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EN VILLA SOLDATI COMBATEN UNA OLA DE ROEDORES
Un depósito de cereales quedó abandonado y las ratas salieron. Los vecinos dicen que son enormes y se meten en sus
casas
Por Horacio Cecchi
El frente del galpón parece eso, un frente de galpón. El galpón en sí mismo configura toda una apariencia de galpón.
Cuatro paredes altas, puertas de entrada de camiones, techos de lata. Pero ni galpón ni frente de galpón son lo que se
supone que son. En realidad, el de Pergamino 3254/56, en Villa Soldati, es según los vecinos de la cuadra un depósito
de cereales devenido en aguantadero de roedores. Un enorme y creciente, y cada vez más grande nido de ratas cada
vez más grandes y crecientes. Desde las fiestas navideñas, la cuadra de Pergamino al 3200 ya no es la
misma. Dicen que todo empezó al ser retirada la última bolsa de cereales,
desatándose la hambruna dentro de las cuatro paredes del pseudo galpón y una horda de ratas salió en busca de
sustento, devorando pandulces y pollos navideños y entrometiéndose en la vida privada de los vecinos. Desde
entonces, chicos, jóvenes y adultos de la cuadra encontraron una diversión: matar a la rata.
La historia parece extraída de “Satarsa”, un relato de Julio Cortázar, en el que un pueblo enfrenta un ejército de ratas,
palíndromo mediante: “Atar a la rata”. El jefe de aquel ejército literario era una rata jamás vista pero a la que todos
describían como descomunal. Su nombre: Satarsa, la rata. Ahora Satarsa está entre nosotros, más precisamente en
Villa Soldati.
El pseudo galpón está ubicado sobre Pergamino, entre Itaquí y las vías del “tren de los pobres”, como apodan a la
línea que une la estación Buenos Aires y Rafael Calzada. Apenas uno llega a la esquina de Pergamino e Itaquí se
topará con el primer dato de la irrealidad: Chimbera, la pony de Carlos, vecino de la cuadra, atada a un poste de luz.
Conclusión: en Pergamino al 3200 las ratas son gigantes y los caballos enanos. Pero ayer, antes que Chimbera, se
apareció de improviso Ana Annechini. Ana, la única enviada de la empresa del pseudo galpón, no daba abasto
haciendo frente al calor y a los medios de prensa: “Las ratas no son del galpón”, insistía una y otra vez.
Los vecinos parecían desmentir la especie. Sentados en banquitos en la vereda, arrumbados por el calor y agotados
por las incursiones nocturnas (suyas contra las ratas en respuesta a las de las ratas contra ellos) aguardaban
pacientes a que el cronista se aproximara a ellos, mientras cebaban mates de yerba secada al sol. “Es un depósito de
semillas –explicó Roberto–. Lo terminaron de vaciar esta semana y las ratas se quedaron sin comida.” “En los
camiones se ve un cartel de Distribuidora del Sur”, recordó Walter, hijo de Roberto. “El asunto es a las 9.10 de la
noche”, puso en situación Carlos, el dueño de la yegua enana. “A esa hora, baldeamos las veredas. Como adentro les
cortaron el agua, ellas (por las enemigas) están sedientas. Escuchan el agua y salen a tomar. Y ahí, páfate, les damos,
pero muchas se te meten en las casas.”
Según la descripción de Pamela, hermana de Walter, “las más chicas pasan por abajo de la puerta del galpón. A las
más grandes las vemos descolgarse desde las ventanas. Enroscan sus colas en los alambres y bajan con una velocidad
increíble”. “Yo salgo todas las noches a comer mi ensalada de fruta a la puerta de mi casa –comentó Walter– y siempre
las veo ahí.” Nadie en la cuadra de Pergamino al 3200 alcanza a coincidir una explicación al fenómeno. Si Roberto
sostiene la hipótesis de que el galpón quedó vacío de semillas, otros confirman que está lleno y que en realidad, lo que
ocurrió es que el nido creció en forma desmesurada. Mirta adhiere a esta última posibilidad: “No las veíamos hasta
que empezaron a multiplicarse”, aseguró a Página/12, en la puerta de su casa, mientras con el índice señalaba al
umbral de una vecina. Sobre el escalón de mármol, manchas de sangre eran huellas evidentes de un combate feroz la
noche del martes.
Sobre el portón y las paredes del galpón, aparecía un grafitti: “Fuera ratas y también el dueño”. Firmado: “Yo”. A
pocos metros, los cuerpos deseis ratas de diferentes tamaños se exponían como trofeos en su último destino, un cesto.
Es cierto que no excedían el tamaño normal de los habituales roedores urbanos, pero entre los susurros de los vecinos
flotaba la sombra desmesurada de Satarsa: “Esas son las chiquitas”, reflexionó el pequeño Walter y varios asintieron
en silencio.
“Preparamos un pollo para Navidad, y lo dejamos en la mesa del patio, y una rata saltó de arriba y se lo empezó a
comer”, se quejó Cristian, de 25 años. Sergio Levy, en cambio, tenía otra historia que contar: “A mi tía le pasó una rata
por encima mientras dormía, y a una vecina, se le apareció una mientras bañaba a su hijita de tres años”. “Yo vivo al
lado del galpón”, aseguró a este diario Daniel Martini, subsecretario de Relaciones Políticas e Institucionales porteño.
“Mi esposa vio una en el fondo de casa.” Ayer, una comisión de inspectores de Control Ambiental de la ciudad verificó
la presencia de los roedores e inició el proceso de desratización, según informó el director del sector, Diego Martínez.
“‘Quedate tranquila, Ramona’ –se oyó a Ramona, desde un banquito–, me dijo Jorge, el dueño de la empresa. ‘No me
voy de aquí hasta que se vaya la última rata’.” Jorge es Amore, pero ayer por la tarde no estaba allí y según los
vecinos, Satarsa y sus secuaces aún permanecían dentro.
http://www.pagina12.com.ar/2001/01-01/01-01-04/pag15.htm