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En tierra extraña (Shyamalan, 2) por Rubén García López La joven del agua y El incidente ocupan un peculiar espacio dentro de la obra de M. Night Shyamalan: la primera parece ser la más odiada (lo de Airbender es otra historia), y la segunda la más querida por sus fans más hardcore. Acaso no sea ajeno a esto que son sus dos obras más programáticas, las que con más precisión e intensidad presentan dos tendencias de su cine: el ejercicio entusiasta de la narrativa demiúrgica y la mezcla entre humor y terror vinculada sobre todo a un tratamiento muy específico de los personajes tanto en su carácter psicológico como en su comportamiento gestual. Las dos son en esto, eso sí, desarrollos perfeccionados y extremados de Señales. La joven del agua lleva al límite la apuesta de aquella, donde como decía en la anterior entrada de este vuestro blog, era la obsesión de la narrativa hollywoodiense por que cada elemento tenga su justificación dentro de la historia la que terminaba llevando al personaje protagonista al retorno a la religión. En la conclusión, el exsacerdote descubría que todo estaba ahí para decirle qué hacer en un momento determinado, que el azar no existe, de modo que todo responde a una necesidad narrativa que nos demuestra que todo posee un sentido, una función, de todo hay una razón, una razón eso sí demiúrgica: las cosas han sido dispuestas. Si en Spinoza Dios es causa inmanente y no transitiva del mundo (que no es, por tanto, creación), en Shyamalan hay una transitividad irresuelta (el autor nunca es descubierto… salvo en su segundo largometraje, Wide awake) pero no por ello menos manifiesta. La apuesta de La joven del agua consiste en identificar la realidad narrativa con la realidad tout court, esto es, que la realidad se convierta ella misma en, en este caso, cuento, de modo que todos los personajes que habitan en una pequeña urbanización descubran que se encuentran allí para cumplir con un propósito determinado. Ya no es solo que se evidencia que todo cumple una función, sino que esta es explícitamente narrativa, los individuos se descubren parte de un cuento y es este el que han de entender para saber cuál es su propósito, su razón de ser. La vida no es sueño sino cuento, nos dice Shyamalan: sigue unas reglas bastante precisas, donde cada elemento tiene un sentido, una finalidad, y todo se ordena además en torno a una moraleja, una enseñanza, un aprendizaje sobre el miedo, el mundo y el amor. Todo esto se encuentra con nitidez en La joven del agua: la primera parte se concentra en que la narf se encuentre con el hombre sobre quien ha de influir (interpretado por el propio Shyamalan), la segunda en conseguir que pueda volver a su mundo. La segunda misión en principio parecería la menos importante, ya que el propósito de la narf no es salvarse sino influir sobre el humano, pero Shyamalan la ha dado un nombre que nos permite entender este orden: Story, historia. La “historia” que solemos referir como “con minúscula” obtiene una mayúscula al convertirse en nombre propio, individuo físico. Y una vez la historia ha cumplido su función mayor, propiciar una influencia que habrá de cambiar la vida de los humanos, ha de cumplir la menor: para ser salvada, todos han de entender que su existencia es narrativa, esto es, que existen por y para algo, que su vida tiene un propósito y no es un mero accidente del vacío. La segunda mitad consiste en encontrar al personaje escondido bajo la persona, pero el personaje, lejos de suponer para Shyamalan o para ellos mismos una reducción de esta, supone la

En tierra extraña

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Publicación del blog Marginalia, 17-XI-15

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En  tierra  extraña  (Shyamalan,  2)  por  Rubén  García  López        La  joven  del  agua  y  El  incidente  ocupan  un  peculiar  espacio  dentro  de  la  obra  de  M.  Night  Shyamalan:  la  primera  parece  ser  la  más  odiada  (lo  de  Airbender  es  otra  historia),   y   la   segunda   la  más   querida   por   sus   fans  más   hardcore.   Acaso   no   sea  ajeno  a  esto  que  son  sus  dos  obras  más  programáticas,  las  que  con  más  precisión  e  intensidad   presentan   dos   tendencias   de   su   cine:   el   ejercicio   entusiasta   de   la  narrativa  demiúrgica  y   la  mezcla  entre  humor  y  terror  vinculada  sobre  todo  a  un  tratamiento   muy   específico   de   los   personajes   tanto   en   su   carácter   psicológico  como   en   su   comportamiento   gestual.   Las   dos   son   en   esto,   eso   sí,   desarrollos  perfeccionados  y  extremados  de  Señales.          La   joven  del  agua   lleva  al   límite   la  apuesta  de  aquella,  donde  como  decía  en   la  anterior   entrada   de   este   vuestro   blog,   era   la   obsesión   de   la   narrativa  hollywoodiense  por  que  cada  elemento  tenga  su  justificación  dentro  de  la  historia  la  que  terminaba  llevando  al  personaje  protagonista  al  retorno  a  la  religión.  En  la  conclusión,  el  ex-­‐sacerdote  descubría  que  todo  estaba  ahí  para  decirle  qué  hacer  en  un  momento  determinado,  que  el  azar  no  existe,  de  modo  que  todo  responde  a  una  necesidad  narrativa  que  nos  demuestra  que  todo  posee  un  sentido,  una  función,  de  todo  hay  una  razón,  una  razón  eso  sí  demiúrgica:  las  cosas  han  sido  dispuestas.  Si  en   Spinoza   Dios   es   causa   inmanente   y   no   transitiva   del   mundo   (que   no   es,   por  tanto,  creación),  en  Shyamalan  hay  una  transitividad  irresuelta  (el  autor  nunca  es  descubierto…   salvo   en   su   segundo   largometraje,  Wide   awake)   pero   no   por   ello  menos  manifiesta.          La  apuesta  de  La  joven  del  agua  consiste  en  identificar  la  realidad  narrativa  con  la  realidad  tout  court,  esto  es,  que   la  realidad  se  convierta  ella  misma  en,  en  este  caso,   cuento,   de   modo   que   todos   los   personajes   que   habitan   en   una   pequeña  urbanización   descubran   que   se   encuentran   allí   para   cumplir   con   un   propósito  determinado.  Ya  no  es  solo  que  se  evidencia  que  todo  cumple  una  función,  sino  que  esta  es  explícitamente  narrativa,  los  individuos  se  descubren  parte  de  un  cuento  y  es  este  el  que  han  de  entender  para  saber  cuál  es  su  propósito,  su  razón  de  ser.  La  vida   no   es   sueño   sino   cuento,   nos   dice   Shyamalan:   sigue   unas   reglas   bastante  precisas,   donde   cada   elemento   tiene   un   sentido,   una   finalidad,   y   todo   se   ordena  además  en  torno  a  una  moraleja,  una  enseñanza,  un  aprendizaje  sobre  el  miedo,  el  mundo  y  el  amor.           Todo   esto   se   encuentra   con   nitidez   en   La   joven   del   agua:   la   primera   parte   se  concentra   en   que   la   narf   se   encuentre   con   el   hombre   sobre   quien   ha   de   influir  (interpretado  por  el  propio  Shyamalan),  la  segunda  en  conseguir  que  pueda  volver  a  su  mundo.  La  segunda  misión  en  principio  parecería  la  menos  importante,  ya  que  el  propósito  de  la  narf  no  es  salvarse  sino  influir  sobre  el  humano,  pero  Shyamalan  la   ha   dado   un   nombre   que   nos   permite   entender   este   orden:   Story,   historia.   La  “historia”   que   solemos   referir   como   “con   minúscula”   obtiene   una   mayúscula   al  convertirse  en  nombre  propio,   individuo  físico.  Y  una  vez   la  historia  ha  cumplido  su   función  mayor,   propiciar   una   influencia   que   habrá   de   cambiar   la   vida   de   los  humanos,  ha  de  cumplir  la  menor:  para  ser  salvada,  todos  han  de  entender  que  su  existencia  es  narrativa,  esto  es,  que  existen  por  y  para  algo,  que  su  vida   tiene  un  propósito   y   no   es   un   mero   accidente   del   vacío.   La   segunda   mitad   consiste   en  encontrar   al   personaje   escondido   bajo   la   persona,   pero   el   personaje,   lejos   de  suponer   para   Shyamalan   o   para   ellos   mismos   una   reducción   de   esta,   supone   la  

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vinculación   a   algo   que   podríamos   calificar   como   una   trascendencia   de   tipo  narrativo.  No  ser  persona  sino  personaje  quiere  decir  aquí  que  se  posee  un  sentido,  que  no  es  el  azar  sino  la  necesidad  propia  de  lo  narrativo  lo  que  conforma  nuestra  existencia.  Exactamente   lo  que   lograba  el  Mr.  Glass  de  Unbreakable  al  comprobar  que   la   estructura  héroe-­‐villano  del   cómic  de   superhéroes   regía   en   la   realidad.  El  vacío  no  reina.             El   incidente   constituye,   junto   con   Airbender,   la   apuesta   más   arriesgada   de   la  carrera  de  Shyamalan,  sobre  todo  por  su  ambición,  diríamos,  espacial.  Shyamalan  se  distinguía  por  lo  íntimo  de  sus  contextos:  El  sexto  sentido,  Unbreakable  y  Señales  se  reducían  apenas  a  tres  o  cuatro  personajes,  considerablemente  ensimismados,  y  espacios   reducidos.   The   village   los   amplió   algo  más,   pero   revelando   bastante   la  ambición  de  no  hacerlo  demasiado,  ya  que  el  pueblo  que  da  nombre  a   la  película  (el   título   español,  muy   erróneamente,   le   pasa   el   protagonismo   al   bosque)   existe  fruto  de  un  rechazo  del  mundo  exterior:  el  ensimismamiento  de  los  personajes  es  trasladado  así  al  escenario  mismo.  El  incidente  sin  embargo  es  algo  parecido  a  una  película   de   catástrofes:   por   alguna   razón   todo   el   mundo,   ciudades   enteras,  empiezan   a   suicidarse.   El   desastre   abarca   todo   el   noreste   de   EEUU   y   los  protagonistas   inician   un   éxodo   bastante   reducido   y   poco   espectacular,   de  modo  que   incluso   en   un   género   tan   codificado   Shyamalan   se   las   arregla   para   llevar   el  agua  a  su  terreno,  concentrándose  en  dos  personajes,  una  pareja  (con  niña,  que  es  muy   importante   pero   carece   del   peso   que   tenían   los   menores   de   películas  anteriores).  Su  recorrido  será  el  más  extravagante  de  la  historia  del  subgénero:  la  excéntrica  pareja  que  propone  la  teoría  de  que  todo  lo  producen  las  plantas  (“saca  los   prismáticos   que   usas   para   espiar   a   los   vecinos”),   una   casa   completamente  hecha   de   plástico,   dos   adolescentes   que   asesoran   en   problemas   sentimentales   y  una  anciana  apartada  del  mundo  que  ve  en  toda  persona  una  potencial  amenaza.  En  el  centro,  una  pareja  en  medio  de  una  crisis  motivada  sobre  todo  por  algo  que  atormenta   a   la   mujer,   y   que   cuando   se   explicita   no   puede   producir   más   que  perplejidad:  ella  tomó  un  postre  con  un  compañero  de  trabajo  (cuya  voz  suena  en  una  sola  ocasión,  interpretada  por  el  propio  Shyamalan,  tal  vez  en  respuesta  a  los  que  le  criticaron  por  interpretar  al  futuro  salvador  de  la  humanidad  en  La  joven  del  agua),   y   mintió   a   su   marido   diciéndole   que   había   salido   tarde   del   trabajo.   La  candidez  de   la   crisis   recuerda  a   los   viejos   tiempos  en  que,   en  una  película   como  Steamboat   round   the  bend   de   John  Ford,   el   joven   condenado  a  muerte   confesaba  avergonzado   a   su   enamorada   que   en   cierta   ocasión,   antes   de   conocerla,   había  mirado  a  otra  joven,  y  ella,  turbada,  le  respondía  que  no  importaba,  que  seguro  que  ella   le   había   mirado   antes.   La   candidez   (=   inocencia   +   conservadurismo)   de  algunos  personajes  de  Shyamalan  es  casi  única  en  el  cine  actual,  y  esta  pareja  está  en  cabeza.  Tal  es  así  que  la  sugerencia  final  es  que  su  amor  les  salva  de  la  muerte,  que  el  amor  les  hace  indetectables  por  las  plantas  o,  dicho  con  más  precisión,  hace  que  estas  no  tengan  que  defenderse  de  ellos.          Pero  la  propuesta  no  sería  tan  interesante  si  no  estuviera  acompañada  por  una  forma  y  gestualidad  adecuadas.  El  ensimismamiento  de  los  personajes  de  El  sexto  sentido   y  Unbreakable   se   evidenciaba   en   una   gestualidad   reposada,   lenta.   Bruce  Willis   o   Haley   Joel   Osment   parecían   sostener   sobre   sus   espaldas   el   peso   de   sus  personales  tormentos.  Pero  en  Señales  aparece  un  cambio:  los  personajes  devienen  figuras  a  un  paso  de  la  irrealidad,  por  la  radicalización  de  su  rigidez  y  un  gesto  casi  atontado,   de  perenne  perplejidad  que   les   aproxima   casi   a  un  Buster  Keaton  más  

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fuera  de  su  elemento  que  nunca.  Pareciera  que   los   traumas  de   los  personajes   les  dejaran  encerrados  en  una  petrificación  corporal,  un  cuerpo  en  permanente  estado  de   shock   que,   visto   desde   fuera,   confiere   a   sus   pobres   dueños   un   aspecto  ligeramente  ridículo,  risible,  por  el  cual  el  humor,  siempre  presente  en  pinceladas  en   las   anteriores   películas,   pasa   a  mirarse   cara   a   cara   con   el   drama   y   el   terror,  hasta  inaugurarse  con  total  plenitud  lo  que  me  gusta  llamar  la  “duda  shyamaliana”:  ¿esto  es  de  miedo  o  de  risa?.           La   idea,   claro   está,   tiene   que   ver   con   Todorov.   Este   había   propuesto   como  característica  esencial  de  la  literatura  fantástica  no  la  impugnación  de  la  realidad,  sino  la  duda  sobre  la  existencia  o  no  de  la  transgresión  sobrenatural,  que  en  tantas  ocasiones  genera  el  terror.  Así  que  muchas  veces  la  cuestión  es:  ¿la  situación  es  de  terror  o  no?  ¿Realmente  está  sucediendo  algo  que  debiera  aterrorizarme,  que  me  haga  temer  por  mi  vida,  etc.?  En  Señales,   la  cosa  va  más   lejos,  porque  damos  por  hecho  que  hay  extraterrestres  pero  no  podemos  creernos  lo  pánfilos  que  parecen  los  protagonistas,  de  modo  que  antes  de  sentir  miedo  o  no,  reina  la  duda  sobre  si  deberíamos  o  no  reírnos.  ¿Esto  es  de  risa?           Tomemos   algunos   ejemplos:   la   película   empieza   con   Gibson   en   la   casa.   Tras  varios  planos  deambulando,  plano  frontal,  con  pared  y  puerta  al  baño.  Se  escucha  el  grito  lejano  de  una  niña.  Tras  una  breve  pausa,  Gibson  entra  en  campo,  dando  un  paso  a  la  izquierda,  y  queda  detenido  tal  que  así:    

        No   sé   a   ustedes,   pero   a   mi   me   hace   gracia.   Claro   que   hay   que   verle   moverse,  entrar  en  campo,  porque  la  rigidez  se  observa  en  los  movimientos  más  aún  que  en  su   ausencia,   que   es   también   muy   abundante.   Por   ejemplo,   Shyamalan   tiende   a  hacer   adoptar   poses   ridículas   a   los   personajes   sentados,   como   en   la   captura  siguiente,   donde   los   dos   adultos   se   colocan   de   forma   rígida   y   frontal   ante   la  cámara,  con  las  manos  sobre  las  rodillas.    

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        Su   aire   ridículo   es   evidente,   reforzado   además   por   el   hecho   de   que   en   ese  momento   los  niños  están  en  una  posición  más  avanzada  que  ellos  por  estar  más  dispuestos   a   creer   en   lo   extraordinario.   Ahí   Shyamalan,   como   tantas   veces   en   la  película,   peca   de   enfático   colocándolos   en   primer   término,   y   además  uno   a   cada  lado,  para  equilibrar  la  composición  (he  tomado  un  momento  en  que  solo  hay  uno,  para  que  se  vea  mejor  la  posición  de  los  adultos).           Como   si   quisiera   llevar   los   aires   ridículos   un   poco  más   lejos,   a   esto   añade   los  clásicos  sombreros  de  papel  de  plata,  que  primero   llevan   los  niños  pero  después  también  pasan  a  llevar  los  adultos,  o  al  menos  el  más  infantil  de  ambos:    

        Los   personajes   no   pueden   dar   mayor   impresión   de   indefensión,   ni   estar   más  unidos   en   una   común   naturaleza   infantil,   independiente   de   las   edades.   Cada  diálogo  da  fe  de  ello:   las  forzadas  frases  proferidas  por  los  dos  hermanos  adultos  en   la  hilarante  persecución  nocturna  alrededor  de   la  casa,   la  conversación  con   la  sheriff  sobre  si  una  mujer  puede  correr  tanto  como  un  hombre  (y  la  distancia  que  

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hay   entre   la   burla   de   Phoenix   y   su   disculpa,   donde   vemos   lo   lento   que   es   el  personaje),   o   la   impagable   escena   de   la   confesión   en   la   farmacia,   también   de  desarbolante   candidez,   pues   la   dependienta   se   confiesa   tan   solo   por   el   uso   de  palabrotas  que  ni  siquiera  se  atreve  a  decir  en  alto  frente  al  ex-­‐sacerdote.  De  nuevo  la  inmovilidad  es  clave  en  la  comicidad  de  la  escena:  ella  en  primer  término,  en  el  lateral   derecho,   Gibson   impávido   delante,   sin   mirarla   ni   a   ella   ni   a   nada   en  concreto,  con  esa  cara  de  circunstancias  en  la  que  tan  maestro  es,  escuchando  algo  de   lo  que   claramente  no  quiere   saber  nada,   y   finalmente   la   cabeza  de  un   cliente  que   aparece   tras   su   espalda.   Si   alguien   tiene   dudas   sobre   lo   deliberado   de   la  comicidad  de  Señales,  basta  ver  esta  escena,  casi  sketch,  para  despejarlas.    

       La   indefensión,   como   siempre,   es   fruto   de   los   traumas   de   los   personajes.   En   la  captura  de  más  arriba  de  Phoenix  y  los  niños  vemos  dos  traumas  distintos:  el  de  la  pérdida   de   la   madre   (ellos)   y   el   del   fracaso   como   jugador   de   béisbol   (él).   Cada  cuerpo   está   configurado   por   su   drama   personal,   detenido   en   un   rictus   de  inutilidad,  que  mueve  a   la  risa  cada  vez  que   los  personajes  toman  por  ejemplo  el  valor  de  mirarnos  a   los  ojos  (algo  que  hacen  mucho  en  Señales),  un  atrevimiento  que  sin  duda  escapa  a  sus  capacidades:  son  personajes  que  no  pueden  sostener  la  mirada,  ya  que  a  duras  penas  se  sostienen  a  sí  mismos.  En  el  encuentro  entre  su  seriedad  y  su  estulticia,  lo  que  Shyamalan  hace  surgir  es  la  risa,  el  ridículo.          Como  La  joven  del  agua  desarrolla  el  uso  de  la  narrativa  demiúrgica  postulado  en  Señales   y   Unbreakable,   en   El   incidente   la   mezcla   entre   humor   y   terror   y   la  impavidez   de   los   personajes   se   extiende   a   casi   todos   ellos,   aparte   de  perfeccionarse   en   un  mayor   refinamiento   en   la   puesta   en   escena   (apenas   queda  rastro  del  vulgar  y  constante  uso  del  gran  angular  en  Señales,  por  ejemplo,  aunque  del  de  la  cámara  lenta  no  hay  modo  de  librarse)  y  riesgo  en  la  introducción  de  lo  cómico.           Los   elementos   citados   de   Señales   están   todos   aquí,   aunque   los   traumas  desaparecen,   de   modo   que   no   hay   razón   aparente   para   la   extrañeza   visible   en  Zooey  Deschanel,  Mark  Wahlberg  y  John  Leguizamo.  Ella  parece  petrificada  en  un  gesto   de   perplejidad   e   inquietud   eterno,   apoyado   por   unos   impresionantes   ojos  que  Shyamalan  no  duda  en  aprovechar  para  crear  esa  extrañeza  que  busca  en   la  

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actriz;   Wahlberg   siempre   parece   entre   atontado   y   molesto,   pero   una   molestia  impotente,  imposible  de  precisar  ni  mucho  menos  de  resolver  (el  momento  en  que  mejor  y  más  cómicamente  se  muestra  es  en  sus  divertidas  réplicas  a  la  anciana  en  el  momento  en  que  esta  le  pregunta  si  quieren  robarla  o  matarla  mientras  duerme;  ahí  Wahlberg,  como  se  suele  decir,  está  de  Oscar);  y  Leguizamo  lleva  la  molestia  a  un  constante  gesto  de  estreñimiento,  me  atrevería  a  decir,  una  agresividad  larvada,  inofensiva,   contenida,   que  encubre  una  enorme  vulnerabilidad  que  va   saliendo  a  flote   conforme   la   situación   avanza.   En   conjunto,   simplemente   parecen   niños,  superados  por  sus  circunstancias  y  con  la  candidez  de  sus  pequeños  conflictos,  que  no   acarrean   consecuencia   alguna   en   la   narración.   Las   películas   de   Shyamalan  siempre   se   plantean   como   resoluciones   de   traumas,   de   conflictos   internos,   pero  aquí  no  hay  nada  así,  tan  solo  una  pequeña  crisis  matrimonial  que  mueve  a  la  risa  más   que   nada.   Pareciera   que   Shyamalan   asume   la   grandeza   del   sub-­‐género   de  catástrofes  solo  en  el  conflicto  planteado,  uno  entre  el  hombre  y  la  naturaleza.  Los  humanos   se   convierten   en   poco  más   que   peleles   ridículos,   aunque   por   supuesto  esto  no  comporta  burlarse  de  ellos,  mantienen  siempre  una  entidad,  dignidad  si  se  quiere,  por  la  que  es  importante  si  los  protagonistas  se  quieren  o  no,  y  cada  muerte  sigue  siendo  un  shock,  un  “acontecimiento”.  Por  ejemplo,  la  pareja  que  recoge  a  los  protagonistas   en   su   coche   son   presentados   como   excéntricos   y   risibles,   pero   el  hombre  adivina  desde  el  principio  la  causa  de  la  catástrofe  y  la  muerte  de  ambos,  que   no   vemos,   es   precedida   por   un   primer   plano   del   rostro   sordamente  conmocionado  de  él,  doblemente  conmovedor  por  el  encuentro  de  su  emoción,  de  su   miedo,   con   el   desequilibrio   de   sus   facciones   y   el   leve   atontamiento   de   su  expresión;  el  plano  siguiente,  en  que  ambos    entrelazan  su  manos  con  el  resto  del  grupo  al  fondo,  es  para  un  servidor  uno  de  los  momentos  más  emocionantes  de  la  película.             Por   otro   lado,   El   incidente   se   encuentra   bastante   lejos   (no   todo   lo   que   sería  deseable,   pero   la   candidez   obliga)   del   paradigma   viril   tan   propio   del   cine   de  catástrofes,   muy   bien   ejemplificado   por   la   reciente   San   Andreas:   además   del  pelelismo   citado,   los   dos   hombres   son   profesores   de   ciencias,   no   hombres   de  acción,   absolutamente   superados   por   la   situación.   La   formación   científica   solo  ayudará  a  localizar  la  naturaleza  del  problema  y  postergar  la  muerte  durante  unas  horas.  No  es  poca  cosa,  pero   la   indefensión  de   los  protagonistas  es  casi  absoluta.  Los  militares  son  tan  impotentes  como  cualquiera.  La  inteligencia,  y  sobre  todo  el  amor   (sin   metáforas)   acaban   resultando  mucho  más   importantes   que   la   fuerza,  para  la  supervivencia.             La   comicidad   de   la   película   se   manifiesta   también   en   los   diálogos   absurdos,  rayanos  en  lo  inverosímil  como  sucede  en  el  ejemplo  más  claro,  el  momento  en  que  Wahlberg   habla   con   la   planta   de   plástico,   una   escena   que   pareciera   escrita   para  decir  a  los  espectadores  que  sí  que  pueden  reírse  con  la  película.  Después  de  esto,  uno   de   los   adolescentes   aconseja   a  Wahlberg   con   sus   problemas   sentimentales,  otra  concesión  clara  al  humor;  pero  en  la  siguiente  escena  unos  individuos  siempre  ocultos   matan   brutalmente   a   los   dos   jóvenes.   Las   actitudes   atontadas   van  acompañadas   de   diálogos   igualmente   extraños,   que   rara   vez   ceden   al   retrato  realista  de  una  situación  de  riesgo,  algo  que  sí  mantienen  sin  embargo  las  escenas  de  violencia,  donde  Shyamalan  se  las  arregla  con  una  sobriedad  que  apenas  había  ejercido  hasta  entonces  para  hacer  sentir  el  peligro  en  un  contexto  en  el  que  este  es  invisible.  

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       Un  buen  ejemplo  es  el  recién  citado:  los  paranoicos  matan  a  los  dos  jóvenes  sin  que  Shyamalan  los  haga  nunca  visibles  y  por  supuesto  sin  que  haya  otra  relación  con  ellos.  Encerrados  en  la  paranoia  antiterrorista,  no  hay  mejor  modo  de  mostrar  esta   que   el   que   escoge   Shyamalan,   reduciéndolos   a   un   encierro   absurdamente  homicida.   Antes,   en   el  momento   en   que   varios   supervivientes   se   dividen   en   dos  grupos  que  atraviesan  el   campo,   cuando  uno  de  ellos  empieza  a  matarse,   el   otro  solo   sabrá   de   ello   por   los   disparos   que   se   escuchan   al   otro   lado   de   una   ladera.  Primero  tendrá  que  deducir  algo  terrible,  basándose  solo  en  el  sonido  de  la  pistola,  después   decidir   qué   hacer.   Ninguna   panorámica   o   visión   aérea   nos   muestra   la  distancia  entre  ambos,  tan  solo  los  disparos  nos  la  dan  a  entender,  invisibles  pero  demasiado  cercanos,  puntuando  la  nerviosa  conversación  entre  la  gente  sobre  qué  hacer.   La   separación   entre   la  muerte   y   la   vida   está  dada  por   tanto  de   la  manera  más  simple.  Suena  el  primer  disparo  y  todos  se  dan  la  vuelta:    

       El  contraplano  de  esta  imagen  y  este  disparo  (que  son,  por  cierto,  los  que  siguen  a  las  manos  entrelazadas  que  citaba  antes)  solo  muestra  la  ladera.  La  muerte  está  al  otro  lado,  fuera  de  campo.  Y  sin  embargo  lo  que  vemos,  en  el  fondo,  es  la  fuente  de  esa  muerte:  simple  hierba,  unos  poco  espectaculares  árboles.  

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        Una   cotidianidad,   sencillez   campestre,   que   sin   embargo   ha   devenido   asesina,  como   enseguida   deducirá  Wahlberg,   siguiendo   la   idea   del   hombre   que   acaba   de  morir.   Esta   amenaza   mayor,   la   de   las   plantas,   se   representa   con   el   simple  movimiento   de   la   hierba   y   las   hojas   de   los   árboles,   que   por   supuesto   no   puedo  recoger  aquí  en  captura  alguna.           En   todos   los   casos,   la   parquedad  de   los   personajes   parece   ser   emulada   por   la  puesta   en   escena,   de   una   sobriedad   que   destaca   sobre   todo   en   los   suicidios,  mostrados   con   esa  mezcla   de   solemnidad   y   sencillez   tan  marca   de   la   casa   pero  nunca   tan   lograda   como  hasta   ahora:   se  muestran  desde   lejos   en   los   casos  de   la  cortadora   de   césped   o   el   de   Leguizamo   (un   ejemplo   de   plano   técnicamente  complicado  que  sin  embargo  no  puede  parecer  más  sencillo),  o  recurriendo  a   las  grabaciones   caseras   que   tan   buen   rendimiento   le   dieron   en   Señales   (me   refiero,  aquí,   al   suicidio   en   el   recinto   de   los   leones),   que   suponen   también   una   mirada  desde   más   lejos   todavía,   sin   proximidad   física   alguna   al   acontecimiento.   Por  supuesto,  se  manifiesta  con  intensidad  la  tendencia  natural  de  Shyamalan  a  reducir  el   espacio   de   los   sucesos,   de   modo   que   la   estremecedora   lluvia   de   obreros   se  reduce  a  un  solo  edificio  en  construcción  y  siempre  se  contempla  desde  el  punto  de  vista  de  un   solo  hombre,   un  obrero   aterrado,  mientras  que   en  un  blockbuster   al  uso,   la   lluvia  abarcaría  una  avenida  entera  y  los  sujetos  horrorizados  serían  unos  cuantos.   Esta   escena   es   modélica:   primero   cae   un   cuerpo   y   varios   obreros   se  acercan  a  él.  Uno   informa  por   radio,   se  quita  el   casco,   escuchamos  otro   ruido  de  caída  a  sus  espaldas;  los  obreros  se  dan  la  vuelta  pero  Shyamalan  pasa  a  un  primer  plano  del  de  la  radio.  El  punto  de  vista  queda  establecido.        

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   El  hombre  camina  hacia  el  caído,  mientras  otro  cuerpo  cae  a  sus  espaldas.  Aunque  esta   caída   tiene   lugar   durante   un   plano   cenital   del   primer   cadáver   rodeado   de  obreros,  el  siguiente  plano  sigue  al  hombre  desde  su  espalda,  mientras  este  mira  a  su   alrededor,   por   el   que   va   cayendo   cuerpo   tras   cuerpo,   aunque   siempre   sin  excesos:  primero  tenemos  el  que  acaba  de  caer:    

           Después  el  hombre  se  gira  hacia   la   izquierda  seguido  siempre  por   la  cámara,  y  entonces  cae  otra  persona:  

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           Y  finalmente,  otra:    

       Son  solo  tres  cuerpos,  pero  la  sujeción  a  la  espalda  de  ese  testigo  y  el  movimiento  de   la   cámara   recorriendo   un   alrededor   por   el   que   caen   personas   da   toda   la  impresión  de  un  desmoronamiento  general,  radical,  del  mundo  conocido.  Remate:  un   picado   casi   cenital   muestra   al   hombre   finalmente   mirando   hacia   arriba   y  entonces   vemos   la   lluvia   de   cuerpos,   reforzada   por   la   música   de   la   que   no   hay  modo  de  librarse  en  Hollywood,  dirija  quien  dirija.  La  escena  culmina  con  el  rostro  estremecido,   aterrado,   del   obrero.   No   hay   plano   aéreo,   panorámica   de   la   calle,  lluvias   de   decenas   o   centenares   de   personas,   solo   un   obrero   que   ve   a   varios  compañeros  caer  a  su  alrededor.          Igualmente,  en  el  primer  suicidio  que  abre  la  película,  en  Central  Park,  el  hecho  se  reduce  al  alfiler  que  una  mujer  se  clava  en  su  cuello,  y  la  paralización  de  la  gente  del   parque,   los   gritos,   etc.,   son   también   seguidos   desde   el   punto   de   vista   de   su  acompañante,  otra  mujer  que  de  hecho  llega  a  describir  un  suceso  violento  que  no  

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vemos  sin  embargo  en  sus  contraplanos.  Cuando  la  otra  se  clave  la  aguja  del  pelo  en  el  cuello,  el  plano  estará  en  consecuencia  compuesto  en  dos  mitades:  el  cuello  de  la  víctima  y  el  rostro  del  testigo:    

       Detalle   a   tener   en   cuenta:   cuando  el   alfiler   se  hunde  en   el   cuello,   la   otra  mujer  inclina   la   cabeza,   sin   gesto   alguno  de  horror   (es   el  momento  que  presento   en   la  captura);   sin   subrayado   alguno,   Shyamalan   acaba   de   mostrarnos   el   momento  exacto  en  que  la  mujer  empieza  a  ser  víctima  de  las  plantas.          La  sección  urbana  de  la  película  concluye  con  tal  vez  el  mejor  momento  de  todo  el   cine   de   Shyamalan,   que   también   sirve   para   informar   del   crecimiento   de   la  extensión   espacial   del   peligro,   al   pasar   el   “incidente”   de  Nueva   York   a   la   ciudad  fetiche   de   Shyamalan,   Philadelphia   (o   “Killadelphia”,   como   reza   el   titular   de   un  periódico   que   aparece   en   la   película).   Se   trata   del   justamente   célebre   plano   que  sigue  el   recorrido  de  una  pistola  que  en  plena  calle  varios   suicidas  van   tomando  uno   tras   la  muerte   de   otro,   para  matarse.  De   nuevo  no   son  muchos:   solo   vemos  morir  a  dos,  hombres  a  quienes  hemos  visto  hablar  brevemente  segundos  antes,  y  el  plano  corta  con  el   tercero,  una  mujer  de   la  que  nunca  veremos  el  rostro,  de   la  que  nada  sabemos.  Este  anonimato  de  la  última  víctima  concuerda  con  el  hecho  de  que  si  los  suicidios  previos  se  contemplan  desde  un  punto  de  vista  humano,  en  este  el   protagonista   es   la   pistola,   la   herramienta  que  da  muerte.   La   cámara   la   espera  siempre  en  el  suelo,  sabiendo  que  volverá.  El  abandono  del  punto  de  vista  humano,  que  tantas  veces  acostumbra  a  tener  como  consecuencia  o  prueba  la  elevación  de  la  mirada,  aquí  al  contrario  lleva  a  colocar  la  cámara  a  nivel  del  suelo,  ese  al  que  las  personas  irán  cayendo  una  a  una,  o  de  donde  recogerán  el  instrumento  con  que  se  darán  muerte.          Como  siempre,  la  clave  en  el  proceder  de  Shyamalan  es  su  obsesión  por  reducir  el  campo.  Curiosamente,  los  únicos  momentos  en  que  muestra  espacios  amplios  es  justo  antes  de   la  catástrofe,   justo  antes  de  que   todos  empiecen  a  matarse:   lo  que  muestra  es,  entonces,  un  lugar  como  los  Campos  Elíseos  lleno  de  gente  detenida.  

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           Como   puede   verse,   por   muchos   Campos   Elíseos   que   sean,   Shyamalan   se   las  arregla  para  que  el  espacio  parezca  más  reducido  de  lo  que  es,  con  la  ayuda  de  las  dos   filas  de   árboles   y,   sobre   todo,  negándose   rigurosamente   a   la  panorámica.   Lo  mismo  sucede  en  Central  Park:    

       No  hace   falta   señalar   lo   relevante   que   es   que   sea   la   vegetación   la   que   limite   el  alcance  de  nuestra  mirada.  Ningún  plano  nos  muestra   todos   los  Campos  Elíseos,  todas  las  personas  en  Central  Park  o  en  las  avenidas  suicidándose.  Los  dos  planos  que  muestro  son  de  hecho  subjetivos,  como  el  de  los  obreros  que  se  ven  caer  desde  abajo.  Solo  el  hombre  que  se  coloca  bajo  el  cortacésped  es  visto  desde  una  posición  elevada:   la   que   corresponde   al   punto   de   vista   de  Wahlberg,   que   se   detiene   para  observarlo  mientras  sube  una  ladera.           (Por  cierto  que,  a   los  críticos  de  cuarta  que   llamaban  “fordiana”  a  una  película  plagada   de   grúas,   helicópteros   y   música   intrusiva   como   The   Straight   Story,   les  sugeriría   que   igual   podrían   llamárselo   a   esta,   rodada   bastante   rigurosamente   a  

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escala   humana,   con   la   candidez   de   ciertos   Ford   y   capaz   como   aquel   de,   pese   a  mantenerse  bien  atado  a  la  citada  escala  pequeña,  reducida,  propulsarse  desde  allí  al   conjunto  de   la   comunidad  estadounidense  mediante   la   invocación   familiar;  no  creo   que   Shyamalan   sea   fordiano   ni   por   casualidad,   como   tampoco   veo   la  necesidad  de  llamar  “fordiano”  a  nadie,  pero  ya  que  parece  que  algunos  tienen  la  tienen,   les   sugeriría   buscar   sus   razones   más   allá   de   la   presencia   de   sombreros  vaqueros…).                  El  peligro  es  cierto,  grave,  aterrador,  pero  en  cuanto  fuera  de  esos  momentos  nos  acercamos  a  individuos  concretos,  nos  encontramos  con  que  son  risibles,  con  que  parecen   estar   en   una   comedia   (muy   rara,   sin   duda)  más   que   en   una   película   de  terror   o   catástrofes.   Se   podría   decir   que   la   comicidad   es   el   acontecimiento  más  sobrenatural  de  El   incidente:   he  aquí  un  cineasta  al  que  no   le   importa  entrar  del  todo  en  la  inverosimilitud  (en  la  inverosimilitud,  saben,  se  cae  o  se  entra)  mientras  nos  cuenta  una  historia  en  la  que  lo  fundamental  sería  creer  en  la  realidad  de  los  personajes   para   así   preocuparnos   por   ellos.   Pero   no   es   la   realidad   la   que   nos  aproxima   a   un   personaje,   sino   el   modo   en   que   un   cineasta   se   relaciona   con   su  punto  de  vista.  Además,  me  atrevería  a  decir  que   la  comicidad  de   los  personajes,  cándidos,   indefensos,  mueve  más  al  cariño  que  a  la  identificación,  que  Shyamalan  busca  que  en  efecto  el  espectador  los  aprecie  como  a  niños,  por  mucho  que  estos  niños  puedan  tener  otros  a  su  cuidado.  ¿No  nos  muestra  el  final  de  la  película,  por  otro  lado,  esta  indefensión  en  que  todos  nos  encontramos?  A  pesar  de  lo  sucedido,  un   debate   televisivo   nos   muestra   cómo   no   se   han   alcanzado   las   conclusiones  adecuadas,   las  que  con  toda  sencillez  alcanzó  el  personaje  de  Wahlberg  mientras  escuchaba  disparos  a  su  alrededor.  Tal  vez  después  de  París…          Si  la  reciente  y  exitosa  La  visita,  de  la  que  hablaré  aquí  próximamente,  retoma  la  comicidad  de  El   incidente,  no  es  menester  olvidar  que  mientras   la  primera  es  un  conflicto  entre   jóvenes  y  viejos,   frecuentes  objetos  o  sujetos  de  risa  en  el  cine  de  todos   los   días,   la   segunda   lleva   el   extraño   sentido   del   humor   de   Shyamalan   al  mundo   adulto.   Digámoslo   así:   con   jóvenes   y   viejos,   en   el   cine   hay   licencia   para  inventar;   con   adultos,   el   realismo   se   impone.   Shyamalan   violenta   esta   regla   no  escrita  y   crea  unos  adultos   inverosímiles,   sin  que  esto   sea  dicho  como  demérito;  antes  bien,  El   incidente   vale   lo  que  esta   extrañeza,   esta   inseguridad  que  dificulta  establecer   el   tono,   el   género,   y   en   consecuencia   violenta   todas   las   claves   que  habitualmente   dicen   al   espectador   cómo   ha   de   reaccionar   a   una   película   antes  incluso   de   empezar   a   verla.   Raúl   Ruiz   sostenía,   en   el   segundo   volumen   de   su  Poética   del   cine,   que   no   solo   no   había   contradicción   entre   distanciamiento   y  fascinación,   sino   que   la   segunda   dependía   en   gran  medida   de   la   primera.   Pocas  muestras  de  esto  mejores  que  El   incidente  nos  ha  dado  Hollywood  en   las  últimas  décadas.      Publicado  en  Marginalia,  17-­‐XI-­‐15  http://marginaliafragmentos.blogspot.com.es/2015/11/en-­‐tierra-­‐extrana-­‐shyamalan-­‐2.html