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En la sala de espera CONCURSO DE RELATO CORTO AETR 2011

En la sala de esperaDEFINITIVO - SSIBE · 2018-11-15 · momentos estelares que acaban en cita. También hay baches en el camino, momentos amargos en los que nos pondremos una venda

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PRÓLOGO

Nadie puede escribir un libro. Para que un libro sea verdaderamente, se requieren la aurora y el poniente, siglos, armas y el mar que une y separa... Dijo Jorge Luis Borges. Cómo pretender pues, tan difícil tarea. Nos conformamos con entregaros una serie de relatos que alguno/as Técnicos en Radiología nos han regalado para que el paciente, mientras espera, tenga en las manos un trocito de sus historias, de sus experiencias o de su imaginación, con los que distraerse y acompañarnos en este viaje imaginario que nos proponen: desde la Sala de espera, nuestro aeropuerto, hasta destinos insospechados, en compañía de personajes variopintos y situaciones tan diversas como las que cada día nos depara la vida... desde la aurora al poniente, minutos y horas de espera y una puerta que une o separa... de la esperanza. Despegamos desde nuestra sala para trasportarnos a la escuela de la vida, donde los niños nos enseñan serenidad. Nos pasean, después como en el circo, subiendo y bajando ascensores imposibles y cómicas escaleras. Pasamos del casino, en el que se apuesta por la vida, a salas mágicas de profundos pasillos y grandes ventanales. El más arriesgado tramo del camino atraviesa el interior del corazón: la sala de espera en permanente construcción; y el más largo, lo hacemos con Doña María: 200 km. desde casa a la sala de la curación. Compartiremos asiento con ejecutivos impacientes, de traje impoluto y con jóvenes que dejaron atrás su casa, buscando sus vocaciones. Cubriremos tramos por carreteras llenas de señales y, como todo viaje, este nos llevará a lugares diversos con gentes distintas, que nos mostrarán su alma. Recorreremos sitios típicos, como el muro de las suposiciones, donde nada es como se pensaba, y alicias sin conejo descubren que la realidad no es tan mala, que aún queda humanidad. En los viajes también cabe el amor. Se conoce a mucha gente y es una situación propicia para los idilios: nos presentarán chicas guapas, como Laura, la pelirroja con falda de vuelos; y Paula, la impresionante rubia de ojos de aceituna. Viviremos momentos estelares que acaban en cita. También hay baches en el camino, momentos amargos en los que nos pondremos una venda para no ver el bosque. Veremos cambiar nuestro estado de ánimo, desde la preocupación en soledad hasta la relajación, cuando alguien comparte con nosotros un trozo del camino, y nos arranca unas risas.

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Entre tramo y tramo, no faltan momentos para estar a solas con nuestros pensamientos y añorar a los nuestros y hacernos propósitos para cuando volvamos a su lado. Otros compañeros de viaje han mostrado un gran sentido del humor y nos han gastado pequeñas bromas, haciéndonos olvidar malos ratos. Nos han tocado rutas, por otros ya transitadas por las que preferiríamos no haber pasado, por su dureza. Pero sólo así hemos sabido qué sintieron ellos, antes. Un compañero de viaje nos contará cómo volvió del más lejano de los destinos: la muerte. Y cubierto el trayecto y la jornada, la luna blanca y calva se acerca a la sala de espera para recoger espíritus. El sol de la mañana dará paso a nuevos viajeros y a nuevas historias que siempre comiezan ... en la sala de espera.

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RELATOS

• CÓMO PASÉ DE LA SALA DE ESPERA DE RADIOLOGÍA A PSIQUIATRÍA

• LA ESCUELA DE LA ESPERA • AVENTURAS DE HIPOCÓN DRÍACO: EN LA CONSULTA • APUESTA VITAL:TODO AL ROJO. NEGRO,NO VA MÁS. • LA SALA MÁGICA DE ESPERANZA • LA SALA INTERIOR • LARGO VIAJE A LA SALA DE ESPERA • ¡QUÉ SEA LA ÚLTIMA VEZ! • VOCACIONES • EN LA CARRETERA • EL ALMA DE LOS BATABLANCA • EL MURO DE LAS SUPOSICIONES • LA SALA DE LAURA, PAULA, LA SRA. CONSUELO, FÉLIX Y SEBASTIÁN • ABSTRACCIONES Y UN ENCUENTRO • UNA VENDA INVISIBLE • MI PRIMERA RESONANCIA • Y PASA EL TIEMPO… Y PASA • SIN IMPORTANCIA

• AL PRÓJIMO… COMO A TI MISMO

• AL HUMO SE LO LLEVA EL VIENTO • LA SALA DE LOS PAÑUELOS

En los textos solo aparecen los datos de los autores que han manifestado estar de acuerdo con su publicación. El prólogo y la revisión de los relatos han sido realizados por Dª. Raquel Rodríguez Jiménez, Licenciada en Filología y correctora de AETR.

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CÓMO PASÉ DE LA SALA DE ESPERA DE RADIOLOGÍA A PSIQUIATRÍA Artur Román Soler

Estaba en la sala de espera del hospital, de la misma manera que había estado cientos de veces en salas de espera en aeropuertos de todo el mundo, donde se agolpaban pacientemente los pasajeros. Ahora no tenía nada que hacer mientras esperaba. Era un hospital público, sin televisiones con pase de películas o reportajes, ni revistas con las que engañar la preocupación que, desde siempre y sin saber porqué, me acompañaba en cada visita hospitalaria como si fuera el billete de embarque. En esta ocasión, ni siquiera existía un hilo musical con una suave melodía enganchadiza. Quizás los recortes salariales y la contención presupuestaria tenían algo que ver con tanta austeridad. Empecé a ver similitudes entre Madrid-Barajas y el Hospital Universitario. Eran muchas las personas que aquel día harían un viaje -una vez confirmada su identidad- desde las “puertas de embarque” hacia diferentes aparatos. “José González, puerta 5”. Y de repente este personaje, hasta ahora anónimo, era reconocido y fagocitado hacia un destino que podría alterar definitivamente su vida. La existencia de letreros que indicaban ECO, RM, TC, no hacía más que incrementar mi sensación de extrañeza y desconfianza hacia estos aparatos, a diferencia de las aeronaves comerciales (de las que conocía perfectamente las características de cada una de ellas, independientemente de si se trataba de un Airbus, Boeing, Douglas o Tupolev). Las siglas que ahora leía eran nuevas para mí…, bueno a decir verdad no tanto. De la misma manera que planificaba mis viajes por Asia y averiguaba en qué aparato y con qué tripulación iba a viajar, también semanas antes había planeado mi incursión por un servicio de radiología. Había buscado, como siempre, en Google; allí estaría todo lo que necesitaba saber. Tuve que seleccionar de entre las 30 millones de entradas que había sólo para “RM, TC, y ECO”. No obstante no tenía bastante. Amplié mi búsqueda con nuevos vocablos relacionados (riesgos, irradiación, errores médicos, cáncer, ¡muerte!) Pasé noches en vela. Allí había una verdad que se silenciaba. Poco a poco la seguridad en la medicina, fruto del desconocimiento se transformó en alarma y prevención. Tomé notas. Primero en folios, luego en libretas y finalmente en amplios dosieres, clasificándolos por temas que quizás algún día servirían para demostrar todo lo que se escondía detrás de una radiografía. Quedaba claro que entraba en una zona de grave riesgo para mi salud, y que los profesionales lo habían estado escondiendo largos años. ¿Por qué nadie informaba públicamente de las consecuencias por el aumento de la temperatura que producía la RM, o el efecto de cavitación de la ECO, y los niveles de irradiación del TAC que producían, seguro, cáncer? De hecho nunca nadie antes había analizado lo que era evidente: ¿Por qué nunca los profesionales se quedaban en la sala? ¿Por qué tomaban tantas precauciones con gruesos delantales y no se lo ponían a los pacientes? ¿Por qué permanecíamos tranquilos con los símbolos de radiación por todas las puertas? ¿Por qué llevaban un “detector” en el uniforme? ¿Por qué muchas veces pitaban los aparatos? ¿Por qué en la ecografía apagaban las luces? En cambio la población sí sufría sobradamente los efectos de la radiación (Chernobil, Hiroshima…). En esto del engaño existían similitudes con la aviación. “Señores pasajeros les informamos de que realizaremos un aterrizaje técnico”, cuando la realidad era “Tenemos un fallo en una sonda y no tenemos ni idea del motivo. Si no nos estrellamos antes, intentaremos realizar un aterrizaje de emergencia”. A diferencia del avión donde no hay escapatoria, podría haber optado por evitar someterme a las armas médicas, pero la preocupación por la posibilidad de haber desarrollado una enfermedad, grave, dolorosa y mortal era mayor. Decidí estar alerta ante cualquier indicio

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que sugiriese que algo iba mal. Alguien muy diferente a una auxiliar de vuelo (un hombre de mediana edad, calvo, barriga prominente y voz insípida) me ordenó que me estirase. Se molestó conmigo porque consideró que debía haber sabido que era con el torso descubierto y los brazos hacia arriba (en los aviones, los auxiliares de vuelo siempre explicaban las instrucciones, además del folleto junto a la bolsa para el mareo). Este personaje despareció. Apareció otra mujer que no se identificó. (En los aviones, por megafonía nos saludan al inicio del vuelo: “Buenos días, le habla el comandante Pérez…”) Mi realidad era distinta: pasta fría en la barriga. Aquella médico/enfermera/TÈCNICO/auxiliar empezó a soplar y a hacer extrañas muecas. Algo iba mal. No me atreví a preguntar. Sólo dijo: “Ahora vuelvo”. Espacio. Ruidos. Sonidos. Puertas. Teléfonos. ¡Era insoportable! La peor de las posibilidades estaba ahí. Algo malo estaba pasando. Volvió acompañada de otro hombre. Tampoco se identificó. “No sé”, dijo sin dejar de mirar la pantalla. Ajustó algunos parámetros y el ecógrafo empezó a emitir ruidos, muy, muy, pero que muy sospechosos. “Llama al Técnico de aplicaciones”. El grado de preocupación de los tres por mi salud iba en aumento. Entró alguien. Me saludó. Iba trajeado y sin bata. Parecía dominar aquel cadalso disfrazado de ecógrafo. Enseguida exclamó: “Ah!, antes debes desactivar el panel de punción. Estaba mal configurado”. Entró un cuarto, un quinto personaje en la escena. Cada vez me empequeñecía más, y aumentaban más y más mis angustias y sospechas. “¿Y no podría confundirse con un quiste complicado?” “Imposible”, contestó uno. “¿Por qué?”, retó el otro. “Pues parece…” Dudas, discusiones. Entraron en una espiral de posibilidades, enfermedades… Parecía que me había volatilizado, que allí sólo estaba mi cuerpo con el que interactuaban, sin mi presencia. Al final, tuve una despresurización emocional. “¡Basta!” Grité. ¡Quiero que me digáis la verdad, quiero saber qué me pasa! Hubo una escena cercana al pánico que sentiría si un avión cayese en barrena; gritos, lloros… Esto causó una escala técnica de Radiología a Psiquiatría. El informe fue tajante: “Trankimazin 0,25 g., prohibido consultar por Internet y lectura del tríptico informativo del servicio de Radiología”. Ahora voy mucho más tranquilo al hospital. Pero de todas maneras prefiero viajar. Estoy más informado.

LA ESCUELA DE LA ESPERA Maribel Ramos García

Estaba en la sala de espera, pues hoy me tocaba la revisión con el traumatólogo a las 10:30 horas, ya pasaban diez minutos, como casi siempre nunca se entra a la hora que te citan porque las consultas suelen ir con retraso la mayoría de las veces. Yo estaba tranquila, me suelo llevar mi libro para que la espera sea más amena. En esta ocasión, la persona que tenía a mi derecha era una señora con muletas, no muy joven, de unos 60 años. Por su estado, me

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parecía que estaba operada de una prótesis de cadera. La señora en cuestión no hacia más que resoplar y resoplar, miraba todo el tiempo el reloj. Según ella, ya pasaban 30 minutos de su hora citada. Se quejaba de que le dolía todo; de que la Seguridad Social, ya se sabe, colas para todo; de que no hay seriedad, etc. Vamos la señora, toda ella, era lamentaciones. Enfrente, tenía otra señora de unos 55 años con peores pulgas que la anterior. Se quejaba de una hernia discal L4-L5. No paraba de decir que vaya vergüenza, lo enferma que ella estaba y el retraso que había hoy; que hoy mismo ponía una queja en atención al paciente y que la próxima vez se iba por urgencias. Vamos: todo un ambiente de relajación en la sala de espera. A mí izquierda, un señor algo mayor, de unos 80 u 85 años, con un bastón -por lo que comentó le habían puesto una prótesis de rodilla- estaba acompañado de su nieto, un joven de no más de 20 años. Solo esperaba, y sin quejarse apenas. Me parecía un abuelete muy agradable y entablé un poco de conversación con él, pues yo estoy operada de una artrodesis de L4-L5-S1 y una prótesis invertida de hombro. Empezamos a hablar de las prótesis, de cómo lo llevábamos cada uno y nos animamos mutuamente, porque un poco más adelante había un niño de unos 12 años, en silla de ruedas, y ante esto, creo que los demás males que en esta sala había eran todos pequeñísimos. Esa fue mi conversación con el abuelete. Yo estoy acostumbrada a los hospitales, me he pasado la vida en ellos desde pequeña y he visto de todo en las salas de espera. Desde los pacientes que esperan su turno tranquilos; el nervioso que acaba oponiendo nerviosos a los demás y el que va de enterado de turno y se sabe las enfermedades de todos; el hipocondriaco, o el que da consejos a todo el que pasa por su lado; recuerdo una ocasión, en el hospital de Avilés, a unos gitanillos que se llevaron hasta el camping gas y tuvieron que intervenir los de seguridad, esto es verídico. Bueno, volvemos a la sala de espera que nos ocupa hoy. Son ya las 11 y todavía sigo esperando que me toque mi turno. La señora de la cadera ya ha pasado, menos mal, pues todo en ella era negativo. La señora de la hernia discal miraba el reloj constantemente y protestaba por el calor que hacía en la sala. El abuelete de los 80 años, ¡era sorprendente la paciencia que tenía!: no lo oí quejarse ni un segundo, solo pensaba en no molestar a su nieto. El que más me impactó fue el niño de la silla de ruedas: estaba esperando, como todos, pero muy tranquilo y leyendo un libro. No se molestó en ningún momento, a pesar de su minusvalía y del trasiego que había en la sala, pues en más de una ocasión, su madre lo tuvo que mover para que pasara alguna camilla; otro inconveniente: la bolsa de orina que tuvo que ir al baño a vaciar, pero no le dio la mínima importancia, ni protestó por el retraso de la consulta. Me dio una imagen de persona adulta, no de 12 años, demostraba una gran serenidad. Ese día creo que salí con una actitud muy positiva, me hizo pensar mucho y hay personas que por muy mal que estén se merecen un ¡OLE! bien grande, son unos valientes. Pensando en la sala de espera: es un lugar en el puedes aprender mucho, y no como piensan otros: que es terrible esperar, para entrar en la consulta. No todo es negativo. Siempre y en todas las situaciones, si queremos, podemos sacar algo de provecho y positivo hasta en el peor momento que nos toque vivir. Viviremos la vida, según como nos lo planteemos, con una sonrisa o con lágrimas. Yo os digo que he decidido vivirla con una sonrisa, espero que me acompañéis.

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AVENTURAS DE HIPOCÓN DRÍACO: EN LA CONSULTA Domingo Javier Jareño

Estaba en la sala de espera del hospital. Ya, ya llegó el momento decisivo. Hace tres días que me hicieron la radiografía. Vine hasta aquí para recibir el diagnóstico. Aunque dicen que los pacientes no deben mirar informes, placas, etc., creo que todos lo hacemos. Yo lo hice y, por ello, previendo mis últimas horas, escribo este diario en tiempo real, “on-line”, vaya. Aunque no entiendo de radiología, esa mancha oscura en los pómulos… no deja lugar a dudas. Y menos aún ese “agujero” en forma de estrella en lo alto del cráneo. En Internet, casi todas las páginas coinciden en un cáncer de hueso. Ese agujero es una pérdida ósea que rivalizará en velocidad con la mancha negra del pómulo para ver quién acaba antes conmigo. Cuando llegué a la puerta, no sabía si entrar o, directamente, abrirme las venas. Opté por lo primero. Había un guardia de seguridad (muy mal encarado) que me miró con desprecio (¿quizá con lástima?) como si mi intención fuera otra que la de recibir una fatal noticia. Ascensor con letrero de “No funciona”. Subí a pie a la tercera planta. Llegué muy cansado, pero… ¿y qué?, son mis últimas energías gastadas. En el puesto de “Información” había una cincuentona con ropa de veinteañera (embadurnada en maquillaje) que, mirando mis papeles, dijo que era en la quinta planta. Cuando le dije que, en el volante, ponía “3ª planta”, me miró con una mezcla de indiferencia y de “¿eres subnormal? El Dr. Gómez hace ya 8 días que cambió su consulta a la 5ª Planta”. Como si yo tuviera que adivinarlo. Bueno, doy gracias al Cielo porque uno de los botones bajo su escote no saltó hacia mí, aunque creo que eso no hubiera hecho más que acelerar el fin de mi vida. En la quinta planta, ví que en la puerta del ascensor no aparecía letrero alguno. Me dijeron que funcionaba perfectamente pero que, en la planta baja, no retiraron el letrero de “No funciona”. La señorita del puesto de información (por cierto, más fea que matar a un padre a golpes de calcetín) me dijo que yo no tenía cita, porque mi apellido (García) lo estaba buscando en la letra “J”. Cuando le dije que, si fuera con “J”, se pronunciaría “Jarcía”, me respondió algo así como que no le “enseñe a hacer su trabajo”. Levantó su horrible dedo señalando la Sala de Espera y dio el tema por finalizado. Así que… aquí estoy. Esperando, esperando… una inmensa mujer llega y hace buena la Ley de Murphy (de todas las sillas vacías, elige precisamente una de las que está a mi lado). Cuando voy a intentar la estrategia de simular que voy al aseo y, a la vuelta, sentarme en otra silla, la mujer comienza una “conversación” (típicamente española) entre ella, la fea señorita y yo: -Y…. usted, ¿qué número tiene? Quizá voy yo antes. - Pues… ninguno. No sabía que había que pedirlo. Creí que iba por hora de cita. -Pues… entérese bien.

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-Señorita: ¿qué numero tengo? -¿Lo ha pedido? -No, por eso lo pido ahora. -Pues no se lo puedo dar. -¿Por qué? ¿Se me ha pasado el turno? -No. Es que no va por número, va por hora de cita. -Pues eso decía yo. Y… ¿cuándo me toca? -Le avisarán cuando se abra la puerta, pero si ve que pasa mucho tiempo y no le avisan, pase por la puerta donde dice “No pasar. Espere a que le avisen”. Después de 3 horas (naturalmente, la inmensa mujer que ocupaba 2 sillas se las apañó para colarse) entro en la consulta. El Dr. Gómez tiene una cara de no haber cagado en 3 días. Desde que entro hasta que le entrego la radiografía (tengo que pedir permiso para sentarme) su actitud es un alarde de impertinencias y mala educación. Bueno… prefiero recibirla fatal noticia de alguien así. -Bien... está todo perfecto. -¿Está seguro, Dr.? -Hombre, pues claro. -¿Y esa mancha negra? - Bah!! un error de la máquina de Rayos. Siempre ocurre en ese sitio. -¿Y ese agujero negro de arriba? -Ah!! un defecto de placa. Ocurre a veces. -Entonces… -Está usted perfectamente. No me sea aprensivo!! Con un sentimiento, mezcla de alegría e irrealidad, salgo de la consulta. La mujer que se coló (que, por cierto, no está tan gorda) está de cháchara con una amiga que ha encontrado. La saludo cordialmente y le doy las gracias (no sé por qué, pero me apetece darle las gracias). Me despido de la señorita de Admisión (que, por cierto, tiene su punto atractivo, ya lo creo) y, aunque sé que el ascensor funciona, me apetece bajar a pie. Entre otras cosas, para despedirme de la informadora de la 3ª planta (no es tan mayor como supuse en un principio y, el poco maquillaje que lleva, no le hace falta). Saludo cordialmente al guardia de seguridad de la puerta (su aspecto es muy agradable). Llego a casa y, para celebrarlo, me doy un homenaje, vamos, que me pongo un copazo) _ ¡Qué majo el Doctor! Y simpático, el tío. Con gente así te sientes seguro. Y la de la 3ª planta… tiene un revolcón. Además, me informó amablemente del cambio de ubicación de la consulta del Doctor. Me pongo otra copa. _ Y la de la 5ª planta… mujer guapa, guapa donde las haya!! Ya lo creo. Y culta, la tía.

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_ Y la de la Sala de Espera… un poquito rellenita, pero bien repartida, y me hizo el favor de pasar antes. Me pongo otra copa. _ El juarda de la buerta… qué majo, el tío. Y el bédico… simbátiko, y ajradable… no sé por qué be eztava breocupando sin botivo… si la radiojabía ezbata clara… … … Despierto sin entender nada. Dejo de escribir este diario y busco una aspirina que me alivie este inexplicable dolor de cabeza.

APUESTA VITAL:TODO AL ROJO. NEGRO,NO VA MÁS Pablo Rodríguez Fernández

Estaba en la sala de espera, sola, en un estado de aparente tranquilidad, excepto por la agitada forma de entrecruzar sus dedos. El corazón no dejaba de palpitarle en el pecho como una fiera enjaulada, y un sudor tan frío como aquella sala le recorría la espalda. La mente de María discutía continuamente la idea de una frase que creía haber leído en una publicación local: “Dios no sólo juega a los dados. A veces también lanza los dados donde no pueden ser vistos”. ¿Puede haber alguien en algún lugar lo suficientemente pulcro en acto y pensamiento, para sentirse con el derecho de elegir cómo ha de ser la vida y la muerte? Nunca había creído en Dios, pero todos esos planteamientos le habían conducido irremediablemente a preguntarse si alguien, allí arriba, había sido el responsable del carcinoma que devoraba su pecho. En ocasiones tenía tantas ganas de obtener respuestas, que la idea de su muerte le resultaba más que atractiva. La infancia de María no podía considerarse apacible. A los 13 años, el abandono repentino de su padre, sumió en una agonizante depresión a su madre, Isabel, ahogada con borracheras vespertinas y kilos de tranquilizantes. Su hermana Esther, de 4 años, aún con la razón en pañales, se aferró al cariño de su hermana, quizás buscando instintivamente lo que todos calificamos como infancia, o quizás, huyendo de los insultos alcoholizados con aroma a ginebra, que Isabel se empeñaba en regalarle cada noche. Ocurría cuando algún cortocircuito dentro de su cabeza, le obligaba a apartar la mirada del reality show y comprendía lo repulsiva que era su vida. Durante años, la pensión de su madre por invalidez les había servido para sobrevivir, pero iban creciendo, y los gastos también. Al terminar el instituto, María no pudo replantearse seguir en la universidad. Eran demasiado pobres. Esther crecía, y cada día que pasaba aumentaba la adicción de Isabel, hasta tal punto que pasó a formar parte del mobiliario, casi fundiéndose con aquel sofá de polipiel renegrido por la ceniza. Hizo de tripas corazón.

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Consiguió encontrar un empleo a media jornada como camarera en la cafetería de un hotel. Algunos días al volver del trabajo, se quedaba en el umbral de la puerta mirando fijamente aquel manojo de llaves, pensando en lo que habría al otro lado. Se preguntaba si aquel era el único camino trazado al que podía optar, o por el contrario pisase donde pisase, lo hacía en el origen de mil trayectos distintos. Isabel murió 3 años después, en aquel mismo sofá. Los médicos le dijeron que la causa más probable de la muerte era el suicidio por sobredosis de tranquilizantes. María sabía que no se había suicidado. A pesar de su cobarde modo de vida, el simple hecho de seguir respirando en aquel sofá hacía que aún se sintiese responsable de sus hijas. Nunca las hubiese dejado. María barajaba la posibilidad de que aquella noche la borrachera hubiese sido tan grande, que ni ella misma pudo calcular cuántas de aquellas pastillas tenía en su mano. Su muerte, de algún modo, resultó un alivio. La pesada carga de la imagen de su madre, intentando reconocerse en el reflejo ondulante de aquel vaso, había desaparecido. Por fin, aquella casa se iba limpiando de energías negativas, y sus blancas paredes reflejaban con más fuerza el sol. Crecieron juntas, superando poco a poco las adversidades. Esther consiguió ir a la universidad con el poco dinero que su hermana ahorró para ella, y pronto consiguió un trabajo como ejecutiva en una importante empresa de publicidad. María se casó con Carlos, un amigo de la infancia, pero no dejó de trabajar de camarera. Había sido parte importante para los demás, y no quería dejar de sentirse útil. Tuvieron 2 hijas, Silvia y Laura. Poco antes de que Silvia cumpliese 4 años, en un control rutinario, le diagnosticaron un carcinoma en su pecho derecho. Los médicos optaron por extirpárselo, pero era tan grande que requeriría de radioterapia para disminuirlo antes de la cirugía, y no existía la certeza de que así ocurriese. Durante unos días, su vida se convirtió en un fiel reflejo de aquella que le había costado la muerte a su madre años atrás. Miraba tan profundamente a aquel abismo que tenía delante, que a veces sentía que ese mismo abismo también miraba dentro de ella, arrancándole la poca cordura que aún poseía. Esa oscuridad traía consigo las imágenes de su paso por aquella particular infancia. Flashes que se escondían bajo sus párpados hundidos, y que anunciaban la sentencia de una vida confinada a la más oscura de las condenas. Pero algo en su cabeza sucedió aquel día. La niebla que escondía su coraje se difuminó de repente y dejó salir aquella energía que tiempo atrás, les permitió a ella y a su hermana salir adelante. Se juró que ninguna desgracia volvería a arruinar ni su vida, ni las vidas de la

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gente que la rodeaba. Que combatiría la enfermedad con la alegría, la tristeza con cariño, y echaría ella misma a ese maldito cáncer que moraba en sus entrañas. Sus ojos denotaban la falta de horas de sueño la noche anterior y la mezcolanza de olores a desinfectantes, propios de un hospital, estaba empezando a causarle náuseas. El pecho le dolía como si le fuese a estallar, seguramente por la compresión de aquel mamógrafo que consideraba una máquina del infierno. Por fin llegó la hora y aquel médico tan simpático, al verla, sólo alcanzó a susurrar: - No puede ser… El carcinoma había desaparecido. Nadie sabía cómo pero se había evaporado, y cualquier resto de malignidad se había esfumado. La alegría que invadió su ser solo pudo compararla con la que sintió al ver nacer a sus hijas. Se detuvo unos instantes en la puerta del hospital, con una leve sonrisa marcada en sus labios, y volvió a recordar aquella frase que le vino a la mente minutos atrás. Ella tenía el control de su vida, ella había lanzado los dados… y había ganado.

LA SALA MÁGICA DE ESPERANZA

Braulio C. López Sánchez Estaba en la sala de espera de aquel viejo hospital, para mí, aunque no tan viejo, según algunos de los muchos pacientes que se encontraban junto a mí, en dicha sala. No, no era nueva aquella situación; sí la de estar esperando en una sala para, a continuación, hacerme un reconocimiento, en mi caso, un TAC. Esa sala no era como las demás salas de espera de cualquier hospital y de cualquier especialista. Era una sala mágica, era un profundo pasillo de unos cuarenta metros de largo con grandes ventanales. Sus paredes estaban pintadas con un color tremendamente cálido y con mucho gusto en la decoración. Llamaba la atención su silencio. El silencio era muy raro, pues con la cantidad de gente que frecuentaba aquel pasillo, apenas escuchaba el murmullo de los pacientes, que como yo, esperaban para poder realizarse su prueba radiológica. Era en aquellos momentos y en muchas ocasiones, en las que necesitaba de ese ambiente de silencio; pero en otras, me sentía ahogado en mi adentro, y cuando cerraba los ojos, esperando que alguien me dijera algo, bien fuera otra persona o paciente, o bien el personal de aquel servicio, me entraba pánico; así que eran pocos los segundos que los dejaba cerrados. Si bien, la mayoría de las veces que acudía a aquella sala, no iba solo; iba acompañado por mi mujer, o en ocasiones, por mi hijo de catorce años, al que la enfermedad de su padre, le había hecho crecer de forma vertiginosa y que en ocasiones, cuando hablaba con él daba hasta miedo. Pero por otra parte, sentía que lo hacía, lo de acompañarme, con todo el cariño, tanto como con el que me yo despertaba todos los días de mi vida, deseando verle. El día que me dijeron lo que tenía, lo pasé muy mal, incluso lloré y digo esto, ya que soy una persona muy difícil de arrancar una lágrima; pero sí, lloré y como ninguna persona en el mundo lo haría, ya que en esos momentos me sentía solo ante las circunstancias, y sobre todo ante aquella situación tan inesperada para mí y mi familia. Pasaron los días y me fui

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haciendo consciente de lo que me ocurría, no por nada, sino por los cambios que en mi se fueron produciendo, tanto fue así, que hubo momentos en los que ni yo me reconocía. A la vez que se producían esos cambios, fui notando que a mi alrededor también los había, y no solo en mi familia, a la cual veía mas sensible que nunca, sino también en mis amigos. No era culpa de ellos que se sintieran así, sino culpa de aquella noticia, que conocí un día de ese mes que quisiera olvidar para siempre, pero que desgraciadamente me llevará a nado durante toda la vida. No sufro por mí, pues por mis creencias y por mi forma de ser, estoy convencido de que saldré, lucharé y volveré a ser yo mismo, el que siempre quise y soñé con ser. Ese hombre que se desvive por su familia y al que le faltan horas en el día para entregarse a ellos, con plenitud y alegría. Esa alegría que, a día de hoy, y tras varios años de suplicio con mi enfermedad, no se ha agotado. Han sido años, días y meses de pensar en todo lo pensable y de recapacitar sobre muchas cosas que creía hacer bien, o por lo menos así lo pensaba; pero no, no estaba dando el cien por cien de mí. Me daba cuenta de que no me sentía realmente satisfecho interiormente; si bien es verdad que lo intentaba pero no salía. Ahora, después de ocurrirme lo de mi enfermedad, que por supuesto no nombraré por despecho hacia ella, estoy feliz porque, dentro de mis posibilidades, tanto físicas como psíquicas, puedo verme al fin realizado, es decir he podido ser yo mismo y a la vez, he hecho partícipe de ello a mi familia y como no a mis hijos y mi gran mujer, a la que sin duda le debo ser ese yo que tanto anhelaba en muchísimos momentos. Momentos duros, pero no tan duros como sentir el sufrimiento que ocasionaba en ellos el verme en alguna ocasión muy desmejorado en mi aspecto, pero en otras desmejorado en mi conciencia, la cual sentía como no mía, porque en esos momentos se apoderaba de mí, sin que yo pudiera hacer nada en absoluto. Fue solo en una ocasión en la cual no fui yo. Sí, porque perdí la esperanza de todo, y las pocas ganas de luchar por nada. Pero ocurrió una y otra vez lo mismo: ahí estaba ella para recordarme lo importante que era luchar y que esto, lo de mi enfermedad, no era más que pasajero en nuestras vidas; y que por supuesto, esa lucha juntos haría que fuésemos aún más felices. Después de escuchar esto de mi mujer, no podía rendirme, y así fue. Tras quince años, aquí estoy, siendo una persona distinta a la que era justo antes de aquella noticia, y por supuesto dándole gracias a Dios por dejarme vivir todo este tiempo; y el que venga. Así como de haber conocido a aquella mujer que un buen día me recordaba, desde una mampara de cristal en el servicio de radiologia, que por favor siguiera las instrucciones que me daba la máquina del TAC; que no me preocupara de nada y que si en cualquier momento durante la prueba necesitaba lo que fuera, no dudara en llamarla, que se llamaba Esperanza y que confiara en ella. Así fue, la conocí, se convirtió en mi mujer y, sin duda, han sido los más maravillosos años de mi vida.

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LA SALA INTERIOR Sebastián Gomez Blanch

Estaba en la sala de espera: en el lugar donde hasta el tiempo debe esperar. La vida está llena de salas de esperas, bancos hospitales, cines, teatros, etc.... Diferenciemos dos tipos de salas: la interior y la física. Igual que el mundo que nos rodea, cada persona tiene una sala de espera en su interior, que hace que su imaginación la libere y la cree a su gusto. Pero por algo va uno ... y ese algo puede ser la soledad de una pareja de ancianos, que han pasado el fin de semana esperando el momento de ir a contarle a su médico de familia todos los achaques y malestares que les han aquejado; o la pareja de jóvenes que, después del test de embarazo, creen que ella está embarazada de su primer hijo, o quizás de un hijo no deseado; o la mujer adulta que, a solas con su conflicto y angustia, va a recibir el resultado de una mamografía que parece no ser tan favorable. En fin, puede ser cualquier cosa. Muy importante para quien la vive. En nuestra sala de espera interior conviven nuestros pensamientos (que no siempre se tiene tiempo para ejecutar) con nuestros proyectos y sueños (aquello que deseamos compartir con la persona que uno ama y a quien nunca le dedicamos el tiempo que se merece). Para tener una sala de espera confortable y física hay que saber manejarla y atenderla de forma ordenada, porque si desprestigiamos a esas personas y no le damos su valor: todo el proyecto, la antesala, e incluso las personas que merodean por tu corazón quedarán en el olvido. En una sala de espera, a menudo te encuentras con situaciones difíciles de manejar que no queremos y que debemos afrontar. A veces, te encuentras con una persona mayor que respira fatigosamente; un bebé de días que llora sin parar ante la mirada angustiada de su madre que, además, intenta disculparse ante los demás; alguien apoyado en una muleta que intenta entrar o salir del ascensor; en fin, son momentos de ansiedad y preocupación por los demás y en los que piensas:”¿Qué hago yo aquí?” En las salas de espera de un servicio de oncología (centro médico, sea de ambulatorio de especialidades u hospital) normalmente se palpa tensión. La gente no habla mucho pero siempre existe alguien que consigue que se enteren de su enfermedad, o personas que dominan su propia historia clínica y dan detalles tras detalles, o gente que no habla de su enfermedad y sufren en silencio, o el que se enoja y salta porque lleva veinte minutos esperando y no se cumple el horario de la cita. Me acuerdo de una pareja de ancianos que se encontraban en una sala de espera y la mujer se tenía que someter a una terapia oncológica. Cuento lo que sucedió: El matrimonio llevaba aguardando un buen rato para la terapia. Nunca había visto a alguien con unos ojos tan hundidos y una mirada tan angustiosa como la del hombre. Paco, el marido, en su intenso dolor comenzaba a enfadarse y a caminar sin rumbo por la sala, mientras que el resto de las personas esperaban sigilosamente para la terapia oncológica. Su esposa, Lucía, mujer de extraordinaria simpatía y elegancia pero con ojos de expresión triste, le comentó a su marido que guardase la compostura y tuviese paciencia, a lo que Paco refrendó

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con un: - "Lo siento, cariño, pero esa persona acaba de llegar hace 15 minutos y ya le han avisado, voy a dirigirme a la mesa para formalizar una queja ". Su mente parecía estar en otro sitio, él estaba convencido de que su enfermedad era terminal... Poco le importaba los momentos de espera hasta el reconocimiento y diagnóstico del médico. Sin apenas escuchar a su esposa, se levantó y se dirigió a la enfermera. Lucia, rota por el dolor de su enfermedad y con poca fuerza en su interior debido a las sesiones de quimioterapia, se levantó pausadamente y se dirigió, fatigada, tras él... Jamás viví una situación tan semejante, hubo una similitud de expresiones por parte de las personas que allí aguardaban y por parte del personal del servicio, porque en ese momento y en ese instante cuando la anciana llegó hasta su marido, el corazón se nos encogió al ver que su amada le cogió de la mano y le dijo con ojos brillantes: - "Cariño no te apartes nunca de mi dolor,no lo hagas, te lo pido por favor. Todas estas personas que están aquí sufren al igual que sufro yo. En la muerte y en la enfermedad nadie tiene más importancia, y nadie tiene derecho o preferencia alguna sobre los demás para ser atendidos". La carga de amor derrochada por Lucía consiguió sonar y resonar en aquella sala una y otra vez, despertando imágenes vividas y recuerdos en cada uno de los presentes. Lucía y Paco regresaron de la mano a su banco, se sentaron y dirigieron sus miradas hacia un niño que jugueteaba y aguardaba allí para la terapia. La anciana comenzó a contemplarlo y a esbozar una leve sonrisa porque ese pequeño, aunque sufriera por dentro hacía que se conmovieran los presentes y tuviesen ese poquito de fe que se ha de tener para salir de una difícil situación. Seguidamente, Lucia comentó a su marido: - "Mira ese niño como juega, también está esperando para la prueba, él no tiene prisa, simplemente vive el momento y se permite ser feliz, seguramente también conoce el sufrimiento.” Ese niño que se encontraba allí jugando, sólo tenía 6 años y en ese mismo instante al verlo Paco, no pudo con su dolor, se levantó, salió al exterior y cayó de rodillas llorando por el poco valor y capacidad de sufrimiento que tenemos los seres humanos, cuando tenemos miedo a perder lo que queremos. Al contemplar la situación salí al exterior y agarrándome a lo imposible le hablé a Paco sobre una sala de espera en construcción, de tiempo, de proyecto, de sabiduría, de pensamientos, de lucha, de imaginación, de sentimientos, de enfermedades e incluso de personas amadas que jamás quedarán en el olvido, porque esa sala de espera la mimamos, la realizamos y la guardamos, dedicándole el tiempo que se merece hasta el fin de nuestras vidas.

LARGO VIAJE A LA SALA DE ESPERA Almudena Perez Alonso

Estaba en la sala de espera otra vez con mucha gente a mi alrededor, entre ellos mi marido e hija (además de muchas más personas). Otro día más en la rutina hacia el fin de mi vida. Ya me conozco a todos los chicos/as que se encargan de hacerme los controles mensuales; y ellos también se acuerdan de mi. Me dicen: -“ ¡Qué bien te veo! ”, pero yo aquí esperando

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recuerdo que el mes pasado estaba mucho mejor. Podía caminar sin ayuda ninguna, no necesitaba a mi marido para recordarme todo… Pero si ellos me dicen que estoy mejor por algo será. Recorremos 200 kilómetros para cada revisión mensual, 2 horas y media de camino hacia una espera en una sala. Espera que se hace interminable hasta que no sabemos el resultado de todas las pruebas y analíticas. Hoy está un chico haciéndome el cuestionario: -¡Que bien te veo! -Gracias, pero estoy un poco mareada -Seguro que es el cansancio del viaje. ¿Quiere un vasito de agua? -Sí, por favor Ya solo me quedan 5 minutos para entrar a la consulta y ya estoy algo mejor.

-¿DOÑA MARÍA? -SI, SOY YO, vamos allá.

Ahora me toman la tensión y me hacen una revisión general, antes de saber el resultado final de este mes, y me vuelvo a la sala de espera. Han pasado 15 minutos y ya tengo todo hecho hasta que me den el resultado de forma inminente. Desde que he entrado en esta sala de espera todo han sido apoyos y buenas caras. Yo podía hacerme todas mis revisiones a 5 minutos de mi hogar, sin desplazarme, pero por motivos de cambio de hospital nos tenemos que recorrer todos esos kilómetros. La primera vez que vine era con mucha desgana, hasta el punto de que casi no vengo. Estaba acostumbrada a aquella rutina en la que veía que cada vez estaba más deteriorada y pensé: “ ¿Para qué me voy a mover tantos kilómetros si esto ya no tiene solución, si en unos meses ya no estaré aquí?” Pero mi familia me apoyó y me convenció de que si las cosas venían así pues había que seguir su curso. Recuerdo aquel primer día entrando por esta sala de espera, noté un ambiente diferente a todo lo que había vivido; estaba lleno de cariño, amabilidad y apoyo. La gente se hablaba como si se conociera de toda la vida, con palabras de apoyo y mucho sentimiento. Me preguntaron mi nombre y me hicieron unas cuantas preguntas, respondidas por mi voz llena de amargura (que cambió en unos minutos, tras escuchar lo que me dijo la persona que me estaba preguntando): - “Mujer ánimos arriba, esto es un tiempo que nos da la vida para pensar en todo lo que tenemos y por todo lo que tenemos que luchar. Estamos tan ocupados que ni pensamos, así que ahora a pensar y descansar, y no se preocupe que aquí esto es un momentito”. Aquello me hizo pensar, es que tenía razón, hay que seguir adelante. Noté un cambio dentro de mí que no había notado en todo el tiempo que llevaba con la enfermedad. Noté positividad, algo que nadie había conseguido antes.

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Han pasado 6 meses ya, desde aquella primera revisión aquí, en este centro, y mi gente está alucinada con toda mi recuperación. Mes tras mes yo he acudido aquí, con días mejores y otros peores, pero cuando tocaban éstos últimos lo malo se quedaba de la puerta para fuera, porque me sentía y siento en familia. En muchas ocasiones, no han sido capaces de canalizarme una vía a la primera, ni a la segunda, ya que el tratamiento me las había ido estropeando, pero eso no me importaba porque la enfermera intentaba hacerlo de buenas formas, con sus trucos para que no me doliese nada y, así era, las veces que hiciera falta. Hoy me han dicho que puede que sea mi última revisión y estoy muy nerviosa, porque es inevitable que mi cabeza le de tantas vueltas a todo lo que ha pasado, a cómo de no ser nada he resurgido con toda esta ayuda. Hoy, nadie puede controlar todos los sentimientos que tengo dentro de mi, estoy aturdida, no se qué pensar pero ha llegado el momento de poner todo en su sitio y dirigir mi vida hacía un camino. - DOÑA MARÍA, POR FAVOR (“Allá voy sea lo que sea, podré con ello”) Todo se ha terminado para mi, me han dicho que todo esto ha terminado. No me lo puedo creer.Solo tengo que hacerme una revisión anual para ver que todo sigue en perfecto estado, como hasta ahora. No se ni cómo comportarme, solo se decir gracias por todo este apoyo. Hace 10 meses pensaba en que mi final se acercaba, pero una luz apareció en mi camino, una luz llena de cariño, sentimiento y amabilidad, que me ha ayudado a curarme, a hacerme valer y a darme fuerzas para poder con esta enfermedad. Yo he terminado, pero hay mucha gente que lo está pasando mal, y si alguna se cruza en mi camino tendrá todo mi apoyo, y ni una palabra negativa. Esto es un proceso duro, pero reconfortante al ver que todo se ha terminado. Gracias

¡QUÉ SEA LA ÚLTIMA VEZ! Estaba en la sala de espera y era mi primera visita a la Seguridad Social. Todavía no acabo de entender porqué fui al seguro, siempre acudo a mi seguro privado, en fin, son estas cosas que uno hace sin pensar. Me gusta ir adecuadamente vestido según la circunstancia, pero mirando a mi alrededor y viendo este antro lleno de gente, pensé que quizá la corbata estaba de más. Nadie estaba vestido como yo en la sala y esto es desconcertante. Quizá sean los demás los que estén mal vestidos, toda la sala llena de abuelos, niños, inmigrantes... ¿Qué podía esperar de estos sitios? Definitivamente son ellos los que van muy mal vestidos.

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Estuve esperando entre diez minutos y cuarto de hora para hacerme una resonancia, creo que tanto tiempo en la sala de espera me agravó el dolor de espalda, dicen que tengo una hernia discal y no me extraña, con tanta espera mal sentado en estas sillas... Todo el rato entrando y saliendo gente por todas las puertas, así no hay manera de concentrarse, tengo una reunión muy importante a mediodía y a este paso no sé si voy a llegar a tiempo. Conecto el teléfono y el portátil para ir adelantando trabajo pero en ese momento me llaman para empezar el estudio y me lo fastidian todo. - Buenos días, soy Juan, el Técnico de radiología. Vamos a hacerle una re…….

Ya estamos con las charlas que no hacen más que entretener, esta gente es muy pesada, te cuentan las cosas una y otra vez como si uno fuera idiota. - Vamos a entrar a un campo magnético y es imprescindible que se quite toda la ropa y

todos los objetos metálicos. ¿Tiene usted marcapaso, prótesis… ? (¡Pero bueno!, ¿es que no vamos a empezar nunca? Desde este momento, no escuché mas, ¡tanta explicación!. En mi seguro, no me incordian tanto.) Me sumí en un letargo con la simple intención de ejecutar las órdenes y acabar cuanto antes, pero al entrar en la sala mi reloj modelo “Must Cartier” salió disparado y casi me arranca la mano. (¡¡Pero bueno!! ¿Qué es esto? ¿dónde me han metido? Ya podía usted haberme avisado de que esto podía pasar, Juan.) - Vamos a empezar otra vez, buenos días, soy Juan, el Técnico en Radiología y vamos….

Desde ese momento en que el tirón del reloj casi me arranca la mano decidí prestar atención al técnico con el único objetivo de salir vivo de allí y acabar cuanto antes. Ejecuté sus instrucciones al pie de la letra y, aún así, estuve metido en ese tubo casi veinte minutos. La verdad es que no sé por qué piden colaboración al paciente si al final tardan tres horas en hacer el estudio. Cuando terminamos, Juan volvió a soltarme una charla sobre lo que tenía que hacer ahora para recoger el resultado. Otros diez minutos hablando, y yo no llego a tiempo a la reunión, espero que termine cuanto antes. Entro a la habitación donde estaba mi traje. Menos mal que es italiano y no se ha arrugado mucho. Me visto y salgo de ese cubículo rápidamente. Al llegar de nuevo a la sala de espera y ver aquel panorama de gente pensé: ¡que sea la última vez que vengo a la Seguridad Social! Cojo el coche y voy a toda prisa al despacho, esto me ha trastocado toda la mañana. Mientras conduzco sigo pensando, pero ahora sobre mi visita a radiología, solo tengo dudas. Quizá debía haber escuchado a Juan.

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En realidad, solo son las once de la mañana y tengo tiempo para un café. No he tardado tanto como yo pensaba. Me da tiempo a pasar por casa y cambiarme de ropa, creo que este traje huele a hospital público (ese olor de enfermo que se mete en la nariz…) En cuanto llegue le digo a mi secretaria que llame a radiología y le pregunte a Juan qué es lo que ha dicho que tenía que hacer ahora…. En fin, Gonzalo, este es el motivo por el que no hemos podido desayunar juntos esta mañana en el despacho, solo te digo una cosa: ¡Será la última vez que voy a la Seguridad Social!

VOCACIONES

Roberto Martín Jorge

Estaba en la sala de espera haciendo tiempo hasta que Diego, mi nuevo compañero de trabajo, terminara de cambiarse y nos fuéramos juntos para casa. En la sala, ya no quedaba nadie. Chus y Carmen, las limpiadoras, y sus sempiternas batas azules se habían despedido con sus chascarrillos absurdos de siempre: -“Caramba Martín, hoy cierras tú el chiringuito”. Me estaba impacientando pues hacía casi 10 minutos desde que Diego me dijera: “Espérame un momento. Hago una llamadita y nos vamos”. Diego era un muchacho bastante tímido y, a mi modo de ver, “vulgar”. Tenía 22 años y acababa de terminar sus estudios. En nuestro centro se había jubilado el técnico más veterano y, como siempre, en Recursos Humanos pretendían encontrar a alguien que en 3 días se incorporase a la plantilla… como si la gente no tuviera nada que hacer de hoy para mañana. Habían llamado a Diego el jueves pasado para ofrecerle el puesto. Éste aceptó la oferta y hoy lunes, cuatro días después, estaba aquí, a más de 6 horas de su casa, de su familia y de sus amigos… a veces los currículos servían para algo. Un muchacho que toma una decisión de este tipo de la noche a la mañana tiene algo que esconder. O bien huye de la justicia, o de un amor o está como una cabra. No me inspiraba confianza. Era un chico demasiado agradable. El caso es que yo seguía en la sala de espera, así que decidí entrar de nuevo y comprobar el motivo de su tardanza. La sorpresa fue mayúscula. Me lo encontré llorando como un niño pequeño. -¿Diego? ¿Qué te ocurre? -Nada, Martín -contestó como pudo-, supongo que es normal. -¿Normal que llores cuando terminas de trabajar? -No, hombre… normal que añore a mi gente, a mi pueblo… a la que ha sido mi vida hasta ahora. - No se de qué te extrañas. Sabías lo que podía ocurrir, chaval. No debes arrepentirte ahora. - Y no me arrepiento.

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- Entonces… ¿a qué viene esto? Ya eres mayorcito. - Caray ¿tanto cuesta entenderlo? Echo de menos a los míos. No creo que eso sea malo, ni que te moleste. La verdad es que no sabía qué decirle. Toda la vida había sido un ratón de biblioteca, de laboratorio y de pacientes; dejándome los ojos en los apuntes y las horas en los libros. Dicen que la gente de ciencias nos acabamos volviendo insensibles al dolor ajeno, a los sentimientos, a la rabia y las frustraciones. Quizá por eso, la postura de Diego me parecía un tanto absurda e inmadura. Incluso me irritaba. Sentí lástima y le propuse tomar una cerveza en un bar en el que nos juntábamos muchas noches los residentes. No conocía muchos más bares, la verdad. De camino, y en un intento por parecer amable con el recién llegado a la ciudad, le pregunté qué había pasado en esa conversación telefónica. Según me dijo, su padre le había comentado que algún familiar estaba enfermo. - Diego- le pregunté- Si tanto añoras tu casa, ¿por qué has aceptado venir a trabajar aquí, tan lejos? - ¿Acaso crees que en mi pueblo puedo trabajar de esta especialidad? Por favor, Martín, si el médico de familia va dos veces por semana. - Pero, ¿no había opciones de trabajar más cerca de casa? - Sí, pero no me veía de “piloto de cabras”, la verdad. La sanidad es mi pasión, igual que para ti, supongo. Por algo eres médico. - Sí, claro- asentí-. Pero podrías haber escogido otro camino, otros estudios. - No es tan fácil. Tú has podido estudiar lo que has querido y trabajar cerca de casa. En mi caso es imposible. - Bueno, el que quiere puede, supongo. - No siempre. - ¡Venga hombre! Claro que sí. Solo hay que luchar por ello. Diego se quedó un rato pensativo. - ¿Te gusta tu trabajo, Martín? - No seas ridículo. Es obvio. Mis padres son médicos y siempre me ha gustado esto. - Piensa por un momento que tu sueño, tu vocación, hubiera sido… que se yo… ser…… monje tibetano, marino mercante, ¡cualquier cosa!; y que supieras que para conseguirlo deberías renunciar a toda tu vida. ¿Lo ves igual de fácil? No supe qué contestar. Hasta ese momento nunca me lo había planteado así. - No seas duro, Martín. Sabía perfectamente cuando salí del pueblo para estudiar que nunca podría trabajar allí. En los pueblos, hay pocas opciones si quieres trabajar en sanidad. Yo quería dedicarme a esta profesión a toda costa. Tratar con los pacientes es algo que me llena. - ¡Qué idealista! - ¿A quién ofendo siéndolo? Se desahogó contándome lo mal que lo había pasado su madre cuando le comunicó que quería marcharse y estudiar. Lo difícil que fue contarle su destino laboral. Lo duro que le resultó decírselo a su ex-novia, con la que nunca había llegado a cortar del todo. Lo mucho que se habían alegrado sus colegas pues ya tenían un sitio al que ir de vacaciones… y lo que sufrió al pensar que esos colegas quizá dejarían de serlo con los años.

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Yo jamás había necesitado salir del barrio para nada… De aquella conversación, un tanto amarga, han pasado ya 12 años. Hoy, Diego me acaba de dar un sobre con los resultados de mi última revisión. El oncólogo está contento y todo va muy bien. Mi tumor ha desaparecido. A pesar de lo duro que fui con él al principio de conocernos, Diego y yo somos grandes amigos. Él me ha enseñado lo sano que es mostrar los sentimientos, lo gratificante que resulta ser agradable con la gente; especialmente con los pacientes que depositan en nosotros muchas esperanzas. Gracias a todo eso, creo que desempeño mejor mi profesión y le estoy tremendamente agradecido como médico, pero sobre todo como paciente. Una cara amable, unas cálidas palabras o una sonrisa hacen que te puedas olvidar por un rato de lo duro que es saberte enfermo y hace más llevadera esta maldita enfermedad. EN LA CARRETERA Estaba en la sala de espera esperando que llegara la hora para que me hicieran la radiografía, cuando de repente, vi a un niño pequeño caerse delante de mi, me alcé enseguida, lo cogí por la cintura y lo levanté del suelo; él me miró asombrado por detrás, se giró de golpe y se fue corriendo para seguir a su hermanito, con el que estaba jugando. Los dos niños pequeños corrían y corrían sin parar, alborotando toda la sala, que estaba llena de pacientes a los que no les importaban para nada los ruidos y los chillidos que hacían, ya que cada uno estaba sumido en sus pensamientos, o concentrado en la conversación que entablaba con el paciente de al lado, o abismado leyendo un libro o algún cartel que había colgado en la pared. La sala en la que nos encontrábamos era bastante grande, y estaba rodeada de tres ventanas que daban a la calle, desde las que se veían las cabezas de la gente que iban pasando. Eran las cinco de la tarde, y la luz de la sala estaba encendida ya que era un día de esos en el que no sabes si lloverá o no, en el que no hace ni frío ni calor, y el sol aparece minuciosamente cuando quiere, solo para hacer acto de presencia durante dos minutos y volver a esconderse detrás de las nubes. Casi todas las sillas de la sala estaban ocupadas, parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para ponerse enfermo. A mi lado derecho, había dos señoras mayores: una de ellas de cuerpo voluminoso, que se quejaba de las lumbares, y la que estaba a su lado no dejaba de decir que a ella la habían operado de la cadera y que desde entonces puede caminar mucho mejor. A mi lado izquierdo, estaba sentado un señor mayor con su bastoncito, que no paraba de mirar las puertas azules, esperando que la próxima vez que los sanitarios abran la puerta, digan su nombre en voz alta y entonces se dirijan a él con una mirada cálida, dulce y benévola, consiguiendo así una ratito de compañía y de afecto por parte de aquellas personas que van de blanco, y que desde el exterior parecen frías y apáticas, pero que no es así. Los dos niños de la sala se cansaron de correr y se fueron donde se encontraba su madre, le pidieron agua para calmar la sed que tenían y enseguida uno de ellos cogió una mochilita que había junto a su madre y se sentó en el suelo. El otro niño enseguida que acabó de beber, se fue corriendo junto a su hermano. De la mochila sacaron unos cochecitos y diferentes señales de tráfico y se las repartieron entre ellos. Esas figuritas en principio representan situaciones en la carretera, pero también pueden representar situaciones en la

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vida misma. Al igual que cuando vas por una carretera conduciendo tu coche y a medida que vas avanzando te vas encontrando con diferentes, como un:

que te indica que tienes que hacer una pequeña parada, pero importante, como una radiografía, una analítica o una ecografía... son pequeñas pruebas, pero fundamentales. También, te puedes encontrar otras señales en la carretera como un:

que te recuerda que vas a salir del sentido de la vía, pero que tienes que volver, tienes que volver a esa sala de espera en la que estuviese no hace mucho por un control de una fractura o para saber los resultados de una prueba que te hiciste, o para comprobar si el embarazo va bien… Son pruebas sencillas que no requieren de mucho tiempo, pero al igual que los cedas hacen que tengas que gastar un poco de tu tiempo dentro de esa sala de espera. Mientras esperas en la sala tu turno, hablas con la persona que está a tu lado o miras la ventana, escuchas la música que llevas en el mp3 o lees los carteles, lo mismo que podrías estar haciendo en la carretera. Y mientras avanzas, te puedes encontrar con un:

que te obliga a parar tu recorrido del todo y esperar hasta que sea el momento indicado para seguir. Al igual que aquellas personas que han hecho un parón en su vida y tienen que pasar mucho tiempo en un hospital, y asimismo entre las salas de espera, para poder reponerse de la enfermedad o del accidente que le tocó vivir.

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De repente, en la carretera por la que ibas, que tenía una buena infraestructura, de vez en cuando te encontrabas con un bache o con alguna zona mal señalizada, pero entonces te encuentras con la señal:

que indica que se está acabando la vía y que tendrás que incorporarte en otra que parece que no está tan bien como la anterior. Aquí es cuando la sala de espera entra en tu vida, la sala y el hospital, los médicos y los enfermeros y todo lo que la medicina implica. Entran y no sabes cuándo van a salir; si saldrás de ella en unos días, semanas, meses, años... o lo que te quede de vida. Pero en la vida, al igual que en la carretera, te podrás encontrar con muchas más señales y algunas de ellas no sabrás ni lo que te quieren anunciar, pero tú tienes que seguir en esa carretera de la vida sin miedo y segura de ti misma, porque en el momento que te sientas abatida, será entonces, cuando tu familia y esas personas vestidas de blanco te ayudarán para que tú puedas seguir disfrutando de esa carretera que siempre tendrá baches, agujeros... y señales.

EL ALMA DE LOS BATABLANCA Maria Novella Garcia

Estaba en la sala de espera del servicio de Medicina Nuclear, allí sentada, asumiendo que en mi pecho habitaban unas células malignas que se habían propuesto hacerme pasar una temporada de lucha y supervivencia. A mi, lo de la medicina nuclear me sonaba a “bomba, radiactivo, ser fosforescente…” , para nada pensaba que con un simple pinchacito de un líquido apenas brillante me fuesen a ver todos los huesos de mi cuerpo, en busca de alguna célula enemiga. Tampoco entendía que desde que me pinchasen tuviese que esperar, por lo menos dos horas, hasta que me tomasen las imágenes. Me puse a observar a los “Bata blanca” que por allí merodeaban. Yo no entiendo mucho de hospitales, pero si no me equivoco, las agujas están a cargo de las ATS, sin embargo había allí una chica que no paraba de entrar y salir de una sala en la que a mi parecer debía de esconderse la máquina de las fotos.

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A veces salía sola y volvía con más “Batas blancas” o con “Bata blanca-Pantalón Vaquero”, o sea, mis queridos médicos. Otras veces, lo que llevaba en la mano eran montones de papeles, sobres e imágenes. Se despertó mi curiosidad y quise averiguar cuál era su función exactamente, así que me decidí a abordarla y la siguiente vez que pasó, me levanté convencida y le fui a preguntar si durante la espera podía ir al baño, ya que me pareció buena pregunta para entablar diálogo. Ella amablemente me dijo que por supuesto, me señaló dónde estaba y sonrió. En los pocos segundos que duró la conversación pude leer en su tarjeta identificativa que era Técnico Especialista en Imagen para el Diagnóstico, y deduje que ella definitivamente sería la que estuviera al mando de la seguramente monstruosa máquina que iba a dibujar mis huesos. Pensé que sería monstruosa porque para tomar 1,75 metros de huesos, la imaginaba muy grande. También observaba al resto de la gente que esperaba como yo. Una decía:

- ¡A mi niña lo que no le funciona bien son los riñones! - pobre bebé, pensé. Otro decía:

- ¡Yo vengo por el tiroides! - ¡Yo para que me vean la cabeza, a ver qué pasa con estos temblores que tengo! ¡Bien

por la medicina nuclear que puede estudiar tantas cosas! , pensé. Imaginaba cómo sería la vida de esas personas y qué tendrían en común conmigo, y es que dos horas de espera dan para pensar mucho. Lamenté haberme hecho la fuerte y rechazar la compañía de mi marido:

- ¡No hace falta que vengas cari, seguro que es un momento, no te preocupes y ve a trabajar!- ja, ja, ja.

Mientras divagaba volvió a salir la técnico. Nuestras miradas se cruzaron y me sonrió. En su mirada vi empatía y energía, como si quisiera transmitirnos un poco a cada uno de los que allí estábamos para darnos ánimos. En ese momento me pregunté un montón de cosas sobre ella y su trabajo: ¿Qué voz interior es la que te dice que quieres trabajar en un hospital por la salud de los demás? ¿Habrá pasado ella por mi situación? ¿Que trabajes es un hospital significa que nunca vayas a enfermar? ¿Cómo hacen para sentir empatía sin que les provoquemos lástima? ¿De dónde sacan fuerzas para no venirse abajo ante casos difíciles, duros o emotivos? ¿Cuál es el secreto para que ellos sigan positivos día a día, aunque a lo que se dediquen sea mayoritariamente negativo? Claramente vi que viven los mismos sentimientos que yo, que debajo de esa bata había una mujer dulce.

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En la sala de espera CONCURSO DE RELATO CORTO AETR 2011

Volvió a salir y otra vez la observé, no lo podía evitar. Me devolvió de nuevo la mirada y una sonrisa, pero ahora yo la había mirado con otros ojos. Por fin era mi turno, las dos horas pasaron volando gracias a mi mente inquieta. Me indicó que antes de pasar a la sala, tenía que volver a ir al aseo a orinar, ya que parte del radiofármaco que me habían inyectado estaba ya en mi vejiga y debíamos evitarlo para tener una imagen de calidad. Al entrar a la sala, me enseñó la máquina que tanto miedo me había provocado y no pude evitar una pequeña carcajada al ver, únicamente, dos paneles que envolvían una camilla. Me tumbé: otra vez más, otra máquina más. Me indicó que la máquina se acercaría mucho a mi cuerpo y lo iría perfilando según las diferentes zonas que estuviese analizando. Empezaríamos por la cabeza, que estaría rodeada de las láminas, y poco a poco irían bajando hacia los pies. Ahí fue cuando entendí por qué el tamaño de la máquina no importaba. Me sujetó pies y brazos e insistió en que no me moviese para no tener que repetir la prueba:

- Mejor si se relaja, solo tarda 15 minutos, ¿vale corazón? ¡Comenzamos! Una persona que acababa de conocer y ni siquiera sabía como se llamaba, me había llamado “Corazón”, ¿hay algo más importante y tierno que el corazón? De repente sentí apego por esa chica y me entraron unas ganas tremendas de apretarle la mano. Las dos horas de espera fueron cortas, pero esos 15 minutos se hicieron eternos. Al acabar entró Mi Técnico, me soltó y me ayudó a bajar, mientras me explicaba algo del informe, que yo no escuchaba ya que mi impulso me dominaba y sin mas, le agarré la mano y se la estreché fuertemente.

- ¡Muchísimas gracias señorita! -le dije - ¡Gracias a usted señora!

Las dos volvimos a sonreír y nos apretamos las manos. - ¡Suerte, mucho ánimo y que todo vaya bien! -dijo

Ese día fue el que vi el alma de los “Bata blanca”. Ese día me propuse llevar siempre mi mejor sonrisa para poder recibir la mejor parte de los demás.

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EL MURO DE LAS SUPOSICIONES Maria Luisa Castro Camacho

Estaba en la sala de espera de radioterapia, por primera vez; siendo, como es, una sala de espera del hospital, aquí es todo tan distinto… pues, sabes que todos los que esperan vienen a lo mismo, es decir a tratarse de un tumor. ¡Ay! ¡Qué palabra más fea!, tumor, cáncer, solo de oírla piensas en algo malo, muy malo, demasiado malo, es la vida que se te va… o no. Aquí, en la sala de espera de radioterapia, espero a que me llamen para empezar mi tratamiento, y mientras observo, pues con esto del tumor te vuelves más observador/a y también más objetivo/a, así que veo a la gente y veo que están contentos, normales (“la procesión se lleva por dentro” dice el refrán), y ¿qué si no?, yo no sé por qué soy tan susceptible o cómo me imaginaba encontrar esta sala, ¿con gente llorando? ¡Ay, qué petulante parezco! Las preguntas se agolpaban en mi cabeza, no sabía por dónde empezar ni por dónde terminar, aunque ya el oncólogo me había explicado los pasos y todo el proceso, yo no conocía al personal técnico, pero… yo quería decirles que aunque sabía de qué iba la radiación (pues eso ya lo tenía, en parte, aclarado con todo lo que me habían explicado y con Internet, que también había consultado), yo quería preguntar ¿me duele?, y la piel ¿quedará bien después? No sé en realidad por qué me preocupaba tanto por mi imagen, porque en teoría debe de ser secundario. Aquí lo único que se pretende es deshacerse del tumor que, al principio, cuando me dieron el diagnóstico fue una verdadera pesadilla; recuerdo que me decía:“¿Esto me está pasando a mi?” pues es distinto cuando le pasa a otras personas; aunque parezca egoísta, no lo es, es solo diferencia de pensamientos, de sentimientos y es de lo más normal o si lo lees en Internet o en libros, ya no importa nada, ni como pasó ni por qué, ya esta ahí y hay que sacar fuerzas de donde sea y ya, yo he pasado el período de depresión y la decepción de que los médicos no se equivocaron con el diagnóstico, pues es la negación lo primero que me ocurrió, decir : -“No, no, esto a mi no me está pasando”. Ahora en esta sala de espera veo que la gente que lleva más tiempo en tratamiento están muy unidos, se han conocido aquí, pero se ríen y se gastan bromas como si se conociesen de toda la vida. Hablan de los técnicos también, pues hay alguien en esta sala de espera que será también la primera vez que viene y les ha hecho alguna pregunta. Hablan muy bien de ellos, de cómo te tratan, etc. Pero – “¿Y a mí? ¿Me tratarán igual? ¿Serán los mismos los que me toquen? Pues aquí el personal suele cambiar. ¿Serán todos igual de amables que lo que le explicó este paciente a quien preguntó?” El tiempo pasa despacio y rápido a la vez. Por un lado estoy deseando entrar y que me toque; y por otro, no sé qué me voy a encontrar, cómo me tratarán y si les pareceré inculta o incluso idiota por hacerles preguntas que, seguro, me responderán de forma mecánica, como me ha pasado en otras consultas pues las habrán oído millones de veces, o a lo mejor no...… siempre la incertidumbre, no sé por qué pienso tanto… me llaman…

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Ya he salido del tratamiento, nada de nada ha sido como yo pensaba, los técnicos de radioterapia se han portado tan bien que me daba la sensación de que les debía una disculpa por todo lo que en la sala de espera pensaba, y de mis deducciones. Ya, al entrar, han notado mis nervios pues entré diciendo: -”Por otra parte…” así tal como lo escribo, y entonces me ha respondido: - “Dígame la primera parte y así podremos hablar de la segunda parte…” y claro, eso ha roto el muro que yo me había construido con mis suposiciones. Me explican (sin hacer preguntas) cómo me tengo que poner; el tiempo que voy a estar hoy, que será un poco más largo, y el de el resto de las sesiones aproximadamente; el numero de sesiones totales; que hay cámaras de vídeo para verme desde fuera; que la máquina se mueve sola, etc. Esto, ya digo, que no ha hecho falta ni preguntar. Y ya me dicen que si tengo cualquier duda les pregunte, ¡con el mar de dudas que tenía en la sala de espera! y ahora me sale: - “¿Me quemará la piel?” Y pienso de inmediato: “Les pareceré idiota” pero no, el técnico de radioterapia me explica que según qué tipo de piel sufrirá más o menos pero que para prevenirlo me ponga una crema hidratante en la zona después del tratamiento. También me dice que los efectos secundarios se pueden dar o no. Y que cuando quiera, les pregunte pues están ahí para contestar a cualquier duda que tenga y también me dice que si no está en su mano hay un médico o una enfermera para resolver el problema que pueda surgir. Así las cosas, ha sido todo tan bonito que casi olvidé por qué estoy aquí. ¡Ah, y no duele! Esto no es como imaginaba, ni mucho menos, estoy deseando volver mañana pues yo… voy a seguir luchando.

LA SALA DE LAURA, PAULA, LA SRA. CONSUELO, FÉLIX Y SEBASTIÁN Estaba en la sala de espera -¡como todos los días!- leyendo mi libro y esperando mi turno. Yo siempre iba detrás de aquella pelirroja -Laura creo-. Aquel día Laura no apareció, su tarjeta no estaba entre las demás, yo empecé a echarla de menos, ella revolucionaba la sala con sus comentarios… ¡Y con su belleza…! ¡Qué belleza, madre mía! Todos los días esperaba a que ella viniera, yo llegaba incluso dos horas antes para verla entrar, era impresionante, sobre todo cuando venía con aquella falda con vuelos y floreada. En alguna ocasión oí a Raúl decir: -¡Dios mío, seguro que si saliera corriendo, ella volaría! ¡Debe ser extraterrestre! Pero no, os puedo garantizar que no lo era. A veces, quería que hubiera demora en los tratamientos para poder verla más tiempo, y otras, que no hubiera nadie, para poder hablar con ella. En ocasiones, veía salir a la sala a aquella impresionante rubia de ojos de aceituna, volando, con su bata blanca: ¡Paula!, así se llamaba. A veces, me llamaba para pasar al vestuario, en esos momentos mi mente se confundía porque no sabía donde mirar: -¡¡¡No!!! ¡No voy yo! va Laura. Mi mente se enfrentaba a mi corazón porque estaban las dos frente a mí y yo estaba en las nubes… ¡¡Qué momentos aquellos!! ¡¡Qué momentos!! ¡¡AQUELLO ERA MAGIA, PERO DE LA BUENA!! ¡¡PURA MAGIA!!

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Laura ese día no vino: aquel miércoles de febrero cualquiera, aquel día lluvioso, aquel día que se fue la luz, aquel día que estaba aquella doctora antipática de guardia; cuando llegó aquel señor encamado, con muchos cables que salían de su cuerpo, ¡¡y la señora Consuelo no paraba de criticar al personal!! Aquel día en que el móvil no funcionaba y olvidé el libro. Ese día necesitaba entrar antes, tenía un asunto que me urgía hacer. Yo no sabía si comunicarlo al personal porque el día anterior se me había olvidado decirlo. No sabía qué hacer. Tenía que colarme como fuera, ¡era necesario! pero parecía imposible, sobre todo porque doña Consuelo no paraba de hablar y hablar… Fue quizá la providencia, la casualidad, o no sé qué; el caso es que salió a la sala Félix -creo que era técnico o médico, nunca se lo pregunté, aunque la primera vez que entré y se presentó me lo dijo, pero realmente no puse mucha atención ante aquella novedad (la sala, la máquina, las luces)-. Como era habitual en él, con una voz suave, me mostró mi tarjeta para entrar… -Enrique, ¡¡ pase ¡¡ … A mi no me tocaba, pero yo me apresuré y me metí en la cabina entre comentarios de los allí presentes, y mientras me cambiaba oí decir: - ¡¡Vaya cara!! La bata era excesivamente larga para mi corta estatura, en la papelera se habían orinado, y olía muy mal. En aquellos momentos no deseaba estar allí, pero no importaba… ME HABIAN COLADO SIN QUERER… Salí de la cabina y me senté en la silla que había allí, en la antesala. Yo me cambiaba de cintura para abajo, aquello era para verlo. En el pasillo y cerca de mi estaba el señor “de los cables”, pero este señor iba hacia otra sala distinta a la mía. Entre tanto y en la espera para entrar, se oía de vez en cuando una voz lejana llamando a alguien para pasar… yo ponía interés para oírla, pero era muy lejana, y a penas se oía… De repente, apareció Paula y me saludó e invitó a pasar… ¡¡Qué suerte!! Exclamé por dentro, cada uno tiene sus preferidos, y yo deseaba que me atendiera Paula. Sus ojos de aceituna me hipnotizaban; su dulce sonrisa me relajaba; su voz de ángel me hacía sentir otra persona; sus cálidas manos, al moverme erizaban mi piel. Era mi ángel blanco, como yo la llamaba. Pero además, estaba Sebastián, ¡¡siempre soltaba los mismos chistes!! Yo me reía un poco y Paula, siempre alegre, lo hacía más. Una vez preparado para empezar, y con aquella relajante música, me quedaba solo en la sala, con aquel enorme monstruo dando vueltas a mi alrededor y que emitía un leve zumbido en su desplazamiento, algo así como bbzzzzzz… Todo combinado con el sonido del cuadro eléctrico del fondo y el bip bip de la máquina. En esos momentos, aunque cortos, se pasan muchas cosas por la cabeza. Ese día solo pensaba en Laura: ¿por qué no había llegado? Ella era siempre puntual. Oí la campana. Significaba que ya venían a sacarme del monstruo. Paula me bajó y con su dulce sonrisa y voz, me dijo: -¡Hasta mañana¡ Yo le respondí con un -¡Gracias, eres muy amable! Me apresuré a vestirme para preguntar por Laura, pero cuando entré en la sala, la vi radiante como siempre… Allí estaba sentada hablando con alguien desconocido para mí. Yo tenía celos y la miré antes de irme. Esperé a que me viera y la saludé. Le dije: -Hoy no estabas, ¿eh? Me habías preocupado. Y ella me dijo: - ¡¡Sabes que para tí… siempre estaré¡¡ Me esbozó una sonrisa y ese día de febrero tan gris, me hizo sentirme el hombre más feliz del mundo. ¡¡¡Jamás se me olvidará!!! , mis temores habían desaparecido. Ese día, sentí miedo por no verla: los sentimientos a veces te juegan una mala pasada, pero lo que guardas en el corazón, permanece por siempre.

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ABSTRACCIONES Y UN ENCUENTRO Mar Sáiz Dominguez

Estaba en la sala de espera, percibiendo un murmullo cuanto menos revelador, donde el tema por excelencia eran historias repletas de superación, sufrimiento, esperanza y en ciertos casos, un toque de ignorancia que proporciona un motivo de lucha. Sus caras reflejaban ilusión, incertidumbre, curiosidad ajena, necesidad de compartir. Es uno de los lugares donde más se delatan las emociones y las necesidades humanas, una sala de espera de un hospital cualquiera… La media de edad era alta, excepto por un joven abstraído. Su mirada perdida buscaba respuestas, enigmas ocultos que “habitaban” tras esa puerta... La puerta de la sala número 20, “Tomografía computerizada”, decía la leyenda. Yo le observaba, escondida tras mis gafas oscuras y herméticas. Mis ocultas pupilas fijas y sigilosas, admiraban sin pudor su cálida abstracción. Mi “campo de observación”, sufrió un momento inesperado cuando, convulsivamente, giró su cabeza hacia la izquierda. Allí estaba yo, intentando esquivar su mirada, bajo mi “arma” secreta… Sus ojos indagaron por los vidrios oscuros; no dudo de que percibiera el reflejo del iris incandescente, porque sostuvo la mirada lidiando un verdadero pulso visual. Mi parálisis momentánea, mostraba una aparente indiferencia ante la situación y aunque mis manos comenzaban a sudar, mi gesto era estéril. Comenzó a indagar en mi aspecto con una quietud descarada: observando la trayectoria de mi alborotada cabellera, recreándose en cada letra de mi camiseta, contando los múltiples botones que portaban las perneras del pantalón, y por último, se detuvo en los pies, donde revisó exhaustivamente dedo a dedo y uña por uña con una quietud…, casi sentía las cosquillas de sus pestañas rozando mis chanclas. Una voz femenina irrumpió en la sala nombrando, por segunda vez, al ensimismado joven. Le delató un movimiento sobresaltado y respondió al nombre de Leo Rodríguez, o algo así. Dio un salto, me lanzó una súbita mirada, avanzó y desapareció tras la puerta número 20. ¡Ufff… qué momento! Creo que alguien más de la sala percibió el “encuentro”. A unos quince metros, un grupo de personas hablaban con susurros y miraban a su izquierda, o sea, el lugar de los hechos... -Bueno, pensé, por lo menos cambian de tema; hay momentos en que la evasión es un buen argumento… Me volví a trasladar a la escena anterior. Mi mente maquinó un desenlace idílico: en otro lugar, al aire libre, sin gafas ni abstracciones; no sé, supongo que hubo un fenómeno químico que se llama atracción… En medio de mis cavilaciones y en mi propia abstracción, de nuevo la insistente voz femenina que, esta vez, repetía mi nombre. Despojándome de las gafas y volviendo a la realidad súbitamente, me convertí en transeúnte dirigiendo mis pasos al fondo de la sala, hacia la famosa puerta número 20. Tras cruzar la puerta, la TSID* me indicó la cabina y las instrucciones para colocarme ese disfraz que llama “bata”. Es una situación cómica: la ropa interior se convierte en pública; le muestras el trasero a toda persona que des la espalda, con lo cual, tus movimientos son torpes y mal interpretados. Pero en fin, tras sucumbir a las explicaciones, me coloqué el trozo de trapo con cintas traseras a las que es difícil acceder, y me dirigía hacia la “silla de las vías”*. En el intento, en el preciso momento en que acababa de colocarme la indumentaria requerida y mis pies recorrieron dos pasos, me empotré literalmente con el desconocido de la sala. ¡Madre mía, momento “estelar” donde los haya…! Ambos, envueltos en trozos de tela, ruborizamos el más íntimo de los orgullos, el aspecto físico. ¡Qué pintas y qué situación!, no pudimos más

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que tragar saliva, observarnos y tras dar un paso atrás, nos invadió una carcajada conjunta que se adueñó del pequeño habitáculo, haciéndonos olvidar por un instante las circunstancias del momento… Sin tiempo para más reacción, de nuevo “nuestra voz”. La profesional, haciendo uso de un tacto exquisito, me vuelve a saludar y me invita a tomar asiento. Me ubico y accedo a la invitación, no sin antes, ceder el paso a mi “compañero de juergas” y tras una fugaz y mutua sonrisa, me susurra:

- Te espero en la sala de espera…

*TSID: Técnico Superior en Imagen para el Diagnóstico. *silla de las vías: espacio reservado para poner la vía intravenosa, a través de la cual, inyectan el contraste que se utiliza en los estudios que lo necesitan.

UNA VENDA INVISIBLE Estaba en la sala de espera con mi madre, en consultas externas del hospital. Mi madre estaba citada en neurología, pues desde hacía varios meses decía que le dolía la cabeza, en la parte frontal. Como imaginaréis, anteriormente, fue a su médico el cual le dijo que quizás tenía un problema de cornetes, que los tendría atrofiados al tener la nariz chatita. Llegó el día de consulta, mi madre estaba muy angustiada, aunque ya le habíamos dicho el médico y yo que no sería nada. Entramos en la consulta, mi madre explicó los síntomas y el neurólogo por no radiarla, mandó una resonancia. -¿Ves? Le dije, el médico no cree que sea importante. Efectivamente, en la resonancia no se veía nada preocupante, estábamos felices, yo era la primera que decía que como iba MI MADRE a tener cáncer, era imposible, que ya le había pasado a mi padre hacía dos años y no volvería a pasarme otra vez y menos a mi madre, mi vida. A los pocos días de aquello nos fuimos, como solíamos, a la casa de la playa, en Julio. Espontáneamente, se le quitó el dolor de cabeza, lo cual lo achacamos a que estaría estresada en los meses anteriores y seguimos nuestras vidas, tan tranquilas. En la tarde, cuando llegábamos de la playa tocaba manicura; seguía tan coqueta como siempre. Se me olvidó el susto que habíamos tenido los meses anteriores, aunque yo no lo reconocía. Hasta que un día mi hija le dijo: -Tienes las uñas ¡amarillas! ¡Qué ilusa! Soy Técnico Superior en Radioterapia y no me daba cuenta, ¡en fin! Pero siempre, ¡YO SIEMPRE! daba cualquier excusa como: -Mamá ¿dónde te has comprado la laca de uñas? ¿Se la has comprado a tu amiga que vende tal cosa? -Que no nena, que es de tal marca y tu sabes que es buena, hija. Hasta ella me dijo que sería del quitaesmalte, que no sabía por qué le pasaba eso.

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Volvió de la playa en septiembre diciendo que aún comiendo bien, estaba más delgada; que por supuesto no quería engordar pero adelgazar comiendo no le gustaba. Y llegó noviembre. Empezó a decir que todas las comidas le daban asco, después la gripe y luego gastroenteritis, y adelgazaba mas. En Navidad, nos reunimos en casa como la mayoría de las familias a cenar. Mi madre seguía con fatiga y cansancio, estaba muy apocada, algo inusual en ella. Nos dijo que se iba a acostar que no estaba bien, que seguramente todavía le duraba la gastroenteritis, que no nos preocupáramos. Cuando se acostó, nosotros, su familia, decíamos que lo que le pasaba es que eran fechas malas, que estaba depre por la falta de mi padre. NO QUE ESTABA ENFERMA. En Reyes, le dolía mucho el abdomen y la espalda, y no tenía ganas de levantarse. Fuimos a su casa para darle los regalos y la pobre mía se vio forzada a levantarse. Yo le había comprado un mantón de un color especial del que ella tenía muchas ganas; cuando lo vio, ¡cuál fue mi sorpresa!, me dijo: -Nena, descámbialo que este año no lo voy a necesitar, no creo que pueda ir a la feria. Se me saltaron las lágrimas, ella veía lo que yo negaba. Sin pruebas, sabía que estaba enferma. Los días siguientes siguió encontrándose cada vez peor, con dolor insoportable, hasta que decidí que se venía a casa, quería tenerla cerca, observarla y ponerle la comida sin necesidad que se la hiciera ella; se negaba. El día 9 de enero fui a por ella para llevármela e ir a un amigo que es Internista; por fin cedió. Esa tarde fuimos, no le gustó lo que exploraba y decidió mandarle un TC de abdomen. Se hizo la TC de pago, sin esperar. No me importaba tener que pagar lo que fuera, con tal de que no tuviese nada. En este mundillo nuestro nos conocemos casi todos, entré con mi compañero a hacer el TC: no me gusto nada, no me lo creía. Mi compañero decía: -Espera a que lo vea el Radiólogo. Al siguiente día la dejé acostada; casi no se podía mover. Tenía que ir a por los resultados de la TC: ¡Ya sí me esperaba lo peor! Nada más verme, el Radiólogo se vino hacia mí y sin esperar le dije: -Cáncer de Páncreas, ¿no? Solo asintió. Me derrumbé allí, y pensaba cómo le diría a mi madre lo que tenía. Fui al Oncólogo del hospital con la TC, llorando como nunca; a todo esto mi madre llamando y diciéndome: -Nena ¿Por qué tardas? ¿Qué tengo? Y yo diciéndole: -Todavía tengo que ir al médico, no te preocupes. Lo que no sabía ella es que la receta que iba a pedir era Morfina. Lo peor de mi vida, después de perderla a ella fue decirle: -Siéntate, mami tengo que hablar contigo. Se me veían los ojos rojos de tanto llorar y me dijo: -Nena tranquila, dime. Lo primero fue: -Perdóname, pero tengo que pedirte un favor -¿Un favor? Lo que tú quieras, cariño mío. -Tenemos que luchar. Y no tuve que decir nada más.

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Luchó, mejor dicho, luchamos. Ella contra el cáncer y yo contra todo, incluso contra mí. Mi Madre, encantadora, joven, guapa, elegante, esa persona que dejaba huella por donde iba, solamente por ser ella, se me iba, y yo no podía hacer nada. El 19 de febrero de 2010, después de pasar en poco tiempo, lo que muchos enfermos pasan en años, cerró sus preciosos ojos y yo a su lado. Este es mi relato, y como le pedí a mi madre, solo pido un favor: no tengamos una venda invisible que nos ciegue, y luchemos contra esta plaga, cada uno con su granito de arena. No veamos a los enfermos y a sus familias en la sala de espera como: todavía me quedan tres horas de aguante. Sé que muchas veces estamos cansados, pero escuchar no cuesta nada y muchas veces viene mejor una cara amable que el mismo tratamiento. Sobre todo pongámonos en su lugar, e intentemos tratarles como nos gustaría que nos tratasen: SON PERSONAS ANTES QUE ENFERMOS.

MI PRIMERA RESONANCIA Yassim Bennani Akhamlich

Estaba en la sala de espera del hospital, sentado y callado ante la angustia de confirmar un posible problema en uno de mis pulmones. Llevo todo el día dándole vueltas a la cabeza, mis manos están empapadas de las lágrimas debido a mis preocupaciones, pensando si debería o no realizarme las pruebas. Aún no le he comentado nada a mi mujer, y con calma, me pongo a recapacitar sobre todo esto: “Si no me realizo las pruebas no pasará nada, pero todo sería mentira, andaría preocupado engañándome a mí mismo; por otro lado, si huyo, no se eliminará mi posible problema, tan solo se ocultará durante un tiempo, y en caso de tener un problema podría tratarlo, comenzar otra vez, sin dudas sin engaños.” Con los nervios, me parece oír mi nombre. Con tantas dudas, dejé de prestar atención a la gente de la sala de espera, y me doy cuenta de que se encuentra ya vacía. Paso a una habitación donde un chico joven, el mismo que me estaba llamando, me hace de forma muy agradable una serie de preguntas, explicándome cómo se iba a realizar la prueba. Entro más tranquilo después de la charla con aquel joven. Lo veo muy entusiasta, parece que llevase toda una vida trabajando en esto, a pesar de su corta edad. Me acompaña hasta la puerta de una especie de vestuario, donde solo encuentro una especie de albornoz fino. Admito que siento algo de vergüenza con tan poca cosa encima, y sin querer digo en voz baja, con cierta timidez: -“Menos mal que aquí no entra nadie. ¡Vaya pintas que tengo!” Desde fuera, oigo una sonrisa respondiendo: -“No se preocupe, caballero, esa bata causa furor en las enfermeras”. Ahora quien no dejaba de sonreír era yo. Al salir de ese vestuario, me cruzo con una enfermera joven con bata blanca, y sin dejar de recordar la frase del chico y con este a mi lado, le guiño el ojo a la enfermera, a lo que mi nuevo amigo respondió con una explosiva carcajada, y acercándose me dice al oído, susurrándome: -“Esa mujer es la radióloga del servicio del hospital”. Ahora, eran mis carcajadas las que hacían eco en el pasillo de camino a la resonancia.

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En estos momentos, me doy cuenta de que mi carácter ha vuelto a ser el de antes; me siento más cómodo, más seguro; llevaba días sin bromear con alguien, las lágrimas que ahora tengo son de la risa. Me hacía tanta falta esto: un momento agradable. Ya dentro de la sala, después de haber pasado por una puerta parecida a la de un frigorífico industrial, me quedo extrañado al ver una máquina tan grande. Me tumbo algo intimidado en la camilla con tanto artilugio rodeándome el pecho (intimidado por la maquinaria pero sin preocupaciones por la prueba). Pasados los minutos, tras haber realizado la prueba salgo de aquella máquina, pensando que lo único que había sentido allí era el ruido. Me visto, ahora más tranquilo, y voy despidiéndome del grupo que me ha estado atendiendo entre bromas. Ha sido mi primera experiencia con “un cacharro así” como diría mi señora. Sólo me queda esperar los resultados, en estos momentos con más optimismo; me siento de alguna manera mucho mejor, más decidido para recibir una noticia sea cual sea.

Y PASA EL TIEMPO… Y PASA Estaba en la sala de espera, estaba entre cuatro paredes blancas, unas pocas de sillas frías, colocadas con el único fin de poder sentarse. Una luz tenue que parecía estar encendida de siempre, dando la sensación de que esa pobre luz, cansada de alumbrar unas pobres almas, no se apagaría nunca. ¡Qué horror, qué soledad, qué silencio, qué sumisión en lo más profundo de tu pensamiento! Pensamientos: ¿para qué valéis? Ya no os quiero. Deseo regresar, volver atrás en el tiempo y recuperarte, si, recuperarte querido tiempo perdido. Quiero regresar y disfrutar de tu niñez, aun mas allá: quiero disfrutar de ti, cuando llevabas dentro de tu ser a mis tesoros. Quiero sentirte, desearte, tenerte y disfrutar de cada segundo, de cada momento, sentir la magia del amor, sentir tu fruto. Dios mío: te daré las gracias toda la vida, por darme lo más grande y hermoso, por tenerlas, por ser mías. Qué fácil es acordarte de todo en las miserias, parece mentira cómo quieres regresar y cómo te preguntas a ti mismo: -Bueno ¿y qué cambiarías? -Pues no, querido yo. No, no cambiaría porque cuando todo vuelve a la normalidad, vuelves a ser tù; vuelves a no sentir, a no doblegar; crees que solo vale lo que tú eres, lo que tú piensas y no sales de esa maldita burbuja, de tus miserias. Y pasa el tiempo y pasa, y tu vida sigue paralela a tus raíces y no haces nada para evitarlo. Qué fácil es sentir desde la miseria y que difícil en el poder.

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Miro a mí alrededor y veo silencio; siento los pensamientos de los demás y veo cómo la llama se apaga. Únicamente la voz de una señorita rompe el silencio y cuando pronuncia tu nombre sientes como un puñal atraviesa tu ser. Hablan entre ellas, discuten, las veo apresuradas, tienen prisa y me colocan en una mesa fría. No existo para nadie en ese momento: solo soy un nombre con un diagnóstico y un tratamiento. No quiero vivir, no quiero regresar y ser el mismo de siempre. Siento miedo, una soledad profunda recorre mi cuerpo. Por favor no quiero existir, no quiero sufrir ni hacer sufrir. Pero de pronto, quiero veros, quiero sentiros, oír vuestras risas, quiero que me reclaméis. Esto va a salir bien, sobreviviré a la enfermedad y a mí mismo. Cambiaré y viviré. Desearé que amanezca y ver la luz del día. Poder abrir los ojos, sentirte a mi lado. Quiero abrazarte y hacerte mía, quiero tantas cosas. Pero no, no puedo. Sólo, ahora, en estos momentos de mi vida deseo hacer algo bien, deseo no tener miedo, quiero ser feliz y alcanzar la luz haciendo feliz a las personas que más quiero en el mundo, a vosotras. Os quiero.

SIN IMPORTANCIA

María Deseada Vidal Vinot

Estaba en la sala de espera, sentado como un saco de pienso que se amolda a las grietas del sillón. Parecía dormido, pero sólo descansaba de una mañana que se le había hecho eterna. Llevaba días sin poder conciliar el sueño y se negaba a tomar las pastillas que le había recetado el doctor Guisado. No era por los usuales motivos religiosos —no tenía cuentas pendientes con Dios, pero no creía en los mártires—, ni por una fe ciega en los remedios caseros de la naturopatía: Germán era un hombre corriente con miedos corrientes, y le aterraba la idea de que alguien entrara en casa a robar y él no pudiera proteger a su pequeña Matilda —que, bien mirado, con lo que había adelgazado en los últimos meses, ¡pobre contrincante iba a resultarle al caco!— o que, sin tanta tragedia, la niña le pidiese un vaso de agua y él no tuviese fuerzas como para despegarse del colchón. Matilda tenía seis años y podría levantarse ella misma, pero tenía el miedo corriente a la oscuridad que se tiene a los seis años, y la corriente inocencia como para contarle por la mañana a su madre, ex-esposa de Germán y otro de sus corrientes temores, que su padre no quiso levantarse para darle agua. De modo que Germán podía sentirse orgulloso, si es que esto puede impresionar a alguien, de no haber dormido una noche entera desde que el doctor Guisado decidió que debía someterlo a un análisis “sin importancia”; aunque de lo que realmente se sentía orgulloso era de haber podido disimular todos sus temores —los propios y los que no tenían importancia— delante de Matilda, y conseguir que ni una noche le faltara su cuento de hadas al acostarse, que ninguna mañana echara de menos su canción de excursión, camino del colegio.

Pero ahora estaba sentado, solo, sin público al que agradar y de lo único que le apetecía arrepentirse era de no haber tenido el valor de cambiar de médico después de su divorcio, sobre todo porque no dejaba de imaginar las horribles torturas que le habría preparado su

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ex-cuñado, Manuel Guisado, y que le aguardaban más allá de aquella puerta de Radiología. No dudaba de su profesionalidad, aunque pareciera contradictorio; tan sólo guardaba un mal recuerdo de su anterior visita. Aceptaba que era injusto acusarlo de sadismo sin haberse sometido antes a otros tactos rectales con los que comparar el no demasiado delicado al que le había sometido Guisado, pero no estaba dispuesto a repetir la experiencia por un rigorismo científico, este sí, “sin importancia”. Para ser sinceros, había sido molesto, sin más, y no habría despertado las sospechas de Germán de no haber sido por aquello de “sin importancia”. Se devanaba los sesos con aquella expresión tan aparentemente irrelevante. Debió de haber palpado algo con el índice —en realidad no estaba seguro de que hubiera sido con este dedo, no pudo verlo, pero le parecía lo más probable—, algo que le hizo dudar, algo que le hizo pensar en algo que quería descartar. Pero, ¿descartar qué? Como todo hombre corriente con miedos corrientes se había imaginado lo peor; y lo que no había imaginado lo había leído en Internet. Podría padecer enfermedades endémicas de zonas tropicales, infecciones transmitidas por insectos que sólo viven en el sur del Himalaya, pero sus peores temores empezaban por C, o por T, por B...

Estaba sentado, o más bien derramado sobre ese sillón, y atemorizado por una prueba de la que no había entendido mucho, bien por el cansancio que arrastraba o por el miedo que le provocaba imaginarse que le introducían ¡Dios sabe qué cosas! por sus orificios corporales.

De repente, su nombre resonó en el sistema de megafonía. Una joven vestida con bata, y que portaba una pequeña chapita plastificada que colgaba del bolsillo del pecho, se le acercó muy lentamente y le posó la mano sobre el hombro.

—Señor, me llamo Claudia. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le pida una camilla? —dijo con infinita dulzura.

Germán negó con la cabeza y se incorporó lentamente. Con cierta vergüenza por su parte, se apoyó en la chica y ambos se dirigieron a la sala de Radiología. Dentro, esperaba una máquina enorme con un anillo central metalizado.

—El doctor Guisado me ha dicho que está usted muy preocupado pero, verá... Esto no lo voy a hacer porque sea usted su paciente. Lo hago con todos.

—Quiere decir que no soy especial, ¿verdad?

De pronto, Germán sintió que aquella pequeña broma le había hecho olvidar todo el día, todas las noches y parte de los miedos con letras mayúsculas, y creyó, por un segundo, en las cosas que carecen de importancia.

AL PRÓJIMO… COMO A TI MISMO

Merche Garcia Martinez

Estaba en la sala de espera… En la misma sala de espera donde diariamente recibo y atiendo a multitud de pacientes, como Técnica de un Centro de Radiodiagnóstico. Me había notado un bulto en el pecho estando de vacaciones. Dados mis antecedentes familiares, tenía muchas posibilidades de que fuera un cáncer de mama. En ese momento empecé a pensar: -¿Qué hago esperando aquí? Trabajo aquí… ¿Por qué me cuesta tanto enfrentarme a la realidad? Me encuentro cada día con esta situación, pero ahora soy yo la que está

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pasando por ella, ¿qué hay de diferente…? Que ahora sé lo que se siente, sé lo que es estar al otro lado, aunque aún no me haya dado cuenta. En ese momento, simplemente estaba angustiada por el resultado y, sí, efectivamente tal y como había intuido se trataba de un cáncer de mama. -¡Dios! ¿Y ahora qué?... Ese fue el primer sentimiento, el mundo se hundía a mis pies. Pero, en poco tiempo, esa percepción fue cambiando y pensé que alguien había decidido que yo, mejor dicho, que nosotros pasáramos por esto. Les dije a mis hijos que esto no es un castigo, no habíamos hecho nada malo, simplemente nos había tocado y para poder empezar a luchar teníamos que enfrentarnos a aquella situación. Así es que, empezamos por aprender a convivir con la palabra cáncer, pero sin miedo. Tras tener toda la información necesaria decides luchar: en mi caso, primero quimioterapia, después la intervención y por último, radioterapia. Entre medias, en pleno proceso, iba haciéndome más pruebas en el centro donde trabajaba y sigo trabajando, para seguir la evolución de aquel bulto que me cambió la vida. A medida que pasaba el tiempo, iba percibiendo las cosas de otra manera, al igual que mis compañeros: ya era capaz de sentarme en la sala de espera y pensar en positivo. Una Resonancia Magnética nos mostró que la quimioterapia estaba haciendo su función: el tumor había disminuido un 50% ¿Qué más podía pedir? Más adelante, superé la intervención y finalizó el tratamiento. Han pasado dos años, pero cada vez que las personas que hemos padecido cáncer volvemos a ir a un Centro de Radiodiagnóstico, a realizar una prueba de control de la enfermedad es como si volviéramos a tener cáncer otra vez, te asaltan mil dudas, y no dejas de pensar: ¡Otra vez, no!, ¡No me hagáis pasar por esto otra vez ni a mí, ni a los míos! Y si, además, la persona es alguien a quien quieres más que a ti mismo, el sentimiento aún es más profundo. Por eso es imprescindible que los Técnicos sepamos que las personas son lo más importante. Nos pensamos que con trabajar es suficiente, pero cuando pasamos por una experiencia de este tipo nos damos cuenta de que es tan o más importante ser persona que ser un buen profesional, para poder tratar a nuestros pacientes como nos gustaría que nos trataran a nosotros o a nuestros seres queridos. Es necesario que tras esta experiencia que hemos vivido algunos, cada uno de nosotros, desde su perspectiva, sienta que puede ayudar a otras personas aunque sean desconocidas, ya que cualquiera de nosotros puede encontrarse en una situación parecida. Una vez leído esto quiero que sepáis que este relato responde a una historia verídica. Yo no elegí tener cáncer pero por caprichos de la genética, de mi madre heredé, aparte de otras muchas cosas, sus ojos verdes y una neo de mama. Pero también reconozco que esta herencia me ha hecho aprender cosas que no hubiera aprendido de ninguna otra forma a nivel humano y personal. A mí, a mi familia y a mis amigos nos han enseñado una serie de valores, y un aprendizaje que no podría hallar ni en el más prestigioso Master. Las cosas que nos ocurren están ahí, nos gusten o no, y solo depende de nuestra actitud cómo decidamos vivirlas.

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AL HUMO SE LO LLEVA EL VIENTO

Santiago José Rodríguez García

Estaba en la sala de espera, rodeado de desconocidos que le ignoraban, esperando tranquilo, inmerso en ese extraño sopor que últimamente le acompañaba: un día de estos se lo haría mirar, nunca se sabe. Cuando las puertas de urgencias se abrieron todas las miradas se dirigieron hacia el recién llegado haciendo cábalas sobre el motivo de su visita. El no podía evitarlo, incomprensiblemente sentía cierta envidia, le gustaría ser el protagonista interrogado en aquel mostrador. Curioso, se levantó y caminó pasillo adelante, sin que nadie reparara en su figura. -“Es normal”, pensó: la actividad era frenética a aquellas horas, la vida cobraba una nueva dimensión tras cada puerta. Al otro lado de aquella cortina, descubrió al paciente motivo de su incursión, presenció el ritual mil veces repetido: temperatura, electrocardiograma, auscultación, analíticas, Rx, etc.

Mientras el Médico y la Enfermera continuaban absortos con su trabajo, sin reparar en su presencia, la mirada del paciente pareció buscarle, perdida, y adivinó en ella una petición de ayuda tantas veces reconocida en otros pacientes. Ya no sabía qué era peor: si la incertidumbre del resultado médico, la confirmación de la enfermedad o el tratamiento recién iniciado. La falta de fuerzas, el vacío tan grande que sentía dentro de sí y esas fiebres repentinas, le habían hecho acudir al hospital. Al entrar en la sala de rayos vio cómo cambiaba su semblante, había encontrado la primera cara conocida, intercambiado la primera sonrisa, estrechado una mano amiga. Lo que parecía una rutinaria visita a radiodiagnóstico se había convertido en una agradable sorpresa: aquel Técnico fue la primera persona que, al comenzar sus visitas al hospital, había intentado solventar sus dudas acerca de las exploraciones que le iban a realizar, había intentado responder a sus preguntas, le había dedicado un poco de su tiempo. El azar había querido que en cada visita suya al centro médico se encontraran y la seguridad con que realizaba su trabajo, la naturalidad en el trato y la sinceridad con que le hablaba, le habían enseñado a depositar su confianza en él y en quienes le trataban. Así, con él apoyado sobre el borde de la cama, recordaban los momentos pasados juntos y lo hacían con agrado por haberlos superado con éxito: desde las primeras radiografías en Urgencias de quien se sabe enfermo y las primeras dudas atormentan su cerebro, los escáneres para confirmar un diagnóstico y el miedo a los contrastes, las ecografías para guiar punciones y la preocupación por la tardanza en los resultados. Ambos sabían que cada página pasada era una menos hacia la resolución del problema, y ahora con su cuerpo rebelándose por lo agresivo del tratamiento, allí estaba él, tranquilizándole nuevamente con sus experiencias de años de servicio. No quería ser un testigo impertinente por lo que consideró prudente mantenerse al margen, sin intervenir. Lo cierto es que no sabía qué hacía allí, pero le hubiera gustado haber recibido algún buen consejo, haber tenido una de aquellas pequeñas charlas con el Técnico de Rx. Si alguien le pidiera unas radiografías, quizás todavía no era demasiado tarde para él.

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De repente, sin poder hacer nada por evitarlo, sintió que algo le arrastraba al exterior: - ¡Maldita sea, alguien se ha dejado una puerta abierta! Esto le sucedía con frecuencia después de aquel último accidente, después del último exceso de alcohol y drogas, de la última noche sin dormir, de la última irresponsabilidad al volante de aquel coche con el que puso fin de dolor y muerte a su vida... y la de quienes se cruzaron en su camino. Ahora allí estaba, hecho un remolino, sin poder hacer nada más que dejarse llevar, mientras aquellas imágenes, que como destellos, le atormentaban hasta terminar en una tenue luz que al fin se apaga.

En una de aquellas pasadas le reconoció entre la gente, aquella bolsa que había visto colgando sobre su cabeza le había devuelto la salud y nada impedía que volviera a su vida normal. Allí estaba: feliz, sonriente, disfrutando del sol de la tarde; destilaba ganas de vivir. Sin saber cómo, aquella tenue melodía del hilo musical le devolvió a su triste realidad:

“Si tienes un hondo penar, piensa en mí; Si tienes ganas de llorar, piensa en mí.

Ya ves que venero tu imagen divina, tu párvula boca que siendo tan niña...”

Con aquel extraño sentido que ahora parecía tener percibió cómo todos los presentes vibraron al unísono: “Claro que pensamos en ti, Luz”. -¿Por qué no podía despertar él el mismo sentimiento? Allí estaba, aquel 21 de Mayo, en la sala de espera...

LA SALA DE LOS PAÑUELOS Artur Román Soler

Estaba en la sala de espera, junto con otras muchas personas de diferentes edades y condición, que parecían estar unidas sólo por la coincidencia en el día y la hora de la prueba. Espe observaba más por aburrimiento que por interés; tenía mucho tiempo y el libro que le habían recomendado se lo dejó en el coche. Ella era una mujer adulta, de clase media acomodada, con estudios finalizados y un trabajo aparentemente estable. Quizás más que la relación con su pareja. Su marido/novio no había sido capaz de darle el apoyo que ella había necesitado. Y aquí estaba, sola, con el mismo ánimo que le sirvió para conseguir la plaza en unas oposiciones, cuya dureza comparaba, de algún modo, con la quimioterapia a la que se sometía. Pero lo que la gente sabía ver en la Sra. Esperanza Aguilar no eran sus éxitos y fracasos, su capacidad de lucha, sino aquel insignificante pañuelo en su cabeza que cubría su “no pelo”. Este pañuelo, para ella, sólo formaba parte de su “curriculum emocional”. Cada fracaso, cada prueba, cada visita eran reconvertidos por Espe en un examen a superar y en ningún momento cabía la posibilidad de abandonar. Era corredora de fondo. ¿Cómo iba a abandonarse a sí misma? ¿Quién, sino ella, era la protagonista de su lucha? Por algún extraño motivo, ya desde su nacimiento, alguien acertó en su nombre y su carácter: Esperanza. Vio que enfrente, estaba sentada muy callada, una religiosa. Extrañamente

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vestía los hábitos. Esbozó disimuladamente una sonrisa cómica al pensar que también aquella mujer llevaba un sobrio pañuelo enorme y negro en su cabeza. Sor Virtudes, una mujer que aunque pasaba ya de la edad madura, hacía imposible adivinar lo cercana que estaba a la vejez. También llevaba un pañuelo en la cabeza, aunque por motivos muy diferentes de la paciente de enfrente, que por cierto, parecía bastante deteriorada y que la estaba observando descaradamente. Sor Virtudes sentía que su “novio/marido” estaba tan presente como la desconocida, aunque nunca había podido verlo. Él había salvado a su familia de la guerra protegiendo a sus hermanas, había acudido a su ayuda en momentos difíciles: como la enfermedad de sus padres, las necesidades económicas... Jesús, la iba a seguir protegiendo de todo mal. No obstante, la relación con su suegro parecía no ser tan íntima. “Lo que Dios quiera” no era más que una forma educada de pedir perdón por atreverse a pensar y sentir que no era justo que a ella, fiel sirviente de moral intachable y entregada a las causas más nobles, la castigase con una enfermedad cruel y diabólica. Debía morir tarde o temprano, sí, pero de vejez, como su madre. No era posible. Estaba segura de que aquellos médicos, hijos de Dios, falibles en su ciencia humana estaban equivocados. ¡Cuántas veces había pasado! Tomaban demasiado interés en ella, sus pequeñas dolencias propias de la edad. Quizás sólo deberían revisar la dosificación. En lo más recóndito de su alma, pensaba que la Virgen de Fátima conseguiría lo que el bisturí sólo intentaba. Siguió aferrada disimuladamente a un rosario negro, pequeño; “Dios te salve María, llena eres de gracia……” Fátima pasaría inadvertida en la última silla detrás de la columna si no fuera por su color de piel y porque tenía un apellido cuya pronunciación se hacía difícil a los profesionales. Sus padres habían emigrado desde África, aunque ella había nacido ya aquí. Dominaba perfectamente diferentes idiomas; era licenciada en filología castellana por una universidad muy castiza y tenía dos hijas que se interesaban por otras culturas. Hacía muchos años que ella no se había puesto un pañuelo en la cabeza, y cuando lo había hecho por última vez -aún adolescente-, era para evitar discusiones con su padre. Fátima siempre se rebeló contra leyes humanas y divinas. Pero ahora, se sometía a las directrices de la estética (podría haber permanecido calva evidenciando su enfermedad). Sabía que era momento de empezar a arreglar sus asuntos, que había luchado pero que la realidad llamaba cada día a su puerta en forma de dolor. Aquellos médicos habían sido muy delicados y atentos para decirle dos palabras que iban a crecer mucho más rápido que sus propias hijas; cáncer y muerte. Tenía que despedirse de sus hijas. Poner en orden la economía y la emoción. Dejar a sus seres queridos un harén terrenal compuesto por imágenes y afectos. Había otro cáncer mucho más difícil de desterrar: era el de las personas que se dirigían a ella presuponiendo que no hablaría castellano, que la criticaban (a veces sólo con la mirada) por llevar un pañuelo en la cabeza. Podía haberlos callado con su calvicie chillona pero consideraba que hubiera sido el final precipitado de su rebeldía. Mientras recordaba esto vio a otra mujer; llevaba, agradablemente puesto y con un diseño muy atractivo, un pañuelo en la cabeza. En aquel momento la mejor disposición del pañuelo en la cabeza se convirtió en el pensamiento central y empezó a pensar cómo había conseguido aquellos pliegues tan sofisticados. El mundo siguió dando vueltas y el sol siguió iluminando aquella sala de espera, días, meses... Algunos asientos quedarían vacíos, otros con nuevos personajes.

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Dicen que algunas noches cuando la luna blanca y calva se acerca a la sala de espera, es para recoger los espíritus de los pañuelos que ya no están. Miedo, rabia, esperanza, pena, agradecimiento, negación, se entremezclan con olores, recuerdos, sueños y paredes. Es la luna la que los acoge tan cuidadosamente que se convierte en nubes que acarician cada nueva estrella cuando las noches son frías. Antonio, un hombre calvo, vestido de blanco, inicia su jornada en el hospital. Otro día más, tendrá que atender a personas muy diferentes, de las que sólo conoce su historial médico, poco más. Hoy faltará alguien. No sabe muy bien por qué, a veces, necesita mirar las estrellas, especialmente los días de luna llena a través de las nubes tan presentes, tan diferentes.

La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir. Gabriel Gª Márquez

La batalla de la vida no se gana por el hombre más rápido o más fuerte, sino que más pronto

o más tarde el hombre que gana es aquel que piensa ganar.