también ella se subió

más aliviada.

Pero a mi teléfono no le daban respiro, y el desgraciado se

puso a sonar otra vez cuando entré. Hasta las telarañas temblaban

aturdidas como velos de novia. En jirones de polvo, de novia de

murciélago recién casado, tal que el señor Otón. "Venga, venid, a ver

qué es lo que pasa", les dije yo a las sombras, que hay que ver las

tonterías que piensa una a veces, y volví a tropezar con los cristales de

la botella rota.

Como teléfono llama a teléfono, en cuanto el mío hizo un

descanso, lo descolgué y me puse a marcar yo el de Teresa.

-¿Dígame?- contestó con esa voz lenta y segura, que me ataca

a los nervios. Y "dígame", en vez de "diga”, que a punto estuve de

obedecerla y contestarle "meeee". Pero conseguí contenerme, mientras

lo repetía, cada vez más nerviosa: “¿Dígame?", "Dígame", “¡Dígame!”

Colgué un rato, y volví a llamar cuando calculé que se habría

vuelto a dormir.

-¿Dígame? ¡Pero dígame!

-¡Uuuuuuuhhhhh! -dije.

Y colgué confiando en que no me hubiera reconocido.

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Pero, claro, una cosa es lo que una cree, porque quiere

creerlo, por la noche, y otra lo que le dice la razón a la mañana

siguiente.

Así que al otro día decidí moderarme. No sé si de resultas de

eso, o porque sí, pero el caso es que me animé y me fui a comprar un

contestador, que hacía tiempo que tenía ganas.

La dosis la bajé media copita sólo, que no se me asustara el

cuerpo, pero como hasta ahí, cada día la había ido subiendo un tanto,

mucho no se notó. De todas formas, por algo hay que empezar, y bien

está empezar por dónde sea.

Y por otro lado, al contestador no sabía por dónde echarle

mano, así que iba ya a ponerme a estropearlo, cuando se presentó mi

hija, la Asun, de visita.

Por una parte casi me vino bien, porque me lo colocó ella

pero, eso sí, tardó horas: un cable de aquí a allí, el otro de allí a allá, y el

otro... nada, conque vuelta a empezar.

Consiguió ponerlo en marcha cuando ya anochecía.

-¿Viene a buscarte el novio?

-¿Qué novio, mamá?

-¡No me digas que no tienes novio!

Y ella se removía, la criatura, presintiendo el peligro, como

un renacuajo adolescente, con su inseguridad y sus dolencias.

-¿Qué pasa, que no te quiere nadie? -le pregunté con saña. –

Pues a mí, sí. A mí no paran de llamarme por teléfono, fíjate, una y otra

vez...

Se pegó contra la pared de tal modo que, si llega a ser un

poco menos dura, se incrusta en ella.

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-Y ¿quién es?

-Y ¿quién es? Y ¿quién es? -me burlé. -Pues alguien que no

tiene otra cosa que hacer, y que puede contar con un teléfono a todas

horas. ¡Hasta de madrugada, no deja de sonar! ¿No sabrás tú quién es,

por casualidad? -le pregunté acercándole la cara, hasta que me sintiera

el aliento.

-Yo..., yo desde luego, no te he llamado nunca de

madrugada...- me contestó espantada.

-¡Hombre, ya lo sé! ¡Pues hasta ahí podríamos llegar! Pero a lo

mejor es alguien que tú conoces mucho...

-Yo no conozco a nadie que... -dijo la boba.

-A tu padre me refiero. ¿Es él el que me llama?- le pregunté, y

a la vez tenía ganas de llorar, porque dentro de mí sabía que no era él.

-Creo que no- me dijo, más tranquila. Al ver que no la

consideraba culpable, se había recuperado del susto, y se estaba

mordiendo las uñas mondas, muy preocupada de repente por

enterrarlas en las yemas de los dedos. Se mordisqueaba las uñas a mil

kilómetros de mí, porque sabía todo lo que su padre sentía, y se

alegraba.

Pero no la dejé que disfrutara mucho rato. Me acerqué a ella

y la agarré del jersey, hasta que noté que volvía a temblar. No es que no

la quisiera, es que no la podía soportar. Ya desde pequeñita me sacaba

de quicio. "No me mires con ese descaro", le decía, "que a una madre

hay que respetarla", y ella entonces clavaba la vista en el suelo al

hablarme, cosa que yo no puedo resistir. "Hay que mirar a la gente de

frente", la reñía. "Esos ojos bajos son de cobarde, de traidor.” Y ella

volvía a alzarlos y se quedaba así, con una expresión fija en un punto

lejano, sin querer ofender, como un pájaro bobo.

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Toda la vida la he llevado pegada a mis talones, como un

perro que quiere caer en gracia, toda la vida pendiente de mis gestos,

que si yo sonreía, ella hacía lo mismo, y si yo estaba seria, ella también.

No la podía ver. Pero ella a mí tampoco, desde luego, que a mí no me la

daba.

-No te asustes- dije para asustarla, volviendo a rozar mi cara

con la suya. -Es que me gusta tener todas las piezas del naufragio.

-¿Qué naufragio, mamá?

-No importa demasiado, señora mía- contesté. Y hasta intenté

hacerle una reverencia, pero al adelantar la pierna di un traspiés, y tuve

que agarrarme a la nevera. -Yo fui un soldado que nadó en mil aguas, a

lo mejor estanques, así que pude haber naufragado en cualquiera.

-Pero ¿de qué hablas, mamá?- preguntó, agarrándome por los

hombros.

-¿Estaba hablando yo? Quiero decir si estaba hablando yo en

voz alta... -pregunté, porque ya no se me ocurrían más tonterías que

decir.

-Pero ¿es que no te has dado cuenta?

-¿Cómo no voy a darme cuenta? -me burlé. -Mira: ¿ves? ¡La

manejo yo! -y chasqueé la lengua. -Todavía soy dueña de mí misma,

aunque a muchos les gustaría que no...

-¿A quiénes, mamá?

-Asun, Asun, vamos a dejarlo. Entonces aún no tienes

novio...- le pregunté esta vez amablemente, para darle un aire de

normalidad a la cosa.

-No- me contestó muy preocupada, no sé yo si por lo mío o

por lo suyo.

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-Fíjate: se está descosiendo el dobladillo de la mesa camilla.

De las faldas, quiero decir...

-¿Quieres que te lo cosa? -preguntó, contentísima de poder

hacer algo de mi agrado.

La verdad es que era una oferta golosa, con lo que cuesta,

pero daba la casualidad de que, con las prisas, había escondido allí la

botella.

Y además no podía soportaría ni un minuto más.

-No- contesté con una de mis miradas heladoras que

petrifican hasta a las mismas piedras. -Porque si una persona normal

tarda dos horas, con lo que eres tú, pongamos cuatro. O seis incluso. Y

yo tengo muchísimo quehacer y no puedo atenderte. Así que no,

muchas gracias. Sólo lo decía por charlar de algo, por comentar las cosas

de todos los días. Como tú no abres la boca...

Bueno, pues puso una cara de muchísima pena, como si se

sintiera acongojada por no tener conversación, y estuviera haciendo un

esfuerzo grandísimo para hablar de lo que fuera, pero no debió de

ocurrírsele nada, porque se quedó en silencio y quieta y pálida, y sin

saber dónde dejar los ojos. O sea, que no dijo ni pío, pero tampoco se

iba. Se conoce que se había propuesto hablarme de cualquier cosa antes

de marcharse, para que no pensara que era tonta.

Pero ¡qué cruz, Dios mío, tengo yo con la gente! ¿Por qué no

se irían todos de una vez a hacer lo que tuvieran que hacer, y si no

tenían nada, entonces a dormir lo que les falta, como intento hacer yo,

sin molestar a nadie?

¡Menos mal que al final se arrancó!

-Yo creo que no estás bien, mamá- me dijo la avispada de ella.

Y hasta lo acompañó con un gesto de pesar.

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Pero ¡qué hipócrita! Si tanto me quería, ¿por qué servía de

tapadera a su padre? Esto pensé, pero cerré los labios para que no se me

escapara, porque si no, se quedaría disculpándose toda la noche, y mis

nervios ya no aguantaban más.

-Voy a llamar a papá y me quedo aquí contigo -amenazó,

acercándose al teléfono. Yo me levanté como un basilisco.

-¡Ni se te ocurra! -dije. -No me hacéis ninguna falta ni tu

padre ni tú. Ya me habéis demostrado lo que os importaba a los dos –se

me escapó.

¡Vaya por Dios! ¡Qué torpe había sido! ¡Ahora, tres horas más

de conversación lacrimógena! Aunque, claro, por otra parte, a ver qué le

tenía que haber dicho para que no se quedara.

Como me suponía se echó a llorar, y yo... Yo, que sólo

pensaba en la botella, y en que no podía cogerla por su culpa, casi me

eché a llorar también de rabia.

Menos mal que se me ocurrió aprovechar las lágrimas.

-Perdóname, hija mía- farfullé, luchando entre mis apetitos y

mi honor, y matando a este pobre. -Estoy nerviosa y no sé lo que me

digo. Tu eres mi único sostén, mi única alegría. Tú y tu hermana, pero

ella... ¡está tan lejos! Vete tranquila, hija, con la seguridad de que eres lo

que más quiere tu madre en este mundo...

Y así, con la excusa del abrazo, hice que se levantara de la

silla, y a empujoncitos cariñosos, conseguí que avanzara dos ladrillos

hacia la puerta. Era parecido a cuando intentaba echar al pesado de

Cayetano, pero con ésta resultaba más sencillo, porque, al tener

confianza para toquetearla, podía dirigirla con más facilidad.

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Claro que, por otra parte, donde hay confianza da asco, y

habíamos llegado ya hasta el aparador -cuatro ladrillos lo menos-

cuando se volvió -siete ladrillos- hacia atrás, a buscar el tabaco.

-¡Ah, que se te olvidaba!

Pero no era eso, no, sino que iba a encender un cigarro. Un

cigarro, unos diez minutos, calculé. ¡No pensaría fumárselo allí entero!

El corazón se me encogió de angustia ante una sospecha tan horrorosa,

pero tuve la presencia de ánimo suficiente como para disimularlo.

-Pero mamá, ¿qué haces ahí de pie?

Pues lo que hacía yo era aguantar el tipo, y no retroceder. Si

había llegado hasta allí -a tres ladrillos de la puerta- con el enemigo -o

sea, con ella,- esperaría al enemigo allí mismo, el tiempo que hiciera

falta.

(Que, por favor, que no fueran los diez minutos enteros).

¡Huy, pero sí que iba ésta a desperdiciar un cachito de

cigarro! ¡Quia! ¡Hasta la colilla se fumaría, con tal de amortizarlo!

Tan nerviosa me puso que rompí a cantar desde mi posición

enfrente de la puerta:

-¡Aquí te espero, comiendo un huevo, patatas fritas, y un

caramelo!

Y cerré los ojos y por un momento me pareció que estaba

todavía jugando a "tula" en la Plaza del Alamillo, con su olor a pan.

Pero Asun me volvió a la realidad con su tacto de siempre.

-¡Mamá! Pero ¿qué haces?

-Te esperaba... ¿No te ibas?

-No, todavía no. Me estoy fumando un cigarro.

-Bueno, pues para cuando lo termines...

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-¡Pero si es muy pronto aún, tonta...! -protestó, y se acercó -

seguro que sin preocuparse de la columnita de ceniza que colgaba- y

otra vez terminamos abrazadas, sólo que ahora, por mucho que la

empujara, no iba a conseguir nada más que pareciera que estábamos

marcándonos un chotis agarrado...

¡Qué tragedia, Dios mío!

VI

El contestador me lo inauguró la señorita Enedina, con su voz

lastimera.

-¿Sotera? ¡Sotera...! -susurraba, y luego hacía una pausa, -

Óigame, Sotera: la llamo desde el hospital, que me dan el alta, y mi

sobrina me va a llevar a una residencia, porque dice que no estoy para

vivir sola, y yo creo que es que se figura que tuve algo que ver en el

incendio, y lo que yo querría ahora...

“Pib, pib, pib..." se puso a hacer el maldito cacharro.

-Sotera, no se si me oye usted, porque no entiendo estos

chismes. ¿Me oye usted? Sotera, ¿me oye...? ¡Válgame Dios! ¡Yo sí que

no oigo nada! A ver, Sotera... ¿Se ha cortado? ¡Pero si no ha sonado

ninguna señal...!

"Pib, pib, pib, pib...”

En vez de llamarla, al oír el medio recado que dejó, me eché a

llorar. ¡Qué injusticia, Dios mío! Estaba segurísima de que no había

sido ella, pero ¿cómo podría demostrarlo? ¡Anda, que si le llego a echar

mano al culpable...!

El segundo recado era de la señora del primero:

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-¡Sotera!- Y luego, hablando en voz más baja: -¡Hay que ver

qué barbaridad, contestador y todo! ¡No le falta de nada! -Y otra vez en

el tono normal:- Soy doña Berta Antúnez de Solís, del primero derecha,

-¡como si yo no lo supiera!- y tengo que hablar en seguida con usted.

El tercero, otra voz angustiada:

-Soy la madre de Aurora. Por favor, dígale a mi hija que me

llame de una vez, que no sé nada de ella desde que hablé con usted...

Dígale también que su padre está muy disgustado...

Y ya no había más. Casi eché en falta uno de Cayetano, uno

que sólo estuviera dedicado a mí. Pero la suerte me tenía preparada una

sorpresa de verdad.

Fue así, a lo tonto, por pura casualidad. Me encontré con

Aurora cuando iba por el pan, y salíamos hablando juntas, cuando le vi

en la acera de enfrente.

-Pero ¿es que no la has llamado todavía? -le iba diciendo, y

de repente me quedé petrificada.

-¿Qué le pasa, Sotera?

Pasó un rato hasta que pude contestar.

-El hombre que hay delante de la peluquería... ¿Le ves?

-¿Uno con bigote?

-No, sin bigote. O puede que con bigote, no me he fijado...

-Uno con una cazadora de cuero...

-¿Con pantalones grises?

-¡Ay, hija, pues no sé! Uno que tiene una pinta así, como de

chulo...

-¿Calvo?

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-¿Calvo? No sé, no creo... Bueno: uno que está delante de la

peluquería... ¿Le conoces?

-No -dijo titubeando.

-Sí le conoces, sí, de un día que vino con mi hija, y pasaste tú

por el portal... ¿Te acuerdas?

-No muy bien... ¡Como estoy todo el día pasando por el

portal...!- terminó, riéndose con una risa falsa y chillona que me

recordaba a la de mi Asun, las pocas veces que se ríe.

-Es mi marido -dije yo, llena de solemnidad.

-¿Su marido? Y ¿qué hace aquí?

-Eso quisiera saber yo... Ya me lo he encontrado otras veces,

yendo yo con mis chicas...

-Su marido... -repitió despacio. -Claro, ahora sí que me

acuerdo. Me parece, vamos... Antes llevaba gafas, ¿no? Y ¡qué

casualidad que esté por aquí, ¿verdad Sotera?

Y yo no sé si se acordaba o no, pero ahí quedó la cosa, y para

cuando volví con mi barra bajo el brazo, Andrés ya había desaparecido.

En fin, el caso es que, dispuesta a echarle una mano a la

señorita Enedina, y aprovechando que doña Avelina, que estaba cada

día más gorda y más insoportable, se había ido al médico aquel

miércoles y no tenía que asistirla en nada, cogí las llaves y me subí al

cuarto, que no había pasado por allí desde antes del incendio y quería

adecentarlo un poco. No es que la señorita Enedina me lo hubiese

dicho, sino que lo tenía yo pensado, para cuando volviera, y no iba a

cobrárselo ni nada.

Conque me metí en el ascensor tan tranquila, con el transistor

en una mano y la botella en otra, así tan ricamente, sin esconderla ni

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nada, y contenta porque luego, arriba, mientras limpiaba, iba a poner

música con las ventanas abiertas de par en par, que es una alegría un

cuarto piso, y no la portería, que no entra un rayo de sol ni aunque le

invites, y eso por fuerza tiene que cambiarte el humor y en eso iba

pensando, distraída y segura de que no me encontraría con nadie a

aquellas horas, cuando de pronto vi una sombra que bajaba la escalera

muy deprisa, y de medio lado, como si no quisiera que la viera yo.

Acababa de pasar el segundo, así que quien fuera, venía de

más arriba. Si era un vecino, qué le íbamos a hacer, aunque ¿por qué iba

a ocultarse de mí ningún vecino? Y si no era un vecino, ¿quién sería?

¿Cayetano?

Desde luego, si Cayetano estaba por allí a aquellas horas, era

para dar que pensar...

Luego se me pusieron los pelos de punta al considerar que si

hubiera subido dos minutos antes podría haberme encontrado con un

delincuente, que lo más seguro es que fuera armado, yo sola allí arriba,

que por mucho que hubiera gritado, no me habrían oído. Por eso, no le

extrañará a nadie el chillido que pegué cuando al bajar del ascensor, me

encontré en el descansillo otra sombra furtiva.

-¡Ay, por Dios, don Cosme, qué susto me ha metido!

-¡Pues anda que usted a mí...! -se quejó el pobre señor,

llevándose las manos al pecho, que cada vez que vuela una mosca

piensa que le va a dar un infarto, y en aquella ocasión sí que tenía

motivos.

-Pero, ¿qué hace usted aquí?

-Es que... es que.... se oyen ruidos ahí adentro...-me confesó

bajando la voz.

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Y entonces se fijó en mi botella, y se quedó mirándola

extrañado, y yo, que hasta entonces no había caído en la cuenta, no

sabía dónde meterla o dónde meterme yo.

-Así que oye usted ruidos, ¿eh? -pregunté, más que nada por

desviar su atención.

Pero el contestó con un gesto, sin apartar los ojos de la

botella.

-Pues ahora voy a terminar yo con ellos- dije, recuperándome.

-Porque vengo a limpiar, y no va a quedar ni una cucaracha- y

al mismo tiempo levanté la botella y la moví de un lado para otro ante

sus ojos, que seguían pegados en ella.

-Pero... eso... ¿qué es?

-Un insecticida buenísimo- contesté, muy segura de !o que

decía. -Pero buenísimo. Figúrese: lo venden solamente a granel... Por

eso lo traigo aquí en esta botella.

-Vaya, vaya... Pues fíjese usted: por un momento había creído

que era vino, tonto de mí.

-¿Vino yo? -pregunté haciendo un gesto de extrañeza, como si

me hubiera escandalizado. -¡Pues sí, vino yo, que me tomo media

cerveza y ya estoy borracha! No, señor: es un insecticida fulminante.

Vamos, que se bebe usted un sorbo de este vino, y al momento ya está

con San Pedro...

-¿Tanto efecto hace? ¿Y qué dice usted, que sirve para todos

los insectos?

¡A ver si ahora iba a querer que le diera un poco!

-No señor. Para todos, no. Sóla y exclusivamente para las

cucarachas- dije para quitarle la idea. Y ahí me fui a lucir, porque si algo

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había en la casa, pero en todos los pisos, eran cucarachas. ¡Mira que

también yo, vaya una ocurrencia...!

-Pues precisamente eso es lo que tengo. No muchas ya,

¿sabe?, porque desde que como fuera de casa se han ido retirando a

otras despensas, pero de todos modos...

-De todos modos, no le puedo dar, porque éste me lo encargó

la señorita Enedina, y quería que le echara la botella entera.

-Bueno, bueno, pues otro día que traiga usted más... Y ya le

digo: ¡menudos ruidos se oyen ahí dentro! Y desde luego cucarachas no

son, que las cucarachas son muy silenciosas...

Me acordé de la sombra que había visto desde el ascensor, y

me acerqué a la puerta con algo de aprensión.

-¿Se espera usted a que abra, don Cosme? Es que antes,

cuando subía, me he encontrado con que bajaba por la escalera alguien

muy raro. No le he podido ver bien, pero me ha dado mala espina

porque parecía que iba escondiéndose...

-¿Escondiéndose? No... Vamos, si es quien yo digo, no.

-¿Y quién dice usted?

-La señorita esa nueva de mi piso, que debía de tener mucha

prisa, porque en vez de esperar a que llegara usted, para coger el

ascensor, se ha echado a correr por las escaleras, que no sé yo cómo no

se mata un día...

-¿Seguro que era ella?-

Para don Cosme, Aurora, que llevaba cinco o seis años en la

casa, era "la señorita nueva" todavía.

-¡Y tan seguro! Que uno es viejo, pero no tonto...

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Y con ese comentario, que a lo mejor llevaba unas segundas

intenciones por lo que a mí respecta, empezó a bajar la escalera,

mientras yo entraba en casa de doña Enedina, que olía mucho, pero

muchísimo, a quemado, un poco preocupada. Claro que, por muy mal

que se pusieran las cosas, aunque don Cosme dijera que me había visto

con una botella de vino, yo siempre podía asegurar lo contrario, y a ver

quién de los dos salía ganando, que yo creo que yo, porque la portera es

indispensable en una casa, y el vecino del tercero, no, y menos si es tan

chinche, así que mientras no se demostrara del todo quién tenía la

razón...

Claro que otra cosa sería que doña Avelina se acordara de

pronto de aquella mancha de su moqueta, y del olor a vino, y que, con

ese dato se pusieran de acuerdo y preguntaran por ahí, en el primer

sitio, en la tienda de Antonio, que era donde nos abastecíamos todos, a

ver si yo compraba vino o no. Y Antonio sí que tenía la llave del asunto,

y contra él no me podía defender, a no ser que...

No quería ni decirlo: a no ser que volviera a traicionar a la

señorita Enedina...

Total que entre eso, y que al entrar vi la casa tan desolada, tan

vacía, tan fría y tan negra, se me quitaron las ganas de limpiar, y me

volví a la portería con mi botella. A pesar de todo, no se estaba tan mal

con la estufa encendida, la primera copita de la tarde, y Blas Arias en la

televisión. Quiero aclarar que era la primera copita de la tarde, y no la

última de la sobremesa, que ésa había conseguido quitármela, menos

mal, porque lo que bebía era un anís, y luego otro y otro, y así, sin

darme cuenta, se echaba encima el anochecer, y yo todavía seguía con

las copas del café de la sobremesa.

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No. Después de la escena con Asun me entró un miedo atroz

a que me tomaran por loca y me metieran en un manicomio, con que me

había propuesto no tomar licores, salvo en casos de fuerza mayor.

Por eso esta copa primera de la tarde era diferente, de vino o

de cerveza, y mucho más sana. El único problema que tenía era que

como la espera se me hacía insoportable, casi sin quererlo, cada día la

adelantaba un poco, de modo que corría el peligro de terminar

bebiéndome la primera copita de la tarde a las once de la mañana, que

no sería la primera vez. Pero tampoco quería marcarme una hora fija,

porque sabía que entonces me iba a obsesionar con ella, y a pasarme el

día colgada del reloj, así que... ¿qué era lo que podría hacer?

-¡Pero Sotera! ¿Es que no me oye?

-¡Válgame Dios! Doña Berta que llevaba un buen rato

pegando con los nudillos en el cristal, y yo sin darme cuenta. Y ahora sí

que la había oído, sí, pero la cuestión estaba en qué hacer con la copa

para que no la viera. Porque así sentada la escondía mi propio cuerpo,

pero en cuanto me levantara...

Sin volverme, la cogí y la dejé en el suelo, al lado de la silla, y

fui a abrir.

-Pero ¿cómo no me oía? Y además, ¿cómo es que se encierra

usted por dentro en horas de trabajo?

-No señora, no me encierro. Sólo la parte de abajo de la

puerta, pero el cristal con un empujoncito lo puede abrir usted.

-Sí, pero con la cortinilla que le ha puesto tan tupida, no se ve

si está usted dentro.

-¡Si es casi transparente! Verse sí se ve, señora. Sólo me tapa

un poco. Pero es que imagínese usted que llega el cartero, el de la

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propaganda o cualquiera, y aquí estoy yo expuesta a que me miren

todos, como si fuera un león en una jaula...

-Bueno, cuando no hay nada que ocultar... Y además, el

problema para la casa no es que la mire a usted el cartero -recalcó-, sino

que no la veamos los vecinos...

-Oiga, señora...

-Bueno, verá usted- siguió sin hacerme caso. –Vengo porque

tenía que haber recibido la factura del sofá que compré, y he llamado a

la tienda y me aseguran que me la han mandado hace lo menos quince

días... Y como no me ha llegado, quiero saber quién mete aquí las cartas

en el buzón, si el cartero o usted.

-Depende...

-0 sea, que no puedo enterarme de quién es el responsable de

que se haya perdido la factura.

-Pero señora, ¿por qué piensa que se le ha perdido?

-¡Hombre, ya me dirá usted...! -Y se acercó a los buzones. –Lo

que también ha podido pasar es que se haya traspapelado y haya ido a

parar a otro buzón, cerca del mío... Éste, por ejemplo, que está tan

lleno... ¿De quién es éste?

-Es el mío, señora...

-¿El suyo? Y ¿cómo es posible que tenga usted así de

descuidado el buzón de la portería, que al fin y al cabo es propiedad de

la comunidad de vecinos?

-No señora, que el de la comunidad es el de la presidenta.

¿No ve usted el cartel que ha puesto?

Doña Berta me miró de arriba abajo.

-Oiga usted, Sotera, vamos a dejarnos de tonterías: si yo soy

el transportista de la tienda de muebles, y traigo una factura, no se me

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ocurre dejársela a la presidenta de la comunidad. Ni siquiera, si me

aprieta, ni siquiera la dejaría en el buzón de la señora que me ha hecho

el encargo, sino en el de la portería, porque ya se sabe que es obligación

de la portera hacer llegar la correspondencia a los vecinos...

Como parecía, por la forma de hablar, que tenía razón, no le

llevé la contraria.

-Entonces, ¿quiere usted que mire en mi buzón por si acaso?

-No -se burló, no sé si de buena o de mala fe. -Si tiene usted

un muerto ahí escondido, no, pero si no es así, y es usted tan amable...

Y ¡cuánto habría de acordarme yo después de la insípida

bromita!

El caso es que, como era natural en mí, al acercarme a la

alacena para coger las llaves, le di una patada a la copa, que ya ni me

acordaba de ella, y la mande a hacer gárgaras. Con lo cotilla que era

doña Berta, en seguida se asomó al oír el choque del cristal contra el

suelo.

-Se le ha caído algo ahí -me avisó, señalando una sombra

oscura que empezaba a extenderse por la alfombra.

-Sí señora, sí...

-¿Y no lo va a recoger?

-Pero ¿usted no quería que le abriera el buzón?

-Sí, pero tampoco corre tanta prisa -dijo atisbando por la

rendija. -Recoja usted lo que tenga que recoger...

-Eso puede esperar -repliqué, cerrándole la puerta casi en las

narices.

Y fui a abrir el buzón del que salieron kilos de propaganda,

dos o tres cartas de la Caja, y el sobre de mi hermano que parecía que

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quería escaparse, porque dio un salto por encima de todo el papelorio, y

se echó en brazos de doña Berta.

-Traiga usted... ¿Ve? No hay nada suyo.

Y cogiéndole la carta de mi hermano, la volví a colocar al

fondo del buzón, y embutí delante, como pude, a empellones, los

cientos de hojas de anuncios de todos los colores.

Doña Berta se quedó de una pieza.

-Pero... ¿es que lo va a dejar así?

-Sí señora.

-Y... ¿no va a abrir usted las cartas?

-No señora.

-Pero... si viene el cartero con algo para usted, no va a

caberle...

-Huy, sí señora, no se preocupe, que empujando...

Por un momento las dos titubeamos, a punto de soltar la

carcajada, pero en seguida ella se rehizo y volvió a poner ese gesto que

tiene de majestuosidad.

-Bueno, bueno. Con tal de que mi factura no sufra ningún

percance, puede usted hacer lo que mejor le parezca.

Y se subió sin darme tiempo a agradecerle la

condescendencia.

Y yo volví a mi casa, pero ya se había pasado la primera

alegría de la tarde, y otra vez se me echaba encima el anochecer, que yo

no sé qué tiene esa hora que todo palidece y se pone morado, y las cosas

cogen una tristeza oscura como una enfermedad que crece con las

sombras, y que por más que la quieras ahogar, lo único que consigues

es regarla y que crezca con más fuerza.

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Yo no sé si fue eso lo que me pasó a mí aquella noche, que

desde que se marchó doña Berta había intentado recobrar a toda prisa el

tiempo perdido, pero la verdad es que para cuando me levanté a cenar,

no podía ni abrir la nevera, que ya es mucho no poder para mí, así que

me fui a la cama agarrándome a las paredes, y me tumbé como Dios me

dio a entender, sin taparme ni nada.

A medianoche me despertó el teléfono que sonaba. No estaba

yo para cogerlo, pero en cambio me eché encima la ropa, que me había

quedado aterida, y luego esperé conteniendo la respiración, a ver si

conseguía oír desde allí el recado que me dejaran en el contestador.

Y lo oí, vaya si lo oí. Era mi propia voz, así que no podía

confundirla. "Sotera, ¿estás ahí?", decía. "Si estás ahí, ponte, anda...", y

después de una pausa sin hablar, sonó el "pib, pib, pib", y se cortó, y no

volvieron a llamar. Es decir, no volví a llamarme. Tampoco me dio

miedo, solo el fastidio de encontrarme en el contestador conmigo

misma, a quien tanto tiempo llevaba intentando suprimir, o sea, el

miedo de que hubiera más yoes, con las que no contaba, en otras partes.

Pero si no era yo, ¿quién iba a ser, con una voz tan parecida?

Mis hijas no la tienen así, y ninguna de ellas me llama Sotera.

Mi hermana, con la que a veces me confundían, se murió, no sabemos

de qué, seguramente a manos de su marinero, y lo que no me creo yo es

que los muertos hablen, y menos por un contestador, y mucho menos

después de tanto tiempo, pero de todas formas,le mandé un beso a mi

hermana muerta hasta la playa donde estuviera, y después me dormí y

me reconcilié con ella en sueños.

Otra hubiera escuchado el recado a la mañana siguiente para

ver si reconocía la vox, pero yo no. Yo a veces no me entiendo. Por una

parte me dio miedo comprobar que era la mía, aunque eso por la

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mañana pareciera cosa de locos, y por otra... me dio miedo de que no

hubiera sido más que un delirio de la borrachera.

Así que lo dejé: cuando me muriera tal vez quedaría para

siempre un trocito de mí diseminado por los contestadores de los

conocidos, y eso, podía ser bueno o malo, pero en el fondo, fondo, me

alegraba.

Aunque no fuera más que por el susto que se iban a llevar

algunos.

Y de pronto me di cuenta de que casi no quedaba gente a la

que yo le importara. No estaban ya mi madre ni mi padre, ni Amelia, y

mis hijas casi no me querían. No, ni siquiera Fuensanta. De pronto la

carta de Miguel en el buzón fue tomando una importancia enorme. Ahí

tenía a mi hermano que, a lo mejor sintiendo el mismo desarraigo que

yo, me había echado en falta, tanto como para escribirme, con lo que el

lo aborrecía.

Y entonces me di cuenta de que tenía en el buzón un tesoro, a

lo mejor la única cosa por la que me merecía la pena estar viva en aquel

momento...

Conque fui a sacarla, y la llené de lágrimas, y la guardé en la

alacena para leerla luego, por la tarde.

VII

¡Hay que ver el jaleo que se trae este pobre muchacho con las

camisas! Se ve que se las han regalado por su santo, por San Blas,

cuando las cigüeñas verás, y si no las vieres es que es año de nieves, y la

de color salmón le queda bien, pero anda, que quien le haya comprado

la de listas azules con esos balones amarillos que saltan de una raya a

otra, se ha lucido. No hace falta ser un lince para notar que el pobre

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chico sufre con esto de las camisas. Dos veces ya le he visto con cada

una, y eso a pesar de que en televisión les hacen ir de estreno cada día.

Pero es lo que yo digo: debe de sentirse muy comprometido,

porque a lo mejor una se la habrá regalado la madre, y la otra, la mujer,

y se andarán tirando de los pelos entre ellas, a ver qué camisa se pone

cada tarde, y así está el muchacho, que desde su santo, desde que

estrenó no me acuerdo cuál de ellas, ha perdido peso y se ha

desmejorado. ¡Dónde va a dar, con lo guapísimo que era antes! Si a

veces hasta se equivoca cuando dice las noticias. Claro, como estará más

atento a la camisa que a las guerras... Que es que son muchas guerras a

la vez... Y seguro que él también prefiere la de color salmón, pero no

podrá hacer un feo a su mujer, o a su madre, a la que le haya regalado la

de las pelotas, y tiene que ponerse las dos...

Unos golpes en la escalera interrumpieron esta apacible

charla que mantenía yo conmigo misma, y tuve que dejar a Blas Arias

hablando solo, y salir a ver qué pasaba.

Bueno, pues el jaleo venía del tercero o del cuarto, así es que

subí sin hacer mido, y me encontré a la madre de la Aurora que iba a

tirar la puerta abajo.

-Pero ¿qué pasa?

-¿Cómo que qué pasa? ¡Que no sé nada de mi hija desde hace

una semana! ¡Que está su padre hecho una fiera! ¡Que esto nos va a

costar la separación del matrimonio!

-Bueno, bueno, no se ponga usted así. Y además, no pasa

nada. Yo a la chica la veo casi todos los días...

-¿Usted? ¿Usted? ¡Eso es lo que dice usted, pero a mí ni me

llama, ni coge el teléfono cuando la llamo yo, y aquí hay gato

encerrado...! -contestó furiosa.

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Y sí que debía de haber algo, la verdad, porque la Aurora

estaba más escurridiza que un pez, que ni me saludaba siquiera al

pasar, y subía la escalera pegada a la pared como una sombra...

¡A ver si iba a estar preñada, y quería esconderse de la gente!

-¡Pues como no me abra, llamo a la policía!

-Pues llame usted, señora, pero no siga dando golpes, que va

a asustar a todo el vecindario...

-¿A qué hora vuelve mi hija del trabajo?

-Hará un rato ya, si es que ha venido directamente aquí.

-¡Ah! ¡O sea, que no la ha visto! ¿No decía usted que la veía a

diario?

Al final consiguió que me pusiera yo también a darle

puñetazos a la puerta.

-¡Aurora! -grité. -¡Que está tu madre aquí muy preocupada, y

como no salgas va a llamar a la policía!

Ella no, pero el que si salió fue el señor Otón.

-¡Hombre, por Dios! Pero ¿qué es este alboroto? ¡Pero si a la

niña la he visto yo esta misma mañana...!

-¿De verdad? -preguntó la madre llena de ansiedad. -Y

entonces, ¿por qué no me contesta?

-Pues porque no estará...

-¡Pero si llevo más de una semana intentando hablar con ella!

-Se habrá molestado con usted por cualquier tontería –

contestó el señor Otón, que como es tan tranquilo y tan respetable, iba

haciendo que la mujer se apaciguara. -Ya se sabe que la juventud de

hoy en día no es como la de antes...

-¿Usted cree que no le habrá pasado nada?

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-Como no le haya pasado después de esta mañana, desde

luego que no.

Bueno, pues por fin se marchó la buena señora, dándole a él

las gracias, y a mí ni mu, y el señor Otón suspiró.

-¡Hombre, no le dejan a uno ni reposar la comida con un poco

de paz! Cuando le eche la mano encima a esta criatura, voy a decirle

cuatro cosas.

-Déjelo, no se meta usted en líos.

-¿Cómo que no? ¿No ha visto como se iba la madre? ¿Se cree

usted que hay derecho...? Y ya pueden recibir en casa la mejor

educación del mundo, que da igual: después la sociedad los maleduca.

Por eso es por lo que yo no quiero tener hijos...

-¡Ah! ¿No quiere usted tenerlos? -exclamé asombrada. -Pero

su mujer, sí...

-Ni mi mujer ni yo -me cortó secamente. -En fin, ya no son

horas de volver a la siesta... Buenas tardes.

¡Ni su mujer ni él! ¡Pues lo llevaba claro! Y si no los quería,

¿qué iba a hacer? Desde luego, no veía yo a un señorón como él, tan

católico y tan de derechas, deshaciéndose de la criatura. Y además, como

no se diera mucha prisa... Porque doña Avelina ya estaba de sus buenos

tres o cuatro meses, aunque en la boda no lo pareciera...

Ya eran casi las seis, así que no me iba a poner a limpiar. En

vez de eso me bajé a mi casa, y saqué el sobre que había guardado en la

alacena. Pero en aquel momento sonó el teléfono, y aquella vez lo cogí,

no sé por qué.

¡Vaya por Dios, Cayetano! ¡Qué suerte!

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-¡Hombre, menos mal que te encuentro en casa! –exclamó,

muy contento. -¿Vas a estar ahí ahora?

Hice un intento desesperado de salvarme.

Desde luego, la culpa no era mía. Por lo menos, no toda. Y es

que cuando dos personas se conocen, se tantean un poco, y en seguida

se dan cuenta de si se gustan o si no. Bueno, pues nosotros tuvimos ese

memento, y luego vimos que nada de nada, y lo normal habría sido que

no siguiéramos adelante. Pero Cayetano se empeñó en que sí, y ésa era

la historia.

Y el caso es que "adelante" no seguíamos: nos habíamos

quedado estancados. Cuando no estaba conmigo, el saber que vendría

me amargaba los ratos de paz, y cuando lo tenía delante, sentado al otro

lado de la camilla de la portería, me llevaban los demonios, mientras la

tarde crecía y mi soledad, lejos de mí, se reía de mí a carcajadas.

-No, no vengas hoy -le pedí-, que me voy a lavar la cabeza.

-¿Y qué?

O sea, que eso no le bastaba. ¡Pues hala, otra vez a

improvisar!

-Es que me doy un champú que hay que dejarlo puesto varias

horas para que haga efecto...

-¡Anda! ¿Y para qué es ese champú tan especial?

A punto estuve de decirle que para la tiña. Pero bueno, ¿ese

tío no se daba cuenta de que hay cosas que no se preguntan?

-¡Para la caspa! -murmuré agotada, sin molestarme ni siquiera

en buscar una mentira.

¡A buenas horas le iba a haber confesado yo a un hombre así

de buenas a primeras, ni a segundas ni a terceras, que tenía caspa...!

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Bueno, pues ni por esas desistió. Al contrario, quiso saber

que champú me daba. Me inventé una marca, -“Lavandín” o

“Glamourín” o algo así-, y en seguida me dijo que dejara de usarlo, que

él lo conocía bien y tenía mucho alcohol, que lo mejor que había para lo

mío era una mezcla de huevo y de no sé qué más pamplinas de ésas a

base de elementos naturales...

¡Mira tú qué moderno! ¡Como si no estuvieran hechos de

elementos naturales desde la aspirina hasta la bomba atómica!

-Coge papel y lápiz, anda, que te voy a dar la receta...

-Espera, espera... -dije yo, que quería aprovechar para

abrirme una botella.

-¿Ya estamos preparados?

-Preparados- contesté, muerta de risa, que siempre que voy a

probar la primera copa me entra mucha alegría.

-¿Tienes mucha?

Como esperaba que me siguiera aconsejando sin pedirme

opinión, la pregunta me pilló de sopetón, cuando me había echado un

buen trago a la boca, que a poco me atraganto y nos vamos a pique el

teléfono, y yo.

-Mucha ¿qué?

-Mucha caspa, mujer. ¿De qué estamos hablando?

-Ah, sí, muchísima -contesté sin el mínimo recato. Era de

suponer que cuanta más tuviera, más larga sería la receta, y menos

tendría que intervenir yo.

-Toma nota, que te voy a dictar... ¿Estás preparada?

Le aseguré que sí, con tal de librarme de él, y dejé el auricular

encima del tapetito blanco de ganchillo, para beber a gusto mientras

seguía hablándome.

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Volví a ponerme en el momento justo.

-A ver: léemelo a ver si lo has cogido todo...

-Que sí, que lo he cogido.

-Léemelo, anda, no vaya a faltarte algo.

Y ahora ¿qué? ¿Me lo inventaba? No: dejé que mi mano

obrara por sí sola, y mi mano, en cuanto tuvo mi permiso, colgó dando

un golpe tremendo, como si aporreara la cabeza de Cayetano con el

auricular. Y luego descolgó la muy astuta, para que la conversación no

se reanudara. Y yo, liberada por mi mano izquierda, con la derecha

levanté el vaso a la salud del otro, y me senté a disfrutar de la tarde con

la paz en los ojos, qué descanso.

Pues no.

Ni un cuarto de hora habría pasado cuando le vi asomar por

la esquina del quiosco, y yo no sé qué tengo por corazón a veces, que

me dio lástima del hombre que venía, y entré en la casa a toda prisa

para meter la cabeza bajo el grifo de la cocina y aparentar que me la

había lavado de verdad.

Se quedó sorprendido al verme chorreando, claro, en primer

lugar, porque ni por un momento me había creído, y en segundo,

porque no me consideraba tan buena como para mojarme el pelo con el

frío que hacía sólo por no desairarle. O sea, que se imaginó que tenía un

motivo más interesado.

¡Ay, Señor! Y es que los hombres van por un camino, y

nosotras por otro, y lo que para mí era pura bondad, para el era una

artimaña mía para cazarle. Sí, sí, aunque hubiera notado que yo le huía:

si su mamá le había convencido -y a éste le había convencido su mamá-

de que las mujeres eran todas unas lagartas que querrían pescarle, él se

lo había creído a pies juntillas, y no le haría cambiar de opinión ni el

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haber llegado soltero a los cuarenta y cinco, ni el que sus presuntas

cazadoras huyeran despavoridas en cuanto se les acercaba.

...Ni mi mal humor cuando él estaba, ni mis propios bostezos

descarados.

Al revés: cuando me vio empapada como un pollito náufrago,

con los mechones goteando, se confirmaron sus sospechas, y ¿qué hizo?

Pues lo que nunca debió hacer: agarrarme del cuello e intentar besarme,

y como no me dejaba, besarme a viva fuerza, pensando que estaba

haciéndome la melindrosa para excitarle.

Le pegué un empujón que le saqué de dudas, y entonces se

volvió lleno de rabia.

-Pero ¿tú por quién me has tomado? ¿Tú te crees que puedes

andar calentando a un hombre así, un día detrás de otro, para luego

hacer lo que te dé la gana?

Bueno, pues si seré idiota que me volvió a dar lástima.

-No he sido yo. A ver: si vienes y te estás ahí toda la tarde,

¿qué puedo hacer?

-Pues si no me quieres, dime que me vaya...

Y como vio que se lo iba a decir, me agarró una de las puntas

mojadas.

-Y aquí no te has puesto huevo, guapina, que tendría más

cuerpo. Aquí te has puesto tu asqueroso champú ese, y eso es lo que has

hecho...

Y se marchó.

¡Se marchó! ¡Se marchó! ¡Se marchó!

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Aunque había tardado tanto que me había quitado las ganas

hasta de leer la carta de Miguel, la abrí, porque iba camino de

deshacerse en polvo, del tiempo que llevaba esperando la pobre.

Mi hermano seguía con la misma letruja de cuando era un

crío, y aquellas tres cuartillas llenas de garabatos se hacían muy

difíciles. Pero a pesar de todo, no quedaba la menor duda de lo que allí

ponía: era como una puñalada por la espalda, como si Miguel se

hubiera muerto él también hacía mucho tiempo, y luego, al cabo de los

años, un día que yo me había acercado a llevarle unas flores, sacara la

mano de la sepultura para tirarme del moño.

Y el caso es que en algunas cosas no le faltaba razón. Sí era

verdad que prefería que no hubiera nacido, pero era muy pequeña

entonces, y ni yo misma lo sabía. Fue luego, pensando todo lo que le

hacía, cuando me di cuenta. Le empujaba hasta el borde de la cama, y

cuando estaba a punto de caerse, llegaba Amelia y le salvaba. O le

llenaba la boca de aceitunas, y me asomaba a cada rato a la cuna, a ver si

se había ahogado, llena de un deseo tan dulce como nunca he vuelto a

tener por nada, y a mi madre, que venía a pegarme con la zapatilla en la

mano, le decía que le estaba dando de comer. Pero eso lo hacen todos

los críos cuando nace un hermano que se lo roba todo. Y más éste, que

era el primero de cuatro niñas, aunque las dos gemelas, que iban detrás

de mi, se murieron.

Sin que tuviera yo nada que ver, ¿eh?

Lo que no sé es cómo se puede acordar él de esas cosas. Yo sí,

claro, porque aunque no tendría más de tres años, el odio te graba los

recuerdos en el corazón.

Las faenas que le hice más tarde sí que se le quedarían en la

memoria, pero tampoco eran tan graves, porque me había ido

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acostumbrando a él, y ya no le aborrecía. Al revés, le quería, y era mi

hermano pequeño, así que todo lo hice por su bien, y a lo mejor me

equivoqué, pero al fin y al cabo, también yo era una niña. Y me

extrañaban muchas cosas, eso hay que comprenderlo. Desde su forma

de mirarse al espejo hasta su modo de bajar las escaleras. Todos sus

gestos estaban llenos de una dulce vergüenza, todo en él parecía

misterioso, como si ocultara algún secreto... Y eso es un desafío para una

cría. Y más con lo mal que me sentía yo.

Por aquel entonces acababa de enfrentarme a la regla. Había

pasado de ser una niña limpia y despreocupada a vegetar dentro de un

cuerpo extraño que olía un poco a agrio y expulsaba líquidos

asquerosos al menor movimiento. Donde más suave era antes la piel,

ahora crecía un pelo duro, que a mí me parecía hombruno.

Miraba a mi madre y a mi hermana, y sentía por ellas la

misma repugnancia que por mí. ¡Dios, qué malos años, hasta que una se

acostumbra! Lo único que me gustaba del cambio eran mis pechos: todo

lo demás lo aborrecía, y andaba avergonzada de mí misma. Por eso hay

que comprenderme un poco. A mi lado, Miguel tenía la finura y la

delicadeza de una niña, que yo había perdido con la regla.

Y él no la perdería.

Me acostumbré a espiarle cuando iba al baño, y allí le vi que

orinaba como las mujeres, en vez de plantarse de espaldas con las

piernas abiertas, frente a un árbol o una pared, como hacía mi padre.

Le veía probándose los pantalones, poniendo posturitas,

frunciendo la boca delante del espejo y acercándose luego para juntar

los labios con los del cristal. Había algo ahí que yo no acababa de

pensar con palabras, pero que lo sabía. A lo mejor él no, pero yo sí.

Más adelante, un día que volvíamos del colegio discutiendo,

se lo eché en cara delante de sus compañeros. Ésa es una de las cosas

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que me dice en la carta que nunca me perdonará. Sí, no hice bien, pero

él me había llamado antes gorda, y me entró tanta rabia que ni me paré

a pensarlo. "¿Y tú, qué? ¡Tú, mariquita! Tú, que eres un maricón, ¿qué?"

No habría pasado nada, si él no se hubiera puesto como se

puso. Yo creo que fue en ese momento -tenía unos doce años, y era un

chico solitario, sin amigos,- cuando él mismo se dio cuenta. Pero por la

impresión que le hizo, al mismo tiempo que él, lo supieron también sus

compañeros.

A partir de entonces se esforzó en ir con ellos, en ser el

primero que silbaba a las chicas que salían del colegio de Santa Isabel,

en ponerse bajo las escaleras cuando subían las mujeres para verles las

piernas, y todas esas cosas que hacen los chicos por aparentar que ya

son hombres. Pero a él le costaba mucho más que a los otros, y al final

terminó por rendirse. A los dos o tres meses de mi acusación, todos los

que vivían en nuestra calle -los críos, los porteros, los tenderos, las

vecinas que hablaban de balcón a balcón- sabían ya lo de mi hermano.

A oídos de mis padres no llegó hasta mucho más tarde.

Fui yo quien se lo dije, y esto también me lo reprocha, pero al

fin y al cabo tenían que saberlo, porque a Miguel le insultaban y le

amenazaban los chicos del barrio, y hasta algunos hombres ya hechos y

derechos, cada vez que asomaba la cabeza por la puerta. Y es que

también se metían conmigo: “¿Dónde está la nenaza de tu hermano? ¿Se

ha ido ya de esta calle? ¡Aquí no queremos maricones!” Entonces eran

otros tiempos, y eso no se pasaba. Y menos los hombres hombres, de

pelo en pecho. Por eso creo yo que Paco dejó a Amelia, por las

habladurías. Como le daba clases a Miguel en la escuela, no querría que

nadie murmurase... Si hasta a mí me podía estorbar para encontrar

novio, y eso que era una cría todavía.

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Pero de lo que tenía miedo era de que le lincharan. Por eso se

lo conté a mi padre, que era el cabeza de familia, y el único que podía

hacerse cargo de la situación.

Y se hizo. Al principio no se podía creer que su único hijo

varón fuera un maricón en ciernes, y no se atrevía a preguntárselo a él

directamente. Pero un día bebió de más, y se lanzó, aunque no le dio

tiempo ni a contestar siquiera, porque se ve que ya sabía la verdad, así

que, como estaba borracho, le pegó un bofetón y le tiró contra el cristal

del aparador, que se le cayó hecho añicos encima, igual que ocurría en

un sueño que yo tenía de pequeña muchas veces. Pero en mi sueño

Miguel se moría, y aquí se levantó, lleno de sangre y de polvo de

espejo, sin alzar los ojos del suelo.

-Entonces, ¿es verdad que te acuestas con hombres? –

bramaba mi padre, mientras mi madre iba desesperada de una a otra

pared, como si no supiera por qué ventana tirarse.

Y Miguel no decía nada. No creo yo que se hubiera estrenado

todavía por aquellas fechas, pero no había más que mirarlo para darse

cuenta de que no tardaría mucho. Entonces mi padre se le abrazó

llorando, pero ahí fue cuando empezó a morirse Miguel.

Luego el tiempo pasó, y nos trajo muchas desgracias, y cada

vez que ocurría algo malo, aunque no lo dijéramos, la culpa se la

echábamos a él, que fue el que trajo la maldición a la familia.

No quiero yo llegar a decir tanto, pero algo tenía que ver.

Como lo que le pasó a Amelia, que como nadie la quería después de

que Paco la dejara, porque entonces era muy serio que te dejara el

novio, conoció al marinero, y con él se marchó, sin casarse ni nada, que

eso le pareció mejor que quedarse para vestir santos. Y yo misma...

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Yo misma llevaba nada más que seis meses de relación con

Andrés, cuando me decidí a meterme en la cama con el. Y no lo hice

porque fuera ligera de cascos, qué va, que menudo trabajo me costó y

qué mal lo pase. No: me acosté con él sólo porque le notaba cada vez

más escurridizo, y era la única forma de agarrarle. Acostarme con él, me

refiero, y no lo que paso después, que eso no lo quería yo de ninguna

manera.

Era a él, a quien se le ocurría la idea:

-Oye, ¿te gustaría que te preñara? -me preguntaba el muy

bruto en los momentos culminantes.

Y, como yo había aprendido que si decía que sí, él se

embalaba, y aquel tormento terminaba en seguida, pues se lo decía.

-Sí que me gustaría, sí.

Y así ocurrió.

Pensé que me iba a dejar en cuanto se enterara, como en

todas las historias que me contaba mi madre, cada una con su moraleja,

pero por lo visto lo de la preñez le iba de veras a Andrés, así que nos

casamos, y después de la Asun me hizo otra vez la gracia con la

Fuensanta, y menos mal que luego se lió con Teresa, y ya dejó de darme

a mí la murga, y a ver si se lo llevan los demonios al condenado de él...

¡Pues no estaba otra vez llorando por Andrés...!

En fin, doblé la carta de Miguel, que estaba llena de quejas y

amargura, y me serví otra copa. ¡Y pensar que había creído que acababa

de recuperar a mi hermano, y que podríamos abrazarnos algún día...!

¡Pero quiá! Éste no me volvía a mirar a la cara en mi vida.

Ni falta que me hacía, mira tú...

VÑI

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Doña Obdulia me llamó un día, que se había puesto enferma,

y que avisara a sus hijas. Llevaba mucho tiempo ya sin salir a la calle, y

eran las chicas las que le hacían todo: cada día venía una a traerle la

compra y a lo que fuera. ¡Qué suerte, Dios mío, tienen algunas madres!

Estoy convencida de que cuando me muera yo, si aparecen las mías, será

para asegurarse de que no resucito. Ya me estoy imaginando a Asun, a

los pies de mi cama mientras agonizo, esperando impaciente con el

primer puñado de tierra preparado para echármelo encima en cuanto

me muera, y poderse ir a sus cosas.

El caso es que a doña Obdulia no la veía desde hacía dos

meses por lo menos, y cuando subí a atenderla, me encontré con otra

persona: viejecita, viejecita de pronto, que parecía mentira que tuviera

fuerzas ni para hablar siquiera. En cuanto llegaron las tres hijas, incliné

la cabeza y se quedó como un pajarito, que pensábamos que al verlas le

había entrado tanta paz que se había muerto.

Pero se despertó en seguida, muy nerviosa, y pidió que le

abrieran el último cajón del tocador. Allí guardaba una caja llena de

llaves. Después de toquetearlas todas cientos de voces con dedos

temblorosos, eligió una, atada con una cintita.

-¿Es azul? -preguntaba acercándosela a los ojos.

Y como en realidad era color tiempo, que lo mismo podía

haber sido azul que otro color cualquiera, le dijeron que sí.

Bueno pues por lo visto esa era la llave de una caja fuerte que

hay en el rincón detrás de la columna, y que parecía falsa, porque al

abrirla se encontraba uno con la pared. Pero como doña Obdulia insistía

desde la cama, la hija pequeña y yo apartamos la butaca y las cortinas, y

nos arrodillamos para ver mejor, hasta que sacamos otra llave pequeña,

que estaba camuflada en el reborde de la puerta.

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Resultó que con ella se abría la caja fuerte de verdad la de

detrás del cuadro de la Inmaculada, mira tú qué coincidencia. Conque

intentamos descolgar a la Virgen, que no se dejaba, porque las

arandelas de hierro habían formado un solo cuerpo con los clavos que

las sujetaban, así que nos costó muchísimo trabajo hasta que

conseguimos arrancarla entre todas a tirones. Para colmo, luego nos

encontramos con que la cerradura de la caja estaba sellada con cera o lo

que fuese, con que no tuve más remedio que avisar al cerrajero.

Subí con él cuando llegó, porque no me quería perder la

aventura, y yo no sé si les pareció bien o mal, pero ¿qué me iban a

decir? Pues nada, así que me quedé en la puerta, “por si hago falta para

algo” y “¿cómo está la señora?”, y desde allí lo veía todo perfectamente.

Había bajado también don Cosme a ver a doña Obdulia, y

allí estaba, muy conmovido, bisbiseando a los pies de la cama.

La hija mayor salió, y me tocó en el hombro para que la

siguiera.

-Oiga- me dijo en voz baja. -¿No podría arreglárselas usted

para sacar a ese señor de aquí? Es que como mi madre abra los ojos y le

vea rezando como si ella se hubiese muerto ya, se va a pegar un susto...

-¡Pero si no está rezando! Lo que hace es contar...

-¿Cómo que lo que hace es contar? ¿Contar qué?

-Si su madre lo sabe, señorita. ¿No ve usted que ellos se

llevan bien, que son amigos? Casi se asustaría más la señora si no le

oyera así con ese ronroneo que se trae...

-Pero ¿qué hace?

Le expliqué que don Cosme llevaba contando desde los

cuarenta y tres años, que fue cuando la manía de ser él la persona que

dijera el número más alto que existía.

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Por un momento, la señorita se olvidó hasta de su madre. Y

no me extraña, claro, porque hay cosas a las que una se ha ido

acostumbrando poco a poco, pero que son rarísimas para los que vienen

de fuera.

-Pero cualquiera puede decir un número más alto de los que

él lleve hasta este momento. Por ejemplo, si yo me pongo ahora y digo,

qué sé yo, novecientos noventa y nueve mil billones de millones...

-Ah, sí, pero no habrá contado usted todos los intermedios...

Entonces nos avisaron de que acababan de abrir la dichosa

cerradura.

Dentro había una caja con joyas, o con lo que tuviera, y otra

con el testamento que hizo doña Obdulia al enviudar, y que por lo visto

no lo había cambiado en tantísimos años la mujer. Así que ya iba yo a

retirarme con el cerrajero, cuando volvió a llamar a sus hijas muy

inquieta: al parecer, en la caja de las joyas guardaba otra llavecita, y era

muy importante.

Claro, las chicas ya no podían más.

-Esa para mañana, mamá...

Pero no lo consintió. Se incorporó en la cama y balbucía algo

que yo no conseguía entender. La hija mayor nos lo fue traduciendo:

-Dice que esta llave es la de la caja roja de encima del

armario, que, por lo que se ve, tiene cartas de papá...

Pues hala, a traer una silla de la cocina para subirme por la

caja. Bueno, por lo menos, mientras ayudara, podía estar allí.

No sé por qué me dio a mí mala espina esa caja guardada con

tanto misterio, que más que cartas del señor parecía esconder secretos

inconfesables. Y la ansiedad de doña Obdulia, que era como si se

estuviera aguantando las ganas de morirse hasta solucionar lo de la

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caja... Y además, ese color tan vivo, era más propio de una pasión de

amor, y no de un matrimonio... No, ya hablando en serio: se quedó

viuda siendo ya talludita, pero ¿quién dice que no pudo tener una

aventura cuando aún vivía su marido?

-¿Me ha oído, Sotera? -me repitió una voz que me llevaba

hablando un buen rato. -Que se baje usted si tiene tarea, porque total,

ahora vamos a ver estas cartas, y tampoco es cuestión de entretenerla

aquí...

-Como usted diga... Si quiere, antes de irme, dejo puesta la

lavadora con toda esta ropa...

-Pues muy bien, sí, muchas gracias.

Gracias a ella, que así pude enterarme de que algo raro

pasaba con la correspondencia aquella. Y es que yo, algunas veces,

donde pongo el ojo pongo la bala. No es que pescara mucho, pero sí el

nerviosismo de las hijas, que iban y venían del comedor a la alcoba.

-¿Y entonces, Mary Nieves, estaban ahí desde que se murió

papá?

-¡Figúrate! ¡Y menos mal que no se le ha ocurrido abrirlas en

todos estos años...! Porque ella estaba convencida de que eran las que le

había escrito a ella. ¿Cómo no tendría la curiosidad de volver a leerlas?

-Porque le daría pena...

Y la hija pequeña, al otro lado del pasillo:

-Oye, ¿venís, o qué? Porque estoy aquí sola leyéndole las

cartas a mamá...

Conque se fueron todas, y yo detrás, chitando.

-...Te echo mucho de menos...- recitaba la pequeña sin mucho

convencimiento.

-Y ésa, ¿de cuándo es?- musitaba doña Obdulia,

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-Del uno de enero del sesenta...

-¿Del sesenta? Pero ¿cómo me iba a echar de menos ese día? –

protestaba la enferma con repentina lucidez. -Si fue el día que murió el

abuelito, y vuestro padre no se separó ni un minuto de mí...

-¡Es verdad!- corrigió la pequeña. -¡Qué tonta! ¡Si es del

cincuenta…

-¡Anda, que tú también, mujer...! ¡Vaya equivocación!

-Pero si era Año Nuevo estaríamos juntos... –objetaba doña

Obdulia débilmente.

Yo entreabrí la puerta.

-Me voy ya, señorita...

-Ah, pero ¿todavía seguía usted ahí?

-;Qué? ¿Se encuentra mejor la señora?

-Sí, mejor. Le estamos leyendo unas cartas de mi padre...

-Ah, muy bien. Eso la repondrá.

Sí- dijo la mediana, que era la que más presencia de ánimo

tenía. –Cuando dos personas se han querido tanto, aunque una se haya

muerto, el amor vive siempre...

-¡Cuantísima razón tiene usted!

Pero a pesar de la correspondencia del difunto, doña Obdulia

no se repuso: se murió aquella noche rodeada de sus cajas y de sus

joyas y de su testamento y de sus hijas, y al día siguiente la enterraron.

Y lo que son las contradicciones de esta vida: también al día

siguiente, precisamente cuando se la iban a llevar, llegó Remigio a

media mañana, cosa muy rara en é1, que además iba hecho un flan y

seguido de una señora mayor.

-¿Dónde está? ¿Dónde está?

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-¿Quién? ¿Doña Obdulia?- le pregunté, pensando que a lo

mejor quería darle un último adiós.

-¡Qué doña Obdulia! ¡Mi mujer!

-No la he visto... Con todo este jaleo...

Subió las escaleras de cuatro en cuatro siempre seguido por la

señora, que, como iba mucho más despacio, le repescó cuando volvió a

bajar, esta vez de seis en seis.

-Pero ¿usted no la ha visto?... ¡Pues si se ha puesto de parto!

¡Me ha avisado al taxi ahora mismo! ¡Acababa de recoger yo a esta

señora en Núñez de Balboa...!

-Es que iba a la peluquería- me explicó ella. -Pero al ver lo

que pasaba, me he venido con él por echarle una mano... Como ya sabe

usted cómo son los hombres, que en estos casos pierden los nervios en

seguida...

Remigio la miró como si los hubiera perdido ya y fuera a

cogerla del cuello y acogotarla. Menos mal que se contuvo, y en vez de

eso saltó las escaleras y se lanzó a la calle, perseguido por la señora, que

protestaba.

Yo me había quedado sin habla. ¡Si ni siquiera sabía que

estuviera embarazada! Como llevan tan poco tiempo aquí, creía que era

así de gorda...

Total, que se lo conté al señor Otón cuando bajó a firmar en

el libro de duelo de doña Obdulia, para quitarle un poco de amargura al

asunto,

-El próximo es usted- le dije antes de que se volviera a subir.

-¿Cómo dice? -me preguntó con voz helada.

-Que el próximo es usted. Por lo menos de este portal...

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Alzó una mano, sin dejar de mirarme con espanto, pero no

alcanzaba a santiguarse de tanto como temblaba.

-¡Que no, hombre, señor Otón!- me eché a reír. -¡No el

próximo en morirse! Me refiero al niño que viene de camino: que ya no

se le adelanta nadie más. Lo digo porque la señora del primero, la mujer

del taxista, está de parto...

Pues se quedó todavía más asustado que antes.

-Escúcheme, Sotera: el caso es que no viene ningún niño de

camino...

-Perdone usted, pero yo creía...

-¿Qué creía?

-Pues... no sé... Como la señorita está en la edad... –dije,

confundidísima.

-Y yo también soy joven para esos menesteres.

-Si señor, claro que sí, señor.

-Verá usted Sotera: no es que yo deba darle explicaciones a

usted sobre mis decisiones, pero tampoco quiero que se forme ninguna

idea equivocada: no va a haber ningún niño de momento, porque yo he

decidido respetar durante cierto tiempo a mi esposa Avelina, por ella

misma y en recuerdo de mi anterior esposa, y ella está de acuerdo. Por

eso es, y no por ningún otro factor, por lo que esta unión no dará fruto

por lo menos hasta dentro de un año. Quiero decir: de un año y nueve

meses desde que nos casamos.

-Me parece muy bien, señor.

-Y aunque no se lo pareciera -me contestó con toda la razón.

Y se subió tan digno, rascando con los cuernos la pintura del

artesonado.

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Y a mí, ¿qué más me daba? Me subí a ventilar a casa de doña

Obdulia, que había dejado un olor a seda vieja que no se quitaba con

nada, y me bajé de paso las basuras, la del cubo de la cocina, y otra

bolsa muy bien atada que había en el recibimiento, y que sólo tenía

papeles.

Pero ya me imaginaba yo qué papeles eran ésos, cuando vi la

caja roja abierta y vacía, tirada en un sillón del dormitorio.

Lo leí todo de un tirón aquella misma noche, encerrada con

mi botella sobre la mesa camilla.

"Tú y el hijo que esperamos sois lo único que me importa en

la vida, pero ¿qué puedo hacer? Las tres niñas no tienen la culpa...",

decía una carta cogida al azar. "Amor mío, cuando he vuelto en mí, y la

he visto a ella al lado de la cama, en vez de a ti, me he echado a llorar de

pena y de rabia... No sé si te he llamado mientras deliraba. Siempre te

estoy llamando aunque esté bien despierto..." "Sí te quiero, mi niña, y si

fuera posible, ahora mismo iría a verte. No puedo soportar que estés

pasándolo tan mal, y yo aquí, lejos, sabiendo que te enfrentas tú solita a

este trance... A veces pienso que nunca debimos encargar a esta criatura

que te está haciendo sufrir tanto. Cuando nazca, le voy a dar un tirón de

las orejas..."

Pero no debió de podérselo dar nunca, porque había un

montoncito de cartas de luto, con su orla negra, y sin sobre, atadas con

una cinta negra también, al fondo de la bolsa.

Me daba un poco de reparo, pero por fin deshice el nudo.

No eran cartas: eran versos tristísimos. "Mi vida desemboca

en una tarde sin estrellas". "Sólo quiero seguirte", decía.

"Afortunadamente, no viviré ya mucho. No te perdono, hijo, lo que me

has robado", y cosas así, que las dejé porque hasta tocarlas me daba

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miedo. Y más todavía cuando hice cálculos y caí en la cuenta de que el

señor se había muerto poco después de escribir todo aquello, cuando

acababa de entrar yo en la casa, que le dio un ataque "como si hubiera

visto algo", contaba su mujer, y se cayó rodando por las escaleras.

¡Quita, por Dios, qué repelús!

Mitad por pensar en otra cosa, y mitad por vengar a doña

Obdulia, marqué el teléfono de mi "la otra". Eran las tres de la mañana y

se le notaba la voz de respingo.

-¿Dígame?

-¡Uuuuuuuuuuuuuuhhhhhhh!- volví a decir, porque no se me

ocurrió nada mejor.

¡Ay, pero mira, ya me acosté mucho más tranquila!

IX

Como no se puede estar en paz en esta vida, apareció mi hija

Fuensanta, llena de golpes y arañazos.

-Pero ¿qué te ha pasado?

No le saqué ni prenda, que buena es ella de orgullosa, pero

me lo podía imaginar. Ahora lo que importaba era averiguar por qué

venía a verme a mí precisamente.

-No sé si sabes que ayer hubo aquí una muerte- le advertí. – Y

hace poco también tuvimos un incendio, que podría haber ardido tu

propia madre, y tú, nada...

-No, no lo sabía. ¿Cómo me iba a enterar? Además... ¡como

para enterarme estaba yo!

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-Pues el caso es que eso es lo que ha pasado -recalqué, para

que se diera cuenta de que yo también tenía mis problemas, y que

además era yo la que establecía allí los temas de conversación.

Y me vio tan decidida que no tuvo más remedio que

interesarse.

-Y entonces, ¿se ha muerto alguien por culpa del incendio?

-No, en el incendio no. Pero sí que ha habido una desgracia

muy grande, por lo menos para mí: me he quedado sin la única persona

que me quería en este mundo...-dije, para que se fuera haciendo cargo

de que si a mí no me había dado nada, no iba a esperar que se lo diera

yo a ella.

Y también porque a lo mejor era verdad,

-¿La única persona que te quería en este mundo?

-Por lo menos, la única que me lo demostraba.

-Ah, bueno, pues muy bien. A quien no quiere nadie es a mí,

mamá...- dijo con la voz temblona.

-No: a ti, sí. ¡No tienes más que ver como te han puesto la

cara! Si eso no es cariño, que baje Dios y lo vea...

Se mordió el labio de abajo con tanta fuerza que la barbilla se

le puso blanca, blanca, y así resaltaba mucho más el cardenal morado

que tenía debajo de la boca. Cuando consiguió tragarse las lágrimas, se

volvió hacia la puerta.

-Me voy...

Y a mí, al verla tan derecha, tan orgullosa, me entro lástima,

no sé por qué, que yo me dejo a veces derretir por nada.

-No, no te vayas, Fuen. Es que me da tanta pena que, siendo

tú como eres, hayas ido a parar con este tío...

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-¿Y qué sabía yo, mamá? -y rompió a llorar, que era lo que

quería, abrazada a mí, en una de esas escenas que me ponen los pelos

de punta, porque parece que después de un abrazo tan entrañable, una

tiene que hacer lo que sea por esa persona.

Y yo, la vida la daría por quien fuera con muchísima

facilidad, pero el tiempo, no. De tiempo, ni un minuto, a ser posible.

Por poco si puedo quitármela de encima.

-Mira, Fuensanta, yo tengo mucho lío con lo del incendio, y

no voy a poder atenderte... -dije, empezando a ponerme nerviosa.

Se estaba haciendo tarde otra vez ese día para subir a limpiar

a casa de doña Enedina, y además se acercaba la hora de Blas Arias, y de

la copita que tomaba con él, es un decir, y allí seguía mi chica, con la

cara tiznada de rímel o de los cardenales, de pie, como su hermana, con

los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, y esperando.

-Mira, hija, lo mejor va a ser que te vayas a hablar con tu

padre...

-Pero es que papá me advirtió que si me marchaba otra vez

con Esteban, que no volviera...

-Son cosas que se dicen... Anda, llámale desde aquí.

En realidad, a saber dónde andaría su padre a aquellas horas.

Y yo, aunque estaba deseando que se largara, de momento me

conformaba con mucho menos: con que se pusiera de espaldas a la

nevera, para poder sacar el vino y llevármelo de allí, aunque fuera a mi

cuarto, a servirme una copa.

Pero levantó los brazos que le colgaban, y me los volvió a

echar al cuello llorando. Como tengo yo la columna de mal, me pesaban

a la espalda como ristras de chorizo.

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Nada, que no me dejaba.

-¡Pero chica! ¡Tampoco será para tanto!

-¿Es que no me ves, mamá?

También, la exagerada, entornaba los ojos y entreabría la

boca, distorsionando el gesto para que pareciera más grave el asunto. Y

estoy segura de que los arañazos se los había hecho ella sola en medio

de la riña, de rabiosa que es...

-Sí, hija, claro que te veo... ¿Cómo ha sido? ¿Es la primera

vez?

¡Ay, que no! ¡Que no sólo no era la primera vez, sino que me

las iba a contar todas, allí de pie y a palo seco...!

-Vamos a pasar a mi cuarto, hija, que estaremos más

cómodas...

-¡No, no, mamá, que es tan oscuro...! Se está mejor aquí ahora,

¿no te parece?

A mi me comía la impaciencia.

-¿Y nos vamos a quedar aquí toda la tarde, pegadas al

frigorífico?- pregunté, fuera de mí.

-No... No quiero molestarte. Tú ¿qué sueles hacer a estas

horas? ¿Sales a dar una vuelta? -dijo, apoyándose en la nevera.

-¿Cómo voy a salir, estando al cargo de una portería?

-¿Y entonces? -me preguntó, completamente despistada.

-Entonces... ¡yo qué sé! Es que me pone muy nerviosa verte

así, señalada por ese bruto.,. Oye- se me ocurrió de pronto-, querrás ir al

cuarto de baño, ¿no?

-Ahora no...

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-¿Ni a limpiarte la cara siquiera? -sugerí con la voz

temblorosa del esfuerzo de aguantarme la cólera, que me había subido

hasta la garganta.

-Si no hay nada que limpiar, mamá. Son cardenales.

-¡Ah bueno! -exclamé. -¿Y porque sean cardenales tenemos

que pasar la tarde aquí? Perdona... Quiero decir... ¿por qué no te

sientas?

-Siéntate tú si quieres. Yo prefiero seguir de pie -contestó, y

se apalancó más aún contra la puerta de la nevera.

-Pues a mí me estas poniendo nerviosísima.

-Pero, ¿por qué, mamá? Tú haz lo que tengas que hacer...

¡Lo que tengas que hacer! Yo ya a aquellas alturas -me parecía

que llevaba varias horas allí- había renunciado a la realidad, y no

pretendía más que soñar un poco: me conformaba con que se apartara

de delante de la nevera, para poder imaginarme que la abría, que sacaba

la botella, y que me tomaba una copa. Sólo por sentir esa ilusión me

habría dado por satisfecha. Pero con ella ahí delante era imposible: no

sólo me invadía la casa, sino que hasta a mi pensamiento le ponía

cortapisas...

Empecé a preguntarme si en el "delirium tremens" sólo

aparecen bichos o uno puede ver cualquier cosa que le aterrorice, como

hijos, maridos, Cayetanos...

Casi agradecí al destino que bajara Aurora, con esos pasos

rápidos, furtivos, con los que se escurre de mí últimamente... porque yo

se lo permito, claro.

Pero esta vez le salí a la zaga, sólo por desahogarme un poco.

-¡Aurora! ¿Dónde vas?

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Se quedó sorprendida, con un pie en el aire sobre el escalón

que iba a bajar.

-¿Has llamado a tu madre?

-¿Por qué?

-Porque no para de preguntar por ti... Chica, pero ¿qué pasa?

Si no quieres hablar con ella, escríbele una carta, pero no me la tengas

así a la mujer, que una madre es una madre... Y si no, que lo diga mi

hija, que esta ahí dentro: cuando tenéis un problema, entonces sí que

acudís a nosotras, pero si no, ni os acordáis siquiera... Y eso no puede

ser.

-Si es que... ¡como estoy fuera todo el día!

-Pero vamos a ver: ¿te pasa algo con ella?

La chica no sabía cómo escaparse. Se había quedado como

una cigüeña asustada, igual que en aquel juego de las figuritas, con una

pierna en el suelo y la otra encogida en el aire.

-No, qué me va a pasar...

-Pues llámala, mujer...

-Bueno, ya llamaré- dijo, tratando de esquivarme y escapar

por la izquierda.

Por mi gusto, no la habría dejado ir hasta que me explicara lo

que sucedía, pero me acordé de mi hija, que estaba sola y con la casa a

su disposición. O sea, que era muy fácil que tuviera hambre o sed y que

abriera la nevera, y allí se encontrara con el arsenal, porque acababa de

traerme provisiones para toda la semana.

-Pues a ver si es verdad- concluí, y entré en la portería como

una exhalación.

-Pero bueno, y tú, ¿qué has pensado hacer?

-¿Yo? De momento, nada. No voy a volver con él ahora...

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-¿Cómo "ahora”? Si tienes pensado volver, mejor cuanto

antes.

-Es que no tengo pensado nada...

-Pues espabila, chica, que la vida sigue y no podemos

pasárnosla aquí paradas... Vente conmigo, que tengo que subir una

cosa...

Por un momento creí que iba a decirme que prefería

esperarme agarrada a la puerta de la nevera, y ella misma debió de

pensarlo también, pero luego me vio la cara de impaciencia y me siguió.

Lo que tenía que subir era la bolsa de los papeles a casa de

doña Obdulia, porque basura no era al fin y al cabo, y me podían

preguntar por ellos.

-¿Y eso?

-Unos papeles que me bajé por equivocación. Es que, aunque

a ti tus problemas te parezcan lo más importante de este mundo, la

verdad es que hemos tenido una desgracia muy grande en el vecindario:

se ha muerto doña Obdulia, la señora del segundo. ¿Te acuerdas de

ella?

-¿La del gato? -preguntó, intentando interesarse.

-No, doña Obdulia, una señora muy mayor que ha sido

presidenta muchos años... La que tenía el gato era doña Enedina, que es

la que está en el hospital ahora, desde el incendio.

Pero a Fuensanta le importaban un comino, aunque se me

murieran todos los vecinos. Ella iba a lo suyo.

-Mamá, si me quedara contigo... Podría echarte una mano...

Tienes mucho trabajo para ti sola...

-¿Quedarte aquí?

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-Sólo unos días -farfulló, asustada sin duda por la mirada que

se me escapó, y que, aunque fue sin querer, debió de ser terrible.

-Pero ¿dónde, hija mía? ¡Si no tengo más que una cama ya...!

-Sí, pero de matrimonio. Ahí cabemos las dos...

Abrí la puerta sin decir ni pío -¿qué podía decir?-, y dejé los

papeles en el recibimiento, y volví a cerrar, y bajamos las dos en

silencio, y así estuvimos un buen rato, sin abrir la boca ni hacer ruido

siquiera, hasta que me lancé por fin.

-Voy a llamar ahora mismo a tu hermana...

-¿Para qué?

-¿Cómo que para qué? ¿Qué te crees, que puedo permitir que

una hija mía se quede por ahí tirada? ¿Qué noción tienes tú de lo que es

una madre?- le pregunté, clavándole los ojos, antes de que pudiera

mirarme ella a mí, supongo que llena de asombro, y me descabalara la

escena.

-Pero papá no va a querer que vuelva con ellos- dijo, vencida.

-Sí va a querer, sí... ¡Sería un monstruo si no acogiera a una

hija en estas circunstancias! Y además, Asun lo arreglará...

Y me lancé al teléfono como a una tabla de salvación.

-¿Asun?... Verás: es que está aquí Fuensanta que..., bueno que

ha discutido con ése, con Esteban, y no sabe adónde ir... No: una

discusión seria de verdad... Ya la verás a la pobre ahora... Sí, ahora o

dentro de un rato... ¿Que te vas? ¿Cómo que te vas? O sea, te cuento lo

que le ha pasado a tu hermana, que esta aquí deshecha, ¿y tú te marchas

al cine?- pregunté sin poderme creer lo que oía.

-¿Para esto os he educado yo? ¡Vamos, vamos! ¡Este desapego

no lo habéis visto vosotras nunca en casa...! No, si no me preocupo: lo

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que quiero saber es qué va a hacer ahora esta pobre criatura... -Me volví

a mi Fuensanta- Dice tu hermana que ha quedado en la puerta del cine.

Que te deja la llave en la portería, dice... –Enterré otra vez la cara en el

auricular. -Pero, claro, lo que no sabemos es cómo va a recibirla tu

padre. Convendría que estuvieses tú allí, por si acaso... No, yo bastante

hago ya por todos. Yo, que soy la menos indicada, porque por mí nadie

hace nada, y estoy aquí sola, y cuando llega el memento... Que te vayas

a ver la película con ella, Fuen, que es de risa. Espera, ponte tú, y así

quedáis...

¡Uf, qué alivio! ...¿O no? ¡Calla! ¿Qué estaba diciendo la tonta

de Fuensanta?

-No me apetece mucho el cine ahora... ¿No podrías dejarlo...?

Bueno, vale... ¿Y dónde habéis quedado? No sé si voy a ir de todas

formas. Si estoy, bien, y si no estoy, te espero a la salida...

O sea que la idílica imagen de la vida que volvía a su cauce,

como un río apacible de vino, la tarde serena y la casa sola, pendía de

un hilo...

Cuando colgó, contraataqué con furia.

-¿Cómo que no sabes si irás? ¡Claro que irás! ¡Pues estaría

bueno que fueras a amargarte la vida por un tío...! ¡Por un tío además

que...! ¡Que no me tires de la lengua, vamos! -concluí, haciendo un gran

esfuerzo para no seguir.

Y es que a aquellas alturas de la tarde ya no podía más. Por

primera vez, creo yo, en mi vida, sentía como un hervor, un picor

sediento que me recorría las venas.

-Si no es eso, mamá. Es que no me apetece...

-Pues haces por que te apetezca,.. Y además, tu hermana

cambia mucho de opinión, y lo mismo la convences para que no entre al

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cine, y os vais las dos a dar una vuelta y a tomar -¿un vino? ¿una

ginebra? ¡Aunque no fuera más que una cerveza, pero ya!- un café por

ahí...

-¡Qué va, mama! Si ha quedado con un amigo...

-Bueno, pues entonces, mejor me lo pones: que desquede,

porque para lo que va a sacar en limpio... Y ella, menos aún que otras,

que no tiene ninguna malicia... Entonces, ¿qué? ¿Te vas ya?

Pero como no se arrancaba, hube de decidirme yo.

-Haces muy bien- aprobé, como si hubiera dicho algo. -

¿Quieres te acompañe un rato?

Necesitaba urgentemente un trago, pero sólo el alivio de

verme por fin libre, de dejarla en el metro camino de su hermana, sería

como un bálsamo que me daría fuerzas para aguantar un rato más.

Eso sí, antes de salir miré alrededor, no fuera a olvidarse algo

y tuviera que volver.

-Vamos si quieres...

Pero ella, que ni se muere padre ni cenamos, seguía allí, otra

vez delante de la nevera, con la mirada perdida.

-No hemos quedado hasta dentro de una hora -dijo, cuando

por fin bajó de las nubes.

-¡Ah, vaya! Yo creí que lo del cine era una urgencia! ¡Vamos,

que era cuestión de vida o muerte que tu hermana saliera hacia el cine

sin tardar ni un minuto!

No contestó, porque se le habían llenado los ojos de lágrimas.

Pero no por su hermana, ni por mí, sino por sus cosas, porque se

acariciaba con pena la mejilla arañada.

-¡Hija, que más quisiera yo que ayudarte! Pero, ¿qué puedo

hacer?

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-Nada, mamá...

Y otra vez se me abrazó llorando. ¡Aquello era el no parar! De

todos modos me esforcé lo indecible para conservar la calma, y no

echarlo todo a perder.

-¡También tu hermana..! -me limité a decir. -¡Por un día que

se quedara en casa...! Pero a ella le gustan los pantalones, y eso lo pone

por delante de todo...

-Tampoco es eso, mamá...

Yo me ahogaba. Me ahogaba de verdad. La aparté como pude,

aunque sus brazos, sus dedos y sus pelos crecían hacia mí, como una

enredadera que se orienta hacia la pared.

-Quita, quita... Vámonos a dar una vuelta, que no hay quien

resista aquí metidas...

Mano de santo. Antes de salir se fue al cuarto de baño a

quitarse los churretones. ¿Cómo no se me habría ocurrido? ¿O sí se me

había ocurrido? Daba igual. Aproveché la tregua con el alma pendiente

de un hilo. Ni tragaba siquiera por no hacer ruido: sólo lo dejaba que se

deslizara por la garganta despacito, como ese río de paz que he dicho

antes. Y cuando ella cerró el grifo, y yo la botella, pensando que iba a

salir ya, me regaló otros dos o tres minutos: la sentí que entornaba la

puerta para orinar, conque volví a aplicarme, esta vez sin cuidado, con

pasión, hasta que sonó la cisterna.

Claro, lo malo de este beber apresurado es que te cueces en

seguida. Cuando bajamos los escalones del portal, me agarré de su

brazo, emocionada. Ya no me importaba que estuviera conmigo: al

revés. Entonces era como si gracias a ella me hubiera cogido yo aquella

borrachera tan dulce, tan rápida y tan agradable. La volvía a querer

igual que de pequeña, y otra vez el cariño de madre, el único verdadero,

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me subía y me arañaba la garganta, como cuando sientes crecer la

alegría desde el fondo del corazón, el árbol de la alegría, con su

tremenda sombra de tristeza.

Tanto la quería que me puse a llorar de repente, al ver los

cardenales que tenía, a la luz de la calle.

-Pero mamá, no llores -me iba consolando, mucho más

tranquila ella ya que yo. Y la pobre no sabía qué hacer, ni yo como

parar.

Al final, no recuerdo si a ella o a mí, se nos ocurrió comprar a

medias un cupón a los ciegos, y ahí estábamos, esperando que

terminara la señora de delante, cuando le vi al otro lado de la acera.

Claro, me quedé pasmada. ¡Dos veces y en tan pocos días...!

Desde luego, no trabaja muy lejos, pero tampoco tan cerca

como para encontrármelo a diario.

-Nena, mira ahí enfrente con disimulo...

-¿Dónde?

-En el paso de cebra... No, mujer, en la otra acera... ¿Le ves?

-¿A quién? ¿A Esteban?

-¡A tu padre! Ahora se ha dado la vuelta, pero... ¿le ves de

espaldas...?

-¿El del abrigo gris? ¿Y qué hace aquí?

-Ve y habla con él y así te enteras...

-No, mamá, déjalo, que se va ya. Y mejor, porque si me ve

ahora contigo, luego no va a querer que me quede en su casa...

-¡Oigan! ¿Desean ustedes algo? -se desgañitaba el ciego al

otro lado de la ventanilla.

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-¡Ay, perdón! Sí... Yo creo que no se enfadaría, nena, al

revés... Sí, míreme usted éste, que está premiado...

-¿Cómo que está premiado? -gruñó el hombre.

-Bueno, premiado... Me ha tocado el reintegro. Y quería

cambiarlo por otro para hoy...

-A ver: en qué termina -me cortó.

¡Claro, como era ciego, no podía verlo aunque se lo había

metido debajo de las narices!

-Ah, disculpe. Termina en siete y es del día doce...

-¿En siete y es del día doce? -repitió el hombre con

escepticismo, -¿Y dice usted que le ha tocado el reintegro?

-Sí, mire, aquí esta... Aquí lo tiene usted en la lista, ¿verdad,

Fuen?

Mi hija se inclinó para mirar el número.

-Sí: el doce de febrero, veinticinco mil quinientos diecisiete-

leyó, para disipar cualquier duda.

Pero el escepticismo del ciego se había convertido en una

abierta desconfianza.

-¿Seguro que cayó en siete?

-Hombre, se lo aseguro -le dije muy violenta. Y ya que

despreciaba mi palabra y la de Fuensanta, me volví a la cola que se

había formado.

-¿Verdad que el día doce acabó en siete, que lo pone aquí en

la lista?

Se levantó un murmullo de asentimiento,

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-Es que el quiosco lo lleva el sobrino, ¿sabe usted? -me

explicó la señora de detrás. -Pero a veces viene el tío, y no se fía de

nada...

¡Pues bien estaba no fiarse siendo ciego!

-No, no murmuren ustedes, que aunque venga todo Madrid a

darles la razón, si yo pienso que me están engañando, no hay quien me

apee del burro. Y a mí nadie me había comentado que el día doce

terminara en siete...

-Hombre, son cosas que a lo mejor no se comentan... Pero yo

le aseguro... ¿Como podría convencerle?

-De ninguna manera –replicó el ciego. -A ver, la siguiente...

-¡Pero, oiga...!

-Óigame usted a mí, y haga el favor de no molestar y de dejar

la ventanilla libre...

Y la señora que iba detrás de nosotros se nos coló,

guiñándonos el ojo. ¡Mira qué bien!

-¿Qué ha pasado? -preguntaban los del final de la cola.

-Nada, que han querido engañar al pobre ciego y cobrar un

número que no estaba premiado. ¡Menos mal que, aunque no vea nada,

este hombre es un lince!

-¡Qué falta de vergüenza, madre mía!

Cuando por fin conseguí dejar a Fuensanta en el metro al

cabo de hora y media, volvía dando saltitos por la acera. No lo pude

evitar. “Gracias Destino, porque has tardado, pero al final me la has

quitado de delante", iba diciendo, llena de gratitud, aunque un poco

extrañada ante tanta bondad.

Claro que no sabía que me estaba gastando otra broma,

menos pesada, pero igual de cansada a aquellas horas.

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-¡Hola, Sotera!

-Vaya, Cayetano... -murmuré, maldiciendo el sentido del

humor del destino.

-¿Te pillo en mal momento, ¿verdad?

-No, pasa, pasa... Eso sí, espérame un segundo que voy al

baño...

Menos mal que llevaba en el bolso las latas de cerveza que

había comprado. ¡Uf, qué alivio!

Cuando volví se estaba paseando impaciente.

-No quiero ser pesado- me dijo. Y yo, que me había alarmado

verdaderamente, me sentí algo más aliviada y le dediqué una sonrisa

agradecida.

Pero no es que fuera a irse, no. Siguiendo sus palabras al pie

de la letra lo que quería decir era "No quiero ser pesado... pero no lo

puedo evitar", o algo por el estilo, porque me dio a elegir entre dos

modos de tortura:

-Quería hablar contigo, pero si te viene mal ahora, lo dejo

para mañana...

¡Santo cielo! Tuve que volver al baño a buscar nuevo

consuelo y a pensar cuál de las dos propuestas sería más llevadera.

-Si te das prisa... Es que mañana no sé si estaré...

Pero claro, es una tontería decir eso siendo la portera, porque

¿cómo no vas a estar?

-Tengo que ir al médico...

-¿Te pasa algo?

Yo traté de acordarme de alguna de las enfermedades

respetables que alegamos las mujeres, de ésas que duran toda la vida y

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sirven de comodín para cualquier circunstancia, pero no la encontré, así

que me limité a murmurar que iba con mi hija.

-Pero ¿es para ti o para ella? Porque si es para ti, yo te

acompaño...

-No, es para las dos...-dije desesperada. -El ginecólogo,

¿sabes?

-¿Tenéis algún problema? -siguió preguntando. -Porque yo

entiendo mucho de eso... Es más -terminó, guiñándome un ojo-: fíjate si

entiendo, que sé que no vas al ginecólogo.

-¿Ah, no?- ¡Vaya, hombre! ¿Tan mal mentía yo? -Pues ¿dónde

voy entonces? -le desafié.

-Al del estómago...

-¿Cómo?

-Que sí, chata, que sé que vas al médico por lo de la colitis,

que no paras... Tres o cuatro veces esta tarde, sin ir más lejos. ¿O te crees

que no me he fijado? ¡Y no pongas esa cara, guapa, que todos estamos

hechos de lo mismo! ¿O no? ¡Je, Je, je! ¿Eh? ¿No tengo razón? ¿O eres tú

diferente de los demás cuando te encierras en el baño? ¡Porque serías el

primer caso que conociera, je, je...!

Como tenía los nervios de punta, y su gracia a mí no me

había hecho ninguna, aproveché la ocasión para desahogarme, que vaya

tardecita que llevaba, y le armé una bronca tan gorda por imaginarme a

mí en esas circunstancias, que ahí empezó a terminar la historia de

Cayetano.

Y no digo que terminó del todo porque tuvo un final largo

que no acababa nunca.

Bueno, pues al día siguiente volví a toparme con Andrés, de

buenas a primeras, o sea, en cuanto puse un pie en la calle. Pensé que

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venía a decirme algo de la Fuensanta, claro, pero qué va. En cuanto me

vio salir, echó a andar muy deprisa, sin hablarme, ni volverse a mirarme

siquiera, como si llevara esperando un buen rato sólo para asegurarse

de que yo vivía allí, lo que era una solemne tontería. Pero... ¡este

hombre...! ¡Cualquiera le entendía...! ¿Qué hacía ahí todo el día

espiándome?

Me quedé tan extrañada que seguí andando por la misma

acera sin darme cuenta, en vez de cruzar como hacía siempre para no

encontrarme a Antonio, y claro, me topé con él, que por lo visto también

me tenía ganas ya. Y es que no había vuelto a su tienda desde que le tiré

las lentejas, y se puso como se puso, sin estar ni siquiera seguro de que

había sido yo.

-¿Qué pasa, Sotera? Desde que se murió la señora no se te ha

visto por aquí...

-¿Qué señora?

-La vieja que bebía, Dios me perdone- y se empezó a

santiguar para que no se le tomara en cuenta el comentario.

-Pero ¿qué dices tú, muerta? ¡Si ahora mismo iba a verla! No,

hombre, no, está en el hospital, pero no tiene nada...

-¡Pues allí no le darán de beber!

Me debí de poner roja hasta las orejas.

-Es de suponer que no. De todas formas, tampoco bebía

tanto...

-¡Hombre, chica, mujer, tú me dirás: dos botellas diarias de

tintorro, más algo que pescara por ahí, que si un anisillo, que si un

licorcito de avellana... A no ser que a mí me engañaran...

-Y ¿quién iba a engañarte a ti, y por qué? Vamos, que quién

eres tú tan importante, como para que haya que engañarte... -le lance

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con cara de asco, porque aquel "hombre, chica, mujer" me ponía los

nervios de punta.

-Ah, no sé...

-Sí sabes –insistí, mucho menos tranquila de lo que me

hubiera gustado. -Las cosas siempre se dicen por algo, así que, venga,

larga.

-¡Tampoco hay que ponerse así, mujer! Sólo me interesaba

por la señora, que como hacía tanto que no se la veía...

-Pues no está mal. Ni bien tampoco, desde luego, pero mira:

va tirando.

-Bueno, y ahora en serio, Sotera, ¿cómo se las arregla? Porque

una persona que bebe tanto, no lo puede dejar así, de la noche a la

mañana...

-Que te digo que no bebía tanto. No todo lo que te compraba

yo era para ella. A veces también se lo llevaba a otros vecinos...

-¿Ah, sí? -dijo con intención.

-Que no es que yo este poniendo a nadie de borracho,

hombre, que luego tú lo tomas todo por la tangente. Pero que a veces

uno u otro me encarga una botella, como me pueden encargar un

paquete de arroz...

-Sí- decía riéndose. -Pero imagínate, ¡tres paquetes de arroz al

día...!

-Y yo misma he comprado para mí alguna vez...- dije por

descargarme un poco la conciencia.

Y él casi no podía esconder la risa que se le escapaba por los

ojos.

-¡Ah! O sea que tú también...

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-Sí, como todo el mundo... Bueno, te dejo...

-Vale, pero a ver si se te ve por aquí, que no estamos

apestados. Pero antes de irte, dime- y bajó la voz-: ¿le sigues haciendo el

favor a la vieja, verdad?

Se había puesto tan serio, y con un gesto tan comprensivo,

que creí que me lo preguntaba de buena fe.

-¿Por qué lo dices?

-Porque tengo mis informaciones... -Y se le ensanchó la cara,

y otra vez se echó a reír a carcajadas.

-Pero ¿qué informaciones? -medio grité, a punto de saltarle al

cuello.

-¡Hombre, chica, mujer! Ya sabes que en el gremio todos nos

conocemos, y la gente habla...

Me quedé de piedra, como mis hijas cuando se ponen

pasmarotes. Y es que si me iba sin contestarle nada, sabía que luego iba

a pasarme el día dando vueltas a las posibles contestaciones, así que lo

mejor era decir algo, lo que fuera, para salir del paso, siquiera a

trompicones.

-Bueno, pues sí, algo de eso hay. Así que diles a tus

informadores que a ver si tienen más respeto con las personas mayores,

y no se meten tanto en las vidas ajenas.

Y me marché dándome la enhorabuena, porque de memento

le había dejado petrificado.

¡Anda que si por fin volviera doña Enedina a casa, y llegara a

enterarse...!

Pero no iba a volver. Al verla tan quietecita, te daba la

impresión de que estaba allí pintada, al lado de la ventana, como si

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fuera parte del decorado de la habitación. Ya no quedaba ninguna de

sus compañeras de antes: una de las camas estaba vacía, y en la otra

había una mujer más joven, que dormía sin ruido. Un ramito de flores

amarillas llenaba el aire del cuarto de olor a muerte.

Doña Enedina se echó a llorar al verme.

-¡Ay, Sotera, que es usted la única que se acuerda de mí!

-No señorita, que todos me van mandado recuerdos para

usted... Don Cosme, doña Berta...

-¿Y doña Obdulia?

-Y doña Obdulia- mentí, sin parpadear siquiera.

-Pues a ver si me hacen una visita, que estoy aquí solita todo

el día...

-¡Si es que esto queda tan lejos...! Ya volverá usted a casa, y

tendrá tiempo de cansarse de hablar con todos...

-Sí, pero podían venir algún día con el mecánico del tío

Arturo...

-¿Qué tío Arturo, señorita? ¿Un tío suyo? -le pregunté, porque

me parecía que se me iba.

-Sí, claro, mi tío, hermano de mi padre, de la calle de

Lagasca...

-Pero señorita, ese señor moriría ya...

-¿Usted cree?

-¡Hombre, por ley de vida...!

-Puede que tenga usted razón. Es que aquí, lejos de todo,

como no ve una ni a los vivos ni a los muertos, sólo a esta gente que no

conocemos -dijo, bajando la voz y señalando a la mujer que dormía-,

acaba una por confundirse. Pero no se crea que estoy perdiendo la

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memoria. Al revés: como tengo tanto tiempo libre, lo paso ordenando

los pensamientos, ¿sabe usted? Colocándolos por orden: mi tía Edu, que

fue la primera que faltó en la familia, se murió un poco antes de casarse,

y mi abuela, tres meses después de ella. Mi madre, diecisiete años y

cinco meses más tarde, cuando no quedaba más que una semana para

navidad, y mi padre ya había fallecido... no recuerdo bien cuándo, un

año o dos antes. Entre ellos dos nació mi sobrino Evaristo, que fue mi

madre la madrina, y mi padre ya no estaba, que lástima... Y luego, mi

hermana y su marido, los dos de algo del pecho, que se lo contagiaron...

Cuando me contó todas las muertes de sus parientes, se

quedó como ausente un rato largo, mirando por la ventana los rayos del

último sol que le llenaba los ojos de lágrimas, y así pasamos mucho

tiempo, ella pensando en el pasado, yo calculando qué iba a ser de ella,

y la mujer de al lado, qué feliz, durmiendo. Conque me levanté sin

hacer ruido, y le di un beso a la señorita casi sin rozarla, para no irme

sin despedirme, pero que a la vez, no se diera mucha cuenta de que me

marchaba.

Pero sí que se dio.

-No se vaya, Sotera...

-Señorita, que cierran a las ocho y media.

Y entonces se echó a llorar, cogiéndome las manos con tanta

fuerza que no podía soltarme.

-¡No se vaya usted, por Dios!

-No tengo más remedio, señorita...

-¡Por lo que usted más quiera, no me deje!

Se puso de tal modo, que por un momento perdí la cabeza, y

miré alrededor a ver si podía quedarme allí escondida, debajo de la

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cama o donde fuera. Claro que el problema, más que pasarme la noche

en el suelo, era el de siempre: que no tenía apenas gasolina.

Pero de todos modos, no sabía qué hacer.

Menos mal que entonces entró la enfermera.

¿Qué hace usted aquí todavía? Nada, nada, Enedina, deja que

se vaya tu amiga, que hay que cerrar la puerta grande para que no entre

frío... Venga, suéltala... l

Dedo a dedo me fue soltando la señorita, sin dejar de llorar, y

yo le acaricié la cara con las manos libres, casi sin atreverme porque

estaba tan suave que parecía que iba a deshojarse. La enfermera me

apartó de ella, y me fue empujando hacia la puerta.

-¿Sólo lleva usted el chaquetón? ¿No se deja nada? ...Hala,

buenas noches, Enedina, que hasta mañana no te veo ya...

Y cerró, y la señorita se quedó con los brazos tendidos hacia

mí como una niña.

-Ya lo sabe usted, ¿no? -me dijo la enfermera, -que el lunes se

la llevan al asilo... Vino ayer la sobrina...

¡Hay que ver qué hartazgo de llorar tan tonto que me di!

¡Como si hubiera sido mi propia madre! Toda la noche, hasta que me

entró el sueño, se entiende, la pasé entre sollozos, que hacía tiempo que

no lloraba yo así, ni sé por qué.

Pero claro: alguien tendría que llorarla. Como yo le decía a la

pared de la alacena, cuando me tomé una copa o las que fueran: "Es que

a ver, señorita, habiendo podido usted casarse y parir dos o tres hijos

que la cuidaran al llegar a esta edad, y... ¡mira que descuidarse tanto!

Porque ¡anda que no se ha descuidado usted! Y eso le ha venido por ser

rica. Si no hubiera tenido para vivir, se habría casado, y otro gallo le

cantaría ahora. Había pasado usted unos años malos pariendo y criando,

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malos y buenos, que también hay sus ratos buenos, fíjese, para

reconocerlo hasta yo misma, y ahora tenía asegurada la vejez. Y no así,

que se le ha echado encima el tiempo sin sacarle provecho. Porque ¿qué

es lo que ha hecho usted en todos estos años? Ganchillo y visitar a las

amigas, y algún que otro crucigrama, que yo sepa, pero nunca se ha

corrido una juerga loca... Claro que así, sin hijos, tampoco le ha hecho

daño a nadie, ni nadie ha venido a sufrir a este mundo por su culpa,

pero ahora... ya ve. Ya ve lo que le ha traído tanta bondad, tanta sonrisa

y no querer molestar, tanto pedirlo todo por favor..."

Lo primero que hice a la mañana siguiente, antes de abrir

siquiera, fue subir al cuarto, a recogerle las dos o tres cosas que quería

llevarle antes de que se fuera del hospital. Era la primera vez, a pesar de

todos los intentos que había hecho, que entraba hasta el fondo de la

casa, donde las paredes estaban ennegrecidas y flotaba un olor dulce,

espeso y repugnante, como de pastel quemado, que se me pegaba hasta

en el paladar. ¡Qué asco! Cogí a toda prisa lo que me pareció de la

alcoba de la señorita, y como no encontraba el chal morado que se echa

para estar por casa, fui a buscarlo al comedor.

¡Virgen del amor hermoso! ¡Se conoce que allí había

empezado todo! Todavía volaban capas de humo negruzco a retazos por

el aire azul de niebla, y pedazos de madera y pintura que se iban

desprendiendo de los muebles, como si fueran de papel. Ni sé cómo

llegué hasta el balcón sin asfixiarme, y cuando abrí, salió a la calle una

nube de tizne tan grande que se quedó prendida de los árboles como

una telaraña. ¡Qué vergüenza, si la gente miraba para arriba!

Pensé que el culpable de todo fue el brasero, porque habían

ardido las faldas de la camilla completamente, pero quiá. Ni carbón

tenía, porque doña Enedina lo que encendía era la estufa. Carbón no,

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pero sí que había al lado algo como un petardo. Me agaché para verlo:

una colilla. ¡Una colilla! No se podía ver del todo la marca, pero sí que

empezaba por una "C" que el fuego había vuelto rubia como el oro.

Me la guardé no sé por qué, pensando quién habría estado

allí. Yo, por ejemplo. Pero yo no fumo apenas, y desde luego, ningún

tabaco con esa "C" tan vistosa. Además, por fumar, fumaba hasta el del

gas, que traía a doña Enedina a mal traer, cuando llegaba con el cigarro

en la boca, y la cabeza ladeada hacia la bombona. Aunque si hubiera

sido él, en vez de un incendio, habríamos saltado todos por los aires.

No, él no era, y sin embargo...

Sin embargo algo me decía que yo conocía al culpable, que

hasta le había visto allí aquella mañana, antes de irme a la boda, pero

nada, no me acordaba. Claro, con las prisas de bajar a arreglarme...

A ver: eran las diez cuando subí, muy pronto para que

hubiera alguna visita..., y sin embargo la había.

-¡Porteraaa! -gritó una voz de hombre desde el piso de abajo.

Abrí llena de ira la ventana del pasillo que da al patio,

porque, aunque no se ve desde la escalera, se puede hablar

perfectamente.

-¿Cómo ha dicho usted, "portera" o "Sotera"? -pregunté.

Porque yo no voy a pedir que me traten de "empleada de

patios, portales y ascensores”, pero sí que me llamen por mi nombre, y

sin pegarme gritos.

-¿Es usted la portera? -insistió él.

-Soy Sotera -me empeciné yo.

-Pues yo soy el hermano de Aurora Sánchez, que estoy aquí

con mi madre... ¿Tiene usted la llave del piso de mi hermana?

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-Sí que la tengo, pero sin su consentimiento no se la puedo

dar...

Y entonces se abrió la ventana de la casa de Aurora, y

apareció ella con su carita pálida, poniéndome unas caras horribles de

súplica, y temblaba como si tuviera azogue en el cuerpo. Yo la

tranquilicé también con gestos, y seguí contestando a su hermano.

-Oiga, pero ¿sabe que si denunciamos el caso a la policía, se

le va a caer a usted el pelo, por no facilitarnos la entrada?

-No creo yo que ni el caso ni la policía den para tanto. Si

quieren hablar con ella, llámenla por teléfono, y ya está.

Del otro lado de la escalera subió un bufido, y luego se oyó

murmurar en voz baja. A mí me iba entrando por momentos un cariño

desmedido por la chica paliducha que siempre me había parecido tan

sosaina, y que ahora era como un pajarito asustado asomado a su nido.

O a lo mejor no era simpatía hacia ella, sino una antipatía,

desbordada también, por aquel hermano tan autoritario.

El caso es que decidí protegerla hasta con mi vida si fuera

preciso. La verdad es que yo pongo mi vida muy a menudo a

disposición del que la necesite, pero nadie viene a quitármela nunca,

qué desgracia.

-Muy bien- dijo la voz de hombre desde abajo. - Pues si usted

no quiere colaborar, tomaremos nuestras medidas.

-Pues tómenlas- contesté. ¿A mí qué me importaba?

Y las tomaron. Se pusieron a aporrear la puerta como dos

energúmenos, y la Aurora, desde la ventana, se tapó la cara y se puso a

llorar.

-Chica, ¿por qué no sales? ;No ves que te van a echar la puerta

abajo?

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-¡No puedo! ¡No puedo! -chilló, fuera de sí. Y luego se apoyó

contra el alféizar repitiendo: "No puedo", y ya ni me oía, como si

estuviera en otro mundo que existía detrás de una cortina de Nopuedos.

-¡Pero Aurora! ¿Qué te pasa, hija? ¿Te ha hecho alguien algo

malo?

Porque, como era tan tímida y tan vergonzosa, a lo mejor la

habían violado, y no quería contarlo. Qué sé yo las tonterías que me

pasaron por la mente, Hasta me imaginé que el violador era el hermano

aquel tan impertinente, que la tenía amedrentada para que no se lo

dijera a nadie, o algo así... ¡A ver! ¡Con aquella manera de llorar...!

-¡No lo puedo decir...!

-O sea, ¿que sí? ¿Qué sí que te han hecho algo malo?

No contestó pero subió tanto de tono en sus gemidos que

hasta los golpes de la puerta cesaron, como si se hubieran sorprendido

del ruido.

-¿Quién ha sido? -le pregunté, echando medio cuerpo por la

ventana. Y ya me estaba imaginando a mí misma sacudiendo al

culpable, llamándole "sinvergüenza' y "bastardo", que era uno de esos

insultos que nunca me viene a la lengua cuando lo quiero usar, pero

aquella vez sí, ya lo tenía preparado.

-Me han... Me han... Me han...

-Te han... ¿qué?

-Es que es horrible...

-Venga, mujer... Yo te ayudo. ¿Te han hecho algo... algo que

tú no querías que te hicieran...?

-Sííí...- berreó como un becerro.

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Los golpes cesaron, y la voz del hermano retumbó en la

escalera como un trueno.

-¡Es ella! -bramó. -¡Aurora, Aurora, no te preocupes, que sé

que estás ahí, que te estoy oyendo llorar!

Y luego, más tranquila, la del señor Otón:

-¡Toma, la está oyendo usted y todo el mundo!

Yo bajé la voz.

-¿Te han... -qué cosa, me dolía hasta decirlo,- te han...

violado?

Me miró horrorizada entre los dedos.

-¡Nooo! -exclamó escandalizada.

-¿Y entonces? -dije yo, extrañadísima también.

-¡Me han echado del trabajo! -y se puso otra vez a berrear.

-¡Anda! ¿Y eso era?

-¿Cómo que si eso era?

-¿Por eso no quieres abrir a tu madre?

No conseguí enterarme porque se puso a llorar otra vez a

gritos. ¡Virgen Santa, qué agonía de mujer! Al final la dejé allí, y me

bajé a mi casa con las cosas de la señorita Enedina. No pude coger el

ascensor, y la escalera parecía una carrera de obstáculos: primero, el

dichoso hermano, que me salió al paso para pedirme explicaciones, y

luego los vecinos, que, cada uno en su descansillo, me preguntaban

perplejos a qué venía aquel jaleo. Iba pensando que menos mal que

doña Berta, que es tan pesada, no lo habría oído desde su primero, y yo

no sé qué me pasó, si es que me entró la prisa por escaparme de ella, o

la alegría de que ya estaba casi abajo, el caso es que puse mal un pie, y

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se me dobló, y me caí encima con todo el peso, que no es poco, ay, del

cuerpo.

Bueno, pues nada: dos semanas enteras sin moverme, y con la

pierna en alto. Me habría parecido casi mejor la horca. Y eso que, menos

mal que me pasó entonces, y no dos días antes, cuando vino Fuensanta,

porque si no, sí que se había quedado, quieras que no, conmigo.

XI

Lo que más sentía... No, lo que más sentía de todo era que no

me quedaban más que cuatro botellas de vino en la despensa, o sea, dos

días escasos, y eso si conseguía ajustarme, y a ver luego qué hacía. Pero

lo segundo, aunque mucho más triste, fue que no podría ir a ver a doña

Enedina. Cuando me levantaron -fue el hermano de Aurora, por lo

visto, el que me llevó en brazos hasta la portería-, recogieron las cosas

suyas que me había bajado, y creyeron que eran mías: pusieron sus

zapatillas a los pies de mi cama, su camisón debajo de mi almohada, y

el chal morado colgado de la percha que había enfrente del sillón donde

pasé toda aquella agonía. Y lo llamo agonía, porque cada vez que

miraba el chal, y me acordaba de ella, me entraba una pena tan grande

que no podía ni llorar siquiera.

Como es natural, entre unas y otras cosas, se me acabó el vino

antes de lo previsto: la noche del segundo día, no quedaba ni gota.

Y... ¿qué iba a hacer? No podía salir con mi venda y

arrastrando la pierna, hasta el bar de la esquina -porque más lejos no

iba a conseguir llegar-, a pedir una botella a las once de la noche, sin

levantar sospechas. Ni siquiera diciendo que me dolía muchísimo y que

necesitaba una copa de coñac a falta de algo mejor, porque las farmacias

estaban cerradas.

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Pero el coñac es para las muelas, sobre todo. Y la ginebra para

la menstruación. Claro que siempre me quedaba el recurso de decirles

que me dolían las dos cosas: la muela, por culpa de la menstruación, y

la menstruación, por ella misma. Así podría pedir un combinado de

ginebra y coñac. Y luego, otro: "Cuidado que está malo, pero si ha de

curarme...", les diría. "Es que prefiero pasarme que no llegar, ya que he

venido hasta aquí. ¡Como me cuesta tantísimo moverme...!"

De darle vueltas a esto, aunque procuraba dárselas con

sentido del humor, me fue entrando un sinsolaz que no podía, conque

al final llamé al señor Otón, que me acordaba yo que le habían regalado

en la boda un carrito de alpaca de adorno, pero con su buena botella de

licor de verdad. Y bien podía faltar a mi promesa en una situación tan

apurada. Por otra parte, a pesar de lo serio que era, tenía algo especial

que te daba confianza para acudir a él en caso de necesidad.

-Perdone usted, doña Avelina, que sé que no son horas, pero

es que me ha dado así como un vahído, como un amago de desmayo,

vamos, y como estoy aquí sola...

Se ofreció a bajarse conmigo, muy amable. Claro que no tenía

mérito: yo también preferiría pasar una velada con quién fuera antes

que con el señor Otón.

-No, por Dios- protesté. -¿Cómo iba a molestarla tanto? ¡Pues

sí, bueno se iba a poner su marido! No: yo lo que querría pedirle es si

tuviera usted algún licor, que me subiera la tensión un poco...

Me dijo que en su casa no tenían alcohol, y que lo sentía

mucho.

-Y si hubiera- bromeó, completamente en serio, -ya me lo

habría bebido todo yo...

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-Pues yo no sé por qué, había pensado que sí... Me había

parecido que les habían regalado una botella a ustedes cuando se

casaron...

-¿Alcohol? Alcohol, no. ¿Verdad, Otón, que no tenemos

nada?

-Pero ¿quién pide alcohol?- se oyó la voz de su marido.

Yo me eché a reír en falso.

-¡Huy, por Dios! -exclamé con un aire de virtud tan verdadero

como el de una prostituta de cuya virginidad se dudara. -¡Parece que es

que yo...!

-¿Sabe qué voy a hacer, Sotera? Voy a bajarme un rato con

usted... ¿No crees, Otón?

-Bueno..., sí... -contestó el de malísima gana. Aunque no tanta

como yo.

-¡No, señorita, no! -le supliqué al auricular. Pero ella ya había

colgado, y antes de dos segundos, se oía el ascensor...

Claro, la pobre había visto el cielo abierto. Y me parecía de

perlas, pero no a costa mía.

Por eso la recibí bastante seca.

-No haber bajado, señorita... Pero ya que se ha tomado tanta

molestia... ¿me ha traído usted algo que me reanime un poco?

-Y ¿qué iba a traerle? ¿Quiere un café?

-No, que me quita el sueño...

Sin preocuparse ni de mi sueño ni de mí, se instaló en la

butaca enfrente de la televisión.

-¿Le importa...?

-No, enciéndala si quiere...

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-Sólo si a usted no le molesta- dijo. mientras iba cambiando

de canal con el mando a distancia. -¡Hay que ver, qué programas tan

tontos! Yo no sé cómo la gente puede ver esta basura...

Y dicho y hecho, se quedo embebida delante de lo más

hortera y sin sal que encontró. Claro, como el señor Otón no consiente

que pongan en su casa más que los telediarios de la noche...

-Oiga, señorita, perdone que la moleste -la interrumpí yo,

desesperada ya,- pero a mí me pareció ver que sí que les habían

regalado a ustedes un licor...

Ni caso.

-Una botella muy bonita, en un carrito...

-Disculpe... ¿qué decía? -me preguntó, con la mirada

extraviada: un ojo en la televisión, y el otro en mí.

-Que si pudiera tomar una copita de algo, me levantaría un

poco... Es que no tengo fuerzas ni para hablar...

-¿Quiere que avise a... a algún bar, a ver si se lo traen?-se

ofreció, verdaderamente preocupada.

-No. señorita- le contesté. Y repetí con muchísima paciencia: -

Digo que yo creo que sí que les habían regalado a ustedes una botella

de licor, una que iba en un carrito...

-Ah, ¿y era de licor? -preguntó, volviendo los dos ojos al

aparato, y, poco a poco, el resto de la cara tras ellos.

Pero no la dejé. Había comprendido que si le daba una

tregua, se relajaría y se olvidaría de mí completamente. Así que cuando

había orientado casi toda la cara a la televisión, y ya iba a desaparecer

de mi vista hasta la punta de la nariz, la obligué a volverse hacia mí.

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-¡Ay, señorita, qué mal me siento! ¡Menos mal que ha bajado

usted! Y ¡cuánto la estoy molestando, pero si me pudiera hacer otro

favor...!- y fue como si cogiera esa nariz con una mano invisible.

-¿Qué favor?- dijo, sin mucho interés y completamente

despistada.

-Pues eso, señorita. Traerme una copita de licor, porque si no,

creo que me voy a ir al suelo...

-Pero... ¿dónde tiene usted el licor?

-Yo, en ninguna parte.... -dije, respirando hondo para

controlarme. -Pero me parece que ustedes sí. Una botella en un carrito...

-¿Y eso es lo que quiere usted?- me preguntó extrañada.

-Si fuera usted tan amable...

Echó una ojeada de nostalgia a la televisión. Menos mal que

habían empezado los anuncios.

-Muy bien. Ahora mismo se la bajo... Es decir: si no la ha

tirado mi marido... Como no puede ver el alcohol ni en pintura...

-Lo mismo que yo entonces- dije en voz alta, porque ya se

iba. -Lo que pasa es que cuando es un caso de enfermedad...

Pero los diez minutes que tardó se me hicieron diez siglos.

|Mira que si había tirado el señor Otón la botella! Pero... ¿por qué no

meten en la cárcel a todos estos intransigentes, Dios, que nos dejen

vivir siquiera un rato?

¡Ay, pero bajó con ella, como un ángel del cielo!

-Muchas gracias- le dije, sin poder contener la alegría. -

Señorita, es usted muy amable, muy amable... Yo la aprecio mucho. Me

alegro de que se haya casado usted con el señor...- añadí, y era verdad

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que acababa de cambiar la opinión, no muy buena, que antes tenía de

ella.

-¿Sí? ¿De verdad se alegra?- me preguntó, como si siempre

hubiera creído lo contrario.

Y dejó el paquete distraídamente -habían envuelto otra vez el

carrito con su botella en el papel de burbujitas, y lo habían metido en la

caja, y probablemente eso fue lo que salvó el coñac, porque era coñac,

del sumidero-, y se puso a mirar la televisión.

-¿Quiere usted un poco, señorita?

-No, gracias, no me gusta...

-Pero un poco... -insistí. -¿Cómo voy a beber yo así sola, como

una borracha?

Y es que me daba pena que una mujer tan buena, que me

estaba dando la vida, se quedara sin probar un poquito ella misma.

Aunque, claro, si estaba preñada -si lo estaba-, era natural

que no quisiera beber mucho.

-Bueno- dijo sin ganas-, medio dedito...

Medio dedito, pero se lo bebió de un sorbo, como los

novatos.

Y es que era un coñac dulce, de ésos que luego te dan la

puñalada trapera con la resaca del día siguiente.

-¡Qué rico!- dijo, olvidándose de la televisión por un

momento.- ¿Me pone un poco más?

-Pero ¿se lo ha tomado ya?- pregunté, exagerando mi

asombro, para que viera que uno no puede beber tan deprisa.

A ese paso se nos iba a acabar la botella en un pis pas.

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-¡Ay, por Dios, no se lo diga a mi marido...! Pero es que... ¡da

así como un calorcito...!

¡Pues mira qué bien! Había pensado apartar un vaso grande

para mí en la cocina, y rellenar la falta con agua, pero claro, ¡si ella

seguía a ese ritmo, y encima tenía que echarme yo la culpa...!

-¡A ver si va a pensar el señor que me he bebido yo todo...!

-¡Qué va! Si me ha dicho que tiremos lo que sobre, que no

quiere alcohol en casa...

-Ah, bueno, bueno...- "Gracias, Dios mío, por los

intransigentes. Retiro lo que he dicho antes de ellos, y te pido que los

conserves y aumentes en número y en calidad."

Pero no era tan bueno, porque doña Avelina se terminó

aquella copa y pidió otra. O sea, que íbamos tres a una. Me fui casi

arrastrándome a la cocina, para llenar un vaso hasta los bordes, y

guardármelo para luego, para cuando se fuera. Y no es sólo que yo no

bebiera tan deprisa: es que se disfruta mejor, dónde va a dar, si está una

sola.

-¿Qué hace usted, Sotera? ¿Quiere que le traiga algo?

-No, señorita, gracias...

-Es que si quiere algo, para eso estoy yo aquí...

Pero no estaba para eso. A pesar de su buena voluntad,

después de las tres copas, no se sentía con ánimos para levantarse del

sillón.

-No debía beber usted más. Y menos, estando así... -dije,

tanteando el terreno.

-Tiene razón- me contestó, y luego se volvió hacia mí sin

hablar, como una niña que ha hecho algo malo. Y yo, al ver que la tenía

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en mis manos, cogí la ocasión por los pelos. Ya sé que está muy mal

aprovecharse de un borracho, pero es que me moría de curiosidad.

Y como yo no se lo iba a contar a nadie...

-Me dijo don Otón que no querían tener hijos...

-Claro- replicó. -Pero cuando las cosas vienen...

-¡No me diga que vienen...!

-No, yo no digo que vengan- me explicó con la voz un poco

pastosa ya. -Yo digo si vinieran...

-Ah, y si vinieran ¿qué? El señor sería el primero en alegrarse,

por mucho que diga ahora.

Me miró con los ojos cargados de un humo azul.

-No crea, no. Él..., él no quiere...

-Pero, perdone que me meta en su vida, pero ya que me ha

dado usted confianza... ¿está usted embarazada?

-Sí...- dijo muy bajito.

-¿Y don Otón lo sabe?

-No- dijo más bajito todavía.

-¿Y qué va a hacer usted?

-¿Que qué voy a hacer? Pues nada. ¿Qué voy a hacer si no?

-Ya, pero entiéndame. Eso...- le señalé al vientre-, eso, con

perdón, seguirá creciendo...

Pegó un salto.

-¿Es que se me nota?

-No... Sólo un poco, lo que notamos las mujeres cuando nos

da por entretenemos en notar algo. Pero en seguida se le verá... Y claro,

tendrá que contárselo a su marido. Yo creo que él, diga lo que diga de

momento, se pondrá muy contento...

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Y conste que no hablaba por maldad, sino todo lo contrario.

En el fondo estaba casi segura de que el señorito Otón se había acostado

con ella, y más de una vez. Ni siquiera él sería capaz de vivir con una

chica tan joven, por escuchimizada que estuviera, y no tocarla. Otra

cuestión es lo que se hubiera propuesto, claro, pero todos nos

proponemos cosas como adelgazar o dejar de fumar, que casi nunca

hacemos, porque sólo los santos podrían.

Y luego estaba la pregunta, claro, de quién era e padre del

niño, pero eso tampoco tendría que importarle tanto a ella. El caso es

que se lo pudiera adjudicar a don Otón.

Aunque a lo mejor no era tan fácil, porque se le llenaron los

ojos de llanto.

-Pero ¿qué le pasa, señorita? Dígame, ¿es que no es feliz

usted con el señor?

Asintió con la cabeza, porque estaba muy emocionada para

hablar. Yo tenía que haberme callado entonces, pero mi lengua se negó.

-Y habrá sido su primer novio, ¿verdad? ¡Con lo joven que es

usted...!

-No... -dijo, secándose una lágrima que se le había escapado,

y luego otra y otra. -No: el es segundo. Vamos, es mi marido. Es como si

nunca hubiera sido novio mío- y ahora sonreía. -Como es tan serio...

Tengo la sensación de que pasó de conocerme a casarse conmigo, sin

intermedio.

-Y el otro novio... -insinué con tacto.

-El otro novio, nada...

-A lo mejor se quedó despechado cuando le dejó usted por

don Otón...

-¡Si yo no le dejé!

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-¿Cómo que no? ¿Y cuando se casó?

-No le dejé yo a él, sino él a mí. Y no es que me dejara, es que

estaba casado...

-¡Virgen Santísima!- me santigüé.

Y ella alertada, volvió a medir sus palabras. O a lo mejor era

verdad todo lo que decía.

-No le cuente esto a nadie.

-No se preocupe, señorita. ¿Cómo voy a contarlo?

-Por otra parte, no tiene nada de particular. Entonces conocí a

mi marido, y nos casamos, y... y le quiero con toda mi alma. No es lo

mismo, porque nunca es lo mismo una cosa que otra, pero le quiero

como..., como... Yo daría mi vida por Otón...

-Y yo también -se me escapó, porque era verdad. Pero de

todos modos, resulta deprimente darse cuenta a cada paso de lo poco

que a una le importa su vida. -Quiero decir que yo le aprecio mucho...

-Ya lo sé, ya...

Y no pudo seguir porque se emocionó otra vez. Como no

hacíamos más que dar vueltas a lo mismo sin entrar en ello, cambié de

tema y le conté que había subido a casa de la señorita Enedina, y cómo

estaba todo, y la colilla que me había encontrado, y que a lo mejor era la

culpable del incendio, y mil detalles más. Por fin se fue recuperando.

-¿Y con la chica del tercero, que pasaba el otro día?

-¡Yo qué sé! Que se había quedado sin trabajo y no quería

abrir a la madre, y la madre creía que le había pasado algo malo, quiero

decir, peor que eso, y... Bueno, ¿para qué le voy a contar? A ver si se le

va a hacer tarde, señorita...

-Una copita más, y ya me voy...

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Bueno, pues se la di -¡era suyo al fin y al cabo!-, aunque un

poco aguada, y menos mal, porque se subió dando tumbos, que me

asomé a despediria y no atinaba la pobre a abrir la puerta del ascensor,

ni a meterse por ella, ni a cerrarla después. No sé qué le diría el señor

Otón. Claro, que si dormían en camas separadas... ¡Vaya drama!

Al día siguiente vino la Sonsoles a limpiar, que también es

mala suerte, oye, porque si llegan a mandarme a una nueva, que no me

conociera, podría haberle encargado a ella el vino o lo que fuera, con

cualquier pretexto.

-¿Necesita algo de la calle, señora Sotera?

-No, nada, gracias.- Que era como preguntarle desde un barco

en alta mar a un náufrago que pasa por allí en un tablón que si quiere

subir a bordo, y él contestar que no. Pero de momento tenía casi media

botella de coñac, y cuando se acabara, quien sabe qué milagro podía

suceder.

A lo mejor yo misma, un poco cocida, cambiaba de

personalidad y no necesitaba beber más. O a lo mejor me sanaba la

pierna de repente, y podía ir a comprar todo el vino que necesitara...

(Perdón: todo el vino que quisiera, desde luego).

Empecé a beberme la botella con impaciencia, un poco por la

curiosidad de ver qué iba a ser luego de mí, y si se cumpliría algún

milagro, cuando llegó Aurora y se paró a ver qué tal me encontraba, y se

quedó allí quieta mirándome, sin saber, creo yo, cómo empezar a

disculparse por lo del otro día, que se la notaba, por la cara de pena que

tenía, que había preparado muchísimas excusas y peticiones de perdón.

O sea que, si empezaba, no acabaría nunca.

Pero no la dejé.

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¿Era ella el milagro, o no? Decidí que sí, con ese pelo largo,

algodonoso, su torpeza de virgen, y los ojos un poco de pava.

-Aurora, hija, si me hicieras un favor grandísimo...

Y la chica asintió casi con la misma voluntad y ahínco que

habría puesto en disculparse.

-¿Cuál?

-Si pudieras acercarte a la tienda a traerme un mandado... Es

que va a venir mi hermano a verme, y no tengo nada que sacarle,

¿sabes? Y aunque hay confianza, me da no sé qué... Como viene de tan

lejos...

-Claro que sí, no se preocupe, lo que quiera...

-Pues no sé... Compra vino por si acaso... Y unas patatas

fritas- dije por disimular.

-Vino, ¿de cuál? ;O le da igual?

-No, que es muy señorito para eso. Mira, hay una marca que

me parece a mí que es la que él toma...

-Una botella, ¿no?

-No, tráete dos por lo menos -¡la salvación de un día con

estrecheces! -O tres, si no te pesan mucho, -lo que no solo salvaba el día,

sino que lo convertía en dulce y agradable de vivir-.

Me miro un poco extrañada. Para ella tanto vino debía de ser

como un arsenal de pólvora en la casa.

-Es que así tengo por si viene alguien más a verme.

-Entonces traigo dos...-dijo, porque, por lo visto en su cabeza,

no cabían más.

-No, mejor tres, si puedes. Es que no viene solo. Vienen

también mi cuñada y los niños... –mentira sobre mentira: o sea, que no

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sólo no era verdad que fuera a ir mi hermano, sino que encima yo le

adjudicaba una señora y niños. Y alcohólicos, por cierto.

-Ah- dijo un poco perpleja. -¿Y a los niños les traigo algo?

Por un momento se me paso la idea de contestar: "Unas

cervezas", para ver qué cara ponía, pero me contuve.

-No, para los niños ya tengo yo dulces. Y polvorones de los

que quedaron de navidad...-añadí virtuosamente, para que el asunto

tuviera más verosimilitud, come si celebrara yo la navidad con

polvorones.

Pero das unos toques así de vez en cuando, y son mano de

santo. Se volvió a convencer en seguida de que yo era persona de bien,

y que si mi hermano y su familia tenían cierta tendencia al tintorro, se

les podía perdonar siempre que fuera para regar los polvorones, tan

piadosos ellos, aunque tan resecos.

-¡Oye! -la llamé cuando se iba. -¿A qué tienda vas a ir?

-Al supermercado de la esquina- contestó naturalmente. ¿Por

qué se iba a recorrer tres o cuatro manzanas buscando otra tienda

cuando tenía una allí mismo?

-No, ahí no vayas, que no me hablo con el dueño...

-¡Pero él no se va a enterar de que es usted la que me manda!

¡Ay que no! Y como le hiciera un comentario con mala idea,

que se lo haría, se me iban al traste la historia de los polvorones, la de

mi hermano, y mi reputación. Mi única esperanza era que no la

atendiera el Antonio en persona.

Y parece que fue así, porque traía la misma expresión

bobalicona que se había llevado.

Cuando la vi con las botellas, fingí que me sorprendía.

-Ah, pero ¿has traído tres por fin? ¡Mujer, si era una broma!

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-¿Una broma?

-Claro: con una había de sobra. Más que de sobra, para lo que

bebe mi hermano...

-Ah, pues yo había pensado...

Corté a tiempo la avalancha de excusas que se me venía

encima.

-Déjalo, si está bien. Así las guardo de reserva por si viene

alguien, que si no, una nunca tiene de nada... Muchísimas gracias.

¡Menudo favor me has hecho!

-Lo que siento yo es lo del otro día...

¡Ay, ay, ay, ay, que al final me tragaba las disculpas! ¡Y yo,

que, a pesar de la curiosidad que tenía, ni le había preguntado siquiera

por aquello, para que no se acordara de pedirme perdón! Así que, ya

que me lo iba a pedir, le pregunté.

-No hay nada que sentir. Pero dime, ¿por qué no querías que

tú madre supiera que te habían echado del trabajo?

No contestó. Se encogió de hombros y encendió un cigarro.

-¿De qué pensabas vivir? ¿Es que tienes ahorrado? –fingí

interesarme, mientras intentaba ver la marca del cigarrillo que

apretujaba entre los dedos. Pero no, no tema ninguna "C”.

-No... Estaba vendiendo mecheros... Por eso me daba corte ver

a mi madre, porque sin darme cuenta le fui a ofrecer uno a una amiga

suya en un bar, y pensaba que se lo había contado, y que me la iba a

cargar...

-¿Y por eso no querías abrirle la puerta?

Dijo que sí con la cabeza. ¡Ay Dios! Yo no sé por qué hemos

parido las madres de mi generación unas hijas así, tan poca cosa, tan

pavas...

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Menos mal que se marchó por fin, porque estaba

poniéndome tan nerviosa que la llamé Asunción una o dos veces. Y es

que me la recordaba, allí de pie, pegada a la pared, mientras yo me

moría por abrir la botella... Que no hay nada peor en la vida que tenerte

que estar por fuerza en un sitio donde todo el mundo pueda pasar a

hacerte una visita cuando les viene en gana, y no irse nunca, y no

dejarte en paz. Y no lo digo sólo por lo de beber, sino que es que a mí

me gusta estar sola conmigo, así de rara soy, qué le vamos a hacer. Pero

la gente no te deja nunca: en cuanto ven que no hay nadie contigo, es

como si les hubieran dado entradas para el teatro, y hala, entran a saco,

qué manía.

Sin embargo, lo que son las cosas, por la noche me dio por

pensar todo lo contrario, en lo sola que estaba, allí, con una pierna

escayolada, y sin que lo supiera nadie de mi familia. La verdad es que

me pasaba medía vida espantándomelos como si fueran moscardones,

pero a veces... Descolgué el teléfono llena de nostalgia, aunque

afortunadamente todavía me quedaba un poco de sensatez, y no

marqué. Se hubieran presentado allí las dos a cuidarme, y como se

aburren, no habrían hecho otra cosa durante meses. Quita, quita, qué

peste...

Y sin embargo mi dedo seguía jugueteando por el aire,

intentando acordarse de un número, que era..., que era...

¿Oiga? Quería hablar con Miguel López... Sí, su hermana...

¿Cómo en el hospital? ¿En qué hospital?... ¿Cuánto tiempo dice? Pero...

¿y qué le pasaba?... ¿Y quién podría informarme entonces?... Sí, déme

nota... Que tomo nota, quiero decir...

Y me junté con tres teléfonos: el del hospital donde le habían

ingresado, el de un amigo suyo, y el de una hermana, que era

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precisamente yo. Como estaba un poquito borracha y no quería

enterarme de desgracias, marqué este último que, claro está,

comunicaba, porque una de las cosas que no pueden hacerse todavía es

lo de hablar una con una misma por teléfono. Ahora que, en cuanto

descubran el sistema, yo me voy a comprar un aparato de ésos por muy

caros que valgan, porque ¡menudo goce tiene que ser oír el dichoso

timbrecito, y cuando lo descuelgas maldiciendo al pesado de turno,

encontrarte de pronto que eres tú la que llamas...! Como aquella vez que

me escuché a mí misma en el contestador, que todavía no sé si de

verdad era yo o no...

Pero a lo que iba: me fui a la cama sin saber de mi hermano,

y, claro, no pegué ojo en toda la noche.

Por la mañana llamé al amigo, pero nadie lo cogía. Esperé un

poco por si estaba durmiendo, luego, otro poco más por si le había

pillado en medio de la ducha. A las tres o cuatro veces, marqué el

teléfono del hospital, que hasta entonces no me había atrevido.

-¿Miguel López qué más?... ¿Y cuándo dice que ingresó,

señora...? A ver, espere... La pongo con la jefa de planta...

Pero comunicaba y por fin se cortó.

-Oiga, que soy la de antes...

-Muy bien, ahora la pongo...

-Pero, por si se corta, dígame que le pasa a mi hermano, y qué

habitación tiene, para que vaya a verle...

-La pongo con...

-¿No me ha oído, señorita?

-Un momento, por favor...

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Después de tres cortes y trescientos momentos, al final

conseguí hablar con la dichosa jefa de planta.

-¿López Villegas, Miguel? ¿Y dice usted que es su hermana?

-Sí, soy su hermana...

-Déme el tercer apellido, por favor.

-Guzmán.

-Bueno, ¿y usted no sabía que estaba muy enfermo?

-Me acabo de enterar... Pero ¿qué tiene?

-Pues..., no sé. Siento decirle todo esto por teléfono. Mejor

que venga usted...

-Estoy escayolada, y no me puedo mover. Y además, muy

nerviosa...- y es que se me habían agolpado las ganas de llorar, y tenía

que hacer grandes esfuerzos para contenerme. -Dígame, por favor, lo

que sea... ¿Qué es lo que tiene?

-¿Por qué no llama usted a algún otro familiar que la

informe?

-No hay familiares que me informen- dije casi llorando-. Le

ruego que me diga usted lo que sea, porque estoy sufriendo mucho más

así que si supiera lo peor...

-En ese caso... Su hermano falleció...

-¿Cómo que falleció?

-Voy a leerle los datos, por si hubiera algún error... -Y me

leyó todos los datos de mi hermano, su nombre, su edad, su estatura, su

peso... Pero apenas la oía. Yo estaba en aquel sueño mío del Pico del

Pañuelo, y todos nos reíamos, y se acercaba una procesión entre el

polvo, y en el aire quedaba una sombra de luto, y mi hermano no

estaba...

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-Muchas gracias- le dije.

-Por si quiere saberlo, murió sin sufrir nada.

-Muchas gracias- repetí.- ¿Y cuándo dice que fue?

-Hoy hace un mes.

Un mes. O sea, que ya se había muerto cuando me llegó a mí

la carta...

Intenté hablar con su amigo más de cien veces, pero nunca

me lo cogían. Así, mi hermano, sin una sepultura siquiera donde

llevarle flores, era un difunto lejano y perdido, como si en vez de

haberse muerto anduviera sonámbulo por el horizonte, y en mi sueño

del Pico del Pañuelo, cuando volví a soñarlo aquellos días, mi prima

levantaba la tapa del ataúd, y debajo no había nada.

Llamé otra vez a la pensión donde había vivido. Una voz

apagada y tristísima me anunció que aquel señor ya no se hospedaba

allí, y me dio otro teléfono. Esta vez me contestó la voz ronca y

agradable de un joven.

-¿La hermana de Migueli? ¿Amelia?

-No, Sotera. Amelia se murió también...

-Ah, Sotera. Ya, ya... Pues yo soy Hugo, un amigo de su

hermano.

¡Hugo, qué nombre! Dicho como el lo decía, parecía de

telenovela.

-Verás, te llamo... porque no sé nada de él. Me acabo de

enterar de que se ha muerto, ¿sabes?, y no sé ni dónde está enterrado, ni

quién corrió con los gastos, ni... ni por qué se murió...- y ahí estallé en

llanto.

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-¿No se había enterado de que estaba enfermo?

-No...

-Yo le mandé una carta a usted... Me lo encargó él, para

después... Vamos, para cuando... Para cuando todo hubiera acabado...

-Sí, ya la recibí...

-Y también la llamé un montón de veces cuando le

ingresamos...

O sea, que había sido él, y no Cayetano. Ni Andrés...

-¿Y que tenía?

-Pues... sida, ya sabe...

-Sí, claro... -contesté razonablemente, como si estuviera de

acuerdo con el fin de mi hermano.

-También lo tengo yo- siguió la voz, tranquila.

-Vaya por Dios. Lo siento...

Y entonces sí que me entró de verdad una congoja que no

podía contenerme. ¿Usted...? ¿Usted... ha convivido con él?

-¿Se refiere a si me lo pegó él?

-¡No, por Dios! A mí no me interesa. Lo siento por usted,

pero...

-Sí, es un riesgo que hay que correr. Ya me imagino que no lo

comprenderá...- Y ahora era a él a quien le temblaba la voz.

¿Cómo se puede comprender el amor? Yo creo que de

ninguna manera, y por eso acaba una por dejarlo, harta de hacerse daño

con un juguete que no se sabe cómo funciona. Por eso es también por lo

que se casa la gente, por amansarlo, por limarle las uñas y los dientes,

por convertirlo en una piltrafita, para intentar dejarlo al fin y al cabo.

Pero no le iba a soltar a un chico enamorado todo aquello.

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-No, no, yo lo que quería saber es si estuviste con él durante

su enfermedad, y cuando se murió...

-Sí.

-¿Y podrías..., podrías decirme dónde está enterrado?

¡Qué tarde tan triste! Las nubes formaban cordilleras de

piedra en el cielo, y entre ellas asomaba un sol verdoso, como de otro

mundo, que rozaba con mucha timidez todavía el nombre de Miguel en

la losa. No sé si me deslumbraba o era que yo sola iba llorando ya. No

pensaba que me iba a doler tanto, porque por lo que sea, las cosas mías

siempre me importan menos que las de los demás, pero entonces no.

Sentí a mi hermano tanto como si fuera hermano de otro, de alguien a

quien yo apreciara, y estuve llorando por él como si llorara por un

desconocido a quien no tuviera que reprocharle nada, ni siquiera

recuerdos.

Después de haberme despachado a gusto allí, conseguí llegar

a la vida otra vez gracias a un bastón que me había dejado la hija de

doña Obdulia, y a un taxi que cogí a la puerta del cementerio. De paso

hacia casa me bajé en una tienda de ultramarinos, y me llevé de todo,

qué alegría. Claro que esa noche lloraría muchísimo otra vez brindando

por Miguel, pero, oye, quieras que no, iba a ser un llanto más sosegado

ya.

El caso es que voy a echar pie a tierra mientras el taxista, muy

amable el hombre, me sacaba las cosas hasta la portería, y cuando apoyo

el bastón en el suelo, veo allí en la acera, a dos pasos de mí, unos

zapatos conocidísimos. ¡Ni yo me lo creía! ¡Vamos, vamos!

Subí la mirada hasta la cara y no sabía si saludarle o no,

porque a ver, si me lo encontraba tantas veces es que había ido a verme,

así que ¡vaya una tontería no hablarle siquiera!

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Bueno, pues visto y no visto, desapareció. O sea que cuando

conseguí ponerme de pie, no se le veía ya por la vecindad. ¡Qué hombre

más raro...!

Y encima, me había hecho la pascua. Porque, claro, ahora les

contaría a las chicas que iba escayolada, y vendrían a verme... y a

quedarse para cuidar de mí. Lo mejor era... No sé: se me ocurrieron un

montón de cosas para ahuyentarlas: decirles que tenía una enfermedad

contagiosa, confesarles que vivía con mi amante, pero que me

guardaran el secreto, contarles que estaba en tratamiento psiquiátrico

por una locura que consistía en estrangular a la gente por la noche...

¡Qué sé yo!

Lo importante, de todas maneras era adelantarse a ellas:

llamarlas antes de que se presentaran para quitárselo de la cabeza. Así

que eso hice, bastante aturullada todavía, sin haber decidido qué excusa

darles. Dudaba si decir que me marchaba unos días a reponerme al

campo, a un campo así sin especificar, porque la verdad era que no

tenía ningún sitio dónde ir fuera de mi casa de Madrid.

Esa mentira la descubrirían en cuanto se pasaran por el

portal, pero yo pretendía precisamente eso: que se enterasen de que

quería que me dejaran en paz, que no me molestaran, y como eran tan

pesados, no tenía otra forma de hacérselo saber.

Para colmo fue Asun la que cogió el teléfono.

-Hola, hija- le dije con la voz más lastimera que encontré.

-¿Te pasa algo, mamá?

-Ya te lo habrá dicho tu padre, ¿verdad?- contesté, y mientras

hablaba me daba cuenta de que estaba metiendo la pata hasta el

corvejón, con escayola y todo. El infame de él ni se había tomado la

molestia de contarles cómo me había visto.

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...Porque me habría visto, ¿no? Sí, por eso había salido

corriendo.

-¿El qué?- preguntó Asun preocupadísima, que la chica esa se

te ahoga en una lágrima.

-Nada... Nada, nada, una tontería...

-Anda, mamá, dime lo que sea...

¡Dios, qué cruz! Si no se lo decía, me iba a tener mil horas a

pie de teléfono, ahora que me había traído provisiones y que, como es

lógico, estaba deseando dedicarme a probarlas. Y de todas maneras,

terminaría enterándose por su padre, al que también torturaría lo que

hiciera falta.

Se lo conté antes de llegar a mayores. Se asustó, se preocupó,

y se interesó por mí como era su obligación, y, claro, se empeñó en venir

a visitarme. Bien sabe Dios que intenté quitarle la idea de todos los

modos y maneras posibles -un cuarto de hora le dediqué, lo menos-,

pero como no se dejó, al final le conté lo del campo.

-Pero... ¿a qué campo te vas, mamá? -preguntó, tal como me

temía.

-Pues... al campo. ¿A qué campo va a ser? Al campo, campo, a

casa de una amiga mía...

-¿Cerca de aquí?

-¿No te estoy diciendo que al campo, campo? -contesté

enfadada. Y para cambiar de tema, le pregunté si su padre no le había

dicho nada de mí.

-¿Papá? ¿Por qué?

-Es que me lo he vuelto a encontrar cuando...-¡Sooo! ¡Párate,

burra! Como le cuentes lo de Miguel, entonces sí que se presenta aquí-,

cuando venía del médico...

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-¿Ah sí? -exclamó extrañadísima. -¿Y habéis hablado algo?

-Nada: ha salido disparado, como siempre que me ve. Pero no

sé de qué te asombras, porque no hago más que tropezar con él por los

alrededores de mi casa. El otro día, sin ir más lejos, yendo yo con

Fuensanta...

-Sí, ya me dijo que te había parecido verle...

-¿Como "parecido", y a mí sola? ¡Que le vimos las dos en la

acera de enfrente!

-Bueno, o eso...

-Por eso te he llamado, porque pensaba que él os había

contado lo de mi pierna. Si no... ¿de qué os iba a haber dicho nada a

vosotras?- exclamé, y mi voz sonó con tanto desprecio que yo misma me

di cuenta e intenté arreglarlo: -Ya sabes que no me gusta preocuparos...

-Entonces, ¿es que es de preocuparse? -me preguntó esta hija

mía, que se agarra a un clavo ardiendo para poder sufrir. Y no digo que

fuera a sufrir por mí, sino pensando cuando podría hacerme una visita

para cumplir conmigo de una vez, y quitárselo de encima, y quedar

libre de nuevo para otro sufrimiento.

-Hija mía- le dije. -Llevo tres horas aquí de pie hablando

contigo. Si esto mío fuera de importancia, ya me habría muerto. Sólo

quería que no os extrañaseis si venís por aquí y veis la portería cerrada,

porque no pasa nada: lo único, que me he ido al campo a descansar...

Y por fin pude colgar, y ella se quedaría, me imagino,

dándole vueltas al misterio de por qué habría estado tanto tiempo de

pie, cuando había una hermosísima butaca al lado del teléfono. Y no fue

una mentira sin querer, no, que la dije a sabiendas y aposta para

llenarle la cabeza de preguntas, y que hiciera gimnasia mental, que le

vendría muy bien.

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Pero no se puede ser mala en esta vida, ni siquiera un

poquito, porque antes de tres cuartos de hora ya estaban allí las dos

hermanas. Fuensanta, muy recuperada, con la cara rosada, y sin rastro

de golpes, y dispuesta, supongo yo, a volver con su Esteban para que se

la estropeara otra vez. Pero... ¿y la otra? Tan pálida y con un abrigo

verde, parecía una pera.

-Es muy mono ese abriguito, nena- dije con mi peor

intención, para que se lo pusiera muchas veces. ¿No habían venido ellas

también a molestarme? -Y sobre todo, que te sienta muy bien a la cara.

La pobre se esponjó de orgullo.

-¿Y tú, Fuen, que tal estás? ¿Has hablado ya con Esteban?

-No- dijo, sin saber dónde esconder los ojos. O sea, que sí.

-¡Menos mal, nena! Lo más despreciable en este mundo es un

hombre que pega a una mujer. Bueno, no: lo más despreciable es una

mujer que deja que un hombre la pegue.

-¿Y por qué va a ser eso más despreciable que otras cosas?- se

revolvió. -Eso es sólo tu opinión personal. Pero a mí por ejemplo me

parece peor, pero bastante peor, andar detrás de uno que te dejó por

otra.

Como se le escapó sin pensar, le di un tiempo muerto para

que recapacitara, se diera cuenta de lo que me había dicho, y de que me

vengaría en cuanto pudiera.

-Pero eso no te lo ha hecho Esteban todavía, ¿verdad? Por lo

menos, que tú sepas... -añadí. -Y si hablas de mí, es a mí a quien

persiguen, no al revés.

-¿Quién te persigue a ti?

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-Lo sabes de sobra: tu padre. Me lo encontré contigo, me lo

encuentro yo sola, me lo encuentro con otras personas, siempre

merodeando por la casa...

-¿A papá? -preguntó Fuensanta, con cara de sorpresa.

-¡Pero si tú misma lo viste el otro día! ¿.No te acuerdas?

-La verdad es que estaba de espaldas cuando le miré, y luego,

en casa, le pregunté y me dijo que no era él...

-¡Ah, vamos...! -la indignación me impedía hablar. -Pues se

pasa el tiempo haciendo el tonto por los alrededores. Ayer mismo, sin ir

más lejos, me faltó poco para pisarle cuando bajé del taxi...

-Ibas tu sola, ¿no? -se atrevió a preguntarme Fuensanta.

-No. No, venía también Aurora, la chiquita del tercero- mentí,

pero ésta era una mentira sólo a medias, porque uno de los días que me

lo encontré, estaba Aurora conmigo.

-A lo mejor es que ayer sí que pasaba por aquí...

-¿Ah sí? ¿Y cuando le vimos tú y yo juntas? ¿Y otras veces que

iba yo con otras personas?

Entonces sonó el teléfono y me volví hacia ella.

-¡Ahora mismo puede que sea él! ¡Es una tortura! Tengo que

tener el contestador enchufado todo el santo día, porque no paran de

llamarme, y si lo cojo, cuelgan. Ya veremos si pasa ahora lo mismo...

Pero no pasó, sino que se oyó la voz de doña Enedina.

-Me llevan a la residencia, Sotera. La llamo para

despedirme...- le contó al aparato.

Pero yo no quería ponerme y hablar con ella delante de mis

hijas.

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-¿No está usted? Bueno, pues ya la llamaré más adelante y le

daré el teléfono nuevo... Quizá esta misma noche, si pudiera. Adiós,

Sotera... -Y aquí la voz se le quebraba y fui a cogerlo, pero se cortó, y se

quedó la voz de doña Enedina, Dios, aunque Dios no exista, la bendiga,

temblorosa en el aire húmedo y hondo de la portería.

Me metí en mi cuarto a secarme los ojos.

-Así que era papá, ¿verdad? -se burló la desalmada de

Fuensanta desde fuera.

-Bueno, no regañéis... -intervino la santa. -Ven, mamá, que

nos vamos a ir ya.

Salí con la querencia de aquella promesa, igual que va la

burra detrás de la zanahoria, pero no se cumplió. Qué va: nos quedamos

las tres en silencio, y se hizo una pausa interminable.

-¿Queréis rosquillas?

No querían rosquillas.

-¿Y un poquito de caldo?

Tampoco. Irse era lo que querían, y no sabían cómo.

Les allané el camino.

-Bueno, ricas mías, y ¿hasta qué hora vais a quedaros? Porque

yo estoy muy a gusto con vosotras, pero a lo mejor se os está haciendo

muy tarde...

Sí que se les hacía, según la cara de alivio que puso

Fuensanta. Pero mi otra hija es masoquista, y quería apurar hasta el

último minuto de sufrimiento.

-Vámonos, Asun, que perdemos el autobús...

-Pues cogemos el búho, que pasa a partir de las doce... –dijo,

mirándome con lo que pretendía ser afecto.

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A mí se me cayó el alma a los pies. ¡Eran las once menos

cuarto aún!

-Pero es que ése nos deja lejísimos...

-Claro, hija...

Total, que cuatro horas para convencerla, y cuando ya salían

al portal, se dan de frente con Aurora que entraba.

Fui yo la que volví a meter la pata, pero estaba tan indignada

que no lo pude evitar.

-Aurora, hija, ¿a que tú y yo hemos visto a mi marido

rondando por aquí varias veces?

Se quedó dudándolo.

-Una, que me dijo usted que era él... Que me contó usted que

se lo había encontrado también con sus hijas...

-Sí, sí- corté, nerviosa.

-¡Ah! ¿Así que también con nosotras te lo has encontrado?

-¡Pero Fuensanta! ¿Es que me vas a dejar por mentirosa?

-No, pero ya te he dicho que no, que no era él...

-Sí que era. Y además, que también le ha visto Aurora...

-Bueno, yo vi a un hombre- nos explicó a todas. -Pero como

casi no le conozco...

-Pero si tú también te has encontrado varias veces con él-

intervino Fuensanta con maldad-, de algo te acordarás...

-Pues no mucho...

-Pero ¿no le viste ayer?

-¿Yo? ¿Ayer? Ayer..., ayer... -Estaba tan extrañada del

interrogatorio que buscó la respuesta concienzudamente, y debió de

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repasar el día anterior de cabo a rabo antes de decidirse a contestar. -

¿Ayer? Noooo...

-Ah, yo creía que sí... Bueno, mamá, nos vamos ya. Y le

diremos a papá que procure no molestarte...

-Pues sí: decídselo -casi chillé. -Decídselo, porque no voy a

consentirlo...

¡Hay que ver! Mil mentiras contaba cada día, y todas colaban,

y para una que dije que era medio verdad, quedé como una mentirosa.

Y con una rabia por dentro que ni el vinito tan rico que me había traído

consiguió alegrarme.

También es verdad que antes me lo agrió un poco Aurora.

Había cerrado yo el portal detrás de mis hijas, -dejándolas a

ellas fuera, quiero decir-, y subía las escaleras tan furiosa que me

llevaban los demonios en volandas, cuando me la veo esperándome allí

plantada, delante del ascensor.

-¿Puedo pasar un momento? -me suplicó- Sólo un momento.

Es que quería preguntarle una cosa...

-¿A mi? ¿Qué?

-Es una cosa personal...

-Bueno, pasa- dije de malísima gana. -Me la preguntas y te

vas, que me caigo de sueño...

Menos mal que ni se sentó siquiera. Ni se lo ofrecí, claro,

pero de todos modos fue una suerte.

-Verá, es que no sé a quién consultarle esto. Y como usted

tiene experiencia...

-No sé si la tendré, pero vamos al grano...

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-Es que por esta tontería mía de no querer ver a mi madre

cuando me quedé sin trabajo, mis padres tuvieron muchos disgustos,

muchos... -y aquí se le quebró la voz, y a mí los nervios. ¡Sólo me

faltaba que se pusiera a llorar a aquellas horas! Pero por Dios, ¿es que

nadie se apiadaba de mí?

-¿Y qué?

-Que he pensado... A ver qué le parece... He pensado

invitarles el día de mi cumpleaños a una fiesta de reconciliación...

-¿Para reconciliarte tú con ellos?

-No, para que hagan las paces ellos dos...

-Ah, muy bien. ¿Y eso era lo que querías preguntarme?

-Sí- contestó con la cara iluminada por dos lagrimones de

alegría.

Me imaginé por un momento lo que sentiría yo si alguna de

mis hijas, o las dos, me invitaran a una fiesta semejante, y me entró un

temblor en el estomago, que no llegué a saber si era de risa o de ganas

de matar. Pero conseguí ahogarlo.

-Una idea preciosa- le contesté. -La familia es lo único que

importa. Es una pena que estemos tan lejos de la navidad, porque serían

unas fechas de lo más apropiadas para ponerla en práctica...

Y, pasándole el brazo por el hombro, la llevé hasta la puerta.

-¿Le gusta de verdad?

-Sí, señorita, mucho. Una idea muy bonita, muy bonita.

Preciosa.

Bueno, pues abrió el ascensor, y estaba a punto de

desaparecer en él, cuando se volvió hacia mí.

Yo creía que me iba a dar un síncope. Pero ¿se iba o no se iba?

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¿Se iba o no se iba? Abrí la boca en una sonrisa feroz, de esas

que pongo a veces y que deben de ser demoledoras por el efecto que

hacen, y digo "deben" porque nunca me acuerdo de mirármelas en el

espejo.

Pero como la luz de la escalera estaba apagada, no pudo

verme.

Y además, era poco lo que tenía que decirme: sólo una frase

agradecida.

-Sotera, me gustaría que mi madre fuera como usted.

Y se hundió en la oscuridad del ascensor.

XÑI

Tuve la desgracia, la inmensa desgracia, de encontrármelo

cuando volvía de la consulta, mejor dicho, cuando acababa de entrar en

el supermercado de cuatro calles más arriba de mi casa, a coger lo

indispensable para sobrevivir. Ya les había echado yo el ojo a dos

botellas, había adelantado la pierna buena mirando con disimulo

alrededor, por si había algún conocido, y empezaba a extender la mano

hacia una de las piezas elegidas, cuando sentí que me cogían por detrás,

y, como no me lo esperaba, por poco me caigo del susto.

-¡Pero Sotera! ¿Qué te ha pasado, chica?

-¡Ay, que casi me tiras, Cayetano! -dije muy molesta,

apartando la mano de la botella.

-Perdona, mujer. Pero eso- añadió riéndose- no te lo he hecho

yo...

-No, es que me caí -contesté tan seria como si no hubiera

entendido la bromita.

-Pero ¿cómo?

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Poniendo mal el pie.

-Bueno, chica, tampoco es para que me contestes así... Quiero

decir que dónde te caíste...

-En la escalera -contesté sin cambiar la expresión. "Gracias,

Destino," le reproché furiosa en mi interior, "por facilitarme tanto la

existencia. ¡Muchísimas gracias!".

¡Era lo que faltaba, lo que faltaba!

O sea que, a pesar del trabajo que me costaba andar dos

pasos, me había bajado del taxi bastante antes de llegar a mi casa para

comprar vino con discreción, y cuando ya lo tenía en la mano, llega el

papanatas del Cayetano, y me echa todo a perder. ¡Y encima, iba a tener

que desperdiciar mis energías en recorrer el trecho -el buen trecho- que

había hasta mi casa, acompañada de Cayetano y de vacío!

-Hacía mucho tiempo que no te veía, Sotera...

Yo estaba pensando que de todas maneras, podía llevarme

una botella.

-¿Qué quieres? ¿Te alcanzo algo?

-Una botella de vino de ésas de ahí...

Entonces se puso a dar gritos haciendo aspavientos como si se

hubiera escandalizado.

-¡No me digas que te la vas a beber tu so...!

Le debí de fulminar con la mirada, porque se quedo inmóvil,

sin terminar la frase.

-¡No, hombre, no! ¿Cómo quieres? Pero de todo hay que tener

un poco, por si viene alguien a verme, ¿no te parece?

-Claro, claro...

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-¿Me puedes alcanzar también esa de vino blanco para

guisar?

-¡Pero chica...! ¿Ése para guisar? ¿Y por qué no te llevas un

cartón, que es mucho más barato?

-Es que a mí no me gusta guisar con vino barato -le expliqué

con aire de virtud, porque al tener la dosis asegurada me había vuelto el

sentido del humor.- No se traban bien las salsas -añadí, como si hubiera

trabado yo muchas salsas en mi vida, o supiera siquiera lo que quiere

decir eso, que a lo mejor sí que las he trabado sin saberlo.

-O sea, que eres buena cocinera...

-Regular... -contesté, viéndole las orejas al lobo. -Por no decir

que mala: no calculo la sal, y me suelo pasar con ella... Además, tengo

un despiste que me dejo la comida en el fuego y se me olvida, y ya te

puedes imaginar: todo chamuscado.

-Eso se soluciona con un poco de atención y de mimo- me

dijo, acercándome la boca entreabierta, y me imagino que, según él,

irresistible.

-Sí- repliqué, conteniéndome las ganas de atizarle un

bofetón-, pero me pone tan nerviosa estar esperando a que termine de

hacerse lo que sea, que apago el fuego antes de tiempo, y me lo como

medio crudo...

-¡Mujer...! No será para tanto, no exageres... Me tienes que

invitar un día a comer para que compruebe lo buena cocinera que eres...

En realidad no estaba exagerando, y, con lo mal que guiso y

lo mal que me cae él, de mil amores le habría invitado para darle una

lección. Pero como era tan pesado, en realidad el castigo habría sido

para mí...

-Más adelante, cuando tenga bien la pierna...

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-A ver, a ver... -dijo, mientras se asomaba a mirarme la sana. -

Pues una por lo menos la tienes muy buena...

Y se quedó cortado en medio de la broma, como a la espera

de que yo me riera también.

¡Pues sí! ¡Buena me había caído encima, sólo con planear mi

retirada! Como el vivía dos calles más arriba, y yo, cuatro o cinco más

abajo, la única solución que me quedaba, a pesar de mi escayola y del

reposo que me habían mandado, era decir que iba a comprar algo en

una tienda que estuviera más allá de su casa, y así él se despediría al

pasar por su portal.

Pero ¿qué tiendas había por aquella parte...?

-Estoy pensando que... allí arriba han abierto un estanco,

¿verdad?

-Sí, el mío. Al que suelo ir yo, quiero decir.

-Pues voy a acercarme por unos sellos...

Se las sabía todas.

-¿Y por qué no vas al de enfrente de tu casa?

-Si, también es verdad... -tuve que conceder, mientras me

estrujaba la memoria con frenesí tratando de recordar qué otras tiendas

había, además del estanco.

-A no ser -bromeó el bueno de él -que sean mejores los sellos

del otro... O más baratos, vete tú a saber...

-¡Mira qué gracioso! Oye, y una zapatería, ¿no había por allí?

-Sí, un zapatero.

-Ah, pues voy a ver si me arregla las tapas. Vamos, la de este

zapato, que se me ha desgastado mucho en comparación con la del

otro...

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-Pero no creo que te lo haga en el memento...

-Hombre, por preguntar... - "Adiós zapatería", me despedí. -

Pero oye- insistí, acordándome de pronto- ¿Y una fotocopiadora?

Claro que, con la fotocopiadora, me iba ya a unas tres o

cuatro manzanas de su casa, o sea un buen trecho para mi pobre pierna,

y luego me quedaba el camino de vuelta, que era el doble. ¡Total que

por el imbécil aquel me iba a pasar la tarde haciendo kilómetros a la

pata coja!

-Sí, hay una papelería... Pero chica, ¿es que tienes un novio

por la zona? Porque no seré yo, ¿verdad?

-No, hombre, es que así aprovecho, ya que tú vas para allá, y

no tengo que ir sola.

Y al venirme la palabra a la boca, la invoqué: "¡Soledad,

cuántas mentiras, cuántas maquinaciones para tenerte un rato!"

Y sí que lo tenía, pero allí mismo, a la sombra del castaño del

colegio: Andrés, que encendía un cigarro, guiñando un ojo al sol y el

otro a mí. ¡Cielo santo! Le miré despacito y fijamente mientras

pasábamos delante de él, pero él, nada. Aspiró hasta el fondo el humo

de la primera chupada, y luego, como hacía siempre, escupió unas

herbillas que se había tragado.

Ya lo habíamos dejado atrás, y todavía me volvía yo, que ya

ni sabía si de verdad le tenía delante o era un delirio mío que me

ayudaba a seguir malviviendo.

-Pero... ¿es tan urgente?

-Si es tan urgente ¿qué?

-Lo que tienes que fotocopiar, chica, que estás en Babia.

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-¡Huy, sí, sí! -contesté. Adiós fantasmas. -Es un papel que me

acaba de dar el médico y tengo que mandarlo hoy mismo a la Seguridad

Social... –mentí con la soltura de una profesional.

Nos pusimos en camino, despacito y trabajosamente.

-Así tú ya te quedas al pasar por tu casa. No te molestes en

venir hasta allí- dije para asegurarme, porque de pronto me había

asaltado la terrible duda de si me acompañaría.

Y como él, el muy bastardo, y ahora sí que lo digo bien dicho,

no me llevó la contraria, seguimos andando los dos. Aunque yo iba a

trompicones y cada paso se me hacía un mundo, la probabilidad de que

al final del camino me vería libre de el, me confortaba y me sostenía.

Así que cualquiera se puede imaginar el susto y el disgusto

que me llevé cuando dejamos atrás su portal, y siguió avanzando

conmigo hasta la papelería.

-No, mujer, te acompaño hasta allí...

A pesar de que tenía que poner toda mi atención en cómo

movía los pies, mi cabeza, por libre, iba dándole vueltas al problema.

Había varias soluciones, y, desgraciadamente, ninguna de ellas

dependía de mí. Una era que Cayetano se viniera solo hasta la puerta de

la tienda, y allí se despidiera y siguiera su camino -y su vida- sin mí.

Otra, que entrara conmigo, y entonces a ver qué iba a hacer yo, que no

tenía nada que fotocopiar.

Pero en fin, aun así, y pasado el mal rato, lo importante era

que luego, a la vuelta, se quedara en su casa. Porque la tercera

posibilidad era demasiado espantosa como para pensarla siquiera.

Como no podía ser de otro modo, fue la que sucedió.

Mi acompañante entró en la papelería detrás de mí.

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-¡Hola, Ignacio! -dijo a voces. -Aquí te traigo a una cliente

importante que quiere hacer una fotocopia importante. ¡A ver si me la

tratas bien...!

El tal Ignacio se acercó con una sonrisa obsequiosa para coger

lo que hubiera que fotocopiar, y Cayetano me miró, esperando.

¡Qué angustia, Dios! Allí estaba yo, rodeada de dos hombres

cómodos castillos que me urgían a que sacara un papel que no existía,

para fotocopiarlo. Y encima ni siquiera podía salir, no ya digo

corriendo...

¡Ni siquiera andando!

-No sé si lo he traído... -dije, mientras hurgaba

desesperadamente en el bolso, a ver si encontraba lo que fuera con

pinta de papel.

Lo más parecido que había era el envoltorio de fuera de una

chocolatina, con sus trocitos de platina adheridos. Pero, claro ¿quién

saca copias de una cosa así?

-¿Y te has venido hasta aquí sin estar segura? -me riñó

Cayetano. -Sí, mujer, si lo tienes que tener... ¿No te acuerdas de que me

has dicho que te lo acababa de dar el médico? Y si no lo has sacado del

bolso, ahí tiene que estar... Mira bien.

Decidí lanzarme en picado. ¡A ver qué iba a hacer si no! Me

aparté un poco de los dos -¡y qué trabajo cada paso!-, como si fuera a

rebuscar en el bolso a la luz de la calle, y cuando el pesado de mi

compañero se acercó a ayudarme, como me suponía, le dije en un

susurro:

-Cayetano, no mires lo que le voy a dar para fotocopiar...

-Que no mire... ¿por qué?

-¡Ay, porque no! Luego te explicaré.

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-Explícamelo ahora -insistió, mientras su amigo Ignacio nos

observaba extrañado, y yo me despepitaba la cabeza pensando.

-Pues porque..., porque habla de cosas mías íntimas que no

quiero que las sepa nadie...

-Pero... ¿de alguna enfermedad?

Por un segundo lo dudé: si decía que sí con aire de misterio,

él se imaginaría algo malísimo y contagioso, y con un poco de suerte no

volvería a verle. Pero mi parte orgullosa pudo esta vez más mi lado

práctico.

-No, hijo. Estoy como una rosa. Pero una tiene sus

intimidades, y...

-Bueno, bueno...

Y se quedó aparte, supongo yo que preguntándose qué

intimidades puede haber en la radiografía de una pierna.

Mientras, yo emprendí la segunda parte de mi tarea... que no

era la más fácil -¡y qué trabajo, Dios mío, sólo para librarme de aquel

pelma!-: consistía en sacar el papel de la chocolatina y dárselo al tal

Ignacio con toda la dignidad del mundo.

-¿Esto es lo que quiere fotocopiar?

-Sí- conteste concentrándome para no mover ni un músculo

de la cara.

-¿Seguro? -insistió.

-Sí, claro -le dije sonriendo con aire de eficacia. -Sólo una, por

favor.

Y él fue y sacó una fotocopia.

-¿Así le parece que ha quedado bien, o se la aclaro un poco?

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Pensé que me seguía la broma, pero estaba absolutamente

serio, con el celo de un artesano del oficio.

-No, así esta bien- contesté, conteniendo la risa.

-No me cuesta nada repetirla... -se ofreció.

Cayetano aprobaba su conducta desde la puerta.

-¡Eso me gusta, Ignacio, que trates bien a mis amigas...!

Cuando salimos se empeñó en torturarme un poco más y

llevarme al estanco.

-Así lo mandas cuanto antes...

-Tampoco es tan urgente...

-¡Pero mujer...! ¿No decías que sí? ¡A ti no hay quien te

entienda, chica!

Así que tuve que pasar por el trago de meter la fotocopia del

papel de la chocolatina en un sobre, y mandarlo a la Seguridad Social.

-¡Si no lleva remite!- se fijó Cayetano. -Pon el remite, que si

no, no llega...

-Nunca lo pongo... -dije negándome.

-¡Pero ponlo, chica...!

Hasta el estanquero intervino:

-Es mejor que lo lleve, señora. Así, si por cualquier cosa el

cartero no encuentra al destinatario, puede devolvérsela a usted...

¡Pues eso era lo que faltaba! ¡Que me llegara la fotocopia del

envoltorio, como un souvenir de aquella tarde! Que es que, aunque no

quería hacer cálculos que me pusieran de mal humor, llevaba más de

una hora perdida con aquel vaina.

¡Y lo que te rondaré, morena!

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Porque, naturalmente, de las tres cosas que podían suceder,

sucedió la peor, la que yo no quería ni pensar: Cayetano se vino a mi

casa, "a echar un ratito", según él, y a arruinarme la tarde, según yo.

Además, tampoco es que vaya a vivir muchas tardes, unas

treinta mil en total, si llego a los ochenta, que no son tantas si uno

piensa lo poco que duran treinta mil pesetas. Y además, a lo mejor

cuando sea vieja no me importa regalarle a Cayetano una tarde o dos,

porque estaré más aburrida que una mona, pero ahora...

Ahora no, por Dios.

Bueno, pues eso no fue todo, porque cuando el destino se

pone traicionero, se pone de verdad, así que el hombre se sentó, estiró

las piernas por debajo de la mesa camilla, y así repantigado me pidió...

Me pidió un vasito de vino.

-¿A estas horas de la tarde? -exclamé, como si fuera lo último

que pudiera sospechar de él.

-¡Mujer, tampoco es para tanto! ¡Son las siete!

Claro, como me había puesto tan virtuosa, resultaba muy

poco a propósito que yo me sirviera otro vaso. De todos modos, me lo

serví, diciéndole que no le iba a dejar solo, pero ya no pude repetir.

O sea, sí, en la cocina y bebiendo a morro, pero eso no es lo

mismo.

-Estoy cansada, Cayetano. Me quiero ir a la cama...

-¡Pero si son las siete y medía...!

-Pues para mí ya es tarde. Además, se me ha subido el vino...

-Venga, pues dame otra copita a mí, me la bebo, y me voy...

Tú no te muevas, que ya voy yo por ella...

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Pero yo me crucé ante la puerta de la cocina. Había echado un

trago tan largo que me había liquidado medía botella, y no quería, claro

está, que la viera.

-De ninguna manera- dije, como si me hubiera tocado las

fibras más sensibles de mi honor. -Mientras lleve yo esta casa, seré yo la

que sirva vino a mis invitados.

-Bueno, bueno, no te enfades, mujer...

¡Sería pelma el condenado...! ¡Vamos, que tenía narices la

cosa, que me viera forzada a andar escondiéndome de hacer lo que me

viniera en gana en mi propia casa, porque un tío impertinente se me

metiera en ella, quieras que no, y no me dejara vivir!

Le serví prácticamente todo lo que quedaba, y me bebí de un

trago lo demás. Estaba a punto de llorar, por no decir que lloré de

indignación, cuando salí a llevarle el vaso. Pero, vamos a ver: estas

cosas, ¿le pasan a todo el mundo, o sólo a mí? ¿Hay gente, como éste,

que se mete en las casas ajenas por las buenas, y no se va, y se bebe las

bebidas de los dueños, y no se va, y no se va, y no se va...?

Había encendido un cigarrillo, y le miré con odio.

-¿Qué te va a durar más, el cigarro o el vino? Porque, chico, a

mí se me cierran los ojos de sueño...

-Sí, es verdad que tienes mala cara... Es que te has dado un

buen paseo. Deberías cuidarte más... Pero siéntate un rato, mujer, que

no paras quieta. Toma, ¿quieres tú también un pitillo?

Y hurgó con los dedos en el paquete hasta que consiguió que

asomara, torcida hacia un lado por culpa de los achuchones, la cabeza

amarilla de un cigarro arrugado. Y, así doblada, era como si la "C" de la

marca me estuviera guiñando un ojo a mí, como si dijera: "Cógeme a mí,

por favor, que no tengo nada que ver con este plasta. ¡Si yo tampoco le

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puedo soportar! ¿No te has dado cuenta de cómo tiene que retorcerme el

cuello para obligarme a que me asome? Porque no quiero ni mirarle a la

cara. ¡Menudo pelma! ¿Cómo iba a saber yo, cuando sonó el dinero al

caer en la máquina, y luego la señorita que da las gracias, que iba a ir a

parar a manos de este tío? Sácame de aquí, guapa, que yo soy una "C"

independiente, y estoy también hasta la coronilla de él..."

Entonces me vino a la cabeza el cigarro que Cayetano me

había puesto encendido entre los labios tiempo atrás, cuando a mi

todavía me gustaba un poquito, el día de la boda del señor Otón, que

tenía mucha prisa yo por llevarle la compra a doña Enedina antes de

irme, para que pudiera desayunar la mujer...

Así que me subí con el cigarro a medias, y tan deprisa iba que

lo dejé apoyado en el borde de la mesa camilla, asomando la mitad de él

al vacío brasa sobre el tapete -sí, porque iba a ser sólo un momento-,

mientras echaba el azúcar en el azucarero.

Lo que pasa es que no me acordaba de haber vuelto a

cogerlo...

Y entonces hubo aquel incendio, y luego se llevaron a doña

Enedina, y ahora yo, en buena ley, tendría que ir a hablar con su

sobrina, y con la policía y con quién fuera... En buena ley, aunque ahora

a ella ya no le iba a aprovechar, porque nadie la iba a sacar del asilo, ya

que estaba metida.

Y a mí me iba a perjudicar muchísimo: se enterarían de que

bebo, que es lo peor, y además me quedaría sin la portería. ¡Con lo que

son estos vecinos...!

Claro que siempre, pensé, reconfortada por el trago que iba

haciendo su efecto, podía despedirme yo solita, e ir al asilo a rescatar a

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doña Enedina, y escaparnos las dos, la señora del cuarto y la portera, por

esos caminos sin escaleras ni pisos ni ascensores.

-Pero ¿tú no querías un cigarro, Sotera?

Y entonces lo cogí, el de la "C" torcida, pero no lo encendí

porque me daba lástima...

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