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En el corazón del capitánMassimo Tizzi solo hay sitiopara su pequeña Iris y sucarrera como piloto delejército italiano. Hastiado dela borrascosa relación quemantiene con la madre de laniña, lo último que desea esvolver a complicarse con unamujer. La Toscana es surefugio y solo allí, junto a sufamilia, disfruta de las cosasbuenas de la vida…Enamorarse no entra en losplanes de Martina Falcone.

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Necesita escapar de unarealidad que detesta y delrecuerdo del hombre quedestrozó su vida. Por suerte,Rita, su divertida y holgazanacompañera de estudios, llegacomo un soplo de alegríamientras ella lucha con ahíncopara convertirse en AsistenteSocial, su verdadera vocación.Massimo y Martina son dosdesconocidos que huyen delamor sin sospechar que unanoche de sexo a ciegas enRoma está a punto decambiarles la vida.

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Olivia Ardey

En laToscana te

espero

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A Celeste Serra Mateo, porsu gran corazón y su valiosa

amistad

«Hay solo dos legadosduraderos que podemos dejara nuestros hijos: uno de elloses las raíces, el otro, las alas

para volar».Henry W. Beecher.

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1 - Atrévete asoñar

Cuando abrió los ojos y miróhacia el lado derecho de la cama,tuvo la sensación de que acababade despertar al lado de un ángel.

Massimo salió de entre lassábanas con cuidado de nodespertarla. Años deentrenamiento militar le habíanpreparado para moverse consigilo. Sin hacer el más mínimoruido, fue recogiendo su ropa y sevistió con premura antes de que

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ella notara su ausencia. Se sentóen una butaca, frente a la cama, yse calzó sin dejar de mirarla. Erapreciosa. Sobre el almohadónblanco, su pelo era luz. Tenía esebrillo de hoguera que cobra elhorizonte con la caída del sol.Unas horas antes, la chica sinnombre lo había llevado aléxtasis; entregada, solícita y aratos, dominadora. Mimosa yexigente a la vez. Pero en esemomento, agotada tras una nochesin límites, dormía con la melenadesordenada y la paz de unacriatura celestial.

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Esos rizos pelirrojos tuvieronla culpa. Massimo cayó bajo elhechizo a las once de la noche,cuando ella giró la cabeza en larecepción del hotel, haciendobailar su pelo para mostrarle susonrisa de niña buena que, poruna vez, no piensa portarse bien.Él contestó con un guiñoafirmativo a la propuesta que ellale lanzó con una miradajuguetona.

Massimo entendió el mensajecuando la chica dijo, alto y claropara que él lo oyera, el númerode su habitación, con el ruego al

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recepcionista de que ladespertaran por la mañana. A lasnueve en punto, eso también looyó. La observó marchar caminodel ascensor y miró el reloj:cinco minutos de tregua, leotorgó. Para arrepentirse o paraesperarlo con impaciencia, ladecisión la dejaba en manos deella.

Subió hasta la quinta planta ybuscó el número quinientos dos.La chica traviesa le había dejadola puerta entreabierta; sonriósatisfecho y entró. La luz estabaapagada, solo la noche romana se

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colaba en el dormitorio por lascortinas entreabiertas. Massimoaún no había acostumbrado losojos al gris y negro, cuando ellale cogió la mano desde atrás.Ansioso por verle la cara, tiró deella y con un giro fácil la pegó asu cuerpo. Ella lo miró a los ojosy Massimo leyó en los suyos queambos querían lo mismo. Erandos jugadores entregados al azarde una sola noche, un encuentrosecreto que no se repetiría jamás.

La chica misteriosa enlazó lasmanos en su nuca.

—Nada de nombres. —Exigió

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pegada a su boca.Y Massimo aceptó la

invitación. Casi a ciegas, enredóla mano en sus rizos y le besó loslabios muchas veces, aconciencia, recreándose en lacalidez de sus besos. La llevóhacia la cama y se dejó caer deespaldas, arrastrándola con él.Rodaron mientras se desnudabanel uno al otro y lanzaban la ropade cualquier manera. Las manosde ella lo recorrían con descaro.Las de Massimo tentaban suspechos, apretaban la suaveredondez de sus nalgas. Deslizó

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la mano entre sus piernas y laacarició disfrutando del rocesedoso, que no podía ver, eimaginaba del color del cobre,como su melena.

La oyó gemir cerca del oído yobedeció a su ruego silencioso.Se tumbó de espaldas y dejó quela diosa de manos generosas ylabios ávidos de besos lo montaracon brío hasta que estalló deplacer y se dejó caer sobre él.Massimo le acarició la espalda,giró con ella en brazos y lapenetró cada vez más rápido enbusca de su propio orgasmo hasta

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desplomarse rendido, temblorosoy resollando con los ojoscerrados.

Compartieron sexo del buenodos veces más. Sin preguntas, sinpalabras ni reproches, con lapromesa tácita de no exigirnombres ni explicaciones queagriaran la dulce aventura cuandotodo acabara con la salida delsol. Con el primer bostezo, ellase le arrimó como un cachorritoen busca de calor y él la abrazó.No era la primera vez queMassimo Tizzi disfrutaba delsexo esporádico con una mujer.

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En realidad, no buscaba unarelación que durara más que unashoras desde hacía dos años.Desde que Ada Marini le cambióla vida para bien y para mal.

Pero esa noche, en lugar devestirse a toda prisa, marcharse yolvidar, como solía hacer, seconcedió a sí mismo el caprichode dormir un par de horas con lapelirroja entre los brazos. Fueuna sensación tan tierna y tanúnica que le dejó con ganas derepetir.

Pero las horas de magia seesfumaron. Ya había amanecido

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hacía rato. Eran las ocho pasadasy ella seguía durmiendo. Massimose abrochó el cinturón sin quitarlela vista de encima. Se veíadeliciosa con los párpadoscerrados y una sonrisa inocentede media luna en los labios.Massimo Tizzi supo que lecostaría olvidar aquella noche. Ymucho más le costaría olvidar aesa mujer y el sonido de su voz.Los nombres desaparecen de lacabeza, pero los sentidos tienenuna memoria muy larga. Con él sellevaba de recuerdo sus caricias,el tacto de su piel grabado en la

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palma de las manos, el sabor desus besos y su forma de gemir.

Massimo sacó el contenido delos bolsillos para comprobar queno se dejaba nada olvidado.Depositó sobre la esquina de lacama el teléfono móvil, la carteray el llavero. Sonrió al ver elcolor violeta nacarado en lasuñas de los pies. No recordabaque llevara pintadas las de lasmanos. Paseó la mirada por lacurva de su cadera hasta laalmohada y comprobó que estabaen lo cierto: uñas cortas ypulidas. Parecía muy joven,

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demasiado, para un hombre conuna existencia tan complicadacomo la que él arrastraba. Lehabría gustado que aquella chicase hubiera cruzado en su vida dosaños atrás. Ojalá se hubieranconocido despacio, con ese ritmopausado que marca el caminohacia el amor.

Lamentó no ser el hombreadecuado para ella. Él solo lecomplicaría la existencia con suparticular infierno de problemascon Ada. No era justo cargarlatambién con la misma condena.Aquella chica merecía un tipo que

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la conquistara con un primer besode despedida en el portal. Unapena que las cosas no fueran mássencillas y que aquella belladesconocida no tuviera cabida ensu vida. Le habría gustado verlareír, o su cara de enfado;descubrir todas esas ilusiones quele harían brillar los ojos. Saber elalcance de su genio y su maliciacuando tuviera ganas de bromear.

En las ocasiones en las quecompartía placer y nada más,Massimo se marchaba sindespedidas. Pero esa vez no pudoevitar inclinarse sobre ella. Le

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dio un beso en la cabeza sinapenas rozarla y le estiró un rizoque al soltarlo volvió a encogersecomo un muelle.

—Duerme, preciosa —susurró.

Y lo era. A Massimo lerecordaba a «la bella Simonetta»que Boticelli consagró comodiosa del amor. Cuánto le habríagustado saber su nombre. Quizásun día no muy lejano escuchara suvoz a la espalda, girara la cabezay la encontrara de nuevo. Purafantasía. Era absurdo pensar queen una urbe como Roma pudieran

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volver a coincidir. Se alojaba enun hotel, por tanto, no era de allí.Tal vez una turista que no buscabaotra cosa que una noche dediversión. Como él, ni más nimenos.

Massimo recogió sus cosas y,antes de guardar la cartera, buscóla tarjeta-llave de su cuarto. Entrelos papelorios que extrajo,apareció un solitario condón. Elúltimo de cuatro, que no llegarona usar. Lástima, se dijo.

El teléfono comenzó a sonarleen la mano y la chica se removióen la cama. Él colgó deprisa; la

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llamada era de Enzo Carpentiere.Debía de estar esperándolo ya.Massimo recogió sus cosas deencima de la cama y, con todo enlas manos, abandonó lahabitación antes de que el móvilvolviera a sonar.

Con las prisas, no llegó a verlos dos billetes plegados que sele habían resbalado de la cartera.

***

Martina abrió los párpados, como

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si la soledad de la cama lahubiera despertado. Aguzó eloído, pero no se escuchaba ruidoalguno en el cuarto de baño. Dioun vistazo rápido a la habitación;no había ni rastro de él.

Estiró los brazos y sedesperezó, estirándose como unagata recordando la noche pasada.Seducir a un desconocido era lalocura más excitante que habíacometido en su vida. Y estabacontenta de haberlo hecho. Noalbergaba remordimiento alguno.Después de tanto tiempo detristeza y soledad, era hora de

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pensar en sí misma. Y pasar lanoche con un hombre sexy arabiar era el mejor regalo quepodía hacerse. Con la vista fija enel techo, sonrió al recordar elplacer que habían compartido.Horas y horas entregados a lapasión. La había hecho gozar demil maneras y ella no se quedóatrás. Se había dejado llevar,dando rienda suelta al apetito quela consumía, deseosa porsatisfacerlo y ávida porcomplacer su propio deseo.

Recordó su rostro, aquellasonrisa que la hizo desearlo

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desde el momento en quecruzaron la mirada en el vestíbulodel hotel. Martina se preguntó aqué dedicaría su vida. Unvisitante de paso en la ciudad, alque probablemente no volvería aver. Una noche nada más con unhombre desconocido, esadiablura morbosa y excitantesería su secreto. Nadie tenía porqué saberlo, solo él. Se mostrótan apasionado, generoso ypendiente de procurarle placerque la hizo, por primera vez,sentirse única. Hacía mucho queno se sabía deseada. Dos

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brevísimas relaciones en losúltimos seis años, anodinas ydecepcionantes, por culpa de unhombre que le destrozó el alma yel cuerpo.

Martina cerró los ojos yatesoró como recuerdo lascaricias del desconocido de lasonrisa bonita, todos sus besos yel calor reconfortante de suabrazo aquella noche irrepetible.El juego había acabado y era horade regresar a casa. Una casa a laque no tenía ganas de volver. Erasuya pero no era su hogar. Seconsoló pensando que la tía Vivi

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no estaría allí. Tres días atrás lehabía dejado sobre la mesa unanota y un sobre con el dinero.Iban a fumigar el palacete,dichosas hormigas que se colabanpor el jardín y habían invadido lacocina y parte de la planta baja.Durante unos días tendría quebuscar un lugar donde dormir.Decía también en la nota que ellasalía de viaje y, como despedida,le aconsejó que buscara un buenhotel y se diera un capricho. Enresumen: «querida sobrina, memarcho y apáñatelas comopuedas». Ese era todo el afecto

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que podía esperar de tía Vivi.Martina no sintió remordimientos;el bolsillo de su tía costeó lasesión de masaje, el spa, lapeluquería y el tratamiento debelleza completo. Y también esahabitación en la que disfrutó deuna merecida noche de erotismo,gracias al destino que le sirvió enbandeja el hombre más atractivoque una mujer podía desear.

Miró su reloj de pulsera quedescansaba sobre la mesilla, aúnno eran las nueve. La llamada derecepción no debía tardar. Erahora de retornar a esa vida que no

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le gustaba. Martina se repitió quesu tía pagaba sus estudios. Unaño, solo doce meses más yabandonaría esa existenciaincómoda que la hacía tan infeliz.En cuanto obtuviese sulicenciatura y aprobara el examende capacitación, se marcharía deallí. Estaba empeñada en obtenerunas calificaciones brillantes quele posibilitaran encontrar unempleo como Asistente social. Apartir de entonces, sería dueña desu vida y de escoger su futurolejos de la dependenciaeconómica disfrazada de

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protección de la tía Vivi.Solo tenía que aguantar hasta

acabar la carrera. Y para obtenerbuenas notas, lo más sensato,aunque sonara egoísta, eraaprovechar que su tía le costeabalos gastos para poder dedicarseen cuerpo y alma a las asignaturassin necesidad de buscar unempleo que le restara tiempo deestudio.

Unos meses más y sería libre.Libre como se había sentido enbrazos del desconocido quesonreía al abrazarla. La mirabacon tanta ternura en sus ojos

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azules que le hizo creer que lanecesitaba. ¡A ella!, que parecíasobrar en el Universo. Ni parasus propios padres fueimprescindible mientras vivieron.Mucho menos para tía Vivi, quela consideraba un estorbosoportable con ciertos beneficios.Ni siquiera para el abueloGiuseppe, que tanto la quería,pero era feliz en Sicilia, viviendolejos de su única nieta huérfana.

Aquella locura secreta lehabía devuelto la ilusión, eldesconocido irresistible fue porunas horas ese príncipe que la

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hizo querer cerrar los brazos paraamarrar los sueños con fuerza.Qué lástima que siempreacabaran escapando, como labruma, y que solo parecieranreales mientras duran las horas demagia.

Martina se incorporó de lacama y los ojos se le llenaron detristeza y de rabia. Hay días quela acariciadora luz de la mañanase torna cruel, como un fogonazode linterna en plena cara. Y aella, la realidad acababa deespabilarla con un bofetón al verdinero junto a sus pies, en una

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esquina de la cama. Doscientoseuros. El desconocido deensueño, cuyos ojos azulesMartina intuyó tan faltos deafecto, la había confundido conuna puta.

***

—Ya le he dicho que es muyimportante. —Insistió, Martina.

Lo había intentado con todaclase de argumentos pero larecepcionista del hotel, de turno

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ese día, seguía sin dejarseconvencer.

—Y yo le repito —reiteró lamujer con una amabilidad deacero— que puede dejar en unsobre eso tan importante quedesea entregar al caballero queocupaba la setecientos siete ynosotros, con mucho gusto, se loharemos llegar. Bajo ningúnconcepto nos está permitidorevelar la identidad de unhuésped. Esos son datos a los quesolo tiene acceso la policía.

Martina ya había pagado sucuenta. Con cara de enfado,

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murmuró una despedida fría,agarró su maletín de viaje y fuedirecta a la salida. El portero ladespidió con un movimiento decabeza, mientras ella mirabadudosa qué dirección tomar. Nosabía si coger un taxi e ir a casa.O bien, ya que estaba tan cerca,aprovechar para pasar por laresidencia de estudiantes y dejaralgunas de las cosas que llevabaen el bolso en su habitación. Eldía anterior le habían confirmadocuál era el dormitorio compartidoque ocuparía durante el próximocurso.

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El portero puede que fuera unromántico, porque se apiadó deella.

—No hay riña de enamoradosque dure toda la vida. —Dejócaer, mirándola con lástima.

Martina se felicitó ensilencio. El hombre habíaescuchado parte de la sarta dementiras que usó para convencera la recepcionista, sin resultado; yle indicó con un gesto discreto elúnico vehículo que ocupaba elaparcamiento reservado. Uno delos taxis concertados para prestarservicio a los clientes del hotel.

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Tuvo suerte y el taxistaescuchó su ruego con interés.Aquel era el mismo taxi en el que,media hora antes, había montadoel hombre con el que habíapasado la noche. Como lepagaban por cada carrera, se dejóconvencer por la historia de unapelea de novios que Martinainventó sobre la marcha. Elhombre no tardó en claudicar alver sus ojos dolidos y su carita deenamorada arrepentida, porque leabrió el capó para que dejara elmaletín. Un minuto después,Martina viajaba en el asiento

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trasero hacia el corazón de Roma.No sabía qué iba a decirle a

aquel gilipollas que la habíatomado por una prostituta, comosi una mujer no tuviera derecho auna aventura de una noche. Debíade ser un machista redomado delos que creían que esa decisiónera patrimonio exclusivo de loshombres. ¿O acaso no era eso loque él buscaba cuando fue a suhabitación? Debía de ser untipejo de los que piensan que soloellos pueden elegir cuándo, cómoy con quién. ¡Estúpido! Laprimera vez, tras un año sin

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permitir que un hombre la tocara;la primera vez que se permitíarecordar lo que es el placer, y sehabía sentido más insultada queen toda su vida.

Qué sabía él de ella, ¡nadaabsolutamente! Nunca sería capazde entender que escogió unhombre anónimo porque no queríaninguno en su horizonte, ni muchomenos una relación, ni citas, niobligaciones cuando necesitabadedicarse por completo a susestudios. Solo quería una nocheque le recordara que estaba viva,y de todo el género masculino, fue

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a elegir el peor.El taxi se detuvo en un

semáforo y, cuando la luz estuvoen verde, se arrimó junto a laacera de via Concilliazione, entrelos autobuses de turistas que ibanal Vaticano.

—Es ese de ahí, ¿no? —indicó, señalándole a uno de losdos hombres que desayunaban enuna terraza en la acera deenfrente.

—Sí, es él.—No sea demasiado dura con

su novio. —Recomendó,sonriendo al ver la expresión

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furiosa de Martina.Ella no apartó la mirada de

los ocupantes de la mesa, enconcreto del que se sentaba a laderecha. A tientas, sacó los dosbilletes del bolso y, cuando lostuvo en la mano, cerró el puñocomo una garra.

—Espéreme, por favor. —Rogó—. No tardaré ni un minuto.

Bajó del taxi, miró a derechae izquierda y cruzó con paso ágil.A golpe de tacón, se plantó frenteal de los ojos azules que,enfrascado en la conversación, nose percató de su llegada hasta que

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la tuvo prácticamente encima.Se quedó mirándola con cara

de sorpresa. Martina no le diotiempo a abrir la boca. Loacribilló con ojos resentidos ymetió los dos billetes de cieneuros en su capuccino con tantoímpetu que derramó la mitad.Mientras los dos hombrescontemplaban perplejos el dineroempapado que sobresalía de lataza, ella dio media vuelta y semarchó echando chispas.

Martina oyó que la llamabapero no se detuvo. Notó quecorría tras ella, hasta que el

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tráfico le obligó a parar. Ella yahabía montado en el taxi cuando,por el rabillo del ojo, le viocruzar la calzada a la carrera.

—Arranque, rápido. —Pidió.Él taxista salió hacia el

Lungotevere con un acelerón yMartina ni siquiera volvió lacabeza para darle una últimamirada. No era más que undesconocido al que no merecía lapena conocer.

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2 - ¿Quién es esachica?

—¿Qué le has hecho a esapelirroja para tenerla tanenfadada? —le preguntó Vincenzocon cara de diversión al verlovenir.

Massimo terminó de teclear elnúmero de la matrícula del taxi yla guardó en la memoria de suteléfono. Se encogió de hombrosy alzó las manos con impotencia.

—¿Puedes creerte que no losé? —Reconoció, sentándose de

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nuevo—. No tengo la menor idea.—No sabía que tenías pareja.

Y digo tenías, porque es obvioque para ella se ha acabado.

—No sé ni cómo se llama. —Aclaró Massimo, sacando eldinero de la taza.

Mientras se entretenía ensecar los billetes con variasservilletas de papel, Enzo pidió aun camarero que trajeran unnuevo capuccino y otro par decornetti para los dos.

—Creía que se te habíanquitado las ganas de aventuras —comentó.

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Massimo no contestó. Eranamigos desde hacía años y ambossabían el porqué del comentario.Fue a Enzo Carpentiere a quienhabía recurrido cuando losproblemas con Ada se agudizaronhasta el punto de obligarlo abuscar asesoramiento legal.

Enzo y él se conocieron enRoma cuando Massimo concluyósu etapa de formación en Apuliacomo piloto de aviones de caza y,desde la escuela aérea de Lecce-Galatina, fue destinado a la basemilitar de Pratica di Mare. Poraquel entonces Enzo acababa de

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licenciarse en Derecho, eran muyjóvenes y disponían de un sueldoen exclusiva para divertirse sinpensar en el futuro, puesto quecarecían de obligaciones salvoconsigo mismos. Años después,se unió a la pandilla Ada Marini,a la que conocieron una noche defiesta. Y empezaron laspreocupaciones para Massimo.Ada se quedó embarazada. Con elmaravilloso regalo de lapaternidad, su vida se transformóen un purgatorio.

Su hijita Iris era la luz de susojos y estaba dispuesto a aguantar

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cuanto fuera por tal de noperderla, pero las exigencias deAda eran cada vez mayores y másabsurdas, fruto del rencor hacia élque aceptó asumir suresponsabilidad paterna con laniña, pero se negó a casarse. AdaMarini nunca le perdonaría queno la amara.

Desde el nacimiento de Iris,Ada utilizaba a la niña comoarma contra él, para hacerlobailar en la palma de la mano.Por eso tenía que recurrircontinuamente a Enzo y de ahí elcomentario de su amigo, que

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estaba al tanto de los detalles desu mala relación con la madre desu hija. Por aquel escarceoirresponsable y sin futuro,Massimo estaba pagando lasconsecuencias a un precio muyalto.

—Anoche necesitaba unrespiro —le explicó.

Ada se volvía loca al pensarque una mujer que no fuera ellaapareciera en la vida de su hija,y, por culpa de esa presión,Massimo no podía rehacer suvida sentimental. Sus relacioneseran escasas y esporádicas, como

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la compartida con la chica delpelo de fuego y las piernas largas.Una noche para disfrutar yolvidar.

—En cuanto al dinero, te juroque no entiendo nada. —Añadiósacando la cartera; al comprobarsu contenido, lo entendió todo—.Se me debió caer cuando saqué lallave.

Enzo terminó de masticar elcornetto y dio un sorbo de café.

—Con lo inteligente que erespara unas cosas, y en cambio paraotras… —Opinó—. Vamos a ver,conoces a una chica, te metes en

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su cama, ¿fue así?—Sí.—Y desapareces cuando se

hace de día. Ella despierta sola yencuentra doscientos euros. —Presumió—. ¿Qué quieres quepiense? Tienes suerte de que no tehaya matado.

Al entender por donde iba laconjetura de Enzo, Massimo sequedó petrificado.

—Tú la has visto —dijoseñalando el lugar donde ratoantes estaba aparcado el taxi—.Nadie, por muy idiota que fuera,la tendría por una furcia. Ni aún

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de las caras.—Pues está claro que ella ha

llegado a esa conclusión.—Tengo la matrícula del taxi.

—Añadió indicando con labarbilla su móvil sobre la mesa—. Haré lo que sea porlocalizarlo a ver si sabe decirmedónde vive e iré a aclarar lascosas con ella.

—Difícil tarea en una ciudadcomo esta.

—Difícil fue regresar vivo deLibia hace tres años.

Enzo aceptó que su amigoestaba adiestrado para luchar y

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ganar. Dar por perdida la batallade antemano no lo llevaría aningún sitio.

—Tienes razón. Si ella te haencontrado, ¿por qué nointentarlo? —Aprobó Enzo.

—Pienso hacerlo. No quieroque se quede con una ideaequivocada.

Enzo se cruzó de brazos e,intrigado, miró a su amigo.

—Voy a hacerte una pregunta,puedes responderme o no.

—Adelante, hazla. —Loinvitó.

—¿Por qué te interesa tanto lo

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que pueda pensar de ti?Massimo se pasó la mano por

el pelo, como si le costasereconocer lo que estaba a puntode decir.

—Ha hecho lo imposible porencontrarme y lo ha conseguido, apesar de que no sabe ni quién soy,ni dónde vivo ni cómo carajo mellamo. Y solo para tirarme a lacara doscientos euros.

—Otra se habría quedado conel disgusto y con el dinero. —Alegó Enzo.

—Exacto. Tanto esfuerzosignifica que se ha sentido muy

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ofendida. —Concluyó Massimo,disgustado con la situación—. Novolveré a verla nunca, pero megustaría pedirle disculpas yaclarar las cosas solo por unarazón: yo guardo un buenrecuerdo de ella y no quiero queella guarde un mal recuerdo demí. Conque Ada me deteste, yatengo suficiente ración de odiofemenino.

—La chica es preciosa.Massimo desechó la idea con

la mano.—No tengo intención de

iniciar nada con ella ni con otra

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mujer.—¿Ada sigue dándote

problemas?—Como siempre, hoy más,

mañana menos. Depende de cómoamanezca el día.

—Nunca cedas a suschantajes. —Aconsejó—. Si lohaces, te tendrá toda la vidacogido por las pelotas y nunca tesoltará.

—Lo peor es el chantajeemocional.

—A ese me refiero. El otro sesoluciona en el tribunal defamilia.

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Para Enzo era fácil decirlo.Él no tenía hijos, desconocía elalcance del miedo. La cabeza deuna niña es muy manipulable yMassimo temía perder el cariñode Iris.

Al verlo masticar en silencio,su amigo miró la hora y cambióde tema.

—Dijiste que no era Ada dequien querías hablarme. Tengoque regresar al trabajo, así quemejor me cuentas qué puedohacer por ti.

Massimo asintió, comodisculpa. Con el lío de la

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pelirroja se le había ido el santoal cielo.

—Ya te comenté por teléfonoque hace un par de semanasaparecieron por casa unosinspectores de Hacienda. —Serefería a la explotación ganaderade raza Chianina de sus padres—.Por lo que mi padre me contó,tiene un jaleo de papelesimpresionante. Desde que muriómi tío Gigio…

—Tu tío era muy pocohablador, pero un buen hombre.—Lo interrumpió Enzo.

Él había estado en el pasado

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varios fines de semana en VillaTizzi, invitado por Massimo. Yrecordaba al fallecido tanto comoa los padres de su amigo.

—¿Qué es de la pequeñaRita? —Se interesó al acordarsede la jovencita silenciosa queapenas se dejaba ver cuandoMassimo y sus amigos aparecíanpor allí.

—Creció. Ahora tieneveintiséis años.

—Siete menos que nosotros.—Calculó recordando los ojostristes de la rubita.

Massimo cambió de tema y

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fue directo al asunto que lepreocupaba.

—En fin, que mi tío era quiense ocupaba de las cuentas, de lospagos de los impuestos, y mipadre lo ha ido dejando. El casoes que desde que tío Gigio noestá, el negocio funciona muybien pero en el despacho todoestá manga por hombro.

—¿Quieres que le eche unvistazo?

Massimo esperó a que uncamión dejara de tocar el claxony llamó al camarero para que letrajera la cuenta.

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—Mi propuesta va más allá.—Aclaró—. ¿Podríascompaginar el trabajo en el bancocon llevar los temas burocráticosde mis padres? Sin horarios y a tuaire. Mira a ver si puedes hacertecargo porque mi padre no mira nilo que firma. A su lado quiero aalguien de absoluta confianza.

Enzo resopló y tableteó conlos dedos sobre la mesa.

—Mi consejo legal lo tienes,por descontado. En cuanto a lo deresponsabilizarme de la gestión,no te aseguro nada. Antes tengoque ver cómo están las cuentas de

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la hacienda.—Me parece bien. —

Agradeció dejando sobre elplatillo con la cuenta el importedel desayuno—. Podrías quedarteen casa un fin de semana.

—Dame un par de meses. —Resopló—. Ahora mismo tengoun cúmulo de trabajo que mesatura.

Enzo estaba cansado de suempleo como asesor legal, conalta responsabilidad en eldepartamento de inversiones deuna importante entidad bancaria.

—Cuándo tú decidas. —

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Aceptó—. Por dos meses, no creoque las cosas empeoren más de loque están.

—Que no te asusten losinspectores de Hacienda, hombre.—Rio—. Les pagan para eso.

—No sé qué decirte. Aqueldía, a mi padre lo asustaron deverdad.

***

—Papá tiene razón, Rita. —Convino Massimo—. No puedes

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ser la eterna estudiante. Tienesveintiséis años y ya es hora deque acabes la carrera.

Su hermano la había llevadoen coche hasta Roma y, antes dedejarla en su nuevo alojamiento,una residencia universitaria cercade La Sapienza, se habíaencargado de recordarle algo queella ya sabía. Aún le resonaba enlos oídos el ultimátum de supadre cuando los despidió a lapuerta de Villa Tizzi en Civitella.

—Sí, todos tenéis razón —reconoció—. No puedo seguirperdiendo el tiempo, pero me he

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dado cuenta de que no tengovocación para ser Asistentesocial. No soy como tú, Massimo,no creas que no me habríagustado saber desde pequeña aqué quería dedicarme cuandofuera mayor.

Massimo entendía a suhermana, pero no era excusa parapostergar su licenciaturaindefinidamente. Ya habíaperdido varios cursos, entre losque había repetido por suspenderlos exámenes, el año que pasó enInglaterra con la excusa deaprender inglés y otro sabático

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cuyo pretexto fue la informática.—Está bien, la carrera que

has elegido no te gusta, pero esono te da derecho a tirar la toallaen el último curso. —Lareconvino Massimo—. Papá ymamá no son millonarios, piensaen el esfuerzo que les supone aunos granjeros del valle deChiana el coste de nuestrosestudios. Y llevan bastanteinvertido, con los dos. Pero en tucaso, no ven resultados y, no esque te lo eche en cara, pero eshora de que pienses en ellos.

—Papá cree que pierdo el

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tiempo en Roma.Su padre le había advertido

que la dolce vita romana era solouna película, del mismo modo quele anunció su decisión: oestudiaba con ganas y selicenciaba, o cerraba el grifo deldinero y volvía a arrimar elhombro en la hacienda familiar, legustara o no trabajar con elganado.

—Es que lo pierdes,aprovecha y obtén tu licenciatura.Después, ya decidirás a qué tededicas.

—Yo no soy la hija modelo,

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como tú.Massimo le dio una palmadita

en la cabeza para que dejara dedecir tonterías.

—Yo quería ser piloto y luchépor ello con todas mis ganas.Ganas: grábate esa palabra en lacabeza.

Ella hizo una mueca.—¿Para qué? Acabaré

muriéndome de asco en lahacienda.

—Rita, no me gusta quehables con desprecio de unaganadería que mamá heredó desus padres, y el abuelo de los

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suyos y podríamos remontarnoshasta hace dos siglos.

Ella negó con los ojoscerrados, arrepentida, y cogió lamano de su hermano. Massimohabía aparcado mal enfrente deledificio de la residencia, señal deque tenía prisa. No iba a verlacon frecuencia, debido sobre todoa sus obligaciones como capitánde la Fuerza Aérea Italiana, y noquería despedirse de él con caraslargas.

—Sabes que adoro nuestracasa, las vacas, las gallinas, latierra y que admiro a papá porque

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ama su trabajo. Es en Civitelladonde no quiero acabar.

Massimo la entendía. Duranteaños sufrió en el colegio lasburlas de los otros niños. «Rita lagordita», fue el sambenito quetuvo que escuchar a todas horas.Y en el instituto, con los mismoscompañeros, no le fue muchomejor. Nunca tuvo amigos en elpueblo y cada vez que pisabaCivitella, toda la familia sabíaque lo hacía con angustia porquea cada paso se encontraba conalguno de los que le amargaron lavida en la escuela.

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—No hace falta que teexplique por qué escogí estudiarTrabajo social.

Massimo eso también losabía. Porque tendría más salidaslaborales en una ciudad grande,como Roma sin ir más lejos, yeso le daba la oportunidad y laexcusa perfecta para no vivir enaquel rincón de la Toscana dondeno tenía amistades y era taninfeliz.

—Estudia, Rita. Aunque elaño que viene decidas dedicarte aotra cosa.

—Voy a haceros caso a todos.

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—Aceptó—. Y voy a conseguirque estéis todos orgullosos de mí,sobre todo papá que siempre diceque el dinero, las tierras y lasfortunas se pueden perder, peronadie podrá quitarme loaprendido ni mis títulos.

—Escucha a papá, que tienemucha razón.

—Es un sabio a su manera.—Ya quisieran muchos su

sentido común y su experiencia.Los dos, tanto Massimo como

Rita, respetaban y admirabanmucho a sus padres. Etore Tizziera un hombre sin estudios

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universitarios, que acabó elbachillerato de milagro y que,hijo de emigrantes del sur, desdemuy joven se dedicó a trabajar latierra y a criar ganado en lahacienda de su suegro. A pocaspersonas admiraban tanto los doshermanos como a él.

—Bueno, es hora de que nosdespidamos —dijo Rita algoapenada—. Ahora a ver quécompañera de cuarto me toca, unacría, ya verás.

—No esperes a una«abuelita» como tú. Es lo quetiene repetir varios cursos y

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tomarse los estudios a cachondeo.—La regañó con una sonrisa dehermano mayor.

—Déjalo ya, ¿vale? —Protestó—. Te he dicho que esteaño pienso hincar los codos enserio.

—Eso espero. Por ti, sobretodo.

—Al menos me queda elconsuelo de tenerte un poco máscerca. Aunque no creo que nosveamos mucho, ¿o sí?

Massimo fue hacia el coche yella lo acompañó para recoger sumaleta y el ordenador portátil del

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maletero.—Te llamaré en cuanto tenga

una tarde libre —aseguró,sacando el enorme trolley delportaequipajes—. Y espero tenersuerte y, ahora que tengo casapropia en Roma, Ada se avenga adejarme a Iris alguna tarde.

—Me alegro de que hayasalquilado el piso —comentócolgándose al hombro el maletíndel portátil—. Cuando te instales,tienes que enseñármelo.

—Claro que sí.Para animarlo, Rita le

comentó que justo dos calles

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detrás de donde se encontraban,estaba el parque de VillaMercedes, y que podrían llevarallí a la niña si Ada accedía adejarle ver a su hija más tiempodel que marcaba el acuerdojudicial.

Massimo dejó que su hermanahablara con ilusión, aunqueprefería no albergar falsasesperanzas al respecto.

***

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Cuando el coche de Massimo seperdió de vista por via Tiburtina,Rita tiró del mango de la maleta yla arrastró hasta la residencia.

Sí, todos tenían razón. Ellatambién era consciente. Pero tantoconsejo y tanto discurso sobre sufuturo la hacían sentirse una ruina.En realidad, lo era. Un fracasoandante. Aún se mordía las uñascomo una cría, de pura desazón.Rita se riñó a sí misma por dejarque los pensamientos derrotistasla asaltaran de nuevo. En su manotenía la posibilidad de cambiarlas cosas y la opinión que todos

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tenían de ella, por su propio bien.Aunque para ello tuviera quebregar durante un semestre enterocon unas asignaturas que se lehabían atragantado hasta el puntode provocarle arcadas.

Lo primero que hizo fueacercarse a las oficinas paraaveriguar qué dormitorio lehabían asignado. Observó a loschicos y chicas que iban por lospasillos hasta las salas de estudioo las zonas de recreo. Paracolmo, tenía que vivir allíencerrada, en una especie deinternado lleno de estudiantes

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más jóvenes que ella. Entre todosellos, parecía la hermana mayor.Y todo porque su padre se negóen redondo a pagar su estancia enun apartamento compartido, ideaque él asociaba con descontrol,sexo salvaje y fiestas sin fin.

Una vez le comunicaron quese alojaba en la segunda planta,subió en el ascensor con losdedos cruzados. A ver si teníasuerte y al menos su compañerade cuarto era una chica simpática.Y poco ruidosa. Y buenaestudiante, que le contagiara susbuenos hábitos. Y no muy

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charlatana. Y ordenada. Y limpia.Y…

El ascensor se detuvo y ellarecorrió el pasillo hasta lapenúltima puerta. Estabaentreabierta y Rita ojeó a travésde la rendija. Tocó suavementecon los nudillos, pero nadiecontestó. Abrió con cuidado ysobre la cama del fondo, vio auna chica con la espalda en lapared y con un ordenador portátilsobre las piernas. No oyó sullegada, porque llevaba loscascos puestos. Rita se fijó en suchándal de terciopelo gris y en

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las pequitas que le adornaban elpuente de la nariz. Le calculóunos veintidós o veintitrés años;seguramente alumna del últimocurso, como ella. A primera vista,transmitía un aire agradable.

La chica se percató de supresencia, se apresuró a quitarselos cascos y a dejar el portátilsobre la cama. A Rita le fascinósu pelo anaranjado, enroscado enun moño sujeto con un lápiz.Sintió envidia de aquellasespirales de un tono tan llamativoque escapaban en todasdirecciones; cuando lo llevara

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suelto, debía de lucir una melenapreciosa.

La pelirroja bajó de la cama,fue a recibirla con una sonrisa yse ofreció a ayudarla cogiéndoleel pesado maletín del ordenador.

—Tú debes ser mi compañerade cuarto. —Adivinó con francasimpatía—. Cuánto me alegro deque seas de mi edad. Yaempezaba a sentirme como unbicho raro.

A Rita le extrañó, porque elpelo y las pequitas le daban unaspecto muy juvenil.

—No te preocupes que yo

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tengo veintiséis, me parece quesoy la abuelita de la residencia.

La chica se llevó la mano alpecho con aire de sorpresa.

—¡Yo también!—Las chicas del 87 somos la

mejor cosecha —afirmó Rita.Ambas eran más mayores que

el resto de estudiantes e imaginóque debían de haberlasacomodado juntas por ese motivo.

La pelirroja sonrió contenta.—Bienvenida. Me llamo

Martina, ¿y tú?

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3 - Amigas parasiempre

Rita y Martina congeniaronenseguida. Para Rita, suresponsable compañera de cuartoera el empujón que le hacía faltapara dedicarse con ahínco alestudio. Y para Martina, su rubiacompañera fue ese soplo dealegría que tanto necesitaba.

Mediado octubre, ambas sehallaban inmersas en la primeratanda de exámenes del semestre.Esa tarde, como acostumbraban al

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salir de la última clase, hicieronuna pausa para un refresco en lapizzería La Casetta, que por estarmuy cerca de la universidad de laSapienza, era punto de encuentrode muchos estudiantes.

—Yo me alegro mucho de queestés en la residencia. Peroreconoce que resulta extraño —comentó Rita, dejando sobre lamesa los dos refrescos de naranjaque acababa de recoger de labarra.

—Es mi casa porque laheredé de mis padres —explicóMartina—. Pero es mi tía quien

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decide. Mientras viva, es como sile perteneciera.

—¿Has hablado con algúnabogado?

—¿Para qué? No me apetecelo más mínimo estar allí. Y si ellase encuentra, todavía menos.

Rita ya lo sabía porque lehabía contado la mala relacióncon su tía, que disfrutaba de lapropiedad en usufructo. Underecho vitalicio que anulabacualquier decisión por parte deMartina sobre su propia casa.

—Martina, dime que me callesi te parezco indiscreta. —Dudó;

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aunque ganó su curiosidad—. Tuspadres eran cooperantes, ¿no?

—Sí, eran enfermeros losdos. Se conocieron cuandoestudiaban.

—No es que fueranmillonarios.

Martina sonrió ante la idea.—No, desde luego que no.—Entonces, ¿cómo pudieron

comprar un palacete en Roma?Debe de valer una fortuna.

—Con la herencia que recibiómi madre de sus padres y porqueles tocó la lotería.

—¿La lotería? ¡Qué suerte!

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—Tener una casa preciosa erasu ilusión y gracias al azarlograron su sueño. —Reveló; y lasonrisa se le borró de golpe—. Yluego qué poca suerte tuvieron.Ya ves cómo se las gasta la vida.

Martina se quedó callada.Rita al verla tan seria ymeditativa, adivinó que su tíaVivi no era el único motivo por elque detestaba vivir en el palacete.

—Ese hombre sabe dóndeencontrarte, ¿verdad?

Martina dio un sorbo a su latade refresco, asediada por losmalos recuerdos. Le había

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contado a Rita que, en el pasado,mantuvo una relación con unhombre casado, que la abandonóa su suerte cuando se quedóembarazada.

—Ya sabes que conocí aRocco en una fiesta que dio mi tíaen casa. Era amigo suyo.

Martina se había enterado deque este y su esposa residían enHolanda; se habían mudadoporque Rocco Torelli trabajabaen el negocio de los diamantes.Pero no quería volver a verlo nipor casualidad. Incluso dos añosdespués de lo ocurrido, tenía que

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seguir evitando sus llamadas;hasta el punto de tener quecambiar su número de móvil. Dosaños tardó en dejar de asediarlapor teléfono y asumir que noquería saber nada de él. Y comoRita había adivinado, Martinatemía que en cualquier momentose presentara en su casa.

—No pienses en él, ese cerdono merece que pierdas ni unminuto de tu tiempo.

Sin conocerlo, Rita odiaba aaquel tipo. Martina era buena ydulce, no merecía haber pasadopor una situación tan terrible.

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Encinta, con veinte años, yabandonada como un perro en unacuneta; un embarazo que semalogró durante el primer mes,tan complicado que apunto estuvode morir. Y ese era un trauma queMartina no había superado.

—Arriba ese ánimo que nomerece la pena. —Insistió Rita—.Mírame a mí, dos novios y losdos me pusieron unos cuernosmás grandes que los de las vacasque cría mi padre.

Martina agradeció quebromeara con sus desengañospara hacerla sonreír. La vio

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levantarse e ir a la barra denuevo. Rita era única y sealegraba de tenerla como amiga.Al momento estaba de vuelta condos paquetes de patatas fritas yganchitos.

—Por si nos entra hambreesta noche en la habitación.

Dejó las bolsas de aperitivossobre la mesa y dio un trago largode refresco. Martina se acodó enla mesa y apoyó la barbilla en lasmanos.

—No tenemos suerte con loschicos. Qué pena, con lo monas ysimpáticas que somos —dijo,

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recordando aquel maravillosopolvo de una noche con unhombre que resultó ser unestúpido integral al tomarla porlo que no era.

—A veces pienso que tengo elkarma más idiota de toda lagalaxia. —Lamentó Rita,enfadada con su mala suerte—.Aldo me la pegó. Vale, yo era unacría y estaba cegada de amor. —Reflexionó chasqueando la lengua—. Pero Salvatore, ¡¡tres añosestuvo con otra mientras a mí mejuraba que me quería!! Y yo sinenterarme de la película.

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No es que fuera divertido elfunesto historial amoroso de Rita,pero hablaba de ello con tantohumor que Martina envidiaba sufortaleza para no hacer de ello undrama.

—Los tíos tendrían que venircon una lista de ingredientes —comentó Martina señalando conla cabeza las bolsas de aperitivos—. Como las patatas fritas.

—A mí que me pongan unoque no mienta.

—Cariñoso. —AñadióMartina.

—Leal.

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—Atento.—Que no le importe ver pelis

de llorar conmigo en el sofá.Martina se echó a reír y se

levantó mirando el reloj.—¿Vamos un rato a la sala de

estudio?Cogieron sus bolsos y libros,

y juntas salieron de la pizzería sindejar de fantasear con lascualidades del hombre perfecto.

—Muy importante: que seaatractivo. —Añadió Martina.

—Mmm… Sí. Con una bonitasonrisa y un cuerpazo. ¿Te dascuenta que no hemos mencionado

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el dinero?—¿Qué más da que sea rico si

te trata como a una piltrafa? —Cuestionó cargada de razón—.No, prefiero uno pobre que metrate como a una princesa.

—De acuerdo, nosconformaremos con una coronitade plástico.

—Que sea divertido.—Eso es fundamental. —

Opinó Rita.—Tierno, pero que me

susurre guarrerías al oído.—Una fiera en la cama.—Y que sepa besar. —

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Añadió Martina relamiéndose loslabios.

—Que alguna noche mesorprenda con un polvo rápido yperverso en un parque público,por ejemplo.

—¡Sí! —Aplaudió Martina—.O con una noche de champán,placer y ojos vendados.

—Y que esté bien dotado.Imagínate que reúne todas lascualidades para ser el hombre detu vida y descubres que tiene unaminipolla.

Martina se echó a reír ysacudió las bolsas de aperitivos

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ante los ojos de Rita.—Ese es el riesgo. Los

hombres son como las bolsas depapas con premio. —Afirmóconvencida—. La sorpresasiempre está en el interior delpaquete.

***

—Sí, sí, sí,…¡sí!Martina levantó la vista del

portátil al ver entrar a Rita en eldormitorio que compartían dando

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saltos de alegría y balanceandouna hoja de libreta. Hacía unmomento se había marchado a lafacultad a ver si ya habíancolgado en el tablón deldepartamento de Didáctica laúltima nota que le faltaba. Y porsu alegría era fácil suponer quetambién había aprobado.

—Mira, Martina, ¡otro cinco!Ella cogió la cuartilla donde

llevaba apuntando suscalificaciones desde el díaanterior. Una colección deaprobados, arañados por lospelos, pero Rita estaba más que

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feliz y Martina se alegraba porella.

—Está genial. —La felicitó;con todo, no pudo evitaraconsejarla—. Pero sabes quecon un poquitín más de esfuerzotus resultados serían muchísimomejores.

—Sí, lo sé, al lado de tusnotas son una birria. Pero ¡es quelas he aprobado todas! —Recordó para justificar suentusiasmo—. Antes mesuspendían hasta el recreo.

—No son una birria, son elfruto de tu trabajo y yo me alegro

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muchísimo. —Aceptó, dándole unabrazo.

Martina sabía que el únicoobjetivo de Rita era obtener lalicenciatura como meta personal ysin intención de ejercer, no comoella que sí quería trabajar comoasistente social y por ellopretendía sacar el máximoprovecho de la enseñanza, noconformándose solo con lascalificaciones a pesar de que lassuyas eran brillantes.

—Ya verás mañana cuando seenteren mis padres —comentóRita con ilusión, con la cuartilla

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apretada contra su pecho.—¿Te marchas a casa?—Ahora que han acabado los

exámenes, ¡por supuesto! —Afirmó contenta, ya que hacía tressemanas que no viajaba a laToscana por no perder tiempo deestudio.

—Yo creo que me quedaré enla residencia.

Rita observó preocupada sugesto de resignación. Sabía queMartina se sentía una mantenida,una auténtica extraña en su propiacasa de la que su tía se habíaadueñado.

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—No te apetece nada volvera tu casa.

—No, la verdad.—Estamos de acuerdo en eso,

las dos odiamos nuestrabochornosa vida de adultasprotegidas. —Aceptó Rita—.Pero eso es algo temporal, queestamos dispuestas a cambiar y lovamos a conseguir —dijoagitando la cuartilla con sus notas—. Y para celebrar nuestroexitoso futuro que nos llenará desatisfacción personal, se meocurre una idea.

—¿Pizza en La Casetta?

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—Buena idea. —Convino,aunque no era esa su propuesta—.Y mañana te vienes conmigo aCivitella. Será un fin de semanaestupendo. Además, mis padresestán deseando conocerte de tantoque les hablo de ti.

Ella también tenía ganas deconocerlos. Rita le había habladode su familia, de sus padres, sutío fallecido hacía unos meses, yde su hermano mayor. Martinasentía curiosidad por él, era elúnico del que no había vistofotografías en la web corporativade la hacienda familiar que la

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misma Rita había diseñado. Ni deél ni de su hijita. Sabía que elhermano de su compañera decuarto era piloto de la FuerzaAérea, pero ni siquiera teníaperfil en las redes sociales. Ritale había contado que decidióeliminarlas el día que la madre dela pequeña lo amenazó con unademanda por difundir unafotografía en una fiesta familiaren la que aparecía la niña, puestoque era menor de edad.

—Y conocerás también aMassimo. —Añadió Rita,refiriéndose precisamente al

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hombre en el que Martina estabapensando—. Es una lástima queIris no esté este fin de semana,hasta el próximo viernes no letoca tenerla.

A Martina la intrigaba elhermano de Rita. Pese a vivir enRoma también, lo veía encontadas ocasiones por culpa delas obligaciones de este por sucondición de militar. Ella mismale contó la mala relación quemantenía con la madre de la niña,con la que no quiso casarse.Martina entendía su postura; no sepuede obligar a amar, y admiraba

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su decisión de ser libre. Queparadoja que esa libertad fuera susometimiento a una mujer llena derencor. Tiranía que él aguantabapor amor a su hija. Martinarecordaba con cariño, einevitable pesar, que sus propiospadres fueron un par de espírituslibres, pero a ella la mantuvieronsiempre al margen de sus planesde pareja.

—¿Decidido? ¿Me llevarásen tu coche? —preguntó Ritasacándola de sus pensamientos.

—Decidido. —Concediósonriente.

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Nada le apetecía más que unfin de semana en el campo, comocuando era pequeña y vivía felizen Sicilia con los abuelos.

***

¿Existe alguna mujer en el mundoque no sueñe con viajar algún díaa la Toscana? Con esa preguntaoptimista en la cabeza conducíaMartina por la autopista A-1. Ycon la animosa curiosidadtambién por conocer una tierra de

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la que tanto había oído hablar yque, pese a no distar mucho deRoma, nunca había tenido ocasiónde visitar. De tanto en tantofantaseaba con conocer otrasculturas, viajar por esos paíseslejanos que juntos y felicesrecorrieron sus padres. Encambio, ese día, mientrassujetaba el volante de su FiatPunto y grababa en su retina elhermoso panorama que tenía alalcance de la vista, reconoció queexisten lugares paradisíacos en lapropia tierra. Tan cerca y, quizápor ello, tan desconocidos. Al

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menos, para Martina, la regiónque se extendía entre el Tíber y elArno lo era, pero ese era undesacierto al que estaba a puntode poner remedio.

Y así se lo dijo a Rita, queviajaba a su lado más pendientede los mensajes del teléfono quede la inolvidable mezcla decolores que se divisaba a travésdel parabrisas.

—Entonces, te gusta laToscana.

—Lo que veo, me fascina. —Confesó, contenta—. No meextraña que sea tierra de artistas.

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Se refería a Miguel Ángel,Leonardo y tantos y tantos geniosque habían nacido en aquellosparajes.

—Aquí hay de todo y paratodos los gustos. Un día tenemosque ir a las playas de Rosignano,son blancas como las del Caribe.

Con cada dato nuevo que Ritale descubría, Martina se ibaenamorando un poco más deaquel territorio que hastaentonces había ignorado. Y antela contemplación de aquellostrigales inmensos de suaveamarillo, entre laderas de

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viñedos que ascendían hacia laslomas hasta convertir el horizonteen un sube y baja que parecíadibujado por la mano de un niño,comprendió por qué muchosviajeros de paso por aquel edénpara la vista, Siena, Arezzo oAsís, se sentían enfermos debelleza al llegar a Florencia.

—Está mal que yo lo diga,pero lo mejor te espera en micasa. —Anunció Rita.

—¿Es que existe algo mejor?—Cuestionó sonriente—. Yotengo la impresión de que estoyatravesando el cielo.

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Rita propuso desviarse untrecho para que Martina vieramucho más de lo que ofrecía laruta surcada por la autopista.Tomaron la salida deMontepulciano y en Pienza Ritabajó a comprar un par debocadillos en un bar y dos latasde Coca Cola. Fue unimprovisado cambio de planesque se encargó de comunicar a sumadre por teléfono para que nolas esperaran a comer. Al llegar ala capilla de Vitaleta, salieron aestirar las piernas. Comieron a lasombra de uno de los cipreses

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que escoltaban el pequeñosantuario. Martina agradeció ladecisión de su amiga.Contemplando el prado salpicadode amapolas pensó que nuncahabía admirado un paisaje comoaquel. Pero lo mejor era elsilencio, allí se respiraba paz.

—¿Qué te parece ahora laToscana?

—Que me has traído a latierra de la felicidad.

Rita se echó a reír y se dedicóa coger unas cuantas piedrecitascon las que escribió su nombre enel suelo.

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—En eso te doy la razón,aunque para mí no lo sea.

Martina lamentó que asociarasu Civitella con los malosrecuerdos. A ella también lesucedía, en Roma no era dichosa.La ciudad eterna, símbolo deamor para muchos, solosignificaba para ella angustia ymalestar. En cambio, todo a sualrededor era de una armoníaincreíblemente acogedora. Tantole había hablado Rita de sufamilia que la envidiaba portenerlos. A Martina le habríagustado ir cada mañana a revisar

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el ganado con el señor Etore,como un peón más, y aprendertambién de la señora Beatrice ahacer la pasta fresca, el puntojusto de la salsa de tomate, arecoger los huevos del gallinero ytodas esas cosas que se aprendenal lado de una madre. Todoaquello que ella no llegó a hacercon la abuela, en la casa decampo de Trapani, porque eramuy niña cuando murió y los dejosolos al abuelo Giuseppe y a ella.Sencillos tesoros que nosacompañan durante la vida a losque Rita no daba importancia

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porque no le faltaban.—No juzgues al mundo por la

insidia de unos pocos. —Aconsejó a Rita, y a sí misma—.Leí una vez en Twitter que unacasa se convierte en hogar cuandoen ella habitan las personas queamas.

Rita reflexionó sobre elcontenido romántico de lo queMartina acababa de decirle y sepuso de pie con una muecaincrédula. Si el hombre de suvida tenía que ser alguno de susantiguos compañeros de escuela,que se burlaban de su cuerpecito

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rechoncho, se haría vieja durantela espera.

—Difícil lo veo, pero quiénsabe. —Dudó.

Martina se sacudió las manosy recogió los restos del almuerzocampestre en la bolsa de plásticode los bocadillos. Habíaentendido a Rita, y su respuestanada tenía que ver con el amorfamiliar al que ella se refería.Pero tuvo que reconocer que lainterpretación de su amiga quealudía en exclusiva a los hombresencerraba también una granverdad.

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—Nada es imposible —dijoextendiendo el brazo para que laayudara a levantarse del suelo.

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4 - Bajo el sol dela Toscana

Los padres de Rita las recibieroncon los brazos abiertos. Felicesde ver a su hija tras tres semanasde ausencia; y encantados tambiénde que trajera a una amiga a casa.Martina intuía que su compañerade cuarto no era mujer de muchasamistades, a causa de susproblemas para relacionarse quearrastraba desde la adolescencia.

El señor Etore Tizzi abrazó asu hija cuando ella le informó de

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los buenos resultados de susexámenes y regresó enseguida altrabajo de revisar las placassolares que alimentaban el pastoreléctrico de los vallados. Rita seempeñó en ayudar a su madre adoblar la colada y, cuandoMartina se ofreció a echar unamano, la señora Beatrice se negóen redondo diciéndole que eltiempo que pasara en la haciendadebía dedicarlo a descansar ydisfrutar, puesto que era suinvitada. Martina intuyó quemadre e hija necesitaban tambiéncharlar a solas, después de tres

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semanas sin verse. Así queobedeció el consejo y se dedicó apasear por los alrededores. Laenorme casona de campotriplicaba el tamaño de laentrañable casa con el tejado ados aguas del abuelo Giuseppe enla que ella creció. Villa Tizzi erauna construcción originaria delsiglo XVIII a la que se habían idoanexando estancias en épocasposteriores, como era costumbre.Martina pensó que lasnecesidades de una ganadería, enla que antaño acostumbraban avivir amos y empleados, eran

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mucho mayores que las de unapequeña finca de viña y olivoscomo la que su abuelo tenía enSicilia. Aunque ya soloconservaba la casa y el huertocomo entretenimiento. El abueloGiuseppe vendió las tierras aljubilarse; su trabajo no iba a tenercontinuidad al haber fallecido suúnico hijo y Martina no teníaintención de vivir en la isla ni deocuparse de ellas.

No muy lejos, se veía otraconstrucción rectangular, deidéntica piedra tosca, pero másmoderna, a juzgar por el brillo de

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las tejas. Martina caminó por elsendero y, en vista del enormeportón, supuso que era unacuadra. Al llegar allí descubrióque su suposición era errónea, yaque se trataba de un garaje. Elpolvo en suspensión se veíabrillar en los haces de luz queentraban por las ventanas quedaban al Este. El espacio eraenorme, el techo muy alto con lasvigas a la vista y olía a gasoil.Martina observó varios huecosvacíos que debían de ocuparhabitualmente los vehículos de lahacienda, supuso por las manchas

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de aceite recientes en el suelo. Unruido metálico despertó sucuriosidad, e inclinó la cabeza,pero una camioneta preparadapara transporte de ganado leimpedía ver de dónde provenía.Entró en el garaje y caminó haciala pared del fondo.

—Perdón —dijo a unaspiernas que sobresalían debajo deun Seiscientos de los antiguos—.No sabía que había alguientrabajando.

—Un segundo y salgo de aquíabajo. —Se excusó—. Ahoramismo no puedo soltar los cables

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de freno o tendré que volver aempezar.

Los vaqueros y las Supergaevidenciaban que se trataba de unhombre joven. Por ese motivoMartina decidió tutearlo.

—No te preocupes por mí ysigue con lo que estés haciendo—dijo, cohibida por haberlointerrumpido.

—No, no te marches. —Pidiódesde debajo del coche—. Estoya casi está… —Gimió conesfuerzo—. Tú debes de ser laamiga de Rita. Mi madre mecomentó que vendrías con mi

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hermana.A Martina le ardieron las

mejillas, y dio gracias porque elhermano de Rita no pudiera verlacolorada como un tomate, ya queal ver sus vaqueros manchados degrasa lo había confundido con unmecánico.

—Entonces, tú eres Massimo.—Sí, yo soy Massimo.

Perdona, pero me has pilladoempeñado en hacer funcionar estecacharro y… ¿Seguro que no hasvenido antes por aquí? Me suenatu voz.

Martina rio, negando con la

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cabeza.—Nunca. De hecho es la

primera vez que vengo a laToscana. Bueno, en Florencia síestuve una vez, pero hasta hoysolo conocía la región a través dela ventanilla de un tren.

Cruzada de brazos, dio unrepaso visual al viejo Seiscientoscolor crema. Tenía sus años peropor fuera estaba en muy buenestado. Después miró aconciencia las largas piernas delhermano de Rita, fijándose muchoen los muslos tensos bajo la telade los vaqueros, ya que él no

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podía verla.—Yo creo que eres

demasiado grande para un cochetan pequeño.

—Yo también. —Martina looyó reír—. Pero resulta que estefue el primer coche que tuvo mipadre y yo aprendí a conducir conél. Lo estoy arreglando con ideade que algún día mi hija loconduzca.

Martina sonrió, ya que Rita lehabía contado que su sobrinitaaún no había cumplido un año.

—Una especie de tradición.—Dedujo.

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—Más o menos —mascullócomo si estuviera haciendo ungran esfuerzo; después se oyó unchirrido y una palmada sobremetal—. Bueno, creo que ya está—dijo, e inmediatamente Martinalo vio reptar para salir de debajodel coche—. Creo que no podrédarte la mano, porque…

Ocurrió en una décima desegundo. El hermano de Ritalevantó la cabeza y la miró comosi tuviera delante a una aparición.

—Joder, pelirroja, esto sí quees una sorpresa…

A Martina se le atascaron las

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palabras en la garganta, incapazde casar conceptos tales como«hermano de Rita» con «aquellanoche», «padre entregado» con«ojos azules» y «valiente militar»con «el cerdo de los doscientoseuros».

—¿Tú? ¿Qué coño hacesaquí? —Barbotó.

Él alzó una ceja porque larespuesta a esa pregunta sobraba.

—Entonces… —Continuócada vez más encendida—. ¿Túeres Massimo? ¡¿Tú?! ¿Tú eres elhermano mayor de Rita? ¿Elpiloto de la Fuerza Aérea? ¿El

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padre de su sobrina Iris?—Ese mismo. —Aceptó

poniéndose de pie.Oyeron pasos y los dos

miraron hacia la puerta.—Llevo un buen rato

buscándote —dijo Rita,apareciendo detrás de lacamioneta. Martina agradeció sullegada, que evitó la inminentediscusión—. Pero bueno, ¿otravez liado con el minicoche? —comentó mirando a Massimo conlos brazos en jarras.

—¿Ese es todo el saludo queme merezco?

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Rita se apresuró a darle dosbesos y él la abrazó, con cuidadode no mancharla con las manosgrasientas. Agarrada a la cinturade Massimo, se dirigió a su amigaque contemplaba la escena sinintervenir.

—Martina, este es mihermano Massimo. ¿A que esguapo?

Él la sacudió en broma paraque cerrara la boca.

—Acabamos de conocernos.—Mintió Martina.

De ninguna manera quería queRita supiera que ellos dos se

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conocieron dos meses atrás y enotras circunstancias, debido a queel mundo es mucho más pequeñode lo que solemos suponer.

***

Después de las innecesariaspresentaciones, Rita regresó aayudar a su madre y los dejósolos.

Martina se limitó a mirarlocon hostilidad. Muy enojada,salió también por la puerta. Él

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agarró un trapo de encima delcapó y la siguió limpiándose lasmanos.

—Espera, por favor. —Rogóal verla tan poco dispuesta adialogar—. Al menos escúchame.

—No hay nada de que hablar.Y no te preocupes que no voy amontarte ninguna escena. —Aclaró alzando la mano con gestotajante—. Voy a quedarme a pasarla tarde por no hacerles un feo atus padres y a tu hermana, peroantes de que se haga de noche, meinventaré cualquier pretexto pararegresar a Roma y tú y yo no nos

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volveremos a ver.Massimo tiró el trapo a un

lado y le puso las manos sobrelos hombros.

—No tienes por quémarcharte —dijo suplicándolecon los ojos que fuera razonable—. Es más, no quiero que temarches.

—Y yo no quiero pasar dosdías disimulando delante detodos, incómoda y a disgusto.

A pesar del mal recuerdo quellevaba dentro desde la mañanaen que encontró aquel dinerosobre la cama, algo le decía a

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Martina que el hermanobondadoso, leal e íntegro del quetanto le había hablado Rita eraimposible que se hubieracomportado con ella como unauténtico impresentable.

—En cuanto aclaremos estemalentendido, no habrá necesidadde fingir y tendremos el agradablefin de semana de relax que hemosvenido buscando los dos. —Alegó Massimo sin permitir quelo interrumpiera—. Busqué altaxista; en cuanto comprendí quehabías sacado conclusionesequivocadas por culpa de esos

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malditos doscientos euros que seme resbalaron de la cartera sinquerer, removí Roma entera hastadar con el taxi en el que salistecorriendo. Y créeme que me costóuna odisea localizarlo.

Esa confesión sorprendió aMartina tanto como para seguirescuchando sus explicaciones.

—Por desgracia, tuve menossuerte que tú —continuó con susdisculpas—. El tipo se negó enredondo a decirme dónde te habíallevado así que te perdí la pista.

Eso la hizo sonreír. Se notabaque estaba siendo sincero.

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—Eso es porque no sabesmirar con ojitos de pena capacesde derretir a un taxista maduro.Ventajas de ser chica.

—Ya me di cuenta de que notengo éxito con el gremio del taxi.Aquel día tuve que marcharmeporque recibí una llamada y noquería que el móvil te despertara.Al coger la cartera con prisas, eldinero se me cayó sin darmecuenta, te lo prometo. Por cierto,gracias por devolvérmelo.

—Hasta hace un minuto creíaque me tomaste por una prostituta.

—Eso supuse cuando te

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marchaste en aquel taxi sin darmetiempo a pedirte disculpas. Si tehubieses quedado un minuto más,no te habrías llevado esa estúpidaidea en la cabeza durante estosmeses.

—Me dolió, me dolió mucho.Fue muy humillante.

—No sabes cómo lo lamento,porque yo guardo muy buenosrecuerdos de esa noche. —Confesó y su mirada se hizo másíntima—. Tú jamás podrías pasarpor una puta, Martina. Lasprofesionales no besan como tú.

Puede que fuera la sinceridad

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de su expresión, pero a Martina legustó que la mirara del mismomodo que aquella noche yalejana.

—¿Y tú cómo lo sabes?Massimo estrechó la mirada.—Un caballero no debe

responder a eso. Y una dama nodebe hacer esa pregunta.

Rita le había contado que eramilitar de élite y los países enconflicto a los que había sidodestinado. Su evasiva hizo queMartina asociara la soledad, latensión y el riesgo de muerte conla necesidad de evasión durante

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las misiones en zonas de guerra; yno quiso pensar más en ello.

—Ahora resulta que somos uncaballero y una dama.

—Así lo creo, nunca te hetenido por menos que eso. —Reiteró.

La honestidad de su voz hizodescartar a Martina la falsa ideaque tanto la hirió al creer que lahabía confundido con una furcia.El hermano mayor de Ritaempezaba a resultarle mássimpático, e incluso másinteresante, que el atractivodesconocido de aquella noche

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loca.—No haré más preguntas

indiscretas si tú no me dejas conla intriga. Dime cómo beso yo.

—Con ganas. Y con ternura,fue como besar a un ángel.

Martina notó un calorcillo enlas mejillas, y le dio rabia ser tantransparente. Disimuló el efectoque Massimo le causaba con unabroma.

—Pues, como puedes ver, nollevo alas.

—Qué pena, porque a mí meapasiona volar y te llevaríaconmigo. Ya te lo habrá contado

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mi hermana.Ella asintió, fijándose en el

pelo castaño algo rebelde cuyotacto recordaba tan bien. Ni se lepasó por la cabeza asociar a Ritacon el desconocido de los ojosazules; la chica había heredadolos rasgos finos y el tono rubio dela madre. Él tenía la mandíbulacuadrada, los hombros anchos yel cabello castaño del padre.

—Me dijo que eres unaespecie de pájaro. ¿Naciste conalas y las tienes escondidas?

Massimo le guiñó un ojo.—Las llevo plegadas y

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ocultas a la espalda, como eldemonio. Pero solo soy peligrosoen contadas ocasiones. —Martinase echó a reír—. ¿Me hasperdonado?

—No hay nada que perdonar,fue una desagradable confusión.Dejémoslo estar.

—Muy bien. Aclarado esto,es hora de que empecemos denuevo. ¿Te parece?

—¿Y cómo haremos para noestar incómodos?

Él entendió que se refería a laintimidad compartida en Roma.

—¿Tú lo estás?

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—Un poco. —Se sinceró—.Me resulta difícil mirarte y noacordarme de todo lo quehicimos.

Massimo sonrió, a él tambiénle era imposible no recordar,cuando su subconsciente seempeñaba en no olvidar ni unsolo segundo de aquella noche.

—¿Te arrepientes?Martina tomó aire antes de

responder. Le habría gustadodecir que sí, pero era absurdomentirle a él y mentirse a símisma.

—No. —Reconoció—. No

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me arrepiento en absoluto.—A pesar de no estar

acostumbrada al sexo esporádico.Ella ladeó la cabeza con gesto

curioso.—No me conoces.Massimo la miró a los ojos

pensando en cómo explicárselo.Él sí sabía lo que era un polvoocasional; ninguna mujer que solobusca sexo acababa abrazándosecomo una gatita perezosanecesitada de caricias.

—Es algo que se nota. —Afirmó sin más explicación—.Mi propuesta de empezar de

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nuevo sigue en pie.Martina se recordó que eran

dos adultos consecuentes con susactos, la incomodidad estaba demás. Sonriente, le tendió la mano.

—Hola, me llamo Martina.En lugar de estrechársela, él

se la llevó a la boca para besarlelos nudillos.

—Hola, soy Massimo. Es unplacer, Martina, y a partir de hoyespero conocerte de verdad.

Se escuchó el rumor de unmotor, mitigado por la distancia.Massimo soltó la mano deMartina e hizo visera para otear a

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lo lejos, suponiendo que el cocheque se acercaba era de la personaque estaba esperando.

—¿Vienes? Así te presento aVincenzo. Aunque ya lo conoces,era el que estaba conmigo el díaaquel que prefiero no recordar.

—¿El chico guapo de lasgafas?

—Lo dices de una manera queme hace sentir el más feo de losdos.

Martina no le hizo ni caso. Desobra sabía él que no lo era, ytampoco pensaba alimentarle elego masculino con halagos.

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—Rita no me dijo que teníaisinvitados este fin de semana —comentó, preocupada por si supresencia en la casa podíaresultar una molestia.

Massimo entendió suexpresión de reparo y, cogiéndolapor los hombros de maneraamistosa, la invitó a ir hacia lacasa.

—Tenemos habitaciones desobra y a mi madre no hay cosaque le guste más que cocinar paramucha gente.

Martina observó que un cochese detenía cerca de la entrada y

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que de él se apeaba el mismochico que ya vio una vez. Enverdad era muy atractivo, de losque obligan a girar la cabeza a supaso. El recién llegado los saludócon la mano desde lejos:Massimo hizo lo mismo.

—¿Es amigo tuyo? —IndagóMartina, al ver su sonrisa.

—Un buena amigo. —Puntualizó—. Le pedí ayuda yaquí está para salvarnos.

***

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Cuando llegaron a la explanadafrente a la entrada de la casa,Enzo ya había levantado aBeatrice del suelo con un abrazode oso y saludado con palmadasen la espalda al señor Etore. Elmatrimonio recibió al reciénllegado con la inmensa alegría devolverlo a ver, puesto que hacíaaños que no iba de visita por lafinca.

El señor Etore comentabaextrañado su vestimenta informal,al verlo con zapatos de sport,vaqueros y la camisaarremangada.

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—No pretenderá que vengahoy con el traje de trabajar. —Sereía Enzo.

—Ahora te has convertido entodo un abogado de la BancaSanpaolo.

—Cuando lo traía por aquí yahabía acabado la carrera —comentó Massimo estrechándolela mano con una amistosasacudida que Enzo correspondiócon una palmada en el hombro.

Massimo le presentó aMartina, y a Rita, que llegaba enese momento. No le pasó por altola mirada de interés de su amigo

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hacia su hermana menor.La conversación derivó hacia

aquellos fines de semana en losque Massimo y sus amigotes seplantaban en la finca y se leshacía de día en Arezzo odesayunaban en cualquier bar decarretera, yendo de fiesta enfiesta.

—Abogado. —Insistía elseñor Etore, orgulloso de lo quehabía prosperado aqueltarambana simpático.

Al ver que lo miraba dearriba abajo, Enzo bromeó denuevo sobre la manera de vestir.

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—Si tanta ilusión le hace, mepondré la corbata el día quevuelvan los tipos de Hacienda. Yme la pondré negra, para meterlesmiedo.

—Ni me los nombres. —Ordenó Etore con tono lúgubre—.¿Quieres que revisemos ladocumentación?

—Más tarde, papá. —Intervino Massimo—. Ahora,mejor nos llevas a dar una vueltapor la finca y así Martinaconocerá todo esto también.

—Estupendo, tiempotendremos para revisar todo ese

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papeleo. Y no se preocupe —comentó Enzo al señor Etore—,seguro que no es para tanto.

El hombre le respondió conuna cara de inquietud, propia dequien teme al fisco más que a lamuerte.

La señora Beatrice se excusóporque Patricia, la chica que leechaba una mano, la aguardaba enla cocina y aún les quedababastante trabajo.

—¿Quieres que os ayude,mamá? —Se ofreció Rita.

—No, cielo, ve con ellos.El señor Etore abrió camino

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hacia los vallados de las vacas apunto de parir. Enzo caminaba asu lado mientras Massimo y laschicas los seguían a pocos pasos.

—Ya te habrá contado mi hijo—comentó el hombre—. Micuñado, que en gloria esté elpobre, se ocupaba de todo con larectitud de un contable de los deantes. Y yo soy un desastre paraestas cosas, lo voy dejando, y alfinal no sé ni por donde empezar.

—Vamos a poner en orden esedespacho antes de lo que imagina.

—Pero los impuestos y lamulta… —Lamentó, resoplando.

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A Enzo no le preocupaba grancosa, un retraso u omisión porparte de un honrado y modestoganadero no era un fraude fiscalde los que salían en las primerasplanas de los periódicos.

—Piense en los peces gordosque tienen trapos sucios deltamaño de una sábana y no lospescan. —Aconsejó Enzo.

—Eso es precisamente lo queme preocupa, que Haciendasiempre trinca a los pecespequeños.

—No hay nada que no tengasolución, confíe en mí que estoy

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cansado de ver fregados másturbios —aseguró—. ¿Esoscorrales son nuevos? No losrecuerdo.

Desde que no iba por allí, sehabían construido nuevospabellones para las vacasparideras, para los terneros ypara cobijar al resto del ganadodurante el invierno. El señorEtore los invitó a entrar y Martinacasi se cae redonda de laimpresión cuando vio el tamañode aquellas vacas.

—Son la raza más grande delmundo —le explicó Rita—. Los

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etruscos ya criaban reseschianinas.

—Sabes mucho de ganado,¿no? —preguntó Enzo.

—Un poco —dijo Ritaesquivando su mirada curiosa.

Animado por Massimo, supadre explicó a Enzo y Martina suteoría sobre los efectos benéficosde la música en la vacada.Cuando Rita propuso a sus padresuna nueva manera de rentabilizarla hacienda, recibiendo visitas degrupos turísticos, el señor Etorecolocó en el alero del tejado unaltavoz para amenizar con sonatas

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de Vivaldi el refrigerio queofrecían tras el recorrido por lasinstalaciones. Viendo lo contentosque marchaban los turistas, quisoexperimentar si una melodíaproducía el mismo efectorelajante o estimulante en elganado, según el ritmo escogido.

—Esto no lo he inventado yo,que existen estudios americanosque lo confirman. He leído muchosobre el tema en internet.

Rita encogió un hombro.—Mi padre está convencido

de que la música relaja a lasvacas antes de someterlas a la

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inseminación artificial.—Y los resultados me dan la

razón. La música pone tiernas alas hembras y las vuelve másdispuestas.

Bien lo sabía él, reflexionó.Su propia esposa se derretía conlas baladas de Massimo Ranieri,desde los tiempos en que forrabala carpeta de la escuela confotografías suyas. Tal era suatontamiento que le puso sunombre al primogénito. Y él,como amante esposo, consentíaesa especie de traición por tresrazones: porque era un

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caprichillo juvenil, porque eraalgo platónico y porque el odiosoRanieri al menos era de Nápoles.

—¿Baladas para preñarlas?—Aventuró Enzo, como si leleyera el pensamiento.

—No, no. —Rechazó con lamano—. La música melódica lasduerme.

El hombre disfrutabaexplayándose ante los jóvenes, senotaba que estaba en su elemento.Y a Enzo, escéptico urbanita, ledivertía cada vez más aquellateoría.

—Las ponen más cachondas

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los ritmos latinos. —Supuso conguasa—. Ya sabe, «devórame otraves, devórame otra vesssss». —Canturreó en español.

El señor Etore chistó parahacerlo callar.

—¿Quieres que les recuerdeque van a acabar en el matadero?Para eso las crío, ¡para que lasdevore la gente! —Contradijobajando la voz como si las vacasfueran a entenderlo—. Parasacarlas a pastar a los prados,Lady Gaga y Rafaella Carrá. Lasrubias las animan mucho; hay quever cómo mueven el rabo. Para

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parir, Andrea Bocelli, que lasrelaja como ninguno. Para el celo,Georges Michael, Justin Bieber…—Enumeró con los dedos—.Tizziano Ferro nunca falla…

Enzo y Massimo disimularonla sonrisa, mientras Rita los reñíacon la mirada porque, en elfondo, estaba convencida de queel experimento melódico de supadre daba óptimos resultados. AMartina, neófita en temasganaderos, le interesó mucho.

—Es fascinante. —Opinó.Massimo la cogió del brazo.—Ven conmigo y te enseñaré

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la cuadra del semental. Ya verásel incentivo sexual que usa mipadre con él.

Salieron de las cuadras y lallevó hasta el edificio anexo. Eltamaño del toro, más alto queella, le puso los pelos de punta.Cuando Massimo pulsó el botóndel equipo de música, Martina seechó a reír al escuchar Don’t stopme now.

—¿No pares, no pares, uh,uh, uh…? —Redundó entre risasel estribillo.

Massimo la cogió por lacintura, como algo casual.

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—Este no tiene que relajarse,hay que animarlo. Ya sabes, go,go, go…

Martina le agarró las manospara que el abrazo no fuera másallá.

—Me parece que Queenempieza a hacerte más efecto a tique a ese de ahí —dijo señalandocon la cabeza al enorme semental.

A Massimo le gustaba verlacómoda. Habían disfrutado comofieras en la cama. Punto. Andarsecon tonterías y miradasembarazosas estaba de más.Cogió a Martina por los hombros

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como gesto amistoso y la invitó asalir de la cuadra. Él estabaacostumbrado, pero a ella nodebía olerle precisamente aperfume francés.

—¿Quieres que te enseñe elgallinero?

—De pequeña, cuando vivíaen Sicilia, me divertía correr paraasustar a las gallinas de miabuela.

—Así que también eres unachica de campo.

—A medias. Nací en Roma,pero mis padres pasaban largastemporadas en el extranjero. Así

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que me llevaron a vivir a Trapanicon mis abuelos.

—Mmm… ¿Sicilia? Ahoraentiendo ese leve acento que aúnte queda. Cuéntame todas esasfechorías que hacías de pequeña.

Massimo observó sus ojostraviesos y su sonrisa queinvitaba a besarla. Las pequitas ledaban un aire adolescente quecontrastaba mucho con su actitudmadura, propia de los veintiséisaños que tenía. Rita le habíaasegurado que era de su mismaedad. La chica de los rizos que lovolvió loco aquella noche

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empezaba a resultarle mucho másinteresante a la luz del día.

***

Era el típico romano. Eso pensóRita, esperando a que Enzo laacompañara, ya que se habíaquedado rezagado hablando consu padre. Ella se habíacomprometido a explicarle lasnovedades introducidas por suspadres en el negocio que, ainstancias de ella, se explotaba

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también como visita turística. Unaactividad a la que estabansacando más rendimientoeconómico del esperado. Enparte, gracias a la página web,también diseñada por ella, quepara la ganadería Tizzi supusocomo abrir una ventana al mundo.

Cruzada de brazos, Rita lovio despedirse de su padre ycaminar hacia ella por el sendero.Romano de pies a cabeza, serepitió; seductor de nacimiento.Rita los conocía bien y el amigode su hermano no era unaexcepción, con esos ademanes de

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irresistible heredero de unaciudad que fue un imperio. Rita localó en cuanto lo vio aparcar elpequeño Lancia en el patio. Romaestá llena de utilitarios porque unromano no necesita un Ferraripara sentirse importante ni paraseducir; las chicas, cuandomontan a su lado, no presumendel modelo, sino del hombre quelo conduce. Los hombres deRoma son elegantes, da igual quevistan de Armani, con harapos ocon sotana de cura. Ningunosonríe con tanta graciacastigadora, ninguno como ellos

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muerde con la mirada. Nadiecomo un romano hace temblar auna mujer cuando le susurra aloído una dulce mentira del estilo«tú eres la más bella del mundo».

Pero ella ya estaba herida ycurada de seducción a la romana,se repitió en silencio, no fuera aser que se le olvidara, cuando elrubio de andares patricios llegópor fin hasta ella.

—Me alegro de que seas túquien me explique todo loreferente al negocio —dijo conuna sonrisa tan acariciadora quela hizo ponerse en guardia.

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—Los asuntos ganaderos ya telos explicará mi padre, que es elentendido.

—Sí, ya me he dado cuenta.Pero el que seas tú quien mecuente el resto me da laoportunidad de estar contigo.

Rita lo miró con unescepticismo más que evidente.

—Qué curioso, hace unosaños cuando venías por aquí mesentía invisible, porque ni memirabas.

—Porque tú no te dejabas ver.Te escondías por los rinconescomo una criatura triste y

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vergonzosa.Ella dio un tropezón y él la

sujetó para que no cayera.—Vergonzosa no, triste sí. —

Matizó—. Mucho. Un asquerosoal que llamaba novio acababa deponerme unos cuernos másgrandes que aquellos —explicó,señalando con un gesto vago de lamano hacia las vacas que pacíanen la lejanía.

Enzo, que no le había soltadolos hombros desde el traspiés, ledio un apretón cariñoso.

—Una suerte para ti. Te distecuenta a tiempo de que te

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engañaba.—Eres muy optimista. —

Farfulló molesta—. Después deese hubo un segundo traidor. Yaves qué ojo tengo para elegirnovio.

Enzo la hizo detenerse y lecolocó las manos sobre loshombros.

—Mejor que mejor. Telibraste de ellos a tiempo. —Reiteró con firmeza—. Esosimbéciles no te merecían.

Rita no dijo nada, se limitó aobservarlo. Además de guapo, elabogado de las gafas de empollón

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era un encanto.—Pero déjame que te vea. —

Pidió Enzo, deslizando las manospor sus brazos, hasta agarrar lassuyas que levantó paracontemplarla a gusto; Rita lo dejóhacer—. Estás más…

—¿Delgada? —Aventuró conuna mirada irónica.

—Más bonita. —La corrigió—. Qué manía tenéis las mujerescon la delgadez.

—Si a ti te hubieran llamadodurante años «Rita la gordita»,quizá serías igual de maniático.

Él respondió con un sube y

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baja de hombros, sin darle lamenor importancia.

—¿Cuánto hace de eso?Porque los años se han portadomuy bien contigo —comentó,estudiando con deleite su siluetallena de curvas.

—Muchos —reconoció—.Pero no he olvidado lo mal que lopasé.

—Pues deberías haberloenterrado para siempre. —Aconsejó—. Tonterías dechavales.

Incómoda al recordar unoshechos pasados que aún la

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mortificaban, miró hacia otraparte.

—Mírame. —Pidió Enzo, ellalo hizo—. Estás hablando con«Cuatro ojos, capitán de lospiojos».

Rita bajó la cabeza, paradisimular un tonto ataque de risa,y Enzo la sacudió cogida por lasmanos como la tenía, para verlareír. Fue entonces cuando se fijóen sus uñas romas y recomidas;síntoma de ansiedad o de lo pococontenta que estaba consigomisma. Acostumbrada a vérselasasí toda la vida, Rita creyó que

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miraba sus dedos tiznados.—Es que he estado pelando

alcachofas —explicó a modo deexcusa.

A Enzo, cansado de divasendiosadas, acabó deconquistarle con su sencillez.

—Mmm… ¿Alcachofas parala cena?

—A la Toscana, es una recetatradicional. ¿Te gustan? —preguntó, sonriente.

—Las odio. Pero si las haspelado tú, me las tragaré feliz.

Rita chasqueó la lengua, anteaquella salida de seductor de

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pacotilla. Trató de soltarse peroél le cogió las manos con másfuerza para impedirlo.

—No sé cuándo entenderéislas tías que a los hombres nosgusta que haya chicha dondeagarrarse —dijo paraconvencerla de lo atractiva queera a ojos de un hombre.

Por su cara, adivinó que Ritaera más que consciente. De tontano tenía un pelo la hermanita deMassimo.

—No me vengas con esas,que os conozco, conquistador desangre romana.

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—¿Conoces a todos loshombres de Roma, niña lista desangre etrusca? —Rita asintió,aunque no era cierto ni de lejos—. Y no te gustamos, por lo quededuzco. —Ella volvió a asentir—. ¿Cómo te gustan los hombres?

—Divertidos y, por encima detodo, leales.

—Acabas de describirme.—¡Lo sabía! —Ironizó—. Y a

ti, ¿cómo son las mujeres que tegustan?

—Divertidas, leales, y a serposible con un buen culo.

Rita le plantó cara con una

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sonrisa y un suspiro.—Qué suerte la mía. Porque

heredé el de mi madre… —dijoantes de retomar el camino.

Enzo la dejó caminar unospasos para contemplarla bien pordetrás.

—Un culo magnífico, síseñor.

Y aceleró el paso paraalcanzarla.

***

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El señor Etore, que caminaba untrecho por detrás de la pareja,escuchó retazos de laconversación. «Hombres,mujeres, ¿chicha? ¿Culo? ¡Estosjóvenes!», meditó con un hondosuspiro. Rita parecía contenta y elmuchacho era buena persona. A lomejor era eso lo que la niñanecesitaba para animarse.Estaban en la edad de pensar enfantasías eróticas y juegoscalientes, buena cosa era quedisfrutaran cuando aún estaban atiempo. «Porque luego llegan losaños y se enfría el asunto», se

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dijo apesadumbrado. Entre lamuerte de Gigio y laspreocupaciones por culpa del líoque tenían con los impuestos, sumujer no le hacía ni caso.«Impuestos del demonio, 1; sexo,0», maldijo con la boca cerrada,usando un símil futbolístico. Noiba a confesar sus desvelosmaritales delante de los chicos.

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5 - Entre mujeres

Cada semana que pasaba,Massimo tenía más ganas deregresar a la Toscana. Lapresencia de Martina en lahacienda de viernes a domingo sehabía convertido en costumbre yél no pensaba en otra cosa que envolver a verla.

Le agradaba su compañía,disfrutaba viéndola dichosa enaquel entorno sencillo y familiar,donde parecía haber encontradopaz. O afecto, tal vez. Con la

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espalda apoyada en el quicio dela puerta, observaba cómo jugabacon Iris. Martina, sentada en unsillón de ratán, la hacía saltarsobre sus muslos. Daba gusto verreír a la niña a carcajadas concada trote del caballitoimaginario en el que Martina lecantaba que iba montada.

El día anterior habíaconocido a su hija y Martina seenamoró de ella al instante.Massimo no esperaba tantaternura en su mirada y en susgestos al cogerla en brazos, albesarla o al reír cuando Iris le

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tiraba del pelo, fascinada con susrizos brillantes de color calabaza.Le costaba reconocer en aquellamujer que disfrutaba con su hijaen el regazo a la diosa del placerde aquella noche romana, lejanaya en el tiempo pero imposible deolvidar. Como las buenaspelículas, las canciones queemocionan o los libros conhistorias valiosas, aquellas pocashoras y la mujer que lo mantuvorabioso de deseo permaneceríanpara siempre en su memoria. PeroMassimo ya no se conformabacon el recuerdo dulce y amargo

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de una noche que, como aguapasada, no ha de volver.

Martina se levantó del sillóne hizo que Iris descansara lacabecita sobre su hombro,agotada de tanto reír y cabalgar.Con ella en brazos, fue hastadonde Massimo se encontraba. Éldio un trago largo de cerveza ydejó la botella sobre el alféizarde la ventana más cercana.

—Ahora no te duermas —dijoa su hija, acariciándole el pelo—que mamá está a punto de venir apor ti.

—¿Cómo es que no la llevas

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contigo a Roma?—Ada ha aprovechado para

pasar el fin de semana con unosamigos en Florencia. Quedamosen que vendría aquí a recogerla.

Por la cara que puso Massimoy el tono con el que lo dijo,Martina intuyó que no era platode buen gusto para él recibirla encasa de sus padres, pero quetransigía con la decisión de lamadre de Iris para evitarseenfados, trifulcas y problemas. Seguardó sus impresiones; no habíaentre ellos confianza suficientecomo para expresar su opinión

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sobre un asunto que no leconcernía. Pero sabía queMassimo era muy intuitivo ysabía también que ella era unanegada a la hora de disimular.Para evitar que adivinara lo queestaba pensando, rehuyó sumirada y apoyó los labios sobreel pelo de Iris y se dedicó acontemplar el verde tobogán delos prados hasta el horizonte.

Massimo descansó el brazosobre sus hombros y Martina supoque reclamaba de alguna manerasu atención.

—Qué pena que se marche tan

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pronto —comentó—. Me gustaríadisfrutar más tiempo de ella.

—No sabía que te gustabantanto los niños.

—Son mi debilidad.A Massimo le habría gustado

saber por qué sonreía y al mismotiempo sus ojos reflejaban unatristeza infinita. Movido por unimpulso, la rodeó con los brazosy en el mismo abrazo las envolvióa las dos. Besó la cabeza de suhija y después la de Martina. Fueun gesto de afecto puro. Cerró losojos y por un momento apartó desu mente un puñado de preguntas

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para las que no tenía respuesta.Massimo se centró en sentirlacerca. Odiaba aquel dolorenigmático en sus ojos que noalcanzaba a descifrar. Quería versu sonrisa de niña, como aquellamañana en Roma cuando despertóa su lado. Respiró hondo, el pelode Iris olía a dulce aroma debebé; el de ella olía mejor que lasflores frescas. Era una pena nopoder dormir una y mil nochesabrazado a Martina, despertarlacada día contándole las pequitasclaras que salpicaban sushombros y disfrutar de una

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existencia tan bonita como lossueños que la hacían sonreírdormida.

El ruido del motor lo obligó aabrir los ojos de golpe, alzó elrostro y, al distinguir el vehículodesde lejos, deshizo el abrazoque lo unía a Martina y a su hija.

—Es Ada.Martina contempló la llegada

del Audi por el sendero. Loconducía un hombre, con gafas desol, que apoyaba un codo con lacamisa arremangada en laventanilla. Miró sin disimulo a lamujer que viajaba en el asiento

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del copiloto, también con gafasde sol. Era morena, con el pelolargo y ondulado en las puntas,alta y muy vistosa.

Martina entregó a Iris a supadre para que la cogiera enbrazos.

—Voy a ver si puedo echaruna mano a tu madre y a Patricia—comentó con una sonrisa que lodecía todo.

Massimo le agradeció con lamirada aquel detalle dediscreción, dadas lascircunstancias y el mal ambienteque se avecinaba, como siempre

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que Ada hacía acto de presencia.—Ya que vas adentro, ¿te

importa pedirle a Rita que baje labolsa con las cosas de Iris?

—Claro que no. Enseguida selo digo —dijo entrando en lacasa.

***

Rita llegó con la bolsa de lospañales, biberones, ropita y todoslos cachivaches que cargabaMassimo por precaución siempre

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que traía a la niña, con intenciónde dejársela a su hermano ydesaparecer. Pero le fueimposible porque Ada se apeódel coche en ese momento y ellase vio obligada a quedarse parasaludarla. Rita odiaba lasituación; toda la familia enrealidad. Detestaban versesometidos a esa especie de tiraníano escrita cada vez que Adaaparecía. Siempre preocupados,con sonrisas cautelosas y unaamabilidad excesiva, como quiencamina por un campo de minas,para no contrariar a la madre de

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la niña. Massimo en especialporque se sentía en cierto modoculpable. Pero así eran las cosasy los Tizzi se guardaban mucho dehacerla enfadar, por experienciasabían que una mala mirada, unacara larga o un gesto malinterpretado por Ada podíansuponer un disgusto que tendríaconsecuencias. Solo por el miedoa que impidiera que vieran a laniña, ponían todos tanto cuidadoen no ofenderla.

Ada Marini rodeó el coche ycaminó hacia la entrada a la vezque se quitaba las gafas de sol. El

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hombre al volante del Audi nohizo lo mismo, permaneció dondeestaba y saludó a Massimo con ungesto de cabeza por meraeducación. Ada, con su afáncontrolador, estuvo al tanto delmudo intercambio de saludosentre el padre de su hija y suacompañante y giró la cabezahacia el que aguardaba con laventanilla abierta.

—Solo será un minuto, Guido.Aviso innecesario, ya que

antes de detenerse ante la casa yale había dicho que estarían allítan poco tiempo que no era

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preciso que bajara del coche. Einmediatamente se encaró conMassimo con una mirada dedesafío que él ya conocía. Perono le daría el gusto de preguntarlequién era aquel tipo que parecíasacado de un anuncio de Versace.Si eso era lo que Ada deseaba,iba a quedarse esperando.

En vista de que Massimo nodespegaba los labios, Ada miró aRita. Y ella sí se apresuró aresponder a su saludo visual.

—Hola, Ada.—¿Qué tal, Rita? Cuánto

tiempo.

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—Ya ves, pasando unos díasen casa.

—Te veo bien.—Será el aire del campo y

los guisos de mamá —comentósonriente; se acercó a ella y letendió la bolsa estampada deositos que Ada se colgó alhombro, y se inclinó sobre susobrina—. Adiós, preciosa.Oyyy… —Ronroneóbesuqueándola en la mejillavarias veces—. Que tengas buenviaje, Ada.

Dicho esto, se metió en lacasa con rapidez y los dejó solos.

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—¿Qué tal? —dijo Ada, amodo de saludo.

—Bien. Ha comido como unacampeona y todas las noches hadormido del tirón. Supongo queserá el silencio del campo, comonos pasa a todos.

—Ven aquí, amor —dijocogiendo a la niña de brazos desu padre, que se abrazó a ella,loca de alegría de volver a ver asu mamá.

Después de besar y achuchara su hija, preguntándole cómo lohabía pasado sin ella, Ada ojeóhacia la derecha y vio el coche de

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Enzo aparcado.—¿Tenéis invitados?—Sí.Massimo se abstuvo de

decirle que Enzo estaba allíporque Ada lo conocía. Y noquería brindarle la excusa paraque se empeñara en saludarlo.Porque entonces Ada demoraríasu marcha, su madre por cortesíalos invitaría a quedarse a cenar aella y su acompañante, y la madrede su hija disfrutaría jugando aser esa familia idílica que noeran.

La parca respuesta de

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Massimo a ella no le sentó nadabien.

—¿Quién es la chica pelirrojaque estaba contigo hace unmomento?

—Una amiga de Rita que havenido a pasar el fin de semana.

—¿De Roma? —Señaló elcoche de Enzo con la cabeza, a lavista de la matrícula.

—Sí.Segundo monosílabo que

irritó a Ada tanto o más que elprimero y Massimo, que lo intuía,no tardó en constatarlo.

—¿Esa chica por qué llevaba

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a mi hija en brazos?Massimo le sonrió, con

actitud conciliadora.—Porque le gustan los niños,

¿por qué va a ser? —comentóacercándose para darle a Iris unbeso de despedida—. ¿Llevas lasilla?

—Qué pregunta —dijochasqueando la lengua—. Yasabes que no la quito nunca.

—No lo he dicho paramolestarte, Ada —se disculpó sinnecesidad—. Pero yendo deviaje, podía ser que la hubiesesdejado en Roma para contar con

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un asiento más y en tal caso tehabría dejado la que llevo yo enel coche.

Ella pareció calmarse con laexplicación. Y Massimo se alegróde no tener que desmontar la sillade bebé, puesto que costaba uninfierno anclarla al asiento y unavez bien asegurada, más valía notocarla.

—Gracias, pero no hace falta—dijo Ada.

—Buen viaje y cuidado con lacarretera.

Ada giró en redondo pero nohabía andado ni cuatro pasos

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cuando volvió la cabeza.Massimo puso los ojos en blanco;era bellísima, saltaba a la vista,un monumento de mujer, peroellos dos ya se tenían muy vistos.No hacía falta que se contonearaante sus ojos como si caminarapor la pasarela de Milán.

—¿Vendrás el miércoles? —preguntó mostrándole su mejorperfil.

—Todavía no sé si tengo latarde libre. En cuanto lo sepa, teavisaré.

—De acuerdo. Ya me llamas.Si no puedes ese día, ven el

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jueves —dijo con tonomagnánimo—. Cariño, di adiós apapá.

Iris movió la manita yMassimo le lanzó un beso al aire.

El hombre al volante salió delcoche para ayudarla. Le cogió labolsa y mientras Ada sentaba aIris en su sillita y abrochaba elcinturón de seguridad, él metiólas cosas de la niña en elmaletero. Después de cerrar elcapó, el hombre se despidió deMassimo con la mano y unescueto «ciao».

Él agitó la mano al aire,

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pensando en la semana siguiente.Ada se empeñaba en hacerlo ir asu casa para que viera a Iris latarde establecida por el juezademás de los fines de semanaalternos. Una manera dedemostrar su hegemonía en lotocante a la niña. Negarse, lamayoría de las veces, a queMassimo la llevara de paseo odonde le apeteciera, sin dar másexplicaciones, era un estúpidojuego. Un truco más de Ada paraincordiarlo. Pero así eran lascosas. Y aunque Enzo leaconsejaba que no se dejara

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manipular, estar presente en lavida de su hija era su prioridad.El miércoles se tragaría suorgullo. Iría a casa de Ada yjugarían juntos a la absurdafantasía de la pareja feliz con unahijita. Como cada semana hastaque Ada se cansara de jugar.

***

—Que no te extrañe que te hayamirado mal —le explicó Rita—.Yo creo que a fuerza de tanto

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perdonar la vida con la mirada haolvidado lo que significa mirarsin matar. A excepción de Iris,¡menos mal!

Martina y ella habían salidopor la parte trasera y daban unpaseo por el camino que conducíaal bosque.

—No sé —comentó ella; sacóun paquete de chicles del bolsillode la sudadera y le ofreció a Rita—. ¿Qué pretende? ¿Espantar atodas las chicas que se acercan aMassimo?

—Ada no es tonta y sabe quemi hermano no va a permanecer

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toda la vida célibe como unmonje. Pero delante de ella, alparecer, intenta evitar que se leacerque ninguna.

—Como si fuera de supropiedad. —Adivinó.

—Eso es lo que a ella legustaría. Y me parece que es felizcreyéndose su propia mentira.

—Actuar así es como hacertrampas jugando al solitario. Lamás perjudicada será ella. Más levaldría asumir la realidad y tirarhacia delante con su vida.

Se metió un chicle en la bocapara obligarse a callar. Le era

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difícil no opinar, aunque la vidade Massimo, de la niña y de lamadre de esta no la incumbieran.Y más complicado le resultaba siRita no dejaba de hablar de ello.A Martina le dio la impresión deque su amiga necesitabadesahogarse. Toda la familiaparecía sufrir en silencio el«síndrome Ada», pero callar porprudencia o por miedo aumentabael peso interior de los problemas.Ella bien lo sabía.

—El funcionamiento de lacabeza de Ada es un misterio. Telo digo yo. No me interesa en

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absoluto descifrar el porqué desus reacciones. Pero yo que la hesufrido… Porque a Ada no se lasoporta, se la sufre y conangustia.

—Rita, que nos conocemos ya veces tienes tendencia aexagerar. —La recriminó, con elafecto y la confianza de una amigade las de verdad.

Llegaron a los pastos y Ritase apoyó con ambos brazos en elvallado, invitando a Martina aque la secundara. A esa hora de latarde, desde allí se divisaba unavista magnífica a punto de

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esconderse el sol tras la línea delhorizonte.

—No te puedes imaginar lomal que lo pasamos cuandoMassimo la trajo a vivir aquí. —Martina la dejó explayarse, eraobvio que lo necesitaba—. Nodebería contarte esto, tendría queser mi hermano quien lo hiciera,si es que quiere hacerlo.

—No tiene por qué contarmesu vida.

Rita le echó una mirada muysignificativa.

—Se nota que entre vosotrosdos hay mucha química. Pero

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tranquila. —Rectificó al escucharel rebufo de Martina—, no me vael papel de casamentera. Mira, telo voy a contar y si algún díaMassimo te habla de ello, haz verque no sabes nada y listo.

—Como si no me hubierasdicho nada —aseguró; lo ciertoera que cada vez sentía máscuriosidad por conocer lascircunstancias que rodeaban aMassimo.

—Todo empezó porque ellosdos empezaron a salir, nada serio.Ada siempre aseguró que losanticonceptivos fallaron y mi

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hermano fue tan tonto que confióen ella. Los hombres a veces sonde una ingenuidad que asombra.Se quedó embarazada y creyó quemi hermano correría a ponerle unanillo en el dedo, como se suelehacer.

—Eso se hacía antes, ahoranadie se casa para guardar lasapariencias.

—Yo sospecho. —Confesómientras soltaba aire—, y mipadre, y mi madre… Y Massimono habla de ello pero supongoque también. Creemos que Ada sequedó embarazada adrede para

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cazarlo y la jugada le salió mal.Ella era modelo, aún lo es perouna de las excusas que puso anteel juez a la hora de estipular lamanutención fue que se vioobligada a dejar el trabajo paracuidar a la niña. A la hora dehacerse la víctima, no hay quienla supere.

—Por eso me sonaba su cara—comentó Martina, con laimagen en mente de la mujerespectacular que apenas habíavisto durante medio minuto.

—Ada quería lucir a mihermano a toda costa. Una belleza

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como ella necesita una compañíade altura. Se enamoró deluniforme de piloto, más que delhombre que lo lleva puesto, meparece. Entonces debía creerseuna princesa…

—… y descubrió que la vidano es una película de WaltDisney. —Opinó Martina.

—Imagínate el panorama. Mihermano, que se negaba aencadenarse a una mujer de la queno estaba enamorado. Mis padresaceptando a la fuerza el embarazosin boda, cuando soñaban con vera su hijo vestido de novio con el

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uniforme de gala. La fantasía rosachicle se les fue al garete. —Recordó escupiendo a lo lejos elque ella llevaba en la boca.

—No hace falta que me locuentes, si te duele recordar todoesto, Rita.

Ella sacudió con la cabeza yle cogió la mano para que no lainterrumpiera, dándole a entenderque llevaba demasiado tiempocallándoselo y necesitaba soltarlotodo del tirón.

—Ada es huérfana de madredesde que era muy pequeña. Consu padre no se habla desde que se

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volvió a casar, vive en elextranjero pero no sé ni dónde. Ytiene una hermana con la queapenas mantiene relación —continuó como si todo aquello lafatigara—. La cuestión es que mimadre se compadeció de aquellachica, embarazada, rechazada porel novio, sin madre ni familia, einsistió en cuidarla. Y además,con la barriga, no podía trabajar.Todo un drama. Insistió en queMassimo la trajera a casa, almenos hasta que naciera la niña.Mi hermano aceptó, aún no séporqué.

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—Cargo de conciencia.—Supongo. El caso es que

Ada se instaló aquí y ese díaempezó nuestra pesadilla.Massimo le había dejado claroque cumpliría con suresponsabilidad como padre peroque, de casarse, nada de nada.Ella aceptó, imagino quecreyendo que con el tiempo loconvencería y cambiaría deopinión. Como él entonces yaestaba destinado en Pratica diMare, solo venía aquí cuando ledaban permiso. Así que Ada,acostumbrada al ambiente de las

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pasarelas, se vio metida en estecampo perdido, cada día másgorda y con la familia del hombreque no quería ser su marido. Paramatar el aburrimiento, decidióusarnos a todos como víctimas desu mal humor.

—Rita, no hables así.Entiendo que no debió seragradable, pero trata de ponerteen su lugar.

—Cómo se nota que tú noconviviste con esa bruja. Secomportaba como si ella fuera lareina y nosotros sus criados. A míllegó a ordenarme que le pusiera

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las botas porque estabaembarazada, como si eso fueraexcusa para tener lacayos. Nadade lo que hacíamos le parecíabien, si había tallarines paracomer, no le apetecían; si habíaragú, el olor le daba asco. No teimaginas lo que fue vivir bajo sutiranía. Siempre con el corazón enla garganta por miedo a contrariara la reina de los mares. Menosmal que mi padre fue nuestro faroen la tormenta. Los hombres delsur tienen el genio muy vivo, perocuando hay que mostrarserenidad… Gracias a la

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templanza de mi padre no acabóla cosa peor, se tragó la rabia y,como siempre, fue quien seencargó de poner paz y evitardiscusiones. Lo que más me doliófue ver llorar a escondidas a mimadre, solo ella sabe las lágrimasque debió derramar por miedo ano conocer a su nieta.

—¿Iris nació aquí? EnArezzo, quiero decir.

—No. Ada no aguantó.Durante el octavo mes, Massimoy ella tuvieron una trifulcaterrible porque él le recalcó quedejará de creerse su novia porque

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no lo era. Y que asumiera de unavez que lo único que tendrían encomún el resto de sus vidas era lahija que estaba a punto de nacer.Ada hizo las maletas y se largó.Iris nació en Roma un mesdespués. Mi hermano quisoenmendar la irresponsabilidaddel embarazo no deseadovolcándose en su papel de padrey Ada usó esa debilidad suya a sufavor. Desde entonces, la niña essu arma de poder sobre él.

—No es justo.—No, no lo es, porque mi

hermano es bueno y honesto con

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sus sentimientos.—Yo creo que es mejor que

Iris crezca con unos padres que laquieren, aunque no convivan, queen el ambiente hostil de un hogarlleno de discusiones.

—Yo lo siento mucho por él.Lo que daría yo por encontrar unhombre tan noble como mihermano.

Martina la abrazó, al verle losojos brillantes por las lágrimasque Rita pugnaba por noderramar.

—Arriba ese ánimo, que tequiero demasiado para verte

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triste.—Es una suerte tenerte como

amiga, lo digo en serio. ¿Por quéno te casas con Massimo, asíseríamos cuñadas?

Cogiéndola por la cintura,Martina le dio una sacudidacariñosa.

—Y decías que no erascasamentera.

—Es broma —dijo,sorbiendo por la nariz—. Pero sillegara a ocurrir, recuérdame queno te regale una cubertería deplata con vuestras iniciales. M yM, ¡qué espanto!

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—¿Qué tienes tú contra la M?—¡Me gastaría una fortuna y

todo el mundo creería que tehabría tocado en un concurso de M & M’s!

A Martina le entró una risaincontrolable.

—Tienes cada cosa, Rita —dijo, recobrándose—. Puedesestar tranquila que no habráproblemas con las iniciales.

—Eso no lo sabes.Martina bromeó poniéndose

muy seria.—Por supuesto que lo sé.

Solo me casaré con Giulio

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Berruti.Entonces fue Rita la que se

echó a reír, al escucharlamencionar al irresistible «ojitosazules» de la telenovela quevolvía locas a todas las mujeresde nueve a noventa y nueve años.

—¡Loba, Giulio es mío!—Pues tendrás que

compartirlo, avariciosa. —Bromeó poniendo cara de pelea.

—Mi madre debe habergrabado los capítulos. ¿Teapetece un atracón deRivombrosa? —Sugirió.

—¡Sí! ¡Ritorno a

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Rivombrosa!Nada como un buen culebrón

para olvidar las preocupaciones.Ni nada que le apeteciera másque sentarse en el sofá encompañía de una buena amiga,ante el hombre más sexy de Italia,para babear juntas delante de lapantalla.

***

Un rato después, Rita se hallabacon Enzo en el despacho. Se

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había sentado a su lado en elescritorio para revisar lainformación que ofrecía la webde la hacienda, diseñada por ella.Valoraba mucho la opinión deEnzo. Y tenía que reconocer queera una gozada compartir ideas yesfuerzos para el negocio de lafamilia con alguien con quiencongeniaba tan bien. Rita tratabade acallar sus propios impulsos,no quería saber nada decastigadores con encanto. De eseplato ya había tomado suficienteración. No quería entre Enzo yella más que una relación de

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compañeros. Él estaba en lahacienda para echarles una manoy ella estaba decidida a brindarlecuanta ayuda precisara. Pero nopodía evitar que le gustara muchola forma en que la miraba.

—Ya sabes que la genteatractiva vende, no tienes más quever los anuncios de las revistas.

Ella le estaba explicando elorigen de algunas fotografías quehizo a un grupo de turistas quefueron de visita, cuando tomabanla última copa de vino. Enzo lehabía preguntado quiénes eran ysi los conocía. A Rita le gustó

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tanto la imagen que daban,contentos a última hora de latarde, que les pidió permiso paracolocar las fotografías de ese díaen la página web.

—¿Te dieron su autorización?—preguntó Enzo, en previsión deposibles reclamaciones legalespor derechos de imagen.

—De palabra. Si algún día sequejan, las quitamos y ya está.

—No, las cosas hay quehacerlas bien. Mañana sin faltaponte en contacto con la agenciade viajes que organizó laexcursión. Ellos sabrán cómo

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localizarlos, no está de más pedirsu conformidad aunque sea por e-mail.

—Piensas en todo —comentómirándolo admirada.

—Bella, para eso me paga tupadre. —Le recordó—. ¿Quémiras?

—Cuando te conocí nollevabas gafas.

Enzo giró para verla defrente.

—Ya se me ha pasado la edadde la tontería. Y las lentillas sonuna tortura. ¿No te gustan los tíoscon gafas?

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—Algunos sí.Enzo miró por encima del

hombro de Rita y señaló con lacabeza la ventana del despacho.

—¿Ese de ahí te gusta?Rita miró hacia donde le

indicaba y se echó a reír al verpasar a Tomassino con una pala alhombro. Era uno de los peonesque trabajaba en la hacienda, dela edad de su padre y con suscaracterísticas gafas de pastanegra y cristales de culo debotella. Rita le tenía un cariñoenorme, pero como idealmasculino le congelaba la libido.

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—Ese no.—¿Y yo?—Tú le gustas a muchas y lo

sabes —dijo, volviendo la cabezapara mirarlo—. Y resulta que amí ya me han roto el corazón dosveces.

—Yo soy de la opinión de quehay que vivir todas lasexperiencias antes de encontrar ala mujer definitiva. Y yo fuiquemando todos los cartuchoshasta que me aburrí.

—Eso dicen todos.—¿Has hecho una encuesta?Rita se apartó el pelo de la

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cara a la vez que chasqueaba lalengua, antes de mirarlo de frente.

—Sé cómo os las gastáis ydudo que exista un hombre joveny guapo capaz de asumir uncompromiso.

Enzo se mostróengañosamente impasible antesde lanzarle el dardo.

—¿Tú me hablas decompromiso? ¿Tú que, con tusaños, sigues perdiendo el tiempoy viviendo a costa de papá ymamá?

Rita lo acribilló con unamirada agria.

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—Eso ha cambiado. —Aseveró con tono airado—. Estoyestudiando mucho. Me hecomprometido a ayudar en elnegocio y eso hago, no sé si te hasdado cuenta.

—Y lo haces muy bien, porcierto.

—Pues no es necesario queme ataques.

—No te ataco. Aclaro lascosas para establecer los límites,ya que desde que llegué a estafinca no has dejado de mostrartearisca conmigo y quiero que nosllevemos bien. Mucho más que

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bien. —Enfatizó.Las últimas palabras hicieron

mella en Rita. Y tuvo quereconocer que Enzo tenía razón.

—Todos podemos cambiar —murmuró.

—Todos. —Recalcó—. Yotambién.

Rita no era de las que seavergonzaban por decir laverdad.

—Después de tantosdesengaños, opté por la venganzacomo disfrute. —Confesó con labarbilla alta—. Hasta que…

—Hasta que te diste cuenta

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que el sexo no es suficiente. —Completó Enzo, para hacerleentender que a él le habíaocurrido lo mismo—. ¿Me creessi te digo que llevo más de dosaños casado con el banco?

En lugar de darle la respuestaque deseaba, Rita se colocó lamelena detrás de la oreja y alzólas cejas.

—¿Y ahora mismo que estáshaciendo? ¿Un KitKat?

A Enzo le molestó su nuevoataque de ironía.

—No. Estoy cagándome enlos muertos de todos los que te

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llamaban «Rita la gordita» porconvertirte en una escéptica, yaque por su culpa estoy pagandoyo las consecuencias.

Rita pestañeó un par deveces, impresionada por su firmecarácter.

—¿Sí?—Con lo maravillosas que

sois las mujeres con curvas arribay abajo —murmuró fijando lavista en sus pechos.

Rita enderezó la espalda, leencantaba sentirse atractiva. Y noes que fuera ignorante: atraía lasmiradas masculinas. La etapa

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infantil de la niña rolliza habíadado paso a una mujer muyvistosa. Se repetía cada día quesus dos novios no la traicionaronpor falta de atractivo sino por suincapacidad para ser fieles a unasola mujer.

—Para mí, Rita rima mejorcon bonita —dijo Enzoacercándose poco a poco—. Conconejita —dijo besándola consuavidad.

Rita entreabrió los labios y élprofundizó el beso con lentaseducción.

—Esto no estaba previsto —

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musitó Rita.—Esto tampoco. —Ronroneó

Enzo acariciándole los labios; yla besó de nuevo con unas ganasinfinitas.

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6 - Cachitospicantes

En un par de horas debían partirhacia Roma, pero como Rita aúnestaba ocupada explicándole aEnzo el funcionamiento de la weby las innovaciones ideadas porella para rentabilizar la haciendaaprovechando el atractivoturístico de la zona, Martinaentretuvo la espera echando unamano en la cocina.

Patricia y la señora Beatricese dedicaban a llenar frasquitas

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con Chianti, del que se cosechabadesde hacía decenios paraconsumo propio. Rita habíasugerido obsequiar a las visitascon un cuartillo de vino ademásde una bolsa de papel ecológicocon algunas verduras del huerto.Los turistas marchabancontentísimos con el regalo y a lafinca le suponía un gasto mínimo,compensado con creces con labuena publicidad que el detalleles reportaba.

Patricia era una chicajovencita de Civitella que acudíaa ayudar a Beatrice cuando era

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menester. Llevaba el pelo muycorto, tintado de negro azabache,y un símbolo tribal tatuado en lanuca. A Martina le resultósimpática con su desparpajo, susshorts negros con medias derejilla y botas militares.

Cuando Martina entró en lacocina, las dos hablaban delibros, o eso le pareció entender.

—Ahora verás como tengorazón —comentó Beatrice—.Esos hombres irresistibles soloexisten en las novelas y, cuandolas cierras, se esfuman. ¿Es así ono, Martina?

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—Supongo que sí.—Sí, pero cuando acabas un

libro, —intervino Patricia—empiezas otro y listo.

—Y continúas viviendo en unmundo irreal, ¿verdad? —OpinóBeatrice sacudiendo la cabezacon escepticismo.

—En la residencia deestudiantes, todas las chicasdevoran las historias románticas yme consta que algunos chicostambién, aunque no lo confiesan—comentó Martina, y enumeróunas cuantas novelas de autoresde moda.

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—No sé yo de qué sirve tantafantasía.

—¡Uy, si yo le contara…!Martina y Patricia cruzaron

una mirada cómplice y se echarona reír.

—¿Me he perdido algo? —preguntó la señora Beatrice.

Patricia acercó a Martina unrollo de hilo de palomar para quefuera atando etiquetas en el cuellode las botellitas que ella ya habíatapado con corchos.

—Una buena novela es elmejor afrodisíaco —dijo la chica,convencida.

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—Todo está en la imaginación—confirmó Martina, entendiendoentonces por dónde iba laconversación entre dueña yempleada—. Y hay libros que laestimulan mucho pero muchomucho. —Añadió mirando aPatricia a la vez que estiraba laspuntas del lacito que acababa deanudar.

A las dos les bastó paraentenderse.

—¿Tú también lees novelascalientes para chicas malas? —preguntó Patricia con unasonrisilla traviesa.

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—¡Claro!La señora Beatrice cabeceó

con escepticismo, sin levantar lavista del embudo donde ibavertiendo el vino de la garrafa.

—¡Historias calientes! —Farfulló con todo el peso de laexperiencia—. Cuando erajovencita, que no sabía nada denada, todavía. Pero ahora… LaBinchy, la Carland y la Pilcher noencienden ni una llama de cerilla.

Patricia se sacudió las manosy fue hasta la percha detrás de lapuerta donde había colgado subolso. Sacó un libro negro con un

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lirio azul en la portada. Martinasonrió con disimulo al verlo yPatricia le guiñó un ojo.

—Menos suspiros y másacción, signora Beatrice —dijola chica dejando el libro sobre lamesa.

La mujer le dio la vuelta yleyó por encima el argumento.

—Probaré a ver. Aunque nocreo que me guste.

—Pruebe, pruebe… —Laanimó Patricia—. Y ya mecontará.

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***

No lo probó: lo devoró. Laseñora Beatrice comenzó lanovela esa noche, a modo desomnífero. Su marido, al verlacon el libro en la mano, se acostóy, tras el beso de buenas noches,le dio la espalda y dos minutosdespués roncaba como unbendito. Ella empezó a leer pormera curiosidad. Sobre las doce,se prometió que al acabar esecapítulo lo dejaba. Y una páginadetrás de otra, le dieron las

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tantas. El despertador de lamesilla marcaba las cinco de lamadrugada cuando cerró el librocon un cosquilleo que la recorríade arriba abajo y con la cabezaembotada de imágenes eróticas ypárrafos electrizantes.

Ese día desayunó con lamente en otra parte, contestandocon monosílabos a loscomentarios de Etore sobre lasnoticias que daba la radio.Ansiaba la llegada de Patricia,para devolverle el libro ycomentar con ella todas lasinenarrables perrerías que había

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leído.Una hora después, llegaba la

chica y por la cara que puso lapatrona, adivinó que habíapasado la noche en blanco.

—¿Esas ojeras y ese bostezose deben a lo que me imagino,signora Beatrice?

—No pude pegar ojo hastadarle fin —reconoció.

—¿Y qué tal?—¡Es la leche! —afirmó

entusiasmada.Beatrice le devolvió el libro,

se enfrascaron las dos en hacerpasta fresca y no volvieron a

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hablar de ello. A media mañana,cuando ya habían recogido todoslos calabacines y tomatesmaduros del huerto. La chicaregresó a Civitella y Beatrice,después de consultar su reloj,decidió que no era demasiadotarde para hacer una visita a lalibrería del pueblo. Agarró unacamioneta del garaje y partió sindilación. Un cuarto de horadespués, subía la cuesta caminode la plaza.

Fue al entrar en la librería,que también vendía prensa,cuando le entraron los apuros. No

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veía el modo de explicarle a lalibrera, que tan bien conocía susgustos lectores, que deseaba uncambio radical. Se dedicó a ojearlas sinopsis de las novedades deun expositor, sin decidirse hastaque el sugerente argumento de unode aquellos libros la decidió acomprarlo.

Tan enfrascada estabacotilleando las páginas de lanovela, que se sobresaltó delsusto al escuchar la voz de otramujer a su lado.

—Ayayay… Ya verás, ya. Nopodrás dejar de leer hasta que lo

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acabes.Beatrice miró a la mujer que

tenía al lado. Era la panadera y seconocían de toda la vida.

—¿Tú crees, Benedetta? —dijo fingiendo desinterés.

—¡Yo me lo he leído tresveces! —Afirmó la otra.

—¿Ah, sí?—La saga entera. ¡Todos los

libros de ese estilo! Si quieresconsejo, pregunta. No hay novelaerótica que llegue a Civitella queno caiga corriendo en mis manos.

Beatrice la miró concuriosidad, no imaginaba en la

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panadera tal afición por laliteratura picante.

—¿Ah, sí? No sabía yo queestos libros tenían tanto éxito.

Los ojos de la otra lucieronun brillo travieso.

—Ay, Beatrice, querida,pasas demasiado tiempo en lahacienda —dijo con un tonocondescendiente que la hizosentirse incómoda—. Tienes queunirte a nosotras.

—¿Vosotras?La otra asintió.—Vienen las que pueden, es

algo informal. Pero no hay tarde

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que no seamos, como mínimo,seis. Todos los jueves quedamosa eso de las cinco en el bar deTonino —explicó señalando conla cabeza hacia la puerta; el localestaba al otro lado de la plaza—.Hablamos de libros, ¡no veas lobien que lo pasamos y cómo nosreímos! ¿Sabes que se le ocurrióa Roberta Iuri el otro día?

—No quiero ni imaginarlo.La aludida era una conocida

común, volcada en la adopción deperros y presidenta del refugiocanino del pueblo, famosa por sulengua malévola.

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—Que el Ayuntamientodebería conceder una medalla alos Friuli —susurró, señalandocon disimulo a la librera,ocupada con otro cliente—. Porsu contribución a la mejora de lavida sexual de los habitantes deCivitella.

Beatrice y la panadera rieroncon disimulo.

—Tú léelo y el jueves lodestripamos a gusto. —Insistió laotra dando un toquecito al libroque llevaba Beatrice en la mano—. ¿Vendrás?

Ella releyó el sugerente título

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de la novela y luego miró a lapanadera, cada vez más animada.

—Pues no te digo que no.

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7 - Gracias yfavores

—Al final Rita nos ha dejadocolgados —comentó Martinadespués de leer el mensajeWhatsApp.

No es que a Massimo leimportara, todo lo contrario. Conquien quería hablar era conMartina y su querida hermanita,yéndose de fiesta con suscompañeros de clase, le habíahecho el gran favor de dejarlossolos.

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Martina guardó el móvil en elbolso y dio un sorbo de vino.

—En realidad esta cena esuna excusa. —Anunció Massimo—. Necesito pedirte un favor.

Martina dio las gracias a lacamarera de La Casetta que lestrajo la carta de pizzas. Las dejósobre la mesa, para ojearlas mástarde y apoyó los antebrazos en lamesa, dispuesta a escuchar lo queMassimo tenía que decirle.

—Me marcho una semana aEspaña. Tengo que participar enun curso de repostaje en vuelo,normas de los ejércitos europeos.

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No voy a aburrirteexplicándotelo.

—No tengo ni idea deaviones. Así que ni tú ni yosabemos si me puede aburrir ono. A lo mejor me gusta.

—Técnica y más técnica —aseguró para quitarle las ganas—.Pero si quieres, un día te vienes ala base conmigo y te daré unaexplicación exhaustiva sobreaviación militar hasta que teexplote la cabeza.

—Cada vez me gusta más. —Contradijo, con una sonrisajuguetona.

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Massimo resopló.—No me digas que a ti

también te vuelven loca losuniformes.

—Tienen mucho morbo.Sueño con verte de uniforme.

—Ya has visto fotos en casade mis padres. —Rebatió sinsaber muy bien si le estabatomando el pelo.

—No es lo mismo al natural.—Soy más que un uniforme.—No hace falta que me lo

recuerdes, yo sé que eres muchomás sin el uniforme. —Loprovocó, en clara referencia a

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que lo había visto desnudo.Massimo apoyó los brazos

sobre la mesa, igual que ella, yacercó su cara a la de Martina.

—¿Te cuento el favor quequiero pedirte o prefieres seguirjugando a vestirme y desvestirmecomo al Ken de la Barbie?

Martina se hizo atrás riendoporque sabía que no le disgustabaque una mujer tomara lainiciativa, de eso estaba más quesegura. Massimo no disimulabasu enfado al verse deseado por laropa, sin la ropa, o por cualquiercosa que no fuera él como

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persona y no como objeto sexual.—Dime. Y no te enfades que

te pones muy feo.—No me enfado. Y lo

segundo tampoco es verdad.—Eres muy presumido, ¿no?—Y a ti te va a crecer la nariz

como a Pinocho. Vamos a loimportante. —Decidió por sucuenta—. Como te decía, estaréuna semana en España. Yo debíaquedarme con Iris porque Adatiene que viajar esos días, le hasalido una sesión de fotos parauna revista y por lo visto paganmuy bien.

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—Vaya casualidad.—Sí, Ada es así.—¿No puedes llevar a Iris a

Civitella?—Sí podría, pero no voy a

hacerlo porque no quiero que sumadre se entere de que no puedohacerme cargo de mi hija. Estoyseguro de que lo utilizaría contramí en el momento menosesperado.

—Rita puede ir a vivir a tucasa esos días.

—No puede porquecasualmente también estará enCivitella.

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—Es verdad, no me acordaba.—Reflexionó haciendo cálculos—. Entonces, te marchas lasemana que viene.

—El domingo por la noche.Martina se llevó la mano a la

barbilla, pensando en ello. Era lasemana de vacaciones invernalesy la residencia aprovechaba paradar un lavado de cara a las zonascomunes y remozar los pasilloscon una mano de pintura. Por esemotivo permanecería cerrada.Rita y ella ya habían comentadoque marcharían a sus respectivascasas. Pero a Martina no le

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apetecía lo más mínimo pasarsiete días con su tía. Sin saberlo,Massimo le estaba ofreciendo laexcusa perfecta para no aparecerpor el palacete.

—Ada no debe saber que yono estaré en Italia, ¿comprendes?

—Comprendo a medias. —Confesó, elevando un hombro—.Porque la actitud de esa mujer meresulta incomprensible. Noentiendo por qué tiene ese afánenfermizo de quitarte a tu hija, oimpedir que la veas, no sé muybien ni pretendo entrometerme.

—No quiere quitármela, de

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momento al menos. No mientrasno encuentre un novio fijo quecorra con todos los gastos —explicó, cansado de la situación—. Mientras no tenga pareja, seguardará mucho de impedirmeverla. Porque si lo hiciera, sabeque se acabaría el dinero que lepaso para la manutención de Iris ypara el alquiler. Ada sabe quetiene las de ganar porque losjueces casi siempre dan la razón ala madre. Disfruta teniéndome envilo, eso es todo.

—¿Puedo preguntar por qué?—Ada sabe que nunca

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aceptaré convivir con ella y hacelo imposible por impedir que yorehaga mi vida. Tan sencillocomo triste.

—Mezquino, diría yo.—O un exceso de posesión, o

falta de afecto, o no habersuperado nunca la muerte de sumadre cuando era pequeña… ¡Yoqué sé! No soy psicólogo.

Massimo se calló que Adahabía hecho preguntas sobre ellacuando la vio en la Villa Tizzi.No quería que Martina se sintieraenvuelta en la misma marañaagobiante que lo acorralaba a él.

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—Yo también soy huérfana yno voy amargando la vida anadie.

—Me lo contó mi hermana.Ella le respondió con una

cara de triste aceptación. YMassimo sintió que su intuiciónno le engañaba. Martina sabíaescuchar, era el oído amable quenecesitaba, además de su tabla desalvación. Apenas la conocía,pero estaba seguro de que podíaconfiar en ella y por eso fue en laprimera persona que pensó paraque cuidara de Iris.

—¿Me echarás una mano?

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Tendrás que venir a vivir a micasa. De todos modos, para tiserá lo más cómodo.

Martina le respondió con unamirada que infundía confianza.

—Cuenta conmigo. —Aceptó—. Y no te preocupes. Si tu exllama para controlar, me harépasar por la canguro. —Bromeó.

—Aunque no lo creas, meestás salvando la vida.

—Y el favor no te va a salirgratis. —Avisó, entregándole unode los folios plastificados queconstituían la modesta carta—.Esto te va a costar una pizza,

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pagas tú.Massimo sonrió agradecido.—Hecho —dijo guiñándole

un ojo; y ojeó la lista—.Aconséjame tú, yo nunca heestado aquí.

Mientras Martina leía lacarta, él se dedicó a mirar a sualrededor con los ojos de quienha vivido aquel ambiente diez odoce años atrás. Era una pizzeríasencilla. Roma estaba llena deellas, la diferencia de La Casettase la daban los estudiantes queabarrotaban el local. Muchasrisas, voces más altas de lo

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normal que llaman a losconocidos con alegría, bromas,lágrimas de corazones rotos,besos que los reparan sin dejarseñal, confidencias bajo una velay manos unidas sobre el mantel.En el fondo del comedor, unamesa larga corrida de las que dapie a muchas cosas. «¿Está libreeste sitio?», «¡Sí, claro!»,«¿Nunca te han dicho que eres lamás bella del mundo?», «Unasdos mil veces, piérdete», «Quéraro, nunca te he visto por lafacultad», «¿De dónde eres?»,«¿Compartimos pizza?». «¿Y de

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postre, follamos?». Viva la vida,que decía Coldplay.

—Pues Rita y yo venimoscasi a diario.

—Qué dura es la vidauniversitaria. —Ironizó.

Martina le adivinó elpensamiento al ver cómo mirabaa una morenita y a un escocés,becario del programa Erasmus,que se besaban con desespero ymucha lengua.

—Borra de tu cara esaexpresión de hermano mayor.Para empezar, Rita y yoparecemos las mamás de todos

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estos chavales —indicó,señalando con la mirada a losveinteañeros que se amontonabanen la barra—. Lo pasamos muybien, pero también estudiamosmucho. Ahora mismo no piensoen otra cosa que no sea enterminar la carrera y con unasnotas muy por encima de lamedia.

—Buena decisión.Matina examinó la carta y

señaló con el dedo.—Una Caprichosa y otra con

anchoas y alcaparras. —Escogiópor los dos—. Así compartimos.

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Esta también es una buenadecisión.

—Perfecto, ¿pedimos másvino? —preguntó Massimo,mostrándole su irresistiblesonrisa.

***

—Explícame por qué no aparecespor casa ni cuando cierran laresidencia.

Martina respondía a lallamada de su tía con fastidio.

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Con las pocas ganas que tenía dedarle explicaciones, cada vez sutono se agudizaba más y más. Enocasiones parecía olvidar laexistencia de su única sobrina y,cuando le daba el arrebato, nohacía más que venirle conexigencias. Y esa noche parecíasufrir un ataque de amor familiar.

—Ya te lo he dicho, tia Vivi—respondió esforzándose porque no se le notara la impacienciapor colgar—. Me salió untrabajillo de canguro y no iba arechazarlo.

—Como si estuvieras muy

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necesitada. ¿No me encargo yo depagar todos tus gastos?

—Y yo te lo agradezcomuchísimo, —se apresuró aañadir—, pero con la edad quetengo, digo yo que ya va siendohora de empezar a costearme almenos los caprichos.

—¿Dónde estás?—En Roma. En casa del

hermano de mi compañera decuarto. Ha salido de viaje y entresu familia y amigos no encontrabaa nadie que se ocupara de suhijita. Me ofreció el trabajo y yotengo la semana libre, así que

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aproveché para ganar unos euros.—Mintió, puesto que de ningúnmodo pensaba cobrarle aMassimo.

—Podías haber traído a laniña a casa. No será que no haysitio.

—¿Y la cuna? ¿Y losbiberones? ¿Y el parque? ¿Y elmillón de juguetes?

—Pero ¿qué edad tiene?—Un año.—Qué sabrás tú de bebés.Martina se apartó el móvil de

la oreja y cerró los ojos. Tía Vivisabía cómo herirla cuando se lo

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proponía dándole de lleno en susecreto talón de Aquiles.

—Lo mismo que todo elmundo. No hay que estudiar latínpara cuidar de un bebé.

Su tía continuó con losreproches.

—En vacaciones, porque hacecalor y te apetece salir de Roma,—enumeró bastante indignada porsus reiteradas ausencias— losfines de semana, porque te vascon tu amiga a la Toscana; si esfiesta, porque en la residenciaestudias mejor. Siempre tienesuna excusa y yo estoy ya harta de

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no verte el pelo.Martina hizo un esfuerzo por

no enfadarse para no acabaralzando la voz. Le había costadoun rato largo conseguir que Iris sedurmiera y por nada del mundoquería despertarla, ya que teníaintención de estudiar un par dehoras antes de marcharse a lacama.

—Tía Vivi, tú siempre estásde viaje. La verdad, no meapetece estar sola en una casa tangrande.

—Lo dices de un modo queparece que me paso la vida por

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ahí. Y no exageres, que estotampoco es el palacio deBuckingham.

—¿Vas a seguirreprochándome ausencias?

—Mira, Martina… —Dulcificó un poco el tono; solo unpoco—. Lo único que quiero queentiendas es que soy tu familia.Una familia que se preocupa porti.

«Si tanto te preocupas por mí,¿por qué no me has preguntado niuna sola vez por mis estudios?»,pensó. Tuvo que morderse lalengua para no soltarle bien alto

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que lo único que la preocupabaera perder el usufructo de la casa,por si acaso su sobrina utilizabaalgún día como argumento susreiteradas ausencias parademostrar que estabaincumpliendo lo dispuesto por suspadres en el testamento. «Solotengo que aguantar hasta queacabe la carrera», se repitió hartade tanto teatro.

Por no discutir y para noreconcomerse por dentro, Martinaprefirió derivar la conversaciónpor otros derroteros, pidiéndoleque le contara los pormenores de

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su último viaje. Y su tía seexplayó narrándole el lujofastuoso de Dubái, losrascacielos en el desierto y susislas artificiales en forma depalmera.

Cuando por fin ambas sedespidieron, con la promesa deverse más a menudo, y Martina selibró de aquella especie deinterrogatorio disfrazado debronca maternal, miró la pantalladel móvil y murmuró unapalabrota entre dientes al ver unallamada perdida de Massimo. Porculpa de tía Vivi se había perdido

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la conversación queacostumbraban a mantener cadanoche desde que ella estaba acargo de Iris. Martina no seatrevía a llamar, por nomolestarlo. Por eso esperabacada día que Massimo latelefoneara a ella. Y esa noche,por la hora que era, intuyó que yano habría una segunda llamada.Con lo mucho que le apetecíahablar con él.

***

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Ninguna noche se olvidaba dehacerlo y Martina esperaba conganas su llamada. La primera vez,casi toda la conversación giró entorno a Iris. Poco a pocoempezaron a soltarse. Massimoempezó detallándole en quéconsistía su formación duranteaquellos días y ella escuchabacon interés todas susexplicaciones sobre el Programade Liderazgo Táctico para pilotosde los países integrados en laOTAN: aeronáutica, táctica,repostaje, logística y un sinfín determinología militar de la que

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solo llegó a entender que losaviones podían cargar el depósitode combustible mientras estabanen el aire y que la base deaviación donde se encontraba sellamaba Los Llanos.

No es que el tema fuera supreferido, pero Martinadisfrutaba conversando conMassimo y el sentimiento erarecíproco. Él comenzó a lanzarlecon cautela algunas preguntas detipo personal y Martina encontróla válvula de escape para darrienda suelta a la incómodasituación que le suponía la

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convivencia con su única tía.—Hermana de mi madre, sí

—respondió a la pregunta deMassimo.

—No entiendo muy bien quéhace en tu casa, si dices que estuya.

—Mis padres hicierontestamento porque viajabancontinuamente a países de África,muchas veces a zonasconflictivas, o controladas por laguerrilla. O el ejército.

—Los cooperantesinternacionales miran más por lapoblación a la que van a ayudar

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que por su propia seguridad. —Adujo Massimo, que más de unavez había participado en algunaintervención de rescate depersonal civil en zona de guerra.

—Pues eso —continuóMartina—. Hicieron testamento ypensaron, con mucha lógica, quemis abuelos, por ley de vida,morirían antes que mi tía. Asíque, por si les sucedía algo,decidieron asegurar que alguiencuidara de su única hija. Y paraasegurarse de ello, me legaron amí la casa y a ella el usufructomientras se hiciera cargo de mí.

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—Pero hace mucho que eresmayor de edad. Puedes cuidartesola.

—Lo sé. Y no creas que nome siento un poco avergonzada dedepender de su dinero conveintiséis años. Sé que deberíaplantar cara a la vida con másganas, o con más valentía, buscarun trabajo y mantenerme sinrecurrir a mi tía.

—No pretendía criticarte.—No, si no te lo reprocho —

aseguró, consciente de susituación—. Soy egoísta, lo sé.Hice muchas tonterías, Massimo.

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Dejé los estudios, volví a laFacultad, los dejé otra vez…Pero eso ha cambiado.

—Me alegro por ti.—Está claro que cualquier

mujer en mi situación le echaríanarices a la vida y se pondría atrabajar de lo que fuera, encualquier cosa. No creas que seme caen los anillos ni que soy unapija ociosa. Pero en estemomento, a medio año de acabarla carrera, me parece más sensatovolcarme de lleno en los estudios,obtener la licenciatura ypresentarme al examen de

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capacitación. Entonces sí podréencontrar un empleo que me gustey en el que me sienta realizada.

—También podrías vivir contu abuelo y terminar la carrera enla Universidad de Palermo.

—Bastante ha hecho por mí.Tiene setenta y dos años y noquiero ser una carga económicapara él a estas alturas —explicósincerándose—. Además, tengootro motivo. Llámalo orgullo,sentimentalismo, exceso de amorpropio o estupidez, pero mispadres me dejaron esa casa. Meniego a que mi tía se apodere de

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ella. Mientras tenga queaguantarme por allí, aunque seade vez en cuando, tendrá presenteque la dueña no es ella y que lacasa es mía.

—Bonito conflicto te dejarontus padres. —Opinó, lamentandosu situación.

—Hicieron lo mejor para mí.—Los defendió—. Piensa que,cuando redactaron el testamento,no tenían intención de morirse.

—Pero ocurrió.—Sí, desgraciadamente

ocurrió. —Corroboró aceptandouna desgracia para la que no

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había remedio—. ¿Cómo medecías que se llama la ciudaddónde estás?

—Albacete.—No la había oído nunca.

¿Cómo es?—Un poco más grande que

Arezzo. Y con muchos campos.Todo más amarillo y menosverde, pero es bonito.

—Eso está bien.Massimo le explicó que solo

había salido de la base aérea paraconocer la ciudad y hacer lo quellamaban «ir de tapas» queconsistía en salir para comer y

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beber, y charlar de todo y denada, hacer chistes, reír, y volvera comer y volver a beber.

—Los españoles sonmediterráneos, como nosotros. —Le recordó, ante la similitud consus propias costumbres.

Continuaron hablando de lacomida que les daban en la basey, sin darse cuenta, laconversación se centró en susgustos gastronómicos. Martinatenía la sensación de que ellosdos empezaron la casa por eltejado; pensó en lo bonito que eraconocerse poco a poco. Se enteró

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de que a él no le gustaba lacomida picante y ella le confesóque le repugnaban las alubias. Ydescubrieron que tenían algo encomún: los dos se volvían locoscon el chocolate. Al final,Martina acabó explicándolerecetas porque Massimo seresistía a colgar el teléfono. Ymientras insistía en lo ricas que lesalían las berenjenas horneadascon salsa de tomate, pensó queesa noche tenía dos opciones.Restar una hora al estudio o alsueño. Optó por lo segundo. Senotaba que Massimo disfrutaba

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con aquellas conversacionessobre lo importante, lointrascendente, en serio a ratos yen broma otros. Y ella estaba tana gusto también que no leimportaba lucir ojeras al díasiguiente.

***

Aquella era la penúltima nocheque pasaba con Iris y a Martina le

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daba pena que también aquellafuera la última llamada deMassimo. Lo imaginaba tumbadoen su litera cansado de unajornada agotadora tanto físicacomo mentalmente, relajadogracias a la charla que mantenía,del mismo modo que elladespedía el día tumbada en elsofá con el móvil pegado a laoreja. Aquellas conversacionesnocturnas habían logrado que loque empezó como un encuentrosin futuro previsible, deviniera enuna amistad de las buenas.Martina se alegraba de que fueran

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así, sin contacto físico, sincaricias ni besos que imprimieranotro tipo de sentimientos al afectoque lograban las palabras. Sesentía segura confiándole suspreocupaciones. Y mientrashablaba con Massimo de loacontecido durante el día, sedecía en silencio que para laamistad no existe la palabratiempo. Si se es de corazón, valetanto el amigo de siete semanascomo el de siete años.

Agotados los temas banales,las conversaciones entre elloscada vez tomaban un cariz más

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íntimo.—¿Y qué hay de los hombres?—Que dan problemas.Massimo rio desde el otro

lado de la línea.—No esperes que te de las

gracias. Y déjame decirte que lasmujeres también los dais. Tehablo por experiencia.

Como Martina no teníaningunas ganas de hablar de Ada,prefirió convertirse en el tema atratar.

—Tuve un desengañoimportante.

—¿No te quería?

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—No. —Se sinceró—. Perome di cuenta demasiado tarde.

—El amor nos ciega a veces.—Después de aquello, pasé

una temporada sin querer sabernada de los hombres. Luego meresarcí y salí con algunos, perocon rencor, como una especie devenganza que me hacía sentirpeor.

—El sexo como revancha. Yotambién he pasado esa etapa.Hasta que me di cuenta de quepodía hacer daño a alguna mujerque se tomara en serio la relacióny…

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—Y ahora estoy con un chico,pero es una relación blanca ypura. Solo hablamos por teléfono.

—¿Por teléfono? Mal asunto.Ten cuidado que puede ser unpsicópata. Si se pone pesado,dímelo y yo te defenderé de él.

Martina explotó a reír.—¿Sabes que a veces eres

muy gracioso?—Eso dice mi madre —

aseguró; e hizo una pausa—. Note entretengo más, voy a dejarteestudiar que, si suspendes, meecharás a mí la culpa.

—Yo nunca suspendo.

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—Empollona.—Gracias. —Contraatacó

riendo de nuevo—. Por hoy nomás estudio. He estado repasandomientras Iris hacía la siesta.

—¿Te marchas a dormir ya opiensas ver alguna película?

—Me apetecía leer, pero…—suspiró con fastidio—. Medejé el libro que tengo a mediasen la residencia.

—¿Cuál es el título?—La vida que soñé, de

Mariangela Camocardi.—¿Camo… qué?—Camocardi. —Repitió

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despacio.—Te dejo.Martina se quedó mirando el

teléfono, perpleja. Acababa decolgarle.

***

Aún no había terminado deponerse la camiseta del pijamacuando el móvil empezó a vibrarsobre la mesilla de noche ya que,para no despertar a Iris, tenía laprecaución de tenerlo en silencio.

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Metió el brazo en la manga que lefaltaba y, al ver que de nuevo eraMassimo, respondió preocupada.Nunca la llamaba dos veces.

—¿Massimo, ocurre algo?—Ponte cómoda.—¿Cómo dices?—¿No querías leer?—Sí, pero ya te he dicho

antes que…—He comprado el e-book en

Amazon.Martina se quedó con la boca

abierta.—Es todo un detalle, pero te

recuerdo que estás a miles de

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kilómetros. Ah, vas a enviarme elarchivo por e-mail. —Dedujo—.Ya he apagado el portátil.

—Te he pedido que te pongascómoda porque vamos a leerlo amedias. Mejor dicho, voy aleértelo yo. Pero solo un rato quemañana tengo que madrugar y tútambién. —Martina sonrió, québien sabía que Iris se despertabaa las siete como un reloj—. ¿Teapetece?

—Me apetece mucho. —Aceptó; aquello era de lo másinsólito que había hecho en suvida—. Aunque no sé si te gustará

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la historia.—Lo importante es que te

guste a ti —aseguró, consiguiendoque Martina se derritiese pordentro como un cubito de hielo alsol—. Por el título y la portada,me parece que la cosa va deromance, ¿no? —Asumió con unrebufo—. No es lo mío, pero haréun esfuerzo. ¿Por qué página vas?

Martina se tumbó en la cama yacomodó la cabeza sobre laalmohada. La idea de queMassimo leyera en voz alta paraella desde otro país, entrada lanoche, y cada uno en su cama,

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resultaba una locura deliciosa,tierna y tan romántica que parecíasacada de un libro.

—Capítulo 10. Por el segundopárrafo, creo.

Y cerró los ojos para nosentir otra cosa que no fuera suvoz.

—Vamos allá. —Anunció—.Alina le abrazó las caderas conlos muslos mientras Nick sehincaba en ella. Él la besabacomo si su vida dependiera deaquella boca. Estaba húmeda ycaliente, apretada… Joder,Martina…

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—Sigue.—Esto es literatura erótica

pura y dura.—Lo romántico viene

después —susurró—. Venga,sigue leyendo que lo haces muybien.

—Como la cosa siga así, mevoy a ir a dormir con unaerección que voy a parecer elsemental campeón de la FeriaGanadera.

A Martina le entró un ataquede risa incontrolable.

—Te estás cargando elromanticismo del momento, bobo.

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—Sigo, pero te hagoresponsable de las consecuencias.A ver… —Martina lo oyó exhalaraire—. Dónde nos hemosquedado…

Massimo leía y protestaba. Aveces hacía comentarios que aMartina le daban ganas dematarlo y otras reía a carcajadalimpia. Pero siguió leyendo hastaque ella se quedó dormida con elmóvil encendido.

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8 - Regreso alhogar

Massimo giró la llave en lacerradura muy despacio, entró depuntillas en el apartamento ycerró la puerta sin hacer el másmínimo ruido. Eran las cinco dela madrugada y las imaginaba alas dos sumidas en más profundode los sueños. Dejó el petate enun rincón del recibidor, junto alparagüero, y atravesó el pasillohaciendo lo posible por evitarque la tarima crujiese bajo las

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suelas de los zapatos.Hacía unas horas que había

aterrizado, finalizado el cursotáctico en la base militarespañola de Los Llanos y,después de una semana deausencia, tenía ganas de verlas. Alas dos. En ese momento no eracapaz de equilibrar la balanza ydecidir a cuál de ellas tenía másganas de escuchar, contemplardurante largo rato, tener cerca, endefinitiva. Y esa sensación deequilibrio emocional, la totalausencia de lucha por dividirle elcorazón lo tenía sorprendido y

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contento. Desde que Iris llegópara convertirse en la mujer de suvida, Massimo siempre habíatemido ese día en que lanaturaleza exigiera satisfacer susnecesidades íntimas, lassentimentales y las del cuerpo.Era un hombre de carne y hueso,con apetito sexual y emocionaltambién, como cualquiera. Temíaque la presencia de una mujer ensu vida le restara cariño a supequeña mujercita. No habíaocurrido con Martina, que habíallegado sin llamarla, taninesperada y bienvenida como

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una ráfaga de viento cálido enpleno invierno. Massimo acababade descubrir que en su mente y ensu corazón había espacio para Irisy para ella. Había sitio en su vidapara las dos.

El instinto paternal dirigió suspasos y, en primer lugar, seasomó a la habitación de la niña.Entró con mucha cautela, hastaque descubrió la cuna vacía. Y enla cara se le dibujó una sonrisa alimaginar dónde estaban sus doschicas. Avanzó sin hacer ruidohasta su dormitorio y, comoesperaba, allí las halló a las dos.

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Martina dormía de lado. Iristambién, cara a ella, con lacabecita muy cerca de su cuello.Juntas ocupaban el centro de supropia cama. Se quitó los zapatosy los dejó en el suelo muydespacio. Un imperceptible ruidofue percibido por Iris, o sería queintuyó dormida que su papáestaba cerca. A Massimo lemaravillaba descubrir, en lasreacciones de su hija, el curiosofuncionamiento de los sentidos yla agudeza que llegaba a alcanzarla percepción sensorial cuando laeducación, las normas o la

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costumbre no intervienen, comosucede con los bebés. Tan naturaly primitivo que parecía mágico.

Permaneció plantado en elsitio, contemplándolas a las dos.Un ruido de la calle agitó elsueño de Iris, que hizo un bruscomovimiento de brazos sin llegar adespertarse. Massimo se quedósin aliento al ver que Martina,dormida como estaba, alzó lamano y la colocó sobre la espaldade la niña para tranquilizarla. Unabellísima respuesta animal,maternal y defensiva como lafiera que protege a su cachorro

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incluso cuando duerme.Massimo supo en ese

momento cuánto quería Martina asu hija. Estaban las dos solas, sintestigos. No tenía necesidad defingir ante nadie. Nada laobligaba a aparentar un falsoamor por la pequeña delante depapá. Su afán protectordemostraba que su cariño por Irisera sincero, limpio, inmensocomo la emoción que Martina, sinproponérselo, hacía crecer ycrecer dentro de él.

Le habría gustado acostarse ydormir las tres horas siguientes

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pegado a la espalda de Martina,abrazándolas a las dos. Caprichoque no se dio porque no queríadespertarlas y su par de bellasacaparadoras no le habían dejadositio en la cama. Pero se negó arobarse a sí mismo el placer dedar un beso a cada una. Rodeó lacama hasta el lado de Iris y lerozó la cabecita con los labios,recuperando aquel familiar olor acolonia infantil que echaba tantode menos. Se inclinó apoyando lamano en el cabezal y besó en elpelo a Martina; en ella, sus labiosse demoraron un poco más. Le

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acarició el pelo con la nariz,cerró los ojos y sintió que estabaen casa por fin.

Después, retrocedió elcamino hacia el pasillo y, con latranquilidad de quien sabe queestá todo en orden y en paz, fuehasta el salón dispuesto a dormiren el sofá.

***

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—Qué susto me he llevado al nover a Iris en la cama, caray. —Refunfuñó Martina cuando entróen la cocina.

—Le di el biberón a las siete,le cambié el pañal y la dejé en lacuna para que siguieradurmiendo. Por cierto, ¿ni «quétal el viaje»? ¿Ni un simple«buenos días»?

—Buenos días —dijomirando el reloj de pasada—.Qué tarde se me ha hecho, no hasonado el despertador.

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—Lo apagué yo.—¿Y por qué no me has

despertado?Massimo sacudió la cabeza al

tiempo que apartaba la cafeterade la placa vitrocerámica.

—Para que durmieras un ratomás.

—Pues voy a llegar tarde aclase —explicó, agarrando un parde galletas de un plato.

—Siéntate y desayunaconmigo. —Propuso señalándoleuna silla—. No va a pasar nadaporque te saltes una clase.

—Sí pasa. —Le contradijo,

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antes de comerse media galleta deun bocado.

Massimo le echó una miradade derrota. Llevaba el bolsogigante a la espalda que habíatraído como equipaje. Y en elhombro contrario, otro, deenormes dimensiones también,con sus mil cachivachesfemeninos y los libros. Cuando laoyó hablar sola y moverse atrompicones por el cuarto debaño, se guardó mucho de darleel recibimiento que le pedía elcuerpo a base de besos y rocescon promesa de cama como

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premio. Un sexto sentido le dijoque Martina era de las queamanecen de mal humor y susprisas esquivas le daban la razón.Rita dormía con ella en laresidencia universitaria. Tambiénpodía haberle advertido queMartina se levantaba mordiendo.No lo hizo por una simple razón:cuando sonaba el despertador,Rita era como la niña de ElExorcista. ¿Cómo iba a parecerleraro el mal humor matinal deMartina? Para una bruja legañosa,despertar al lado de otra brujagreñuda era como mirarse en el

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espejo.Se oyó un lloro de Iris y los

dos salieron de la cocina hacia elcuarto de la niña. Massimo lacogió de la cuna y, como solíapasar, se calmó. Los fuertesbrazos de su padre obraban enella un asombroso efectotranquilizador. Martina se acercóy le dio un beso en la frente; Irisla miró con ojitos de sueño.

—Adiós, princesa.Cuando iba a retirarse,

Massimo la cogió de la mano ytiró de ella para que no sealejara.

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—Es el turno de papá.Ella lo miró con ganas de

poco tonteo, pero se aupó.—Y otro para papá —dijo; y

lo besó en la frente como a Iris.Massimo quería otra clase de

beso y ambos lo sabían, perosonrió con guasa y se conformócon el premio de consolación.

—No te marches todavía. —Le pidió; y al ver la cara de prisade Martina, insistió—: No teenfades. ¿No puedes esperar dosminutos? Tengo que pagarte… Nome mires así.

—¡Ahora sí que has

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conseguido que me enfade! ¿Túcrees que voy a cobrarte?

—Al menos por la comida. Lanevera estaba casi vacía cuandome marché. Martina…

—De ninguna manera. Ycomo saques un solo billete, yasabes lo que pasará. ¿Hace faltaque te refresque la memoria?

—Si te pones así, nunca másvolveré a pedirte un favor. —Zanjó muy serio.

Martina suavizó el ceño y, porfin, le regaló la primera sonrisade la mañana.

—Me lo he pasado tan bien

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con Iris que soy yo quien tieneque darte las gracias. Meencantan los niños y estos díascon ella han sido como disfrutarde un premio.

—Entonces dame las gracias,¿elijo yo? —Propuso con unamirada sensual.

Ella sacudió los rizos y sealejó para marcharse. Tenía clasey ya llegaba tarde de verdad.

—Ya te las he dado, a mimanera.

—O soy muy tonto o…—Busca en la cocina. —

Aconsejó guiñándole un ojo.

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Salió del dormitorio sin darletiempo ni a replicar y, un segundodespués, Massimo la oyó cerrarla puerta del apartamento.

—Se ha marchado, así, porlas buenas. ¿Qué te parece? —ledijo a Iris; ella se frotó la narizcon las dos manos.

Con la niña en brazos, regresóa la cocina. Lo que le había dichoMartina antes de salir pitandohacia la Facultad, habíaconseguido intrigarlo. Examinó laencimera con una miradaanalítica: nada fuera de lohabitual. Dio otro vistazo

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exhaustivo al frigorífico: losimanes no sostenían ninguna notaque no fuera escrita por él. ComoIris empezó a removerse en susbrazos, dejó para más tarde losacertijos y la sentó en la trona.

—Toma, cariño. —Pidió,poniéndole delante dosmuñequitos Minions de goma—.Sé buena y juega un poquitomientras papá desayuna.

Se sirvió café en una taza y unchorro de leche de una botellaque había sobre la encimera.Abrió el armario para sacar elazucarero y su entrenado ojo

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militar distinguió a la primera elobjeto inusual. ¿Nutella? Hacíamucho que no respiraba aquelaroma delicioso que lo retrotraíaa sus días infantiles en lahacienda.

—Así que eres una golosa —dijo en voz alta; Iris parloteó consu idioma de bebé—. Nada,cariño. Que papá está loco yhabla solo.

Destapó el bote y se echó areír como un crío entusiasmado.Martina no había comprado laNutella para ella porque estabasin estrenar. Sin probar, para ser

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exactos; le había quitado el papelplateado que sellaba el bote yhabía escrito en la superficie dela crema de cacao y avellanas lapalabra «Gracias» con la puntade un cuchillo. Rita debiócontarle que, de pequeño, laNutella era su locura. Se preguntópor qué llevaba tanto tiempo sinprobarla. Martina era única hastapara dar las gracias, cuando eraél quien debía dárselas a ella.Qué generosa era, y muy bonita,imposible no querer comérselaentera con aquella nariz salpicadade pequitas claras que se fundían

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con la piel.Con la sonrisa de Martina en

la cabeza, retrocedió en el tiempoveinte años, y puesto que noestaba allí su madre para darlecuatro gritos, hundió un dedo enel tarro y lo rechupeteó condeleite.

***

Una de las cosas que másdetestaba Massimo de la forma deser de Ada era su poco

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miramiento a la hora de montaruna escena. En cuanto la viollegar a recoger a Iris, sospechóque esa tarde venía con ganas demontársela en el parque delantede todo el mundo. Toda cara teníasu cruz, tratándose de Ada. Ya leextrañó que le dejara a la niñatoda la tarde a solas, sinimponerle su presencia niobligarlo a ver a su hija esemiércoles en su propia casa.Premio para empezar y ahoravenía la bronca para acabar latarde. Pero lo que enfureció aMassimo es que usara a Martina

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como vehículo para vomitarleencima todo su rencor. Supaciencia tenía un límite y en esemomento Ada estaba a punto derebasarlo pidiéndoleexplicaciones como si estuvieraobligado a dárselas.

—Mira, Ada, deja de sacarlas cosas de quicio.

—¿Qué hacía entonces lachica esa con la niña en unsupermercado cerca de tu casa?

—¡Comprar! Eso es lo quehacía Martina en el Super Élite.No se llama la pelirroja esa.

Por supuesto, no le confesó

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que durante esos días él seencontraba en España.

—No me parece bien quedejes a Iris en manos de alguiencomo ella.

—¿Qué coño tienes contraella, Ada?

—¿Y tú? ¿Qué interés tienesen defenderla? Está claro que tetiene cegado.

—Ada, basta.—Si fueras un poco más

precavido y pensaras en tu hija,no dejarías que la paseara por ahíalguien que no es quien dice ser.

—Es una compañera de

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estudios de mi hermana, ya te lodije.

—Qué equivocado estás —dijo mirándolo con lástima—.Esa Martina se hace pasar porestudiante. ¿Por qué vive en unaresidencia cuando es propietariade un palacete en el centro deRoma?

—Lo heredó de sus padres.—¿Te lo ha contado ella?—Sí.Ada empuñó el carrito de Iris

con las dos manos. Pero antes demarcharse, le lanzó una mirada delas que acribillan.

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—¿También te ha contado quefue la amante de un hombrecasado?

—¿Qué pasa? ¿Ahora tienesespías?

Massimo disimuló la ira queamenazaba con salirle por laboca. Le indignaba que Adahubiera estado hurgando en elpasado de Martina.

—Roma es mucho máspequeña de lo que parece —dijoAda, quitando el freno del carro.

Él se agachó para darle a suhija un beso de despedida.

—Harías mejor en no creer

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todo lo que dice la gente.—He estado investigándola

—confirmó con tono amenazador—. Ten cuidado con esa, no estrigo limpio.

Massimo apretó la mandíbula.No juzgaba a Martina, leimportaba un carajo si se habíaacostado con ocho, conochocientos hombres o con ochomil. A pesar de ello, odiabahaberse enterado de aquella partede su vida gracias a la insidia deAda. Habría preferido que se locontara ella.

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9 - Un regalopara ella

—¿Cómo está Iris?Eso fue lo primero que quiso

saber Martina, tras el beso leveen los labios que le dio comorecibimiento cuando se sentó a sulado en la terraza donde loesperaba.

—¿Hoy sí?—Hoy no tengo prisa. Y es un

piquito de amigos. —Sonrió conmalicia.

Massimo empezó a sospechar

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que Martina tenía una seriaafición a decidir cuándo y cómo.Y a decir la última palabra.

—Iris está estupendamente —respondió a su pregunta—.Creciendo cada día más. Llamé aAda en cuanto te fuiste y esemismo día vino a recogerla.

Habían quedado en unacafetería enfrente del Panteón. Apesar de lo feliz que lo hacíacomprobar el cariño que le teníaa su hija, a Massimo le irritó unpoco que se interesara por Irisantes que por él. Cada día quepasaba deseaba más y más

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convertirse en la prioridad deMartina.

Como vio que ya le habíanservido un macchiato, pidió otropara él, haciendo señas alcamarero que aguardaba en lapuerta de plantón. El camareropreguntó si también deseaba quele trajera una crêpe conframbuesas y nata como la queacababa de comerse Martina, queMassimo rehusó.

—¿Sigues empeñada en nocobrarme? —preguntó,mirándola, cuando el camarerolos dejó solos.

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Una arruguita en el entrecejode Martina evidenció sucontrariedad ante aquellasugerencia. Aún recordaba lotajante que se mostró negándose aaceptar una suma simbólica porcuidar de Iris.

—Ya te dije que no. Disfrutémuchísimo cuidando de tu hija.¿Te gustó la Nutella?

—Sabes que sí —dijodándole un ligero golpecito en lanariz—. Y el detalle mucho más.

Sacó un sobre alargado delbolsillo y se lo puso delante.

—Espero que, al menos,

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aceptes esto. —Ofreció sonrienteal ver sus ojos de sorpresa—. Esun regalo, me enfadaré si lorechazas.

Martina abrió el sobre,mordiéndose el labio por tantaintriga. Y gritó de alegría al verque se trataba de un bono por dosnoches en un hotel de Venecia; losvuelos para dos personas desdeRoma también venían incluidosen el regalo.

—¡Ay, gracias! —exclamócogiéndole la mano por encimade la mesa—. Es increíble quetengas un gesto tan bonito a

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cambio de nada.—A cambio de mucho. —

Rebatió.El hecho de poder confiarle a

su hija con la absoluta seguridadde que velaría por ella como élmismo lo haría, no había regaloque pudiera pagarlo.

—Gracias otra vez, me hacemuchísima ilusión. —Reiteró—.Yo ya estuve una vez en Venecia,hace años con unos amigos. Perosiempre he querido volver ynunca veía el momento.

A Massimo se le escapó unapregunta que le rondaba por la

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cabeza desde el momento en queentró en la agencia de viajes.

—¿Ya has decidido con quiénirás?

Martina bajó la vista duranteun segundo; cuando volvió amirarlo a los ojos, sonreía de unamanera que irradiaba cariño. Oañoranza quizá.

—Sí —murmuró sin dejar desonreír.

Massimo la observaba cadavez más intrigado. Y molestotambién, porque en ningúnmomento había sugerido que laacompañara en ese viaje. Una

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invitación que le habría gustadoescuchar en cuanto Martina abrióel sobre.

—¿No vas a decirme a quiénvas a llevar contigo? —Incidió,fingiendo un tono casual paradisimular su decepción por no serel escogido.

Massimo removió el azúcarcon la cucharilla, sin ningunaesperanza. Ya conocía lohermética que podía llegar amostrarse Martina cuando secerraba en banda.

—No —dijo, tal como élesperaba—. Pero no te imaginas

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lo importante que es este regalo—afirmó tomando el sobre conambas manos como si fuera unajoya muy valiosa—. Por muchasveces que te dé las gracias, nuncate lo agradeceré bastante.

***

Como no logró sonsacarle elnombre de su misteriosoacompañante, ni aún presionandoa Rita, Massimo decidióaveriguarlo por su cuenta.

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Pretextó un viaje relámpago alVéneto por un doble motivo:presentarse ante el mandosuperior de los FlechasTricolores para agradecerle enpersona el honor que le hicieronal proponerlo como candidato aingresar en la más elitista de laspatrullas aéreas del ejércitoitaliano; y con la intención depropiciar un encuentro casual enVenecia con Martina y ver depaso si los celos que no lodejaban dormir teníanfundamento.

Una vez dio las gracias en la

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comandancia de Udine, y explicóde viva voz los motivospersonales que lo obligaron arechazar una propuestaconsiderada en la Fuerza Aéreacomo una alta distinción, cogió elprimer tren y fue directo a laciudad de los canales. De camino,avisó a Martina de su llegada,llamada que ella recibió con granalegría y sin hacer más preguntasque las provocadas por la lógicasorpresa de aquel encuentroinesperado a tantos kilómetros decasa. Cuando el sol lo cegó a laspuertas de la estación, ella ya lo

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estaba esperando. Massimo hizovisera con la mano y bajó losescalones observando al hombreque la acompañaba. Era alto ytenía el pelo blanco. Massimoachacó a los setenta años queaquel caballero aparentaba elhecho de que fuera vestido comoVitorio Gasman en las películasantiguas, ya que era el únicohombre con traje oscuro ycorbata, entre el gentío queentraba y salía de la estación deSanta Lucía. Martina, en cambio,sí vestía como una turista al uso,con unas bailarinas aptas para

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grandes caminatas, falda vaquera,jersey y gafas de sol a modo dediadema.

Ella le hizo señas agitando lamano al aire y Massimo la saludócon una sonrisa. Sin dilación, fuehacia ella y el hombre que lehabía robado el puesto comocompañero de viaje.

—¡Qué sorpresa! —exclamóMartina dándole dos comedidosbesos en las mejillas que aMassimo le supieron a poco—.Cuando me has llamado estamañana, no sabía si creer o noque estabas aquí también.

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Él le acarició la barbilla y leguiñó un ojo. Y tendió la mano alcaballero de cuyo brazo se cogíaMartina.

—Massimo Tizzi.—Giuseppe Falcone. —

Correspondió con un firmeapretón—. Ya tenía ganas deconocerlo, joven. Mi nieta nohace otra cosa que hablar deusted.

A Massimo le costó asimilarque Martina hubiera decididocompartir con su abuelo un regaloque cualquier mujer habríaasociado con una escapada

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romántica. Observó que miraba alanciano con un cariño infinito.Jamás habría imaginado que unachica de su edad fuera capaz dellevarse a un septuagenario comocompañero de viaje.

—Massimo, te presento a miabuelo. Ha sido un valiente alvenir desde Sicilia —reconoció;aunque la explicación sobraba,dado el marcado acento isleñodel anciano—. Había jurado quenunca montaría en avión y porprimera vez en su vida lo hahecho.

El hombre rio un poco

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apurado.—Por complacer a mi única

nieta, me armé de valor.—Y por conocer Venecia,

confiésalo. —Lo achuchó,contenta de tenerlo a su lado.

—Tenías razón, bellina.Ahora puedo afirmar que es unaciudad única y que merece lapena verla, al menos una vez en lavida —reconoció contemplandoel trasiego de lanchas, góndolas yvaporetti que discurría por elCanal Grande; luego miró aMassimo y se encogió dehombros—. Y al final, el mal

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trago de volar no fue para tanto.—En cuanto uno se

acostumbra, es como montar enbicicleta. —Opinó Massimo.

—Me ha contado Martina quees usted piloto de guerra. Capitán,si no recuerdo mal —comentó,mirándolo con mucho interés.

Massimo asintió, y disimulólo poco que le gustaba esenombre en desuso. Propuso subira un taxi acuático, pero Martinaprefirió cruzar el puente e irpaseando en dirección a SanMarco para no perder detalle decada callejón de la ciudad.

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Por el camino, Massimo leexplicó al anciano Giuseppe laspeculiaridades de su rango militarcomo piloto especialista enaviones de caza. Martinainterrumpió la conversación antesde que se convirtiera en un relatode acciones bélicas. Y mientrasella le detallaba con entusiasmolos lugares de la ciudad que yahabían visitado, Massimo lamiraba sin dejar de repetirse ensilencio que el hombre misteriosoque le avivó los celos durantedías no era otro que su abuelo. Yesa certeza le hizo sonreír por

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fuera y por dentro.

***

Massimo insistió en invitarlos acenar, dado que no tenía previstopernoctar allí y deseabacompartir con ellos dos susúltimas horas en Venecia. Lesexplicó sus planes de coger untren nocturno con destino a Roma,para cumplir con la obligaciónineludible de presentarse enPractica di Mare a primera hora

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de la mañana.El ocaso aún teñía las aguas

de la laguna Véneta de brillosnaranja y celeste cuando sesentaron a la mesa. Cerca de SanZacarías, disfrutaron de unasdeliciosas tagliatelle ai frutti dimare, acompañadas de unasvenecianas sardinas con cebolla,elección muy del gusto delabuelo, acostumbrado a lagastronomía siciliana, propia degente del mar. Cenaron enagradable charla, a la vez queadmiraban la vista de SantaMaría la Mayor, erguida como

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una blanca centinela entre la islade la Giudecca y el Gran Canal.

Terminada la cena, el abueloGiuseppe se empeñó encorresponder a la cortesía deMassimo con un café en un lugarmítico que solo conocía graciasal cine. Durante el corto paseohasta el palacio ducal seencendieron las farolas. Martinaaprovechó para contar al ancianola historia del puente de losSuspiros a la vez que pedía aMassimo que les sacara unafotografía de recuerdo.

Se sentaron ante el cuarteto

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que ameniza la terraza, entreprotestas de Martina, que loconsideraba un capricho tonto ycaro. Pero su abuelo se empeñóen no marchar de Venecia sintomarse un café con doble deazúcar en Florián, aunque porcada taza le soplaran diezescandalosos euros como recargopor la música en directo.

Dada la hora y puesto que noera temporada alta para elturismo, no había mucha gente enplaza San Marcos. Ni una décimaparte de las multitudes que lapoblaban por las mañanas durante

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el horario de apertura de laBasílica y el Campanile. Vacíoque alegró a Massimo, puesto queningún bullicio fastidiaba eldisfrute de la melodía delcuarteto de cuerda y piano.

El abuelo Giuseppe preguntóa Massimo si prefería tomar otracosa.

—Un café también para mí.—Aprobó la elección del anciano—. Me mantendrá despierto en eltren.

—Nosotros, los del Sur,tomamos tanto y a todas horas queya somos inmunes a los efectos de

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la cafeína.—No hace falta que me lo

diga. —Convino Massimo—. Mipadre también es un hombre delsur, aunque lleva desde niño enCivitella. Es napolitano.

Al viejo Giuseppe le agradósaber que por las venas deMassimo corría sangre como lasuya al cincuenta por ciento.

—Eso explica que no me mireusted con cara de susto.

Massimo sabía a qué serefería y trató de quitar hierro alasunto.

—A lo mejor es porque llevo

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años de un lado para otro, deNorte a Sur.

—Recorriendo el país entero,eso está bien.

—En realidad, solo vuelo denido en nido, como los pájaros.—Aclaró, haciendo un símilpuesto que sus destinos se ceñíana unas pocas bases aéreasmilitares.

El abuelo Giuseppe redirigióla conversación hacia sucomentario de hacía un momento.

—Ya sabe que por aquí arribano todo el mundo nos recibe conlos brazos abiertos —dijo, con la

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indiscreción de quien se halla enuna edad que le permite nocallarse lo que piensa.

Massimo no pudo evitar unasonrisa.

—¿No piensa tutearme? Porfavor, ya le he dicho que meresulta muy raro que me trate deusted.

—Viejas costumbres. Tutear atodo un capitán de la fuerzaaérea…

—Haga un esfuerzo, se loruego. —Pidió una vez más—. Encuanto a lo otro, yo me fijo en laspersonas, no en su lugar de

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nacimiento. Y por suerte existemucha gente en el Norte quecarece de prejuicios.

—Yo siempre digo que, si aGaribaldi le costó tanto unificarlos reinos, ¿con qué derecho nosandamos a estas alturas contópicos y pamplinas?

Martina, que los escuchabasin intervenir, se sintió muyorgullosa de su abuelo y de sullana filosofía, la de un hombrehumilde con la sabiduría que dala tierra y la vida.

El abuelo cambió el rumbo dela conversación, ensalzando la

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importancia de las accioneshumanitarias del ejército entiempo de paz. Massimo, algoincómodo de que lo alabara comoa un héroe, afirmó que el deber delas fuerzas armadas no era otroque el de servir a la sociedad.

Los músicos, por pactocortés, aguardaban sin tocar hastaque acabaran los músicos de CaféQuadri, su competidor del otrolado de la plaza. Por suerte paraMassimo, les llegó de nuevo elturno y la emprendieron con unanueva pieza. Con los primerosacordes, el abuelo Giuseppe dejó

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de glosar sus méritos comomilitar que tanto le incomodaban.Se levantó de la silla y, con airegalante, le tendió la mano aMartina.

—¿Me haría el honor deconcederme este baile, bellaseñorita?

Martina aceptó sonriente y,sin importarles si los miraban ono, comenzaron a girar al ritmode la música. Massimo reconocíala melodía, era el tema principalde La vida es bella; lo recordababien porque gran parte de lapelícula se rodó en Arezzo y toda

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la comarca acudió al estreno.Muchos conocidos, entre ellosdos empleados de su padre,actuaron como extras.

Massimo no imaginaba queMartina supiera bailar tan biencomo sus propios padres, queeran la admiración del pueblo lasnoches de verbena. Esa eleganciaacompasada era propia de otrageneración. Se sintió un patososin remedio, ante tanta destreza.Viéndolos bailar, Massimo pensóque la vida puede llegar a sermuy amarga, pero la sonrisa deMartina y la felicidad en el rostro

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de Giuseppe le devolvían laesperanza. La vida también estaballena de instantes muy bellos,como el de ver girar y girar en lanoche de Venecia a una nieta enbrazos de su abuelo.

Al acabar la canción, esa vez,los ocupantes de las otras mesasaplaudieron más a los bailarinesque a los músicos. Martina yGiuseppe regresaron a susasientos, exultantes.

—Mi abuelo es mi pareja debaile desde que tenía doce años.—Confesó con un brillopresumido en la mirada, orgullosa

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de su maestría.El anciano cubrió la mano

derecha de Martina con la suya.—A nuestro lado, Ginger y

Fred, un par de principiantes.Martina se echó a reír y

Massimo sonrió al verla tancontenta.

—Ahora que ya te atreves amontar en avión —dijo Martina asu abuelo—, no tienes excusapara venir a Roma a pasarconmigo largas temporadas. A versi Massimo logra convencerte deque se trata de un medio detransporte rápido y seguro. Fíate

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de él, que es un experto en lamateria.

El anciano negó con una risagrave.

—Yo soy como los olivos; silos arrancas y los trasplantas enuna tierra que no es la suya, semarchitan en dos días.

Martina dio un trago de café,sabiendo que aquella era unabatalla perdida. A pesar de ello,mantenía la esperanza de poderconvencerlo para que viviera conella algún día.

—Ya sabía yo que pondríasotra excusa. —Renegó, antes de

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apurar su café.—Sabes cuidarte muy bien.

—Alegó el abuelo—. Confío enti, porque sé que eres una chicasensata y responsable.

Martina calló de repente ybajó la vista. Pero enseguida serepuso y enderezó la espaldacomo si nada hubiera sucedido. AMassimo no le pasó por alto y nosupo a qué achacar sumomentáneo cambio de actitud.Pero el abuelo Giuseppeintervino de nuevo, sacándolo deaquel pensamiento.

—Y ahora no tengo motivos

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para preocuparme. —Añadiólanzándole a Massimo una miradaelocuente—. Porque sé quealguien más vela por ti.

Massimo miró a Martina;luego miró al abuelo a los ojos.

—Puede regresar tranquilo aSicilia. Le prometo que cuidaréde ella.

***

Sin prisas, disfrutando de lanoche, pasearon hasta campo

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Manin. Una vez atravesaron laestrecha «L» que imitaba la calledonde se encontraba el hotel, y yaen la puerta, el abuelo Giuseppese despidió de Massimo. Aúndisponía de tiempo hasta la salidade su tren y propuso que podíanacercarse a ver la famosaescalera del Bobolo del PalazzoContarini, que según les explicóse consideraba el palacio máspequeño de Venecia. El abuelorechazó la idea; un detalle degentil discreción con la pareja.

—Ve tú, bellina. —Animó asu nieta—. Y ya me la enseñarás

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mañana, cuando haga sol.—¿Seguro que no te apetece?—Ya es muy tarde para

alguien acostumbrado a acostarsetemprano como yo. —Adujo—. Ymañana quiero madrugar para vercómo despierta Venecia, lasbarcas de reparto, la barcaza dela basura, las de las obras… ¡loque en el resto del mundo soncamiones aquí son barcas! Hastaexiste la góndola de los muertos,¿cómo va a haber cochesfúnebres? —Narró entusiasmado;se cohibió ante la obviedad de loque estaba diciendo, dado que las

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vías eran canales, y miró aMassimo—. Seguro que suenaprovinciano para un hombre queya ha visto todo esto.

Massimo sonrió divertido.—He estado varias veces en

Venecia, pero desconozco todoeso que cuenta porque no se meocurriría levantarme a las seis dela mañana para verlo.

Al abuelo le complació surespuesta, que lo hizo sentirsemenos ridículo.

—No llames a mi puerta paradarme las buenas noches —indicóa su nieta—. Porque cuando subas

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seguro que estaré dormido comoun tronco.

Martina le cogió las manos yse despidió con dos besos hastael día siguiente. El abuelo tendióla mano a Massimo.

—Gracias por habernosregalado a mí nieta y a mí estosdías espléndidos, joven. Undetalle muy generoso.

—No tiene por qué darlas —aseguró estrechándole la mano—.Ha sido un verdadero placerconocerle.

—El placer, sin duda, ha sidomío.

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—Déjeme decirle que tieneuna nieta extraordinaria.

El abuelo Giuseppe asintió ymiró orgulloso a Martina, a la vezque empujaba la puerta de cristal.

—Lo sé.Lo vieron dirigirse al

mostrador donde aguardaba unrecepcionista de pelo rubio,remota herencia transalpina muycomún en el Veneto y el Piamonte.Massimo cogió a Martina por loshombros y juntos doblaron laesquina.

—¿Qué te ha parecido miabuelo?

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—Un viejo hombre del Sur,elegante hasta para quitarse de enmedio.

A pocos pasos atravesaron uncallejón, tan angosto que obligó aMassimo a soltarla y cederle elpaso, que conducía a un patiointerior de modestas dimensiones,multiplicando así el impactovisual de la escalera exterior delpalacio que ascendía hacia elcielo estrellado como una espiralde arcadas blancas.

—Ahí la tienes. Impresiona,¿verdad? —preguntó él a suespalda.

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Martina se recostó en él yMassimo aprovechó paraabrazarla por detrás. ¡Por fin!Llevaba horas deseando tocarla.

—Parece increíble que estamaravilla esté tan escondida —dijo, girando la cabeza para verlelos ojos.

—Hay tesoros que pasandesapercibidos. Cuestaencontrarlos tanto como a unamujer especial.

La hizo girar y le rodeó lacintura de nuevo estrechando elcerco para tenerla pegada a él.Martina respondió a su inicio de

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seducción con una mirada directa.—¿Qué tengo yo de especial?—Todo. —La calma

desafiante de Martina avivaba sudeseo—. He tardado treinta y tresaños en hallarte. Un pasado en elque no quiero pensar. Al menosesta noche, quiero que todo lo queno seamos nosotros se quede alotro lado de ese callejón —indicó con la cabeza hacia suderecha.

—Suena bonito.—¿Qué tienes aquí dentro? —

Exigió Massimo rozándole lafrente con los labios.

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Volvió a retirarse unoscentímetros para contemplar surostro a la luz de los focos queembellecían la delicadacolumnata del Bobolo.

—Tú y yo, nada más.—Quería dejar la decisión en

tus manos. Pero no puedomarcharme esta noche sin tenerteotra vez. Quiero un poco de lachica sin nombre que me hizorecobrar la ilusión —murmuróacercándose a su boca—. Yquiero mucho más de la mujer queconozco y me ha devuelto laesperanza.

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Martina se aferró a sushombros y unió la boca a la suya,vibrante de deseo contenido y alfin satisfecho. Massimo lasaboreó con los ojos cerrados,enredó la lengua en la suya concodicia. Se entregaron yreclamaron la entrega del otro,perdidos en un goce exquisitocomo la seda y ardiente como elfuego.

—Si no tuvieras que cogerese tren, esta noche te subiría ami habitación —dijoacariciándole los labios con lossuyos.

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—Ya estarías debajo de mí —aseguró, cogiéndole las nalgaspara pegarla a su braguetaabultada.

—Prefiero que te marchesahora, ¿sabes? —Él frunció elceño—. Te deseo, pero no quieroser tu chica de los revolcones deemergencia.

—En la chica de lasemergencias no se piensa a todashoras, por la mañana, por latarde, por la noche… Me vuelvesloco, Martina.

Volvió a besarla con ansiaexigente hasta que sintió los

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gemidos de ella ahogarse en suboca.

—No quiero despedirme de ti—musitó ella apretando loslabios sobre los de Massimo pararetener el calor y su sabor; unruego absurdo, porque sabía quedebía marchar.

—Este beso de despedida estambién un comienzo, bella. —Advirtió él antes de tomar suboca otra vez.

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10 - Las dos carasde la verdad

Una inesperada ola de viento delNorte había sacudido las copasde los árboles como un anticipoinesperado del otoño. En el valledel Chiana se mezclaban loscolores vivos con las nuevastonalidades castañas. Las hojascaídas remarcaban los ribazoslinderos entre los prados yorillaban los caminos.

Massimo y Martinacoincidieron ese fin de semana en

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Villa Tizzi. Todos allí parecíanatareados salvo ellos dos. Élquiso enseñarle los alrededores y,provistos de una sencillotentempié, se adentraron bosquearriba siguiendo una vereda queascendía hasta lo más alto de laloma. Aquel pedazo de naturalezasalvaje también pertenecía a lafinca y en él se cazaban liebres,codornices y algún faisán.

Massimo escogió un clarodonde extender la manta queportaba debajo del brazo. Mano amano, acabaron con la bolsa degusanitos y las dos latas de

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refresco que constituyeron supicnic improvisado, tan pocoromántico. Estando el uno cercadel otro, no necesitaban bocadosexquisitos regados con Chianti,como en el cine; aunque elescenario de aquel bosquetoscano fuera digno de unapelícula de las que hacen vibrarel corazón. Martina se sentabaentre sus piernas, con la espaldaapoyada en el pecho de Massimo.Él descansaba la suya en un árboly enrollaba en el dedo uno de susrizos mientras hablaban.

—Es su madre. —Argumentó

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Martina—. Es lógico que quieracompartir con ella un día tanespecial.

—¿El orden de visitasestablecido por el juez no cuenta?

Massimo solo sabía que erael cumpleaños de Iris y que sumadre se negó a dejársela ese finde semana, pese a que era uno delos que le correspondía tenerla aél. Sus planes de organizarle uncumpleaños en el patio, con tirasde globos de colores de árbol aárbol se quedó en promesa parael año siguiente, cuando soplarados llamas en la tarta en lugar de

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la solitaria y emocionante velitade su primera vez. Ya teníaasumido que su hija siempre seríauna niña con fiestas dobles ydemoradas. No era un drama.Pero se guardó bien adentro unaspalabras que le molestaban cadavez que se acordaba de ellas; noquería que Martina supiera queAda se negó a que la niña viajaraa la Toscana porque no quería quecelebrara su primer cumpleañoscon papá y «la amiga pelirroja depapá».

—No me importa celebrarlohoy, mañana o dentro de dos

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semanas, Martina —le explicó—.Ella usa a la niña para hacermechantaje emocional, eso es lo queme tiene siempre en tensión y aveces de mal humor.

—Yo, no es que sepa muchode las leyes, pero sí he estudiadocasos familiares con el mismoproblema que el tuyo. Hiceprácticas el año pasado en unservicio social de atención demenores, vi muchos casos depadres separados en continuoconflicto por los hijos.

—Sí, ya sé que el de mi hijano es el único caso. Pero eso no

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me consuela.—Lo que quiero decirte —

prosiguió, girando la cabeza paraverle la cara— es que a Ada leresultaría imposible quitarte elderecho a ver a Iris. Tendría quedemostrar ante un juez que eres unmal padre. Y eso es imposible, notienes nada que temer.

—No me tomes por uningenuo, Martina, que de repelerlos mordiscos de Ada ya seencarga Enzo —manifestó, paradarle a entender que comoabogado le cubría las espaldasmejor que un perro guardián—.

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No lo simplifiques tanto. Larealidad no es blanca o negra.

—Ni tampoco gris. El gris esel color de la resignación.

Massimo la tomó por loshombros para que sentara de ladoy poder hablar mirándose defrente.

—Tú te dedicas a ello, opronto lo harás. Seguro que hasvisto casos a montones. ¿Tienesidea de lo fácil que es manipularla mente de un niño? Concomentarios machacones, todoslos días, a Ada le sería muy fácillograr que Iris crezca odiándome.

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—Iris crecerá y tendrácapacidad de discernir.

—Y mientras tanto, yo tendríaque soportar verla creceraborreciéndome cada día un pocomás. Pensando que el malo deesta historia es papá, «que noquiere vivir con nosotras comolos papás de las otras niñas, queprefiere a esa mujer antes que anosotras, que no te paga estecapricho porque no te quiere».¿Te suena?

—Aunque no lo creas, teentiendo. Iris es lo que másquieres, hay que ponerse en tu

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piel para comprender tu miedo aperder su cariño.

—Doy gracias todos los díaspor tenerla en mi vida. Mi hijaes… —Cerró la boca y los ojos—. En cuanto a Ada, hice lo queel corazón me dictaba y escogí lalibertad. Ahora asumo lasconsecuencias.

Martina apoyó las manos ensu rodilla y la barbilla sobreestas, dispuesta por primera vez ahacerle una confesión.

—Todos las asumimos,Massimo. Yo una vez aposté porel amor y perdí.

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***

El sol de la tarde se filtraba porlas copas de los árboles y hacíauna temperatura muy agradable.Martina llevaba una falda larga yuna camiseta entallada; Massimoobservó que, tras sentarse máscómoda, se tapaba las piernashasta los tobillos.

—¿Tienes frío? —Ella negócon la cabeza—. ¿Seguro? Si loprefieres, volvemos a casa.

—No, de verdad —confirmócon una sonrisa agradecida; no

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estaba habituada a que un hombrese preocupara tanto por ella yMassimo estaba pendiente decada detalle.

—Me dijiste una vez queaquel hombre no te quería. —Lerecordó retomando laconversación.

—Estaba casado.Massimo ya lo sabía. Ada se

lo había dicho, pero prefirió queMartina no lo supiera. Le tomó labarbilla con los dedos, condelicadeza, para que lo escucharacon atención.

—Era él quien estaba casado,

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tú no. No le debías lealtad anadie.

Martina cerró los ojos y seabrazó a su pierna, feliz de que nola juzgara. Por raro que pudieraparecer, esa confianza deMassimo la liberó de una culpatimorata y sin sentido quearrastraba desde hacía años.

—Era muy niña y muy ilusa.Me juró que dejaría a su mujer yyo me lo creí. Solo me queríapara entretenerse y yo lo paguémuy caro.

—¿Tiene que ver todo estoque me cuentas con la cicatriz que

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tienes aquí?Massimo le puso la mano

sobre el pubis y ella la sujetó conla suya un segundo antes de quelos dos la apartaran.

—Creía que no la habíasvisto. Aquella noche, había muypoca luz.

—Tengo manos. Y boca. —Recordó el placer compartido,con una mirada cómplice—.Estuviste embarazada, ¿verdad?

—Sí, pero no salió bien —confirmó mirándolo a los ojos—.Por eso sé lo que significa pagarlas consecuencias. Yo pagué un

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precio muy caro.—No, Martina, deja de mirar

atrás. Eres muy joven, erespreciosa y estás llena de vida.Sigue tu propio consejo y olvidael gris resignación. Fíjate en lashojas que nos rodean, esta es larealidad que puedes tocar. —Afirmó cogiendo un puñado delsuelo—. Hay cientos de colores ytodos increíblemente bonitos.

Martina continuaba con losojos melancólicos, pero sonrió.Massimo solo sabía una parte dela historia, mejor así. Paraahuyentar ese terrible

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pensamiento, se apresuró a pensaren su optimista consejo sobre lastonalidades de las hojas. Eso letrajo un bello recuerdo y lo mirósonriente. Sí, allí estaba: los ojosde Massimo eran del color de lafelicidad.

—¿Has estado alguna vez enTrapani? —preguntó sin dejar demirarlos.

—No. Cuando vuelo a Siciliaen misión de apoyo a la FuerzaAérea Marítima, apenas salgo dela base de Sigonella.

Martina asintió, dándole aentender que conocía el

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aeropuerto militar Cosimo diPalma. Además de sede de laFuerza Aérea Marítima, era uncentro de operaciones táctico enel Mediterráneo de la Marina delos Estados Unidos y por eso enlos alrededores de Catania eranfamosos los guapos marinesamericanos.

—El mar desde lejos se veoscuro. Y en la orilla es de unazul tan claro que parece unapiscina. —Sonrió, viendo en susojos el mismo azul de sus mejoresaños—. De pequeña, yo mepasaba la vida esperando el

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regreso de mis padres. Pero nocreas que los recuerdo con pena.En verano, mis abuelos mellevaban a la playa todos los días.Me encantaba coger cangrejosermitaños, ¿sabes cuáles te digo?Esos que viven en una caracola ycuando los tocas con el dedo seesconden. Mi abuelo se comía loserizos de mar recién cogidos,¡vivos!, con un chorro de limón yuna cucharita. Me ofrecíaprobarlos y yo me iba corriendoporque me daba mucho asco. —Massimo la vio pasar de laalegría a la tristeza de nuevo—.

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Me gustaría que viviera conmigo,pero no quiere venir a Roma yyo… Es la persona que másquiero en el mundo.

Massimo la abrazó al ver quese emocionaba al hablar de suabuelo.

—No te pongas triste —musitó besándole la sien—.Sicilia es el lugar que asocias conla inocencia de la felicidad decuando somos niños, y esa quedapara siempre en la memoria. ¿Vestodo esto? Este es el lugar quepara mí significa calma y alegría.

Martina quiso que le contara

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cómo fue su niñez en aquellastierras.

—Adoras este lugar, pero noseguiste con la tradiciónganadera. ¿Por qué te hicisteaviador?

Él miró al cielo y le señalóuna bandada de estorninos envuelo hacia el Sur.

—Fue gracias a mi padre —reconoció orgulloso—. Depequeño me obsesionaban lospájaros, me pasaba horas enterasobservándolos con unosprismáticos. Le preguntaba porqué no teníamos alas los humanos

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para poder volar y verlo tododesde ahí arriba. Mi padresiempre me decía que para volarno se necesitan alas, se necesitanganas —Massimo sacudió lamano antes de continuar—.También tuve la suerte de que la«Giulio Douhet» esté enFlorencia, es la escuelaaeronáutica militar donde estudiéel bachillerato y que me permitióel ingreso directo en el ejército.De haber vivido en otra parte nolo habría tenido tan fácil.

—Me gusta escucharte —dijoMartina—. Hablas de ello con

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tanta pasión.Massimo le acarició la

mejilla y enredó la mano en supelo para sujetarle la cabeza.

—La pasión es querer lascosas que nos gustan, que nosllenan —murmuró inclinándoseen busca de su boca—. Laspersonas que hacen que nuestravida sea mejor.

—Tengo miedo, Massimo.Él le dio un beso suave en los

labios para alejar sus temores.—¿De mí?—De enamorarme.Esa vez, Massimo profundizó

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el beso, recreándose en ella einvitándola a entregarse sinpensar en nada que no fuera él.Cuando alzó la cara para verla,vio en los ojos de Martina elmismo sentimiento que ella podíaver en los suyos.

—Un poco tarde. Ya loestamos los dos, cariño —afirmó—. No temas. Tú arriesgas elcorazón. Yo tengo mucho más queperder y no voy a dejar que elmiedo me aparte de ti.

La abrazó y sus bocas seunieron como dos piezasperfectas. Cayeron sobre la

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manta. Había tanta necesidad enaquellos besos exigentes, tantacomo larga había sido la espera.Se necesitaban, era más grandeque el deseo ese sentimiento quelos unía y aún no se atrevían apronunciar. Massimo la besó conla sangre palpitándole en lassienes por haber recobrado alángel de rizos cobrizos sobre laalmohada del hotel. Y ella exigíasu boca, ansiosa por retener ensus labios para siempre elrecuerdo del hombre que la hacíafeliz.

—No quiero parar —

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murmuró agitada.—No lo hagas.—¿Aquí?—Estamos solos, princesa.

Nadie nos ve —susurrómordiéndole suavemente elcuello, la mejilla de camino haciasu boca—. Solos tú y yo.

Massimo metió la mano pordebajo de la camiseta y ledesabrochó el sujetador paraacariciarle el pecho. Sus bocaseran una, sus cuerpos soldados enun abrazo de piernas y brazos, serecorrían con las manos,buscando aberturas en la ropa en

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busca del contacto piel con piel.—Tócame —murmuró ella,

ávida de sus caricias.Massimo le subió la falda,

apartó el tanga y deslizó la manoarriba y abajo.

—Espera. —Le rogó al oído,cuando ella le desabrochó elpantalón y lo bajó cuanto pudo,hasta liberar su miembro erectopara acariciarlo a gusto.

Se incorporó sobre lasrodillas y la hizo moverse hastael borde de la manta. Martina lohizo y aprovechó para quitarse lacamiseta. Massimo le atrapó los

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senos con las manos, sintió unescalofrío y miró cómo ella loacariciaba desde el glande hastala base con un ritmo dulce ytorturador. Con ambas manos, lebajó el tanga de un tirón quequedó enganchado en uno de lostobillos de ella.

Martina le cogió la muñecacuando lo vio echar mano de lacartera para sacar unpreservativo.

—No hay peligro.Massimo ya había caído en

esa trampa una vez. Puede queestuviera cometiendo una locura,

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corriendo un riesgo innecesario…Pero confió en ella; estabaconvencido de que Martina nosabía mentir. Se echó el resto dela manta por encima sin perdertiempo y la cubrió con su cuerpo.La manta los tapaba hasta loshombros. Ladeó la cabeza y conun contacto brusco de sus labiosla obligó a abrir la boca eintrodujo la lengua en la deMartina a la vez que la penetrabacon ruda necesidad.

Ella lo acunó entre suspiernas, lo agarró por los glúteospara sentirlo tan cerca, tan dentro

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como fuera posible. Se movieronjuntos, con un ritmo intenso yduro hasta que el estallido deplacer los sacudió a la vez. Ellagimió clavándole los dientes en elhombro por encima de la camisa.Massimo resollaba con la frentehundida en su pelo y la boca en laoreja de Martina.

Ella se notaba el pechobañado en sudor, o era el de él.Le acarició la espalda, los dosestaban temblando. Entonces notócuanto pesaban los músculos deMassimo, que se había dejadocaer a plomo sobre ella. La

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aprisionaba y aún así lo abrazómás fuerte para que no semoviera. Lo oyó murmurar con laboca cerrada, como un torosatisfecho. Entreabrió los ojos ycontempló la luz amarilla y lassombras en las copas de losárboles.

—Martina, Martina,Martina… —le dijo al oído.

—¿Mmm?Massimo restregó la cara en

sus rizos, con lenta pereza.—¿No lo oyes? El viento ha

aprendido a susurrar tu nombre.

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***

Martina estaba furiosa. No lecolgó el teléfono por no empeorarlas cosas entre ellas, pero eraincapaz de discernir por qué tíaVivi la ponía entre la espada y lapared.

—Es que no entiendo quefalta te hago yo en esa fiesta.

—Es que no hay nada queentender. ¡Vienes y punto!

—Monta todas las fiestas que

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quieras en casa, ¡pero no meobligues a mí a pasar horas yhoras hablando con gente que niconozco ni me interesa conocer!

La tia Vivi hizo una pausa y,conociéndola, Martina supo quese había enojado hasta el límitede lo insoportable.

—Escúchame con muchaatención, y vamos a hablar clarode una vez. He organizado esavelada para cerrar un negociomuy importante. En apariencia esuna fiesta y, para lo que meinteresa, es una reunióncomercial.

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—Sigo sin entender qué pintoyo en tu fiesta.

—Vamos a recibir en casa agente de altura. Vendrán elembajador y un príncipe de unemirato, y esa noche pretendoconvertirme en su delegadacomercial en Europa, no sé si loentiendes.

—Hasta ahí, sí.—Yo intervendré

directamente en cada acuerdocomercial que cualquier empresadel emirato firme con un paíseuropeo. Y hay mucho más quepetróleo en juego, como

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comprenderás, no pienso perderuna oportunidad como esa deganar dinero gracias a lascomisiones.

—Y yo te deseo toda la suertedel mundo. —Ironizó.

—Mucho ojo, Martina. A míno me vengas con sarcasmos.

—Es que sigo sin entender…—¿Pero tanto te cuesta

asimilar la poca credibilidad queda esta gente a una mujer? No eslo mismo que me conozcan comouna profesional liberal que comouna tutora responsable, abnegaday que además trabaja para sacar a

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su sobrina adelante.—Así que se trata de eso.—Evidentemente. Quiero que

te vean allí, a mi lado. Eres misobrina y yo soy quien cuida de ti,¿o no?

Martina prefirió callar. Erauna manera sesgada y egoísta deverlo. Pero ella no era la personamás indicada para criticaractitudes egoístas, puesto quevivía a costa de su tía por purointerés.

—Una familia italiana,tradicional, sacudida por latragedia, un matrimonio joven y

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valiente que dio su vida en Áfricapor ayudar a sus semejantes…

Martina cerró los ojos.—No puedo creer que utilices

otra vez la desgracia de papá ymamá —murmuró asqueada, lafalta de escrúpulos de su tía dabaganas de vomitar.

—Me da igual lo que pienses,no les hago ningún daño con ello.Y no te atrevas a acusarme de noquerer a tu madre porque era miúnica hermana. —Avisó—. Elembajador y el príncipe tienenque vernos a las dos como unafamilia, como lo que somos al fin

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y al cabo. No estamos engañandoa nadie.

Solo se engañaba a sí misma,pensó Martina. O a lo mejor nieso.

—No tengo ningunas ganas departicipar en esa farsa que hasplaneado.

—Y a lo mejor a mí se mevan las ganas de seguir pagandola matrícula de tu facultad y esaresidencia donde vives y que mecuesta mucho más de lo quecualquiera en su sano juicioestaría dispuesto a pagar por uncapricho. Tú verás lo que haces.

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Cuando Martina quisoresponder a su amenaza, se diocuenta de que tía Vivi ya habíacortado la comunicación.

***

A mediados de otoño, con elcurso empezado, Massimoprocuró no incordiar a Martina.Sabedor de su obsesión porfinalizar el último semestre de sulicenciatura, no quiso que supresencia supusiera un lastre que

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le restara concentración y tiempode estudio. A pesar de lo muchoque le costaba coger el teléfono y,tras un segundo de indecisión,volver a guardarlo en el bolsillosin llamarla. Deseaba más quenada tener cerca a Martina,escuchar su voz, establecer deuna vez esa relación de parejaque era absurdo negarse areconocer que ya había surgidoentre ellos dos.

Con todo, sus obligacionescon el ejército lo retenían más dela cuenta desde que acabó elverano. Incluso dio gracias de no

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disponer de tiempo porque, deotro modo, se habría presentadodía sí, día también, en laresidencia o dejado caer por laUniversidad. Y no se habríaconformado con verla con dostazas de café de por medio. Laquería cerca, quería compartirtodas sus horas libres con ella.Pero la realidad se imponía. Y lasensatez: Martina era unaestudiante brillante a punto delicenciarse. No podía permitirsedistracciones y no existe mayoratontamiento que la primera etapadel amor. Era vital que se volcara

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en cuerpo y alma en terminar lacarrera y en preparar el examende capacitación.

Massimo se repetía a diarioaquellas consignas, pero esanoche no logró convencer a suinstinto y ganó la llamada de lanecesidad. Estaba solo en Roma.Iris pasaba el fin de semana conAda. Rita y Enzo estaban enCivitella. El apartamento deRegina Margherita le parecíavacío y silencioso,descorazonador para ser sábadopor la noche. Una apática soledadque lo empujó a coger las llaves

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del coche y salir en su busca.Nunca había estado en el palacetede Martina, pero por su hermanaRita supo que ella habíamarchado allí hasta el lunes.Condujo por viale CastroPretorio siguiendo lasindicaciones del GPS que lollevaron hasta el subterráneo quesalvaba las vías del tren. Lasindicaciones empezaron a serconfusas. Después de zigzaguearpor calles que acabaronllevándolo una y otra vez a lasruinas del templo de Minerva, diopor fin con la casa. Una

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edificación elegante y esquineraque distinguió desde lejos por lasluces que se veían en el jardín.Un hecho inesperado que,instintivamente, lo decidió aaparcar en la manzana anterior.

Suponía a Martina encerradaen su cuarto, en pijama, contapones de silicona en los oídos yla nariz enterrada en los libros.Su intención era sacarla de allípara que tomara el aire, para quedespejara la mente de leyes ynormativa, pensando en otra cosa.En él. Massimo ya fantaseaba contodos los besos y caricias a la luz

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de la luna que lo convertiríandurante un rato en el únicoprotagonista de sus pensamientos.Cuando salió de casa para ir ensu busca, de ningún modo laimaginaba en una fiesta; esoevidenciaba la música de jazzque escuchó proveniente delpalacete mientras se acercabacaminando por la acera.

No pudo ni tocar el timbre. Enla misma cancela, un guardia deseguridad controlaba el acceso.Massimo le dio su nombre, concierto malestar por los modostajantes con que fue advertido que

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para acceder se requeríainvitación. Él no tenía intenciónalguna de participar ni de colarse,cualquiera que fuera lacelebración. Solo quería ver aMartina e invitarla a dar unavuelta. Por ello, pidió por favorque la avisaran de su llegada.

Lo que pudo observar desdesu posición al otro lado de lacancela, no fue de su agrado. Verllegar a Martina con un vestidolargo cuyo escote dejaba a lavista más que tapaba, aún le gustómenos.

—¡Massimo! —exclamó con

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excesiva euforia—. Haga el favorde dejar pasar a mi amigo. —Eltono hosco, e incluso algodéspota, aún sonó peor.

El vigilante abrió la puerta dereja y Massimo entró en el jardíncomo quien rebasa las fronterasde la exclusividad. Con el humorcada vez más agrio, cogió aMartina del brazo y la llevó hastaun rincón apartado.

—¿Qué haces vestida así?—Mmm… ¿No te gusto? —

Ronroneó echándole los brazos alcuello.

Massimo le cogió las manos

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de la nuca y se las bajó deinmediato. Ella no pareciócontrariada, se limitó a ascendercon las palmas abiertas por elestómago para apoyarlas en supecho a ambos lados de lacremallera de la cazadora decuero. Se inclinó con los labiosentreabiertos para darle un besopero él echo la cabeza atrás.Martina olía a ginebra.

—He venido a sacarte de tuencierro, pensé que estaríasestudiando y se me ocurrió quepodíamos dar una vuelta para quete diera el aire.

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—Qué mono…—Pero veo que va a hacer

falta algo más que aire para quete despejes. ¿Cuánto has bebido?

—No te comportes como unpadre, por favor —comentótapándose la boca con la manopara ahogar una risillainvoluntaria.

Massimo le sujetó las manosantes de que volviera a lasandadas e insistiera en que labesara. Miró a su alrededor.Camareros de negro portabanbebidas en bandejas. En el fondodel jardín, donde sonaba la

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música en directo, distinguió acuatro hombres vestidos deetiqueta. En otro grupo, lamayoría era de rasgos árabes. Enambos corrillos, chicasdespampanantes y muy jóvenescon vestidos tan sugerentes comoel de Martina. La puerta delpalacete se abrió, en el vestíbulose veía idéntico ambiente selecto.Un tipo gordo con anillos de orosalía de allí con una rubiacolgada del brazo que no parabade reír. Ambos se frotaban lanariz con el dedo de un modo tanevidente que no hacía falta ser

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sabio para adivinar qué acababande esnifar.

—Veo que estás ocupada,será mejor que me marche.

Martina lo cogió por lassolapas.

—Ven conmigo —suplicó,mimosa—. Lo pasaremos muybien.

Massimo dio un últimovistazo a su alrededor; en aquellafiesta corrían el alcohol y, conmucha discreción, las sustanciasilegales. Uno de los hombres delcorrillo más cercano palmeó elculo de una camarera con

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descaro.Cogió a Martina nuevamente

por las manos y la obligó a que losoltara.

—Tu manera de pasarlo bienno casa con la mía.

Cuando Martina iba areplicar, una mujer muy elegante,pelirroja también, la retuvo por elcodo y la hizo girar. Massimocreyó entender que parapresentarla a los dos hombres derasgos aceitunados que laacompañaban, aunque no perdióel tiempo en cerciorarse de ello.Martina se unió al grupo de

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recién llegados y él no lainterrumpió ni para despedirse.Caminó los escasos metros que loseparaban de la cancela y, trasabandonar el palacete, regresópor via Luiggi Luzatini en buscade su coche. La decepción era tangrande que le embotaba lossentidos. No era capaz dereconocer a la Martina desiempre en la mujer que acababade ofrecérsele con el descaropropio del exceso de alcohol. Eraincapaz de asimilar que sehubiese transformado en unaespecie de vampiresa vestida de

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pedrería con el escote hasta elombligo.

No era quien para juzgarla. Nipara censurarla. Le molestódescubrir esa otra cara deMartina; no la culpaba deocultarle nada, todo lo contrario,el error fue suyo creyendoconocerla. Pero la realidad eraque se sentía engañado. Esafaceta de Martina no encajaba ensus gustos ni en su modo de vida.Suficientes problemas tenía comopara complicarse la existenciatodavía más. Recordó los sieteaños de diferencia que los

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separaban. Ella era muy joven,estaba en la edad de vivir allímite. Él ya había superado esaetapa y debía pensar, ante todo,en su hija.

Cuando llegó al coche, habíatomado una decisión: era mejorolvidarse de ella y pasar página.Martina carecía de la madureznecesaria para asumir laresponsabilidad de convivir conuna niña.

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11 - Sombras desospecha

Una semana después delencuentro con Martina en lafiesta, Massimo fue a buscar a suhermana a la residencia. Queríahablar con ella y ese día le veníade paso. Rita le había dejado caerque tenía intención de invitar aMartina a pasar las Navidades enla hacienda. Y a él no le apetecíapasar las fiestas bajo el mismotecho que una mujer que lo habíadecepcionado. Desde aquella

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noche en su palacete supo que secegó en conocer una cara y consus propios ojos pudo comprobarque tenía cara y cruz.

—No insistas en hacermecambiar de opinión porque no lovas a conseguir. —Aseveró antela insistencia de Rita.

—No entiendo a qué vieneeste cambio, Massimo.

—Ni tengo por quéexplicártelo, solo te diré que tuamiga no es como aparenta ser yesa otra Martina no va conmigo.No me gusta en absoluto.

—Te equivocas con ella,

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Massimo. Dices que la viste conalguna copa de más y yo teaseguro que es porque le debióhacer mucho efecto porque noestá acostumbrada. Yo nunca la hevisto beber y date cuenta lashoras que pasamos juntas.

—No fue solo el alcohol.—Martina es buena persona,

Massimo. Yo la conozco bien.Él se metió las manos en los

bolsillos y remiró de pasada laescasa decoración del dormitorio.

—Vamos a ver, una cosa esser hospitalario y otra pasarse dela raya. ¿Es tan necesario que

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venga a casa en Navidad? —dijoya con mal talante.

—¡Es mi amiga! ¿Tanto temolesta que se siente a nuestramesa una persona más?

A Massimo se le agotó lapaciencia.

—¡Sí, me molesta! —Gritó—.Son unas fiestas familiares y ellano es de nuestra familia, Rita. Aver si te metes eso en la cabeza.Martina tiene a su abuelo por unlado y a su tía por otro. No meparece bien que tenga quepasarlas con nosotros.

—Hay veces que creo que no

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te conozco.—Si tan buena es, más le

valdría demostrar que quiere a sufamilia. ¿Te explico cómo? Nodejándolos de lado. Podríapensar que ellos también lanecesitan en Navidad.

—Eso es una crueldad,Massimo. Ella no me ha sugeridoen ningún momento que la invite apasar las fiestas en casa.

Rita se puso a apilar loslibros sobre su lado del escritorioque compartía con Martina.

—¿No te ibas? —dijo sinmirar a su hermano—. Pues hala,

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adiós, si tanto te molesta puedesestar tranquilo que no la invitaré.

Massimo la cogió por lacintura, Rita quiso apartarlo de unempujón sin conseguirlo.Mientras él trataba de hacer laspaces con su hermana, ninguno delos dos sospechaba que Martinaen ese momento se alejaba por elpasillo tan deprisa como acababade llegar. Con la puerta abierta yhablando a voces, lo habíaescuchado todo.

***

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Para que Rita no sospechara,Martina no apareció por laresidencia hasta bien entrada lanoche. Dijo que ya había cenadocon un grupo de compañeros decurso y, ante las preguntas de suamiga respecto al mutismo de suteléfono, pretextó que se habíaquedado sin batería en le móvil.

—Hemos estado hablando y,¿cómo voy a negarme, Rita? Esmi tía. Y me parece una buenaocasión para suavizar las cosasentre nosotras.

—Pensaba que irías a Sicilia.Martina negó con un gesto de

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la mano.—Mi abuelo tiene unos

vecinos que son casi como de lafamilia, ya sabes cómo son lascosas en el campo. Pasa tantotiempo solo que los Licalzi loinvitan a comer los domingos yprácticamente lo obligan a pasarcon ellos todas las fiestasseñaladas.

—Pero si vas tú…—¡Tendría una silla

asegurada en la mesa de losLicalzi! Pero mi abuelo es muy,¿cómo te diría?, mirado para esascosas. Está chapado a la antigua y

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le preocupa molestar. Manías deviejo, porque son una familiaestupenda, siempre tienen lapuerta abierta de casa, ¡sucomedor parece siempre unafonda! El caso es que mi abuelo,si yo voy, se empeñará en quepasemos los dos las Navidadesen su casa, porque en la de losvecinos son muchos y lo únicoque conseguiría es fastidiarle a éllos planes. Yo prefiero que estérodeado de su gente de toda lavida esos días que se acuerdamás de mi padre y de mi abuela.

—Me imagino lo que debe de

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sentir. Estas serán las primerasNavidades que pasamos sin tíoGigio. —Recordó, preocupadapor su madre que echaría más enfalta que nunca a su hermanosolterón.

—Yo estoy segura de que elabuelo Giuseppe se encontrarámás alegre en una casa llena deamigos de toda la vida, quecenando mano a mano con sunieta con el televisor encendidopara hacernos compañía.

—Así que te quedas en Romaen Navidad.

—Tia Vivi es mi familia y,

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conociéndola, seguro que noestaremos solas.

Después de la discusión conMassimo, Rita se quedó mástranquila al saber que Martinatenía planes para celebrar lasfiestas.

***

En casa del la familia Tizzi serespiraba un aroma delicioso.Etore había tostado el pan yechaba una mano troceando

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tomates del huerto para lasbruschette y de tanto en tantoechaba un ojo a la cazuela dondeborboteaban las tagliatelle,vigilando que no se pasaran decocción. Entre tanto, Rita ayudabaa su madre a bridar el pavorelleno para el día siguiente. Lacena de Nochebuena lacelebraban en familia, pero todoslos años invitaban a unos primosde Arezzo que traían siempreconsigo a una tía viejecita deBeatrice para celebrar juntos laNavidad. Ese año tambiénacudirían a comer la hermana de

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Etore, que vivía en Siena, con sumarido, dos hijos, sus respectivasmujeres, y dos nietos pequeños.De ahí que hubiesen matado unpavo lustroso del corral quellevaban engordando desde elverano para la ocasión.

Massimo, en una esquina,daba de cenar a Iris una papillaque no era de su gusto. No hacíamás que girar la cara y cerrar laboca en cuanto su padre leacercaba la cuchara. Massimoestaba al límite de su paciencia yhabía más papilla en la mesilla dela trona que en el plato.

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—Déjala, si no le apetece —dijo Rita.

—Si se sale con la suya unavez, me tomará el pelo toda lavida.

Massimo levantó la vistaporque oyó reír a su padre entredientes. Pero Etore, ajeno a lamirada torva de su hijo, continuóespolvoreando albahaca reciéntrinchada sobre cada bruschettede la bandeja, que luego aliñabacon un hilillo de aceite de oliva.

Beatrice se limpió las manosen un paño, fue al frigorífico apor un yogur y se lo dio a su hijo.

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—No la fuerces. —Aconsejó,retirando el plato de papilla amedias—. Ya comerá mañanamás. Pélale una pera del frutero, aver si jugando con ella se comealgún pedacito antes del yogur.

—Cuidado con la pasta. —Laavisó su marido.

—Voy. ¿Ya has acabado coneso?

Mientras ella sacudía lastagliatelle humeantes, él seacercó con la bandeja y se lapuso ante la cara. Beatrice aspirócon gusto; el intenso aroma de laalbahaca abría el apetito. La mesa

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ya estaba puesta en el comedor,que solo se usaba cuando eranmuchos o en días señalados.Etore llevó allí las bruschette ypoco después lo tenían de vueltaen la cocina con dos paquetes dedulces que esa tarde había ido arecoger a la pastelería deCivitella. Rita lo ayudó adestaparlos.

Massimo dejó que la niña seentretuviera jugando a comersola, o lo que era lo mismo, aponerse perdida con las últimascucharadas de yogur, y destapóuna garrafita de Chianti de la

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cosecha propia. Sirvió una copapara su padre y un par más parasu hermana y él, ya que su madrerehusó el vino antes de cenar.

El conejo hervía a fuego vivopara reducir la salsa. Beatriceechó las tagliatelle en la cazueladel guiso y lo mezcló con unacuchara de madera para que lapasta se impregnara bien.

—Un par de minutos y listo—dijo bajando el fuego.

Massimo fue con la copahasta la ventana y, a la vez quepaladeaba un trago de vino,limpió con la mano el cristal

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empañado. Las cazuelas al fuegohabían llenado la cocina devapor.

—La cena ya está casi, ¿no?—preguntó, con la vista fija en elexterior. Ese invierno la nieveaún no había hecho su aparición.

—En cuanto tengamos listoslos dulces, cenamos. —Anunciósu madre, sacando de la alhacenados bandejas de la vajilla de lasgrandes ocasiones.

Las dispuso en la mesa de lacocina, donde Rita y su padre yahabían cortado el pastel de frutossecos que no faltaba en Navidad

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en ningún hogar toscano.—Qué pena que al final no

pudiera venir Martina —comentóRita—. Le hablé del Panforte yme dijo que no lo había probadonunca.

Escuchar el nombre deMartina hizo que Massimo setensara. De cara a la ventana ydando la espalda a laconversación, apuró la copa devino de un trago. Observó lascortinas de ganchillo y estiró laabrazadera de la derecha paraque quedaran simétricas, fiel a sunaturaleza esteta de toscano de

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pura cepa. Le incomodaba todo loque pudiera romper la armonía deaquella Nochebuena y laconversación que tenía lugar a suespalda era una de esas cosas.

—Es lógico que pase lasfiestas con su familia —comentósu madre—. Aunque no me habríaimportado tenerla con nosotrosestos días, parece muy buenachica. Y me dice el corazón queestá demasiado sola.

—Imagínate que Navidades,ella y su tía mano a mano con lomal que se llevan.

—Voy a cambiarle el pañal a

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Iris —dijo Massimo.Sacó a la niña de la trona y,

con ella en brazos, se marchó dela cocina como si lo persiguierael demonio.

***

El señor Etore no dijo una bocaes mía cuando llegó al comedor yvio a Massimo sentado en la mesacon la niña en el regazo. Dejósobre el aparador la segundabandeja de dulces, adornada para

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la ocasión con un pañito de hilobordado y puntillas.

—Anda, ve a por la trona.Con un bebé en las rodillas nohay quien cene. —Aconsejó a suhijo—. Te lo digo yo que hecriado a dos.

Massimo dejó a Iris en brazosde su padre y fue a la cocina apor la silla alta de la niña, singanas de hablar. Desde queMartina salió en la conversación,no se le quitaba de la cabeza. Yesa noche prefería no pensar enella. Por el camino se cruzó conRita que llegaba cargada con las

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tagliatelle al sugo.—Yo creo que ya está todo —

dijo su madre quitándose eldelantal para seguir a Massimo.

Un poco después se hallabanlos cinco sentados alrededor dela mesa, dispuestos a atacar lastostaditas de pasta de higaditos,entrante con el que por tradicióninauguraban cada colaciónseñalada. Massimo dio unacuchara a Iris para que seentretuviera tocando el tambor enla mesilla de plástico de la trona,por ser su primera Nochebuena enfamilia, no la acostó a su hora.

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Todos, él sobre todo, preferíantenerla allí con ellos.

Beatrice aún no se habíasentado cuando un timbrazo lahizo mirar al otro lado delcomedor.

—¿Quién puede ser a estashoras? —comentó, extrañada—.Deja, ya voy yo —indicó a sumarido yendo hacia el teléfono.

Etore y sus dos hijos,convencidos de que se trataba deun pariente rezagado en lasfelicitaciones, se enfrascaron enla conversación acerca de lospreparativos ya casi ultimados

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para la comida navideña del díasiguiente; la casa iba a llenarsede gente, hecho que para todossuponía un motivo de alegríapuesto que hacía varios mesesque no se reunían con la familiade tía Rosaria, la única hermanade Etore. Cuando Beatrice se unióa ellos y ocupó su silla, su esposodejó a medias lo que estabadiciendo en ese momento al verlaalgo seria.

—¿Ocurre algo?Beatrice negó y se encogió de

hombros con sorpresa.—Rita, ¿no dijiste que tu

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amiga Martina pasaba lasNavidades con su tía?

—Eso me dijo, sí.—Pues debe haber cambiado

de planes. La persona que hallamado era su tía Viviana. Me hadicho que está en un crucero —explicó sin entenderlo del todo—.Llamaba para felicitar a susobrina, porque creía que estabaaquí con nosotros.

—¿Cómo sabía esa mujernuestro número de teléfono? —preguntó Etore.

—Debió dárselo Martina, porsi se le quedaba el móvil sin

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batería. —Intervino Rita—. Tenen cuenta que pasa aquí muchosfines de semana.

—Es extraño, ¿no te parece?—dijo su madre—. Da laimpresión de que la comunicaciónentre ellas falla. Siendo su únicatía y viviendo juntas, es una pena.

Ante la familia, Beatrice secalló la mala impresión que lecausaron los comentarios irónicosde aquella mujer que inclusohabía sugerido que Martina debíaser en aquella casa una especiede adoptada por caridad, dadoque pasaba tantos fines de semana

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con ellos en la Toscana. No eramanera de hablar de su sobrina ymenos con una desconocida.

—Martina vive conmigo en laresidencia de estudiantes,acuérdate —murmuró Rita,temiéndose lo peor.

En vista de lo que explicabasu madre, empezó a sospecharque Martina pudo haber oído ladesagradable conversación queella y Massimo mantuvieron en lahabitación. Y entonces recordótambién que la puerta estabaabierta mientras ellos dosdiscutían.

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—En fin, ¿cenamos? —propuso Etore mirando la cara depreocupación de su hija—. Rita,no le des más vueltas. Esta nochela llamas y sales de dudas.

—Me contó que su abuelovive en Sicilia —continuóBeatrice—. Como es lógico, lachica habrá decidido pasar estosdías con él.

Massimo apretó la mandíbula,porque aquel tema era el quemenos le apetecía oír en esemomento. Se mantuvo al margen yle quitó la cuchara de la mano asu hija, antes de que les pusiera la

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cabeza a todos como un bombocon tanto golpe.

—No, seguro que no. —Contradijo Rita la sugerencia desu madre, con cara de haberperdido el apetito—. Mucho metemo que estará cenando sola.

—No digas eso.—Ya verás como sí —

murmuró.—Es horrible que pase sola

unas fiestas que seguramente laharán recordar a sus padres. —Opinó con lástima—. De haberlosabido… Pobre chica, ¿por quéno insististe para que viniera a

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casa?La mirada acusadora que le

echó su hermana terminó deirritar a Massimo.

—Ya está bien, mamá. No escosa nuestra —dijo con acritud—. ¡Deja de compadecerte! Yolvida tu impulso de abrirle losbrazos a otra huerfanita sinmadre que ya viste dónde nosllevó la última vez.

Señaló con la cabeza a Iris,en clara referencia a Ada y losmeses aciagos que vivió enaquella casa.

—Eres imbécil, Massimo. —

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Saltó Rita, mirándolo con rencorpor la crueldad del comentario.

—Cuidado con esa lengua ote la corto. —Amenazó.

Beatrice ni replicó ni frenó ladisputa. Pero fue evidente paratodos que las palabras de su hijola habían herido. Se levantó de lasilla y sacó a Iris de la trona.

—Será mejor que le ponga elpijama antes de cenar, por si sequeda dormida. —Decidió.

Massimo tensó la mandíbula yclavó la vista en el plato vacío,enfadado con la situación,mientras su madre salía del

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comedor.Etore dejó la servilleta sobre

la mesa muy irritado.—Vosotros dos, ¡escuchadme!

—Exigió; sus hijos lo miraron ala cara—. Las peleas las quieroal otro lado de la puerta,¿estamos? Y haced el favor decomportaros como adultos. EsNochebuena y no voy aconsentiros ni a ti, ni a ti —losseñaló por turnos— que leamarguéis las fiestas a esa mujerque acaba de subir las escaleras,que bastante hace por aguantar eltipo. —Señaló hacia la puerta con

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el brazo extendido—. ¿Ya se osha olvidado que es nuestraprimera Navidad sin tío Gigio?—indicó con la cabeza la quintasilla que permanecía vacía.

—No te enfades, papá. —Pidió Rita, compungida.

Massimo miró hacia otrolado, molesto, y volvió a mirar asu padre, sabiéndose el culpablede la discusión.

—Vamos a olvidar losucedido, por favor. —Sedisculpó—. Se me ha calentado laboca.

—Pues te la enfrías —replicó

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su padre como si, en lugar de conun hombre hecho y derecho,hablara con un crío mal educado—. En mi casa no quiero ni malascaras ni silencios serios, ¿mehabéis entendido los dos? —Insistió—. Cuidado con agriarlelas fiestas a vuestra madre y a minieta, que son sus primerasNavidades con nosotros.

—Papá, tranquilo. —SuavizóMassimo—. No es para tanto.

—Sí lo es. —Rebatió muyserio—. Esta noche vamos acenar en paz y, cuando esté hartocomo un pavo, me tomaré mi

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espresso, mi copa de Vino Santoy mojaré mis biscotti —señalócon el dedo la bandejilla dedulces del aparador—. Y luegoespero irme a la cama dandogracias por la familia que tengo.

Rita fue a ayudar a su madrecon la niña, después de pedirperdón por la desagradablesituación que, sin proponérselo,habían creado. Saliendo delcomedor, escuchó a Massimodisculparse también con su padrey darle su palabra de que todostendrían la noche feliz que semerecían.

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Cuando llegó al cuarto de Iris,ya llevaba puesto un pijamita rosaafelpado de una pieza.

—Lo siento —dijo a sumadre, a la vez que le daba unbeso en la mejilla.

—Ya está olvidado —aseguróanimosa; la niña devolvía lailusión con creces—. Hay que vercómo crece. Tendremos quecomprarle una talla más.

—Mamá, mañana por la tardequerría regresar a Roma.

—¿Tan pronto?—Me preocupa Martina, la

verdad. —Se sinceró.

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—Le has cogido mucho afecto—dijo satisfecha; la chica legustaba—. Tiene suerte de tenertecomo amiga.

—Y yo a ella, no conozcopersona más generosa. —AlegóRita; sin dejar de mirar a Iris que,sujeta por su madre, daba saltitossobre el vestidor de bebés—. Séque es un día de mucho lío, contoda la familia aquí. Pero, cuandose vayan marchando, ¿meacercarás a Florencia a laestación?

Beatrice sonrió al ver sumueca de resignación ante la idea

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de coger el tren. Ya que su maridoera tajante cuando Rita se quejabapor no tener coche a su edad. Siquería uno, tendría que trabajar ypagarlo de su propio bolsillo.

—Estate tranquila, que yo tellevaré. —Decidió su madre—.Prefiero una escapadita a Romaque pasarme toda la tardeponiendo lavaplatos.

—¡Gracias! —exclamódándole un beso ruidoso—.Bajemos de una vez, que la cenase enfría y nos están esperando.—Instó a la vez que cogía a Irisal brazo.

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***

—Es una lástima que no hayáispodido conocer a mi tía, ha tenidoque marchar de viaje después decomer. Tiene tantos compromisos.

—No importa —disimulóRita—, ya nos la presentarás enotra ocasión.

Beatrice también ocultó sumalestar delante de Martina. Lachica las recibió con gran alegríay se apresuró a contarles unahistoria a todas luces inventada.Mientras Rita la acompañaba a

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hacer café, Beatrice se fijó en latotal ausencia de adornosnavideños. Muebles lujosos y unadecoración con el aséptico toquede un decorador profesional quedaban al palacete un aspecto deembajada. Ella era una mujeracostumbrada a los olores queimpregnan una casa donde secocina a diario y, si su olfato nola engañaba, allí no se encendíael fuego desde hacía mucho. Lacasa de Martina no tenía calor dehogar. Se acercó a la cocina y allíconfirmó sus sospechas, el olor acomida industrial de la lasaña

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congelada recalentada en elmicroondas le reveló cuál habíasido el solitario banquete deMartina el día de Navidad. Ysintió una oleada de lástima, noera justo que alguien pasara sin elcariño de la familia unas fechascomo aquellas.

—Mamá, como todavía nosquedan unos días de vacaciones,he pensado quedarme aquí conMartina para hacerle compañía.

—Me parece bien. —Aceptó,y se dirigió a la amiga de su hija—. Pero con una condición.Martina, tienes que prometerme

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que vendrás a casa a celebrar connosotros Fin de Año.

—No sé…—Sí sabes. —Rebatió—.

Seguro que para entonces tu tíaaún no habrá regresado del lagoComo.

Beatrice prefirió seguirle lamentira. Sabía que se encontrabade crucero; así se lo había dichola misma Viviana cuando llamópor teléfono a la haciendapreguntando por Martina.

—Sí, eso me dijo.—Me gustaría que recibieras

con nosotros el año nuevo.

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—Hemos organizado unafiesta. —Alegó Rita, paraanimarla—. Seremos un montónde gente, ya verás, prepararemosuna gran olla de lentejas —comentó conforme a la tradiciónitaliana de inaugurar el añocomiendo las lentejas de la buenasuerte—. Lo pasaremos de miedo.

Martina aceptó sin muchoconvencimiento.

—No quisiera ser unamolestia.

Ninguna pronunció unapalabra, pero las tres eranconscientes de que se refería a

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Massimo. Rita estaba en lo ciertocuando supuso que habíaescuchado a su hermano en laresidencia.

—¡Qué tontería! —Seapresuró Beatrice a quitarle esaidea de la cabeza—. Me enfadarési no vienes.

Martina era consciente de quela estaban invitando porcompasión. Pero después de laspenosas Navidades en aquellacasa vacía, deseaba celebrar lasfiestas en compañía, ya que viajara Sicilia a romperle los planes asu abuelo era una opción que

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había descartado.—De acuerdo, muchas

gracias.—No tienes que dármelas.

Además, a Rita le vienes muybien porque si la traes tú en elcoche le evitas tener que coger eltren.

—Lo hago encantada.Beatrice miró su reloj.—Yo tengo que regresar a

Civitella antes de que se me hagade noche.

Adoraba conducir y teníapocas ocasiones de hacerlo con eltrabajo que la retenía en la

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hacienda y por la renuencia de sumarido a dejarle las llaves delcoche. Ella era feliz con susvacas y sus gallinas, pero raravez salía salvo para ir al pueblo.Por eso se prestaba encantada allevar a su hija a Roma, paradisfrutar de dos horas al volante yotras tantas de vuelta. Un atracónde carretera que para otros erauna paliza, ella lo disfrutabacomo una escapada de placer.

—Nena, acompáñame alcoche y coges la maleta.

—No puede marcharse sintomar al menos un café con leche

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—dijo Martina, que ya habíapuesto la cafetera en el fuego.

—Claro que sí. En unmomento nos tienes de vuelta. Uncaffellatte calentito apetece coneste frío.

Madre e hija se pusieron losabrigos y salieron al jardín, yaque la temperatura en el exteriorera de cuatro grados. Rita abrióla cancela de hierro que daba a lacalle, puesto que su madre, portan poco rato, no quiso entrar elcoche a la parte trasera delpalacete.

Beatrice abrió el capó del

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Fiat y Rita sacó el trolley cargadocon ropa para una semana, parasu estancia prevista en laresidencia. Mientras alargaba elasa, se quedó contemplando lahermosa fachada del palacete.

—¡Qué envidia! Quién tuvierauna casa así en el centro de Roma—comentó.

Beatrice chasqueó la lengua,con la mirada fija en losventanales curvos del primerpiso.

—¿Te acuerdas de losgorriones que te regalaba tu tíoGigio cuando eras pequeña?

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Rita no lo había olvidado, elhermano de su madre tenía lamanía de atrapar cualquierpajarillo y ofrecérselo comoregalo en una jaulita. Pero supadre siempre la convencía paraque los dejara libres.

—Papá me llevaba al bosquey juntos abríamos la jaula paraque se escaparan. —Recordó—.Siempre me decía lo mismo, queDios hizo a los pájaros con alaspara que pudieran volar dondequisieran.

Beatrice miró a su hija y elsemblante se le entristeció al

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pensar en la joven sin padre nimadre que esperaba en el interiorpreparando café.

—Puede que tu amiga sea ladueña de todo esto. Pero estepalacete no es una casa, hija. Esuna jaula.

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12 - Líoembarazoso

Vincenzo Carpentiere no creía enel amor a primera vista, o asegunda, en su caso. No creía enel flechazo hasta que reencontró aRita convertida en la mujer másextraordinaria y deseable delmundo. La señora Beatrice lohabía invitado a almorzar con lafamilia y, como sabía que a suconejita le encantaba el zuccotto,quiso sorprenderla, y de pasoganarse el favor paterno, puesto

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que el materno ya lo tenía. Antesde ponerse en camino hacia laToscana, estacionó frente a unapastelería en Corso VittorioEmmanuele. Su hermano menor lehabía asegurado que allí hallaríalos mejores zuccotto de todaRoma. Y así debía de ser, porqueen el escaparate exhibían una deesas tartas semifrías tipo bomba,con cobertura de chocolate negroy decoración de frambuesas.

Lo que no esperaba eraencontrar tras el mostrador aSimona, una ex de sus tiemposjuveniles en los que las novias no

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le duraban ni un mes. Enzo sonrióalgo incómodo; por lo querecordaba, Simona no encajónada bien que la dejara por sumejor amiga. Pero se relajócuando lo saludó tan contenta,preguntándole por los viejostiempos con una efusividad queno esperaba.

—¿Y que es de tu vida, Enzo?—preguntó con una sonrisaencantadora—. ¿Te licenciaste enDerecho?

—Sí, ahora soy abogado.—¡Qué mono! —exclamó—.

No sabes cuántas veces me

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acuerdo de ti.La chica siguió echándole

piropos y contándole lasnovedades de su propia vidadurante los seis años quellevaban sin verse. Simona estabafelizmente casada con el dueño dela pastelería y tenía un par degemelitos que eran su alegría.

—Niño y niña.—Enhorabuena.—Y tú, ¿te casaste?—No, no había encontrado a

la mujer de mi vida hasta ahora.—Reveló, sonriendo como unbobo.

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La romántica confesión fueescuchada por una Simonaamable por fuera y despechadapor dentro. Enzo era más corto devista de lo que indicaba lagraduación de sus gafas, porquedurante la dulce conversaciónsolo se fijó en la sonrisa deSimona, pero el brillo vengativode su mirada le pasó del tododesapercibido.

—Por eso venía —continuóEnzo, perdido en su amorosaignorancia—. Mi chica se vuelveloca por un zuccotto y losvuestros me han dicho que son los

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mejores del mundo.—Y es cierto. Se me ocurre

una cosa, si quieres podemosdedicárselo con su nombre enchocolate blanco. —OfrecióSimona, más empalagosa que lospasteles del mostrador.

—¡Eso sería genial! —Seinteresó—. Pero no quisieradaros trabajo extra.

—¡Déjate de bobadas! Por unviejo amigo, lo que sea. —Insistió—. ¿Ponemos este?

Cogió un pastel de seisraciones de la vitrina y se loenseñó. Enzo aprobó su elección.

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—Ah, dime su nombre. —Pidió Simona.

—Rita. —Y al decirlo se leescapó un suspiro.

Simona afiló la mirada y entrópastel en mano en el obrador paraque un pastelero le caligrafiarasobre el zuccotto el nombre enblanco chocolate. Una vez dentro,su cara se transformó en la de unaserpiente de cascabel. Dejó elpastel sobre el banco de trabajo yse dirigió a uno de los oficiales.

—Paolo, hazme un favor, ve ala cámara y saca un zuccottoespecial.

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El chico la miró limpiándoselas manos en un trapo.

—¿Te refieres a los sexys?—El más grande que

encuentres. —Masticó entredientes.

En cuanto lo tuvo bienempaquetado con un lazo, suslabios volvieron a curvarse enuna sonrisa falsísima y salió aentregárselo al sucio traidor queesperaba fuera.

—Ya verás como le gustará—aseguró dándole el cambio—.Y a sus padres, ni te cuento. Teaplaudirán por detallista, te lo

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digo yo.Enzo se despidió de ella y,

con cuidado de no moverdemasiado la caja del pastel,caminó hacia el Lancia sinpercatarse del pequeño cartel enla fachada que anunciaba laespecialidad de la casa:pastelería erótica.

***

El almuerzo transcurrió demaravilla. La señora Beatrice fue

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a la nevera a por el postre queaquel chico tan adorable les habíallevado como obsequio.

—Mira que eres, Enzo. —Protestó depositándolo en elcentro de la mesa—. No teníasque traer nada.

—Sé que a Rita le gusta elzuccotto y he queridosorprenderla.

El señor Etore sonrió demedio lado al ver a su mujer tanemocionada con el detalleromántico. Su esposa destapó lacaja y los cuatro comensalesclavaron la vista en el pastel. En

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ese preciso instante se barruntó latragedia.

—Pues sí que nos hassorprendido, sí —comentó elseñor Etore, riendo por lo bajoante la metedura de patadescomunal del futuro yerno.

A Rita le entró un ataque derisa mientras Enzo farfullabadisculpas repitiendo una y otravez que no entendía el porqué deaquella equivocación. La únicaque no parecía reaccionar era lamadre de su amada, que se habíaquedado petrificada mirandoaquel pene gigante de chocolate

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con testículos incluidos.—¿Cómetela enterita? —

Leyó el letrero blanco que seextendía por toda su longitud,desde el apetitoso escroto hastael glande golosón—. Así que estees tu regalito para mi niña.

La señora Beatrice miró aEnzo furiosa y, en un visto y novisto, agarró el pastel y se loestampó en plena cara.

—¡Pero mamá! —Chilló Rita,y se apresuró a limpiar la cara deEnzo con una servilleta.

El señor Etore miraba a sumujer, sin creerse que hubiera

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sido capaz de hacer aquello alpobre muchacho.

Enzo, con la paciencia estoicade quien sabe que ya no hayremedio, se quitó las gafas llenasde nata, trocitos de fruta ychocolate. Luego se relamió losrestos alrededor de la boca.

—Pues era verdad, está muyrico. Ahora que cuando pille a mihermano…

Mientras Rita se afanaba enlimpiar el desastre, Enzo relatósin omitir detalle el consejo delgracioso de su hermanito y elencuentro con Simona en la

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pastelería.La señora Beatrice, en

secreto, alabó su honestidad alcontarles todo aquello sin tenerpor qué. Se compadeció al verloobjeto de la venganza de dosmujeres despechadas en un mismodía, la de Simona y la suya. Ypidiéndole mil perdones, agarróotra servilleta y se apresuró aayudar a su hija a limpiarle losrestos.

Enzo no era de los que seenfadaban y se tomó el tartazocon buen humor. Rita sintió que elcosquilleó que sentía por él en el

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corazón crecía a pasosagigantados, al verlo aceptar contanto aplomo el arrebato de furiade su querida mamá. Además,para ella solo contaba el presentey tener celos de una exjuvenilsuponía una tontería. Por su parte,el señor Etore lo único quelamentó es que, fuera porconfusión o venganza pastelera,se habían quedado sin postre.

Mientras su mujer agotaba elrepertorio de disculpas y corría asacar del aparador una caja dedolcetti de almendras para tomarcon el café, él acompañó a Enzo

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al cuarto de baño para querecompusiera su aspecto. No esque el chico necesitara ayuda,pero había en aquella amabilidadcasi paternal un motivo secreto.

—Yo le juro que no ha sidoidea mía. —Repitió Enzo una vezmás, enjuagando las gafas debajodel grifo.

—«Cómetela enterita». —Recordó con una carcajada—. Nopasa nada, hombre. —Lotranquilizó, apoyado en el quiciode la puerta—. Ya tenemos unaanécdota más para reírnos dentrode unos años.

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—Cuando lo cuente en micasa me van a llamar degilipollas para arriba.

Al señor Etore, para quien lafamilia era tan importante, leagradó que no tuviese secretoscon los suyos. Antes de hablar,escudriñó a su espalda paraasegurarse de que estabancompletamente solos.

—Ehmm… Una cosa, ahoraque mi mujer no nos oye. —Cuchicheó en tono secretista—,¿dónde dices que venden esastartas?

Maquinaba regalarle una igual

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a su Beatrice, con un montón defantasías picantes bulléndole enla cabeza.

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13 - Fantasmasdel pasado

El coche de Martina se estropeóen el momento más inoportuno.No les quedó otro remedio a Ritay a ella que viajar hasta Florenciaen tren. Enzo fue a recibirlas a laestación de Santa María Novella.

—Entonces, ¿no vamosprimero a casa a dejar lasmaletas? —preguntó Rita.

—Massimo nos espera enArezzo —indicó Enzo.

Y les explicó también a las

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dos que ambos habían quedado enla ciudad con un grupo de amigosde sus años jóvenes paradespedir el año con una copaprevia a la cena, dado quedespués de las campanadas y laslentejas a todos se les haríacuesta arriba salir de casa conaquel frío y coger los coches.

Martina iba en el asiento deatrás silenciosa e inquieta. Habíaprometido a Beatrice queacompañaría a Rita a Villa Tizzipara celebrar la Nochevieja. Yallí estaba, por cumplir supalabra y no hacer un desprecio a

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aquella familia que tanto cariñole demostraba, a pesar del nudoque le encogía el estómago cadavez que recordaba que ellosuponía ver de nuevo a Massimo.

No se habían llamado ni vistodesde la noche en que apareciópor sorpresa en el palacete.Martina no tuvo que hacerdemasiadas cábalas paracomprender que aquella fiestatuvo que ver en su cambio deactitud hacia ella. Pero su amistadcon Rita y el afecto que profesabaal matrimonio Tizzi estaban porencima de cualquier cavilación;

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incluso de esa que la hacíasentirse tan mal al reconocer quese había enamorado otra vez deun hombre que no lo estaba deella.

—Martina, ya llegamos —dijo Rita, girando para mirarla—.¡Pero di algo que vas muycallada!

—Qué bonito es Arezzo,nunca había estado aquí. —Improvisó para salir del paso.

De ningún modo pensabaexpresar en voz alta la sensaciónde fracaso que le enturbiaba elánimo de pensar que, por segunda

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vez se había equivocado con unhombre, al dejarse guiar por elcorazón.

Enzo aparcó y fueroncaminando por calles estrechasdecoradas con luces navideñas. AMartina le fascinó el centro de laciudad, a un lado y a otro sealineaban casonas renacentistas ypalacios con patio interior,portalada en arco con blasón depiedra y geranios en las rejas delas ventanas. Fue una suertecaminar a paso lento, porque asípudo disfrutar mejor de aquelbonito lugar que veía por primera

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vez. Costaba avanzar con tantosturistas y aretinos, renuentes amarchar a sus casas y abandonarel entrañable ambiente festivoque impregnaba cada rincón de laciudad. En la Plaza Grande, lospuestos de los anticuarios semezclaban con los del mercadillonavideño. Eran tiemposcomplicados y todosaprovechaban hasta el últimomomento para engrosar la caja, envista de la afluencia de gentepropiciada por el buen tiempo,puesto que la temperatura nohabía bajado todavía de los siete

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grados.—Massimo no debe andar

muy lejos —comentó Enzo—.Hemos quedado en vernos aquí enla plaza, aunque nos va a costarencontrarlo con tanta gente.

Dieron una vuelta y, junto alábside la Piave, Rita se encontrócon una compañera de estudios desu año londinense a la que noveía desde entonces. La chica erade Siena pero estaba en Arezzopara pasar la Nochevieja. Enzo yella se detuvieron a charlar conella y sus amigos. Martina notenía el ánimo para conversar y,

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después de ser presentadas porRita, prefirió quedarse rezagadacontemplando un puesto queexhibía coronas navideñas deramas, piñas y flores secas.

La desazonaba la idea detener que compartir cerca deveinticuatro horas festivas derisas y bromas con Massimo. Nosabía qué decirle después detantos días de mutismo por partede los dos, ni cómo fingir que nole importaba más que cualquierotro amigo de Rita de losreunidos en Villa Tizzi, ni cómoevitar mirarlo a los ojos, ni cómo

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aquietar su corazón… Hizo ungesto con la mano a Rita, que labuscaba con la mirada, para quesupiera dónde estaba, se apoyó enuna columna de los soportales aesperar que Enzo y ellaterminaran de conversar con lachica de Siena y su grupo.

El tacto de unos dedos en sumejilla la obligó girar la cabeza,asustada. Y entonces todo quedóen suspenso, la boca se le secó alver el rostro Rocco Torelli.

—Mi diosa del cabello defuego, qué sorpresa. ¿Qué hacesaquí?

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Martina sintió un fríorepentino al escuchar otra vez lavoz del hombre que le arruinó lavida.

***

—Estoy con unos amigos —murmuró.

Y lamentó haberlo hechoporque no pretendía darleexplicaciones ni cruzar palabracon Rocco. Él aprovechó suestupor y, moviéndose con la

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elegancia sutil de una serpiente,se guareció de miradas curiosastras una columna.

—El destino vuelve a unirnos,amor. —Martina odió aquellapalabra—. Me divorcié, ¿sabes?Ya nada nos impide estar juntos.

—Déjame, Rocco. Estoy conunos amigos y no van a tardar enllegar.

Él rio por lo bajo al ver quelo decía a modo de escudodefensivo.

—Unos amigos. —Satirizó—.Olvídate de ellos, dales cualquierexcusa y ven conmigo.

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—Estás loco…Rocco inclinó la cabeza

despacio y acercó los labios a sumejilla temblorosa.

—Ven conmigo. —Repitiómuy bajo—. Me han invitado auna fiesta de verdad, de las que ati te gustan.

Señaló con la cabeza laentrada de un palazzo, a unosmetros bajo los soportales.Martina miró hacia allí, en losbajos distinguió el escaparate deuna joyería de lujo. Recordó queRita le había dicho que laeconomía de Arezzo se basaba en

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la orfebrería en oro. Miró aRocco a los ojos y apartó la vistaenseguida; no había cambiado.Era igual que su tía Vivi, estabaen la ciudad para celebrar laNochevieja y negociar. Para ellosdos, placer y negocios iban de lamano.

—¿Qué me dices, bella? —Latentó lamiéndole los labiosdespacio.

El contacto la mareó y no poragrado. Mientras él, entre besostan comedidos como ardientes, lesusurraba las maravillas que esanoche podían compartir, Martina

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se retrotrajo con dolor a lostiempos en que la adoraba como auna diosa, en aquella habitacióndel hotel Cavalieri WaldorfAstoria de Roma. Su refugiosecreto, lo llamaba.

Martina se despreció a símisma por no ser capaz de darleun empujón, una bofetada salirhuyendo. Entonces comprendió elalto poder del miedo, ese queatrapa en una rueda sin fin a laspersonas maltratadas, porque elsufrimiento revivido la habíadejado paralizada como a unacierva ante el cazador.

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—Vuelve a mí esta noche. —La invitó.

Ella apretó los ojos alrecordar otras noches entresábanas de hilo y lencería desatén. Cómo se entregaba sumisay cegada de amor. A Rocco legustaba poseerla en la terraza, élvestido y ella completamentedesnuda, agarrada a la barandillay la cabeza colgando, sintiendoque caía al vacío con cadaembestida.

—No dejo de soñar contigo,mi diosa. —Lo oyó susurrar conlos labios prietos a la comisura

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de su boca.Martina ladeó la cabeza para

huir de sus labios pero Rocco fuemás rápido. Al sentir su lenguaentrando en su boca lo apartóempujándolo con fuerza.

—¡Déjame! Vete para siempre—masculló desesperada yfuriosa.

Él se hizo atrás, con unagalante inclinación de cabeza, yse despidió de ella con un guiño.

—Como quieras. —Aceptódándole una última caricia queella rechazó de un manotazo—.Nos veremos en Roma.

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—No.—Piensa en lo que te he dicho

y llámame algún día, ahora somoslibres los dos.

Martina lo vio perderse entrela gente. Se apretó los ojos conlas manos, tan frías las tenía quetocarse a sí misma ladestemplaba. Preocupada, buscócon la mirada el campanario dearcadas gemelas de la Piove, ygimió aliviada al ver a Rita yEnzo de espaldas. No podíanverla, no se habían enterado denada. Metió las manos en losbolsillos del anorak de plumas y

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caminó hacia ellos. No habíadado ni dos pasos cuando unamano firme la agarró por elbrazo. Levantó la vista y vio aMassimo. La observaba serio ycon una mirada dura, a pesar deello Martina cedió al impulso decogerse a su cintura.

—Massimo… —Suplicó—.Abrázame y no digas nada.

Él la cogió por los hombros yla separó.

—Pídeselo a ese que te comíala boca hace un minuto.

—No me lo nombres.—Te gustan maduros. —Se

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ensañó, desoyendo sus ruegos.—¿Vas a dejar que te

explique?—No. Ya sé cuál es tu juego

preferido y a mí me dan asco lasbabas de otro.

La barrió con una mirada dedesprecio y la dejó sola en mediode la multitud que abarrotaba laPlaza Grande.

***

Fue Enzo quien se percató de que

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algo le sucedía a Martina. Rita sedejó convencer para brindar consus amigos por el año nuevoaunque fuera un momento.Buscaron a Martina con la miraday él la localizó antes. Al ver latriste expresión de la chica, paraevitar que algún problema aguaraa Rita la Nochevieja, la instó a ircon su amiga diciéndole que seuniría a ellos en el bar en cuantoencontrara a Martina. Prefirióencargarse él de ver quéproblema tenía para mostrarse tanpreocupada. Massimo acababa deenviarle un WhatsApp diciéndole

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en qué local estaba y que allí losesperaba a todos. Miró el reloj dela iglesia, aún tenían tiempo debrindar con la amiga de Rita ycon la antigua pandilla deMassimo.

—¿Te sucede algo, Martina?—Investigó, al llegar frente aella.

—Ay, Enzo… —dijo tragandosaliva—. Debo regresar a Romacuanto antes.

—¿Algo grave?—Prefiero no hablar de ello.Enzo no insistió, sus ojos

suplicaban con tal desesperación

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que invitaban a no hacerlo.—¿Sabes dónde puedo

conseguir un taxi?—Martina, ¿seguro que no

puedes esperar a mañana? Se hahecho de noche…

—No. —Zanjó.Él supo que si seguía

insistiendo acabaría echándose allorar.

—Yo te llevo a Florencia. —Decidió cogiéndola del codo—.Vamos a buscar a Rita…

—No, no, no… —Rebatió—.Por favor, no… No le digas nada,te lo ruego. No quiero fastidiaros

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la noche. —Enzo la mirópreocupado—. La llamaré dentrode un rato y le explicaré.

—Insisto, yo te llevo. Enpoco más de una hora estaré devuelta. —Calculó, mirando sureloj.

Martina lo cogió por losbrazos.

—Enzo, te lo agradezco perono. Por favor, llévame a algúncajero. El taxi…

—Tu bolsa de viaje está enmi coche. —Martina bajó la vistay Enzo notó que la situaciónempezaba a superarla—. No pasa

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nada. Si tienes tanta prisa, ya te lallevará Rita cuando volvamos aRoma mañana. Anda, vamos, loscarabinieri sabrán dóndelocalizar un taxi.

Señaló hacia la derecha yemprendió el camino hacia lapareja de agentes que paseaba deronda por la plaza.

—¿Podemos ir a tu coche apor mis cosas? —SugirióMartina.

—Como quieras, no tepreocupes. Vaya —murmurósacando el teléfono del bolsillo—. Es Rita.

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Martina lo oyó decirle que sereuniría con ella en cincominutos, y se sintió culpable,porque su teléfono vibró dentrodel bolso momentos antes y ellano lo cogió. Le dolía marcharsede Arezzo sin decirle nada a suamiga pero no tenía el ánimo paraexplicaciones, lo único quequería era irse lejos, volver acasa y olvidarse del encuentrocon Rocco… Y alejarse deMassimo.

—¿Y el cajero? —preguntó,cuando Enzo acabó de hablar.

Él sacó la cartera y le entregó

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cien euros.—¿Crees que tendrás

bastante?Tras una breve duda, los

cogió mirándolo con unagradecimiento que a Enzo lellegó al alma.

—Te los devolveré, loprometo.

—No hace falta —aseguró—.Venga, no te preocupes más. Yaverás como los carabinieri nosechan una mano.

***

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Encontrar un taxi no fue difícil.Durante el camino hastaFlorencia, Martina no dejó depensar en el inquietante encuentrocon Rocco que le trajo a lamemoria aquellos días que tantose esforzaba en olvidar. Nochesde champán francés encerrada enuna bombonera de lujo. Con seisaños más, era capaz de reconocerque no era otra cosa aquella suitedel Cavaliere. Un estuche lujoso,como las perlas con las queadornaba sus muñecas hasta elcodo y los largos collares que lerozaban los senos cuando se

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hundía entre sus piernas.—Tu piel está hecha para las

joyas, tú has nacido para el lujo,mi diosa —le decía.

Y después se las quitaba conlenta adoración.

—¿Ves estas perlas? Tú lesdas vida —aseguraba, mientrasvolvía a guardarlas, impregnadascon su calor y el olor a sexoreciente en sus estuches deterciopelo.

El taxista paró ante SantaMaría Novella y ella pagó lacarrera. La mala suerte se cebócon ella ese día porque el último

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tren hacia Roma, el de las diez ycuatro minutos, hacía diez quehabía partido.

«Un estuche de lujo», se dijo.Como a las perlas y gemas conlas que cubría su desnudez, así latuvo Rocco durante un largo año.Llenándole la cabeza depromesas que nunca tuvointención de cumplir. Y ella,después del terrible desenlacecon que acabó aquella relación,hizo lo mismo. Encerrarse en elpalacete de sus padres yalimentar el dolor. Escuchar susexcusas por haberla metido en un

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avión rumbo a Palermo,abandonada a su suerte. Aquelbebé con el que no pudo llegar aencariñarse porque ni ella sabíaque estaba en camino. Susllamadas insistentes cuando ellano quería recordar, la angustia, elcuerpo maltrecho y el alma vacía,la soledad del hospital…

Miró a su alrededor, pocosviajeros se veían a esas horas enla estación. Los últimosrezagados tan solo. Fue a lacafetería y pidió un café conleche y un muffin de chocolate.Desde allí se veía el panel

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luminoso con el horario de trenes.El próximo hacia Roma salía alas nueve y diez del día siguiente.Tendría que pasar la noche en laestación, pero no le importó.Necesitaba tiempo parareflexionar, para decidir quéhacer con su futuro. Y parajurarse a sí misma que novolvería a equivocarse con loshombres. Creyó que Massimo eradistinto a los demás y resultó serun imbécil cargado de prejuiciosal que habría preferido noconocer.

Su vida no le gustaba, en su

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mano estaba cambiarla. Mientrasremovía el azúcar en el café conleche tomó la decisión. El cambiopasaba por romper con el pasadopara siempre. Puesto que solaestaba, viviría sola, sin dependerde nada ni de nadie. Acabar susestudios con buenas notas iba aser duro, teniendo que subsistirpor sus propios medios.

—El abuelo y yo. Nadie másimporta —murmuró pensando enla compañía egoísta de tía Vivi,en la pesadilla revivida por culpade Rocco y en el desprecio cruelde Massimo en Arezzo.

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Las personas dañinas eranmala compañía. Sola saldríaadelante, estaba segura.

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14 - Días extraños

Recién llegado de la Toscana,después de llevar a Iris a casa deAda, Massimo fue directo a viadel Corso. Un momento anteshabía telefoneado a Enzo, quetenía demasiado trabajo tras lasfiestas. Por eso convinieron queél acudiera a su despacho.

Enzo salió de detrás delescritorio cuando su secretariainvitó a entrar a Massimo. Lamujer los dejó solos y cerró lapuerta mientras ellos prolongaban

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su saludo, contentos dereencontrarse.

—Servicio a domicilio, comoves —dijo Massimo entregándolela caja que llevaba en la mano—.Mi madre ha hecho dos toneladasde befanini.

Beatrice llevaba horneandolas típicas galletas decoradas conanises de colores para celebrar lallegada de la Befana. Y ese añohabía comprado adrede uncortapastas en forma de bruja.

—¡Qué grande es tu madre!—exclamó Enzo.

—No te las comas, que son un

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obsequio para tus padres.Enzo dejó la caja sobre la

mesa, pensando cuánto les iba aencantar el detalle de Beatrice.

—Pero siéntate, hombre. ¿Teapetece un café? —Ofreció, conintención de dirigirse a lacafetera de cápsulas que tenía enuna mesa auxiliar al otro lado deldespacho.

—Otro día, gracias. —Lodetuvo Massimo—. He dejado elcoche muy mal aparcado. Estacarta llegó para ti a casa haceunos días.

—No tenías que traérmela, la

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semana que viene voy yo aCivitella…

Enzo cerró la boca al ver queel remitente era Martina y alzó lavista hacia Massimo. Ahí tenía elporqué del interés de su amigo enllevársela, debía estar ansiosopor conocer su contenido.

—No entiendo por qué te laenvió a la Toscana —comentóMassimo, confirmando lassospechas de Enzo.

—Martina no sabe dondevivo.

—Pudo dársela a Rita paraque te la entregara.

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Enzo lo miró con la bocacerrada, con expresión decallarse algo importante que lointrigó todavía más.

—¿Hay algo que tú sabes y yono sé? —Inquirió para salir dedudas.

—Si Martina tiene o no algoque decirte, que sea ella quien lohaga. —Zanjó para que no lointerrogara sobre un tema del queprefería no hablar.

—No sé por dónde vas, Enzo.No me gustan las intrigas, así quevamos a dejarlo.

Enzo lo miró de reojo,

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empezando a rasgar el sobre. Setenían calados el uno al otro lobastante como para andarse confrases tajantes.

—Si no quieres saber, deja depreguntarte por qué no me envióesto aquí. —Le leyó elpensamiento—. Martina sabe quetrabajo en Sanpaolo, perodesconoce la dirección de midespacho.

Massimo podía haberledemostrado el poco interés que lesuscitaba el sobre aquelmarchándose en ese momento.Pero no lo hizo. Cuando Enzo

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extrajo del interior varios billetesde veinte euros se quedó clavadoen el sitio. Lo observó cabecearpreocupado mientras leía unabreve nota que acompañaba eldinero.

—Qué cabezota es. Mira quele dije que no hacía falta que melo devolviera. —Lamentómolesto.

—¿Qué significa ese dinero?—Inquirió Massimo, dejándosede disimulos.

Enzo dejó el sobre vacíosobre la caja de galletas.

—Cuando os peleasteis en

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Nochevieja…—No fue una pelea.—Lo fue. —Atajó con una

mirada significativa—. Me ofrecía llevarla a Florencia para quecogiera el tren. Pero Martina noquiso, por mucho que insistí. Asíque la acompañé a buscar untaxista que estuviera dispuesto allevarla esa noche. —Reveló,entretenido en guardar el dineroen la cartera.

—En lugar de impedir que semarchara.

A Enzo no le gustó ni elreproche ni que lo mirara como si

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fuera cómplice de un delito.—Ella quería marcharse,

Massimo. La decisión era suya.Pregúntate dónde estabas tú y porqué no hiciste nada para que sequedara. —Sonó impertinente,pero eran amigos y había lugarpara las disculpas sutiles—.Martina tenía el billete de regresocon la vuelta abierta; no habíaproblema. Pero no llevaba dinerosuficiente para pagar un taxi deArezzo a Florencia —continuó,recordándole lo caro que podíacostar un servicio extraordinarioen una noche festiva—. Yo se lo

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di, le dije que no me lodevolviera pero Martina hapreferido hacerlo. ¿Contento?

No, no lo estaba. Cuando semetió en el coche cinco minutosdespués, aún le duraba el regustoacre que le dejó aquellaconversación.

***

Rita había escogido la pizzería LaCasetta para reunirse y él aceptóaunque era el último sitio donde

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le habría gustado tomar unacerveza. Aquel refugio estudiantille traía recuerdos de dos pizzas amedias y una botella de vinocompartida con Martina. Y ellaera, por añadidura, la personaque menos le apetecía comoprotagonista de sus pensamientos.Deseo difícil de cumplir, cuandouno de los encargos que lo habíallevado hasta la Sapienza teníaque ver con Martina. Por nomencionar la desagradablesensación de culpa que loacuciaba desde que habló conEnzo por la mañana. Y odiaba

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sentirse así sin ser culpable denada.

—Ya que estamos, ¿te apeteceque cenemos aquí?

—Perfecto. —Aceptó Rita—.Pero cuéntame, ¿cómo hasempezado el año?

—Como todos. —Eludió unarespuesta comprometida.

Comentar con ella sudecepcionante sensación defracaso no iba a ayudar aquitársela de encima. Una ideallevó a la otra; Massimo seacordó de la caja de galletascaseras que había dejado sobre la

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silla contigua cuando escogieronmesa.

—Esto me lo ha dado mamá—dijo mostrándosela a Rita—.Son un regalo para Martina.

Rita se quedó mirando a suhermano, con la pregunta de porqué no se las daba él en la puntade la lengua. No llegó apronunciarla porque, en vista dela marcha precipitada de Martinala noche de Fin de Año, intuía elporqué sin necesidad de que suhermano le corroborara que entreellos todo había acabado. Si esque alguna vez hubo entre su

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amiga y su hermano algo quemereciera señalarse con esasmarcas temporales, clave en lasrelaciones, que recuerdan quedonde hubo un principio tambiénhubo un final.

Apesadumbrada, apoyó elcodo en la mesa y sostuvo labarbilla en la palma de la mano.

—Me va a ser difícilentregárselas, ahora que ya nocompartimos dormitorio.

La novedad puso en guardia aMassimo, que apoyó losantebrazos sobre la mesa y seinclinó expectante para saber

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más.—¿Habéis discutido?Los hombros de Rita subieron

y volvieron a caer.—No, nada de eso. —Aclaró

—. Martina ha dejado laresidencia y ha alquilado unapartamento, si se puede llamarasí. Un pequeño estudio muyeconómico.

—Tiene casa en Roma y no esprecisamente pequeña.

—El día de Nochevieja, enArezzo, vosotros dos ospeleasteis, ¿verdad?

—¿Qué te ha contado?

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—Nada. Por eso te lopregunto a ti. Martina es muyreservada, se encierra cuando noquiere hablar y no hay manera desacarle una palabra.

Massimo se hizo atrás en lasilla y observó la algarabía de losestudiantes que empezaban allenar el local a la hora de lacena. La aclaración de Ritaresultaba innecesaria porque élconocía bien esa faceta delcarácter de Martina.

—Preferiría no hablar de elloni de aquella noche. —Zanjó—.Y no porque me preocupe más de

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lo necesario. Las cosas son lo queson, concederles una importanciaexcesiva es un error y unapérdida de tiempo.

—Solo te he hecho unapregunta. —Atajó su hermana—.No te he pedido que me larguesun discurso. Lo único que sé esque cuando regresé a Romadespués de las fiestas, Martiname dijo que había decididocambiar la vida que no le gustabay empezar de nuevo. Ahora ya nodepende de su tía ni quieretenerla cerca, por eso no vive enel palacete.

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—Antes tampoco lo hacía,vivía contigo ahí. —Señaló conla cabeza en la dirección dondese encontraba la universidad.

—¿No me has escuchado? Erasu tía quien costeaba laresidencia. Martina ha decididoromper esa dependencia que laataba a ella. Y, comocomprenderás, no puede pagar lasmensualidades. Por eso haalquilado el estudio, supongo quesu abuelo le está echando unamano con el alquiler.

Rita evitó mencionar que elapartamento del que estaba

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hablando se hallaba sobre suscabezas, justo dos pisos porencima de la pizzería y que eldueño era, casualidades de lavida, el nuevo casero de Rita.

—De todos modos,coincidimos todavía en muchasclases. —Añadió—. Di a mamási hablas con ella, que no sepreocupe que se las daré mañanao pasado. O ya se lo diré yocuando llame a casa.

—Ya tiene edad de vivir porsu cuenta y mantenerse por símisma —comentó Massimo, sinmostrar emoción alguna.

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—Qué curioso. Esas son lasmismas palabras que utilizóMartina cuando me dijo que semarchaba de la residencia —comentó con una miradainquisitiva. Viendo que suhermano no estaba por la labor dehablarle de lo sucedido enNochevieja, se levantó dando eltema por concluido—. Voy a porla carta.

Massimo la vio marchar haciala barra y hablar con uncamarero. Minutos después,volvía a tenerla sentada en lasilla de enfrente.

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—Como ves, yo tampoco heempezado el año dando saltos dealegría. Martina y yo seguimossiendo amigas, por supuesto, perodesde que no compartimosdormitorio ya nada es igual. Tantoque empiezo a aborrecer laresidencia.

—Rita, no me apetece hablarde Martina. —Exigió más quepidió.

Su hermana le entregó una delas cartas. Y mientras le soltabauna cháchara quejicosa sobre sunueva compañera de cuarto, unaniña seca y poco comunicativa,

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que dejaba el cuarto de bañohecho un desastre después deducharse, Massimo se sumió ensus propias cavilaciones. Seprohibió a sí mismo sentirseculpable de una situación que élno había creado. Como mucho, sepermitió sentir decepción.Martina era lo suficiente mayorpara elegir qué vida quería llevar.Subsistir por sus propios mediosera una decisión loable que a élni le iba ni le venía, del mismomodo que no debía quitarle elsueño el hecho de que semarchara arrebatada de su lado la

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noche de Arezzo. Allá ella, no ibaa ir detrás de una mujer que nomerecía la pena, distinta a la queaparentaba ser. No había quebuscar culpables, él era quien eray ella también. Sus estilos de vidano eran compatibles, eso eratodo. Con él no iban las personascon doblez. Y, aunque ladecepción era el desagradable ymachacón recuerdo de que sehabía equivocado, al menosaprendería a mirar a las mujerescon la mirada analítica y avizor,adiestrada para descubrir elpeligro a mil metros.

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Martina mostraba una carainocente combinada con unaadmirable responsabilidad ytesón; pero en lo tocante a lossentimientos, demostró ser laclase de mujer frívola que noquería en su vida ni en la de suhija. Su error fue verla con losojos de la ilusión y no con los dela sensatez.

***

Massimo desayunaba en la terraza

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cuando su padre se unió a él.Había amanecido un díaespléndido, de esos en que elprimer sol de la mañana baña loscampos con una explosión de luzque convierte los campostoscanos en el lugar más bonitodel mundo.

—¿Qué tal van las cosas,hijo? —preguntó a modo debuenos días, mientras se sentaba asu lado.

—Como siempre —murmurósin ganas de ahondar.

El señor Etore cogió elperiódico del día que su hijo le

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ofreció y comenzó a leer lostitulares de pasada.

—¿Ya has dejado de hojearlode atrás adelante? —preguntóMassimo, extrañado al ver que supadre había renunciado a una desus más recalcitrantes manías.

—Las páginas del principiono hablan más que de política yde lo mal que va todo. Deprimena cualquiera. Siempre hepreferido empezar el periódicopor los sucesos. Y luego lasesquelas.

Su hijo hizo una mueca. Si lapolítica lo deprimía, su

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acostumbrado ritual macabro noera la forma más optimista decomenzar la jornada.

—Hasta el día que empecé aver esquelas de gente de mi edad.—Reveló con una solemnidadfúnebre que estremeció a su hijo.

—Vas a conseguir que mesiente mal el desayuno.

—La vida pasa demasiadorápido, ¿sabes? No dejes que sete escape.

—¿Cómo evitar que el aguaresbale entre los dedos? —Cuestionó Massimo con underrotismo conformista que

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preocupó a su padre.—Bebiéndotela antes de que

se pierda. —Sentenció con lasencilla filosofía de laexperiencia—. ¿Todo bien en eltrabajo?

Massimo sonrió apenas.—Todo perfecto. Es la única

parte de mi vida de la que nopuedo quejarme. Mi únicasatisfacción, porque en lopersonal todo son problemas.Cada día más —murmuró;Martina era historia, pero lasensación de fracaso al dejarsellevar por el corazón e

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ilusionarse con la mujerequivocada aún le pesaba.

El señor Etore no pretendíaentristecer a su hijo, así que seapresuró a cambiar de tema.

—Todo el mundo tieneproblemas, ¿quién no los tiene?—comentó, dejando el periódicosobre una silla.

En realidad, preguntarle porsu vida no fue más que una excusaque le dio pie para confesarle sumayor preocupación. Necesitabadesahogarse y, a pesar del apuroque le daba hablar de ello, erapreciso buscar ayuda en otro

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hombre. Y Massimo era el que lequedaba más a mano. Además,estaba absolutamente seguro deque guardaría la debidadiscreción. O sea, que sería unatumba.

Massimo observó a su padreque contemplaba el horizonte conla mirada perdida. Y lo conocíalo bastante bien como paradescubrir que aquella pose erapuro teatro. La típica actitud queadoptaba cuando tenía ganas dehablar y no sabía por dóndeempezar.

—No te quejarás del negocio.

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—Tanteó, dado que su padre nosoltaba prenda—. Por lo que veocada día funcionan mejor lascosas.

—Cierto. Gracias a Enzo, enbuena parte. —Reconoció—. Ytambién a tu hermana que por finparece haber encontrado sentido asu vida. Derrocha entusiasmo yganas de trabajar.

—Me alegro por ella, porEnzo y por vosotros —dijoMassimo—. No veo que tengasmotivos para quejarte.

El señor Etore se estiró en elasiento. Enderezó la espalda y

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guardó silencio mientras se servíauna taza de café y la lecheespumada. Massimo le tendió lasuya y su padre le sirvió unsegundo capuccino. Antes dehablar, el hombre removió elazúcar con parsimonia, dio unsorbo que saboreó con gusto y sellevó la servilleta a los labios.

—Me pasa como a ti —dijopor fin—. El trabajo cada díamejor, pero en lo personal…

Massimo se quedó con la tazaen el aire a medio camino de laboca.

—¿Vas a decirme de una vez

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qué es lo que te preocupa o tengoque adivinarlo yo?

Su padre dio un bufido ycabeceó antes de lanzarse.

—Sucede que esto que tengoentre las piernas es lo másparecido a un árbol de Navidad.

Massimo no pudo contener larisa.

—Eso es bueno, aún apuntahacia las alturas, ¿no?

—Sí, no es ese el problema.—Añadió, evitando la mirada desu hijo—. El caso es que lo usocomo el árbol de Navidad: unavez al año. Vamos, que las bolitas

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las llevo de adorno.A Massimo se le atragantó el

café con leche. Tuvo querecuperarse del ligero ataque detos que le entró antes de poderhablar.

—Si el problema no eres tú…—A tu madre se le han ido las

ganas. —Resumió.Massimo se tragó el «¡No me

lo cuentes!» que tenía en la puntade la lengua. No es que le hicierademasiada gracia estar alcorriente de la vida sexual de suspadres, pero no podría hacer otracosa que echarle una mano.

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—Hay soluciones.El señor Etore lo miró entre

dudoso y esperanzado.—¿Tú crees?—Vamos a acabar de

desayunar y, si no tienes nada másimportante que hacer, cogemos elcoche y nos vamos al pueblo. Yate explicaré allí.

—Muy bien. Pero conduzcoyo.

Massimo entornó los ojos.Aún lo trataba como si acabasede sacarse el carné de conducir.

—¿Qué pasa? ¿Sigues sinfiarte de mí? —Protestó—. No sé

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si recuerdas que me dedico apilotar aviones que cuestan unafortuna y hasta la fecha no heestrellado ninguno.

Su padre le echó una miradade soslayo.

—Me parece estupendo. Eldía que mi coche vuele, te dejarélas llaves.

***

El señor Etore detuvo a Massimocuando vio que se disponía a

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entrar a la farmacia.—Un momento. —Discrepó

—. ¿Pero qué te has creído? ¡Yono necesito Viagra!

Massimo miró a un lado y aotro con una palabrota en mente.Luego se inclinó hacia su padrepidiéndole con la mirada quehablara más bajo.

—No hemos venido a porViagra.

—Entonces, ¿qué hacemosaquí? No creo que ahí adentrovendan nada que puedasolucionar mis problemasmaritales.

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—¿Quieres bajar la voz? —Lo conminó con una miradatajante.

—¿Pones en entredicho mivirilidad delante de todo elpueblo y pretendes que me quedetan tranquilo? —dijo igual de altoo más.

Massimo se armó depaciencia. Maldita la hora en quese le ocurrió hacer de consejerosexual, conociendo a su padre.

—En primer lugar, nadie sabesi hemos venido a la farmacia apor Viagra o por un jarabe para latos. —Siseó malhumorado ante la

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cabezota actitud del señor Etore—. En segundo lugar, no meapetece entrar contigo en un sex-shop, porque aquí todo sesabe y, en un visto y no visto, tú ymamá estaríais en boca de laprovincia entera.

—Mmm… Desde que hice elservicio militar que no he entradoen uno de esos. Supongo quehabrán inventado más cosas queaquellas muñecas hinchables quedaban tanta risa con aquellosrizos postizos en la entrepierna.—Elucubró imaginando la decosas que podría aprender a su

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edad.Una viejecilla salió de la

farmacia, haciendo sonar lacampanilla de la puerta yMassimo hizo callar a su padre,antes de que se lanzara a dardetalles obscenos en plena víapública.

—Y en tercer lugar, tú hazmecaso que ahí dentro sí vendenproductos que pueden ayudarte.Vamos a empezar por lo mássencillo y, si no funciona, yarecurriremos al plan B.

—El sex-shop. —Adivinó.—Exacto.

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Una vez dentro, aprovechandoque el dependiente estaba muyocupado atendiendo a los clientesque hacían cola frente almostrador, Massimo llevó alseñor Etore hasta el expositor deuna conocida marca depreservativos, que ademáscomercializaba otros artículospara aumentar el placer sexual.

Al ver aquello, el hombre seechó a reír.

—¿Condones? No tepreocupes por eso, que no vas atener más hermanitos. —Secachondeó.

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—Tienen más cosas.Por prudencia, y dado que en

el pueblo los conocía todo elmundo, hablaba en tono inaudibley conminó a su padre a quehiciera lo mismo. Massimoagarró un artilugio del expositor.

—¿Un anillo? Ya me dirásesto para qué puede servir. —Dudó, colocándose en el dedomedio el de muestra que su hijoacababa de entregarle para que sefamiliarizara con él—. Ademásme viene grande.

—Es que no se pone ahí —murmuró entre dientes.

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El señor Etore cayó entoncesen el porqué del diámetro deaquel artilugio y se le escapó unarisilla burlona.

—Hay que ver qué cosasinventan —dijo sin dejar de reír—. Debes de estar de broma sicrees que me voy a colocar unanillo en la varita mágica.

Massimo se lo arrebató de lamano y lo puso en marcha. Elaparatejo empezó a vibrar en lapalma de su mano con un zumzum.

—Gesù bambino… —exclamó con los ojos muy

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abiertos— ¡si tiene motor!—Ahí está el secreto: es un

vibrador, ¿comprendes? —susurró—. Esto se pone enmarcha y cuando roza…

El señor Etore lo silenció conun ligero carraspeo.

—Mejor me leo lasinstrucciones. —Farfulló,agarrando un anillo íntimo delexpositor.

Su hijo asintió, aliviadísimo.—Con esto y un gel frío-calor

yo creo que vas listo. —Decidiócogiendo un frasco al tuntún.

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15 - La visita delrencor

Malestar, indignación,decepción… Todo mezclado ymucho más. Massimo sentía quesu propia familia lo había dejadode lado, al menos en ese asunto.Sus padres, Enzo y él habíanacudido a la entrega de diplomas.Rita, para contento de todos ellos,había obtenido su licenciaturacomo Asistente social. Y, aunqueno pensaba ejercer como talpuesto que carecía de vocación,

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ella estaba exultante de orgullo.Por fin había terminado unproyecto emprendido sin tirar latoalla al primer escollo. Suspadres se sentían muy satisfechosporque el cambio de actitud de suhija significaba para ellos quehabía dejado la adolescenciatardía para adentrarse de pleno enla madurez. Ella estaba orgullosade poder demostrar al mundo, yen especial a las personas quequería, que no era una tontacaprichosa que todo lo dejaba amedias. Enzo se alegraba muchopor su chica, el hecho de salir

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victoriosa de su propio retopersonal era un paso decisivo encuanto a su actitud futura ante lavida.

Y entre tanta alegría, la notadiscordante era el molesto estadode Massimo. Se alegrabamuchísimo del logro de suhermana, por descontado. Lasalegrías de Rita eran las suyas.Pero no entendía por qué ni supadre, ni su madre, ni Rita, nisiquiera Enzo en confidencia deamigos, le habían dicho queMartina no iba a graduarse por unproblema económico.

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La entrega de diplomas fueuna ceremonia sencilla. Losfamiliares de los nuevoslicenciados asistían por tradición.A Massimo le extrañó no ver aMartina entre los flamantestitulados. Cuando la descubrióentre el público, sola y variasfilas por detrás de ellos, supo quealgo se le escapaba. Eraimposible que Martina tuvieraproblemas académicos, dada labrillantez de sus calificaciones.Concluida la ceremonia, Rita leinformó de lo ocurrido. Martinano pudo graduarse junto con sus

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compañeros porque el pago de lamatrícula del semestre, que habíaprevisto en dos plazos, no llegó aefectuarse. Massimo se debatióentre la desolación y la rabia: erainjusto y absurdo que hubierapodido realizar los últimosexámenes y se viera obligada arepetir el semestre por unproblema de dinero. El que Ritale asegurara que los profesores sehabían mostrado muy receptivos ala hora de ayudarla y que leguardaban las notas de losexámenes realizados, no fue unconsuelo para él.

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—Ya te dije que seindependizó —le explicó Rita,aprovechando que sus padresestaban conversando con su tutor—. Su tía se lo tomó al pie de laletra lo de la emancipación y nopagó el segundo plazo de lamatrícula.

—¿Y su abuelo?—Como es obvio, su tía no le

avisó. Cuando Martina quisodarse cuenta, habían pasado losplazos. Si no, seguro que suabuelo habría hecho frente a lamatrícula.

Rita calló de manera

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instantánea al ver que Martina seacercaba. Las dos amigas sebesaron en las mejillas y seabrazaron con la alegría de verque una de ellas, la más débil devoluntad, lo había logrado.

—Gracias por estar conmigo,sin ti no lo habría conseguido,Martina —aseguró con alegría ypesar.

—Por nada del mundo mehabría perdido este momento —dijo con cariño.

—Me habría gustado tantohacernos una foto juntas connuestros diplomas.

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—No importa. —Sonrió consinceridad—. Siempre habrátiempo. Enzo, cuánto me alegrode verte.

Ambos intercambiaron unasonrisa.

—Yo también, de verdad.—Hola, Massimo —dijo por

compromiso.—Hola, Martina.A Massimo le incomodó hasta

límites insospechados queMartina lo ignorara por completo.Reacción lógica, dado quellevaban semanas sin hablar porteléfono ni saber el uno del otro.

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En concreto, desde la noche deFin de Año. Pero la lógica deMassimo no atendía a razonesante la negativa de ella incluso amirarlo.

—Vendrás a comer connosotros. —Dio Rita por sentado—. Massimo ha reservado mesaen un restaurante aquí cerca. Nopuedes negarte.

Al escuchar su nombre,Martina lo miró brevemente. Denuevo se dirigió a Rita conexpresión afable.

—No, Rita. Os lo agradezcode verdad. Tus padres me han

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dicho lo mismo, cuando los hesaludado justo antes de queempezara la ceremonia. Perosabes que a estas horas lapizzería está a reventar. Me handado un rato libre para poderestar contigo, pero debo regresar.Bueno, espero que terminéis decelebrarlo de maravilla porque laocasión lo merece. —Concluyómirándolos a todos—. Ya nosveremos.

—¿De verdad que no puedesintentarlo? —Insistió Rita.

—De verdad que no.Despídeme de tus padres. —

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Pidió dándole dos besos—. Memarcho que se me hace tarde.

De los chicos se despidió conun tímido movimiento de mano.

Massimo la vio marchar, conun montón de preguntas sinrespuesta en la cabeza. Martinaacababa de doblar la esquina deviale Regina Elena cuandodecidió seguirla.

—Mamá y papá ya vienen.Podéis ir yendo hacia los coches.—Instó a Enzo y Rita—.Enseguida estoy con vosotros, notardaré nada.

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***

La alcanzó a unos veinte metrosde la pizzería. Tan rápidocaminaba que Massimo tuvo queapretar el paso para darlealcance.

—¡Martina!Ella se giró y lo enfrentó con

tanta calma como indiferencia.No tenía intención alguna de huir.

—Tengo prisa, ahora mismono estoy para charlas.

—Respóndeme a una preguntay no te molestaré más. ¿Es cierto

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que no te has podido licenciar porun problema de dinero?

—Las noticias vuelan —comentó con acidez.

Massimo le cogió las manos ylas miró durante un segundo. Ledolía vérselas ajadas de trabajaren la cocina del restaurante. Nohizo falta que nadie le informarade esa novedad en la vida deMartina, lo dedujo por sí mismode la conversación mantenida consu hermana.

—Es injusto que una buenaestudiante como tú tenga querepetir semestre.

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—El retraso no afectará a miexpediente. Y el únicoinconveniente es que tendrémenos tiempo para preparar elexamen de capacitación, pero nomoriré por ello.

—¿Puedes dejar de mirarmede esa manera?

—¿De qué manera?Massimo ni se molestó en

responder, ella sabía de sobracuánto desprecio había en sumirada.

—¿Por qué no me pedisteayuda?

Martina se soltó de golpe de

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sus manos.—Ya es la segunda vez que

aparece el dinero entre tú y yo. —Aludió a los doscientos euros desu primera noche—. Empiezo acansarme de que me veas como aesa putilla necesitada.

—Jamás, te repito, jamás, —recalcó mirándola a los ojos— hepensado así en ti. No me ataquescon aquello, que los dos sabemosque fue un equívoco. Yo te habríaprestado el importe de lamatrícula.

—¡Guárdate tu ayuda que nola necesito! No estoy sola en el

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mundo. —Replicó airada—. Dejade creerte un salvapatrias, porquetengo personas que me quieren alas que recurrir si me veo enapuros. Hacerlo o no, es decisiónmía. Y ya puestos, si tan clarotienes que no soy una furcia,quiero dejarte claro también queno soy una borracha ni una frívolacon la cabeza hueca.

—No sé por qué…—Sí lo sabes. —Rebatió

dolida—. He tenido variassemanas para pensar ypreguntarme por qué dijiste a tuhermana todas esas cosas

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desagradables sobre mí para queno se le ocurriera invitarme enNavidad. Lo oí todo. —Confesóal ver su cara de sorpresa.

—Puede que sonara peor delo que en realidad quise decir.

—Lo que querías decir mequedó clarísimo. Y el motivo lohe deducido sin mucho esfuerzo.Fue la noche que viniste a micasa, aquella que mi tía daba unafiesta. Y claro, el hombreperfecto ya me calificó depersona basura porque esa nochellevaba un vestido prestado de mitía y me tomé dos copas con el

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estómago vacío salvo por doscanapés.

—Lo que vi en tu casa no megustó.

—No es necesario que loadornes. La mujer que viste no tegustó. —Matizó mirándolo condesprecio.

—Que no me guste nosignifica que te censure. Puedeshacer con tu vida lo que quieras.Simplemente no encajas en la míaporque yo, además de en mí,tengo que pensar en mi hija.

La apostilla hizo mella enMartina, más que si le hubiera

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dado una bofetada.—¿Por qué no dices la

verdad? No encajo en los planesde Ada para ti y tu hija. Ya eshora de que hablemos claro,capitán Tizzi. A mí tampoco megustó el tipo injusto que no fuecapaz de defenderme en unmomento en el que habríaagradecido más que nada unabrazo, apoyo… Saber que podíacontar contigo.

—Explícate mejor.—Aquella noche en Arezzo

no imaginas cuánto necesitabaque alejaras para siempre de mí

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al hombre que me destrozó lavida.

—Un corazón roto nosignifica una vida destrozada.

Ella se mordió la lengua,había hombres que dejaban trasde sí más destrozos que uncorazón. Eso quedaba para ella, yMassimo no merecía la pena quelo supiera.

—¿Cómo se llama esehombre? —preguntó ante susilencio.

—¿Y a ti que te importa?Massimo se juró que lo

averiguaría por sus propios

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medios.—¿Ahora me sales con que

podía haber recurrido a ti? —Continuó reprochándole Martina—. ¿Dinero es todo lo que tienesque ofrecerme? ¡Entonces noquiero nada de ti! En la vida haycosas más importantes. Aquellanoche, cuando más falta mehacías me diste la espalda. Asíque vuelve con tu familia. —Señaló con el dedo al frente—.Ellos te tienen por un héroe, a mísolo me das lástima porqueademás te lo crees y en realidadsolo eres un pobre diablo

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encerrado en el puño de unamujer como Ada.

Dio media vuelta y se alejócamino de la pizzería. Massimoacusó el golpe de sus palabras.

—Martina…Pero ella continuó caminando

sin girar la cabeza.

***

Un mes después, en la Toscana,Massimo meditaba sobre lo quesu amigo acababa de explicarle.

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—Prefiero que no mepreguntes. —Avisó Enzo—. Solote diré que he acudido a fuentesoficiales y extraoficiales, legalesy de las otras. Y también puedodecirte que la información que mehan dado es cien por cien fiable.

Se encontraban en el bar de laplaza de Civitella, ante un par decervezas. El tema era delicado yno quisieron oídos familiaresalrededor; sin necesidad dedecirlo, uno y otro preferían serrigurosamente discretos. Yoptaron por escapar al pueblo,donde la intimidad que buscaban

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quedaba asegurada.—Los frecuentes viajes de

Rocco Torelli tienen un motivo —continuó—: Introduce diamantesen el país. Transporte personal,sin intermediarios, de Holanda aFlorencia.

A Massimo no le costó atarcabos. El mercado mundial deldiamante pasaba por Holanda.Algún orfebre florentino, o varios—ese particular no lespreocupaba ni a Enzo ni a él—debía de ser el destinatario de lasgemas transportadas sin pasar porla aduana para evitar el

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exagerado arancel de un productode lujo de semejante calibre.

—Por lo que sé, siempreviaja en tren. —Agregó Enzo a laexplicación—. De ese detallesalió la hebra que, a fuerza deestirar, deshizo la madeja.

—¿Lo apresarán en supróximo transporte? —Aventuró.

Enzo negó con un gesto.—La Guardia di Finanza, por

lo que sé y no me preguntes cómolo he averiguado, —volvió aadvertir— prepara una operaciónpara que caigan como fichas dedominó todos los que están

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pringados.Atendiendo a su ruego,

Massimo no hizo preguntas. Intuíaque eran frecuentes ese tipo dechivatazos, o denuncias departiculares con pistas sobreposibles delitos en las que lasautoridades salvaguardaban elanonimato del denunciante. Decualquier modo, Enzo, en elbanco, se relacionaba coninfinidad de gente a la querecurrir cuando era preciso.Massimo tenía los dedoscruzados con la firme esperanzade que el cuerpo especial de

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policía de delitos contra laHacienda Pública cayera encimadel tal Rocco, sus jefes y todosquienes estuvieran involucradosen ese negocio sucio.

—Espero que lo atrapen y quele caigan muchos años.

—Estamos hablando demucho dinero. El estado no secontentará con una multa.Hacienda no es el ministerio máspopular, el ministro aprovecharápara mejorar su imagen deeficiencia y exhibirá el éxito de laoperación ante la opinión públicacomo un aviso para navegantes.

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Serán duros. —Opinó, comoabogado.

—No sé cómo puedo pagar tuayuda, Enzo. —Agradeciótableteando con los dedos sobrela mesa—. Ese indeseable hizodaño a Martina y yo fui tan idiotacomo para no darme cuenta. Casiestoy por dar gracias, porqueecharle encima a la policía me vaa dar más gusto que romperle lacara. Ese va a pagar la mala lecheque llevo acumulada desde el díaque nací.

—No me ha costado tanto.Una llamada por aquí, otra por

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allá. Con V de Vendetta. —Sonrió como un zorro, haciendoalusión a la letra inicial de sunombre—. Tú tranquilo, que yapensaré el modo de cobrármelo.—Advirtió, con la voz de MarlonBrando en El Padrino y unasonrisa que decía lo contrario.

Massimo chocó su cervezacon la de Enzo, era afortunado detener un amigo como él.

—Así, ¿no prefieres quedartehasta el martes? —RecordóMassimo lo que habíancomentado mientras iban en elcoche.

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—No quiero que el trabajo seme acumule. Me marcho mañanapor la mañana y el lunes por lanoche volveré. Recogeré a Rita ynos iremos a la Feria.

Iban a acudir los dos a unamuestra de productos autóctonositalianos, en representación deVilla Tizzi. Enzo estabaconvencido de que era la ocasiónidónea para dar a conocer ycerrar contratos de venta de laternera Chianina que producían.

—Cada día os veo másunidos.

Enzo sonrió de medio lado.

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—Y más nos verás.—Vaya, vaya. —Sonrió

también, dando el último trago decerveza—. Te ha costado muypoco meterte a Rita en el bolsillo.

—¿Poco? Tú no conoces a tuhermana. —Desdijo con hartura—. Me ha costado un mundo queme hiciera caso.

—Todos guardamos cicatricesdel pasado que nos hacendesconfiar de quien no debemos.

Habló pensando en Rita yEnzo. Y también en sus receloscarentes de fundamento hacia unamujer dulce y honesta. Nunca

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debió apartarla de su lado.—Y defendernos de quien no

alberga maldad. —ApostillóEnzo.

Viendo su expresión,comedida pero evidente,Massimo supo que se refería aMartina.

***

La Feria de Productos Marca deItalia no podía haberles idomejor. Como otros productores de

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carne, fueron invitados durante undía a participar en la muestragastronómica en el stand de laAsociación de Ganaderos deRaza Chianina. Una jornada muyfructífera para la hacienda porquela simpatía de Rita, sumada a lasutil mano izquierda de Enzo a lahora de negociar precios ycontratos, les estaba reportandomás éxito y ganancias que en vidadel tío Gigio.

Regresaban de Florencia entren, porque Enzo había dejado sucoche en un taller de Roma paraque le hicieran una revisión a

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fondo y, cuando fue a recogerlopara salir hacia el congreso, seencontró con la desagradablesorpresa de que el mecánico nisiquiera había levantado el capó.

—Formamos un buen equipotú y yo —comentó Enzo, mirandoa Rita con mucho interés.

Él iba sentado junto a laventanilla y ella en la butaca depasillo. Por ser el último tren dela tarde, eran pocos los viajeros.Los asientos de alrededorpermanecían vacíos, hecho queEnzo agradeció porque podíanconversar con cierta intimidad.

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—¿No me escuchas?—Sí, claro que te he oído —

dijo Rita, a la vez que cerraba elportátil y plegaba la mesilla.

—Te decía que se nos da muybien trabajar en equipo.

—Es cierto, y me alegro. Megusta trabajar contigo.

Enzo la miró sin parpadear.—Y a mí me gustas tú.Rita se ladeó para quedar

cara a cara, con una sonrisatraviesa.

—¿De verdad?—A estas alturas no te hagas

la sorprendida.

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Ella rio con la boca cerrada ydio un golpe de melena antes devolver a clavar sus ojos en él.

—No sé, creía que me veíascomo a una conejita. —Dejó caercon un suave pestañeo—. Yasabes, tierna, sencilla, inocente…

—¿No has oído hablar de larevista Play Boy?

Rita se sorprendió como unaperfecta mentirosilla.

—Ah, pero ¿no te referías aese tipo de conejitas?

—Cuánto te gusta jugarconmigo.

Esa vez, se puso algo más

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seria para saber hasta dóndellegaban el juego y la verdad porparte de él.

—Al principio pensé que note adaptarías a un trabajo en elcampo.

Enzo le colocó la melenadetrás de la oreja.

—Me he convertido en unlobo salvaje y mi objetivo erestú, bichito silvestre —dijoacariciándole el cuello con eldedo hasta la clavícula.

Una afirmación que, a pesardel tono bromista, encerraba larespuesta que Rita quería

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escuchar. Enzo cada día estabamás lejos de Roma y más cercade Civitella. Y de ella. Unacerteza que la hizo feliz, tantocomo para cometer locuras en untren.

—Ya veremos quién caza aquién, lobo malo.

—¿Hacemos apuestas?Rita sonrió con ganas de

triunfo.—Vamos a ver si eres tan

astuto para adivinar como lo erespara negociar. Si la próximapersona que entra por la puerta esun hombre, yo gano y elijo mi

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premio. —Propuso, dando unamirada alrededor para comprobarque estaban solos—. Yo meteré lamano aquí. —Sugirió,acariciándole la bragueta conmalicia—. Y tú te dejarás hacerdurante el tiempo que yo decida.

—¿Sexo en público y en untren? Eres perversa, conejita.

Enzo le sujetó la mano paraque comprobara su grado deexcitación. Rita se relamió loslabios.

—¿Ya estás así y aún nohemos empezado?

—Mira cómo me pones —

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Enzo movió arriba y abajo lamano de Rita sobre su miembroduro—. ¿Y si la primera personaque entra por la puerta es unamujer?

—Decides tú —susurródándole un apretón en laentrepierna que lo hizo saltar delasiento.

—Si es una mujer, tú irás alaseo y me esperarás allí. Sinmedias. —Exigió acariciándolelos labios con la punta de lalengua—. Sin bragas. —Ordenó.Le mordió el labio inferior y tiróde él—. Cuando yo llame me

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abrirás la puerta. Quieroencontrarte con las piernasseparadas y la falda subida hastala cintura, que no se te olvide esedetalle.

Aún no había acabado dedecirlo cuando el golpetazo de lapuerta del vagón les hizo girar lacabeza al mismo tiempo. Enzosonrió como el lobo feroz al verentrar a una señora con unarevista de cotilleos en la mano yacercó la boca al oído de Rita.

—Ya tardas.—Qué suerte tienes.—Sí, y tú también. Dentro de

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dos minutos lo verás.Rita se levantó y, con

disimulo, salió del vagón. Enzose subió el puño de la camisa yclavó la vista en el reloj. Las dosvueltas completas del segunderose le hicieron eternas. Cuando lasaeta pasó por las doce de nuevo,salió escopetado hacia el aseodel tren. Apoyó la mano en lapuerta y con los nudillos de laotra repicó con energía. Ritaabrió desde dentro, lo agarró porla corbata y lo metió de un tirón.Enzo cerró a tientas mientras ellale comía los labios con besos y

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mordisquitos; de refilón vio elbolso sobre el pequeño lavabo yque de este sobresalían lasmedias. Miró hacia abajo ypremió su obediencia con un besoprofundo y sensual. Tal como lehabía ordenado, llevaba la faldasubida a la cintura. Enzo giró conella en brazos, para quedar deespaldas al WC, el ambiente eraasqueroso pero estaba tannecesitado de Rita, y ella tambiénen vista de la maña y rapidez conque le desabrochó el pantalón y lebajó los calzoncillos. Aún así, sisintió un tipejo vil por proponerle

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aquel sitio abominable para suprimera vez.

—Esto da asco y deberíahaber hecho las cosas de un modomás romántico. —Se disculpó sinmucho sentido, porque su bocapedía freno y sus manos lesobaban los pechos con avaricia—. ¿Estás segura?

—Si no estuviera segura aúnllevaría las bragas puestas —murmuró, a la vez que lo besabacon ansia.

Con los pantalones por larodilla, Enzo la levantó en vilopor las nalgas y la parapetó

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contra la puerta. Rita le rodeó lacintura con las piernas, él empuñósu miembro.

—¿A pelo? —murmuró Rita,con la respiración agitada.

—¡Mierda! —Ni se le ocurriópensar en los condones—. ¿Túno…?

—No, yo no… —Reconoció,no tomaba anovulatorios ni habíatenido necesidad hasta esemomento de llevar unpreservativo en el bolso.

—Da igual —dijeron los dosa la vez.

Enzo la penetró con furia y

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comenzó a moverse como unloco, con golpes que lalevantaban y la hacían bajar. ARita el orgasmo la pilló porsorpresa, se agarrotó de pies acabeza con un gemido gutural.Enzo sintió sus contracciones contal intensidad que explotó deplacer.

Lo que vino despuéstranscurrió en una décima desegundo. La puerta se abrió deimproviso y ellos dos cayeron aplomo sobre el suelo deldescansillo. Rita de espaldas conEnzo entre sus piernas.

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—¿Te has hecho daño? —Jadeó.

—No, no… —Exhaló todavíasin aire.

—¡Pero bueno, quévergüenza! ¿Este es sitio de hacercochinadas?

Rita y Enzo miraron haciaarriba, acoplados como bestias encelo y desnudos de cintura paraabajo. La señora de la revistatenía los ojos clavados en losglúteos de Enzo, esperando congesto avinagrado a que seapartaran para entrar en el aseo.

A Rita no le hizo ninguna

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gracia que se fijara tanto en elculo de su chico y la frenó conuna mirada de ogro antes de quese pusiera a soltar barbaridades.

—Oiga, señora, no nos mirecon esa cara que esto no es lo queparece.

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16 - Volver aempezar

—Solo he venido a decirte que yano tendrás que preocuparte de quete acose o te busque. —InformóMassimo desde el rellano cuandoMartina le abrió la puerta—. Esehijo de perra no volverá. Sesupone que está en busca ycaptura. Lo cierto es quepermanecerá en Holanda y no seatreverá a poner un pie en Italiaahora que es un prófugo de lajusticia.

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Estaba dolida con él, mucho.Aún así, no se negó a hablarlecuando la llamó esa tarde.Recibió su llamada entre clase yclase; Massimo afirmó que lo quetenía que decirle sería breve yque, si la molestaba robándoledos minutos de su tiempo, eraporque prefería no hablar de ellopor teléfono. A pesar de lafrialdad en que transcurrió laescueta conversación telefónicahoras atrás, a Martina le molestóen ese momento que se negara aentrar cuando lo había invitado ahacerlo como gesto de cortesía.

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Viéndolo frente a frente, con lasmanos en los bolsillos en claraactitud de no querer establecerningún tipo de contacto físico,tuvo una sensación amarga.

—Ese Rocco Torelli es listo,o tiene muchos contactos, que eslo habitual entre los que semueven al margen de la ley. —Continuó relatándole—. Elchivatazo le llegó antes que a lasautoridades y por eso no pudieronapresarlo con las manos en lamasa. Pero están investigando atoda la red de importación ilegalde diamantes, por lo que sé ya

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han caído varios de sus socios.—¿Y tú cómo te has enterado

de todo eso? —preguntó.Él eludió su mirada antes de

responder.—Lo único que importa es

que ya no te molestará más.Martina adivinó que su interés

por que la policía encerrara aRocco no era mero deberciudadano.

—¿Por qué lo has hecho?—Yo no he hecho

absolutamente nada. No mecuelgues medallas. —Aclaró conuna mirada que destilaba

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resentimiento.Martina lamentó haber

soltado tantos improperios con laboca caliente el día de lagraduación de Rita. Nunca debióatacarle con mofas sarcásticasque cuestionaban su valor;doblemente hirientes dada sucondición de oficial del ejército.Trató de disculpar la dureza desus palabras con una pregunta quelo empujara a reflexionar sobresu comportamiento hacia ella.

—Aquella noche en Arezzo…—Prefiero olvidarla.Tenía razón, no ganaban nada

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machacándose una y otra vez conalgo que ya pasó. Pero Martinanecesitaba una respuesta.

—¿Por qué me fallaste,Massimo? Yo te necesitaba.

—No le busques razones a loscelos, porque son irracionales.

—¿Estabas celoso? —Cuestionó; le resultabainconcebible y absurdo que loestuviera de un hombre al quedetestaba.

—Sí. ¿Tan ciega estás? Si note encerraras tanto en ti y tepusieras en mi lugar, lo sabríassin necesidad de que yo te lo

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dijera.Martina no fue capaz de

rebatirle. Se vio a sí misma conveinte años; sus ataques de celoscuando Rocco abandonaba sucama para meterse en la de sumujer, que le zarandeaban lossentimientos como rachasalocadas de viento Siroco. Cómoiba a pedirle cordura a Massimocuando ella sabía lo que erasentirse atacada por esa mismasinrazón.

Esa vez, no se anduvo conrodeos a la hora de las disculpas.

—La última vez que hablamos

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no quise insultarte.—Sí querías. —Rebatió

tajante—. Y, en respuesta a tupregunta, no estaría aquí paradecirte todo esto si supiera que tesoy indiferente. Si yo no teimportara nada, no habríasreaccionado con tanta rabiacontra mí. A esa esperanza meaferro, porque tú me importasmucho más de lo que imaginas.

Dio media vuelta y bajó altrote las escaleras.

***

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Esa tarde, Martina horneó pizzasy pizzas como una sonámbula.Tenía la cabeza en otra parte.Massimo le había traído unabuena y tranquilizadora noticia.Qué paradoja que su visita ladejara tan inquieta. La desazónque le produjo tenerlo tan cerca ya la vez tan distante, sumada a laausencia de llamadas durante lasúltimas semanas y el nulocontacto físico entre ellos, lahacía sentirse mucho peor de loque supuso cuando decidióolvidarse de él para siempre. Eratarea imposible pretender que

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Massimo desapareciera por lasbuenas de su pensamiento cuandosu corazón ya estaba implicado.Lo que sentía por él no era unenamoramiento pasajero.

A eso de las diez acabó suturno en la cocina del restaurante.No solía hacerlo a esas horas,pero un impulso la hizo abrir elbuzón antes de subir alapartamento. La carta oficial queencontró acabó de alterarle losnervios. Era un sobre a sunombre, remitido al palacete porel Ministerio de Hacienda, en elcual habían anotado de puño y

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letra la nueva dirección.Martina dedujo que al llegar

la carta a su casa, tía Vivi debiódevolverla al cartero coninstrucciones del nuevo domiciliode Martina. Subió las escalerassin más intención que ver cuantoantes de qué se trataba. Ellajamás se había preocupado porlos asuntos legales referentes a lacasa, ya que esa era unaresponsabilidad que debía asumirsu tía, inherente al usufructo de lapropiedad. Pero el últimodesencuentro entre ellas, cuandoMartina necesitó ayuda para

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pagar la reparación del coche y laconsiguiente negativa de tía Vivia hacerse cargo de ese gastoimprevisto, la tenía sobre aviso.

Abrió la puerta delapartamento y dejó el bolso y lasllaves sobre la mesa. Sin másdilación, abrió el sobre. AMartina le temblaron las manos alleer que se trataba de unrequerimiento por impago delimpuesto de bienes inmuebles.Ese era un gasto corriente de lacasa al que su tía debía hacerfrente, pero en caso de embargoella sería la única perjudicada en

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calidad de propietaria. Sepreguntó por qué le hacía aquello;no obtuvo respuesta y la llamópara salir de dudas. Podíatratarse de un descuidoinvoluntario, quizá su tía debióolvidarse, o de una confusiónbancaria tal vez.

—Tienes un empleoremunerado, querida sobrina.

Martina le recordó que eraobligación suya pagar losimpuestos, así lo disponían lasleyes.

—¿Has pensado que puedenembargarme la casa?

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—Ahora mismo mis ingresosson bastante inciertos, he cerradoun buen contrato pero aún no herecibido mi comisión. —Seexcusó con una candidezsospechosa—. Por cierto, lasemana pasada me llamó Rocco.Tiene problemas, ¿sabes? Me diorecuerdos para ti.

Martina escuchó variasexcusas más eludiendo asumir suresponsabilidad con una ideadándole vueltas: habíamencionado a Rocco sin venir acuento. Un pálpito le dijo que lajugada del impago tenía mucho de

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revancha. La alusión a losproblemas de este no tenía otroobjeto que hacerla cavilar. Y lohabía conseguido.

Dejó la carta sobre la mesa yfue hasta el balcón delapartamento. Apartó la cortina ycontempló la calle tras loscristales. Era de noche, desde allíse oía el bullicio alegre de losclientes de La Casetta queacudían a cenar. Un músico de losque solía tocar a cambio de unasmonedas de propina, se acercócon el acordeón al hombro hastalas mesas de la terraza. El

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hombre llevaba el mismo caminoque Martina había visto recorrera Massimo en sentido inverso.Horas antes, no pudo evitaracercarse al balcón y contemplarsu marcha. Con el recuerdo deMassimo alejándose de allí,Martina recapacitó sobre susituación. Lamentó haberempleado el dinero que obtuvocon la venta del Fiat para pagar elalquiler de varios meses poradelantado. Entonces le parecióuna idea buenísima tener un techoasegurado, pero de haber sabidoque iba a necesitarlo para pagar

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los impuestos… Lamentarse notenía sentido. La realidad era queno disponía de más ahorros que elsalario del mes de un contrato porhoras. Podía pedir dinero alabuelo o un adelanto a su jefe. Niuna ni otra idea la convencía,pero no sabía qué hacer. Opedírselo a Massimo, pensórememorando sus palabras y sumirada decepcionada el día deque Rita obtuvo su diploma.

Antes de precipitarse y taparuna deuda contrayendo otra,decidió llamar a Enzo. Eraabogado, él la aconsejaría mejor

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que nadie. Fue hacia la mesa ymetió la mano en el bolso.Andaba buscando el móvil deEnzo entre sus contactos cuandola sorprendió la llamada entrantede un número desconocido. Nosolía atenderlas, ya que casisiempre trataban de venderlealgún producto telefónico, peroesa vez barrió el icono de lapantalla con el pulgar y se lollevó a la oreja.

—¿Si?—Discúlpeme, no sé con

quién hablo, Martina…—Falcone.

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—¿Conoce a un hombrellamado Massimo Tizzi? Capitánde aviación, según hemos visto ensu documentación.

—Sí, ¿ocurre algo? —Inquirió.

Lo primero que le vino a lacabeza fue que Massimo habíaperdido la cartera, pero no tuvotiempo de discurrir mássuposiciones.

—No se alarme, su amigo hatenido un accidente de tráfico.Soy Romano Chieti, médico delservicio de emergencias. Esta erala última llamada efectuada desde

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su teléfono y…—Voy enseguida. —

Interrumpió con el corazón en unpuño—. Dígame dónde está.

***

La colisión, según le informaronlos sanitarios, había ocurrido alincorporarse a via ReginaHelena. Martina corrió por viale dell’Università como si lefaltaran pies. Las cosas que deverdad importan minimizan las

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rencillas sin sentido que nosestropean la vida. Martina no fueuna excepción: la idea de queMassimo pudiera estargravemente herido apartó losrencores y las palabras dañinasde una barrida.

Desde lejos vio laambulancia. Y también aMassimo que se dejaba hacerapoyado en el capó trasero delBMW, ya que la parte delanteratenía el lateral izquierdocompletamente destrozado.

—¿Qué… qué haces aquí?Ella corrió a su lado. De

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manera impulsiva y sin pensar enque podía importunar al médicoque le examinaba los ojos con unalinterna, le palpó los brazos y lecogió las manos, como si quisieraasegurarse de que estaba entero yno en trocitos.

—Me han avisado ellos. —Leinformó sin soltarle las manos.

—Estoy bien.Cambió la pierna de postura y

el aullido que soltó dijo locontrario.

—Ahora le miraremos esepie. No mueva la cabeza, porfavor.

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Massimo sintió que se leencogía el estómago al ver sucara de susto. Alzó el brazoderecho, invitándola, y Martina seabrazó a su costado.

—Dime que vas a ponertebien, por favor —murmuró ella.

Massimo le guiñó un ojo, quese iba amoratando por momentos.

—Esto no es nada. —Latranquilizó—. La culpa fue delotro, un coche grande oscuro perono me ha dado tiempo a distinguirel modelo. Y encima se ha dado ala fuga, ¡mierda!

Mientras ella lo apaciguaba

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diciéndole que quizá hubo suertey alguien tomó la matrícula delcoche que lo embistió, él barbotópor lo bajo unos cuantoscalificativos sucios contra el tipoque le había dejado la parte dedelante del coche como una latapisoteada; reparación que tendríaque pagar de su bolsillo si noaparecía el culpable.

Un coche de policía habíallegado con la ambulancia. Losagentes tomaban datos a loscuriosos que había por allí.

—Será mejor que le haganpruebas en el hospital por el

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golpe en la cabeza. —Decidió elmédico—. ¿Puede andar?

—Eso creía, pero… —reconoció con un quejido alintentar apoyar el pie—. Si no lesimporta, llévenme directamente alPoliclínico Militar. —Rogó, paraevitar traslados innecesarios deun hospital a otro.

—No hay problema.El médico hizo un gesto para

que el otro miembro del equiposanitario, que redactaba un partedentro de la ambulancia, acercarauna silla de ruedas.

—Lo del pie no tiene nada

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que ver con el accidente. Ha sidola idiotez más grande del mundo,me lo he torcido al salir delcoche —explicó Massimo.

—¿No ha saltado el airbag?—No ha sido para tanto, la

cabeza me la he golpeado con lapuerta por la sacudida.

—No llevabas el cinturón deseguridad. —Adivinó.

—Es obvio que no. No memires así, ya se que está mal,pero se me ha olvidado.

—Se me ha olvidado… —Repitió acribillándolo con unamirada censuradora—. No me

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quedaré tranquila hasta que teexaminen de arriba abajo en elhospital. Yo voy también.

—No hace falta.—No me des órdenes, capitan

Tizzi. Voy a ir contigo quieras ono.

—Eres tú quien las estádando, pelirroja insoportable.

Por primera vez en muchotiempo, Martina volvió a verlosonreír. En cuanto Massimoestuvo tumbado en la camilla dela ambulancia, dio media vuelta ylevantó la mano para llamar a untaxi. Un par de minutos después,

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seguía a la ambulancia caminodel complejo hospitalariocercano a la basílica de San Juande Letrán.

La hora y media en la sala deespera se le hizo eterna, viendopasar soldados de uniforme conmiembros escayolados. A suderecha, un anciano sufríaepisodios de tos que dabancompasión y enfrente, una chicapoco mayor que ella se esforzabapor mantener quietos y sentados ados niños revoltosos. Después demucha camilla de aquí para allá,personal de verde y bata blanca,

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eran las doce de la noche cuandoMassimo salió por su propio pie,aunque ayudado por unas muletas.

Martina se levantó rápido,preocupada por conocer suestado. Mientras tanto, un doctorsalió detrás de Massimo y leentregó el parte médico.

—Ya sabe, capitán, elesguince en el tobillo es leve.Pero no retiraremos el vendajeoclusivo hasta dentro de quincedías, al menos. —Martina sesorprendió cuando el médico sedirigió a ella—. Durante laspróximas veinticuatro horas hay

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que vigilar. Sobre todo, si le entrasomnolencia o vomita; llamen unaambulancia y que lo traigan aquí.

Massimo le estrechó la manopara darle las gracias e hizo ungesto con la cabeza señalandohacia la puerta para indicarle aMartina que se iban.

—Cogeremos un taxi, tedejamos a ti primero y luego queme lleve a mi apartamento. Delcoche ya me ocuparé mañana.

—De ninguna manera. —Rebatió ella cogiéndolo por elantebrazo.

—Martina, ya se que te

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encanta decir siempre la últimapalabra pero…

—Pero nada, ¿no has oído almédico? Tienes que estar 24horas en observación. ¿Quién vaa vigilarte en el apartamento?

—Yo me vigilaré.—No voy a dejarte solo.—Hace unas horas no querías

saber nada de mí y ahora…—Casi me muero, Massimo.

Tenía pánico de pensar quepodías estar gravemente herido.—Confesó con una mirada dedolor.

Massimo le acarició la

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mejilla. Admiraba su francasencillez a la hora de confesar loque sentía.

—¿Por qué no vienesconmigo? —Insistió Martina—.Si te quedas en mi apartamento,podré cuidar de ti, ir a trabajar yasistir a clase porque tengo elrestaurante y la universidad muycerquita.

—No quiero ser una molestia.—Herido o no, tú siempre

eres mi peor molestia —dijo conuna sonrisa.

Massimo permaneció igual deserio.

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—No debieron llamarte, elmédico del SAMUR podía haberbuscado algún Tizzi en la agendade mi teléfono.

Martina ladeó la cabeza, laocurrencia era disparatada.

—Qué tontería, ¿conoces aalguien que guarde los teléfonosde su familia con el apellido?

—Soy una molestia, digotonterías…

Martina soltó aire, armándosede paciencia, se recolocó el pelodetrás de las orejas y miró elreloj de la recepción del hospitalque señalaba la una de la

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madrugada.—Vamos a por ese taxi, tonto

molesto. —Ordenó, sin ganas deperder más tiempo.

Esa vez, Massimo sí sonrió.

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17 - Días de cine

En el taxi, Massimo iba muycallado. Cuando aún estaban en lapuerta del Policlínico Militar,sacó el móvil con intención deenviar un WhatsApp a Ada parainformarla de lo ocurrido y paraque supiera que no iría a recogera Iris ese miércoles ni mientrasfuera con muletas. Finalmente, eltaxi llegó y Martina lo vioguardar el teléfono en el bolsillosin enviar el mensaje.

—Mañana la llamaré, ahora

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es muy tarde —explicó Massimo,ya en el taxi—. Si le envío unWhatsApp no lo entenderá comoun simple mensaje de padre amadre. Es muy capaz depresentarse aquí. —Martina lecogió la mano y él entrelazó losdedos—. ¿Te das cuenta quédistinto sería todo si Ada fuese deotra manera?

—¿El problema soy yo?Massimo giró la cabeza y le

dio un beso en la sien.—No, bella, el problema es

Ada. Se niega a aceptar que otramujer sea importante en mi vida.

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—¿Quieres que hable conella? Tal vez si me conoce,comprenda que no pretendorobarle el amor de su hija.

—No serviría de nada. —Sindejar de mirarla, le acarició eldorso de la mano con el pulgar—.Siento todo lo que ha pasadoentre nosotros, Martina.

—Yo también lo siento.Cuánto tiempo hemos perdido porno hablar las cosas, ¿verdad?

—Verdad.Apenas tardaron en llegar al

estudio, a esas horas había pocotráfico en las calles. A Massimo

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le costó subir las escaleras conlas muletas, por suerte era solo unpiso y en el último tramo ya casidominaba la técnica.

Martina había pensadoofrecerle el sofá-cama, pero laidea de dormir separados leresultó teatral. No iba a fingir aesas alturas que no lo deseaba, nile apetecía desempeñar el papelde dura orgullosa. Fuerondirectos al único dormitorio.Massimo se sentó en la cama yella le ayudó a quitarse lospantalones.

—¿Has cenado? —preguntó;

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mirándolo sin disimulo, encalzoncillos estaba muyapetecible.

—No, pero no tengo apetito.—A mí también se me fue el

hambre. —Confesó sentándose asu lado—. Del susto, supongo.

Massimo la acarició desde lamuñeca hasta el hombro yenroscó un rizo de Martina en eldedo.

—No quiero verte asustada,pero en el fondo me gusta que loestés.

—Pues no vuelvas aasustarme porque a mí no me

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gusta nada. —Exigió poniéndolela mano sobre el corazón;Massimo la sujetó con la suya—.¿Te apetece algo? No sé…

—Un café, el médico ha dichoque no debo dormirme.

—¿Cómo lo quieres?—Muy dulce y muy caliente,

como tú.Agarrándola por la nuca, la

obligó a bajar la cabeza y la besódespacio, deleitándose en lasensación de su boca unida a lade Martina. Ella se abrazó a sucuello y se tumbó completamenteencima. Massimo le metió las

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manos por debajo del jersey. Leacarició la curva de la cintura, eltalle y los pechos con ahínco.

—El médico ha dicho queguardes reposo.

—Eso díselo a mi corazón —dijo desabrochándole el cierredel sujetador—. A mí no me hacecaso.

Martina rio bajito y el caféquedó en el olvido. Juguetona, lemordió el labio con maliciatraviesa y él le hizo cosquillas,rieron y se besaron dando vueltassobre el colchón hasta queMassimo dio un aullido de dolor

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al girar bruscamente el pielesionado y Martina lo obligó aregresar a la posición inicial. Seacariciaban y besaban con ganas,con rabia mezclada con ternura,parecía que no podían dejar dehacerlo.

—Me encanta tenerte aquí. —Se sinceró ella sonriente—.Aunque los dos sabemos que estasituación es un poco absurda. —Massimo enarcó las cejas—.Podrías haber llamado a Civitellay tus padres habrían venido deinmediato para que te recuperarasen la Toscana.

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—Eso es verdad.—O podría venir Rita unos

días para cuidarte.—Y eso también —dijo en

voz baja—. Pero de haberlohecho no te tendría así. Necesitosentir que me amas, a pesar detodo lo ocurrido.

Martina apoyó los antebrazosen su pecho para verle los ojos.Podría mirarlos durante siglos yno cansarse nunca de perderse enellos.

—Nunca te he dicho que tequiero.

Massimo le acarició el

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pómulo con el dedo y dibujó lacurva de su barbilla.

—Me lo dices de muchasmaneras y no te das ni cuenta —murmuró mirándola con elcorazón en los ojos—. Dímelo,Martina, porque yo te quiero másque a nada.

Ella sonrió rendida. Esanoche podía haberlo perdido parasiempre, pero no ocurrió. Allí lotenía y se sentía muy feliz.

—Te quiero. —Le dio unbeso en los labios—. Te quiero,te quiero…

—Si te oyeras… Es

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demasiado hermoso para que loguardes en la boca —dijomientras ella murmuraba sobresus labios aquellas palabras porprimera vez—. Que nunca se tequede un «te quiero» por decir.

Y él también se lo dijo. Aloído, susurrado sobre la piel,besándole las mejillas y el cuellomientras entre los dos sedeshacían con presteza de la ropaque aún cubría a Martina. Seacariciaron por todas partes,recreándose en las sensacionesque despertaban el uno en el otro.Massimo la hizo rodar para

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quedar sobre ella. Arrodilladoentre sus piernas, cubrió sucuerpo de besos cargados de unadulzura casi infinita. Rozó su sexocon lentos envites hasta enterrarsedulcemente en ella. Hicieron elamor despacio, con ganas deprolongar el placer todo loposible, mirándose con el deseode tenerse como se tenían y que alfin veían cumplido. Ella le clavólas uñas en los músculos de laespalda, él hundía los dedos ensus caderas atrayéndola parasumirse en ella más y más.Culminaron jadeando sus

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nombres, abrazados como sifueran un solo cuerpo. Vibrantesde felicidad.

***

Por la mañana, mientraspreparaba el desayuno, Martinadecidió que por un día que sesaltara las clases no iba ahundirse el mundo. Preferíaquedarse con Massimo. Pensótambién en acompañarlo a su casapara que recogiera algo de ropa.

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Retiró la cafetera del fuego y, alllevarla hacia la mesa, se vioreflejada en la ventana y se diocuenta de que no se le borraba lasonrisa tonta de la cara ante laidea de tenerlo con ella dossemanas enteras.

Escuchó el ruido del secadoren el cuarto de baño. Esosignificaba que Massimo ya habíasalido de la ducha y que era suturno. La puerta estaba abierta,desde el pasillo lo vio sentado enel WC, secándose la vendaelástica adhesiva del tobillo.

—Y decías que no

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necesitabas ayuda para ducharte.—Lo regañó con los brazos enjarras.

Massimo levantó la vista ysiguió a la tarea.

—He mantenido el pie fuerade la mampara, pero aun así se hamojado un poco la venda.

Martina le dio la espalda y sedesabrochó la bata. Massimo,instantáneamente, dejó el secadorsobre el cesto de la ropa sucia ytiró de ella, cogiéndola por lacintura para obligarla a girar. Conambas manos, hizo caer la bata deMartina desde los hombros y la

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atrajo aún más, fascinado con eltriángulo de rizos rojizos en elvértice de sus piernas. Loacarició como si fuera su tesoro,al fin había constatado que a laluz del día era del mismo colorque en sus fantasías desde que lointuyó aquella noche en lapenumbra de un hotel.

—Quieta. —Ordenórodeándole la cintura con el brazolibre, cuando ella echó la caderaatrás.

Martina se rindió sumisa a suscaricias.

—Pensaba hacerme una

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depilación integral… —Loprovocó.

—De eso nada. Con el restode tu cuerpo haz lo que quieras,pero esto es mío.

—Estate quieto. —Rio,intentando taparse con una mano,tanto toqueteo fetichista la poníanerviosa.

—Deja que te haga una foto.—¡No!—Lo quiero como fondo de

pantalla en mi móvil. —Insistiócon una sonrisa maliciosa.

—Eso, para que te lo dejespor ahí y lo vea todo el mundo.

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—No le diré a nadie que estuyo. —Ronroneó intensificandolas caricias.

Estaba desnudo y, con eljuego, su erección habíaalcanzado su máximo tamaño.

—¡Es que no hará falta! —Rio, el color pelirrojo erasuficiente carta de presentación.

—Ven aquí —murmuróagarrándole el talle con lasmanos.

Le besó los pechos con laboca abierta, engulléndolos comosi no existiera más deliciosodesayuno. Los mordisqueó y

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lamió a placer, y luego loscontempló brillantes yenrojecidos por el roce de sumentón rasposo.

—Tendré que afeitarme antesde hacerte estas cosas. —Decidió, pasando la mano por sussenos llenos de rozaduras.

—Me gusta así —dijoMartina, suspirando de gusto.

Massimo sonrió, empuñó sumiembro con la mano y la agarrócon la otra por las nalgas paraque lo montara. A Martina se leescapó un gemido de placercuando se empaló hasta lo más

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profundo.—¡Mmm…! Tenemos que

investigar esta postura. —Sugirió,moviéndose sobre él.

—Despacio, tigresa —murmuró—. Si sigues meneándoteasí, acabarás conmigo en unminuto.

Le pasó la barbilla por elcuello y ella se encogió con unestremecimiento.

—¿No dices que te gusta queraspe?

Ella le cogió la cabeza conlas dos manos y se inclinó haciaatrás, colocándole los pezones a

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la altura de la boca. Massimo riosuavemente.

—¿Cómo te gusta? —preguntó restregando lamandíbula por sus botonesrosados—. ¿Así? —Repitió; yatrapó uno entre los labios—. ¿Yasí?

Cerró los ojos y lemordisqueó la garganta cuandoMartina comenzó a mecerse sobreél con excitante alegría. Yentendió que, más que gustarle,sus rudas caricias mañaneras lavolvían loca.

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***

En Civitella, Enzo respirabatranquilo al leer el WhatsApp deRita. Ir a por un bebé era algo queambos querían decidir sin prisas.Por ello sintió tanto alivio al leeren la pantalla del móvil que noiban a ser papás de un pequeñomaquinista de tren. Contentocomo estaba, quiso darle unaalegría al padre de su chica. Paradecepción de Enzo, el señorEtore no se entusiasmó nada alver los montoncillos de billetes

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en la mesa del despacho.—¿De dónde ha salido este

dinero? —Indagó, alarmado.—De sobres que fui

encontrando en el fondo de loscajones.

—Ah, caramba. —Recordódándose una palmada en la frente—. A veces no veo el momentode ir al banco a ingresarlo y alfinal se me olvida. ¿Tanto había?

—Lo más gordo me lo dio sumujer. Estaba guardado en unacaja de zapatos en el fondo delarmario de su cuñado.

—¿Gigio? —Cuestionó con

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los ojos muy abiertos.Enzo lo frenó con la mano

alzada antes de que conjeturara lopeor. Que el difunto tío Gigioopinara que el único banco defiar es un calcetín bajo elcolchón, no significaba quealbergara malas intenciones.

—El hombre llevaba lascuentas a su manera. —Abogó afavor del muerto—. Esto debióguardarlo como fondo de reservapor si venían épocas malas.

El señor Etore cogió un fajode billetes de cincuenta euros.

—Bueno, pues eso que nos

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hemos encontrado. Ya sabes quetienes libertad para decidir, hazlo que creas conveniente.

—No, esta vez prefiero quedecida usted.

El hombre lo miró indeciso.—Ingrésalo en el banco.—Eso precisamente es lo que

no debemos hacer. Hacienda nosabe que existe este dinero.

—¿Dinero negro? —Siseócomo si la Guardia de Finanzahubiese llenado el despacho demicrófonos ocultos.

—Dinero B suena mejor.Beneficios no declarados. —

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Aclaró Enzo—. ¿Comprende porqué no puedo ingresarlo? «Rompíla hucha del cerdito y esto meencontré» no va a colar. Gástelo,hágame caso. Hay cerca de treintay cinco mil euros.

—¿En qué?Enzo no entendía la expresión

cada vez más amilanada del señorEtore. Cualquier otro en su lugardaría volteretas si encontrara undinero que no sabía que tenía porarte de birlibirloque.

—Yo qué sé, váyase con sumujer de crucero, o al Caribe yregálese la vista con las mulatas

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en bikini. —Sugirió; el señorEtore lo miraba poco convencido—. Aproveche para renovar lamaquinaria.

—Es casi toda nueva.—¿Un tractor?—Los que tengo están bien y

con esto no da ni para pagar lamitad de uno.

—Ese no es un problema, suscuentas están más que saneadas ydispone de liquidez. Además deesto —señaló, poniendo la manosobre los montones del escritorio—, las camionetas son bastanteviejas. —Sugirió, descartada la

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idea de un nuevo tractor.—Hacen su papel. —Rebatió

—. Se ven viejas y polvorientaspor fuera pero el motor lo tienenimpecable, que es lo que cuenta.Para el uso que les damos, sonperfectas.

Enzo estaba de acuerdo. Pararecorrer distancias cortas no seprecisaba más. La prudencia a lahora de gastar del señor Etore eraparte del éxito de aquel negocio.Sonrió sin querer porque aquelhombre le recordaba mucho a supadre, conductor de autobús contres hijos que alimentar. Siempre

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llevaba a reparar el coche, elhorno o incluso un despertador enlugar de tirarlo y cambiarlo poruno nuevo. Todo cuanto seestropeaba, intentaba arreglarloantes de darlo por perdido. «Hazlo mismo cuando te cases y tumatrimonio durará toda la vida;míranos a tu madre y a mí», ledecía siempre. Un sabio consejoque no tenía intención de olvidar.

—Sí me gustaría comprar uncoche para Beatrice. —Sugiriópor fin el señor Etore.

—No está mal pensado. Asípodría ir y venir al pueblo sin

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tener que conducir una de lasfurgonetas. —Opinó Enzo.

—Y de paso, dejaría depedirme las llaves del mío. Claroque, me preocupa. Le gusta muchopisar al acelerador.

—Elija un vehículo sólido.—Un todoterreno estaría bien.

Aunque no sé si le gustaría a ella.—¿Ha pensado en un pickup

truck? Le sacaría doblerendimiento.

—No se me había ocurrido.Por aquí no se ven muchos deesos, si los traen de EstadosUnidos serán muy caros.

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—Ahora fabrican pickupsdesde Ford hasta Volskwagen.Son una pasada —comentó, a lavez que tecleaba en el portátil.

Giró el ordenador y le mostrólas imágenes de varios modelos;en la caja descubierta cabían dosbalas de forraje e incluso unapareja de terneros. A Etore leagradó la idea. Su mujerdispondría coche propio, queademás podía utilizarse en lahacienda si fuera menester. Y lomás importante era la sorpresaque iba a darle. Esperaba que suesposa lo recompensara con una

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vueltecita por los alrededorespara estrenarlo, que bien podríaacabar con un revolcón en latrasera, bajo la luna o al calor delsol. Suspiró recordando cuandoeran novios, aparcaban unacamioneta del suegro en el pradoy distraían a las vaquitas con elñic y ñic de los amortiguadores.

—¿Ahora tienes un rato?Podríamos acercarnos los dos aArezzo, al concesionario. Para noelegir yo solo.

Enzo aceptó de inmediato.—Claro que sí. En cuanto

guardemos esto bajo llave —dijo,

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abriendo el primer cajón delescritorio.

***

La pick-up iba a tardar un par desemanas en llegar a Arezzo.Quince días eran mucho tiempo,así que el señor Etore no quisodemorar hasta entonces, comoguinda a la sorpresa, la puesta enpráctica de sus nuevosconocimientos sobre artilugioseróticos.

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El empujón que necesitaba selo dio el cambio de gusto literariode su querida esposa. Como quienno quiere la cosa, un díadescubrió que los libros queBeatrice solía leer en la camapara conciliar el sueño, habíancambiado de manera radical. Lasportadas con damas desmayadas ybucólicas imágenes de la campiñaescocesa fueron desapareciendode repente para ser sustituidaspor flores solitarias sobre fondonegro o sugerentes frutas partidascon títulos como Tiéntame,Apretújame o Cómeme toda.

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Etore no puedo resistirse a latentación de abrirlos y, consorpresa mayúscula, leyó al azaralgunos pasajes que, a pesar deser un hombre curtido, lo hicieronsonrojar como a un colegial.

Reflexionó entonces y achacóa ese cambio en sus gustosliterarios, la transformaciónobrada en su esposa, que parecíahaber redescubierto que sumarido existía. Con frecuenciaperdía el hilo de la conversacióny se quedaba mirándolo con ojoshambrientos, propiciaba rocescasuales cuando estaban en la

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cocina, o lo dejaba sin habla conuna palmadita en el culo o con unsorpresivo apretujón en la zonagenital.

Esa noche, en vista de quecompartieron el cuarto de bañocomo tantísimas veces y, porprimera vez en mucho tiempo,Etore no se sintió invisible, secargó de valentía, le arrancó latoalla y la secó de cabeza a piescomo un lacayo al servicio de sudama. Y aprovechó el momentoen que Beatrice se secaba el pelopara destapar el frasquito del gel frío-calor. Se colocó de medio

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lado sobre ella y, sin mediarpalabra, se dedicó a juguetear conel frasco entre sus piernasmientras la besaba en el cuello.El primer gritito de sorpresa deBeatrice fue sustituido porjadeos. A pesar de lo bien que loestaba pasando y del explosivoefecto que el gel milagrosoobraba en él sin haber entrado encontacto con su cuerpo, detuvolas caricias cuando los gemidosde su esposa amenazaban conromper la paz nocturna de la casay su erección se erguía con unentusiasmo inusitado.

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Como una mirada de cazador,la dejó huir del baño sin dejar decontemplar su soberbio culocamino de la cama. Fue hacia elequipo de música, mientras ellase tumbaba sobre las sábanas. Yaprovechó la penumbra paracalzarse el anillito farmacéuticocon el que pensaba dejarlaasombrada y más que contenta.

—¿No vienes? —Oyó a suespalda que lo invitaba con vozacariciadora.

—¿No te apetece un poquitode música para caldear elambiente?

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Si con las vacas y el sementalfuncionaba, una melodíasugerente podía incitar alacoplamiento a la raza humana.Por el contrario que con elganado, de gustos musicaleseclécticos, para su nueva etapa deintimidad matrimonial escogió laúnica canción que podíaexcitarlos a los dos. Nada debaladas ni letras melosas ni vocessusurrantes. Pulsó en elreproductor hasta llegar a la pistaseis del CD y la voz de MassimoRanieri llenó la habitación.

—¡Ay, mi Massimo!

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El señor Etore mandó alcuerno al cantante guaperas y seaplaudió a sí mismo por listo. Osurdato nnammurato lograbaestremecer a Beatrice porque esafue la canción napolitana quebailaron ante todos los invitadosel día de la boda. Y a él loenardecía porque se habíaconvertido en el himno oficiosode su amado equipo de fútbol. Sedio la vuelta y contempló aBeatrice, esperándolo con ganasen el centro del colchón.Encomendándose a SanMaradona, pulsó el botón del

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anillo vibratorio. La letra de laprimera estrofa, donde el soldadoen la trinchera recordaba a suamada, disparó en el pecho deEtore el pistoletazo de lasemociones desatadas.

Oje vita, oje vitamíaaaaaaaa…

¡Dios, qué estribillo! SuBeatrice lo llamaba con el deditoy la deseó más que nunca.

—¡Forza Napoli! —Gritólanzándose en plancha sobre ella.

Ella lo recibió en sus brazoscon una risilla de excitación.

—¿Qué es ese zumbido?

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Cariño, debe ser tu móvil. ¡Ay!,pero… ¡Uy! ¡Uuuy!

Etore le mordió el cuello conun gruñido y Beatrice le clavó lasuñas en las nalgas de la emocióncuando descubrió que no era elteléfono lo que vibraba.

***

Como le ocurría todos los días,Martina sonrió al llegar al aula dejuegos. Massimo era un increíbleencantador de niños. Ella estaba

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realizando sus prácticasuniversitarias en CorazonesBlancos, cuatro horas cadamañana. Pero todas las tardes ibaa recogerlo a los locales de laFundación y siempre encontrabala misma escena: Massimorodeado de críos pequeños, aveces se le subían al hombro. Enese momento los teníaentretenidos lanzando aviones depapel que previamente habíandoblado.

—Concurso de vuelo. —Aclaró al verla.

Con un par de palmadas

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animó a los chavalines a recogertodos los avioncitos esparcidospor el suelo. Sería la novedad desu presencia o sus dotes demando, la cuestión es queobedecían sin rechistar. Mientrasellos se afanaban con cuidado deno destruir su creación,«aerodinámicamente perfecta»,según les había recalcadoMassimo para que no loolvidaran, explicó a Martina quehabía convertido aquellaocurrencia en una especie detaller de manualidades, alabandode paso lo inteligente de su idea

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que ahorraba en materialesdidácticos, ni pinturas y gastosextras.

—Para tenerlos contentossolo hace falta un puñado defolios del montón de reciclar. —Concluyó satisfecho.

—Nicoletta estará encantadacontigo.

Se trataba de la responsablede la Fundación y coordinadorade las prácticas de Martina. Erauna mujer emprendedora quehabía rebasado la cincuentena. Unama de casa de familiaacaudalada que no comulgaba con

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la caridad a distancia ni con labeneficencia que evita mirar a losojos a los beneficiados. Deacuerdo con su marido, habíafundado una organizaciónhumanitaria dedicada a dardesayuno, atender y cuidar aniños hijos inmigrantes que aúnno tenían edad de serescolarizados; también se hacíancargo de niños más mayores,como los que rodeaban aMassimo en ese momento, fueradel horario escolar. Una suerte derespiro gratuito para sus padres,la mayoría rumanos y búlgaros

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que ejercían de músicoscallejeros. Muchos eran hijos demadres solas, empleadas delservicio doméstico o de localeshosteleros de tercera cuyoshorarios abusivos eranincompatibles con el cuidado desus hijos.

Martina reaccionó con muchaalegría cuando le asignaron aquellugar para hacer sus prácticas, yaque adoraba trabajar con niños. Yaquellos pequeños revoltososeran tan agradecidos que unasonrisa suya valía por milpremios.

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Tanto le hablaba a Massimode lo mucho que disfrutaba en laFundación que a él se le despertóel gusanillo. Mientras durara sulesión, acordó con Ada que no seharía cargo de Iris. Y comodurante el día veía tan poco aMartina, entre sus prácticas demañana, el trabajo y las tutorías,se aburría solo en el apartamento.Una tarde se acercó a CorazonesBlancos por curiosidad y desdeese día no faltaba ninguna,mientras ella estaba en launiversidad.

Massimo se puso de pie, con

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ayuda de las muletas y sedespidió de la monitoravoluntaria a la que había echadouna mano ese día.

—¿Cogemos un taxi o nosarriesgamos con el autobús? —preguntó Martina.

Massimo se las apañaba biencon las muletas, pero prefería queella lo acompañara.

—No tenemos prisa, ¿o sí? —Cuestionó dudoso, dado que encasa se pasaba horas pegada a loslibros.

—Ninguna.—Vamos. —Propuso,

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señalando la cafetería de laesquina—. Me muero por un café,estos niños pueden conmigo. Meagotan.

Por las tardes, solían haceruna cafetera para los voluntariospero ese día los pequeñajos loagobiaron de tal manera con elentusiasmo del concurso deaviones que no le dieron tiemponi a tomar una taza.

A Martina la enternecía eltrato que deparaba a unos niños alos que la mayor parte de la gentede aquella ciudad miraba conaprensión, con compasión o

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directamente ni los miraba,convirtiéndolos en habitantesinvisibles de la monumental yturística capital de Italia.Massimo los trataba con cariño,con un interés cordial, nadadistante; se preocupaba porescuchar lo que tenían que decir.

Se sentaron dentro, junto a losventanales, ya que ese día hacíabastante viento y la temperaturahabía bajado. Martina se despojódel anorak y ayudó a Massimocon las muletas para que él sequitara la cazadora de cuero.Todo ello, lo amontonó en la silla

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del rincón. Mientras tanto, él yahabía pedido dos macchiatihaciendo señas a una chica de labarra.

Martina notó que Massimo laobservaba muy fijo mientras lacamarera dejaba los cafés sobrela mesa.

—¿Me he pintado un ojo sí yun ojo no? —preguntó para sabera qué venía aquel escrutinio.

Massimo se mordió el labioinferior y premió con ungolpecillo en la nariz su ironíaarisca.

—No erices el lomo como

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una gata naranja.Para mayor mortificación,

Martina notó cómo le ibansubiendo los colores.

—Remueve el café que se teva a enfriar. —Pidió entreabochornada y contenta; legustaba la complicidad quecompartía con Massimo.

—¿Vas a contarme el motivode esa cara de preocupación queintentas disimular delante de mídesde que llegué?

Martina se mordió los labios.Era muy transparente, siemprehabía sido así. El estado de

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ánimo se le reflejaba en la cara.Y Massimo era muy intuitivo, conlo cual, empeñarse en guardárselopara ella era una batalla perdida.Además, reconoció que teníaganas de desahogarse con él ycontarle el atolladero en el que seveía sin salida posible.

—No sé cómo salir de esta,Massimo.

—Sea cual sea el problemaque te agobia, me tienes paraayudarte. Creo que lo sabes.

Ella se lo agradecióacariciándole la mano por encimade la mesa.

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—No quiero involucrarte, esoes todo.

—Ya estoy involucrado. Todolo que te afecte, me afecta a mítambién.

Martina bebió un sorbo demacchiato dispuesta a sincerarsecon él.

—Mis padres me dejaron unacasa maravillosa en Roma,creyendo que hacían lo mejor pormí y, sin saberlo, me metieron enuna trampa.

—Sí, ya me has hablado deello.

—A mi tía no le sentó nada

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bien que rechazara su ayudaeconómica cuando dejé laresidencia. Y mucho peor le sentóque me alquilara un apartamentosin recurrir a su dinero. Sabe queno la necesito y eso la enfurece.

Massimo asintió. Ya sabíaque el abuelo de Martina pagabalos gastos de la Universidad. Yque, para no abusar además depor amor propio, Martinatrabajaba en la pizzería paracostearse la manutención por símisma.

—Es una egoísta —opinóMassimo sin contemplaciones—

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cosa que sabes mejor que yo.¿Qué te ha hecho esta vez?

—También le sentó como untiro saber que Rocco tieneproblemas con la justicia.Supongo que por las posiblesconsecuencias que pueda tenerpara ella, porque alguna vez hancompartido negocios.

—Negocios sucios. —Matizócada vez más caliente—.Empiezo a tener muchas ganas deir a decirle cuatro cosas a labruja de tu tía. Como me toque laspelotas vengándose contigo puedeque siga el camino de su amigo

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Rocco.—No es eso lo que me

preocupa, ni él ni ella, para míforman parte de un pasado queespero que no vuelva. Si hanhecho algún negocio oscuro, cadacual que asuma las consecuenciasde sus actos —afirmó rotunda—.Ella no es pasado. —Rectificó—.Sigue como una presencia odiosaen mi vida. Ese es el problema.Cuando me marché de casa, yasabes que dejó de pagar mimatrícula y, bueno… tuve querepetir el semestre.

Massimo guardó silencio. No

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quería volver a insistir en laestupidez que cometió nopidiendo ayuda a nadie pororgullo, ni a él ni a su abuelo.

—Yo hacía tiempo que teníael Fiat Punto averiado. —Prosiguió—. Por eso Rita y yotuvimos que ir en tren a Civitellaen Nochevieja.

—Cómo olvidarlo.Ella detuvo su ironía con una

mirada de súplica, no queríavolver a revivir disgustospasados. Massimo le apretó lamano para transmitirle sutranquilidad; ese era un tema

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muerto y enterrado.—Yo podría trabajar a tiempo

completo, pero no quierodescuidar mis estudios ahora queestoy a así de acabarlos. —Lemostró un espacio diminuto entreel índice y el pulgar—. Elmecánico se cansaba de tener elFiat ocupándole sitio en el tallery yo no gano lo suficiente parareparar una avería en el cambiode marchas que cuesta más de dosmil euros.

—Yo te los presto —dijorápido—. Y esta vez no me digasque no.

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Martina sacudió la cabeza yse recolocó los rizos detrás de lasorejas.

—Ya no es necesario. Pedíconsejo a Enzo, que también seofreció a dejarme el dinero.Como me negué a adquirirdeudas, seguí su consejo y medeshice de un vehículo que nopuedo mantener.

—¿Por qué Enzo y Rita no medijeron nada de esto? —Indagó,tratando de no mostrarse furiosoal constatar que era el último enenterarse de que se había vistoobligada a vender su Fiat Punto.

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—Porque no es un problematuyo, Massimo. O era, mejordicho. Tenía diez años ya, másadelante ya me compraré uncoche. Cuando pueda y me hagafalta de verdad. Aquí en Roma nolo necesito porque me muevo enun radio de cuatro calles.

A regañadientes, aceptó sudecisión. Sentía saber que noandaba sobrada de dinero. No esque él fuera millonario, pero enpocos meses Martina habíapasado de la comodidad a laestrechez y, a pesar de losatisfecha que la veía con el

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cambio, no era algo que lopusiera contento.

—Resumamos —indicó conun gesto de la mano—: Vives conlo justo, como algo temporalhasta que te examines y obtengasun empleo acorde con tuformación. Y, si las cosas seponen negras, siempre cuentascon la ayuda de tu abuelo.Vendiste tu coche, un problemamenos. ¿Qué es entonces lo que tepreocupa?

—Hace poco recibí unrequerimiento del Ayuntamiento.Mi tía sabe que, ahora que soy

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independiente, puedo recurrir encualquier momento a un abogadopara que anule la disposicióntestamentaria. —Reveló inquieta—. Ha dejado de pagar losimpuestos. Es su obligación comousufructuaria, pero si la casafuese embargada soy yo quien lapierde porque la propiedad esmía. ¿Entiendes ahora por qué medejaron mis padres una trampa?

—Mientras obrara de buenafe, no tendrías que tenerproblemas y eso es lo quepensaban tus padres. No lesculpes.

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—No lo hago, pero puedoperderlo todo si no hago frente alos impuestos. Y no son losúnicos que debo abonar, según hesabido después. —Detalló singuardarse nada—. Enzo meaconsejó que pidiera un préstamobancario. Puedo avalarlo con lacasa, pero con un empleo tanprecario haciendo pizzas porhoras me niego a contraer deudascon los bancos.

—No te agobies, tienes eldinero que te dieron por el coche.

—No, no lo tengo. Con esopagué el alquiler por adelantado

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de varios meses.—Estás sin blanca. —

Resumió, molesto.—Con el sueldo del mes, que

viene a ser lo mismo.Massimo levantó la mano

para pedir un segundo macchiato.—¿Otro?Martina asintió y él levantó

dos dedos señalándole la mesa ala camarera. Su cerebro de piloto,acostumbrado a estar alerta ypendiente de muchas cosas a lavez tuvo tiempo de cavilar, en esebreve lapso, una posiblesolución.

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—¿Me escucharás si te digolo que se me acaba de ocurrir?

—Adelante, claro que sí.—¿Hasta qué punto te importa

el dinero?—Con tener las necesidades

cubiertas y un capricho de vez encuando, me sobra.

—Estamos hablando de tucasa, una propiedad muy valiosaen la ciudad de Roma.

Martina reaccionó conexpresión de fatiga.

—Venderla me seríaimposible. Mi tía impugnaríacualquier decisión judicial y ya

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sabes cómo va de lenta lajusticia, pasarían años antes deque un juez la obligara a salir deallí. Enzo ya me lo propuso,advirtiéndome que sería máslento y largo que echar a uninquilino moroso.

—No estaba pensando en unaventa. Ya supongo que con tu tíadentro se convertiría en un intentoeterno.

—Entiende mi situación. Lacasa es mía, pero no la puedovender; vale mucho, pero mecuesta dinero. ¿Sabes que menegaron una beca porque poseo

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una propiedad de mucho valor?Soy una rica propietaria quetrabaja haciendo pizzas por horasy vive en una ratonera.

Massimo lamentó que fueratan cierto.

—Sé sincera, ¿hasta quépunto te importa tener una cuentaabultada en el banco?

—Te lo he dicho. Meconformo con no tenernecesidades y con podercomprarme algún capricho otomarme una cerveza sin que seme descalabre el presupuesto.

—Ya lo sé. Pero quería

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oírtelo decir en voz alta —confirmó antes de revelarle suidea—. A cualquier otra personale parecería una estupidezgrandísima. Mi sugerencia es queregales la casa. Te quitarás deencima todos los problemas.

—¿Una donación?—Exacto. Tú conoces los

locales de Corazones Blancos: noestán mal, pero no hay ventanas yla única luz natural es la que entrapor las puertas de cristal. Con unasede más grande, podrían ampliarsus servicios. Qué sé yo, comedorsocial, incluso albergue en casos

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de necesidad… Tú sabes más queyo de estos temas.

—¿Te imaginas a mi tíaconviviendo con los niñosrumanos?

—Tu tía se largaría conviento fresco. Si su imagen es tanvital para los negocios que dicesque tiene, de los que prefiero nosaber nada, no querrá que laprensa se haga eco de una mujerempeñada en arrebatar una casaque ha sido donada por sulegítima propietaria a unafundación humanitaria.

—Puede que no. Quedar

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como la bruja mala no leconviene, mucho menos cuandohay niños por medio. —Opinócon lógica—. Pero me juré queconservaría hasta mi muerte lacasa de mis padres.

Massimo le cogió las dosmanos por encima de la mesa.

—Martina, has empezado caside cero. Deja de una vez esaparte de tu pasado atrás también.Tus padres encontraron la muertemientras intentaban que la vida deotras personas fuera un pocomejor. ¿Esa donación no sería lamanera más bonita de honrar su

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memoria?Martina bajó la vista; cuando

volvió a mirar a Massimo teníalos ojos brillantes.

—Sí, creo que es una buenaidea.

Massimo le sacudió lasmanos con aire travieso para querecobrara la alegría. La soltó yvertió su sobrecito de azúcar enel café.

—Luego llamaremos a Enzo.Él sabrá qué pasos legales tienesque dar; ya verás como seencargará de todo. —Aconsejó—. Y Nicoletta se va a morir de

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alegría cuando se lo digas; yaverás como se hará cargoencantada de la deuda con elAyuntamiento y de los gastos quelleve el cambio de titularidad.

—Yo creo que sí.—Seguro; aunque Enzo ya te

aconsejará si es conveniente quelo pactes en los documentos de ladonación. No estaría de más.

Martina sonrió llena deilusión.

—¿Te imaginas el jardín demi casa lleno de columpios?

Volvía a tener los ojosbrillantes.

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18 - Amor ciego

Enzo salió de la ducha fría aúnmás caliente que cuando entró. Eljueguecillo provocador de Rita loponía muy cachondo, tanto comopara hacerle esconder las ideassensatas en el rincón más heladode su cerebro.

—Siesta, siesta, siesta. —Repitió mientras se secaba lacabeza, con una idea clara enmente.

Iba a darle a su dulce conejitauna sorpresa. A medias, porque

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ella le había dejado claras susintenciones y ya debía imaginarque él acudiría al asalto a sudormitorio dispuesto a lanzarsecomo un tigre sobre su presa.Sonrió a la imagen que ledevolvía el espejo, imaginandolas diabluras que iban a sucederen cuanto la tuviese al alcance dela mano.

Ni se molestó en pasarse unpeine. Con el pelo revuelto ycompletamente desnudo, abrió lapuerta del baño y oteó a un lado ya otro del pasillo. Maldijo entredientes, porque había dejado las

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gafas en el dormitorio. Pero noiba a perder el tiempo en regresara por ellas, para el asunto al queiba a dedicarse, no le hacíanninguna falta. Corretear enpelotas a media tarde por la casade los padres de su chica era lamayor temeridad que habíacometido desde los doce años,cuando tuvo la ocurrencia demeter un petardo encendido en unbuzón de correos. Pero el peligrolo excitaba, asumió acariciándoseel miembro más duro que elpedernal.

Aguzó la mirada y contó hasta

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tres puertas borrosas que percibíaa la derecha del cuarto de baño.Sin pensárselo dos veces, corriópor el pasillo, abrió la tercera yse metió dentro en un visto y novisto. El cuarto estaba casi aoscuras, porque lascontraventanas permanecíanentornadas. Sin hacer ruido nipara respirar, trató de enfocar lavista, ayudado del estrecho haz deluz que se filtraba entre losportones entrecerrados delbalcón. En el centro de lahabitación se adivinaba la cama,su sexo brincó de contento al

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distinguir lo amplia que era. Depuntillas se aproximó para atacarpor la espalda a Rita, aunque sinlas gafas solo veía un bultooscuro tumbado del lado derecho,de cara al balcón. Su chica iba allevarse una sorpresa de lo másexcitante. De un salto se tumbó enel colchón.

—¿Me estabas esperando,conejita? —susurró pegándosecompletamente a su espalda.

En cuanto sus cuerposentraron en contacto, a Enzo se ledesencajó la mandíbula, muertode espanto. Y deseó que lo

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tragara la tierra.—No soy tu conejita, pedazo

de golfo —murmuró una vozcavernosa y somnolienta—. Yaparta ese bulto de mi culo o ereshombre muerto.

***

Enzo bajó de la cama de un salto,al tiempo que el padre de sudulce rubia hacía lo propio por ellado contrario. Cuando este abrióde par en par las contraventanas,

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tuvo que entornar los ojos paraadaptar las pupilas a la súbitaclaridad que dejó todo a la vista.Su desnudez incluida. El señorEtore se dio la vuelta con unamirada que, aunque a esadistancia no distinguía del todo,Enzo imaginó muy poco amistosa.Como movido por un resorte secubrió la entrepierna con ambasmanos.

El padre de Rita lo barrió conojos de peligro, fue hasta el cajónde la mesilla más próxima,extrajo unos calzoncillos y se loslanzó al aire. Enzo, a pesar de ver

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borroso, no la pifió y los cazó alvuelo.

—Póntelos. —Ordenó elseñor Etore—. No estoydispuesto a hablar con un tipo queme enseña las vergüenzas. Porquevamos a hablar. Tú y yo.

Enzo observó el espantososlip color carne de los queremarcan el paquete, que en otrasituación no se habría puesto nimuerto, pero optó por no discutiro corría el riesgo de acabarjustamente así: muerto a manosdel padre de su amada. De paso,ocultaría el bochornoso

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arrugamiento de su pene que, porculpa del susto, había pasado deposición de firmes a flácidodescanso en cuestión desegundos.

Y mientras se colocaba el másespantoso modelo de ropainterior masculina que podíaimaginarse, pensó en decirlecuatro cosillas a Rita en cuanto setopara con ella. ¿No había dichotercera puerta a la derecha? A lomejor quiso decir mirando haciala puerta del baño, ¿o de espaldasa ella? Qué más daba ya,concluyó con un apretón para

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acomodarse el paquete.—Siéntate. —Volvió a

ordenar el señor Etore, a la vezque le señalaba una silla junto ala cómoda.

Él obedeció y el hombre lohizo en la cama, justo enfrente deél. Enzo observó sin disimular sutorso peludo, la más queprominente barriguilla y los slipsidénticos a los suyos que seperdían debajo de esta. Pero encolor verde botella, según dejababien a la vista el abultamiento deese color que se distinguía entresus piernas abiertas. Alzó la vista

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del cuerpo semidesnudo que teníaenfrente hasta llegar a los ojos ydecidió ir al grano.

—Antes de nada… —Tratóde explicarse Enzo, alzando lamano con aire apaciguador.

—Antes de nada me vas aescuchar tú con mucha atención,¿entendido?

Enzo asintió con la cabeza yoptó por cerrar el pico, no fuera aser que el señor Etore sesoliviantara todavía más.

—¿Qué venías buscando yquién es esa conejita?

El orgullo de macho

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envalentonó a Enzo, porque alzóuna ceja y le sostuvo la miradacon cara de tener un póquer deases.

—Me parece que es usted losuficientemente inteligente comopara no necesitar explicación ni alo primero ni a lo segundo.

Aquel arranque de osadíadejó patidifuso a su interlocutor,que se quedó mirándolo con laboca entreabierta. Acto seguido,el señor Etore se echó a reír entredientes, sin disimular suadmiración.

—¿Has pensado qué podría

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haber pasado si, en lugar deconmigo, en esta cama —indicódando una palmada sobre elcolchón—, hubieses encontrado ami mujer durmiendo la siesta? Yote lo diré: ella te habría castradoy a estas horas estaría cortando tusalchicha en rodajas.

A Enzo se le erizó el vello dela nuca y le ordenó a su cerebroque borrara de inmediato aquellaespeluznante imagen de su mente.

—¿Puedo hacerle unapregunta de hombre a hombre? —Pidió mirando al señor Etore a lacara. Este lo invitó a hacerlo con

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un leve cabeceo—. De estar enmi lugar, ¿no habría intentado lomismo?

—Yo soy un caballerodecente, respetuoso y…

—Déjese de rodeos.—Mi suegro tenía una

escopeta.Permanecieron mirándose a

los ojos y de pronto se echaron areír como un par de zorros.

—Por suerte para mí, usted noes aficionado a la caza —comentó Enzo.

—Me bastan con estas dosmanos para retorcerte el

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pescuezo. —Avisó,mostrándoselas.

Enzo ladeó la cabeza consuficiencia y se lo jugó todo a unacarta.

—No le creo capaz de darleun disgusto semejante a su hija.

—No, en eso te doy la razón.—Refunfuñó, aceptando loevidente—. Parece que te tienecierto aprecio.

—Sí, eso parece. —RecalcóEnzo, sonriendo de medio lado.

El señor Etore se quedóobservándolo pensativo. Antes derevelarle la idea que tenía en

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mente, se cruzó de brazos.—He notado que Rita y tú os

lleváis muy bien.—Es una manera de decirlo…—No me interrumpas. —

Rogó—. Hoy justamente teníaintención de hablar contigo.Aunque no lo creas, he estadoobservándote durante las últimassemanas y tengo que reconocerque cada día me sorprende más tumanera de trabajar. Me gusta tuprudencia.

—Gracias.—No es un cumplido —

recalcó—. Posees fuerza,

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decisión, dotes de mando… Y unavisión de futuro que ya megustaría para mí. Yo tengo laexperiencia que a ti te falta y tú elempuje para continuar con unnegocio que quiero dejar enmanos de mi hija. Pero ella solano sabría llevar la parteeconómica, todos los papeleoslegales y esa mandanga de losimpuestos.

—Para eso me contrató, ¿no?—Quiero proponerte que

trabajes aquí a tiempo completo.—¿En exclusiva?—Sí. Piénsalo bien antes de

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tomar una decisión. Sé que esmucho lo que te pido, porque tuempleo actual es un puesto deélite en un gran banco. Y la míaes una explotación modesta yfamiliar, —hizo hincapié lapalabra para que a Enzo no lepasara desapercibido el mensajeimplícito en su oferta— requiereuna dedicación en cuerpo y alma.

—No soy imprescindible.—Yo sí creo que lo eres. —

Opinó el señor Etore—. Vamos aver, tú entiendes del mundo de laempresa y, ahora que conoces lanuestra, ¿qué se necesita para que

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la hacienda funcione?—Una cabeza sensata.—Esa es mi mujer. ¿Qué más?—No subestime la suya, que

es la que más valoro. Conste quees mi opinión profesional yaséptica, no crea que lo halagoporque sí. —Aclaró; el hombreasintió complacido y muyagradecido—. Se necesitatambién una persona con dotes demando y a la vez querido yrespetado por los empleados.Obviamente, experto también enla crianza de ganado y las laboresagrícolas.

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—Muy bien, ese soy yo. ¿Quémás necesitamos?

—Una imagen moderna, conideas innovadoras y manoizquierda para las relacionespúblicas y para tratar con losclientes.

—Esa es Rita. ¿Y?—Alguien que lleve al día la

documentación, vigile lasinversiones y controle las cuentascon un poco sentido común.

—Ese eres tú. —Aseverómirándolo fijamente.

—Eso lo puede hacercualquiera. Un gestor externo, sin

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ir más lejos.—Yo no me fío de cualquiera.

Confío en tu criterio.—Me halaga saberlo.—Pues que no te halague, que

no es lo que pretendo. Te quieroaquí al pie del cañón, porque séque mirarás por esta haciendacomo si fuera tuya. Y eresabogado además, no dejarás quenadie te tome el pelo.

—No es mala oferta. Peroquiero aclararle, antes dedecidirme, que la banca Sanpaolono es mía y me dejo la piel. Nonecesito que esta finca me

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pertenezca para desempeñar mitrabajo del modo más competente.

—Es una cuestión dehonestidad, ¿no es así? —Asumióel señor Etore.

—Y de ser leal. Con ustedes,con Massimo y, muy en especial,con Rita.

El señor Etore se sintióorgulloso de él, solo conescucharlo hablar con tantaseriedad y madurez.

—Me gustaría pensar que enel futuro esto estará en manos dealguien como tú, que velará conla razón y el corazón por estas

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tierras y por el negocio al que hededicado toda mi vida. ¿Lopensarás?

Enfrascados en laconversación, no se dieron nicuenta de que la señora Beatricelos miraba desde el quicio de lapuerta con los brazos en jarras.

—¿Puede explicarme alguienqué hacen dos hombres desnudosen mi dormitorio?

Ambos giraron la cabezahacia la recién llegada, sin sabercuánto tiempo llevaba allíplantada.

—Hablar de negocios —

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explicó el señor Etore con maltalante, abochornado de que sumujer le estuviera lanzandoaquella mirada reñidora enpresencia de Enzo.

—¿En calzoncillos? —Cuestionó ella con un tonilloviperino.

—Sí. —Gruñó su marido—.¿Algún problema?

***

—Odio las despedidas, pero es

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inevitable. Ahora sí debomarcharme.

Le habría gustado demorarmás su estancia en el pequeñoapartamento, pero el traumatólogodel hospital militar aseguró queestaba recuperado del esguince yel deber lo reclamaba en la baseaérea. Lo habían convocado parauna nueva misión. Debía brindarvigilancia y seguridad a lospesqueros italianos que faenabanen los grandes bancos deemperador y pez espada delÍndico, ante los reiteradosataques de piratas somalíes. Y

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antes de volar rumbo a Áfricaquería pasar un fin de semana enCivitella con Iris, para que suspadres disfrutaran también de sunieta.

—No es tan malo. —Sonrió,acariciándole la mejilla—. Almenos veré las Seychelles desdeallá arriba.

Martina, que tampoco podíadisimular cuanto sentía sumarcha, lo miró con resignación.Aquellos días de convivenciahabían sido una especie de oasisde felicidad compartida donde nohubo cabida para Ada ni para tía

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Vivi. Ni siquiera para Iris.Intimidad que les permitiódescubrirse el uno al otromediante pequeños detallescotidianos, largas conversacioneso cuando se sumían durante horasen una espiral de lujuria y deseo.

—¿Cuándo volverás de laToscana?

—El martes.—Quiero pasar contigo la

última noche antes de tu partida.Massimo se miró los zapatos

y sacudió la cabeza con gestorotundo.

—No, Martina. Eso sería

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como una despedida y en la camacontigo no quiero miradasmelancólicas ni silencios tristes.

—De acuerdo, —aceptó—cuando regreses.

—Volveré con muchas ganasde ti. —Sonrió besándola en loslabios—. Vente con nosotros estefin de semana a Villa Tizzi.

—No, mejor no.Massimo le cogió las mejillas

con las manos.—Mis padres te aprecian, ya

lo sabes. —Rogó—. No los hagaspagar por un error que yo cometí.

—Me duele que pienses así

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de mí, Massimo, porque no haynada de verdad en lo que dices.Yo también les tengo muchocariño, pero no quiero volver a tucasa. De momento, no.

—No me gusta escuchar eso.—Me da vergüenza

presentarme allí después de cómome marché en Nochevieja, sinsiquiera despedirme.

—Eso está olvidado.Tendremos muchos defectos perolos Tizzi no somos rencorosos.

Martina prefirió zanjar eltema para que no insistiera.Sonriendo al ver el azul de sus

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ojos que conseguían hacerlasoñar despierta, le acarició lafirme musculatura del torso porencima de la camisa.

—¿Cuándo podré verte con eluniforme elegante, como enOficial y Caballero?

La expresión afable deMassimo se endureció. Le cogiólas manos e hizo que las bajarapara dar fin a las caricias.

—Esa parte de mi vidaprefiero no compartirla contigo.No mientras pienses que soy unpayaso disfrazado de héroe.

Martina le cogió las manos

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para que la escuchara conatención.

—Aquel día dije cosas de lasque me arrepiento.

Massimo soltó aire, con unafrustración inevitable. Odiaba queaquellos días compartidosacabaran con una conversaciónque habría preferido no abordar.

—Martina, yo admiro a qué tededicas y la meta que persiguesen la vida. Yo no quiero tuadmiración, porque no quierosalvar ninguna patria. Meconformo con acostarme cadanoche con la conciencia tranquila

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y la satisfacción de saber que hehecho algo por los demás. Para tino significa nada y para mí lo estodo.

—Acabas de decir que noeres rencoroso. ¿Puedes hacer unesfuerzo por olvidar lo que dije?

—No te guardo rencor,Martina. Si lo hubiera dicho otrapersona, me resbalaría. —Confesó—. Es difícil que loolvide porque lo escuché de tuboca y tú me importas. Nonecesito que me admires pero almenos respeta lo que soy.

—Claro que te respeto. —

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Confesó besándole las manos—.Y te admiro, ¿cómo puedesdudarlo cuando estás apunto demarcharte y no sé si volverás?

Massimo ladeó la cabeza ysonrió. El temor en sus ojos era laprueba de cuánto significaba paraella.

—Vaya manera de darmeánimos. —Bromeó dándole unbeso rápido y castigador.

—Me importas muchísimo —murmuró reclamando de nuevosus labios; Massimo la besódespacio, saboreándola pararecordar el calor de su boca

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cuando estuviera lejos.—Está bien, como veo que

tienes cierto fetichismo sexualcon los uniformes, —dedujo contono bromista— algún día tellevaré a la base y tendrás tumomentazo de película.

—Te tomo la palabra.—No quiero irme, pero se me

hace tarde. —Anunció mirando elreloj—. Piénsalo, bella, si yopuedo olvidar las palabras duras,tú también puedes hacerlo. Y merefiero a la noche de Fin de Año.No dejes de venir a la hacienda.

—Algún día, de verdad.

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Massimo sonrió y le dio undulce beso.

—Aunque veo que eluniforme alimenta tus fantasías —dijo haciéndole cosquillas paraarrancarle una sonrisa dedespedida—, si mañana o pasadonecesitas a ese tipo corriente queva dentro, sin los galones, en laToscana te estaré esperando.

***

Cuando lo hicieron salir del

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hangar, a menos de media horadel despegue, con el aviso de quehabía una chica empeñada enacceder a las instalacionesmilitares, de inmediato pensó queera ella. Massimo abrió losbrazos para que corriera hacia él.

—Necesitaba venir adespedirte —dijo Martina,abrazándolo con fuerza.

—¿Despedirme, por qué? Nome voy a la guerra.

—Pues a mí me asusta.Massimo aguzó la mirada con

expresión hambrienta.—Si querías darme una

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despedida en condiciones,podrías haberlo pensado antes yhaber venido conmigo a Civitella—dijo acercando los labios a suoreja para darle unos cuantosbesos traviesos y lamerle ellóbulo—. Me habrías dado unaalegría con un adiós en privadomás cariñoso… —Intensificó lascaricias con la lengua—. Y másardiente.

—No empieces —murmuró,con la piel erizada desde elcuello hasta el escote.

—Ssshh…, aguafiestas.Martina lo obligó a levantar

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la cabeza para que parara.—Lo he pensado en el último

momento. No me decidí allamarte ayer porque me daba unpoco de vergüenza pero…

—Pero ¿qué?—Quería darte esto.Se separó de él para abrir el

bolso. Rita era la culpable. Desdeel día que le señaló lacoincidencia, no podía pensar enotra cosa cada vez que veía lamarca en un supermercado o enlos kioscos.

Massimo arrugó la frente alverla sacar un paquete amarillo

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chillón de cacahuetes de colores.—¿Has venido para darme

una bolsa de M & M’s?—Lee. —Pidió ella

señalando el logotipo—.Massimo y Martina. Prométemeque la llevarás contigo hasta queregreses. Parece una tontería perosé que te dará suerte.

—Massimo y Martina… —Repitió sonriente—. Eresincreíble.

La atrajo para besarla con unapasión inusitada. Se oyeronalgunos silbidos del personal depista y el resto de militares.

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Massimo aún la abrazó másfuerte. Martina le enroscó losbrazos alrededor del cuello,cediendo al impulso de impedirque marchara a Somalia.

—No les hagas caso, metienen envidia. Yo también latendría —susurró orgulloso,mientras le repasaba con el dedoel contorno de los labiosenrojecidos.

—¿Pensarás en mí cuando telos comas?

Massimo le cogió la caraentre las manos y le acarició lospómulos con los pulgares.

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—Pensaré en nosotros. —Prometió en respuesta al ruegoque vio en su mirada—. Mevuelve loco el chocolate, peroaunque me muriera de hambre, nome comería mi talismán de labuena suerte.

Martina le desabrochó elbolsillo del uniforme de vuelo ala altura del pecho y guardó labolsita amarilla. Después, sededicó a mirarlo con deleite.Estaba para comérselo despacito,así vestido de aviador.

—Qué bien te sienta eluniforme —dijo con una mirada

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hambrienta.—No sigas.—Deja que disfrute de mi

momento Top Gun. —Exigió conuna sonrisa traviesa.

—Ah, eso quiere decir que yahas olvidado al marine de Oficialy Caballero.

—Si tú te niegas, tendré quepedírselo a cualquiera de esossoldados… —Sugirió, mirandocon malicia a los que se veían enlas puertas del hangar.

Massimo efectuó un rápidogiro estratégico.

—Buena idea. —Sonrió

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mirando como un halcón hacia elgrupo del hangar; no solo habíahombres, sino también chicassoldados y oficiales—. Yo lespediré a ellas que cumplanalgunas fantasías que…

—En el curso aquel deEspaña, ¿había mujeres también?—Recordó, con un ligeromosqueo.

Massimo sonrió con maldad.—Sí.—Nunca lo mencionaste

cuando me llamabas por teléfono.—Esa teniente de ahí y

aquella capitana también…

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—¡Eh!… —Protestó ellagirándole la cara para que lamirara a ella.

—¡Eh! A esos ni los mires. —Contraatacó antes de estrechar elabrazo para besarla reclamandosu posesión delante de todos.

Cuando Massimo se separóde ella, Martina sentía en loslabios los latidos del corazón.

—Prométeme que volverás.—Rogó en un susurro.

Él quiso alejar sus miedoscon una sonrisa confiada. Ningunamisión estaba exenta de riesgos,pero la que tenía por delante no

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revestía un peligro serio. A pesarde ello, la mujer que tenía entrelos brazos y lo miraba con ojosllenos de anhelo no sospechabaque era parte de su aliciente pararegresar sano y salvo.

—Si tú me esperas, volveré.—Afirmó antes de despedirse deella con un último beso que fuemás que una promesa.

***

—A mí no me preguntes. —

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Refutó Rita—. Ábrela y losabrás.

Martina no hacía más que darvueltas a la cajita de regalo sinatreverse a abrirla; en partetambién para demorar elcosquilleo interior que leprovocaba tener aquella sorpresade Massimo en las manos.

—Y dices que no te contó dequé se trata. —Asumió,acariciando con el dedo el lazodorado.

Hacía una semana queMassimo estaba destacado en lacosta índica del cuerno de África.

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Martina sabía que él ya estaba altanto de cuánto le gustaban lassorpresas. No tenía la menor ideade qué podía ser. La caja era dejoyería, pero no podía tratarse dealgo íntimo, puesto que se lahabía hecho llegar con Rita comomensajera.

—¡Ábrela de una vez ysaldremos de dudas!

Antes de hacerlo, la hizosonar agitándola cerca de laoreja. Por un segundo lo imaginóconduciendo hasta Florencia yescogiendo para ella un detalleespecial. Pudo hacerlo cuando

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estuvo en Civitella el fin desemana anterior a su partida. Peroel ruido la hizo descartar lafantasía romántica, las joyas finasno sonaban como una huchamedio vacía.

Deshizo el lazo y la abrió porfin.

—¿Qué? —preguntó Rita.Sin decir palabra, Martina le

mostró el contenido.—¿Y? —La instó Rita otra

vez, casi en ascuas.—Pues eso digo yo, ¿qué

significan estas dos llaves viejas?—¡Ay, Martina, no seas

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taruga! ¿Qué no ves que son lasllaves de un coche? ¡La del motorde arranque y la otra para lapuerta y el maletero!

Martina la miró perpleja,acostumbrada a las modernastarjetas electrónicas de puesta enmarcha y control de cierre, ya norecordaba cuando fue la últimavez que vio una desusada llave deauto.

—¿Vas a asomarte al balcón otengo que empujarte yo? —Rebufó Rita, con los brazos enjarras.

Martina se levantó del sofá de

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un salto y fue corriendo a abrir elbalcón. Un montón de curiososrodeaban su sorpresa.Emocionada, se llevó las manos ala cara al ver el viejo FiatSeiscientos. Ya no era colorcrema, ¡lo habían pintado de rosa!El mismo con el que Massimoaprendió a conducir, ese quellevaba reparando tanto tiempodurante sus ratos libres. La gentehacía fotos al cochecito, porquelucía un lazo enorme en el techo;parecía un juguete envuelto porlas manos de un gigante.

Un segundo después, las dos

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bajaban las escaleras a saltos yatropelladas, vestidas de trapilloy con zapatillas de ir por casa.

—¡Ay, Rita! El corazón me vatan rápido que se me va a salirdel cuerpo. Conque no lo sabías,¡te voy a matar!

—Sin mentirijilla no habíasorpresa. Quería dártelo él enpersona antes de partir a lamisión, pero no terminaron depintarlo a tiempo. —Se escudócontenta de verla tan emocionada—. Te ha gustado, ¿a que sí? Yapuedes darle las gracias a Enzoque fue quien lo trajo hasta aquí

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desde Civitella. Y le ha costadodos horas hacer el lazote este,pero ha quedado divino. Mi chicotiene unas manos… —dijo con unsuspiro.

—¿Tú estás segura de que elcoche es mío?

—¡Créetelo, tuyo parasiempre!

Como un par de locas,comenzaron a arrancar el papelcontinuo azulón del techo y de loslaterales del coche que Enzohabía colocado con tanto esfuerzosimulando una lazada. Aún conrestos de papel enganchados con

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cinta adhesiva, Martina abrió laportezuela. Tuvo que doblarsepara meter medio cuerpo ycontemplar el habitáculo. Dentroolía a abrillantador y a skayañejo. En la parte trasera había untapetito de ganchillo de colores,imaginó que era una viejareliquia. Un regalo de la novia alnovio de cuando Etore lo compró,a punto de casarse con Beatrice.

—Mensaje del capitán Tizzi.—Anunció Rita.

Martina salió tan deprisa alescucharla que se dio un golpe enla cabeza. Frotándose el cogote

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dolorido, vio que Rita lemostraba la pantalla del móvil,pero a esa distancia no fue capazde leerla.

—Dice que allí son las tres yya han comido. Me pregunta quesi te ha hecho ilusión.

Solo fue capaz de asentir conla cabeza. Giró en redondo y fuecorriendo hasta el portal. Una vezallí, sacó su móvil y se sentó enla escalera para hablar con él. EnRoma eran las once pero por loque Rita había dicho, allá lejosMassimo debía estar disfrutandodel tiempo de descanso tras el

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almuerzo.—Hola, bella. ¿Te gusta?—Mucho. Y no te extrañes si

te cuelgo porque estoy a punto dellorar como un bebé gritón.

Martina oyó su risa suave alotro lado de la línea.

—Cuídalo por mí, ¿deacuerdo?

—Pero no puedo aceptarlo.—Tú necesitas un coche y yo

tengo dos, ¿dónde está elproblema? Como comprenderás,el grande me lo quedo para mí.

Martina hizo una mueca aloírlo bromear, como si ella

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pretendiera que le regalara elBMW.

—No, Massimo…Escúchame. —Rogó para acallarsus protestas—. El Seiscientos esuna joya de familia.

—Es una cafetera con ruedas.—Pero es una tradición…—Es mío y se lo regalo a

quien me apetece, se acabó ladiscusión.

—No estamos discutiendo. —Alegó para que la escuchara—.La primera vez que nos vimos enVilla Tizzi, ¿te acuerdas?

—Como si fuera hoy.

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—Aquella tarde me dijisteque ibas a hacer que volviera afuncionar para que algún día Irisaprendiera a conducir con él.

—Para eso faltan unoscuantos años —argumentóMassimo para que aceptara elregalo de una vez—. Y unpequeño detalle que se te hapasado por alto. ¿Aún no hasnotado que ha salido del tallerbastante femenino?

Martina sonrió, ¡cómo para nodarse cuenta con el color rosa quehabía escogido!

—Dije un color alegre, para

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una chica, y ya ves el resultado.—¡Ha quedado monísimo!Martina lo oyó reír al otro

lado de la línea.—Al final el chapista va a

tener razón. Me dijo que teencantaría.

El corazón le latió más rápidoal descubrir cuánto significabaaquel tono escandaloso. Massimohabía transformado el coche delos hombres Tizzi en un coche dechica, el de sus dos chicas.

—Confío en que lo cuidesmuy bien durante los próximosdiecisiete o dieciocho años y que

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se lo prestarás a mi hija el díaque decida sacarse el carnet deconducir.

Con un nudo en la garganta,Martina le aseguró que ese díasería ella quien se lo regalaría aIris y que ya haría cuantoestuviera en su mano para quefuncionara mejor que si fueranuevo. Cuando se cortó laconexión por algún fallo en lacobertura, dejó el móvil a su ladoen el escalón. Lo echaba tanto demenos que odió tenerlo a miles demillas en un momento tanespecial. Acababa de regalarle el

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coche que siempre quiso quefuera de su hija. Pudo haberlecomprado uno nuevo; cualquiermodelo pequeño y económico, ouno de segunda mano en buenestado, pero no lo hizo. Massimoprefería que fuera suyo aquelcacharro enano con más años queella, a pesar del valor sentimentalque tenía para los hombres de lafamilia Tizzi. Massimo sabía bienque no era el dinero ni las cosaslujosas lo que la hacían feliz.Recordó la cajita de joyeríadonde encontró las llaves, que lahicieron sospechar otra clase de

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regalo, y se presionó lospárpados con las manos para nollorar. El viejo Seiscientos deMassimo, tuneado como el cochede la muñeca Barbie, significabapara ella mucho más que todas lasjoyas del escaparate más lujosodel Ponte Vecchio de Florencia.

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19 - La sombrade una duda

—¿Seguro que no te arrepientesde haber dejado la BancaSanpaolo? —preguntó Rita,apoyada en la ventanilla antes deque arrancara el coche y loperdiera de vista por otros largossiete días.

Ya hacía dos semanas quehabía cumplido el plazo depreaviso dado por Enzo a ladirección del banco.

—No podría arrepentirme,

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tomé una decisión meditando bienlos pros y los contras. Es más,creo que es lo más sensato que hehecho en mi vida. Todo esto —señaló con la mano la fachada dela casa— me ha traído la paz.

Rita temía que un hombrecomo él, acostumbrado al frenesíestresante de la gran ciudad,acabara aburriéndose sin otrohorizonte que las vacas chianinasmoviendo el rabo, las gallinasponiendo huevos y el gallo dandola murga todas las mañanas consu kikirikí. Él adivinó el motivode su expresión preocupada y le

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cogió la barbilla exigiendo unbeso más de despedida que Ritaañadió a los muchos que ya lehabía dado antes de ponerse alvolante.

—Me harta este noviazgo defin de semana. —Protestó ella,separándose de la ventanilla contriste conformismo.

Aunque ya no formaba partede la plantilla, Enzo se brindó aponer al día a su sustituto cuandoeste, compañero desde hacíamucho, le pidió el favor. Detalleque también agradó a sus antiguossuperiores. Enzo era consciente y

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le convenía que recordaran conagradecimiento su marcha de laentidad ya que, como buenabogado, era partidario de teneramigos hasta en el infierno.

—Yo también odio tenerte tanlejos —aseguró él, cogiéndole lamano para que no se alejarademasiado—. Por suerte, estasseparaciones se acabarán muypronto, —e hizo una pausa antesde seguir—: Llevo pensando enalgo… Ya hablaremos de ellocuando me instale aquídefinitivamente.

Rita sonrió con malicia. No

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podía verle los ojos, porqueacababa de ponerse las gafas desol, pero suponía que ese algoque le rondaba la cabeza teníaque ver con el sexo.

—La semana que viene voy aescaparme unos días a Roma. —Anunció parpadeando despacio—. Ahora mismo llamaré aMartina y le diré que vayapreparándome el sofá-cama.

Enzo esbozó una sonrisasugerente a la vez que ponía enmarcha el motor.

—Entonces, ¿nos veremosantes de lo previsto?

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—Sí —confirmó Rita.—Puede que te prepare algo

especial —dijo con tonomisterioso—. Ciao, bimba bella.

Enzo besó al aire y se tocó elcorazón. Rita dio un suspirocuando lo vio alejarse por elcamino. Ya se veía muy pequeñoentre las lomas y ella seguíadiciéndole adiós con la mano.Bajó el brazo sintiéndose tonta deremate pero feliz. Así era elamor.

***

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No había hecho más que entrar enla cocina y sentarse enfrente dePatricia para ayudarla a despuntarjudías verdes, cuando se escuchóde nuevo el ruido de un motor. Selevantó para escudriñar por laventana, pensando que Enzoregresaba porque había olvidadoalgo. Pero al ver quién conducíael coche que giraba delante de lacasa, murmuró una palabrota confastidio. E instintivamente miróhacia atrás, Iris parloteaba en sutrona entretenida con latelevisión. Su madre había ido alpueblo a merendar con su grupo

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de amigas lectoras; como el padrede familia estaba trabajando esatarde en una de las fincas másalejadas de la casa, había dejadoa Rita al cuidado de la pequeña.

Massimo tuvo que regresar aRoma de improviso parapresentarse en la base aérea. Encuanto recibió la llamada delmando superior, partió esa mismamañana y dejó a la niña en lahacienda puesto que habíaacordado con Ada que acudiríaallí a recogerla. Rita ya estaba,por lo tanto, avisada de la llegadade esta, pero esperaba no tener

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que verla y que fuera su madrequien soportara el incómodomomento de recibirla y decirleadiós. Pero, en vista de que en lacasa no había nadie más, salvoPatricia, cogió a Iris de la trona yse encaminó hacia el recibidor.Allí cogió la bolsa del bebé deencima de una de las sillas.Cuando salió a la explanada, Adaya la esperaba junto al coche ycon el maletero abierto.

—¡Preciosa mía! —exclamósonriendo a su hija.

Iris literalmente se lanzó a susbrazos, entusiasmada de volver a

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ver a su mamá.—Hola, Ada. —Saludó Rita,

a la vez que iba hacia el maleteroy dejaba la bolsa de la niña en suinterior.

—Espera, no cierres.Fue hacia ella con la niña en

brazos y cogió un biberón de aguaque sobresalía de uno de losbolsillos. Rita dio dos pasos atráspara que cerrara el capó, a la vezque se decía en silencio que lasmadres tenían una cabeza máseficaz que un disco duro deApple. A ella ni se le habíaocurrido que la niña necesitaría

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beber durante el viaje. Todavíaexaminaba a Ada con disimulo,preguntándose cómo era capaz deconducir con aquellos tacones,cuando esta la sorprendió con unapregunta que jamás habríaesperado.

—¿Ese rubio que me hecruzado antes del desvío era EnzoCarpentiere?

—Sí, era él. Qué casualidad,¿no me digas que os conocéis? —preguntó por preguntar, puestoque ya sabía por Enzo que seconocían de los tiempos en queella estaba con Massimo y se

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quedó embarazada.—¿Qué hacía aquí? —

preguntó Ada por toda respuesta.—Trabaja aquí.—No me lo puedo creer. Así

que ese picaflor sin escrúpulos hacambiado la ciudad por el campo.

—Ese picaflor sinescrúpulos ahora es mi novio.

Ada se entretuvo en sentar aIris en su sillita del asientotrasero. Cuando ya la huboasegurado, giró hacia Ritasacudiéndose un inexistente polvode las manos.

—Qué listo, además ha

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cazado a la hija del amo.Rita no le dio el gusto de

replicarle con malos modos. Si loque pretendía era sacarla de suscasillas, se iba a quedar con lasganas. No imaginaba que susilencio avivaría el veneno deAda.

—¿Tu novio iba a Roma?—Para volver. —Masculló,

obligándose a no perder laserenidad.

—Él allí y tú aquí —comentócon maldad, a la vez que abría lapuerta del coche—. Y tú eres tantonta que crees que en Roma

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permanecerá fiel a tu recuerdo.—Desde luego.Ada se sentó al volante, cerró

la puerta de un golpe seco y seabrochó el cinturón de seguridadcon cuidado de no arrugarse lablusa de seda.

—Sigues siendo la mismatonta inocente de siempre, bonita.No me extraña que todos loshombres te la peguen.

Rita odió en ese momento queaquella mujer estuviera al tantode su vida sentimental, algoinevitable teniendo que soportarlaen la familia como un incordio.

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Ada no era un apéndice de losTizzi, era la mismísimaapendicitis.

—Te equivocas con Enzo,Ada. Él no es así.

—Eres tú quien se equivoca.Mientras tú lo esperas, él está hoycon una y mañana con otra;pondría la mano en el fuego y nome quemaría.

—¿Has acabado de soltarveneno, Ada? —preguntó concordial antipatía.

Esta la miró de refilón.—Los seductores sin

escrúpulos no cambian. Hazme

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caso, que yo lo conozco muchomejor que tú y sé cómo se lasgasta cuando se le ponen a tiro unpar de tetas.

—Que tengáis buen viaje,Ada —dijo sin responder a supuya—. Yo vuelvo dentro;Patricia y yo tenemos mucho quehacer.

Esa vez no se despidió de Iriscon un beso como siempre hacía.Giró talones y caminó deprisahacia la casa.

***

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Roma, bellísima Roma. Qué tristellega a ser la ciudad eternacuando el corazón no está por verlo hermosa que es.

Un par de días después deldesencuentro con Ada, caminabaa pie y cuesta arriba. Una torturaque para Rita constituía la mejormanera de hacer ejercicio. Poreso decidió regresar a pie de superiplo por las tiendas de viaNazionale. Al menos allíencontraba ropa bonita sin dejarla tarjeta de crédito temblandocomo le ocurría cada vez quepisaba las elegantes boutiques de

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via Veneto, e incluso las menoscaras pero igual de tentadoras queabarrotaban corso VittorioEmmanuele.

Pero el rato de comprasresultó un fracaso. Del montón deprendas que se probó, ninguna leencajaba. O no le gustaba cómo lequedaba puesto, o no le gustaba elcolor, o el modelo no era el quebuscaba… Un desastre total yabsoluto. Una vez en República,Rita cruzó a la altura del HotelBoscolo y miró hacia las nubes.El cielo gris barruntaba unchaparrón inminente. Tal cual se

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sentía ella por dentro.Y ese estado tormentoso tenía

la culpa de que no hubiesedisfrutado de su tarde de tiendas.No tenía el ánimo para modelitoscuando en la cabeza leretumbaban como un runrúndesazonador las palabras de Ada.Rita creía en Enzo. Él no era deesa clase de cerdos. Él no eracomo Salvatore, se repetía una ymil veces. Se negaba a creer quefuera capaz de traicionarla, y aúnmás: se prohibía a sí mismapensar que hubiese sido capaz detropezar de nuevo con la piedra

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traicionera de elegir a un hombrecapaz de engañarla.

Pero a pesar de tantaprohibición y de todos lospensamientos positivos que leenviaba la mitad sensata de sucerebro, la otra, la tendente alpesimismo, estaba ganándole lapartida gracias a la insidia deAda. Acababa de emprender elcamino entre los árboles,dispuesta a sortear los puestos desouvenirs que abarrotaban laplazoleta, cuando se le escapó unsuspiro cansino. Puede que lasdudas la consumieran por dentro,

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pero algo sí tenía claro como elcristal: las mujeres como Ada noeran buena compañía, con sucontinua siembra de discordia ymalos augurios. A las personasdañinas como ella, cuanto máslejos las mantuviera, mejor quemejor. Y a esa mujer en especial,lo más conveniente para su pazinterior era tenerla a kilómetrosde ella. Ojalá fuera posible. Peroera la madre de su única sobrina,un hecho que la mantenía cerca deella y de su familia le gustase ono.

Justo ante la última parada de

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recuerdos, se quedó petrificada.Quizá había sido demasiadosevera al juzgar a Ada porque esavez había acertado en suspredicciones. A Rita se leencogió el estómago hasta elpunto de la náusea, porque elcoche que acababa de detenerseante la misma puerta de laestación Termini era el de Enzo.Sí, aquel era su Lancia Ypsilon,no le cabía la menor duda. Rita semordió los labios al observar queno iba solo. Su mente se repetía agritos qué hacía precisamente ahíy quién era esa rubia que bajaba

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por la puerta del copiloto. Conlas sienes palpitándole como untam tam, se parapetó detrás delexpositor de imanes paraespiarlos sin ser vista. Y paramayor mortificación, constató queese día estaba más guapo que decostumbre, el muy puerco. O esole pareció a ella, en plenodesvarío celoso.

—¿Cuál gusta? —Oyó quedecía el vendedor.

Ella miró al hindú de soslayo,que le señalaba una infinidad decolgantes de cristal y, sin hacerleel menor caso, retornó la vista a

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los dos que acababan de apearsedel Lancia. Enzo acababa desacar una maleta fin de semanadel maletero y, tras estirar del asapara alargarla, se lanzó a la rubiaque lo aguardaba con los brazosabiertos. Rita bajó la vista alverlos abrazados y apretó lospárpados. Su dignidad le impedíaseguir contemplando aquellanueva muestra de su propiofracaso.

—Auténtico cristal deMurano —dijo el hindú de loscolgantes fabricados en Taiwan.

—Ya —masculló mirándolo

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furiosa.Otro espécimen del género

masculino que quería engañarla.—Bonito un corazón. Uno,

tres euros, dos corazones, cincoeuros.

—Pues no, no quiero. —Bramó con malos modos—. Loscorazones se rompen, ¿sabes?

Inmediatamente se arrepintióde haberse mostrado tanantipática con el pobre nombre,que no tenía culpa de nada. Conlas lágrimas asomándole en losojos, cogió un corazoncito decristal con volutas color violeta,

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sacó tres euros del monedero y selos puso en la mano. Y sinpararse a escuchar al vendedorque le daba las gracias, a la vezque le ofrecía una cajita de regalopara guardarlo, giró en redondohacia via Solferino, para evitarque Enzo y aquella mujer lavieran y se alejó a toda prisa parallegar cuanto antes al apartamentode Martina.

A mitad de camino, se diocuenta que aún llevaba en el puñoel pequeño corazón y, pensandoen el suyo propio que acababa deromperse en pedazos, lo tiró a

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una papelera.

***

Después de dar varias vueltas porlos alrededores, Enzo encontró unsitio para aparcar al lado de losmuros del cementerio Campo diVerano. Justo cuando cerraba elcoche, lo que empezó comogotitas sueltas se convirtió en unalluvia tan fina comoinmisericorde. Oscureció derepente. Enzo alzó la vista y

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maldijo aquel aguacero queparecía lanzar agujas desde elcielo, sutiles pero que golpeabancon violencia. Precisamente esatarde que tenía que lucir un solradiante. Tantas horas preparandoaquella sorpresa para Rita y teníaque dársela pasada por agua.

Como no veía ni a un palmode distancia con las gafasmojadas, se las quitó parasecarlas. Iba a rodear el cochepara subir a la acera cuandoescuchó el derrape a su espalda.

—¡Aparta, mamón!La moto pasó rozándole y

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culeó unos cuantos metros hastaque la vio detenerse. El tipo de lamoto se apeó y, medio borroso,Enzo lo vio aproximarse. Cuantomás cerca lo tenía, más grande leparecía.

—¿Tú que te has creído,listo?

—Perdona, te juro que…La mole se plantó delante de

él y se quitó el casco. Enzo aguzóla mirada porque aún andabasecando los cristales de las gafascon una punta de la chaqueta.Entonces fue cuando empezó aasustarse, porque el tipo, además

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de ancho como una casa, tenía laspupilas muy dilatadas. Debíallevar en el cuerpo un cóctel desustancias ilegales que noauguraban nada bueno.

—Casi me caigo por tu culpa.—Bramó inclinando la cara sobrela suya con gesto amenazante,tanto que lo obligó a echar lacabeza hacia atrás—. ¿De quévas, de rey de la calle?

—Lo siento, tío, es que sin lasgafas no veo nada —explicó,mostrándoselas.

El otro fue rápido y se lasarrebató de la mano.

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—Así que la culpa la tienenestas gafitas de pijo —dijoafilando la mirada—. Pues miralo que hago con ellas.

Las tiró al suelo y las aplastóde un pisotón. Enzo se enfurecióal escuchar el crujir bajo su botay, en un arranque de indignación,lo agarró por el cuello de lacamiseta.

—¡¿Pero qué haces,gilipollas?! —Gritó a unmilímetro de su cara.

Ocurrió en un visto y no visto.Enzo no había acabado de decirloy ya sintió la punta de la navaja

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en la garganta.—¿Cómo me has llamado,

mierdecilla?—Tranquilo, tranquilo,

tranquilo… —Rogó alzando lasmanos.

—Quítate los zapatos.—¿Q… Qué?—Además de cegato, sordo

—dijo con una risa que a Enzo ledio muy mala espina—. ¡Qué tequites los zapatos!

Con la navaja punzándole elcuello, a la pata coja y concuidado de no enfurecer más aaquel energúmeno, se quitó el

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derecho y se lo dio. El tipo se loarrancó de la mano y lo lanzó porencima de la tapia delcementerio. Enzo se quitó elzapato izquierdo, que no tardó enseguir el mismo camino.

—El móvil y la cartera. —Exigió—. ¡Rápido!

Enzo sacó ambas cosas de losbolsillos y se los dio. Cuando elotro los tuvo en la mano, caminóde espaldas sin dejar deamenazarlo navaja en mano.

Se subió en la moto y, pese aque Enzo estuvo tentado de correry lanzársele sobre la espalda, su

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cordura le aconsejó quedarsequieto y no enfrentarse a un tipoque llevaba un arma blanca.

—¡Qué te jodan, cuatro ojos!Fue lo último que Enzo

escuchó antes de perderlo devista.

***

Una vez solo, descalzo y sindinero ni teléfono, bramó milmaldiciones y juramentos. Aúnconservaba las llaves del coche,

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pero sin gafas y lloviendo era unpeligro conducir. Por fortunaestaba cerca de casa de Martina yRita estaba allí, en cuanto larecogiera, subirían a un taxi y lallevaría al lugar tan especial quehabía planeado con tanto afán.

Notó los calcetinesempapados, pero estaba máscerca de casa de Martina que dela suya, así que caminó por viaTiburtina hasta que llegó al portalque, para variar, tenía lacerradura rota y estabaentreabierto. Subió las escalerascon un bochorno creciente, le

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avergonzaba verse en esasituación. Era la primera vez quelo atracaban y podía dar gracias,pero lo de quitarle los zapatos yromperle las gafas le habíavapuleado el orgullo.

Por fin llegó al rellano delprimero y tocó el timbre. Unossegundos después, fue Rita quienabrió la puerta. Enzo se alegró,porque prefería que fuera ellaquien lo viera en ese estadohumillante antes que Martina.

—Cielo, no te vas a creer loque me acaba…

Rita le impidió la entrada

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poniéndole la mano abierta en elpecho.

—Fuera de aquí.—¿Pero qué dices?Un portazo en sus mismas

narices, que resonó en todo eledificio, fue la única respuestaque obtuvo. Aquello sacó a Enzode sus casillas. Aporreó la puertacon el puño hasta que oyó a Ritagritar desde el otro lado quéquería.

—¡Qué me abras! ¿Qué otracosa voy a querer?

—Y yo lo que quiero es quete vayas al infierno. Tú y la otra.

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¡Los dos!Enzo no podía creer que aquel

numerito fuera un ataque de celos.—¿Quién es esa otra? ¿Te has

vuelto loca?Rita guardó silencio al otro

lado de la puerta.—Mira, no estoy para

gilipolleces. —Insistió cada vezmás furioso—. Me lo han robadotodo, me han roto las gafas y mehan quitado los zapatos. Nopuedo conducir así, voy encalcetines y está lloviendo amares. ¡Joder, Rita, abre de unavez!

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La puerta se abrió por fin.—Ay, nena, menos mal…No tuvo tiempo de decir más,

porque Rita le lanzó dos bolsasde supermercado y volvió acerrar.

—Ahí tienes, para los pies.—Gritó antes de oírse un segundoportazo.

Enzo recordó la sorpresa tanespecial que le había preparadopara esa noche. Y sin entender elporqué de los celos de Rita, bajólas escaleras con cuatro palabrasescritas en la mente: vaya mierdade día.

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***

Rita estaba en el sofá,mordiéndose las uñas con lamirada fija en el televisor. CarloConti, el presentador de LaGhigliottina, ponía de losnervios a los concursantes cuandoMartina salió del baño envueltaen una toalla.

—¿Dónde está Enzo? Me haparecido escuchar su voz desde laducha.

—No lo he dejado entrar. ¡Noquiero volver a verlo en mi vida!

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Martina continuó secándose elpelo con la toalla de mano, sinentender qué estaba ocurriendo,mientras la musiquilla delconcurso seguía sonando en latele.

—¿Os habéis peleado? ¿Justohoy? Yo creía…

Rita la miró con gesto altivo yfurioso.

—Lo he visto con otra,¿sabes? Me la ha pegado como auna idiota. ¡Todos los hombresson unos cerdos! Yo confiaba enél, le entregué mi corazón y mialma…

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—Pero Rita…—En la puerta de la estación,

delante de todo el mundo, el muysinvergüenza. Cuando lo he vistoabrazar a esa rubia he vuelto amorir por dentro. ¡Todo se repite,peor esta vez ha sido peor porqueyo…! Yo lo amo y no puedoevitarlo… —Sollozó.

Martina dio un golpe con latoalla que llevaba en la mano enel brazo del sofá para que laescuchara y dejara de decirestupideces. O mucho se temía, osu amiga acababa de cometer unainenarrable metedura de pata.

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—Yo no creo que Enzo seacapaz de algo así.

—Los he visto. —Afirmóseñalándose un ojo y luego elotro.

—En lugar de montar estapelícula en tu cabeza, cuando lohas encontrado en la estación¿por qué no te has acercado a élpara que te la presentara?

—¿Tú estás de broma?Martina perdió la paciencia,

porque su actitud denotaba que suautoestima aún cojeaba.

—Pues no, no bromeo. —Laregañó—. Ayer me comentó con

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una ilusión que ni te imaginas quete había preparado algo para queesta noche fuera inolvidable paralos dos.

—¿Algo?—No me lo quiso decir, pero

lo vi muy emocionado. Y además,óyeme bien, me contó que teníaque acompañar a la estación a lanovia de su hermano, el que esmédico, porque él tenía guardia yla chica iba a visitar a sus padresa Perugia.

Rita se puso de pie de golpe yse mordió la uña del pulgar contanta ansia que se hizo sangre.

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—Su cuñada. La rubia es sucuñada. La mujer de su hermano.Por eso le dio un abrazo dedespedida. —Recapacitófrotándose el dedo con cara dedolor.

—Sí te hubieses acercado asaludarlos, que es lo correcto, losabrías. Seguro que era ella y esefue el motivo de que Enzoestuviera en la estación.

—Y yo acabo de echarlo…Descalzo…

—¿Cómo que descalzo?Rita bajó la vista, a punto de

echarse a llorar.

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—Creo que lo han atracado.—Confesó compungida.

—¡Rita!—Le han roto las gafas… —

Lloriqueó.Martina se acercó a ella, la

agarró por los hombros y le diouna sacudida.

—Llorar no sirve de nada —la increpó—. Sin gafas no puedeconducir y sin dinero no puedecoger un taxi. Dios mío, tendráque ir caminando hasta su casacon esta lluvia.

—Y en calcetines. —Añadiócon un murmullo culpable—.

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¿Qué puedo hacer?Martina era mucho más

resolutiva. Cogió el mando adistancia e hizo callar a CarloConti de un golpe de pulgar.Agarró a Rita de la mano y tiró deella hacia su cuarto.

—Tengo que vestirme rápido.Yo te diré lo que vamos a hacer,salir corriendo a buscarlo. —Rebufó con aire apresurado—. Yquiero ver con mis propios ojoscómo le pides perdón.

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20 - Pan, amor yfantasía

Les costó muy poco encontrarlo.Rita y Martina calcularon todaslas posibilidades y llegaron a laconclusión de que para irandando desde allí hasta elTrastevere cualquiera escogeríaun recorrido cuesta abajo. El máscorto pasaba por atravesar viaCavour, rodear el Coliseo hastael Circo Massimo y desde allí,recto en busca del puentePalatino. Un par de vueltas les

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costó dar con él. Entre la cortinade lluvia, vieron su figuracaminando por la acera izquierdade via Cavour. Martina aminoróla velocidad al llegar a su altura ybajó la ventanilla, einmediatamente el agua empezó amojar el interior del coche y aella. A pesar de ello, sacó lacabeza para llamarlo.

Enzo giró la vista un segundoy continuó caminando como si nola oyera.

—Enzo, por favor,escúchame. —Pidió, ocupada enconducir con una mano sin

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estamparse.Un coche pitó detrás de ella

por ir a paso de tortuga en plenoaguacero. Cuando rebasó elSeiscientos, Martina hizo casoomiso a los insultos que le gritósu conductor.

—Enzo, que estoy parando eltráfico. —Rogó—. Vamos, subeal coche.

—No.—Vas a pillar una pulmonía

con los calcetines mojados.—¡Mejor! —Gritó.Martina empezaba a

arrepentirse de haber adoptado el

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papel de arregladora sentimental,porque entre los lloros de Rita enel asiento trasero y la cabezoneríade Enzo… Le dio pena, porquecon todo el enfado que llevaba,Enzo dio un resbalón en losadoquines que lo hicieronbailotear como una marionetaantes de recuperar laverticalidad. Sin descuidar elvolante, volvió a llamarlo.

—Enzo, —casi suplicó—Rita sabe que ha cometido unerror. Se ha equivocado contigo yquiere pedirte perdón.

La súplica no obtuvo

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respuesta, porque él continuócaminando sin inmutarse.

—Venga, hombre, que la estáshaciendo llorar.

—Menos meará.Aquello acabó con el aguante

de Martina. Rita no hacía más quegimotear y sonarse la nariz.Estaba visto que o actuaba ella ola disputa de coche a peatón teníatrazas de continuar hasta el mismoTrastevere. Detuvo el coche de unfrenazo, tiró del freno de manocon el inconfundible chirrido ybajó del coche.

—Toma el paraguas. —

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Ofreció Rita, tendiéndoselo.Martina la miró con mala

cara. Menos mal, al fin unareacción útil y sensata. Abrió elparaguas y corrió a alcanzar aEnzo que caminaba unos pasospor delante de ella. Lo agarró delbrazo y él se giró terriblementeenfadado. Martina lo invito acobijarse, aunque el pobre estabaya empapado de arriba abajo. Porno humillarlo más, evitó mirarlelos pies.

—Se ha equivocado, Enzo —le explicó con tono conciliador—. Pero ¿quién no comete errores

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alguna vez? Te ha visto con unachica en la estación.

Enzo lanzó una miradaasesina hacia el coche; enrealidad, hacia su única ocupante.

—¿Por qué está celosa de micuñada? ¡Nunca le he dadomotivos, joder!

—No chilles. —Rogó—. Ritano la conoce.

Él bajó la cabeza, con lasmanos en los bolsillos. Martinaaprovechó ese pequeño momentode duda para atacarle la fibrasensible.

—Rita te ama. Tiene miedo

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de perderte y ya sabes que lo decreerse la mejor nunca ha sido sufuerte.

—Ese no es mi problema.—Sí es tu problema. —

Rebatió recalcando mucho laspalabras—. ¿Qué? ¿Preparo el sofá-cama con sábanasperfumadas para dos?

Funcionó. Martina tuvo ganasde cantar y bailar Singing in therain cuando Enzo dio mediavuelta y fue hacia el coche. Ellalo siguió procurando mantenersejunto a él debajo del paraguas. Ylo invitó a entrar por la puerta

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más cercana, para que no rodearael Seiscientos. No le importó nollevarlo de copiloto, lo quenecesitaba la parejita en esemomento de reconciliación era irlo más juntos posible. Y elminúsculo habitáculo delutilitario garantizaba queviajarían, más que juntos,amontonados. Enzo abrió laportezuela, tiró de un manotazo elasiento hacia delante y se sentócasi aplastando a Rita.

Con un suspiro de alivio,Martina plegó el paraguas, lopuso en el asiento de su derecha y

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se sentó dispuesta a llegar a casay cambiarse cuanto antes la ropamojada. Puso el motor en marchay se incorporó al tráfico. Depaso, escudriñó por el espejoretrovisor al par de tórtolosmojados de detrás.

Enzo miró a Rita, sentada a sulado más tiesa que un maniquí. Élacomodó las rodillas como pudoen aquel mini vehículo que teníamás años que ellos tres.

—Estoy esperando unadisculpa. —Requirió, sintiendoque el asiento vibraba como situviera el chasis justo debajo del

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culo.—Perdón.—Una disculpa más larga,

estírate.—Lo siento, he metido la pata

y he sacado conclusionesequivocadas.

—¿Y?—Perdón también por darte

un portazo en la cara.—¿Y?—Perdóname por echarte

descalzo con esta lluvia.—¿Y?Martina no pensaba

entrometerse, pero un poco harta

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de que Enzo machacara a suamiga de aquella manera, dio unafrenada brusca innecesaria paraver si la perdonaba de una vez.Los de atrás se precipitaron sobrelos asientos delanteros; Enzo casise come el cogote de Martina.Con la arrancada, volvieron a laposición anterior como dosmuñecos con resorte mecánico.

—No he debido dudar de ti,Enzo.

—¿Te he dado motivos paradudar?

Ella negó con la cabeza.—¿Me perdonas? —preguntó

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acto seguido con la mirada fija enel parabrisas delantero.

—Ya te había perdonadocuando he subido al coche. —Informó con maligna suficiencia.

A Rita le dio risa aquellaespecie de venganza infantil a laque acababa de someterla. Enzoobservó que reía pero al mismotiempo una lágrima caía de suspestañas sin que ella hiciera nadapor disimular.

—Si ríes, ¿por qué lloras?Bien sabía él que eran

lágrimas de vergüenza yarrepentimiento por haber dudado

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de su honestidad.—No lo sé —musitó ella—.

Estoy triste cuando tengo queestar contenta, lloro cuando noviene a cuento. Y no sé por qué.

Enzo le rodeó los hombros yla atrajo hacia sí en un abrazoprotector.

—Porque te has enamorado,tonta —dijo apretándola contra supecho—. Mírame a mí, ¿no vestodas las idioteces que acabo dehacer y decir?

Por fin la oyó reír. La cogiópor la barbilla y Rita le susurróque lo amaba antes de darle un

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beso.—Martina. —Decidió Enzo

—, ¿te importa llevarnos alpuente Milvio?

—¿Ahora? ¿Con el aguaceroque cae? Pero si está lejísimos.

—Ahora, sí. —Concluyó a lavez que reclamaba un nuevo besode Rita.

***

A petición de Enzo, Martinamarchó de regreso a casa y los

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dejó solos, aunque ella se ofrecióa esperarlos en el coche porquele sabía fatal abandonarlos bajola lluvia. Con todo, entendió quenecesitaban intimidad, así que lesdio el paraguas. La última imagenque vio antes de volver a meterseen el coche fue la de los dos muyjuntos, diciéndole adiós.

Una vez solos, Rita cogió aEnzo de la mano. La tenía fría ymojada. Él le apretó los dedos yla retuvo bajo el paraguas paraque no se moviera de la acera.

—No sé a qué hemos venido,aunque lo imagino —comentó

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Rita mirando de reojo los milesde candados que adornaban elpuente—. Cariño, llevas loscalcetines chorreando y te vas aresfriar. Si quieres, lo dejamospara otro día.

—No, ahora.—Pues vamos deprisa.Hizo amago de caminar hacia

el puente pero Enzo le sujetó lamano aún más fuerte para que sequedará allí.

—Antes que nada —anunciómirándola a los ojos—, quieroque me prometas que no habrámás dudas sobre mi amor por ti

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del mismo modo que yo no dudodel tuyo.

—Prometido.—No vayas tan rápido, que lo

que te estoy pidiendo es muyserio. —Exigió—. Tienes queprometerme que vas a creer quetú eres la única mujer que quieroy que, para mí, no existe en elmundo ninguna mejor.

—Enzo —murmuróemocionada.

—Eres buena, eres divertida,ocurrente, generosa, leal, por nohablar de lo buena que estás. —Concluyó dándole un apretón en

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el culo y un beso en el cuello quela hizo reír.

—Te lo prometo.Enzo negó con la cabeza.—No estoy seguro de que

vayas a poder cumplir esapromesa. ¿Y sabes por qué?Porque no lo creerás mientras noaprendas a reconocer cuántovales. —Razonó—. Así que,antes de dar un paso más, quieroque me prometas también que vasa quererte a ti misma. Tanto comoyo te quiero, porque es lo que temereces.

—Lo primero, prometido de

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corazón. Lo segundo, prometointentarlo.

Él la sacudió por la cintura.—No basta con que lo

intentes. Quiero una promesafirme.

—Te prometo… que lointentaré. Y sé que podréconseguirlo, si tú me ayudas.

—Bien. Ahora ya podemosseguir.

La cogió de la mano y la llevóhasta el centro del puente.Camino que recorrieron entrepalabrotas de Enzo cada vez queresbalaba en los adoquines.

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Patinazos que hicieron peligrar elequilibrio de ambos, cogidoscomo iban bajo la copa delparaguas.

—Y bueno —dijo Rita conuna sonrisa—, ¿vas a decirme porfin por qué me has traído hastaaquí?

—Tienes que buscar nuestrocandado.

A Rita se le iluminó lamirada. No esperaba un gesto tanromántico. Alguna vez habíadejado caer el asuntillo de lasnovelas de Federico Moccia, conla esperanza de que tuviera el

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detalle de colgar uno con susiniciales, como hacían todas lasparejas. Pero Enzo nunca mostróningún interés.

—No sé cómo voy aencontrarlo —comentó señalandoa su alrededor—, ¡hay miles!

—El nuestro es diferente.Ilusionada con el juego que le

proponía, Rita se subió el cuellode la chaqueta para cubrirse lacabeza y recorrió el puente haciala orilla mirando en todasdirecciones. Si era diferente,destacaría entre el resto. Y se leescapó una carcajada al llegar

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casi al extremo del pretil, porquede la última farola colgaba uncandado de cartulina roja demedio metro por medio metro. Lodesenganchó de un tirón de lacinta carrocera que lo sostenía ycorrió a cobijarse bajo elparaguas. Enzo le apartó losmechones mojados de la frente.

—Léelo, por favor.—No se entiende nada, se han

corrido las letras —dijo,mostrándoselo.

Entre churretones azules,apenas se distinguía una gran Rdesdibujada y una E del mismo

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tamaño, entre las cuales seadivinaban los restos de lo queparecía una Y.

—Da igual. Creo que meacuerdo de todo lo que escribí —dijo haciendo memoria para noolvidar ni una sola palabra—.Rita, tú y yo no necesitamoscandados para saber que nosamamos. A mí me basta con esecandado invisible que me une a ti.Y esta noche, con las estrellas portestigos… Se suponía que no ibaa llover.

—Sigue. —Pidió cogida a lassolapas de su chaqueta.

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—… con las estrellas portestigos, quiero que seas tú quienlo cierre para que nos mantengaunidos siempre. Rita Tizzi,¿quieres tomar mi apellido y sermi esposa?

—Sí, Enzo —musitó dándoleun beso tras otro en los labios—.Mi respuesta es sí, es lo que másdeseo en el mundo.

—Dime cuánto me quieres.Rita se lo dijo muchas veces,

en susurros al oído, en la mejilla,en la boca, a la vez que esparcíabesos por su rostro mojado.Permanecieron abrazados bajo el

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paraguas hasta que Enzo dio unestornudo que lo sacudió de piesa cabeza. Rita notó que estabatemblando.

—¡Ay, si ya lo sabía yo! —exclamó preocupada—. Ya te hedicho que ibas a pillar unresfriado. Tienes que cambiartede ropa enseguida, ¡y calzarte!Vamos a tu casa cuanto antes.

—Tienes razón. —ConvinoEnzo con un carraspeo—. Esto…¿Llevas dinero para un taxi? Esque el muy cabrón me robótambién la cartera.

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***

Como era de esperar, Enzo llegóa su casa con unas décimas defiebre que fueron subiendo ysubiendo, hasta tal punto que lassábanas perfumadas en el sofácama de Martina se quedaron sinestrenar. Una hora después delmomento estelar en Ponte Milvio,el héroe romántico de la noche seencontraba postrado en la camatapado hasta el cuello. Rita sufríaviéndolo bañado en sudor con lastiritonas de la muerte. Su madre

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llamó corriendo al médico deurgencias, que le prescribióantitérmicos y un antiinflamatoriopara la garganta.

Una semana tardó enrecuperarse y, durante ese tiempo,Rita no se separó de la cabecerade su cama salvo por las noches,cuando marchaba a ducharse y adormir al apartamento deMartina. Pero en cuantodespertaba, agarraba un autobús yregresaba a su lado para hacerlecompañía. Siete días en los quese ganó el corazón de la familiaCarpentiere, en especial de su

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futura suegra, que observabaemocionada con qué abnegacióncuidaba de su hijo y el amor queambos se tenían. Rita se convirtióen una más de la casa. El padrede Enzo trabajaba comoconductor de un autobús de la redpública de Roma; le cayófenomenal por lo campechano ysimpático. Conoció también a susdos hermanos. Roberto, el mayorde los tres, era médico de familiae iba a casarse con una colegaque conoció haciendo lasprácticas en el hospital de SanGiovanni. Rita casi muere de

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vergüenza cuando conociótambién a Angélica, la rubia delataque de celos, que por ciertoera una chica encantadora. Encuanto al benjamín de loshermanos, estudiante de últimocurso de bachillerato, solopensaba en las chicas y en tirarsehoras ante el espejo del cuarto debaño.

Concetta, la madre de Enzo,tras años en la ventanilla de unaentidad bancaria, fue despedidapor culpa de una reducción depersonal. Pero no se resignó aquedarse en casa y decidió

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reinventarse realizando varioscursillos profesionales. Alquilóun diminuto local muy cerca decasa y desde hacía un año dirigíasu propio negocio: un salón deuñas postizas. No le faltabaclientela y, como ventaja añadida,era dueña de su horario. Rita yella pasaron tantas horas juntasque Concetta aprovechó paradecorarle las uñas, horrorizadacuando vio el estado de susmanos, y de paso conocer a fondoa la novia de su Vincenzo. Ritadisfrutaba de la manicura máscuidada que había lucido en su

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vida ya que aquellas uñas divinaseran imposibles de roer.

En cuanto Enzo notó mejoría,decidió no postergar más lamarcha a Civitella, puesto que enla hacienda le esperaba el trabajoacumulado de una semana. Traspersonarse en la comisaría delTrastevere a formular la denunciapor el atraco, la pareja partióhacia la Toscana. Una vez enVilla Tizzi, Enzo decidió echarleun poco de cuento al resfriado, yaque nunca venían mal unos mimosañadidos. Beatrice, al verlo algopachucho, pasó de atenderlo

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como un príncipe a cuidarlo comoun rey. Y por las noches, suconejita se entregaba al juegoamoroso más retozona que nunca.

Enzo era feliz. En laspraderas toscanas del valle delChiana había hallado su paraísoen la tierra. Para él no existíadicha mayor que despertar al ladode su chica. Esa mañana, abriólos párpados con los primerosrayos del sol bailando en el techode la habitación. Se levantó conexultante despreocupación, sepuso las gafas y abrió el balcónde par en par para recibir el

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nuevo día. Rita farfulló unogruñidito somnoliento de protestay él le sonrió por encima delhombro.

—Vamos, dormilona. —Laanimó para que lo acompañara—.Mira qué día más bonito haamanecido.

Ella se cubrió la cabeza conla almohada. La brisa era fresca yagradable, el sol brillaba en elcielo y el paisaje era el máshermoso despliegue de verde,amarillo, siena y azul.

—La Naturaleza en estadopuro, qué maravilla —murmuró

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en el balcón.En un acto reflejo típicamente

masculino, se rascó los huevos y,de paso, palpó la pujanza de suerección matinal.

—Cierra el balcón, chico deciudad. —Protestó Rita.

—Cariño, si no soycampesino, ¿dime de dónde hesacado este pepino? —Bromeó,empuñando su miembro erectocon una risa jocosa.

—¡Eres un guarro!Enzo seguía riendo como un

sátiro maligno.—What’s a pepino?

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—Oh my God!Rita levantó la cabeza de

golpe, al escuchar vocesfemeninas.

—He’s lovely.—He’s very sexy.—Hi, hi, hi…Enzo se cubrió con las manos

los atributos de macho y miróhacia abajo.

—Señoras, no miren. ¡Unpoco de recato, por favor!

Ni se acordaba de la visita aVilla Tizzi que esperaban aquellamañana de un grupo de señorasde Estados Unidos, todas ellas

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distribuidoras de fiambrerasTupperware que, por alcanzar susobjetivos de ventas, habían sidopremiadas por la empresa con unviaje a la Toscana.

—The Toscana is a LoveParadise —comentó Beatrice algrupo.

Enzo comprobó con espantoque, con todas ellas, iba tambiénsu futuro suegro ejerciendo deguía y anfitrión. Y en esemomento lo señalaba con el dedoy una mirada asesina.

—Tú, tápate, ¡qué manía de irenseñando siempre el pirulí! —

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Lo increpó con el brazo extendido—. ¿Se puede saber que hacesdesnudo en el dormitorio de mihija?

Enzo carraspeó.—No pretenderá que

responda a esa pregunta delantede todas estas damas.

Las americanas, que la tardeanterior se habían tragado hora ymedia de cola en Florencia antela Galería de la Academia; y dela visita no recordaban más quelas hermosas nalgas del David deMiguel Ángel, se veíananimadillas y con ganas de jaleo.

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—Etore, calla y deja quedisfruten ahora que son jóvenes.—Intervino su mujer; y actoseguido se dirigió al grupo deféminas, indicándoles el balcón—. And he’s an authentic latínlover.

Hubo un coro de risas yexclamaciones muy picantes eninglés.

—Eso, tú ponte de su parte.—Protestó su marido.

Beatrice lo encaró con unlento parpadeo.

—¿Te molesta que meaprovechara mejor que a ti el

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inglés que nos enseñaron en elinstituto? Si hubieras aparecidomás por la clase en vez de perderel tiempo haciendo el tonto con lamoto…

Rita había salido al balcóncon una bata cortísima y unasábana que su novio se enrolló ala cintura a toda prisa. Lasseñoras exclamaron un ¡Oh! dedesilusión cuando lo vierontaparse.

—Papá, no seas anticuado. —Rogó Rita—. ¿No ves locontentas que están? Seguro quevolverán el año que viene, ya

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verás lo famosa que se hará VillaTizzi en cuanto regresen aAmérica y cuenten todo esto —aseguró.

—¡Vosotros dos habéisconvertido esta casa en Sodoma yGomorra!

Rita sacudió la mano al aire y,con su mejor sonrisa, se dirigió alas vendedoras que lucían unasgorritas con el logotipo deTupperware.

—Oh, mi sexy boyfriend. —Anunció, señalando a Enzo.

—I love my beautifulgirlfriend. —Añadió él,

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cogiéndola por los hombros.—Oh! It’s so romantic.—Oh! It’s soooo charming.—¡Ay, qué buena pareja

hacen! ¿Has visto que bien seexpresan? —comentó la señoraBeatrice con su marido, admiradade la británica pronunciación desu niña.

—Al menos le sacó provechoel año que pasó en Inglaterra agastos pagados. —Farfulló.

—We’re getting married! —Anunció Rita.

Enzo agarró a su chica y labesó con ardor, tensando la

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musculatura de la espalda de talmodo que se le resbaló un poco lasábana y enseñó medio culo.

Las señoras gritaronalborozadas y empezaron ahacerles fotos.

—Lo que faltaba. —Mascullóel señor Etore.

—The Toscana is a veryromantic place. —AñadióBeatrice para enardecerlas.

—I love latín lovers.—I want an Italian sexy man,

oh yeah!—Oh my god! …I want a

pepinoman!

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—Ha, ha, ha, ha…El señor Etore, viendo el

entusiasmo de las americanas,empezó a convencerse de que elespectáculo pornográfico delbalcón acabaría por atraer másgrupos turísticos. Las damas delas fiambreras tenían cara de serde las que enseñaban las fotos delos viajes a amigas, parientes y alvecindario entero. Y lo eróticoera siempre un buen reclamo.

—Ladies, let’s go to see thefarm. Follow me, please. —Intervino, alzando las cejas a sumujer para demostrarle que algo

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de inglés estudiantil también se lequedó en la sesera—. Cows,bulls… and sexy cowboys.

—Like in Oklahoma? —preguntó una señora, ilusionada.

—All right! Let’s go,beautiful misses. —Aprobó,sonriéndole mucho; luego lanzóuna mirada fiera hacia el balcón—. Y vosotros dos, más os vale ireligiendo fecha para la boda.

***

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—¿Ponemos fecha? —preguntóRita, emocionada.

—Sí —susurró Enzo, igual deamoroso—. Cuanto antes, ahoramismo miramos el calendario. Mihermano Roberto se casa dentrode seis meses. Qué prefieres,¿antes o después?

—¡Antes! Mañana mismo sifuera posible. Enzo, estoy loca deilusión, pero ¿seguro que tuhermano no se enfadará si nosadelantamos?

—Seguro que no.—¿Y tus padres? No quiero

que se agobien, dos bodas tan

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cerca…Como intuyó que la

preocupaba el tema económico,Enzo se apresuró a tranquilizarla;contaba con sus ahorros, igualque Roberto, para echar una manoa sus padres que bastante habíanhecho por ellos.

—No te preocupes por losgastos que lo tengo todocontrolado. ¿Eres feliz? —preguntó, dándole suaves besitosen los labios.

—Sí —murmuró—. ¿Y tú?—Mucho.Enzo miró hacia abajo al

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escuchar un ruidito zumbón.—¿Qué es eso? ¡Una avispa,

joder!—Déjala, que no hacen nada

—dijo mimosa, reclamando másbesos.

—Que no se va. —ProtestóEnzo apartándola con la mano.

Tanto se meneaba paraesquivar a la avispa, que lasábana se le terminó de resbalar yacabó enrollada a sus pies.

—No des manotazos, que espeor.

Él no le hizo ni caso.—¡Qué me deje en paz! —

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Bramó; la avispa seguíarevoloteando a la altura de sucadera—. Fuera… Fuera bicho.—Clamó a manotazo limpio—.Ajjj… ¡Puta avispaaa!

—¿Tu ves? Tanto asustarla, alfinal te ha picado. —Renegó—.Ay, pobre, a ver…

Y lo vio Rita. Y su padre. Laseñora Beatrice no lo hizo porpudor. Porque el accidente tomótintes dramáticos en cuestión deminutos. Tanto, que Beatrice tuvoque llamar corriendo al centromédico del pueblo cuando sumarido le confirmó la

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preocupante reacción alérgicaque empezaba a sufrir elmuchacho.

Enzo yacía en la cama deRita, despatarrado y aullando dedolor. Porque la avispa le picó enlos genitales y en ese momento suescroto tenía el tamaño de dospelotas de tenis.

—No es para tanto. Tómatelocomo un rito de iniciación. —Trataba de tranquilizarlo el señorEtore restándole importancia—.Ya te ha picado una avispa, yaeres un auténtico hombre decampo.

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—¿Y tenía que picarme en laspelotas?

—Si no las fuerasenseñando…

Rita y su madre llegaron conel médico más sieso y antipáticode todo el Valle de Chiana. Elfacultativo las conminó a las dosa no pasar de la puerta, por noincomodar más al paciente quebastante tenía. Antes de entrar, laseñora Beatrice quiso aprovecharque tenía al médico en casa.

—Doctor, cuando acabe deatender a Vincenzo, me gustaríaque me mirara el dolor del cuello,

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yo creo que tengo cervicales.—Como todo el mundo —

replicó con sequedad—. Si notuviera vértebras cervicales,llevaría la cabeza debajo delbrazo como una sandía.

Beatrice le echó una malamirada, pero se calló lo quepensaba. Solo habló cuando elogro entró en la habitación.

—Yo no sé si es buena ideadejar a Enzo en manos de esematasanos de mala muerte. A versi nos lo va a desgraciar.

—Mamá, caray, no digas eso.Dentro del dormitorio, el aire

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que se respiraba no eraprecisamente festivo. El médicolevantó la sábana, y estudió lostestículos de Enzo, que se dejabahacer exhibiendo ante el doctor yel suegro su bochornosadesnudez.

—Hummm… Un poco más yle ganas al semental de la finca.—Opinó, con una agudezahumorística que Enzo no encontrónada graciosa—. Podríamosesperar a que baje la inflamacióncon un poco de hielo, peroprefiero ir directo a la soluciónmás rápida.

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—¿Amputación? —Sugirió elseñor Etore con una sonrisillavengativa.

Enzo saltó de la cama máslejos que un saltamontes y se pusoa vestirse a toda prisa.

—Doctor, ya puede marcharsepor donde ha venido, que a mí nome toca nadie.

El médico rio por debajo delbigote a la vez que cargaba unajeringuilla desechable con unadosis de antihistamínico.

—Venga, a ver ese brazo. —Exigió—. Tanto escándalo por unpinchazo de nada.

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21 - Oficial ycaballero

A Martina le gustaban lassorpresas, sobre todo si quien lasideaba era alguien especial. Y noes que fuera una cita a ciegas.Pero algo enfadada como estabaporque no respondía a susllamadas desde que había vueltode Somalia; su mal humor seesfumó y el corazón le diobrincos cuando recibió lainvitación de Massimo. Una notamanuscrita con tanta formalidad

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que, de no ser porque la habíagarabateado en la cuartillaarrancada de una libreta, lahabría hecho sospechar que elcoche que, según indicaba,pasaría a recogerla a las diez enpunto, podía ser la auténticacarroza de Cenicienta. Con todo,mientras se arreglaba frente alespejo, Martina fantaseaba con laposibilidad de que se soltaraenviándole una limusina.

No fue así. Era un taxi elvehículo mágico que la esperabacuando bajó a la calle acicaladacon su mejor vestido de noche de

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estilo princesa, unos tacones devértigo y el pelo recogido en unmoño elegante. Pero a Martina nole importó, se sentó con cuidadode no arrugar el vuelo vaporosodel vestido y, mientras el taxistala llevaba a la dirección que deantemano le habían indicado, ellaabrió el bolsito y se perfumó dearriba abajo para evitar llevarsepegado el agobiante aroma a pinodel ambientador del taxi.

—Perdone, pero voy a unbaile. ¿Está seguro de que es aquídónde debía traerme? —preguntó,dudosa.

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—Al número 37 de via LuiggiLuzatini, eso fue lo que medijeron y aquí es.

Martina se apeó, tras darle lasgracias. El taxi se alejó y todavíaandaba ella arreglándose el vuelode la falda cuando escuchó que seabría la cancela de la que, hastahacía poco, era su casa. Alzó lavista y se quedó sin aliento, sinvoz,… Sin poder hacer otra cosaque mirar a Massimo vestido consu uniforme de gala de capitán.

—¿No querías tu momentoOficial y Caballero?

—Estás increíble —murmuró

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admirada; era tanta su ilusión quesentía por todo el cuerpo algoparecido a chispas deelectricidad.

—Tú si que estás increíble.Esta noche eres mi princesa.

Sonrió de medio lado y leofreció el brazo para invitarla aentrar.

—Estás guapísimo. —Volvióa suspirar, admirándolo aconciencia, desde la gorra deplato hasta los relucientes zapatosde cordón.

—Solo una vez y por darte elcapricho, que estos circos no me

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van. —Advirtió Massimo con untono que no admitía discusión.

—Después de esta noche, noesperes que me conforme con unanada más.

—Si sirve para que el azul —se dio un par de palmaditas en elpecho— borre de tu cabeza elblanco US Army de tus fantasías,lo pensaré.

Martina paró para contemplarla fachada del palacete.

—¿Por qué me has traídoaquí?

Massimo la abrazó por detrásy la besó en la mejilla. Martina se

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agarró a sus brazos; mientrascontemplaba la fachada,acariciaba sus galones doradosde capitán en la bocamanga.

—Por varios motivos. Elprimero de ellos, porque bailomuy mal y tú eres una bailarinaincreíble. No me apetece hacer elridículo delante de nadie.

Martina se dio la vuelta yapoyó las manos en la guerreradel uniforme.

—Entonces, los únicosinvitados somos tú y yo —comentó acariciando con el dedola fila de sus condecoraciones

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sobre el bolsillo y también lasalas de oro que lo distinguíancomo piloto.

—Este es un baile para dos.¿No quieres conocer las otrasrazones por las que he queridoque fuera aquí y no en otro lugar?

Martina ojeó sobre suhombro; a través de las vidrierasde la puerta de entrada, sedistinguía que las luces delvestíbulo estaban encendidas.

—Me tienes muerta decuriosidad —dijo mirándolo denuevo a los ojos—. Y explícamede paso cómo has conseguido

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entrar.Massimo rio suavemente.—Nicoletta me prestó las

llaves. En el fondo es unaromántica. —Confesó con unguiño travieso—. Mañana estacasa dejará de ser tuya.

—Hace semanas que ya no loes.

—Pero mañana será un hechooficial. Démosle una despedidade las que no se olvidan. Yo miroeste palacete —dijo alzando lavista hacia los tejados y la invitóa ella a hacerlo también— y veoel fruto de las ilusiones de una

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pareja joven, llenos de proyectoscompartidos y de ganas decomerse el mundo. Pero sé que túno la ves así.

Martina bajó la vista y él lelevantó la barbilla con un dedo.

—Sé que no guardas buenosrecuerdos de esta casa, Martina, yquiero que cuando pienses en ellalo hagas con cariño. Hagamos queesta noche sea también unhomenaje a la ilusión quepusieron tus padres en ella.

—Gracias —dijo con unmurmullo que apenas se oyó—.Por esta sorpresa tan bonita y por

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preocuparte por mí.Massimo la besó dulcemente.

Era tan simple de cumplir y a lavez tan difícil de creer queMartina necesitara sentir quehabía alguien en el mundo que sepreocupaba por ella. La cogió dela mano y la llevó hacia la casa.La puerta estaba entreabierta;solo tuvo que empujarla parasorprenderla de nuevo. Dentro losesperaban cuatro músicos conbandurria, violín y dos guitarras.

Martina pensó que debíahaberlos sacado de algúnrestaurante del Trastevere y

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contratado para que hicieran unashoras extras.

—Pensaba que bailaríamoscon música de tu iPad. —Confesó, mientras él le quitaba elabrigo.

Como Viviana antes demarchar se llevó consigo losmuebles más valiosos, no lequedó otro remedio que colgarlodel pomo de la puerta de la salagrande de la derecha. Martinaobservó que se quitaba la gorrade plato y la colgaba encima delabrigo. Massimo había tenido laprecaución de caldear la casa,

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gracias a que aún teníancalefacción o habría pillado unapulmonía con la espalda al aire.

—Música de iPad… —Cuestionó—. Para un baile tansimple no me habría vestido degala.

El tacto de su manoenguantada en la espalda le erizóla piel. Ella lo miró con ojosexpectantes a la par queseductores.

—Creía que te lo habíaspuesto para mí.

Massimo entornó los ojos.—No me líes —dijo, dándole

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un beso en la nariz.Los músicos empezaron a

tocar y Massimo la cogió parainiciar el baile; se alegró al notarque se acercaba a él más de loque había previsto. Él tambiénnecesitaba ese tipo de intimidad.

—No lo haces tan mal —susurró.

—Mentirosa.Massimo sonrió al oírla reír

muy cerca de su oído.—Me suena. Es una canción

antigua, ¿verdad? Es preciosa.Martina cerró los ojos y dejó

que Massimo guiara sus pasos.

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Aquella melodía sonaba a azul yblanco luminoso, a sal en la bocay a noches de verano descalza enuna playa griega.

—Solo nos falta estar enGrecia —murmuró soñadora.

—¿Has ido allí alguna vez?—No.—Yo tampoco. Algún día te

llevaré y bailaremos pensando enesta noche. Quiero que estacanción te recuerde que en estacasa también hubo momentosbuenos.

Martina deseó fervientementeque ese sueño se hiciera realidad,

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el tiempo que tardara en llegarera lo de menos. Con la acústicaque creaba la casa vacía, lamúsica sonaba sublime.

—¿Sabes el título? —preguntó; no quería olvidarlo.

—Si te acuerdas de mi sueño.¿He elegido bien?

Martina le dio un beso en elcuello y apoyó la frente en sumandíbula, recordando laspalabras de Massimo en el jardín.Despedirse para siempre de sucasa, del primer hogar de suspadres, era un bellísimohomenaje a todos sus sueños; a

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los que cumplieron y a los que sellevaron consigo. No podía haberescogido una canción mejor.

***

Los músicos se marcharon tras laquinta pieza. Ya solos, Massimola llevó de la mano escalerasarriba. Martina lo siguió hastauno de los dormitorios deinvitados que siempre permanecíacerrado, ella no alcanzaba arecordar la última vez que se usó.

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Junto a la puerta destacaba elhueco vacío de la cómoda, peroel resto de los mueblespermanecían allí. Vivi no debióconsiderarlos de valor. Sobre unvelador, entre las dos ventanas,había una botella de moscato deAsti y dos copas altas.

No olía a cerrado, sino aazahar. Martina miró a Massimocon una sonrisa complacida,porque había esparcido sobre lacolcha de brocado granatefinísimos pétalos rosa de laspetunias que trepaban por lafachada sur y hojitas blancas de

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las pocas flores que lucían losnaranjos amargos del jardín.

Massimo se colocó detrás deella y le bajó la cremallera lateraldel vestido y desabrochó el botónjoya de la nuca. El vestido sedeslizó hasta el suelo y ella salióde la nube vaporosa que formóalrededor de sus pies. Massimole abarcó el pecho desde atráscon ambas manos y, mientras labesaba en el cuello le endureciólos pezones rozándolos con lospulgares. Martina sintió un calorrecorriéndola entera cuando seapretó contra sus nalgas a

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conciencia para hacerle notar suestado de excitación. Ella solollevaba un tanga liviano y lasmedias con ligas incorporadas deencaje, y él permanecíacompletamente vestido. Se dio lavuelta y lo besó en los labios.Comenzó a desnudarlo y Massimola ayudó. Las prendas fueronquedando esparcidas por el suelo.Martina le metió la mano en loscalzoncillos y él gimió dejándosehacer. Cuando las cariciasrozaron el límite de sucontención, la cogió en brazos yla tumbó en la cama. Él mismo le

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quitó el tanga, demorando lamano entre las piernas. Estaba tanhúmeda que el índice y el dedomedio entraron solos dentro deella. Massimo la contemplómorderse los labios y agarrarse ala colcha con los ojos cerrados.Sentado de lado, sonrió al verlalevantar las caderas, con ungemido de protesta cuandodeslizó los dedos fuera paraterminar de desnudarse.

—Ven. —Suplicó Martina alver que se alejaba.

Massimo negó con la cabeza ydecidió no quitarle las medias,

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vérselas puestas y desnuda loexcitaba con locura. Fue hasta losventanales, destapó el vinoburbujeante y sirvió dos copas.Con ellas en la mano regresó a lacama, le ofreció una y se sentó demedio lado para podercontemplarla sobre los pétalos deflores.

Martina se incorporó sobrelas almohadas.

—Por aquella noche loca queme llevó hasta ti —dijo ella,chocando su copa.

—Por aquella noche. Y poresta.

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Martina dio un sorbo y loretuvo en la boca, saboreando eldulce moscato que le hacíacosquillas en el paladar. Massimotambién bebió. Con la mano libretiró de su pierna y la hizoresbalar por la colcha hasta quequedó tumbada. Martina leentregó la copa que él dejó sobrela mesilla. Él la miró a los ojos ymuy despacio inclinó la copa ydejó caer el vino espumoso comoun fino hilo sobre sus pechos.Sonrió al verla dar un respingoporque estaba frío, pero sesometió obediente a su capricho.

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Martina contempló el reguerotransparente discurrir sobre supiel. Massimo dejó la copa juntoa la otra y se inclinó sobre ella.Le besó los pezones con la bocaabierta, lamiendo cada rastro demoscato. La oyó suspirar cuandodeslizó la lengua entre los senoshasta el ombligo para saborearhasta la última gota. Una vezagotado el festín, la agarró conrudeza por el pelo y la besó en laboca. Sabía a vino dulcemezclado con el dulce sabor aella.

—Si fuera posible, me daría

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un banquete caníbal contigo y tedevoraría entera —murmuró,mordiéndole el labio inferior.

Martina lo cogió por lacintura y tiró de él para que secolocara sobre ella, queríasentirse aplastada, cubierta enterapor él. Pero Massimo se irguió derodillas, con una a cada lado desus muslos y la miró desde arriba.Mojó el dedo índice en la gota devino que descubrió en su ombligoy se lo metió en la boca para quelo chupara.

—Qué lástima que llevealcohol, porque quema.

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Ella se lamió los labios concodicia al adivinar cuál era lafantasía implícita en sus palabras.

—Una gota no puede serpeligrosa. —Sugirió señalandocon la mirada el par de copas dela mesilla.

Massimo cogió una de ellas yse la puso en la boca con unaorden silenciosa. Martina miró suglande húmedo, una gotatransparente resbaló por lalongitud de su erección. Sehumedeció los labios con elmoscato que Massimo le ofrecíay, agarrándolo por las caderas, lo

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atrajo para besarlo, para lamerlodespacio sin apenas introducirloen la boca. Massimo echó lacabeza atrás y bramó con losdientes apretados al sentir ladulce picadura del vino queempapaba los labios de Martina.Tuvo que retirarse de golpe,pidiendo tregua. Si la dejabahacer, no iba a durar ni mediominuto más.

—Mira lo que me haces —susurró cogiéndole la mano paraque acariciara la piel erizada enla línea de vello de su vientre.

De rodillas, dio dos pasos

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atrás y le abrió las piernas paraquedar entre ellas. Metió el dedoen la copa y le acarició el sexocon un sube y baja lento, sin dejarde mirarla a los ojos. Martinacomenzó a jadear muy rápido, sedejó caer en la almohada y letendió los brazos, suplicante.

—Te quiero ya, dentro…Quiero sentir cómo entras confuerza.

Aunque nadie podía oírlos, seagachó, apartó los rizos con lanariz y la besó en el cuello. Aellos dos las palabras procacessusurradas al oído les sonaban a

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morbo privado, más cómplices.Infinitamente más excitantes.

—Te voy a follar hasta caermuerto. —Jadeó solo para ella—.Pero antes quiero saciarme de ti.

Apuró de un trago la copa devino y se mojó los labios comohabía hecho Martina. Agachó lacabeza entre sus piernas y oyó sugrito cuando el rastro de vino lecosquilleó hasta el punto delescozor. Massimo insistió, voraz.Sus ganas de devorarla crecióhasta límites insospechados alsentir que Martina temblabacuando empezó a enloquecerla

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con la lengua. Con un movimientoágil, resbaló hasta situarse sobreella y la penetró de golpehaciéndola brincar con un quejidode placer. Apoyado en los brazosextendidos a cada lado de sushombros, Massimo ensombreciócon la amplitud de su espalda laluz de los ventanales y embistiócon las caderas con fuerza y aconciencia. Desde su posición dedominio, se dejó llevar hundidoen ella, contemplando el éxtasisen su rostro mientras le clavabalas uñas como una fiera dulce yposesiva, más hermosa

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imposible.

***

—Martina, esa mujer me pareceque viene directa hacia nosotras—comentó Rita—. Uy, creo quete busca a ti. —Rectificó al ver ala desconocida arrancarse lasgafas de sol Carolina Herrera deun tirón.

—¡Mierda! —murmuróMartina.

La furia hecha fémina

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caminaba hacia ellas con un bríonervioso que trituraba eladoquinado de la entrada a laFacultad.

—Es tu tía, ¿verdad?—¿Cómo lo has sabido?—El pelo.Sí, ese era un rasgo común a

las mujeres de la rama materna,aunque tía Vivi disimulara elpelirrojo escandaloso con un tonomás oscuro y los rizos detrás delalisado químico.

—No puedo creer que hayasido a la prensa. —Le espetó portodo saludo.

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—Hola, tía Vivi. Te presentoa mi amiga Rita. —La desafió conuna sonrisa—. Rita, esta es mi tíaViviana, la hermana de mi madre.

—Un placer —dijo Rita.La recién llegada, demasiado

indignada para perder el tiempoen relaciones sociales, se limitó afarfullar un saludo de trámite.

—No te bastaba con echarmede mi casa como a un perro viejo.—Continuó con los reproches.

—Mi casa. —PuntualizóMartina—. Y te recuerdo tambiénque existe el teléfono. Podríashaberte ahorrado el viaje hasta la

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universidad a montarme uno detus números.

—He venido para que meexpliques a la cara por qué hasido a los periódicos. ¿Esnecesario que toda Roma sepaque mi propia sobrina me hapuesto de patitas en la calle?

—No he sido yo. La difusiónde la noticia debe haber sido cosade la Fundación. Y deberíasalegrarte, por mamá sobre todo.—Le recordó, ya que el futuroalbergue de los CorazonesBlancos, según anunciaba LaRepubblica en primera plana,

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llevaría el nombre de sus padres.Martina estaba segura de que

su tía podía haber pleiteado porla casa, demandando ante la ley ladecisión de su sobrina yconvertido su pretensión en unlitigio eterno. Algo que no haríanunca porque la convertiría antela opinión pública en la egoístamaléfica de la función y para ella,mantener una imagen seria eimpoluta era fundamental para susnegocios.

—¿Quién ha sido?—No sé a que te refieres.—¿Ha sido tu amigo el militar

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quién te ha convencido para quete conviertas en la nueva Teresade Calcuta?

—Será mejor que no sigas. —Avisó, al ver que Rita apretabalos puños.

—Cuidado con lo que dice,que está hablando de mi hermano.—Amenazó sin miramiento.

La única respuesta de Vivianafue una despectiva barrida deojos que no duró ni una décima desegundo y volvió a encararse consu sobrina.

—Ya veo. —Conjeturómirándola de arriba abajo—. Tú

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cometes la estupidez de regalar tucasa y ¿qué gana tu amigo conello?

—Te ruego que no sigas…—¿Qué te ha dado a cambio?

Digo yo que algo le habrássacado.

—Se acabó. —ConcluyóMartina, a punto de estallar—.No voy a seguir escuchandoinsultos.

Su tía sonrió con desprecio.—¿Nada? ¿Absolutamente

nada? —Sugirió de un modo quesonaba sucio—. Qué lástima medas. No sirves ni para puta.

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Martina no supo cómo, perouna fuerza interior la hizo temblary toda la adrenalina acumuladaexplotó. Le estampó una bofetadaen plena cara y la cabeza de tíaVivi giró noventa grados por elimpacto.

—Fuera de mi vida —masculló frotándose la mano, quele hormigueaba—. No quierovolver a verte nunca.

Su tía se llevó la mano a lamejilla, con la boca entreabierta,incapaz de articular palabra.

Rita miró a derecha eizquierda; le dio la impresión que

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La Sapienza entera las miraba enese momento. Cogió a Martinapor los hombros y se la llevó apaso rápido para sacarla delcampus.

—Vamos, no la mires. —Ordenó al ver que Martina echabala vista atrás.

El cuanto estuvieron en laacera de viale delle Scienze,levantó el brazo y paró un taxi.Rita era sensata y, antes queenzarzarse en una pelea demujeres fuera de sí, prefería unahuida en toda regla.

—¿Dónde vamos? —preguntó

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el taxista, mirándolas a través delespejo retrovisor.

—No sé, dé una vueltamientras pensamos.

—Se ha quedado quieta comouna estatua —murmuró Martina.

—Porque no se lo esperaba.¿Qué más da ya? Tu tía formaparte de tu pasado. —Le recordócogiéndole la mano.

Martina se la apretó confuerza, agradecida.

—Me he pasado de la raya.Yo no soy partidaria de laviolencia, te lo juro.

—¡Has estado grandiosa,

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Martina!—No se lo cuentes a nadie,

por favor. —Pidió—. Pero nosabes lo a gusto que me hequedado.

Rita se echó a reír al ver queempezaba a sonrojarse. Con unapiel tan clara como la suya, eraimposible disimular lasemociones.

—Decidido —dijo Rita,apoyándose en el asientodelantero para hablar con eltaxista—. Llévenos a piazzaNavona. —Luego se acomodó denuevo junto a Martina y la miró

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contenta—. Has roto con unaparte de tu vida que te hacíainfeliz y vamos a celebrarlo conun helado de tres sabores comomínimo. Y otra cosa también…—dijo, mordiéndose la lengua;con todo el lío, no le había dichoa Martina la noticia que la teníaloca de contenta.

—¿Qué cosa?—Ahora no. En la heladería

te lo cuento.Martina la vio meterse los

dedos en la boca, nerviosaperdida, a pesar de llevar lasuñas a prueba de mordiscos que

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con tanto esmero le ponía lamadre de Enzo.

—Dímelo ya, no me tengas enascuas.

—Que no.—Que sí.—¡Qué me caso! —Gritó

incapaz de callárselo un minutomás.

Cogidas de la mano, sepusieron a chillar como un par deperturbadas. Tanto quesobresaltaron al taxista, que dioun giro brusco. Hubo frenazosdetrás de ellos, con elconsiguiente coro de claxon,

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rebasamiento con amenazas por laventanilla e insultos varios a laparentela viva y difunta.

—¡Vaffanculo! —Vociferó eltaxista, con la cabeza fuera de laventanilla mientras ellas seguíande jolgorio en el asiento trasero,y retornó a su posición—.Enhorabuena a la novia —dijocon calma, como si nada hubierapasado.

—Gracias —respondió Ritamientras Martina la abrazaba y ledaba un sonoro beso en lamejilla.

—¡Ay, que creo que voy a

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morirme de emoción! Y eso queno me caso yo. —Suspiró,Martina—. ¿Cuándo?

—¡El mes que viene! EnCivitella y lo celebraremos encasa, mamá ya ha pensado encómo decorar el jardín y en elcatering para no tener queencargarnos de todo y…

—Qué contenta estoy, Rita.Por ti y por Enzo, estoy segura deque seréis muy felices.

—Tienes que venir. —Martina se puso seria—. Tequiero allí a mi lado ese día, ¿meoyes?

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—Te oigo. —Aceptó parahacerla callar—. Ahora sí que memuero de ganas por «brindar» conese helado.

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22 - Locuras deverano

—Hacen muy buena pareja —comentó Beatrice.

—Sí, forman muy buenequipo. Y se aman, ¿qué más se lepuede pedir a la vida? —dijoEtore al volante.

—Se casarán, llevarán juntosla ganadería —comentó su mujer—. Pronto tú y yo seremos unestorbo.

El señor Etore asintiósonriente, sin dejar de prestar

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atención a la carretera,imaginando a su hija y al que enpoco tiempo sería su marido alfrente de todo.

—Por fin Rita ha hallado susitio en la vida —reconoció feliz—. Lo único que necesitaba eraencontrar al hombre con quiencompartir sus ilusiones.

Viajaban camino de la costa.Una escapada de fin de semana enpareja, planeada por él. Beatricese merecía un descanso, ya quellevaba semanas tensa y agotadacon los preparativos de la boda.Cuando le dijo que preparara un

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ligero equipaje para dos, suquerida esposa lo sorprendió conel chocante deseo de bañarse denoche en el mar. Y él le prometiócumplirlo. ¿Cómo no iba acomplacerla, con las alegrías quele daba con aquel rapto derenovada pasión que habíaconvertido el dormitorio en elsantuario de las picardíassecretas? Y como su Beatrice leadelantó que las sorpresas noacababan ahí, condujo hasta lasplayas toscanas de Rosignano,imaginando qué nueva travesurale tendría preparada. Etore

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adoraba compartir con ella, si nolos mejores, los días másjuguetones de su vidamatrimonial.

Beatrice le confesó su deseosecreto en la misma orilla,abrazada a él, bajo la luna y elrumor de las olas que iban yvenían dejando una estela deespuma sobre la arena blanca.Etore comenzó a quitarle la ropa,entusiasmado con la idea debañarse desnudos en una playapública. Y tenía muy claro cuálsería la guinda salvaje que con laque pensaba rematar el chapuzón.

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—¿Crees que somosdemasiado viejos para este tipode locuras? —Dudó Beatrice,cogiéndole las manos antes deque le desabrochara el pantalón.

Etore miró el brillo joven desus ojos de mujer madura y diogracias por tener en los brazosdespués de tantos años a la mismachica que lo volvió loco condieciséis.

—Nuestros cuerpos ya no sonlo que eran —afirmóacariciándole la cara—. Pero hoyte quiero más que cuando empecéa rondarte con la moto a la salida

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del instituto.Beatrice le rodeó el cuello y

lo deleitó con un beso apasionadoque concluyó porque ambos seecharon a reír, nerviosos yemocionados. Se quitaron la ropaa toda prisa, que quedóamontonada en la arena, ycogidos de la mano corrieronhacia la negrura cálida y quietacomo una balsa. Con el agua a laaltura del pecho, Etore agarró aBeatrice por la cintura, se colocóentre sus piernas y, a la vez queexigía un nuevo beso, la penetrócon un ardor adolescente.

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Beatrice gritó de placer, el mar lahacía sentirse ingrávida y muchomás ágil. Se asió al cuello de sumarido y se meció aumentando elritmo conforme aumentaban losjadeos de ambos hasta que laexplosión de placer la hizo verlucecitas en plena noche. Etore sedejó caer de espaldas y flotó conella abrazada a su pecho, hastaque la corriente los devolviódonde rompían las olas. Cogidosde la mano, regresaron a la orilla,sonrientes y más vivos que nunca.

Caminaron arriba y abajo porla playa para encontrar la ropa,

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algo desorientados hasta quevieron un bulto en la lejanía.Hasta que no llegaron hasta este,no entendieron por qué se veía tanpequeño desde la distancia.

—¡¿Nos han robado la ropa?!—Bramó el señor Etore.

Y el bolso y el móvil y lasllaves del coche y el dinero,contó mentalmente la señoraBeatrice horrorizada ante lopeliagudo de la situación, peroevitó hacer un drama para noalterar más a su esposo.

—Al menos han dejado laszapatillas —comentó con la vista

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fija en el solitario par de playeras—. No debían ser de su número.

***

El señor Etore demostró que enmomentos cruciales era capaz deingeniárselas. Tardó un segundoen localizar a un grupo debañistas nocturnos. Debían sermuchos y muy jóvenes, porque laalgarabía de risas y gritos seescuchaba desde allí. Aguzó lavista y, desde la distancia, los vio

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muy entretenidos chapoteandolejos de la orilla. Sin pensárselodos veces, se echó cuerpo a tierray recorrió los cien metros con elculo al aire y el sigilo de un ninja.Una vez tuvo al alcance la ropade aquellos infelices, agarró a lapalpa dos camisetas y huyó másrápido que una bala. La señoraBeatrice se unió a su carrera deratero furtivo y no pararon hastaesconderse detrás de una casetade baños.

—Aún estamos en forma, ¿eh?—Resolló Etore.

Su mujer cogió aliviada la

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camiseta que le tendía en lapenumbra, por el tacto y eltamaño supuso de algún equipodeportivo, y se la metió por lacabeza mientras su marido secalzaba las zapatillas que ellatuvo la precaución de agarrarantes de la huida. Beatrice diogracias de que la juventud italianaestuviese bien alimentada porquelas tallas eran tan grandes que almenos les tapaban las partesfundamentales. Se miraron el unoal otro, con ellas puestas y enplayeras, daban el pego como unpar de andarines séniors de los

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que salen después de cenar apasear por la orilla.

Caminaron hasta el paseomarítimo y allí preguntaron alprimer viandante por la comisaríamás cercana.

—Del Inter. —Masculló elseñor Etore, de camino—. Si almenos fueran seguidores de laFiorentina.

—Aún te quejarás. —Loregañó con una risa incrédula—.Ruega porque esos chicos nosalgan del agua y nos las quiten abofetadas cuando se den cuentade que les hemos robado las

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camisetas.En el puesto de los

carabinieri, Etore dejó claro queun Tizzi no se arruga ante nadie.Aguantó como un valiente lamirada de cachondeo del guardiaque le tomaba declaración, con elhumillante disfraz de forofo delInter de Milán y el miembro virilrebozado de arena como unacroqueta.

La señora Beatrice prefiriópasar el apuro en una salitacontigua y se sentó junto a unaviejecita que aguardaba sola enuna fila de sillas de plástico

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naranja. La mujer le contó que sehabía despistado y no recordabael camino de su casa.

—Ahora vendrá mi hijo y seenfadará. No le gusta que salgasola.

Por lo que contó, no era laprimera vez que le ocurría.Beatrice sintió una ola de ternurahacia aquella anciana menudacomo un pajarito que hablaba contanto desparpajo y que, por culpade los estragos de la edad, sufríapérdidas de memoria. Calculóque debía pasar ya de los noventaaños.

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Etore llegó con la copia de ladenuncia en la mano, con lospómulos todavía sonrosados,dado el repertorio de preguntasmalignas del carabiniere, que noparó hasta hacerlo confesar elbaño en pelotas y el sexo acuáticocual parejita de delfines.

—Me han dejado llamar porteléfono. Enzo y Rita ya vienenpara acá.

—¿Ustedes también tienenque esperar a que vengan arecogerlos? —Intervino laancianita.

Beatrice los presentó y

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comentó con su marido el motivoque retenía allí a la señora.

—Calculo que los chicostardarán por lo menos una hora ymedia —dijo Etore a Beatrice—.Pero tendré que volver mañana opasado con Enzo a buscar elcoche. Menos mal que en casaguardo una copia de la llave. —Recordó, poniendo los brazos enjarras.

—Perdone, joven —dijo laanciana—. ¿Eso que asoma pordebajo de la camiseta es lo queyo me imagino?

El señor Etore miró hacia

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donde señalaba el dedillohuesudo de la señora. Se bajó laprenda de un tirón y se apresuró asentarse al lado de su mujer.

—Caramba con la abuela —murmuró por lo bajo—. Le fallarála memoria, pero la vista la tieneperfectamente.

***

—¿Conque Sodoma y Gomorra?De brazos cruzados, sentado

junto a su mujer en el asiento

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trasero del Lancia, el señor Etoreaguantó como un campeón la puyavengativa de Enzo sin despegarlos labios. Su mujer, en cambio,fue incapaz de quedarse callada.

—No sé a qué viene eso deSodoma… —Empezó a decir, yde pronto giró indignada hacia sumarido—. Etore, ¿no le habráscontado al chico…?

—¡Mamá! —Saltó Rita,girando hacia sus padres.

—¡Basta! ¡No! —Saltó Enzo,haciendo un gesto tajante con lasdos manos—. No quiero sabernada. No quiero visualizar, me

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niego a imaginar…—Tú, no imagines tanto y

conduce. —Barbotó el señorEtore, con una mirada mortífera.

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23 - Un paraísobajo las estrellas

Massimo, a la sombra de lafachada del antiquísimo templo,reconstruido tras los bombardeosalemanes de la II Guerra Mundial,respiró tranquilo al ver a Martinaapearse del Seiscientos. El díaanterior estuvo en vilo creyendoque no conseguiría que le dieranfiesta en la pizzería. Pero allí latenía y fue sin perder tiempo aayudarla a bajar.

—Dudaba si vendrías.

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Ella lo miró sonriendo demedio lado, contenta por lasganas de verla que leía en surostro.

—Por tu hermana haría lo quefuera. Incluso tragarme el orgulloy la vergüenza. ¿No me preguntasqué tal me ha ido el viaje? —preguntó, arrugando la frente a lavez que se alisaba la ropa.

—Estás aquí, ¿no? Y atiempo. Eso quiere decir que te haido bien —dijo dando unapalmada en el techo delcochecillo.

—Tuve mis miedos, pero ya

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ves que funciona.Massimo rio por lo bajo,

convencido de que aquelcacharrito vetusto pero resistente,reconvertido en cursilada rosamariposa, era más seguro quecualquier último modelo.

—Déjame que te vea bien.Estás muy bella, Martina.

Mientras ella cogía el bolsitoy cerraba el coche, él la admiróde arriba abajo. Estaba bonita deverdad con el ligero maquillaje,el pelo recogido, el vestido porencima de la rodilla. Massimoensanchó la sonrisa al llegar a las

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sandalias y descubrir que teníapequitas casi imperceptibles a lavista incluso en el empeine de lospies.

—El novio espera dentro alborde del infarto.

—¡Pobre Enzo!—Déjalo que sufra un poco.

—Martina se echó a reír al ver sumirada de amistosa maldad—. Yla novia, si no fallan los cálculos,debe estar punto de llegar.¿Quieres ser mi pareja?

—¿Cuándo he dejado deserlo?

Martina lo cogió de la mano y

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entrelazó los dedos con fuerza.Massimo la llevó al interior de laiglesia justo cuando el coche desu padre y padrino hacía entradaen la plaza y la gente comenzó avitorear a la novia.

***

Fue una ceremonia preciosa. Lashumildes paredes de Santa Maríade Civitella fueron el marcoperfecto para la boda de Rita yEnzo. No habría habido tantas

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lágrimas de emoción ni mássonrisas de alegría aunque sehubiera celebrado en el Duomode Florencia.

Los novios estaban felices,las dos madres emocionadas y losdos padres exultantes decontentos. Los dos matrimonioshabían hecho muy buenas migasdesde el momento en que seconocieron y estaban satisfechosde saber que sus respectivos hijosformaban parte ya de una nuevafamilia tan sencilla como la suyay de gente de bien.

Varias horas después de la

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lluvia de arroz, partían juntos latarta de tres pisos con la parejitade novios en lo alto.

Y mientras la madrina y lanovia repartían las bolsitas depeladillas, el señor Etore agarróa Enzo por los hombros y lo llevóaparte. El recién casado imaginóque pretendía darle los consejosde rigor, pero comprendió que noera esa su intención cuando loinvitó a rodear el edificio y lollevó hasta la puerta de la casa.

—¿Ves eso? —preguntóseñalando el dintel.

—Si, Villa Tizzi, no estoy tan

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mal de la vista. —Bromeó Enzo.Su suegro lo miró con gesto

solemne.—Esta casa no siempre se

llamó así.—¿Ah, no?El señor Etore señaló con la

mano en redondo, refiriéndose ala ganadería y las tierras.

—No. Todo es de mi mujer. Ycuando yo me casé, pertenecía ami suegro.

—Pero usted trabajaba aquí.—Desde que era un chaval,

sí.Enzo le puso una mano en el

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hombro, con confianza.—Entonces ya puede decir

que es suya también, lo ponga enese letrero o no. Se lo ha ganadocon su esfuerzo.

—Eres abogado, Vincenzo. —Cuestionó con una miradasocarrona—. No me vengas conel cuento de «la tierra para quienla trabaja». La tierra es de quienla tiene a su nombre en elRegistro de la Propiedad. Cuandomi suegro falleció…

Enzo puso los ojos en blanco.—Historias de muertos hoy

no, por favor. —Protestó; el día

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de su boda tenía que salirletambién el espíritu de enterrador.

—Escúchame, te lo ruego.Durante siglos esta hacienda sellamó Villa Cagna. Cuando misuegro nos dejó, mi cuñado Gigioencargó este cartel —explicóseñalándoselo con el dedo—. Undía vi que quitaba el de toda lavida, el que llevaba el apellidode su familia, y que clavaba esteque ves en el dintel. «Mi hermanaes una Tizzi, tú eres un Tizzi;justo es», y no dijo más.

—Un bonito gesto.—Un día esta hacienda se

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llamará Villa Carpentiere, comomi hija y como tú.

—Ya sabe que yo no necesitoque todo esto sea mío…

—Y no esperaré a morirme.—Lo interrumpió—. Yo mismomandaré hacer ese cartel enArezzo y lo clavaré con mispropias manos ahí arriba.

Enzo estaba impresionado.—No sé qué decir.—Solo tienes que decir que

ese día aún estarás aquí.Enzo lo abrazó. Su suegro

necesitaba una promesa,tranquilidad para su alma,

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seguridad acerca del futuro de lahacienda y de su hija.

—Ese día, aquí estaremos.Rita y yo.

—Y algunas criaturillastambién, espero.

Enzo rio como un canalla.—Deme tiempo y verá.

***

A Massimo empezó a cambiarleel semblante cuando empezó elbaile. No había comentado con

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nadie la llamada recibida un ratoantes. Ni siquiera a Martina que,a su lado, tenía a Iris sentada enel regazo. Massimo las mirabamientras ella, con el dedo, dabaun poquito de nata de la tarta a lapequeña.

—¿Vamos? —La invitó,porque el baile estaba apunto deempezar.

Juntos, a la sombra de uncastaño, ella con la niña enbrazos, contemplaron a Rita giraren su primer baile de casada enbrazos de su padre. La música lahabía elegido la novia y nadie

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entre los presentes supo por qué,en lugar del clásico vals, se leocurrió escoger That’s amore enla versión del supersexy PatrizioBuanne. Todos pensaron quedebía ser un gesto de cariño haciasu padre, porque la letra hablabade Nápoles. Y lo era. El secretose desentrañó en la segundaestrofa cuando la balada cambióde ritmo de manera radical. Elseñor Etore soltó a la novia, hizoun par de movimientosprofesionales y cambió de parejatirando de la mano de Beatrice,ya que su hija no tenía ni idea de

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lo que era el swing y su mujer erauna experta como él.

Tan entretenidos estaban conla exhibición paterna y en laexplanada había tanta gente, queno se dieron cuenta de la personaque acababa de llegar. Massimola descubrió al mirar porcasualidad y lamentó no habersido más previsor. Había omitidoante todos la llamada telefónicade Ada para no amargar la fiesta.Como de costumbre, no dio subrazo a torcer y se empeñó enpresentarse en la hacienda pararecoger a Iris en lugar de esperar

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al día siguiente que Massimotenía previsto regresar a Romacon la niña, a sabiendas de que supresencia era incómoda y más enun día como aquel. Massimosabía que andaba por Florenciacon motivo de una sesión de fotosde joyería, pero sospechaba quefue el comentario involuntario dela boda de su hermana días atráslo que la atrajo hasta allí.

Martina percibió, sin mirarlo,la tensión de Massimo y giró lacabeza. Al ver a Ada, le entregó ala niña para que la cogiera.

—Yo mejor me marcho —le

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dijo en voz baja; Massimo se loagradeció con la mirada.

Massimo indicó a Ada congestos que iba a por las cosas dela niña y caminó con Iris enbrazos hacia la casa. Pero Enzo lavio desde lejos y no dejó pasar laoportunidad de soltarle alto yclaro algo que le quemaba en lagarganta. Con paso decidido, seacercó hasta allí. Se habíaquitado la chaqueta y la corbata, aesas horas ya, llevabaarremangada la camisa sin losgemelos. Rita, que lo vio alejarsede la zona donde todos bailaban,

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lo siguió para impedir que unadiscusión estropeara el día de suboda. Cuando llegó, alzándose elvuelo del vestido con las manos,Enzo ya se había plantado delantede Ada.

—Tú no me conoces mejorque mi mujer. —Le espetó conuna mirada fría.

—Ya me lo imagino.Enzo prefirió no replicar a su

desafío. Aunque ella disimulara,ambos sabían que esas mismaspalabras fue las que Ada utilizópara envenenar a Rita ypropiciaron una seria discusión

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pasada por agua.Rita llegó y cogió a Enzo de

la mano.—Veo que estáis de

enhorabuena —comentó Ada, conuna sonrisa de cortesía—. Queseas muy feliz, Rita.

—Ya lo soy. Mucho.Con idéntica sonrisa para

salir del paso, marchó de vueltaal baile llevándose a Enzo conella. Era su día, de ellos dos, y noiba a permitir malas caras que loensombrecieran.

Massimo llegó con Iris en esemomento y la abultada bolsa

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estampada de ositos que siemprela acompañaba de una casa a otra.

—Soy la madre de tu hija,¿por qué no me han invitado? —Exigió una explicación.

—La pregunta es absurda,Ada. Los novios invitan a quienesquieren.

Estaba de espaldas a la gente,por eso Massimo no se dio cuentade la llegada de su padre hastaque no lo tuvo a su lado. Tanconvencida estaba de su poderemocional sobre todos ellos, queAda no tuvo reparos en encararsecon él.

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—Le preguntaba a Massimoque no entiendo por qué nadie medijo nada. Al fin y al cabo, formoparte de esta familia.

Massimo abrió la boca, perosu padre lo detuvo con un gestoporque oírla decir que era sufamilia era más de lo que estabadispuesto a escuchar.

—Nadie pretende ofenderte,Ada. Todo lo contrario. Eres lamadre de mi nieta y por ello terespetaré siempre. —Enunció concalma y firmeza—. Las puertas deesta casa siempre estarán abiertaspara ti. Pero es difícil olvidar. No

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esperes que te recibamos conbanda de música.

Ada estuvo a un suspiro dedecir algo, pero no lo hizo.

—Que tengas buen viaje. —Continuó el señor Etore paraconcluir; y señaló hacia el baile—. Si me disculpas, he de volver.Beatrice debe andar buscándome.

Cuando su padre regresó a lafiesta, Massimo intervino antes deque Ada añadiera algunaestupidez de las suyas. En elfondo sintió lástima de verla tanimpactada al escuchar la verdadde un hombre que rara vez

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intervenía en asuntos ajenos. Peroaquel era distinto porque afectabaa todas las personas que quería.

—No te extrañes si no caesbien a mi familia. Te lo hasganado a pulso.

Massimo la vio clavar lamirada en alguien a su espalda.Giró la cabeza para ver quién eray cerró los ojos, suplicándoseserenidad a sí mismo, al ver queel objeto de su interés no era otraque Martina. Por no alargar másaquella intragable situación, besóla frente de Iris, que se habíaadormilado reclinada sobre su

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hombro, y se la dio a su madre.Ella la cogió con cuidado y lebesó la cabeza a la vez que leacariciaba la espalda.

—Te acompaño al coche.—No es necesario, dame. —

Pidió alargando la mano.Massimo la ayudó a colgarse

la bolsa al hombro.—Buen viaje. Ya te llamo

mañana o pasado.—Perfecto.Poco quedaba por añadir. Por

tanto, Massimo dio media vueltapara regresar al baile. Martina lesonrió desde lejos y caminó para

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acudir a su encuentro. Él se habíaalejado un trecho cuando Ada lollamó.

—Massimo. —Él se giró alescucharla—. ¿Qué tiene ella queno tenga yo?

No tuvo que pensar larespuesta.

—Me tiene a mí.Consciente de que esas tres

palabras marcaban un antes y undespués, caminó hacia Martina yla cogió de la mano.

—Tranquilo —murmuró ellapara que solo lo oyera él.

—Ahora lo estoy.

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Alzó sus manos unidas y ledio un beso intenso y prolongadoen los nudillos. Martina caminójunto a él hacia la barra. Sabíaque Massimo no la había cogidopara enfurecer a Ada porqueestaba mirando. Era su mano loque necesitaba; la seguridad quele infundía porque los hombresvalientes también teníanmomentos bajos. Y se sintiódichosa de estar allí para dársela.

***

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Tras horas de baile, la fiestatocaba a su fin. Nadie esperabaque los novios escogieran laciudad de Roma como destinopara su luna de miel. Y aunque laelección resultara atípica,existiendo rincones románticos amontones dignos de visitar en lamisma Italia o más allá de susfronteras, para Rita y Enzo teníasu lógica. Habían alquilado unpequeño apartamento en elTrastevere, a dos manzanas de lacasa de los padres de él. Puestoque en la Villa Tizzi, su nuevaresidencia de casados, tenían la

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intimidad justa de su propiodormitorio. Para susdesplazamientos a Romaprefirieron ser fieles al dicho de«el casado, casa quiere». Así,para no alojarse en el hogar delos Carpentiere, ya lleno de porsí, buscaron un estudio para losdos muy cerca de la familia queles permitiera estar juntos pero noamontonados.

Tanta ilusión había puestoRita en la decoración de su nuevohogar para escapadas, que ambosdecidieron estrenarlo después dela boda. Cuando la fiesta acabó,

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partieron en el Ypsilon de Enzo,diciendo adiós a todos por laventanilla, y ansiosos porencerrarse durante una semana ensu romántica jaulita, que para vermundo desconocido tenían losaños venideros.

Poco a poco, los invitadosfueron abandonando la hacienda.Y con ellos los propios dueños.Etore se guardó para ese día lasorpresa que llevaba semanaspreparándole a su mujer. Cuandose presentó en la explanada de lafiesta al volante de una pick-upToyota, algunos imaginaron que

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era un obsequio de boda para losnovios. Rendida de emoción sequedó Beatrice cuando Etore seapeó del coche y le entregó lallave.

—Es tuyo —le dijo.Ella la cogió con una sonrisa

feliz y apurada al mismo tiempo,al saberse el centro de todas lasmiradas.

—¿Un regalo? Si yo no soy lanovia.

—Tú siempre serás mi novia—afirmó su marido.

Temblando de tan contenta, seenganchó al cuello de Etore y

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ambos se fundieron en un besoapasionado que arrancó griterío yaplausos. Por supuesto,decidieron estrenarlo ese mismodía. Les bastó meter cuatro cosasen una bolsa de viaje; Beatrice sesentó al volante de su flamante pick-up y juntos partieron parauna escapada improvisada, sinotro rumbo que dónde les llevarael corazón.

Ya no quedaba nadie yMartina se acercó a Massimo,que bebía un limoncello mientraslos empleados del cateringretiraban las mesas y los últimos

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rescoldos de la fiesta. Él sepalmeó la pierna, invitándola, yella se sentó en su regazo.

—Qué detallazo ha tenido tupadre. Me he emocionado yotambién de ver a tu madre conlágrimas en los ojos.

Massimo le ofreciólimoncello y ella dio un sorbitodel mismo vaso.

—Esta vez le ha salido bien—comentó tras apurar de un tragoel licor que Martina dejó—.Tenías que haber visto lo quepasó la última vez que compró uncoche sin consultar con nadie.

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—Cuéntamelo. —Pidió,peinándolo con los dedos.

—Aún vivía la abuelaMarcelina, la madre de mi padre,que durante sus últimos añosvivió aquí, con nosotros. ElSeiscientos se quedó pequeño ymi padre decidió cambiar decoche. Sin comerlo ni beberlo,fue a Arezzo y, como estabacansado de conducirlo encogido,encargó el modelo más grande ylujoso de la Fiat. Una tarde sepresenta en casa con un 131Supermirafiori, marrón oscuro yranchera. Mi abuela que salió al

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patio y lo vio, se puso como locapor haber tirado el dinero en uncoche de muertos. A Papá, quevenía con toda la ilusión delmundo, le sentó como un tiro laopinión de su propia madre.

—Pobre.—Papá discutiendo a grito

pelado con la abuela ennapolitano. Mamá salió endefensa de su marido, diciendoque era su coche y era libre dedecidir a su gusto. —Continuódivertido—. Para acabar dearreglarlo, tío Gigio opinó que laabuela tenía razón, que el marrón

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de la pintura era feo y parecía uncoche fúnebre. Mamá se encarócon él, furiosa, porque solo lefaltaba que su propio hermano sepusiera de parte de lasupersticiosa de su suegra. Yentonces, se enzarzaron ellos dosa discutir en aretino.

Martina se echó a reír. Habíaobservado que, cuando estabansolas, Patricia y Beatrice, eincluso Rita a veces, hablabanentre ellas el peculiar dialecto dela provincia.

—Imagínate el panorama, mipadre y la abuela por un lado, mi

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madre y su hermano por otro, y latonta de mi hermana que teníaocho años llorando y dando gritosen italiano porque papá y mamáse iban a divorciar. Tanto griteríoen diferentes lenguas, estoparecía la ONU.

—Y tú, ¿pusiste paz?—Aprovechando el lío, fui a

la cocina y me comí mediapastilla de chocolate que mamáescondía en la despensa. —Confesó, haciendo reír de nuevo aMartina.

Massimo tiró suavemente desu barbilla y calló su risa con un

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beso lento que Martina alargó singanas de que acabara.

—Solo quedamos tú y yo —murmuró ella sobre sus labios.

Él echó la cabeza hacia atrás,mejor detener el juego antes deque pasara a mayores.

—Es mejor que te marches aRoma antes de que anochezca.

—¿Y tú? ¿Te quedas aquísolo?

—Me he comprometido ahacerlo. Le he dicho a mi padreque se marchara tranquilo,alguien tiene que hacerse cargodel ganado y hoy es domingo. Los

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empleados no trabajan y ademásestaban de boda. Cualquiera deellos se habría quedado hastamañana, de habérselo pedido mipadre, pero ¿para qué fastidiarlesel fin de un día de fiesta?

Los del catering ya habíanllevado prácticamente todo alcamión. Sentada como estabasobre él, Martina balanceó lospies con una idea en la cabeza.

—Yo podría quedarme ahacerte compañía.

—¿Y las clases? Recuerdaque mañana también tienes quetrabajar.

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—Por un día que no vaya a lafacultad no pasará nada. Podríamarcharme antes de comer y amedia tarde ya estaría haciendopizzas.

—Como prefieras, pero ¿no teaburrirás?

—¿Aburrirme contigo? —Cuestionó, castigando con unbeso su tonta sugerencia.

—Te advierto que voy a estarocupado con las vacas, es untrabajo pesado.

—Y yo estoy deseandoayudarte. Será divertido.

—Y sucio.

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Martina sonrió con malicia yse inclinó sobre su oído.

—Qué bien. Yo te ducharé a tiy tú… ¡ay! —Chilló al darleMassimo una palmada en el culo.

—Si me tientas se me quitanlas ganas de trabajar. ¿Otrolimoncello a medias y nosponemos a la faena? —Propuso,besándola en los labios.

***

El resto de la tarde pasó en un

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suspiro. Lo primero que hizoMartina, aconsejada porMassimo, fue cambiarse de ropa.El vestidito de cóctel y lostacones no era el mejorguardarropa para trajinar en lascuadras. Con unos vaqueros,botas katiuscas dos tallas másgrandes y una camiseta vieja deél, lo acompañó en su recorridopor las naves. Ayudó a llenar loscomederos de paja, a abrevar alas reses y a limpiar con una palael estiércol hasta que su nariz dijobasta y las náuseas se impusierona la buena voluntad.

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Recorrió los campos subidaen el remolque del tractor.Massimo conducía y ella ibaechando balas de forraje cuandoél le indicaba en algunos de lospastos vallados donde las vacashabían esquilmado la hierba.Martina puso mucho empeño enno caerse, ya que él estaba máspendiente de no perderla por elcamino que del volante.

Ese día descubrió la durezadel trabajo con animales yaprendió a valorar la esforzadavida de quienes se dedican a ello.Mirándose las dos ampollas que

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le habían salido en la mano,pensó que cada bistec de terneraa la florentina, cuya materiaprima era la ternera chianinaautóctona como las que criabanlos Tizzi, le sabría el doble debien. Y pena también, mucha, sedijo al recordar cómo habíadisfrutado con un par deterneritos a los que alimentó conun biberón.

Acabaron enseguida, puestoque solo se encargaron de laslabores ineludibles, según leexplicó Massimo. Al díasiguiente, los trabajadores se

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encargarían de las vacunas yotros menesteres habituales,puesto que los peones sabíanmejor que él qué tareas habíapendientes y cómo se debíanhacer. Sudados y malolientes,corrieron ansiosos a por esaducha prometida. Martina noestaba acostumbrada a que lacuidaran y Massimo le desinfectólas ampollas de la mano con unadelicadeza que la emocionó.

Empezaron a desnudarsedespacio, entre besos divertidosque crecieron en intensidad yacabaron arrancándose la ropa el

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uno al otro con desesperación.Se metieron en la ducha sin

dejar de besarse y tocarse.—¿Cómo te gusta el agua? —

preguntó, pegándola a la pared.—Ardiendo. —Jadeó

acariciando con ahínco sumiembro erecto.

—Tenemos un problema —murmuró lamiéndole el cuellocomo si no existiera golosina másdulce—. Yo la prefiero casi fría.

Massimo tanteó sin mirar elgrifo, ajustó la temperatura en untérmino medio y echó atrás lacabeza para que el caudal le

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barriera el pelo. Con las caderas,aprisionó a Martina contra lapared; ella chistó un leve gruñidoal sentir el frío de los azulejos.No hubo más preliminares,Massimo la levantó por las nalgasy la penetró con ahínco. Searqueó, gozosa de recibirlo, einclinó la cabeza ofreciéndole elcuello. Massimo lamió y besó lapiel mojada, gimiendo bajo concada empellón que lo hacíadelirar y la arrastraba a ella almismo éxtasis. Martina le besó elcuello, mordisqueó su mandíbula,exigió su boca. El roce de los

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pezones duros contra el vello desu torso era una tortura sensualque multiplicaba el placer.

—Siéntelo, amor… Conmigo.—Gruñó Massimo.

La levantó con un golpe duroy ella se unió a su éxtasissacudida por un dulce temblor.Massimo temblaba también, ellale acarició la espalda y con laotra mano se apartó los mechonesmojados de la cara.

—Bésame. —Pidió con larespiración agitada. Y Martina lohizo.

Mientras le secaba la

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voluminosa melena, sentado en untaburete y ella en su regazo, sesentía laxa como una muñeca detrapo. Cuando hubo terminado,Massimo dejó el secador, lacogió en brazos y la llevó por elpasillo a oscuras. Habíaanochecido y la única luz secolaba por los visillos de laventana del rellano de laescalera. Subió con ella un pisomás. La habitación de Massimoestaba debajo del tejado. Martinaapoyaba la cabeza en su hombro.Cuando él abrió la puerta, ladeóel rostro sin soltarse de su cuello.

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Al verla curiosear en el techo,Massimo le explicó el porqué delhaz de luz que iluminaba la cama.

—Cuando me subí aquíarriba, aprovechando quecambiaron entonces parte deltejado, pedí a mi padre queinstalaran esta claraboya.

La depositó con cuidadosobre la cama. Ella se incorporóy lo ayudó a retirar la sábana conlas que cubrió a los dos una vezlo tuvo acostado a su lado.Massimo se tumbó boca arriba yella se abrazó a su costado, con lacabeza en su hombro, una pierna

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doblada sobre sus muslos y elbrazo envolviéndole en pecho.

—No puedes dejar de ver elinmenso azul —dijo, dándole unbeso en la mejilla.

—Allí arriba soy feliz.—Y yo cuando estás aquí en

la tierra, conmigo.Massimo rio por lo bajo,

haciendo que su pecho vibrarabajo la mano de Martina.

—¿Puedo hacerte unapregunta? —Curioseó ella,jugando con el vello de su pecho.

—Las que quieras.—¿Cuál es tu postura

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preferida en la cama?Massimo levantó la cabeza de

la almohada y la miró condiversión porque no esperaba esetipo de pregunta. Volvió aacomodarse, deslizó la mano conque la tenía abrazada y contorneódespacio las nalgas.

—Cualquiera en la que puedaverte la cara. —Ella no dijo nada;su silencio lo intrigó—. ¿Y latuya?

—Esta —murmuróabrazándose a él con más fuerza.

No supo si tardó poco omucho en quedarse dormida. Al

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amanecer, volvieron a hacer elamor con deliciosa pereza yvolvieron a quedarse dormidos.Sobre las ocho prepararon juntosel desayuno. Cuando ya habíanretirado las tazas, Massimo fue ala alacena y regresó con un tarrode su crema de chocolatepreferida en la mano. Martinasonrió al verlo meter el dedo.

—¿Aún quieres más? —Cuestionó; el desayuno había sidocopioso.

—Yo siempre quiero más —aseguró mirándola con codicia.Señaló el pijama con la barbilla e

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indicó con un gesto que se loquitara—. ¿No has oído decir queel desayuno es la comida másimportante del día?

Martina, obediente y risueña,se desnudó y Massimo decoró suseno derecho con una media lunamarrón que lamió hasta que noquedó ni huella. A la media luna,le siguió una estrella y una espiraly un tonto corazón… Acabaronpringados por todas partes,devorándose el uno al otro sobrela mesa de la cocina hastaculminar en un explosivoorgasmo, envueltos en aroma a

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avellanas y chocolate. Despuésde una obligada ducha, en la queprolongaron el juego erótico, ellarecogió sus cosas. Y cuando llególa hora de marchar, se unieron enun beso pleno de palabras noescritas ni dichas, como aquelprimero tan cómplice de Venecia.

Martina puso en marcha elSeiscientos. Antes de partir,Massimo la besó por última vezmetiendo la cabeza por laventanilla.

—Gracias por regalarme lamejor noche de mi vida —le dijoal oído.

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Martina condujo todo elcamino rememorando cada minutoque habían compartido desde queacabó la boda. Aún sonreíacuando llegó a Roma.

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24 - Lejos de ella

—No puedo creer que me estéshaciendo esto Ada.

—¿Qué te esté haciendo?—Que estés haciendo esto. —

Rectificó Massimo—. ¿Haspensado por un momento en Iris?

Ella lo encaró con expresióndura y amenazante.

—Si estás sugiriendo…Massimo reaccionó con furia;

sospechaba que había mucho devenganza en aquel cambio de vidaradical. Era mucha casualidad

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que aquello sucediera cuando élle había dejado claro que Martinaera una parte muy importante desu vida.

—¡¿Cómo coño voy adisfrutar de mi derecho a tener ami hija si te la llevas a la otrapunta del mundo?!

—O bajas el tono o te estáslargando ahora mismo. —Avisóseñalándole la puerta—. Y nohagas un drama, por favor. Renzoes arquitecto…

—Ya lo sé.Ada no perdía ocasión de

restregarle por la cara su relación

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con el que, por lo visto, habíapasado en muy poco tiempo deacompañante habitual a nuevapareja. Massimo asumió labonanza sentimental de Ada consecreta alegría, pero la situaciónacababa de dar un giroinesperado.

—Dubái es un emiratofloreciente. A Renzo le hanescogido para un proyecto muyimportante, una excelenteoportunidad profesional. Y yo memarcho con él a Abu Dabi.

«Y con nuestra hija».Massimo calló la réplica, para no

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darle pie a que le recordara que,independientemente de la patriapotestad, la custodia legal de Irisle correspondía a ella por ordende un juez.

—¿Por cuánto tiempo?—No lo sé.—¿Seis? ¿Doce meses?Ada se miró las uñas.—Años. —Puntualizó—. Se

trata de un proyecto deconstrucción muy ambicioso.

Massimo se desesperó.—¿Cuántos años? ¿Dos años?

¿Cuatro?—No puedo responderte a

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eso. Por supuesto, es algotemporal. —Él la miró con durezapor encajarle el argumento quesin duda usaría ante un juez—.Volveremos a Italia, no tenemosplanes de residir allí toda la vida.

Massimo apretó los dientes.Regresarían, sí, pero ¿cuándo?Puede que cuando eso sucedieraél se hubiese convertido ya en unperfecto desconocido para Iris, alque solo veía una vez al año.

—¿Qué pasa con mi régimende visitas?

Ada adoptó una actitudafable.

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—La tendrás en vacaciones,te doy mi palabra. ¡Por Dios!Cualquiera diría que pretendoapartarte de tu hija. Y puedesvenir a visitar a Iris siempre quequieras, Massimo. ¿Cuándo te heimpedido yo que la veas?

—¿A Dubái?—A Dubái, sí. Hablaré con

mi abogado, si quieres…—Yo también lo haré, no lo

dudes.Miró hacia el pasillo

pensando en Iris. A esas horas, laniña dormía en su cunita. PeroMassimo no entró a darle un

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beso, salió de casa de Ada sinmediar palabra.

***

Mientras subía en el ascensor,Massimo se consumía defrustración. Ada había tomadouna decisión y libre era deintentar que la relación con el talRenzo funcionara. Ojalá que asífuera. No le impedía visitar a Iris,pero sus obligaciones con elejército no le permitían disponer

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de su tiempo con absolutalibertad. La tendría envacaciones, recordó. Pero lerobaba la posibilidad de ir abuscarla a la puerta del colegio,jugar con ella, ayudarla con losdeberes, leerle un cuento por lasnoches aunque fuera un fin desemana de cada dos. Ada leestaba quitando la posibilidad decompartir con su hija laspequeñas cosas de cada día quealimentan el cariño y él no podíahacer nada salvo pleitear. Laimpotencia que sentía eraaplastante.

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Abrió la puerta de su casa yfue directo al comedor al oír queMartina lo llamaba.

—Mira, ¿qué te parece? —lepreguntó mostrándole un vestiditode bebé con mariquitas rojas—.Lo he visto y no he podidoresistirme.

—No hacía ninguna falta.Martina sacudió la melena

con una sonrisa ilusionada.—¡Es que me he vuelto loca

en esa tienda! He compradotambién unos zapatitos a juego,Iris pronto empezará a andar…

Massimo apretó la mandíbula,

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ese momento seguro que se loperdería también. Y la ira pudocon él.

—¡Te he dicho que lo dejes!—Pero Massimo…—Iris no es una muñeca para

entretenerte cambiándolevestiditos. Basta ya deestupideces…

—Te estás pasando. —AvisóMartina.

—Y tú también —afirmóseñalando la ropa infantilesparcida sobre la mesa—. Dejade jugar a mamás y papás, tenerun hijo es algo más serio que todo

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eso.Martina dejó sobre la mesa

los zapatitos rojos de charol queaún sostenía en las manos y cogiósu bolso del respaldo de la silla.

—Tienes razón —reconociócon un matiz de amargura en suvoz que Massimo no fue capaz denotar—. Ser madre no es lo mío.No sabría ni por dónde empezar.

Se marchó del apartamentosin hacer ruido. Y Massimo nohizo nada por impedir que sefuera.

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***

La siguiente semana Massimoapenas salió de la base, salvopara dormir. Estaban probandounos cambios en el Eurofighterque debían estar listos para elvuelo de prueba que iban arealizar hasta una base militaralemana donde permaneceríadurante otros siete días comomínimo. Las maniobras conjuntascon otros ejércitos del aireeuropeos eran rutina y esa vez lehabía tocado participar a su

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escuadrón.Massimo se sentía más solo

que nunca. Sin Iris, que ese fin desemana estaba con su madre, y sinsaber de Martina desde que semarchó enfadada del apartamento.Había intentado hacer las pacessin resultado. Aquella tardeMartina pagó su mal humor.Quería disculparse con ella, perono respondía a sus llamadas ni ala decena de mensajes que lehabía enviado.

Condujo hasta su apartamento.Cuando aparcó del coche y seapeó, alzó la vista y divisó luz en

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el balcón. Cabía la posibilidad deque lo echara de allí, pero teníaque intentarlo. Necesitabacontarle la impotencia que losublevaba cada vez querecordaba que Iris pronto viviríamuy lejos de Italia. Llamó altimbre; ella abrió con airedespistado. Cuando alzó el rostroy vio que era él, Massimo notóque disimulaba su sorpresa. Alparecer, no lo esperaba. Sin decirpalabra, se hizo a un lado y lodejó pasar.

—Martina, tenemos quehablar.

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—Yo no tengo nada que decir.—Yo sí.—Pues ve al grano, que estoy

estudiando.Massimo prefirió dejarlo para

más tarde. Ella no estaba por lalabor y él necesitaba a la Martinade siempre, la que sabía escucharcon el oído y el corazón. Seacercó a ella y la envolvió en susbrazos, suplicándole con lamirada que lo abrazara. Martinalo hizo y él bajó la cabezadespacio, dándole tiempo a quelo rechazara. No lo hizo y élapoyó los labios sobre los suyos.

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Martina entreabrió la boca,invitadora. Él profundizó el besoy la abrazó con mucha fuerza,dejándola hacer. Gimió cuandoella le sacó la camiseta delpantalón y le acarició la espaldabuscando el contacto de su pieldesnuda. Massimo la deseaba conlocura, necesitaba sus caricias,unirse a ella, sentirla bajo sucuerpo y amarla sin pensar ennada más. La cogió por debajo delas rodillas y, en brazos, la llevóal dormitorio. Al dejarla sobre lacama, ella tomó la iniciativa.

—Martina…

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Arrodillada sobre el colchón,le cogió la cara con las manos ylos silenció con un besoprofundo. Mientras él maniobrabapara desabrochase la bragueta,Martina intercaló sus besosdespojándose de la blusa y elpantalón corto. No habíaterminado de bajarse lospantalones cuando ella tiró haciaabajo de los calzoncillos y atrapósu sexo con los labios. Massimocerró los ojos mientras su peneentraba y salía de su boca. Sintióel glande hinchado, no iba a durarmucho más; empuñando su

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miembro, echó la cadera atráspara que Martina lo liberara.Quería alargar el placer todo loposible. Ella se quitó la ropainterior y le hizo sitio en la camacontemplando cómo Massimoterminaba de desnudarse. Cuandose tumbó junto a ella, Martinasubió a horcajadas sobre él y leofreció sus pechos para que losbesara. Y Massimo lo hizo, lamióen círculos las areolas, succionóun pecho y otro. La besóabarcándolos con la boca,saboreándolos como un dulcemanjar a la vez que la acariciaba

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entre las piernas y hundía un dedoen su sexo. La insistencia dándoleplacer enardeció a Martina quetomó su boca, avariciosa.Massimo la cogió con las nalgas,alzó las caderas y ella se dejócaer hasta empalarse como él lepedía. Se enderezó y, con lasmanos apoyadas en sus hombros,se movió en círculos hasta queMassimo le clavó los dedos enlas nalgas. Entonces, cambió elritmo y lo cabalgó con un vaivénenloquecedor. Él le recorrió laespalda con las manos, le apretólos glúteos, le besó la garganta,

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lamió sus pechos atrayéndola ydejándola ir. Martina estalló engemidos y Massimo se derramó,arrastrado por las contraccionesque lo oprimían dulcemente. Ellase dejó caer sobre él, con elcorazón bombeándole rápido.Massimo la abrazó y se sumió enun dulce duermevela.

Cuando volvió a abrir losojos, Martina ya no estaba con él.Miró hacia la puerta y vio una luztenue en el comedor. Saltó de lacama y se vistió. Como suponía,la encontró en el comedor,sentada frente a la tabla sobre dos

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caballetes que constituía suimprovisada mesa de estudio.Llevaba puesta una camisetalarga; el pelo se lo habíarecogido en un moño sujeto conun lápiz. Se acercó a ella y leacarició la nuca.

—¿Estás de exámenes?—Preparo el examen de

capacitación —respondió sinlevantar la vista de los apuntes.

Massimo dejó de acariciarlay retiró la mano.

—Mañana me marcho aAlemania.

—Suerte y cuídate.

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—Quería hablar contigo peroveo que no es el momento.

—Tengo que estudiar, ya te lohe dicho.

Descorazonado, prefirió noinsistir.

—No te molesto más. Ya nosveremos cuando regrese.

—Sí, ya nos veremos un díade estos —dijo con desinterés.

Le dio un beso en el pelo dedespedida. Martina ni se movió.

Massimo se marchó delapartamento más decepcionadoque molesto. Ya en el coche, supoel motivo. Martina se había

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entregado como nunca, le habíaregalado la sesión de sexo másplacentera de cuantas habíancompartido. Pero no lo habíamirado a los ojos ni una sola vez.

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25 - Detrás delsilencio

Massimo intentó llamarla desdeAlemania, sin resultado. Cuandoregresó a Italia, el mutismo deMartina se hizo preocupante,parecía que se la había tragado latierra. Se alarmó al noencontrarla en su estudio así quedecidió ir al pisito de Rita y Enzopara preguntar si sabían algo deella. Su sorpresa fue encontrarlaallí y con una maleta.

—¿Te marchas a algún sitio?

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—Inquirió—. ¿Qué significa esto,Martina? No das señales de viday de pronto te encuentro en casade mi hermana. ¿Me estáisocultando algo entre los tres?

Martina miró hacia otra parte,con gesto de molestia yagotamiento.

—Siempre pensando quetodos están contra ti. ¿Cuándodejarás de creerte el centro deluniverso? —Le espetó—. Losiento, no puedo más… —Miró aRita con tristeza—. Perdonadmelos dos, más tarde vendré a por lamaleta.

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—¿Pero a dónde vas? —preguntó Massimo, perdiendo lapaciencia al verla pasar por sulado y largarse del apartamentosin más explicación.

—¡Massimo! —Lo frenóEnzo, para que lo dejara de unavez.

—Desde luego, Massimo. —Le reprochó su hermana—. ¿Porqué siempre tienes que meter lapata?

—Pues que alguien meexplique qué hacía Martina aquí yqué significa esta maleta. ¿Dóndese marcha, joder? —Inquirió con

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tono acusador.Enzo se encaró con él.—Haz el favor de cerrar la

boca. —Exigió—. Y cambia esamirada sospechosa porque terecuerdo que estás en mi casa.Desde que has entrado por lapuerta no has dejado de sugeriralgo sucio y con ello no solo meofendes a mí —le señaló a Ritacon la mirada.

Ella se lo agradeció con unbeso en la mejilla.

—Voy a buscar a Martina —dijo a Enzo.

—Ve con ella. —Apoyó,

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devolviéndole el beso—. Seguroque te necesita.

Massimo fue hasta el sofá y sedejó caer, sin entender qué estabapasando.

***

Una vez solos, Enzo le explicó losucedido en su ausencia.

—Hace dos semanas o tresque Martina acabó sus exámenes.

—No me lo dijo.—De hecho, cuando tú te

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marchaste a Alemania, ya lehabían dado las notas. Se hagraduado con la nota más alta detodo el alumnado. Nos llamó aVilla Tizzi para decírnoslo.

A Massimo le dolió que lomantuviera al margen de suséxitos.

—También realizó su examende capacitación con excelenteresultado, como era de esperar.Estaba esperando la nota cuandotuvo que marchar corriendo aSicilia. La llamaron porque suabuelo había sufrido una anginade pecho. Cuando Martina llegó,

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el hombre ya se había recuperadoy estaba en casa, pero elsufrimiento que pasó hasta quepudo comprobar que había sidopoca cosa, ya puedesimaginártelo.

—Sí, lo imagino. ParaMartina su abuelo es muyimportante.

—Tan precipitada se marchó,que se dejó el teléfono móvil.

Massimo quiso pensar queese era en parte el motivo de noresponder a sus llamadas, aunqueen el fondo sabía que era un tontoconsuelo puesto que, una vez de

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vuelta en Roma, Martina tampocole cogía el teléfono.

—¿Qué ha pasado entrevosotros, Massimo?

—Discutimos en mi casa ydesde entonces nada es igual.

—¿Qué le dijiste?Massimo no respondió.

Habían reñido por culpa de unaropa que ella le había comprado ala niña. Recordó sus últimaspalabras aquella tarde «Sermadre no es lo mío». Y entoncesrecordó que ella había perdido unniño, lamentó no haberse dadocuenta antes.

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—Creo que la ofendí, es algoíntimo que no puedo revelarte,Enzo.

—¿Tiene que ver con suaborto?

Massimo levantó la cabeza degolpe y le lanzó una miradainquisitiva.

—¿Qué sabes tú de eso?—Nada, lo poco que Rita me

ha contado.—Entonces, ¿a qué vienen

todas estas preguntas?Enzo entrecruzó los dedos de

las manos y se inclinó haciadelante.

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—Trato de ayudarte a arreglarlas cosas. A Martina le dieron sudiploma y estuvo completamentesola, sin nadie de su familia paraacompañarla. Si nos hubiesellamado, habríamos venido acelebrarlo con ella, pero ya sabescomo es.

—Reservada como ella sola.—No te voy a engañar —

afirmó Enzo—. Cuando llegamosayer, Rita la llamó y en vista deque no contestaba, fue a suapartamento. La encontróllorando, sentada en un rincón.Acababa de volver de Sicilia y ni

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siquiera había deshecho lamaleta. La soledad le vinogrande. Rita consiguió sacarletodo lo que te he contado, que sesintió muy sola sin podercompartir su éxito con nadie y sia eso le añades los nervios quepasó con lo de su abuelo… Ritadecidió por ella, agarró la maletasin deshacer, cogió a Martina y sela trajo aquí.

—Gracias por contármelo —murmuró, levantándose.

Massimo se marchó de allísintiéndose culpable de no haberestado con ella ni en lo bueno,

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abrazándola por sus éxitos, ni enlo malo, cuando sufría ante laposibilidad de perder a suabuelo. No, no podía haberloapartado de un modo tan radicalpor una simple riña. Debiósentirse ofendida en lo másprofundo. Martina había perdidoun hijo y él se mofó de su frívoloconcepto de la maternidad. Untema tabú para ella, del que jamáshablaba. «Lo estuve, pero no fuebien». Eso era cuanto le habíadicho, aquella tarde en el bosquede Villa Tizzi. Pero un embarazomalogrado no podía causar un

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dolor tan hondo que no fueracapaz de mitigarlo ni el paso delos años. ¿O sí? Si ella lecontara… Para eso se tenían eluno al otro, la ayudaría a sacarlos demonios fuera. Quería que sedesahogara con él, sujetarse enlos momentos difíciles formabaparte del amor. Pero dudaba queMartina estuviera preparada parahablar de ello.

***

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—Le prometí que cuidaría de ellay he faltado a mi palabra.

Transcurridos dos días desdeque vio a Martina, Massimo pidióun permiso especial y tomó elprimer avión a Trapani. Allí, antela casa de campo que la viocrecer, conversaba con GiuseppeFalcone. Necesitaba llenar esecapítulo en blanco en la historiaque ella nunca le había revelado.

El anciano no tuvo reparos encontarle esa parte de la vida de sunieta, tal vez porque confiaba quehablar en voz alta de ello era elmejor modo de expiar las culpas

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y alejar para siempre los malosrecuerdos que acechan en lamente como demonios ávidos porrobarnos la vida. Se hallabansentados en el patio, frente a lafachada, en un par de sillas decarrasca tallada y encordado depita.

—Todos cometemos errores.Dicen que de ellos se aprende yyo así lo creía. —ConfesóGiuseppe—. Con la experienciaque me dan los años, ya no estoytan seguro de ello. Yo dejé que minieta se equivocara, convencidode que lo mejor para ella era que

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se hiciera fuerte con cadatropiezo. Hoy no lo permitiría.

—Culparse no sirve de nada.—Opinó Massimo, con la vistafija en la bicicleta infantiloxidada, abandonada en un rincóndel porche por la niña que crecióy se olvidó de ella.

—Mi mujer nos dejó cuandoMartina tenía doce años. Nosquedamos solos y siempre helamentado no haber sabido darlea mi nieta ese tipo de afectofemenino que una pequeña mujernecesita.

—Tenía a sus padres.

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Giuseppe sonrió con tristeza.—Tenía sus cartas. —Matizó

—. Martina tuvo que conformarsecon saber que la querían y converlos un par de veces al año. Mihijo era un soñador y encontró enAlicia a su alma gemela. Queríancambiar el mundo. Y en eseempeño perdieron la vida.Cuando ellos murieron en África,Martina estaba a punto de cumplirlos dieciséis.

—Una edad difícil.—Lo fue. —Aceptó el

anciano, dándose una palmada enla rodilla—. Dos años muy

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difíciles, Martina reaccionó conrebeldía. Todo le parecía mal,todo esto dejó de gustarle, seaburría. Incluso yendo cada día alinstituto en Trapani, decía que sesentía agobiada en una ciudad tanpequeña. Y entonces aparecióViviana, en el peor momento. Quémal hicieron sus padresconfiándoles el cuidado deMartina.

Le confesó su sorpresacuando supo que su hijo y sunuera habían legado a Martina lacasa familiar, dejando enusufructo del palacete a la

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hermana de su madre con lacondición de cuidar de su hija.Massimo escuchó de boca deGiuseppe el relato de lo queparecía un truco de encantador entoda regla. La recién nombradatutora legal se presentó allíhaciendo sonar ante sus ojos lasllaves que acababa de comprarle,por todos los regalos que nunca lehabía hecho, aunque Martina esono supo discernirlo en esemomento. Y le contó maravillasde la vida cosmopolita, hasta quellenó su cabeza adolescente defantasías que la hicieron asociar

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Roma con un mundo de ensueño,y aquel rincón en el cabo Lilibeode Sicilia con el tedio de la vidarural.

—Un mes después, ya sehabía instalado en Roma, en elhogar que compartió con suspadres antes de que ellos seembarcaran en esos proyectos decooperación internacional —continuó Giuseppe—, y sabía queMartina pasó de la disciplina queyo pretendía imponerle a vivir undescontrol absoluto, acorde conel ritmo de vida de su tía. Pero apesar de ello estaba tranquilo, mi

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nieta siempre ha sidoextremadamente responsable.Acabó el bachillerato con unasnotas excelentes, como siempre, yempezó la carrera de Asistentesocial. No me enteré hasta muchodespués de que abandonó susestudios en el segundo año.

El abuelo se quedó pensativoy Massimo respetó su silencio.No hacía falta que le explicaraque el abandono coincidió con laaparición en su vida de RoccoTorelli.

—Él estaba casado.—Lo sé, Martina me lo contó.

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Y también que estuvo embarazaday perdió el niño.

—Ese hombre era unmiserable. Una de las amistadesde Viviana, casi le doblaba laedad. Si yo hubiera sabido…

—No se culpe. —AconsejóMassimo.

—No quiso saber nada deella. —Masculló con rencor—. Yella, tonta inocente, que creyó queiba a dejar a su esposa por ella.

—Martina era muy joven. Conveinte años, no es extraño quecreyera que el cuento deprincesas se haría realidad.

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—Cuando todo ocurrió,Viviana se encontraba de viaje yél, se limitó a meterla en un aviónhacia Palermo. En cuantoaterrizó, en qué estado estaría quedesde el mismo aeropuerto latrasladaron de urgencia alhospital. Embarazo extrauterino,creo que así llaman al problemaque tenía, no entiendo de esascosas. Lo único que sé es que minieta no murió de milagro.

Al escuchar aquello, Massimose tapó la cara con las manostemiéndose lo peor. Él sí sabíaqué significaba y los riesgos que

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entrañaba. El peor de ellos,salvar la vida a cambio de laesterilidad.

—Me avisaron desde elhospital, Martina estaba tan graveque no creyeron que llegara atiempo de despedirme de ella.Pero se salvó, es fuerte, muyfuerte. La encontré tendida en unacama de hospital, como unamuñeca rota. Acababan de decirleque nunca podría tener hijos. Ysolo tenía veinte años.

Massimo fue incapaz deseguir escuchando. Todoencajaba, su pasión por los niños,

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su inmenso cariño por Iris, sussilencios… Acababa de descubrirel porqué de la sombra triste quesiempre veía en los ojos deMartina. Ella nunca podríadisfrutar de la incertidumbre y laalegría de la espera, viendocrecer su vientre día a día.Recordó la carita arrugada de Iriscuando abrió los ojos a la vidapor primera vez y sintió unterrible dolor, como si learrancaran algo dentro, al pensarque Martina jamás conocería ladicha de arrullar en sus brazos unhijo recién nacido, ni susurrarle

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plena de alegría «Bienvenido almundo, pequeño mío». Todosesos anhelos y sueños se losrobaron, se los arrebató eldestino que unas veces nos miracon agrado y otras nos convierteen blanco de sus dardos.

Massimo se mesó el cabellocon los dedos. Necesitaballevarse consigo un retazo de suinocencia infantil, esa que paraella significaba Sicilia.

—Yo… Yo querría ir a unlugar, ¿usted me haría el favor demostrarme el camino? Ella mecontó que en verano su esposa y

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usted la llevaban a una playa.El abuelo sonrió con el

recuerdo de aquellos días.—No está lejos, pero ¿seguro

que no perderá el avión?—Aún me quedan unas horas,

no se preocupe por eso.

***

No solo le indicó el camino,Giuseppe Falcone se empeñó enacompañarlo. Massimo condujopor los caminos de tierra durante

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quince minutos escasos, hasta lacercana aldea de Casa Santa.Aparcó en la carretera y salió delcoche, seguido por el anciano. Laidílica playa que Martinarecordaba no era más que unpalmo de arena donde seamontonaban las barcas de pesca;entre tantas playas paradisíacas,encadenadas unas tras otras en elcabo occidental de la isla desdeMódena a Castellammare, a nadiese le ocurriría plantar lasombrilla en aquel desiertorincón. Massimo caminó hasta elborde del agua de azul tan claro

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que blanqueaba en la orilla. Y laimaginó con un cubo en la manoentre las rocas, con la naricillapecosa y enrojecida por el sol,sonriendo en busca de anémonasy estrellas de mar.

Massimo tuvo que respirarhondo al recordar lo que el señorGiuseppe acababa de contarle.Martina nunca tendría hijos. Unarealidad que sentía por los dos,por las alegrías que nuncapodrían compartir; por laimpotencia de saber que nuncadejaría de ver en sus ojos lasombra gris de la tristeza, ya que

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Martina anhelaba el único regaloque él no le podía dar. Cuántohabría deseado tenerla allí yconfortarla con un abrazo, enaquella playa de juguete que paraella simbolizaba la inocencia.Apretarla muy fuerte y decirle aloído que la vida va y viene, comouna marea imprevisible de malosy buenos momentos. Massimodeseaba tanto llenar su cara debesos y convencerla de que losdías felices vienen y se van, peronos dejan la esperanza deretornar. Como las olas, queolvidan en la arena su rastro de

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espuma para recordarnos quesiempre regresan.

—La vida no se acaba ahí —murmuró convencido, pese a loabatido que estaba por ella—. Noentiendo por qué nunca me lodijo.

Giuseppe captó el sentido desus palabras. No hizo falta queMassimo matizara que estabahablando de la imposibilidad desu nieta para concebir; y suspirócon impotencia.

—Porque mi nieta todavía seculpa de lo que le pasó.

—Es absurdo —murmuró.

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El anciano asintió.—Cuando le dieron el alta en

el hospital, la traje aquí conmigoe hice cuanto pude por devolverlela alegría. Hasta que un día, estoscampos volvieron a parecerlemuy pequeños y le entraron lasansias de libertad. Regresó aRoma y durante los últimos seisaños vegetó en esa casa que erasuya. —Massimo supuso que elhombre ya estaba al tanto de queMartina había donado el palacetea una Fundación—. Retomó losestudios, volvió a dejarlos… Seenrocó en aquellas cuatro

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paredes. Imagino que por respetoa la memoria de sus padres senegaba a que acabara en manosde su tía. ¿Qué podía hacer yo?Es una mujer adulta y era sudecisión.

Massimo decidió poner puntofinal, no quería escuchar más. Elresto de la historia ya la conocía.Martina regresó a la universidad,con empeño, y había logrado sumeta: su pasaporte para una vidadiferente. Llevó a Giuseppe deregreso a su casa, se despidióagradecido por su sinceridad ypor no haber hecho preguntas

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acerca de su relación con sunieta.

Mientras conducía hacia elaeropuerto el coche alquilado,meditó sobre ese pasado queMartina cargaba como una culpay llegó a una conclusión: si nohabía sido capaz de confiarle suimposibilidad para concebirhijos, era por miedo a que larechazara. Y si pensaba así, eraporque desconocía el alcance desus sentimientos hacia ella.Martina no sabía cuánto la amaba,no sabía hasta qué punto.

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***

Acudió directo al apartamento deMartina. Ella le franqueó lapuerta, ocupada en no olvidarnada para su viaje y con elequipaje a medio hacer. Dijo quetenía intención de marchar unosdías con su abuelo, pero nomostró emoción alguna cuando élle contó que precisamenteacababa de llegar de Sicilia.

—¿Por qué no me lo contastetodo?

Trató de abrazarla pero ella

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lo rechazó. No hizo falta que leexplicara a qué se refería ni quiénse lo había revelado.

—¿Para qué? ¿Qué te importaa ti? Si piensas que como madrenunca daría la talla.

—Eso no es cierto.—¿Qué te ha hecho cambiar

de opinión? ¿Ahora te doy pena yhas venido a contarme un cuentode hadas para que me sientamejor?

Sin esperar respuesta, apretólos labios y se entretuvo enguardar algunas prendas en lamaleta del montoncillo de ropa

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doblada que había sobre la mesa.—¿Quieres que hablemos

cuando vuelvas de Trapani? —Ella continuó con lo que estabahaciendo sin responder a supregunta—. No es necesario parira un hijo para quererlo. —AñadióMassimo.

—¡Ya lo sé! No es algo quetengas que recordarme. Puede quealgún día esté preparada pararecurrir a la adopción o a laacogida temporal. He pensado enello —reconoció, e hizo unapausa antes de continuar—:Puede que más adelante. Hoy por

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hoy necesito centrarme en valorarvarias ofertas laborales y enescoger la que más me convenga.

—Y yo necesito que meperdones. Sé que no es excusapero aquel día pagaste tú toda larabia que llevaba dentro porqueAda acababa de decirme que semarcha a vivir a Abu Dabi con sunueva pareja. Por supuesto, selleva a Iris.

Por primera vez, Martina lomiró a los ojos.

—¿Por qué no me lo dijiste?¿Y eres tú el que me acusa deguardarme secretos?

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—Intenté hacerlo aquellanoche, aquí mismo. —Le recordó,señalando a su alrededor—. Perotú te negaste a escucharme.

Martina calló. Era absurdoreplicar porque Massimo decía laverdad.

—Yo… yo lo siento deverdad. Y Ada, ¿cuándo decidiómudarse? No entiendo que hagaalgo tan drástico de hoy paramañana.

Massimo se guardó suopinión.

—Veo que el cariño de mihija se me escapa y que no puedo

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hacer nada por evitarlo. Pero Iriscrecerá y algún día será libre dedecidir si quiere pasar mástiempo conmigo. —Reflexionó—.Prefiero no hablar de ello.Necesito vivir el día a día y notorturarme pensando en lo lejosque está.

Martina desvió la mirada, losentía de verdad. Massimocontinuó antes de que volviera ala desabrida actitud de hacía unmomento.

—Cuando te ofendí deaquella manera no conocía elalcance de mis palabras —

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explicó—. Si yo hubiese sabidoel daño que te hacía, jamás lashabría pronunciado. Ojaláhubiera sabido entonces todo loque sé.

—Si has venido a hacermereproches por no habértelocontado, ya puedes marcharte pordonde has venido.

—Martina, déjalo ya. Nocometas el mismo error que yo.No conviertas tu dolor en unarma. Yo lo hice y mira lasconsecuencias. Simplemente teestoy preguntando por qué.¿Pensaste que te querría menos

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por eso? No te lo reprocho, encualquier caso, soy yo quien hafracasado al no ganarme tuconfianza.

—¿Has acabado?—No, todavía no. Déjame

terminar y no volverás a oírme.—Pidió cogiéndole las dosmanos—. Estoy orgulloso de ti,Martina. Enzo me contó quesuperaste el examen concalificaciones excelentes y mehabría gustado compartir contigoesa alegría. También me habríagustado ser tu apoyo cuando lopasabas mal, aunque dudo que me

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creas. Persigue tu sueño, mipequeña luchadora. El futuro esuna página en blanco que está porescribir, yo sé que con tu tesón lallenarás de éxitos.

A Martina se le escapó unalágrima, pero antes de queMassimo llegara a rozarle lamejilla, ella se la secó con eldorso de la mano.

—No llores, ven aquí. —Rogó abrazándola con fuerza.

—Llevo años aguantándomelas lágrimas. —Sollozó con elrostro apoyado en su hombro.

Massimo la besó en la sien y

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apoyó la barbilla en su cabeza.—Perdóname por no haber

sabido hacerte feliz —murmuró—. Prefiero saber que sonríeslejos de mí que verte llorar a milado.

***

«No soy un hombre sin alma. Soyhumano, como cualquiera». Elcaza esperaba ya en cabeza depista en posición de despegue y elcapitan Tizzi se recordó a sí

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mismo que era un soldadoadiestrado para dejar el corazónen tierra y, con él, lospensamientos oscuros que lerestaban concentración. Tenía eldeber de pilotar con el cerebro,temple firme y los sentidos alertapara no cometer el más mínimofallo que pusiera en riesgo suvida y la de otros. Recibió lasúltimas instrucciones mientras secolocaba la máscara de oxígeno yel casco. Ascendió hasta lacabina del Eurofighter Typhoon ypulsó el cierre de la cubierta decristal. Le habían encomendado la

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misión de escoltar un Hérculescargado de víveres, medicinas ymaterial médico hasta Filipinas.Su misión era asegurar la llegadade un soplo de esperanza a lasvíctimas del tifón, que todo lohabían perdido.

A él solo le quedaba su valory las ganas de volar.

Asió los mandos del cazapara acomodar los guantes a lavez que encendía los motores. Setocó el bolsillo del mono dondeguardaba el paquete de M & M’sde Martina que lo acompañaba encada vuelo y alzó el dedo pulgar

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mirando al personal de tierra.Aceleró por la pista y despegórumbo a las estrellas.

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26 - Buenos días,tristeza

Después de un largo paseo,Martina se había sentado en unbanco del parque de VillaMercedes, enfrente de la casita decuento convertida en biblioteca.

Llevaba horas dándolevueltas a lo sucedido entre ella yMassimo desde el día queabandonó su casa dispuesta a noverlo más. Era lo bastante honestapara reconocer que no estuvo a laaltura. Se dejó llevar por el

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rencor y cerró los ojos a larealidad que entonces sacudía aMassimo. Enfrascada en lamersesus propias heridas, le dio laespalda cuando más lanecesitaba. Massimo apostó porel amor, por ella, y a cambioperdía a Iris. Le remordió pensarque, por su propia actitud, lashabía perdido a las dos.

No sintió remordimientoalguno, en cambio, por un hechoque Massimo desconocía. Unanoche, mientras él se duchaba,cogió su teléfono sin permiso yanotó el número de Ada Marini.

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Entonces tenía la esperanza deconversar tranquilamente algúndía con ella, aunque Massimo sepusiera furioso, por mucho quepretendiera mantenerla al margen.Allí sentada en el parque, con elmóvil en la mano, se alegró dehaber hecho algo tan feo a susespaldas, porque ese día acababade llegar.

—Martina Falcone, ¿sabesquién soy? —dijo a bote prontoen cuanto escuchó su voz al otrolado de la línea.

—Sí lo sé. ¿Le ocurre algo aMassimo? ¿Ha sido él quien te ha

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dado mi número?Martina no respondió porque

no venía al caso. Tenía que serbreve e ir al grano, porque el tonodesabrido de Ada indicaba que leiba a colgar el teléfono de unmomento a otro.

—Solo quería decirte que yoya no soy un estorbo. Ya no esnecesario que te lleves a Irislejos de su padre.

—¿Pero tú que te has creído?—Le espetó enfurecida—. ¿Quéos habéis creído los dos? ¡Comosi yo tuviera que decidir mi vidapensando en él! ¿Tan importante

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se cree? Pues dile de mi parte queno lo es. Y dile también que estáenfermo de soberbia y es unretorcido si cree que me voy acon Renzo a Dubái como unaespecie de revancha.

—Si te he molestado…—Me importa muy poco si

está contigo o con una pájaradistinta cada día. Nada, para sertefranca. Yo tengo a Renzo, unhombre maravilloso, que meadora, ¡qué me regalaría la lunaatada con un cordel si yo se lopidiera! Y vale mil veces más queMassimo Tizzi.

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Martina improvisó una parcadisculpa antes de colgar. Suintento conciliador no habíaservido de nada, él ya se loadvirtió. Guardó el teléfono tristey asumiendo la realidad. Ellahabía sufrido mucho en lasúltimas semanas pero, de los dos,Massimo era el gran perdedor.

***

Un día después, Martina viajó aSicilia. El abuelo Giuseppe,

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viéndola tan afligida, dejó quesacara toda la pena que llevabadentro. Martina lloró durante unbuen rato, sentada a su lado en elsofá del viejo comedor, con lacabeza apoyada en su regazo. Lepuso un pañuelo en la mano yrespetó su llanto hasta que la viomás tranquila.

—Cuéntame, niña mía. —Lainvitó acariciándole el pelo—.¿Qué es eso tan terrible que teroba la alegría?

—No quiero volver a cometermás errores. Tomo decisiones queluego me pesan demasiado.

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—Todos nos equivocamos.Unos más, otros menos. —Lerecordó—. Hay quien se los callay los valientes lo reconocen envoz alta, como tú acabas de hacer.Ese es un acierto.

—De los errores solo heaprendido que siempre regresanpara enturbiar el presente. ¿Porqué no fuiste más severoconmigo?

El abuelo suspiró ante unhecho para el que no habíaremedio. Siempre supo que algúndía su nieta le reprocharía a élsus propias faltas.

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—Porque entonces tú no mehacías caso. Pero dejemos deremover agua pasada, ¿qué hasucedido para que regreses a casaen busca de consuelo?

—Fingí una frialdad que nosiento. Me creí fuerte y no lo soy—reconoció.

—Sí lo eres.—Aparenté indiferencia y me

arrepiento. No hago nada bien.—¿No eres tonta, verdad? No

me decepciones respondiendoque sí. El peor error que puedescometer es permitir que pesenmás en la balanza los errores que

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los aciertos. Haz una lista de lasdecisiones atinadas y siénteteorgullosa de ti misma. ¿Hasdecidido qué empleo aceptarás delos que te han ofrecido?

Martina movió la cabeza conun gesto afirmativo y le reveló sudecisión de aceptar una beca decolaboración en una ciudadpequeña al sur de la Toscana.

—Estaré lejos y sola, comosiempre. —Concluyó sin poderevitar de nuevo las lágrimas.

—No lo estás. Me tienes a mí.Distancia no significa soledad. —Argumentó.

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—Solo quedamos tú y yo.—¿Has olvidado que la

abuela y tus padres cuidan denosotros desde allí arriba?

—A veces pienso que nos hanolvidado.

El abuelo sonrió convencido.—Esa clase de amor no se

olvida, se lo llevaron con ellos—dijo señalando el techo. Nuncahan dejado de quererte y yo,algún día, me reuniré con tuabuela y con mi hijo. También tequerré desde allí.

—¡No digas eso! —Lo riñó.Giuseppe le acarició el

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hombro.—Tu tristeza y tu soledad

tienen que ver con el capitanTizzi. —Martina respondió conun suspiro hondo—. Vino averme. Le conté toda la verdad,cosa que debiste hacer tú.

—Un error más que añadir ami lista.

—Deja de lamentarte o meenfadaré. —Ordenó, obligándolaa incorporarse para poder hablarcara a cara—. Has escogido quéquieres hacer a partir de ahora.Pues hazlo y manda callar a tuconciencia. Deja que te arrastre

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el viento y vuela hacia el cieloinfinito, ¿te acuerdas de lacanción?

Martina se sabía la letra dememoria de tanto escucharla.Volare siempre le recordaba aMassimo. Se preguntó si suabuelo, sin decirlo a las claras, leestaba hablando de él.

—Lo haré si lo haces tú. —Pidió—. No quiero volver asufrir si te pones enfermo.

—Una angina no es un ataquecardiaco, solo lo parece. Estoysano y fuerte como un olivomilenario.

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Martina le lanzó una miradasevera para que se dejara deexcusas.

—Júrame que vendrás a pasarlargas temporadas conmigo y yote prometo venir a Trapani apasar todos los veranos a partirde ahora.

El abuelo le cogió lasmejillas entre las manosarrugadas por la edad.

—A un hombre de ley le bastacon su palabra, pero por ti soycapaz de jurar. En la Toscana, enRoma, donde quiera que vayas metendrás a menudo hasta que te

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canses de oírme refunfuñar portodo.

Martina sonrió dudosa.—Me has dado tu palabra.—La tienes —confirmó con

rotunda solemnidad.—Pero antes te cansarás tú

que yo. En cuanto eches de menostu isla.

El abuelo rio con ganas.—Eso es verdad.

***

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Mientras Martina se debatía consu propio corazón, mil setecientoskilómetros al norte de Trapani, enLombardía, Massimo asumía porfuerza esa absurda paradoja quealgunos llaman destino. Horasdespués de la terrible noticia, aúnse hallaba embotado por laincredulidad. La madre de su hijahabía muerto.

Cuando Carina lo llamó parainformarle de que Ada y Renzohabían fallecido en un accidentede circulación, voló sin perder unminuto a Milán para recoger aIris. Estaba confuso; aliviado y

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afligido a la par. Porque a laalegría de saber que su hija noiba en el coche con ellos y queestaba viva, se sumaba la tristezade asumir que Iris había perdidoa su madre. ¡Era tan pequeña! Noera justo que la vida le hubieraconcedido un año con ella. Unaño nada más para disfrutar de suamor.

En el avión solo pensaba enlas paradojas que nos depara eldestino. Jamás deseó que lesucediera a Ada nada malo; apesar de todos los desencuentrosy de su insufrible relación. Pero

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la realidad era la que era: el azarle regalaba aquello que creyóperdido. Una muerte había dado asu vida un vuelco radical. Apartir de entonces tendría a Iris,la vería crecer, sin discusiones nimalas caras, sin tener que dar másexplicaciones ni someterse adecisiones caprichosas. Latranquilidad tenía un preciodemasiado alto: su hija se habíaquedado huérfana de madre.

Ya en Milán, en casa deCarina, esta le explicó lospormenores del accidenteocurrido en Bolzano. No entendía

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la distante relación familiar delos Marini. Mientras escuchaba ala única hermana de Ada, sumelliza, se preguntaba con tristedecepción por qué no lo avisaronpara el funeral. Por encima de losmalos momentos, a Ada y a él losunía una hija en común.

Massimo dio un vistazo dereconocimiento a la casa. Un pisoantiguo en el centro del quehabían derribado casi todas lasparedes. Pensó que el ambientecarente de calor era el quereflejaba a la perfección elhieratismo de su dueña. Aquella

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decoración minimalista en blancoy acero daba escalofríos.

—La culpa fue de ellos. —Continuó Carina con el relato—.Ya sabes cómo son esascarreteras de montaña. Loscarabinieri dijeron que ibandemasiado rápido. Prefiero norecordar, fue todo muydesagradable.

¿Desagradable acababa dedecir cuando no hacía ni dos díasque había incinerado a suhermana? Massimo no dabacrédito, ni a sus palabras ni a susojos secos impecablemente

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maquillados.—Tu hija estaba en el hotel

con una canguro, fue una suerte.—Sí lo fue —dijo Massimo,

estrechando con cuidado a Irisque se había quedado dormida ensus brazos.

—Fue la familia de Renzo laque me localizó. —Narró con unsuspiro, más que de tristeza, deaceptación—. Aún no entiendocómo. Ya sabes que mi hermana yyo nunca nos llevamos bien. Laúltima vez que nos vimos fuecuando nació la niña.

Massimo recordaba su rápida

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visita al hospital para cumplircon el expediente y laincomodidad entre las hermanas.Nunca entendió que una rivalidadprofesional entre modelosestuviera por encima del afecto.

—Dejé mis compromisos yme hice cargo de tu hija hasta quetú llegaras, ¿qué otra cosa podíahacer?

Lo dijo con tal desapego queMassimo agradeció que la niñatuviera un año y no se enterara denada. Él había visto bondad enAda; con él podía mostrarseimplacable e incluso cruel, pero a

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Iris le profesaba un amor infinito.En cambio, en aquella mujer tanparecida físicamente a la madrede su hija, solo veía una bellezadistante. Y aunque no le incumbía,fue incapaz de callar.

—¿Vino tu padre al funeral?—Cuando lo llamé, cogió el

primer avión desde Nueva York.Aunque Ada y él no se hablaban,vino a despedirla. Y conoció aIris —aquella diosa de hielo, porprimera vez sonrió al mirar a laniña—. Dijo que se parece anuestra madre y tiene razón.

—¿Ya habéis decidido que

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haréis con las cosas de Ada? Merefiero al piso de Roma.

—Tendré que ir algún día. —Meditó con un gesto de fastidioque incomodó a Massimo—. ¿Porqué lo preguntas?

—Si no te importa, megustaría que Iris tuviera algunasfotografías de la familia de sumadre. Algún recuerdo de ella.

—Dame tu e-mail y escanearéalgunas. Yo conservo fotos demamá. Era muy guapa, ¿sabes? Silas encuentro, te enviaré tambiénalguna de nosotras con mispadres, cuando éramos pequeñas.

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Procurando no despertar aIris, sacó una tarjeta de la carteray se la tendió a Carina.

—Ahí está mi dirección decorreo electrónico y la de mi casade Roma. Tienes mi teléfonotambién.

Carina la dejó sobre la mesa,sin demasiado interés.

—Cuando vaya a Roma, ya tellamaré para darte las joyas de mihermana, imagino que estarán ensu casa. Qué menos que tu hija lastenga —dijo con un matiz que,voluntario o no, sonó avariento—. Y cuando Iris crezca, estaría

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bien que me enviara unafelicitación por Navidad.

Un puñado de alhajas y, detarde en tarde, una postal. Nadade visitas, ni mención de volver averla por parte de su tía o de eseabuelo al que él no conocía yhabía visto a su nieta solo unavez. Eso era todo el interés queIris podía esperar de su familiamaterna, asumió Massimo conamargo desánimo.

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27 - El cielopuede esperar

Martina fue hasta el Trasteverepara despedirse de Enzo y Ritaantes de marcharse de Roma.Después de mucho pensarlo,había decidido aceptar la ofertade Grossetto. En un semana debíaincorporarse como becaria paratrabajar en el área de losServicios sociales de lalocalidad. Según le habíanasegurado, durante un año pasaríapor todos los departamentos,

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desde tercera edad, a familia ymenores con riesgo de exclusiónsocial. No le aseguraron nada enfirme, pero el responsable deárea le dio a entender que existíanaltas posibilidades deincorporarse a la plantilla comopersonal contratado, una vezacabado su período de prácticas.

No fue ese el único motivo deelegir Grossetto. Martina queríaalejarse de Roma y en el sur de laToscana sentía más cercanos a losTizzi, una familia extraordinariaque la había acogido con losbrazos abiertos. Villa Tizzi era el

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lugar donde tanto afecto habíarecibido y Martina les tenía unenorme cariño. Saber que lostenía cerca le infundía seguridaden este nuevo vuelo en solitario.

Se alarmó cuando Rita abrióla puerta del estudio. Estabarecién casada, se suponía quedebía disfrutar de los días másfelices de su existencia, y encambio, la recibió llorando.

Martina la abrazó y Rita serecompuso, secándose los ojos.

—Pasa, por favor. —Lainvitó, después de darle dosbesos—. Acabo de hablar por

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teléfono con mi madre y miracómo hemos acabado las dos.

A Martina la inquietó laposibilidad de que algo gravehubiera ocurrido en Civitella.

—¿Ha pasado algo malo?Rita, estoy empezando aasustarme.

Con los ojos de nuevo llenosde lágrimas, esta le indicó que laacompañara hasta el sofá y, unavez sentadas las dos, le confesóel motivo de su pesar.

—Massimo ha vuelto a casacon la niña. No sé si has habladocon él…

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—No.—Entonces, creo que aún no

sabes lo de Ada. —Conjeturó,mirando a Martina que laescuchaba sin despegar los labios—. Murió. Un accidente detráfico en Bolzano. Ella y elhombre que conducía el cochefallecieron en el acto. Es un golpeterrible.

La noticia dejó a Martina conla boca seca. Se pasó la mano sinpensarlo por el antebrazo porquetenía la piel de gallina. Habíahablado con aquella mujer hacíaapenas unos días y ahora estaba

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muerta.—¿Cuándo ocurrió? —

murmuró, apenas le salía la voz.—Cuando te marchaste a

Sicilia a pasar unos días a casade tu abuelo.

Rita le explicó la maraña desentimientos contradictorios enque se debatía toda la familia.Ninguno de ellos le tenía a Ada lamenor simpatía, pero no ledeseaban mal alguno. Y todossentían su muerte por la pequeñaIris que, de un modo taninesperado y terrible, acababa dequedarse huérfana de madre.

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—No voy a fingir, ahora queestá muerta, un afecto que nosentía por ella. —Se sinceró Rita—. No soy tan hipócrita. Pero Irises tan pequeña. —Gimiócerrando los ojos—, es injustoque tenga que crecer sin unamadre. Nadie mejor que tú sabelo que eso supone.

Martina se miró las manos,pensativa. Alargó la derecha paracoger la de Rita e infundirleánimos.

—Es injusto y cruel, pero Iristiene un padre que la quiere contodo su corazón. Nunca le faltará

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su cariño.Rita tuvo que volver a usar el

pañuelo, porque de nuevo laslágrimas le inundaron los ojos.

—Ese era el motivo de lallamada de mi madre. —Aclarócon tristeza—. Massimo ha vueltoa casa con la niña. Quierededicarle toda su atención,volcarse en su hija ahora que sololo tiene a él.

—Es un padre excelente, noesperaba otra cosa de él.

—Martina, ¿tú crees que mihermano puede compaginar todoel tiempo de atención que

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requiere una niña tan pequeña conun trabajo como el suyo?

—Hay muchas maneras, ytodos vosotros estáis ahí paraecharle una mano.

—Eso por descontado —reconoció—. Pero Massimo noquiere dejar la responsabilidadde criarla en manos de otros.

Martina pensó en sus propiospadres, que la quisieron conlocura pero siempre asumieron sulabor humanitaria como prioridadantes que sus obligaciones conella. Durante la infancia no sintiótanto su ausencia, pero ahora que

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era una mujer adulta sabía quehay veces que el amor no basta.

—Mi madre se ha echado allorar al decirme que mi hermanoestá decidido a dejar el ejército.

Las palabras de Ritaprovocaron en Martina unaterrible sensación de angustia.Massimo iba a renunciar a sumayor pasión, lo que más feliz lehacía en el mundo por elbienestar de su hija.

—¿Va a renunciar a algo porlo que lleva toda la vidaluchando? ¡No puede hacer eso!

—Sí puede. —Contradijo

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Rita—. Los militares de cuerposde élite aceptan un compromisode permanencia en el ejército dedoce años. Y en el caso de mihermano, ese plazo está a puntode cumplir.

—Las decisiones en calienteno son buenas, Rita. Lo conozco ysé que se arrepentirá. —Argumentó, aunque le habríagustado tener a Massimo delantepara que la escuchara—. Ademásde dinero, ¿qué beneficios creesque le traerá dedicarse a laaviación civil? ¿Crees que tendrámás tiempo para su hija? Seguirá

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teniendo que ausentarse de casacontinuamente.

Rita cabeceó, abrumada.—No lo sé, Martina. El

tiempo dirá.

***

Martina no lo pensó dos veces.Una hora después, se hallaba decamino al Valle del Chiana. Tuvopor delante dos horas largas decarretera en las que no hizo otracosa que pensar en el modo de

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convencer a Massimo para que notirara por la borda su carreramilitar. Había muchas maneras deconciliar su responsabilidadcomo padre con la aviación yestaba dispuesta a hacerle ver quemiles de personas criaban a sushijos en condiciones mucho máscomplicadas que las suyas,obligados por la necesidad, lascarencias económicas e infinidadde problemas graves. Durante susprácticas como asistente social,había conocido casos derelaciones familiares conflictivascon ambos progenitores en el

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hogar, y otros muchos en los quela ausencia paterna no implicabadesatención ni carencias afectivaspara los hijos.

Y la más importante decisiónque tomó durante aquel recorridoen solitario, tras reconocer ante símisma que le había fallado noestando a su lado cuando más lanecesitaba, fue jurarse firmementeque durante el resto de su vida nolo volvería a abandonar.

Al llegar a Civitella, lossaludos alegres de lostrabajadores de la hacienda queencontró al pasar entre los

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vallados, contrastaban con latristeza disimulada que serespiraba en el interior de lacasa. A Martina le dolió ver aBeatrice y a Etore tanpreocupados; ni el afecto quemostraron al verla allí deimproviso pudo disimular lainquietud que reflejaban los ojosde ambos. Iris se le echó a losbrazos en cuanto la vio, Martinala achuchó y besuqueó conmuchísimas ganas. Su alegríainocente era lo único en aquellacasa que no parecía empañadapor algún amargo pensamiento.

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Iris devolvió a la niña a losbrazos de su abuela y por ellasupo dónde encontrar a Massimo.Rodeó la casa y caminó por elsendero que conducía hacia elbosque. Desde lejos lo vio,sentado a la sombra de un ciprésen la linde entre dos prados.Tenía un libro abierto en elregazo y la mirada perdida en esetapiz verde salpicado de manchasblancas que, a esa distancia,semejaba en el ganado quepastaba bajo el sol.

Cuando la vio llegar,Massimo la invitó a sentarse a su

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lado.—Necesitaba un respiro —le

explicó cerrando el libro paradejarlo sobre la hierba—. Quieroa Iris con locura, pero una niñapequeña agota a cualquiera.

Más que el cansancio propiode seguir el ritmo de un bebé,Martina intuyó que era lasituación la que lo superaba y quepor eso había ido hasta allí enbusca de silencio y de paz.

—Rita me contó lo de Ada.Massimo cogió una ramita

con la que trazó unos cuantosgarabatos en la tierra y luego la

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lanzó a lo lejos.—Yo nunca quise esto. —

Confesó—. Reconozco que Adafue la peor complicación de mivida y que nos llevábamos amatar. Pero nunca le deseé nadamalo.

—Eso lo sabemos todos,Massimo. No tiene queremorderte.

Él insistió, con gesto dedolor.

—Luché por ver crecer a mihija, pero nunca quise que fuerade esta manera.

—No puedes devolverle a su

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madre. Quiérela, es lo mejor quepuedes hacer por ella.

—Ahora yo la tendré siempre.Y ella a cambio se ha perdido asu madre. Ada podía ser mejor opeor persona, pero quería a suhija —reconoció con dolor—.Me consta que la quería.

—Me duele verte así.Massimo giró la cabeza y la

miró de frente.—¿Has venido para darme

palmaditas en la espalda? Nomerece la pena recorrer más dedoscientos kilómetros para eso.

—Si fuera al revés, tú habrías

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recorrido medio mundo para estarconmigo.

Él sonrió al ver que loconocía mejor de lo que suponía.

—Yo no tiro millas porcarretera en un Seiscientos quetiene más años que yo.

Martina aprovechó esa levefisura en su actitud defensiva parahacerse escuchar. Lo miró muyseria porque había conducidodesde Roma para abrirle los ojosy hacer cuanto estuviera en sumano para impedir que Massimotomara una decisión equivocadaque iba a pesarle toda la vida.

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—No puedes renunciar a tumayor pasión, has consagradoaños a ser lo que eres. Noabandones ahora.

Massimo hizo una mueca.—Debo hacerlo.—Me niego a que lo hagas.—Ahora que voy a dejar la

disciplina militar, resulta quetengo que acatar tus órdenes.

—No uses la ironía conmigo.—Lo detuvo para que nocontinuara por un camino que nollevaba a ninguna parte—. Lo quepara ti son órdenes, yo los llamoconsejos.

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—Tampoco te los he pedido.—Avisó igual de tajante; se pasólas manos por el pelo y respiróhondo—. Martina, gracias porvenir, pero será mejor que medejes solo antes de que uno de losdos empiece a decir cosas de lasque nos arrepentiremos, comosiempre nos pasa, cuando seademasiado tarde.

—Tienes razón en eso. Y sí,me habría gustado mostrar otraactitud cuando viniste a verme.Pero estaba dolida, muy dolida.

Él cabeceó al recordar, conuna expresión en la cara que tanto

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tenía de incredulidad como decansancio.

—Te hirieron unas palabrasfruto de la ira. Hasta el punto dedesaparecer, de no responder amis llamadas ni de no contarme loque le sucedía a tu abuelo. De noquererme a tu lado el día de tugraduación. —Reprochó—. A mítambién hay cosas que me handolido y me las he callado.

—No lo hagas.Ella estaba arrepentida de

haber callado algo crucial quedebió contarle.

—Muy bien —Massimo se

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cruzó de brazos y continuó singanas de guardarse nada dentro—. Nunca escuchas. Te encierrasen tu dolor y los sentimientos delos demás dejan de contar para ti.Yo quise hablar contigo, intentéexplicarte algo que, de tanevidente, cae por su propio peso.Intenté hacerte ver la diferenciaentre las palabras que son frutode un mal momento y las que sedicen con saña, con ganas dehacer daño. ¿Y qué hiciste tú esanoche? Demostrarme quefollamos de maravilla y nadamás.

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Martina le cogió la mano,porque todo cuanto acababa dedecir era cierto, por muydesagradable que resultara de oír.Y no le importó que sedesahogara lanzándole lasverdades a la cara.

—Lo sé, Massimo. Y sé queno debí atacarte con miindiferencia —reconoció conhumildad—. Quise que lo pasarastan mal como yo lo estabapasando por aquello que dijistesobre mi incapacidad para sermadre.

—Te repito que…

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Martina le puso dos dedos enlos labios para impedirlecontinuar. No quería disculpaspuesto que no hubo intención deofensa por parte de él.

—He pensado mucho ennosotros y tienes razón, no quierovolver a usar mi dolor comoarma. Déjame estar contigo parasiempre.

Massimo tensó la mandíbula.—Ahora que Ada ya no está

para complicarme la vida,¿verdad? Cuando todo era negro ydifícil, me diste la espalda. Untipo demasiado problemático

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para ti. Y cuando Iris iba amarcharse lejos, qué curioso,averiguaste que estabas mejorsola que conmigo. Pero todo hacambiado de repente y el canallacruel ya no tiene una tercera endiscordia. Y además está su hija.—Detalló con inclemencia—.Una niña muy pequeña sin unamadre que siempre te relegaría aser la segunda en su corazón. ¿SiIris no existiera, estarías aquí?

Martina apoyó la cabeza en suhombro.

—Tarde o temprano habríavuelto contigo porque no puedo

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renunciar a ti. No puedo cambiarlo sucedido ni dar marcha atrás—reconoció—. Ya sabía quedirías algo parecido porquesiempre piensas lo peor de mí.Siempre, y pese a ello te quiero.

Massimo bajó la cabeza, enun mudo gesto de disculpa.Estaba frustrado y hundido, peroMartina tenía razón, siempre lapagaba con ella.

—Adoro a Iris, Massimo. —Siguió, sin ofenderse por ladureza de sus reproches—. Nome quites la posibilidad dequererla y verla crecer. Quiero

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tanto a esa niña que incluso measusta.

Él le rodeó los hombros y laatrajo para darle un beso en lamejilla al notar que se lequebraba la voz. La niña tambiénla adoraba. Se sentía un canalla alrobarle a Martina el cariño de laniña, porque no imaginaba unamadre mejor para su hija.

—¿Crees que no lo sé? —dijocon los labios sobre su pelo—.Pero resulta que yo también voyen el pack. Quiero ir en el mismolote, ¿comprendes? No meconformo con compañía y sexo,

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necesito más que eso.Ella le cogió la barbilla para

que la mirara a los ojos.—Massimo, sabes que mi

amor lo tienes.—¡Confianza! —Barbotó con

los dientes apretados—. Eso es loque quiero de ti. ¿De qué sirvetanto amor si desconfías delhombre que amas? Yo nunca te heocultado nada, Martina. Desde elprimer momento me abrí a ti y teconfié mis problemas con Ada,mis miedos, la tensión que meagobiaba solo de pensar quepodía perder a mi hija. En

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cambio, yo tuve que enterarme delo que te ocurrió por tu abuelo.¿Por qué no me lo contaste?

—Tenía miedo.—¿Miedo a que te rechazara?

Yo me enamoré de una mujer, node una hembra de cría —Massimo calló de repente porquehasta a él le sonó insultante—.Perdóname, Martina, sientohaberlo dicho de un modo tancrudo. Pero si confiaras en mí,sabrías que te amo tal como eres.

Ella se llevó la mano deMassimo a la boca y le besó lapalma.

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—¿Quieres que te diga laverdad?

—Por favor.—Me daba miedo pensar que

nunca compartiremos laexperiencia de ver nacer a un hijotuyo y mío, nunca podremoscompartir la ilusión de la esperapor ver su cara y darle el primerbeso y mirarnos diciendo,«Míralo, es nuestro hijo, lohemos conseguido».

—A mí me importas tú másque cumplir ese deseo. Siento quetú no lo veas así.

—No he venido en un buen

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momento, ¿verdad? —Asumió,viendo la decepción en su cara.

—No lo es, no —confirmó—.Me siento como si el viento meempujara en dirección contraria.Todo ha cambiado de un día paraotro por algo tan trágico… Perodebo tirar adelante con todas misfuerzas. Por mi hija, aunque mifuturo sea tan confuso que no sé adónde me va a llevar.

—Yo quiero compartir esefuturo contigo, por incierto quesea. Quiero ayudarte a criar a tuhija; déjame darle todo mi amor,sin suplantar a su madre. Yo la

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enseñaré a mirar las estrellastodas las noches y, antes dedormir, le señalaré la másbrillante para que sepa que tienea su mamá en el cielo, y en latierra nos tiene a ti y a mí paravelar por ella.

A Massimo se le hizo un nudoen la garganta. Se negó a oírlasuplicar, no era lo que pretendía.

—Y nadie lo haría mejor quetú —reconoció acariciándole lamejilla—. Pero ¿qué hay de mí?No estoy seguro de querercompartir ese futuro con unamujer que dice amarme y, en los

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malos momentos, huye de milado. Me dejaste solo cuando máste necesitaba, Martina.

Ella bajó la cabeza. Durantelos días que pasó en Siciliareflexionó mucho y estaba deacuerdo, cegada por su propiodolor no supo ver que Massimose consumía de impotenciaporque Ada estaba decidida allevarse a Iris a vivir a otro país.

Martina estaba harta delamentarse por el pasado. Habíadecidido encarar cada nuevo díacon ilusión y ganas de ser feliz;que Massimo lo hiciera también,

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era cuestión de tiempo. Le dio unbeso en la mejilla y se levantó.

—Tengo que marcharme. —Anunció—. Pero te aseguro quevolveré.

—Mientras no aprendas aperdonarte a ti misma, no seráscapaz de perdonarme —dijomientras ella se sacudía la falda.

Martina se incorporó y lomiró convencida.

—No tengo nada queperdonarme, ni tampoco nada queperdonarte a ti.

—Te lo diré de otra manera.—Aceptó con gesto meditativo—.

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Mientras no te aceptes tal comoeres, no serás capaz de aceptarmecomo soy. Por mucho que lointente, no siempre diré lapalabra adecuada ni reaccionaréde la forma más justa.

—No me importa, yo tampocosoy perfecta. Nadie lo es.

Massimo sacudió la cabeza,con renuente insistencia.

—Regresa a Roma, Martina.Dedícate a ese nuevo trabajo, queestoy seguro que harás muy bien,y el día que seas capaz demirarme sin rencor en tu corazónsi vuelvo a equivocarme, ya

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sabes que aquí, en la Toscana teespero.

No albergaba resentimientoalguno, pero Martina prefirió noinsistir. En esos momento tanconfusos, Massimo no era capazde darse cuenta. Ni ánimos teníade levantarse del suelo paradespedirla.

—Voy a decir adiós a tuspadres. —Anunció;acuclillándose al lado deMassimo—. ¿No vas a darme unbeso y desearme buen viaje?

Massimo la cogió por la nucay la acercó a su boca. Se besaron

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con ternura. Massimo cerró losojos y apoyó la frente en la deMartina, agonizando por dentrode saber que, por propiadecisión, corría el peligro de novolver a verla.

—Acuérdate de parar en cadaárea de servicio, ¿me oyes? ElSeiscientos no es un Ferrari.Vigila la aguja que el radiador secalienta enseguida.

Martina se enderezó de nuevoy lo miró con una sonrisa dedespedida plena de confianza.Toda la que Massimo habíaperdido, a ella le sobraba. Tenía

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fe en ellos dos y en el futuro queles esperaba.

—Pararé muchas veces, te loprometo. Pero no te preocupesque si mi cochecito rosa me hatraído desde Roma hasta aquí,también será capaz de llevarmehasta Grossetto.

Massimo apenas prestóatención a sus últimas palabrasacerca de pagar el alquiler delpiso y la fianza antes de mudarse.La vio alejarse por el sendero.Absorto en las zapatillas deMartina, dos manchas blancas quese fundían poco a poco en el

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azulón de las matas de lavanda,no dejaba de repetirse unapalabra. «Grossetto».

Había dicho Grossetto. A élen ningún momento se le pasó porla cabeza que Martina pudieraescoger un empleo lejos deRoma. Se preguntó si era ese ellugar donde la esperaba su nuevotrabajo y se preguntó tambiénporque no le había hablado deello. En cualquier caso, Ritadebía saberlo. Tenía que llamarlapara confirmar lo que creía haberentendido. Se cogió la cabeza conlas manos y apoyó la frente en las

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rodillas. Justo cuando habíatomado una decisión…

Le entraron ganas de reír yllorar a la vez, porque susposibilidades acababan de dar ungiro inesperado. Martina, leacababa de servir un futurodistinto en bandeja. Y ella nisiquiera lo sabía.

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28 - Esa cosallamada amor

Llevaba unas horas en Roma,cuando Massimo escuchó elmensaje por cuarta vez. Martinase lo había dejado en el buzón devoz del teléfono móvil esa mismamañana.

«Te pido por favor que noborres esta mensaje y que loescuches hasta el final. Confío entu palabra de que me esperarás,porque yo te necesito en mi vida yme niego a perderte. No me siento

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menos mujer porque mi vientresea estéril, pero quiero que medigas muchas veces que te vuelveloco mi pelo, cuánto te gusto, quebailo mejor que ninguna y lobonita que soy, porque me sientoúnica solo si me lo dices tú».

«Me niego a perder a Irisporque se ha metido en micorazón y no va a salir nunca deél. Y aunque no quierasreconocerlo, yo sé que tú tambiénme necesitas. Necesitas una mujerque sepa que no eres perfecto,que reconozca tus virtudes y tusdefectos, y que, por muchos

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errores que cometas, te quieracada día un poco más. Y esamujer soy yo. Te amo, mi héroeimperfecto. Aunque te equivoquesmil veces, te amaré siempre».

Llegado ese punto, Massimocerró los ojos.

—No sé si merezco que mequieras tanto —murmuró.

Y continuó escuchando la vozde Martina.

«Tal como me dijiste, heaprendido a quererme y pienso enmí hasta el punto de ser egoísta.Sí, Massimo, soy muy egoísta enlo que se refiere a ti. Te quiero a

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mi lado en lo bueno y en lo malo.Cuando esté triste, y tambiéncuando esté enfadada y cuandoesté contenta y cuando no tengaganas de hablar. Quiero despertarcada mañana y mirarme en el azulinfinito de tus ojos como un cielobordado de estrellas. Me da igualque suene empalagoso pero lo oíen una canción que cada vez quela escucho hace que me acuerdede ti, de un disco de vinilo delfestival de San Remo, que guardami abuelo de cuando mi padreaún no había nacido».

Por cuarta vez, Massimo

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volvió a sonreír al escuchar esaparte.

«Quiero una vida llena decolor, Massimo; verde como loscipreses, amarilla como losgirasoles, celeste, terracota,naranja luminoso, carmín y… Nome resigno a vivir en ese gris quelo nubla todo cuando no estoycontigo. Quiero darle a Iris todoel amor que daría a esos hijos quenunca podré tener. Quiero que medejes amarte sin distancias quenos separen. Quiero el amor de tufamilia, porque yo los quiero aellos y porque me lo merezco a

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cambio del que me ha faltadodurante muchos años. Tu padre tedecía que para volar no hacenfalta alas, son ganas lo que senecesita. A mí me sobran las alas,si te tengo conmigo. Para ser felizsolo necesito que esperes miregreso. He decidido dejarGrossetto cuando se me acabe labeca y buscar trabajo en Roma,cerca de ti y de Iris. Espérame enRoma. Quiero que volvamos a laToscana, muchas veces, siemprejuntos los tres, y que nunca dejesde llevarme de la mano hasta eselugar donde las hojas son de un

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centenar de colores y el vientosusurra mi nombre».

Después de un segundo desilencio, Massimo ya sabía queMartina diría, como eracostumbre en ella, la últimapalabra.

«Y ahora, ya puedes borrar elmensaje».

Pero no lo hizo. Pulsó lapantalla del móvil y se lo acercóa la oreja para escucharlo porquinta vez.

***

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Como Rita le había dicho queMassimo estaba en Roma paraultimar los detalles antes de dejarsu casa, Martina fue a verlo apesar de que se había jurado nohacerlo mientras no recibierarespuesta a su mensaje. Ella, porsu parte, también debía recoger lopoco que le quedaba en elapartamento antes de marchardefinitivamente a Grossetto. Enuna semana debía incorporarse asu puesto de trabajo y no queríaandar yendo y viniendo a Romacon viajes innecesarios.

Llegó a vía Regina

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Margherita, el cartel en el balcónque anunciaba el apartamento enalquiler, confirmó las peoressospechas de Martina: su mensajeno había causado efecto alguno enél y Massimo continuaba adelantecon su decisión de abandonar lasfuerzas aéreas. De no ser así, nodejaría el apartamento. Tocó eltimbre repetidas veces pero nohabía nadie en casa. Le mandó unWhatsApp preguntándole dondeestaba y un segundo despuésrecibía su respuesta diciéndoleque había bajado alsupermercado a hacer unas

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compras. No hizo falta que lediera la dirección, Martina dio lavuelta a la manzana y entró en elSuper Élite que ya conocía de lasemana que estuvo viviendo allíal cuidado de Iris.

Lo encontró en el pasillo delos pañales.

—¿Se puede saber qué estáshaciendo?

Él le levantó la barbilla y ledio un suave beso en los labios.

—Ya lo ves, de compras.¿Verdad, cosa bonita? —dijo a lapequeña que iba sentada dentrodel carro—. ¿A que es muy

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divertido llenar el carro conpapá?

En cuanto vio a Martina, Irislevantó los bracitos y se puso aparlotear para que la cogiera enbrazos. Ella la sacó de allí deinmediato y le besuqueó lamejilla con mucho ruido parahacerla reír. Massimo empujó elcarro pasillo adelante, Martina losiguió con la niña en brazos hastaque paró y se puso a remirar lospaquetes de pañales en laestantería.

—¿No escuchaste mimensaje?

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Massimo giró la cabeza y lamiró directamente a los ojos.

—¿Tú que crees?Ella le sostuvo la mirada sin

saber qué pensar. Pero él retornóla atención a los pañales y girócon un paquete distinto en cadamano.

—¿Estos o estos? No sécuales son mejores, me hago unlío con tantas marcas y tallas.

Martina cogió el que llevabaen la mano izquierda y lo lanzó alcarro, empezando a perder lapaciencia.

—He visto que tu apartamento

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se alquila. —Massimo norespondió—. Eso significa quevuelves a Civitella y que siguesempeñado en abandonar elejército.

—Deja de preocuparte tanto,que sé lo que me hago.

Iris jugueteaba con sus rizos yMartina tuvo que sujetarle lamanita porque le dio un estirón depelo. La pequeña estaba paracomérsela, Massimo la habíavestido con un conjunto en colormorado y blanco. Hasta llevabaunas diminutas zapatillasConverse a juego. Jamás habría

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imaginado que tuviera tantoacierto para vestirla. A Martina ledio la impresión de que Massimose las apañaba muy bien sin ella.

—No puedo evitarpreocuparme —murmurócaminando a su lado por elpasillo.

Massimo paró de nuevo ycogió dos paquetes de toallitashúmedas y los echó dentro delcarro.

—¿Sigues sin confiar en mí?—¡Claro que confío en ti!—¿Seguro?—Seguro.

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Aunque no estaba en absolutosegura de que Massimo estuvierahaciendo lo mejor para él.

—¿Y todavía me quieres?—Qué pregunta. —Protestó,

apoyando la cabeza en su hombro—. Pues claro que te quiero.

—Pues no te lo calles. —Exigió, besándole el nacimientodel pelo—. Por cierto, ya queestás aquí, ¿puedes quedarte unpar de horas con Iris? Tengo queacudir a la base sin falta.

***

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En Pratica di Mare, fue el coronelTafaro en persona, máximo oficialal mando, quien le dio la noticia.

—Conste que apoyé susolicitud porque el ejército hainvertido mucho dinero en suformación. —Advirtió,mostrándole en la mano la ordendel Estado Mayor de Aviaciónque aprobaba su cambio dedestino—. Lo prefiero en el4.º Escuadrón de Caza que en laaviación comercial.

Massimo lo escuchaba de pie.El coronel Tafaro, a cuyo mandollevaba años de servicio, se

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levantó de su sillón y rodeó elescritorio para entregarle eldocumento oficial.

—Mi coronel, sabe queexisten razones familiares que apunto han estado de obligarme arenunciar al uniforme.

El coronel hizo un gesto conla mano, dándole a entender quesobraban las explicaciones. Ya leexplicó su situación en la anteriorvisita a su despacho, el deberineludible de atender a su hija ensolitario, a raíz del fallecimientode la madre de la pequeña y elalivio que iba a suponerle un

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destino más cerca de su familia.Lo que el coronel desconocía

era que con aquel traslado leregalaba un futuro muy largo juntoa la mujer de su vida.

—Espero que todo le vayabien, capitán —dijo tendiéndolela mano.

Massimo agradeció con unapretón el gesto de su superiordurante tantos años, lejos de laformalidad del saludo marcial. Ydio gracias una vez más por haberrealizado el curso que loacreditaba como instructor devuelo, grado que decidió obtener

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en la peor época de su relacióncon Ada, por si algún día se veíaobligado a dejar de pilotar, enprevisión de que ella argumentaraante un juez su incapacidad paraocuparse de Iris debido a susfrecuentes misiones en elextranjero.

Empezaba una nueva etapa desu vida, ya no volaría fuera delespacio aéreo italiano. Novolvería a cruzar el cielo en unEurofighter, pero adiestraría aotros que, cómo él, lucían las alasde oro en el uniforme para pilotaraviones de caza, fieles a su

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honroso y preciado Virtutesiderum tenus, con valor hastalas estrellas.

—Gracias una vez más, señor.Espero servir igual o mejor a mipaís como instructor del4.º Escuadrón.

—No olvide presentarse en supuesto antes del miércoles. —Lerecordó el coronel—. En lacomandancia de Grossetto yaestán avisados de su llegada.

***

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Martina condujo por la autopistaen dirección Génova, pendientede la aguja que marcaba latemperatura del agua. Siguiendoel consejo de Massimo, que habíavuelto a recordárselo esa mismamañana cuando ella lo llamó paradespedirse; a la altura de SantaSevera tomó el desvío hacia elárea de servicio. Solo llevabasesenta kilómetros de viaje y leesperaban alrededor de cientoveinte hasta llegar a Grossetto.Pero no se arriesgaba a quemar elradiador del viejo cochecito.

Pidió un café en la barra y,

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para hacer tiempo hasta que elSeiscientos se enfriara, fue a latienda a hojear alguna revista y depaso aprovisionarse de chicles.Cogió una cajita de caramelos,una botella de agua mineral de lanevera y dos paquetes de chicles,uno de fresa y otro de frutatropical. En ese momento nohabía en la tienda más que dospersonas pagando en caja unaslatas de refresco, una barra depan y salami envasado. Ellaaguardó en la cola detrás de estosy cuando llegó su turno, depositósobre el mostrador las chucherías

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y la botellita de agua.—No puede llevarse estos

caramelos. —Informó la cajera.Martina la miró sin entender.—¿Están caducados?—Tengo orden estricta de no

venderle nada dulce salvocacahuetes bañados en chocolatecon cobertura de colores —explicó depositando ante ella unenvoltorio amarillo que sacó dedebajo del mostrador.

Martina se quedó mirando elpaquete de M & M’s y, poco apoco, sonrió.

—Massimo y Martina —

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murmuró emocionada—. ¿Puedosaber quién le ha dado esa orden?

—Por supuesto —afirmó ladependienta con una sonrisamisteriosa—. Ese hombretón deallí que es clavadito a Supermán.

Ella miró hacia la salida ycorrió, corrió como loca haciaMassimo que le sonreía con Irisen brazos. Se abrazó a él yescondió el rostro en su cuello.

—Tranquila, pequeña —murmuró acariciándole laespalda, pero ella no podía dejarde temblar—. ¿Creías que iba adejarte escapar?

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Iris, fascinada siempre consus rizos anaranjados, empezó atirarle del pelo. Massimo apartóla mano de la niña y se hizo atráspara verle la cara a Martina.

—No tenías que venir aacompañarme.

—Es que no vengo de escolta.¿Aún no te has dado cuenta deque nos vamos contigo? Parasiempre.

—¿Siempre significa…? —preguntó, tragando saliva.

—Siempre significa siempre.—¿Y qué pasa con tu trabajo?—Era hora de cambiar y

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empezar una nueva etapa.Ella escuchó emocionada y

confusa la noticia de su nuevodestino en Grossetto, y el cambiode actividad que eso iba asuponerle.

—Ya no tendré que irmetantas veces de casa ni tan lejos.—Añadió acariciándole la cara—. ¿Cuántas habitaciones tieneese apartamento que hasalquilado?

—Una. —Confesó asimilandoel vuelco que acababa de darle lavida; la de los tres, en realidad.

—No importa, nos las

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arreglaremos hasta queencontremos algo más grande.Tendrías que ver como llevo elmaletero por culpa de estaprincesita: cuna plegable, carrito,trastos, más trastos, ropa amontones…

Martina lo hizo callar con esebeso que tanto deseaba darle y élse recreó con la caricia de suboca, ansioso por besarla hastaperder la noción del tiempo. Irisse encargó de romper la magia,removiéndose en brazos de supadre para que la bajara al suelo.

—Espera, que aún no has

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visto lo mejor —dijo Massimo,cogiendo a la niña por el tirantedel peto vaquero cruzado a laespalda.

Se alejó un par de metros y labajó despacio hasta que apoyólos pies en el suelo.

—¿Ya anda? —preguntóMartina, llevándose las manos ala boca de la emoción.

—Quédate ahí y verás.La pequeña miró hacia arriba

como dándole el visto bueno a supadre y Massimo la soltó. Con unligero tambaleo, Iris movióprimero una zapatillita Converse.

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Después dio otro pasito y,viéndose segura en su reciéndescubierta posición vertical, selanzó a una torpe carrera y secogió a las rodillas de Martinacon los dos brazos como siacabara de llegar a la meta de loscien metros.

Ella la alzó en el aire y le diouna docena de besos de premio.

—No me digas que me heperdido sus primeros pasos. —Gimió mordiéndose los labios.

—Si te sirve de consuelo, yotambién me los perdí. El únicotestigo de la hazaña fue mi padre

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y con la preocupación por si secaía, ni se le ocurrió sacarle unafoto.

—Tengo muchas ganas deverlos. Los echo de menos.

Massimo la besó en loslabios.

—Espera a que nosinstalemos. Además, yo tengo quepresentarme en la base mañanasin falta.

Iris salió corriendo a gatas ysu padre la cogió del suelo. Lapequeña, contrariada, se puso alloriquear para que la dejara denuevo investigar aquel sitio

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desconocido a sus anchas. Comono lograba hacerla callar, Martinala cogió en brazos y empezó amecerla.

—Massimo, esto es tanrepentino —dijo Martina,mirándolo algo preocupada—. Yono quiero que cambies de vidapor mí.

—¿Mi opinión no cuenta? —Cuestionó arrugando el ceño.

Martina protestó con lamirada, en absoluto pretendíaimponer su opinión ni suvoluntad.

—Ya te dije que regresaría a

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Roma cuando se me acabase labeca. Es solo un año.

—No llevo bien las esperaslargas.

—¿Estás seguro?Iris acababa de dormirse con

la cabeza apoyada en el hombrode Martina; su padre le acaricióla cabecita.

—Es increíble —comentó conternura—. En lugar deamodorrarse con el ruido delmotor como todos los niños, sequeda dormida cuando la saco delcoche.

Sin dejar de acariciar la

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cabeza de su hija, miró a Martinapara responder a su pregunta.

—La vida le ha arrebatado asu madre, yo no voy a quitarle ala mamá que ella ha escogido. Iriste ha elegido, Martina —murmuró, a ella se lehumedecieron los ojos—. Y yotambién soy egoísta, muy egoísta.No pienso renunciar a ti. Quierotodo ese amor que guardas aquípara darme —dijo poniendo undedo sobre el pecho de Martina—. Haznos un hueco en tu vida, tucorazón es tan grande que hayamor en él de sobra para los dos.

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Ella miró hacia arriba paraque no se le escapara unalágrima, respiró hondo y lo mirócon una sonrisa feliz.

—Veo que escuchaste mimensaje.

—Hasta aprendérmelo dememoria. Y no lo borré.

—Pues yo preferiría que lohicieras, la verdad. Cada vez quepienso en ello, suena tan… —Farfulló—. Da igual, llámametonta romántica.

Massimo rio con suavidad alver que se sonrojaba y envolvió asus dos chicas en un abrazo.

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—Te quiero, tonta romántica.—Yo más —murmuró

dándole un beso que Massimoalargó mucho más de loapropiado en una tienda queempezaba a llenarse de jubiladosque acababan de bajar de unautocar.

—¿Nos vamos o qué? —dijoél, acariciándole los labios—.Llevamos aquí un buen rato y laToscana nos está esperando. A lostres.

Con la niña en brazos,Martina le pidió que laacompañara a la caja y Massimo

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pagó el importe de las chucheríasy el agua.

Antes de que se llenara degente, la dependienta se despidióde Martina guiñándole un ojo.

—Las hay con suerte —murmuró.

Ella sonrió feliz, muy feliz, ybesó la cabecita de Iris. El cieloacababa de ponerle un ángel enlos brazos y tenía a Massimo. Nopodía pedirle más a la vida.

Massimo la esperaba ya en elexterior, se había puesto las gafasde sol.

—Tú delante y nosotros

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iremos a tu paso. Sin correr, ¿deacuerdo? No tenemos prisa y noquiero que quemes mi coche quele tengo mucho aprecio.

—Me lo regalaste. —Lerecordó con una mirada estrecha—. Ahora es mío, no lo olvides.

—Por lo que veo, cuandoestás contenta te gusta mucho darórdenes —dijo, haciéndolecosquillas en la cintura.

Ella se removió y Massimo larodeó con el brazo para quecaminara a su lado.

—No es eso. —Se disculpócon tono cariñoso—. Pero no

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esperes de mí un «Sí, micapitán», aunque seas capitán.

—Y aunque sea tuyo. —Completó Massimo, sonriendo demedio lado—. Venga, dilo, que loestás deseando.

Martina se detuvo y le cogióla barbilla.

—Aunque seas mío, capitánTizzi.

Y lo premió con un beso.

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Epílogo - Juntos,nada más

Era el colmo de la mala suerte.Martina ojeó de refilón el reloj yapretó el acelerador. Vayafastidio pinchar una ruedaprecisamente ese día, con la prisaque tenía por llegar. Había sidocosa de Massimo, poco sabía deaquel adelanto imprevisto de laboda de Sandro, un amigo decuando iba al colegio enCivitella, militar como él, a laque ambos estaban invitados, y

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según rezaba en la invitación secelebraba a mediados de junio,no a principios de mayo.

Aprovechando un permiso,hacía una semana que Massimohabía marchado a la hacienda conla niña. Ella debía reunirse conellos dos el viernes cuandoacabara de trabajar. Pero él lehabía comunicado por teléfono elcambio de planes justo la tardeanterior. Lo único que Martinasabía era que el motivo deanticipar la celebración se debíaa que Sandro debía partir enmisión a Sudán como integrante

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del contingente italiano de CascosAzules de la ONU, esa fue laexplicación que Massimo le dio.

—Entonces, ¿la boda esmañana viernes? —le preguntóaún sorprendida por la premurade todo aquello—. ¿Y qué mepongo?

—Cualquier cosa.—¡No puedo ponerme

cualquier cosa! Es una boda, aúnno me he comprado un vestido…

Martina aún recordaba que looyó reír al otro lado de la línea.

—Ponte ese que tienes largocon flores en el bajo. —Sugirió

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Massimo—. Me gustas muchocuando te lo pones.

—No sé…—Estarás preciosa, siempre

lo estás.Después de aquello, Massimo

cambió de tema y, antes dedespedirse, le contó que Iris sehabía caído jugando pero que elproblema se había solucionadocon agua oxigenada, un besitocurativo en el arañazo de larodilla y una tirita.

Martina suspiró con la vistafija en la carretera. Hacía unasemana que Massimo y la

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pequeña se habían marchado. Suprimera separación desde quevivían juntos y nunca imaginó quelos echaría tanto de menos. Semoría de ganas de verlos, decoger a la niña en brazos ycomerse a besos a los dos.

Un tractor se incorporó a lacarretera y Martina se desesperó.Tocó el claxon, pero el conductorse limitó a sacar la mano por laventanilla haciendo un gesto paraque adelantara. Ella lo intentópero desistió en cuanto vio eltráfico de cara por el carrilcontrario en aquella carretera tan

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estrecha. Y maldijo su suerte,debía darse prisa porque porculpa del pinchazo y la lentituddel tractor iba a llegar tarde a laboda. Incluso había adelantadomedio día el viaje. Tuvo quepedir permiso a sus jefes, pero lailusión que notó en Massimo porque lo acompañara merecíacualquier esfuerzo. A ella tambiénle apetecía estar a su lado en unmomento especial para él ybrindar por la felicidad de suamigo Sandro. Martina lo habíaconocido, a él y a su noviaBettina, un par de meses atrás, y

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le pareció que hacían una parejaencantadora, de las que durabanpara siempre.

En vista de que el tractor nose desviaba por ningún caminorural, decidió parar en un bar decarretera que se veía a unosdoscientos metros a la derecha.Aprovecharía para tomar un cafémacchiato y para cambiarse deropa; dada la hora que era, no ibaa darle tiempo a parar en la fincapara arreglarse.

En cuanto aparcó el cochefrente a la fachada del bar, envióun mensaje a Massimo

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explicándole el motivo de suretraso. La respuesta de Massimono se hizo esperar: «Perfecto,acude directo a Civitella. En lapuerta de la iglesia nos vemos.No olvides que te quiero». Comodespedida, un dibujito de un beso.

Martina guardó el móvil, sacódel asiento trasero la bolsa con elvestido y las sandalias de tacón, yentró en el bar que en esemomento estaba completamentevacío. Un hombre secaba vasosdetrás del mostrador. Ella pidióun macchiato, pero lo pensómejor y, rectificó para pedir un

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zumo de naranja. Entre el calor ylos nervios por el retraso,necesitaba algo fresco que lequitara la sed. Pidió también lallave del baño y hacia allí seencaminó dispuesta a hacer loposible por lograr un aspectoaparente.

Cuando salió de los diminutosaseos, completamentetransformada, con el traje largohasta los tobillos y encaramadaen aquellas sandalias de tirasfinas, el hombre dejó el pañosobre el mostrador y, con unamirada de aprobación, tomó la

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llave que Martina le tendió a lavez que le daba las gracias.

—Ahora me entero de que enlos aseos de señoras se escondeuna fábrica de princesas.

Martina agradeció elcumplido con una tímida sonrisaal ver que no le quitaba los ojosde encima. Fue a la mesa dondela aguardaba el zumo; tras dar untrago largo que fue una bendiciónpara su garganta reseca, sacó elneceser del bolso y, tras mirar aun lado y a otro, se dispuso amaquillarse ante la presencia delcurioso camarero.

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Mientras hacía casi malabarespara verse en el espejitominúsculo del estuche decolorete, vio por el rabillo delojo que el hombre entraba en lacocina. Sin prestar atención a loque decían, lo oyó hablar con unamujer. Un instante después, la queMartina intuyó que era la esposadel hombre, se acercaba haciaella con un espejo de dos caras.

—Tenga, con este se verá máscómoda —comentó,depositándolo sobre la mesa—.Yo uso la parte de aumentoporque, sin gafas, ya no me veo ni

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en el espejo.—Me acaba de salvar la vida.

—Confesó, Martina infinitamenteagradecida—. Pintarse los ojoscon este espejito en una mano y elrímel en la otra es una tortura.

—Lo sé, querida. Por esollevo siempre conmigo este tangrande, aunque mi marido se ríaporque mi bolso parece el deMary Poppins —dijo sonriéndoleantes de volver a la cocina.

Una vez terminó con dosbrochazos de colorete, quesiempre dan aspecto de buenasalud, Martina decidió prescindir

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del lápiz de labios y apenas seaplicó un poquito de brillo. Teníaunas ganas locas de ver aMassimo, echarle los brazos alcuello y besarlo hasta que ledoliera la boca. No teníaintención de contenerse por culpadel pintalabios.

Tras un último vistazo en elespejo, se percató de que eldueño del local continuabaobservándola acodado en la barracomo si aquella sesión demaquillaje a corre prisas fuera elespectáculo más interesante de lamañana. Martina se quedó

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mirándolo fijamente y alzó lascejas en un gesto de mudapregunta. El hombre sonrió demedio lado.

—¿Qué tal estoy? —preguntólevantándose para devolverle elespejo.

Martina caminó hacia elmostrador con repentinacoquetería; lo cierto es que leapetecía escuchar un piropo. Elhombre le dio un repaso visualque empezó en la horquilla conuna libélula de strass que lerecogía el pelo y acabó en lassandalias.

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—Sin duda será la reina de lafiesta, señorita —afirmó con ojomasculino—. Harán cola parasacarla a bailar.

—Me conformo con uno —dijo ella guiñándole un ojo.

—Sin duda, es un hombre muyafortunado.

Ella pagó el zumo y sedespidió con una sonrisaagradecida. Recogió de la mesala bolsa con la ropa y el necesery, al ver las deportivas, salió dellocal sabiendo que no podíaconducir con aquellas sandaliasde tacón. Pero decidió no

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ponérselas hasta llegar al coche.¿Con zapatillas y aquel vestidotan bonito?… ¡Ni hablar! Todamujer merece su minuto de gloriay a ella le encantaba sentirsecomo Cenicienta a punto de ir a lafiesta. Aunque su carroza no fueramás que un cochecito rosachillón, aparcado en un bar deaquella carretera perdida en elcorazón de la Toscana.

***

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Llegaba tarde. ¡Tardísimo!Aparcó fatal y en doble fila, semiró en el retrovisor del coche y,con las manos se ahuecó los rizoscomo pudo. Fue al abrir la puertay poner un pie en el suelo cuandose dio cuenta de que llevabapuestas las deportivas. Con elculo en el asiento y con los piesen la acera, se desató loscordones. Tras lanzar a lo locozapatillas y calcetines al asientotrasero, echó el brazo atrás yagarró a tientas la bolsa de lassandalias del asiento delcopiloto. Una vez puestas, la

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bolsa también fue a parar altuntún a la parte de atrás.

Por poco no olvidó elminibolsito de seda a juego. Miróel reloj, tenía que apurarse. Unavez cerró el coche, se remiró enel escaparate de un kiosco, con unpar de giros rápidos y maldisimulados. Poco le importó quedos señoras que salían de la Cajade Ahorros se la quedaranmirando como si fuera una niñatapresumida de las que se adoran así mismas en el reflejo de loscristales. Como pasaron por sulado mientras estaba entretenida

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en guardar las llaves del coche,no pudo evitar escucharlas.

—Desde luego, ¡qué maltrago para el pobre chico! —comentó una de ellas.

—Ya ves tú.—Casi una hora llevan todos

esperando dentro de la iglesia.—Esa lagarta ya no se

presenta —comentó la otra mujer.—Vaya bochorno que la novia

lo deje a uno plantado en el altar.Con toda la familia presente…

Martina miró hacia la puertadel templo y caminó todo lorápido que pudo. Por lo que

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acababa de oír aún iba a llegarantes que la novia. A saber quédebía haberle ocurrido. Qué parde exageradas, Massimo le habíahablado de Sandro y Bettinaalgunas veces y estaban muy, peroque muy, enamorados el uno delotro. Seguro que el retraso sedebía a alguna avería con elcoche. Pensó en el pobrecillo delnovio, hecho un manojo denervios y en el cura con cara decircunstancias. Cuánto le gustabaa la gente darle a la lengua eimaginar lo peor. En fin, no habíamal que por bien no viniera: tanto

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sufrir por tener que taconear en laiglesia con la ceremoniaempezada, al final iba a entrarantes que la novia.

Debía estar a veinte escasosmetros de la fachada principalcuando vio a Massimo bajo laarcada que desde la distancia leregaló su mejor sonrisa y acudióa su encuentro. Martina sonriócomo una tonta porque estabaguapísimo. Al llegar junto a ella,la agarró por la nuca para besarlaa conciencia. Ella se perdió ensus labios igual de ansiosa, ¡lohabía echado tanto de menos!

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Massimo se separó de ella con ungruñido de placer.

—Por fin estás aquí, metenías preocupado —dijocogiéndola por ambas manos.

—Ya te dije en el mensaje lodel pinchazo… —Se excusó, conprisas—. ¿Cómo estoy?

—Preciosa.A Martina le encantó oírlo. El

vestido era bonito a rabiar y, paraqué negarlo, le sentaba demaravilla. Pero le encantabasaberse hermosa a los ojos delhombre que amaba. Recordó lahora que era y apretó la mano de

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Massimo.—Vamos adentro. —Rogó—.

Madre mía, pobrecillo Sandro.He oído que lleváis un buen ratoesperando a la novia…

En lugar de seguirla, Massimotiró de ella para que no semoviera del sitio, como si notuviera ninguna prisa por regresara la iglesia. Martina lo mirócontrariada.

—Sí, están muy impacientes.—¡Pues vamos! ¡Rápido!

¡Antes de que llegue!Massimo la sujetó por la

cintura.

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—Cariño, la novia eres tú.Martina abrió la boca pero no

le salió ni una palabra. Alrededorde ellos dos el tiempo se detuvo,incluso el viento guardabasilencio.

Hasta que un Vespino rompióla magia al cruzar la plaza con unpetardeo que espantó a unabandada de palomas.

—¿Qué has dicho? —susurrócasi sin voz.

No sabía si el zumbido quetenía en los oídos era el batir dealas sobre sus cabezas o loslatidos sin control de su propio

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corazón.—Antes de que salgan a

buscarnos… Martina Falcone, teamo como nunca creí que seríacapaz de amar. —Aseveró con elcorazón en la mirada—. Eres lamujer de mi vida. ¿Quieresconcederme el honor de ser miesposa?

Tan perpleja estaba, que enlugar de responder, susubconsciente mareado se perdiópor el camino de las preguntasilógicas.

—¿Y Sandro y Bettina?—En Génova, supongo,

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agobiados con los preparativosde la boda. No están aquí porque,para nosotros, quería unaceremonia íntima. Solo la familia.Espero que no te importe.

Martina, en lugar de pensar entodas las personas tan queridasque llevaban esperándolaimpacientes desde hacía una hora,sufrió un ligero ataque decoquetería femenina.

—No llevo un vestido denovia.

—No sé si te he estropeado elsueño de una boda vestida deblanco y yo con el uniforme de

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gala, ceremonia con órgano ycientos de invitados. ¡Yo te veobellísima! —afirmó, con lamirada en el vestido que llevabapuesto—. Para mí eres y siempreserás la novia más hermosa delmundo.

Martina sonrió, la verdad esque no desentonaban nadavestidos tal cual. Massimotampoco llevaba corbata, pero laamericana azul marino sobre lacamisa blanca le quedaba demaravilla. ¡Dios!, ¡Dios! Así queel pinchazo del Seiscientos lahabía hecho llegar tarde… ¡a su

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propia boda!—Todo esto lo has

preparado… ¿Cuándo? ¡¿Por quéno me has dicho nada?!

—Martina. —Pronunciódespacio para que le prestaraatención—. Te he hecho unapregunta y espero que respondasque sí porque hace tres semanasque llevan colgando lasamonestaciones.

Ella tragó saliva, ¡Massimo lotenía todo absolutamentecontrolado! Se preguntó cuántotiempo debía llevar preparandoaquella boda sorpresa.

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—¿Ah, sí?—No te imaginas cuánto

papeleo llevan estas cosas… —dijo pasándose la mano por elpelo—. Por favor, decídete deuna vez, porque si no, no sé quévamos a hacer con los siete kilosde peladillas de colorines cursisque ha comprado mi madre, nicon tanta comida, ni sé cómo voya explicarles a todos y… —Recordó señalando con la cabezahacia la puerta de la iglesia—.Cásate conmigo o este lío que hemontado será la cagada másgrande de mi vida.

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Martina se echó a reír. Lasituación era de locos, perobendita fuera la locura de unhombre enamorado. Se agarró asus hombros y sonrió a punto demorir de felicidad.

—Sí… ¡Sí! ¡Sí quiero! ¡Claroque sí!

—Esta es mi chica, sabía queno me fallarías —murmuróbuscando su boca.

La envolvió en sus brazos y labesó como si aquel fuera elúltimo beso de su vida. Cuando leliberó los labios, Martina mirópor encima de su hombro, el cura

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los aguardaba plantado en eldintel del templo y se señalaba elreloj que llevaba en la muñeca.Ella asintió con la cabeza. Elhombre les lanzó una miradatorva y se fue para adentrohaciendo aspavientos con lasmanos.

—¿También has pensado enlos anillos? —comentó con mediasonrisa traviesa, recordando lareprimenda silenciosa del cura.

—Iris los lleva. —Massimoexhaló aire con fatiga—. Perohemos tenido que pegarlos a labandejita de plata con cinta

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adhesiva porque no para quieta niun segundo.

Martina rio bajito al verlo tanagobiado. ¡Y quería ver a la nenavestida como una princesita!Aquello que le estaba pasandoera lo más increíble de su vida.Pero lo cierto es que amaba contodo su corazón a un hombreincreíble, de los que aparecen unavez en la vida de las mujeres consuerte. Y ella era la másafortunada, porque de entre todaslas del mundo, solo ella tenía elamor de Massimo.

—Espero que no se te haya

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olvidado el ramo de novia —murmuró. Él respondió con unasonrisa—. ¿Cuándo vas adármelo?

Giró con ella en brazos y laobligó a mirar hacia la iglesia. Elcura había regresado con una carade impaciencia que asustaba.Pero no fue la presencia delpárroco la que provocó que elcorazón le diera un salto, si no ladel hombre que aguardaba junto aél.

—He pensado en todo, bella—comentó Massimo, dándole unbeso en la cabeza—. El ramo lo

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guarda un caballero que te quieremucho y ha venido desde Siciliapara ponerlo en tus manos.

Martina notó que dos lágrimasle resbalaban por las mejillas alver a su abuelo, tan elegante detraje oscuro y corbata, sin saberqué hacer con aquel buqué deazahar y rosas blancas. Lo vioaproximarse, a la vez queMassimo le secaba la cara consus propias manos.

—No quiero verte llorar, —susurró— por favor.

—Tantas emociones…—Venga, sonríe. —Exigió;

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ella lo hizo sorbiendo por la nariz—. Así te quiero siempre. Miamor, tengo que marcharme. Teespero al lado de mi madre, quepor cierto lleva un tocado verdede plumas espantoso. Yo creo quedeben haber desplumado almenos a dos loros, mi padreopina que a tres —comentódivertido.

—No seas malo. —Loreconvino; seguro que Beatriceestaba elegantísima.

—No soy malo, soy realista.—Contradijo mirando el reloj—.Ahora sí que me marcho, cariño.

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No tardes. —Rogó guiñándole unojo.

El abuelo Giuseppe se cruzócon él a mitad de camino y, le dioun par de palmaditas en elhombro, animándolo a queregresara a su lugar en el altar. Alllegar junto a su nieta, le dio unbeso en la frente.

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OLIVIA ARDEY nació enAlemania pero al poco su familiaregresó a Valencia, ciudad dondereside con su marido y sus doshijos. Ha crecido, vive y trabajaentre libros.

Apasionada del género corto, es

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autora de relatos y cuentosinfantiles. Muchos de ellospremiados, han sido publicadosen diversas antologías y revistas.Uno de ellos fue traducido ypublicado en Italia en la revistaRomance Magazine.

Es autora de la columna Del libroal paladar en la web literaria LaPluma Afilada, donde comentanovelas y las recetas que suspáginas esconden.