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La naturaleza exuberante de Nayarit acogió a nuestra escritora, quien en ejercicio espiritual se redescubrió entre manglares, playa, cocodrilos y muchas aves. Sin perder el sentido del humor aprendió una de las actividades nayaritas predilectas: a pajarear. Encuentros TexTo Claudia Muzzi San Blas en foto: patricia aridjis. 086NGT24_mxmay10 86 4/14/10 1:33:57 PM

Encuentros en San Blas

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por Claudia Muzzi en National Geographic Traveler Latinoamérica Mayo 2010

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La naturaleza exuberante de Nayarit acogió a nuestra escritora, quien en ejercicio espiritual se redescubrió entre manglares, playa, cocodrilos y muchas aves. Sin perder el sentido del humor aprendió una de las actividades nayaritas predilectas: a pajarear.

Encuentros

TexTo Claudia Muzzi

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La costa cercana a San Blas es ideal para los amantes de la naturaleza y de la buena comida en un ambiente relajado.

“¿Te da miedo volar?”. “No. Es la primera vez que me separo de mi hija de 14 meses. Quizá eso es lo que me inquieta un poco... Y las turbulencias”.

Pero el vuelo fue impecable. Me sorprendió que sirvieran cacahuates y bebidas de cortesía, que las sobrecargos aún realizaran su coreogra-fía con mascarillas de oxígeno y la existencia ob-soleta de la señal luminosa que prohíbe fumar. Y luego la sorpresa dio lugar a la costumbre (como si no hubieran pasado nueve años) y me puse a platicar con uno de mis compañeros.

Aterrizamos en Puerto Vallarta (la otra for-ma de llegar, vía aérea, es por Tepic) al finalizar la tarde y emprendimos nuestro camino hacia el Norte por una carretera paralela a la costa. Había oscurecido ya, así que no pude hacerme una idea del paisaje ni, cuando llegamos a San Blas, del pueblo porque para llegar al hotel no había que adentrarnos en él.

Tras una breve bienvenida en el vestíbulo, nos acompañaron a nuestras habitaciones. Te-nía media hora antes de la cena y la utilicé para explorar un poco los jardines del hotel y bus-car la playa. El clima era perfecto. El ambiente tenía la consistencia cremosa de la humedad marina, no hacía calor, se veían un montón de estrellas en el cielo. Rodeé la alberca, me topé con una pequeña capilla cerrada en la parte tra-sera del jardín, llegué a los extremos de la pro-piedad. Nunca encontré la playa.

“Estamos en el estero, Claudia”, me comen-tó después Doris, una de las cuatro hermanas propietarias del hotel, mientras esperábamos al resto del grupo para la cena. Ella estaba a car-go, intuí por su omnipresencia, por la rapidez con la que había memorizado mi nombre –y el de los demás huéspedes, se entendía–, por la manera en que, sin dejar de prestarte aten-ción al hablar, estaba pendiente del más míni-mo movimiento a su alrededor.

Cuando se congregó el grupo, nos presentó a Diana, otra de las hermanas, quien estaba al frente de El Delfín, el restaurante del hotel. Nos extendió una hoja con el menú para la cena. En lo que nos servían las bebidas, Doris explicó que el tema de este viaje giraba en torno a las aves y culminaría con la inauguración del Sexto Festival Internacional de las Aves Migratorias.

La cena se desplegó frente a nosotros: bro-cheta de camarón con salsa al chipotle, sopa de chícharo y menta, pescado a la mostaza y perejil, helado de limón con albahaca y la pre-sentación de Betty, la tercera de las hermanas, chef (por cierto, discípula de Juan Mari Arzak)y obvia responsable de la cena.

Jueves. MexcaltitánTomé un café en lo que me preparaba y desempacaba. Miré hacia afuera por la ven-tana. Ni pueblo ni mar. Alcanzaba a ver una cancha deportiva con pasto y una calle.

Después del desayuno, dejamos las llaves de las habitaciones con Josefina, la cuarta de las hermanas, y a la carretera de nuevo. No tenía ningún conocimiento previo sobre San Blas y ahora, conforme pasaba el tiempo, sin verlo aún, la expectativa crecía. Paramos en Santia-go Ixcuintla, donde nos encontramos con Li-lia, directora del Museo del Origen en la isla de Mexcaltitán, nuestra guía.

La importancia de la isla estriba en que, de acuerdo con un buen número de historiadores e investigadores, todo apunta para que se trate de la legendaria Aztlán.

La Batanga es el embarcadero en el que to-mamos el bote que nos llevó, durante media hora, por una laguna rodeada de mangles, has-ta desembarcar en un muelle rústico que me ofreció el primer avistamiento de aves del via-je: garzas sobre motores de lanchas y pelíca-nos gordos y grises.

L legué a San Blas, como se debería llegar a cual-quier destino: sin prejuicios (sólo un recuerdo vago de una canción de Maná). Llevaba la infor-mación básica para no pasar como una ignara y la emoción de quien no se ha subido en un avión desde antes del 11 de septiembre de 2001. De ma-

nera involuntaria, comunicarlo a mis compañeros me granjeó un poco de simpatía y mucha curiosidad. “¿Pero, por qué?”. “Por moti-vos personales”, contesté por etiquetar circunstancias que ha-brían entrado mejor en la categoría “Ironías de la vida”.

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el mar estaba ceñido por un par de escolle-ras laterales, nos salpicamos un poco al cho-car contra las olas.

Dejamos atrás un peñasco blanco, llamado Haramara, lugar de culto a la diosa del mar para los huicholes, y nos fuimos alejando de la línea costera.

Había unos cuantos barcos camaroneros y Jorge, con cierta resignación, nos explicó que no era fácil conciliar ecología y pesca.

Fue un trayecto zigzagueante: nuestro capi-tán había visto ballenas jorobadas en los alre-dedores y dedicamos una buena hora y media a acercarnos a ellas y a admirarnos frente a los chorros de agua que emiten al respirar y a sus saltos espectaculares.

Luego, como puntitos en el horizonte, avis-tamos las Islas Marías. Un poco más tarde, Isla Isabel, que, conforme nos acercamos, reveló un par de promontorios en su perfil. En ese momento, dejamos de pensar en las ballenas y la atención se volcó por completo hacia la isla. No era desierta, como en algún momen-to pensé tras saber que se trababa de un Par-que Nacional y que carecía de agua dulce. En ella habitaba una comunidad de 150 pescado-res temporales autorizados a trabajar en las in-mediaciones de la isla.

En el promontorio izquierdo había un faro mientras que, del lado derecho, la geografía mostraba la naturaleza volcánica de la isla: era como si en algún momento la piedra po-rosa hubiera cedido y medio cerro hubiese caí-do al mar. El corte transversal dejaba ver las tonalidades rojizas de las entrañas de lo que bien pudo haber sido un cráter hace muchí-simo tiempo. Actualmente esa ladera abrup-ta es sitio de anidación de muchas de las aves que pueblan la isla.

Cuando abocamos, Jorge llamó por radio para que uno de los pescadores se acercara a recogernos. Debíamos fondear a una cierta dis-tancia porque la isla está rodeada de arrecifes y la playa en la que se desembarca está en una bahía pequeña y muy cerrada. El agua es trans-parente y somera, con tonalidades verdes y tur-quesas y es posible ver algunos peces. Más allá de su importancia como santuario de aves, esta isla está rodeada de corales lo que hace que es-norquelear aquí sea un festín.

Apenas se apagaron los motores de la em-barcación, no se hizo el silencio. Chillidos y graznidos en varios decibeles llenaban el aire, correspondiéndose con las bandadas densas que sobrevolaban la isla. Las gaviotas me

El bobo café es una de las 92 especies de aves registradas en la isla Isabel.

Mexcaltitán es una isla oval, de 400 metros de largo por 350 de ancho. Las banquetas son muy altas porque, debido a las crecidas periódi-cas de la laguna, las calles se inundan y se con-vierten en canales que los habitantes navegan o vadean. De hecho, el nombre de una de las calles es Venecia.

Su economía se sustenta principalmente de la pesca de camarón y jaiba y, en menor medida, de la fabricación de artesanías de mangle.

Llegamos hacia mediodía, cuando la mayo-ría de los isleños ha vuelto de pescar y descan-sa en hamacas, indiferentes o acostumbrados a los turistas. Los niños salían de la escuela y se detenían en algún puesto callejero a comprar juguetes chinos o se perseguían unos a otros, sin preocuparse por ser atropellados porque no hay automóviles en la isla.

Recorrimos el Museo del Origen bajo la orien-tación del hermano de Lilia, quien había pasado un momento a casa a llevar comida a su fami-lia. Una reproducción del Códice Boturini narra la travesía de los mexicas desde Aztlán hacia el sitio en el que fundarían Tenochtitlán.

Antes de dejar la isla, comimos en La alber-ca, un restaurante abierto junto a la laguna. Se-guramente atraídas por el olor, las gaviotas se acercaban constantemente.

Huelga decirlo, el camarón dominaba el menú: camarones cucaracha (fritos hasta que crujen, con ajo y salsa Huichol), en paté, en aguachile, en empanadas o albóndigas; el pla-tillo más peculiar fue el tlaxtihuille, un mole de camarón, espesado con masa y condimentado con chile pico de pájaro.

A nuestro regreso visitamos las ruinas del fuerte y el templo de la Virgen del Rosario,

prácticamente lo único que queda del San Blas colonial, cuando fue uno de los dos puertos más importantes del Pacífico, desde donde se emprendió la exploración de las Californias y al que llegaba la Nao de China.

La vista hacia el mar y el estero era inme-jorable, y la luz oblicua que se filtraba por las ventanas de la contaduría (nombre que dan los locales a esta antigua aduana) crea-ba un ambiente de fantasmagoría tropical inédito. Atardecía.

De regreso al hotel, cenamos en El Delfín. El menú: taquitos de camarón con perejil frito, en-salada de pulpo con mayonesa al cilantro, pes-cado en mantequilla blanca con champiñones y cebollines, flan de camote con salsa de na-ranja. Un tequila y una cerveza.

Viernes. Isla IsabelNos encontramos a las seis de la mañana en el restaurante. Hacía fresco y el café cayó como una bendición, igual que el pan casero con la mermelada de guayabas provenientes del huerto de Betty. Las hermanas Vázquez se con-vertían en una fuerza religadora y nodriza. Do-ris entregó una hielera con sándwiches, frutas y bebidas para nuestra jornada y nos acompa-ñó a la escala náutica para presentarnos a Jor-ge Castrejón, el director de áreas protegidas, y para asegurarse de que todo estuviera en or-den con nuestra embarcación, que se abaste-ció de combustible en una bomba de gasolina encaramada en un muelle.

Me senté junto a Jorge en la proa. Había clareado ya pero el sol tardaría en aparecer. Nos alejamos del estero del Pozo y, pese a que, en el punto en el que se encontraba con fo

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Las amplias playas de la región son ideales para departir con amigos. Mexcatitlán tiene el encanto de los lugares por los que el tiempo parece no pasar.

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En sta parte de la costa nayarita, la vida es tranquila, y el ambiente rústico y amigable te acoge de inmediato.

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parecieron increíblemente ruidosas. Por lo que aprendí ese día, pueden ser también agresivas y dar picotazos a los visitantes.

Desembarcamos en la playa Tiburoneros, asentada en la comunidad de pescadores. Es una hilera de 24 barracas de lámina color ladri-llo con techos verdes a dos aguas. Sus lanchas descansaban sobre la arena y un olor punzan-te a pescado te envolvía de inmediato.

En 1976, Jacques Cousteau permaneció en la isla durante nueve meses para realizar un do-cumental, The Sea Birds of Isabela, y sugirió que fuera declarada Parque Nacional, lo que suce-dió en 1980 y se tuvo la intención de crear una base de investigación que se quedó en una es-tructura inacabada de cemento, ahora utiliza-da para dar resguardo a los investigadores que realizan estancias temporales.

Antes de comenzar el recorrido, nos reuni-mos en esta palapa con Jorge y dos ingenie-ros compañeros suyos encargados del día a día de la isla. Nos dieron datos generales y recomendaciones.

A partir de este momento, todo adquirió una textura de extrañeza indefinible. Al dejar la pa-lapa tuve que dar un rodeo porque muchas iguanas me impedían el paso. Yacían al sol, so-bre el cemento, una junto a la otra. ¡Nunca ha-bía visto tantas juntas!

Nos abrimos paso por un sendero hecho a base de pisadas, entre los arbustos. Árboles bajos albergaban nidos de fragatas en sus co-pas, el ave más abundante de la isla. De pron-to era como el País de las Maravillas: las aves lucían enormes para el tamaño del árbol que las soportaba. Con una envergadura que po-día alcanzar los 1.80 metros y una destreza aérea envidiable, descansaban impasibles, mi-rándome sin mucho interés y sin el menor te-mor. Tuve una primera revelación: estas aves pueden prosperar tan prolíficamente aquí por-que no conocen depredadores y, por lo mismo, no se asustan al vernos. Grandes, gordas y ne-gras, con sus picos especializados para pescar, se arrejuntan para ver pasar la vida. En algu-nos machos se podía ver el saco gular enroje-cido, diseñado para atraer a las hembras. Sin embargo, según nos explicó Jorge, no estaban en temporada de reproducción. Pero cuando lo fue, el mal tiempo había destruido sus nidos por lo que sus ciclos naturales se habían altera-do. Enseguida, conforme ascendíamos por el Cerro del Faro, nos pidieron que estuviéramos atentos a las hierbas que pudieran engancharse en nuestra ropa: eran semillas de un pasto no

No por Nada alguien ya

había descrito a la Isla Isabel como una Galápagos en

miniatura.

nativo y debíamos evitar llevarlo a otras zonas de la isla puesto que desplazaba especies loca-les y amenazaba los nidos de las fragatas.

Segundo momento de extrañeza: este ecosis-tema insular tenía la precisión de la maquina-ria de un reloj, pero era fragilísimo, y yo podía perturbarlo en cualquier momento, con sólo mover involuntariamente algo que, para mi en-tender citadino, era un simple abrojo. Al llegar a la cima, me topé con una explanada rocosa y blanqueada, no había ya árboles ni arbus-tos, y prevalecía el olor a guano. Era la zona de los pájaros bobos, que anidan a nivel del sue-lo (sólo el patas rojas anida en los árboles y lo veríamos después). Vimos bobos cafés y bobos patas azules. Al acercarnos al acantilado, en la parte opuesta a la que desembarcamos, los vi-mos enseñar a sus crías a volar. Hubo un mo-mento en el que no me atreví a dar un paso más; la sensación que había experimentado al toparme con las iguanas regresó potenciada: allá abajo, de cierta manera, no había dejado aún una zona familiar, después de todo, era ce-mento lo que pisaba; pero ahí arriba me sentí una intrusa, creí ver miradas hostiles en los bo-bos y empezó a resonar en mi mente una pre-gunta “¿Quién te dio permiso, Claudia?”.

Para cuando bajamos a la playa del Ocaso ya era todo un paisaje extraterrestre: una amplia zona intermareal compuesta por arena, roca basáltica y fragmentos de coral. Cuando el mar está tranquilo se pueden llegar a ver borbollo-nes provocados por la actividad volcánica que aún persiste. No por nada alguien había descri-to a Isla Isabel como una Galápagos en minia-tura: sólo en un paisaje como este podría vivir el solitario Jorge, el último espécimen de una subespecie de la tortuga de Galápagos.

La sensación de estar de más no me aban-donó ya durante el tiempo que permanecí en la isla. Cruzamos, agachados, entre árboles se-cos y espinosos, para volver al asentamiento de los pescadores, desde donde subimos hacia el único cráter completo que queda en Isabel: un lago de agua hipersalina y azufrada. Nos acercamos a otro acantilado, vimos otros bo-bos más agresivos (pensé que habrían apren-dido algo de las gaviotas revoltosas).

Antes de emprender el regreso, tuve oportu-nidad de conversar con algunos de los investi-gadores que trabajaban en la isla. Estudiaban la relación entre ciertas esponjas y corales.

Estaba entusiasmada con la idea de esnorque-lear, pero nos avisaron que debíamos irnos.

En la embarcación, el capitán pidió –con lo que no pude sino calificar como vestigios arrai-gadísimos de machismo náutico a falta de otras razones más poderosas– que las mujeres –Patri-cia y yo– nos sentáramos en la proa. Jorge nos acompañó. La tarde caía y Jorge nos platicaba cómo, más allá de ser encargado de áreas pro-tegidas, a veces tenía que fungir como media-dor entre los pescadores de la isla y los de tierra firme que anhelaban una oportunidad

El origen volcánico de Isla Isabel ha creado las condiciones que la convierten en un santuario de aves.

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insular; nos contó anécdotas sobre los pesca-dores náufragos que plagaron los noticiarios nacionales hace algunos años.

A ratos dejábamos de hablar; el ruido del mo-tor se convertía en un mantra.

Pensé que, si bien la presencia de humanos en Isabel sería idealmente indeseable, en las condiciones actuales es necesaria: los pescado-res, a cambio de hacer uso de las aguas, cuidan la isla; los investigadores contribuyen a preser-varla de una mejor manera. Si el hombre ha-bía roto el equilibrio, sólo él podía asegurarse de que se restableciera.

Ya había anochecido cuando me abandonó la extrañeza y le sobrevino una felicidad extraña: me sentí privilegiada por haber conocido Isa-bel. Al llegar a la cena, Doris nos miraba con la cara de alguien que ha atestiguado ya mu-chas conversiones.

Sábado. La TovaraSan Blas está en la región de marismas nacio-nales, comprendida del norte de Nayarit al sur de Sinaloa y conformada por una red de lagu-nas, ríos, manglares y pantanos. Es la extensión más grande de manglares en el Pacífico mexi-cano y alberga una gran biodiversidad que le ha merecido el estatus de área protegida.

Llegamos temprano a un embarcadero lla-mado El Conchal, en el río San Cristóbal. Don Chencho, nuestro guía, nos esperaba. Con el paso del tiempo, él, como muchos otros com-pañeros suyos, se fueron especializando en el conocimiento de aves al volverse San Blas un destino preferido para quienes gustan de paja-rear, como le llaman a esta afición.

Nos adentramos por los canales –despejados periódicamente por la gente del lugar– cada vez más estrechos, flanqueados por mangles

Una bandada de garzas vaqueras en La Tovara.

Los laberintos de mangles que se extienden por buena parte de Nayarit lo convierten en destino para muchas aves migratorias.

impresionantes: rojo, negro, blanco y chino. Íbamos muy despacio, escuchando las des-cripciones de nuestro guía quien, con una vis-ta agudísima, detectaba cuanta especie pudiera ser digna de nuestra atención. Vimos muchos tipos de garzas –imperial, espátula rosada, ver-de...– halcones, caracoleros, patos, ibis, zara-pitos, picopandos y zopilotes. Nos acercamos temerariamente a cocodrilos enormes que des-cansaban sobre troncos en la orilla del canal y que, en cuanto nos percibieron, desaparecieron bajo el agua turbia. En las partes más estrechas, las ramas de los mangles formaban arcos, de pronto tan bajos, que debíamos agachar la ca-beza para librarlos. Era como si la naturaleza nos engullera; la lancha era la única barrera en-tre nosotros y ese ecosistema implacable.

Para mediodía, la actividad de las aves había hecho una pausa. Volvimos, entonces, a San Blas y fuimos a comer a la playa Las Islitas, a no más de 10 minutos en automóvil. Tras ins-talarnos en una cabañita decidí meterme en el mar. El agua es baja, de oleaje tranquilo, y pue-des adentrarte bastante caminando.

Por fin probé la especialidad de la región: el pescado zarandeado que tradicionalmente se preparaba en un enrejado de mangle blanco, pero debido a una restricción en el uso de esa madera, actualmente se cuece a la leña. Es una delicia, de cualquier manera. El mojo que le da su sabor característico es una mezcla de espe-cias y salsas. Además, comimos ceviche y chi-charrón de pescado.

En la tarde, volvimos con Don Chencho para continuar con la visita laberíntica a los mangla-res. Fuimos por el canal de la Tovara, palabra que, nos explicó, en huichol o cora, significa agua que corre por piedra caliza forrada por sus barros, lo cual, prosiguió, da a entender que se trata de un volcán de agua.

Además de poder ver nuevamente muchas de las especies con las que nos habíamos topa-do en la mañana, pudimos atisbar a la esquiva garza tigre, cormoranes y un bienparado nor-teño, una lechuza cuya cabeza podría pertene-cer a la de un camaleón. Rarísimo.

Vimos también, en una zona en que el canal se ampliaba y formaba una especie de laguna, los palafitos que se utilizaron en la película Ca-beza de vaca. De vuelta en los canales angostos, vimos helechos gigantes, el lirio araña, con ten-táculos blancos y fantasmagóricos y, conforme nos adentrábamos, el mangle cedía el paso a los carrizales que ahora ceñían el camino. Em-pezaba a atardecer, bandadas de aves volvían

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a sus árboles para pasar la noche. Unos árboles enormes cuyas ramas escuálidas se doblaban sobre el canal creaban una atmósfera entre onírica y siniestra que terminó de adquirir una textura totalmente fantástica con un árbol completamente blanco: el color era producto del excremento seco de las aves y de ellas mismas: era el árbol de las garzas vaqueras que llegaban simultáneamente. Vimos también un insecto al que llaman dios porque camina sobre el agua y visitamos brevemente el cocodrilario. Ya había oscurecido cuando emprendimos la vuelta. Estar en un manglar en la noche es de las experiencias más inquietantes que uno puede tener: hay miles de ruidos no identificables, sabes que, mucho antes de que tus ojos puedan distinguir siquiera alguna forma, hay ya muchos otros ojos que ya te identificaron. El fanal de la panga, por momentos, te daba una idea vaga de la densidad poblacional de insectos voladores. De nuevo, sentí que la naturaleza me ponía en mi lugar. Al desembarcar estaba cansada y ansiosa. Sólo me sentí reconfortada después de escuchar los balbuceos de mi hija por teléfono y cuando terminé de cenar (ceviche de pescado con perejil y orégano; tártara de camarón con soya y ajonjolí; lomo de puerco con chutney de manzana y helado de fresa).

Avistar la gran cantidad de especies, como esta garza espátula rosada, es una experiencia innolvidable.

La pesca deportiva y, en invierno, el avistamiento de ballenas jorobadas invitan a los amantes de las actividades marinas.

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San blaSTiene el encanto y

la parsimonia de los pueblos chicos y cos-teños que no suelen

estar abarrotados por turistas.

Domingo. TecuitataPasé una noche inquieta. Tenía el pendiente de levantarme antes de las cinco porque teníamos programado pajarear desde muy temprano.

Por alguna extraña razón, en Utah, además de mormones, hay pajareros, y vienen a San Blas a ejercer su pasatiempo. Uno de ellos, Mark Stackhouse, se quedó, se casó con una mujer local y es guía de avistamiento de aves.

Partimos cuando todavía estaba oscuro por la carretera tierra adentro a Tepic y desviamos hacia Tecuitata por un camino de terracería en los inicios de la sierra. Dejamos la camioneta y empezamos el recorrido a pie. Estábamos a unos 300 metros sobre el nivel del mar en una selva baja o bosque tropical. Esta ruta de obser-vación de aves requiere paciencia y sabiduría: Mark instala su telescopio y apunta a la copa de un árbol lejano; escucha, observa (la canti-dad de fruta que tiene un árbol, por ejemplo), deduce (el pájaro estuvo aquí hace dos días, quizá se mueva a otro con alimento más fres-co) y anuncia: “Aquí ha estado un tecolotito de Colima. Vamos a llamarlo”. Y, con una pericia sorprendente, imita el ulular de esta ave. En-seguida, escuchamos un barullo. “Como es un depredador, los otros pájaros hacen escándalo

para ahuyentarlo”, comenta. Prosigue con el llamado y entonces el tecolote contesta. Mark emite un sonido, el tecolote, otro. Mark dos; el tecolote, dos. Y así sucesivamente. “Sabe con-tar y está furioso porque piensa que soy otro tecolote invadiendo su territorio”. Guarda si-lencio. Redirecciona su telescopio hacia una rama del árbol predicho. “Miren, ahí está”. Es hermoso y minúsculo. No más de 15 centíme-tros de altura, calculé.

Mark llevaba consigo también un par de bi-noculares y un iPod con bocinas con grabacio-nes de los cantos de las aves que solía buscar. Estuvimos un rato más. Mark logró distinguir los sonidos de pericos mexicanos, urracas, chipes, rabijuncos pico rojos y pájaros carpin-teros. Vimos gavilanes y un halcón que planea-ban en círculos ascendentes aprovechando las

corrientes de aire. Hacia las diez y media subi-mos a la camioneta y ascendimos hasta encon-trarnos con gente del lugar que nos esperaba con unos huevitos a la mexicana, frijoles y café recién hecho cultivado en ese paraje. Habían montado un par de mesitas en ese claro en la ladera oeste de la montaña y teníamos una vis-ta excepcional: el descenso de la sierra hasta San Blas y luego el mar.

Esa tarde pude por fin dedicarme a recorrer San Blas. Tiene el encanto y la parsimonia de los pueblos chicos y costeños que no sue-len estar abarrotados de turistas (pese a que hay señales claras de que es un sitio que re-cibe constantemente visitas de fuereños y el recuerdo de un verano –el que siguió a cuan-do se hizo popular la canción de Maná– en el que hubo una afluencia desatada de visitan-tes). Fue ideal para un domingo en la tarde la visita a la playa El Borrego, a la que se lle-ga a pie y tiene cabañitas rústicas que ofrecen platillos locales y frescos. A la vuelta, se pue-de comprar un pan de plátano, especialidad de la región, e ir a dar la vuelta a la plaza, o si se prefiere algo más intenso, hay playas en las que se puede surfear.

Tras una comida tardía en el hotel –y abso-lutamente espectacular, en especial la sopa de

Playas interminables, algunas con olas perfectas para el surf. foto

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jitomate con camarón al eneldo– volvimos al centro para la inauguración del festival de las aves migratorias. La plaza estaba llena y ha-bía un ambiente festivo. La gente estaba or-gullosa de que su pueblo fuera sede por sexta ocasión de un festival que celebraba sus ma-ravillas naturales.

Lunes. Frutas extrañasDespués del último desayuno, aproveché para recorrer el hotel. Fui hacia la parte trasera, más

allá de la capilla, hasta una zona que, dedu-je, era el territorio en el que habitaban segura-mente las hermanas. Había también un huerto en el que Betty cultivaba muchos de los ingre-dientes para su cocina. Volví y, al final de un camino de piedra, me encontré con la capi-lla que había visto el primer día. Tenía una escalinata semicircular y estaba abierta. Era pequeña y luminosa, con dos hileras de cin-co filas de bancas de madera cada una y ven-tanas altas y verticales.

El ambiente era como de un convento, en donde cada uno tenía bien delimitadas sus funciones y las llevaba a cabo con gozo y en-trega. Supe entonces que todo este viaje había sido una suerte de retiro, con una conducción sutil y amorosa de las hermanas.

Nos despedimos al mediodía y subimos a la camioneta para volver a Puerto Vallarta. Con luz, pude ver la cantidad de cultivos que hay en la zona y, particularmente, me llamó mu-cho la atención el de frutas típicamente asiáti-cas como el noni, el lichi y la yaka. Esta última había estado por un periodo breve en los super-mercados capitalinos hace unos 10 años, pero, por lo visto, no gustó. Sin embargo en esta re-gión había locales especializados –y puestos in-formales a los lados de la carretera– en los que vendían helado, pasteles, dulces y conservas. Frutas extrañas o exóticas para los capitalinos cosmopolitas, qué ironía, pero cotidianas para la gente de Nayarit.

Dejé San Blas como se deberían dejar to-dos los sitios: sorprendida, extrañada y, por si fuera poco, iluminada.

Cómo llegar:San Blas está a 62 kilómetros al noroeste de Tepic, por la carretera 15. Lo ideal es llegar por avión a Tepic o a Puerto Vallarta y de ahí moverse por tierra.

HoSpedaje- Hotel garza CanelaParedes 106 Sur, San Blas, Nayarit.Tel. (323) 258 0112 / 01 800 71 323 13www.garzacanela.com

Claudia Muzzi es coordinadora editorial de la revista National Geographic en Espa-ñol. Estudio Letras Hispánicas en la UNAM.

liBro de ConSulTa

Lo esencial de San Blas

las artesanías de chaquira son típicas de los huicholes de la región.

para viSiTar:- isla isabel: debes contactar a un prestador de servicios autorizado. La entrada cuesta 50 pesos por día. El transporte se cobra aparte.- la Tovara: en el embarcadero El Conchal. Precio: 150 pesos por persona.- Guía de avistamiento de aves, Mark Stac-khouse: Tel. (323) 285 1243 ([email protected]).

dónde Comer- Restaurante El delfínHotel Garza Canela- Restaurante la islaCalle Paredes esq. Mercado.

para Tomar algo- San Blas Social ClubJuárez esq. con Canalizo.

Cuándo irLa mejor época es de noviembre a mayo. El festival de las aves migratorias suele llevar-se a cabo a finales de enero.fo

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