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ENTRE CERRO MURIANO Y CÓRDOBA

ENTRE CERRO MURIANO Y CÓRDOBA · 2019. 9. 21. · Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 3 LOS ORIGENES DE CERRO MURIANO (Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1994

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ENTRE CERRO MURIANO

Y CÓRDOBA

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AUTOR

ANTONIO JOSÉ CRIADO PORTAL

(Serie de artículos periodísticos publicados en parte por el Diario Córdoba)

Lo que ganas acaba con tu vida; pero si estudias y logras tu labor ajustándote al método de las

dos perspectivas, dejarás una obra que te valdrá un honor mucho más valioso que el puculio.

De eso, y solo de eso, debes enorgullecerte, no del dinero que poseas, bueno para atraer las

calamidades de la envidia y la codicia de los ladrones. El renombre del rico acaba con su vida;

nadie se acuerda más que del tesoro y no del tesorero. De otra clase es la gloria que proviene

de las virtudes. Cuantos emperadores y príncipes que han pasado sin dejar memoria buscaron

riquezas y estados para acreditar su nombre! El deseo del sabio se realiza mucho antes que el

del rico, pues la virtud sobrepasa a la riqueza. Los tesoros no proporcionan gloria alguna al

que los acumula; la ciencia, por el contrario, elogia eternamente a su creador, porque es hija

de quien la genera, y no como el dinero, que es hijastro.

"Tratado de la Pintura"

Leonardo da Vinci

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INDICE

Prólogo............................................................................................................................... i

Los Orígenes de Cerro Muriano......................................................................................... 3

Siete Cuevas: Impresionante vestigio de la Minería Neolítica del Cobre ............................ 9

La Piedra Horadada: Historia de una Supervivencia Amenazada .................................... 17

El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano........................ 26

Los Hombres que hicieron posible la esplendida Metalurgia del Cobre en Cerro Muriano

........................................................................................................................................ 34

Cerro Muriano: Historia y Paisaje................................................................................... 42

En el corazón de la Sierra de Córdoba............................................................................. 49

El Misterio del Cerro de La Coja ..................................................................................... 54

Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano....................................................................... 60

Los Tesoros de la Sierra................................................................................................... 66

Córdoba y el Acero de Damasco ...................................................................................... 72

Tras las huellas de dos Héroes ......................................................................................... 78

Los Metales al Servicio de Dios ....................................................................................... 83

El Meteorito Cerro Muriano ............................................................................................ 91

El Misterio de la Piedra Escrita ....................................................................................... 98

En busca del Camino del Hierro .................................................................................... 105

El acero de Cerro Muriano ............................................................................................ 111

Historias y Leyendas de Cerro Muriano......................................................................... 118

Hombres de Leyenda...................................................................................................... 124

Los Perfumes de Córdoba .............................................................................................. 131

Sistemática destrucción del monumento más simbólico de la sierra de Córdoba: La Piedra

Horadada....................................................................................................................... 139

Niños de los Cincuenta................................................................................................... 142

Ruinas de Cobre............................................................................................................. 151

La mítica belleza de las mujeres de Córdoba.................................................................. 160

Cerro Muriano: el futbol que no muere .......................................................................... 168

Los Jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano ................................................................ 177

Mujeres del Califato....................................................................................................... 183

La forja de la Espada Yamila ......................................................................................... 191

La misa de un Domingo de Julio de 1962....................................................................... 197

Testigos mudos de la Sierra............................................................................................ 203

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Las sardinas de plata de Machaco ................................................................................. 208

Filtros de amor en la Córdoba Musulmana .................................................................... 214

Muerte de un Republicano.............................................................................................. 223

El Aleph del Cabillo....................................................................................................... 227

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Prólogo Pág. i

PROLOGO

Cuando el lector recorra estas páginas, podrá apreciar en ellas buena parte de los

intereses por los que se mueve el autor, pero no todas, pues Antonio José Criado es una caja

de sorpresas; sus facetas son varias y las actividades a las que dedica su tiempo pertenecen a

los campos más diversos.

Conocí a Antonio José Criado de una forma un tanto rocambolesca, hace tres años,

cuando fui invitado a participar en uno de sus proyectos de investigación en la Universidad

Complutense de Madrid, el mismo que sigue uniéndonos profesional y amistosamente. En los

sótanos de la Facultad de Ciencias Químicas, tras varias vueltas y revueltas, escalones y

pasillos repletos de tuberías -un verdadero laberinto que requiere un plano para aquellos que

se adentran en él por vez primera-, se accede al laboratorio de Tecnología Mecánica y

Arqueometalurgia, donde pasan buena parte de sus vidas Antonio y su equipo de profesores y

colaboradores, encabezados por Juan Antonio Martínez y Rafael Calabrés. Reparten su

tiempo entre las clases teóricas y prácticas, realizan todo tipo de experimentos y preparan los

resultados, entremezclando todo con las bromas y la conversación desbordante con la que

reciben a todo el que allí se presente.

El lugar de trabajo ayuda a las expansiones del autor -entre otras, las literarias-, pero

no es el único. Como podrá apreciar perfectamente quien lea las siguientes páginas, cuando el

investigador y docente abandona las dependencias de nuestra común Universidad suele

encaminar sus pasos -automovilísticos primero, y a pie después- hacia su localidad natal,

Cerro Muriano. En varias ocasiones he tenido la oportunidad de ver cómo se van

desplengando sus sentimientos conforme nos adentramos en Sierra Morena. El carácter de

Antonio, de natural expansivo, se multiplica cuando llega a su pueblo, habla con sus gentes -

amigos suyos todos ellos- y recorre con enorme minuciosidad y delectación cada recoveco del

hermoso paisaje de la Sierra Cordobesa.

Y, así, en estas páginas van desfilando -perfectamente entremezcladas, en una aparente

confusión de temas- las múltiples cosas que interesan a Antonio José Criado: el paisaje de

Cerro Muriano y sus alrededores, las gentes que lo poblaron en el pasado y el presente, y los

variados temas que ocupa su tiempo como científico. Así, desde una descripción literaria del

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Prólogo Pág. ii

delicioso panorama que se contempla desde el Cerro de Torre Arboles, hasta un trabajo

analítico de un meteorito recogido allí, o desde una semblanza de los personajes que pueblan

sus recuerdos de infancia y adolescencia, hasta las descripciones de otros lugares, desde líneas

literarias dedicadas al perfume o a las bellas mujeres de Córdoba, hasta la faenas de estudio y

reproducción de la técnica del acero de Damasco, hechas conjuntamente con nuestro común

amigo Juan Pozón, o la remembranza de una partida de caza, o aquel paseo por los riscos de

Plaza de Armas, las páginas de este libro van desgranado un paisaje y unas gentes

hospitalarias donde las haya.

Estos pintorescos cuadros están realizados desde dentro y de un modo muy cálido; el

autor no puede traicionar sus raíces cordobesas y serranas. La escritura de Antonio es

trabajada, hecha siempre a mano -a pluma, en apretadas líneas de letra grande, como de

escolar sobre el cuaderno rayado-, que surge fluida y abundantemente, que luego hay que

pasar a máquina y recortar para que ajuste a la extensión de los artículos del Diario Córdoba,

donde todas ellas han visto ya la luz. De este modo quedan explicados esa regularidad en la

expresión y la longitud uniforme de sus trabajos, además de esa familiaridad con que Antonio

se dirige a sus paisanos, en quienes está pensando incluso cuando nos encontramos en sus

lugares de trabajo de Madrid. Para quien lleva relativamente poco tiempo descubriendo este

rincón de la Sierra Morena, recibiendo muestras de cálida bienvenida y sincera amistad por

parte de sus gentes, es un verdadero placer haber redactado estas líneas para la reedición de

unas páginas hechas con mucho sentimiento y a cuyo autor, Antonio José Criado, debo tantos

buenos momentos.

Madrid, abril 1997

José Jacobo Storch de Gracia y Asensio

Profesor de Arqueología

Universidad Complutense de Madrid

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 3

LOS ORIGENES DE CERRO MURIANO

(Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1994 y en el Diario Córdoba 1 de

Agosto de 1994)

Hasta el Período Neolítico no se puede hablar de la formación de pueblos y ciudades.

A lo largo de todo el Período Paleolítico, que va desde más de un millón de años hasta el

décimo milenio antes de J.C., los seres humanos fueron, fundamentalmente, nómadas

cazadores y recolectores. No tenían un lugar fijo de habitación ni formaban grupos

numerosos. La caza, la fertilidad de la Naturaleza y el clima dictaban sus movimientos. Se

trasladaban hacia aquellos lugares que aseguraban su supervivencia y cambiaban, de un lugar

a otro, buscando la facilidad y la abundancia de la caza. La movilidad era enorme, el

intercambio cultural como consecuencia de todo ésto fue muy intenso. En los mejores

períodos climáticos, durante el Paleolítico, es posible que no llegaran a diez mil, los

ejemplares de seres humanos, en toda la Península Ibérica. Había una tremenda soledad. La

vida era corta y muy dura, el clima severo y las enfermedades contribuían a una difícil

supervivencia, lo que hizo que la población se mantuviera controlada durante cientos de miles

de años.

Hacia el diez mil antes de J.C. las condiciones climáticas comenzaron a sufrir una

variación en sentido positivo. Los hielos de la última glaciación empezaron a retirarse hacia el

Norte. Este cambio climático va a suponer el principio del gran cambio social, de la más

grande revolución en la Historia de la Humanidad. La bonanza en las condiciones climáticas

posibilita la explosión demográfica, gracias a la mejora de las circunstancias

medioambientales y a la abundancia de alimento por aumento en las posibilidades de caza y

recolección de productos vegetales. Esto ocurre en el llamado Período Mesolítico, transición

del Paleolítico al Neolítico. Comienza en el diez mil y acaba, en Europa Occidental, hacia el

cinco mil antes de J.C.. Los pueblos y las razas están bastante asentados después de fuertes

migraciones y un aumento constante de la población a lo largo de estos milenios. Llegamos,

así, al Período Neolítico, verdadero punto de inflexión para los seres humanos, y en este

tiempo se culmina el gran cambio social y económico, determinante para toda la Humanidad

futura hasta nuestros días. Las fechas para la datación de este período son muy variables,

según el lugar geográfico; para Europa Occidental, y nuestra Península, se puede aventurar

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 4

que duró desde el cinco mil hasta el dos mil antes de J.C.. Una notable mejora, aún más

evidente, del clima, la intuición, la observación y el aprendizaje, durante el Mesolítico, de los

ciclos vitales de algunas plantas, como el trigo y la cebada y de unos pocos animales, como la

cabra, la oveja, la vaca y el cerdo dará lugar a una "Agricultura" y una "Ganadería"

incipientes, pero productivas y revolucionarias. Para atender este nuevo reto y la explosión

demográfica, los seres humanos comienzan a responder formando sociedades que serán el

fundamento y la raíz de los pueblos y las ciudades. Así nacerá Jericó en Palestina, hace nueve

mil años, hacia el siete mil antes de J.C., la ciudad más antigua conocida hasta este momento.

Le sucederán las Ciudades-Estado, los Reinos y los Imperios, asentados en los valles y

llanuras de los grandes ríos en Oriente Medio, en Mesopotamia: Ur, Assur, Nínive, Babilónia,

etc. y en el Valle del Nilo: Tebas, Menfis,etc. que serán las creadoras de las grandes

civilizaciones mesopotámicas y egipcias.

En Occidente ocurrirá algo parecido, aunque más tarde, a orillas de otros ríos como el

Guadalquivir.

Esta revolución agrícola y ganadera, que trae aparejado este vertiginoso y radical salto

social a la formación de pueblos y ciudades, viene seguida, casi simultáneamente, de la

necesidad de nuevos materiales más idóneos para responder al reto. Se necesitaban útiles y

armas más eficaces para el trabajo y la defensa de las ciudades y territorios bajo el dominio de

las colectividades.

Seres humanos, de gran tradición técnica en la creación de útiles fabricados con los

materiales más diversos, han dado desde hace mucho tiempo con los primeros metales: el oro,

la plata, en estado nativo en los placeres de los ríos, bellos pero poco útiles, y con ciertas

rocas de colores atractivos que usan para colorear sus objetos cerámicos, obtenidos ahora, ya,

en este Período Neolítico, por cocción al fuego en horno de alfarero. La casualidad, la

intuición, la inteligencia y, seguramente, la experimentación sistemática y exploratoria, con

diversos materiales, en estos hornos de alfarería, dieron con las primeras gotas líquidas de un

material dúctil y maleable que adquiría las más diversas formas, por forja, a base de golpes

con instrumentos de piedra.

Ha nacido el primer metal útil de la historia: "el Cobre"; y ningún otro, posteriormente

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 5

descubierto, será igual de significativo y revolucionario. La repetición exploratoria y

observadora da paso a unos métodos de fabricación, de bajo rendimiento, al principio, pero

eficaces.

La consecuencia es el nacimiento de poblaciones humanas, en esta ocasión, con el

objeto de explotar los yacimientos minerales y extraer el precioso metal útil. Nacen los

pueblos metalúrgicos y ésto ocurre en los finales del Período Neolítico; siempre hablando del

Occidente Europeo. Son pueblos nacidos en las montañas, donde se encuentran los

yacimientos minerales y el combustible necesario para los hornos.

"Ninguno de los grandes imperios antiguos fue rico en madera y, como consecuencia,

la producción de metales en las regiones montañosas estuvo, generalmente, fuera del control

de sus gobernantes. El limitado horizonte de los valles en las montañas, la facilidad de su

defensa y las dificultades de su dominio, determinaron, como ahora, un tipo de hombre

independiente, rebelde a la obligación pero generoso a la demanda solícita.

Así, la producción de metales crudos se concentró en estos centros, donde los

Caudillos, los Reyes o los Estados los adquirían para almacenarlos en sus dominios y

distribuirlos entre sus artífices para que les dieran forma de armas, de atributo, de joya, de

útil.

El fundidor de metales debió de ser para aquellas sociedades un mago artista, mimado

y respetado, que con el fuego y la tierra hacía el prodigio de llegar a los metales que iban a

definir su época. Por su arte, y por lo que representó, pasó al género de la leyenda.

Aún asombra cómo experimentando entre ritos, pulverizando basiliscos, sangrando

bestias, arrojando al fuego piedras más o menos hermosas, se pudo llegar a sistematizar la

extracción o preparación de metales. Sin duda aquellas sociedades primitivas gozaron durante

períodos largos la paz y el reposo, y el espacio y el tiempo para observar, intuir, comprobar y

crear" (F.A. Calvo: La España de los Metales).

Tal vez no tuvieron tanto tiempo y el acicate fuera la necesidad de supervivencia ante

las más diversas circunstancias. Lo que sí es seguro es que por esta causa nació el

poblamiento minero-metalúrgico de Cerro Muriano, en un momento difícil de precisar del

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 6

tercer milenio antes de J.C. Es muy probable que llevara algún milenio más de existencia,

aunque no como asentamiento fijo. Las pruebas, encontradas hasta el presente, aseguran una

antigüedad que le sitúan en ese tercer milenio, en las postrimerías del Período Neolítico,

llamado, por la aparición del Cobre entre los hallazgos arqueológicos, Calcolítico o

Eneolítico. Si hubiera que precisar más, y basándonos en los ensayos científicos realizados,

entre los materiales de la época estudiados, había que situar esta aparición en los siglos finales

del tercer milenio antes de J.C.

Notable antigüedad la de Cerro Muriano, que le sitúa entre los asentamientos humanos

pioneros del Occidente Europeo. Ciudades con mayor población y con una notable y

prestigiosa fama comercial pasarán a llevar la antorcha de ciudades más antiguas de

Occidente, como es el caso de la Gadir (Cádiz) púnica, a la que muy generosamente, se le

daba como fundada alrededor del año 1200 antes de J.C. Hecho injusto, ya que Cerro

Muriano, junto con otros poblados hallados en la provincia de Almería, existía ya hacía más

de un milenio. Tal vez sea porque Cerro Muriano no ha tenido buenos padrinos hasta el

presente.

Este poblado neolítico de Cerro Muriano se convertirá en más de dos milenios, hasta

la caída del Imperio Romano, en un emporio del cobre, famoso por la cantidad producida y,

más célebre aún, por la calidad de éste.

La existencia, pues, de yacimientos minerales de cobre a cielo abierto y unos seres

humanos muy cualificados, desde tiempos remotos, para emprender la tarea de la extracción

de cobre, son la causa de la fundación de este asentamiento humano, que a diferencia de otros

de parecida antigüedad ha sabido navegar por la azarosa Historia hasta el momento presente.

En los dos primeros milenios de su historia, verá conformarse en estas tierras

andaluzas, notables entidades políticas, económicas y culturales, como: Tartessos (la mítica

confederación) hasta el siglo VI antes de J.C., la Turdetania del período cartaginés hasta el

siglo III antes de J.C. y la Bética romana hasta el siglo IV de nuestra era.

Cerro Muriano irá aumentando la producción y la calidad de su cobre hasta llegar al

mandato del emperador Tiberio (42 antes de J.C. hasta el 32 después de J.C.) en que las

crónicas se hacen eco de este hecho. Así, cuenta Plinio (NH, X, 4, 95), como el "Cobre

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 7

Mariano" procedente de este lugar geográfico, y de una calidad magnífica, se utilizaba para

fabricar el famosísimo Cobre de Campania. Este adjetivo de Mariano procede de su

propietario, Sexto Mario, un absentista que vivía en Roma, y que además de las riquísimas

minas de Cerro Muriano, poseía otras en la campiña de Córdoba y en diversos lugares de

Sierra Morena. Llegó a acumular tanta riqueza que despertó la codicia de Tiberio. Acusado

por incitación del emperador, del incesto de su bella hija, fue arrojado desde la montaña

Tarpeya y confiscado su patrimonio (Tac., Ann., VI, 19; Suet., Tib., 49) que pasó a ser

imperial.

No sólo quedó el recuerdo de Sexto Mario en el nombre de Cerro Muriano (Mariano),

sino que toda Sierra Morena pasó a llamarse Sierra Mariánica. Actualmente, sólo el pueblo

continúa con aquel nombre, ya dos veces milenario; la Sierra por deformación lingüística, o

por el aspecto oscuro de su vegetación y de sus tierras, ha terminado llamándose Morena

(Sierra Morena).

La decadencia del Imperio Romano arrastrará a la práctica inactividad la minería y

metalurgia del cobre en toda la Península Ibérica. Habrá que esperar muchos siglos para que

las labores mineras vuelvan a Cerro Muriano.

Torre Arboles, viejo testigo de más de setecientos millones de años de antigüedad,

aparecido en la transición del Precámbrico al Cámbrico, ha visto cambiar el cielo y sus

constelaciones muchas veces, también ha presenciado el afán de los hombres escudriñando en

el subsuelo de sus alrededores, buscando el fulgor de los metales paridos en las graves

convulsiones tectónicas de un pasado remoto, y ahora contempla, a la caída del Imperio de

Roma, las soledades de los tiempos primitivos. Las alimañas, las aves y las plantas invaden

las construcciones mineras orgullo de Tartessos, Cartago y Roma. Todo ha quedado enterrado

bajo tierra, toda su existencia fulgurante: grandes instalaciones mineras, hornos metalúrgicos,

poblados.

Aún así, él sabe que los habitantes de estos lugares se resistirán a desaparecer y

esperarán tiempos mejores.

Sólo ha quedado un testigo, además de los restos arqueológicos que estamos sacando a

la luz: una gigantesca roca de cuarcita que semeja a dos leones besándose y que por estos

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Los Orígenes de Cerro Muriano Pág. 8

pagos denominamos "La Piedra Horadada", testigo de la minería milenaria de Cerro Muriano

desde tiempos primitivos.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 9

SIETE CUEVAS: IMPRESIONANTE VESTIGIO DE LA MINERÍA

NEOLÍTICA DEL COBRE

(Publicado en el Diario Córdoba 4 de Octubre de 1994)

A pocos cientos de metros del pueblo de Cerro Muriano en plena Sierra de Córdoba,

existe un auténtico monumento a la minería del cobre llevada a cabo unos milenios antes de

J.C., durante el período Calcolítico. Obra realizada con herramientas construidas en piedra, de

materiales muy duros, generalmente con rocas dioríticas, que asombra por su belleza y

monumentalidad, así como, por el tremendo mérito de estos mineros neolíticos que

desplegaron un extraordinario trabajo, con su solo esfuerzo, la ayuda de herramientas muy

rudimentarias y un ingenio solo valorable cuando se observa y admira el dédalo de galerías y

trincheras intercomunicadas que excavaron en la dura roca cuarcítica de la montaña.

No son cuevas naturales creadas por los movimientos tectónicos de la corteza terrestre

o por la lenta y milenaria acción del agua infiltrada y no poseen pinturas rupestres de los

hombres del Paleolítico que aumenten su valor. Su belleza y su mérito superior deriva de la

acción del hombre primitivo, que con su constancia, a base de ímprobos esfuerzos, fue

descarnando las rocas duras de cuarcita de las bolsas de hermosos minerales verdes y azules

de cobre -malaquita y azurita- para beneficiar el primer metal útil de la Humanidad y que

supuso el más grande cambio tecnológico y social sufrido en toda su Historia.

Es un intrincado laberinto de entradas y salidas que semeja un enorme queso de

Gruyere. La luz penetra prácticamente a todos los lugares, así como la excelente ventilación.

Las galerías mas profundas están rellenas de material arrastrado por los diferentes agentes

meteorológicos y por la acción humana durante varios milenios. Sin embargo, en general, se

puede afirmar que se encuentran en buen estado.

Las zonas más interesantes son visitables y estudiables y el estado de sus techos y

paredes es excelente. No habría de ser de otra forma si tenemos en cuenta que fueron

excavadas en la maciza y dura roca cuarcítica. La multitud de recovecos, el anárquico trazado

de las galerías y los hermosos colores ocres, verdes y azules de sus paredes rocosas, hacen

que sea un espectáculo magnífico cualquier lugar al que se mire. Al amante de la fotografía le

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 10

ofrece una inmensa variedad de formas y colores que supone un auténtico reto artístico y

tecnológico.

Cómo hicieron aquellos hombres primitivos, hace miles de años, estas bellísimas,

impresionantes y sorprendentes excavaciones?.

Pues con elementos muy básicos y rudimentarios: trabajo, fuego, cuñas de madera,

agua y herramientas de piedra.

Perseguían el mineral de cobre de hermosos colores azules, verdes, rojos y dorados,

detectados en las formaciones rocosas emergentes de esta zona. Se trataba de filones

hidrotermales, muy ricos en mineral, depositados en fisuras de la corteza terrestre, como

consecuencia de la salida de soluciones saturadas del centro de la zona de magma terrestre. Su

principal componente es el cobre, junto al que aparecen en distintas proporciones hierro,

estaño, arsénico, antimonio, níquel, plomo, cinc, bismuto y cobalto.

Estos hombres, debido a la minería superficial que practicaron aquí, beneficiaron,

fundamentalmente, óxidos y carbonatos, hidratados o no, de cobre, que poseen una metalurgia

más simple que las menas sulfuradas y contienen menor cantidad de impurezas. Con el

agotamiento de los minerales superficiales se debió profundizar en los yacimientos y

beneficiar menas sulfuradas de más difícil tratamiento, aunque ésto ocurrió mucho más tarde,

al menos en esta parte de la sierra.

Siete Cuevas da testimonio de una minería muy antigua y primitiva, con beneficio de

minerales oxidados de cobre de fácil metalurgia extractiva.

Entraban a los filones -en la zona de Cerro Muriano es el testimonio más generalizado-

desde la parte de arriba, buscando, posiblemente, la seguridad ante los derrumbes y una

adecuada iluminación y ventilación, excavando pozos de pequeño e irregular diámetro y

trazado y estrechas y profundas trincheras que se ceñían exactamente a las dimensiones y

localización de las diferentes bolsas de mineral.

Todo está lleno de pequeñas galerías y recovecos fruto de la persecución de la veta, a

la que seguían con una fidelidad pasmosa, sin importarle lo que sería un trazado más

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 11

sistemático y, quizás, más eficaz.

Pero no eran tontos, sino muy listos, ya que su eficacia venía condicionada por unos

medios de explotación muy rudimentarios y sin recursos ingenieriles de ningún tipo.

Pensemos que estamos hablando de unos milenios antes de las explotaciones romanas.

También recurrían a practicar galerías, ligeramente descendentes, de trazado angosto e

irregular, que a veces pueden llegar a más de cien metros por estos pagos. En el caso de Siete

Cuevas, estas galerías comienzan al pie de la montaña y se van comunicando desde abajo con

los pozos y galerías excavadas desde arriba. Esta comunicación les permitía evacuar el agua,

problema grave de la minería, y tal vez, sacar por aquí al exterior el mineral arrancado de las

paredes de los pozos y trincheras.

Se puede asegurar que esta solución primitiva de intercomunicación de pozos y

trincheras con galerías descendentes por la parte inferior es magnífica. Permite una

iluminación natural de luz día extraordinaria, buena ventilación, efectiva evacuación del agua

de mina y múltiple y fácil salida para el mineral arrancado.

La técnica de extracción del mineral era la de exposición al fuego. Se encendían

hogueras y cuando las rocas de las paredes tenían la temperatura conveniente se las rociaba

con agua, provocando un rápido y eficaz proceso de agrietamiento. Con los mazos de piedra

dura diorítica desprendían el mineral a base de golpes. Cuando esta tarea no era fácil

introducían cuñas de madera seca entre las grietas, rociándolas después con agua. Las cuñas

por hinchamiento desprendían las grandes rocas duras, que eran de nuevo golpeadas con

mazos para su trituración. Hay que pensar que hasta el siglo XVIII no se utilizaron los

explosivos en la minería.

La iluminación, cuando no era posible la natural, se realizaba con antorchas de

combustible a base de materiales resinosos y lámparas de aceite.

Transportaban el mineral troceado al exterior en capachos fabricados en cuero o en

fibras vegetales.

En el exterior se troceaba aún más el mineral y se separaba la mena de la ganga en

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 12

artesas con agua, como se viene haciendo con el oro en los placeres de los ríos, aprovechando

la considerable diferencia de densidad entre la mena que contiene al cobre y la ganga

generalmente cuarzosa.

A veces, debido al tamaño de los trozos de mineral sacados de la excavación minera,

asociados o no a una extremada dureza o difícil distribución de la asociación mineral, se

recurría de nuevo al fuego. Por calentamiento de estas rocas y el posterior rociado con agua,

se producía una rotura conveniente del mineral, al tamaño adecuado, consiguiéndose, en

muchos casos, una separación eficaz entre la mena y la ganga, producida por el distinto

comportamiento de los diferentes materiales ante el efecto físico-mecánico de la dilatación

térmica.

Después ya venía el proceso metalúrgico de la extracción del cobre del mineral

finamente molido con mazos adecuados de piedra sobre morteros, así mismo, fabricados en

rocas muy duras. Mezclado el mineral íntimamente con carbón vegetal, se introducía en

hornos de pequeño tamaño, realizados, generalmente, en mampostería y recubiertos

interiormente con arcilla refractaria, excavados ligeramente en las laderas de los cerros en

pendientes fuertemente aireadas, con agujeros para sangrar y toberas para forzar el tiro.

Después de encendido el horno, se soplaba aire por las toberas con simples fuelles de

piel o utilizando el efecto natural del viento.

El metal se recogía en su base en forma de masa líquida, o más o menos pastosa,

esponjosa e impura.

Este metal, antes de ser utilizado, se volvía a fundir en crisoles de tierra refractaria, en

hornos muy parecidos a los cerámicos, alejado del combustible e inmediatamente, se pasaba

al proceso de colada.

Todas las operaciones de tratamiento del mineral y fundición se hacían en las

proximidades del yacimiento minero, para evitar las problemáticas y pesadas tareas de

transporte que la minería y metalurgia extractiva traen consigo, así como, la acumulación de

voluminosas escombreras y escorieras en las proximidades de los poblados. La fusión final y

la obtención de piezas de metal sí se realizaban en el interior o en las proximidades de éstos.

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Pues bien, el bellísimo conjunto minero primitivo de Siete Cuevas, conserva y posee

todos los aspectos de la metalurgia del cobre antes descritos. En las laderas de los cerros

colindantes existen las huellas y los materiales de la construcción de los hornos de fundición y

todos los tipos de herramientas utilizados en la minería primitiva del cobre.

Un paseo por Siete Cuevas y sus alrededores nos proporciona con toda seguridad un

saludable baño de hermosa y abrupta naturaleza, de belleza e ingenio de las construcciones de

nuestros antepasados primitivos, una lección de ciencia y habilidad y un acercamiento a

aquellos hombres, que hace unos milenios, comenzaron a forjar la auténtica y gloriosa historia

de nuestra tierra.

Muchos objetos de esta minería primitiva están expuestos en el magnífico e interesante

Museo Arqueológico Provincial de Córdoba; auténtica joya entre los museos de este tipo.

También en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid existen sorprendentes y curiosos

objetos relativos a esta época de la minería. Se puede decir que todos los museos de nuestra

Comunidad Andaluza poseen maravillosas reliquias de este espléndido pasado nuestro.

Animo a todos a visitar estos museos y, como no, a contemplar esa reliquia viviente de

tiempos remotos, que está a unos pasos de Córdoba capital, en un paraje de insólita belleza,

que os trasladará a un pasado primitivo y excitante: el conjunto minero-metalúrgico de Siete

Cuevas.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 14

Apertura al exterior de la trinchera principal de Siete Cuevas. Hermosos colores

verdes y azules de malaquita y azurita tiñen las paredes de roca dura de todo el

conjunto.

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Una de las entradas al laberinto de galerías y trincheras de Siete Cuevas. Sistema de

polea fija de roca para pasar cuerdas de sujección.

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Conjunto Minero de Siete Cuevas. Explotación minera que presenta huellas del

Calcolítico a la Época Romana.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 17

LA PIEDRA HORADADA: HISTORIA DE UNA SUPERVIVENCIA

AMENAZADA

(Publicado en el Diario Córdoba 16 de Noviembre de 1994)

Tal vez, por deformación intelectual a lo largo de mi experiencia científica con los

materiales de la más diversa naturaleza, me he ido apercibiendo de algo que puede sorprender

o parecer extraño: la sensación de que tienen, o han tenido, una vida propia, aunque ésta

presente perfiles y matices diferentes a la de los seres vivos.

Las rocas y minerales aparecieron antes que nosotros, en un mundo lleno de vida para

ellos. Ahora son como esqueletos, testigos de un pasado turbulento lleno de sucesos

geológicos inimaginables.

No debería pensarse que ese cerro, aquella montaña o este valle no han poseído, o

poseen, una vida, con una rica y larguísima historia, posiblemente, más emocionante que la de

muchos seres humanos. A lo largo de su dilatada existencia les da tiempo suficiente para

llenarse de reliquias que testimonian los diferente hitos de su pasado.

En nuestra investigación de la minería y la metalurgia del cobre de épocas remotas, en

la Sierra de Córdoba, estamos descubriendo hechos sorprendentes, a veces fantásticos, y

muchas veces, de gran transcendencia científica y cultural.

Relacionada con este programa, está la historia de una bellísima y milenaria roca: "La

Piedra Horadada", uno de esos descubrimientos sorprendentes y fantásticos. Se encuentra en

el mismísimo Cerro Muriano, zona testigo de las andanzas de nuestros antepasados primitivos

a la búsqueda de los preciados metales: el cobre y la plata, que constituirían el duro y

deslumbrante corazón metálico de Tartessos, Cartago y Roma. Mucho medraron por estos

pagos camitas, tartesios, púnicos, cartaginenses y romanos en los que dejaron múltiples

recuerdos de su estancia. Esta espectacular roca cuarcítica, a la que nos vamos a referir, es

uno de ellos.

Es parte integrante de una formación rocosa emergente, asociada a un rico filón

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 18

cuprífero de grandes dimensiones. Pertenece al zócalo más primitivo de Sierra Morena, de la

Península Ibérica y del continente primigenio Pangea. Apareció durante la transición del

período Precámbrico al Cámbrico, hace la nada despreciable cifra de más de seiscientos

millones de años. Su forma actual la debe al laboreo minero, con instrumentos de piedra, del

período Calcolítico, hacia el final del tercer milenio antes de Jesucristo.

El trabajo de aquellos mineros, a base de martillos y picos de piedra, extrayendo los

minerales de cobre de bellos colores, labró en las formaciones rocosas formas caprichosas,

algunas muy bellas.

De esta manera, en un momento de las postrimerías de ese tercer milenio, quedó

conformada, como actualmente la vemos, esta extraordinaria y bellísima roca.

Llama la atención la forma adquirida como resultado del laboreo sistemático y

exhaustivo del mineral. Se ha de reconocer que estos sabios y demiurgos mineros escultores,

crearon sin intención, o tal vez sí la tuvieron, una sugerente figura de dos leones besándose,

con una configuración anular clarísima. Sin embargo, los leones no se besan, al menos como

lo hacemos nosotros; pero, quién lo podría afirmar después de ver este gigantesco anillo

esculpido por aquellos magníficos titanes?.

El enorme agujero central que traspasa la roca es, quizás, el suceso que ha

condicionado su nombre actual: La Piedra Horadada.

Pues bien, así aparece esta hermosa escultura pétrea, de más de cuatro mil años de

antigüedad. Y ahora se plantea la interrogante de cómo es posible, que tan singular recuerdo

primitivo, haya llegado hasta hoy incólume con los tremendos acontecimientos que han

ocurrido en sus alrededores. Por su localización en el epicentro de la minería, que se

desarrolló en Cerro Muriano, no deja de sorprender que, tan hermoso y singular estorbo, se

haya salvado del empellón destructor. Y ahí está, desafiando al tiempo y a los hombres. Tanta

sorpresa causa su longeva existencia, que se hace necesario tratar de comprender el porque de

su encanto natural, que le ha llevado a trastornar los cerebros de tantos y tan rudos mineros a

lo largo de su dilatada vida.

En la Edad del Bronce, tiempo que siguió al período Calcolítico, sobre todo en la etapa

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 19

cubierta por el legendario Imperio de Tartessos -finales del segundo milenio y primera mitad

del primero antes de Jesucristo-, las labores mineras se intensificaron de forma importante; sin

embargo, los sistemas de beneficio apenas cambiaron respecto de épocas más primitivas.

Aunque se inició una minería más profunda, con la excavación de pozos y galerías, las

dimensiones de estas obras nunca supusieron un cambio notable del paisaje de estos parajes.

No fue difícil, para la Piedra Horadada, superar el mítico y legendario período tartésico,

incólume y sin huella de laboreo o destrucción, ya que no supuso una molestia importante

para los trabajos allí realizados.

Se fue Tartessos envuelta en la leyenda, después de inundar de cobre, bronce y plata

los reinos e imperios del Oriente Mediterráneo, y quedó la Piedra Horadada, mudo testigo del

beneficio minero durante este formidable tiempo histórico.

Cartago intensificó la extracción de minerales de forma considerable; pero buscó más

la plata que los otros metales. Había que llenar las arcas de la metrópoli norteafricana y de sus

omnipotentes generales, para sanear la economía y mantener las incansables luchas por el

poder en el Mediterráneo Occidental contra sus eternos rivales griegos y romanos.

La familia de los Barca: el cruel Amílcar, el diplomático Asdrúbal y el belicoso y

genial Aníbal, elevaron el ritmo de la minería hasta límites no alcanzados hasta ese momento.

Sierra Morena y la zona de Cartagena hirvieron, en una febril carrera, para producir la ingente

cantidad de metales que el imperialismo cartaginés del momento exigía para mantener el reto

contra Roma.

Las minas de Cerro Muriano, casi en exclusiva de cobre, no sufrieron una

intensificación excesiva, manteniéndose su producción en niveles aceptables, lo que significó

un alivio para nuestro pétreo personaje, al no correr riesgos excesivos; ya que, la minería

siguió con métodos rudimentarios y primitivos de bajo impacto medioambiental.

No ocurrió lo mismo con Roma.

Con la llegada de los romanos las cosas cambian notablemente. La extracción de

minerales y su beneficio llega hasta cotas jamás alcanzadas ni imaginadas, y que aún hoy en

día, con posibilidades tecnológicas impensables para aquel tiempo, cuestan trabajo lograr.

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Los romanos suponen un drástico cambio en la concepción de la minería desde el

punto de vista político, económico y tecnológico. Una nueva visión del mundo y la economía,

grandes capitales, abundante mano de obra barata -esclava- y la aplicación de recursos e

inventos innovadores en la ingeniería, permiten, a estos nuevos amos de nuestra tierra, una

explotación de proporciones descomunales. Hay que descubrirse ante los resultados

obtenidos, por los científicos y técnicos de aquel momento, en la explotación minera de la

Bética romana, la provincia más afín a la Metrópoli Imperial, cuyo gobierno recayó en esta

magnífica ciudad de Córdoba.

Ellos sí cambiaron la orografía natural en muchos lugares de la Península Ibérica.

Destruyeron montañas, desviaron el curso de algunos ríos, construyeron canales y acueductos

ciclópeos que traían el agua desde enormes distancias, excavaron pozos y galerías de

dimensiones impensables; en pocas palabras: transformaron el paisaje, de forma considerable,

allí donde actuaron.

Ante hecatombes geológicas artificiales de estas dimensiones, ¿cómo pudo sobrevivir

la Piedra Horadada en el epicentro de la minería del cobre de Cerro Muriano?; sabiendo que

fue una de las de mayor producción, y con toda seguridad, la del metal producido con mejor

calidad y enorme prestigio: el Cobre Mariano.

Entramos en el campo de la mitología y la leyenda para dar razones de su salvación en

esta convulsa y arriesgada etapa.

Mi colega y amigo, el Profesor W. Müller, científico generoso de pensamiento, abierto

al examen de cualquier razón, por inverosímil que parezca a primera vista, que lee, escribe y

habla en latín mejor que César y Tito Livio, tiene una de esas historias maravillosas y

estimulantes para justificar la salvación de la Piedra Horadada, en aquellos momentos de la

Epoca Romana, en que la fiebre de los metales, como un ángel exterminador, rozó a la

magnífica escultura de cuarcita.

En la primera mitad del siglo segundo antes de Jesucristo, cuando la devastadora

máquina de extracción minera de la República de Roma, excavaba pozos y galerías, trituraba

todas las formaciones rocosas que contenían mineral de cobre, superficiales y profundas, en

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 21

los ricos filones de Cerro Muriano, el Procurator Metallorum recibió una insólita embajada

compuesta por un capataz acompañado de varios mineros. Contaron a la autoridad romana,

como al ir a derribar la famosa roca anular, que estaba en medio de una carretera necesaria

para la comunicación entre diversas instalaciones mineras vitales, habían descubierto un

misterioso anillo de cobre con una extraña inscripción en caracteres de los antiguos tartesios,

y que uno de los esclavos indígenas pudo descifrar, con más o menos claridad, debido a sus

conocimientos sobre esa lengua.

La tradicional superstición romana, y su conocido respeto y temor a los dioses, propios

y ajenos, salvó a la gran roca. Fue dada la orden de respetar aquel monumento de los antiguos,

consagrado a una desconocida diosa de la hermosura, inmediatamente asimilada a la Venus de

su Panteón Olímpico, como así quisieron deducir de la presencia del oportuno y maravilloso

anillo y de la leyenda en el grabada.

También los alquimistas, mis colegas de tiempos anteriores, desde el antiguo Egipto,

venían asociando los metales a los diferentes astros, y el rojizo metal siempre lo fue al Planeta

Venus.

Venus y el Cobre; el Astro Brillante y el Tenaz Elemento; eterna relación entre la

Diosa y el Metal.

Anillo de cobre salvador, posible exvoto, testimonio de un ritual de adoración a la

deidad cuprífera por parte de personas pías.

Los romanos conocían de las labores de tartesios y cartaginenses que, antes que ellos,

anduvieron en los mismos lugares realizando labores mineras. Y todo hay que decirlo, sentían

respeto y admiración por ambas naciones, a pesar del duelo a muerte que habían mantenido

con los últimos. Tal vez pensaron que aquellos pueblos habían esculpido en la dura roca un

gigantesco anillo para la voluptuosa diosa.

¿Fue el anillo?. ¿Fue la belleza de la gran roca?. ¿Fue colocado el anillo por personas

devotas que así quisieron salvar la obra de los antiguos?. O, simplemente, fuera del entorno

del mito y la leyenda, lo único que sucedió es lo que viene ocurriendo desde entonces hasta

nuestros días: la admiración que los hombres sienten por las obras de los antiguos.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 22

A mi colega, el Profesor Müller; quién por cierto nunca me ha revelado las fuentes de

donde obtiene tan extraordinarias e increíbles historias; le parece una magnífica leyenda con

múltiples indicios de realidad. Yo simplemente me limito a contarla para que ustedes juzguen.

Reconozco que me gustaría que así hubiera sucedido.

Lo importante es que se salvó. Y fueron varios siglos de enormes trabajos de minería

en la zona, sin dañarla ni un ápice.

Con la desaparición del Imperio romano, decayó la minería, y las extraordinarias

instalaciones fueron abandonadas, lo que dejó en solitaria lucha con los agentes

meteorológicos a nuestra heroína milenaria.

Hay que llegar a los principios del siglo actual, para que la minería del cobre de

grandes dimensiones, vuelva a Cerro Muriano, esta vez de la mano de una compañía inglesa.

Esta etapa coincidió con un momento de gran respeto e interés por la arqueología, lo que hizo

que los hallazgos encontrados durante la explotación fueran tratados con sumo cuidado.

La importancia de los descubrimientos atrajo a numerosos investigadores. La Piedra

Horadada fue ampliamente fotografiada y su imagen se esparció por todo el mundo.

La monumental Historia de España de Don Ramón Menéndez Pidal, editada por

Espasa Calpe S.A., en su primer tomo dedicado a la España Primitiva (La Prehistoria), en su

página 42, muestra una hermosa foto de Hernández-Pacheco de la Piedra Horadada. Así

vemos, como en tan notable obra, se eligió a esa joya del Calcolítico como ejemplo

significativo de la explotación de minerales de cobre en los tiempos primitivos de la Península

Ibérica.

Esta fama repentina la salvó de la destrucción, ya que observando su situación, de

nuevo, en el centro del meollo de pozos, galerías, fundiciones, instalaciones de tratamiento de

mineral, escombreras, escorieras, etc.. no puede si no pensarse que se salvó porque esa fue la

intención de los responsables de las explotaciones mineras del presente siglo.

Pero ahí no ha acabado la historia de su salvación. Hace muy pocos años, corrió el

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 23

riesgo de ser sepultada por escombros y basuras. El olvido y la ignorancia, de lo que significa

y representa, pudo acabar con su prolongada existencia. Un inmenso basurero, en uno de los

cerros más hermosos de la Sierra de Córdoba, el Cerro de la Coja, estuvo a punto de acabar

con una trayectoria gloriosa de más de cuatro mil años. Un final increíblemente triste y

deshonroso para el sagrado Anillo de Venus; pero digno de nuestra civilización: el

sepultamiento inmundo en una montaña de basuras.

Sin embargo, su suerte inmensa le volvió a salvar. La asociación de mujeres -

benditas mujeres- de Cerro Muriano (Obejo), heroínas con corazón de metal reluciente

cuprífero, se opusieron, día y noche, en vigilia permanente, a que los camiones de basuras

siguieran arrojando su carga apestosa y contaminante, en la ladera del Cerro de la Coja, que

crecía, apresuradamente, amenazando la vida, el paisaje y la impasible belleza de la Piedra

Horadada.

Estas valerosas mujeres, hermanas de la diosa Venus, han salvado sin saberlo, o tal

vez sí lo sabían, por acabar con un foco infeccioso y contaminante, a la extraordinaria roca,

símbolo de la minería más antigua del mundo.

En los últimos meses el pueblo entero ha sabido de la verdadera historia de su "Piedra

Orá", en el lenguaje popular.

Y ahí están, como vigilantes alertas, cuidando de su milenaria escultura pétrea, labrada

en la roca con inmenso trabajo por sus antepasados neolíticos.

Hace muy poco, la autoridad municipal, como en las películas de John Wayne, acudió

con la caballería, y con las fauces de los buldozers trató de poner orden en aquel caos de

escombros y basuras. Vigiló, como un perro de presa, para que ningún mal movimiento

pudiera poner en peligro a la magnífica roca durante la operación. Algo se ha conseguido. No

es el todo, pero sí es una gran parte.

Sin embargo, aún no se han terminado los riesgos de la hermosa Piedra Horadada. Un

camino recientemente construido, que transita a su lado, ha supuesto una fuerte agresión

directa. Quizás la primera en toda su existencia. Las fauces de la máquina, que abría el carril,

desgarró la base del magnífico monumento.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 24

Las consecuencias negativas han sido varias. Se puede citar que el choque funesto

produjo vibraciones que han supuesto un agrietamiento en la parte superior, que si no se

corrige puede suponer, dentro de algún tiempo, el final de una rica y legendaria historia. Y

también el paso del camino citado, lamiendo su base, es un constante riesgo para este

gigantesco y cuarcítico Anillo de Venus. Salvemos este monumento milenario, realizado por

las manos de nuestros antepasados. Pertenece a nuestro patrimonio cultural más genuino y

singular.

Córdoba fue muy importante durante el Califato, también en la República y el Imperio

de Roma; pero no lo fue menos en la época de Cartago, de la legendaria Tartessos o el

misterioso y lejanísimo tiempo del Período Calcolítico.

Visitadla y os embrujará, como lo ha hecho conmigo y con tantos y tantos seres

humanos, a lo largo de muchos siglos, durante más de cuatro milenios.

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La Piedra Horadada. Historia de una Supervivencia Amenazada Pág. 25

Vista de la piedra Horadada desde la falda del Cerro de la Coja.

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 26

EL COBRE MARIANO: SIMBOLO DE LA MAXIMA CALIDAD EN EL

IMPERIO ROMANO

(Publicado en el Diario Córdoba 16 de Enero de 1995)

Es un hecho conocido, ya en la misma época romana, por las referencias de Plinio

(NH, X, 4, 95), (NH, XXXIV, 4), y Tácito (Tac., Ann., VI, 19, 1), entre otros, que el Cobre

Mariano era de una calidad inmejorable, utilizado, entre otras aplicaciones, para fabricar el

famosísimo Cobre de Campania, al que para hacerle más dúctil y de una tonalidad más

agradable, se le añadía por cada cien libras, diez de plomo argentífero hispano (NH, X, 4, 95).

Este metal se producía en las instalaciones minerometalúrgicas de Cerro Muriano,

lugar de Sierra Morena que conserva su nombre romano, derivado de Sexto Mario;

propietario absentista residente en Roma, en tiempos del emperador Tiberio. Mientras la

Sierra Mariánica, llamada así debido a este riquísimo potentado, poseedor de las mejores

minas de esta zona, cambió su nombre por Morena, Cerro Muriano, sólo transformó la

primera vocal "a" en "u"; pasando de Mariano a Muriano. Por tanto, ha quedado este pueblo,

como único heredero que lleve el ilustre apellido, y mantenedor del prestigio de la minería

romana del cobre.

Es curioso como la propia bibliografía de la época, se hace eco de la gran calidad del

metal producido en este pueblo. Y es que no hay que olvidar que los metales constituyeron la

base de la riqueza de entonces. Significaron todo en economía y política y, como no, en los

más espectaculares avances tecnológicos de la época.

Actualmente, estamos realizando un estudio sobre la antigua metalurgia del cobre en

esta zona del norte de Córdoba. Tenemos la magnífica suerte de tener entre manos un tema

apasionante en un lugar magnífico.

Las muestras recogidas en los inmensos escoriales, consisten en algunos trozos de

metal procedentes de derrames de hornos y crisoles y multitud de fragmentos de escorias.

Tanto unos como otros poseen un historial en forma de mensajes químicos y físicos

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 27

que, bien estudiados, nos revelan los secretos más íntimos; hablándonos, entre otras cosas, de

los procesos a que eran sometidos los diferentes materiales por aquellos metalurgistas de la

época romana.

Estamos empleando, para el examen y análisis de los materiales, la Microscopía

Electrónica de Transmisión y Barrido, Difracción de Rayos X, Microsonda Electrónica y

Adsorción Atómica. Resumiendo, tenemos la suerte de tener unos ojos que nos permiten

llegar a superar el millón de aumentos, en ciertas circunstancias, y a la vez poder analizar

químicamente lo que estamos viendo.

Espectacular y bellísimo es lo que se ve. Es como sumergirse en el profundo

Firmamento. Curiosamente, para explicar lo que sucede en nuestro Universo, la Astrofísica

actual, comienza a basarse en los fenómenos que ocurren en el mundo microscópico y en las

leyes físicas que lo gobiernan.

Pues bien, los datos obtenidos mediante los ensayos realizados a los materiales

recogidos en los escoriales, nos permiten discutir sobre cuales fueron los procesos realizados

por aquellos metalurgistas cordobeses, para producir el mejor de los cobres del Imperio

Romano.

Beneficiaron, fundamentalmente, menas sulfuradas como la calcopirita, un sulfuro

complejo de hierro y cobre, frente a los minerales oxidados, explotados en siglos y milenios

anteriores, y de una metalurgia más elemental.

Extraídas, hasta su agotamiento, las menas oxidadas, los romanos debieron realizar

una minería profunda y difícil en busca de los sulfuros, lo que añadía mayor dificultad al

proceso de extracción del metal.

Después de observar y analizar las muestras halladas de metal y escorias, podemos

seguir la compleja metalurgia extractiva de estas menas.

Es curioso como gracias a errores y fallos en las operaciones de sangrado del horno,

derrames, incompleta recuperación del metal fundido en los crisoles y otros hechos parecidos,

en la actualidad, los metalurgistas modernos, podemos examinar con detalle los procesos

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 28

realizados.

¿Quien estaba detrás de estos pequeños fallos?. ¿Qué causas influyeron para que se

produjeran?. Este es un asunto para el que faltan datos. De todas maneras, por esta vez, sólo

vamos a hablar de la historia fisicoquímica del metal, dejaremos para otra ocasión a los

hombres que hicieron posible el milagro.

Es sorprendente, a la luz de los conocimientos actuales, comprobar el dominio de los

complicados procesos químicos necesarios para liberar el metal de las menas sulfuradas

disponibles.

Trataré de contar, de una forma sencilla y esquemática, sin entrar en detalles, lo que

ocurría en esta compleja metalurgia, para que podáis asociar las dificultades tremendas y la

pericia con que fueron superándolas.

Se pueden distinguir tres etapas de naturaleza química bien definidas.

En primer lugar se tostaba la mena (calentamiento en presencia de aire), previa

concentración y molienda adecuadas, para desprender el exceso de azufre y la mayor parte del

arsénico, antimonio y bismuto, como óxidos volátiles. Se eliminaba, aproximadamente, el

cincuenta por ciento de azufre y, era conveniente, no elevar mucho la temperatura, ya que

podían producirse reacciones indeseables.

Después de la tostación venía una etapa de fusión y escorificación. Se calentaba con

carbón vegetal y fundentes silíceos (arena con un elevado contenido en cuarzo) para llegar a

una "mata fundida" (masa cristalina de naturaleza compleja), constituida, principalmente, por

sulfuro cuproso y algunos compuestos de hierro. Soplaban aire por las toberas diseñadas a tal

efecto en el horno; oxidando primero al hierro, que pasaba a la escoria. Esta, fundida,

sobrenadaba en la parte superior; formando un silicato de hierro de bajo punto de fusión. En el

momento adecuado se sangraba, por las salidas practicadas para esta operación, eliminándola.

La tercera etapa exigía un gran control para llegar a un metal de composición

adecuada. Así, una vez vertida la escoria, se continuaba el soplado hasta convertir en óxido la

proporción correcta de sulfuro cuproso. El sulfuro y el óxido de la "mata oxidada",

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 29

reaccionaban entre sí, para dar un cobre de más de un noventa y nueve por ciento de pureza.

El momento de detener la reacción de oxidación, el soplado de aire, era muy crítico

para no pasarse en el contenido en oxígeno; ya que la presencia excesiva de este elemento, en

la fundición, la vuelve muy quebradiza. La señal era, y es, óptica y consistía en la observación

del cambio brusco y llamativo del color de la llama que salía por la boca del horno, ya que

adquiría, y adquiere, un intenso y bellísimo color verde.

Por los resultados obtenidos, en nuestra investigación, queda claro que conocían

perfectamente el momento de la detención del soplado, lo que indica un conocimiento

ajustado y detallado de la alarma antes descrita.

El cobre, así producido, era de una gran pureza, superior al noventa y nueve por

ciento; sin embargo, en los casos en que se hiciese necesario afinar, a causa de un exceso en el

contenido aceptable de oxígeno, por descontrol en la operación de soplado, efectuaban una

agitación enérgica del caldo metálico, con palos de madera verde, que tenían la virtud de

desprender gases reductores al quemarse; muy eficaces para rebajar el contenido en ese

elemento hasta valores muy bajos. Operación ésta, que ha venido realizándose hasta tiempos

muy recientes.

Este cobre superaba en pureza al fabricado hoy en día, por métodos de fundición

modernos utilizando tecnologías avanzadas. Sin embargo, actualmente contamos con

procedimientos de afino muy eficaces, como son: el proceso electroquímico y la fusión por

zonas, con los que se consiguen purezas muy elevadas.

Y es gracias a esta última operación por lo que algunos de nuestros cobres actuales son

superiores al Cobre Mariano.

Por los estudios metalográficos y los análisis realizados, se desprende que la calidad

del metal producido, en Cerro Muriano y otras zonas próximas de la Sierra y la Campiña de

Córdoba, venía condicionada por la excelente composición química de las menas minerales

utilizadas, los fundentes silíceos y carbones empleados, así como, por el conocimiento

profundo, a su manera, de los procesos químicos que tenían lugar en esa metalurgia

extractiva. Por tanto, fueron las materias primas y los conocimientos tecnológicos los que

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 30

condicionaron la excelente calidad del cobre producido en las instalaciones metalúrgicas de

Cerro Muriano.

La comercialización se hacía, fundamentalmente, a través de Córdoba, que empleaba

la navegación fluvial. El transporte terrestre era antieconómico por lento. De todas maneras

había que llegar, con la preciada carga, a la capital de la Bética, y aunque la distancia era, y

es, muy corta, y existía una eficaz vigilancia, no resultaba extraño toparse con los bandoleros

de la época, que salían al paso de las caravanas (Cicerón, Ad fam., X, 31, 1).

El río Betis era navegable en una distancia aproximada de mil doscientos estadios,

desde la desembocadura hasta algo más arriba de Córdoba. Hasta Híspalis, que distaba casi

cien kilómetros de la desembocadura, ascendían navíos de gran tamaño; hasta Ilipa, que

distaba dieciséis kilómetros de Sevilla río arriba, sólo los pequeños. Para llegar a Córdoba, era

preciso usar barcas de ribera (Estrabón, III, 141). Según Séneca, Córdoba debía felicitarse de

estar unida con el océano mediante el río Betis (Epist., XIX, 78).

Este camino era el seguido por el Cobre Mariano, en forma de lingotes, piezas

acabadas o aleaciones como el bronce y latón, y, seguramente, con compañeros de viaje como

los jamones, aceites, vinos y caballos de igual prestigio y calidad.

Las minas de Sexto Mario (Cerro Muriano), habían sido explotadas, muy

intensamente, desde la mismas fechas de la conquista romana, y aún lo seguían siendo en la

época de los Antoninos (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio, Vero y

Cómodo), que reinaron entre los años 96 y 192 de nuestra era, como lo demuestra que este

cobre, el más cotizado en la época de Plinio (NH, XXXIV, 4), se exportaba a Ostia, donde

residía "T. Flavius, Augustus libertus Polychrysus, procurator massae marianae" (CIL, II,

11799), griego, a juzgar por el nombre.

Conociendo, como conocemos, la composición química de nuestro Cobre Mariano, no

sería descabellado seguir su rastro e identificarlo en todas aquellas piezas y objetos de

colecciones y museos nacionales e internacionales de los que se sospeche esta procedencia.

Esta sería una investigación muy interesante si se aplicara también a metales de diferentes

épocas y áreas geográficas. Se estaría en posesión de una información valiosa sobre la

difusión comercial y cultural, tan importantes para una interpretación precisa de la Historia.

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 31

Esta propuesta, totalmente razonable, se basa en que igual que existe un código

genético para cada ser humano, de la misma forma, las impurezas identificadas que

acompañan a cualquier metal extraído, son peculiares a los minerales y materiales utilizados

en cada lugar; a pesar de que los avances tecnológicos logrados, ya por los romanos, lograron

uniformar bastante la composición química y la calidad de los productos. Los métodos de

análisis de los que disponemos son suficientemente precisos como para averiguar el "genoma

químico" de los metales producidos en la antigüedad. Diferente sería si lo intentáramos con

los fabricados ahora. El problema sería muy complejo ya que no siempre se utilizan los

minerales de las mismas procedencias.

Y no se debe olvidar que este "genoma químico" se lo proporciona al metal su propia

"madre", el mineral del que se extrae, con posibles ligeras modificaciones aportadas durante

la etapa de fabricación. Todo sucede de una forma muy parecida a lo que ocurre con los seres

humanos. No debemos trivializar las cosas de la naturaleza. Por el respeto y la admiración a

los hechos científicos se llega antes a la verdad de las cosas.

Para finalizar, vaya desde aquí mi más rendido homenaje de admiración y

reconocimiento a aquellos colegas metalurgístas romanos de la Sierra de Córdoba, que

supieron fabricar el mejor cobre de su época, de los que cada día me encuentro más cerca e

identificado, gracias al estudio y al mejor conocimiento de cuanto hicieron. Parece como si la

distancia, con estos parientes y antepasados, tan lejanos en el tiempo, se fuera disipando como

lo hace la niebla cuando el Sol de la mañana empieza a calentar.

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 32

.

Detalle de un trozo de cobre recuperado en uno de los escoriales

romanos de Cerro Muriano.

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El Cobre Mariano: Símbolo de la máxima calidad en el Imperio Romano Pág. 33

Escorias de las fundiciones romanas de Cerro Muriano, compuestas

fundamentalmente por Silicatos de Hierro de bajo punto de fusión.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 34

LOS HOMBRES QUE HICIERON POSIBLE LA ESPLENDIDA

METALURGIA DEL COBRE EN CERRO MURIANO

(Publicado en el Diario Córdoba 13 de Febrero de 1995)

Es un hecho normal que, después de llevar un tiempo estudiando los metales y

aleaciones, así como los útiles de minería, fundición y forja y los objetos metálicos fabricados

y utilizados por los hombres que llevaron a cabo la prodigiosa metalurgia del cobre y bronce

en la Antigüedad, en Cerro Muriano, sienta curiosidad científica y humana por saber de ellos.

Del Período tartésico, cartaginés y romano es más fácil obtener noticias, ya que hay

crónicas y restos arqueológicos abundantes como para tener una idea aproximada de quiénes

fueron. Sin embargo, de los lejanos y fabulosos tiempos de los períodos Calcolítico

(3000 a 1750 antes de J.C.) y del Bronce Antiguo (1750 1500 antes de J.C.), la información es

muy escasa y se basa únicamente en el estudio de los restos arqueológicos encontrados.

Estos hombres iniciaron la Edad de los Metales con el descubrimiento y uso del cobre,

primero, y posteriormente de aleaciones de éste como el bronce, en que el dorado metal

aparece aleado con estaño. Pues bien, voy a tratar de acercaros a estos últimos a pesar del velo

de oscuridad que todavía cubre estos siglos mágicos de la historia de nuestros antepasados, y

dejo para otra ocasión a los hombres, más recientes en el tiempo, de Tartessos, Cartago y

Roma.

Los hombres de Siete Cuevas, la Piedra Horadada, Quitapellejos o la Meseta del

Cabrero, que crearon y manejaron los célebres mazos, martillos y morteros de piedra, llegaron

a Cerro Muriano procedentes de Africa. Pertenecían al tronco camita, que no procedía de Asia

como se creyó algún tiempo, si no de un grupo étnico formado en el sur del Sahara, durante el

Período Mesolítico, cuando el actual desierto no se había desecado todavía. Cuando salieron

de sus tierras de origen ya poseían una cultura perfectamente definida, que ha permitido, por

su fácil identificación, el seguimiento de su rastro a través de los yacimientos arqueológicos

que contienen sus piezas más típicas. Es el pueblo creador de la Cultura de Almería, así

denominada por ser en el litoral, y lugares próximos a éste, de esta provincia donde se han

encontrado los primeros asentamientos de estos antepasados nuestros.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 35

Por lo menos, los primeros grupos emigrantes debieron salir del sur de Túnez en

dirección a Biskra y el Chott-el-Hodna, tomando la ruta del Oued Chellal y atravesando el Tel

Atlas por la cuenca del Cheliff; desde allí, siguiendo su curso natural cuando corre paralelo al

mar, saldrían al litoral de la región oranesa.

Una vez en el Mediterráneo, todo les incitaba a cruzarlo, como le había sucedido antes

a tantos africanos; navegando fácilmente por parajes bien conocidos.

Lo cierto y real es que todos los yacimientos arqueológicos más antiguos de la Cultura

de Almería se encuentran en la costa oriental de esta provincia; en la región más accesible, de

forma directa, desde Orán.

También es importante otro hecho que ayuda a seguir sus huellas, y no precisamente

sobre el mapa. Aceptando elementos extraños a su cultura y aprovechándose de las ventajas

que le ofrecieran, estos hombres nunca renunciaron a sus industrias típicas; pasaron de la

piedra al cobre, y de éste al bronce, pero su estilo, su actitud y sus costumbres permanecieron

inalterables y se impusieron fácilmente a los demás pueblos con los que se toparon.

Todos los indicios parecen apuntar a estos seres humanos como un pueblo guerrero y

conquistador que, cualquiera que fuese su manera de vivir a través de los siglos: el pastoreo,

la agricultura o la minería, siempre se muestra fuerte, duro y dominante.

Respecto a su aspecto físico, desgraciadamente no abundan los restos. Sin embargo,

los encontrados, sobre todo de la Edad del Bronce, son de una homogeneidad que admite

pocas dudas. De talla mediana y complexión fuerte, cráneos dolicocéfalos de sección ovalada

regular, con cara larga, pómulos destacados y facciones salientes, que corresponden al tipo

mediterráneo camita, que sería equivalente al de los bereberes actuales.

Según los eminentes y prestigiosos profesores Bosch Gimpera, Obermaier y Pericot,

en lo fundamental, los creadores de la Cultura de Almería son los primeros pobladores de

Andalucía y de la faja costera mediterránea; con muy pocas variaciones, forman el substrato

ibérico de gran parte de los españoles actuales.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 36

El profesor Bosch Gimpera afirma, así mismo, que estos hombres, del tipo almeriense-

ibérico, pertenecen al sahariano-bereber, predominantemente dolicocéfalo, el de los Tuaregs

y, en general, el de los camitas: fino y poco negroide, pero de facciones acusadas y rostro

huesudo.

No sabemos aún con certeza cuando pudieron llegar a Cerro Muriano; aunque

debieron comenzar su aparición, por este lugar, en una fecha imprecisa del tercer milenio

antes de J.C.

En su expansión en varias direcciones, van poniendo en explotación las minas de

Sierra Morena y sus estribaciones, y algo más tarde, también las de Huelva, a donde llegaron

por el sur andaluz.

En cuanto a las intenciones de los almerienses, no ofrecen dudas: precaverse del

avance de los pueblos de la Península y adueñarse de las minas, segura e importante fuente de

riqueza. Así lo atestigua el hecho de que casi todas las estaciones, de estos invasores, en los

nuevos territorios, están emplazadas en comarcas metalúrgicas.

Por los restos e indicios encontrados, hasta este momento, en Cerro Muriano, y por

extrapolación de lo descubierto en otros yacimientos arqueológicos contemporáneos, se

deduce que preferían las poblaciones fortificadas, con murallas, situadas en la cima de colinas

y cerros; costumbres que siguieron los iberos históricos.

Se enterraban en fosas abiertas en el suelo, pero revestidas con piedras planas que

formaban una pequeña cista, muchas veces cubierta por un túmulo. Los cadáveres aparecen

rodeados, abundantemente, de ofrendas, en posiciones encogidas, a veces sepultados en

lugares poco habituales. En estas tumbas se encuentran objetos muy variados.

Es posible que aquella sociedad fuera monógama, como se desprende de que los

matrimonios solían ser enterrados en la misma tumba, a veces con el cadáver de un niño.

Predominan las tumbas femeninas sobre las masculinas, muy posiblemente debido al gran

número de hombres que morían en combate. Abundan los hechos que demuestran la

consideración distinguida de la que estaba rodeada la mujer, aunque nada apoye firmemente

el matriarcado. Parece indiscutible que las mujeres trabajaban dentro y fuera del hogar, y que

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 37

gustaban de adornarse profusamente; pero también lo hacían los hombres, que usaron

brazaletes, collares, anillos y pendientes.

Las mujeres también llevaban cuchillos y puñales, puesto que aparecen en los ajuares

funerarios. Apenas se distinguen unos de otros, si no es por contener armas los masculinos, y

punzones los femeninos. Estos eran empleados en labores de costura como sustitutos de las

agujas, y con ellos perforaban telas de lino y de otras fibras vegetales y pieles para después

unirlas. Las teñían de varios colores, pero predominando el rojo, a juzgar por los fragmentos

adheridos a algunos restos y objetos funerarios.

En cuanto a los hombres , a parte de las actividades guerreras, de la minería y de la

metalurgia, se ocuparon intensamente de la agricultura. En los yacimientos arqueológicos

aparecen cereales como el trigo y la cebada, y leguminosas como la lenteja. Su alimentación

se basaba en productos del campo, pero también consumían carnes de animales domésticos

como la vaca, el cerdo, la oveja, la cabra y el caballo, de los que hemos encontrado numerosos

restos óseos en Cerro Muriano, y por supuesto, de la abundante caza de la Sierra.

El hallazgo de huesos de aceitunas y lámparas de barro permite pensar que los

habitantes de entonces cultivaban el olivo y se alumbraban con aceite de oliva. También se

han encontrado restos que inducen a pensar que conocían muy bien la vid y, porque no, el

vino. En todo caso, tanto el olivo como la vid, según las semillas encontradas, se

corresponden con especies silvestres.

La lluvia debió ser un bien escaso. Los poblados estaban situados al lado de ríos y

arroyos, aunque cuidando de que estuvieran construidos en alturas de fácil fortificación como

es el caso de Cerro Muriano.

La vida en los poblados debió ser pacífica, como es lógico pensar de gentes bien

avenidas y sin grandes desigualdades sociales. Las tumbas encontradas, de aquella época, en

esta zona, no muestran demasiadas desigualdades económicas ni jerárquicas; no faltarían los

jefes, como se deduce de algunas espadas vistosamente adornadas, pero todo hace pensar que

aquella sociedad era democrática. Por otra parte, y así se deduce de su historia, unas gentes

tan amenazadas y que siempre procuraron fortificarse, debieron coexistir sin grandes

divisiones ni privilegios excesivos que alentaran el descontento.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 38

De acuerdo con el eminente Profesor Carriazo, la observación de los objetos

suntuarios y abalorios encontrados sugiere una clara preocupación por las apariencias y la

estética y, por tanto, una fuerte vanidad personal. Fueron sensuales y muy vitalistas; bien

dispuestos al disfrute de la vida. Peinados, vestidos, tocados y adornos de formas y colores

variados, así como magníficas armas bellamente decoradas en los hombres, hacían que estos

seres humanos poseyeran un porte y una presencia hermosa e impresionante.

Por el contrario, los trabajos con arcilla, bronce y cobre delatan un extremado sentido

práctico en sus autores; dando a sus piezas las formas y tamaños más fáciles de realizar, no

perdiendo el tiempo en adornos aparentemente inútiles. Estos hábiles metalurgistas no

perdieron ni un ápice de su tiempo en el arte por el arte.

Sin embargo, no todo aparece tan claro en la psicología de aquellos hombres antiguos,

y sus ideas religiosas resultan difíciles de entender de una forma clara y razonable. Es muy

probable que creyeran en la vida de ultratumba, como lo demuestra su veneración por los

muertos y la riqueza de sus ajuares funerarios, en los que nada falta para su "viaje" y su nueva

existencia.

El comercio fue intenso, a través de rutas terrestres y vías marítimas; llevaron sus

productos a lugares tan alejados como Irlanda, las Islas Británicas o el Mediterráneo Oriental.

Quedan algunos interrogantes por contestar: cuando llegaron estos hombres de la

Cultura de Almería a Cerro Muriano; ¿había ya alguien o solo existía la tremenda soledad de

esos tiempos?. ¿Exterminaron a los residentes anteriores estos magníficos guerreros?. ¿Se

mezclaron con ellos?. ¿Es posible que la metalurgia del cobre fuera conocida por los

primitivos residentes?.

Muy probablemente había seres humanos desde el Período Mesolítico, ya que hemos

encontrado restos que así lo indican.

Por lo estudiado en otros yacimientos arqueológicos similares, es razonable pensar que

se mezclaron; aunque no sin problemas. En todos los casos los elementos raciales y culturales

de los invasores predominó de forma mayoritaria.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 39

Respecto de quién inició la metalurgia del cobre, es un problema aún no resuelto; y lo

que sí se puede afirmar es que la llegada de este pueblo supuso su decisivo desarrollo.

Para terminar debo decir que las circunstancias ayudaron a estos antepasados nuestros;

pero no es menos cierto que ellos supieron aprovecharlas con su inteligencia, su inclinación al

trabajo, su tesón y sus dotes de iniciativa.

Creo sinceramente que todos los murianenses deben sentirse orgullosos de

antepasados tan singulares y extraordinarios.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 40

Hacha de piedra pulimentada del Período Neolítico encontrada en Cerro Muriano por

el Prof. Rafael Cabanás.

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Los Hombres que hicieron posible la espléndida Metalurgia del CM Pág. 41

Herramientas de sílex encontradas por el Prof. Rafael Cabnás en Cerro Muriano.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 42

CERRO MURIANO: HISTORIA Y PAISAJE

(Publicado en el Diario Córdoba 30 de Abril de 1995)

Como venimos contando, en anteriores ocasiones, aquí en Cerro Muriano, la cultura,

dentro de la extensa y convulsa historia de la Humanidad, arraigó hace ya unos cuantos

milenios. Siempre sin contar las muchas decenas de miles de años en que los homínidos

vagabundearon, por estos parajes, en busca de la proverbial y abundante caza.

En esta ocasión os voy a proponer una magnífica excursión, por esta zona de la sierra,

adornada con aquellos complementos que ayudan a que el vehículo de transporte gratuito y

sacrificado del espíritu, que es el cuerpo, goce también de la belleza que siente y transmite.

Viniendo de Córdoba hacia el pueblo existe, a la derecha de la carretera, un paso a

nivel sobre la vía del tren. Debemos cruzarlo y, a velocidad moderada, recorrer la calle de Sta

Bárbara hasta llegar al campo de fútbol, de magnífico ambiente cuando juega el equipo titular,

del que tengo el orgullo de haber sido nombrado recientemente Socio de Honor.

A pocos metros del Coliseum Murianense, en dirección al Cerro de la Coja, comienza

un magnífico carril, perfectamente trazado y de muy fácil tránsito, al que se podría denominar

Camino de Sexto Mario, que nos lleva a la Piedra Horadada: crestón rocoso testigo de la

minería primitiva y antigua desde el Período Calcolítico al final del Imperio Romano.

Se puede ir en coche, en bici, en moto o andando. El paseo es magnífico, y yo creo que

se disfruta más a pie. El camino es apto para todo el mundo.

La distancia a la majestuosa Piedra Horadada es muy corta, de unos trescientos metros

aproximadamente. Para los amantes de andar, aconsejo continuar por el magnífico camino un

par de kilómetros más, disfrutando del paisaje, un aire puro y limpio y reliquias

arqueológicas, a un lado y otro, de la minería antigua y más reciente. A algo menos de esos

dos kilómetros se encuentra el pozo de mina de Quitapellejos, de principios de siglo, que

queda situado a la izquierda del camino, en el sentido de la marcha, mientras que a su derecha

se sitúa una formación rocosa con huellas de la minería del Período Calcolítico y del Bronce

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 43

Antiguo.

Al volver de nuevo al comienzo del camino, a la derecha, a unos cien metros, se

encuentra el Cerro de la Coja, verdadero epicentro de las minería antigua del cobre en esta

zona, y sobre todo, durante la República y el Imperio de Roma.

El Cerro de la Coja está repleto de misterio. Todo indica que aquí estuvo el centro del

poder y control y el punto neurálgico de una zona minera que se extendía a su alrededor en un

radio de casi diez kilómetros. Todos los indicios parecen apuntar a este lugar como residencia

del Procurator Metallorum.

Tegulae, enormes bloques de caliza y trozos de cerámica de terra sigillata y

campaniforme, entre otros restos arqueológicos, distinguen a este hermoso cerro, desde el que

se domina perfectamente toda la zona minera. Es una vista digna de ser contemplada.

Existen además aljibes de la época romana; uno de ellos utilizado por el famosísimo

bandolero José María el Tempranillo, como cueva refugio para él y para sus caballerías. Ha

sido habitado por una familia del pueblo hasta los años sesenta. Tiene una abertura lateral que

hace de puerta y algunos orificios superiores para la ventilación. Se puede visitar. La

existencia de esta peculiar cueva impuso el nombre al famoso cerro, que se ha llamado desde

antiguo como Cerro de la Cueva. Ha sido recientemente cuando se le ha comenzado a llamar

"Cerro de la Coja", por referencia a la última persona que habitó en el singular aljibe.

Desde allí al conjunto de Siete Cuevas apenas hay doscientos metros. Y ésta es una

visita inexcusable.

Es un auténtico monumento a la minería primitiva del Período Calcolítico y de la Edad

del Bronce en forma de galerías y trincheras de insólita belleza. Accesible a su interior, sin

correr el menor riesgo, provoca admiración por el mérito de los que las excavaron en la dura

roca cuarcítica.

Terminada esta visita, se puede ascender por la ladera menos pendiente del Cerro de la

Coja, y una vez de nuevo en este cerro, internarnos en el pueblo.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 44

Si el tiempo se ha aprovechado bien y sin prisas, es muy posible que después de

respirar los aromas del campo y del esfuerzo físico del paseo y espiritual de tanta belleza

contemplada, nuestro sufrido vehículo, el cuerpo, nos pida una compensación.

Bien, no hay nada que temer. Cerro Muriano está bien dotado en el sector de la

hostelería con una oferta muy variada. Os puedo asegurar que compite con los mejores

lugares del país. Hay de todo; aunque lo más típico, claro está, es la caza.

Los habitantes de este pueblo son buenos conversadores, con mucha chispa, amables y

generosos, de una larga tradición turística, que les hace ser atentos, rápidos y eficaces para el

visitante. Os resultará muy fácil disfrutar de su hospitalidad.

Después de reponer fuerzas, hay que realizar la última etapa de la excursión. Se trata

de subir al Cerro de Torre Arboles, mirador impresionante de la bellísima ciudad de Córdoba.

Es desconocido del gran público y, sin duda, es el mejor con diferencia.

Está a un kilómetro de Cerro Muriano en dirección a la capital de la provincia. Antes

de llegar al alto de las Malagueñas, existe a la derecha de la carretera, un carril que sube hacia

la Ermita de la Virgen de los Pinares. Se puede llegar en coche al pie de esta ermita. Una vez

allí; andando, se toma el carril de la derecha y se asciende por una pendiente muy suave hasta

el pico del Cerro de Torre Arboles. Total poco más de trescientos metros de disfrute, ya que

es poco el esfuerzo físico necesario y, como compensación, el camino está franqueado por

una vegetación de monte bajo espesísimo de hermosos colores y deliciosas fragancias.

Con los pulmones saturados de oxígeno y aromas variados, se llega a la cima, donde

existe una pequeña construcción de hormigón, que marca el vértice geográfico, a la que está

adosada una pequeña imagen pintada de la Virgen del Carmen.

Preparaos para la estupenda sorpresa. Impresionante es el paisaje que se ve a vuestros

pies: toda Córdoba y sus alrededores en muchos kilómetros de distancia. Verdadero "Mirador

del Califa" como lo denominó, entusiasmado, mi colega el Profesor W. Müller. Podéis

contemplar, con solo ir girando la vista, los tres paisajes típicos de la provincia: la Sierra, la

Campiña y el hermoso valle del Guadalquivir con numerosos pueblos. No hay mirador en la

provincia que rivalice con Torre Arboles. Impresionante!.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 45

El sumum de la belleza es esperar a que la noche caiga. El espectáculo comienza:

Córdoba y los pueblos de alrededor se van encendiendo, perezosamente, como en un precioso

Belén.

El camino de regreso es fácil, incluso de noche; aunque en este caso se hace necesario

una buena linterna, sobre todo si nos acompañan menores y mayores de edad.

Os vuelvo a insistir: si subís a Torre Arboles no olvidaréis nunca la experiencia y

seguro que repetiréis. Animaros y disfrutar de un hermoso día de campo, ciencia y cultura.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 46

Vista desde La Mocha (Urbanizción villa Rosita) del Cerro de la Coja y alrededores.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 47

Vista desde La Mocha (Urbanizción villa Rosita) del omnipresente Cerro de Torre

Árboles, quien posee numerosas huellas de minería primitiva.

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Cerro Muriano: Historia y Paisaje Pág. 48

Vista de la Ermita desde el sendero que sube a Torre Árboles.

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En el corazón de la Sierra de Córdoba Pág. 49

EN EL CORAZON DE LA SIERRA DE CORDOBA

(Publicado en el Diario Córdoba 19 de Agosto de 1995)

Córdoba es una ciudad muy hermosa y con un pasado histórico de leyenda; sin pecar

de inmodestia se puede asegurar que es una de las más bellas del planeta. Esto es un hecho

contrastado con multitud de mis colegas de numerosos países. Hasta la propia naturaleza la ha

dotado de una magnífica diadema para embellecerla: la Sierra, joya que luce espléndida y

majestuosa.

Quiero contaros la crónica de una excursión por la sierra en busca de un poblado

metalúrgico, posiblemente de la Edad del Bronce, y que no está a más de quince kilómetros

en línea recta desde el centro de Córdoba. Esta es la otra Córdoba; tan cerca y tan distante.

El punto de partida es Cerro Muriano, hermosa gema, donde las haya, de la diadema

serrana. Son las ocho de la mañana y estamos citados en un bar: churros calentitos recién

hechos, olor a café y a anís y charla de tertulia sobre historia y arqueología de la Sierra, en

este caso con Juanjo, de la saga de los Obrero; hombre encantador, culto, sensible, de charla

amena, amante de las motos y amigo mío, dispuesto a sacar a la luz las raíces de su pueblo,

verdadera estrella Polar de sus sueños.

A la cita hemos acudido Juan el herrero, yo con mi hijo Antonio y Antonio, hermano

de Juanjo, cazador auténtico y noble y guía incansable de nuestra aventura.

Con un Land Rover nos internamos por caminos y carriles en lo más frondoso de la

Sierra; apenas unos kilómetros, suficiente para dejarnos a tiro de piedra de nuestro poblado.

Increíble paisaje; ¡que maravilla!. Cerros de corazón de roca granítica y cuarcítica se levantan

apuntando al cielo, con morfologías bellísimas; alguna tiene la de un delfín que tratara de

llegar a las nubes en un tremendo salto.

Delante, gateando como las cabras, por los vericuetos que el agua durante cientos de

milenios ha labrado en las durísimas rocas, avanza y dirige la pequeña comitiva Antonio, que

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tiene los pulmones y el corazón de un jabalí. A nosotros, a ese ritmo impuesto por este

magnífico cazador, nos empiezan a flaquear las rodillas y el corazón late a un ritmo de susto.

De vez en cuando nos detenemos unos segundos para que el purísimo aire de estos parajes nos

llene los pulmones. Y adelante de nuevo, a perseguir a ese magnífico ejemplar humano que

nos lleva arrastrando, por un paraje solo imaginado hasta ese momento en sueños. Es el

paraíso de los cazadores y esas son las únicas huellas humanas que hemos detectado hasta ese

momento. Jarales, lentiscos, madroñas, acebuches, lavandas, albulagas y un tropel de especies

vegetales bellísimas e impenetrables conforman el paisaje vegetal espeso, y en muchos puntos

intransitable, de este lugar serrano que nos va relatando con todo detalle el otro cazador del

grupo: Juan el herrero. Los aromas son los que nos estimulan a gatear por aquellas laderas, de

las que solo sobresalen de la vegetación las enormes crestas de rocas durísimas.

Por fin llegamos a una altura desde la que se dominaba todo el paisaje circundante. Por

debajo, a unos treinta metros, en unas mesetas de difícil acceso al abrigo de los crestones

rocosos, como en un nido de águilas, pudimos contemplar entusiasmados las ruinas pétreas de

viviendas humanas de hace unos cuantos milenios. Se perfilaban ante nosotros los cimientos,

a base de piedras apiladas, de unos habitáculos de planta cuadrada cuya superficie podía

oscilar entre los cuatro y los ocho metros cuadrados de unos a otros.

¡Que lugar más inaccesible y escondido! Estos seres humanos debían buscar la fácil

defensa de su reducto. Y ¡por Dios! que así sería. Un puñado de hombres podían proteger

aquellos lugares altos y abruptos a pedradas del ataque de cualquier ejército.

Pero ¿cuál era su ocupación en tan incomparable paraje?, ¿la caza?, ¿el ganado?. Tal

vez; pero solo la caza no sería suficiente y el ganado, aunque fueran cabras, no sería fácil su

mantenimiento.

En este dominio de los cazadores de Cerro Muriano, la historia, la leyenda y la

naturaleza se confabulaban para crear una estimulante atmósfera de misterio y belleza.

En su momento, la arqueología y la ciencia desvelarán el secreto de los seres humanos

que vivieron aquí, en el fin del mundo, a tan solo quince kilómetros en línea recta de la

estatua ecuestre del Gran Capitán.

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Bien; había que volver. Habíamos rozado el Paraíso con nuestros sentidos mortales,

pero había que volver a la cálida y entrañable civilización del pueblo de Sexto Mario.

Miedo me daba pensar que debía recorrer de nuevo aquel camino de cabras, duro y

tortuoso. Pero Antonio, que además de cazador, hace honor a la caballerosidad de un heredero

de la noble clase ecuestre de la antigua Roma, que por estos pagos debió dejar descendencia

genética, nos ofreció la posibilidad de cambiar el itinerario haciendo la vuelta más cómoda.

La propuesta consistía en que él desandaba lo andado en busca del Land Rover, para

después ir en nuestra búsqueda a un sitio acordado. Para llegar a este lugar debíamos bajar

desde la agreste altura, con sumo cuidado, al encuentro de un camino que nos llevaría a un

lugar al que podía acceder el todoterreno.

Ya lo había apuntado, pero antes de irse volvió a insistir en que pasaríamos por una

vaguada en la que había restos de una minería muy primitiva.

Allá fuimos, espoleados por la curiosidad y ayudados por la cuesta abajo, guiados por

la sabia experiencia en el campo del herrero; mientras Antonio comenzaba su sacrificado

retroceso por el camino de cabras.

Hermosa ruta la del descenso: increíble vegetación y multitud de huellas y señales de

la fauna del lugar: jabalíes, ciervos, juanicos, perdices, palomas e incluso algún conejo, que en

otros tiempos eran numerosísimos en estos parajes de Cerro Muriano.

A unos trescientos metros de las alturas donde se hallaba el poblado, abajo, en una

vaguada por donde corría un arroyo, en el que la actual sequía había causado estragos,

encontramos una calva en la vegetación que se correspondía con una escoriera de minería

primitiva. Coincidía con lo que nos había anticipado nuestro guía Antonio, encontramos

martillos de mina de serpentina, restos de mineral del cobre beneficiado en forma de

malaquita y fundentes como el oligisto. También vimos restos de fundición de cobre,

materiales a medio fundir, huellas de hornos y una galería de mina de poca profundidad

rellena de agua. En una primera valoración parecían restos de labores mineras del período del

Bronce Antiguo.

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¿Era éste el secreto del poblado que había allá arriba en aquellos inaccesibles

pedregales? Es muy posible. La minería del cobre sería la actividad principal de estos

hombres. La malaquita de hermoso color verde les había atraído hasta estos perdidos y

bellísimos paisajes. Cuando subimos a una ladera, y pudimos dominar con cierta perspectiva

el paisaje, comprobamos que se trataba del mismo filón de Cerro Muriano, el que aflora en

lugares tan estudiados por nosotros como Quitapellejos, Siete Cuevas, Villalicia y Campo

Bajo. La orientación de este filón es el mismo y coincide con la dirección aproximada N.60 -

70 O. Incluso la disposición emergente de la caja es la misma con una inclinación reconocible

fácilmente.

Este descubrimiento corrobora cómo este pueblo de metalúrgicos vino siguiendo las

vetas de minerales cupríferos y siguió su rastro hasta los lugares más increíbles. Y como era

costumbre entre ellos, ya lo hemos contado en una ocasión anterior, construían sus poblados

en lo alto de los cerros buscando la fácil defensa y en la proximidad de ríos y arroyos, lo que

no falta en este paraje. También sirve para demostrar lo que venimos defendiendo de la

importancia que tuvo esta zona minero-metalúrgica en la Antigüedad, como centro productor

de cobre y sus aleaciones, sin nada que envidiar a zonas tan renombradas como la de Huelva.

Con una gran ventaja además: la calidad del metal, con una denominación de origen que le

hará el más celebrado durante la etapa del Imperio Romano como "Cobre Mariano".

En este día hemos aumentado los límites conocidos de lo que fue el emporio minero

de Cerro Muriano.

Con una amena charla y lección magistral del herrero sobre el campo, la vegetación y

la relación de ésta con la fauna, lo que influye directamente en un tema tan querido para él

como la caza, llegamos al punto de reunión. Allí estaba nuestro noble caballero romano con

su vehículo y la tranquilidad de espíritu que le caracteriza.

Era la hora de una cerveza fresca, pusimos rumbo a Cerro Muriano, a nuestro punto de

partida. Y nos bebimos algunas, con los aperitivos de rigor, mientras comentábamos en

tertulia el descubrimiento. Francamente; había sido una experiencia apasionante.

Quedó en el aire, sin embargo, una preocupación: el temor a que gentes desalmadas,

de las que tanto abundan ahora, expolien tan bellos restos muy abundantes en esta riquísima

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En el corazón de la Sierra de Córdoba Pág. 53

provincia. De todas maneras este pueblo está muy sensibilizado ante su patrimonio cultural y

no va ser fácil, para los depredadores de restos arqueológicos, saquear tan sagrado legado de

nuestros antepasados.

Aprovecho el final de este artículo para volver a pediros que visitéis el Museo

Arqueológico Provincial de Córdoba que os hará sentir y vibrar con las magníficas reliquias

de nuestro pasado. Bellísimo es el museo y el lugar en que se ubica y verdaderamente

maravilloso lo que allí se expone. Id y podréis hacer un vertiginoso viaje al pasado de nuestra

provincia y comprobaréis como aumenta vuestra admiración, interés y cariño por ésta, nuestra

casa común: Córdoba. ¡No faltéis!

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 54

EL MISTERIO DEL CERRO DE LA COJA

(Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1995)

Los que hayan visitado Cerro Muriano se habrán podido dar cuenta de la especial

distribución de este pueblo, dividido en barrios separados entre sí por distancias holgadas,

como de tierra de nadie, que en la actualidad, debido al crecimiento urbano de los últimos

años, se están borrando paulatinamente.

Después de reunir hallazgos, estudiar la situación del filón cuprífero que invade toda la

zona y las vistas aéreas de estos parajes, he llegado al convencimiento de que la distribución

actual es muy semejante a la que había durante la República y el Imperio de Roma. Incluso,

me atrevería a asegurar que aunque la intensidad de la explotación minera fuese entonces

inferior, lo mismo sucedía en el Período Calcolítico y Edad del Bronce. Es como si existiera

memoria genética y la gente construyera en los mismos lugares del pasado.

Cerro Muriano extendía su influencia a la casi totalidad de poblados, con sus

explotaciones mineras, que existían en los diferentes afloramientos del filón cuprífero. Desde

el embalse del Guadamellato con una orientación aproximada de N.60-70.O y unos 25

kilómetros de longitud, pasando por Quitapellejos, la Piedra Horadada, la zona del pozo de S.

Rafael, Villalicia, Campo Bajo, Plaza de Armas, etc. viene emergiendo en superficie el filón

de mineral de cobre, además de otras afloraciones paralelas como las de Siete Cuevas, Meseta

del Cabrero, Las Minillas, Estación de Obejo y otros hallazgos que hemos descubierto

recientemente. Incluso en La Mocha y la mismísima cima del Cerro Torre Arboles y

alrededores existen serias implicaciones en el filón cuprífero, como lo demuestran las señales

de minería primitiva encontradas. Allí donde emergían del subsuelo las crestas de roca

delatadoras, junto con los hermosos colores verdes y azules de la malaquita y azurita, nuestros

más primitivos antepasados comenzaron a asentarse en estas tierras, en poblados fortificados,

para comenzar el beneficio del cobre. Y fue Cerro Muriano, según las huellas encontradas y

los testimonios escritos de la Epoca Romana, el centro de este activo emporio minero, donde

hubo un tráfico intenso de seres humanos de diferentes razas, a lo largo de más de tres

milenios anteriores a J.C. Aunque es preciso recordar que a pesar de la existencia de

población aún más antigua, asentada en este territorio, fueron los hombres de la Cultura de

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 55

Almería, de los que hemos hablado en otra ocasión, los que en el tránsito del cuarto al tercer

milenio antes de J.C., pusieron en franca explotación los recursos mineros de la zona.

Tenemos descubiertos varios poblados del Calcolítico y Bronce Antiguo y huellas de

otros en el perímetro actual del pueblo. En estos momentos hemos examinado huellas y restos

que confirman la existencia de explotaciones mineras hasta el final del Bajo Imperio Romano;

lo que supone la friolera de casi cuatro mil años de trabajos de extracción y metalurgia del

cobre en la zona. No he incluido las explotaciones de la Epoca Musulmana ni las más

recientes realizadas desde principios de este siglo por compañías inglesas, si así fuese

superaríamos los cinco mil años de minería y metalurgia solo con intervalos de inactividad

importante en los dos últimos milenios. Es toda la historia de la Humanidad del Occidente

Europeo.

Cuando se explora esta zona parece un inmenso hormiguero en el que los seres

humanos, de distinta raza y en diferentes épocas históricas, han realizado pozos, galerías y

trincheras buscando el hermoso metal rojizo y de paso han contribuido a la civilización

occidental con su aportación económica y cultural. En el centro de esta actividad minera,

metalúrgica y social se encuentra el Cerro de la Coja, auténtico Cerro Muriano, según los

mapas antiguos, que se sitúa de alguna manera en el corazón del área explotada. Todo lo

indica: la geografía, la geología y los hallazgos arqueológicos hasta este momento.

Hace ya unos años, con motivo de la instalación de un gran poste de alta tensión en su

cima, se vieron en la necesidad de excavar para afianzar los cimientos de dicha obra y los

escombros fueron vertidos algo más abajo de la Cueva de la Coja. Pues bien, los análisis de

dichos restos confirman los presupuestos más alagüeños: cerámicas bellísimas de terra

sigillata, estatuillas de bronce, plomo y cinc, tegulae, monedas de plata, huesos de animales,

grandes bloques prismáticos de caliza pertenecientes a construcciones nobles, etc. se hallan

esparcidos, delatando su origen y la noble historia a la que pertenecen. Su estudio confirma, al

menos hasta el presente, el papel jugado por este lugar en la existencia humana de estos

parajes en unos cuantos kilómetros de radio. Clasificados los restos, hay suficientes pruebas e

indicios para demostrar que fue habitado desde los primeros tiempos. Esto, además de un

hecho, es un presentimiento que todos pueden apreciar si se desplazan a su cumbre, siempre

con el respeto a cualquier objeto o detalle, por allí esparcidos, pertenecientes a su legendaria

existencia.

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 56

Antes que nosotros, científicos amantes de la verdad, respetuosos de todo lo que es

historia o presente, los ladrones de tumbas se vienen paseando por el hermoso e inquietante

paraje del Cerro de la Coja, sometiéndolo a un intenso expolio. Aún así no han podido

arrebatar la mayor parte de su contenido; ya que los amigos de lo ajeno solo buscan metales y

objetos singulares mientras que para nosotros tienen más contenido y mensaje histórico la

mayoría de las cosas despreciadas por ellos: cerámicas rotas, sillares, huesos de animales, el

polen enterrado de aquellas épocas, etc. Lo que nosotros buscamos, nuestro tesoro, está en

una lágrima de fundición o en un trozo de escoria de la época o en el detalle más

insignificante, en todo aquello que suministra un rico mensaje. Además, el Cerro de la Coja,

esconde sus mejores secretos debajo de muchas toneladas de tierra. Actualmente estamos en

la tarea de comenzar las excavaciones sistemáticas y es precisamente en este lugar donde se

van a iniciar muy pronto para regocijo de todos los amantes del pasado de Cerro Muriano.

Seguramente en él, durante la Etapa Romana, debió estar la residencia del Procurator

Metallorum, representante del Emperador en toda la minería de la zona, así lo indica la

nobleza y calidad de los hallazgos y los datos históricos. Desde él se ejercía el dominio de

todo el territorio minero. Es un lugar espléndido, incluso para las instalaciones metalúrgicas:

plataformas de tostación, hornos de reverbero, etc. El aire es constante en algunos puntos del

hermoso cerro, incluso los días de mayor calima; lo que le hace especialmente valioso en el

tiro natural de los hornos de fabricación de cobre. Estos lugares están señalados por escorias

de horno que corroboran lo dicho.

La existencia de aljibes antiguos y modernos atestiguan el acopio de agua en diversas

épocas de la historia, para consumo humano y también, muy posiblemente por su situación a

gran altura, para su utilización en instalaciones metalúrgicas. Unos de éstos son de las

explotaciones mineras de principio de siglo y otros de la Epoca Romana; en todo caso, los de

origen romano, han venido siendo reutilizados a lo largo de la historia como lo demuestran las

adaptaciones y reformas realizadas en ellos en tiempos más recientes. El más relevante, por

sus implicaciones históricas, es el de la legendaria Cueva de la Coja, que durante mucho

tiempo dió nombre al cerro como Cerro de la Cueva; ahora todo ha sido revuelto como en un

picadillo y ha hecho que se le denomine en su nombre actual como Cerro de la Coja. Se trata

de un posible aljibe romano situado en una de las pendientes orientada al Este, en uno de

cuyos laterales se le ha practicado una abertura a manera de puerta y unos agujeros en la parte

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 57

superior que actúan como chimeneas. Ya sirvió en su día de cobijo al famoso bandolero José

María "El Tempranillo" y los suyos, que lo utilizaron para resguardarse ellos y sus caballos,

para los que se practicaron en la pared unos entrantes para comederos.

Más recientemente, durante el presente siglo, fue habitado por un matrimonio y sus

hijos. Fue precisamente el defecto físico de ambos miembros de la pareja: la cojera, la que les

hizo adquirir el sobrenombre con que les conocían. Maravillosos personajes! Yo les conocí y

les traté cuando era un niño; la puerta trasera de mi casa daba al mismo lugar que la de sus

hijos. Allí pasaba largos ratos. Algunas veces les veía manipular con los higos de las higueras

que habían sembrado en los alrededores de la cueva. Los secaban al sol y hacían pan de higos.

¡Genial! Eran muy amables y nos dejaban probar aquellas delicias. Aunque lo que mejor

recuerdo de ellos, sobre todo de la mujer, eran sus fabulosas historias; algunas, como no,

relacionadas con la cueva, ya que este era un tema que nos atraía a los chavales, que veíamos

insólito el aspecto físico de estos seres humanos y el lugar donde se covijaban. Nos contaban

leyendas, mezcla de fantasía y realidad, producto de una larga y azarosa vida y de una fuerte

imaginación. Ahora recuerdo nítidamente sus palabras sobre los ruidos misteriosos que se

escuchaban en la cueva, sobre todo de noche y más si había tormenta.

Ahora que se el lugar que ocupa la cueva aljibe que utilizaban de vivienda puedo

entender el universo de sonidos que se oían en aquel singular vértice cósmico e histórico.

Vivían en las ruinas de sucesivos poblados primitivos que se habían venido asentando en este

fabuloso cerro desde hace miles de años. En las etapas republicana e imperial romanas, allí

existió una residencia de lujo de hermosas columnas de mármol y sillares de caliza. En la

actualidad sólo quedan las ruinas enterradas que han dejado grandes habitaciones vacías,

todavía no hundidas y cegadas por completo. Aún en los años cincuenta había en la cima una

entrada abierta al interior de una gran estancia llena de agua, que por el peligro que presentaba

ante las aventuras infantiles fue cerrada por las autoridades. El tiempo la ha camuflado de tal

manera que en la actualidad no se detecta fácilmente. Si a todo ésto sumamos un enorme pozo

de mina de más de trescientos metros de profundidad, construido en los primeros años del

presente siglo, con sus correspondientes galerías, inundadas parcial o totalmente, podemos

imaginar la enorme flauta que todo esto significaría y significa para el viento y las corrientes

de aire: voces de almas en pena, guerreros luchando en defensa del poblado, el Procurator

Metallorum hablando de la salvación de La Piedra Horada, las voces y los gritos de los

esclavos, las risas de los niños o de las bellísimas mujeres de los mineros o de los próceres

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 58

romanos, etc.; todo un mundo de ecos del pasado que retumban en el interior del Cerro de la

Coja aprovechando la nocturnidad con su silencio y la energía del viento para multiplicar su

sonido; sobre todo si los truenos de la tormenta vienen en ayuda de este universo de almas

que pululan por estancias, pasillos y recintos cerrados y cegados por la tierra y la ruina de

miles de años, incendios y batallas.

Pronto desenterraremos, con las excavaciones arqueológicas sistemáticas, todo ésto y

ganaremos en historia y conocimiento; el precio habrá sido la pérdida de una gran dosis de

misterio; aunque confieso que por mucho que sepamos y averigüemos, él siempre guardará la

mayor parte de sus secretos entre sus arenas, cenizas de hornos, huesos, ruinas y demás

reliquias de su milenaria existencia.

Sin duda en el Cerro de la Coja está el alma de Cerro Muriano.

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El Misterio del Cerro de La Coja Pág. 59

Moneda romana de oro de la República de Roma encontrada en Cerro Muriano.

Moneda romana de plata, del reinado del Emperador Augusto, que circulaba por

Cerro Muriano en los comienzos del Imperio.

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 60

TORRE ARBOLES: EL SEÑOR DE CERRO MURIANO

(Publicado en el Diario Córdoba 1 de Octubre de 1995)

Es difícil moverse por la sierra cordobesa, la Campiña o el valle del Guadalquivir, en

muestra provincia, y no ver este hermoso cerro de sugestiva silueta. El lugar privilegiado que

ocupa, casi al mismo borde sur escarpado de la sierra con el valle, le hacer ser el Señor de la

Sierra.

Apenas alcanza los 693 metros de altitud frente a los 3478 del Mulhacen (Sierra

Nevada) o los 8846 del Everest (Himalaya), ejemplos de los grandes colosos del planeta, que

son cinco y trece veces más altos que él, respectivamente, y si embargo Torres Arboles

domina un horizonte mucho más amplio gracias a su situación geográfica. Modesto en altura,

supera a éstos por su edad geológica en unos cuantos cientos de millones de años. Viejo y

poderoso, testigo del pasado más remoto, mira a los gigantes de la Tierra con ternura y

piedad; mientras ellos van él vuelve, orgullo de veterano frente a vanidad de novato.

Este vestigio de tiempos remotos, de dura roca andesítica, está formado por alguno de

los materiales más viejos de la Península Ibérica y de Europa, que se remontan al Período

Precámbrico, superando los 600 millones de años. Su forma actual, ya muy deformada por la

erosión y los hundimientos y levantamientos orogénicos posteriores a su formación, la debe,

como toda la Sierra de Córdoba a fases del plegamiento Caledoniano que tuvo lugar a fines

del período Silúrico, hace la friolera de 435 millones de años, cuyas huellas son ya muy

borrosas debido a los empujes de la fase Astúrica del plegamiento Herciniano, tremendo

cataclismo planetario ocurrido desde fines del Devónico (de 395 millones de edad) hasta

finales del Westfaliense (Carbonífero, de 347 millones de edad). Este movimiento telúrico

modificó profundamente la orogenia de la Meseta Ibérica, muchas partes de Europa y otros

continentes cuyos restos más importantes son: la Meseta Francesa y la Castellana con su

borde sur de Sierra Morena, el Harz alemán, los Vosgos y la Selva Negra, en Europa; el Tibet,

los montes Altai y los Turquestán, en Asia y los Apalaches, en Norteamérica entre otros.

Torre Arboles, el punto más elevado de esta cornisa de la Sierra de Córdoba, o sea del

borde superior de la Falla Bética en este sector, se encuentra a 15 kilómetros al Norte de la

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 61

capital, por la carretera N-432 de Córdoba a Badajoz a la altura del K256, y a unos 600

metros al Oeste del puerto La Cruz del Barquillo; también llamado alto de las Malagueñas,

tan solo a unos cientos de metros de Cerro Muriano que se extiende en la Penillanura

Mariánica bajo su protectora sombra; pueblo enclavado, a su vez, en una faja de materiales

precámbricos metamorfizados muy viejos, que superan en algunos casos los mil millones de

años.

Desde esta atalaya se domina un paisaje amplio y bellísimo que abarca las comarcas

más características de la provincia, amén de la capital. Impresionante mirador; el de mayores

posibilidades de esta zona de España, llegándose a divisar en días claros los mismísimos

picachos de Sierra Nevada.

Desde su cumbre, la sierra , se observa bellísima y podría describirse, como lo hizo

con la visión y la autoridad del maestro el Profesor D. Rafael Cabanás en su libro Geología

Cordobesa (Guia del Sector Norte): "Los perfiles cónicos de cumbres embotadas de estos

cerros, las formas suavemente redondeadas de las lomas y las amplias curvas del terreno dan

al relieve un acentuado aspecto de vejez". Este ilustre colega, competidor en altura del

mismísimo cerro Torre Arboles; "el hombre que nunca se acaba", como le llamaban sus

alumnos del Instituto Luis de Góngora, del que fue ilustre catedrático, se pateo esta sierra

milímetro a milímetro, con sus vastísimos conocimientos de geología; resultando una delicia

leer sus libros, publicaciones y conferencias sobre la materia.

Pues bien, desde esta cima, la Sierra mira a la joven perla cordobesa, la capital romana

y mora, enmarcada en el centro de la provincia sobre terrenos situados entre la línea del

Guadalquivir y las estribaciones del Subbético; formados por depósitos muy modernos:

terciarios y cuaternarios, la mayoría de edad miocena (22,5 millones de años), siguiéndole en

importancia los oligocenos (37,5 millones de años), y lo hace con la ternura y el orgullo con

que los abuelos miran a sus nietos. Verdaderamente, Córdoba, se ve muy hermosa sobre su

amplio valle con la campiña como contrapunto; parece que podría cogerse con las manos.

Más al fondo se recortan, hacia el Sureste, las Sierras Subbéticas, hermosas y

majestuosas, sobre terrenos de edad secundaria y terciaria, formando un conjunto compacto

que cubre un polígono cuyos vértices son las poblaciones de Cabra, Luque, Doña Mencía,

Priego y Rute. Todos estos perfiles se ven imponentes: las sierras de Rute-Horconera, de

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 62

Pollos, de Gaena y de Cabra, juntas con otras de menor importancia, forman parte de un

sistema orográfico de ámbito regional, las Cordilleras Béticas, de edad alpina y las más

jóvenes de España. Esta potente orogénesis del plegamiento alpino, del período terciario, tuvo

su climax en la época miocena, y dio lugar a la formación de dos círculos de cordilleras, las

más recientes y elevadas, normales entre si: uno paralelo al ecuador e integrado por los

Pirineos, las Cordilleras Béticas, los Alpes, los Cárpatos, el Cáucaso, el Himalaya, etc..., y

otro circunpacífico, formado por las Montañas Rocosas, los Andes y las guirnaldas de islas

del oriente asiático.

Tremenda vetustez la de la Sierra frente al Valle, la Campiña y las Sierras Subbéticas.

¡Que maravilla pensar que a tan solo quince kilómetros al norte de Córdoba existen materiales

tan longevos! Como contrapunto de cuan viejos son los terrenos de la sierra y sus

estribaciones, se puede citar, como ejemplo, que el propio Profesor D. Rafael Cabanás,

conocedor de la provincia cordobesa como nadie, encontró el que ha sido certificado como el

fósil más antiguo de España y segundo de Europa, denominado: Antoichnites Cabanasi en su

honor, como padre de la criatura, a tan solo algo más de dos kilómetros de Córdoba, entre el

camino vecinal CV-45-141, de Córdoba a Sto Domingo y el Viaducto del Ferrocarril de

Almorchón. Se trata de la huella de un animal marino del período Cámbrico Inferior al Medio,

situado debajo de las calizas de Arqueociathidos. Tiene forma estelar y pertenece a un género

y especie nuevos en la paleontología mundial. Esta reproducido varias veces en un bloque de

fina piedra arenisca, de unos cuarenta centímetros de longitud por treinta de ancho y

redundando en el tema, el Profesor Perejón, puso así mismo el nombre de pachecocyathus

cabanasi a otro nuevo género y especie de fósil perteneciente al período Cámbrico,

encontrado, como no, en las inmediaciones de las Ermitas, en honor a nuestro sabio geólogo.

Solamente hay que alejarse de unos cientos de metros a unos pocos kilómetros de Córdoba,

hacia el Norte, y el tiempo se hunde en lo más remoto.

Volviendo a nuestro cerro Torre Arboles, tengo que decir que suelo subir varias veces

al año. Es una manera de entrar en trance iniciático con la Sierra. Cada vez que subo tengo la

sensación de que es la primera vez que lo hago. Cuando se inicia la ascensión ya comienza el

lenguaje de esta montaña: un viento que acaricia suavemente transportando los más ricos y

exóticos olores del campo, aumentando su fuerza al coronar la cima.

El camino se hace corto y agradable ya que no es empinado y está lleno de hermosos

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 63

matorrales formados por múltiples especies endémicas de esta sierra: jarales, madroñas,

albulagas, lavandas, tomillares, y un sinfín de especies menores todas muy bellas e

interesantes a las que hay que unir una abundante fauna compuesta por jabalíes, juanicos,

ciervos, conejos y aves como las palomas, tórtolas y perdices entre otros muchos que viven y

se cobijan en esa maleza. También hay árboles, aunque hoy día escasos, totalmente ausentes

en su cima, debido a los incendios que hace unos años afectaron a esta prodigiosa montaña.

Los que aun quedan son mayoritariamente pinos y encinas. Debió haber muchos en el pasado

ya que en mapas de siglos anteriores el majestuoso cerro viene denominado como Arboles

simplemente. La otra palabra del nombre compuesto, Torre, es más reciente y se la debe a la

existencia de construcciones milenarias en su cima y que hasta hace muy pocos años aun

conservaba una torre actualmente derruida. Con solo dos años de lluvias Torre Arboles podría

adquirir el esplendor de tiempos pasados. La mejor hora para realizar esta excursión es antes

del atardecer para poder coronar su cima con comodidad y esperar la bellísima puesta de sol.

Es bueno ir provisto de una linterna para la bajada, aunque los días de Luna existe una

iluminación natural excelente.

Arriba el tiempo se hace intangible y parece no existir. La visión es espléndida. La

historia del planeta Tierra está a nuestro alcance con solo abrir y cerrar los ojos. Una

inspiración profunda y seremos arrastrados por la magia de esta montaña. El Cosmos tiene

puntos singulares donde casualmente se reúnen las más diversas variables físicas y químicas,

que hacen de él un lugar diferente, desde donde es fácil la comunicación con el pasado, el

presente y el futuro. Sin dudar, Torre Arboles es uno de ellos.

La última vez que subí y disfruté el placer de estar en su cima fue hace unas semanas.

Lo hice acompañado de mi esposa y mis hijos, y de mi amigo Juan el herrero y dos de sus

vástagos, mellizos tan iguales como dos gotas de agua, a los que no logro distinguir después

de trece años. No podía tener mejor compañía en lugar tan entrañable. En esta ocasión las

sensaciones propias del Santa Santorum en que nos hallábamos se combinaron con el placer

tan cotidiano, que afuer de repetitivo resulta siempre agradable, como fue el disfrute de unos

magníficos bocadillos regados con rubia cerveza y refrescos.

Esperamos la puesta de sol y nos emocionamos viendo como la oscuridad invadía a

nuestro alrededor tan vasto y bello paisaje, sumergiéndonos en un tenebroso, inquietante y a

la vez magnífico mar de oscuridad, permitiendo que pequeñas luces comenzaran a iluminar

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 64

los más lejanos y hermosos pueblos: Castro del Río, Fernán Nuñez, Bujalance, Espejo,

Montilla, Montemayor y tantos otros como nos permitía nuestra vista alcanzar. Abajo,

Córdoba iba encendiéndose despacio, mostrándonos toda su belleza de Dama de la Noche

fulgurante. Las luces titilaban suavemente, desvaneciéndose a veces las más pequeñas, debido

al aire caliente que ese día de caluroso verano se había aferrado de manera sofocante a la

ciudad y que el anochecer intentaba retirar para que respirasen sus moradores.

Bellísima es Córdoba siempre; pero más aun en la noche envuelta en la penumbra del

valle e inalcanzable desde la dura roca de Torre Arboles.

La mitad Norte del campo de visión de Torre Arboles estaba invadida por la más

profunda oscuridad. La vieja sierra se recortaba contra un firmamento repleto de estrellas.

Este si es un cielo estrellado y no el que se contempla desde mi terraza en el castizo barrio

madrileño de Chamberí. Allí estaban todas las posibles. Increíble contraste entre la negra

sierra y el firmamento iluminado por infinitos cuerpos celestes.

En medio de la sierra oscura se veía Cerro Muriano iluminado, tendido en la

penillanura, rodeado de cerros de contornos redondeados cargados de millones de años y de

historia milenaria de seres humanos. Desde la altura, en la noche estrellada, Cerro Muriano,

cobijado en sus hermosos pinares, parecía tener mayor beatitud y hermosura que el más bello

de los portales de Belén que construimos en Navidad.

Desde siempre esta montaña ha servido como mirador y vigía de la ciudad de Córdoba

y su entorno, como lo demuestran los restos arqueológicos milenarios de su cumbre que serán

estudiados y excavados en su momento; prueba palpable de que el hombre siempre ha

pensado en las magníficas posibilidades de Torre Arboles.

Finalmente, emprendimos la bajada. Apenas hizo falta la linterna. El fino humor de

"los melli" hizo que el descenso se hiciera más corto que la subida. Abajo el fuerte viento

cesó y desapareció la magia. Habíamos descendido del pasado y estábamos en el presente.

Demasiado constraste en tan solo quince minutos. Para compensar nos esperaba la noche

perfumada de jazmines y magnolias de Cerro Muriano y, como no, la refrescante cerveza bien

merecida después del sano ejercicio físico e intelectual.

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Torre Arboles: el Señor de Cerro Muriano Pág. 65

Subid a Torre Arboles y retroceded en la máquina del tiempo al más remoto pasado,

será una experiencia inolvidable.

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 66

LOS TESOROS DE LA SIERRA

(Publicado en el Diario Córdoba 3 de Diciembre de 1995)

La Sierra de Córdoba es una realidad de cientos de millones de años de historia

geológica, que nace cuando el planeta en estado fundido empezó a producir una fría corteza

sólida, a la que hay que añadir unos densos milenios de existencia humana.

En este largo y agitado camino, tanto la gea como los hombres han dejado el territorio

lleno de maravillosos tesoros, como el carbón de Peñarroya-Pueblonuevo, Bélmez o Espiel

procedente de los grandiosos bosques tropicales de árboles gigantes del pasado, que fueron

fosilisados después de enterrados y sepultados por depósitos marinos producidos en las

invasiones oceánicas del período Carbonífero, durante la Era Primaria, hace la friolera de

trescientos cuarenta millones de años. También lo son esos ricos filones de plomo, plata,

cobre, mercurio y otros metales, huellas de cataclismos telúricos que hicieron emerger, por las

grietas de la corteza terrestre, la riqueza metalífera de su núcleo caliente, transportada y

depositada en los resquicios de las rocas por el agua que subió a altísimas temperaturas,

empujada por su vapor, después de haber entrado en contacto con la zona de magma fundido a

donde había penetrado previamente a través de diferentes fracturas. Las sales disueltas, al

subir e infiltrarse en las fisuras de las frías rocas, mineralizaron el subsuelo de esta vieja

sierra, creando una enorme riqueza que ha venido siendo explotada desde tiempos

inmemoriales.

Pero además de estos tesoros inconmensurables y espléndidos, que cualquiera puede

admirar dándose un paseo por la Sierra, hay otros más menudos pero más cercanos a los

hombres de a pie; son los que existen escondidos debajo de la tierra, enterrados en los más

insólitos lugares, fruto del miedo de las personas a la pérdida de sus caudales y joyas a causa

de las guerras, invasiones o el asalto de los bandoleros. Son pucheros o cofres, más o menos

grandes de tamaño, en los que se guardan objetos valiosos con la intención de retirarlos del

alcance de los depredadores que aprovechan momentos singularmente graves para el saqueo y

otros lances de variada crueldad.

De vez en cuando salta a los noticieros el encuentro de algún hallazgo valioso; en

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 67

muchos casos se trata de tesoros escondidos que se han enfrentado al paso del tiempo por la

singular elección del escondite y, en otros, porque los que lo ocultaron no vivieron para

recuperarlos y se perdió la memoria de ellos. Así son célebres algunos como el tesoro del

Carambolo, que se puede admirar en el Museo Arqueológico de Sevilla o el fabuloso, así

mismo, de la Aliseda, expuesto en el Museo Arquelógico Nacional de Madrid, ambos de la

mítica época de Tartessos. No es necesario ir muy lejos para contemplarlos, tan sólo hay que

dedicar un rato a la visita de nuestro Museo Arqueológico Provincial de Córdoba para

disfrutar de ellos.

Aunque cualquier lugar es bueno para la localización de estos tesoros, como lo

demuestra la historia; sin embargo, la Sierra se presta más a este fenómeno por su propia

orografía, su despoblamiento ancestral y a que sus suelos permanecen vírgenes sin labrar ni

acondicionar, en gran parte, desde tiempos primitivos. Además, no suele ser raro que ante las

guerras o las invasiones las gentes busquen refugio en la sierra, con más razón, si es tan

extensa, despoblada, abrupta y frondosa como lo es Sierra Morena. A todo ésto hay que sumar

la existencia de seres humanos que desde hace milenios vienen creando en la sierra cordobesa

culturas brillantes, hoy desaparecidas, derivadas del beneficio intensivo de metales como el

cobre, la plata o el plomo y que han ocupado casi cada kilómetro cuadrado en toda su

extensión manejando grandes riquezas.

Sea como fuere, he podido descubrir, en estos años de estudio de la minería y la

metalurgia en la Sierra de Córdoba, la existencia de buscadores de tesoros, unos mejores y

otros peores, desde el punto de vista humano, casi todos pendientes del lucro personal, impíos

como los ladrones de tumbas del antiguo Egipto y negativos, ya que la consecuencia de sus

hallazgos es sustraer del dominio público objetos de gran valor histórico y cultural. Cuando se

trata de objetos metálicos, que es lo más normal que ocurra, existe el riesgo añadido de que

acaben siendo refundidos; característica ésta de los objetos metálicos que ha supuesto su gran

Talón de Aquiles a lo largo de la Historia de la Humanidad. Es un hecho, que estos

buscadores de metales y objetos valiosos, suelen hacer mucho daño a los yacimientos

arqueológicos y, en muchos casos, éste es irreparable.

Los buscadores de tesoros de antes eran de otra clase en todos los sentidos; para

empezar la tecnología de los detectores de metales no les había alcanzado. Los zahoríes, que

así se llamaban, eran personas a las que se atribuía la facultad de ver lo que estaba oculto,

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 68

aunque fuera debajo de tierra, principalmente filones o vetas de metal, corrientes de agua

subterránea, tesoros valiosos, etc.. Iban con unas horquillas de madera de avellano en forma

de Y, que se cogían con las manos por sus brazos iguales y cuya parte libre se dirigía al suelo

cuando el zahorí llegaba al lugar preciso; aunque en ocasiones podían ayudarse de otros

artilugios. Poseían la facultad de la radiestesia lo que les reportaba un arte adivinatorio que les

permitía percibir radiaciones y emanaciones de los distintos cuerpos.

Zahorí procede del árabe zuarí, que quiere decir servidor del planeta Venus,

geomántico; por tanto una especie de mago y demiurgo que podía penetrar la materia con sus

poderes ocultos. No es de extrañar que hubiera algunos por estos pagos de la Sierra de

Córdoba, ya que además de abundante metal, agua subterránea y tesoros ocultos, el cobre es

el metal que mis colegas alquimistas, desde el antiguo Egipto, asociaban al planeta Venus y

ese rojizo elemento constituye gran parte de la sangre mineral de estas viejas montañas.

Parece consecuente, pues, que su servidumbre a Venus y a los metales les obligara a recorrer

estos territorios incansablemente.

Yo he tenido la suerte de conocerlos. Sobre todo recuerdo a uno, hace ya unos años;

extraño hombre donde los haya; vestido de traje y tocado con sombrero, pero andrajoso;

mezcla de señor y pordiosero; de unos cincuenta años y mediana estatura. Su cara arrugada de

rasgos acusados llamaba la atención, al igual que su voz, que parecía surgir de un profundo

abismo. La curiosidad científica me acercó a él y debo reconocer el gran magnetismo personal

que poseía. Pude entablar largas conversaciones y discusiones técnicas de interés para ambos.

Cada uno desde nuestra parcela intentamos aprender algo más. Nos hicimos amigos y, como

muestra de confianza y amistad, me inició en el aprendizaje de algunas facultades que aún

conservo hoy día.

Siguiendo lo aprendido con este misterioso pordiosero y gran señor zahorí, intenté

desvelar la verdad sobre la existencia o no de un tesoro en la Cueva de la Coja, en Cerro

Muriano, escondido por el famoso bandolero serrano José María el Tempranillo, en los

tiempos en que merodeó por dicho lugar; al decir de las gentes, que lo cuentan como cierto;

incluso, parece ser, que llegó a utilizarla como refugio para sus caballos y los de su cuadrilla.

¿Que había de verdad o de mentira sobre esa historia? Se contaba, incluso lo

aseguraban los últimos habitantes de la cueva, que por alguna parte andaba escondido el

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 69

valioso tesoro. De hecho ya habían intentado encontrarlo; pero en todos los casos el resultado

había sido negativo. En una conversación reciente con María, entrañable mujer, con muchos

años y más achaques, hija de los que habitaron la cueva durante largos años, desde principios

de siglo hasta los años cincuenta, y que por su defecto físico dieron lugar al título de la cueva

como de la Coja, me recordaba como fue la última vez y más intensa ocasión en que se

intentó encontrar el tesoro. Siendo jovencita, y cuando aún habitaba en la lúgubre cueva con

sus padres, pudo observar desde la cama, donde se hallaba acostada, como un extraño

personaje apodado El Mirlo, con unas varillas de madera al más puro estilo zahorí, llevaba a

cabo una sesión de radiestesia que tuvo como resultado la localización de un punto singular en

el suelo del habitáculo. En un ambiente tenso y mistérico excavaron con ahínco durante largo

rato. Solamente después de que fuertes corrientes de aire, procedentes del profundo agujero,

apagaran reiteradamente las lámparas utilizadas para alumbrarse, decidieron cejar en su

empeño; habiéndose topado con grandes sillares de blanca caliza, comprendieron que allí

debajo debía de haber una construcción fantástica. Es muy posible que dejaran para una

próxima ocasión un nuevo intento que finalmente no llegó nunca. En la actualidad hemos

podido comprobar la veracidad del hallazgo de esos sillares.

Un atardecer de finales de Septiembre, hace ya unos años, cuando la cueva llevaba

tiempo deshabitada, decidí desentrañar su secreto. No llevaba nada para la tarea que no fuera

una linterna, un martillo de geólogo, un medidor de cargas eléctricas estáticas, lupas y

material de dibujo, además de mucha emoción y un poco de miedo. La cosa se complicó antes

de llegar con una tormenta de final de Verano, a base de truenos y relámpagos formidables

acompañados de chaparrones, que llenaban el aíre de un fuerte olor a tierra mojada y ozono.

No era el momento de echarse atrás y la tormenta podía colaborar. Años de abundante lluvia

habían proporcionado humedad a la cueva, lo que había traído como consecuencia que todo el

techo estuviera lleno de arañas de patas largas que me producían un cierto temor, acompañado

de asco, y entorpecían la labor exploratoria. El fuerte aguacero y la caída de la noche hicieron

que permaneciera un buen rato, que en todo caso no sobrepasó las dos horas. Y allí oí de todo.

Ruidos y sonidos que parecían salir del interior de la montaña. Silbidos y quejidos, extrañas

voces y lamentos surgían de todas las partes de aquel siniestro lugar. Algunas huellas

demostraban que alguien había intentado perforar el suelo y las paredes buscando el famoso

tesoro.

Pronto pude darme cuenta, entre las intensas iluminaciones de los relámpagos y la

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 70

tenue luz de mi linterna, del gran secreto de la cueva. Sí; aquello no era otra cosa que un aljibe

o un viejo almacén con algún que otro siglo encima, cuya puerta consistía en un boquete

hecho adrede en un lateral; al igual que las chimeneas sólo eran simples agujeros realizados

en su techo. Estaba ,pues, dentro de una construcción hermética hecha a base de calicanto

totalmente blindada por todos lados. No había ninguna discontinuidad seria que advirtiera

sobre la rotura del blindaje como para hacer sospechar que se hubiera escondido un puchero o

un cofre lleno de maravillas; sólo pude observar huellas de intentos, más o menos serios, de

penetrar el calicanto y lo mismo el piso de la falsa cueva. En esos momentos multitud de

imágenes y frases pasaron por mi cabeza como mariposas de negras alas: las conversaciones

con los viejos del lugar sobre ruinas que había semienterradas en el Cerro de la Coja y que

ellos habían llegado a conocer de niños; las maravillosas cerámicas que yo había visto de

siempre, con profusión, por estos alrededores: tegulae, tejas, sillares hermosísimos, monedas

de plata, estatuillas extrañas, etc.. Todo flotaba en mi mente unido a multitud de ruidos y

sonidos cambiantes que iban y venían; hasta que en un instante se hizo la luz: la de los

relámpagos y la de mi mente. Los extraños ruidos y sonidos que se oían sólo eran los ecos de

la tormenta en el laberinto de ruinas y construcciones antiguas enterradas que rodeaban la

extraña construcción y que, en parte, debían permanecer aún sin cegar completamente. En

esos momentos intuí, lo que más tarde pude comprobar, que toda la cima y laterales del Cerro

de la Coja no eran otra cosa que ruinas milenarias de una civilización ya olvidada. Atando

cabos con otros descubrimientos anteriores de restos arqueológicos, comprendí, claramente,

que había descubierto un maravilloso tesoro: allí estaba y latía el corazón milenario y

legendario de Cerro Muriano, el mítico Mons Marianus de los escritos romanos.

Antes de volver a casa me detuve a oír aquellos sonidos fantasmales, que mi amigo

zahorí había intentado enseñarme a traducir tiempo atrás, y que me pareció asociar a gritos y

lamentos de soldados en una batalla, y en otros intervalos creí escuchar claramente voces

delicadas y sonrisas de mujeres en vivas conversaciones, así como el griterío de niños

jugando. Pude captar una voz que se sobreponía a todas, como lo hace un jefe militar ante sus

milicias, dando ordenes a sus subordinados. En todo caso me parecieron voces del pasado que

aún vibraban en el laberinto de ruinas de la que fue en su día rutilante villa de los Procurator

Metallorum, construida a su vez en el lugar de asentamiento de otros pueblos primitivos que

hundían sus raíces en la Edad del Bronce.

Analizando los datos de mis estudios anteriores de la zona, unidos a la experiencia

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Los Tesoros de la Sierra Pág. 71

vivida, tuve la sensación de haber descubierto un inmenso tesoro; idea que me embargó

durante un tiempo. El año pasado, en Verano, decidí que había llegado el momento de

desenterrarlo. Unas semanas de paseos, recogida de muestras, experimentos y exploraciones

me permitieron tener la seguridad de que todo ésto era una realidad y no una experiencia de

zahorí novato y asustado en una noche de tormenta.

Todo un año de trámites legales, en la Delegación de Cultura de Córdoba y en la

Consejería correspondiente de Sevilla, me han permitido conocer a un auténtico tesoro

humano que ha colaborado desde el principio de forma abierta y amistosa. En estos

momentos, desde el día cuatro de Septiembre de este año, un grupo de arqueólogos y

estudiantes a las órdenes de mi amigo el profesor Jacobo Storch de Gracia, apoyados y

arropados por la totalidad del pueblo, están dedicados a desenterrar, sistemáticamente, el

tesoro que condensa la fabulosa historia del legendario Mons Marianus. Y os puedo asegurar

que es magnífico lo que se está descubriendo. Serán necesarios muchos años para sacar a la

luz lo que se esconde en el Cerro de la Coja y otros puntos de sus alrededores relacionados

con él.

No es el único tesoro que he podido detectar en esta privilegiada Sierra de Córdoba;

pero sí ha sido el más valioso y el que ha estado rodeado de las circunstancias más extrañas y

maravillosas.

Para terminar os quiero decir que los tesoros que se descubren y sólo sirven para unos

pocos no tienen ningún valor. El mérito de estos hallazgos está en compartirlos para gozo de

todos los espíritus que quieran contemplar su belleza y su mensaje histórico y cultural.

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CORDOBA Y EL ACERO DE DAMASCO

(Publicado en el Diario Córdoba el 19 de Marzo de 1995)

Todo el mundo sabe cual fue la contribución que Córdoba aportó al Occidente

Europeo durante la Epoca Musulmana. Muchas reliquias quedan de aquel pasado glorioso del

Emirato y del Califato. Algunas, como la Mezquita, son patrimonio de la Humanidad. La

ciencia y la cultura florecieron como no lo habían hecho desde la caída del Imperio Romano.

Sin embargo, pocos saben o reconocen que el corazón de aquella Córdoba

esplendorosa latía gracias al acero de sus espadas y, menos aún, que ese duro metal era un

famosísimo acero. Sin la fuerza de las armas cordobesas, todo aquel mundo maravilloso no

hubiera podido sostenerse ni un solo día.

De Damasco no sólo vino el Sacre Omeya, aquel primer Abderrahmán, que se trajo a

estas tierras todo aquello que le consolaba de la pérdida inexorable de su familia y sus

hermosos palacios de Siria, si no también, en los sables de sus valerosos guerreros, el acero

mejor templado del mundo.

Este formidable y legendario acero damasquino, traído a España por los árabes, fue de

nuevo conocido por los europeos, en la época de las cruzadas, donde lo probaron en su propia

carne y bautizado como acero de Damasco. Era y es un acero sin igual, con propiedades

mecánicas fuera de lo corriente.

Se trata de aceros con contenidos en carbono muy elevados, que lo convierten en un

material duro y resistente al desgaste, cuyo filo permanece imperturbable y

extraordinariamente cortante por continuado y severo uso que se haga de él. Su único posible

defecto: la extremada fragilidad, la corregían los herreros de Oriente Medio y del Califato con

una combinación de forja a la temperatura conveniente y temple controlado. Hasta el siglo

XIX no pudieron los científicos europeos dar con el secreto.

Córdoba, en la Epoca Musulmana, lo introdujo en este país, junto con el arte de

forjarlo, lo que dio a España, desde entonces, la reputación que tuvo sobre las demás

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Córdoba y el Acero de Damasco Pág. 73

naciones, "así en el acero como en el modo".

Yo me topé con él en 1980. Para ello tuve que viajar con mi maletín de artilugios de

metalografía y mecánica hasta un paraje del suroeste de Libia, donde existe el desierto más

desierto. Mis amigos y colegas libios citaron en nuestra tienda a un "príncipe" tuareg, que

poseía una hermosa espada de Damasco a la que atribuía una antigüedad notable, asegurando

que un antepasado suyo, remoto en el tiempo, la había traído de la mismísima Córdoba.

Era un hombre delgado, alto, fuerte y moreno, con porte principesco aunque de

aspecto desastroso. La espada la llevaba en el cinto al lado izquierdo. En su ampuloso y

teatral saludo se inclinó ligeramente, enseñándome, a través de un roto que tenía en la parte

delantera de su peculiar indumentaria, roñosa y descolorida de los domingos, las partes más

íntimas de su persona. No pude reírme - al menos exteriormente - por temor a catar en mi

propia carne el filo cortante de su acero extraduro. En ningún momento soltó su espada, a la

que sujetaba férreamente por la empuñadura, mientras yo, concentrado, ensimismado y

entusiasmado, manipulaba con mis útiles de desbaste y pulido, ácidos, lupas y microscopio

de bolsillo, su afilada y hermosa hoja sin brillo.

Sí; era una hermosa hoja de acero damasquino. No tenía brillo y se marcaban

levemente las llamativas aguas que confirmaban su contrastada calidad. Su contenido en

carbono podía oscilar del 1,8 al 2% en peso. Su forja había sido formidable, al igual que el

temple.

¡ Magnífica arma; hábilmente fabricada ! ¡ Sabe Dios, cuantos corazones habría

partido en dos, en su longeva existencia !

No sólo no consintió en venderme o regalarme el arma, si no que se quedó con una

magnífica lupa mía, con la que, muy posiblemente, iría por esos inmensos caminos del Sahara

presumiendo. Quizás incluso camelaría a algún hermosa muchacha tuareg, en estado de asri,

para compartir unas horas de amor.

Tampoco yo me vine de vacío: contemplé y estudié - como pude - una magnífica

espada de Damasco, con una rica historia además. Y algo más; también me regaló, ese

magnífico y sorprendente ejemplar humano, unas zapatillas usadas y mugrientas, que acepté

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Córdoba y el Acero de Damasco Pág. 74

humildemente, con toda clase de sonrisas, ya que estaba siendo objeto de un "honroso regalo".

El acero de su espada con ser sin igual no le era superior.

He sabido unos años después que compuso un poema en mi honor. ¡Gracias; Príncipe

de la Inmensa Soledad! Desde entonces he visto algunas otras piezas de acero al crisol o acero

de Damasco. Pero, ¿cual es su secreto ?

Muchas cosas sabemos de él. Voy a tratar de iniciaros en ese secreto de la forma más

sencilla posible. Aún no conozco todos los datos históricos, pero sí he visto sus entrañas a

través del microscopio óptico y electrónico y los rayos X. Extraordinaria y bella es su

microestructura interna.

El acero de Damasco - según lo bautizaron los europeos en las Cruzadas - es un

"acero al crisol", así denominado porque, a diferencia de otros aceros contemporáneos suyos,

en una de las etapas de fabricación llegaba al estado fundido en un crisol gracias al ingenio de

los herreros.

Las operaciones de fabricación comenzaban con la reducción del mineral de hierro

triturado convenientemente ( óxidos naturales del metal ) , en un horno, mezclado con carbón

vegetal y un fundente a base de arenas silíceas.

Se obtenía una "pella", o masa esponjosa, formada a base de multitud de pequeñas

partículas de hierro unidas, producidas en el ambiente reductor del horno, y que a causa de no

haber alcanzado la temperatura suficiente, no fundían ni coalescían para formar un caldo que

se pudiera colar. Dependiendo de la proporción de carbón en la mezcla inicial, y de la

intensidad del ambiente reductor - soplado del aire más o menos enérgico - se llegaba a un

hierro o a una fundición (aleación de hierro-carbono con contenidos en este elemento

superiores al 2 por ciento) de más del 4 por ciento en carbono.

El no alcanzar la temperatura de fusión del hierro - 1528 ºC - fue siempre la gran

limitación de la metalurgia de este elemento hasta el descubrimiento del horno alto en el siglo

XVI.

Esta "pella" se llevaba a la forja, y en caliente, a base de golpes, se le iba dando forma

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Córdoba y el Acero de Damasco Pág. 75

y haciendo escupir las escorias retenidas en su masa porosa y esponjosa. Además de este afino

también se producía una decarburación por oxidación superficial, favorecida por la constante

fractura de la película de óxido protectora a causa de los golpes.

De esta manera se fabricaban armas y herramientas de hierro desde los comienzos de

la edad del mismo nombre; sin embargo, para el acero, hace falta algo más: la carburación o

decarburación dependiendo del contenido en carbono original de la pieza forjada.

Para el caso del hierro - que es el caso mejor estudiado y más común -, se introducía la

pieza en un crisol, junto con carbón vegetal, y después de bien sellado se metía en un horno y

se calentaba a una temperatura próxima a los 1200ºC. La carburación era tan eficaz que al

cabo de un tiempo, algunas veces de días, el hierro había disuelto tanto carbono como para

provocar su fusión, al menos parcial. Esto lo detectaban agitando de vez en cuando el crisol

hasta que se hacía audible un ligero chapoteo característico de la presencia de líquido en el

interior del crisol.

Después se enfriaba muy lentamente para conseguir una buena homogeneización -

repartición - del carbono por todo el hierro. Y ya estaba el proceso acabado. Ahí estaba el

acero al crisol.

Si se hubiera partido de una fundición - su contenido en carbono podía superar el 4

por ciento - el proceso necesario sería el inverso: la decarburación. Esta se efectuaba con la

aleación en estado fundido por oxidación lenta con el oxígeno del aire; retirando

constantemente la nata sobrenadante o, en estado sólido, por forja cuidadosa en caliente, para

ir descascarillando la película de óxido protectora y así ir oxidando el carbono, que de forma

continua, sigue accediendo a la superficie del metal.

De esta forma también se llegaba al acero al crisol. Por cualquiera de los

procedimientos descritos se llegaba a aceros con contenidos en carbono que podían oscilar

entre el 1,8 y el 2,1 por ciento. Ahora venía el paciente y cuidadoso proceso de darle forma.

La presencia tan elevada de carbono -piénsese que el límite máximo para los aceros está en el

dos por ciento- provoca que este acero sea duro, resistente y flexible pero desgraciadamente

frágil.

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Córdoba y el Acero de Damasco Pág. 76

Se trata, pues, de darle forma por forja en caliente, a una temperatura tal que los

cristales de carburo de hierro fragilizantes, en que se transforma el exceso de carbono

presente, en el acero al crisol, queden triturados por el golpeo certero, acabando con la única

característica negativa, en origen, transformándola en positiva; consiguiendo un aumento de la

tenacidad y la resistencia al desgaste.

Esa temperatura, en la que estos aceros presentan un comportamiento superplástico,

está situada entre el rojo cereza (850ºC) y el rojo sangre (650ºC); teniendo presente, además,

que sobrepasar estas temperaturas significa regenerar de nuevo los cristales fragilizantes de

carburo de hierro y, por tanto, recuperar la perjudicial fragilidad.

La trituración por golpeo en caliente, a estas temperaturas, de los cristales fragilizantes

de carburo de hierro, consiguen que aumente muchísimo la resistencia al desgaste del filo

cortante, sin merma de su extremada resistencia y elasticidad.

La última operación con este acero es el tratamiento de temple, lo que les hace conferir

unas propiedades mecánicas fabulosas. Para ello había que calentar a una temperatura

ligeramente por encima de los 720ºC, sin exceder en ningún caso los 800ºC; introduciéndolo

después en agua o, bien, en otros medios líquidos recomendados por los herreros medievales,

cuyo sentido mágico se nos escapa, como la orina de un muchacho pelirrojo o la de un macho

cabrío de tres años alimentado únicamente con helechos durante tres días.

Aún sufrían una operación más, aunque cara a la estética y no de una manera

generalizada; se atacaba su superficie con ácidos, que revelaban la microestructura

conseguida en la forja. Con este ataque se manifestaban unas bellísimas aguas blancas

brillantes e iridiscentes sobre fondo mate, causadas por la presencia de los cristales de carburo

de hierro distribuidos en bandas en la dirección del alargamiento. Este bello efecto sirvió

durante siglos como garantía de calidad de estas magníficas espadas.

Este es el famoso acero al crisol o acero de Damasco, que se fue extendiendo por los

diferentes países con la progresión del Islam. En España fue introducido por los árabes.

Entonces la alta tecnología y los conocimientos científicos del mundo oriental eran muy

superiores a los del resto del mundo conocido.

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Córdoba y el Acero de Damasco Pág. 77

Córdoba y su exquisita civilización de entonces, introdujeron, en estas latitudes, un

conocimiento profundo sobre el tratamiento de los aceros especiales, que le sirvió, además,

para mantener su imperio de civilización y cultura superiores.

Tenemos el secreto y tenemos la forja y el herrero en un lugar de la Sierra de Córdoba

de tradición metalúrgica milenaria: Cerro Muriano. Pronto forjaremos una espada de

Damasco con acero al crisol legítimo. Será un hermoso momento. Haré lo posible por

contaros esa aventura metalúrgica.

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Tras las huellas de dos Héroes Pág. 78

TRAS LAS HUELLAS DE DOS HEROES

(Publicado en el Diario Córdoba el 30 de Julio de 1995)

Descubiertos los secretos del acero de Damasco en el laboratorio decidimos pasar a los

hechos; pero antes de ponernos a fabricar una formidable espada, decidimos atar bien todos

los posibles cabos sueltos con un ensayo general: la prueba.

Para entrar en ambiente y acertar plenamente con el diseño quisimos examinar algunos

ejemplares legendarios fabricados con las técnicas damasquinas. Que mejor sitio para ello que

el Museo del Ejército de Madrid, que posee una de las colecciones más numerosas y con

mejores ejemplares del mundo. Y allí fuimos, yo y mis discípulos encargados de ayudarme en

esta investigación: el Profesor Martínez y los doctorandos Rafa y Dani.

Desde hace dos meses, todos los lunes, que es cuando el museo se cierra al público,

con nuestro Durómetro portátil, microscopio, lupas y cámaras de fotos, entramos en aquel

Santa Santorum de las espadas magníficas, con la atenta y cálida acogida de las autoridades y

empleados de la institución.

Una walkiria de este Wahala, cargado de magníficas y mortíferas armas, la bellísima

Carmen, licenciada en Bellas Artes (Pintura), que realiza su tesis doctoral con las hermosas

pinturas del museo, es quien nos guía y resuelve con eficacia y amabilidad cuanto le

planteamos. Una combinación extraordinaria: Carmen y el acero. Acero de espadas como la

de Boabdil o la Tizona del Cid Campeador, quien la arrebató al rey Búcar de Marruecos

cuando acudía en auxilio de Valencia. Aceros de espadas toledanas de temple magnífico;

puñales y espadas de reyes, príncipes y héroes de España; armas de acero de las más diversas

y nobles procedencias, y Carmen, de acero flexible damasquino, con sonrisa penetrante como

el filo de una daga.

Con guantes de cirujano para no deteriorar las piezas estudiadas, sometimos a nuestros

ensayos no destructivos, a las espadas antes citadas. Ligeras en la mano, terribles en el

combate; hojas de acero que habrán herido de muerte a tantos héroes se dejan tocar y acariciar

por los científicos. Nos cuentan su secreto bien guardado durante siglos; unas veces de forma

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Tras las huellas de dos Héroes Pág. 79

rápida, como las espadas toledanas varias veces centenarias, la bellísima y guerrera espada de

Boabdil o el puñal de caza de Carlos IV y, otras, se resiste: la legendaria Tizona. Pero todas,

hace siglos temibles en manos de sus poseedores, son ahora pacíficas y colaboradoras con

nosotros.

De nuestras pruebas mecánicas se deriva que la espada de Boabdil se destaca por su

dureza, tenacidad y rigidez mientras que los aceros toledanos lo hacen por una increíble

elasticidad.

Después de la borrachera de aceros magníficos, de la que no nos hemos liberado aún,

y en la que seguiremos como adictos mucho tiempo más, se nos ha empezado a hacer la luz de

la futura espada de Damasco que queremos fabricar en Cerro Muriano.

El estilo y la forma de las espadas árabes es singular; una mezcla de geometrías

exquisitas y eficacia guerrera. Que nadie piense en hojas curvas, ésto no es de nuestros árabes

andalusíes; las formas curvas no estuvieron presentes en la Córdoba musulmana. Será muchos

siglos después, con los turcos, cuando las armas curvas se impondrán en el Mediterráneo

islámico.

Después de una fatigosa búsqueda y de numerosos ensayos en el laboratorio

dispusimos de nuestro acero. El resultado final fueron dos barras de cincuenta centímetros de

longitud y dos de diámetro, con un contenido en carbono del 1,4 al 1,6 % en masa y las

impurezas típicas de los aceros de Damasco.

Y con él me dirigí a Cerro Muriano, encrucijada milenaria de mineros, metalurgistas y

herreros; cargado, además con un montón de ideas, criterios y reglas técnicas a respetar

durante la fabricación.

Los herreros son gentes muy especiales y no lo podía ser menos el nuestro: Juan

Pozón. Hombre que conoce de minería, metales y, como no, de hierros. Enamorado de la

forja, puede pasar largas horas sin descanso, envuelto en la atmósfera especial de estos

lugares; exceptuando aquellos necesarios para tranquilizar el estómago, lo que hace con el

mismo ímpetu y ausencia de fatiga. Con mucha gracia, alegre y siempre bien dispuesto;

abierto al asesoramiento de los que considera sus maestros y de este científico, al que le une

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Tras las huellas de dos Héroes Pág. 80

una amistad "visa oro" de muchos años; él con el martillo y yo con el microscopio, andamos

incordiando en el mundo de los metales desde hace ya bastante tiempo.

Bien; llegó el momento. Encendió la fragua, preparó los útiles de forja y nos

dispusimos al trabajo. Con la tiza le dibuje en un chapón de acero la forma diseñada en mi

laboratorio de un puñal árabe; obra del tamaño adecuado para la prueba y que nos

suministrará numerosos datos para el objetivo final.

Los últimos consejos y requisitos del científico al herrero se resumieron en uno: "hay

que forjarlo entre el rojo cereza y el rojo sangre, si nos pasamos todo se habrá perdido". Este

era uno de los secretos del acero de Damasco.

No es fácil distinguir estos colores si hay mucha luz. Por tanto el atardecer y la

oscuridad natural del recinto fue requisito indispensable para la tarea. Los dos tenemos ya la

vista cansada y suplimos este defecto con la experiencia contrastada de años. Para nuestro

control y seguridad allí estaba mi maletín de "doctor de metales" como dice mi hijo pequeño,

para comprobar temperaturas, durezas y cuanto ocurriera en las tripas de aquel acero mágico.

Y empezó el rito: golpes certeros con distintos ritmos y cadencias. Y cuando se

enfriaba vuelta a empezar calentando en la fragua hasta la temperatura misteriosa.

Intercambio de criterios y opiniones entre el científico y el herrero y vuelta al eterno y

cadencioso ritmo de la forja. El metal fluía bajo los golpes del martillo del herrero

adquiriendo lentamente su forma definitiva.

Al cabo de tres horas de ritos, golpes, calentones y jaculatorias allí estaba la preciosa

arma: un guerrero y mortífero puñal de acero de Damasco, del que se hubiera sentido

orgulloso el mismísimo Vulcano y por el que hubiera dada todo su oro el mítico Aquiles.

Muchas veces usamos la tiza para definir el diseño exacto; pero como siempre ocurre

en el trabajo de los herreros, la magia de la fragua, el yunque y el martillo dieron personalidad

a la criatura y por Dios! que aquella la tenía. Como los hijos, ninguna es igual y cada uno es

hijo de su padre y de su madre. El puñal con personalidad exquisita y planta árabe legítima

tenía la forma pero faltaba el toque que le confiriera la extrema dureza y tenacidad que debe

poseer un acero de Damasco: el Temple.

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Tras las huellas de dos Héroes Pág. 81

Esta operación extremadamente rápida es la más delicada. La temperatura de

calentamiento debía subir ligeramente por encima del intervalo de forja que habíamos fijado

entre el rojo cereza y el rojo sangre. Pasarse significaría estropearlo todo, aparecería la

fragilidad inevitable y ya no se podría volver atrás.

Era noche cerrada, apagamos todo resquicio de luz y solo quedó el resplandor de la

fragua. Había que calentar toda la hoja de forma uniforme y a la misma temperatura. Allí

estábamos como los Nibelungos, en las fraguas de sus cavernas debajo del caudaloso Rhin,

jugando con el fuego sagrado. El calor de la llama nos quemaba el rostro; me parecía ver

pequeños duendes burlones saltando y riendo sobre las llamas que nos decían: os vais a pasar

y este puñal nunca será nada. Malditos enanos! Pues no nos pasamos; sacamos varias veces el

puñal del calor para contrastar el tono de su color en la negritud de la noche y con un cepillo

de acero lo limpiamos varias veces para que la costra negra de óxido, la calamina, no nos

engañara. Lo hacíamos con el mimo con el que se peina a un hijo.

Y llegó el momento. A la voz de alerta nuestro ayudante encendió la luz y él, en trance

mistérico, se dirigió al cubo donde habíamos dispuesto el agua a la temperatura conveniente.

Introdujo la hoja y escuchó el chisporroteo del metal caliente en el agua. Lo agitó con

el ritual aprendido de muchos años y siempre escuchando mi perorata científica de cual era el

objetivo final y que es lo que no podíamos permitirnos. Como poseído por no se qué espíritu,

en silencio, en comunicación total con aquel hermoso trozo de metal, lo paseó por el agua, en

zig-zag, y al cabo de unos segundos lo sacó y observó la aparición de un tono característico

que produce el temple de estos aceros. Finalmente lo enfrió hasta que quedó tibio.

¡Ya estaba! Intentó limar su superficie y pudimos observar con alegría como resbalaba

la herramienta sin inmutarse el puñal.

¿Tu qué crees? Fueron sus primeras palabras, después de aquel tiempo relativamente

corto de ritos y fórmulas secretas. La humildad sabia de este herrero consultaba al científico,

que andaba en las nubes desde hacía un rato.

Yo creo que lo hemos conseguido. El durómetro portátil lo puso de relieve; pero la

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Tras las huellas de dos Héroes Pág. 82

seguridad total solo vendría de su examen en mi laboratorio de Madrid.

Ahora quedaba bebernos unas merecidas cervezas y brindar por aquellos herreros

medievales que con menos ciencia que la mía, pero más sabiduría como la de mi amigo Juan

el herrero, consiguieron templar aceros que fueron la admiración de los mejores guerreros del

Islam nunca superados por el mundo cristiano. Secretos mejores guardados no duraron tanto

siglos como el misterio de estas poderosas armas, que lo han retenido celosamente hasta hace

muy poco.

En Madrid pude certificar el éxito de la prueba. Rigidez y dureza de leyenda unida a

una sorprendente tenacidad eran las características definitorias de nuestra acerada obra.

La próxima etapa será la espada, con más de ochenta centímetros de hoja; muchas

horas de forja y rezos. Y esta vez con el acompañamiento del cante, como mandan los

canones, para calibrar el ritmo y medir el tiempo. Al menos eso es lo que me ha insinuado

nuestro herrero Juan Pozón. Hay que tener en cuenta que será necesario medir el tiempo de

forja; alargarlo en demasía significaría decarburar por oxidación y ésto es negativo para la

calidad final de este acero.

Estoy haciendo ensayos y fabricando la cantidad de acero necesario para nuestro

objetivo final: la espada. Esta vez el acero tendrá más carbono y más dificultades.

No pasarán muchos días sin que en un atardecer, en Cerro Muriano, un científico y un

herrero, bajo el hermoso ritmo del cante, con la compañía de los duendes del fuego de la

fragua, entre ritos y jaculatorias forjemos un bello ejemplar de espada árabe con acero de

Damasco.

Os contaré como nos fue en esta misa.

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 83

LOS METALES AL SERVICIO DE DIOS

(Publicado en el Diario Córdoba el 2 de Enero de 1996)

Mi amigo Don José Luis, párroco de Cerro Muriano, hombre inteligente y tolerante, de

fino humor no exento de ironía, es un valioso contertulio, además de aficionado empedernido

a la cacería de la perdiz con reclamo. Ya me ha cedido el recinto eclesial para algunas de mis

conferencias y siempre está dispuesto a la colaboración. Sin embargo, como hombre de

Iglesia que es, trata siempre de arrimar el ascua a su sardina. Así, hace unos meses, después

de una larga parrafada mía, me interpeló con su irónica sonrisa: Antonio, tu que hablas de

metales y seres humanos y te admiras de una hermosa historia de milenios Qué es ese tiempo

comparado con la eternidad? Entonces y ahora la respuesta es la misma: una insignificancia.

Sin embargo, sí son eternos los conceptos culturales que relacionan a los metales con

el hombre; tanto que los mismos seres humanos los han sacralizado para ponerlos en contacto

con el mismo Dios; relacionando su materia tangible y cósmica con la eternidad de la

revelación divina.

Veamos pues, D. José Luis, algunas situaciones en las que los metales se acercan a la

divinidad para servirle con honor y eficacia, y comprobemos como se han colado también en

su mundo sagrado y eterno por la puerta principal. Para este menester recurramos a la Sagrada

Biblia a ver que dice. No sería extraño ver a nuestro amigo D. José Luis hablar de los metales

en alguno de sus sermones dominicales.

Comencemos con esas situaciones en que los metales son asimilados a conceptos

relacionados con el mismo Dios; así el rey David utiliza la plata para ensalzar sus palabras:

"Las palabras de Yavé son palabras limpias,

son plata depurada en el crisol,

siete veces purgada de tierra". (Salmos 12,7)

Versículo éste, en el que además se hace referencia a la técnica de obtención de la

plata por copelación.

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 84

En otros casos, son utilizados para comparaciones menos positivas para ellos:

"Anillo de oro en jeta de puerco

es la mujer bella, pero sin seso". (Proverbios II,22)

El sabio rey Salomón, enamorado de la Sabiduría, menosprecia a los metales para

ensalzar esta virtud:

"No la comparé a las piedras preciosas,

porque todo el oro ante ella es un grano de arena,

y como el lodo es la plata ante ella". (Sabiduría 7,9)

Hay situaciones en las que sirven de piedra de toque para el comportamiento humano,

resultando de una gran utilidad para remarcar la importancia de las actitudes y virtudes. Así,

en un libro como los Proverbios, donde se reúne la sabiduría y la experiencia adquirida por el

pueblo de Israel, a lo largo de su dilatada existencia, alguno de éstos utilizan, de una forma

bella y contundente, las características de los metales:

"Mejor adquirir Sabiduría que oro,

tener inteligencia vale más que tener plata". (Proverbios 16,16)

"Zarcillo de oro en bandeja cincelada de plata

es un sabio amonestador para el oído dócil". (Proverbios 25,12)

"El hierro con el hierro se agudiza,

y el hombre aguza a su prójimo". (Proverbios 27,17)

Tampoco el Eclesiástico se queda atrás a la hora de utilizar los metales para dar

consejos:

"No cambies un amigo por dinero,

ni un hermano querido por el oro de Ofir". (Eclesiástico 7,20)

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 85

"No te apartes de la mujer discreta y buena,

porque vale su gracia más que el oro". (Eclesiástico 7,21)

También el Eclesiástico piropea a la mujer hermosa utilizando la nobleza y la belleza

de los metales nobles:

"Columnas de oro sobre basa de plata

son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella". (Eclesiástico 26,23)

Metales como el hierro y el bronce, simbolizando la dureza y la tenacidad, que le son

características, son utilizadas por este libro -Eclesiástico- para condenar con severidad la

maledicencia:

"Porque su yugo es yugo de hierro

y sus cadenas son cadenas de bronce". (Eclesiástico 28,24)

Es verdaderamente curioso e interesante comprobar como en el extraordinario y

bellísimo libro del Eclesiástico, al referirse a la bondad de las obras de Dios, y refiriéndose

más concretamente a las cosas necesarias para la vida del hombre, sitúa al hierro, en la lista,

en un honroso y privilegiado tercer lugar detrás del agua y el fuego:

"Las cosas más necesarias para la vida del hombre son:

el agua, el fuego, el hierro, la sal

la harina de trigo, la leche y la miel,

el jugo del racimo, el aceite y el vestido". (Eclesiástico 39,31)

Y que se puede decir del Cantar de los Cantares de Salomón; tal vez una de las poesías

más hermosas y sublimes jamás escritas. Este rey enamorado de la reina de Saba, después de

contemplar su belleza y comprobar que no era un demonio con patas de cabra, escribe alguno

de los versos más bellos de todos los tiempos. Y como es de rigor, en estos casos solemnes,

son los metales nobles los que acuden a ayudar, con su profundo significado, al poeta, al

moralista o al mismo Yavé para hacerse entender; en este caso es la esposa, que enamorada

del esposo, recita entusiasmada:

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 86

"Su cabeza es oro puro,

sus rizos son racimos de dátiles,

negros como el cuervo". (C. de los Cantares 5,11)

"Sus manos son anillos de oro

guarnecidos de piedras de Tarsis.

Su vientre es una masa de marfil

cuajada de zafiros". (C. de los Cantares 5,14)

"Sus piernas son columnas de alabastro

asentadas sobre basas de oro puro.

Su aspecto es como el Líbano,

gallardo como el cedro". (C. de los Cantares 5,15)

Tras esta belleza deslumbrante del Cantar de los Cantares encontramos la poesía

vibrante, profunda y directa de Job, que consigue un lirismo magnífico, con los metales como

valiosos colaboradores, al referirse a esa virtud tan preciada para los pueblos semitas, como es

la sabiduría. En una magnífica descripción metalúrgica, utiliza la minería y los procesos de

extracción para trazar unas imágenes muy bellas de la búsqueda imposible de la sabiduría,

mirando y rebuscando en los sitios más inaccesibles:

"Tiene la plata sus veneros,

y el oro lugar en que se acrisola.

Se extrae el hierro del suelo,

y de la roca fundida sale el cobre.

Se pone fin a las tinieblas,

se escudriña hasta el límite extremo

la piedra oscura y sombría.

Se perforan galerías olvidadas del pie;

se suspenden y balancean lejos de los hombres.

La tierra que produce el pan

está debajo trastornada como fuego;

sus rocas son la morada del zafiro,

y sus terrones contienen oro". (Job 28, 1-5)

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 87

Sin embargo los seres humanos no damos con ella, por eso Job escribe:

"¿De donde viene la sabiduría

y donde hallar la inteligencia?" (Job 28,19)

o este otro versículo:

Se oculta a los ojos de todos los vivientes

y aún a las aves del cielo está vedada". (Job 28,21)

Hermosas son las poesías de Job y profundo su contenido; pero hay una en especial en

que los metales participan con toda su fuerza y está dedicada a describir una de las bestias

magníficas que Yavé ha creado para que el hombre se admire y estremezca con su

contemplación: el hipopótamo. Este formidable animal se convierte en algo fantástico. Los

metales participan aquí con toda su imagen de tenacidad, fuerza y simbolismo, para realzar

esta creación divina privilegiada, llena de poderes inmensos, y que el poeta usa con una

precisión y belleza, que llena de satisfacción al metalurgista que tropieza con estos versos:

"He aquí al hipopótamo, creado por mi como lo fuiste tú,

que se apacienta de hierba como el buey.

Mírale; su fuerza está en sus lomos,

y su vigor en los músculos de su vientre.

Endereza su cola como un cedro;

los nervios de sus muslos se entrelazan;

sus huesos son como tubos de bronce;

sus costillas son como palancas de hierro".

(Job 40, 11/15, 11/16, 12/17, 13/18)

Continúa después con una serie de versículos en los que el magnífico animal se nos va

apareciendo más como un dragón que como un hipopótamo. Este monstruo se convierte en un

símbolo de poder y fuerza; ahora los metales se muestran blandos e inconsistentes:

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 88

"De su majestad temen las olas,

las ondas del mar se retiran;

la espada que le toca no se fija,

ni la lanza, ni el dardo, ni el venablo;

para él el hierro es como paja,

y el bronce, cual madera carcomida". (Job, 41, 16-19)

Dejando la poesía excelsa de Job podemos ver a los metales en la concisa y clara

escritura de Daniel, ayudándole en sus visiones terribles e interpretaciones de sueños

fantásticos. Veamos, pues, a los metales formar parte de la gran estatua del rey

Nabucodonosor, y que el profeta inspirado, interpreta así:

"Tu, ¡Oh rey!, mirabas y estabas viendo una gran estatua. Era muy grande la estatua y de un

brillo extraordinario. Estaba en pie ante ti, y su aspecto era terrible. La cabeza de la estatua

era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus

piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro y parte de barro. Tú, estuviste mirando, hasta que

una piedra desprendida, no lanzada por la mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y de

barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron

juntamente y fueron como tamo de las eras en verano; se los llevó el viento, sin que de ellos

quedara traza alguna, mientras que la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran

montaña, que llenó toda la tierra". (Daniel 2, 31-35)

No hay comentarios que hacer a esta visión profética tan misteriosa y tremenda y a la

vez tan hermosa.

Los metales también ocupan un lugar privilegiado en los materiales con que se

construían y construyen los ornamentos y útiles sagrados de la liturgia o de elementos tan

venerados como lo fueron: el Arca de la Alianza, el Tabernáculo, las Vestiduras Sagradas,

etc... (Exodo 24-28). Incluso el celebrado Templo de Salomón (Reyes 6-8) estaba adornado de

metales nobles, que de ésta manera ayudaban a sacralizar a los otros materiales: madera de

cedro, mármoles, piedras preciosas y semipreciosas, telas, etc... Así cuando Yavé manda a

Moisés construir el tabernáculo, los metales aparecen los primeros entre las ofrendas que le

pide:

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 89

"Yavé habló a Moisés diciendo: Di a los hijos de Israel que me traigan ofrendas; vosotros las

recibiréis para mí de cualquiera que de buen corazón las ofrezca. He aquí las ofrendas que

recibiréis de ellos: oro, plata, bronce; púrpura violeta y púrpura escarlata, carmesí; lino fino y

pelo de cabra; pieles de carnero teñidas de rojo y pieles de tejón, madera de acacia; aceite para

las lámparas, aromas para el óleo de unción y para el incienso aromático; piedras de ónice y

otras piedras de engaste para el efod y el pectoral. Hazme un santuario, y habitaré en medio de

ellos. Os ajustaréis a cuanto voy a mostrarte como modelo del santuario y de todos sus

utensilios". (Exodo 25, 1-9).

Con esta pequeña muestra pienso que queda evidente la importancia dada a los

metales en los libros sagrados; pero ahí no queda todo, también en la actualidad siguen

jugando un papel fundamental en la liturgia cristiana y por supuesto en otras religiones. Así,

el misterio más transcendente de la religión católica es la transformación del vino en la sangre

de Cristo, y este hecho tan extraordinario ocurre dentro del espacio metálico de un cáliz, que

acompaña este grandísimo honor con su belleza y brillo resplandeciente. Y no olvidemos la

custodia, recinto metálico dorado y sagrado, semejante a un Sol, que tiene la excelsa misión

de custodiar y guardar al Altísimo en forma de Ostia Consagrada. Ninguna joya cordobesa es

tan bella como la obra magnífica del gran orfebre alemán, nacido en Harz, Enrique de Arfe;

custodia de fama mundial que pertenece a nuestra Mezquita-Catedral, paseada en procesión el

día del Corpus y que se puede contemplar y admirar en su tesoro.

Muchas cosas quedan por contar; esperemos que haya otra ocasión. Para terminar voy

a referirme a la voz de la Cristiandad: las campanas. Ellas hablan con el pueblo cristiano a

través de magníficos tonos y sonidos producidos por su alma de duro bronce. Bellas y sonoras

alegran y entristecen a las gentes, o alertan de peligros según el caso, con el excelso sonido

del metal. Hay algo más alegre, hermoso y estremecedor que el repicar de los campanarios de

nuestras iglesias de Córdoba? Hay que rescatar esta melodía tan bella y familiar en un mundo

de ruidos estremecedores y horrendos.

He paseado por España y Europa grabando el sonido de las campanas; un día os

contaré esta increíble aventura; mientras tanto subid a la torre de la Mezquita y contemplad la

belleza de nuestras campanas y campanarios. No olvidéis echar una atenta mirada a la

singular torre octagonal de San Nicolás de la Villa, entre otras de las muchas y bellísimas

torres de nuestra ciudad. Levantad los ojos para los tejados y admirad la belleza y el sonido de

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Los Metales al Servicio de Dios Pág. 90

nuestras campanas. Id a la Catedral y contemplad la formidable custodia de Arfe; será una

visita inolvidable.

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 91

EL METEORITO CERRO MURIANO

(Publicado en el Diario Córdoba el 23 de Enero de 1996)

Se habla mucho, y es una gran preocupación actual con la que participo plenamente,

sobre la contaminación de nuestro medioambiente, de su deterioro. Nos preocupan las aguas

continentales y marítimas, nuestra atmósfera, los bosques, el retroceso de ecosistemas

naturales básicos, el ruido, etc..; sin embargo, no parece entrar dentro de nuestra idea de

retroceso medioambiental la contaminación luminosa. Y es un problema que no parece haber

sensibilizado a la mayoría de los ciudadanos; tal vez, porque resulta algo intangible como la

electromagnética.

La noche forma parte esencial de nuestra naturaleza; el cincuenta por ciento de nuestra

vida la pasamos de noche, en la oscuridad, mejor dicho la pasábamos; ya que actualmente, el

uso abusivo de la corriente eléctrica, ha acabado con este hecho. Con qué más cosas ha

terminado este derroche de luz y energía?

Si la utilización de la iluminación nocturna ha contribuido a aumentar el ritmo de vida

en pueblos y ciudades, y a mejorar, especialmente, la seguridad, el abuso ha engendrado

derroche energético y contaminación luminosa de nuestros cielos. El fuerte resplandor nos ha

separado del firmamento; paisaje fundamental de nuestro entorno natural que nos une al

cosmos. Nos ha divorciado del Universo, haciéndonos más cortos de vista; obligándonos a

mirar exclusivamente al suelo.

En 1987, unos astrónomos aficionados de los EEUU, fundaron la Asociación

Internacional del Cielo Oscuro con el único propósito de luchar en favor de una iluminación

suficiente y racional que al mismo tiempo preserve al máximo la belleza de nuestro cielo

nocturno. La tarea de influir en los responsables municipales y privados es ardua y lenta; pero

merece la pena por el objetivo a lograr. Yo mismo me he situado en esa noble cruzada, a pesar

de mi gusto por la luz, eso sí tenue, incluso para dormir. Naturalmente , no hace falta

pertenecer a ninguna asociación, la concienciación personal es un buen comienzo y terminará

por implicar a todos. Es muy corriente ver calles o edificios con una iluminación intensa, pero

mal distribuida o diseñada, lo que acarrea derroche e ineficacia. Hay mucha tarea por delante

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 92

y es fácil comenzarla.

A causa de todo lo dicho, para observar bien el firmamento, se hace necesario alejarse

de la ciudad una distancia considerable; ya que el resplandor contamina fuertemente el cielo

en muchos kilómetros a la redonda. Incluso desde mi jardín, en Cerro Muriano, ya no se

contempla el bellísimo cielo de antaño; sería necesario para recuperar esa hermosa oscuridad,

sin perder la seguridad, adaptar a las farolas algo que les haga reflejar la luz hacia abajo en

vez de derrocharla iluminando la panza de los murciélagos, de las nubes cuando las hay o de

los aviones; tarea por otro lado inútil y costosa. No estaría nada mal reducir su intensidad

luminosa.

La Sierra se presenta como un lugar idóneo para disfrutar del cielo por la ausencia de

lugares profusamente iluminados y a que su fuerte color oscuro, tal vez por eso se llame

Sierra Morena, le hace absorber los más diversos resplandores incluso el de la Luna si está

presente.

No es nuevo para nadie que sufro de un fuerte enamoramiento por la Sierra de

Córdoba, a la que dedico muchos ratos de mi vida como ser humano y científico, y debo decir

que cuando más me gusta, y mayor estremecimiento me produce, es en la noche oscura, como

boca de lobo, de un día transparente sin Luna. Parece como si fuera a caerse el cielo lleno de

estrellas encima de la negra Sierra.

Si siempre me ha atraído el cielo serrano, lejos del resplandor de la gran ciudad, más

ha aumentado ese aprecio desde la última experiencia casual ocurrida, durante una excursión

al cerro Torre Arboles, una noche de finales de Septiembre sobre las tres de la madrugada.

Había llegado a Cerro Muriano sobre la nueve de la noche del viernes 22 de

Septiembre, procedente de Madrid; después de atravesar la hermosa y magnífica comarca de

los Pedroches y la Sierra de Córdoba y me disponía a pasar cuarenta y ocho horas dedicadas a

mis estudios y exploraciones de la zona. Cada vez que vengo a Córdoba escojo la ruta que me

apetece y en esta ocasión seleccioné la antes mencionada, entrando en la provincia por su

pueblo más norteño: Santa Eufemia.

Cuando llegué al legendario Mons Marianus la noche lucía espléndida y la

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 93

temperatura era ideal. Habían caído las únicas gotas de agua en muchos meses, dejando el

cielo limpio y transparente, en una atractiva oscuridad. Decidí que aquella era una ocasión

magnífica de subir al hermoso Torre Arboles a contemplar el firmamento lleno de estrellas.

La hora ideal sería tarde, de madrugada, después de tomar unas cervezas y unos aperitivos con

mis amigos.

Llegado el momento, me fui en mi coche hasta los pies del cerro; allí cogí las

herramientas, la cámara de fotos y una linterna a la que adapté un plástico rojo transparente,

que siempre llevo exprofeso, para que alumbre lo suficiente sin dilatar las pupilas y

malacostumbrar la retina con su resplandor.

A los pocos minutos de haber coronado la cima, cuando me encontraba recuperando el

aliento mientras observaba una impresionante bóveda celeste, ocurrió un fenómeno que, a

pesar de su relativa frecuencia, no deja de ser siempre insólito y maravilloso: una estrella

fugaz cruzó el horizonte de Sur a Norte sobre la vertical de las Ermitas. Todo hubiera quedado

ahí si no fuera porque a lo largo de su trayectoria algo se desprendió de este meteoro

dirigiéndose hacia un punto situado al norte de Torre Arboles. Un meteorito, grande como una

sandía, incandescente y envuelto en un halo luminoso blanco amarillento, vino a estrellarse en

un punto no muy lejano de donde yo estaba. Pareció como si hubiera pasado un tren a toda

velocidad seguido de un fuerte chasquido; tal fue el tremendo ruido que le siguió.

Fue una experiencia única; absolutamente inmerecida. Yo sé que hay muchos amantes

de los meteoritos que sueñan toda su vida con localizar uno; sin embargo la casualidad me

concedió a mi el honor. Yo me dedico a la ciencia y tecnología de los materiales y nunca

había pensado en poder alcanzar un trozo de estrella para estudiarlo y, en cambio, ahora

estaba a punto de lograrlo. De todas maneras pienso que la lotería le toca solo al que juega, y

con más probabilidad al que lo hace habitualmente. Lo mismo ocurre comigo y el meteorito;

si no fuera tan aficionado a explorar el cielo nocturno jamás hubiera estado allí, a esas horas

tasn intempestivas, mirando al Cosmos.

La Sierra me ha proporcionado muy buenos ratos; pero con éste había logrado

sobrepasar mi capacidad de asombro. Al cabo de un cuarto de hora todavía me temblaban las

piernas, lo que me retenía en la cumbre sin poder iniciar el descenso. Me han tirado muchas

piedras en la vida, sobre todo cuando era un chaval, pero jamás un "chinito" de tal

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 94

envergadura, claro que bien pensado su tamaño era el adecuado para un guiño de las estrellas.

Sobrepuesto del susto se impuso mi espíritu científico e identifiqué el lugar de caída

para poder recoger el regalo. Decidí ir a explorar el lugar al día siguiente, ya que la hora, la

ausencia de luz, el cansancio y la frondosidad del terreno, entre otras razones, desaconsejaban

en esos momentos su localización.

Ya en mi cama, antes de dormirme, di un repaso a algunos de los datos que tenía en la

memoria sobre estos cuerpos celestes. Pensé que si aquella roca incandescente hubiera

impactado en algún lugar habitado se hubiera producido el desastre. Recordé el suceso de

hace dos años en que un trozo de meteorito originado en el impacto ocurrido en las

proximidades de Pinto, al lado de la autovía de Andalucía, chocó contra un automovilista de

forma violenta. Ahora este meteorito está siendo estudiado con los equipos del Instituto de

Microscopía Electrónica Luis Brú de la Universidad Complutense, los mismos que yo estoy

utilizando para investigar el mío, denominado Cerro Muriano por su proximidad al lugar del

impacto, como es de rigor según criterios del British Museum e instituciones internacionales

de gran prestigio en este campo de la ciencia. Caído un 23 de Septiembre de 1995, a las tres

horas treinta minutos de la madrugada ( 3h 30min AM ), con una dirección aproximada

Norte-Sur, siguió una trayectoria, en su recorrido final antes del choque, con inclinación

superior a los cuarenta y cinco grados; impactando a poco más de mil metros al sudoeste del

casco urbano de Cerro Muriano, lo que le confiere todos los derechos sobre su denominación;

yendo en todo momento acompañado de una luz brillante y seguido de intenso ruido.

Continué recordando, hasta que me rindió el sueño, que la caída de un meteorito es un

suceso raro; calculándose en quinientos el número de ellos que se precipitan anualmente en la

superficie de la Tierra. Teniendo en cuenta que los océanos ocupan alrededor del setenta por

ciento de la superficie terrestre, el número de caídas en tierra firme, y por tanto posibles de

recuperar, sería de ciento cincuenta por año aproximadamente. Las revistas científicas

aseguran que se recuperan alrededor de diez. La baja proporción de rescates es comprensible

si se considera lo blando del terreno en la mayor parte de los lugares. Donde realmente se

están recuperando muchos y se está realizando un estudio de la estratigrafía y evolución del

diverso material caído a lo largo de muchos millones de años, es en los hielos perpetuos de los

polos. Sin embargo, el material meteórico que cae a la Tierra, en forma del polvo producido

por las miles de desintegraciones diarias de cuerpos celestes, puede llegar a ser de muchas

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toneladas al año. El gran interés de los meteoritos se deriva de la valiosa información que

pueden proporcionar de la Nebulosa Solar inicial, y por tanto, de la constitución de nuestro

propio planeta Tierra; ya que son considerados trozos de asteroides que no se han condensado

en cuerpos superiores como planetas y satélites. Piénsese que nuestro planeta se supone

formado por el impacto de numerosísimos de ellos hace ya la friolera de varios miles de

millones de años. Averiguar la constitución de nuestro cuerpo celeste, en el que habitamos tan

felizmente, exigiría estudios y sondeos que están muy lejos de nuestras posibilidades actuales,

más que las prodigiosas aventuras que estamos realizando por el Sistema Solar.

A las siete de la mañana, bien desayunado y después de la siempre interesante y

agradable tertulia de rigor con mi amigo Juanjo, propietario a su vez del establecimiento

hostelero que en los últimos tiempos se está convirtiendo en un lugar de peregrinación para

todos mis colegas de la Universidad Complutense, me encontraba listo para dirigirme al lugar

del impacto con el ferviente deseo de encontrar el "chinatito" que me había obsequiado el

maravilloso cielo nocturno de la Sierra la noche pasada.

A menos de dos kilómetros en dirección oeste encontré el punto de contacto del

proyectil sideral: una calva en el monte, de unos veinticinco metros cuadrados, certificaban el

lugar del tremendo choque. Había ramas cortadas con signos de combustión incipiente, que no

había tenido mayores consecuencias gracias, seguramente, a la humedad causada por las

pocas gotas de lluvia de la tarde anterior. Se notaba incluso el punto concreto del impacto por

la presencia de un agujero de casi cuarenta centímetros de profundidad por tres metros de

diámetro.Sin embargo, no había restos del meteorito; posiblemente, el tremendo choque lo

había fragmentado y desperdigado.

Con gran paciencia busqué por los alrededores, obteniendo, al cabo de un rato, el

trofeo esperado: un trozo del meteorito de unos trescientos cincuenta gramos de peso, de

brillo metálico y color muy oscuro, con huellas claras de haber estado fundido

superficialmente. Posiblemente, el rozamiento con la atmósfera le había producido un fuerte

recalentamiento, fundiéndose la parte más externa, cosa nada extraña si pensaba en el aspecto

incandescente y el intenso resplandor que despedía momentos antes de su caída.

Recogí algunos trozos más de material meteórico, comprobando su heterogeneidad y

el hecho evidente de que estaba formado por un conjunto de varios ejemplares diferentes,

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 96

producto de la desintegración del bólido inicial a su entrada en la atmósfera o en una etapa

anterior, pero siempre antes de su fatal choque en tierra.

Hecho un primer estudio de la zona, regresé al pueblo con el mejor ejemplar, y

algunos pedazos más del material sideral, nervioso como un padre con su hijo recién nacido

entre los brazos. La tentación de contarlo fue muy grande; pero se impuso la prudencia del

científico.

En este tiempo he podido comenzar su estudio y asegurarme de la importancia de la

información que esconde el material meteórico recogido; comprobado ésto me encuentro en la

etapa de publicar lo averiguado en la investigación. Los resultados que se están obteniendo

son muy interesantes y variados y la belleza de las imágenes observadas, a través del

microscopio electrónico de barrido, es impresionante. En mi vida de científico he podido ver

sorprendentes estructuras, en los más diversos microscopios, de: metales, aleaciones,

plásticos, cerámicos, materiales biológicos, superconductores, seres microscópicos y de las

cosas más extrañas y variadas y, puedo asegurar, que nunca me ha sido posible ver una gama

tan amplia de formas extraordinariamente hermosas reunidas en una pequeña muestra, de dos

o tres gramos, arrancada al meteorito Cerro Muriano.

Aunque, básicamente, su composición interna se parece a la de otros meteoritos, como

es el caso de los condritos de estructura condrular - granos más o menos esferoidizados - y

aspecto coriáceo, presenta algunas diferencias notables que pueden suponer una información

muy valiosa y complementaria de los cuerpos celestes.

Resumiendo y simplificando, lo que no siempre es correcto ni posible desde el punto

de vista científico, se puede afirmar que está compuesto por una matriz pesada de silicatos y

óxidos de hierro de fractura cristalina con fuerte brillo metálico y color muy oscuro, cuya

estructura granular presenta en la superficie externa de sus granos formas dendríticas muy

claras y aparentes; mientras que los espacios intergranulares se muestran rellenos de formas

cristalinas bellísimas de hierro además de algunas otras composiciones minerales minoritarias.

La masa férrea se presenta como mayoritaria y de gran pureza. El conjunto se encuentra

envuelto en una corteza externa coriácea y negruzca, de aspecto metálico muy marcado y

brillo mate, que muestra las huellas evidentes de haber sido la zona fundida por rozamiento a

lo largo de su trayectoria en la atmósfera, a velocidades muy elevadas, que debieron oscilar

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El Meteorito Cerro Muriano Pág. 97

entre los 12 y 72 kilómetros por segundo.

Sus estructuras internas indican que este meteorito perteneció a un cuerpo madre, de

material original de la primitiva Nebulosa Solar, de grandes dimensiones y que sufrió un

recalentamiento elevado, a temperaturas superiores a los de 1500C, ya que exhibe

morfologías típicas de fusión, segregación y solidificación.

Para los profanos se puede proponer un símil muy sencillo, salvando las distancias

necesarias, comparándolo a una fruta muy conocida: la granada, en la que los granos rojizos

serían de silicato y óxido de hierro y la pulpa blanca, que los contiene y mantiene unidos,

estaría formada por hierro meteórico. Finalmente, la piel de la granada, a manera de fuerte

corteza protectora, queda envolviendo a la pulpa, lo que en el caso del meteorito, se

corresponde a la zona más externa fundida en forma de costra dura y muy oscura.

Para terminar debo decir que, a pesar de los interesantes trabajos de investigación que

llevamos a cabo actualmente, el meteorito Cerro Muriano se ha convertido en la niña bonita

del laboratorio, con un rendido e incondicional admirador que sobresale de todos: mi

doctorando Rafael Calabrés, al que le brillan los ojos cuando se habla de él. Confieso que yo

mismo estoy encantado con el hallazgo. En una próxima ocasión prometo contar algunas de

las novedosas y valiosas informaciones que, sobre su procedencia y su historial cósmico,

estamos averiguando.

No olvidéis la contaminación luminosa; luchad contra ella y recuperad la belleza de

vuestro cielo nocturno, además del placer de su disfrute os ayudará a sentiros integrados en el

Cosmos, una necesidad básica de los seres humanos.

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 98

EL MISTERIO DE LA PIEDRA ESCRITA

(Publicado en el Diario Córdoba el 25 de Febrero de 1996)

Nuestras investigaciones arqueometalúrgicas en la Sierra de Córdoba, y más

concretamente en la zona de Cerro Muriano, han puesto de manifiesto, hasta el momento,

restos que testimonian la existencia de población desde el Período Calcolítico hasta la época

musulmana, con el denominador común de la explotación de los recursos minerales del país,

fundamentalmente del cobre, sin olvidar otros como el hierro, el plomo, la plata y el mercurio.

Esto no significa que al finalizar la etapa árabe, se detuviera todo. No; aunque es cierto que

decreció notablemente el ritmo de explotación hasta el siglo pasado.

Es precisamente en el siglo XIX cuando comienza de nuevo, y por última vez en los

tiempos recientes, la explotación de los filones cupríferos de Cerro Muriano. Así lo atestiguan

los más eminentes geólogos de la época que visitaron el territorio gracias a la fama de su

singular geología y a las reliquias de un pasado privilegiado. Así D. Juan Vilanova y Piera

(1821-1893), eminente sabio médico, geólogo y prehistoriador, se paseó admirado por estos

parajes y cuenta en los Anales de la Real Sociedad de Historia Natural, en 1870, como se

explotaban y benecifiaban las escorieras romanas, describiendo, ya por entonces, una modesta

fundición de cobre e instalaciones mineras. La apoteosis final de la minería del cobre en Cerro

Muriano se produjo en las décadas anteriores y posteriores al cambio de siglo en que una

compañía inglesa reexplotó las minas romanas con una considerable intensidad. El

memorable geólogo D. Eduardo Hernández-Pacheco (1872-1965) cuenta, a principios de siglo

en los mismo Anales, como D. Ricardo E. Carr, cónsul de Inglaterra y responsable de la

explotación minera, en sus años de residencia en Córdoba, llegó a reunir una colección

valiosísima de objetos y piezas arqueológicas pertenecientes a los tiempos romanos y otros

más antiguos encontrados durante dicha explotación.

Cerro Muriano aún guarda bellísimos y románticos recuerdos de ese tiempo; siendo un

claro ejemplo los restos de su impresionante fundición, muy bien conservados, en la que se

puede admirar un bellísimo conjunto, ejemplo de arqueología industrial moderna, compuesto

de construcciones para selección, trituración y lavado del mineral; así como decantadores,

hornos e instalaciones diversas. Los profundos pozos de mina que salpican el territorio dan

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 99

testimonio de la extensión de las labores mineras llevadas a cabo; algunos de éstos aún

conservan sus construcciones exteriores de una arquitectura decimonónica espléndida con una

estética a la que es difícil substraerse. De entre ellos destaca el pozo de S. Rafael, quién fue en

su día el principal, con varios cientos de metros aún no cegados. Que la fundición rindió

pingües beneficios lo delata la ciclópea, hermosa y sorprendente masa de escorias vítreas de

un negro intenso y profundo, de más de un millón trescientos mil metros cúbicos de volumen,

procedente de sus hornos y que conforma una mole digna de ser vista, a la que los habitantes

del lugar vienen denominando familiarmente las "Gachas Negras" por su aparente aspecto

derretido.

Esta riqueza metalífera y la derivada de su explotación milenaria no solo creó a su

alrededor un mundo variopinto de mineros y metalurgistas dedicados a la tarea cotidiana de

extracción minera, fundición y producción de lingotes y objetos metálicos, sino que provocó

la aparición de un comercio floreciente, y por tanto, de una clase de hacendados que se

enriquecieron en ese tráfago comercial, algo del todo necesario e inevitable. Pero aún existe

otra particularidad, también interesante, y por otro lado imprescindible para el desarrollo

global de esa minería, y es la existencia desde muy antiguo de una casta militar autóctona

nacida al amparo de las riquezas y la necesidad de su defensa, desaparecida , o al menos

desdibujada, con la irrupción de cartagineses y romanos. Aún así, hubo unos largos y densos

milenios, previos a estas invasiones, en que las distintas castas y jerarquías fueron propias del

país. La misma naturaleza del lugar lo fomentó y permitió, ya que lo abrupto del terreno, la

facilidad de su defensa y las dificultades de su dominio, crearon como en la actualidad un tipo

de hombre independiente, rebelde a la obligación, aunque generoso y hospitalario y bien

dispuesto a la demanda solícita. La producción de metales se concentró en estos centros

serranos ya que poseían todo lo necesario para la explotación completa de los metales, como

son: los recursos minerales, el combustible para los hornos en la madera de sus bosques y las

fundiciones. En Cerro Muriano es fácil detectar la existencia de castas guerreras que

dominaban y defendían su territorio. Son muy variados los restos arqueológicos que lo

demuestran. Algunas de estas piezas son bellísimas, como el hacha Cabanás, perteneciente a

la Edad del Bronce, fabricada en esta aleación, de las llamadas de talón con un solo asa;

encontrada por nuestro inolvidable D. Rafael Cabanás, geólogo renombrado, que rastreó

intensamente estas montañas en busca de sus secretos y de su historia geológica; que nos

precedió en el tiempo y en el conocimiento profundo de este solar cordobés y se topó con

algunas maravillas arqueológicas en su intensa búsqueda de la sabiduría encerrada en las

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 100

rocas y minerales.

Hay, sin embargo, una pieza magnífica que nos habla, de una forma clara, de esa casta

de guerreros, al menos en lo que se refiere a la historia comprendida entre los siglos XI al VIII

antes de J.C. y es el asunto que quiero relataros. Se trata de una estela grabada en una losa de

dura roca de esquisto de un metro de altura por cuarenta centímetros de ancho, en la que se

representa a un guerrero con su panoplia de armas: escudo, lanza y espada. Estos monumentos

suelen interpretarse como símbolos funerarios, una forma de ofrenda, de heroización del

difunto, aunque otros autores interpretan que la finalidad es conmemorar el lugar donde se ha

obtenido una importante victoria militar, o también, el sitio exacto donde cayó el guerrero.

Son varias las que han aparecido en la provincia de Córdoba, tanto en la parte norte como en

otros lugares; y son abundantes, en general, en todo el territorio de lo que constituyó

Tartessos. En Ategua (Castro del Río) o en el Viso (Pedroches) han aparecido bellísimas

estelas. En el Museo Arqueológico Provincial se exponen algunas de las más interesantes. Es

una lástima no haber tenido un Homero que cantara las aventuras y las gestas de los

magníficos guerreros que aparecen en ellas; sin embargo, el parecido con los héroes de la

Iliada es grande. En la de Ategua, junto al guerrero con el carro y las armas, se representan al

cadáver en una pira funeraria, animales para el sacrificio y una danza ejecutada por dos

grupos de individuos cogidos de las manos. En estas estelas cordobesas no aparecen

instrumentos musicales, aunque no debieron faltar en las danzas fúnebres.

Fue una gran alegría para mi su descubrimiento, máxime cuando próxima a la estela se

hallaba una losa con inscripciones, posiblemente tartésicas, que en un principio fue el objeto

de mis pesquisas. La "Piedra Escrita", como se la ha venido denominando desde antiguo, está

ubicada en un lugar conocido por algunas personas de Cerro Muriano, aunque actualmente

permanece oculta y sepultada, en su localización original, para salvarla de la codicia de los

desaprensivos expoliadores de la Sierra y así seguirá hasta que nuestro actual proyecto de

investigación arqueológica pueda garantizar su seguridad futura.

La descubrí gracias a mi amigo D. Antonio Seoane, el Toti, hombre de enorme tamaño

y fuerza, con fuerte genio, aunque de corazón generoso; integro y auténtico hasta la médula,

con el valor y el arrojo del mítico Aquiles, una especie de héroe singular de los que ya no

nacen en estas tierras de Dios. Sólo una enfermedad maldita y maligna fue capaz de acabar

con este guerrero de la vida, alto, de anchas espaldas y bastante más de un quintal de peso;

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 101

amigo mío incondicional, un segundo padre y maestro. Su filosofía y sus ideas políticas,

defendidas con honestidad y gallardía, le hicieron sufrir algunos descalabros, en unos años en

que la intolerancia era la dueña de nuestro país, y que él soportó estoicamente y sin doblegar

su espíritu indomable. Algunas veces me parece ver su alma grande como una nube dando

sombra a la Sierra cuando se pasea por el alto cielo.

Experto en la construcción civil, existen en la Sierra de Córdoba variados testimonios

de su buen hacer como albañil de a pie, maestro de obras o contratista. Una Semana Santa, de

hace ya más de dos décadas, pasó a recogerme en su coche para llevarme a ver algo que me

iba a interesar con toda seguridad; había aparecido en una de sus obras una extraña piedra en

forma de gran losa, con extraños dibujos, muy próxima a la que él denominaba "La Piedra

Escrita". Por el camino me comunicó que habían aparecido también numerosos huesos

calcinados, unos ennegrecidos aún y otros blanquecinos, y todos rodeados de abundantes

cenizas. En la misma conversación, y sin pestañear, me dirigió una misteriosa pregunta, con

fina ironía y mirándome con aquellos ojos profundos: ¿por qué te interesan tanto estas cosas

extrañas?

Antonio -le contesté-; estas cosas extrañas como tú las llamas, son mensajes de

nuestros antepasados; debemos reunirlos para poder reconstruir su memoria, y éso nos servirá

para aumentar el legítimo orgullo de descender de tan ilustres seres y fomentará en estos

habitantes un mayor cariño y respeto por esta tierra y su entorno natural. Yo cada día que

aprendo algo me siento más cerca de aquellas antiguas gentes, de un pasado ya lejano, que

vivieron en este mismo paisaje y que ahora sólo podrán existir si nosotros les recuperamos y

rescatamos su recuerdo del olvido.

Llegamos al lugar, a pocos cientos de metros del pueblo, y todo era como lo había

descrito el Toti. Nos agachamos, también mi amigo, que a gatas más parecía un elefante que

un ser humano,y hurgamos en aquel entorno fantasmal, en el que en un círculo de menos de

veinte metros de diámetro aparecían las dos losas: una con inscripciones y, la otra, una estela

funeraria con dibujos de un guerrero y, además, multitud de restos óseos de ovicápridos

(cordero y cabra), caballos y bueyes; mostrando algunos de ellos huellas de cortes rituales de

sacrificio, y otros, descarnaciones típicas de haber servido de alimento. Los huesos

presentaban signos de haber sido expuestos al fuego, algunos estaban calcinados;

encontrándonos también gran cantidad de cenizas por los alrededores junto con trozos de

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 102

madera carbonizada. La emoción nos hizo disfrutar de unos minutos intensos en que el

tiempo, medido en milenios, estuvo en nuestras manos; sobre todo en las de mi grandísimo

amigo. Recogimos algunos de los que había esparcidos en superficie y los guardamos

celosamente. En la actualidad están siendo estudiados por paleontólogos de mi equipo

interdisciplinar de la Universidad Complutense.

El Toti, después de discutir conmigo durante unos minutos lo que se debía y podía

hacer, decidió cubrirlo todo de nuevo con tierra y me aseguró que él podía justificar el

traslado de la obra alejándola a una distancia prudencial del lugar del hallazgo sin tener que

revelar el secreto. Cuando volvíamos no pude dejar de pensar que aquel sitio me recordaba

algo que Homero describe en la Iliada acerca de los ritos fúnebres dedicados a Patroclo,

amigo íntimo de Aquiles, caído a manos del troyano Héctor, y que en nuestro suceso de Cerro

Muriano, la falta de un poeta como él, había sido la causa de que se perdiera la memoria de lo

acontecido en "la Piedra Escrita". Ahora solo teníamos delante un bello pero escueto reportaje

gráfico. Como una nube de abejas con sus zumbidos, rondaban por mi cabeza los espíritus de

los seres que habían llevado a cabo aquel ritual, en aquel bucólico bosque de pinos de Cerro

Muriano, y que gracias al estado emocional, pude comprender y me llevaron a recordar

algunos pasajes del relato homérico, que en su canto XXIII, describe:

(127) "Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña se sentaron todos juntos

y aguardaron. Aquiles mandó en seguida a los belicosos mirmidones que tomaran las armas y

uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistiendo la armadura, y los caudillos y sus

aurigas montaron en los carros. Iban estos al frente, seguíalos la nube de la copiosa infantería,

y en medio los amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello que en su honor se habían

cortado......."

(161) "Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y flexípedos bueyes de

curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquellas y de éstos, cubrió con la

misma el cadáver de pies a cabeza y hacinó alrededor los cuerpos desollados. Llevó también a

la pira dos ánforas, llenas, respectivamente, de miel y de aceite, y las abocó al lecho; y

exhalando profundos suspiros, arrojó a la hoguera, cuatro corceles de erguido cuello......."

(249) "Así dijo, y ellos obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron con

negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 103

recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro,

cubiertos por doble capa de grasa;......."

Pocas semanas debieron aguardar los huesos de Patroclo para estar juntos en la misma

urna, con los de su amigo el invencible Aquiles, muerto como él, a manos de los dioses frente

a las murallas de Troya, y reposar para siempre en el túmulo erigido para ellos.

De forma parecida debió ocurrir aquí, en "La Piedra Escrita", en un lugar favorecido

por Marte, el dios guerrero, y Venus, la diosa de sangre mineral cuprífera de esta Sierra. Una

gran tristeza me invadió aquel día de Semana Santa de hace ya muchos años. Multitud de

guerreros se han movido por esta tierra en los últimos milenios, pero ¿cuál sería el nombre del

muerto honrado en "La Piedra Escrita" y cual su última batalla? ¿Seguirá la urna con sus

huesos reposando en esta sagrada tierra?

Ahora, pasadas ya unas décadas, y doce años después de la muerte de mi amigo, suelo

hacer volar mi pensamiento a aquel lugar heroico de un solitario pinar de Cerro Muriano, y

pienso: ¿le hubiera gustado a mi entrañable y querido Toti un funeral igual? Nunca lo sabré;

pero puedo asegurar que no apreciaba el boato, era un hombre de pretensiones modestas,

aunque de lo que si estoy convencido es que le hubiera gustado ser enterrado en su bendita

tierra de Cerro Muriano.

Para terminar quiero pediros que hagáis una visita al Museo Arqueológico Provincial

de Córdoba y contempléis las espléndidas y misteriosas estelas que allí se exhiben. Merece la

pena un viaje con el pensamiento al pasado de estos guerreros, supervivientes al paso del

tiempo, gracias a los artistas que grabaron en la dura roca su mensaje de heroísmo.

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El Misterio de la Piedra Escrita Pág. 104

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En busca del Camino del Hierro Pág. 105

EN BUSCA DEL CAMINO DEL HIERRO Retorno al corazón de hierro de la Sierra de Córdoba bajo el llanto de las nubes

(Publicado en el Diario Córdoba el 7 de Abril de 1996)

Si la Sierra de Córdoba es singular y variada más lo es la zona de Plaza de Armas, a

menos de cuatro kilómetros al Oeste de Cerro Muriano y a poco más de diez al Norte de

Córdoba; paraje abrupto, de vegetación prolífica y lugar donde el agua señorea por doquier.

Por su causa las rocas se le rinden y desgastan a su paso, provocando cascadas cantarinas y

formas sugestivas. El mundo vegetal responde a su abundante presencia con multitud de

especies y variedades multicolores que se atropellan por ocupar un sitio privilegiado para

disfrutar del líquido elemento y la radiación solar. Los animales pastorean como mastines por

los mil vericuetos que la naturaleza ha creado en este lugar extraordinario. No es difícil

contemplar un hermoso ciervo, de planta magnífica y cornamenta espectacular, andar galante

en ese laberinto de rocas inmensas, parándose aquí y allá para saborear unos madroños rojos y

licorosos u otros infinitos frutos variados de una maleza espesa, defensa y cobijo de un

secreto y misterioso mundo de seres animados que nacen, viven y mueren en su contrastada

secuencia de luces y penumbras y, colores verdes variegados, ocres, amarillos y rojos que

rozan el bermellón más intenso.

Si bello es el lugar, cualquier día del año, infinitamente más lo es bajo el llanto de las

nubes, cuando la lluvia cae de forma abundante, aunque sin atropello, como ocurrió cuando

yo la visité, la última vez, el día de Nochebuena de este año pasado de 1995.

Siempre pienso que Córdoba no hubiera sido tan hermosa como lo es sin esta Sierra

prodigiosa. Numerosos son los testimonios que hacen hincapié en este magnífico adorno

serrano de la ciudad milenaria. A este propósito me vienen a la mente las alabanzas del gran

escritor, y político de Loja, Lisán al-Din al Jatib (siglo XIV), que en su elegía llena de

nostalgia a Córdoba, canta:

"¡Córdoba! Quién podría decirte lo que es Córdoba, toda ella alhajada, la de los montes

sólidos y firmes, la de los edificios altaneros, la de Medina Azahara deslumbrante, la de

infinitos títulos de gloria; donde el halo de la Luna va girando en el cielo entorno a su muralla

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En busca del Camino del Hierro Pág. 106

de fábrica imponente, y el río de la Vía Láctea se nutre de su río caudaloso, acero

desenvainado de su moheda que nunca se separa de su lado; donde la estrella de su Albolaifa

da vueltas mesuradas con un ritmo perfecto, y un gemido continuo, como en recuerdo

nostálgico del primer amante; donde está la Sierra, como una corona, embellecida por la plata

dulce de las lluvias, que bien puede desdeñar la de Cosroes y Darío; donde los arcos del largo

puente que se extiende desde el alcázar son como una caravana de incontables camellos al

vadear el río; donde quedan los vestigios de Almanzor, paladín de la guerra santa, que todavía

exhalan el fragante perfume de sus gestas; donde están las nubes generosas que vienen a

visitar a sus novios, los arriates, y a llevarles perlas que a puñados esparcen por el suelo;..."

Volviendo del paraíso del recuerdo a la, así mismo, extraordinaria actualidad,

proseguiré mi relato diciendo que en esta ocasión navideña mi objetivo fue descubrir el

Camino del Hierro. Pretendía encontrar la ruta que los hombres primitivos, durante los siglos

misteriosos y legendarios anteriores a la venida de J.C., usaban para traer el rico mineral de

hierro de los criaderos lacustres de Plaza de Armas, a las fundiciones de Cerro Muriano, y por

el que a veces, no transportaban el rojo oligisto de la sangre mineral de este privilegiado

rincón del país, sino hermosos lingotes y pellas de hierro aptos para la forja o la venta directa.

Bautizado como "Camino del Hierro", desde mi laboratorio en la Universidad Complutense,

fue aceptado con entusiasmo por nuestro guía de ese día, y de todos los que dedico al estudio

de la Sierra cordobesa: Juan Pozón, magnífico herrero, hábil cazador y profundo conocedor

del campo serrano de esta provincia.

Temprano, como de costumbre, emprendimos la marcha; en esta ocasión la comitiva

estaba compuesta, por Juan el herrero y Manolo, hermano de éste, excelente amigo, amante de

esta Sierra y de gran sensibilidad para el cante auténtico, en el que cuando se arranca nos

sobrecoge el ánimo a todos.

Además de los citados, y yo mismo, nos acompañaban nuestros incomparables y

bisoños camaradas de estas ocasiones: mi hijo Antonio y los mellizos del herrero: David y

Manuel, elementos que con su juventud, pureza mental y generoso estado permanente de

ánimo proporcionan una nota de sensibilidad especial a nuestras aventuras.

Los terrenos que recorrimos ese día, los Riscos y Plaza de Armas, son muy primitivos,

remontándose su formación al Precámbrico (Era Arcaica), lo que equivale a alcanzar edades

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En busca del Camino del Hierro Pág. 107

por encima de los seiscientos millones de años. Se trata de un enorme plutón granítico que en

superficie presenta un avanzado estado de descomposición debido a la agresión de los

meteoros atmosféricos durante millones de años, lo que ha dado lugar a riscos y canchales

formados por rocas meteorizadas de morfologías y tamaños muy variados, haciendo aparecer

a éstas con formas bellísimas y sugestivas de monstruosos animales y figuras antropomorfas.

Este lugar es sitio obligado para la cita cazadora de los mejores de la Sierra en busca

de animales prodigiosos que habitan este infierno verde de extraordinaria belleza. Yo tengo el

placer de contar entre mis amigos a algunos de ellos; modestos de fortuna pero de sangre

antigua y recia, caballeros de la imperial Roma, que se pasean por esta su patria chica con la

humildad y la gracia que da el saber, la generosidad y el espíritu tranquilo.

Andamos con dificultad por senderos recorridos por el agua, entre rocas y plantas que

alimentan musgos y hongos variados de colores matizados, a veces desmelenados los

primeros, como pelambre arrancada a los bellos animales del bosque. En algunos sitios

aparecen chochos del diablo marrones y anaranjados, de tacto húmedo y suave que llaman

nuestra atención y certifican la fertilidad del suelo en el roquedal.

Con el martillo golpeábamos algunas rocas aquí y allá mientras el herrero nos relataba

formidables azañas realizadas por los cazadores que recorren estos parajes, haciendo

esfuerzos sobrehumanos y aguzando su astucia para poder sorprender a los habitantes de este

paraíso natural.

Algunas rocas brillaban por el agua, con un fuerte color rojo bermellón, como

advirtiéndonos sobre el contenido férreo de la sangre mineral de estos esbeltos picachos y

extensos canchales. Los óxidos de hierro, de un contenido en este elemento que se aproxima

al 70% en peso, se encuentran infiltrados en todas las rocas como finos microcristales, masas

botrioidales (racimos) o bien en macizas formas, más o menos dendríticas, de la apariencia

metálica del hierro con su compacidad y su tacto.

Este era nuestro objetivo: el hermoso mineral de hierro utilizado como fundente, junto

con la arena de cuarzo, para la obtención de cobre en las fundiciones de Cerro Muriano,

durante la existencia de Tartessos, Cartago y Roma y, como no, para la propia metalurgia del

hierro de la zona en los siglos anteriores a J.C. Las noticias y las pruebas hablan de como con

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En busca del Camino del Hierro Pág. 108

este hierro se fabricaron muchas de las temibles falcatas ibéricas, de las que tantos y tan bellos

ejemplares aparecieron en Almedinilla (Córdoba) y fueron asombro de Aníbal, genial

estratega, que la eligió como arma reglamentaria para sus soldados, sustituyendo a la lígula de

origen griego. También el férreo metal de estas tierras sirvió para fabricar otro modelo de

magnifica espada ibérica, el gladius hispalensis o ibéricus, que Scipión dio a sus legionarios y

Roma adoptó universalmente. Terrible debió ser el acero fabricado con este hierro como para

que Tito Livio, cuente con detalle el miedo que imponían las armas ibéricas, hablando de la

guerra de los romanos con Philipo, Rey de Macedonia: "Los lacedemonios, que solo habían

visto heridas de picas y saetas, y pocas de lanzas, acostumbrados a pelear con los griegos e

ilíricos, luego que vieron a algunos de los suyos hechos troncos sus cuerpos, cortados los

brazos con las espadas hispánicas, separadas del todo sus cabezas y cortados enteramente sus

cuellos, en unos descubiertas las entrañas, y en otros, finalmente, varios y espantosos estragos

de sus heridas, temerosos consideraban a que armas y a que enemigos tenían que hacer frente;

y aún al mismo Rey llegó este espanto".

Debían ser contundentes los aceros hispánicos como demostraron en las manos de Tito

Manlio Torcuato, en su lucha contra un galo de estatura gigante, en el siglo II antes de la Era

Cristiana, según describe Aulo Gelio en sus "Noches Aticas", que con una espada ibérica

atravesó a su contrario por dos veces a pesar de la fuerte armadura que llevaba.

Pensando en esta fama de nuestros antiguos hierros ibéricos iba mientras observaba los

hermosos colores de las rocas que lo contenían en su forma mineral. Mucho del hierro de este

paraje, transformado y forjado en estas tierras cordobesas, sirvió para fabricar temibles armas

que permitieron azañas inolvidables y prestigio mayúsculo a los herreros que las forjaron y a

los guerreros que las blandieron en el terrible combate.

Al fondo de los barrancos, donde desaguan los rápidos arroyos que descienden por las

estrechas vaguadas, encontramos una mina prehistórica con las escombreras características

esparcidas por sus alrededores, apenas visibles por la invasión del matorral y la arboleda.

También certificamos las huellas de una explotación en trincheras por la que se esparcían

rocas y minerales de la extracción antigua. Allí se mezclaban los minerales oxidados de cobre

y de hierro, la malaquita verde y el rojo y metálico oligisto y la anaranjada limonita, todos

útiles para la extracción del cobre y, como no, también del hierro.

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En busca del Camino del Hierro Pág. 109

En las partes más bajas hay auténticos criaderos de hierro, en un ambiente lacustre, a

donde viene a parar el metal disuelto por descomposición de las rocas gracias al agua de la

lluvia y que va haciendo crecer, al depositarse lentamente, bellísimas concreciones y masas

cristalinas, desde el fuerte color ocre rojo hasta el negro grisáceo acerado. Parece que las

montañas exhudan hierro como si se le escapara su sangre mineral. Es algo parecido a lo que

ocurre en los terrenos calcáreos con la disolución de sales cálcicas y su deposición en

hermosas estalactitas. Generalmente, este mineral de hierro, en su forma de limonita, aparece

asociado a otros de origen muy antiguo y plutónico, muy compacto y duro, que constituye el

oligisto de esta zona.

Encontrado el lugar, debíamos descubrir el camino que recorrían los mineros en su

intercambio con las explotaciones de Cerro Muriano propiamente dichas. El herrero, después

de estudiar el terreno, eligió el que él, como cazador, hubiera elegido de ir cargado. Debo

advertir que antes de herrero y cazador fue también minero en esta sierra. Antes de emprender

el camino y recorrer la antigua ruta examinamos rocas y minerales de la estación primitiva

minera. Debajo de una piedra había un hermoso ejemplar de escorpión; orgulloso y bravo

alacrán, que nos exhibió todos sus encantos y sus posibilidades de hacer daño. Le hicimos

enfadarse para sacar unas bonitas fotos y después respetamos su vida y su entorno; al fin y al

cabo aquella era su casa y nosotros meros intrusos. Nuestro enfadado amigo buscó

rápidamente nuevo refugio y se despidió por si acaso. Pensé en Orión, el mitológico cazador,

poseedor de una magnífica constelación en nuestro cielo nocturno, quien tras alardear de ser

el mejor de los cazadores y que podía matar a cualquier animal, fue muerto por el aguijón de

un escorpión. El respeto a la Naturaleza se extiende a todo y a todos.

Aquellos mineros primitivos cargaban el mineral y recorrían la ruta más fácil hasta

llegar a Cerro Muriano, apenas a dos o tres kilómetros de distancia, utilizando su propio

esfuerzo o ayudados por animales. Así transitaban por el "Camino del Hierro" y, como es de

esperar, algo del mineral transportado debía derramarse y perderse. Esto era lo que nosotros

esperábamos que hubiera sucedido. Sería una manera de seguir la pista al trazado pateado y

trillado por nuestros antepasados mineros y metalúrgicos. Y esto es lo que pudimos

comprobar para nuestro regocijo. Algunos restos de hornos salpicaban el camino y, también,

hermosos trozos de mineral férrico apuntalando nuestra hipótesis. De esta manera, pudimos

hacer el antiguo circuito del "Camino del Hierro", bajo una lluvia suave, entre un paisaje de

belleza impresionante y con la emoción lógica de quien ha logrado su objetivo y la conexión

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En busca del Camino del Hierro Pág. 110

con un pasado legendario.

La experiencia del herrero, y su conocimiento del campo, nos proporcionó el éxito y se

pudo confirmar una hipótesis nuestra sobre la conexión minerometalúrgica de Plaza de Armas

con Cerro Muriano en los tiempos antiguos. La presencia de hornos de mampostería

derribados y escorias de fundición de hierro, apoyaban la idea del beneficio del hierro en el

mismo lugar de la minería, en este paraje insólito, lo que certifica que con Cerro Muriano no

sólo se intercambiaba mineral sino también lingotes y piezas de hierro elaborados.

Volvimos a Cerro Muriano, mojados y felices y esa noche celebramos la Nochebuena

con mayor emoción si cabe, recordando nuestra aventura al pasado en un paraje de ensueño.

Secretamente brindé por mis antepasados que transitaron por el "Camino del Hierro",

dejándose el cuerpo y el alma en el esfuerzo diario y, también, por aquellos que llevaron la

leyenda de este hierro en sus espadas temibles a lugares lejanos, dejando muy alto el pabellón

de estas tierras.

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El acero de Cerro Muriano Pág. 111

EL ACERO DE CERRO MURIANO

(Publicado en el Diario Córdoba el 16 de Junio de 1996)

Un acero legendario rodeado de recetas mágicas hicieron de este metal algo

insuperable. Cuando se acaricia la dura hoja de una espada de Damasco un escalofrío nos

recorre. Su tacto frío, y a la vez cálido, transmite un mensaje antiguo lleno de misterio y

belleza. Nació con el espíritu de los guerreros invencibles y magníficos y se sumergió en el

infinito silencio del desconocimiento de los tiempos modernos. Se escapó de entre los dedos a

los científicos que durante siglos persiguieron su secreto y sigilosamente se escondió hasta el

presente. Fue la materia constitutiva de las mágicas espadas damasquinas; las mejores sin

duda en la historia de la Humanidad.

El origen de estás es muy antiguo, tropezándose ya con ellas Alejandro el Magno en su

conquista del Imperio Persa; sin embargo, su leyenda para Europa, comienza en las Cruzadas.

Fue durante un período tan romántico, exaltado y turbulento, de cuya primera expedición se

cumplen ahora nueve siglos, cuando los europeos entraron en contacto con estas temibles

espadas. La primera cruzada (1096-1100) fue organizada por Pedro de Amiens, llamado

Pedro el Ermitaño, y aprobada por el papa Urbano II en el Concilio de Clermont-Ferrand.

Grandes muchedumbres siguieron la enseña de la cruz a través de Europa. Los cruzados

conquistaron Jerusalén el 15 de Julio de 1099. Comenzó entonces una etapa que duraría

aproximadamente dos siglos y que terminó con la pérdida de San Juan de Acre en 1291, como

última de las posiciones cristianas en Palestina. Personajes como el Gran Saladino, o Ricardo

Corazón de León, lucharon por su preciado ideal en aquellos lugares legendarios de Tierra

Santa, enarbolando los estandartes del Islam y de la Cristiandad. En un encuentro entre Salah

ed-Din, el "Gran Saladino" y Ricardo "Corazón de León", según relata Sir Walter Scott con

gran fidelidad en su novela "El Talismán", ambos porfiaron por la excelencia de sus

respectivas espadas. Ricardo, para demostrar la bondad de su hoja de dos caras, recta y

pesada, cortó una maza de acero. Ante ésto Saladino tomó una almohadilla de seda y

blandiendo su espada la cortó con tan poco esfuerzo que está pareció despedazarse

sigilosamente, rasgándose sin violencia. Los europeos, sobresaltados temieron ser objeto de

un engaño hasta que Saladino repitió el gesto, ahora cortando al vuelo un maravilloso velo sin

cambiar su trayectoria de caída. De esta época de las cruzadas y de este lugar de Oriente

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El acero de Cerro Muriano Pág. 112

Medio derivó su fama, prestigio y denominación de origen como "acero de Damasco". Fue la

ocasión para comprobar con sorpresa, estupor y fascinación la calidad, eficacia y belleza de

las espadas sarracenas, que desde entonces han producido una auténtica admiración.

Estas espadas ya habían sido admiradas e, incluso, idolatradas varios siglos antes.

Ejemplares magníficos, arrebatados en combates singulares a los sarracenos, llegaron a los

legendarios caballeros cristianos que las bautizaron con nombres gloriosos. Así se puede

hablar de Joyosa, la espada de Carlomagno, propiedad de su padre Pipino el Breve, quien a su

vez, con toda probabilidad, la heredó de Carlos Martel, victorioso guerrero que se la arrebató

al valeroso Emir cordobés Abderrahmán al-Gafeki en la tremenda y decisiva batalla de

Poitiers (Octubre 732). El poeta canta de estas armas en el Cantar de Roldán, "... magníficas,

claras y blancas, centelleantes, notables por su filo, y tienen la mejor de las hojas, templadas

en la sangre de los combates o en la de los enemigos ..."., en otro de sus párrafos se dice:

"...Joyosa, de la cual no hubo par. Esta espada muda de reflejos treinta veces al día...",

queriendo evocar los reflejos de la hoja damasquina conseguidos con una técnica de

fabricación muy compleja. Otro poeta, en el poema de Beowulf, habla del "...hierro donde

jugaban unas vetas venenosas...", refiriéndose, con toda probabilidad al hermoso aspecto del

acero de Damasco.

En el Cantar de Aspremont, Roldán hereda la espada Durandarte, arrebatada al

sarraceno Aumot, rey de Africa, a quien había matado. Roldán antes de expirar en

Roncesvalles, y ante la eminente llegada del Sacre Omeya Abderrahmán I, Emir de Córdoba,

alertado por los cuernos de caza, intenta en balde romper a Durandarte golpeándola contra una

dura roca: "...Cruje el acero, no se rompe ni se mella...", cuenta dramáticamente El Cantar de

Roldán. No es rara su intención de romperla para que no cayese en manos infieles ya que en

su guardamanos dorado llevaba, "...un diente de San Pedro, sangre de San Basilio, cabellos de

mi señor Dionís y un trozo de vestido de Santa María...", siempre según el mismo Cantar.

Y siguiendo con estos relatos, os contaré que El Cid, antes de ser El Campeador,

utilizó una espada sarracena que perteneció al antiguo héroe hispano-árabe Mudarra

González, hijo del Señor de Salas (Burgos) y de una mora "fidalga", obsequiada a éste por el

Gran Caudillo Almanzor. Mudarra vengó a sus hermanos, los Siete Infantes de Lara, hijos del

Castellano y de Sancha Blázquez, con esta espada árabe damasquina, con la que el Cid, más

de un siglo después, venga también a su propio padre:

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El acero de Cerro Muriano Pág. 113

Haz valiente espada,

que es de Mudarra mi brazo

y que con su brazo riñes

porque suyo es el agravio.

Bien puede ser que te corras

de verte así en la mi mano,

más no te podrás correr

de volver atrás un paso.

Tan fuerte como tu acero

me verás en campo armado;

tan bueno como el primero,

segundo dueño has cobrado.

Cuando El Cid ya fue Campeador, tuvo dos espadas famosas: Colada, "la templada por

la sangre de los enemigos", arrebatada al conde de Barcelona D. Ramón Berenguer, y Tizona,

"la ardiente o la rabiosa", tomada al Emir Búcar de Marruecos después de perseguirle durante

varios días, cuando éste acudió a auxiliar al cercado rey de Valencia. Tizona, magnífica

espada, expuesta en el Museo del Ejército de Madrid, presenta restauraciones en su hoja de

acero y la empuñadura es una sustitución de la original sarracena, realizada en el reinado de

los Reyes Católicos. Aún así, su aspecto es imponente y su perfil guerrero sigue intacto.

Otras espadas célebres en la Europa Medieval, fueron traídas por los normandos de sus

excursiones bélicas al Oriente Medio, y tomaron nombre y fama en las manos de legendarios

héroes y reyes como: Excalibur del Rey Arturo, Courtain de Ogier El Danés y otras, todas

sospechosas de un origen damasquino, difuminado en bellas leyendas, que por sus

características mecánicas y sus hermosas estrías blancas serpenteantes, les hacía creer en su

origen mágico. La eterna lucha del Oriente y el Occidente hizo enmascarar en la nebulosa de

la leyenda, una tecnología muy bien conocida por los musulmanes y mágica para los

cristianos europeos. Sin embargo, si ésto es cierto para el resto de Europa, no lo fue para la

Península Ibérica, al igual que para otras partes del mundo musulmán, ya que la distribución

geográfica de estas espadas siguió la propagación del Islam. A España llegaron de la mano de

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El acero de Cerro Muriano Pág. 114

los formidables guerreros sirios, sobre todo durante el Emirato y Califato de Córdoba. Fue

precisamente el Emir cordobés Abderrahmán II, admirador de la corte de Bagdad, quien

introdujo en Al-Andalus las costumbres, artes, ciencias y tecnologías que sobresalían en

aquella parte del mundo. Fomentó y potenció la fabricación de armas españolas con las

aportaciones tecnológicas del Medio Oriente; seguramente admirado por la fama que los

herreros hispánicos se habían conquistado en la Antigüedad. No es de extrañar la buena

acogida, que los herreros andalusíes dieron a las nuevas aportaciones técnicas sobre aceros,

que el Príncipe Omeya importó. España, a través de Al-Andalus, se convirtió en la

transmisora hacia Europa de magníficos ejemplares de acero de Damasco que llenaron de

leyenda y colorido los cantares de gesta de los héroes medievales como ya hemos comentado.

El descubrimiento del secreto del acero de Damasco, ha supuesto un auténtico reto de

siglos para los científicos europeos, que han especulado e investigado con verdadero ahínco

por resolverlo. Sólo hasta la mitad del siglo XIX, con la aparición de los procesos Bessemer y

Siemens-Martín de afino del acero, no decayó este interés por un material considerado hasta

entonces insuperable por sus características mecánicas y su espléndida belleza. La

desesperación y la imposibilidad técnica de descubrir su estructura interna, hasta ese

momento, y el desarrollo de nuevos aceros, muchos altamente aleados gracias al bajo precio

por entonces de los elementos de aleación, en una producción ilimitada, remitió al olvido el

seguimiento de la investigación del escurridizo secreto. Este, poco a poco, había ido siendo

desvelado en una carrera científica que se inició en el siglo XVIII, cuando el científico

universal René-Antoine Ferchault Reamur (1683-1757), propuso que lo que endurecía al

acero era "algo" que contenía en exceso el arrabio, como las sales y el azufre. En cambio, el

químico sueco Tobern Olof Bergman (1735-1784), más acertado, intuyó que era la

interacción del carbono en el hierro la causante de las propiedades de los aceros; hecho

asegurado por Joseph Priestley en 1786. Michael Faraday, célebre químico y físico inglés, en

1819, y Jean Robert Breant, inspector de la casa de la moneda de París, dos años después,

propusieron que la notable resistencia, tenacidad y fuerza del acero de Damasco dependían de

su alto contenido en carbono. Aunque acertaron en algunas hechos, aún estaban muy lejos de

descubrir el secreto.

Científicos como Henry C. Sorby (1826-1908), petrólogo británico, fundador de la

moderna metalografía, y el ingeniero alemán Adolf Martens (1850-1914), investigador de la

metalografía de los aceros, junto con una pléyade de magníficos investigadores como: Alois

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El acero de Cerro Muriano Pág. 115

Von Windmanstätten, Luis Joseph Troost, Sir William C. Robert-Austen, F. Osmond, Adolfo

Ledebur, Benjamin Heyne, F.Guthrie, E. C. Bain entre otros, fueron aportando nuevos datos

sobre la estructura íntima de los aceros y del de Damasco en particular, durante el siglo XIX y

principios del XX. La ciencia reconoce hoy en día sus méritos bautizando las fases que

conforman la microestructura de estos materiales con sus propios apellidos, así: estructura de

Windmanstätten, troostita, austenita, osmondita, ledeburita, martensita, etc. Fue en este

tiempo cuando se puso las bases del conocimiento de un sistema metálico tan complejo como

es el del hierro-carbono. Si bien es necesario añadir a la lista de los anteriores el nombre del

prestigioso químico y metalúrgico francés Henry-Louis Le Chatelier (1850-1936), que aportó

el mejor y actual microscopio metalográfico, origen de la metalografía actual, que dejó en su

momento obsoletas las técnicas desarrolladas por Sorby (1865) y Osmond (1890).

A pesar de todos los estudios realizados su secreto, su magia y su leyenda, no han

podido ser desvelados hasta ahora, en que los conocimientos científicos y los equipos

disponibles son los adecuados. Ha sido necesario un esfuerzo investigador de muchos años

para desvelar el secreto mejor guardado de la Historia: una tecnología artesana que los

herreros medievales habían venido acumulando, a lo largo de siglos, con sabiduría, intuición y

hechos comprobados. Por fin, el equipo de investigación de Tecnología Mecánica y

Arqueometalurgia de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense, que

tengo la suerte y el placer de dirigir, en colaboración con el Museo del Ejército de Madrid y el

Ayuntamiento de Obejo (Córdoba), ha tenido el privilegio, a nivel mundial, de acceder a los

últimos rincones del escurridizo y extraordinario secreto milenario. Ha supuesto una enorme

satisfacción haber llevado a cabo esta investigación, donde las tecnologías de estudio más

avanzadas y sofisticadas del momento, se han tenido que combinar con recetas mágicas para

el temple eficaz, o el ataque químico final tendente a resaltar sus vetas serpenteantes, como

canta el poema de Beowulf.

Y es que ha habido que interpretar hermosas leyendas a la luz de la ciencia, como

aquella que grabada en un monumento del Asía Menor, viene a decir como se debía templar el

extraordinario y mágico acero: "caliéntese la espada (ya forjada) hasta el color del Sol

naciente en el desierto, enfríese por debajo del rojo púrpura e inmediatamente introdúzcase en

el cuerpo de un esclavo musculoso. La fuerza de éste pasará al acero y será ésta y solo ésta,

quien le de su resistencia". Tremenda receta, tal vez empleada en la fabricación de algunas

espadas destinadas a califas y sultanes, pero que interpretando científicamente los tiempos y

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temperaturas, se ajusta con perfección a la realidad. O aquellas otras que hablan de la bondad

de algunos líquidos de temple, como la orina de un muchacho pelirrojo o la de un macho

cabrío de tres años alimentado exclusivamente con helechos durante tres días. Todas ellas

contienen claves de valiosa información científica y han podido ser usadas realmente.

Nosotros hemos imitado de alguna manera esas recetas en nuestro laboratorio y los resultados

obtenidos son excelentes.

Más cercana en el tiempo y el espacio está la receta de nuestro colaborador, el maestro

herrero D. Juan Pozón, que en su herrería de Cerro Muriano (Obejo-Córdoba), fabrica, con

nuestros aceros de Damasco y bajo la dirección del equipo científico, formidables cuchillos y

espadas, tratando de recuperar el notable arte de forjar estas armas. Así, nuestro herrero,

realiza su ritual calentando, hasta el rojo que nosotros le dictamos, la espada; sumergiéndola a

continuación en un pilón de agua templada, en la que se ha hecho flotar en su superficie un

paño basto untado en aceite, o un papel de estraza, teniendo mucho cuidado de que la espada

se sumerja a lo largo, en posición paralela a la superficie líquida, y de canto. El paño, o papel,

se comba ante el avance de la hoja de acero, envolviéndola sin apreturas, mientras

chisporrotea y sisea. El maestro herrero escucha, entonces, atentamente estos sonidos,

sacando la espada del líquido elemento en el momento oportuno cuando la espada deja de

"hablar", observando la aparición de un color blanquecino y azulado mientras se enfría al aire.

Cuando estas claves de color, provocadas por la oxidación en caliente de las estructuras

íntimas del acero templado, son evidentes, vuelve a sumergir de nuevo la espada hasta su

enfriamiento total. Simultáneamente, a toda esta combinación de sonidos y colores, se sucede

la transmisión de vibraciones del acero a la mano, según asegura el maestro herrero D. Juan

Pozón. El chisporroteo y siseo en el agua produce ondas mecánicas que hay que saber sentir,

ya que comunican el "sufrimiento" de la hoja de acero durante el temple. Y siguiendo con su

magnífica experiencia, el pilón donde se enfría la espada, debe ser amplio para poder escuchar

y sentir correctamente. El equipo científico ha podido comprobar los resultados positivos de

este ritual mágico, en que con mucha sabiduría y sensibilidad, se realiza un enfriamiento

controlado de muy alta eficacia y calidad.

No acabaron ahí nuestras incursiones científicas por el mundo de los ritos, las recetas

ancestrales y la magia, sino que debimos buscar en la alquimia árabe del siglo IX y X, para

descifrar el ataque químico final de la hoja de acero para revelar con claridad sus vetas

serpenteantes, o "barba china", la Khar sini" del alquimista árabe del siglo IX: Jabir ibn

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El acero de Cerro Muriano Pág. 117

Hayyan. Pues bien, según se cuenta en el "Kitab Sirr al-Assar" o "Libro de los Secretos" del

alquimista árabe del siglo X Abu Bakr Mohamad ibn Zakariya al-Razi (860-923), llamado

Razés en Occidente, existen varias recetas de las "aguas ardientes" utilizadas para el ataque o

disolución de los metales. A la luz de su sabiduría hemos podido descifrar el ataque idóneo

para las espadas de Damasco: la "tierra de Damasco" en solución ácida. El secreto de la "tierra

de Damasco" no es otro que dejar en disolución sulfato férrico después de su lixiviación con

agua. Esta sal resulta especialmente oxidante en medio ácido; cuya acidez era conseguida

mediante jugo de limón, vinagre, etc.

Apasionante el trabajo y excelentes los resultados; lo que nos lleva a la recuperación

de este noble arte en las tierras que lo vieron nacer en España y Europa: Córdoba. En un

mundo en el que se vuelve a mirar a los materiales clásicos, más económicos, y en algunos

casos insuperables, debido al precio de los elementos aleantes del acero y sus oscilaciones en

el mercado actual, el formidable acero de Damasco puede volver para servir de nuevo a los

seres humanos en las más diversas aplicaciones, cumpliendo un nuevo destino. Los

nobilísimos caballeros árabes no volverán a esgrimir sus terribles espadas, ni galoparán en sus

veloces caballos; pero el acero de Damasco, temible e imperecedero galopa ya hacia un nuevo

destino.

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HISTORIAS Y LEYENDAS DE CERRO MURIANO "La silla de los tormentos: una historia de cazadores".

(Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1996)

En la Sierra de Córdoba, como en ningún otro lugar, se acumulan los escondrijos,

parajes solitarios o caminos que parecen no llevar a ninguna parte; un paisaje de misterio que

encanta y sobrecoge, donde la naturaleza reina y se impone, arrobando nuestro ánimo,

impresionándonos con su belleza y su soledad acompañada de seres maravillosos y extraños.

Tanto de día como de noche, está llena de sonidos y miradas, cuya procedencia no

conocemos, haciéndonos sentir cálidamente arropados o perseguidos por animales y bestias

fantásticos. En la oscura Sierra de Córdoba la naturaleza nos envuelve y sumerge en el más

antiguo pasado; poniéndonos en contacto con nuestros orígenes en el reino animal,

acercándonos a lo natural y elemental.

En este paisaje luce como una joya plateada: Cerro Muriano, donde la leyenda y la

historia nos salen al paso en los recovecos de las veredas y los caminos. Cualquier esquina,

bosque, arroyo, roca, llano solitario o ruina, tienen una historia para contar. Personajes de

leyenda llenan todos los rincones de este lugar y sus alrededores: el Moro Encantado, el Rano

y sus tesoros, el Mirlo, José María el Tempranillo, Joaquinillo y Ricardín, el Toti, el sargento

Chaparro, Parrilla, Don Braulio, Machaco y multitud de figuras fantásticas, que se han

paseado por este mundo tan particular, en medio de un paisaje insólito, a la búsqueda de un

destino siempre escurridizo y desagradecido.

En esta ocasión quiero contar la última aventura a la búsqueda de una leyenda de

cazadores. Y digo de cazadores, porque ¿qué otra cosa se puede decir de Joaquinillo, el

infatigable perseguidor de aves, animales y bestias feroces de estos bosques; con su escopeta

cargada de cartuchos de elaboración propia, a base de pólvora de mezcla de tres partes de

cañón, una de mortero y, según el caso, un añadido de pólvora del Aguila, especial para la

caza, y su perra Tula siempre detrás de él? Este hombre, cazador en el sentido literal de la

palabra, alto y delgado, espigado como un junco, solitario empedernido, un tío serio y cabal

donde los haya, austero y generoso, entrañable y de fino humor, que compartía su caza

incluso con cualquier acompañante invitado aunque no tuviese ni escopeta para cazar, que no

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Historias y Leyendas de Cerro Muriano Pág. 119

mataba ningún animal echado o sin defensa posible, o que no fuese necesario, llegó a dominar

este arte a la perfección, alcanzando tal puntería e índice de aciertos que le convirtieron en un

mito. De pocas palabras, pero muy medidas, hablaba con sabiduría. En cierta ocasión, en una

cacería de perdices, especialidad en la que era invencible, le tocó estar detrás del inolvidable

maestro del toreo Manolete, para derribar aquellas piezas que se le escaparan a éste. Haciendo

honor a su proverbial puntería derribó a todas las que se libraron de los disparos del genial

maestro de cúchares. Manolete admirado, que llegó incluso a dejar de disparar para

contemplar tan mayúscula proeza, una vez reunidos todos los participantes de la cacería,

apostilló a Joaquinillo: ¡Hay que ver como le pega usted a ésto! A lo que este mítico cazador,

contestó escuetamente: "cada uno es maestro en lo suyo". Y no hubo mas palabras. Claro que

fueron las suficientes para hombres de tal fuste.

Este mítico personaje de la Sierra de Córdoba, oriundo de Villaviciosa, cuna de

extraordinarios cazadores, aunque asentado en Cerro Muriano desde chaval, dejó un discípulo

con el que recorrió distancias de hasta cincuenta kilómetros diarios por los más abruptos

terrenos, durante varios años, y como hasta en la docencia cazadora fue único, éste no le es

inferior al maestro; incluso, según algunos cazadores consultados, tiene unos conocimientos

del campo aún más profundos. Ricardo Carrasco, Ricardín para los amigos, es un digno

sucesor de una misma estirpe de fenómenos, que comenzó pegando tiros, en ésto de la

cacería, a la tierna edad de los ocho años, con el que es un auténtico placer conversar, gracias

a sus conocimientos de esta disciplina de la caza y a su especial manera de contar. Recuerda a

su maestro con profunda admiración y agradecimiento, y mucha ternura, que se hace patente

por un ligero humedecimiento de sus expresivos ojos al recordar a su amigo y compañero

Joaquinillo, cuando muy de madrugada y ya pertrechados le decía: ¡Nene! ; ¿adónde vamos

hoy? Y así comenzaban su aventura diaria. No sabría yo describir con fidelidad lo que daba de

sí un día de caza de estos dos fenómenos. El maestro Joaquinillo por las vaguadas y las

bajuras mientras el discípulo andaba las alturas del monte con el cuidado de no levantar los

pájaros nada mas que en el momento oportuno. Con el elevarse del vuelo de las aves un mar

de disparos salía por la boca de las escopetas de estos dos infalibles e implacables tiradores. A

continuación el sonido de los impactos en el suelo a la caída de las piezas; como tremendos

talegazos, al decir de Ricardín. Y después kilómetros y kilómetros de subir y bajar montes y

vadear arroyos con el zurrón cargado hasta los topes. Los pies y el alma destrozados hasta

llegar de nuevo al pueblo. A continuación el descanso reparador y vuelta a empezar. Joaquín

Lucena Serrano "Joaquinillo", llegó a ser el rey, y mantuvo este título hasta el día en que su

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Historias y Leyendas de Cerro Muriano Pág. 120

corazón generoso se paró, un 16 de Julio de 1968; cuando ya llevaba un tiempo de propietario

de una cantina en el Campamento de Cerro Muriano y sus salidas se habían hecho más

esporádicas. De su última cacería con Ricardín volvió acabado, y como un viejo guerrero que

sabe que se muere, y ha llegado al final de su vida mortal, le comentó en un tono triste y

melancólico que ésa había sido su última salida. Posiblemente ahora, andará persiguiendo

hasta la eternidad a los pájaros en los infinitos territorios de caza del mas allá, con su vieja

escopeta cargada con la más potente de las pólvoras y su perra Tula detrás de él.

Seguramente, buscará a su compañero Ricardín para decirle: ¡Nene!, ¿adónde vamos hoy?.

Sin embargo, aún deberá pasar mucho tiempo para que éste le responda.

Actualmente, Cerro Muriano hace honor a sus antepasados con una pléyade de

hombres, iniciados y demiurgos de los ritos de la caza, que no envidian en nada al divino

Orión; caballeros andantes que profesan las leyes escritas y no escritas sobre este antiguo y

noble arte, que aman y cuidan el campo como si de su dama se tratase. Creedme que son

estimulantes las charlas con ellos: su estilo y lenguaje propio, sus profundos conocimientos, el

cariño a los animales y las bestias y sus aventuras, siempre llenas de tremendos esfuerzos,

unas veces coronadas por el éxito y otras por el fracaso. Debo agradecer su paciencia para

conmigo, solo conocedor a medias de rocas y minerales, metales y cerámicos, del mundo

microscópico de los materiales sin vida y observador de montañas y estrellas, torpe en el

conocimiento de los seres vivos; aunque admirador de la Naturaleza en todas sus diversas

variantes. Me admiten en sus tertulias y me invitan a sus territorios secretos tal vez por

compasión, con la esperanza de recuperar a un científico absurdo que estudia el mundo

inanimado y se pierde la vida que corretea por prados y bosques, por roquedales y arroyos y

los mas escondidos rincones de una Sierra prodigiosa.

Pues bien, mi amigo Juan el herrero, empedernido cazador también, me contó una

extraña historia de cazadores. Parece ser que el mítico Joaquinillo conocía un paraje donde

existía una silla esculpida en la dura roca, en la que antiguamente torturaban a algunos reos

merecedores de tan terrible castigo, atándolos a ella, abandonándolos a la soledad mas

absoluta y sometiéndolos al tormento complementario, y enloquecedor, de un goteo constante

que caía sobre sus cabezas. Terrible prueba desde luego; aunque con mucha probabilidad

cierta. Los cazadores exageran siempre; pero sobre un fondo de verdad. Nada se perdía con

intentar la aventura de localizar tan fantástico y pétreo asiento, visto en múltiples ocasiones

por el maestro de cazadores. Y con esta escueta noticia se termina el relato y acaba toda la

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información en el tiempo y el espacio sobre tan extraordinaria leyenda. Poco más pudimos

averiguar sobre su ubicación en uno de los territorios de caza del genio de la escopeta.

Después de un último esfuerzo por reunir el máximo número de datos posible sobre su

localización, el herrero y yo, nos dispusimos a comenzar la quimérica búsqueda. Antes de

emprender el camino, estuvimos con el entrañable amigo y confidente de nuestras aventuras:

Juanjo, que siempre se queda en tierra por culpa de su trabajo. Esta vez no le contamos

nuestro objetivo y guardamos el secreto, ya que lo más probable, en esta ocasión, era el

fracaso.

Y llegó el momento; cogimos martillo, lupa, brújula, sombrero, cámara de fotos y

ganas de andar y respirar el aroma de la Sierra y marchamos a la aventura. Nos dirigimos a un

paraje situado a menos de cuatro kilómetros del pueblo, a donde las pistas nos conducían con

mayores probabilidades de éxito. Era un bellísimo día de Febrero; el campo lucía hermoso y

lleno de vida y los arroyos proporcionaban un ruido especial: el sonido del mundo mineral

que canta con ritmo monótono y continuo.

Juan Pozón disertaba sobre la soledad del campo y su, aparentemente, contradictorio

acompañamiento. Me describía las huellas que los animales habían dejado en los fangales de

las riberas de los arroyos y charcas, conjeturando con el tipo de animal que podía ser, el

tiempo que hacía que había estado por allí, su tamaño y peso y sus costumbres habituales.

Toda una lección de sabiduría y experiencia con el placer que produce recibirla rodeado de

plantas y árboles y un sinfín de trinos, cantos y ecos diversos: la naturaleza viviente.

De esta guisa llegamos a una vastísima pedriza granítica, donde la lluvia, el viento, el

frío y el calor habían esculpido un mundo infinito y fantasmagórico de formas: tortugas

gigantes, dinosaurios, mujeres tetudas, falos descomunales, caras horrendas, etc. Una

sensación de entrar en un laberinto desconocido y un cierto temor a la sorpresa, en cada

recoveco de aquel mundo mineral, me iba embargando a cada paso. Entre las enormes rocas,

los seres vivos se habían instalado; haciendo aparecer bellísimas formas vegetales adaptadas a

un universo duro y pétreo. El enorme roquedal se desangraba lentamente por la erosión de los

agentes atmosféricos, produciendo una arena fina de tono rosáceo, que se acumulaba en los

mil entrantes y salientes producidos por los arroyos que serpentean y caracolean en este lugar

primitivo: puntos elegidos por el reino vegetal para echar anclas y raíces y quedarse a vivir

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mientras el Sol y el agua lo permitan.

Comenzamos nuestra búsqueda mirando y observando cualquier fisonomía rocosa

sospechosa que pudiera confundirse con un asiento, o algo parecido, destinado a producir

sufrimiento a un ser humano. Teníamos la sensación de que era el lugar apropiado para

buscarlo; aunque la tarea nos iba a proporcionar un buen ejercicio físico. Y así fue; subidas y

bajadas, escaladas y descensos mezclados con disquisiciones de cual podría ser la dura roca

que sirviera de silla de los tormentos. De esta manera cayeron algunas horas en la pretensión

de conseguir el hallazgo. Encontramos huellas de viviendas primitivas, a base de muros de

mampostería, de planta cuadrada, repartidas acá y allá; aprovechando favorablemente las

caprichosas formas de las enormes rocas. Algunas parecían más grandes y estaban situadas en

lugares aislados y abrigados del aire; tal vez fueran las casas de los líderes de la tribu. Era un

hermoso lugar para vivir y morir un día de Sol como el que disfrutábamos; pero podría ser un

sitio infernal con viento y lluvia. Aquella gente debió vivir en una gran soledad y en contacto

íntimo con la Naturaleza. Algunos legionarios romanos del siglo III o IV fueron los últimos

que estuvieron por allí acampando, a tenor de los restos que dejaron de sus perolas de cocinar

en campaña. Después de ellos la tremenda soledad; siglos y siglos de silencio, solo roto a

intervalos por animales y aves y, también, por los cazadores que van en su persecución. El

reino de las rocas guarda muchos secretos del pasado; sabe de historias de amor y de muerte

de estos hombres antiguos y se las calla. Quizás escuchando al viento cuando silba entre los

múltiples y angostos pasadizos pétreos, se puedan oír los dichos y leyendas de este exuberante

mundo mineral. Y allí estuvimos, perdidos en el tiempo y el espacio, buscando como en un

rompecabezas gigante la pieza que faltaba: la maldita silla.

¿Nos topamos al fin con el duro asiento de los tormentos del infalible cazador

Joaquinillo? ¿Sería verdad la leyenda de la silla de la tortura? ¿La habíamos encontrado o,

simplemente, pasamos por su lado sin reconocerla? Pero, ¿y si nunca existió y lo que

buscábamos era una mera ilusión? Nunca lo sabremos. Tal vez la soñó, o imaginó, en un

descanso después de una fatigosa persecución detrás de una pieza escurridiza y astuta. Quizás

contribuyera a ello la inmensa soledad en que se desenvolvía este singular cazador y fuese

hechizado y encantado por una bruja o un hada o, simplemente, por el fantasmagórico lugar.

Creímos verla en dos ocasiones en distintas y bellas formas rocosas: una enorme,

como asiento de titanes, y otra ajustada a seres humanos de tamaño natural. Esta última reunía

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Historias y Leyendas de Cerro Muriano Pág. 123

muchas de las consideraciones necesarias para ostentar el título de silla de los tormentos. Su

aspecto y su belleza terribles, imponían temor por su tamaño y localización al borde del

abismo. Si no era la silla de los tormentos de Joaquinillo bien habría podido servir para los

mismos terroríficos fines. Volveremos a rastrear de nuevo el lugar, ampliando el radio de

acción, para estar seguros. No vamos a descartar nada e insistiremos cuantas veces sean

necesarias hasta toparnos con ella y así certificar su existencia. Tal vez ya la hemos

descubierto sin que hayamos sabido reconocerla.

Los cazadores poseen unos ojos diferentes del resto de los mortales; ellos ven mas y

muy deprisa y detrás de las cosas. Su mirada penetrante sabe reconocer una silueta, una huella

o un rastro indeleble. ¿Podremos nosotros descubrir lo que con tanta fidelidad vio

Joaquinillo? Tal vez; pero serán con toda seguridad los ojos de cazador del herrero, cansados

como los míos, los que distinguirán tan esquivo objetivo: la silla de los tormentos.

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Hombres de Leyenda Pág. 124

HOMBRES DE LEYENDA

(Publicado en el Diario Córdoba el 1 de Septiembre de 1996)

Yo soy de esos que escriben sus artículos en un cuaderno de gusanillo y con pluma

estilográfica. Necesito ver letras con tinta negra contrastada en el blanco del papel, que

expresen las ideas y los pensamientos que voy exponiendo. Me gusta el olor del papel y de la

tinta. Corrijo y tacho, añado o quito hasta dejar las páginas repletas de garabatos. Debo

reconocer que es placentera para mí la escritura manual y que lo paso bien. Construido

finalmente el artículo lo paso al ordenador y, esta tarea, ya no me divierte tanto; incluso,

muchas veces, lo suelen hacer mis discípulos.

Pues bien; todo ésto viene al hilo de mi relato. Al ir a cargar de tinta la estilográfica

para redactar un artículo destinado a una revista científica, sufrí una alucinación que os voy a

relatar. Y es que uno ya padece de esas cosas a estas alturas del curso, después de tantos

metros cuadrados de escritura, montones de exámenes corregidos, conferencias, clases e

innumerables horas ante el monitor del microscopio electrónico. Lo que se dice un cerebro

quemado a punto de estallar. Os puedo asegurar que en pocos minutos vi lo que vi, o imaginé

lo que vi; que para un científico en las nubes es equivalente. De repente, en plena operación

de cargar tinta, comenzaron a salir del tintero densas hiladas de humillo negro que se

condensaban, delante de mis ojos, en pequeños personajes e historias fantásticas que pude ir

reconociendo a duras penas, mientras me iba reponiendo de la sorpresa inicial. ¡Fantástico!,

¡Sencillamente fantástico! A través de apenas unos centímetros cuadrados me estaba

asomando al Cerro Muriano de varias décadas atrás, cuando aún había chozos en los que

habitaban los pobres de solemnidad, los piconeros con sus caras tiznadas transportaban

montañas de sacos de picón, las mujeres iban con sus cántaros de barro a la fuente, las calles

eran de tierra que se llenaban de charcos en invierno y, el tren, con sus bellísimas máquinas de

vapor, echaba grandes columnas de humo al subir por la cuesta de la Mocha. Era un mundo

habitado por personajes de leyenda.

De pronto, como en un torbellino, el humo mágico del tintero comenzó a condensarse

en figuras humanas concretas e identificables. De esta manera pude reconocer a Diego Dutti

paseando por mi calle de Santa Bárbara, que se detenía para recitarnos algunas estrofas de los

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Hombres de Leyenda Pág. 125

clásicos, mientras nosotros nos encerrábamos dentro del jardín. Que voz tan profunda y que

bien vocalizaba las palabras. Elegante y pulido y a la vez sucio y zarrapastroso, parecía haber

salido de uno de sus apolillados libretos. Este hombre amaba tiernamente a los jóvenes y, sin

embargo, nos producía mucho miedo, aunque mezclado de admiración. Quizás fuese

consecuencia del bombardeo machacón y continuo, de nuestras madres, sobre personajes

terribles y sombríos que se llevaban a los muchachos y ejecutaban hechos truculentos e

inenarrables. Pobre Diego Dutti, tan artificioso, tan buen actor y tan sucio. Claro que no era

un tiempo en que abundara el agua, ni tampoco otras cosas necesarias para una existencia

mínimamente digna.

Al instante vi al Rano, extraño personaje, obsesionado con los tesoros ocultos; iba

escarbando como condenado a trabajos forzados, a la búsqueda de un lingote de oro que unos

moros habían escondido en un lugar de Cerro Muriano después de la Guerra Civil. No sé si

dio con el famoso lingote de oro; pero en la actualidad sus hoyos y agujeros salpican todo el

contorno del pueblo y aún no se han borrado del todo. Los hay por todas partes y en sitios tan

singulares como la Piedra Horadada, el mismísimo pico del cerro Torre Arboles o las antiguas

instalaciones mineras y de fundición de la compañía inglesa Córdoba Cooper Company

Limited. En ocasiones ejerció de zahorí, practicando la radiestesia con varas de avellano y

péndulos, con la sana intención de que estos artilugios le retirasen de las penas y la rutina

diaria. Algún puchero sí encontró enterrado, pero con monedas de cobre. Mala suerte; con la

tenacidad que puso en la persecución de una riqueza que siempre le fue esquiva, en una época

en que la pobreza invitaba a merendar bellotas cogiéndolas directamente de la encina. Tal vez

ahora, con toda la eternidad por delante, tenga tiempo para encontrar su tesoro. ¡Suerte!

La imagen se borró lentamente y desapareció en la negritud de los vapores del tintero,

para a continuación dar paso a una diminuta figura de un niño de ocho años con la cabeza

pelada como un huevo, tal vez con la secreta intención de que le patinaran los piojos, y una

raja en el culo de su calzón corto, esta vez sí, con la sana idea de vaciar sus intestinos con solo

agacharse sin tener que quitarse los tirantes. Pude distinguir a un viejo amigo, compañero

explorador de estercoleros y colega de la escuela, por entonces dirigida por D. Gregorio, un

prócer sabio enseñante, cara de pato, y diestro en el manejo de la regla, a la que blandía como

el Cid a su Tizona, y que gustaba de la caza de la perdiz con reclamo como un poseso y tenía,

a decir de él, un pájaro que valía dos mil reales. Este muchacho diminuto, a causa del hambre,

se apodaba "el Cabillo", debido a que era hijo de un cabo de la Benemérita, célebre por su

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genio agrio y por repartir leña con una generosidad inusitada. Más de una vez debió hacer,

esta familia, un hueco en su estómago para poder regalar una docena de huevos al maestro

con el propósito de ablandarle y hacerle más generoso con las calificaciones. Allí estaba el

Cabillo, convertido en humo negro de mi tintero, con una lagartija metida en una lata de

sardinas, tirándole besos y llamándola querida novia. ¡Qué tiempos! Recuerdo que se le murió

su novia reptil, princesa de los saurios, y su llanto nos entristeció a todos sus camaradas de

aventuras, buscadores de maravillas en los más inmundos estercoleros, durante varios días.

Los mocos y las lágrimas dibujaron unos arroyos de churretes que le llegaban a los calzones,

recorriendo sus tetillas por entre los tirantes de colores. Es muy posible que se le empaparan

incluso los güitos; extremo éste que no puedo confirmar. No se nos ocurrió, en ningún

momento, mofarnos de las pompas de mocos que le producía su respiración entrecortada y

jadeante. En el éxtasis de llantos, sofocos e hipo, alternados de suspiros, tuvimos que celebrar

un funeral sin cura, lo que me temo no debió ayudar en nada al posible viaje al paraíso de la

principesca lagartija. Aún así, la enterramos con toda la pompa y allí quedó a la espera de la

resurrección final.

Se fue la tierna imagen y aparecieron otras, que iba reconociendo poco a poco. Pensé

que, como en todas partes, en Cerro Muriano, habían existido personajes que constituían

ahora el alma y el pasado del pueblo; como héroes de leyenda desdibujados y amarilleados

por el tiempo, blandos y tiernos unos, duros como el acero otros.

"El hombre que nunca se acaba", como le llamaban sus alumnos, D. Rafael Cabanás,

sabio geólogo, apareció con su salacot, su martillo, la escopeta y el zurrón dispuesto a

comenzar una de esas jornadas de "cazipiedra" de las que tanto gustaba: a cazar y a no dejar

sin estudiar cualquier piedra que llamara su atención. Este hombre alto y delgado, más largo

que el pasamanos de una escalera, siempre en la oposición, gobernase quién gobernase,

conocía estas montañas como a la palma de su mano. Actualmente, tengo la sensación de que

sigue por ahí, por esos caminos de la Sierra de Córdoba, como un maestro generoso,

indicándonos a los que seguimos estudiando esta tierra los lugares interesantes; como si se

hubiera adelantado para desbrozarnos el terreno. Y así se esfumó su larga estampa

inconfundible de profesor y cazador, mientras se iban haciendo más nítidas y claras las

abultadas figuras del Toti y del sargento Chaparro. Ambos parecían mantener una acalorada

discusión sobre quién había resultado vencedor del singular combate a puñetazos, celebrado

con la intención de demostrar cual de los dos era el más fuerte. El teniente Criado fue el

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árbitro del tremendo choque, aquel personaje justiciero, que montado en una yegua

hermosísima llamada Gitana, se paseaba por esta sierra como un Campeador redivivo. El

combate fue detenido y declarado nulo por el árbitro ante el peligro de que el ardor y la

descomunal fuerza de los contrincantes, pudieran tener consecuencias que después hubiera

que lamentar. El Toti superaba a Chaparro en bravura y fuerza; sin embargo, este último era

mas técnico y también robusto como su propio apellido indicaba. Posiblemente, si alguno de

aquellos puñetazos, que rasgaron el aire como obuses de grueso calibre, hubieran impactado

en algún punto del corpachón de Chaparro, habrían sido necesarias varias semanas para

rescatarlo del K.O. Que ejemplar humano más prodigioso este Toti; enorme y temerario y, sin

embargo, capaz de la más infinita ternura. Aquel gigante en su moto Ossa, a todo trapo

camino de la mina, al grito de "aíre a los motores", era la viva imagen de un héroe invencible.

Se me humedecieron los ojos cuando el condensado humo de su figura sobre el tintero

comenzó a desvanecerse.

Se fue este gigante de acero, con un corazón de oro y comenzó a plasmarse el

Escopetero de la estación del tren de Cerro Muriano. Tenía cara de pocos amigos y parecía

dispuesto a meternos en cintura. Acabábamos de poner trozos de tuberías de plomo delante de

las ruedas de la máquina de vapor del Correo de la tarde, para que patinara en el arranque;

cuando entre nubes de humo el monstruo mecánico, intentara andar los primeros metros de su

larga ruta a la siguiente estación. Este hombre con su uniforme, su sombrero y su escopeta al

hombro, se las veía y deseaba para poner a buen recaudo a la chiquillería, golfillos

impenitentes que constantemente, como moscas cojoneras, acudían a la estación a enredar. Y

es que la estación del tren nos atraía como la luz a las mariposas.

De todas formas, practicábamos un gamberrismo químicamente puro, sustitutivo de

conquistas de horizontes lejanos y misteriosos, cumbres nevadas teñidas de colores violáceos

y cubiertas de nubes, mares ignotos y embravecidos y damas bellísimas y misteriosas que

vivían en castillos de leyenda. No hay porqué despreciar aquellos trances de la gamberrada en

los que a veces nos jugábamos el físico y pasábamos un miedo tremendo; ejercitando una

astucia y sabiduría dignas de un Alejandro el Magno o un Francisco de Pizarro y sin esperar

recompensa alguna como el Capitán Trueno y el Jabato. Al fin y al cabo, todo quedaba en

unos peligrosos ejercicios en la Fundición Inglesa, exploraciones en las galerías de Siete

Cuevas, dale que te pego a la zorrilla en la estación, apoteósicos partidos de fútbol de una

antideportividad pasmosa, apedreos monumentales entre diferentes barriadas, retos gloriosos a

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Hombres de Leyenda Pág. 128

cates y a tumbadillas, asomarse a los patios para ver a las delicadas damiselas en prendas

menores si había suerte y conformarse con la conquista de una preciosa vecina y dejar para

mejor ocasión el asalto a Sigrid, en su isla de Thule, que ya tenía ocupado su corazón con el

temible Capitán Trueno. ¿Quién pudiera llegar a viejo con la agilidad, astucia, altruismo y

heroicidad de un gamberro químicamente puro? La sociedad de consumo va a acabar con

estos gamberros maravillosos, especie natural que debería ser protegida de este mundo

hipócrita, y a cambio nos está produciendo otras especies, ya muy impurificadas, del porro y

unas tendencias amorosas poco clarificadoras y nada románticas.

Este guarda de la estación, el Negro como también le llamaban por su aspecto muy

delgado y moreno, caballero y excelente persona, además de estupendo cazador, nunca fue el

ídolo de los chavales, al contrario que el siguiente personaje que se estaba perfilando:

Machaco. Me costaba trabajo continuar observando con detalle aquel desvanecerse y, a

continuación, conformarse figuras en un humillo negro, denso a veces y etéreo otras, que iba

haciendo pasar ante mis ojos, como en un popurrí acelerado, personajes de otro tiempo. Sí;

allí estaba Machaco, un sábado por la tarde del mes de Agosto, con su psicodélico artefacto,

recitando con su característica voz chillona: ¡hay helado! ¡al rico helado! Y los nenes

acudíamos al reclamo atraídos por el rico sabor refrescante de los helados de este hombre,

artista y paciente en el trato con el personal menudo. Entonces la carretera se ponía hasta la

bandera de gente que paseaba o que iba y venía a misa, a tomar copas a los bares o a pelar la

pava. La estación se llenaba igualmente de un gentío variopinto, que esperaba al Correo de la

tarde. En este tráfago de personas se defendía Machaco con aquel singular cacharro forrado de

corcho, que él rellenaba de helado una y otra vez en múltiples idas y venidas a su casa. Y más

tarde en los cines de verano, cuando se imponía un descanso para no quemar la máquina de

proyección. No era lo único que vendía o hacía, pero sí lo que más gustaba a los nenes.

Extraordinario e irrepetible personaje, entrañable para todos los que le conocimos.

No se había difuminado su figura cuando apareció el rostro de Don Juan el médico,

con la cara enrojecida por el mollate injerido. Un tocón fenomenal que manoseaba a las

señoras con fruición, o lo intentaba, y cualquier pretexto era bueno para pasarle las manos por

las partes pudendas. Vaya pájaro; que aprovechaba hasta la más ínfima ocasión de poner una

inyección en los glúteos a una hembra, para observarle a placer su hermoso trasero, colocarle

la mano por delante en el mismísimo, con la intención de sujetarla y que no se moviese en el

momento del pinchazo, siempre según la teoría del calenturiento tunante. Recuerdo a alguna

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Hombres de Leyenda Pág. 129

dama de la época negarse a ser examinada por este garañón; prefiriendo los peores males,

incluso la muerte, antes que el sobeteo del médico bribón. Y es que a las hembras las quería

desnudar incluso para diagnosticarles unas anginas, mientras que a los pacientes del sexo

masculino nos dictaminaba las enfermedades sin mirarnos, de espaldas incluso. Todo un

poema de aquel tiempo. Allá que iba calle adelante con su maletín, cuando desapareció ante

mis ojos aquel ejemplar de sátiro ilustrado.

Durante unos instantes el humo negro que salía del tintero no se plasmaba en ninguna

figura, cuando de pronto se hizo resplandeciente y apareció una joven increíblemente bella: la

Pochola, hermosísima criatura, delicada y etérea, inalcanzable, la dama encantada con la que

sueñan los caballeros andantes. Como oloroso puñado de violetas sobre un pañuelo de encaje

blanco, lucía la Pochola cuando salía de casa con su andar cadencioso, su primoroso vestido y

sus lindos zapatos. Hija del médico Don Joaquín Sama, que vivía en la calle Santa Bárbara y

era mi vecino, nos tenía a todos prendidos del encaje de su enagua. Qué fragancia!; olía como

uno de esos ramilletes de jazmines, que lucen señoras y señoritas en sus pecheras los días de

verano. Un marquesito estúpido y ladrón, con caballo y todo, nos arrebató aquel sueño y nos

lo devolvió con lágrimas en los ojos. Asqueroso señorito y maldito caballo que le traía. Cogió

a la Pochola como a un ramo de rosas y después de aspirar su aroma fresco y limpio lo arrojó

al suelo. La tristeza borró la sonrisa de aquella cara de querubín, que era como fármaco

estimulante para nuestros corazones juveniles. Por un tiempo, sólo los suspiros y los gemidos

de nuestra bella dama quedaron en el aíre. A pesar del desastre amoroso, la Pochola siguió

inalcanzable para nosotros los mortales; seguía siendo demasiado hermosa y de nuevo fue

colocada en el pedestal que solo se reserva a los dioses. Aún hoy día, estoy seguro de que

nadie de aquel tiempo, que conoció a la Pochola, ha podido olvidar tan blancos dientes, sutil

sonrisa y talle como junco que se mece al viento. Se fue su celeste imagen y el humillo

sinuoso, que salía de mi tintero, recobró su negro tono.

Pensando en la Pochola estaba cuando apareció un señor estirado y delgado, que daba

unos pases de muleta muy ceñidos y toreros. Era Serafín el peluquero, que en el ruedo de su

peluquería, ante el estupor y el aburrimiento de los hermanos Criado, que solo pretendían

cortarse el pelo al viejo y veraniego estilo cepillo y salir corriendo a jugar, estaba propinando

unos bellos y austeros pases, sin concesiones a la galería, a un toro inexistente, como genial

torero de salón de la más alta escuela de tauromaquia. Recogido y sin ambages, se estiraba el

maestro con su mandil blanco de barbero transformado en muleta, mientras un coro de

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Hombres de Leyenda Pág. 130

aficionados clientes le jaleaban: ¡olé!, ¡olé! . Nuestros ojos infantiles, poco preparados para

saborear tanto arte, nos hacían chiribitas contemplando aquel espectáculo increíble. ¡Qué

nervios! Pasaba el tiempo y nuestras cabezas envueltas en reluciente tela blanca solo

mostraban del pelado los primeros escarceos. Y es que cuando Serafín se elevaba al

firmamento de las glorias del toreo, entre descripciones jugosas y pases de la mejor factura, se

le iba el santo al cielo sin darse cuenta. Y la chiquillería lo que pretendía era pelarse en un

santiamén, lo que no conseguimos nunca de las infinitas veces que nos pusimos en las manos

de este magnífico ejemplar humano, buen peluquero y, quien sabe, si se hubiera dedicado a

ello, maestro en el arte de cúchares.

Se desvaneció su imagen y comenzó a hacerse nítida la estampa espigada de un

cazador con su escopeta de dos cañones, canana, zurrón y una perrilla tras él. Era Joaquinillo

y su perra Tula. El inolvidable maestro de cazadores se dirigía a buscar al discípulo y

compañero de cacerías Ricardín. Nene; ¿adónde vamos hoy? Tras la pregunta del maestro la

contestación del discípulo. Y adelante; a recorrer el campo, uno por arriba y otro por abajo.

Tiro va y tiro viene, con cartuchos recalibrados en casa y cargados con pólvora de cañón y de

mortero y un poco del Aguila, con el pellizquito de pasera. Explosión seca, fogonazo y, a

continuación, talegazo del pájaro en el suelo. No había fallos; el maestro y su discípulo eran

certeros cien por cien. No los ha habido mejores. Buenos, muy buenos, sí; pero no mejores.

Tal vez los disparos secos de estos extraordinarios cazadores, o quizás el sonido de mi

teléfono, el caso es que se disipó el encantamiento del tintero cortándose la historia en lo más

emocionante, y lo único que pude ver a partir de ahí es mi estilográfica llena de tinta y el

cuaderno con borrones. ¡Qué pena! Aún estaba comenzando la lista de personajes y héroes

fantásticos cuando toda la magia había desaparecido. El tintero era mas tintero que nunca y mi

querida pluma no podía ser testigo de nada. Todo había sucedido en un instante, como

testimoniaba mi reloj, aunque tenía la sensación de que había durado bastante tiempo; algo

parecido a lo que cuenta el escritor argentino Jorge Luis Borges en su libro titulado El Aleph.

Después de meditarlo un tiempo decidí escribirlo para el programa de ferias de este año y, así,

compartir con vosotros recuerdos de los seres humanos que han contribuido a forjar el alma y

la memoria del pueblo de Cerro Muriano.

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 131

LOS PERFUMES DE CORDOBA

(Publicado en el Diario Córdoba el 3 de Noviembre de 1996)

Con el perfume ocurre como con todas las impresiones que percibimos por los cinco

sentidos, la fuerza de la rutina va amortiguando lentamente nuestra capacidad de apreciarlo.

Cuando estamos en la ducha o el baño, solo es necesario salirse un momento y volver a entrar

de nuevo para gozar del placer del agua tibia deslizándose por nuestra piel. El uso y el abuso

diario y repetido de muchas de las gratas sensaciones que nos rodean en nuestro pequeño o

gran universo cotidiano, hace que pasemos sin apercibirnos de ellos. Y nos perdemos mucho.

El gusto y el olfato son los dos sentidos químicos con que nos ha dotado la Naturaleza,

frente a los físicos de la vista, el oído y el tacto. Y refiriéndonos más concretamente al olfato,

hay que señalar que es el que nos permite entrar en lo más íntimo de la materia, en su

constitución molecular. A este respecto, no es raro que el resto de los animales, más apegados

a la realidad del mundo que les rodea, hagan uso exhaustivo y eficaz de sus habilidades

olfatorias; ya que les abre un abanico de posibilidades incalculable.

La sensación olfatoria se produce en la parte más alta de la mucosa nasal, por la acción

de substancias que estimulan las terminaciones de los nervios olfatorios, después de

reacciones muy selectivas que determinan el cualificado mensaje del impulso nervioso.

Zwaardenaker clasifica los olores en nueve tipos fundamentales: etéreos, aromáticos,

balsámicos, ambrosiáceos, aliáceos, empirreumáticos, valeraniáceos, narcóticos y fétidos.

Solo los olores agradables son miles y podemos denominarlos aromas y perfumes para

diferenciarlos de los fétidos y desagradables. La influencia del olor puede llegar muy lejos, ya

que los estímulos olfatorios desencadenan fenómenos reflejos a nivel de los aparatos

circulatorio, respiratorio, digestivo y genital, mediante mecanismos complejos y poco

conocidos. Estos reflejos están muy desarrollados en algunos animales, teniendo gran

importancia en las funciones de defensa y conservación de la especie, búsqueda de alimentos,

apareamiento, etc.

Pues bien, los fines de semana que vengo a Córdoba, escapando de mi cárcel

madrileña, suelo llegar a esta ciudad antes de las nueve de la mañana del sábado, cuando sus

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 132

habitantes se aprovechan aun de las horas mañaneras de este día para permanecer más tiempo

en los brazos de Morfeo. En mi primer paseo por calles, plazas y jardines, aun casi desiertos,

compruebo el olor, o los olores, peculiares de esta ciudad única. Claro está, éste es un

privilegio que pertenece a los que no estamos casi nunca aquí y, por tanto, no podemos

acostumbrarnos a tan variados y gratos perfumes. Y más si se trata de alguien que viene de

Madrid, donde los efluvios son a diario monótonos e ingratos.

Los perfumes de Córdoba son casi infinitos y varían con la estación del año, la

dirección del viento y la hora del día y la noche. Así he podido constatar, sentado en los

Jardines de la Victoria, a las nueve de la mañana, que cuando el aire viene de la Sierra, en

Primavera, huele a perfume de fiesta y si es a principios de Otoño, y procede de la Campiña,

su olor es voluptuoso y sensual como el de una mujer que se perfuma para una cita amorosa.

Cualquier rincón de Córdoba, en cualquier época, exhala olores magníficos que

merecen la pena ser experimentados. El perfume de nuestros jardines en Primavera, en las

primeras horas de la mañana, está impregnado profundamente de azahar. Este olor, cuando la

mañana es húmeda y templada, produce un efecto relajante maravilloso que nos invita al

pensamiento, al recuerdo y a la contemplación. !Qué hermosas horas he pasado leyendo y

escribiendo en los Jardines de la Victoria o en el centenario Patio de los Naranjos!

Hablando de los jardines de esta ciudad me vienen a la memoria aquellos magníficos

versos de al-Taliq (963-1009), biznieto de nuestro gran Califa Abderrahman III:

"La brisa habladora cuenta nuestros secretos:

por eso desmaya de amor y es delicioso su aroma.

Al alba, el agua del jardín se mezcló

con su nombre, más penetrante que todo perfume.

El azahar es su sonrisa; el céfiro, su aliento;

la rosa, perlada de rocío, su mejilla.

Por eso amo los jardines: porque siempre

me traen el recuerdo de la que adoro".

Algunas noches de Primavera y Verano, que he paseado por las callejas de la vetusta y

misteriosa Córdoba, me he embriagado de perfumes magníficos de jazmines, galanes de

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 133

noche, magnolias, buganvillas, heliotropos, bergamotas, donpedros, etc.. Jamás me he sentido

más cerca de esta ciudad. Las paredes blancas con macizos de plantas y flores trepando por

ellas, y exhalando aromas maravillosos, son todo un acontecimiento. Nadie debería perderse

esta experiencia. El perfume de las plantas, esa efímera y maravillosa sensación, necesita

atenciones constantes para lucir primorosas y exhalar sus fragancias aromáticas con toda la

fuerza. Con que mimo y cuidado se las recorta y riega en esta tierra de prodigios.

Este magnífico perfume de las callejas y casas de Córdoba me llevan a recitar unos

preciosos versos del poema Tertulia de Ibn Jafaya de Alzira (1058-1139); poeta que al decir

del profesor García Gómez, "es como Góngora en nuestras letras, la cima extrema de la

poesía neoclásica, que tras él, solo puede repetirse o declinar":

"Pusimos nuestros versos

como un collar

en el pecho de la tertulia,

en el seno de una mansión

donde nos pavoneábamos con la túnica de la gloria,

bajo las estrellas que brillaban

como ascuas en noches

que exhalaban ámbar,

junto al azahar fragante

y las perfumadas rosas,

como si respirara una dulce boca

al besar una mejilla".

(Traducción: Mahmud Sobh)

No sé cual será la causa de que todos los olores que se producen en esta ciudad salgan

a la calle para disfrute y estímulo de los viandantes. Se puede oler a calamares y pescaditos

fritos, carnes a la brasa o a cocido, con tal fuerza que se cortan con un cuchillo. No quiero

enumerar la cantidad de jugos gástricos que se ponen en juego ni los estímulos a la

imaginación que provocan. Claro que a la hora del desayuno se extiende por Córdoba un olor

a café y pasteles, churros y tostadas que incitan al almuerzo al más anoréxico. Y no digamos

del olor, mas bien deleitoso perfume, que se puede disfrutar en las viejas tabernas y bodegas

con aroma a roble americano mezclado con efluvios de soleras y vinos finos de esta tierra; a

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 134

veces acompañado del que procede de berberechos, almejas al natural y otros aperitivos por el

estilo. ¡Qué concierto más estimulante!

Alguno que otro pensará que no he padecido de esos otros olores que más que

perfumes son pestilencias y gases sofocantes, como los que se sufren a horas punta en ciertas

calles. Pues sí; y además soy experto en ellos; llevo treinta y seis años gozando de tan

asqueroso placer en Madrid, lo que me convierte en un maestro. Pero tengo que decir que

hasta el humo de los coches es particular de cada ciudad y no son iguales en Córdoba, Madrid,

Barcelona, Karlsruhe, Bruselas, París o Roma. En cada sitio es diferente y contiene matices

particulares y peculiares. Lo que en Madrid es axfisiante, en Córdoba solo es molesto y en

Karlsruhe puede no apreciarse. Depende de con qué otros olores se mezcle en el aire reinante,

la temperatura, grado de humedad, volumen de la ciudad y muchos detalles más. De todas

maneras, pasadas las horas punta, en esta ciudad, el aire se purifica rápidamente y vuelve a ser

invadida por los perfumes de siempre. Bendita Córdoba que se purifica una y otra vez, hasta

mil veces al día, en una respiración infinita, eficaz y cadenciosa.

Como ocurre con cualquier dama que se precie de tal, dispone de varios perfumes:

para el día o la noche, una cita especial o una fiesta. De igual manera Córdoba tiene diversos

olores característicos y resultaría frívolo simplificar; aunque sea posible reunirlos en un

perfume diferenciador. Como algunas ciudades de Andalucía, el azahar es uno de sus aromas

específicos, pero es la situación entre la Sierra y su Campiña lo que matiza a éste dándole el

toque definitivo sensual, voluptuoso y misterioso del aire que la envuelve. La jara, el romero

y la lavanda de la Sierra se unen a los extensos sembrados y tierra arcillosa y caliza de la

Campiña cuando se humedecen. No es fácil definir este olor que va matizando sus diferentes

componentes con el transcurrir de las estaciones meteorológicas.

Hay muchas ciudades de España, y en el resto del mundo, con olores acres y

desagradables, tanto en el interior como en las costas; sin embargo Córdoba huele como una

dama bien perfumada. Y aunque su perfume se advierte en cualquier lugar de la ciudad es,

como en las mujeres hermosas, en algunos puntos singulares donde más se aprecian sus

aromas. Me he referido, anteriormente, a los jardines y callejas profusamente decorados con

macetas y macizos de flores; pero qué decir de los patios cordobeses. Córdoba es la única

ciudad del mundo que de alguna manera posee un museo de los patios. Y no había de ser

menos, ya que como dijo el periodista Francisco Solano Marquez, a raíz de la adquisición del

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 135

Palacio de Viana por la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, el día 2 de Julio de 1980 en

Madrid: "Córdoba cuna del patio -señorial de raíz romana o renacentista, y popular, de alma

árabe- cuenta desde ayer con un Museo del Patio único en el mundo".

¡Qué olores y que fragancias! ¡Qué perfume fresco y lleno de aromas se respira en los

magníficos patios cordobeses! Se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que son un

canto al perfume del jardín. Si estos cumplen muchas misiones, hay una de vital importancia:

la oxigenación, el contacto con la Naturaleza perdida en el laberinto de la ciudad, la boca por

la que entra el aire perfumado en la casa.

En una vieja taberna, de las que me gusta visitar, discutía con un señor desconocido

sobre el perfume de Córdoba. No entendía porqué él no podía captar lo que yo le describía tan

vividamente. Y es que ocurre lo mismo cuando se va de paseo con la novia, la esposa o la

amiga; siempre nos parece más bella la mujer que se nos cruza de frente. La rutina nos ha

vencido. Igual sucede con la ciudad en que vivimos. No puedo describir los ojos de mi

interlocutor cuando hablé de las ventajas que tenemos los que, habiendo nacido y crecido en

Córdoba, llevamos una eternidad fuera de ella. En nuestra mente no existe la rutina; fea cosa

que engrisa la belleza y el goce de los placeres más sutiles. Es siempre un reencuentro;

cualquier cambio en la fisonomía cordobesa sorprende y estimula nuestra curiosidad. Si los

cambios externos nos sorprenden cuanto más la química de la ciudad, que con sus aromas

íntimos penetra hasta el interior de nuestra alma. En este punto pueden resultar interesantes

los versos que escribía el poeta griego Konstantino Kavafis (1863-1933), en 1917; ciudadano

de Alejandría y Estambul, dos magníficas ciudades ricamente perfumadas:

"La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas

en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba.

Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié

los goces y los amores rutinarios".

Mi querido compañero desconocido, del buen tapear en las tabernas perfumadas de

roble americano y vino, me aseguró que nunca se le había ocurrido visitar Córdoba

íntimamente a través de su perfume; introduciéndose en ella hasta las moléculas que

componen su aire y sus efluvios. Un último brindis con una copa de fino, que saboreamos y

olfateamos con nuestros sentidos químicos, sirvió para poner fin a aquella disertación sobre la

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 136

Córdoba más profunda e íntima: la del perfume. Quedamos citados el mismo día del año

siguiente, en el mismo lugar, para contrastar datos y opiniones de lo que iba a ser su visita

turística, durante los próximos meses, a su propia ciudad a través de sus perfumes. Me fui con

el deseo ardiente de que Kronos pasase deprisa las páginas del tiempo y así escuchar pronto

las experiencias y consideraciones de mi colega de taberna.

En mis experimentos olfatorios para captar el sutil perfume de la ciudad de Córdoba,

en esta ocasión en la Judería, pasó por mi lado una fantástica y hermosísima mujer, de edad

indefinida, con unos ojos castaños oscuros bellísimos de dibujo y de color, y una pícara

sonrisa que me hizo detener, en mi exploración por aquellas callejuelas, para admirar su talle,

su pelo ondulándose ligeramente al andar y su movimiento armónico. Increíble! Pero con ser

ésto motivo suficiente para recordarla, no lo es tanto si se compara con el perfume que dejó a

su paso. Azahar, esencia de limonero, un suave tono de jazmín y el toque oriental del pachuli,

componían el etéreo rastro de aquella visión magnífica. Sumen a la belleza de esta señora, o

señorita, un perfume tan limpio, cálido y sugerente, en un decorado tan íntimo y misterioso y

tendremos un momento singular en el tiempo y el espacio.

Y es que no se debe olvidar que una ciudad no es sólo arquitectura civil y vegetal:

edificios, casas, calles y callejuelas, plazas y jardines, si no que la componen grandemente sus

habitantes. También, al perfume característico de Córdoba, contribuyen las cordobesas y

cordobeses con su gusto personal y particular por ciertos aromas; que he podido comprobar es

peculiar de cada ciudad. Compárese a las señoras y señoritas de Marraquech, El Cairo,

Bombay, Tokio, Berlín, París o Sevilla y tendremos todo un universo de olores perfumados

diferentes, que contribuye a diseñar el perfume de cada lugar.

Es un hecho evidente que Córdoba tiene un perfume particular, con su sello distintivo,

como cualquier ciudad que se precie. Sutil, penetrante y variado depende de las distintas

épocas del año en que los aromas de su Sierra y Campiña, se entremezclan con el de sus

jardines, patios y hermosas mujeres; dando el tono embriagador de cada momento. No se

puede asegurar que se conoce Córdoba si no se han aspirado y disfrutado sus perfumes.

Permitidme que os recuerde de nuevo a Ibn Jafaya de Alzira en unos versos en los que

suspira por su patria en el destierro, a la que reconoce cuando el viento le trae su aroma, como

me ocurre a mí; aunque mi alejamiento no sea por el mismo motivo:

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 137

¡Qué lejos me hallo del paraíso

de mi al-Andalus!

Al-Andalus sede de cuánta hermosura;

lagar de la fragancia toda,

el esplendor de sus amaneceres

es de alegre semblante,

y de labios de una morena

tomaron el color sus noches.

Siempre que el viento sopla desde mi tierra,

grito con añoranza: ¡Ay, de mi al-Andalus!

Si tantos poetas han entendido de fragancias y perfumes, qué decir de Juan Ramón

Jiménez, nuestro premio Nóbel, maestro de poetas, del que he escogido un poema de sus

Libros de Amor (1911-1912) perteneciente a "La soledad sonora", en el que con su increíble

sensibilidad eleva al perfume a la máxima altura, para conversión de incrédulos en ésto de las

fragancias, que más que un arte pudiera ser tenido por ciencia. Aprovecho la autoridad del

genio de las letras para probar, que el empleo del sentido del olfato resulta necesario para

conectar íntimamente con el ser idolatrado, como yo pretendo hacer con mi amada Córdoba:

Tu sexo vago, suave como un pecho de pájaro

entre las sedas blancas, amarillas y malvas

es como un faro -imán luminoso a mis ojos-

en un revuelto mar de tibias olas pálidas.

Un aroma sutil como de islas exóticas

en la tibieza suave de tus muslos flotaba.

¡Naufragué locamente, sin orden ni sentido,

en el oleaje de tus faldas perfumadas!

Con qué tristeza, luego, como en un alba débil

de suaves nubes rosas, amarillas y malvas,

vi apagarse la luz de sombra de la noche

desde el hastío roto de la indolente playa.

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Los Perfumes de Córdoba Pág. 138

Para terminar, me viene al pensamiento un recuerdo perfumado de cuando era un niño

y caminaba por estas calles, hace ya muchos años. Nunca olvidaré, de mis periódicas visitas,

el perfume del convento cisterciense de clausura, del que era madre superiora mi tía abuela.

Estaba formado por una mezcla de olores a maderas nobles antiguas, telas almidonadas de

lino y algodón con las fragancias de las flores que había por todos los rincones a donde podía

penetrar la luz solar dentro de aquel reino de la intimidad. El silencio y la penumbra

amortiguaban los delicados aromas; sólo se oían susurros en voz baja a través de la reja y la

celosía, de los que nada más se podían distinguir algunas palabras de alabanza a mi belleza

infantil y al parecido que tenía, a su juicio, con ángeles, arcángeles y querubines. Siempre

recordaré aquel aroma de la Córdoba más profunda y las mil caricias y besos que sentía en mi

mano, cuando en la despedida solicitaban que la introdujese hasta donde ellas estaban. En

esos momentos se percibía el perfume más íntimo de esta ciudad milenaria, indefinible pero

sutil y permanente. Finalmente, del mundo perfumado del silencio y la intimidad de lo

sagrado, a través del túnel del tiempo, regresaba a la luz cegadora del Sol, al ruido de la urbe

y a los cientos de aromas cotidianos de la ciudad de los califas.

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Sistemática destrucción del monumento más simbólico de Córdoba Pág. 139

SISTEMATICA DESTRUCCION DEL MONUMENTO MAS

SIMBOLICO DE LA SIERRA DE CORDOBA: LA PIEDRA HORADADA

(Publicado en el Diario Córdoba el 27 de Noviembre de 1996)

El expolio y depredación llevado a cabo por coleccionistas y comerciantes de

minerales ha llevado a la ruina a la Piedra Horadada. Este monumento situado en el término

municipal de Obejo simbolizaba su antigua y legendaria historia de minería.

La belleza natural de esta roca que había adquirido durante las primitivas labores

mineras la forma de dos leones besándose, ha sido admirada y fotografiada por los mejores y

más insignes geólogos de España y el Mundo. D. Juan Vilanova y Piera y D. Eduardo

Hernández Pacheco, este último creador de la moderna geología, y que fue catedrático en el

Instituto cordobés D. Luis de Góngora, la eligieron como símbolo de la minería primitiva en

la Sierra de Córdoba, apareciendo su silueta en los mejores libros de Historia de España. Más

cercano a nosotros y, así mismo, maestro de geólogos y de muchos cordobeses actuales, D.

Rafael Cabanás, que llegó a ser director del instituto antes citado, ha publicado en sus libros la

bellísima silueta de esta milenaria roca. Seguiría enumerando una prolija lista de eminentes

sabios y profesores que han admirado el simbolismo y la estética de la Piedra Horadada; pero

aburriría a los lectores y no serviría de mucho.

Mientras geólogos insignes, como los antes citados, amaban y respetaban el

monumento legado por nuestros mineros primitivos, geólogos actuales y coleccionistas de

nuestra provincia, y también de fuera de ella, destrozan sistemáticamente con sus acerados

martillos de geólogo la pétrea carne del anillo de Venus. El objetivo simple y pobre para los

amantes de los minerales, es arrancarle unas finas vetas de azurita para sus colecciones o para

venderlas. Triste y corta visión la de estos amantes del mundo mineral que prefieren meter a

la Piedra Horadada en pequeñas cajas a tenerla esbelta y desafiante en su paraje natural del

pueblo de Obejo. Roban con premeditación y alevosía, y tal vez con nocturnidad, el

patrimonio cultural del pueblo cordobés y en particular de Obejo para aumentar su colección

con un trozo de roca más. Torpe y mezquina la actuación de estos expoliadores de minerales.

Yo pertenezco a ACMIPA (Asociación Cordobesa de Mineralogía y Paleontología),

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asociación de amantes del mundo mineral, y me sentiría muy triste que algunos de mis socios

hayan ensuciado sus manos arrancando a martillazos ejemplares de azurita de tan magnífica

roca. Una auténtica procesión de irresponsables amigos de los minerales se acercan hasta este

paraje de Obejo para enriquecer sus colecciones. Deben meditar que su afición debe ser

compatible con la conservación del entorno natural. Parece mentira que haya que recordar a

los expoliadores, que han dejado sus huellas en la bellísima roca, amantes de la geología, el

valor del entorno geológico de la provincia de Córdoba.

Como siempre ocurre, los destructores de monumentos arqueológicos, son

"teóricamente" los que los aman. Su afán de poseer y llevarse a casa trozos o reliquias de lo

que "aparentemente" adoran, hace que unas veces ellos y otras veces desaprensivos

comerciantes de reliquias arqueológicas, destruyan los yacimientos y las piezas arqueológicas

más hermosas. Un amor mal entendido quema en la pira de su fuego destructor un patrimonio

cultural que va desapareciendo vertiginosamente en los últimos años. Mi acusación se dirige a

intelectuales: estudiantes, profesores y aficionados al mundo de los fósiles y minerales, que

parecen no tener una sensibilidad científica mínima.

Aunque modesta en tamaño, frente a nuestra Gran Mezquita, su simbolismo no es

inferior. Merece el cariño, respecto y protección de todos; ya que de la dejadez solo se deduce

un insulto a tan ilustres antepasados nuestros, como aquellos mineros, que hace varios

milenios, escribían más páginas dignas y gloriosas de la historia de Córdoba.

Y para aumentar el problema del expolio de tan maravillosa reliquia, actualmente

existe el eminente riesgo de derrumbes. Como una trampa mortal, la Piedra Horadada espera a

algún coleccionista para desplomarse sobre él y así arrebatarle la vida que le han quitado a

ella. Grandes bloques de roca se encuentran sujetos milagrosamente, como en un castillo de

naipes, esperando el más breve soplo, en este caso unos martillazos de geólogo más, para

venirse abajo en una catarata de piedras de gran tamaño. La torpeza de los coleccionistas, que

con sus martillos han ido socavando la gran roca por sus partes bajas, han creado la trampa

mortal, como en una pirámide faraónica, a la espera de cazar al incauto ladrón de tumbas, en

este caso, de minerales.

El día 16 de Noviembre de 1994, el Diario Córdoba publicó un extenso artículo mío

sobre la Piedra Horadada con el que trataba de concienciar a todos: autoridades competentes,

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amantes de los minerales y de la arqueología, de la amenaza de destrucción que se cernía

sobre este monumento. Pues bien, ya está en el último tramo de su existencia: la agonía que

antecede a la muerte.

Así mismo, este problema ha sido reiteradamente puesto en conocimiento de la

Delegación Provincial de Cultura que nos contestó en escritos de fecha 8 de Noviembre de

1994 y 10 de Enero de 1995, para proteger este monumento junto con otros situados en el

mismo término municipal de Obejo, como siete Cuevas y el Cerro de la Coja. Pues bien, así

estamos. Los citados monumentos están siendo expoliados sistemáticamente y aún no se ha

hecho nada para su protección. Hoy ha sido destruida la Piedra Horadada, en pocos meses

más, lo serán Siete Cuevas y el Cerro de la Coja. Lo que aún sería más triste, es tener que

lamentar, en un futuro muy próximo, la muerte de alguien por derrumbe de estos monumentos

pétreos; como si de un sacrificio humano se tratara para aplacar el viejo y rencoroso espíritu

de las rocas de la Sierra de Córdoba.

El aviso ya está dado. La gran roca de la Piedra Horadada, tiene preparada su

venganza. Solo falta la incauta víctima. Esperemos que las autoridades competentes actúen

antes de que ocurra el propiciatorio sacrificio humano y se consuma la total destrucción del

símbolo más precioso de la Sierra de Córdoba: La Piedra Horadada.

No se puede permanecer impasible, impávido; ante tan terrible pérdida. Esperamos

haber contribuido a que al menos el final de tan gloriosa reliquia sea respetado como se

merece.

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NIÑOS DE LOS CINCUENTA

(Publicado en el Diario Córdoba el 12 de Enero de 1997)

El otro día me topé con un pequeño tesoro en el cuarto trastero de mi casa del castizo

barrio madrileño de Chamberí. Se trataba de una vieja caja de hojalata policromada con vivos

colores, que había contenido en su día carne de membrillo de Puente Genil. En su interior

guardaba varias cosas: fotos antiguas, un libro escolar con la nota del examen de ingreso en el

Instituto Luis de Góngora, algunas bolas de cristal, varias plumas de abubilla, una extraña e

irreconocible flor seca y un pequeño cuaderno de hojas cuadriculadas. El verdadero tesoro era

el cuadernillo citado, que se correspondía con un diario de aquellos tiempos en que fui

alumno de la escuela pública de Cerro Muriano, en la década de los cincuenta; cuando apenas

contaba con ocho o nueve años de edad. Bien conservado, con el papel de un fuerte tono

amarillento, mostraba una caligrafía y dibujos muy cuidados. Allí había dejado plasmado

secretos y nombres que ya he olvidado por completo. Una gran alegría y una profunda

nostalgia me invadieron cuando comencé su lectura. Aquel cuadernillo, como máquina del

tiempo, cuyos engranajes fuesen palabras bellamente escritas, me transportó al calor de unos

personajes entrañables; provocando en mi mente imágenes evocadas de mis queridos

excompañeros de la escuela.

Y, así, comencé a ver con nitidez como discutía las mujeres en la fuente pública de

Cerro Muriano, mientras colocaban sus cántaros en fila india para guardar el turno de llegada,

y en una espera infinita, llenarlos con ese hilo de agua que brotaba de la pétrea fuente. Las

afortunadas que habían terminado, andaban ya parsimoniosamente, y con el característicos

balanceo, camino de sus casas, vestidas la mayoría de ellas muy tristemente con sus hábitos

del Carmen y velos negros, con un cántaro en cada cadera y otro en la cabeza. Hacían

esfuerzos titánicos y equilibrios malabares en un trabajo desagradecido y repetitivo, que

comenzaba su secuencia maldita casi todas las mañanas del año.

Por esa larga fila de mujeres cruzaba todas las mañanas camino de la escuela pública,

acompañado de mis colegas y amigos Nono, Rabanete, Granero, Cabillo, Madueño,

Chaquetas, Valentín, Rafalete y Cabanillas. En el patio se reunía una purrela variopinta de

nenes y nenas procedentes de todos los barrios del pueblo. Aquel torbellino de seres

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charlatanes y ruidosos, en aparente desorden bíblico, se resolvía en disciplinadas y silenciosas

filas con separación absoluta de sexos, al oír las palmadas de atención de nuestros maestros.

No podía haber faltas ni fallos en la puntualidad injustificados; se pagaban caros. La regla del

maestro ponía orden en décimas de segundo. Las plumas de coronilla, o de pico de gallo,

entraban y salían de aquellos tinteros metálicos empotrados en los pupitres, cuya tinta

despedía un olor característico, para ir caligrafiando letras, unas detrás de otras, en cuadernos

de doble renglón, hasta completar la muestra, con un estilo y belleza de extraordinario mérito

para unos barbianes amanuenses de nuestra talla física e intelectual.

- ¿Como mató Caín a Abel? Pregunta con autoridad el maestro. -De una pedrada.

Contesta el Nono con un hilillo de voz; como pidiendo perdón. Automáticamente, reglazos y

capones, en una secuencia apretada y que parecía hacerse interminable. Actuación que se

repetía a lo largo del día académico con una profusión exagerada. Un silencio sepulcral

invadía la clase, mientras el prócer, con tono severo, nos reprendía: parece mentira que a estas

alturas del curso sigan ustedes rebuznando con ese tono! Era difícil salir de allí sin haber

ligado una buena ración de jarabe de palo. Eran los gloriosos tiempos de los no menos

excelsos lemas como "la letra con sangre entra".

- ¡A ver; tú! ¡Ponte de pie y contesta con voz clara y diáfana, para que te podamos

escuchar correctamente! ¿Como mató Caín a Abel? Y aquel malandrín muy ufano, y en un

tono de voz que no dejaba lugar a dudas de su seguridad en la respuesta, contestó: - ¡con un

tirachinas! El preceptor enrojeciendo por momentos, clavó sus ojos en el asustado perillán, a

la vez que gritó como enajenado: -¡me cago en tu padre! Y sin mediar más palabras, saltó por

una ventana próxima al patio. ¡Qué colegas más extraordinarios! ¡Qué bien lo pasábamos!

Después de la ciencia y la cultura venía el recreo. ¿Quién juega a las bolas? ¿Al hoyo

o al cuadrito? ¿Quién se juega su marmilla? ¿A mármol puro o a bronce puro? Después de

esta jerga cantada, y coreada con una característica musiquilla, comenzaban los juegos. Unos

ganaban y otros perdíamos. Los triunfadores, mientras magreaban ostentosamente su talega

repleta de bolas, produciendo un tintineo excitante para ellos y desmoralizador para nosotros,

se paseaban por entre los contrincantes tarareando alegremente de forma repetitiva su

consabida cantilena: ¡seguir, seguir tirando; que mi bolsa va engordando! No ganaba mi

madre para bolas de barro y de mármol y también de china. Y el Nono dale que te pego con su

ritmo de favorecido por la diosa Fortuna. ¡Qué horror! ¡Qué puntería tenían algunos; se

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parecían a Joaquinillo con la escopeta! ¡Qué mecos tan espectaculares! Más de una vez

cascaban las bolas como en un estallido pirotécnico. El Nono era el figura de este juego, un

chaval con el corazón de oro y unas manos de artista; hasta regalaba puñados de bolas a los

que agotábamos existencias para poder seguir compitiendo.

Poco duraba el recreo. De nuevo estábamos con nuestros lápices y gomas de borrar;

esta vez el cambio se debía a la aritmética. Multiplicaciones y divisiones enormes y

desmoralizadoras, en las que era fácil equivocarse y recomenzar de nuevo. !Qué duras eran

nuestras molleras, llenas de imaginación, para el rigor de las matemáticas! Preferíamos los

reyes godos con sus horrendos nombres a la inflexible geometría. Y entre tanta aritmética y

geometría los mocos. ¡Cuantos mocos! Sobre todo en el invierno. Velas largísimas y elásticas

como muelles bajaban y subían acompañadas de una música rítmica, a golpes de rechupeteos,

que en ocasiones semejaba un coro por el número de participantes. ¡Qué tamaños y longitudes

más excelsos conseguían algunos! Es sorprendente como se puede producir tan

desproporcionada cantidad de mocos. Todos disponíamos de grandes reservas; pero los

auténticos genios eran el Rabanete y el Satur, el menor de la saga de los Cabanillas. Debieron

patentar su elaborado método para limpiarse. Comenzaban restregándose el reverso de la

mano por su nariz, continuando con buen pulso por la muñeca y el antebrazo. Y vuelta de

nuevo al origen; en un ir y venir, por las zonas no untadas todavía, hasta agotar existencias.

La mano, muñeca y manga quedaban como almidonadas en aquella telaraña pegajosa de

mocos que lo cubría todo. ¡Qué asco! ¡Pero qué perfección! Con este sistema se vaciaban

hasta los sesos. Incluso el maestro se abstenía de tomar represalias si sorprendía tan

portentosa tarea. Lo más que intervenía era para amonestar al contumaz mocoso con la

reiterativa perorata:- ¡continúa, continúa con tenacidad, hasta que te seques el cerebro; nada se

va a perder!

Cuanto más penetrábamos en la dinámica del sabio profesor, y más nos acuciaban sus

interpelaciones, peor olía en el ambiente. A los chavales se nos aflojaba el punto y por allí

destilábamos nuestros peores humores. Y es que cuando el susto nos encogía el esfinter anal,

vulgarmente llamado culo, por él sólo pasaban gases en forma de insonoras ventosidades. Allí

no había campeones en ésto de perfumar el recinto escolar. Todos a una cooperábamos al

pestilente aroma ambiental con lo que podíamos. Unos, que habían comido cocido, otros,

coles, los menos, arroz con conejo de campo y, los pobres de solemnidad, lentejas con

chinatos hervidas en una poca de agua, contribuíamos sin distinciones de clases a un mal olor

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general característico. Sólo una vez alguien más valiente que el resto, y mejor alimentado, se

tiró un sonoro pedo, imponente y firme, que debió rajar el ojete del artillero que lo disparó;

aunque no se oyeron quejas al respecto. De manera tan primitiva trató de aliviar tensiones,

aquel bandido, liberando gases para abrir huecos en su casquería. Las risas y los parabienes

acompañaron aquella extraordinaria castaña, no tan bien aceptada por el sabio prócer, que

propinó una bofetada de campeonato al autor del cañonazo, a la vez que sentenciaba:- si le

reímos hoy las gracias, por su meritorio follón, mañana se cagará en clase! Aquel héroe había

logrado recomponer sus tripas sobre el miedo general, ligando un cuesco de cantar de gesta,

que le valió en el recreo nuestro reconocimiento y felicitaciones a tan bárbara proeza; aunque

el esfuerzo no fuese acogido en forma equivalente por la autoridad, que no le concedió una

medalla al mérito si no una galleta de antología, de las que hacen época, y dejan un pitido en

el oído de órdago a la grande.

El temerario bucanero que se había ganado tan rápido y contundente cachete, y fama

imperecedera entre sus colegas de pupitre, gracias a la formidable carga de profundidad

lanzada, fue el Nono; que confesó de plano después, en la intimidad del corrillo de amigos, la

ingesta el día anterior de unas sabrosas alubias aderezadas con morcilla y tocino. De lo que

dedujimos que debía llevar las sentinas de la santabárbara llenas de una pestilencia gaseosa

capaz de hundir la flota del almirante Nelson. Al menos si no daba para tan heroica acción, sí

poseía la capacidad de quemarnos la pituitaria en cualquier momento, de no poner tierra por

medio.

En el viejo y enmohecido cuaderno se podían leer algunas palabras dedicadas a los

maestros, que pasaron por la escuela pública en aquella época. Allí había quedado reflejado el

respeto, admiración y, también, cariño por los sabios enseñantes, que debieron dedicar parte

de su docencia a domar a aquellos inquietos e incorregibles truhanes. Aparecían nombres

como el de D. Gregorio, con la cara amarillenta como de ictericia, severo con todos, aunque

tierno con los más pequeños; D. Emilio, excéntrico y sorprendente, que nos puso a criar seis

centenares de gusanos de seda en un aula vacía, entre otras de las muchas rarezas que se le

ocurrían todos los días y, D. José Luis, el de más grato recuerdo, donde la inteligencia y la

bondad se habían confabulado para producir un magnífico ser humano y extraordinario

enseñante. A todos ellos les obsequiábamos regularmente con docenas de huevos, pollos y

otras viandas, por gratitud y para mitigar aquel dicho popular de "tienes más hambre que un

maestro de escuela".

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Al fin la vuelta a casa, que era siempre un acontecimiento más glorioso. Unos la

hacían a todo trapo, corriendo detrás de sus aros de madera, o de hierro, con la guía en la

mano, y otros jugando a la "perseguía" con las bolas. Y los trompos; también los trompos

participaban del fantástico ritual infantil. Aquellos trompos pintados de colores, bailados a

estilo macho o a estilo hembra, con zumbel untado de ajo, para aumentar el agarre, y

rematado por un sansón de gaseosa perforado, eran protagonistas principales de nuestros

juegos. Un círculo dibujado en el suelo suponía la trampa en la que no se podía quedar el

trompo, que con su baile zumbón y tambaleante, como producido por la embriagez, debía

escapar del redondel mágico, donde detenerse suponía su pérdida. Entre puazos, trompazos,

choques y agradecidas caricias se desenvolvía la vida de estos artilugios extraordinarios, hasta

que las cicatrices y astillas les retiraban del ruedo del juego; algunos como auténticos héroes.

La secuencia del año iba imponiendo las modas. En cada época, asociado a las estaciones

meteorológicas, predominaba un juego mientras los otros se aletargaban.

Yo volvía a casa con el Cabillo, el Madueño y el Cabanillas, un cuarteto de armas

tomar; hablando y discutiendo de lo que observábamos en la Naturaleza: pájaros, reptiles,

insectos, minerales, etc. También tratábamos de idear diferentes formas de entretenimiento y

fabricar nuestros propios juguetes. ¡Qué hermosos eran aquellos carritos construidos de latas

de sardinas, con ruedas recortadas en suelas de alpargatas, atravesadas por ejes hechos de

alambre! Una cuerda suponía el nexo de unión con aquel carricoche maravilloso, que andaba

que se las pelaba, esquivando piedras y charcos para no volcar. Ahí no quedaba la cosa.

Nuestra imaginación no conocía límites y superábamos con nuestras habilidades cuantas

trabas y barreras se presentaran. Hacíamos barcos preciosos trabajando, como artistas con la

navaja, sobre la corteza de los pinos y el corcho de alcornoques y encinas. Otras veces se

trataba de bellísimas cometas multicolores con largas y serpenteantes colas; utilizando cañas,

papel, goma arábiga, cuerdas y trapos. Teníamos todos los recursos de nuestra imaginación y

ni una sola perra gorda en el bolsillo.

En un momento dado, el Cabanillas, podía lanzar su reto esperado: ¡pargela el último

que llegue a aquel poste! Igual que si se tratase de una competición olímpica, salíamos

disparados como cohetes en busca de la meta. No tenía rival aquel muchacho delgaducho, que

en ésto de las carreras más se parecía al divino Aquiles, el de los pies ligeros, que a nosotros.

Corríamos como desalmados a los que persiguen las ánimas, queriendo emular a ese campeón

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llamado Cabanillas. Y ya puestos a lanzar el guante de la competición, había concursos de

todo tipo y para todos los gustos. El caso era compararse y medirse y demostrar aquello en lo

que uno pudiera distinguirse y ser el ganador. Todo valía. Incluso en el momento de exonerar

la vejiga, que el diccionario castellano llama mear, salía un campeón entre la plebe que

desafiaba a todos a ver quién alcanzaba mayor distancia en la trayectoria parabólica de su

chorro líquido. Todos a una, como en la Fuenteovejuna de Lope de Vega, subidos a las alturas

movedizas y frágiles de las paredillas de terral de la vieja estación del tren, empujábamos

como posesos para ver quién llegaba más lejos; aventura en la que nuestro colega el

Madueño, con su manguera de proporciones poco habituales, nos batía con holgura

triplicando el alcance del mejor. ¡Vaya tribu de exhibicionistas! Todos en batería; allí subidos

al tapial de carbonilla, con nuestros atributos varoniles al aire, compitiendo en un concurso de

tamaños, longitudes y distancias. Tremendo hedonismo masculino que a falta de cultivar el

intelecto prefería exhibir el músculo.

Con ser una convocatoria multitudinaria, la que se derivaba del exhibicionismo

pichotero, no era nada comparada a la que se formaba cuando el que quería cambiar de agua

al canario, o el caldo a los garbanzos, que es lo mismo, era aquel niño hermafrodita, Antonio

José; que su madre me confiaba para que le llevara a la escuela e hiciera de compañero y

confidente. Tortas había a su alrededor cuando aquel ángel de Leonardo da Vinci sentía la

necesidad de soltar lastre acuoso. Vaya pandilla de granujas y tunantes que no sabían respetar

la fragilidad y delicadeza radiantes de aquel "mannamavi", macho y hembra a la vez, futuro

iniciado de los misterios sexuales como el vidente Tiresias, que flotaba por encima de

nosotros como una mariposa en un lodazal de machotismo impenitente. Nunca supimos estar

a su altura y siempre teñimos de sexo, aunque infantil, el mundo de aquella criatura delicada y

vaporosa como algodón de azúcar.

Había otros sucesos de gran tirón que suscitaban el interés de todos, como ocurrió

aquel día en que el Chaquetas, semejante a un héroe de leyenda inspirado por las musas del

arte de Cúchares, decidió torear a aquella vaca gorda, sin apenas cuernos, con la que nos

topamos al pasar por la Huerta. ¡Qué hermosos tientos daba el Chaquetas a aquella vaca, que

minutos antes pacía mansamente entre una hierba alta cuajada de rojas amapolas y blancas y

amarillas margaritas, engordando sus voluminosas tetas! La vaca más que embestir tiraba

bocados. Y el Chaquetas se estiraba como si un morlaco de Mihura le embistiera. Con postura

y empaque de torero doctorado, andaba lento y estirado; sujetando su chaqueta, manchada y

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llena de remiendos, con las manos y los dientes, mientras miraba a la fiera con la chulería de

un diestro consumado. Y nosotros, en espantada bíblica, saltamos detrás de la alambrera para

contemplar la singular faena. La vaca iba y venía sin atender a los requerimientos de nuestro

amigo en un desprecio, casi soberano, al infantil maestro; que la citaba provocándola con

posturas y aspavientos toreros de la más genuina escuela. La vaca se burlaba del artista

reculando, mugiendo, escarbando y comiendo hierba, en un acto de soberbia y desprecio del

matador minúsculo que tenía enfrente. Las fauces se le abrían a la pacífica bestia en un

bostezo, que apenas dejaba sentir un mugido lastimero, en tono llorón, como pidiendo una

tregua. Y es que la vaca lo que deseaba era el olvido y seguir paciendo blandamente en su

edén. En sus grandes ojos parecidos a los botones de un abrigo, llenos de legañas e

incordiantes moscas, se leía el hastío y la solicitud de misericordia ante el alarde y la

insistencia torera del mozalbete lidiador; que se movía, se plantaba y gritaba, como poseído

del mal de San Vito, tratando de atraer su atención y la embestida. Estaba claro que no era su

tarde y que aquel panzudo bicho cornicorto y tetudo no iba a colaborar en su lucimiento. El

transcurrir del lance no parecía dejar claro quién de los dos se llevaría como trofeo las orejas y

rabo del otro. Quizás todo quedara en un bocado en el trasero, o unos pisotones, vista la

mansedumbre del astado. De todas formas nuestra admiración y aplausos premiaban al

Chaquetas, torero de tronío, que ni tenía toro con casta y brabura ni público entendido

merecedor de faena ajustada a canon de tauromaquia. Y, a Dios gracias, ahí terminó la

historia, que podía haber ido a mayores con sólo una mejor predisposición de la vaca y,

también, a peores con un poco de mala suerte.

En una de las páginas más amarilleadas del cuaderno aparecía una referencia a las

niñas. ¡Parece que no hubieran existido niñas! Aquel era un mundo muy conservador y estaba

dividido en dos partes clarísimas reservadas a hombres y mujeres con separación absoluta y,

por extensión, a niños y niñas. Sin embargo, algunas notas sí que escribí de aquel mundo

intimista y reservado. Me sorprendía observar aquellos querubines de Botticelli, con sus

trenzas primorosas rematadas por lazos de raso multicolores, en los que predominaban el rosa,

el verde y el azul y vestidos pulcros y bellos, a veces almidonados, decorados con lindos

encajes, que no dejaban traslucir la decorosa pobreza de aquel tiempo. Los calcetines

rematados por preciosas manoletinas de charol, realzaban a aquellas muñecas de porcelana,

que con sus carteras y cogidas de la mano caminaban hacia la escuela pública. Sus cantos,

juegos al corro, saltos en la cuerda y voces cantarinas, creaban una atmósfera inconfundible

de encanto femenino. Pocos contactos tuvimos con ellas hasta que se hicieron mayores. Nos

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perdimos muchas cosas por la separación impuesta, que evitó la difusión de conceptos y

sentimientos claves en esas edades. No había en el manuscrito más detalles escritos, si

excluimos algunos nombres sugestivos y preciosos, con corazones, que goteaban sangre al ser

alcanzados por las flechas de Cupido. Los nombres quedarán en el silencio, porque en la

actualidad me es imposible asociarlos con sus bellos rostros, que ya sólo acuden a mi

memoria a retazos vagos e incompletos. El tiempo fundió como en un collage aquellas

maravillosas criaturas, a las que agradezco haber alegrado mi corazón más de una vez.

Era una tarde de primavera cuando volvíamos a casa y lo hacíamos con cierta prisa

impuesta por un ambiente de nubarrones grises, que amenazaba con desencadenar un diluvio.

La tormenta, y la lluvia en general, transformaba el suelo de nuestros hogares en un auténtico

decorado de Hollywood. Los hoyos en el enlucido de la cocina servían para jugar a las bolas o

esconder a los pieles rojas y rostros pálidos, hechos de botes de penicilina. Mientras, a fuera,

el aguacero se desencadenaba y múltiples arroyos se formaban; conduciendo al agua con su

música cantarina por calles y callejones sin pavimentar. Los canalones alimentaban estas

corrientes con sus chorros violentos, que emitían un sonido fuerte al chocar contra el suelo.

Aquí y allá, pequeños puentes construidos por infantiles ingenieros, en los momentos

anteriores al desencadenamiento del meteoro, resistían los embates de las aguas que iban "in

crescendo" hasta acabar con más de una de las obras de ingeniería levantadas. Nunca la lluvia

significó tristeza o aburrimiento; por el contrario siempre acentuó nuestra imaginación.

Charcos y arroyos se convertían en mares ignotos y ríos tropicales, donde los alevines de

héroes conquistadores de la nueva frontera, dejábamos volar nuestros sueños; haciendo

navegar barcos de corteza de pino por las embrabecidas olas que el aire peinaba en las rizadas

superficies líquidas. Allá que iban nuestros aguerridos campeones con corazón de león, al

rescate de la hermosa Brunilda, encerrada en un tenebroso castillo en manos del temible y

horrendo dragón que escupía fuego. Muchos se hundían y no había rescate posible, hasta que

el Sol y el aire secasen aquel charco, convertido en tenebroso mar, que los había engullido.

Algún osado intentaba penetrar en el misterioso océano para salvar de sus fauces el

naufragado velero de corcho, con velas de papel y mástiles de alambre, y se mojaba las botas.

No sé si compensó alguna vez tan valeroso salvamento las bofetadas recibidas al regreso a

casa; pero sí que no faltaron capitanes intrépidos, que arriesgaron una soberana paliza por sus

buques marineros. Al traer hasta el presente estos recuerdos, llenos de esfuerzos agotadores y

ejercicios de creatividad incontenible, es cuando más me convenzo del ilimitado valor de esa

etapa de la vida, que es la infancia.

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Niños de los Cincuenta Pág. 150

Cuando iba a cerrar mi cuaderno manuscrito, tanto tiempo escondido en la lata de

carne de membrillo, noté en la última página muy amarilleada y salpicada de manchas de

moho color ocre, unas líneas casi desvaídas y un dibujo con un nombre al pie, que aún

resaltaba sobre el tono general del papel. El nombre y el dibujo correspondían a una niña.

Aparentemente, y tratando de recordar, comprendí que se trataba de un retrato que pretendía

ser fiel a la modelo: una preciosa coleta adornada con un gran lazo de raso aterciopelado, y

una boca y ojos pequeños y graciosos, mostraban el rostro de una niña de ocho o nueve años.

Logré recordarla a pesar del tiempo transcurrido. Pude traer a la memoria las numerosas

ocasiones, en las idas y venidas a la escuela y en el patio de la misma, cuando se producían

intercambios de miradas, a las que ella correspondía con una sonrisa pícara y tierna. Lo

escrito en el manuscrito, al lado del retrato, hacía alusión a un encuentro, posiblemente el

último, en el que me regaló un pañuelo que había bordado en clase, durante las últimas

semanas; mostrando en una de sus esquinas una gran "A" multicolor, inicial de mi nombre y

el suyo. Después de entregármelo y ruborizarse hasta el último rincón de su pequeño ser, me

dijo: guárdalo para siempre y no me olvides nunca. No dije nada; pero asentí con el silencio.

Al cabo de cuarenta años reconozco haber cumplido sólo el cincuenta por ciento de la

promesa. El pañuelo, aunque duró algún tiempo, terminó traspapelándose en alguno de los

numerosos traslados de domicilio en los que me he visto envuelto. Sin embargo, el hallazgo

del cuaderno manuscrito en el trastero de mi casa madrileña, ha vuelto a traerme al recuerdo

aquel arcángel, que procedente de no sé qué paraíso perdido, apareció en aquella modesta

escuela pública de Cerro Muriano.

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Ruinas de Cobre Pág. 151

RUINAS DE COBRE

(Publicado en el Diario Córdoba el 19 de enero de 1997)

Reliquia impresionante de la arqueología industrial moderna, a unos cientos de metros

de Cerro Muriano, en el corazón de la Sierra de Córdoba, se encuentran las ruinas de la que

fue la mayor fundición de cobre inglesa en Europa, perteneciente a la todopoderosa compañía

minera Córdoba Copper Company Limited, durante el último cuarto del siglo XIX y primeros

del XX. Comenzaron los trabajos de explotación del cobre, en las antiguas minas del fabuloso

Sexto Mario, en el año 1875, y terminaron oficialmente en 1918; aunque desde 1914, fecha de

inicio de la Primera Guerra Mundial, empezó a descender la actividad extractiva. Hasta 1921

no se dio carpetazo final a las labores de fundición. La estrategia político-económica inglesa,

a nivel mundial, después de la Gran Guerra, fue la que decidió el cierre definitivo de las

riquísimas minas de la Sierra de Córdoba. Y mientras sigan existiendo los condicionamientos

que aconsejaron su cierre, esta inmensa y legendaria riqueza cuprífera de la Sierra seguirá

durmiendo el sueño de los justos.

Mientras duraron los años de la fiebre metalífera, la Córdoba Copper Company

Limited ejecutó en Cerro Muriano maravillosas instalaciones de extracción de mineral y, no

menos interesantes, construcciones dedicadas a su tratamiento y fundición. Muros, arcos,

imponentes pozos, albercas, aljibes, decantadores, gigantescas chimeneas, etc.. todas ellas

construidas en mampostería con calicanto, forman un conjunto laberíntico único en Europa de

lo que fue una metalurgia moderna, a la que aun no habían llegado los modernos adelantos, la

cicatería económica, el mal gusto y la falta de creatividad para las instalaciones industriales.

Todas estas ruinas conforman, en la actualidad, un paisaje bellísimo inmerso en un entorno

favorecido por la propia naturaleza de nuestra Sierra, que supone un pintoresco y hermoso

parque arqueológico minero e industrial moderno. En este lugar se puede tener ocasión de

admirar rincones que no han podido ser imaginados y que despertarán el asombro y la

admiración por un pasado tan romántico como el de finales del siglo XIX.

Tenemos el proyecto de salvar y musealizar estas bellísimas construcciones y su

entorno, instalando además un museo minero, que resuma el pasado milenario de nuestra

Sierra, en el impresionante pozo de San Rafael, de 415 metros de profundidad; habilitando,

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Ruinas de Cobre Pág. 152

además, algún tramo de algunas de sus viejas galerías de origen romano. El proyecto es

ambicioso, pero no irrealizable y las autoridades municipales parecen en principio animadas a

colaborar con nosotros.

La última vez que recorrí los múltiples parajes de la Fundición Inglesa, fue en

compañía de mi amigo Juan el herrero y un entrañable personaje llamado el Bomba, que tuvo

la amabilidad de servirnos de guía por el laberinto de muros, arcos y pasadizos de la

romántica construcción. No puedo precisar que fue más interesante de aquel paseo por las

instalaciones de la Córdoba Copper Company Limited, si las magníficas imágenes observadas

o la personalidad de Antonio Sojo Cosano, el Bomba, nacido el 14 de Febrero de 1911, en una

choza construida con terral, paredes de madera y techumbre de juncos y adelfas, situada al

lado de la escoriera de la antigua fundición, en las denominadas Gachas Negras. Este hombre,

cuando era un niño, acompañaba al hermano mayor a llevar el bocadillo a su padre, que

trabajaba a destajo en la contrata del carbón, y tiempo después, el mismo, participó en el

desmontaje de las estructuras metálicas que habían quedado de la otrora poderosa compañía

inglesa.

El Bomba, con estampa de torero, delgado y estirado y con una mirada suficiente,

como quien sabe que domina el difícil arte de la supervivencia, que no le borran ni la caterva

de años que ya ha encajado, con la solemnidad de un santo patrón, anda y se mueve por las

viejas instalaciones con una soltura, seguridad y donaire que solo da el saber y el

conocimiento. Parecía flotar sobre aquel lugar. Iba delante; hablando y explicando y lo hacía

con claridad como un catedrático. Fue un placer escucharle. Y no era para menos. En un

momento dado, estábamos mirando perplejos a las famosas Gachas Negras, una inmensa

mole, visible desde los satélites artificiales, de color negro azabache y brillo cristalino, de más

de un millón doscientos mil metros cúbicos de volumen, que fue creciendo vagoneta a

vagoneta, y que cuando era de noche, cada descarga semejaba un relámpago en la tormenta. Y

es que se trabajaba incluso de noche, con tres turnos, a toda marcha; era mucha la riqueza que

podía extraerse de los pagos de Sexto Mario. Se emociona cuando nos cuenta como el

ingeniero jefe de las instalaciones mineras, compadecido ante el peligro de que su choza

pudiera resultar afectada por los derrames de escorias incandescentes y, como consecuencia,

salir ardiendo algún día, les propuso llevarlos a una casilla de madera; una buena casilla de

madera. Y es que para un minero de aquel tiempo, una casilla de madera podía ser un bonito

hogar. Al menos esa fue la impresión que saqué de aquellas palabras del Bomba.

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Ruinas de Cobre Pág. 153

De todas formas que iba a decir un hombre humilde, sacrificado y honrado a carta

cabal, nacido en una choza construida por su padre, de una pareja en la que su progenitor era

de Casariche y la madre del bellísimo pueblo de Aguilar de la Frontera, criado a la teta, como

el dice, durante dos años. A pesar de la pobreza, buena leche la de aquella sacrificada mujer,

al decir del resultado de los ochenta y seis años de este torero de la vida, o de la fuerza de su

hermano menor , que anduvo en una ocasión cuatro o cinco kilómetros con una peana de

ciento quince kilos a la espalda sin descansar. Esta familia, como la inmensa mayoría de los

habitantes de entonces de Cerro Muriano, eran forasteros y vinieron para trabajar en las minas

y en la Fundición Inglesa. Llegaron incluso de Galicia, a la búsqueda de un trabajo que les

permitiera sobrevivir. De esta forma , al más puro y ancestral modus vivendi, se repobló de

nuevo el legendario Mons Marianus. Por tanto, los actuales murianenses son descendientes,

en su mayoría, de mineros y fundidores, como lo fueron durante miles de años; y es cobre,

plomo, plata e hierro lo que corre por sus venas.

Paseamos observando los lavaderos del mineral, las calles para circulación de

vagonetas, el camino del ferrocarril por el que entraban en la instalación el carbón y, también,

el mineral procedente de los pozos principales de San Rafael, Levante y Quitapellejos entre

otros. Nos contó como en los lavaderos de mineral trabajaban mujeres y niños, por eso de los

sueldos bajos, y que del pozo San Rafael se extraía gran parte del agua utilizada en las

instalaciones. Que por cierto salía caliente, debido al sistema de bombeo por fricción

aplicado, y era empleada también para lavar la ropa. Este grandísimo y bello pozo de mina

guarda muchos secretos, entre los que figura el haber sido cegado a unos ciento veinticinco

metros de profundidad, a base de una plataforma de hormigón de cinco o seis metros de

espesor; con la idea de impedir cualquier acceso a las galerías donde se había abandonado

previamente todo el equipamiento compuesto de herramientas vagonetas,etc. incluso animales

de tiro, a los que se les había pegado un tiro allí mismo. La intención, y las previsiones,

hablaban de reabrir de nuevo las minas en cuanto que la economía internacional volviera al

orden. No ocurrió así y todo un mundo del pasado reposa a cientos de metros de profundidad

esperando un rescate que ya, a buen seguro, llegará tarde. Se han hecho, recientemente,

intentos de bajar y explorar tan impresionante pozo, que en su día fue utilizado también por la

minería republicana e imperial romana; realizando el descenso en condiciones no del todo

correctas. Las corrientes de aire procedentes de las galerías más altas, de posible origen

romano -las excavadas únicamente por los ingleses quedan debajo del taponamiento de

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Ruinas de Cobre Pág. 154

hormigón- hicieron bambolearse peligrosamente la jaula habilitada para tal efecto y hubo que

suspender la exploración. Esa experiencia certifica que las galerías, ya excavadas hace dos mil

años y de nuevo utilizadas por los ingleses, siguen sin estar taponadas esperando nuestra

visita.

Seguimos nuestro paseo hasta la gran chimenea por donde, en su día, salía

constantemente un humo negro como el carbón, según describe Antonio, que nos relató como

unos energúmenos la dinamitaron unos años después del cierre definitivo de las instalaciones.

A pesar del desaguisado aun queda la bellísima base de mampostería y, a su lado, una

pequeña montaña de ladrillos rotos y disgregados por los agentes meteorológicos, cementerio

improvisado de la esbelta chimenea, orgullo de la minería inglesa del siglo XIX en Andalucía.

Esta chimenea, de cincuenta metros de altura, tenía la misión de expulsar a gran altura los

humos muy tóxicos procedentes del proceso de tostación de la calcopirita. Hubo otra más, de

menores proporciones, que correspondía al horno principal de fusión y conversión,

desaparecida por completo junto con éste, durante las operaciones de desmontaje de las

instalaciones.

Aquí y allá nos indicó los lugares donde se situaban los distintos servicios de

mantenimiento de tan gigantesca y faraónica obra: los mezcleros en la Huerta , los obreros en

el Pueblo, los capataces en la calle de Santa Bárbara, los carpinteros más allá.. Un momento

emocionante para mi fue cuando señaló donde había estado situado el horno principal de

fusión. En vano lo había estado buscando durante años ya que había sido desmontado de cabo

a rabo. Solo quedaban las zapatas de hormigón y los anclajes de hierro. No pude por más que

sentir una honda pena. Mi buscado horno, productor de millones de kilos de cobre y escorias,

había desaparecido por completo. Era como tratar de encontrar los restos de un amigo que

hubiera ardido en la pira funeraria. Pensé, y me prometí, que en el silencio de cualquier día,

volvería y realizaría una simple ceremonia de despedida. Allí había estado y latido el corazón

de hierro de la Córdoba Copper Company Limited, que se había alimentado durante años del

mineral de la Sierra de Córdoba, para producir el rojo metal cúprico, la sangre elemental de

esta magnífica Sierra.

El poblamiento de Cerro Muriano debe su actual distribución a su conformación y

adaptación, durante el último cuarto del siglo XIX, a las necesidades y prioridades de la

minería y fundición de la Córdoba Copper Company Limited. La implicación es tal que se

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Ruinas de Cobre Pág. 155

hace imposible estudiar el Cerro Muriano de ahora, no teniendo en cuenta esas connotaciones.

Sin que se pueda asegurar que este poblamiento, después de un glorioso pasado de varios

milenios, hubiera dejado de existir durante la Edad Media y Moderna; sí que es posible

constatar un despoblamiento casi total. En esta época, la naturaleza riquísima, invitaba a los

califas y, más tarde, a nobles, potentados y reyes a practicar la cacería, en una Sierra

recuperada de un pasado de sobreexplotación minera y desforestación asociada.

A los pies de esta fundición se encuentra la Piedra Horadada, milenario monumento

minero de este pueblo de Cerro Muriano, el anillo de Venus; y algo de mujer hermosa tienen

estas instalaciones otrora rutilantes y ahora en una decorosa ruina. El símbolo alquímico del

cobre es el de Venus, diosa y planeta; un anagrama que define al elemento femenino, como si

el alma de las mujeres estuviera teñida de cobre. Contagioso poder seductor el de estas ruinas,

que con su quietud pétrea y belleza majestuosa atraen al viejo modo de las sirenas de Ulises.

Antonio, el Bomba, como consagrado torero de la vida, andaba con empaque, y con

postura elegante, sin ninguna concesión al imponente decorado; hablaba con humildad no

afectada y sencillez, pero con sabiduría, como lo hacen los hombres de estas montañas tan

viejas como el mundo. El herrero lo interrogaba en una cascada de preguntas pactadas

conmigo previamente, y aquel ser humano impasible como un arcángel, contestaba con

tranquilidad y como quien no quiere la cosa. ¡Qué rato más placentero pasé escuchando a este

superviviente de ochenta y seis años!

Visto el volumen de la escoriera y el impresionante tamaño de las instalaciones,

merecía la pena hacer una reflexión sobre el coste energético, que pudo haber supuesto

mantener en marcha la fundición. El Bomba nos contó como venían trenes cargados de carbón

hasta la estación de Cerro Muriano, que después se aproximaban a un lugar cercano a la

fundición, justo donde hoy se encuentra el llamado Chalet Rosa. Posteriormente, una junta de

mulas transportaba este carbón, de dos en dos vagonetas, hasta la plataforma correspondiente,

contigua a los hornos de tostación y de fusión, a través de un ferrocarril de vía estrecha.

Millones de toneladas se emplearon durante los años de actividad minera y metalúrgica.

Dejando volar la mente por unos segundos, trasladé mi pensamiento al tiempo de los

romanos, a la República y el Alto Imperio, y pensé en los millones de toneladas de carbón que

fueron consumidos en sus hornos antíguos. Todo esa cantidad fantástica de combustible salió

de los bosques de esta prodigiosa Sierra de Córdoba. Alto precio de desforestación para

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desangrar el cobre de estos "cerros marianos"; aunque en la actualidad, y a pesar de la

metalurgia inglesa, parece que se han recobrado en gran parte; siendo los incendios, en estos

momentos, el peor enemigo que tienen. Cuanto humo debieron echar aquellos hornos

romanos, como para que los investigadores Sungmin Hong, Jean-Pierre Candelone, Clair C.

Patterson y Claude F. Boutron del Laboratoire de Glaciologiè et Géophysique de

l'Environnement du CNRS (Saint Martin dé Hères, France) en sus estudios estratigráficos

recientes de los hielos de la Antártida, hayan comprobado una enorme contaminación por

cobre procedente de esa época y esta localización de la Sierra Morena, no superada, hasta los

tiempos modernos.

Volví del recuerdo del pasado y en ese momento, Antonio el Bomba, se agachó y

cogiendo una pequeña ramita comenzó a dibujar en el suelo, en una superficie arenosa y plana

de tierra fina, un croquis a la vez que aseguraba que el oficio de ranchero, que así se llamaba

quien fabricaba carbón vegetal, era el más duro y malo que se había inventado en la faz de la

Tierra. Con su lápiz improvisado fue trazando el esquema y los principios de tan antiguo arte,

sin el que la vetusta minería de Sierra Morena no hubiera podido prosperar, en aquellos

tiempos en que éste era el combustible principal para estos menesteres. De no haber existido

una gran masa boscosa en esta zona, el mineral hubiera sido trasladado a otros lugares más

propicios para su tratamiento en los hornos, y la pujante metalurgia del cobre, plomo, plata y

hierro en las doradas épocas del Calcolítico, edad del Bronce, Tartessos, Cartago y Roma en

Cerro Muriano no habrían tenido lugar. Y éste es uno de los grandes méritos distintivos de la

metalurgia en Cerro Muriano: haber propiciado y albergado grandes fundiciones en las que,

incluso se procesaba mineral de otros lugares, algunos bastante alejados.

Allí, en la plataforma del carbón mineral de la Córdoba Copper Company Limited, el

Bomba nos explicó los fundamentos del horno de fabricación del carbón vegetal y de como,

parcela a parcela, fueron desapareciendo matorrales y árboles de cepa: encina, acebuche,

lentísco, coscoja y otros convertidos en extraordinario carbón vegetal para múltiples usos.

Agachados en ese lugar, se podía apercibir aun el olor acre del azufre adherido a las paredes

de la larga bóveda, que comunicaba la plataforma de tostación con la altísima chimenea,

testigo de los gases venenosos que se producían en los procesos de extracción del cobre.

Mientras permanecíamos en cuclillas, a nuestro alrededor se erguían enormes decantadores,

espesadores, lavaderos, fuertes anclajes de enormes máquinas ya desaparecidas, arcos,

puentes, potentes muros y un sinfín de formas magníficas que en su día formaron parte del

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Ruinas de Cobre Pág. 157

laberinto productivo de la Fundición Inglesa, testigos mudos de un tiempo en que la tierra

hervía para entregar su sangre líquida de cobre rojo.

Quedaban aun muchas preguntas y respuestas, pero el astro rey estaba llegando a su

punto más álgido y ésto en Verano, por estos pagos, es algo digno de tenerse en cuenta.

Llevamos a nuestro maravilloso cicerone a su casa y nos despedimos de ese ser humano

fantástico, llamado el Bomba, con la intención de volver pronto a degustar el placer de su

conversación y aprender de sus experiencias y sabiduría adquiridas en su ya larga aventura

por la vida.

Para terminar quiero recordar a todos los amantes de la ciudad de Córdoba, que en su

mismísimo termino municipal existen unos parajes insólitos y bellos salpicados con las

increíbles ruinas de la que fue la última gran explotación del cobre en nuestra legendaria

Sierra de Córdoba. Allí están, en los hermosos cerros de la barriada cordobesa de Cerro

Muriano; esperando su rescate como parque arqueológico y aguardando la visita de todos.

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Ruinas de Cobre Pág. 158

Restos de la fundición inglesa de principios de siglo. Se encuentran situados al lado

del Camino de Sexto Mario.

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Ruinas de Cobre Pág. 159

Brocal del pozo de San Rafael, principal en la minería inglesa de hace un siglo.

Bellísima estampa decimonónica muy representativa del pueblo de Cerro Muriano.

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LA MITICA BELLEZA DE LAS MUJERES DE CORDOBA

(Publicado en el Diario Córdoba el 20 de Abril de 1997)

Ya hace varias décadas que no vivo en Córdoba. Este hecho, que ha supuesto una

situación muy triste en mi vida, es, sin embargo, fuente de sensaciones muy gratas. La rutina

no me alcanza y eso me permite encontrar en cada visita nuevos matices. De esta manera

nunca se llega a tener el sentimiento del conocimiento profundo sino, mas bien, la confidencia

de una distancia mantenida. Bajo este prisma, Córdoba se ve entrañable y, a la vez, distante y

misteriosa. Es de esas ciudades a las que no llegas a conocer nunca del todo. Siempre guarda

un secreto y, cuando lo descubres, te das cuenta de que detrás hay otro. A mi me gustan los

misterios y los secretos de Córdoba. En las ultimas semanas he perseguido uno que por

tópico, no deja de ser interesante y estimulante: la célebre belleza de sus mujeres. No he sido

el primero, ni seré el último, en tema tan sugestivo. Reconozco que el objetivo de esta

aventura era sutil y complejo y podía escapar fácilmente a mi investigación. Sin embargo,

ésto lo hacía estimulante y sugestivo. Recorrí Córdoba de arriba a abajo, y de este a oeste.

Después de recoger cuantiosa información, lo único que tuve claro fue el gozo del disfrute de

tanta y tan hermosa contemplación y la complejidad de la solución al problema. Debo

reconocer que este tema es más propio de poetas que de científicos como yo. A pesar de ello

me puse manos a la obra, con el atrevimiento que da el desconocimiento. Bellos rostros,

excitantes poesías, magníficos aromas y caminatas interminables, compusieron los días que

dediqué al disfrute, más que al estudio, de las bellezas cordobesas. Nunca me gané una crítica

o un exabrupto, y si numerosas sonrisas y tiernas miradas, y alguna cita de querubines de

azúcar y miel. En mi peregrinaje por los barrios cordobeses, cansado y sentado en uno de los

escalones empedrados de la Cuesta del Bailío, vi subir a una espléndida mujer madura de

belleza turbadora. Su pelo castaño le rodeaba la cara haciéndola parecer una virgen de

Murillo. Andaba como si su cuerpo no pesara. Subía los escalones con la elegancia de una

gacela. En el "Collar de la Paloma", del gran sabio cordobés Ibn Hazm, hay unos versos que

describen ese momento con particular acierto:

"Cuando se cimbrea al andar, parece

un ramo de narciso que se balancea en el jardín.

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La mítica belleza de las mujeres de Córdoba Pág. 161

Diríase que sus zarcillos están en el corazón de su enamorado,

porque, cuando anda, en él repercuten el pinchazo y el tintineo.

Tiene el andar de la paloma, en el que no es censurable

la torpeza ni vituperable la lentitud".

Pensé que, como a Juan Ramón Jiménez, a mi también me gustan las mujeres de

otoño:

Me embriagan las mujeres de otoño. Tienen flores

mustias bajo sus brazos, y son como la tarde...;

estrellas tristes abren sus ojos en amores,

cual un fuego rosado que arde y que no arde...

Sus muslos son begonias tibias; en su regazo

hay una indecisión de sueños y de cosas...;

cuando adornan el cuerpo con su doliente abrazo

parece que en el alma se deshojan las rosas...

(En la soledad sonora)

Apenas movía sus caderas en un vaivén de armonía divina, mientras sus hombros

permanecían quietos como en una estatua marmórea. El vestido, elegante, se adaptaba a su

cuerpo en cada movimiento; insinuando la belleza de su talle. Los brazos caían en la

magnifica forma de dos chorros de agua cantarina, o como versiculaba nuestro poeta Juan

Ramón, antes citado:

"En camisa pareces un jazmín... Por tu carne

morena hay olor de jazmín soleado...

Son como dos serpientes que salen,entre rosas,

los chorros apretados y tibios de tus brazos.

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La mítica belleza de las mujeres de Córdoba Pág. 162

Tu pasión enervante , doliente y prolongada,

evoca livianas lujurias del verano;

en tus ojos profundos hay regeros de estrellas,

hay rumores de aljibe bajo tus pechos pálidos...

Igual que un oleaje crepuscular y ardiente,

tu carne de mimosa se levanta, arrullando,

y eres tan fujitiva cual agua entre yerba,

bajo el anhelo loco de las calientes manos.

(En la Soledad Sonora)

A su paso por mi lado me obsequió con una mirada y una sonrisa en premio al

admirador ensimismado. Fuose la visión y quedó la imagen intangible y bella de aquella

mujer de otoño de la que no me cansaría de mirar nunca. Desapareció por una estrecha calleja

y dejó un hálito de belleza y misterio en aquella magnífica escalinata empedrada, que como

una densa niebla otoñal, aún tardó un tiempo en disiparse.

Que la belleza de las cordobesas es célebre, lo he podido constatar en todas mis

observaciones. Pero, ¿por qué en esta ciudad y no en otras?, es un hecho curioso; aunque real

y cierto.Todas tienen un no se qué especial, un encanto y un aire diferente y diferenciador: un

toque profundo y misterioso. Yo pienso que debe ser algo que compete en exclusiva a esta

prodigiosa ciudad.Si leemos al ilustrísimo catedrático D. Luis de Hoyos Sainz en su capítulo

dedicado a las Razas de la Epoca Neolítica y Eneolítica en la Historia de España, de D.

Ramón Menéndez Pidal, podemos vislumbrar alguna de las claves. Y son antiguas las

sorprendentes claves raciales de la provincia cordobesa. Hablando de los mesocéfalos, o tipos

intermedios andaluces, de hace unos cuantos milenios, y después de las descripciones

detalladas de los cráneos fósiles estudiados, encontrados en esta provincia, finaliza señalando:

"...; mirado por la forma facial, que tiende a ser en arco de herradura, le hace análogo

al cráneo típico cordobés actual, sin más variación que haber éste elevado la cara en

proporción extrema, sobre todo por el índice facial total, que presenta una altura superior a su

anchura, caso verdaderamente extraordinario ".

Caso verdaderamente extraordinario, que a pesar de invasiones e influencias raciales

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La mítica belleza de las mujeres de Córdoba Pág. 163

varias, el poso genético cordobés, haya pasado por la historia con apenas variaciones

substanciales. Como si de una olla condimentada se tratara, ha guisado todos los añadidos:

semíticos, europeos, etc ... dando el toque personal y primitivo de su raza milenaria. Se trata,

pues, de un magnifico mensaje de nuestras tatarabuelas de milenios, que ha atravesado la

impresionante historia cordobesa y sigue siendo heredado, en gran proporción por las mujeres

actuales. Esto no es racismo sino, más bien suerte; y se debe a que una herencia tan bella no

pertenece a genes recesivos sino dominantes.

Paseos y más paseos por los barrios cordobeses me han llevado a concluir que el

espíritu también influye notablemente en la belleza exterior; ya que ésta se siente influida por

el estado de ánimo en gran manera. Incluso, dentro de la propia geografía cordobesa, hay

diferencias en la belleza de sus mujeres, dependiendo del espíritu tranquilo y recóndito o

bullicioso de éstas. Son las habitantes de esos barrios profundos y misteriosos de la capital,

con solera centenaria, las que muestran abundantemente el tipo clásico que ha hecho célebre a

Córdoba por sus bellezas femeninas.

Andaba yo por el barrio se San Agustín, cuando me tropecé con una morena de rompe

y rasga, de esas que quitan el hipo. ¡Que musa! De edad indeterminada, entre los veinticinco y

treinta y cinco años, esbelta, de cuerpo de diosa olímpica, poseía un rostro aniñado de muñeca

de porcelana china. Visión extraordinaria y fugaz si no fuese porque decidí asaltarla para

prolongar el momento de tan singular aparición. Después de un primer instante de

desconcierto, ante mis palabras de presentación, reaccionó de forma condescendiente, como

no podía ser menos en un ángel caído del cielo. Olía como un jardín repleto de limoneros,

damas de noche y jazmines y, mas que voz, lo que salía de aquella boca de coral rojo parecía

música. Magnífica deidad femenina, del laberinto de calles del barrio de San Agustín, que se

apiadó de este científico metido por unas semanas a seductor, poeta y filósofo.

Su alma y su corazón no iban a la zaga de su impresionante belleza y concertó una cita

con este modesto estudioso de la hermosura. Mucha fue la información que pude contrastar

con ella y, también, las sensaciones maravillosas de pasar una tarde en compañía de un

arcángel de carne y hueso. Su sensibilidad e inteligencia, puestas a favor de mi causa,

ayudaron a desvelar parte del secreto de las mujeres cordobesas. El vestido, el perfume y el

movimiento, unidos al tono y la musicalidad de la voz, constituyen el secreto, que realza la

armonía y la estética de la mujer cordobesa, para mi musa de S. Agustín. Estoy de acuerdo en

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La mítica belleza de las mujeres de Córdoba Pág. 164

parte; pero solo en parte. Su cara ovalada y aniñada, sus ojos profundos de color castaño y su

piel de seda, tersa y de un color pálido, que permitía transparentase el azul tenue de su sangre

venosa, le daba un aspecto etéreo, intangible y cálido como de ángel arrancado de no se qué

cielo, que contradecía en gran parte sus aseveraciones. Aquella musa, en su modestia, quiso

dejar en manos del gusto por el adorno, el perfume, los movimientos y la voz una belleza

infinita que venía de su carne y de su espíritu.

Se fue la ninfa de San Agustín con su cara de niña y su cuerpo de diosa y se llevó toda

la luz de aquel día. De nuevo el sabio y poeta Ibn Hazm pone versos a este instante

magnífico:

" Me estremezco por un sol que, cuando se pone,

tiene por ocaso la oscuridad de los gabinetes;

un sol encarnado en esta doncella,

de figura como un blanco rollo de pergamino.

No es humana mas que de linaje;

no es un genio mas que en apariencia.

Su rostro es una perla; su cuerpo, un jazmín;

ámbar su aliento; toda ella es luz.

Tan lenta camina entre sus vestiduras

como si pisara huevos o el filo de pomos de cristal.

(El collar de la paloma, Ibn Hazm)

En ella estaba la respuesta a lo que buscaba, pero sólo fui capaz de captarla a medias,

el misterio y la oscuridad de sus ojos me ocultaron el resto.

Aún tuve suerte de poder admirar e interrogar a más hermosas damas cordobesas.

Entre ellas a una antigua amiga de la juventud que, en mi recuerdo, aún retenía la belleza más

espléndida de todas. Nadie que la hubiera conocido ha podido olvidarla: talle esculpido por

Fidias, piernas finas y elegantes como columnas califales de alabastro, cara de ángel con

dientes de finas perlas y labios dibujados de rojo carmesí , pelo suave y ondulado en

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La mítica belleza de las mujeres de Córdoba Pág. 165

matizado color castaño, ojos de esmeralda y un andar cadencioso. Era como la mismísima

Afrodita. La suerte me permitió tropezar con ella y reconocerla y, así, pude comprobar lo

mucho que aún quedaba de aquella belleza de libro. El tiempo había cambiado ligeramente la

curvatura de algunas líneas de su cuerpo, pero para acentuar aún más la majestad de su

hermosura. La piel más nacarada que antaño, y algunas arrugas, aumentaban la dulzura de su

rostro y su magnetismo indefinible. Las esmeraldas de sus ojos aún no habían perdido el brillo

de la juventud. Ante aquella visión onírica hube de reconocer la realidad de un algo que sólo

poseen las mujeres de esta ciudad. Aquella cálida mirada, desde sus profundos ojos verdes

como la Campiña cordobesa en Primavera, me convenció de que también la forma de mirar de

las cordobesas contribuía a su indefinible encanto. Sin embargo, observando fijamente a mi

exquisita amiga, comprobé que con ser ésto cierto no resultaba definitivo. Había logrado asir

en mi mano partes del todo sobre la belleza singular de las cordobesas, pero no era capaz de

vislumbrar el conjunto. Se me escapaba de entre las manos como el humo de un cigarrillo.

Comencé a desesperar y por mi mente, pasó el olvido, como solución a persecución

tan infructuosa sobre un secreto tan fácil de captar por los sentidos y tan difícil de definir por

el pensamiento lógico. Y como recomienda mi admirado y sabio poeta Ibn Hazm pensé en

dejar la ardua y placentera labor de perseguir el etéreo secreto y dedicarme al deleite de los

sentidos. Y así recité para mí aquellos versos del genio más grande de Córdoba:

"Deja eso, aprovecha el tiempo, ensilla

en los jardines de las colinas las monturas del vino,

y arréalas con melodías exquisitas de laúd

para que se exciten al escuchar la flauta.

Mejor que pararse junto a las viejas moradas

es parar los dedos en las cuerdas.

El narciso sin par semeja un enamorado

que lánguidamente mira y se ladea como un borracho.

Su color es el de un amante macilento.

A no dudar esta prendado del lirio."

(El collar de la Paloma, Ibn Hazm)

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A pesar de lo hermoso que me podía parecer el olvido de algo inalcanzable, el espíritu

científico no me permitió utilizarlo esta vez como receta mágica contra la desesperanza. Así,

después de unos momentos de duda, decidí sacar el as que me quedaba en la manga y

redondear la investigación. Nadie como Julio Romero de Torres ha sabido captar la belleza

singular de las mujeres de Córdoba. Tan es así, que incluso a las numerosas modelos foráneas,

que empleó en sus pinturas, las filtró y tiño en su mente de genio, dándole a todas un halo

común de belleza singular patrimonio de las mujeres de su querida ciudad. El, como nadie,

con sus ojos de iniciado de la hermosura femenina, había captado, en sus paseos por esta urbe

prodigiosa, el secreto oculto de su particular belleza. Decidí visitar ese templo de la maravilla

que es el museo de Bellas Artes de Córdoba. Ante sus cuadros me di cuenta de que allí estaba

el todo del que yo había intuido algunas partes: rostros bellísimos, miradas profundas, cuerpos

excitantes de diosas de carne y hueso, cabellos castaños, rubios y negros azabache, en mil y

una geometrías de ensueño, todo inmerso en un mundo de oscuridades en que la luz de sus

mujeres resplandece como llamas de una vela en la negritud de la noche. Y misterio; todo el

misterio de la vida y de la muerte, que este Leonardo da Vinci cordobés, supo captar con sus

endiablados pinceles, como recita D. Manuel Machado en su magnífico poema a "Las mujeres

de Julio Romero de Torres":

" Rico pan de esta carne morena, moldeada

en un aire caricia de suspiro y aroma....

Sirena encantadora y amante fascinada,

los cuellos enarcados, de sierpe o de paloma...

Vuestros nombres de menta y de ilusión sabemos:

Carmen, Lola, Rosario... Evocación del goce...

Adela... Las mujeres que todos conocemos,

que todos conocemos, ¡y nadie conoce!...

Naranjos, limoneros, jardines, olivares,

lujuria de la tierra, divina y sensual,

que vigila la augusta presencia del ciprés.

En este fondo, esencia de flores y cantares,

os fijó para siempre el pincel inmortal

de nuestro inenarrable Leonardo cordobés".

Si la fama de la belleza de las mujeres de Córdoba venía de muy antiguo, es con Julio

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Romero de Torres cuando se consagra. A partir de él ya no hay duda; solo hay que mirar sus

pinturas con los ojos del corazón y del alma, para darse cuenta de como este genio logró

captar el sutil y escurridizo secreto. Por fin tenía el todo sobre lo que pretendía investigar; así

es que cogí la cámara fotográfica y el petate y me fui camino de la estación del AVE. Faltaban

pocos minutos para su salida con dirección a Madrid y ya se sabe como las gasta esta

maravilla de la técnica en cuanto a puntualidad. Ya en el tren, y cuando llegaba al valle de

Alcudia en Ciudad Real, mirando por la ventanilla la oscuridad del campo, recordé aquella

magnífica invocación que, Serafín y Joaquín Alvarez Quintero, le dedicaron a la muerte del

genial pintor cordobés:

"Bellas mujeres por su magno pincel creadas; las de las carnes pálidas y morenas; las

de las frentes tristes como pétalos de rosas amarillas; las de los oscuros y sedosos cabellos

que, al brillar azulean; las de los ojos anchos y hondos, negros como noches desventuradas o

verdes como esperanzas remotas; las de las moradas ojeras, semejantes a las hojas del lirio;

las de las bocas levemente fruncidas, que temen y desean el beso; las de los senos virginales,

templados y palpitantes como palomas en el nido; las de las manos indolentes y castas,

miedosas de caricias o cruzadas en la oración; las de cera y llama a la vez; las de fango y

cielo; las abrasadas de pasión o veladas por el incienso místico;....".

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CERRO MURIANO: EL FUTBOL QUE NO MUERE

(Publicado en el Diario Córdoba el 22 de Junio de 1997)

En septiembre de 1994 recibí un sorprendente y entrañable mensaje en mi casillero de

la Universidad Complutense. Se trataba de una carta en la que se me nombraba socio de honor

del Club de Fútbol Cerro Muriano. Fue una grata noticia que me llenó de orgullo. Hace unos

meses decidí devolverles la misiva con una historia sobre los tiempos gloriosos del fútbol en

ese pueblo; aquellos en que una población de apenas doscientas personas tenía un equipo de

postín, de esos que hacen temblar al más templado. Y no era para menos, aquellos jóvenes de

las décadas de los cuarenta y cincuenta, sin la sabiduría de Jorge Valdano y Angel Cappa,

tenían corazones de león, y ponían tal pasión en el ejercicio del balompié, que se convertían,

como en la legión tebana de Epaminondas, en temibles.

En el bar Laura, de ese amable lugar llamado El Vacar, en los parajes del Al Bakr de

los árabes, donde aún queda una magnífica fortaleza califal, me topé este otoño con uno de los

legendarios jugadores de la época: Bartolomé. Mi amigo Juan Pozón me lo presentó. Era el

dueño del bar; un sitio acogedor y amable, típico de la sierra cordobesa. En la pared colgaba,

y cuelga, una lámina enmarcada de una escuadra de legendarios e invencibles jugadores, o

gladiadores del rectángulo. Bartolomé, en breves intervenciones, con el histórico cuadro en la

mano, nos fue relatando las maravillas realizadas por aquel grupo de campeones. En un

momento dado nos habló del formidable equipo, que en aquel tiempo había organizado, el por

entonces teniente Criado, en Cerro Muriano. Excepcional formación aquella en la que tuvo la

inmensa suerte de participar. Increíbles aventuras y apasionantes partidos, se sucedieron en

los diferentes pueblos de la provincia para regocijo y diversión de las gentes de entonces. Esta

grata conversación con Bartolomé, me sirvió para bucear en el pasado y recordar tan

extraordinarios acontecimientos deportivos.

El estadio de fútbol murianense, no era otra cosa que un rectángulo dibujado con cal,

en un terreno yermo, en el mismo lugar donde hoy se sitúa el actual. Las porterías consistían

en los tres palos de madera de rigor, y esa era toda la instalación, si excluimos a Machaco

vendiendo helados, refrescos y chucherías. Sin embargo, el calor de aquel público entusiasta y

el pundonor de los jugadores, hacían que aquello tuviera el ambiente del Santiago Bernabeu

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en un derby Real Madrid-Barcelona. Familias enteras acudían a los partidos todos vestidos de

domingo. Las mujeres iban acicaladas como aves del paraíso y, los muchachos y muchachas,

parecidos a los arcángeles de un cuadro de Sandro Botticelli. Yo me preguntaba si íbamos a la

procesión del Corpus Christi o a un partido de fútbol. Una excitación general dominaba al

gentío, que hablaba alto y gesticulante, como para hacerse entender, en una muchedumbre que

apenas llegaba a las trescientas almas, tirando por lo alto. Qué emoción y qué nervios! Y qué

follón! Los niños y las niñas corríamos de acá para allá, provocando un caos magnífico, que

envolvía el evento en el ruido y la agitación. Recuerdo un domingo de Mayo, finalizando la

década de los cincuenta, en que se celebraba un partido de los de aupa. De esos que encogen

el corazón por la emoción y sueltan la barriga a más de uno. Jugaba el Cerro Muriano contra

un equipo de otra barriada cordobesa. Qué aspecto tenían todos; aquello parecía un anfiteatro

romano. Los entrenadores repartían sus últimas instrucciones y, los jugadores, se mostraban

nerviosos ante el evento. Desde mi estratégico lugar, pude divisar a aquellos fenómenos del

momento: Caramelos, en la portería, y a Joaquín, aquel día en el banquillo; Dioni, Rafael -

"Fiambreras"- y Calderón, en la defensa; Angelillo y Castillo, en la línea media, y Manolo

Casanova, Ricardo Parrilla, el Pelos -"Cabo de las Malagueñas"-, Muñoz y Manolo Vioque -

"Villanueva"- en la delantera. Un sentimiento de gozo y tranquilidad nos recorrió a todos. El

conjunto parecía imbatible.

Con un toque de silbato, y casi media hora de retraso, comenzó el memorable choque.

La fuerza, el coraje y la habilidad personal se impusieron, desde el primer minuto, sobre la

técnica y la táctica aprendidas en los entrenamientos. Allí, por encima de las consignas de los

entrenadores, sólo reinaba una estrategia: todos para adelante, o todos para atrás, y leña al

mono que es de goma. El griterío fue in crescendo hasta llegar al "allegro vivace". Las

mujeres enardecían a los balompédicos, con exclamaciones altisonantes, y no se quedaban

atrás los hombres, que en el ardor del juego, se creían más en la batalla de Lepanto que en un

encuentro deportivo. Las blasfemias, maldiciones, juramentos y palabrotas no se toleraban en

aquellos gloriosos tiempos de la gran cruzada nacional y el imperio hacia Dios y, menos, ante

la presencia de señoras de acción católica; ni tampoco el sexo, con lo que los improperios

quedaban descafeinados. Aunque todo hay que decirlo; siempre había algún vándalo, o

espíritu libre, que maldecía lo divino y lo humano, no dejando limpio a ningún santo del cielo

desde San Antonio a San Zacarías.

Poco a poco, el fuego inicial de los jugadores, daba paso a la moderación física y a la

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técnica individual y colectiva. Era entonces cuando brillaban con luz propia: Dioni,

Fiambreras, Calderón, Angelillo, Ricardo Parrilla, Casanova y Villanueva.Que finura y

elegancia tenían aquellos maestros del juego! Volaban por el campo mientras los contrarios se

arrastraban con la boca abierta, a la búsqueda de una bocanada de aire, para recuperar el

resuello y no perder el hálito vital. Como bailarinas de un ballet, se movían y cimbreaban al

igual que juncos, en un juego de cintura portentoso, que les capacitaba para el regate;

embaucando al contrario en fintas elegantes, rápidas y medidas, que le dejaban con tres

palmos de narices. En una ocasión, Casanova, moviéndose por la banda derecha, su área

natural, después de un caño y un sombrero soberbios, enfiló a la meta, y de un soberano chute

mandó el balón a la vía del tren, después de haber atravesado, como un misil, la escuadra

derecha de la portería enemiga. ¡Qué clamor! ¡Qué piropos más extraordinarios le dedicó el

gentío! El aplauso duró un buen rato. Algunos sombreros volaron hacia el cielo. Parrilla padre

tiró su gabardina al aire. La gente se regalaba el oído con el autobombo, comentando las

bondades y calidades del conjunto de la escuadra. Y no digo nada de los familiares más

allegados a los jugadores; se deshacían en alabanzas y glorificaciones a las excelencias físicas

de sus paladines: ¡Qué fuerza tiene! ¡Qué habilidad! ¡Qué guapo está con el pantalón corto y

ese pañuelo anudado a la frente! ¡Está para comérselo!

Al cabo de un breve lapsus de tiempo, es el Dioni el que arrea un pelotazo tremendo,

desde la defensa, que alcanza el área contraria, y Villanueva, en impresionante galopada,

como si de un campeón olímpico se tratara, logra hacerse con el esférico. Hace un autopase al

defensa contrario, que se le viene encima como un morlaco malencarado de más de

seiscientos kilos, y se presenta sólo ante el cancerbero, que le mira atónito tratando de

averiguar por donde se la quiere colocar el habilísimo ariete murianense. Todo ocurre en

décimas de segundo; no se lo piensa dos veces e introduce el esférico pegado al palo

izquierdo. Truena el gentío en el estadio inexistente. La gente pisa la raya de cal del campo de

tierra y se hace necesario poner orden y evacuar la zona de juego. Villanueva es aclamado

como héroe y las señoras le dedican sus mejores flores. A alguna casi le dio un soponcio y

hubo que darle de beber agua del botijo chupando, porque no dominaba la técnica del chorro,

que en aquellos tiempos quedaba establecido como una ordinariez sólo practicada por los

hombres. Un niño pequeño, casi bebé, se orinó del susto por el alboroto y mojó la preciosa

pechera con bellos encajes de su madre. Tuvo suerte la joven señora porque podría haberse

cagado, como le ocurrió a otro chavalín que había a mi lado, al que le corría la churretilla por

entre el pantalón corto, llegándole la mierda a los primorosos calcetines blancos de algodón.

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¡Qué olor! El aroma acre, con cierto regusto a coles, se esparció, como una nube tóxica, por el

inexistente estadio, llegando incluso hasta la estación del tren. Y no es que no hubiera avisado

el nene, que sí lo hizo unos minutos antes, con una pedorreta que duró una eternidad;

haciéndonos temer, a los que le mirábamos, que pudiera echar a volar como un cohete, en

cualquier instante, o que desapareciera desinflado. Los laureles del triunfo se amalgamaron

con el tufo a caca del niño, en un popurrí de lo humano y lo divino, que sabía y olía a mi

entrañable pueblo. El perfume de los olímpicos se había mezclado con el peste de los titanes.

¡Y como quedaron los pañuelos de su padre y del amigo! No había por donde cogerlos. La

progenitora había rebañado aquella gachuleta con el arte del que sólo las madres, en estas

circunstancias, son capaces. El amigo del padre del nene cagalón, un gachó con cara de mulo

y pelos en la frente, que rebuznaba más que hablaba; miraba de soslayo al muchacho,

embadurnado en pestilente mierda, con una mueca de desprecio, que a mi me recordaba al

gesto del burro de Machaco, cuando se encelaba al paso de una hembra. Y es que el tío daba

miedo hasta por detrás. Tenía una masa de carne apretada en músculo, que llenaba hasta la

culera del pantalón con las cachas. Vociferaba y maldecía a los defensas contrarios

atemorizándolos, creando en sus proximidades una tierra de nadie, que ningún jugador del

equipo contrario se atrevió a pisar en todo el partido. La raya de cal del rectángulo de su zona,

la había borrado y pateado mil y una veces con sus pies, que parecían dos pezuñas enormes

como peanas, en sus infinitas entradas y salidas reculando del campo de juego. ¡Qué peligro

tenía cuando reculaba! Operación que hacía con la delicadeza de una recua de mulas; pisando

y aplastando todo lo que se interponía en su camino. Este pedazo de animal, en un momento

dado, y después de contemplar como había quedado su pañuelo, decidió limpiarse los mocos

en una esquina de la camisa y en la parte de atrás de la corbata. Lo hizo con disimulo, pero no

contó con los nenes como yo, cuyo mundo visual, debido al tamaño, se sitúa a la altura de la

bragueta de los mayores.

No pude seguir la escena, ya que mediante una pared de libro, Casanova y Ricardo

Parrilla, se habían presentado de nuevo en el área enemiga. Esta vez, una soberbia patada en

los güitos, dio con Casanova en tierra. Mejor en barro, porque cayó en mitad de un charco

embarrado. Una ola de horror e indignación recorrió al público; dando paso a la rabia y los

insultos de rigor: ¡guarro! ¡desgraciado! ¡esa patada se la das a tu padre en el mismo sitio! El

héroe estaba en el suelo, lleno de fango hasta las pestañas, lívido, con los mocos fuera y una

cara transida de dolor que no dejaba lugar a dudas sobre la localización del patadón. La

madrina de honor, que era ATS, acudió prontamente, junto con otras bellas damas, a socorrer

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al paladín descabalgado. No se me olvidará la escena, de aquellas delicadas y vaporosas

jóvenes casadas y casaderas, preguntándole a Casanova donde había recibido el impacto. -¡En

los ovarios; mis queridas señoras! Se quiso poner fino y científico, y sus escasos

conocimientos de anatomía, le hicieron confundir los huevos con el aparato reproductor

femenino; vaya, el culo con las cuatro témporas. Aunque aquello no afectó a las enfermeras,

que tiraban con toda su fuerza de la mano del héroe caído, con la que cubría sus partes

blandas, para hacer no sé que cura de urgencia. Pero aquel cruzado del coso futbolístico no

estaba dispuesto a que, las femeninas y suaves manos de sus salvadoras, se posaran sobre sus

atributos varoniles. Se aferraba a sus señas de identidad como condenado a galeras, a pesar

del fuerte dolor, que le tenía al borde del desmayo. No sé si llegaron a manipular en lugar tan

delicado y sensible, las bellas y gentiles damas, pero sí que Casanova se fue recuperando; yo

creo que aceleradamente, ante el temor de que consiguieran separarle de una vez por todas las

manos del paquete. Sólo la idea le debió despejar y pudo recuperarse para chutar la falta, que

no terminó en gol de milagro.

El pitido continuo del silbato del árbitro puso fin al primer tiempo, entre el alborozo de

los murianenses, que iban ganando hasta ese momento, por dos goles a cero. Palmas y olé la

madre que te parió recibieron a los bravos jugadores camino del vestuario; así mismo

inexistente como el estadio, por lo que se veían obligados a abusar de la hospitalidad de

Ricardo, el del Bar Gol, que les cedía amablemente su prosopopéyico establecimiento; único

existente por entonces en ese paraje. ¡Al rico caramelo de naranja, limón y menta! ¡Hay

gaseosas frescas! ¡Hay pipas y caramelos! Chiflidos, berridos y ayes de mujer se esparcían

por los corrillos de personas, que hablaban como para sordos; a gritos; todos alrededor de

aquel rectángulo dibujado con cal, del entrañable estadio inexistente del Club de Fútbol de

Cerro Muriano. Los niños se sonaban estruendosamente y, ciertas damas amantes del qué

dirán y las buenas maneras, daban algún que otro pellizco de monja soterrado a sus hijos,

como advertencia contra el alboroto desmadrado. Muchos caballeros se acercaban hasta la

cantina de la estación, para solazarse y lubricarse el gaznate con botellines de cerveza fríos

como la nieve. Los botijos de La Rambla, llenos de agua cristalina y fresca del magnífico

pozo de Comeajos, iban y venían calmando la sed de todos, en aquel ambiente cálido de tarde

de domingo. Tal vez, aquel agua acidulocarbonatada, ferruginosa y litínica, fuese la causa de

la pujanza y energía de los murianenses de entonces. Bebida en abundancia, a grandes buches,

curaba la anemia, diabetes sacarina y neurósis gástrica; siendo capaz de enderezar al músculo

más flojo y estirar el pellejo más arrugado, además de acabar con el muermo y la impotencia.

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Bien visto, como en el caso de Astérix y Obélix, el agua de Comeajos, encerrada en pucheros

mágicos con forma de bellos y prácticos botijos ramblenses, se comportaba como un potente

brebaje, casi tan alimenticio como un caldo de cocido, que a tenor de sus efectos, parecía dar

alas a nuestros jugadores y buenos colores a señoras y señoritas, y gente menuda. A

Caramelos, y al resto de varones, no llegaba el efecto benéfico de este elixir debido a su

consagrada dedicación a libar vino blanco y a la práctica de una dieta exenta del componente

hídrico.

Sonó el potente silbato del árbitro y se reanudó el juego en el segundo tiempo. Pronto

estuvo rodeado de público el maltrecho y deteriorado rectángulo de cal. A renglón seguido, la

delantera del equipo contrario se presentó ante nuestra defensa con el esférico controlado,

demostrando que aún no habían entregado el partido. El no siempre bien ponderado portero

del Cerro Muriano, el insigne Caramelos, que alternaba su puesto con el también

extraordinario y barroco Joaquín, abandonó su retiro, que no era otro que estar sentado en el

suelo apoyado en uno de los palos de la portería, esperando al peligro para levantarse. La

verdad es que no podía aguardar en otra posición, ya que la cantidad de mollate ingerido por

este modesto discípulo de Baco, no favorecía precisamente la verticalidad; aunque sí parecía

acentuar la habilidad de aquel fenómeno. Un chute potente, de uno de los delanteros

contrarios, adquirió la trayectoria de gol por la escuadra izquierda, si no hubiera sido por el

prodigioso salto del Caramelos, que como un gato cazó el balón en una pirueta circense, que

nos dejó a todos con un nudo en la garganta. Aquel tío, pintoresco y delicia de la chiquillada,

que olía a vino como el bar de Manolillo el Recovero, con un aspecto desastroso, que podía

parecer cualquier cosa menos un portero, tenía magnetismo en sus manos.

Conforme avanzaba el segundo tiempo, el ambiente se iba calentando paulatinamente

y, como consecuencia, aumentó el reparto de leña a troche y moche. Nuestros paladines

futbolísticos presentaban un aspecto lamentable: todos embarrados y con alguna que otra

señal de patadas y caídas. Los hábiles y rápidos contraataques del enemigo, bastante

frecuentes en toda la segunda parte, fueron desbaratados siempre por Fiambreras, que junto

con Dioni y Calderón, hicieron parecer a nuestra zaga como un muro de hormigón

infranqueable. Fiambreras suponía una auténtica joya para el equipo. La seguridad era su

estandarte. La defensa férrea de este recio baluarte permitía a Caramelos dormir de

aburrimiento en la puerta. Pitadas, aplausos y palabrotas brotaban de todos los puntos del

rectángulo encalado. En los últimos instantes del partido, Casanova, puso el tres a cero en el

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Cerro Muriano: el fútbol que no muere Pág. 174

marcador, con un golazo que cortó el aliento al respetable. Desde la mitad del campo, lanzó

un pelotazo a la portería contraria, que nos dejó a todos con la boca abierta como al portero.

Ante el rugido general de entusiasmo, el niño que había próximo a mi, se volvió a ir de bareta.

Esta vez coincidió la pedorreta con la cagalera. Como en una traca pirotécnica, aquel nene

empezó a largar tralla y sustancia, en cantidades alarmantes; extendiéndose, por los

alrededores el perfume embriagador a mierda y a coles del primer tiempo. Tal vez el miedo, o

quizás una indigestión, tenían a aquel chaval sometido a la tiranía de los gritos del gentío.De

nuevo se manchó los calcetines recién cambiados en el descanso, y los zapatos, en una

apoteosis de cagalera que puso nerviosa a la madre, que ante el dilema de como cortar el

chorro de caca, que no cesaba, propinó una galleta a su hijo de las que dan dentera. Ahora se

combinaron el olor a coles y el llanto en una mezcla armónica, que amenazaba con no cesar

jamás.

Para recuperar el aliento, aunque fuera aromatizado con el maldito guiso de coles

podrido en el intestino de aquel nene, decidí hacer zaping con la vista y cotillear al público

asistente al partido aquella tarde. Comencé descansando mi vista en el precioso vestido de la

Pochola. Blanco y almidonado, flotaba alrededor de aquel cuerpo de diosa, insinuando su

bellísima geometría. Un lazo de raso de color rojo dibujaba su cintura. ¡Qué cara más linda!

Cualquier arcángel la hubiera cambiado por la suya. La tez pálida, y las ojeras violáceas,

resaltaban los hermosos ojos y la dibujada y sensual boca de aquella hembra sublime. Cuando

hablaba dejaba ver unos dientes perfectos de coral blanco. Su pelo, su busto, sus caderas y sus

piernas de alabastro, parecían confeccionados en el paraíso. Su imagen celestial estuvo a

punto de rescatarme de aquel penetrante olor ácido a coles y del ensordecedor ruido del

público, que aplaudía un cabezazo del Fiambreras al larguero.

Llamaba la atención la muchacha que acompañaba a la Pochola; era el reverso de la

moneda. La cara enrojecida y llena de espinillas, boca de labios gruesos y vulgares y una

nariz, que parecía un gancho, con un grano voluminoso y repulsivo en la punta, daban vida a

un rostro de lechón preparado para la matanza. Con la boca entreabierta, no paraba de comer

altramuces, pipas, y toda clase de cascarujos, lo que le daba más aún aire de puerco. Una

especie de moño en todo lo alto, con un lazo verde, remataban aquella obra de arte de lo feo.

El resto de su oronda figura más parecía una mesa camilla que el cuerpo de una joven. En una

ocasión, el Dioni, fue a recoger la pelota, que había salido por el lado de la sílfide de las focas,

y se hubiera confundido con ella, de no ser por la diferencia de tamaños. Este elefante marino

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Cerro Muriano: el fútbol que no muere Pág. 175

iba acompañado de una niña guapa y dulce como una bolita de anís. Debía tener cuatro o

cinco años y, en más de una ocasión, había cruzado su mirada azul con la mía, en una

incesante búsqueda de algo que la entretuviera. Cabello dorado y sedoso, rizado en

tirabuzones, con lazos rosas aquí y allá, un increíble traje rosa pálido en vuelo ondulado y

sostenido por el almidón y con encajes, que dejaba ver unas piernas lindas rematadas por

calcetines calados y manoletinas blancas de charol, adornaban una figura de cara de angel,

que se parecía a Diana, la muñeca del premio de chocolates Capuchinos. Esta primorosa y

pizpireta criatura llegaría, con los años, a ser Miss Córdoba.

Al otro lado del rectángulo se encontraba el tío más ciclópeo de la Sierra de Córdoba:

el Toti; hombre de un tamaño fuera de lo habitual, bien parecido y con una voz atronadora.

Unas veces se reía, otras gritaba y, de vez en cuando, aplaudía; pero siempre

estruendosamente. Aquel portentoso ejemplar humano aparecía a mis ojos como un héroe

medieval. En momentos de peligro, con sólo agarrarse a sus enormes pantalones, se estaba en

zona protegida. A su lado estaba el por entonces teniente Criado, de tamaño más discreto, de

fino humor, poco o nada vociferante e inteligencia brillante. El era el responsable de aquel

equipo inolvidable. Montoreño de nacimiento y vocación, demostraba el talante y carácter

especial de las gentes de ese bellísimo, milenario y legendario solar de culturas. Un bigote

negro como el azabache adornaba su rostro, dándole un aspecto adusto y serio, donde lo que

había era un rescoldo infinito de calor humano, generosidad y valentía. Más allá, y próxima a

la celestial Pochola y su feísima amiga, se encontraba la Marciana; mujer autóctona de belleza

extraordinaria. Olímpica y a la par mortal, poseía un atractivo indefinible y poco corriente. La

austeridad de su vestimenta no impedía que trasluciera una hermosura deslumbrante. Esta

mujer divina hacía los jeringos más exquisitos que jamás se han hecho en Cerro Muriano. Su

recuerdo está unido a esas mañanas de verano en que iba a buscar el desayuno por encargo de

mi madre. Aquel olor dulce y amargo de los jeringos y el aceite caliente, se unía a la visión

magnífica de la Marciana: diosa de carne y hueso en su nube de oleoso humo, que con su

espléndida belleza helaba la sangre en las venas.

Y así pude ir pasando revista al todo Cerro Muriano, que aquella tarde se había

reunido para ver un memorable partido. Sin embargo, el tiempo tocaba a su fin, lo que unido

al más que regular ángulo de visión que tenía, no me permitieron seguir curioseando por entre

aquel gentío variopinto y ruidoso. El partido transcurría gris y anodino en los últimos

minutos. El resultado y el cansancio habían comenzado a hacer mella en los jugadores de

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Cerro Muriano: el fútbol que no muere Pág. 176

ambos equipos. Y en este ambiente acabó el encuentro, con unos pitidos largos e

intermitentes. Aplauso ensordecedor del público para los héroes de la tarde, que saludaron con

signos y gestos de agradecimiento. Algunos empujones y algún que otro cate e insulto, con

seguidores del equipo contrario, sin que llegara la sangre al río, pusieron el colofón a aquel

magnífico partido, en el que se lució el formidable equipo de fútbol de Cerro Muriano.

Marchamos hacia la carretera, a pasear, con un regusto grato y la esperanza de ver, en una

próxima ocasión, un choque semejante, en el que nuestros héroes: Caramelos, Joaquín, Dioni,

Casanova, Fiambreras, Villanueva, Ricardo Parrilla, Manolo, Angelillo, Calderón,... lucieran

sus habilidades futbolísticas, que eran muchas.

A lo largo de estos casi cuarenta años, que nos separan de aquel evento glorioso,

varias generaciones de deportistas han tratado de subir el listón, del fútbol murianense, a la

categoría que alcanzó en los tiempos del teniente Criado. Ahora, más que ayer, los jóvenes

necesitan del deporte que les retire de las calles, para cultivar su cuerpo lejos del peligro de la

droga y la violencia. Y es que como dice el milenario lema romano: "Mens sana in corpore

sano". Con un estadio iluminado, vestuarios y porterías como Dios manda, la juventud

murianense actual, sin distinción de sexos, practica el balompié, con el ardor y la maestría de

los héroes de antaño.

Recientemente, tuve el placer de hacer el saque de honor, en un partido entre Cerro

Muriano y Obejo, para damas, en el trofeo Lola Gómez, una muchacha deportista, ágil como

Artemisa, que murió en la flor de la juventud, víctima de ese monstruo devorador de carne

humana que es el cáncer. Magnífico encuentro celebraron las bellísimas y olímpicas mujeres

de Cerro Muriano. Pensé que, el deporte, como en los remotos y legendarios tiempos de Sexto

Mario, sigue siendo la medicina ideal para el cuerpo y el alma de los hermosos muchachos y

muchachas de la Sierra de Córdoba. Cuando paseo por las proximidades del campo de fútbol,

y escucho los gritos y exclamaciones de jugadores y público, me parece oír los sonidos del

pasado; como si el tiempo se hubiera detenido para siempre en ese lugar mágico. A veces me

asomo, cuando no hay nadie, y creo ver a ese formidable delantero, que era Ricardo Parrilla,

ya desaparecido, corriendo como un puma detrás de un balón imaginario. Me da el corazón,

que en estos tiempos que corren, este entrañable caballero del esférico, juega de delantero en

esos campos infinitos del más allá; haciendo aquellos regates que le convirtieron en un mito

entre sus paisanos.

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 177

LOS JOVENES DE LOS SESENTA EN CERRO MURIANO

(Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1997)

Era el verano de 1962; habíamos alcanzado esa edad en la que se posee la fuerza y la

inteligencia de los mayores, pero, en cambio, la experiencia, madurez intelectual y prudencia

no van mas allá de las propias narices. Todos rondábamos los catorce años más o menos y

poseíamos la frescura de espíritu que permite creer en todo y sentir y sufrir el placer de la vida

con la máxima intensidad. Es un momento en el que se buscan ideales y héroes que las

encarnen. Recuerdo que pasábamos el día en extraordinarias y mágicas aventuras o

preparándolas cuidadosamente. Nuestros héroes salían de aquellos tebeos, en cuadernillos

semanales del Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar y Pedrín.

Sobre todo, el Capitán Trueno, se había convertido en la leyenda a imitar. Nuestra devoción

quedaba, pues, para el intrépido caudillo y su prometida: la bella y rubia Sigrid, femenina y

apasionada doncella vikinga, que aguardaba incansable a su paladín en las brumas nórdicas

del castillo de la isla de Thule. Impresionantes aventuras, rodeado de sus compañeros Goliat y

Crispín, le llevaban con los cruzados a Palestina o a las costas de Berbería tras la estela de

siniestros piratas. A veces se adentraban en el corazón de Europa, hasta los fuertes castillos de

Germania; llegando incluso a las Islas Británicas y a la mismísima Península de Escandinavia,

donde se encontraba la mas noble, mas bella, mas buena y mas tierna de las mortales: la reina

de hermosas trenzas doradas. Esto era positivo, ya que despertaba nuestra imaginación y el

respeto por los grandes valores: el honor, la palabra dada, la honestidad, el espíritu de

sacrificio, la amistad, el respeto a la mujer, el amor al país y la necesidad de adquirir

sabiduría. Lo peor sucedía cuando nosotros representábamos a esos personajes y Sigrid era

Taito, guapa, pícara y coqueta hasta decir basta, Goliat, Enrique Fonseca, noble y fuerte como

un toro de Mihura, y el Capitán Trueno, mi hermano Paco Javier, temerario, valiente y

provocador; para Crispín quedaba el buenazo de Rafalín Mansilla. A mi siempre me tocó de

árabe renegado y sabio peloteras, encargado de solucionar los asuntos que el valor de nuestro

Capitán Trueno no podía resolver por la fuerza de los puños o el valor incontenible. Y ahí no

quedaba este grupo de cruzados, sino que había que contar con imprescindibles y poderosos

aliados, como Nicolás de la Silveria, de músculos de acero y fuerza sobrenatural, Toti

(Junior), atrevido y siempre dispuesto a la aventura, Rivallo (Antonio), noble como el mejor

de los diamantes, avispado y de fina inteligencia, Antonio Cabanillas, un auténtico caballero,

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 178

amigo mío muy querido, y su hermano Satur, pícaro, simpático y fecundo buscador de líos, y,

para los casos perdidos, Basilio, de temperamento indomable, valiente como el que más, y fiel

a nosotros a cualquier prueba que, como el séptimo de caballería, nos sacaba siempre de los

peores atolladeros. También, aunque en más contadas ocasiones, Andrés y Enrique Cosano,

Federico Cabanás y Manolo y Paco Yeyes, nos acompañaban en algunas expediciones y

razzias.

Pienso que en nuestras aventuras llegábamos a creernos los personajes; pasando de la

representación a la realidad. Y ahí estaba el peligro; puesto que desaparecía la ponderación y

el sentido de la prudencia y nos metíamos en unos follones de aupa. Eramos como una

granada de mano a la que se había quitado el mecanismo de seguridad. Como todos los héroes

de leyenda perseguíamos el Vellocino de Oro o el Santo Grial, el cáliz que contuvo la sangre

de Cristo; aunque en nuestro caso, algo mas pragmáticos, menos universales, mas modestos y

mas de la casa, buscábamos el Tesoro del Moro Encantado. Historia que había nacido de

labios de una dulce y cariñosa viejecita, rodeada de un extraño halo de magia y misterio, que

vivía en la cueva del homónimo Cerro de la Coja. Ese tesoro, al decir de ella, oculto en una

cueva de las muchas que hay en la sierra cordobesa, estaba vigilado y protegido por un moro

encantado que convertía en estatua de piedra a todo el que se acercara. A muchos ha debido

convertir en dura roca a tenor de la profusión con que se encuentran en esta comarca. Había

que rescatar el tesoro sin cruzar la mirada con el sarraceno. A pesar de nuestra tenacidad en la

superación de duras pruebas jamás dimos con tamaño Cuerno de Amaltea. Tal vez no fuimos

perseverantes o nos faltó la astucia o, quizás, lo que falló fue la pureza necesaria en nuestros

corazones y mentes para visualizar tesoro tan fantástico. Muchas veces, en aquel tiempo,

pensé en ésto mientras en el cine de verano, al lado de una muchacha que olía a jazmín y era

tan bella como una princesa de cuento de hadas, escribía con mi dedo en la palma de su mano

de algodón. No daríamos nunca con el escondrijo del Tesoro del Moro Encantado. Solo en la

actualidad, con mis ojos de científico, he podido dar con el extraordinario tesoro y confirmar

la fabulosa historia de la viejecita coja. Unicamente revelaré ese secreto cuando pueda ser

compartido por todos; de lo contrario, permanecerá oculto para siempre.

Y es que aquellos héroes no siempre mantuvieron la virtud y el decoro ni se

comportaron como tales, persiguiendo el ansiado tesoro o cortejando a las bellísimas niñas

perfumadas como el sándalo, sino que ejecutaron gamberradas de tomo y lomo, de esas que

producen sarpullido tan sólo de pensar en ellas. Pero hasta nuestras gamberradas eran

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 179

químicamente puras y estaban imbuidas del espíritu de la aventura. Nada se destruía y sus

efectos se pasaban con el tiempo. Hasta en estos menesteres se demostraba un estilo alegre y

festivo de los que no se extraía recompensa alguna. Aún me ruborizo cuando recuerdo la que

organizamos un domingo de agosto de 1962. El Capitán Trueno, Paco Javier, había declinado

el liderato aquellos días a favor del árabe renegado debido a una fractura en el codo. Aquel

día, los horizontes lejanos, dragones, luchas heroicas a pedrada limpia, pruebas difíciles y la

búsqueda incansable del tesoro del Moro Encantado, dieron paso a la placentera práctica del

gamberrismo sano, en su versión menos dañina, alegre y deportiva. Aun me río cuando pienso

en la osadía e imaginación desbordantes, además de la frialdad y precisión, con que

ejecutábamos aquellas mañas y artes de la broma memorable. Y es que nos atrevimos a

montar el cirio en una reunión de las fuerzas vivas y menos vivas de Cerro Muriano, en una

época en que el orden y la disciplina eran el lema fundamental de la sociedad española. Se

celebraba una boda de postín, de esas a las que acude todo el mundo. Cerro Muriano al

completo se iba a reunir para alegrarse con los esponsales de una pareja estupenda, de la que

no recuerdo sus nombres, aunque me viene al pensamiento la figura sublime de la novia,

blanca y sonriente, superando todos los tópicos, semejante a un ángel caído del paraíso. Sólo

el pensar en su lindo rostro nos hacía dudar en nuestra decisión de montar el zipizape. Todo

comenzó el día anterior cuando sustraímos tres cajas completas de un potente laxante del

botiquín de mi madre, que hacía las veces de almacén farmacéutico por aquel tiempo. A mi

me tocó confeccionar el elixir que iba a ser la causa de tantos sudores y, también, el honor de

añadirlo a la perola de la descomunal sangría que se iba a preparar para la ocasión.

La flamante boda se celebró a las doce del mediodía a continuación de la misa mayor.

No hay piropos suficientes para evocar el fasto de la iglesia repleta de flores, el vestido y la

agraciada y delicada carita de la novia, los vestidos de las damas y la alegría reinante. Todo

transcurrió como estaba previsto: con los nervios e imprecisiones de siempre. Y por fin el

guateque! En una explanada con pinos centenarios, al lado del bar de Manolo Bruno, se

habían instalado largas mesas con manteles blancos, en las que se veían botellas de fino,

platos de jamón y aceitunas y demás viandas. En el centro, en una mesa mas corta, estaba

situada la perola gigante de la sangría; brebaje imprescindible para combatir los rigores del

mediodía de un domingo de Agosto. Todos esperában la llegada de la feliz pareja para

atravesar la tierra de nadie y entrar a saco en aquellos apetitosos manjares y refrescantes

bebidas. Yo sólo miraba a la enorme cacerola de la sangría. Había que elegir el momento

idóneo, ser rápido y no dudar en la acción. Unos segundos de mas podrían significar el

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 180

fracaso y un posible linchamiento por estropear un caldo tan fresco y delicioso. Entró la

pareja en el recinto y se desencadenó el motín y el dislate. Cada uno maniobró para situarse

en lugar propicio. La ocasión era ideal. En aquel caos nos acercamos a la sangría y echamos

el laxante. Me tembló la mano por la emoción; no por el miedo. Aquel mejunje emanaba un

tufo apestoso a aceite de hígado de bacalao que tiraba para atrás. Sentí miedo de que no se

mezclase bien y diera señales de su presencia. Pero no fue así gracias a Enrique Fonseca que

metió la mano en el tremendo puchero y removió el potingue de forma maestra.

No ocurrió nada en la primera media hora después de la ingestión de la pócima, por

parte de la concurrencia sedienta, que bebía y hacía gestos de placer, mientras comentaba:

¡Exquisita! ¡Que bien sabe! ¡Me gustaría saber la receta! El cura se estaba poniendo morado

bajo el pretexto de que tenía mucha gaseosa y poco vino tinto; aunque los acusadores colores

del hombre santo no parecía que se debieran a las burbujas. Sus ojos no se apartaban de la

sangría ni de las delicias artísticamente colocadas en las mesas alargadas. La sotana

presentaba lámparas a manera de condecoraciones, obtenidas en su batalla particular con los

calamares en su tinta. Daba grima ver como se comía, o mas bien tragaba como una foca, las

sardinas en aceite, mientras le goteaba la pringue por aquella vestidura talar con brillo

especular, no se sabe si de lo gastada que estaba de tantos lavados y planchados o de la mugre

que rezumaba. Parecía que se iba a deshilachar de un momento a otro con solo tirar de uno de

sus hilos sueltos. Cada vez que se le untaban de grasa las manos las introducía en los bolsillos

volviéndolas a sacar impolutas. Tal vez se las limpiaba en un pañuelo arrugado y lleno de

mocos secos que llevaba en el interior de ellos o, bien, se las restregaba en el forro de la

sotana, o en los calzoncillos, ya que los bolsillos estaban llenos de agujeros.

A aquellas alargadas mesas se acercaba todo el mundo, desde los representantes de las

fuerzas vivas hasta el mas modesto cabrero: militares, algún representante de la política, el

médico, veraneantes asiduos a Cerro Muriano, señoras bellísimas y jovencitas preciosas,

comerciantes y hasta piconeros, amén de los nenes, que aquel día conspirábamos contra el

orden y el statu quo establecido en aquella sociedad de valores inmutables de principios de los

años sesenta. Algunos no probaron la sangría porque lo tenían prohibido por su edad o porque

preferían otras bebidas. Criado, el Toti, Chaparro, Parrilla, Manolo Bruno, Guisado, Chaparro,

y mas que no recuerdo, se salvaron de catar el laxante, lo cual fue una suerte, ya que de estos

personajes no podíamos haber esperado clemencia si se descubría el entuerto.

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 181

Si al principio, en la primera media hora, no se apreciaron los efectos del brebaje, al

doblarse este tiempo se empezaron a notar los primeros síntomas en forma de nerviosismo y

manos que iban a la tripa. Los mas afectados parecían las damas, el cura y el veterinario y su

hermano. Y la novia; también la novia se mostraba convulsa. En los primeros momentos sólo

hacían gestos y movimientos extraños a causa de algún que otro retortijón. Ordenadamente

comenzaron a maniobrar con discreción dirigiéndose al cutre retrete del bar de Manolo. Cada

vez mas las caras denotaban las angustias y la prisa por lo perentorio de los apretujones, que

amenazaban con montar la marimorena. Alguien sopló al oído de su señora: -me marcho a

casa que me voy por las piernas para abajo. Si al principio los movimientos se hacían con

elegancia, sin denotar las prisas; después, poco a poco, las carreras se hicieron visibles y del

disimulo se pasó directamente al que me cago. Las colas ante el excusado del bar antes citado

y de los urinarios de la estación del tren, iban creciendo, desmoralizando a los que ante los

violentos apretujones se sujetaban la tripa y el bullarengue con ambas manos. Alguna señora

lívida y con el color de la cara demudado y ceniciento, suspiraba con cuidado para no irse de

bareta. Aquellas idas y venidas al retrete, en carreras mas o menos disimuladas, se hicieron

mas frecuentes, ante el disfrute de los gamberros que habíamos organizado aquella fiesta del

laxante. ¡Como disfrutamos con aquella historia! Llegó un momento en que la mayor parte de

las damas habían desaparecido camino de sus casas en una loca carrera, por alcanzar el

excusado, que les provocaba sudores y desmayos. Allí sólo quedamos los muchachos y

muchachas, los que libaban fino y el tragón del cura, que aún a riesgo de irse por las patas

para abajo, resistía como un titán, entre apretujón y apretujón, tragando unas detrás de otras

las apetitosas rodajas de embutido. Jugaba con el tiempo en contra en una despiadada pelea

porfiando a ver quién ganaba si su hambre insaciable o las ganas de irse a soltar lastre. En un

momento dado, sin despedirse de sus feligreses, para ahorrarse el precioso tiempo de la

cortesía del saludo, salió disparado camino de la iglesia en un último y sobrehumano esfuerzo

para no exonerar la tripa a destiempo. Pero como pudimos comprobar maliciosamente, por el

rastro que dejó, no consiguió llegar sin mancharse los pantalones. Tanto había apurado que no

alcanzó los laureles del triunfo por una docena de metros y vióse pringado en mierda hasta los

tobillos por su glotonería.

Un tufillo persistente se instaló en aquel fastuoso guateque, que hablaba mas de las

penas que de las glorias de la intensa batalla, que un rato antes, se había librado por llegar a

tiempo al servicio. Poco a poco la fiesta se apagó como la luz de una vela y los que se habían

librado del efecto desagradable del laxante, se fueron yendo a sus casas con cara de extrañeza

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Los jóvenes de los sesenta en Cerro Muriano Pág. 182

ante la celeridad que el respetable había mostrado por marcharse. Había sido una diversión

que, aunque sana, presentó detalles de crueldad al dejar las flaquezas humanas mas naturales

al pairo del pudor y el convencionalismo. Disfrutamos de lo lindo a pesar de los

remordimientos por nuestra bárbara acción. Con esa gamberrada nos jugamos el tipo, pero la

astucia, discreción y suerte nos permitieron salvar el pellejo y quedar incólumes. El dilatado

tiempo transcurrido permite revelar tamaña faena de barbarie sin que a estas alturas nadie

pueda ajustar cuentas, ya que hasta los peores delitos prescriben. Ojalá pudiera llegar a la

ancianidad con el mismo espíritu de gamberro sano que hace sus proezas gratuitamente sin

esperar nada a cambio.

Aquel día el Capitán Trueno y sus compañeros no estuvieron a la altura de su heroico

prestigio. Por la noche, en el cine de verano, le recité al oído un poema de amor a mi chica,

mientras se lo escribía con mi dedo índice en sus manitas de porcelana. Tal vez, aquel corazón

tierno y delicado, que latía al mismo ritmo que el mío, con un sentimiento tan cálido y puro

como el amor de primavera, redimiría las faltas del árabe renegado y del Capitán Trueno y sus

compañeros. Al día siguiente, ya en el papel de héroes, salimos en expedición a la búsqueda

del Tesoro del Moro Encantado. Subimos y bajamos por escarpados cerros y atravesamos

frondosas y frescas cañadas. Pasamos por duras pruebas en las ruinas de la Fundición Inglesa

y luchamos a brazo partido y suerte propicia contra el grupo rival del Jacinti, en la finca de

Matapalos. Por la tarde fuimos a cortejar a nuestras damas, princesas de talle de jacinto y

labios de miel, y el tiempo se hizo infinito. Al final de la jornada, camino de casa, contamos

nueve estrellas en un firmamento plagado de astros, aún no difuminado por la contaminación

luminosa actual, y esa noche soñamos tiernas historias de amor. Seguramente habíamos

conseguido redimir la falta y de nuevo nuestras conciencias se hallaban limpias,

permitiéndonos de nuevo acometer los más inverosímiles lances con la ayuda de San Pedro,

Santiago y Santa María. Héroes de papel salidos de un tebeo, encarnados en nuestros espíritus

juveniles, ejecutaron mil hazañas, unas mas divertidas que otras, llenando aquel tiempo de la

vida de conceptos hoy mas válidos que nunca, en un mundo dislocado en el que no son

apreciados convenientemente valores como: el honor, la honestidad, la palabra dada, la

caballerosidad, la defensa del débil o la generosidad.

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Mujeres del Califato Pág. 183

MUJERES DEL CALIFATO

(Publicado en el Diario Córdoba el 8 de Marzo de 1998; Domingo Temas: 37-38)

Es sabido que Córdoba, en los siglos del emirato y califato, alcanzó un esplendor

digno de las Mil y una Noches. Si en todo supuso un momento singular de la historia de la

humanidad, en que brillaron la tolerancia, la ciencia, la tecnología, las artes, el comercio, el

poder militar, etc. también supuso una etapa singular en el status de la mujer. Normalmente,

cuando se habla de esta época brillante, parece deducirse que todo fue obra de hombres. Y no

sucedió así. Las mujeres colaboraron de forma decisiva a este esplendor milagroso de aquella

ciudad de ensueño. Ellas, de forma callada, unas veces y, otras, pública y evidente,

contribuyeron a dar el toque distinto que hizo a Córdoba la madre de las ciudades de su

tiempo. Pues bien, en mi trabajo de investigación dirigido a estudiar la ciencia y la tecnología

de entonces y, más especialmente, la alquimia, en el proyecto de rescatar el viejo arte de la

forja de armas blancas con aceros de Damasco y andalusíes, me he topado con la gracia, la

sabiduría y la elegancia de la mujer cordobesa de entonces. Me gustaría, con este artículo,

poner un granito de arena sobre la memoria de esas mujeres de ensueño, que vivieron y

triunfaron entre las legendarias y temibles espadas de acero de aquellos guerreros árabes.

La sensibilidad y la fina inteligencia de esas féminas vencieron por encima de

ligaduras sociales, tribales y religiosas; abriéndose paso en un ambiente orientalizante

posibilista e imaginativo; cuando en occidente las mujeres vivían en un mundo triste y

negativo para su desarrollo intelectual y emocional. La lengua afilada y la delicadeza extrema,

hicieron que estas maravillosas mujeres sobrevivieran con gracia y armonía entre el duro

acero de las espadas. Y si inteligencia, delicadeza y sensibilidad había entre las mujeres de

entonces, más existía entre aquellas que con sus versos salieron a la palestra pública. Poetisas

de categoría máxima, rivalizaron con sus contemporáneos masculinos de igual a igual,

alcanzando cotas inimaginables. Es una lástima que damas tan ilustres no hayan sido

valoradas por las mil antologías de poesía editadas desde entonces.

Entre toda esta muchedumbre de mujeres ilustres, cultas, inteligentes, y que utilizaron

la poesía para expresarse, sobresale la princesa Wallada. Bellísima, prototipo de princesa culta

y brillante, de quien Ibn Baskuwal dice que era una poetisa prolífica, que competía con los

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Mujeres del Califato Pág. 184

poetas y literatos del momento y los superaba. Era hija del Califa Muhammad III al-Mustakfi,

que sólo ocupó el califato diecisiete meses (1024-1025), al cabo de los cuales huyó de

Córdoba disfrazado de mujer y fue asesinado poco después. Esta bella poetisa inspiró los

versos de amor más hermosos, de la poesía hispanoárabe, al poeta Ibn Zaydun. Su alta

posición social, en la época de grandes disturbios políticos, que va desde el asesinato de al-

Muzaffar, hijo de Almanzor, hasta la implantación de los reinos taifas en 1031, le permitió

una libertad excepcional. Además de por su belleza, inteligencia y categoría poética, despertó

el interés de los cronistas árabes por su singular personalidad.

Su cultura, belleza y encanto atrajeron a sus reuniones a los poetas y escritores más

célebres, que buscaban su agradable compañía, pues a su inteligencia se sumaban la nobleza e

irreprochabilidad de su conducta. A pesar de su fama de recato y honestidad, provocaba los

convencionalismos con atrevimientos originales, dignos de una mujer única; como los versos

que llevaba bordados en los hombros de su túnica. Así, tenía escrito esta estrofa en el hombro

derecho:

"Estoy hecha, por Dios, para la gloria,

y camino, orgullosa, por mi propio camino"

y sobre el izquierdo, algo más provocativo para las costumbres de la época:

"Doy poder a mi amante sobre mi mejilla

y mis besos ofrezco a quien los desea".

Enamorada apasionadamente del poeta Ibn Zaydun, autor de los poemas más

hermosos de la poesía hispanoárabe, del que era correspondida, le escribe algunos versos en

los que confiesa su deseo de verlo y añora el tiempo pasado a su lado:

"Cuando caiga la tarde, espera mi visita,

pues veo que la noche es quien mejor encubre los secretos;

siento un amor por tí que si los astros lo sintiesen

no brillaría el sol,

ni la luna saldría y las estrellas

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Mujeres del Califato Pág. 185

no emprenderían su viaje nocturno."

o este otro no menos hermoso:

"Tras la separación, ¿habrá medio de unirnos?

¡Ay! Los amantes todos de sus penas se quejan.

Paso las horas de la cita en el invierno

sobre las ascuas ardientes del deseo,

y cómo no, si estamos separados.

¡Qué pronto me ha traído mi destino

lo que temía! Mas las noches pasan

y la separación no se termina,

ni la paciencia me libera

de los grilletes de la añoranza.

¡Qué Dios riegue la tierra que sea tu morada

con lluvias abundantes y copiosas!

También, la bellísima princesa Wallada, podía ejercer la sátira más despiadada,

incluso contra su antiguo amante Ibn Zaydun; como ocurrió cuando éste despertó los celos de

la principesca poetisa, con sus sonados devaneos amorosos, en los que incluyó a la propia

esclava negra de su amante. Wallada herida en su amor propio escribió sobre éste; los

siguientes versos:

"Si fueras justo con el amor que existe entre nosotros,

no habrías escogido ni amarías a mi esclava;

has dejado una rama donde florece la hermosura

y te has vuelto a la rama sin frutos.

Sabes que soy la luna llena,

pero, por mi desdicha,

de Júpiter estás enamorado."

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Aún fue más dura con él, ya que el orgullo herido de verse suplantada por una mujer

de posición social inferior, y el dolor por haberse sentido abandonada, le hizo dirigir estos

más que satíricos versos a su antiguo amante:

"Tu apodo es el hexágono, un epíteto

que no se apartará de tí

ni siquiera después de que te deje la vida:

pederasta, puto, adúltero,

cabrón, cornudo y ladrón".

Mal parado salió Ibn Zaydun con sus infidelidades hacia la princesa Wallada, a tenor

de los versos referidos y de estos otros que escribió:

"A pesar de sus méritos, Ibn Zaydun ama

las vergas que se guardan en los calzones;

si hubiera visto el pijo en las palmeras,

se habría convertido en pájaro ababil".

Esta bellísima e inteligente fémina, que nació en el palacio de Medina Azahara, vivió

muchísimos años, más de noventa; muriendo el miércoles 2 de Marzo de 1091, soltera y

protegida por su amigo de siempre el visir Abu'Amir Ibn'Abdus. Que injusta es la literatura

española y universal al no reflejar en sus antologías a esta señora de sensibilidad

extraordinaria.

No sólo las princesas, o las mujeres nobles, llegaron a la celebridad por su inteligencia

y sensibilidad poética. Uns-al-Qulub es un caso bien distinto de Wallada. Esta bellísima mujer

era esclava del todopoderoso visir Almanzor, que la tenía en mucho aprecio por su exquisita

hermosura, fina inteligencia, vastísima cultura y extremada facilidad para versificar. Voy a

contaros una anécdota de ella, que narra al-Maqqari, en un pasaje al respecto de la descripción

de la ciudad palaciega del amirí az-Zahira. En este pasaje, al-Maqqari, presenta una risala de

Abu l-Mugira Ibn Hazm, primo del autor de "El Collar de la Paloma", el más grande sabio

cordobés de todos los tiempos. En primera persona cuenta el relato el propio Abu l-Mugira

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Ibn Hazm. La acción transcurre durante una comida a la que había sido invitado por

Almanzor, en Munyat as-surur (Palacio de la alegría) en az-Zahira, "lugar de una belleza

floreciente", pues alberga arriates y albercas", como describe Abu l-Mugira. Y sigue

describiendo el momento: "Y cuando el día se ungía con el azafrán de la tarde y extendía sus

alas el negro cuervo de la oscuridad, la noche dejaba caer sus tinieblas, Arcturo blandía su

lanza, el Buitre disponíase a volar y surcaba el cielo la barca de la luna, encendimos las

lámparas del vino, nos envolvimos en los mantos del contento y las nubes tendieron sobre

nosotros un dosel cubierto de rocío. Entonces cantó una esclava llamada Uns al-Qulub". Este

canto estaba dedicado a Abu l-Mugira, del que se había enamorado encendidamente la

bellísima esclava:

"La noche avanza al irse el día

y la luna aparece como media pulsera,

diríase que el día es una mejilla

y que la oscuridad es el dibujo del aladar;

las copas me parecen agua sólida

y el vino fuego líquido.

Han cometido un crimen contra mí mis ojos,

¿Como podré excusar a mis pupilas?

Maravillaos, amigos, de una gacela

injusta con mi amor cuando está cerca;

!ojalá hubiera un medio de llegar hasta él

y con su amor cumpliera mis deseos!".

Cuando terminó de cantar Uns al-Qulub, Abu l-Mugira se dió por aludido y recitó:

"¿Como unirse a la luna

entre las negras lanzas y las blancas espadas?

De haber sabido que tu amor era cierto,

te habría pedido venganza por mi vida;

cuando los nobles quieren algo,

se arriesgan al peligro".

Almanzor, desconfiado y receloso, se apresuró a coger su espada y hablando con

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aspereza a la esclava, le dijo: "!Explícate y dime la verdad! A quién aludías insinuando deseo

y ternura? La esclava le respondió diciéndole que con una mentira podría salvar su vida;

aunque era mejor y más conveniente decirle la verdad. Y así fue; reconoció haberse

enamorado del invitado con estas palabras: "Por Dios, no ha sido más que una mirada, que ha

engendrado en mi pecho un pensamiento. El amor ha hablado por mi boca y el deseo ha

divulgado lo que ocultaba. Pidió perdón al gran visir, visiblemente emocionada, según relata

l-Mugira: "Luego se echó a llorar -sus lágrimas parecían perlas de un collar cuando se rompe

o el rocío que cae sobre una rosa- y recitó":

"He cometido una falta muy grave,

¿como podré excusarme?

Lo ha decretado Dios,

que yo no lo he escogido.

Lo más hermoso es perdonar

cuando se tiene el poder para hacerlo".

Entonces Almanzor se volvió enojado contra Abu l-Mugira Ibn Hazm y desenvainó su

espada. Inmediatamente, l-Mugira le pidió perdón, con estas palabras: "Sólo ha sido un error

al que me ha arrastrado el pensamiento, una imprudencia que ha favorecido la mirada. El

hombre no puede hacer más que lo que está decretado, no lo que escoge o desea".

El lance termina bien, como describe el propio l-Mugira: "Almanzor meditó un poco,

luego nos perdonó y disculpó, pasó por alto nuestra falta y levantó el castigo, y me dejó ir en

paz y se calmaron el palpitar de mi corazón y mi pasión. Me dió la esclava y pasamos la más

deliciosa de las noches y arrastramos por tierra las orlas del ropaje del amor. Y cuando la

noche recogió su cabellera, la mañana desenvainó su espada y los pájaros en las ramas más

altas se respondían unos a otros con distintas melodías, me marché con la esclava hacia mi

casa y mi alegría fue perfecta".

Hay que reconocer que ésta es una bella historia de amor digna del encanto y misterio

de nuestra Córdoba de leyenda. Aún quiero citar a alguna más de estas damas de cultura

amplísima, inteligencia extraordinaria y sensibilidad manifiesta, que florecieron en la

Córdoba de los Omeyas. En esta época, la mujer gozó de una gran libertad de movimientos,

sin parangón en etapas anteriores ni posteriores, hasta nuestros días. Al igual que en Damasco,

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bajo la misma dinastía Omeya, ellas eran quienes fijaban las citas, desplazándose desde lejos

para acudir al encuentro de su amado. Iban y venían, celebran y presidían encuentros y

reuniones con escritores, poetas, filósofos y científicos de la máxima relevancia, con los que

se codeaban de tú a tú. Esta libertad se perdió con el advenimiento de los fanáticos

almorávides.

Mut'a, otra maravilla de Córdoba, era esclava del celebérrimo cantor Ziryab, de tanta

importancia en Al-Andalus como difusor de las modas y modos orientales de Bagdad en

música, poesía, cocina, vestidos, etiqueta, etc. Su influencia se ejercía no sólo a través de su

ejemplo y arbitraje (se le compara siempre con Petronio), sino por medio de sus hijas y

esclavas, a las que enseñó su arte musical. Mut'a fue, pues, una de estas esclavas , a la que

educó hasta que se convirtió en una joven de espléndida hermosura y enseñó sus mejores

canciones. Actuó en numerosas ocasiones en reuniones presididas por el cultísimo y sensual

Abderrahman II, cantando y escanciando bebidas. Cuando Mut'a descubrió que gustaba al

emir cordobés, ella le insinuó que era correspondido; pero el príncipe omeya intentó ocultarlo.

Fue, entonces, cuando en una tertulia, decidió cantar unos versos declarando su amor por

Abderrahman II:

"Oh, tú, que ocultas tu pasión,

¿quién puede ocultar el día?

Tenía un corazón,

pero me enamoré y voló,

ay de mí, ¿era mío o prestado?

Amo a un qurasi

y por él he olvidado la vergüenza".

Ziryab descubrió lo que sucedía y regaló la bellísima, culta y delicadísima flor al emir.

La última noticia que ha quedado reflejada en los textos árabes, de este asunto, es que

Abderrahman II quería mucho y tenía en gran estima a Mut'a. Es una pena que no se

conserven más versos de ésta famosa poetisa y cantante.

Como para muestra bien vale un botón, y la lista de mujeres cordobesas de la época

califal es muy amplia, voy a terminar con Muhya. Según al-Hiyari, a quien sigue Ibn Sa'id en

el "Mugrib", fuente que copian as-Suyuti y al-Maqqari, fue una de las mujeres más hermosas

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y de ingenio más sublime de su tiempo. Tan excelente fue, que se impuso a las generaciones

siguientes por su afilada lengua, por la que fue comparada con el gran poeta oriental Ibn ar-

Rumi, famoso por sus sátiras. Su origen parece bastante humilde. Era hija de un vendedor de

frutas y, más concretamente, de higos. Tal vez, llevando fruta a palacio, o a las estancia

privadas de la maravillosa princesa Wallada, de la que ya hemos hablado; ésta, se fijó en

Muhya; ocupándose de que recibiera una buena educación, hasta el punto de aprender el arte

de la poesía. Con el tiempo, Muhya llegó a escribir versos satíricos contra la propia princesa,

no se sabe si por rivalidades personales o por el puro gusto de la sátira. Así, escribió versos,

como éstos, a un enamorado que le envió melocotones:

"Oh, tú que das melocotones a tu amada,

!bienvenida esa fruta que a las almas alegra!

Su redondez imita el pecho de las doncellas

mas la cabeza humilla de los penes".

o estos preciosos versos:

"Aleja de la aguada de sus labios

a cuantos la desean,

igual que la frontera se defiende de cuantos la asedian;

a una la defienden los sables y las lanzas,

y a aquellos los protege la magia de sus ojos".

Después de tanta belleza, inteligencia y sensibilidad femeninas de los increíbles

versos de Wallada, Uns al-Qulub, Mut'a y Muhya, debo volver a los secretos del

extraordinario y hermoso, aunque frío, acero de las espadas de Damasco. No puedo dejar de

contemplar, en el brillo matizado, suave y cálido del filo de los alfanjes, del más duro de los

aceros, la imagen delicada de estas bellísimas mujeres y el hermoso perfil de la letra de sus

exquisitos versos.

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La forja de la Espada Yamila Pág. 191

LA FORJA DE LA ESPADA YAMILA

(Publicado en el Diario Córdoba el 20 de Junio de 1997; Sección Temas: 30-35)

La historia profunda de la humanidad está teñida por el brillo de los metales. Estos

irrumpen en nuestra existencia dando nombre y apellido a las diferentes etapas de la

trayectoria humana: Calcolítico, Edad del Bronce y Edad del Hierro. Desde entonces, los

metales y los seres humanos, forman un conjunto indisoluble que avanza, como la punta

metálica de una flecha, hacia el futuro más excitante. Materiales tan importantes y

enigmáticos debían, y deben ser tratados, dentro de las sociedades, por personas

especialmente dotadas y con rasgos y caracteres especiales: los metalurgistas. Hombres

desposeídos de su halo demiurgo, en la actualidad, eran respetados antes como miembros de

un grupo de privilegiados, que como sacerdotes iniciados, tenían acceso a la transubtanciación

de la materia mineral para extraer y dominar al codiciado y fuerte metal. En fórmulas y ritos,

aparentemente oscuros y mágicos, daban forma útil y hermosa a materias llenas de misterio.

Quizás, los herreros, sean los últimos de esta saga de iniciados del mundo oscuro de la

materia, que aún permanecen en activo, golpeando al duro metal, escrutando al fuego y

mirando, a través del hierro y el acero calentados al rojo, no sé qué señal mágica, para

comenzar el ritual de una misa que siempre acaba en noble arte. También, a los fundidores del

bronce, se les va el alma detrás del calor y la fluida materia dorada y, así mismo, rezan y

recitan salmodias, y escupen sobre el caldo fundido, para conseguir una colada adecuada. En

verdad, incluso en las grandes siderurgias, y en toda la industria metalúrgica actual, tengo

comprobado que el metal cruje y crepita, enamorando a los que se tratan con él. Se puede

asegurar que los metales siguen afectando a los seres humanos de forma mágica.

Pero, si hubiera sacerdotes, o curas, en esta liturgia de los metales, esos serían los

herreros; señores, que a base de fragua, yunque y martillo, dominan al hierro y acero dándole

la forma conveniente, siempre con un sentido magistral de la estética. Ya quedan pocos.

Parece que este antiguo oficio de artesanos, que hunde sus raíces en los comienzos de la

historia del hombre, no puede acompañarnos en este camino enloquecido, que hemos

emprendido. Sin embargo, arte tan viejo y noble no debe desaparecer. Se imponen, por tanto,

acciones contundentes para su salvación. Y en esa tarea de rescatar, recuperar y fomentar su

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La forja de la Espada Yamila Pág. 192

práctica, nos vemos implicados algunos científicos y artesanos a nivel mundial. En estos

momentos, en una estrecha colaboración, entre maestros herreros cordobeses: Juan Pozón y

Joaquín Moreno y la Universidad Complutense de Madrid, con la ayuda económica de

instituciones oficiales como: CICYT y Museo del Ejército (Madrid) y el apoyo de medios de

comunicación como: Diario de Córdoba, ABC, EL PAIS, El Mundo, RNE, Radio España,

etc., llevamos adelante el proyecto de rescatar y poner al día la difícil técnica artesanal de

forjar espadas, puñales y cuchillos con el legendario y extraordinario acero de Damasco.

Descubiertos los secretos de esta legendaria forja, en un proyecto que finalizó hace ya

algo más de un año, nos propusimos la difícil tarea de rescatar esta célebre y extraordinaria

tecnología, que consiguió fabricar las armas blancas de mejor calidad y prestigio en la historia

de la humanidad: las espadas de Damasco. Juan Pozón, herrero de Cerro Muriano, que ha

colaborado con nosotros durante todo el proyecto, ya había realizado numerosas pruebas con

este acero, obteniendo algunos éxitos esperanzadores. Pero, necesitábamos, de rescatar el

viejo arte, hacerlo con la máxima dignidad y garantía. Para ello eran precisas unas lecciones

magistrales de algún herrero legendario. Por desgracia para nosotros todos quedaron en el

pasado; aunque no en el olvido. Sus obras, en forma de espadas, shamshires, alfanjes, puñales,

cuchillos, etc. han sobrevivido al tiempo; aunque no en la cantidad que a nosotros nos habría

gustado. Había que aprender hasta el más mínimo detalle del trabajo de forja de estos herreros

de leyenda. Así es que nos pusimos mano a la obra, a la búsqueda de ejemplares de calidad,

realizados por maestros divinos, que pudieran aportarnos todas las claves del arte de forjar el

acero de Damasco. Conocidas las claves, serían transmitidas fielmente a los maestros

herreros.

La suerte se alió con nuestras investigaciones y nos topamos con un bellísimo

shamshir del mejor maestro herrero de todos los tiempos: Assad Allah al-Isphahaní, León de

Dios. Si ya habíamos descubierto los intrincados y oscuros secretos de la fabricación de

espadas, puñales y cuchillos con el misterioso y legendario acero de Damasco, ahora

podíamos estudiar al detalle la inalcanzable y extraordinaria técnica de la forja del más grande

de los maestros. El magnífico shamshir del taller del León de Dios fue descubierto por mi

equipo de investigación en la Sala Arabe del Museo del Ejército (Madrid). Después de

presentados los pertinentes permisos, el shamshir fue trasladado a los laboratorios de la

Universidad Complutense, donde fue estudiado minuciosamente, y, posteriormente,

restaurado. Cuando entró en nuestro laboratorio de Tecnología Mecánica, estaba asegurado en

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La forja de la Espada Yamila Pág. 193

tres millones de pesetas, a su salida, esta valoración se elevó a cuatrocientos millones. La

insuperable calidad del arma en acero de Damasco legítimo, los bellísimos aljamiados en oro

puro y su empuñadura en asta de rinoceronte, además de la asignación certificada al taller de

Assad Allah, y una datación de 1465, que le convertían en el segundo más antiguo datado del

mundo, como perteneciente al maestro de maestros, disparó el valor de la mortífera joya.

También ayudó a esta apreciación su historial particular, digno de un arma legendaria. Según

hemos podido averiguar, en nuestro estudio histórico, fue fabricada para Khushqadam, sultán

mameluco que gobernó Egipto de 1461 a 1467. El valor inigualable de este shamshir permitió

que siguiera siendo propiedad de los gobernadores del pais hasta Mehemet Alí, primer sultán

de la última dinastía y padre del Egipto moderno, nacido en Cavalla (Macedonia, Grecia) en

1769 y muerto en Alejandría (Egipto) en 1849. Este sultán lo regaló al consul español en

Alejandría D. Antonio Estefani quien, a su vez, lo donó al capitán de artillería Don Joaquín de

Bouligni. Fue este ilustre militar el que lo cedió al Museo del Ejército en 1848.

Más de un siglo y medio ha estado ignorado su grandísimo valor de pieza única.

Durante el estudio y restauración lo bautizamos con el nombre del último sultán al que

perteneció: Mehemet Alí. La posibilidad de estudiarlo a fondo nos ha convertido en iniciados

del acero de Damasco hasta el más profundo de sus misterios; aunque también ha servido para

comprender que el maestro Assad Allah, León de Dios, permanecerá insuperable por los

siglos de los siglos.

Teníamos a los maestros herreros: Juan Pozón y Joaquín Moreno y, también, el acero

base según la receta de los legítimos. Sólo había que fijar el día del ritual sagrado de la forja

en la herrería de Cerro Muriano (Obejo). Ya podíamos pasar a la última prueba del programa:

la forja de la que debería ser la hermosa espada "Yamila".

Como quien transporta la reliquia de un santo milagrero, introduje la pletina de acero

de Damasco, fabricada en la Complutense, en el maletero de mi coche y me dirigí a la ciudad

de los califas. Después de varios años de trabajo por fin se ponía a prueba a nuestros herreros

y al acero diseñado y fabricado al más puro estilo tradicional. Es necesario dejar aclarado que

nuestros herreros son los mejores que existen en el mundo occidental en la forja del acero;

pero, también, no es menos cierto que todos sus antepasados en Occidente, durante siglos, han

fracasado con el acero de Damasco. Y es que este acero es muy peculiar y necesita de

tratamientos termomecánicos especialmente particulares y aparentemente contradictorios.

Para la operación, como en ocasiones anteriores, se necesitaba la presencia del herrero y del

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La forja de la Espada Yamila Pág. 194

científico, con el objeto de llevar adelante tan ardua y compleja tarea. El conocimiento

tecnológico profundo y el arte y la práctica debían conjuntarse para conseguir la sinigual hoja

en acero de Damasco.

Comienza la operación: "Se enciende la fragua y se controla el calor. El acero

comienza a calentarse hasta llegar al rojo cereza sin pasarse del límite con el rojo sangre. Y

comienzan los golpes en el yunque. Con violencia, pero con armonía y destreza, el metal se va

deformando para adquirir la forma de una espada. El herrero la calienta de nuevo, y vuelta a

empezar en este rito de golpes y sudor. En otros tiempos el maestro Pozón hubiera ido

desgranado unos cantes del más puro flamenco en el que ha sido y es un gran entendido. Los

comentarios del científico y la maestría y precisión del herrero, van confeccionando una

magistral conferencia de metalurgia. Ante los ojos atentos de ambos, al ritmo armónico de

calentamientos y contundentes golpes de martillo, la pletina inicial, va adquiriendo la ágil

geometría de una bella y mortífera hoja acerada.

Ya van unas cuantas horas de trabajo preciso y agotador y, más que nunca, hay que

cuidar la temperatura que adquiere la rutilante hoja en la fragua. Sobrepasar la temperatura del

rojo sangre significaría la ruina del esfuerzo realizado. Los golpes son cada vez más precisos

y menos potentes. La forma está casi acabada. Se piensa ya en el temple y en el estilo de la

empuñadura. El maestro Pozón jamás deja templar a nadie; si exceptuamos a este científico

con el que le une una amistad eterna. Esa operación es exclusiva de iniciados en este difícil

arte de la forja. Para este acero no siempre es necesaria la operación de temple. Este resultado

depende del contenido en carbono y de la resistencia adquirida durante el trabajo de forja.

Existe un compromiso claro entre la belleza final de la hoja, con sus extraordinarias vetas

venenosas, y la dureza final. Si se persigue una resistencia máxima, hay que introducir

variaciones en los tratamientos térmicos a los que se somete el material, con respecto a los

más adecuados para obtener la máxima belleza de sus vetas serpenteantes. en todo caso, hay

que dejar claro, que tanto en un extremo como en el otro, poseen una resistencia, tenacidad y

dureza excelentes".

Sin embargo, es obligación del maestro herrero conseguir la mezcla de ambos:

máxima resistencia y belleza. Para ello debe ir eligiendo las diferentes variaciones en los

tratamiento térmicos para conseguir el éxito final. Cada espada, shamshir, alfanje o puñal,

fabricados en este acero, tienen personalidad propia y, jamás, en millones que se hicieran por

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La forja de la Espada Yamila Pág. 195

forja tradicional, podrían obtenerse dos armas iguales en cuanto a estética de sus venenosas y

serpenteantes vetas ni en cuanto a la dureza, tenacidad y resistencia al corte; aunque todas

poseerían el apelativo de divinas. También es importante la composición del baño de temple:

naturaleza y temperatura. En el caso que vengo describiendo, el temple se hizo en agua

adicionada de substancias que imitan la orina de un muchacho de catorce años pelirrojo, como

recomiendan acertadamente las leyendas medievales; escuchando los sonidos del crepitar del

agua y notando las vibraciones que la hoja transmite a la mano del herrero. La operación es

muy delicada y un excesivo endurecimiento puede convertir este acero en un cristal. Son

aceros con ultra alto contenido en carbono.

Terminada la hoja de la espada, confeccionamos su empuñadura. En este caso con

hierro y madera de acebuche. Sobria y noble supuso el complemento perfecto para un arma

extraordinaria. Sin embargo, este arma de belleza deslumbrante, de tacto sedoso increíble,

como no posee ningún otro metal, a la que bautizamos con el nombre de Yamilla (belleza),

debe pelear en una cruzada dura e impía; donde sus posibilidades de triunfo son muy escasas.

Luchará contra toda una larga serie de pruebas extraordinariamente severas, que le

imponemos en el Laboratorio de Tecnología Mecánica de la Universidad Complutense de

Madrid. Sin caballero que la empuñe y le dé vida y sabiduría, la iremos sometiendo a ensayos

cada vez más severos, para probar sus límites de resistencia, tenacidad y dureza. Como en casi

todos los casos su final será la fractura. Siempre nos entristece; pero nuestro oficio es conocer

todos los secretos de los materiales que estudiamos. Solo hay algunos ejemplares que han

sobrevivido, en esta terrible cruzada, a todas las pruebas. De entre ellos quiero citar a un puñal

forjado por el maestro Pozón, que corta al "acero naval" como a la mantequilla, llamado

"Pozón" en su honor, y, otro, de factura bellísima, fabricado íntegramente en nuestro

laboratorio, que bautizamos con el nombre de "Matador".

En la actualidad, la Universidad Complutense, ha patentado el proceso legítimo de

fabricación de armas blancas con acero de Damasco. Fernando Criado, ingeniero agrónomo,

hombre extraordinario en todos los sentidos, director y creador de empresas dedicadas a la

investigación y desarrollo de materiales avanzados, enamorado del tema hasta la médula, ha

montado una empresa que se dedicará a la fabricación de armas blancas y otros útiles con

acero de Damasco. Este leonés, de atractiva personalidad y carácter singular, al frente de su

novísima empresa: "Aceros Omeya S.L.", ha comprado la licencia de la patente inventada por

mi grupo de investigación y está comenzando a tener pedidos del mundo entero. Creo

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La forja de la Espada Yamila Pág. 196

sinceramente que la marca "Acero de Damasco" no podía haber caído en manos de una

persona con más sensibilidad que él hacia el tema, ni con mejores conocimientos comerciales.

Como padre de la criatura, profesor y científico, estoy feliz de que esta investigación no haya

quedado sólo en eso, en una formidable aventura científica de estudio y rescate del pasado, de

un material formidable e invencible, si no que, como un ave Fénix, resucite de sus cenizas y

vuelva a ser propiedad cultural e industrial de los hombres de hoy. Espero que esta nueva

andadura del Acero de Damasco nos acompañe para siempre y ayude a conocer y respetar las

viejas artes de la forja del hierro y el acero.

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La misa de un Domingo de Julio de 1962 Pág. 197

LA MISA DE UN DOMINGO DE JULIO DE 1962

(Publicado en el Programa de Feria de Cerro Muriano Julio 1998)

Los veranos en Cerro Muriano siempre han sido tórridos; aunque no agobiantes como

los de Córdoba. Recuerdo mi casa, bajita y blanca, con su jardín decadente lleno de flores, en

esa entrañable calle de Santa Bárbara. Era fresquita, tanto que el melón del postre nocturno se

cortaba sobre las ocho de la tarde y se ponía en la ventana para que estuviera agradable al

terminar la cena. Todo el pueblo estaba lleno de sensaciones entrañables; era más familiar y

también más pobre. No había tele ni tampoco radio, salvo raras excepciones, lo que provocaba

que la gente se relacionara más y viviera con intensidad los aspectos sociales de la vida.

Recuerdo aquellos domingos de verano, días siempre alegres y divertidos; hoy, al

recordar aquel tiempo, parece como si mi despacho se hubiera llenado de aquel aire cálido y

la luz, la brillante luz blanca de Cerro Muriano, diluyera los contornos de libros y objetos

diversos que tengo aquí y allá de forma anárquica. Una sensación extra a y melancólica se ha

aferrado a mi estómago cuando recuerdo aquel tiempo desvaído lleno de figuras y escenas que

los a os se han encargado de ir borrando de forma cruel e indiscriminada. Con el corazón

encogido por los recuerdos entrañables quiero describir algunos de los momentos felices que

aún puedo traer del recuerdo sin que se me deshagan entre los dedos como un papel podrido.

Hombres, mujeres, chicas y chicos y ni os de terciopelo se agolpan en mi mente por salir de

nuevo a la vida, por sobrevivir unos segundos más en mi estilográfica y en las mentes de los

que lo lean. Muchos se han convertido en polvo otros han vivido ya gran parte de sus vidas,

todos pertenecen y conforman la memoria de este pueblecito llamado Cerro Muriano.

Era la mañana de un domingo y a esa hora de las ocho hacía algo de fresco. Mi

hermano Javier, compañero de cama, me propinaba unos codazos con ternura y violencia

contenida mientras me espetaba: - hoy nos toca servir en la misa; ayer les tocó a los Cosano-.

Traduciendo al cristiano, me estaba recordando que seríamos monaguillos en la misa de diez.

Había que ponerse guapo y untarse gomina para presentar un aspecto digno, limpio y aseado.

Estaríamos durante tres cuartos de hora bajo la atenta mirada de todo el mundo. No hacía falta

repasar nada. Nos sabíamos la misa entera en latín desde hacia unos cuantos a os. Entramos a

la sacristía por un lateral de la vieja iglesia. El conjunto era un monumento hermoso y

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La misa de un Domingo de Julio de 1962 Pág. 198

singular. Su construcción, al igual que la del Cuartel Viejo (futuro museo), databa de finales

del siglo XIX. Había sido construida en la época de la Fundición Inglesa de la compañía

Cordoba Copper Company Ltd. Su estilo, aparentemente destartalado, se correspondía con el

dise o de una iglesia protestante anglicana decimonónica. El arquitecto debió ser alguien de la

citada compañía. Por aquel tiempo diversas explotaciones mineras inglesas en Andalucía

construyeron edificaciones muy semejantes. En algunos lugares aún se conservan en perfecto

estado como es el caso de Minas de Riotinto (Huelva). Era un casón enorme y su planta no era

en cruz latina. Estaba bajo la advocación de Santa Bárbara, patrona de los mineros, que

presidía la iglesia desde su ornacina situada por encima del altar mayor. Desde el comienzo se

dedicó al culto católico.

Aquel domingo de Julio el altar mayor estaba repleto de flores perfumadas: azucenas,

rosas, gladiolos y muchísimos claveles rojos. Las flores siempre dan realce y prestancia a los

actos religiosos. Su aroma delicado inundaba todo el espacio de la iglesia, aunque en el

transfondo se podía apercibir el penetrante y agradable olor del incienso.

Ayudamos al sacerdote a vestirse con todos los ornamentos sagrados siguiendo un

ritual muy estricto y antiguo. Colocados delante de él, irrumpimos por un lateral en el altar

mayor. El acto empezó como siempre y el cura, D. Juan Jiménez Bravo, dio la bienvenida a

todos. Con el rabillo del ojo y girando un poco la cabeza, ya que el sacerdote y los

monaguillos celebraban la misa en su casi totalidad de espaldas a los feligreses, fui pasando

revista al mucho gentío allí congregado. Eso sí, en todo momento había que andar con

cuidado ya que los fallos y distracciones se cobraban en capones y collejas al final de la misa.

Hacía calor. El silencio se rompía con el ruido de los abanicos. Multicolores y bellos siempre,

ponían un toque de belleza y coquetería en manos femeninas. Gracias a su eficacia se hacía

soportable el ambiente dentro de aquel recinto.

Adelante, a la izquierda, estaban algunas damas de elegante porte, hincadas de rodillas

en reclinatorios forrados de terciopelo, en cuyos cajoncitos guardaban lindos misales de pastas

de piel y fileteados en oro. Velos negros de encaje y hermosos rosarios adornaban a estas

gentiles damas de hermosura exquisita entre las que se encontraba mi madre. Prácticamente

pasaban toda la misa de rodillas sobre el almohadillado del reclinatorio, si se exceptúan

algunos de los momentos más solemnes de la misa.

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La misa de un Domingo de Julio de 1962 Pág. 199

Simétricamente, pero a la derecha, se encontraban las niñas de las colonias. Seres

anónimos a los que contemplábamos detrás de las paredes del hospicio, cuando iban y venían

a la iglesia de dos en dos y en fila india o, bien, durante la misa, siempre como a personajes

desconocidos, todos muy iguales gracias a su uniforme triste y a la boina sin gracia que

llevaban. Sin embargo, aquellas chicas, tenían rostros muy bellos, como pintados por el

magnífico Sandro Botticelli. Debajo de sus velos blancos se distinguían los hermosos cabellos

lisos o rizados, oscuros o casta os, peinados maravillosamente y que enmarcaban caritas de

ensue o. Caritas de ojos tristes, como de pajaritos enjaulados, y labios finos capaces de tiernas

sonrisas. Con toda seguridad esos corazones latían acompasados con sus dulces y a la vez

amargos pensamientos. La soledad que da el no tener hogar hace que la noche alargue su

duración; haciendo que el tiempo infinito de la tristeza predomine sobre otros sentimientos.

Es un hecho que marca la conducta de los seres humanos. Recuerdo el gran ascendiente que

teníamos los monaguillos sobre estas tiernas criaturas. Nos dedicaban pícaras sonrisas y

miradas furtivas de reojo al más puro y noble arte del coqueteo femenino. Algunas veces nos

tiraban papelitos en los que nos declaraban su tierno amor juvenil, pícaros servidores de la

sacristía. En aquellos mensajes, las palabras dulces y cálidas, nos comunicaban el fuego puro

y virginal de sus corazones adolescentes. Cuando se establecía un romántico lazo de atracción

entre algunas de ellas y nosotros, todo el intercambio quedaba reducido a miradas llenas de

melancolía; jamás hubo ni la más tierna caricia ni la más mínima palabra de cariño. Solo eso,

miradas cálidas y algún que otro papelito con un encendido mensaje de afecto y adoración.

Las monjitas establecían una prudente distancia, del todo infranqueable, entre su bien

guardado tesoro y el mundo que les rodeaba. Tampoco llegamos jamás a conocer los nombres

de nuestras rendidas admiradoras de uniforme y boina prisioneras de la mala fortuna y el

insensible y rígido sistema social de aquel tiempo.

Detrás de estos dos grupos delanteros pude observar, a través del rabillo del ojo, al

resto de mujeres, niñas y niños de Cerro Muriano. Un mundo variopinto de personajes

inolvidables que se abanicaban frenéticamente para liberarse del sofocante calor tanto de

origen natural como humano. Velos blancos y negros de encaje o de tela de algodón cubrían

el cabello de mujeres, muchachas y ni as de hermosísimos rostros que seguían con atención

cuanto hacía y decía D. Juan. Más de una vez sorprendí a la gente menuda moviéndose como

ratones y mirando hacia atrás. Un murmullo a veces imperceptible se desprendía de aquella

multitud. Una madre pellizcó a su hija en el brazo para que no hablara con el hermano. Los

gestos de la ni a hablaban de la contundencia del castigo y del tamaño de las uñas de su

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progenitora. Era comprensible el aburrimiento de los nenes ya que la misa era toda en latín

exceptuando algunas lecturas, el evangelio y el sermón. La gente no entendía nada. Se sabían

todas las grietas y desconchones del techo y paredes de la antigua iglesia. Cualquier

entretenimiento era bueno para calmar el tedio que se producía durante aquellos interminables

diálogos en latín entre el cura y los monaguillos.

Algunas mujeres y niñas llevaban un simple pañuelo sobre su pelo, eso sí, bien

planchado y limpio, incluso bordado a mano. Estaba convencido de que aquellas féminas no

tenían dinero para realizar inversiones de lujo. Sin embargo, ¡que hermosas eran!, parecían

cenicientas que no habían logrado ser princesas debida a que su hada madrina no había estado

atenta al crucial evento. Había muchas mujeres de luto y con hábitos del Carmen. Es muy

posible que llevaran estas prendas casi de por vida, ya que si no era por un suceso era por

otro, produciéndose una cadena interminable que las hacía ir con estos horribles trapos

durante larguísimos años.

Allí estaban algunos de mis amigos y las chicas que conocía. Entre todas distinguí a

Inmaculada, la niña de la que estaba enamorado. Aquel verano mi corazón latía

aceleradamente por aquella muñeca de porcelana. Ojos oscuros como el azabache enmarcados

por pestañas rizadas, grandes como ramas de palmera, en una carita redonda y blanca como la

Luna; Inmaculada era un ángel caído durante alguna monstruosa tormenta de Verano. Labios

encarnados como rosas de Mayo y níveos dientes de coral pulido, daban forma y color a una

boquita de dibujo sublime que sabía sonreír como un querubín celestial. Su pelo oscuro

ondulado y un cuerpecito de ninfa dorada enmarcaban a aquella niña dulce, bella y etérea, que

tenía a mi corazón atravesado por las dulces flechas de Cupido como el alfiler a la atractiva

mariposa de colección. Aquel día su pañuelo blanco bordado y ribeteado de encajes cubriendo

su hermoso pelo, así como un vaporoso vestido azul con un bellísimo lazo en tono más oscuro

que rodeaba su cintura de virgen de papel, la hacían parecer una princesa de la corte de

Harum al-Rashid. A pesar de los a os transcurridos desde entonces no he podido olvidar

aquella áurea imagen femenina. ¿Qué será de mi bella princesa de terciopelo? ¿Qué habrá

hecho el tiempo, brujo maldito, con aquella criatura angelical? Estoy convencido de que habrá

modificado detalles pero no habrá podido con tanta hermosura como poseía mi dulce

Inmaculada.

Jamás le di un beso o le hice la más tierna de las caricias; sólo las miradas y las

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palabras y el estar juntos fue suficiente para libar con el mejor de los vinos del amor juvenil.

Pude observar, casi en los últimos bancos, a la cuadrilla de mis amigos de las mil y

una aventuras. No estaban todos; como es natural la asistencia a misa era voluntaria, no podía

ser una imposición. De hecho faltaban algunos que tenían el corazón de oro, lo que redundaba

en el hecho de que las personas maravillosas lo son independientemente de sus creencias

religiosas o afinidades políticas. Lo que sí sabía es que estaban pululando por los alrededores

de la iglesia esperando nuestra salida. Se me humedecen los ojos al pensar en aquellos

muchachos alegres, valerosos y sanos que fueron y son mis amigos: Enrique Fonseca, los

hermanos Cosano, Rafalín Mancilla, el Toti, Cabanás, el Nono, los hermanos Cabanillas,

Antonio Rivallo, Nicolás de la Silveria, etc... Toda una legión de muchachos a los que nos

ligaba un sentimiento de amistad, que en la juventud suele ser el más generoso de todos. A

muchos los he vuelto a ver, mientras que a otros sólo les recuerdo con sus caras juveniles y

sus risas sonoras.

En la parte de atrás estaban los hombres. Serios y circunspectos observaban lo que se

decía. Apenas participaban en los rezos y cánticos, por lo que el sonido que se escuchaba en la

iglesia era delicado de voces femeninas e infantiles. Por supuesto había menos hombres que

mujeres. No sé cuál es la razón para que las féminas estuvieran más inclinadas a los temas

religiosos que los hombres. Tal vez el machismo innato en ellos les hiciera pensar que la

religión es para beatas y gente blanda. Sabía o intuía donde estaban los que faltaban.

Seguramente hacían tiempo en el bar de Manolo, en el X, en casa Rosarito o en cualquier otro

establecimiento del ramo, esperando la salida de sus damas. Algunos de los que faltaban lo

hacían sin hipocresía, obedeciendo a sus convicciones políticas y religiosas. No eran

perezosos o machistas, sino convencidos de su causa. Entre ellos estaba uno de mis héroes

favoritos hoy ya desaparecido. Valiente e indómito era muy celoso de su libertad individual.

A mí me hubiera gustado, en aquel tiempo, verle entre los caballeros del fondo de la iglesia;

pero sus razones para no estar también me han parecido siempre nobles.

La misa transcurrió y terminó como siempre, si no es por que le prendimos fuego con

la palmatoria al velo de Doña Amparo durante la comunión, y porque mi hermano Paco Javier

me dejó sólo antes de la bendición final. Como una exhalación, sin apenas despedirse, cuando

me crucé con él llevando el misal de un lado a otro del altar, me dijo blanco como la nieve y

con la cara descompuesta: -me voy, te dejo sólo; ya no me necesitas-. Sorprendido y asustado

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le contesté bajito, - pero qué dices?, seguro que me equivoco y D. Juan me canea al final de la

misa-. Sin más explicaciones y en una frase corta, acompañándose de un gesto muy

clarificador de su mano derecha, me dijo: - me estoy cagando, macho!-. Y allí me quedé, sólo

ante el peligro; deseando no cometer errores y pensando que de algún capón o colleja no me

iba a librar ni la Virgen de la Caridad.

Pero no fue así. Terminó la misa y D. Juan me felicitó y me dijo: -muy bien Antonio;

ya no necesitas de nadie para este menester. Recoge las vinajeras y aprovéchate que hoy no

repartes con nadie-. Aquel domingo el culín de vino sagrado me supo a gloria. Había recibido

la felicitación del cura y el trofeo más deseado para los monaguillos.

Me fui a buscar a mi hermano, al que tras atravesar la estación del tren le fui oliendo el

rastro. Un tremendo tufo había quedado señalando el cagarrutero seguido hasta mi casa. A

pesar de su fuga y la velocidad que poseían sus piernas no logró el éxito de llegar a tiempo al

cuarto de baño. Cuando vi su cara me di cuenta de la derrota.

No había hecho nada más que comenzar aquel domingo. Nos quedaba aún todo el

tiempo del mundo para acometer alguna aventura, comer arroz con gallo muerto regado de

vino tinto con gaseosa, asistir al partido de fútbol, pasear con nuestras princesas de ensueño e

ir al cine en su estimulante compañía.

En mi despacho ya han empezado a dominar las sombras. El Sol se ha puesto. Tal vez

en otra ocasión haga un esfuerzo de memoria y recuerde qué ocurrió después aquel domingo

de Julio de 1.962.

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Testigos mudos de la Sierra Pág. 203

TESTIGOS MUDOS DE LA SIERRA

(Publicado en el Diario Córdoba el 9 de Agosto de 1998)

Como un collar de verdes esmeraldas luce la sierra en la hermosa Córdoba. La lluvia

copiosa ha vuelto a encender la belleza de la impresionante corteza vegetal de Sierra Morena:

chaparros, encinas, alcornoques, pinos, acebuches, madroñas, aulagas, jaras, lentiscos y mil y

una planta más, coronan las redondas montañas y los profundos y umbríos valles y cañadas

del paisaje serrano. Como dijo Ibn al-Jatib, el gran escritor y político de Loja, refiriéndose a

Córdoba: "...donde está la sierra, como una corona, embellecida por la plata dulce de la lluvia,

que bien puede desdeñar la de Cosrroes y Darío;...". Parece increíble tanta belleza. Como una

pétrea y vegetal Blancanieves, la sierra cordobesa, ha resucitado de su largo sueño de sequía,

ante el húmedo beso del príncipe de la lluvia. Y si siempre es un placer adentrarse en su masa

boscosa, para disfrutar de la rica naturaleza de estos pagos, más lo es en este tiempo en que la

primavera nimbada de gotas de agua cristalina, como perlas engarzadas en el más bello de los

collares, ha hecho renacer en su exhuberancia la verde alfombra en que late la vida con toda

su plenitud. El día 17 de Mayo de este año sufrí una verdadera catarsis o auténtica

transubstanciación, que me abrió los ojos, como a un iniciado de los misterios del bosque.

Para adentrarme ese día en el arcano de la floresta llevé a dos maestros del campo: Gabriel,

hombre afable donde los haya, buen conversador, sabio, de muchos años, nacido y criado por

esos cerros de la Piedra Escrita, Torre Arboles, Las Animas y Cerro Muriano y, Juan Pozón,

pastor, cazador, herrero en la actualidad y amigo del alma desde antes que el mundo fuera tal.

Pues bien, en esas increíbles perlas de la sierra cordobesa, antes citadas, se desarrolló

nuestra exploración de la jornada. El objetivo, como en ocasiones anteriores, era descubrir

nuevos pozos de la minería antigua prerromana y romana. El día se presentaba nublado

parcialmente, de temperatura agradable y viento encalmado. El campo olía como una mujer

perfumada que acude a una cita con su amante. Pájaros muy diversos como palomas, tórtolas,

gorriones, abubillas, jilgueros, chamarines, etc. rompían el silencio del campo con sus alegres

trinos de riñas y citas de amor. Los finos sonidos de las aves eran matizados por el roce del

viento en las hojas de los árboles, que se mecían como acariciadas por una mano invisible.

Gabriel, nuestro guía conocía el territorio como a la palma de su mano y sabía de las lindes de

las fincas más que sus legítimos propietarios, para los que ha trabajado largos períodos de

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Testigos mudos de la Sierra Pág. 204

tiempo. Muchos jornales se ha ganado este hombre en esos parajes. Su amor al campo le ha

llevado a conocer uno por uno los millares de árboles que allí existen. Unos los plantó él, a

otros los vio nacer como tímidos brotes y, los más, los ha visto seguir creciendo en un

esfuerzo centenario por mantenerse erguidos. Que memoria más prodigiosa! Iba de un lado a

otro como demiurgo de los secretos del bosque, señalándonos los pozos naturales y artificiales

realizados hace unas décadas o "tantísimo tiempo", como nos señalaba frunciendo el ceño. A

esos de "tantísimo tiempo" es a los que nos interesaba identificar. Pozos mineros magníficos,

excavados en los siglos anteriores a Roma, cuando el cobre necesario para fabricar el bronce

de armas y demás artículos para tartesios, fenicios y cartagineses salía de estas montañas

preñadas de minerales azules, verdes y dorados de azurita, malaquita y calcopirita. Hicimos

fotos y marcamos en el plano la situación de vestigios tan maravillosos y antiguos de nuestros

ancestros. Y continuó la marcha llena de comentarios sobre plantas, arbustos y árboles de la

más diversa índole, por parte de nuestro veterano y valioso guía, que como el propio bosque

más parecía una enciclopedia de la naturaleza. Con esta planta se curan los eczemas y la

soriasis, con esta otra el estómago y con aquella de más allá el hígado y, con esa tan rara, se

aumenta la fertilidad de las señoras.

Y es que ahí y allá aparecían las más maravillosas especies botánicas. Pude distinguir

hasta quince tipos distintos de orquídeas. Pequeñas y bellísimas orquídeas nacidas en prados y

bosquecillos magníficos, en una anarquía y mezcla de especies, que potenciaba su hermosura.

Como dice el profesor Eugenio Domínguez, Catedrático de Biología Vegetal de la

Universidad de Córdoba, en la provincia de Córdoba viven treinta y cinco especies diferentes

de la familia de las orquídeas reunidas en trece géneros. De estas treinta y cinco especies,

veinticuatro habitan en la Sierra de Córdoba. Todas muy hermosas y seductoras, las hay que

emiten un fortísimo olor al macho de la avispa, de tal forma que los atraen con más firmeza

que la propia hembra o imitan sus formas provocando una seducción irresistible. Con solo

esta variedad botánica ya sería extraordinario; pero no es así. La cantidad de flores diversas

conocidas o desconocidas, comunes o singulares, es tan grande, que este campo serrano se

asemeja a un inmenso jardín florido.

Si el objetivo de la expedición fue el mundo mineral, representado en la antigua y

legendaria riqueza minera de este territorio, pronto terminó siéndolo el reino vegetal, que

prevalecía sobre todo, en esa época del año, en la bellísima e indescriptible Sierra de Córdoba.

Y puestos en esta tesitura, Gabriel, decidió poner el broche de oro a la tarde llevándonos a

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Testigos mudos de la Sierra Pág. 205

contemplar a un dios vegetal, que reina en estas praderas y bosques de Cerro Muriano: "El

Alcornoque de las Dos Verrugas". Si ya se emocionaba cuando nos hablaba de los distintos

árboles que él había plantado o los que había visto nacer o retoñar o, simplemente, crecer, no

es posible describir, de forma clara, el brillo intenso en los ojos de este hombre de tantos años,

que se convirtió en niño en un instante, cuando nos hablaba de aquel alcornoque mítico que él

había conocido desde su niñez. Andaba ligero, como si no pesara; sus pies apenas rozaban la

hierba. Se parecía a Jesucristo andando sobre las aguas del lago de Tiberiades o a algún santo,

que debido a su piedad, hubiera alcanzado la ingravidez de su materia corpórea por

espiritualización avanzada. Aquel hombre, de hermoso rostro, y que reflejaba la fuerza física

que había alcanzado en su juventud, parecía haberla recuperado de nuevo. Hablaba y hablaba

sin atender a nuestras preguntas; como si estuviera sólo o, por el contrario, ante una multitud

de seres atentos y ensimismados con sus prédicas sobre la naturaleza del lugar y la

inconmensurable belleza que íbamos a contemplar cuando nos acercásemos al rey de los

árboles, el que, como un Califa redivivo y arbóreo, extendía su señorío absoluto a todas las

especies vegetales en kilómetros a la redonda.

Los parajes que recorrimos, hasta llegar al numen de los árboles, fueron bellísimos:

altas acacias, pinos de enormes troncos y copas abultadas preñadas de piñas, encinas y

alcornoques retorcidos sobre si mismos, como para guardar de la vista de otros seres sus

secretos más íntimos. Además se podían admirar ejemplares extraordinarios y solitarios de

otras especies de árboles fantásticos y, todo ello, sobre cañadas y praderas tupidas de un

monte variado y rico, escondite y habitáculo de numerosas aves y bestias, como el jabalí,

gamo, zorro, conejo o las más etéreas y voladoras tórtolas, palomas torcaces, aflautados

jilgueros y verderoles, abubillas, perdices y una inmensa variedad de insectos de bellos

colores y variadas formas. Conforme nos acercábamos al tronco vegetal del dios del bosque,

la floresta se hacía más densa y más hermosa. Una acacia de varios metros de altura,

extraordinariamente hermosa, mecía sus ramas con el viento, que la acariciaba con sus dedos

invisibles en un movimiento armónico amenizado de sonidos lejanos que le daban un aire

mágico. Y eso parecía decir la extraordinaria acacia con su voz de viento: que estábamos en

territorio de magia cerca del sagrado escondite del alcornoque que ejercía de santo entre los

demás árboles, arbustos, hierbas y bestias del centenario bosque. Franqueado el centinela de

porte divino entramos en el Santa Santorum de los árboles.

Un arroyo de aguas cristalinas corría por entre la maleza y las altas hierbas que lo

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Testigos mudos de la Sierra Pág. 206

arropaban hasta borrar su visión; haciéndose notar solo por el canto de su agua en los

pequeños saltos y recovecos del sinuoso trazado. La vegetación parecía de mayor tamaño y el

verdor menos matizado y más fuerte. Gabriel aceleró el paso, ayudándose de su bastón, y

dando una apretada curva se perdió de nuestra vista. Cuando le alcanzamos, se dirigía ya

señalando a un espectacular macizo boscoso; pronunciando una serie de frases que el viento

en contra no me permitió entender. Parecía un sacerdote druida que, habiendo reconocido la

divinidad en los árboles del bosque, recitara fórmulas secretas para atraerse las fuerzas

positivas de la naturaleza. Tal vez la alegría de contemplar de nuevo a su viejo amigo, o el

trance espiritual druídico de la comprensión del cielo en la floresta; pero su semblante parecía

iluminado. Sus ojos y su sonrisa no eran los de un hombre normal sino los de un demiurgo,

que a través del conocimiento profundo de los secretos de la naturaleza, se pusiera en contacto

con el principio de todas las cosas del Universo.

Sea como fuere, Gabriel se acercó a dos descomunales árboles, dos inmensos

alcornoques que extendían sus ramas hacia el cielo como queriendo alcanzarlo.

Aproximándose a uno de ellos, al más robusto, nos señalo las dos tremendas verrugas, que no

eran otra cosa que unas enormes protuberancias creadas por el árbol para protegerse de un

parasitismo típico. Allí estaban el rey y la reina del bosque, inmóviles si no fuese por el ligero

movimiento del ramaje a impulsos del aire.

Estos extraordinarios ejemplares de alcornoques, dignos de una leyenda de druidas,

reinaban en aquel mundo vegetal por derecho propio. Sus raíces alcanzaban el riachuelo para

sorber a grandes tragos el agua de vida que después sería bombeada al alto ramaje. Su reino

era aéreo a través de su espléndido porte y, subterráneo, debido al gigantesco e intrincado

sistema de raíces. No le faltaba ni el habla, aunque nosotros no lo entendiéramos. El aire

soplaba por su hojarasca produciendo silbidos y sonidos roncos en una secuencia modulada

por la velocidad del viento y el bamboleo de las ramas, que a modo de lenguas servían para

vocalizar los mágicos ruidos que salían de aquel rey del bosque. De lo que no estoy seguro es

que no le entendiese Gabriel, según se derivaba de su conversación y de la expresión de su

rostro. Un intenso olor a mentapoleo nos tenía embriagados, mientras admirábamos el porte

de aquel semidios de madera y escuchábamos las historias del maestro amarilleadas por el

tiempo.

Cuantos sucesos habrían contemplado aquellos gigantes verdes: de día el canto de los

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Testigos mudos de la Sierra Pág. 207

pájaros y sus amores y desavenencias y el ir y venir de los animales en sus interminables

tareas y, de noche, en la negra oscuridad de la sierra, tal vez, alrededor de su trono regio, la

conversación de los fantasmas del pasado de estas tierras: legendarios mineros, valerosos

guerreros y bellas y hábiles mujeres de los tiempos de Tartessos, Cartago y Roma, y de aún

antes, que eligen este lugar sagrado para pacificar sus espíritus. Si hubiésemos entendido sus

palabras tal vez ahora sabríamos de hermosas historias de amor o tremendas azañas en las

minas o en el combate. Se pasaron aquellos tiempos en que los seres humanos, integrados en

la naturaleza, escuchábamos al bosque y lo entendíamos y amábamos. Hoy en día lo

incendiamos o lo talamos o lo llenamos de inmundicias. Que pena! Lo que nos estamos

perdiendo por nuestra falta de sensibilidad.

Llegó la noche con su penumbra y nos fuimos con la tristeza que dan las despedidas.

La impresionante visión no se nos ha borrado todavía. Yo, personalmente, ya he vuelto varias

veces al lugar para saludarlos y recrearme en la compañía de estos reyes del bosque de la

Sierra de Córdoba. Una noche oscura, sin Luna y toda repleta de estrellas, me fui a sorprender

la posible tertulia nocturna de tan impresionante lugar. Y mereció la pena.

Los olores del bosque perfumaban intensamente el lugar; el silencio solo se rompía a

pequeños intervalos; la temperatura era magnífica; las voces, como ecos del pasado, se oían

como un siseo. Y pensé, mirando la majestuosa silueta contra el oscuro cielo estrellado del

alcarnoque de las dos verrugas, en aquellos versos:

Estoy soñando, echado

a tu sombra en tu tronco suave...

Y me parece

que el cielo, copa tuya,

mece su azul sobre mi alma.

(J.R. Jiménez, "Con la inmensa minoría")

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 208

LAS SARDINAS DE PLATA DE MACHACO

(Publicado en el Catálogo de Feria de Cerro Muriano, Julio de 1998)

Madrid, Agosto 1998

Baldomero, alias Machaco, era pescadero, heladero en verano y no sé que otras cosas

más, aparte de poseer un corazón de oro y un alma limpia y generosa para con los chavales.

Era muy feo. Fuerte y robusto, subía todos los días del año la carretera de Córdoba a Cerro

Muriano, muy temprano, cargado de pescado. Su cantinela de ¡hay pescado fresco!, ¡sardinas,

jureles, boquerones! con una voz fuerte y rasposa, alegraba los silencios de las mañanas de

Cerro Muriano. En burro, bicicleta o a pie, este hombre, no paraba de andar y trabajar. Su

pescadito fresco, su papel de estraza y su romana, amén de un sombrero de paja desvencijado

y una sonrisa perenne, era una estampa bellísima de un pasado que no volverá.

Una mañana de verano del año 1958, salí a la puerta del jardín con mi madre para

comprar sardinas a Machaco.

– ¿Son frescas?

– ¡Fresquísimas!; contestó muy seguro -¡Mire usted que hermosura de sardinas; si todavía se

mueven!

– Póngame dos kilos bien pesados, Machaco; que no me fío de su balanza.

– No se preocupe; que se los voy a pesar bien largos.

Cuando mi madre entró en casa con el pescado, Machaco dirigiéndose a mí con cara

seria y llena de misterio, me espetó: -muchacho, yo sé que tú eres un chico listo y, además,

estás en las nubes igual que yo. ¿A qué te gustan los misterios?. Pues prepárate. Hoy he

podido comprar una caja de sardinas en que venía una de plata, si de plata, del color de la

plata; mágica completamente. Yo siempre observo en la lonja las cajas de sardinas antes de

comprar y observo si hay alguna sardina de plata. Vienen poquísimas, a lo mejor una al año.

Me mato por esa caja. ¿Sabes? Si te la comes te llenas de una fuerza especial. Eso, sí, sólo

duran sus efectos un tiempo. Pero no he podido averiguar cuanto. Me ha parecido que pueden

ser días, seguramente hasta que no queda nada de la sardina dentro de ti. Ya sabes; si eres

estreñido puede que te duren los efectos mucho más tiempo.

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 209

Introdujo la mano en la caja de sardinas y rebuscó entre ellas, hasta que dio con lo que

buscaba: una sardina completamente plateada. Su dibujo y sus formas eran idénticas a las

demás, pero el color era fantástico, con el brillo metálico de la plata. En su piel humedecida

parecía reflejarse la luz de la Luna en pleno día.

-¡Toma! ¡Cógela!; esta vez es para ti; te la regalo. Le dices a tu madre que es para ti, sólo para

ti, un regalo de tu amigo Machaco.

Le di las gracias y me fui para adentro. Antes de terminar de recorrer el jardín con mi

precioso pescado de plata, oí a Machaco gritar: ¡ya me contarás, amigo; ya me contarás!

Esperé a mi madre en la cocina con cierta ansiedad para enseñarle el regalo de

Machaco. Mientras, a la luz de la puerta del patio que se filtraba por la cortina de canutillos,

me quedé embelesado viendo y tocando la superficie lisa y resbalosa de aquel mágico pez. Ya

empezaba a considerar que la historia de Machaco pudiera ser cierta. Mi madre me sorprendió

observando a aquella extraña sardina.

– Antonio, ¿qué bicho raro es ése?

– Es un obsequio de Machaco. Se trata de una “sardina de plata”. No quiero que se la coma

nadie. Sólo yo me comeré esta sardina de plata.

– Así será; eres un maniático como todos en esta casa.

A mediodía, con la precisión y el rito de todos los días, se inició la comida. El plato

fuerte eran las sardinas. Un penetrante y apetitoso olor se extendía por todos los rincones de la

casa y el jardín. Mi madre sabía que ese aroma magnífico se convertiría después en algo

desagradable y difícil de eliminar. Preparó trozos de periódico para no contaminar servilletas

y manteles de tela. Y comenzó el guateque.

Me puso las que me correspondían y, claro está, la sardina de plata de Machaco, que

apenas se distinguía de las demás después de asada a la brasa. Comencé con ella y comprobé

que era de carne delicadísima y sabor más matizado y fino que todas las que había probado

hasta entonces. Me dio pena comérmela y más acabar con ella. La magia ya estaba en marcha.

Como un sacerdote druida me había alimentado con la carne del pequeño duende marino de

plata. El resto de la comida me pareció vulgar; más que de rutina. Ya, antes de acabar,

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 210

comencé a sentir una ligera excitación y extrañas sensaciones físicas y anímicas. ¿Llevaría

razón Machaco? ¿Estaría poseído de un encantamiento mágico? Este vendedor de pescados de

oro y de plata era un bromista muy peculiar. ¿Me estaría tomando el pelo? Aún no lo sé. Me

es imposible discernir lo real de lo imaginario en este suceso; pero si debo aceptar que

ocurrieron cosas inexplicables, incluso para mi mente actual de científico; aunque la barrera

del tiempo transcurrido pueda suponer un serio obstáculo para el juicio sereno y objetivo.

A los pocos minutos de acabar el ágape, comencé a percibir una luz extraña. Una

iluminación más clara y tintada de un blanco refulgente y plateado rodeaba a todo cuanto

miraba. Si no estuviera al tanto de lo referido por Machaco sobre la sardina de plata estaría

francamente preocupado y asustado. Pero asistí a aquella misa con el consentimiento y el

gusto de un iniciado en rituales de magia primitiva. Todo comenzó a parecerme diferente,

hasta el punto de creer que estaba en un mundo distinto y más luminoso.

Dormí la siesta, como de costumbre, y soñé, como de costumbre, con historias

parecidas a las de siempre; pero como en un estadio superior de trance. Dominaba todo lo que

ocurría. Era una sensación magnífica y, sobre manera, diferente a lo vivido hasta el momento.

En ningún instante se produjo descoordinación en mis actos rutinarios. No desperté, ni

mínimamente, sospechas de comportamiento alterado en mi familia y amigos. Podría ser una

alucinación pero no lo era. Se trataba de algo muy real. La vida cotidiana con todos sus ritos

continuó sin verse alterada. Solo mis poderes, de alguna manera, se hallaban exacerbados.

Pensé que debía tener mucho cuidado. Y lo conseguí.

Subí el escalón en la consciencia y me situé en ese otro mundo transparente que nos

rodea y no podemos analizar ni estudiar. Desde él se puede sentir, ver, escuchar y tocar todo

lo tangible e intangible, como un espectador privilegiado que sorprendiera el mundo desde su

interior. Y así pasé numerosos días en mi nuevo estado de encantamiento y los

acontecimientos extraordinarios se sucedieron unos detrás de otros como las gotas de agua de

una cascada inagotable. A mis ojos todo parecía transparente: rocas, árboles, personas,

casas,...todo. Sólo tenía que agudizar mi vista para ver a través de paredes, vestidos, piel

humana, superficies de las montañas o cualquier obstáculo por débil o fuerte que fuese. Podía

contemplar lo más profundo y sentir los latidos de los corazones alegres o angustiados. El

pudor no me permitía mirar a las muchachas y a las niñas, pero el resto de seres animados e

inanimados pasaron por mis ojos con sus secretos ocultos, que me hacían llorar o reír según el

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 211

caso. También las penas ajenas se hacían visibles haciéndome sentir infeliz. Me di cuenta que

también los animales, las plantas y los insectos sentían alegrías y penas: alegrías magníficas y

penas muy hondas. Toda la naturaleza, incluidas las montañas y rocas viven y sienten. El

mundo entero estaba vivo ante mí. Era una sensación indescriptible, hermosa y fea a la vez,

porque podía discernir lo bueno y lo malo. El nocturno ladrar de los perros me parecían

lamentos. Los entendía y sufría por la tristeza que atenaza a estos animales.

Alguien resultó invulnerable a la sardina de plata: Angelita. El amor, como escudo

invisible y mágico, invulnerable a cualquier maniobra angelical o diabólica, puesto que está

hecho de la propia esencia de Dios, fue capaz de frenar y reflejar la radiación cósmica de mi

mirada, como el escudo metálico y pulido de Teseo a la fulminante mirada de la Górgona.

Mis propios sentimientos hacia aquella criatura bellísima, sensible y frágil no me permitieron

ni la más mínima intromisión en su intimidad. Angelita fue como una isla opaca en un océano

cristalino y transparente. Recuerdo que me decía con su voz de seda: -estás raro, como frío y,

el color de tu cara, me recuerda a la fuente de plata que mi madre tiene en el aparador de casa.

¿Estás enfermo? Rezaré esta noche a la Virgen para que te cures. Creía que nadie se había

dado cuenta; pero aquella niña dulce, con labios de caramelo de fresa y ojitos, más que ojos,

de verde malaquita incrustada en jaspe blanco, intuyó mi estado de catarsis.

No sé que proteínas, grasas y aceite omega poseía la sardina de plata de Machaco,

pero empecé a notar una notable ausencia de cansancio físico y, eso sí, un poco de miedo. Mi

vida transcurrió entre el vértigo y las sorpresas. En unos días viajé por el universo de mi

entorno natural más que la nave espacial Galileo. Fué un tiempo equivalente a mil años de

vida de un ser humano normal. Empecé a notar una angustia que ya no me permitía disfrutar

del estado catártico. Sin embargo recordaba las palabras de Machaco acerca de la duración de

los efectos de la sardina de plata. Pasaba largos ratos en el cuarto de baño tratando de eliminar

sus restos, pero mi estreñimiento natural, por entonces contundente, no me permitía

progresos. Así es que la historia se dilató dos semanas completas en las cuales vi, oí, toqué y

analicé las cosas y los hechos más increíbles. Podría escribir mil páginas para contar

experiencias tan profundas, agradables unas y desagradables otras; aunque todas increíbles y

bellas. El olor a jazmines, galanes de noche y limoneros que se esparcía por los jardines de

Cerro Muriano, y especialmente por la calle de Sta. Bárbara, me ayudó a mantener el control

de la realidad desde un principio; realidad que superaba cualquier fantasía imaginable.

Recuerdo aún aquel aroma primaveral y veraniego de Cerro Muriano en que las bellísimas

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 212

plantas, arbustos y árboles ponían su toque profundo, como rúbrica y confirmación del lugar

en que la vida en todas sus variaciones dominaba la existencia. Sí; aunque parezca increíble y

poco sostenible, fue el intenso perfume el que me mantuvo en contacto firme y sólido con la

realidad cotidiana.

Recuerdo la cara del maestro, D. Gregorio, cuando iba contándonos con parsimonia

infinita aquellos días, la historia de España. Me miraba y observaba mis movimientos de

cabeza asintiendo o corrigiendo lo que él decía. –Parece que usted lo sabe todo. ¿Quién fue

Claudio Marcelo?. A ver, conteste. ¿Es usted un sabio peloteras; un chico listo o bien alguien

que se va a llevar un reglazo?. -Claudio Marcelo, fue ... y soltaba una retahíla de datos que

difícilmente nadie, ni el más profundo historiador podría contar ni contrastar. Mis colegas de

estudios y juegos estaban sorprendidos de mi sabiduría repentina. Estaban acostumbrados a

las exhibiciones de un sabio peloteras, pero no a aquellos discursos científicos e históricos

que hacían enmudecer hasta al maestro. Lo peor comenzó cuando empecé a perder el apetito y

para comer sin despertar sospechas tuve que recurrir a toda clase de artimañas. Me tragaba los

huevos pasados por agua de un sorbo, también la leche del desayuno, incluso los garbanzos

del mediodía. Aquella fuente de energía de la sardina de plata me hacía parecer siempre

satisfecho. Mis manos empezaron a ser fosforescentes durante la noche. A pesar de mis

lavados continuos con jabón verde y estropajo, cada vez emitían más luz. Se convirtió en un

grave problema disimular tal hecho. Al oscurecer me las metía en los bolsillos y no las sacaba

si no había una iluminación más o menos intensa.

Mi energía interna llegó a tal límite que comencé a preocuparme vivamente; sobre

todo a partir de una noche, que transformado al igual que Ícaro en ave voladora, pude

visualizar desde la altura no sólo Cerro Muriano o la provincia de Córdoba al completo, sino

toda Andalucía y más allá aún. Decidí que aquella experiencia había llegado muy lejos y ya

no podía mantenerla dentro de límites prudentes. Así es que a la noche siguiente del vuelo

nocturno, me bajé de la cama y poniéndome de rodillas, y con la frente pegada al suelo, le dije

a la Virgen que ya había experimentado demasiado y que iba siendo hora de volver a la rutina

normalizadora. Tal vez me escuchó la Señora o quizás fue mi metamorfosis interior en el

sentido de abandonar aquella locura lo que provocó un efecto inmediato de volver a la

normalidad. Mis manos fueron perdiendo la intensidad luminosa fosforescente hasta

desaparecer por completo. Y a la mañana siguiente había conseguido ya su estado aparente de

normalidad. Debo confesar, que diez minutos después de haber pedido de bruces en el suelo a

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Las sardinas de plata de Machaco Pág. 213

la magnífica Señora su intercesión en mi estado de encantamiento, me entró un dolor de tripas

tremendo que se resolvió en tamaña diarrea, causante de que aquella noche pasara más tiempo

en el retrete que en la cama.

No me gusta asociar acontecimientos, pero estoy convencido que aquella noche de

soltar lastre, tras la imprecación mariana, supuso la eliminación completa de los últimos restos

de la sardina de plata. Fue una experiencia mágica y extraordinaria pero dada su intensidad y

complejidad me alegré de haberme librado de ella. Había aprendido mucho y no era cuestión

de tentar a la suerte y continuar en tan extraña situación; quien sabe hasta que límite de

cordura. Nunca olvidaré aquellos días en que estuve dominado por la sardina de plata

mientras la digerían mis tripas. Obtuve conocimientos y prácticas que aún no me han

abandonado y que algunos achacan a algunas habilidades que me acompañan de nacimiento.

No; no es mérito propio o genético de ningún modo, tampoco es consecuencia del trabajo

constante y de la experiencia, sencillamente lo debo a la sardina de plata de Machaco.

Machaco -Baldomero- murió hace dos años coincidiendo con la feria de Julio de Cerro

Muriano. Vivió muchos años e hizo feliz a numerosas personas; sobre todo niños. Fue un ser

modesto pero extraordinario. Ya sé que algunos pensarán que aún sigo con algunos restos de

su sardina de plata en mis tripas cuando aseguro que al ir al mercado me atraen las

pescaderías y, sobre todo, las que tienen sardinas. Mis ojos escudriñan estos habitantes del

mar con el mayor rigor científico, tratando de encontrar una sardina de plata. Aun no la he

encontrado, pero no me desanimo en la tarea. Si la encuentro pagaré por ella lo que sea como

hubiera hecho Machaco. Me gustaría comprobar desde mi perspectiva actual, qué hubo de

verdad en aquellos días en que estuve poseído de la carne mágica de una sardina de plata.

¿Donde estará Machaco ahora? En un buen sitio; como se deriva de quien pudo

degustar en vida algunas sardinas de plata. Tal vez en una constelación de estrellas, que

dibujan una sardina; quizás de plata; con toda seguridad mirando con cariño a su pueblecito

de Cerro Muriano.

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Filtros de amor en la Córdoba Musulmana Pág. 214

FILTROS DE AMOR EN LA CÓRDOBA MUSULMANA

(Publicado en el Diario Córdoba el 2 de Marzo de 1999)

En los tiempos del Emir omeya Abderrahamán II, la sociedad de Al-Andalus y la

cordobesa en particular, sufren una transformación notable hacia un refinamiento cultural.

Este Emir amante de la cultura se apasiona por el lujo oriental de la corte de Bagdad. La

economía del reino, permite la adquisición de joyas, lujosas telas, perfumes, bellas mujeres y

todo aquello que alegra la vida de la corte y las fincas y casas de gobernadores, dignatarios y

terratenientes. Abderrahamán compra el fabuloso collar de Zubayda, esposa del califa Harum

al Rashid, célebre califa de las Mil y una Noches. También se trae desde Bagdad a su corte a

Ziryab, el mejor músico del mundo islámico de la época. Abu-l-Hasan "Alí ben Nafi", nacido

en 789 en Mesopotamia, era un liberbo del califa abbasí al-Mahdí. Su nombre de Ziryab se le

dio a causa de su tez morena, y que designaba habitualmente a un cierto pájaro de plumaje

negro. Fue discípulo del famoso músico y cantor de la corte de Bagdad, Ishaq al-Mawsilí, al

que superó notablemente. Este hombre impondrá la moda, comidas, música y maneras de

Oriente en Al-Andalus como Petronio lo hizo en Roma. La música árabe clásica se llama en la

actualidad desde entonces, andalusí, para todo el mundo musulmán y, en todas las partes del

planeta, se siguen sus normas estrictas para el bien comer. También montó una escuela donde

enseñaba canto, danza, poesía y literatura a hermosas jóvenes cordobesas que después

alegraban las cotizadas reuniones culturales.

Abderrahmán II, también se trajo otras cosas no menos maravillosas, como el acero de

Damasco o la avanzada alquimia bagdadí y persa. Entre este abigarrado lote de cultura,

ciencia y fantasía, llegaron otros productos y recetas menos llamativos, pero sí más sutiles,

como los filtros de amor y la cocina afrodisíaca, voluptuosa y sensual. Y es que el amor,

unido a la comida y a la bebida siempre fue el mayor deseo de todas las sociedades humanas.

El sabio astrónomo persa Omar Jayyam (siglos XI al XII), recita en su Robaiyyat

algunos versos que dejan claro este hecho:

"Quiero vino, una cántara de tinto, y también que haya

un libro de poemas, buen temple, medio pan;

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Filtros de amor en la Córdoba Musulmana Pág. 215

y tú y yo, en unas ruinas sentados, porque entonces

será mejor aquello que el reino de un sultán".

o en estos otros no menos hermosos:

"Cuando tiñe sus ropas de color la violeta

y el levante rasguña el velo de las flores,

sabio es quien con su hermosa de cuerpo plateado

bebe vino y estrella en la piedra la copa".

Es evidente, que uno de los más antiguos y eficaces filtros de amor, siempre fue el

vino junto a la mujer amada en un ambiente estimulante y solitario. Quién no ha deseado en

algún momento tener un filtro mágico, para dárselo a beber a la persona deseada, y así

conseguir su amor?

Uns al-Qulub, una esclava del invencible caudillo cordobés Almanzor, en una reunión

celebrada en Munyat as-surur (palacio de la alegría) en az-Zahira, queda locamente

enamorada del poeta y escritor Abu l-Mugira Ibn Hazm, primo del más grande sabio cordobés

Ibn Hazm, y recita unos bellísimos versos en los que expresa veladamente, su deseo de llegar

a tener su amor como sea:

"La noche avanza al irse el día

y la luna aparece como media pulsera,

diríase que el día es una mejilla

y que la oscuridad es el dibujo del aladar;

las copas me parecen agua sólida

y el vino fuego líquido.

Han cometido un crimen contra mí mis ojos,

¿cómo podré excusar a mis pupilas?

Maravillaos, amigos, de una gacela

injusta con mi amor cuando está cerca;

¡ojalá hubiera un medio de llegar hasta él

y con su amor cumpliera mis deseos!".

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Filtros de amor en la Córdoba Musulmana Pág. 216

Tal vez un filtro mágico echado en una de las copas de vino hubiera hecho el milagro.

Esta vez no fue necesario, ya que Abu l-Mugira se dio cuenta del hecho, saboreando tan

sugestivos versos que actuaron como la mejor de las alquimias. Después de unos dimes y

diretes, Almanzor le regaló la esclava y esa misma noche, y otras muchas más, se cumplieron

sus deseos.

No todo el mundo era y es tan sutil a la poesía, y entonces, se imponía el filtro de amor

o la comida exquisita y delicadamente afrodisíaca. El gran sabio San Alberto Magno, brillante

traductor y continuador de la alquimia árabe, sobre todo de la procedente de Al-Andalus

presenta en su libro "El armario dorado de los secretos", algunos filtros y recetas afrodisíacas

de gran valor. Así escribe de mezclas fascinantes con ingredientes muy raros y exóticos,

cuyos poderes mágicos eran muy importantes, aunque en ocasiones tóxicos y peligrosos. Sin

embargo, una de estas recetas de "polvos de amor" que San Alberto nos describe, reza así:

"Tome semillas y flores de helenio, verbena y las bayas del muérdago. Bátalo todo,

una vez secado bien en un horno, hasta reducirlo a polvo. Déselos a la persona deseada en un

vaso de vino y obrará un efecto maravilloso a su favor".

La receta debía ser cuidadosamente estudiada en sus proporciones, ya que si bien las

hojas del muérdago se siguen utilizando en los herbolarios, las bayas son venenosas.

En Córdoba, desde la llegada del árbitro de la elegancia Ziryab, todo lo iraquí de la

fabulosa corte de Bagdad, era asimilado rápidamente y sin titubeos. Hacía tiempo ya, que los

cuentos de "Las Mil y una Noches" habían llegado a Al-Andalus. La exhuberancia y el lujo de

la corte del califa Harum al-Raschid y de su favorita Sherezade estaba en la mente de todos,

por ello, el sensual Emir Abderrahmán II hizo lo imposible por imitarla, trayéndose a Córdoba

todo lo que pudo. Y es, en estos cuentos, donde se encuentra la fórmula para un filtro de amor

de efectos potentes y seguros. Se describe en la historia de Ala-Al-Din Abu-Al:

"Se toma una parte de opio de Roumi concentrado y partes iguales de cubebas chinas,

canela, clavo, cardamomo, jengibre, pimienta blanca y lagartija de montaña...molido junto,

hervido en aceite de oliva, con tres partes de olíbano macho y una taza de semillas de cilantro,

macerando todo y convertido en electuario con miel de abeja de Roumi.

Tomar con una cuchara después de cenar, tragarlo con un sorbete de conserva de rosa, tras

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una cena de cordero y pichón casero sazonado y especiado".

Es un filtro de amor de contrastada eficacia si tenemos en cuenta los ingredientes, a

tenor de lo escrito por el sabio San Alberto Magno. Yo aconsejo que se haga, pero sin el opio

que es una droga fuerte e ilegal y sin lagartija, por eso del asco y también de la ecología. Y es

que la sola combinación de hierbas y especias relatadas, después de una excelente comida

con cordero asado y pichón macerado y sazonado en alguno de los excelentes restaurantes de

esta ciudad, garantiza una noche de amor infinita. Y se podrá decir como el gran poeta

andalusí de Alcira, Ibn Jafâyâ (1058-1139), en su poema "La mano del Alba":

"Era como un junco

y sus joyas tintineaban

cada vez que le embargaban

la juventud y la embriaguez.

Sus pestañas como gacela;

su cuello, de ciervo;

sus labios, de vino;

sus dientes blancos como espuma.

Se erguía orgullosa en una túnica dorada

que parecía una luna rodeada de estrellas.

Ella y yo nos fundimos

bajo el velo de la noche

hasta que la mano del alba lo desgarró".

Quizás los sentidos versos de Ibn Zaydn, el mejor de los poetas cordobeses del final

del califato (siglo XI), dedicados a la princesa Wallada en la época en que fueron tan sentidos

amantes, los escribió como colofón a una noche de amor vivida tras la ingestión de una

opípara cena en la que libaron al final con el rico elixir de un filtro de amor, como el de "Las

mil y una noches":

"Ha dicho adiós a la paciencia un amante

que, al despedirse de ti,

revela su secreto, en ti depositado,

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y que lamenta, cuando te acompaña,

que no haya más camino hasta tu casa.

Oh, hermana de la luna en esplendor y brillo,

¡que Dios guarde las horas en que vienes!

Si mis noches son largas después de tu partida,

¡cuántas veces me quejo

de lo breves que son si estás conmigo!".

En los mercados de la Córdoba musulmana, se podían encontrar los más variados

productos y artículos, incluidos los fuertes esclavos y las bellas esclavas. El comercio con

Oriente y Occidente, traía a la ciudad el exotismo más refinado. Así se podían adquirir

especias, hierbas, verduras y frutas de todo tipo. No era difícil por tanto, adquirir las

substancias necesarias para formular la receta de un filtro de amor. Sheij Omar Ibn

Mohammed Al Nefzawi en el siglo XVI en su libro "El jardín perfumado", recopila y presenta

filtros de amor y alimentos afrodisíacos utilizados en el mundo islámico, y que fueron

empleados con profusión en la esplendorosa Córdoba califal y en su rival la Bagdad de los

califas de Oriente. Así, eran muy preciadas para los filtros de amor la canela, pimienta negra y

jengibre entre otras. Estas especias, participaban en recetas mágicas y extraordinarias en los

más variados aspectos de la pasión amorosa. En "El jardín perfumado" encontramos a estas

especias en algunos filtros de amor de probada eficacia, según su autor. Uno a base de canela:

"Guisantes hervidos con cebollas,

con canela, jengibre y

cardamomos, todo molido, crean

pasión y fuerza en el acto amoroso".

servía para dar vigor a los amantes, al igual que este otro, que usado en el mundo musulmán,

procedía de China donde tenía una antigüedad de más de 3000 años:

"El hombre que repentinamente no se sienta con suficientes fuerzas para gozar de las

mujeres, deberá comer jengibre, miel, eléboro, ajo, canela, clavo, nuez moscada, cardamomo,

lenguas de gorrión (hierbas) y pimiento largo inmediatamente".

Algo más prosaico, se cuenta en "El jardín pefumado" para conseguir doblegar la

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impotencia masculina, que más que un filtro de amor resulta ser un potingue que puede

competir, como remedio más sano, con la controvertida Viagra actual:

"Hacer un compuesto de pimienta,

lavanda, galaga, almizcle, miel y

jengibre. Lavar el miembro en agua

templada y ungirlo con la mezcla".

No sé si este filtro-ungüento conseguía o conseguirá el efecto erótico deseado, ya que

ha sido muy utilizado desde los tiempos de los emires y califas; pero lo que sí es seguro, es

que se trata de un perfume profundo y duradero de las partes íntimas masculinas. A este

respecto, yo de preferir, me inclinaría por este otro remedio más exquisito y placentero para el

estómago que hace protagonista a los espárragos, y que nos recomienda el libro "El jardín

perfumado": "los espárragos con yema de huevo frito en tocino, leche de camella y miel

hacen que el miembro viril esté alerta noche y día".

Todo ésto con ser cierto no, son filtros de amor más potentes y eficaces que la

alquimia directa, sencilla e incendiaria de los pequeños detalles de la belleza de la persona

deseada; como puede ser el color de la mejilla de una joven hermosa, a tenor de los

magníficos versos del poeta Ibn Jafâyâ de Alzira en su poema "El vino de su mejilla":

"Una joven hermosa se levantó para escanciar

y la embriaguez inclinó su talle.

Se cimbreó como un ramo

y el vaso enrojeció igual que una rosa.

La embriaguez incendió su mejilla

y la pasión hizo prender fuego en su mecha.

Mientras ella absorbía mi alma

yo gozaba del vino de su mejilla".

Y es que en la Córdoba de los Omeya, los herbolarios rebosaban de hierbas

extraordinarias, que contribuían a conseguir crear o multiplicar la pasión amorosa de los

amantes. Una cultura de tradición secular inundaba los herbolarios y las cocinas, para

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proporcionar los filtros de amor que los enamorados tomaban con fe y confianza en sus

efectos. Plantas como el mirto, traían su fama afrodisíaca de los contactos del mundo árabe

con el griego y bizantino. El maravilloso mirto, se plantaba alrededor de los templos

consagrados a la diosa Afrodita, en recuerdo de la guirnalda que llevaba, cuando París le

concedió la Manzana de Oro por su belleza. Esta diosa, utilizaba el mirto para realizar

irrigaciones vaginales, al decir de la mitología. En la antigua Roma era un adorno tradicional

en bodas, mientras que la destilación de los manojos de flores y hojas de mirto, en dos cuartos

de agua de primavera y un cuarto de vino blanco "embellece, y cuando se mezcla con un

jarabe de cordial, inclina a quienes lo beben a ser muy amorosos".

En los mercadillos y herbolarios cordobeses se encontraba siempre el orégano

silvestre, que según se decía, debía su perfume al dulce aliento de Afrodita; y también,

verbena, romero, reina de los prados, hinojo,... todas ellas con influencias notables sobre la

pasión amorosa. Era un mundo en que el amor sensual y el amor casto, inundaban todas las

actitudes de la vida de los cordobeses, por otro lado algo consubstancial a la propia tradición

islámica.

Tan rica era la cultura amorosa en la Córdoba de emires y califas, que con sólo las

referencias hechas en libros coetáneos y posteriores de autores árabes y cristianos, podemos

extraer, cuan importante fue en la sociedad de entonces el tema amoroso. Tanto, que el más

grande sabio cordobés, Ibn Hazm de Córdoba, escribió un libro dedicado al amor: "El collar

de la paloma". Es tan maravilloso en todos los sentidos, que ha sido alabado por los más

grandes eruditos de antes y ahora. Delicioso regalo para el corazón y la mente, ha sido

traducido al español, por el famoso arabista y catedrático D. Emilio García Gómez.

Que tendrá el amor, para que alguien como Ibn Hazm pueda recitar algo tan sentido y

conmovedor como estos versos del "Collar de la Paloma":

"Exhalo amor de mí como el aliento,

y doy las riendas del alma a mis ojos enamorados.

Tengo un dueño que no deja de huirme;

pero que, a veces y de improviso, se siente generoso.

Lo besé, queriendo aliviarme;

pero la sequedad de mi corazón no hizo sino crecer.

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Filtros de amor en la Córdoba Musulmana Pág. 221

Son mis entrañas como un seco herbazal

donde alguien arrojó un tizón encendido".

Si aquí Ibn Hazm sufre de mal de amores, tal vez con una cena "especial" y un filtro

de amor regado de buen vino, hubiera conseguido lo que canta Ibn Jafâyâ de Alzira en estos

bellísimos versos del poema "El viaje de las manos":

"Durante la noche

hemos ido pasando de mano en mano el vino rojo,

mientras entre nosotros corrían

palabras tan suaves como la brisa que sopla sobre las rosas.

Hablamos sin tregua,

en tanto la copa aromaba con su aliento perfumado.

Más hermosos eran nuestro diálogo y nuestras confesiones.

Las margaritas de su boca, el lirio de su cuello,

el narciso de sus párpados o la rosa de sus mejillas,

eran mi único alimento, hasta el instante

en que la embriaguez de la copa y del sueño

se deslizaron en su cuerpo,

entonces se inclinó hacia mis brazos.

Yo intentaba oponer el ardor que devoraba mi corazón

el frescor de su aliento.

Y cuando vi que se había despojado de su manto,

apreté contra mí ese sable que acababa de ser desenvainado.

¡Qué talle tan esbelto! ¡Qué contacto tan dulce!

¡Qué brillo de lámina! ¡Qué vibrar de costados!

Al acariciarla vibraba la rama que crece en la arena;

el sol que aparece en un día feliz

declinaba su ardiente rostro.

Mis dos manos viajaban a través de su cuerpo:

descendían hasta el valle de su cintura

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Filtros de amor en la Córdoba Musulmana Pág. 222

o ascendían por alcanzar sus dos senos altivos".

Y es que cuando el arte de la seducción falla, la altivez de la persona amada nos la aleja, o

nuestra fuerza física nos abandona, los filtros de amor pueden conseguir efectos increíbles.

Ahí están, en el recuerdo de nuestra fabulosa Córdoba, recetas alquímicas de productos

naturales, que encieden la pasión y sobre todo, hacen un efecto milagroso sobre la ilusión, que

es la base fundamental de las relaciones amorosas.

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Muerte de un Republicano Pág. 223

MUERTE DE UN REPUBLICANO La mejor fotografía del siglo xx fue realizada en Cerro Muriano.

(Publicado en el Diario Córdoba el 10 de Mayo de 1999)

Sin duda la fotografía "Muerte de un republicano español", obtenida el 5 de

Septiembre de 1936 en el frente de Cerro Muriano por Robert Capa, es una de las que

representarán a este siglo que se acaba. Fue de tal impacto que para mitigar su efecto

propagandista se extendió el rumor mal intencionado de que era falsa. Según este rumor

mezquino, el héroe de Capa nunca fue alcanzado por un bala nacionalista, si no que fue una

escena "fabricada" durante un entrenamiento militar con la misión de servir de propaganda

para el Frente Popular y sus partidarios. La realidad expuesta de manera tan brutal y humana

siempre molesta y ofende a los poderes, a los envidiosos y a los torcidos de la verdad

histórica. Es necesario aceptar que la foto se ha ganado su fama merecidamente y debe

aceptarse su impacto perturbador de las conciencias.

Robert Capa no llegó a conocer el rumor nacido en la mitad de la década de los

setenta. La verdad, como siempre, resplandece; así en Septiembre de 1996 muere este rumor a

manos del historiador Mario Brotons, uno de los mejores amigos de Robert Capa.

Investigando concienzudamente en archivos civiles y militares, descubre lo que fue una

verdad desde siempre: el miliciano de la foto, muerto en combate en el frente de Cerro

Muriano, el 5 de Septiembre de 1936, único caído ese día, se llamaba Federico Borrel García,

tenía 24 años y era fundador de las Juventudes Libertarias de su pueblo, Alcoy. Tenía fama de

vividor, era buen cantante y antifascista convencido. Es muy posible que a Robert Capa le

hubiera gustado conocer el dato histórico y la confirmación oficial de su revolucionaria y

pionera fotografía del actual periodismo comprometido. Pero no pudo ser, ya que Robert

Capa, el hombre que odiaba la guerra, murió víctima de una mina antipersonal, ese artefacto

odioso donde los haya, cuando hacía un reportaje de las maniobras del ejército francés en el

delta del río Rojo, durante la célebre guerra de Indochina.

Es curioso que la fotografía, que representa por antonomasia a la guerra civil española,

y a todas las guerras en general, fuera tomada en Cerro Muriano. Cómo llegó Robert Capa a

esta tierra de ensueño en aquel tiempo de vergüenza y horror? Robert Capa uno de los

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Muerte de un Republicano Pág. 224

mejores fotógrafos de nuestro tiempo, pionero del fotoperiodismo de guerra, era de origen

judío, nacido en Budapest en 1913, se llamaba Endre Friedman. Emigró a Berlín en 1932,

donde comenzó a obtener unas fotografías de impacto reconocido. Era un hombre guapo y

conquistador que encantaba a las serpientes con su mirada. La llegada de Hitler al poder le

sirve de acicate para irse a París. Llega a esta ciudad asustado y preocupado de lo que el

nazismo y, en general, todos los totalitarismos pueden suponer para el hombre. En 1935

cambió su nombre original por el de Robert Capa. Fue un año decisivo para él. Durante su

transcurso conoce a la que será el gran amor de su vida: Gerda Taro. Militante alemana contra

el nazismo, no estuvieron juntos mucho tiempo; ya que Gerda Taro murió aplastada por un

tanque español en el verano de 1937. "Nunca se recobró verdaderamente de esa herida",

según comentaba su amigo y compañero John Morris colega suyo de la agencia Magnum,

fundada por el propio Robert Capa en 1947 junto con “Chim”, Henri Cartier-Bresson y

George Rodger junto a una botella magnum de Champaa.

Con 23 años, joven e ilusionado, acude a la guerra de España enviado por su amigo

Lucien Vogel, dueño de la revista Vu. En el avión privado de Lucien, acompañado de su

compañera Gerda Taro, formada ya como fotógrafa, y de su inseparable Leica nueva, se

presenta en España, en el lado republicano, para obtener reportajes gráficos de la cruel lucha

entre hermanos. Aparece en Cataluña; pero pronto va al Sur del país donde las luchas son

intensas. De esta manera se traslada a Alicante. La mañana del 5 de Septiembre la

Confederación General del Trabajo anarcosindicalista (CNT) planea una ofensiva en el frente

de Córdoba, justo en el sector de Cerro Muriano. Robert Capa y Gerda se incorporan al

regimiento de Alcoy con 300 milicianos. Enfrente se encuentran las tropas del General Mola,

que abren fuego inmediatamente. Un miliciano con el cuello de la camisa abierto, guerrera de

color claro, pantalón con tirantes, cartuchera en bandolera y de una altura superior a la media

va a caer abatido por los nacionales.

Se desata un mar de fuego. Mola no es alguien al que se pueda sorprender. El cielo se

ilumina y llena de grandes humaredas y olor a pólvora. La artillería desata su furia, las

ametralladoras y la fusilería llenan el aire de metal mortífero. Como una sábana que cubriera

el cielo de Cerro Muriano, la muerte ronda en cada esquina o recoveco. Sus montes antiguos,

sus vaguadas, riscos y valles suponen un mundo oscuro difícil de conseguir y también difícil

de defender. Federico, un idealista anarquista, embriagado de ideales, sueños, olor a azufre,

ruido infernal y metralla salta de su escondrijo. Un trozo de metal, quizás extraído de las rocas

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Muerte de un Republicano Pág. 225

que pisa en ese momento y le cobijaban hasta hacía un instante, le parte el corazón en mil

pedazos. Bravo soldado, cae muerto valientemente, mientras Robert Capa con su Leica le

fotografía en el momento del impacto de la bala. Pierde el equilibrio y el fusil se le empieza a

despegar de las manos. El momento del drama personal, de la muerte violenta, está allí y la

cámara de Capa capta ese terrible momento. Es el instante de la soledad para el combatiente;

la vida se escapa a borbotones por el agujero producido por la bala. Se queda mudo, sordo y

ciego. El mundo se acaba para él. La sangre empapa la tierra de aquellos cerros romos y

oscuros de Cerro Muriano. Las jaras, lentiscos, aulagas, romeros y lavandas se chupan su

sangre. Las flores que saldrán de ellos y en especial las amapolas, estamparán su color para

que los hombres no hagamos jamás la guerra. Su alma plena de ilusiones y quimeras

deambulará eternamente por la Sierra Cordobesa, hecha de rocas y substancias vegetales, con

pájaros multicolores y árboles grandes y pequeños y plantas de todas clases y ríos y arroyos

de aguas limpias.

Federico Borrel, único caído ese día en Cerro Muriano, ha dado su vida por un ideal,

que como todos los ideales nunca quedan saciados de sangre. Sin quererlo se ha hecho

inmortal. Robert Capa con su varita mágica en forma de cámara fotográfica le ha dado la

inmortalidad y la fama. Su guerra ya no se acabará nunca. Esa imagen del drama de la guerra

de España, de todas las guerras del mundo sigue haciendo su guerra particular en todas las

conciencias. Federico Borrel y Cerro Muriano han quedado inmortalizados para siempre por

la Leica de Capa.

La fotografía que fue publicada primero en Vu, el mismo mes de Septiembre, fue

publicada así mismo por Life en Julio de 1937. La Picture Post, la mejor revista inglesa del

momento, proclama a Robert Capa como el mejor fotógrafo de guerra. La foto ha dado la

vuelta al mundo muchas veces, y en la actualidad está considerada como una de las mejores

fotografías de la historia.

El paisaje de la foto muestra la hierba seca de Septiembre en Cerro Muriano. A lo

lejos se distingue el Cerro de los Santos y el Campo Amarillo. Es difícil localizar el sitio

exacto del acontecimiento, pero es muy posible que ocurriera a unas decenas de metros del

centro de la barriada murianense. Esta fotografía siempre me había impactado pero no sabía

que había sido obtenida en mi pueblo. En una conversación con mi amigo José Antonio del

Solar comentó este hecho, que creo no sabe la mayoría de mis paisanos. Aunque no se trata de

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un hecho loable en sí, es un orgullo saber que ese lugar paradisíaco de Cerro Muriano ha sido

inmortalizado para conciencia de la humanidad contra la locura de la guerra.

Ojalá que esa dramática imagen sirva de talismán para que nuestra tierra no se vea

jamás inmersa en acontecimientos de esa índole. Usemos las palabras y dejemos los fusiles

callados para siempre.

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El Aleph del Cabillo Pág 227

EL ALEPH DEL CABILLO

(Publicado en Catálogo de Feria de Cerro Muriano, Julio de 2001)

Aquel día en la escuela, mi amigo el Cabillo, me contó una historia que me dejó

estupefacto. Yo tenía mucha fé en él. Era bajito para su edad, y tenía la cabeza pelada al cero

con aspecto de huevo enorme. Camisa y saquito raídos remetidos en un calzón corto de

tirantes, y una raja en el culo de éste para poder hacer caca y orinar, tan solo con agacharse.

Calcetines semicaídos llenos de tomates mal sujetos con ligas dadas de sí, remataban sus

piernas cortas, junto con unas botas de cuero deformadas por infinitos ciclos de mojarse en los

charcos y secarse al Sol o en el brasero de picón. Las suelas estaban tan desgastadas, que

prácticamente apoyaba las plantas de los pies en el suelo. Sin embargo, su figura ganaba

muchos enteros si se le miraban los ojos, pequeños y oscuros, enmarcados en grandes

pestañas rizadas, que le daban un aire triste, incluso cuando reía. No era feo, sino

cochambroso y puerco. Parecía un querubín zarrapastroso o el príncipe y mendigo. Y es que

su aspecto se derivaba de la penuria económica en que estaba inmerso. Su mote le venía de

ser hijo de un cabo de la Guardia Civil y su tamaño corporal, ya que la altura que provenía de

su espíritu lo hubiera hecho parecer gigante. Era un pequeño líder cuando le dejébamos dirigir

alguna aventura. Poseía una rica imaginación, lo que le permitía ir siempre por delante de

todos. De un hecho aparentemente insignificante, construía una historia digna de las mil y una

noches del califa Harum al-Rashid y su favorita Sherezade.

Esta vez su historia parecía salirse de los cauces y límites razonables dentro de su

habitual fantasía. En un descuido del maestro, y después de sorberse hábilmente las dos velas

enormes como salchichones, que pendían de su nariz, se acercó a mi oído y susurró: - Ayer

por la tarde, cuando fui a buscar nidos, al correr detrás de un lagarto, me tropecé con una

cueva misteriosa que nunca ha estado en ese sitio. Después de un pequeño descanso, y un

nuevo sorbetón de sus pastosos mocos, continuó: - Y eso no es lo mejo, lo más chachi es que

dentro, en el fondo, hay un pequeño agujero por el que se ve todo, como en el cine, incluso

señoras desnudas. Me miró con sus ojos magníficos, y, después, de una sonrisa y un guiño

misterioso, se volvió a acercar a mí para comentar: - Parece como una película continua por la

que desfila mucha gente de diferentes épocas. Esta vez, alertado de su aproximación física,

tuve la precaución de separarme un poco de su nariz, puesto que me hubiera quedado, con

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El Aleph del Cabillo Pág 228

toda probabilidad, atrapado como una moscaen su abundante masa mocosa. En voz muy baja,

para que el maestro no lo advirtiese, le contesté: - Habrá que ir a verlo; parece algo

interesante. Esta vez su cara se iluminó y guiñándome de nuevo el ojo, dijo: - ¡Perfecto! Esta

misma tarde.

Se mantuvo el resto del día hermético y misterioso. No soltó prenda a los muchos

interrogantes que le propusimos los componentes del grupo de pequeños voluntarios a la

insólita aventura. A las seis de la tarde, con la merienda en la mano, nos reunimos en el pino

gordo de Calderón y emprendimos el Camino de Los Pañeros, actual camino de Sexto Mario.

Antes de llegar a la Piedra Horadada, comenzó a describir un camino zigzagueante y tortuoso,

como quien sigue el plano arrugado y medio borrado de un tesoro fantástico. Yo le conocía

bien y sabía que todo lo hacía para elevar el tono mistérico de la aventura emprendida. Los

componenetes del grupo le seguíamos en fila india: yo mismo, Nono, Chaquetas, Granero y

Valentín. Iba muy pegado a él, para no perderme ningún comentario sabroso, pero pareció

todo el trayecto sumergido en un profundo estado de meditación. Alguna voz salió de su boca,

pero no pude entender sus palabras, que sonaban como una slmodia budista, en un tono de

voz monótono y sin altibajos ni inflexiones en el sonido. Consiguió al menos que

disfrutásemos sortenado jaras, lentiscos, romeros, lavandas, olorosos y fragantes, que nos

permitieron llenar nuestros pulmones e inundar nuestra sangre de tan preciadas sustancias

vegetales. La primavera estaba llegando a su apogeo en la Sierra de Córdoba. Algunas lluvias

esprádicas, a veces tormentosas, habín regado profundamente el campo.

A medio camino del pozo minero de Quintapellejos, el Cabillo se detuvo; levantó su

mano derecha, y con un movimiento algo teatral, nos dirigió la vista hacia una loma cercana.

– Ahí está la cueva. Sin más comentarios se dirigió hacia ella y se detuvo en la entrada. Era

una abertura en el terreno muy pequeña por la que se podía pasar agachado. Tenía todo el

aspecto de haber sido descubierta por alguno de los fuertes aguaceros de los días anteriores.

La tierra que cubría la entrada era de un material removido y suelto. Alguien, hace ya mucho

tiempo, debió tapar con arena suelta aquella especie de agujero. Entramos sólo tres en aquel

angosto pasadizo. La luz nos la propocionaba a medias la entrada y dos velas que habíamos

traído de casa. En un espacio de unos dos metros, topamos con un montón de tierra que

cerraba el paso. Nos detuvimos y exploramos aquel obstáculo que no era otra cosa que un

derrumbe no muy reciente por su aspecto. Las paredes de aquel túnel estaban sujetas por

grandes lascas de piedra pizarrosa de tono rosado. El techo también lo sostenían lascas de

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gran tamaño. Era todo sorprendente. El Nono apuntó que podía tratarse de la vivienda de un

duende, como la que había visto en el cine de Manolo el verano anterior. Yo apunté que podía

tratarse de la tumba de alguien y, que por razones desconocidas para nosotros, se hallaba

vacía. En estas cavilaciones estábamos cuando el Cabillo, saliendo de su silencio, dijo: - ¡Qué

tumba ni qué niño muerto! ¡Esto es una cueva mágica!Asómate a este agujero y alumbra con

la vela.

Me acerqué al muro de arena del derrumbe, y aproximé la vela al pequeño hueco que

él me señalaba. De momento pude darme cuenta que aquello continuaba en profundidad

detrás del obstáculo. – Observa atentamente y no digas más chorradas; me espetó algo

enfadado el descubridor y director de la aventura. – Mira fijamente y cállate, te estas

perdiendo lo mejor.

Y así era. De repente, pude apercibir por aquel agujero un punto luminoso no mayor

de un grano de café, en el que parecían estar contenidas todas las imágenes del mundo. A

pesar de lo diminuto de aquel punto brillante, todo lo que se veía estaba a tamaño natural. Era

como una pequeña esfera que se encogía y dilataba a un ritmo frenético, emitiendo destellos

de luz e imágenes increíbles. ¿ Sería aquello un bucle de la frontera del otro mundo en éste? ¿

Aquello era, quizás, un agujero por el que se podía ver el Universo a lo largo del tiempo

pasado y futuro? No sabíamos que pensar. El Cabillo y yo estabamos extasiados viendo aquel

portento. El Nono, detrás, nos oía hablar pero no podía ver nada. Apenas se oían voces de los

que habían quedado fuera.

- ¡Mira Antonio; estoy viendo a mi lagartija! ¿Te acuerdas? Aquella princesa lagartija

que fue mi novia el año pasado durante un mes.

Sí que recordaba aquella historia de amor entre el Cabillo y su querido reptil. Una

historia llena de amor, de lágrimas y de mocos. Durante cuatro semanas estuvo sobando a

diario a una extraña lagartija que había cazado en un estercolero. Tenía una rara franja

coloreada que le valió para que mi amigo la tildara de princesa. Besos, palabras de ternura,

caricias, mocos y noches de encierro carcelario en una lata de sartinas, dieron en quitar la

salud a la atormentada lagartija. Murió como era de esperar. Y también se hinchó de llorar a

su amante como un borrico. Enterrada después de instalada en una caja de vacunas, fue

olvidada para siempre por todos, menos por el Cabillo, a tenor de los sollozos que emitía de

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nuevo, al creer contemplar a su princesa sauria en aquel punto luminoso de un extraño espacio

infinito e infinitésimo a la vez. – Es mi novia, Antonio. ¡Está ahí!; ¿la ves bien? Pues sí que la

veía; allí en aquel extraño engendro de luz titilante aparecía una lagartija semajante a la

princesa prisionera de un amigo el año anterior, en una lata de sardinas del Cantábrico en

aceite de oliva.

- ¿Existirá de verdad la vida después de la muerte?; interrogó entre pausados sollozos con su

espíritu ya más consolado.

- Seguro que sí; lo dice el cura y mi madre también. Le repuse con toda seguridad en lo que

decía.

¿Estábamos viendo la princesa de entonces recreada por la increíble esfera luminosa, o

era una vulgar lagartija de ahora que se hallaba en aquel escondrijo iluminada por la luz de

nuestras velas? Quizás todo fuera una alucinación producida por la inhalación de algún

efluvio de aquella cueva. Nunca estuve seguro de estar viendo lo que veía en esos momentos;

pero algo extraño sucedía con auqella luz puntual. Vi cosas que no podían ser imaginadas sino

vistas; algunas jamás las había contemplado hasta ese momento. Con el tiempo me he ido

tropezando con ellas.

En aquel mundo de vértigo estábamos ensimismados, cuando de pronto la arena cedió

y el obstáculo desapareció, dejando expedito el túnel de lascas de piedra. El punto luminoso

desapareció como por arte de magia de la misma manera que había surgido de la nada, y un

rebufo de aire cálido, húmedo y algo viciado salió del fondo oscuro, haciendo temblar las

llamas de nuestras velas.

Avanzamos lentamente un poco asustados, por la oscuridad tremenda y los

acontecimientos vividos, y nos topamos con una gran cámara hecha, así mismo, a imagen y

semejanza del túnel, con lascas de piedra aún más grandes y sobrecogedoras. El ambiente en

el interior de la cámara era sofocante y algo irrespirable. Era más o menos circular de unos

siete metros de diámetro por dos y medio de altura. Había mucha humedad, posiblemente

debida al agua que rezumaba por entre las uniones de las colosales rocas.

El Nono y los demás no se atrevieron a entrar; sólo el Cabillo y yo estábamos en el

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interior de la grande y pétrea cámara. Un silencio opaco, como no había notado nunca, hacía

que nuestras voces sonaran diferentes, como apagadas. No había eco ni efectos naturales que

sucedan en el resto de las partes de nuestro mundo. Un paz espesa parecía envolver aquel

lugar. Con la luz de las dos velas pudimos contemplar todo el ambiente de la gran cámara, que

proyectaba luces y sombras cambiantes al ritmo del movimiento de nuestras llamas.El humo

de la cera perfumaba aquel ambiente lóbrego de caverna deshabitada. En las paredes se

dibujaban imágenes de penumbra monstruosas y danzantes. Pudimos distinguir en el centro

una serie de objetos de cerámica, como: orzas, pucheros, cuencos, vasos y platos. Formaban

un círculo alrededor del de mayor tamaño, que aparecía perfectamente cerrado con una tapa

de barro de bella factura. El resto de pucheros estaban rellenos de cosas que no supimos

averiguar su contenido. En la lasca enfrentada al túnel había un laberinto grabado. Un dibujo

misterioso que nos hizo detener en aquel tiempo infinito y regresar a la realidad más

angustiosa: el ambiente se había hecho más irrespirable y a nuestras velas no le quedaban sino

algunos minutos para quemarnos los dedos. – Mañana volvemos, dijo el Cabillo.

Nos dirigimos al túnel de salida, por el que se introdujo primero él. Los pocos

segundos que estuve solo en la cámara, antes de salir, se llenaron de un miedo infinito.

Presentía como si mil manos negras y sucias de barro, quisieran agarrarme para dejarme en

aquella cámara para siempre. Aún hoy día siento miedo y miro para atrás cuando pienso en

aquel instante. En ese momento no me pareció tan vacío aquel especio oscuro de negritud

infinita. Aquella penumbra oscura y asfixiante, parecía estar llena de monstruos sedientos de

vida humana. Cuando salí al exterior del túnel, era casi de noche, pero sentí un profundo

agradecimiento a aquella tenue luz de Sol que se iba. Noté la caricia de sus rayos y el sabor

magnífico de una brisa que me traía los más gratos olores del campo en primavera. Aquel

espacio exterior estaba lleno de luz y de los más gratos aromas. Subía la cuesta de

Quitapellejos hasta mi casa sin sentir cansancio.

El Cabillo y yo caminamos delante a buen ritmo. Nuestros compañeros hablaban

animadamente de muchas cosas. No nos preguntaron nada, aunque tampoco nosotros les

hubiésemos contestado. Nadie intercambió una palabra sobre nuestra experiencia. A la

despedida, el Cabillo, dijo: - Mañana a la misma hora. Pero no fue así. Pareció que la

atmósfera iba a liberar a todos sus monstruos de una sola vez. Rayos y relámpagos, truenos

tremendos que retumbaban por toda la sierra, aguaceros colosales, vientos huracanados y un

olor acre a azufre y ozono invadieron los montes de Cerro Muriano. A veces, por la noche,

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El Aleph del Cabillo Pág 232

durante unos instantes, parecía de día. Relámpagos infinitos coincidían incendiando el

firmamento nocturno preñado de nubes y su luz blanca azulada, se colaba por las ventanas

iluminando muebles y objetos. Sombras extrañas parecían cobrar vida ante tanta electricidad

desatada. Parecía que se iba a rasgar el cielo y caerían las nubes sobre nosotros. No

parecíamos estar a salvo de tanto estruendo y aparato luminoso ni escondidos debajo de las

sábanas. Y, agua, mucho agua cayó en la calle, era sordo y contundente. Los canales parecían

acueductos al borde del colapso. No era el diluvio, pero sí debió parecérsele. Después de dos

semanas infernales, aunque emocionantes, la lluvia cesó y el temporal siguió su camino

dejando charcos, lagunas y arroyos torrenciales por todos los lugares y alrededores de Cerro

Muriano. Podíamos jugar de nuevo en los recreos de la escuela y por las tardes reanudar

nuestras aventuras.

Ya casi habíamos olvidado la cueva siniestra y oscura del cabillo. Sin embargo, él no

la había olvidado. – Antonio; ¿cuándo vamos de nuevo a nuestra cueva?. Hay muchas cosas

que ver allí. Me comentó en tono mistérico en uno de los recreos.

- Esta tarde si quieres; le contesté.

- De acuerdo, esta tarde; pero esta vez los dos solos.

Y así sucedió. Aquella tarde con nuestras velas, y a la hora concertada, nos dirigimos a

la cueva. Esta vez no hubo recorridos zizagueantes ni puestas en escena por parte de mi

amigo, que se había presentado más limpio y más guapo de lo normal; como si hubiera

quedado con una querida amiga. A buen paso recorrimos parte del camino hacia el pozo de

Quitapellejos y, antes de lo esperado, nos encontrábamos en el lugar. El cabillo se dirigió por

entre los matorrales al sitio exacto. Antes de llegar yo, le oí decir en voz alta: - ¡ No está; ha

desaparecido!. En un principio creí que era un poco de teatro, muy típico en él, para

engrandecer los momentos culminantes. Sin embargo, yo mismo pude comprobar que no

quedaban huellas de la misteriosa cueva. Recorrimos el terreno una y otra vez en busca de una

señal que nos hablara de lo sucedido. Pero no fue así; el tremendo temporal de días atrás había

borrado cualquier huella que nos delatara la entrada a la cámara misterosa. Es posible que el

punto luminoso, que habitaba en la cueva, fuese el responsable de aquel diluvio universal de

jornadas anteriores. Había ocultado a nuestros ojos su oscuro y subterráneo templo sagrado.

Habíamos profanado aquel lugar mágico con nuestra presencia y puesto en peligro el difícil

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equilibrio milenario de la cueva en que moraba tan increíble personaje, hecho de infinitos e

infinitésimos a la vez.

Nos quedamos muy tristes, como si hubiese ocurrido una tragedia familiar. Pasamos

dos horas buscando indicios que nos llevara a la solución. Tiramos grandes piedras en los

lugares que suponíamos estaba o había estado la cueva; esperando nos devolviera el eco de su

existencia. Pero todo fue en vano; la tierra se tragó su misterio de forma irremediable. Nos

miramos fijamente y coincidimos en el final de nuestra aventura. Recorrimos el camino de

Quitapellejos al pueblo de forma pausada, como quien arrastra los pies por el cansancio

acumulado. ¡Qué diferente fue la vuelta de la ida!.

A la altura de la Piedra Horadada me atreví formular la gran pregunta: - ¿Fue real lo

que vimos? o solo se trató de nuestra imaginación.

El Cabillo se echó mano al bolsillo y, scando un trozo de cerámica oscura, me dijo: -

la cogí en la gran cámara; la llevo desde entonces como talismán. Se trataba de un trozo de los

pucheros que había en el centro de la cámara. Algunos estaban rotos. Su color casi negro me

recordó el interior de auqella estancia, trayéndome al recuerdo los instantes de miedo y

emoción vividos. Nos miramos y asentimos en la realidad de lo sucedido, aunque no

tuviéramos explicaciones coherentes. Continuamos nuestro camino; ésta vez más deprisa y

nos fuimos a casa.

El último de mi asistencia a la escuela pública Cerro Muriano, después de una

despedida muy afectuosa y llena de tristeza, que da el saber que ya no volveríamos a

compartir los bancos escolares, el Cabillo me regaló la cerámica que cogió en la cueva, a la

vez que me decía en tono distendido: - ¡Tómala!; tú eres un tío estudioso y, tal vez, algún día

puedas averiguar algo de la historia. No lo olvides; debes regresar al lugar y buscar la cueva.

La encontrarás-.

Han pasado cuarenta años y aún conservo el trozo de cerámica de mi amigo el Cabillo.

He pasado por el lugar varias veces, pero aún estoy cavilando como emprender la tarea.

Necesito un poco más de tiempo; aunque estoy seguro que encontraré la manera de dar con

ella. Y es que el paso de los años y los conocimientos arqueológicos actuales, me han

convencido, por si no lo estuve en algún momento, que allí, en aquel lugar, en una cripta

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subterránea hecha de grandes lascas de piedra, reposa un gran misterio y hermoso secreto.