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Episodios Nacionales Napoleón en Chamartín Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Episodios Nacionales. Napoleón en Chamartín - ataun.net¡sicos en Español/Benito... · veces con traje muy distinto del que usaban durante el día. Aquí tenía principio, según

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Episodios NacionalesNapoleón en Chamartín

Benito Pérez Galdós

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-I-El Sr. D. Diego Hipólito Félix de Cantalicio

Afán de Ribera, Alfoz, etc., etc., conde de Rum-blar y de Peña-Horadada, hacía en Madrid lasiguiente vida:

Levantábase tarde, y después de dar cuerdaa sus relojes, se ponía a disposición del pelu-quero, quien en poco más de hora y media learreglaba la cabeza por fuera, que por dentrosólo Dios pudiera hacerlo. Luego daba al relojde su cuerpo la cuerda del necesario alimento, co-mo decía Comella, la cual cuerda pasaba aúnmás allá de la media docena de bollos de Jesúsreblandecidos en dos onzas de chocolate. In-continenti tenía lugar la operación de vestirse ycalzarse, no consumada a dos tirones, sino contoda aquella pausa, aplomo, espaciosidad ymesura que la índole de los tiempos exigía. Unavez en la calle, dirigía sus pasos a cierta casa dela Cuesta de la Vega, donde es fama que habi-

taba la discreta mayorazga, con cuyo linaje lacasa de Rumblar concertara genealógico y utili-tario ayuntamiento. Esta visita no era de muchotiempo, y al poco rato salía D. Diego para en-caminarse ligero como un corzo a la calle de laMagdalena, donde vivía un señor de Mañara,de quien era devotísimo y fiel amigo. Eracreen-cia general que comían juntos, y luego leían laGaceta, el Semanario patriótico, el Memorial litera-rio y cuantos papeles impresos venían de Va-lencia, Sevilla o Bayona, tarea que les entreteníahasta el anochecer; y por fin a la hora y puntoen que las calles de Madrid se tapujaban conaquel manto de simpática oscuridad que el po-sitivismo alumbrador de estos tiempos ha ras-gado en mil pedazos, nuestros dos galanes sal-ían juntos en luengas capas embozados, y aveces con traje muy distinto del que usabandurante el día. Aquí tenía principio, según opi-nión de los sesudos autores que se han ocupa-do de D. Diego de Rumblar, la verdadera exis-tencia de aquel insigne rapazuelo, así como

también es cierto que todos los cronistas, si biendesacordes en algunos pormenores de sus es-candalosas aventuras, están conformes en afir-mar que siempre le acompañaba el supradichoMañara, y que casi nunca dejaban de visitar auna altísima dama, la cual lo era sin duda porvivir en un tercer piso de la calle de la Pasión, ytenía por nombre la Zaina o la Zunga, pues eneste punto existe una lamentable discordanciaentre autores, cronistas, historiógrafos y demásgraves personas que de las hazañas de tan fa-mosa hembra han tratado.

Ante el inconveniente de aplicar a IgnaciaRejoncillos los dos apodos con que la apellida-ban sus amigos, yo me decido a llamarla siem-pre la Zaina, y en verdad que ignoro por qué laaplicaron tal nombre, pues aunque a los caba-llos castaños se les llama zainos, no sé si estocuadra a los cabellos del mismo color: ello es,sin embargo, que la palabreja significa tambiéntraidor, falso y poco seguro en el trato, y falta saber

si la hija del tío Rejoncillos, alias Mano de morte-ro, merecía aquellos dictados, y por lo tanto, elser tenida por la flor y espejo de la zainería.

Pero no quiero desviarme de mi principalobjeto, que ahora es decir a cuáles sitios iba D.Diego y a cuáles no: y firme en tal propósito,afirmo y juro en realidad de verdad, y sin queninguna persona honrada me pueda desmentir,que D. Diego y el Sr. de Mañara iban de nochea una reunión de masonería incipiente delgénero tonto, que se celebraba en la calle de lasTres Cruces, y a otra del género cómico fúne-bre, que tenía su sala, si no me falta la memoria,en la calle de Atocha, número 11 antiguo, frentea San Sebastián; en cuyas reuniones, amén delas muchas pantomimas comunes a esta ordenfamosa, leíanse versos y se pronunciaban dis-cursos, de cuyas piezas literarias espero daralguna muestra a mis pacienzudos leyentes.

Sobre todo en la calle de Atocha, donde es-taba la logia Rosa-Cruz, el rito era tal, que al-

gunas veces púseme a punto de reventar con-teniendo las bascas y convulsiones de mi risa,pues aquello, señores, si no era una jaula degraciosos locos, se le parecía como una berenje-na a otra. En una oscurísima habitación, quealumbraban macilentas luces, y toda colgada denegro, se reunían los tales masones; y porqueallí fuera todo misterioso, tenían a la cabeceraun Santo Cristo acompañado del compás, es-cuadra y llana, y a la derecha mano, un esque-leto muy bien puesto en un sillón, con la cabezaapoyada en la mano, en ademán meditabundo,y por debajo un letrerito que decía: Aprende amorir bien.

Debo indicar que en aquel año la masoneríaespañola era pura y simplemente una inocenciade nuestros abuelos, imitación sosa y sin graciade lo que aquellos benditos habían oído tocanteal Grande Oriente Inglés y al Rito Escocés. Yo ten-go para mí que antes de 1809, época en que losfranceses establecieron formalmente la maso-

nería, en España ser masón y no ser nada eranuna misma cosa. Y no me digan que Carlos III,el conde de Aranda, el de Campomanes y otroscélebres personajes eran masones, pues comonunca les he tenido por tontos, presumo queesta afirmación es hija del celo excesivo deaquellos buscadores de prosélitos que nohallándolos en torno a sí, llevan su banderín derecluta por los campos de la historia, para echarmano del mismo padre Adán, si le cogen des-cuidado.

Después de 1809 ya es otra cosa. De aquellasdos logias infantiles, que yo conocí en la callede las Tres Cruces y en la de Atocha, y dondese regocijaban con candorosas ceremonias unoscuantos desocupados, salieron la famosa logiade la Estrella, la de Santa Justa patrona de Córce-ga, la sociedad de caballeros y damas Philocorei-tas, la de los Filadelfios de Salamanca, la Granlogia nacional que estuvo en el edificio ocupa-do antes por la Inquisición, la logia de Santiago

el Mayor en Sevilla, y las de Jaén, Orense,Cádiz y otras ciudades. Entrometiéndome en laGran logia nacional, oí hablar de cosas másserias y graves que los discursitos filosóficos enverso que le echaban al esqueleto de la Rosa-Cruz; oí hablar mucho de política, de igualdad,y entonces fue cuando anduvo de boca en boca,y llegó a ser muy de moda la palabra democra-tismo, que luego desapareció para presentarsede nuevo al cabo de medio siglo, aunque re-formada en su forma y tal vez en su significa-ción. De la larva de aquellas logias, no es aven-turado afirmar que salió al poco tiempo lacrisálida de los clubs, los cuales a su vez, an-dando el voluble siglo, dieron de sí la mariposade los comités.

Pero otra vez, sin quererlo, me aparto de miobjeto, y no ha de ser así, sino que vuelvo atráspara deciros que el señor conde de Rumblar,luego que esparcía su ánimo en aquello delesqueleto, y hablaba por los codos durante una

hora, iba en busca de entretenimientos másagradables, y aquí es donde viene como anilloen el dedo la ocasión de nombrar a la Zaina,porque a eso de las once era cuando penetrabaen sus salones el joven de que me ocupo, noacompañado sólo por el citado Mañara, sinotambién por D. Luis de Santorcaz, que siemprese le unía en la Rosa-Cruz para seguir juntoshasta la madrugada.

Es preciso tener presente que no era la Zainala única gran dama de aquellos aristocráticosbarrios que abría de par en par las puertas de lacasa y de su alma a nuestros tres amigos, y a femía que si hubiera yo de enumerar todas lasilustres casas de los cuarteles de San Lorenzo ySan Millán que por aquellos días obsequiaban aun pequeño número de habitués (¿por qué nodecirlo en francés?) llenaría de seguro todo estelibro y medio más. Pero, sin renunciar a sercronista de los saraos de aquella matritense highlife (¿por qué no decirlo en inglés?) seré muy

breve por ahora, señores míos. Estenme aten-tos, y no me interrumpan con exclamaciones deadmiración, que me harían perder mal de migrado el hilo del relato.

Los salones de la Zancuda, en la calle de Mi-nistriles, se abrían muy temprano, y allí habíacierta grave etiqueta, con poco de fandango ymenos de seguidillas, razón por la cual esca-seaba la concurrencia. Era la Zancuda mujer degrandes atractivos, a pesar de su feísimo nom-bre, pero no gustaba de alborotos, porque sumarido o lo que fuera, el Sr. Regodeo, era almodo de diplomático, hombre estirado, serio,ceñudo, y que en esto de burlar con sutilísimaperspicacia las socaliñas de las aduanas, almo-jarifazgos o arbitrios de puertas, no se cambiar-ía por los más famosos de Sevilla y Ronda en eltal oficio. D. Diego y sus dos amigos frecuenta-ban poco esta casa, donde comúnmente se es-taba como en misa.

En los salones de la Pelumbres (calle de la To-rrecilla del Leal, tienda de hierro viejo) era todoanimación, todo alegría, no sólo por ser la due-ña de la casa una de las mujeres más maligna-mente graciosas, más divertidas y de mejormano para tocar las castañuelas que han existi-do a principios del siglo, sino porque allí con-currían personajes célebres en varias artes yoficios, tales como el distinguido curtidor Trespesetas; el Sr. Medio diente, uno de nuestros másesclarecidos trajineros, natural de las Teneríasde Toledo, y Majoma, curtidor de carne, el cual,cuando contaba sus viajes por las distintas cor-tes del mundo, tales como Melilla, Ceuta y elPeñón, les dejaba a todos con la boca abierta. Ycomo no faltaban tampoco ni la Narcisa, ni Me-negilda, ni Alifonsa, todas tres estrellas esplen-dorosas del firmamento manolesco, la unavendedora de castañas, la otra de callos y cara-coles y la postrera de sal; como no se escatima-ba el vino, ni las boleras, ni se ponía fin a losdichos, ni a la sabrosísima libertad en lengua y

manos, D. Diego tenía sumo gusto en frecuen-tar aquella casa. Verdad es (y la historia no de-be permanecer silenciosa en este punto) que lastertulias solían concluir con un refresco de pa-los, que, a oscuras y cual lluvia del cielo, caíande improviso sobre la escogida reunión; peroaquellos más bien regocijaban que afligían a D.Diego, el cual, ocupándose antes en darlos queen recibirlos, no se apuraba por unos cuantoscardenales más o menos, ni renunciaría a lasfiestas de la Pelumbres, aunque llevara en susespaldas todo el cónclave romano.

Pues ¿y qué diré de aquellas elegantísimas ysuntuosas fiestas de Rosa la Naranjera, tan céle-bres en toda la redondez de Madrid, que hayhistoriadores muy concienzudos que aseguranhaber visto a más de un príncipe traspasar losumbrales de su bodegón, calle de las Maldona-das? Y si esta última atrevida afirmación nofuera cierta, eslo en lo tocante a duques, mar-queses, condes y vizcondes, de lo cual certifico,

por haberlos visto. No digo lo mismo depríncipes y reyes, pues de estos no recuerdomás que los de copas, bastos, oros y espadas,los cuales no faltaban ni una noche, y con todafamiliaridad y franqueza se dejaban llevar demano en mano. Eso sí; diga lo que quiera laruin envidia y la mala fe de los que allí se que-daron limpios como patenas, el banquero JuanCandil era una persona honrada, y de reco-mendables antecedentes en aquel oficio, y har-tas veces decía la Naranjera que en su casa nose consentían trampas, razón por la cual cree-mos que aquel era juego de ley, y que cuanto sedecía acerca de las diestras manos de Candil yde las marcas de sus mugrientos naipes era, ocavilaciones de los parroquianos o efecto de esaviciada atmósfera que rodea a las grandes insti-tuciones cuando se las plantea entre gentedíscola y pendenciera. ¡Y cómo gozaba D. Die-go en aquella casa! ¡Y cuánto le querían y mi-maban, y cómo se hacían lenguas todos en ala-banza de su liberalidad, de su desprendimien-

to, de su nobleza, de aquel donaire con queentregaba sin muestras de aflicción la cantidadperdida! A tanto efecto correspondía Rumbrarcon una asistencia tan puntual, que si fuera alaula le habría hecho en poco tiempo un segun-do Aristóteles.

Mas en aquella casa y en las que antes hemencionado no se consagraba todo el tiempo alos reyes, sotas y demás real familia, pues si-guiendo la general corriente de los tiempos, sehablaba mucho de política. Iba a ellas con fre-cuencia, y durante sus días de vagar, el tío Ma-no de Mortero, que siempre llevaba noticiasfrescas. También concurría Pujitos, joven ins-truidísimo y de gran erudición, pues no dejabade saber leer (aunque con pausa y cierto dejo osonsonete), razón por la cual aquel esclarecidoconcurso estaba al tanto de las Gacetas y pape-les nacionales y extranjeros, porque es de ad-vertir que si el tío Mano de Mortero conocíaafondo la geografía ibérica (merced a sus fre-

cuentes viajes científicos para desesperación delEstado y quebrantamiento del fisco); si por estacircunstancia conocía la posición de los ejércitosbeligerantes, Pujitos iba mucho más allá; Puji-tos se elevaba en alas del genio, y su pensa-miento cerníase en las vertiginosas altitudes delarte militar y diplomático, como el águila sobrelas eminentes cumbres.

Estas conversaciones no duraban toda la no-che, y entre juego y juego solía haber bolero ymanchegas así como también algo de aquelloque los eruditos llaman palos y el vulgo tam-bién; pero sabido es que los palos son para cier-tas gentes gustosísimo postre, después de losmanjares fuertes del amor y del vino. ¡Ay! pue-do asegurar que D. Diego era muy feliz conaquella vida.

Pero el dorado alcázar, el Medina-al-Fajara,el Bagdad, la Sibaris y la Capua de sus impre-sionables sentidos estaban en casa de la Zaina,aquella beldad incomparable, aquella que al

aparecer por las mañanas en la esquina de lacalle de San Dámaso, dentro de su cajón deverduras, daría envidia a la misma diosa Po-mona, en su pedestal de frutas y hortalizas. ¿Yqué diremos de aquella gracia peculiar con quelavaba una lechuga, arrancándole las hojas defuera con sus divinas manos, empedradas deanillos? ¿Qué del donaire con que hacía losmanojitos de rábanos, que entre sus dedos ra-cimos de orientales corales parecían? ¿Qué deaquella por nadie imitada habilidad para poneren orden los pimientos y tomates, cuya encen-dida grana se eclipsaba ante el rosicler de sucara? ¿Qué de aquel lindísimo gesto con quemetía los cuartos en la faltriquera, olvidándosecasi siempre de dar la vuelta? ¿Qué de aquellapostura (digna de llamar la atención de Fidias),cuando descolgaba una sarta de ajos, que alenroscarse en sus brazos no se tomarían porotra cosa que por rosarios de descomunalesperlas? ¿Qué de la destreza y soltura con quearrojaba las hojas de col sobre los usías que

iban a requebrarla? ¿Qué de su ciencia en elvender, y su labia en el regateo, y su diploma-cia en el engañar, que a esto y a nada más pro-pendían todas y cada una de las sales y moner-ías de su lengua y ademanes? Válgame Diosque tuvo buen gustó D. Diego al prendarse deaquella princesa o semidiosa, pues tal era sumérito y de tal modo y con tanta presteza larodeaba de poéticos atributos la imaginación,que el puesto era un trono y las lechugas ramosde olorosas yerbas, y los rábanos jacintos deHolanda, y los repollos abiertas magnolias, ylos ajos cerradas azucenas, y las cebollas con-junto perfumado de todas las flores; así comotambién podía suponerse que el agujereadomandil de la Zaina era un rico sayal de finísimapuntilla de Flandes, y el cuchillo de partir vari-ta de oro para dar gusto y ocupación a lasmóviles manos, y los ochavos desparramadasjoyas que los príncipes y reyes, de remotas tie-rras venidos, echaban a sus pies para rendir elfuerte castillo de su honestidad.

-II-¿Y qué me diréis si os aseguro que D. Diego,

a pesar de sus atractivos y de su dinero, no hab-ía podido rendir a la Zaina? ¡Oh inflexible leyde los hados que en aquella ocasión dispusie-ron que la Zaina fuese esclava en cuerpo y almade otro galán, al cual de antiguo mis lectoresconocen, y no es otro que el propio don Juan deMañara, por segunda vez presentado en el es-cenario de estas historias! Pues sí; el Sr. de Ma-ñara, como la muerte, lo mismo ponía el pie enpauperum tabernas que en regumque turres; yaunque era persona de alta posición por aque-llos días, y estaba a punto de ser nombradoregidor de Madrid, sus preferencias en materiade costumbres y de amor, íbanse del lado de loque Horacio llamó tabernas, y en castellano po-demos nombrar ahora con la misma palabra.Por las noches, este caballero, lo mismo que D.Diego, se vestían de majos, y... aquí viene ahorala coyuntura de describir la casa de la Zaina y

su gente, con las fiestas y bailes y el refrescoaparatoso que les ponía fin; pero como aún meresta por manifestar un poquito de lo referentea D. Diego y a su vida, principal objeto que eneste comienzo del libro me propuse, dejo aque-llo para después y sigo diciendo que el hijo dedoña María, bien solo, bien acompañado deSantorcaz, iba de tertulia alguna vez a las li-brerías principales, que era donde más sehablaba de política.

No sé si recordaré todas las tiendas de librosque había entonces en Madrid; pero sí puedoasegurar que casi igualaba su número al de lasque ahora existen, y las más concurridas eranlas de Hurtado, Villarreal, Gómez Escribano,Bengoechea, Quiroga y Burguillos (antes Fuen-tenebro) en la calle de las Carretas; la de la viu-da de Ramos, en la carrera de San Jerónimo; lade Collado, en la calle de la Montera; la de Jus-to Sánchez, en la de las Veneras; la de Castillo,frente a San Felipe el Real, y el puesto de Casa-

nova, en la plazuela de Santo Domingo. En es-tas tiendas se reunían muchos jóvenes escrito-res o que pretendían serlo, poetas hueros o conseso, aunque estos eran los menos; personasmás aficionadas a la conversación que a loslibros, gente desocupada, noticieros, y muchí-simos patriotas. D. Diego era patriota.

Como yo me metía bonitamente en todaspartes, también me daba una vuelta por laslibrerías, bien acompañando a D. Diego, biensolo, echándomelas de gran patriota, y en la delas Veneras, me acuerdo que dije una nochemuy estupendas cosas que me valieron caluro-sos aplausos. ¡Ay! allí conocí al sombrereroAvrial y a Quintana, el mochuelo y el mirlo, elcisne y el ganso de aquellos tiempos literarios,tan turbados, tan confusos, tan varios y antitéti-cos en grandeza y pequeñez como los políticos.Parece, en verdad, mentira que Moratín y Ra-badán, que Comella y Meléndez hayan vividoen un mismo siglo. Pero España es así.

Tampoco dejaba D. Diego de concurrir alteatro alguna que otra vez, porque era muy depatriotas el ir a la representación de las famosascomedias de circunstancias La alianza de Españae Inglaterra, con tonadilla, y Los patriotas deAragón y bombeo de Zaragoza, que en aquellosdías se representaban con frenético éxito. Ypara que nada faltase en el círculo de relacionesde aquel joven ilustre, también asomaba lasnarices por el cuarto de Pepilla González, actrizfamosa, si bien un día puso punto final a susvisitas porque le hicieron no sé qué ingeniosaburla.

En casa de la Zaina, en casa de la Pelumbres,en la de la Naranjera, en la logia de Rosa-Cruz,en la librería de la calle de las Veneras, y en elteatro solíamos encontrarnos D. Diego y yo,pues como he dicho yo tenía especial empeñoen seguirle a todas partes, venciendo para en-trar en algunas la repugnancia de mi concien-cia. El joven se franqueaba espontáneamente

conmigo y yo mientras más me decía más pro-curaba sacarle, para que ningún escondrijo nipliegue de su vida me fuese secreto. Sólo cuan-do iba en compañía de Santorcaz, me guardabamuy bien de preguntarle ciertas cosas.

¡Pobre D. Diego y a cuántas pruebas se vie-ron sujetas su impetuosa juventud e inexpe-riencia! ¡Y qué de simplezas hizo, y qué terri-bles caídas tuvieron los atrevidos saltos de suentusiasmo, y qué porrazos se dio con las peñasdel fondo al arrojarse desaforadamente en elmar de la vida, creyéndole sin arrecifes, ni su-mideros, ni bajíos! ¡Y cuánto se encanalló; y dequé extraña manera el mayorazgo poderoso,viose en ocasiones pobre y miserable, con lacircunstancia de que no podía menos de soste-ner el pie de su lujo y representación! Como eratan manirroto, gastaba en una semana la rentade un año, y aquí de los acreedores, usureros,prestamistas, judíos y demás chupadores desangre que se bebían la de mi condesito. Este

llegó a verse muy afligido, pues nadie le fiabaya el valor de una peseta, y recuerdo que ciertanoche cuando salíamos del teatro del Príncipe,D. Diego me hizo una pintura horrenda de laplenitud de sus apuros y vaciedad de sus bolsi-llos; dijo después que se iba a suicidar, y luegome llamó insigne varón, ilustre amigo y el máscaballeroso y caritativo de los hombres, siendode notar que todos estos rodeos, elipsis, meto-nimias e hipérboles terminaron con pedirmedos reales. Dile cuatro que tenía y se despidió,suplicándome que dijese algo en su favor a cier-to prestamista llamado Cuervatón, vecino mío,pues tenía pensado darle un tiento al siguientedía, aunque las cantidades adeudadas subían alsétimo cielo. Yo le prometí interceder en sufavor, y deseándole las buenas noches entré enmi casa.

-III-La cual era aquella misma honrada mansión

donde fuí recogido, curado y asistido en mipenosa enfermedad del mes de Mayo, y vea ellector cómo de manos a boca nos encontramosde nuevo en la dulce compañía del Gran Ca-pitán y de su esposa, y en alegre familiaridadcon el Sr. de Cuervatón, con D. Roque, con ellañador y respetable familia, con la bordadoraen fino y otras personas que si no gozan en lahistoria de celebridad apropiada a sus méritosy eminentes calidades, tendranla en esta rela-ción, mal que le pese a la ruin envidia, siempreempeñada en rebajar los altos caracteres.

Desde mi vuelta de Andalucía, yo morabaen casa de D. Santiago Fernández. Santorcaz novivía ya allí, ni tampoco Juan de Dios, ni susantiguos patronos sabían dónde estaba, pueshabiendo salido cierto día de Agosto muy demañana, hasta la fecha de lo que voy contando,

que era por Noviembre, no había vuelto, lo cualhacía decir a doña Gregoria:

-No puede por menos sino que a ese bien-aventurado Sr. de Arróiz le ha sucedido algunadesgracia, como no se haya ido al cielo en cuer-po y alma; que para eso estaba.

La casa (y aunque me parece que esto lo sa-ben Vds. no estará de más repetirlo) era de esasque pueden llamarse mapa universal del géne-ro humano por ser un edificio compuesto decorredores, donde tenían su puerta numeradamultitud de habitaciones pequeñas, para fami-lias pobres. A esto llamaban casas de TócameRoque, no sé por qué. No lo indagaremos porahora, y sepan que en aquellos días el quehubiera entrado en casa del Gran Capitán,habría visto a este en el centro de un animadocorrillo, donde estábamos hasta ocho personas,todos buenos españoles, e inflamados de pa-triótico afán por saber cómo iban las cosas de laguerra; habría visto con cuánta diligencia y

precipitación acudían unos y otros en cuantoFernández volvía de la oficina; habría vistocómo amorosamente preparaba doña Gregoriael sahumado brasero, para que no se enfriara laconcurrencia; cómo Fernández, golpeando lacaja de rapé, tomaba un polvo, sonábase mi-rando a todos por encima del pañuelo, y luegose apresuraba a satisfacer la sed de su curiosi-dad en estos términos:

-La cosa va mejor de lo que se creía, y lo deLerín no fue tan desgraciado como se nos quisopintar. Señores, hay que poner en cuarentena loque dicen los papeles impresos, porque losdia-ristas no se cuidan más que de sorprender alpúblico con noticiones, y como ninguno deellos sabe palotada de lo que llamamos el artede la guerra...

-Pues a mí me han dicho que lo de Lerín fueun desastre muy grande -afirmó D. Roque-.¡Bah! Si tenemos unos generales... De lo queestá pasando tienen ellos la culpa, y bien sabía

yo que vendríamos a parar a esto. Pues qué, siesos señores, en vez de estarse en Madrid todoel mes de Setiembre mordiéndose unos a otros;si en vez de estar aquí diciéndose «yo soy mejorque tú» y disputándose el mando de los cuer-pos como perros que riñen por un hueso; si envez de esto, digo, se hubieran marchado al Nor-te a perseguir al enemigo, ¿estarían los france-ses tan envalentonados?

-Tiene razón que le sobra por los tejados elSr. D. Roque -dijo la mujer del lañador-. Y yo,que no sé de guerra, le decía a mi marido todaslas noches cuando nos acostábamos: «Mira,Norberto, los generales, en lugar de estar aquí yen Aranjuez hablando mal unos de otros y re-volviéndolo todo con sus envidias y reconco-mios, debieran andar por toda esa tierra deBurgos y Rioja persiguiendo al francés. Que siLlamas manda tal tropa; que si ya no la mandaLlamas sino Pignatelli; que si Castaños se opo-ne a que venga Cruz; que si Blake quiere ser

más que Cuesta y Cuesta más que todos; que siPalafox manda este cuerpo; que si La Peña noquiere mandar el otro... en fin, cuando despuésde la batalla de Bailén creímos vernos libres defranceses, y emperadores, y reyes de copas,ahora salimos con que por estarse los generalesmano sobre mano en Madrid al olorcillo de lacorte y de los obsequios y de las fiestas, handejado que los otros se arreglen bien y tengandispuesto todo para darnos un susto».

-Ha hablado Vd. como un padre de la Igle-sia, señora doña María Antonia -dijo con oficio-sa exaltación doña Melchora, la bordadora enfino-. A mis niñas les dije yo eso mismo el mespasado. ¿No es verdad, Tulita, no es verdad,Rosarito? Sí, señores, esa es la pura verdad; yovoy viendo que desde que empezó la guerra,desde que hubo aquello de venir los franceses ycaer Godoy, nadie ha sabido acertar más quenosotras, y cuando anunciábamos lo que iba apasar, los hombres graves se reían diciendo:

«¿Qué entienden las mujeres de guerras, ni dehistorias?». Pues vean ahora si entendemos.

-Tiene razón doña Melchora -dijo el señor deCuervatón-. También se reían de mí cuandoanuncié lo que iba pasar. Pero, señores; cuandolos de arriba pierden la chaveta como ha pasa-do aquí, a los tontos y a las mujeres correspon-de el imperio del buen sentido.

-No obstante -dijo el Gran Capitán, impa-ciente por poner el peso de su autorizado dic-tamen en aquella contienda-, aún no se puedehablar mal de esos valientes generales. Yo noles he explicado a Vds. todavía el plan de cam-paña. Es preciso que Vds. se penetren bien deesto. Las tropas que mandan Blake, Llamas,Castaños y Palafox, colocadas y extendidasdesde el Ebro hasta Burgos, forman un gransemicírculo. Vienen los franceses: el semicírculose cierra convirtiéndose en círculo, y aquí metienen Vds. a mi emperador cogido en una ra-tonera.

-Pero en resumidas cuentas, ¿viene o no vie-ne? -preguntó doña Melchora.

-Yo creo que no -dijo el Gran Capitán,echándosela de malicioso-. Y tengo para mí quetodo eso que dicen los papeles acerca de lo queNapoleón leyó en el Senado, es pura invención.Como que hay quien dice que Napoleón estámuy enfermo de un tumor que le ha salido enel sobaco izquierdo, y que ya le han sacramen-tado.

-¿Y Vd. es de los que dan crédito a los mildesatinos que cuentan los patriotas? -exclamóD. Roque levantándose de su asiento-. Aquícreen que se sale del paso contando mentiras ymatando de calenturas o alfombrilla a todosnuestros enemigos.

-Y qué, ¿soy hombre para tragar todas lasbolas que cuentan diariamente los papeles? -dijo el Gran Capitán sin disimular el desprecioque le merecía la prensa-. Vamos a ver, ¿qué

saca Vd. en limpio, Sr. D. Roque, de todas esashojas que lee día y noche, y que le van a volverloco como al bueno de D. Quijote los libros decaballería?

-Quédese cada uno en su sitio, y no se metaen los trigos ajenos -repuso D. Roque procu-rando contener su irascibilidad-, que así comoyo no me meto jamás en las honduras del artede la guerra que no entiendo, así debe Vd. res-petar las ciencias que no están a su alcance.¡Qué sería de la sociedad sin papeles públicos!Aquí tengo yo el Semanario Patriótico -añadiósacando un voluminoso legajo de uno de losluengos bolsillos de su levitón-, que es el mejorpapel que hasta ahora se ha escrito, y contienecosas muy lindas, y en todo lo que dice no pa-rece sino que habla por boca de Aristóteles yPlatón. Desde que en el primer número viaquello de La opinión pública es mucho más fuerteque la autoridad malquista y los ejércitos armados,les digo a Vds. francamente que el tal papelito

me enamoró. Yo me quito el garbanzo de laboca para ahorrar los 20 reales que me cuestacada trimestre; y ¿cómo no hacerlo, si este man-jar del espíritu es tan necesario a la vida comoel alimento del cuerpo? Así es que los miércolespor la noche no duermo y todo es dar vueltasen la cama, pensando en lo que traerá el Sema-nario al siguiente día. Los jueves son para mídías de delicia, y leyendo mi Semanario olvída-seme el comer y el beber, a más de todas mispenas y tristezas que son muchas. ¡Y cómo tratatodas las cuestiones! ¡Y con qué gracia le da acada uno lo que es suyo! ¡Y qué sal tiene paradecirle a la Francia todas sus picardías! ¿Pues yel paralelo que hace entre Bonaparte y Maximi-liano Robespierre? No pierde ripio para decir atodos las verdades, y a los españoles les suelesacar los trapitos a la colada, como quien dice.En fin, señores, me entusiasma tanto, que elotro día, no pudiendo satisfacer mi deseo deconocer al autor de tan divino escrito, y averi-guado que lo es un tal Manolito Quintana, me

fui derecho allá, y abrazándole le dije: «Vengaacá el extremo de toda discreción, el resumende la elocuencia y del buen decir, el dechado dela lengua castellana, el azote de los tiranos, elheraldo del patriotismo y el cisne de los dere-chos del hombre». A lo cual me contestó que élcumplía con su deber y que agradecía tales ala-banzas.

-¿Toda esa arenga le echó Vd. al buen autordel Semanario Patriótico? -dijo el Gran Capitán-.Pues en verdad digo que si la Junta oyera misconsejos, al punto mandaría suprimir ese y to-dos los demás papeles. ¿Para qué se quierenpapeles?

-Hombre irracional, ¿y cómo se difunden lasluces y se propaga la buena doctrina, y se ins-truye a toda la gente del reino, chicos y gran-des? Pues malitas verdades trae el SemanarioPatriótico... Como todos dieran en leerlo contanto fervor como yo, pronto se remediarían losmales de la Nación. Y no hay que darle vueltas,

señores, lo que este dice es el Evangelio. ¿Quiénpodrá desmentir aquello de el tirano es un hom-bre que abusa de las fuerzas de la sociedad para so-meterla a sus pasiones propias, y así la tiranía no esotra cosa que la injusticia apoyada en la violencia?¿Qué tal? ¿Pues y dónde me dejan Vds. aquellode los derechos esenciales, sagrados e imprescrip-tibles que corresponden al hombre, y que leusurpa el pícaro del poder absoluto?... Nada,nada, Sr. D. Santiago, amigo Cuervatón, seño-ras y señoritas: tengan Vds. presentes estas pa-labras: «La violencia, la opresión, la credulidad,llegan frecuentemente a adormecer a los pue-blos, a fascinar su entendimiento, a quebrantaren ellos los resortes de la naturaleza; perocuando por favorables circunstancias abren losojos y oyen la voz de la razón; cuando la nece-sidad les fuerza a salir de su letargo, entoncesven que los pretendidos derechos de sus tira-nos, no son sino efectos de la injusticia, de lafuerza o de la seducción; entonces es cuando lasNaciones, acordándose de su dignidad, ven que

ellas no se han sometido a la autoridad sinopara su bien, y que jamás han podido dar anadie el derecho irrevocable de hacerlas feli-ces».

-IV-Dotado de maravillosa memoria, D. Roque

recitaba trozos enteros de lo que había leído ensus papelitos, sin mudar una sílaba. No he co-nocido varón más sencillo e inofensivo queaquel fogoso lector del Semanario, comercianteque había venido muy a menos y a la sazón, sinnegocios, sin familia y con poquísimo dinero,vivía en aquella casa, manteniéndose con sucasi invisible renta. Así como el Gran Capitánoyó lo de la opresión y la injusticia, con los razo-namientos puestos a continuación, que no en-tendiera menos, si estuvieran escritos en cal-deo, se encaró con su amigo, y burlonamente ledijo:

-¿Se ha acabado la jerga? Qué lástima que noviniera por aquí el padre Salmón, para que lecontestase, y entre los dos se armara una mari-morena de distingo acá... distingo allá... necua-cua... útiquis... reñega mayora... y otras palabrillasque se usan en las disputas de los tiólogos.

-¡Teólogos a mí! ¡A mí teólogos y con casca-beles!... ¡Y de la madera del padre Salmón!-exclamó D. Roque guardando el Semanario en elalmacén de sus profundas faltriqueras.

-Y ha de venir esta tarde Su Paternidad -dijoagridulcemente la menor de las hijas de doñaMelchora-, pues prometió darme una recetapara este mal de la barriga que ha diez díastengo.

-Sí que vendrá -añadió la mayor-, puesquedé en pegarle dos botones en el cuello, y éldijo que traería la cinta azul.

-Pronto tendremos aquí a ese reverendoSalmón -añadió doña Gregoria-, y ya tengoechada la llave a la despensa, porque para sa-queos bastante tenemos con los de los france-ses.

No había concluido estas palabras la discretaesposa de Fernández, cuando se oyó en el patiode la casa gran ruido de voces, entre las cualesdescollaba una cencerril, abajetada y bronca,que no era otra sino la de aquel lucero de laMerced, el padre Anastasio José de la Madre deDios, vulgarmente conocido por padre Salmón;que este era su apellido, y no Salomón comoalgunos le llamaban sin intención de burla.

-Ahí está, ahí está ese bendito -dijeron en co-ro las hembras de la reunión-. Gabriel: corre ytráele acá, porque si le cogen por su cuenta lasdel polvorista... ¡ay, qué pesadas son! Ya estánllamándole las escofieteras. Pues no, no ha devenir sino acá.

Salí para impedir que la persona del reve-rendo fuera secuestrada por cualquiera de lasfamilias que salían a su reclamo por las diver-sas puertas que se abrían en aquellos largoscorredores, y lo primero que vi fue al fraile ro-deado de enjambre de chiquillos, los cualeshaciendo mil cabriolas y juegos en su derredor,le mostraban según su arte propio, la satisfac-ción de la casa toda por verle en ella.

-Tomad, piojosos, tomad esas almendras fa-llidas que para vosotros serán bocado de ángel-les decía el padre-. ¿Ya salió tu padre de lacárcel, Jacintillo? Y por fin ¿llevasteis a vuestraabuela a los Desamparados? Dime, hijo de laCanela, ¿está el oficialillo en el cuarto de tumadre? ¿Con que se os murió la gallina?

Y al mismo tiempo el antepecho del vastocorredor parecía la barandilla de un teatro,pues no había un palmo vacío, sino que allíestaba la vecindad toda, aguardando a que SuPaternidad subiese.

-Venga acá, padre, que este trapalón de mimarido me quiere pegar por celos. Pero di, ca-beza jilvanada, ¿no soy la mujer más honradadel mundo?

-Venga acá, padre, y verá qué chocolate letengo. ¿Pues no me está diciendo la capitanaque Su Paternidad le comió ayer todas las ma-gras?

-Venga acá, padre, y suba pronto que ya leapunta el diente a la niña. Míralo allí, cordera,resol, reina del mundo. Mírale, llámale con tumanecita... así, así.

-Venga acá, padre, que ya parió la Zoraidacinco criaturas como cinco estrellas.

-Suba pronto, padrito, que mi abuela pre-gunta si se le deben dar más friegas.

Y así continuaban llamándole de distintaspartes, cada uno según para aquello que le ne-

cesitaba y todos con tan cariñosas palabras, queSalmón no sabía a qué sitio volverse, ni a cuálessolicitaciones contestar más pronto; y saludan-do a un lado y otro como un matador de torosque en medio de la plaza hace cortesías a laredonda, mostró a sus amigos que su corazónno era insensible a tantas bondades. En estollegué yo y besándole la correa, le dije:

-Doña Melchora y sus niñas, que están encasa del Gran Capitán, me mandan para supli-car a Su Reverencia que tenga la magnanimi-dad de subir, que allí le aguardan también donRoque, el Sr. de Cuervatón y doña María Anto-nia.

Pero antes que concluyera, el padre Salmón,con gran sorpresa mía, clavó en mí sus ojosllenos de admiración, y echándome los brazosal cuello, exclamó a gritos:

-Ven acá, portento de la sabiduría, milagrode precocidad, fruta temprana de las humanas

letras. ¿Con que ha más de un año que te co-nozco y hasta hoy mismo he ignorado que eresun gran latino, autor del más famoso poemaque han escrito modernas plumas? ¿Con queasí te callabas tus méritos, picarón?... A ver,muéstrame pronto ese poema... ¡Quién mehabíade decir, cuando te conocí paje de la González,que bajo la montera de tal gaterilla estaba elcacumen de un Erasmus Rotterodamensis, de unPicus Mirandolanus!

Turbado y confuso le contesté que sin dudaSu Paternidad se equivocaba confundiendo miignorancia con la sabiduría de algún descono-cido de mi mismo nombre, oyendo lo cual, dijomientras subíamos la escalera:

-No; que lo acabo de saber por el licenciadoD. Severo Lobo, el cual te conoció desde el pro-ceso de El Escorial y luego estuvo a punto deempapelarte, cuando el príncipe de la Paz tequiso dar una placita en la interpretación delenguas. ¿Y tú qué culpa tenías de que el otro te

quisiera colocar? Por lo que me han dicho, tumodestia iguala a tus méritos; ¡oh joven! yo hevisto la minuta en que Godoy te recomendaba;pero qué guardado te lo tenías, raposilla... ¿Y túen qué te ocupas? ¿Por qué no pides un hábito;por qué no eres fraile? Yo me encargo de cate-quizarte. ¿Sabes que he hablado de ti a los pa-dres de la Merced y todos quieren conocerte? Aver si te pasas por allí, rapaz; y ve después de lahora del refectorio. ¿Te gustan las pasas?Además tengo que conferenciar contigo, Hora-cio Flacco en ciernes y Virgilio en pañales; ycomo al salir de esta casa se me olvide hablarte(pues ya sabes que soy muy débil de memoria),¿me lo recuerdas, eh?

A tal punto llegaba, cuando entramos en lasala del Gran Capitán. Levantáronse todos, ydespués de besarle uno tras otro la correa, dié-ronle el asiento del centro junto al brasero.

-Aquí está la seda azul -dijo el mercenariodando lo indicado a Tulita.

-Mañana mismo tendrá Su Paternidad arre-glado el cuello -contestó la muchacha-. Veamosahora lo que me manda para este malestar de labarriga, que es tal que yo no lo puedo resistir, ytodas las mañanas me dan unas arcadas, unosmareos y bascas tan fuertes, que no me paradentro nada.

-Bendito sea el nombre de Dios -exclamó elpadre tomando un polvo de la caja del GranCapitán-. A fe, doña Melchora, que si esta ma-tutina estrella de su hija de Vd. fuera casada, yasabríamos el pie de que cojea su estómago; perono siéndolo, y tratándose ahora de una familiacon quien la misma honradez no podría poner-se en parangón, ordeno y mando que con sietepalitos del árbol de Santo Domingo, cocidos enbaño-maría, por espacio de tres credos rezadoscon pausa, y por supuesto con devoción, estaniña se quedará como nueva. ¡Qué nueces fres-cas las de ayer, señora doña Melchora! ¡Quénueces frescas! Pero dígame, ¿qué santo del

cielo le hizo tan rico presente? Yo no sabía queen montes alcarreños, asturianos ni encartadosexistiesen unas tan hermosas obras de Dios.

-Obsequio fue de un primo mío que esguarda de las dehesas del señor duque de Al-tamira, en tierra de Cameros, y como, sino debuen salario, el pobrecito disfruta de ojos listosy manos libres, siempre nos manda lo mejor deaquellos castañares y nocedales.

-Así le hicieran canónigo -añadió Salmón-.¿Y qué noticias, Sr. D. Santiago Fernández?

-No me digan nada, ni me calienten más lacabeza -exclamó el Gran Capitán encubriendobajo la ficción de un estudiado cansancio elplacer que le causaba el ver sacado a plaza untema tan de su gusto-. Mire Su Paternidad queestoy ya que no doy por mi cuerpo un real.¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día ponien-do nombres en la lista, y haciendo recuento decartuchos, y examinando armas, y disponiendo,

y mandando! Aquellos señores son muy remo-lones, y todo lo tengo que hacer yo.

-¿Y resistiremos, si como dicen, se nos vieneencima ese monstruo, ese troglodita, ese an-tropófago, señores, que no se sacia nunca dedevorar carne humana?

-¡Pues no hemos de resistir! -exclamó elGran Capitán-. ¿Hemos de ser menos que loszaragozanos? Además de que yo creo que noviene.

-Y sabe Dios -dijo doña María Antonia-, siserá cierto lo que dicen de que allá en Rusia oPrusia le echaron unos polvitos en el cocidopara que reventara.

-Como que hay quien asegura que está sa-cramentado y que hizo testamento, devolvien-do todas las naciones que ha robado y abjuran-do de sus herejías.

-¡Oh gente ignorante y crédula! -exclamó deimproviso D. Roque, desenvainando su carta-pacio de papeles públicos-. ¡Y cómo se conocela rusticidad de los que atienden más a los di-chos y simplezas del vulgo que a la palabraimpresa de los hombres doctos! Vean, vean loque dice ese papel, y no hagan caso de tonter-ías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 delpasado, y dijo que bien pronto pondría sus bande-ras en las torres de Madrid y en las fortalezas deLisboa». También cuenta la Gaceta que cientosesenta mil hombres del ejército grande estánsobre la frontera de España, y que el Empera-dor dijo que antes de fin de año no quedará aquíuna sola aldea en insurrección.

-Con que ni una sola aldea... -dijo el fraile-.Pero sabe Dios la intención que llevará el queha escrito esos papeles. Lo que es por mí, man-daría suprimir todos los que se imprimen enEspaña, pues para envolver especias, mejor es

el papel no impreso y limpio como sale de lasfábricas.

-¿Pues eso qué duda tiene? -dijeron a una lasdos niñas de doña Melchora.

-Y yo -exclamó como un basilisco don Ro-que-, mandaría suprimir todos los frailes o lesquitaría el hábito, dando a cada uno un fusilpara que fueran a limpiar a España de france-ses.

-Sin fusil lo hacemos, hermano -dijo Salmónriendo-. Lejos de suprimir frailes, yo los au-mentaría en grado máximo, y así la mayor par-te de los españoles vivirían gordos y contentos,y no veríamos tanto vagabundo mendigo poresas calles.

-Chúpate esa y vuelve por otra -dijo a D.Roque la menor de las hijas de la bordadora enfino, suponiendo al viejo completamente apa-

bullado bajo el peso de aquellas incontestablesrazones.

-¿Con que más todavía? Pues sepa mi señorSalmonete -dijo D. Roque, llevando al últimoextremo su familiaridad con el fraile-, que aho-ra se va a reunir la nación en Cortes. ¿No loquieren creer? ¡Ah! Pues no doy dos maravedi-ses por lo que de Gobierno absoluto hubieredespués de la guerra. ¡Abajo los tiranos!-añadióponiéndose en pie y alzando los brazos conendemoniada exaltación-. Y si hay un frailazochocolatero que me desmienta, alce la voz, yvenga delante de mí, que yo le reto a singularpolémica, aunque traiga más textos que escribióPedro Lombardo, y más latines y aforismos ycomprobatorias y distingos que han eructadoen diez siglos las cátedras salmantinas y com-plutenses.

-¿Y cómo había yo de ponerme a disputarcon semejante pedazo de acebuche con nudos,más duro que roca? ¿Y de qué valdrían mis

argumentos contra la asnal cerrazón de su mo-llera? -exclamó el padre Salmón levantándosetambién de su asiento; mas no enfadado ni ner-vioso, sino riendo a todo reír, pues su humor demantequillas era tal que no se le vio coléricomas que una sola vez.

-Pues empecemos -dijo D. Roque poniéndo-se verde.

-Empecemos -añadió Salmón restregándoselas manos y haciendo después grotescos gestos,como de quien imita los movimientos de ungrave predicador.

-No quisiéramos más para reírnos de donRoque -dijo la mayor o la menor (que esto no lotengo bien presente) de las hijas de doña Mel-chora.

-Pero para restaurar nuestras fuerzas, seño-res y señoras mías -dijo Salmón-, venga ese

chocolate, que aquí mi amigo D. Roque diceque no se puede pasar sin él.

-Quien no se puede pasar sin él -contestó elaludido-, es su magnificencia reverendísima,que en llegando a estas horas, como no pongaun puntal al estómago, se cae rendido.

-Pues Vd. lo dice, amigo papelista eminentí-simo -contestó Salmón dando otra vez riendasuelta a la risa-, así sea, y venga ese chocolate; ypues es más agradable el goce de una amenatertulia que el disputar, dejémonos de discu-siones, y pelillos a la mar, y cada uno piense loque quiera, y ruede la bola, y viva FernandoVII.

-Es lo más conveniente, toda vez que este D.Roque está chiflado -dijo Fernández-, y un díahemos de verle por esas calles con una Gacetaen cada dedo.

-¡Pero qué graves y circunspectas están misniñas! -añadió Salmón dando unas palmaditasen el hombro, no recuerdo bien si de la mayor ode la menor de las hijas de doña Melchora-. Yesos piquitos de oro, ¿por que no echan unacanción por todo lo alto, para que se nos ale-gren los espíritus?

-Bueno, bueno.

Y una de ellas rompió al instante a cantar deesta manera:

Con un albañilitomadre, me caso,porque son de mi gustolos hombres blancos.

-Eso tiene poca gracia -dijo Salmón-. A verotra.

-Pues allá va la que está de moda:

Bonaparte en los infiernos

tiene su silla poltrona,y a su lado está Godoyponiéndole la corona.Sus compañerosvan de dos en dos;Murat, Solano,Junot y Dupont.

-¡Bravo, magnífico! Doña Melchora, tieneVd. dos niñas que envidiaría cualquier prince-sa. Y qué tal, ¿se gana mucho?

-En estos tiempos, padrito -dijo la madre-,suele caer algún bordado de uniforme; pero¿dónde se ven aquellos ternos de plata y oro,aquellas estolas, aquella ropa de altar que tantaganancia nos daban antes de estas malditasguerras? Ya sabe su grandeza que las mejorescapas pluviales, las mejores casullas que se hanlucido en procesiones, así como las mejoreschaquetas toreras que han brillado en plazas y

redondeles, pasaron por estas manos. ¡Ay,quién me lo había de decir! ¡La que bordó loscalzones que llevaba Pepe-Hillo cuando le co-gió aquel enrabiscado toro; la que bordó la capaque llevaba en sus santos hombros el Eminentí-simo Cardenal de Lorenzana el día que tomóposesión, está hoy consagrada a miserablesletras de cuello de uniforme, y a las dos o tresinsignias de consejero, o ropón de Niño Jesús,que caen de peras a higos! ¡Buenos están lostiempos!

-Cuando esto se acabe... -dijo el fraile.

-¿Cómo, cuando esto se acabe? -gritó de im-proviso D. Roque interrumpiendo con muy feogesto a su amigo-. Antes, muy antes de que estose concluya se reunirá el país en Cortes. ¡Y estosalcornoques no lo quieren creer!

-Que te despeñas, Roque amigo.

-¿También eso lo dicen los papeles?-preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.

-También lo dicen, sí señor. Pues no lo hande decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé dememoria y anoche, luego que me acosté, estuverecitando en voz alta aquello de... «Después detantos años de abatimiento y opresión en quelos leales y generosos españoles han sufridomayores ultrajes y vilipendios que los salvajesafricanos, amanecerá el glorioso día en que sereúnan los pueblos por medio de sus represen-tantes para tratar del bien común. Este es elobjeto con que se instituyeron las sociedadesciviles; no el engrandecimiento de un solohombre con perjuicio de todos los demás. Re-unidas aquellas, es como puede conocerseafondo el estado de una nación, sus recursos,sus necesidades y los medios que deben adop-tarse para su bienestar y prosperidad; y dondefaltan estas solemnes Asambleas, los monarcas,

mal aconsejados, caminarán ciegamente al des-potismo, tal vez contra sus buenos deseos».

-¡Lindísimo sermón! -exclamó el Gran Ca-pitán-. Ayer le contaba a mi compañero en laportería de Cuenta y Razón las extravaganciasde mi vecino D. Roque, y me dijo que esto sellamaba el democratismo. ¿Es así, padre?

-Llámese como se quiera -repuso el venera-ble Salmón-, lo que digo es que este chocolate,que ahora nos trae la señora doña Gregoria, ycuyo olor se adelanta hasta nosotros anuncián-donos la nobleza de lo que viene en el cangilón,me parece tal, que sólo podría servírsele seme-jante al Sumo Pontífice.

-Y a la abadesa de Las Huelgas de Burgos-dijo doña Gregoria-; que ella y el Papa son lasdos más altas personas de la cristiandad, y poreso se dice que si el Papa se casara, la únicamujer digna de ser su esposa es la tal abadesade Las Huelgas.

-Así es -añadió Salmón, olvidándose de todolo que no fuera el cangilón-; y por lo que hace aeso del democratismo, yo le aconsejo a D. Roqueque se deje de tonterías y no piense en noveda-des, pues por ahora que ahora y en muchísimosaños para adelante, estamos y estaremos libresde ellas.

-Los españoles guerrean porque no quierenque los manden los franceses -dijo la mayor delas hijas de doña Melchora-, y también paradefender los usos y pláticas del reino contra lasnovelerías que quiere poner aquí Napoleón. Asíme lo dice todos los días Paco el plumista, quees sargento de voluntarios.

-Pues a mí me dijo Simplicio Panduro, esesaladísimo paje de D. Gaspar Melchor de Jove-llanos -añadió la otra-, que los españoles gue-rrean por echar a los franceses y por mejorar lamala condición de los reinos, quitando las mu-chas cosas malas que hay, al modo de lo que

dice D. Roque por las noches cuando predica asolas y a oscuras en su cuarto.

Estas dos opiniones dieron pie a una acalo-rada disputa que no copio porque nada sa-carían de ella en limpio mis lectores, toda vezque es público y notorio que en lo que va desiglo, la historia, la grave y cachazuda historiano ha podido dilucidar la cuestión planteadapor aquellas dos niñas, y aun hoy andan a lagreña eminentes escritores por averiguar sidecía verdad la mayor o la menor de las hijasde doña Melchora.

Salmón, consumido su chocolate, dijo:

-Con que, amiguitos, ¿me dan Vds. su veniapara retirarme?

-¿Tan pronto, padre? ¡Que siempre nos hade tener Vuestra Reverencia con hambre de sucompañía!

-Bastante os acompaño, hijitas mías.

-Pues siempre nos sabe a poco.

-Ya sabéis que tenemos en casa desde estatarde octava misión y solemnes cultos para des-agraviar a Jesús Nazareno y a María Santísima, delos sacrílegos insultos que han sufrido en nuestrostemplos, de los impíos ejércitos franceses, e implorarde la divina misericordia que robustezca y ampare anuestros soldados y conserve y dirija en todos losnegocios a los que nos gobiernan. ¿Pero no lo sab-íais, pajaritas volanderas? Por supuesto que nofaltaréis el día que me toque predicar.

-Antes faltará la tierra y prados en ella, comodijo el otro.

Ya estaba en pie para retirarse el padre mer-cenario, cuando el Sr. de Cuervatón, que pocoantes había sido llamado de su casa, donde leesperaba una visita, volvió dando voces; y lleno

de cólera, que en los ojos con fulminantes rayosle centelleaba, habló así:

-¡No sé cómo no le ahogo!... ¡Vaya con el lin-do currutaco, harto de ajos!... ¡Cuando creí quevendría a pagarme, viene a pedirme más dine-ro!... ¡Y ahora sale con que su señora mamá esmuy rica! Miserable, pringoso, vestido conharapos de príncipe, ¿por qué esa señora noreventó antes que os pariera?

-¿Qué hay, Sr. de Cuervatón? ¿qué le pasa?

-Que después que me estoy arruinando porfavorecer con mi pequeña hacienda a los nece-sitados, he aquí que un señor condesito deRumblar o de Barrabás con pintas, me debemás de nueve mil reales, y después de no pa-garme ni un céntimo de interés (que no sonmás de peseta por duro al mes), viene a pedir-me más dinero. Canalla, catacaldos: ¿qué meimporta que sea noble y que le vayan a caer dosmayorazgos?

-¿D. Diego de Rumblar? -dijo Salmón: y lue-go volviéndose a mí añadió-: no olvides, Ga-briel, que tenemos que hablar.

-Pues o me paga -prosiguió Cuervatón-, o elmejor día le desnudo en medio del Prado de-lante de las damas.

En esto salimos al corredor, y ¡oh espectácu-lo lamentable! se ofreció a nuestra vista el de D.Diego azuzado en medio del patio por todos loschicos de la vecindad como novillo en plaza.Muchas mujeres habladoras habían salido porlos cien agujeros de aquella colmena, y unascon cáscaras de castañas, otras con palabraspicantes le mortificaban en lo moral y en lofísico. Especialmente la mujer de Cuervatón,que era una hidra con más rabos y espinas yescamas en su alma, que las mitológicas en sucuerpo, poniéndose de pechos en el barandal,después de escupirle, le decía:

-Tío pingajo de oro, ¿tenemos nuestro dineropara mantener haraganes?... ¿Ahorramos noso-tros para daros esa agua de bergamota de queapestáis? Coma Vd. clavos, y si es noble y espe-ra mayorazgos, póngase a roer sus jicutorias, ocoja una espuerta y vaya a vender arena, comohacen mis dos hijos, que aunque no les faltapara comer y vestir como niños de príncipe,andan al trabajo de la arena desde que sabenllevar la mano a la boca. Cuidado con el señori-to D. Pelagatos; y dice que es conde... Conde esél como mi abuelo. Ea, muchachos, rociadle unpoco con la esencia de ese fango de azahar ar-gentino que hay en el patio... Coged tambiénesas cáscaras de nuez, y la ceniza de aquel bra-serillo.

Los muchachos que esto oyeron, y que sehabían adelantado a poner en ejecución auctori-tate propria lo del rociar, descargaron sobre elinfeliz D. Diego, a punto que este salía, tal llu-via de inmundas sustancias, le persiguieron tan

encarnizadamente por el portal y luego portoda la calle del Barquillo, que daba compasiónver al infeliz magnate corrido, avergonzado ylloroso.

El padre Salmón, que era hombre caritativo,reprendió a los muchachos su grosería, y a laseñora de Cuervatón su crueldad. Cuando sedispuso abajar, todos se lo disputaban, no que-riendo dejarle de la mano: este le enseñaba loscinco perritos recién paridos por Zoraidilla,aquel le hacía tocar con el dedo el diente de laniña, uno le pedía receta para el dolor de mue-las, otro le cantaba una seguidilla nueva, y to-dos le daban tales muestras de cariño y admira-ción, que bien se le podía considerar como elhombre más popular de su tiempo.

Cuando bajaba, allí eran de oír las exclama-ciones, las palmadas, los vítores, y de ver losbesos de correa, y el pedir y dar bendiciones.

-¿Cuándo me receta para estos desmayillos?

-Ya sé de cabo a rabo la oración a San Anto-nio. ¿Cuándo se la echo a Su Paternidad?

-Razón tenía el padrito en decir que elaguardiente de Chinchón da mejor gusto a lospuches que el de Ocaña, y que no hay plato delentejas sin dos ajitos machacados. Así lo hemoshecho.

-Padre, ¿las ranas son carne, o son pescado?porque mi abuela las comió el viernes y estállena de escrúpulos.

-¿Qué nombre le pondremos a lo que ha devenir si sale macho? Pondrémosle Anastasiocomo Su Reverendísima, en señal de agradeci-miento por habernos ayudado a criar al mayor-cito.

-Ya están compradas las dos velas para laVirgen de la Buena Dicha, y aquí Ramona lasestá adornando con flores y lentejuelas.

-Viva cientos de miles de años su magnitudsapientísima y empingorotadísima para aliviode estos pobres a quienes socorre.

Y así continuaban hasta que el padre salía ala calle. No; no ha existido hombre más popularque el padre Salmón. Casi, casi estoy por ase-gurar que su popularidad excedió dos dedos yaun tres a la de Fernando VII. ¡DesventuradoSalmón! Oh tú, varón felicísimo, harto de lison-jas, de regalos y de bienestar; oh tú, teólogo detumba y hachero, predicador burdo y de cuatrosuelas, fraile mercenario que si no redimisteningún cautivo, tampoco hiciste daño a nadie;oh tú, hombre dichoso sobre todos los dichososde la tierra, pues no cavilaste jamás ni te apa-sionaste, ni aborreciste, ni padeciste mal algunoen muchos años, ni viste turbada tu apacibleexistencia: ¡quién te había de decir entonces queaquel mismo pueblo tan solícito en victorearte,en regalarte en aplaudirte, en venerarte y ado-rarte como a persona divina, te había de coser a

puñaladas veinte y seis años después en la en-fermería de tu santa casa, y cuando ya viejo,enfermo, inválido y sin alientos no pensabasmás que en Dios! ¡Quién te había de decir queaquel mismo pueblo de quien fuiste ídolo, tehabía de echar al cuello un cordel de cáñamopara arrastrarte por los profanados claustros,sirviendo tu antes regalado cuerpo de horribletrofeo a indecentes mujerzuelas! ¡Ay! ¡lo que esel mundo y que cosas tan atroces ofrece la his-toria! Y así es bien que digas: si buen chocolatesorbí, buenos palos me dieron; si buenos abra-zos, y agasajos, y besos de correa recibí, conbuen pie de puñaladas se lo cobraron.

-V-Pero como nada de esto viene ahora al caso,

voy a dar cuenta del asombro que me causó laconversación que inmediatamente después desu salida tuve con aquel popularísimo fraile; y

lo ocurrido fue que apoyándose en mi brazopara descargar sobre él parte del peso de subien aprovechada humanidad, me dijo:

-Gabriel, o mejor, Sr. D. Gabriel, pues a todoun Pico de la Mirandola se le debe tratar conmiramiento: has de saber que necesito que meinformes detenidamente de la vida de ese D.Diego de Rumblar, en cuya compañía te he vis-to varias veces. Tú dirás que qué me importa amí si el tal niño canta o llora; pero a esto te res-pondo que no soy yo quien tiene interés en sa-ber sus malas mañas, sino una elevadísima fa-milia, cuya casa frecuenta mi inutilidad las másde las tardes. Como D. Diego está para casarcon la niña, las señoras, que ya barruntan lamala vida que lleva el rapaz en Madrid, estánmuy disgustadas. Ayer cuando afirmé que lehabía visto en esta casa, me dijo la señora con-desa: «Por Dios, padre Salmón, haga Vd. el fa-vor de averiguar con qué hombres se junta, aqué sitios va, en qué gasta su dinero, porque si

es cierto lo que sospechamos, antes se hundiráel cielo que entre él en nuestra familia».

-Pues el señor conde -le respondí-, es un po-co calavera. Cosas de la juventud... yo creo quese enmendará.

-Se enmendará. Luego es malo. Bien, Ga-briel. Has dicho lo que necesitaba saber. ¿Adónde va por las noches? ¿Con quién se junta?

-Todo lo sé perfectamente -respondí-, y noda un paso sin que yo me entere de ello.

-¿De modo que podré satisfacer a la señoracondesa? ¡Oh! Bendito seas, que me proporcio-nas la ocasión de corresponder a las grandesfinezas de la dama más hermosa de España, almenos según mi indocto parecer en asunto demujeres. Mañana tengo que ir a su casa, porquehas de saber que la señora condesa es la que haformado la Congregación de lavado y cosido.

-¿Y qué es eso?

-Una junta de señoras de la nobleza para la-var y coser la ropa de los soldados en estascríticas circunstancias. Y no creas que es cosade engañifa, sino que ellas mismas con sus di-vinas manos lavan y cosen. También pertenecela señora condesa a la junta de las Buenas patri-cias, en que hay damas de todas categorías,desde la duquesa a la escofietera. Pero esto nohace al caso, sino que mañana tengo que ir aesa casa, y les diré todo lo que tú me confíes.Aunque ahora me ocurre que más fácil y expe-dito será cogerte por la mano y plantarte enpresencia de tan alta señora para que por timismo y con tus buenas explicaderas, le descuenta y razón de lo que desea saber.

-Padre, no sé si estará bien que yo vaya a esacasa -dije tratando de disimular la alegría queel anuncio de la visita me causara.

-Yendo conmigo, no tengas cuidado.Además, has de saber que la señora condesa esuna persona ilustradísima, y que entiende depoesía y letras humanas, de modo que al sabertus conocimientos en la lengua latina, es seguroque te recibirá bien, y aun espero que te pro-porcione una buena colocación.

-Eso será lo de menos, con tal que yo consigaprestar a tan buena señora el servicio que des-ea. Y dígame, padre, ¿conoce Su Reverencia,por ventura, a la que va a ser mujer de D. Die-go?

-¡Que si la conozco! Como que soy su amigo,y su confidente, y desde que entro en la casaviene a mí saltando y brincando, y todo el díaestá: «padre Salmón por aquí, padre Salmónpor acullá».

-¿Y es Vuestra Paternidad su confesor?

-Eso no, que lo es mi compañero y amigo elpadre Castillo, el cual va también todas las tar-des a la casa.

-Y ella estará tan enamorada de D. Diego,que beberá los vientos por él.

-Me figuro que no le puede ver ni en pintu-ra. Es opinión general en la casa que la niñatiene puesto el pensamiento y el corazón enotra persona; pero aunque se vuelven locos, noha sido posible dar con ella. El señor marqués ysu hermana no piensan más que en averiguarquién podrá ser ese desconocido zascandil queha trastornado el seso a la más discreta y bellamuchacha que ha peinado azabaches y lloradoperlas en el mundo; y todo se vuelve averigua-ciones y acechos, y observa por aquí y husmeapor allí. La condesa no se afana tanto y sueledecir: «Eso se le pasará»; pero yo conozco queno las tiene todas consigo. He aquí la causa deque hayan querido apresurar el casamiento;pero aquí viene lo de que Rumblarito es un

perdido y un mala cabeza, y todo proyecto sedesbarata, y allá va el estira y afloja de las con-sultas: «Padre, ¿qué haremos? ¿Padre, ¿qué noharemos? Padre, ¿qué no haremos?». A cuyoapremiante cuestionar les contesto: «Calma,señoras mías, calma, que a mucha prisa granvagar. Que mi estrella querida doña Inés es elsuper omnia de la virtud, de la buena crianza,del recato, de la modestia, no queda duda al-guna, y capaz soy de decirlo en el púlpito si mepinchan tanto así. Al mismo tiempo tampocopuede dudarse que algo le hace cosquillas en supensamiento, que algo como triste recuerdo ovago deseo la trae a mal traer, porque ¿cómo seexplica aquel no hablar en dos días, aquel sus-pirar tan tierno, con la añadidura de mirar alsuelo en ademán cogitabundo, sin que razonesni halagos, ni aun mis chistes escogidos, ni miscuentos entresacados del Tesoro de los dichosagudos la hagan pestañear?». Y oyendo estasprudentes razones, la marquesa se entristece, yme vuelve a consultar, y aquí viene lo de:

«Averígüelo el padre Salmón, que como tienearte para el confesionario y es el mayor sacadorde pecados que hemos conocido, sabrá explo-rarla». Entonces el marqués añade: «Si por artesdel demonio esa muchacha durante el tiempoen que vivió lejos de nosotros tuvo el mal gustode enamorarse de algún cabrahígo de esas ca-lles, ¿cómo es posible que en su nueva posiciónno le haya olvidado?». Y yo lleno de celo por elreposo de tan ilustre familia, llamo a la niña,me la llevo a un rinconcito de la casa o a uno delos cenadores del jardín, y le tomo una mano, yse la acaricio y le cuento dos cuentos, y le digotres gracias, y le doy una flor, y echando a co-rrer con estas mis pesadas piernazas, le digo: «aque no me cogéis», y ella vuela y me coge delhábito a los tres pasos, y con estos juegos pre-paro su ánimo para la confesión de amigo, node sacerdote, que de ella espero. Sentados otravez, le digo: «Niñita mía, flor de esta casa, reto-ñito temprano, fresa de abril, ¿queréis decirmecuál es la causa de esa melancolía? Vamos a

ver, acá para entre los dos, pues esto no ha desalir de mí. Antes de que vuestro papa os reco-giera, ¿amasteis a alguien?». Y al oír esto, losojos se le llenan de lágrimas, echa a correr, lasigo y al poco trecho la veo parada, mirando alsuelo y mordiendo la punta del pañuelo. Vuel-vo a mis preguntas y nada saco en limpio, locual me desespera. Entonces la marquesa y suhermano me preguntan si creo conveniente quese rompa el trato hecho con la familia de donDiego, a lo cual les contesto: «Calma, señores:indagaremos primero si es cierto lo que delmozalbete se cuenta. Yo me encargo de hacerdiligencias, pues varias veces le he visto entraren cierta casa que frecuento, y conozco un jo-ven que le acompaña a menudo. «Nada, hijomío, lo dicho dicho. Mañana vas allá y les cuen-tas todo lo que sabes et quibusdam alliis, con locual mi encargo queda hecho y el Rumblar des-enmascarado.

Gran sorpresa me causó la relación del vene-rable mercenario, y cuando me separé de élprometiéndole ir en su compañía al siguientedía, quedeme pensando en las extrañas cosasque había oído, y muy dudoso acerca de sihabía obrado cuerdamente al comprometermeen tan arriesgada visita. Pero debo explicar lascausas de mis dudas, así como el estado de miánimo por aquellos días, pues algo hay que mislectores no deben ignorar, aunque les sean indi-ferentes las desdichas de este su humilde servi-dor.

El palacio de mi señora la condesa (y deboadvertir que a la sazón vivían todos reunidosen el de la Cuesta de la Vega), era un asilo in-franqueable para mí. Desde mi vuelta de Anda-lucía ni por el pensamiento me pasó el ponerallí los pies, teniendo como tenía la seguridadde una expulsión ignominiosa cual la deCórdoba. Entrar valiéndome de la astuciahabría sido, si posible, infructuoso, pues la su-

perchería o ficción de que me valiera, no podr-ían durar sino hasta que la señora Amarantame viese el rostro. Frecuentemente iba a pasearde noche por los callejones que rodean el pala-cio, y allá en lo alto del muro la claridad de unaventana atraía mis miradas. Falto de la imagende su persona, aquel cuadro de débil luz se merepresentaba como ella misma. Una noche tan-to miré y con tanto arrobo contemplaba aquellaventana, que me entraron tentaciones de dar aconocer mi presencia al habitante del palacioque con semejante luz se alumbraba, habitanteque según mi capricho era Inés y no otro algu-no. Resolvime a ello, y tomando una chinita laarrojé contra los cristales: al poco rato se dibujóen ellos una sombra: pero esta y la luz desapa-recieron pronto. Repetí el disparo a la nochesiguiente, y catad la sombra otra vez. Perocuando esperaba ver abierta la ventana, y oíruna voz querida ceceando dulces y temblorosassílabas en el silencio de la noche, apareciose enel fondo del callejón y como saliendo de las

cocheras del palacio, un grupo de hombres enactitud hostil contra mi persona. Me puse encobro a toda prisa, y no volví más.

Pasó Agosto, pasaron también Setiembre yOctubre, y aquellos noventa días depositándoseunos tras otros como noventa capas de tierra enel hoyo de mi existencia, iban sepultando ilu-siones, alegrías, sueños, porvenir. De improvisola diferencia de jerarquía social había puestoentre Inés y yo murallas inexpugnables, y pararomper su jaula no bastaban mis fuerzas, puesno era la nueva como aquella de los Requejoshecha de frágiles cañas y alambres, sino defuertísimos barrotes, más que el diamante du-ros.

Entonces comprendí más claramente que an-tes que yo no era nada, ni valía en el mundomás que un grano de anís, y esta consideración,irritándome en sumo grado, me infundía elmayor desprecio hacia mí mismo. ¿Por qué henacido como he nacido? me preguntaba; y

según es fácil comprender, no podía acertar conla contestación.

Y después decía: El espesor y fortaleza de es-tas paredes es tal, que si toda mi vida la em-pleara en hacerme más sabio que Séneca, másvaliente que el Cid y más rico que los Fúcares,aun así no podría romperlas. Sin embargo, talrumbo pueden llevar las cosas, que venga undía en que a los Fúcares no se les pida su ejecu-toria para emparentar con la nobleza. Pero va-mos a ver, ¿cómo me las compondré para llegara ser rico? ¡Oh, miserable de mí! ¡Rico quiennada tiene! Es evidente que no se pueden ganardos sin tener uno... Pues estudiaré hasta quepierda el seso, por ver si me hago sabio... o en-traré formalmente en el ejército, por ver si desoldado raso llego a general en estos revueltostiempos...

Y considerando esto, me golpeaba el cráneo,castigándole por su estupidez y su tardanza endar a luz felices pensamientos. Entretanto la

idea de la imposibilidad de mi dicha, de lo in-útil de mis esfuerzos, y de la inconmensurablepequeñez a que estaba reducido iba labrandoen mi alma con tanta tenacidad, que bien pron-to aquel laborioso gusanito me minó de parte aparte, me socavó, llenó de agujeros los funda-mentos de mi entusiasmo y fe poderosa, y...¡misericordia! todo yo caí al suelo.

Las dificultades insuperables, la imposibili-dad evidente de destruir con el solo auxilio demis dedos aquella montaña que Dios habíapuesto en mi camino, me rendían de tal suerte,que me crucé de brazos, hallándome incapazpara todo. Y desde abajo, desde la inmensaprofundidad donde me encontraba, decía, mi-rando el pedacito de cielo que difícilmente per-cibía encima de mí: -¡Oh, cielo! ¡Cuán lejos teveo, y qué bajo estoy después que creí tocartecon mi mano! Pero pues Dios ha dispuesto micaída, renuncio por ahora a estar cerca de ti, yme arrastraré por estos oscuros fondajes, bus-

cando un pedazo de pan que comer, sin másobjeto ni aspiración que dar a la bestia de midespreciable persona el forraje que diariamentenecesita.

Así dije, si bien no recuerdo si empleé lasmismas palabras.

¿Qué es el hombre sin ideal? Nada, absolu-tamente nada: cosa viva entregada a las even-tualidades de los seres extraños, y de que tododepende menos de sí misma; existencia que,como el vegetal, no puede escoger en la exten-sión de lo creado el lugar que más le gusta, y hade vivir donde la casualidad quiso que brotara,sin iniciativa, sin movimiento, sin deseo ni te-mor de ir a alguna parte; ser ignorante de todoslos caminos que llevan a mejor paraje, y paraquien son iguales todos los días, y lo mismo elayer que el mañana. El hombre sin ideal es co-mo el mendigo cojo que puesto en medio delcamino implora un día y otro la limosna delpasajero. Todos pasan, unos alegres, otros tris-

tes, estos despacio, aquellos velozmente, y élsin aspirar a seguirlos, ocúpase tan sólo delcuarto que le niegan o del desprecio que le dan.Todos van y vienen, cuál para arriba, cuál paraabajo, y él se queda siempre, pues ni tiene pier-nas para andar, ni tampoco deseos de ir máslejos. Es, pues, la vida un camino por dondemucha y diversa gente transita, y sobre cuyosarrecifes y descansos se encuentran tambiénmuchos que no andan: estos, según mi enten-der, son los que no tienen ideal alguno en latierra, así como aquéllos son los que lo tienen, yvan tras él aprisa o con calma, aunque los másantes de llegar suelen hacer alto en la posadade la muerte, donde por lo pronto se acaban losviajes de este camino.

Pues bien; en aquellos tres meses yo lo habíaperdido todo y me encontraba tullido y conmuletas en mitad del camino. La meditación, larazón, la evidencia que tenía delante, mil pode-rosos estímulos me llevaron al siguiente resul-

tado: renunciar completamente a Inés, si no enmi corazón, en lo real de la vida. Era lo justo, lológico, lo natural.

Y con esto queda dicho todo lo necesario pa-ra que se comprenda la impresión vivísima queexperimenté cuando el padre Salmón quiso tanimpensadamente y por tan raros caminos lle-varme en presencia de la condesa.

-Iré y sea lo que Dios quiera -dije para mí,ocupándome en arreglar el vestido que en tansolemne ocasión debía llevar sobre mi cuerpo-.¡Oh, infeliz de mí! Era el mes de Noviembre yno tenía más traje decente que uno de verano,sutilísimo, a quien cuidaba más que si fuera lastelas de mi corazón, y me lo puse, con peligrode perecer helado. Aquello a más de incómodoera ridículo; así es que al acostarme pedí fervo-rosamente a Dios y a los santos que aclararan eldía siguiente haciéndolo como los de Mayo,templado y hermoso; pero los de arriba no meoyeron o sin duda juzgaron más atendibles las

razones de los labradores que pedían agua ymás agua.

Tomando algunas cosas que creía indispen-sables para la visita, salí a la calle tiritando,encogido, hecho un ovillo y resguardando delos canalones la limpieza de mi ropa, pero aunasí no pude salvar sino una pequeña parte demi persona. Al fin aprovechando los claros yalguno que otro descanso de las llovedoras nu-bes, después de hacer varias paradas y estacio-nes en los portales, llegué al convento y juntán-dome con Salmón, él muy festivo y yo más se-rio y pálido que si me llevaran a ajusticiar, nodirigimos al palacio de Amaranta.

-VI-Cuando entramos, salionos al encuentro en

el piso bajo el diplomático, quien no aparentóreconocerme, y después de hablar aparte con el

fraile cosas que no entendí, nos mandó subir,diciendo que arriba estaba Amaranta con elpadre Castillo, revolviendo unos libros que lehabían traído. Subimos, y sin tardanza nos in-trodujo un paje. Al punto en que Amaranta sefijó en mí, púsose pálida y ceñuda, demostran-do la cólera que por verme allí experimentaba.Pero como hábil cortesana, la disimuló al ins-tante y recibió a Salmón con bondad, ordenán-dome a mí que me sentase junto a la gran copade azófar que en mitad de la sala había, de locual colijo que ella debió de comprender el granfrío que a causa del rigor de la estación y de ladiafanidad de mis veraniegas ropas me mortifi-caba.

-Este muchacho -dijo Salmón-, enterará ausía de aquello que deseaba averiguar, puestodo lo sabe de la cruz a la fecha; y al mismotiempo tengo el honor de decir a usía que aquítenemos un portento de precocidad, un granlatino, señora, autor de cierto inédito poema,

por quien S. A. el Príncipe de la Paz le destina-ba a la secretaría de la interpretación de len-guas.

El padre Castillo volviose a mí y dijo conafabilidad:

-En efecto, ayer nos habló de Vd. el licencia-do Lobo. ¿Y en qué aulas ha estudiado usted?¿Querrá leernos algo de ese famoso poema?

Yo le contesté que lo de mi ciencia latina erauna equivocación, y que el licenciado Lobo medaba aquella fama usurpándola a otro.

-¡Oh, no!... que también, si mal no recuerdo,nos dijo que en Vd. la modestia es tanta comoel talento, y que siempre que se le habla de es-tas cosas lo niega. Bien está la modestia en losjóvenes; mas no en tanto grado que oscurezcael mérito verdadero.

Amaranta no dijo nada. El padre Castillo pa-saba revista a varios libros, en montón reunidossobre la mesa, y los iba examinando uno poruno para dar su parecer, que era, como a conti-nuación verá el lector, muy discreto. Hombreerudito, culto, ilustrado, de modales finos, defigura agradable y pequeña, de ideas templadasy tolerantes que le hacían un poco raro y hastaexótico en su patria y tiempo, Fr. Francisco JuanNepomuceno de la Concepción, en los estradosconocido por el padre Castillo, se diferenciabade su cofrade, el padre Salmón, en muchísimascosas que al punto se comprenden.

-Estos son los libros y papeles que han salidoen los tres últimos meses -dijo Amaranta-. Bue-na remesa me han mandado hoy Doblado yPérez, mis dos libreros; pero no me pesa; puesentre tantas obras malas y de circunstanciascomo aparecen en estos revueltos días algunahabrá buena; y hasta las impertinentes y ridícu-

las tienen su mérito para ilustrar la historia delos actuales en los venideros tiempos.

-Así es -indicó el padre Castillo-. No hayobra por mala que sea, que no contenga algobueno, y hace bien vuestra grandeza, en com-prarlas todas.

-He leído un poco de este voluminoso papel-dijo Amaranta tomando un folleto que parecíarecién salido de la imprenta-, y me ha causadomucha risa. El título es de los de legua y media.Dice así: Manifiesto de los íntimos afectos de dolor,amor y ternura del augusto combatido corazón denuestro invicto monarca Fernando VII, exhaladospor triste desahogo en el seno de su estimado maes-tro y confesor D. Juan Escóiquiz, quien por estrechoencargo de S. M. lo comunica a la nación en undiscurso.

-Pues aquí veo otro -dijo Castillo hojeándo-lo-, que si no es del mismo autor, lo parece. Setitula La inocencia perseguida o las desgracias de

Fernando VII: poesía. Verdad que está en verso, yahora es moda tratar en metro las más seriascuestiones, aun aquellas más extrañas al arte dela poesía, como por ejemplo este papel queahora me viene a las manos y se llama Explica-ción del capítulo IX del Apocalipsi, aplicado segúnsu sentido literal al extraordinario acontecimiento dela pérfida irrupción de España: oda por un capellán.

-Y ha de saber Vuestra Reverencia que tam-bién nuestro prisionero monarca da en la florde hablar en verso -dijo Amaranta con sorna-,pues aquí tengo la Epístola férvida que nuestroamado soberano el Sr. D. Fernando VII dirige a susqueridos vasallos desde su prisión: pieza patética,tierna y de locución majestuosa.

-Pues ¿y qué me dice la señora condesa deeste otro librito que ahora me cae en las manos,y lleva por nombre La corte de las tres nobles ar-tes, ideada para el inocente Fernando VII: anacreón-ticas? Y la primera de estas anacreónticas seencabeza así: Reglas que contribuyen a que un

pueblo sea sano y hermoso. Por mi hábito de laMerced que no entiendo esto del pueblo sano yhermoso, que se ha de conseguir por la corte delas tres nobles artes, y ha de exponerse en ana-creónticas. Con permiso de vuecencia me lollevaré al convento para leerlo esta noche.

-Lleve también Su Paternidad este papelsuelto que dice: Lágrimas de un sacerdote en dosoctavas acrósticas.

-Esto de los acrósticos y pentacrósticos, esjuego del ingenio, indigno de verdaderos poe-tas -dijo Castillo-, y más aún de un sacerdote,cuyo entendimiento parecería mejor consagra-do a graves empleos. Pero démelo acá usía, queme lo llevaré, juntamente con este sermón quese titula Bonaparciana, u oración que a semejanzade las de Cicerón, escribió contra Bonaparte un ca-pellán celoso de su patria. Y en verdad que noanduvo modesto el tal capellancito comparán-dose con Cicerón; pero en fin, eso me anunciaqué tal será la dichosa Bonaparciana.

-Por Dios, señora condesa -dijo a esta sazónel padre José Anastasio de la Madre de Dios-.Ruego a vuecencia que me deje llevar al con-vento para leerlo esta noche, este otro graciosí-simo libro que se titula: Las Pampiroladas, letri-llas en que un compadre manifiesta a su comadreque en las circunstancias actuales no debe temer a lafantasma que aterraba a todo el mundo. ¡Qué obramás salada! Si no queda cosa que no se les ocu-rre...

-También puede llevarse, pues viene muybien al ingenio y buen humor de Su Paternidad-agregó Castillo-, este otro que aquí veo, y esDeprecación de Lucifer a su Criador contra el tiranoNapoleón y sus secuaces, asusta el ver entrar tantosmalvados franceses en el infierno. ¡Hola, hola!también está en octavas. Serán mejores que lasde Juan Rufo, Ercilla y Ojeda.

-¡Oh! Este sí que es bueno. ¡Válgame nuestrasanta Patrona! -exclamó Salmón-. Oíganme:Seguidillas para cantar las muy leales y arrogantes

mozas del Barquillo, Maravillas y Avapiés, el día dela proclamación de nuestro muy amado Rey. ¿Melas llevo, señora condesa?

-Sí, padre; ya que está por seguidillas, aquíveo otras que le parecerán muy buenas. Seguidi-llas que cantó el famoso Diego López de la Membri-lla, jefe de la Mancha, después que consiguió lasgloriosas victorias contra los franceses.

-El pueblo español -declaró Castillo-, es detodos los que llenan la tierra el más inclinado ahacer chacota y burla de los asuntos serios. Niel peligro le arredra, ni los padecimientos lequitan su buen humor; así vemos que rodeadosde guerras, muertes, miseria y exterminio, seentretiene en componer cantares, creyendo noofender menos a sus enemigos con las punzan-tes sátiras que con las cortadoras espadas. ¿Yqué me dicen usías de este Asalto terrible quedieron los ratones a la galleta de los franceses, poemaen dos cantos? ¿Qué de este Elogio del Sr. D. Na-poleón, por un artífice de telescopios? ¿Qué de esta

Gaceta del infierno, o sea Noticia de los nuevos amo-res de la Pepa Tudó con Napoleón, y celos de Josefi-na?

-Esas son groserías de vulgares e indecentesescritores -afirmó con enfado Amaranta-, puestodo el mundo sabe que ni la Tudó ha tenidoamores con Bonaparte, ni este ha hecho nadaque menoscabe su fama de hombre de buenascostumbres.

-Cierto es -dijo Castillo-, pero si usía me lopermite, le haré una observación, y es que elpueblo no entiende de esas metafísicas, y alverse engañado y oprimido por un tirano ybárbaro intruso, no debemos extrañar que leridiculice y aun le injurie. El pueblo es ignoran-te, y en vano se le exige una decencia y com-postura que no puede tener, razón por la cualyo me inclino a perdonarle estas chocarrerías siconserva la dignidad de su alma, donde elgrande sentimiento de la patria como que disi-

mula y oscurece los rencorcillos pequeños yvituperables.

-No me defienda Vd. tales chocarrerías, pa-dre -repuso Amaranta-. ¿Tiene perdón de Dioseste otro impreso que ahora leo? Oiga Vd. eltítulo: Lo que pueden cuatro borrachos, o sea despi-que al vil dictado con que se han querido oscurecerlos honrados procedimientos de un pueblo fiel a sureligión, rey y patria.

-La obra -dijo riendo el fraile-, tiene traza deno ser un segundo D. Quijote ni mucho menos;pero en su mismo título hallará vuecencia laexplicación del llamar borrachos a los Bonapar-tes, dictado que tanto repugna a mi señoracondesa. Cierto que los Bonapartes no son bo-rrachos, y harto sabemos que el pobre rey Joséni por pienso lo bebía; pero el pueblo no lo en-tiende así, del mismo modo que jamás dejó dellamarle tuerto, aunque harto bien pudo repararla hermosura de sus dos ojos. El pueblo lellamó borracho y tuerto sin motivo, es cierto;

pero ¿tienen razón los franceses en llamar in-surgentes, bandidos y ladrones de caminos a loshéroes que en los campos de batalla defiendengenerosamente la independencia patria?

-Convengo en ello -contestó Amaranta-; perola cosa más justa si se hace con malas formas,parece como que se deslustra y encanalla. VeaVd. Para hacer una pintura de las calamidadesocasionadas por la guerra, no era preciso que elautor de este papel lo titulara Inventario de losrobos hechos por los franceses en los países dondehan invadido sus ejércitos.

-Señora, convengo que al autor se le ha idoun tanto la mano en la forma -dijo Castillo-;pero por lo poco que de este libro he leído, meparece que dice verdades como el puño.

-¡Y tan como el puño! -exclamó Salmón al-zando los ojos de un libelo cuyas páginas re-corría a la ligera-. Pues lo que es este que al

azar ha caído en mis manos, tiene unas expli-caderas...

-¿Cuál?

-Es de lo más gracioso y bien parlado queimaginarse puede. Su anónimo autor lo titulaCarta primera de un vecino de Madrid a un su ami-go, en que le cuenta lo ocurrido después de la prisióndel execrable Godoy, hasta la vergonzosa fuga del tíoCopas. La agudeza de los dichos, la oportuni-dad de los chistes, apodos y chanzonetas es tal,que harían reír a la misma seriedad.

-¡Bonito modo de escribir la historia! Y esepalurdo vecino de Madrid, que sin duda seráalgún sacristán rapavelas o bodegonero delRastro, ¿qué entiende de execrables Godoyes niotras zarandajas?

-¿Pues no ha de entender, señora? -dijo elpadre Castillo-. A veces en personas rudas yzafias se ve mejor sentido y criterio de las cosas

que en las ilustradas y quizás por su mismailustración desvanecidas. Lo que les falta es eldecoro en la forma. Oiga mi señora condesauna observación que quiero hacerle. Entre estamultitud de papeles, que los libreros de Madridle envían para que coleccione todo lo publica-do, hay tal balumba de despropósitos y estoli-deces, que sería más necio y simple que susautores el que dejara de reconocerlo así. Pero enmedio de tanta faramalla, encuentro algunosproductos del ingenio que suspenden, cautivany enamoran, por ser fruto espontáneo de lamente popular, como lo son las heroicas accio-nes que desde el principio de la guerra estamospresenciando. Vea vuecencia: aquí hay unaConvocatoria que a todos los pastores de Españadirige un mayoral de la sierra de Soria para la for-mación de compañías de honderos. Este es unhombre ignorante, cuya actividad e interés porla patria no puede menos de elogiarse. Tambiénmerece encomios lo que ha escrito esta doñaMaría Piquer y Pravia, con el título de ¿Qué es

héroe? Exhortación a los jóvenes españoles, puestodo lo que tienda a encender los alientos de lajuventud en las actuales circunstancias, es dig-no de aplauso. No le negaré tampoco los míos aestos Cargos que hace el tribunal de la razón deEspaña al Emperador de los franceses, porque lostales cargos están hechos con mesura; ni tam-poco a este Engaño de Napoleón descubierto y cas-tigado, obra en que se manifiesta con claridad lainfidelidad del Emperador en sus convenios conEspaña, porque todo cuanto se diga acerca de lamanera desleal y traidora con que nos declara-ron la guerra, me sabe siempre a poco. No serétan benévolo con esta Carta del licenciado Siem-pre y Quando al Doctor Mayo de 1808, porque merepugnan las formas chocarreras en formalesasuntos, ni daré dos higos por esta Alegoría poé-tica que descubre las iniquidades del más perjudicialy maligno hipócrita del mundo, Bonaparte, porqueya dije que este afán de tratar en malos versoslo que está pidiendo a gritos clara y valienteprosa, me indigna y pone fuera de mí.

-Gracias a Dios -dijo entonces Amaranta-,que encuentro entre esta garrulería una obra dereconocida utilidad durante los tiempos deguerra. Vea Su Reverencia: Arte universal de laguerra del príncipe Raimundo de Montecuculi.

-En efecto, señora: yo daría un par de abra-zos y otros tantos apretones de manos a Quiro-ga y Burguillos, que son impresores y editoresde esta gran obra. Y aquí veo otra a cuyo autorle pondría yo en los cuernos de la luna, pues noconozco hoy por hoy tarea más meritoria queescribir un Prontuario en que se hallan reunidas lasobligaciones del soldado, cabo y sargento para lapronta metódica instrucción de las compañías. Veami señora condesa, cómo también sacamos pe-pitas de oro puro del escorial de este montónque tenemos delante. Aquí veo la Higiene militaro arte de conservar la salud del soldado en guarni-ciones, marchas, campamentos, hospitales, etc.Queden a un lado, para que no se confundancon lo demás; y en su compañía vaya El buen

soldado de Dios y del Rey, libro donde se asocian lasmáximas militares con las cristianas. Esto me pa-rece muy del caso, pues será mejor soldadoaquel que lleve en su corazón la fe, única fuentede toda heroica acción y de la humildad y obe-diencia, que mantienen la disciplina, remedomundano del divino orden puesto por Dios a laautoridad religiosa.

-Pues hagamos aquí un apartado de los bue-nos libros -dijo la condesa graciosamente, re-uniendo los que el fraile le indicaba.

-Pero tate, señora mía -dijo este-, que me pa-rece que en ese departamento de las cosas bue-nas se ha colado El laurel de Andalucía y sepulcrode Dupont, que, aunque muy patriótica, es delas más necias y enfadosas comedias que se hanimpreso en estos tiempos. Vaya fuera, y llévese-lo Salmón si quiere leerlo, y en su lugar pónga-se esta Colección de proclamas, bandos, diversosestados del ejército y relaciones de batallas, que porser un conjunto de documentos fehacientes,

será en día no lejano de grande interés para lahistoria, que en tales tesoros se alimenta y bebela verdad, sin la cual no puede vivir. ¿Pero quélibro es ése que con tanta atención vuecencialee?

-Leo -repuso la condesa- las Poesías patrióti-cas de D. Manuel Josef Quintana, que ahora salenpor segunda vez a luz. Este tomo contiene laExpedición de la Vacuna, las odas a Juan de Padilla,a España libre, al panteón del Escorial y a la Inven-ción de la imprenta.

-¡Oh! -exclamó el padre Castillo-. Bien lo de-cía yo: no pepitas de oro, sino perlas orientaleshabían de aparecer entre esta balumba. Pónga-me vuecencia a ese poeta sobre las niñas de misojos, pues no me canso nunca de leerlo, y es tangrande el encanto que en mí producen su fogo-sa entonación, su grave estilo, su arrebatadoestro, su numerosa cadencia, la gallardía de lasimágenes, la verdad de los pensamientos, laelegancia de los símiles, la escogida casta de

todas las voces y frases, que me olvido del apa-sionamiento y saña con que ataca institutos ypersonas que yo a causa de mi estado no puedomenos de reverenciar. Pero tal es el privilegiodel arte cuando da en buenas manos; y es queenamora con la forma aun a aquellos ánimos aquienes no puede conquistar con las ideas.

-Quítenmelo de delante -dijo Salmón-, y nopongan a ese autor ni a cien leguas del de estacomposición que ahora tengo en la mano: Go-doy, sátira por D. José Mor de Fuentes.

-Pues si Su Paternidad es tan entusiasta deMor de Fuentes, nosotros se lo regalamos, paraque lo disfrute por los siglos de los siglos. ¿Noes verdad, señora condesa? ¿A ver qué otrovolumen es este, que parece recién publicado?Poesías líricas o rimas juveniles por don Juan Bau-tista Arriaza. Este no debe ser despreciado, perotampoco agasajado. El aprecio que conquistacon su gracia y primorosa frivolidad, lo pierdepor maldiciente, sin que tenga como Juvenal el

mérito de reprender los vicios y malas costum-bres. Sus mejores obras son las que podríamosllamar Vejámenes, dirigidas contra cómicos ypoetas; y estas Rimas juveniles son finas, pul-cras, bonitas, pasajeras; pero carecen de aquellasal de la inspiración, sin cuyo ingrediente nohay manjar poético que se pueda traspalear.¿Qué hacemos, señora condesa? ¿Se lo damos aSalmón o se queda en el departamento escogi-do?

-Quédese aquí -dijo Amaranta-, aunque nosea sino porque me ha dedicado casi todos susversos llamándome Clori, Belisa, Dorila, Mirta,Dafne, Febea y Floridiana. Y para que el reve-rendo Salmón no se enfade, le daremos el Napo-león rabiando, casi-comedia; el Bonaparte sinmáscara, y la Descomunal batalla de los invenciblesgabachos contra los ratones del Retiro, que aquíestán pidiendo que Vuestra Reverencia les desu dictamen.

-Pues vengan -dijo Salmón-, y no creo quevuestra grandeza me niegue este saladísimopapel, cuyo solo título hace desternillar de risa,y es: El juego de Fernando VII con Napoleón y Mu-rat al tresillo, libro en el que baxo las voces propiasdel tresillo se da una idea de lo acaecido con nuestroaugusto soberano, del orgullo de Napoleón, y con-cluye con las exclamaciones más tiernas de nuestrooprimido Monarca.

-Esto de decir en términos de tresillo lo quese puede expresar en castellano seco, me ena-mora -indicó Castillo.

-Precisamente en lo intrincado está el méritode la invención -observó el otro fraile-. La prosallana se cae de las manos, y así no comprendocómo Vuestra Paternidad está ahora tan embe-becido en la lectura de ese folleto, Gobiernopronto y reformas necesarias.

-Más que por lo que dice, me interesa por loque todos los papeles de esta clase indican dealteraciones y disputas para lo por venir.

-Los españoles -dijo la condesa- no se cuidanahora de lo porvenir.

-Permítame usía que la diga que está muyequivocada -repuso Castillo-. Observando aten-tamente todos los impresos que salen a luz (ylos papeles impresos son quien más que otracosa alguna da a conocer lo que piensa y anhelaun pueblo cualquiera); observando, digo, estoque aquí tenemos, se ve que los españoles, bajola aparente conformidad que nos da la guerra,estamos muy divididos, y eso se conocerácuando con las paces venga el deseo de estable-cer las nuevas leyes que nos han de regir. Aquítengo unas Reflexiones de un español, y modo deorganizar un gobierno que concluya la grande obrade la eterna libertad y prosperidad de la nación. Noparece mal escrito, y apunta con timidez la ideaque creo desarrolla atrevidamente este cuader-

no que se intitula Política popular acomodada a lascircunstancias del día: propone la Constitución quela España necesita para cortar de raíz el despotismo.Por el mismo estilo y con igual tendencia estáhecho este otro que dice Reflexiones de un viejoactivo a un amigo suyo sobre el modo de estableceruna Constitución.

-Y por lo que veo -dijo Amaranta leyendo laportada de otro libro-, este trata del mismoasunto: Manifiesto del español, ciudadano y solda-do, donde se da conocimiento de nuestros anteriorespadeceres y esperanzas en nosotros mismos, respectoal mundo individual.

-Por San Buenaventura y los cuatro doctores,que no sé lo que ha querido decir ese buenhombre con lo del mundo individual: pero loapartaremos para leerlo después.

-¿Y cree Vuestra Paternidad que hay diver-gencia de pareceres entre los diversos autores

que tratan de política y de Constitución?-preguntó Amaranta.

-¡Oh! -exclamó Castillo-, por aquí aparece lapunta de un impreso, en quien desde luegoconozco la opinión contraria. Sí, señora conde-sa: no hay más que leer este título, Higiene delcuerpo político de España, o medicina preservativade los males con que la quiere contagiar la Francia,para comprender que éste es amigo del despo-tismo. Pues, ¿y dónde me deja usía estas Con-clusiones político-morales que ofrece a público cer-tamen contra los herejes de estos tiempos un frailegilito? No me gusta que los regulares se ocupende estos asuntos, y desearía que concretándosea su ministerio de paz, aguardaran tranquiloslo que los tiempos futuros traigan de calamito-so para nuestro instituto. Pero no es posiblecontener esta gritería que por todos lados saleen defensa de opuestos intereses, y venga loque viniere, que si Dios no lo remedia, serágordo y sonado. Entretanto, póngame usía a un

ladito estos libros que tratan de la Constitucióny el despotismo, pues pienso examinarlos espa-ciosamente. ¿Pero qué veo? ¿Ha puesto vue-cencia en el montón escogido esos cuatro libri-llos de novelas simples? Parece mentira que enesta época empleen nuestros libreros su tiempoy dinero en traducir del francés tales majader-ías... ¿A ver? La marquesa de Brainville, la Etelvi-na, los Sibaritas, el Hipólito. Vaya toda esta ro-mancil caterva a deleitar al padre Salmón, y sitarda en devolverla, mejor, que así podrá vues-tra grandeza entretenerse en mejores lecturas.

-En esto de novelas andamos tan descami-nados -dijo Amaranta-, que después de haberproducido España la matriz de todas las nove-las del mundo y el más entretenido libro que haescrito humana pluma, ahora no acierta a com-poner una que sea mayor del tamaño de uncañamón, y traduce esas lloronas historias fran-cesas, donde todo se vuelve amores entre dosque se quieren mucho durante todo el libro,

para luego salir con la patochada de que sonhermanos.

-Pues para mí -dijo Salmón- no hay más re-gocijada lectura que esa; y vengan todos paraacá.

-Abulta bastante, señora condesa -indicóCastillo-, el apartado de los que defienden laConstitución. Hágame vuestra merced otro conlos apóstoles del despotismo que hasta ahoraparecen los menos. Pero no; por aquí sale unlibelo titulado Gritos de un español en su rincón,que al instante puedo colocar entre los del des-potismo.

-Y aquí hay otro -dijo Amaranta-, que si nome equivoco, también es del mismo estambre.Titúlase Carta de un filósofo lugareño que sabe enqué vendrán a parar estas misas.

-¡Magnífico! Desde que oí eso del filósofo lu-gareño lo diputé por enemigo de los constitu-

cionales. Vaya al segundo montón; y los leere-mos a unos y a otros para saber, como dice elencabezamiento, en qué vendrán a parar estasmisas. Esta lucha, señora mía, o yo me engañomucho, o ahora es un juego de chicos compara-da con lo que ha de venir. Cuando se acabe laguerra, aparecerá tan formidable y espantosa,que no me parece podrá apaciguarla ni aun elsuave transcurso de todos los años de este sigloen cuyo principio vivimos. Yo, que observo loque pasa, veo que esa controversia está en lasentrañas de la sociedad española, y que no seaplacará fácilmente, porque los males hondosquieren hondísimos remedios, y no sé yo sitendremos quien sepa aplicar estos con aqueltacto y prudencia que exige un enfermo pordiferentes partes atacado de complicadas do-lencias. Los españoles son hasta ahora valientesy honrados; pero muy fogosos en sus pasiones,y si se desatan en rencorosos sentimientos unoscontra otros, no sé cómo se van a entender. Masquédese esto al cuidado de otra generación, que

la mía se va por la posta al otro mundo, conmás prisa de lo que yo deseo. Y entretanto,guárdeme usía esos dos montones de libros,que todos quiero leerlos. Aquí el departamentode la Constitución, a este otro lado el del despo-tismo... pero ¡pecador de mí! A vuecencia se leha ido la mano, dejando que se colara en estasregiones un papelillo, que desde su principiofue destinado al paladar de mi reverendo ami-go. Afuera ese desvergonzado intruso.

-¡Ah! -exclamó Amaranta riendo-. Es un Re-trato poético del que vende santi barati y el sartenerovictoreando al primer pepino que plantó un corso entierra de España, y no ha prendido.

-¡Venga acá! -exclamó con gran alegríaSalmón-. ¡Y cómo se escapaba esa joya! Al con-vento me lo llevo junto con este otro, que aun-que no trata de la guerra ni de política, parecelibro de recreación científica y de honestísimodivertimiento. Es la Pirotécnica entretenida, cu-riosa y agradable, que contiene el método para que

cada uno pueda formarse en su casa los cohetes,carretillas y bombas, etc., con tres láminas demos-trativas de todas las operaciones del sublime arte depolvorista.

-Y ahora, señora condesa de mi alma -dijo elpadre Castillo levantándose-, ya que he moles-tado bastante a usía, y hecho el escrutinio quevuestra grandeza deseaba, me retiro, pues estatarde celebra solemne rosario la hermandad delSocorro de Nuestra Señora del Traspaso, y metoca predicar.

-Yo pertenezco a la del Rescate -indicó Ama-ranta-, y creo que es la semana que entra cuan-do hacemos nuestra función de desagravios. YVuestra Paternidad, padre Salmón, ¿no predicaen estas fiestas?

-Señora, la real congregación y esclavitud deNuestra Señora de la Soledad, me ha encargadodos pláticas para la semana que entra. Veremosqué tal salgo de ellas.

El padre Castillo, que sin duda tenía prisa,se fue, y allí quedamos Salmón y yo. Desde quehubo salido su compañero, tomó aquel la pala-bra, y dijo:

-Pues, como tuve el honor de indicar a usía,este muchacho sabe todo lo concerniente a donDiego, a sus artimañas, trapicheos y correrías, yél satisfará a vuecencia mejor que cuanto yo,relata referendo, pudiera decirle. Pero ¿será cier-to, señora mía, lo que al entrar me ha dicho elseñor marqués D. Felipe?

-¿Qué?

-Que usía ha tenido anoche la felicísimasuerte de hacer confesar a esa linda niña todo loque de ella queríamos saber.

-Así es -dijo Amaranta- Todo me lo ha con-fesado.

-La paz de Dios sea en esta ilustre casa.¿Dónde está ese blanco lirio, que la quiero feli-citar por el buen acuerdo que ha tenido?

-Esta tarde no se la puede ver, padre. Ya quesu merced ha tenido la buena ocurrencia detraerme este joven, a quien supone al tanto delo que quiero saber, tenga la bondad de dejar-me a solas con él, para que la presencia de per-sona tan grave y respetabilísima como VuestraReverencia, no le impida decirme todo lo quesabe, aunque sea lo más secreto.

-Con mil amores obedeceré a usía -dijo elpadre Salmón-; y con esto se retiró dejándomesolo con aquella estrella de la hermosura, conaquella deslumbradora cortesana, a quien nun-ca me había acercado sin sacar de su trato elfruto de una gran pesadumbre.

-VII--No ha sido una simpleza de este buen reli-

gioso lo que te ha traído aquí -me dijo severa-mente-; esto ha sido obra de tu astucia y malig-nidad.

-Señora -le respondí-, por mi madre juro ausía que no pensaba volver a esta casa, cuandoel padre Salmón se empeñó en traerme, con elobjeto que él mismo ha manifestado.

-¿Y qué sabes tú de D. Diego?

-Yo no sé más sino aquello que no ignoranadie que le trata.

-D. Diego es jugador, franc-masón, libertino;¿no es cierto?

-Usía lo ha dicho; y si lo confirmo, no esporque me guste ni esté en mi condición el de-

latar a nadie, sino porque eso de D. Diego todoel mundo lo sabe.

-Bien; ¿y tú querrías llevarme a mí o a otrapersona de esta casa a cualquiera de los abomi-nables sitios que el conde frecuenta por las no-ches, para sorprenderle allí, de modo que nopueda negarnos su falta?

-Eso, señora, no lo haré, aunque usía, aquien tanto respeto, me lo mande.

-¿Por qué?

-Porque es una fea y villana acción. DonDiego es mi amigo, y la traición y doblez conlos amigos me repugna.

-Bueno -dijo Amaranta con menos severi-dad-. Pero me parece que tú eres tan necio co-mo él, y que le llevas a la perdición, incitándoley adulando sus vicios.

-Al contrario, señora, a menudo le afeo suconducta, diciéndole que tal proceder es indig-no de caballeros, y que al paso que deshonra sucasa, deshonra también a aquella con quien vaa emparentarse.

-Eso está muy bien dicho -exclamó con pe-sadumbre-. Lo que hace Rumblar no tieneperdón de Dios. ¿Y quién le acompaña en sulibertinaje?

-El señor de Mañara y D. Luis de Santorcaz.

-¡También ese! -dijo con sobresalto y súbitatransformación en su bello rostro-. ¿Qué hom-bre es ése? ¿Le conoces tú? ¿Dónde vive? ¿Enqué se ocupa?

-Si he de decir verdad, aún ignoro qué clasede hombre es. Tampoco sé dónde vive; pero heoído que es espía de los franceses, y que estos ledan un sueldo para que les escriba todo lo quepasa. Esto me han dicho; pero no lo aseguro.

Entonces Amaranta acercó su silla a la mía,mirome como quien se dispone a entablar rela-ciones de confianza, y me habló así con vozdulce:

-Gabriel, está de Dios que me prestes de vezen cuando servicios de esos que no se enco-miendan sino a la despierta observancia y a ladiscreta malicia. ¿Querrás averiguar si D. Diegoanda también en conspiraciones y malos pasoscon ese que has llamado espía de los franceses?

-No sé si podré hacerlo, señora. Tendría quehacerme dueño de su confianza para abusar deella. Por otro conducto podrá averiguarlo suseñoría.

-Estás orgulloso; pero ven acá, chicuelo:¿quién eres tú? ¿A quién sirves ahora?

-No sirvo a nadie, ni quiero servir. Por ahorasoy soldado, si soldado es ser alguna cosa. Vivode la paga que da el Ayuntamiento de Madrid

a las tropas que ha levantado. Pero no tengoafición a las armas, y si las tomo hoy es porpuro patriotismo y sólo mientras dure la gue-rra. Después Dios dispondrá de mí, aunque,como no tengo riquezas, ni padres, ni parientes,ni papeles de nobleza, ni protección alguna,espero que no saldré de esta humilde esfera enque he nacido y vivo.

-¿Quieres que te proteja yo? ¿Necesitas algo?-me preguntó con bondad-. Te buscaré un buenacomodo, te socorreré, si por acaso no estásmuy desahogado.

-Aunque el recibir limosnas no deshonra anadie, antes me asparían que tomarlas de vue-cencia.

-¿Por qué? ¿Pero qué pretendes tú? Yo séque tú picas muy alto, y no te andas por lasramas. Vamos, Gabriel, si me abres tu corazón,si me confías francamente todo lo que sientes,te prometo ser benévola contigo. ¿Crees que no

estoy al tanto de tus atrevimientos? Y sí no,dime: ¿a qué paseas de noche por ese callejóncercano? ¿A qué arrojas piedrecitas a las venta-nas?

-¿Usía me vio? -pregunté muy confuso.

-Sí, y aunque me causó ira, reconozco quenadie es dueño de borrar de un golpe lo pasa-do, mucho más cuando uno no es autor de lasituación en que ahora o después se encuentra,sino que es Dios quien a ella le conduce. Tútienes aspiraciones ridículas y absurdas, y aho-ra yo, renunciando a medios violentos, hablán-dote con templanza y sensatez, voy a quitárte-las de la cabeza.

-Hable vuecencia; pero debo advertirle queno tengo ya pretensiones ridículas, pues todoaquello que vuecencia recordará de mi afán deser generalísimo pasó, y...

-No me refiero a eso, y bien sabes a qué alu-do, tunantuelo. No puedo ocultarte el disgustoque tuve cuando en Córdoba me dijiste conmucha ingenuidad: «Señora, Inés y yo éramosnovios». Tal despropósito, tratándose de miprima, me indignó al principio; pero despuésme hizo reír. ¡Ay! cuánto he reído con esto. Porsupuesto, no creas que ella se acuerda de ti.¡Eres tan inferior a ella! Bien sabe Inés que si enotro tiempo y lugar la aparente igualdad devuestra condición permitía que os estimarais,hoy el solo pensar en tal cosa es un crimen.¡Pues si vieras cómo se ríe de ti, y cuenta tussimplezas!... Eso sí, dice que te está agradecidaporque dice que la salvaste de no sé qué peli-gro; pero nada más. Mi primita ha sacado taldignidad y estimación de su linaje, que no digoyo con condes, con emperadores se casaría, yaún se juzgara rebajada.

-¡Bendito sea Dios, y cómo se mudan laspersonas! -dije yo, comprendiendo no ser ciertolo que oía.

-Pero si esto te digo -continuó Amaranta-,también añado que me intereso por ti y quierorecompensar los servicios que prestaste a Inéscuando estaba en la miseria; de modo que tedaré lo necesario para que hagas fortuna con tutrabajo; mas con la condición de que has demarcharte de Madrid y de España mañanamismo, para no volver nunca.

Oí con mucha calma estas razones que lacondesa dijo, queriendo aparentar una tranqui-lidad de espíritu que no tenía, y le contesté:

-¡Ay, señora, y qué mal me ha comprendidousía! Hábleme ahora vuecencia sin ningunaclase de artificio, pues yo con el corazón en lamano le digo que conozco muy bien quién soyy todo lo que puedo esperar. En mi corta vidahe aprendido a conocer un poco las cosas del

mundo, y sé que aspirar a lo que por mi humil-dad, mi ignorancia y mi pobreza está tan lejosde mí como el cielo de la tierra, sería una estu-pidez. No ocultaré a usía nada de lo que me hapasado. Cuando Inés, quiero decir, la señoritaInés, estaba en casa del cura de Aranjuez, noso-tros nos tuteábamos, hablando de nuestro por-venir como si nunca hubiéramos de separarnos.Después en casa de D. Mauro Requejo, parecíacomo que nuestras desgracias nos hacían que-rernos más. Teníamos mil bromas, y yo le de-cía: «Inesilla, cuando seas condesa, ¿me querráscomo ahora?». Y ella me contestaba que sí, y yome lo creía... Después todo ha cambiado.Cuando fui a la guerra, yo no pensaba sino enser un hombre de provecho para hacerla mimujer; mas al mirar de cerca la esfera a dondeella había subido, al verme a mí mismo sin po-der subir un solo peldaño en la escala de la so-ciedad, me entró una tristeza tal, que pensémorirme. Pero al fin se ha ido abriendo paso mirazón por entre este laberinto de atrevidas lo-

curas, y he dicho para mí: «Gabriel, eres un locoen pensar que el mundo se va a volver delrevés para darte gusto. Dios lo ha hecho así, ycuando su obra ha salido con tantas desigual-dades, él se sabrá por qué. Renuncia a tus va-nos sueños; que esto, y ser generalísimo de untirón, como antes pensabas, es todo uno». Alfin, señora condesa, he llegado a costa de gran-des tristezas a adquirir una resignación pro-funda, con cuyo auxilio ya estoy curado de misatrevimientos. He renunciado a lo imposible. Siasí no lo hubiera hecho, sería real y efectivo loque cuentan las malas novelas de que se reíahace poco el padre Castillo, y en las cuales se vea una archiduquesa que se casa con un paje, y aun porquerizo enamorado de una emperatriz.No, señora: vengamos a la realidad triste; peroque es lo único que no engaña. Ya no tengo lasaspiraciones que usía me supone, y no es nece-sario que vuececia compre con dinero mi resig-nación ni mi alejamiento de esta casa, de Ma-drid y de España.

Amaranta mirábame de hito en hito duranteaquel mi largo discurso, y después habló así:

-Gabriel, o eres un hipócrita, o en verdadque me vas pareciendo un joven no sólo discre-to, sino de honradas ideas. Ya veo que com-prendes el sentido natural y templado de lascosas, y que sabes enfrenar la impetuosidad ypetulancia propias de la edad.

-Señora, lo que he dicho a usía es la puraverdad; así me conceda Dios una buena muerteen mi última hora.

-Pues ya que me hablas con tanta franqueza,no quiero ser menos contigo. ¿Serás tú hombrea quien se pueda confiar un pensamiento deli-cado, un pensamiento de esos que la vulgari-dad no comprende, ni estima en su justo valor?

-Creo que podrá vuecencia confiarme lo quequiera.

-¿Lo comprenderás tú? Vamos a ver. Dicesque has renunciado a que te ame mi prima,reconociendo la inmensa inferioridad de tuposición.

-Sí, señora, así es.

-Muy bien; pero es el caso... no sé cómodecírtelo. Al indicarte que te daría riquezas,quise expresar que esperaba de ti un grande, unextraordinario favor.

-Si está en mí el prestarlo, no necesito que seme de nada. ¿Quiere usía que me marche? Pe-diré mi licencia. Pues qué, ¿acaso la señoritaInés se acuerda alguna vez de este miserable?

-Respóndeme lo que te inspire tu buenarazón, Gabriel -me dijo la condesa con graveacento-. Figúrate tú que a la señorita Inés se lepusiese en la cabeza el no querer a nadie másque a ti... no es así... pero va como ejemplo:figúratelo.

-Ya está figurado.

-Pues bien: ¿no te parece natural que yo ymis tíos nos opongamos a ello por todos losmedios posibles?

-Sí señora, me parece muy natural -repliquécon asombro-; pero si ella se empeña...

-Ella no se empeña... no es eso... Es que...vamos, te lo diré francamente. Aunque no ase-guro yo que Inés te ame, ni mucho menos, por-que esto sería un gran despropósito, ocurreque... es natural que sienta algún afecto hacialos que fueron compañeros de sus desgracias...Todo es un capricho, una obcecación pueril,que se le pasará seguramente. ¿No crees que sele pasará?

-Sí señora, le pasará.

-Pero para que esto acabe de una vez, necesi-to tu ayuda. Puesto que te veo tan razonable,

puesto que reconoces que sería en ti una estu-pidez aspirar a casarte con ella... ¡Casarte conella! ¡qué risa! ¡un pelagatos como tú!... pareceesto cosa de comedia. ¿Pero no te ríes tú tam-bién?

-Sí señora, ya me estoy riendo -respondíhaciéndolo de muy mala gana.

-Pues decía -continuó, cesando en su afecta-da hilaridad-, que, en vista de tu buen sentido,espero de ti lo que vas a oír. Repito que te darélo necesario para que en otro país lejos de Es-paña puedas hacer una fortuna; te daré la for-tuna hecha si quieres...

-¿Y qué he de hacer para eso?

-Nada... vienes aquí estos días so color deentrar a servirme, tratas a Inés, y luego durantealgún tiempo fingirás hacer las cosas más feas,cometer las acciones más abominables y losdelitos que más rebajan al hombre, de modo

que ella con el espectáculo de tu envilecimientovuelva en sí del trastorno que por ti tiene y to-do acabe. Es sumamente fácil para ti: entrasaquí en mi servicio, y a los pocos días me robasuna sortija u otra prenda cualquiera; luego fin-gimos nosotros haber descubierto tu crimen yafeamos en público tu conducta; después sihablas con ella, me calumniarás, diciendo de mímil herejías, y también hablarás mal de elladelante de alguna criada que venga a contár-noslo... y por este estilo harás una serie de mal-dades de esas que más envilecen a la criatura.

-¡Señora! -exclamé sin poder sofocar por mástiempo la ira-. Si usía me da toda esta casa llenade dinero, no haré lo que me pide. ¡Cometerdelante de ella una infame acción! Me dejarématar mil veces antes que tal haga. Cuandoéramos amigos, más temía a sus censuras que ami conciencia, y si algo bueno hice, hícelo porque ella lo viera y me aplaudiera; que más es-timaba su aprobación que todos los bienes del

mundo. Huiré para ir a donde no me vuelva aver; pero pensar que he de envilecerme delantede ella, eso jamás. Adiós, señora, me voy deaquí -añadí levantándome-. Por segunda vezme quiere usía envolver en intrigas y fingi-mientos cortesanos en que es tan gran maestra.

-Aguarda -dijo deteniéndome.

-¿No está más en el orden natural lo que yoquiero hacer -añadí-, que es marcharme y noaparecer más por Madrid?

-Eres un majadero -dijo con despecho-. ¿Quéte cuesta hacer lo que te propongo? ¿Pierdes túalgo en ello? Ven acá, truhán de las calles: ¿aca-so tienes algún nombre que deslustrar o algunaposición que perder? ¡Cuántos mejores que túno se apresurarían a prestar este servicio por elaliciente de la recompensa que yo te ofrezco!¿Pues acaso podías tú ni soñar con la fortunillaque te pienso ofrecer, farsantuelo? ¡Miren elcaballerón finchado, siempre a vueltas con su

honor y su conciencia, y su deber acá y su repu-tación allá!

-Si usía me da licencia, me retiraré -dije, re-suelto a poner fin a la conferencia.

-No, aquí has de estar todavía. Por lo queveo, crees que mi primita se acuerda alguna vezde tus simplezas y majaderías -declaró con en-fado-. Anda noramala, chicuelo andrajoso:¿piensas que creo en tus hipócritas declamacio-nes? ¿Piensas que tomo en serio los generosospensamientos que con tanto arte me has mani-festado, echándotela de caballero? ¡Oh! ¡Estome pone fuera de mí! Yo le diré a esa antojadizaquién eres tú y cuáles son tus mañas. O hará loque yo le mando -añadió con creciente enojo-, ypensará como yo quiero que piense, o esa niñano es de mi sangre, no, no puede serlo. ¡Cuántacontrariedad, Dios mío!... No quiero verte más,Gabriel, vete de aquí... pero no, ven acá: tú notienes la culpa de esto. Dime, ¿quién eres tú?¿Dónde has nacido? ¿Tienes alguna noticia de

tus padres?... A veces suele acontecer que elque se creía humilde...

-No espere usía -repuse sonriendo-, que dela noche a la mañana me caiga en herencia ungran ducado. Eso pasa algunas veces, como hasucedido con Inés; pero de tales pasos de nove-la entran pocos en libra. Humilde nací, yhumildísimo seré toda mi vida.

-Lo digo por que si tú fueras una personadecente, te sentarían bien esos aspavientos quehas hecho -me contestó-. No lo decía por otracosa, desdichadote; no te vayas a envanecer sinmotivo. Vete, estoy muy disgustada.

Y luego olvidándose de mí para no pensarmás que en sus propias contrariedades, ex-clamó así:

-¿Por qué, Dios mío, cuando trajiste a esa ni-ña a nuestra casa, nos trajiste también esta granpesadumbre?

-¿Quiere usía mucho a su hija? -le pregunté.

-A mi prima, querrás decir.

-Eso es, me equivoqué.

-¡Que si la quiero! Desde que entró aquí novivo más que para ella. Es un santo delirio loque siento, y si Inés me faltara, me moriría sinremedio. Mi desesperación consiste en que altraerla aquí no podemos o no sabemos darle lafelicidad que ella merece. ¿Pero es acaso culpanuestra?

-¿Y persiste vuecencia en casarla con donDiego?

-¡Oh, no! D. Diego es un libertino; ya no mequeda duda. Yo me opondré a que se case conél.

-Hace bien usía, y a la señorita Inés no le fal-tarán jóvenes de familia distinguida entre quie-nes elegir esposo. Por de pronto, señora, yo me

atrevo a aconsejar a usía que rompa definiti-vamente con D. Diego. Las malas compañías deeste joven son un peligro para la tranquilidadde esta casa.

-¿Qué quieres decir? Ahora me viene a lamemoria ese hombre que hace poco nombrastey que me causa miedo.

-¿Santorcaz? Sí, señora; y ya que le nombro,voy a tener el valor de poner a vuecencia alcorriente de ciertas asechanzas, para que estéprevenida. Yo asistí a la batalla de Bailén, y allípor casualidad singular, vinieron a mis manosunas cartas...

Amaranta se inmutó.

-Señora, si he sabido casualmente alguna co-sa que no debía saber, yo juro a usía que el se-creto no ha salido de mis labios ni saldrá mien-tras viva.

La condesa pareció poseída de nerviosa exal-tación.

-¡Estás loco! -exclamó-. ¡Qué majaderías mecuentas! Ni qué tengo yo que ver con esas car-tas ni con ese hombre...

-En fin, señora, aunque de a usía un mal ra-to, quiero entregarle las dichas cartas.

-A ver, a ver -dijo pasando de la exaltación aun desvanecimiento y palidez intensa que lapuso como difunta.

-Vea Vd. esta primera -dije entregándole laque ella había dirigido a Santorcaz.

-Esto parece un sueño -exclamó reconocién-dola-. Pero ¿cómo ha llegado a tus manos estepapel? ¡Miserable chiquillo de las calles! ¿quiénte mete a leer estas cosas...?

Entonces le conté el suceso que me puso enposesión de aquellas esquelas, lo cual oyó muy

atentamente, y después oprimiéndose las sienescon ambas manos, exhaló lamentos dolorosos.

-Pues ahora vea usía esta otra que parececontestación a la precedente, y que no llego aponerse en el correo, pero que al fin viene a supoder, aunque tarde, por mi conducto.

Amaranta leyó ávidamente la carta, y a cadarato la indignación se traslucía en su hermososemblante. Cuando la hubo leído, rompiolacoléricamente en menudos pedazos, y dijo así:

-¡Ese miserable me amenaza! ¡Dice que si suhija no está hoy en su poder lo estará mañana!

-Vuecencia recordará lo que ocurrió cuandola familia toda vino de Andalucía. Yo vine en laescolta que acompañó a sus mercedes desdeBailén hasta Santa Cruz de Mudela, y contribuía poner en fuga a la canalla que detuvo los co-ches.

-Eran ladrones.

-Sí; pero su intento no era despojar a los via-jeros. Usía recordará que nos fue muy fácil dar-les una severa lección; pero lo que sin dudaignora es que allí estaba el Sr. de Santorcaz,escondido entre las cercanas malezas, pues él yno otro mandaba aquella brillante tropa de fo-rajidos. Yo que había leído la carta y ademástenía sospechas por ciertas palabras que enBailén oí a ese D. Luis, solicité un puesto en laescolta que al señor marqués concedió el gene-ral, y en ella formaron también algunos de misbuenos compañeros. Pero todavía falta a vue-cencia el leer la más curiosa de las tres cartasque en aquella ocasión memorable vinieron amis manos. Aquí está, y ella le hará ver la infa-me deslealtad de un criado de su propia casa.

Tomó la condesa la carta en que Román da-ba a Santorcaz noticia circunstanciada de loocurrido con motivo de la legitimación de Inés,y mientras la leía, tan pronto hacía brotar

lágrimas de sus ojos la rabia como los inflama-ba con vivo resplandor.

-Ya sospechaba yo la infidelidad de ese vilque todo nos lo debe -exclamó-; pero mi tía letiene cariño y por eso sigue en la casa... ¡Quéinfamia! Pero necio mozalbete, ¿para qué hasleído estas cosas? Vete, quítate de mi presen-cia... no, no, ven acá: tú no eres culpable.

-Señora -respondí-, ningún nacido sabrá demí lo que usía no quiere que se sepa. Yo espe-raba una ocasión de entregar a vuecencia esascartas, y mientras han estado en mi poder, na-die, absolutamente nadie más que yo las haleído.

-¡Oh! ya sé lo que debo hacer para defen-derme, y defender a mi hija de tan miserablesasechanzas.

-Santorcaz es íntimo amigo de D. Diego, leacompaña a todas partes, le aconseja y le dirige.

Yo he sorprendido sus conversaciones íntimas,y por ellas veo que el pérfido amigo y consejerode Rumbrar no ha desistido de sus proyectos.

-Yo estoy trastornada, yo estoy confusa -dijoAmaranta levantándose de su asiento-. No, no,Gabriel, no te vayas, tú eres un buen mucha-cho: yo quiero recompensarte de algún mododándote lo necesario para que vivas con el de-coro que mereces... Pero no pienses en Inés ¿sa-bes? Es una demencia que pienses en ella. ¡Po-bre hija mía! La hemos sacado de la miseria, lahemos dado nombre, fortuna, posición, y nopodemos hacerla feliz. ¡Esto me vuelve loca!Cuando la veo indiferente a todas las distrac-ciones que le proporcionamos; cuando veo laimposibilidad de hacerme amar por ella, comoyo quiero que me ame; cuando la observo pen-sativa y muda, y considero que echa de menosla apacible estrechez y contento que disfrutabaviviendo con el cura de Aranjuez, me sientomorir de pena y paso llorando largas horas.

¡Pobre hija mía! ¡Ni siquiera le puedo dar estenombre, pues hasta con los de casa he de guar-dar secreto! ¡Ella y yo somos igualmente des-graciadas!... ¿Por qué no haces lo que te propu-se, Gabriel? ¿A que vienes con humos caballe-rescos? ¿Eres acaso más que un infeliz? Pero no:tienes razón, no te degrades a sus ojos; tú tienessentimientos nobles, tú eres un caballero, aun-que no lo parezcas; tú mereces mejor suerte;Dios no es justo contigo... ¡Ay! voy viendo quetú también eres muy desgraciado.

Esto decía la condesa con muestras no sólode gran dolor sino también de cierta confusiónmental hija de las diversas sensaciones a que sehabía visto sometida; y sentándose luego, per-maneció en silencio gran rato. Así estaba cuan-do creí sentir lejano ruido de voces en el inter-ior de la casa, rumor que apenas se percibía yque para mí hubiera pasado inadvertido, a nohaber corrido Amaranta súbitamente hacia una

de las puertas, prestando atención a lo que tandébilmente se oía.

-Es mi tía -dijo después de una larga pausa-;es mi tía que no cesa de reñirla. Porque noquiere someterse a las majaderías de un ridícu-lo maestro de baile, ni hacer dengues ante lospetimetres que nos visitan, la tratan de estemodo. ¡Y yo no puedo impedirlo, Dios mío!-añadió juntando las manos con mucha aflic-ción-. ¡Pero si no soy nada aquí, ni tengo auto-ridad alguna sobre ella! He de presenciar susmartirios, fingiendo aprobarlos, y estoy conde-nada a aplaudir las violencias, las intolerancias,las imposiciones, las mezquindades que lahacen tan infeliz.

Amaranta hizo ademán de salir; contúvosejunto a la puerta, retrocedió luego indicando ensu marcha y ademanes una grandísima agita-ción. Después me miró con asombro, como si sehubiese olvidado de mi presencia y de impro-viso me viera.

-Gabriel -me dijo-. Vete, vete al punto deaquí, y no vuelvas más. ¡Ay! ¿Por qué noquerrá Dios que, en vez de ser quien eres, seasotra persona?

La conmoción me impedía hablar, y sin decirsino medias palabras, despedime de ella,besándole respetuosamente las manos. Enton-ces Amaranta me tomó una de las mías, ymirándome con calma, derramando lágrimasde sus bellos ojos, me dijo esto, que no olvidar-ía aunque mil años viviese:

-Gabriel, eres un caballero; pero Dios no hadispuesto darte el nombre y la condición quemereces. Si quieres darme una prueba de lanobleza de tus sentimientos y de la rectitud detu juicio, prométeme que has de desaparecerpara siempre de Madrid, y no presentartejamás donde ella te vea. Se le dirá que hasmuerto.

-Señora -respondí-, ignoro si me permitiránsalir de Madrid, pero si algo impide esta miresolución, yo prometo a usía, por Dios que nosoye, salir de Madrid; y entretanto que aquí esté,juro que no me presentaré a ella, ni haré porverla, ni consentiré en cosa alguna por la cualvenga a conocer que estoy en el mundo.

-Tendré presente lo que me has jurado -dijoella-. No te arrepentirás de tu conducta. Adiós.

Estrechome entre las suyas mis manos lacondesa con muestras de vivo agradecimiento,y salí de aquella estancia y del palacio con tanprofunda emoción, que no era dueño de mímismo. Cuando llegué a mi casa, después devagar por Madrid toda la tarde, arrojeme sobremi lecho, donde en vela pasé la noche entera,revolviendo en mi mente las palabras del diá-logo con Amaranta, llorando a veces, a vecesprofiriendo gritos de rabia, y tan excitado, quemis buenos patronos creyéronme atacado deviolenta fiebre.

-VIII-A la mañana siguiente, después que rendido

a la fatiga dormí con sueño irregular y espanto-so durante algunas horas, doña Gregoria llego-se a mí y me despertó diciendo:

-¿Qué es esto? Durmiendo a las diez de lamañana. Arriba, arriba, mocito. ¡Y se ha acosta-do vestido! Vamos, que son las diez... Pero,chiquillo, ¿qué haces, en qué piensas? Por ahíha pasado la quinta compañía de voluntarios,tan majos y tan bien puestos con sus uniformesnuevos que darían envidia a un piquete deguardias walonas. ¡Ay qué monísimos iban! Alos franceses les dará miedo sólo de verlos. Na-da les falta, si no es fusiles, pues como en elParque no los había, no se los han podido dar;pero llevan todos unos palitroques grandes queles caen a las mil maravillas, y de lejos pareceque llevan escopetas. Vamos, levántese el señorGabrielito: ¿no eres tú de la quinta compañía?

Levántate, que ya dicen que está Napoleón Bo-naparte a las puertas de Madrid, montado enuna mula castaña y con la lanza en el ristre paravenir a atacarnos.

-Mujer, ¿qué disparates estás diciendo?-observó el Gran Capitán-. Napoleón no está enMadrid, sino que parece entró ya en España yanda sobre Vitoria. Por cierto que dicen hahabido una batallita... Pero, chico, ¿no vas acoger tu fusil?

-Hoy mismo me voy de Madrid, Sr. D. San-tiago.

-¿Que te vas de Madrid, después de alista-do? Pues me gusta el valor de este mancebo.

-Es que voy a ver si me permiten pasar alejército del Centro que está en Calahorra, y creoque me lo permitirán.

-¡Oh! no lo esperes, porque aquí, según medijeron en la oficina, lo que quieren es gente ymás gente, pues como algunos dan en decir quehay malas noticias... Yo creo que todo es cosade los papeles públicos, y a mí no me digan; lospapeles públicos están pagados por los france-ses.

-¿Con que malas noticias?

-Paparruchas... En primer lugar, ahora salencon que lo de Zornoza que creíamos fue unagran victoria, es una medianilla derrota, y queel general Blake ha tenido que escapar refu-giándose en las montañas. No se pueden oírestas cosas con calma, y yo mandaría que se learrancara la lengua al que las repite.

-¡Mentiras, todo mentiras! -exclamó doñaGregoria-. ¡Si no sé cómo la Junta no mandaahorcar en la plazuela de la Cebada a todos losque se divierten con tales disparates!

-Has hablado muy bien -dijo el Gran Ca-pitán-. Ahora han dado en decir que si en Espi-nosa de los Monteros ha habido o no ha habidouna batalla.

-¿En que también hemos perdido? -preguntódoña Gregoria.

-¡Así lo dicen; pero quia! Bonito soy yo paratragarme tales bolas. Ahora encontré al volverde la esquina al Sr. de Santorcaz, el cual me lodijo, fingiéndose muy apesadumbrado... ¡Pícaromarrullero! Como si no supiéramos que es esp-ía de los franceses...

-¿Con que en Espinosa de los Monteros? ¿Yhemos tenido muchas pérdidas? -pregunté yo.

-¿También tú? -dijo Fernández sin poder di-simular el pésimo humor que tenía-. Te voydescubriendo que tienes muy malas mañas,Gabriel.

-No hagas caso de este chiquillo mal criado -dijo doña Gregoria.

-Es preciso que aprendas a tener respeto alas personas mayores -afirmó el Gran Capitán,mirándome con centelleantes ojos-. ¿Qué es esode pérdidas? ¿He dicho acaso que nos han de-rrotado? No mil veces, y juro que no hay talderrota. ¿Hombres como yo pueden dar créditoa las palabras de gente desconsiderada y vaga-bunda?

Calleme por no irritar más a mi ingenuoamigo, y mientras me daban de almorzar, entróuna visita que en mí produjo el mayor asom-bro. Vi que avanzaba haciéndome pomposossaludos, y mostrándome en feroz sonrisa sucarnívora dentadura, un hombre de espejuelosverdes, en quien al punto conocí al licenciadoLobo. Lo que más llamaba mi atención eran losextremos de cortesía y benevolencia que en éladvertí, y el de su osado respeto hacia mi per-sona que en todos sus gestos y palabras mos-

trara aquel implacable empapelador, y antesenemigo mío.

-¿Qué bueno por aquí, Sr. de Lobo? -díjele,ofreciéndole junto a mí una silla en que se re-pantigó.

-Quería tener el gusto de ver al Sr. D. Ga-briel.

-¿Señor Don tenemos? Malum signum.

-Y de poner en su conocimiento algo que leimporta mucho -añadió-. ¿Pero cómo no ha idoa verme el Sr. D. Gabriel?

-Ya le he encontrado a Vd. muchas veces enla calle, y como no ha tenido a bien saludarme...

-Es que no habré visto a Vd. -me contestómelosamente-. Ya sabe el Sr. D. Gabriel que soymás que medianamente ciego... Pues bien: co-mo decía... El Gobierno ha tenido a bien remu-nerar los buenos servicios de Vd.

-¡Mis buenos servicios! -exclamé asombrado-. ¿Y qué buenos ni malos servicios he prestadoyo al Gobierno?

El Gran Capitán y su esposa con medio pal-mo de boca abierta, prestaban gran atención.

-Modestito es el joven -prosiguió Lobo conaquel artificioso sonreír, que le hacía más feo, sies que cabía aumento en las dimensiones infini-tas de su fealdad-. Yo he oído que Vd. se luciómucho en la batalla de Bailén, y no sé si tam-bién en la de Trafalgar, donde parece quemandó un par de fragatitas o no sé si un navío.

Prorrumpí en risas, y los dos ancianos, misamigos, mirándose uno a otro con espontáneaadmiración por mis inéditas hazañas.

-Sí... algo de esto ha llegado a oídos del justi-ciero Gobierno que nos rige, y las comisionesejecutivas de la Junta se disputan cuál de ellas

echará el pie adelante en esto del recompensara usía.

-Hola, hola, ¿también soy usía? Pues esto síque me llena de asombro.

-Pero sea lo que quiera, amigo mío -continuóel leguleyo-, ello es que se ha decidido darle ausía un empleo en América, al inmediato servi-cio del señor Virrey del Perú.

-¿Trae Vd. mi nombramiento?-dije com-prendiendo al fin de dónde venía todo aquello.

-No; hoy sólo vengo a notificarle a usía estegran suceso, y a advertirle que cualquier canti-dad que necesite para preparar su viaje, me lapida con franqueza, pues tengo orden de la...digo, del Gobierno, para entregar a usted lo quetenga a bien pedirme, previo recibito que meextenderá vuecencia.

-¿También soy vuecencia? -dije recreándomeen la estupefacción de mis dos amigos.

-El nombramiento -prosiguió-, lo tendrá usíadentro de dos o tres días; pero le advierto quees voluntad de la Junta Suprema que el Sr. D.Gabriel se haga a la vela al punto para las Amé-ricas, donde pienso que es de gran necesidad supresencia.

-Bueno -repuse-; pero entretanto yo le ruegoal Sr. de Lobo diga a la Junta que no me hacefalta dinero, y que muchas gracias.

-Eso no está bien -dijo doña Gregoria muyincomodada-. Pero tonto, si te lo dan, recíbelo yguárdalo sin averiguar de dónde viene. Estascosas no pasan todos los días. Apuesto a que laJunta ha sabido lo de tus latines y te manda allípara que enseñes esa lengua a los salvajes, conlo cual se convertirán todos. ¿No es verdad, Sr.de Zorro, que así ha de ser?

-No me llamo Zorro, sino Lobo -repuso este-, y hará muy bien el Sr. D. Gabriel en tomar loque le haga falta, pues a su disposición lo tiene.

-Pues bien -dije yo-, vaya usted de mi parte ala señora Junta que le dio tan buen recado paramí, y dígale que para servir a la patria y al Rey,yo no pensaba pasar a América, sino al ejércitodel Centro y de Aragón, en cuyo Reino piensoquedarme y no volver a Madrid mientras viva.Para este viaje no se necesitan gastos.

-¿Y qué va a hacer el Sr. D. Gabriel en elejército de Aragón? Aquello está mal -dijo Lo-bo-. Por el de la izquierda no andan mejor lascosas, y después de la batalla que hemos perdi-do en Espinosa de los Monteros, nuestras tro-pas quedan reducidas a nada, y Napoleónvendrá a Madrid.

-¡Eso será lo que tase un sastre! -exclamó elGran Capitán echando chispas-. ¿Quién hacecaso de los papeles?

-Desgraciadamente -continuó Lobo-, esasensible derrota no puede ponerse en duda.

-Pues yo la pongo -afirmó Fernández rom-piendo un plato que al alcance de la mano teníasobre la mesa-. Sí señor, yo la pongo en duda, yes más, yo la niego.

-El señor -dijo doña Gregoria-, seguramenteno sabe quien eres tú, y el cómo y cuándo de lobien enterado que estás de todo.

-Yo sé la noticia por buen conducto, y asegu-ro que es indudable -indicó Lobo-. El secretariodel ramo de guerra me lo ha dicho.

-Buen caso hago yo del secretario del ramode guerra-, dijo Fernández amoscándose engrado supino.

-Vamos, no porfíes, Santiago... -añadió doñaGregoria-. Estás más encarnado que pimiento

de Calahorra, y no está bien que te dé el reumaen la cara por una batalla de más o de menos.

-Pues que no me falten al respeto. Eso deque le insulten a uno en su propia casa -dijoFernández dando un puñetazo en la mesa...-porque, digan lo que quieran, donde menos sepiensa salta un espía de los franceses, ¡Madridestá lleno de traidores!

Asustado Lobo del enérgico ademán de donSantiago, no quiso insistir en lo de la derrota, yproclamó muy alto que la batalla de Espinosade los Monteros había sido ganada y reganaday vuelta a ganar por los españoles, oyendo locual se apaciguó nuestro veterano de las portu-guesas campañas y habló así:

-Me parece que tiene uno autoridad para de-cir quién gana y quién pierde en esto de lasbatallas... y todos no entienden de achaque deguerra... y una acción parece derrota de diabloshasta que viene una persona inteligente y la

explica, y resulta victoria de ángeles... y no digomás, porque sé dónde me aprieta el zapato, yen Espinosa de los Monteros lo que hubo fueque todos los franceses echaron a correr, y el hide mala mujer que me desmienta, sabrá quiénes Santiago Fernández.

Dijo y levantose, cantando entre dientes untoquecillo de corneta; y dirigiéndose luego adonde desde lueñes edades tenía su lanza, lacogió, y con un paño la empezó a limpiar delcuento a la punta, dándole repetidas friegas,pases y frotaciones, sin atender a nosotros nicesar en su militar cantinela. En tanto Lobo, queen todo pensaba menos en llevarle la contraria,continuó hablándome así:

-Ahora, Sr. D. Gabriel, me resta tocar otropunto, y es que me diga Vd. algo de su parente-la y abolengo, porque es preciso sacarle unaejecutoria. Con diligencia, el Becerro en la ma-no, y un calígrafo que se encargue del árbol,todo está concluido en un par de días.

-Mi madre entiendo que lavaba la ropa delos marineros de guerra -le contesté-, y hága-mela su merced duquesa del Lavatorio, o paraque suene mejor de Torre-Jabonosa o de Val deEspuma que es un lindísimo título.

-No es broma, señor mío. Al contrario, eldestino que Vd. lleva al Perú, no se le puededar sin una información de nobleza. Es cosafácil. Y de su papá de Vd., ¿qué noticias sepueden encontrar en la tradición o en la histo-ria?

-¡Oh! Mi papá, Sr. de Lobo, si no mienten lospergaminos que se guardan en el archivo de micasa, y están todos roídos de ratones (lo cual esmuestra de su mucha ranciedad), fue cocinero abordo de la goleta Diana, por lo cual le cae bienun título que suene a cosa de comida... peroahora recuerdo que un mi abuelo sirvió de al-quitranero en la Carraca, y puede Vd. llamarleel archiduque de las Hirvientes Breas, o cosa así.

-Vd. se burla, y la cosa no es para burlas. ¿Suapellido?

-Los tengo de todos los colores. Mi madreera Sánchez.

-¡Oh! Los Sánchez vienen de Sancho Abarca.

-Y mi padre López.

-Pues ya tenemos cogidos por los cabellos aD. Diego López de Haro y a D. Juan López dePalacio, ese famosísimo jurisconsulto del sigloXV, autor de las obras De donatione inter virumet uxorem, Allegatio in materia hæresis, Tractatumde primogenitura...

-Pues de ese caballero vengo yo como elhigo de la higuera. También me llamo Núñez.

-Por las alturas genealógicas de Vd., debe deandar el juez de Castilla Nuño Rasura. ¿Y nohubo algún Calvo en su familia?

-¿Pues no ha de haber? Mi tío Juan no teníaun pelo en la cabeza. También me llamo Corcho,sí señor, yo soy nada menos que un Corcho porlos cuatro costados.

-Feísimo nombre del cual no podemos sacarpartido. Si al menos fuera Corchado... pues hayen tierra de Soria un linaje de Corchados queviene de la familia romana de los Quercullus. Enlugar del Corcho le podemos poner al Sr. Ga-brielito un Encina o Del Encinar, que le vendráal pelo.

-A mi madre la llamaban la señora María deAraceli.

-¡Oh, bonitísimo! Esto de Araceli es bocadode príncipes, y más de cuatro se despepitaríanpor llevar este nombre. Suena así como Medi-naceli, Cælico Metinensis, que dijo el latino. Nonecesito más.

A todas estas doña Gregoria no sabía lo quepasaba oyendo el diálogo de linajes; y absorta ysuspensa aguardaba en silencio en qué vendríaa parar todo aquel belén de mis apellidos.

-Que es de buena sangre el niño, no lo puedenegar -dijo al fin-, porque bien se conoce en lanobleza de su condición, que hartos hay por ahíllenos de harapos, y a lo mejor salen con la no-vedad de que son hijos de un duque; y aquíestoy yo que tampoco doy mi brazo a torcer,pues los Conejos de Navalagamella no sonningún saco de paja.

-¿Qué Conejos son esos, señora mía?

-El mejor linaje de toda la tierra. Yo soy Co-neja por los cuatro costados. El señor licenciadosabrá de qué fuentes antiguas vendrá este arro-yo genealógico de la Conejería.

-Como estos gazapos -contestó el licenciado-no vengan de aquellos tiempos remotísimos en

que a España la llaman cunicullaria, es decir,tierra de los conejos, no sé de dónde pueden ve-nir.

-Así debe de ser. ¿Y el Sr. D. Gabriel dedónde viene?

-Eso lo dirá el Becerro. Ahora veo que esteseñor de Araceli no es cualquier cosa, y aquí endos palotadas hemos encontrado robustas co-lumnas donde apoyar la grandiosa fábrica desu alcurnia. Pero hablando de otra cosa, señorde Araceli, ¿quién me abonará los gastos de lasaca de ejecutoria, Vd. o la persona que me hadado el encargo de hacer estas diligencias y deofrecer el dinero?... Porque los gastos son mu-chos. Además, esta comisión tan bien desem-peñada, ¿no merece alguna recompensa? Yocreo que la dará la señora cond... quiero decir laJunta Central, que es quien me la ha enviado.

-Más vale que el señor licenciado no se tomeel trabajo de revolver papeles ni pintar árboles,

pues yo no se lo he de pagar, y ese dinero queme ofrece tampoco lo he de tomar.

-Eso sí que no lo consiento -manifestó doñaGregoria-. No ha de ser así. Santiago: oye loque dice este porro.

-Usted lo meditará mejor -dijo el leguleyolevantándose-. En cuanto a mí, espero ganaralgo en estos jaleos, porque, amigo mío, ¿cómose da de comer a diez hijos, mujer y dos sue-gras? Dentro de unos días volveré a traer a us-ted el nombramiento, y un poco más tarde laejecutoria. Y en cuanto al dinero, con ponermedos letritas...

-Bueno -respondí, considerando que meconvenía disimular por de pronto mis intencio-nes-. Yo haré lo que me parezca, y nos veremosSr. D. Severo.

-Adiós, mi querido e inolvidable amigo -dijodeshaciéndose en cumplidos-. Que esto sirva

para estrechar más los lazos de la dulce amis-tad que desde ha tiempo nos profesamos.

-Sí, desde el Escorial.

-Justamente. Desde entonces le eché el ojo alSr. de Araceli, y comprendiendo sus excelentesprendas, lo diputé por grande amigo mío. Ven-ga un abrazo.

Se lo di, y fuese tan satisfecho. Entretantohabían acudido a casa del Gran Capitán losvecinos, traídos todos por el olor de mi estu-pendo destino y del encumbramiento noveles-co, que ninguno quiso creer, si doña Gregoriano lo jurara en nombre de todos los Conejos denavalagamellescos.

-¿Que no lo creen ustedes? -decía el GranCapitán a las niñas de doña Melchora-. Comoque me lo han hecho virrey del Perú.

-¡Virrey del Perú!!!

-Sí... y no quedó cosa que no sacó aquí eseSr. de Lobo, Zorro o Leopardo -añadió doñaGregoria-. Y ahora parece que está tan claracomo la luz del sol la nobleza de este niño. ¡Sivieran Vds. la sarta de duques, condes y mar-queses, que han aparecido entre sus abuelos!¡Jesús, y quién lo había de decir!... Y le dan todoel dinero que quiera pedir por esa boca... Comoque pretenden que se vaya pronto para lasAméricas a arreglar a aquella gente que andatoda revuelta... ¿No te lo decía yo, picaronazo?Alguna cosa gorda te tenía reservada Dios porese tu buen natural... y que eres tú tonto engracia de Dios... Nada, nada, toda esa parentelaque te ha salido hirviendo como garbanzos enpuchero te está muy bien merecida.

-Pues convídenos al señor perulero a piño-nes -dijo doña Melchora.

-¿De modo que ya no coges el fusil? -me dijoD. Roque.

-Y ahora hace falta -añadió Cuervatón-.Pronto tendremos aquí a ese infame córcego.

-Sí, porque lo de Espinosa de los Monterosha sido un menudo descalabro.

-¡Cómo descalabro! -exclamó furiosamenteuna voz que no necesito decir a quien perte-necía.

-Sí señor, un descalabro. Ya lo sabe todo elmundo. La retirada fue además desgraciadísi-ma, y ha perecido mucha gente.

D. Santiago Fernández, que ya estaba demuy mal humor, se puso en punto de caramelo,y después de dudar un rato si contestaría a ta-les insolencias con un abrumador desprecio ocon enérgicas negativas, decidiose por lo últi-mo, diciendo:

-En esta casa no se consiente gente perdida,porque juro y rejuro que los que hablan así de

la batalla de Espinosa de los Monteros son esp-ías de los franceses, y no digo más. Basta dedisputas: cada uno meta su alma en su alma-rio... y silencio, que aquí mando yo, y cuidaditocon lo que se habla, que a mí no se me falta elrespeto.

Conticuere omnes.

-IX-Quiere el buen orden de esta narración, que

ahora deje a un lado la gran figura del GranCapitán, con cuyas eminentes dimensiones sellena toda la historia de aquellos tiempos; quetambién pase en silencio por ahora no sólo lashazañas que piensa hacer, sino sus admirablessentencias y el dictamen profundo que sobrelos asuntos de la guerra daba, y pase a ocupar-me de D. Diego de Rumblar. Es el caso que unanoche encontrele camino de la calle de la Pa-

sión; y al instante me cosí a su capa, resuelto aseguirle hasta la mañana, si preciso era.

-¡Oh Gabriel! ¡Qué caro te vendes! Chico,toma tus dos reales. No me gustan deudas.

-¿Ya ha salido Vd. de apuros? No será por loque le haya dado el Sr. de Cuervatón.

-¡Miserable usurero! No pienso pedirle másporque ahora tengo todo lo que me hace falta.¿A que no saltes quien me lo da? Pues me lo daSantorcaz.

-Eso es raro, porque yo suponía al señor D.Luis más en el caso de recibir que de dar.

-Pues ahí verás tú. Ahora tiene mucho dine-ro, sin que sepa yo de dónde le viene. Parece unpotentado el tal Santorcaz. ¡Cuánto me quiere ycon cuánto talento me indica todo lo que debohacer! Habías de verle cómo me ofrece dinero ymás dinero, por supuesto dándole un recibito

en toda regla. Ayer me prestó mil y quinientosreales que necesitaba para comprarle un collarde corales a la Zaina.

-¿Y es posible que gaste Vd. su dinero en ta-les obsequios, cuando tiene una tan linda noviacon quien se ha de casar?...

-Qué quieres, chico: una cosa es el noviazgo,y otra es tener uno una mujer... pues. La Zainame vuelve loco.

-¿Pero no se casa Vd.?

-¿Pues no me he de casar? Por de contado.Me parece que alguien de la familia se opone;pero no me apuro mientras tenga de mi parte ala marquesa. El casamiento es indispensable,porque es cosa de conveniencia. Mi madre medice en todas sus cartas que si no me caso pron-to, me abrirá en canal. La boda sobre todo; perolo cortés no quita a lo valiente. ¿Has conocidomujer más salada, más seductora que la Zaina?

-Pues yo he oído, y esto lo digo para que Vd.se ande con tiento, que el Sr. de Mañara es elcortejo de la Zaina.

-Así se dice... pero a mí con esas... Puede queen un tiempo mi amigo D. Juan tuviera ese ca-pricho; pero ya no hay tal cosa.

-Y que D. Juan salía al amanecer de casa dela Zaina, cierto es, porque yo lo he visto.

-Nada de eso hace al caso -repuso D. Diegocon petulancia-. Lo que es hoy, Ignacia se estámuriendo por el que está dentro de esta capa.Ya verás esta noche cómo no me quita los ojosde encima. Además, yo sé que Mañara bebe losvientos por otra mujer.

-¿Por otra?

-Mejor dicho, por dos. Mañara ha vuelto aenredarse con la señora aquella que fue causade un escándalo el año pasado, según oí contar,

y además anda en tratos con la María Sánchez,hermana de la Pelumbres. Y que con la Zainano tiene nada, lo prueba que anoche se pusie-ron de vuelta y media en casa de esta. ¡Bonitopañuelo de encajes, y bonita mantilla blancalució en los novillos de anteayer la Pelumbres!Todo es regalo de Mañara, y anoche estuvieronjuntos en la cazuela del Príncipe, y fueron des-pués a cenar en casa de la González. De modoque nadie me disputa a mi Zainita de mi alma.

En esto llegamos a casa de la semidiosa delas coles, lechugas y tomates, y vímosla trase-gando de un pequeño tonel a media docena debotellas una buena porción de aguardiente, alcual, como católica cristiana, administraba elprimer sacramento con el Jordán de un botijode agua que allí cerca tenía. Lejos de ella, y aotro extremo de la salita, se calentaban junto aun braserillo el tío Mano de Mortero, padre dela Zaina, Pujitos y el simpático cortador de car-ne, a quien llamaban Majoma, los tres muy en-

redados en una calurosa conversación sobre losnegocios públicos. Sin hacer caso de aquel gru-po, que a su vez no lo hacía de los visitantes, D.Diego y yo nos fuimos derechamente a la Zai-na, y aquí me corresponde hacer de ella la másexacta pintura que esté a mis cortos alcances.

Era Ignacia Rejoncillos la más hermosa es-cultura de carne humana que he visto; y digoesto no porque yo la viese jamás en aquel trajeque suelen usar la Venus de Médicis, la de Miloni otras marmóreas damas por el mismo estilo,sino porque claramente se le traslucían, a favorde los vestidos de entonces, la corrección, ele-gancia y proporcional forma de las distintaspartes de su cuerpo; que el traje, lejos de afearestas femeninas esculturas, antes bien las her-mosea, y más admirables son supuestas quevistas.

Guapísima de rostro, tenía un blanco naca-rado, sin que jamás se hubiese puesto otro afei-te que el del agua clara, y unos ojos chispos,

pardos, adormecidillos, tan pronto lánguidoscomo enardecidos, de esos medio santurrones ymedio borrachos, que suelen encontrarse via-jando por tierra de España, detrás del cajón deuna plazuela, al través de las rejas de un con-vento, y para decirlo todo de una vez, lo mismoen cualquier paraje público que privado. Aun-que algo chatilla, sus dientes de marfil, su lindaboca, que era puerta de las insolencias, su gar-ganta y cuello alabastrino bastaban a oscureceraquel defecto. Las manos no eran finas, como esde suponer; pero sí los pies, dignos de realesescarpines, y tenía además otro encanto parti-cularísimo, cual era el de una voz suave, pasto-sa y blanda, cuyo son no es definible, y a quiendaba mayor gracia lo incorrecto de la pronun-ciación y los solecismos que embutía en el dis-curso.

-Querida Zaina -le dijo amorosamente donDiego-, anoche soñé contigo.

-Y yo con las monas del Retiro -contestó ella.

-Soñé que me querías mucho, y cuando des-perté estuve llorando media hora al ver quetodo era sueño.

-¿Y cuánto me quiere su merced? Lo quehace yo, estoy toda muerta y tengo el corazónhecho un ginovesado de tanto quererle.

-¡Si dijeras verdad, ingrata Proserpina, orgu-llosa Juno, artificiosa Circe! Tu corazón es deduro diamante o risco, y en vano mi amor quie-re traspasarle con los acerados dardos de sucarcaj.

-¿Qué motes son esos que me ha puesto, se-ñor conde? -exclamó la Zaina riendo a carcaja-da tendida-. ¡Puerco-espina yo! ¿Y qué es esode los carcajales y de los diamantes duros?

-Esto lo he oído en una poesía que leyeronesta noche en la Rosa-Cruz, y a ti te viene demolde. Dime: ¿por qué no me contestaste a latiernísima carta que te escribí el otro día?

-¿Yo contestar, hombre de Dios? Así cuervosse lo coman. ¿Cómo he de contestar si no séescrebir? Allí leyeron el papé los amigos, y tu-vieron dos horas de fiesta y risa con aquello delllagado corazón de su merced, y que yo era unapaloma torcaz y una ruiseñora, y que me tieneun amor edial y pantásmico.

-¡Ideal y fantástico! decía la carta, lo cualsignifica que te quiero con amor puro y plató-nico, sin mezcla de ningún liviano apetito.

-¡Ande y que le den garrote! No me hableusía en lengua gringa que no entiendo.

-¿Y qué te han parecido los corales?

-¿Los colares? Mazníficos, como ahora se di-ce. Sólo que ya podía usía haberlos acompaña-do de la friolera de un par de zarcillos y de unapeineta de carey de las que hoy se usan. Y no seolvide mi condito del alma que me ha prometi-do un coche pa dir el lunes a los novillos, ni de

aquellas doce varas de cotonía para hacerme loque llaman ahora un savillé. Si no, manque següelva irmitaño y alacoreta, como dice en sucartapacio, no le he de querer.

-Todo eso tendrás y aún mucho más -dijo D.Diego tomándole un brazo.

-En el ínterin, manos quietas, Sr. D. Diego,que quien es platono y pantásmico, como usíadice, no ha de gustar de pelliscar carne fofacomo la mía. Pero venga acá y contésteme. ¿Seafirma en lo que anoche me contó del señor deMañara?

-Punto por punto, Zainilla de mis entrañas.

-No es que me importe nada de lo que haceese calaverilla -añadió la verdulera-, sino queuna amiga mía quiere saberlo.

-Pues dile a tu amiga que el Sr. de Mañarano la quiere ya, porque está enamorado de una

cierta duquesa y de la Pelumbres, entrambas ados.

-¡Duquesitas a mí! -exclamó Ignacia hacien-do un gesto aterrador con su derecha mano-. Sies la señora que usía nombró anoche... ya, ya laconozco bien. Hace dos años solía ir en ca laPrimorosa con otra amiguita suya, condesa ono sé qué, alta y morena, y con la PepillaGonzález, comicastra del treato del Príncipe.¡Pues no armaban mal jaleo entre las tres!... ¿Ytambién está con la Pelumbres?

-No: con su hermana Mariquilla; me equivo-qué. Eso todo el barrio lo sabe. ¡Pues no estápoco satisfecha Mariquilla! Pero deja eso quenada te importa, Zaina. ¿Me quieres mucho?

-¡Pues no le he de querer, niño -respondió laZaina sin mirar a D. Diego-, si tengo el corazónque no parece sino que en él me enclavan alfile-res!... ¿Vendrá D. Juan esta noche?

-¿A ti qué te va ni te viene, capullito de rosa?

Diciendo esto, D. Diego volvió a extender losalevosos dedos para pellizcarla el brazo; peroen esto alzó la voz el tío Mano de Mortero, di-ciendo:

-¿Ya estamos de secreticos? A bien que el Sr.D. Diego es un caballero muy apersonado yprincipal, y viene acá con buenos fines. Nacia,no seas ortiguilla ni te pongas tan picona conmi señor conde; que si su grandeza te quieredar un pellizco es por ver lo que vas engordan-do, y no con intención de ser pesado. Sí, que yoiba a consentir otra cosa en esta casa de lamesma honradez. Pero, ¿dónde están, señorconde, las espuelas de plata que me prometió?

-Mañana, si Dios quiere, las acabará el plate-ro-, dijo D. Diego acercándose al grupo.

-¿No sabe usía las noticias que corren?

-Que se ha perdido una batalla en Espinosade los Monteros.

-Y parece que también anda mal el ejércitode Castaños, y que ya Napoleón va sobre Bur-gos.

-Todo eso es misa rezada -dijo Pujitos-, por-que ya tenemos en Portugal obra de veinte milinglesones, que manda uno a quien llaman eltío Mor.

-Buen tiempo viene ahora para el comercio,tío Mano -dijo Majoma-. Con esto de la guerra,los franceses por el lado de acá y los inglesespor el lado de allá, la fardería corre que es unprimor.

-Dices bien, niñito. La raya de Portugal estáhoy que es un bocado de ángeles, y los comer-ciantes de Madrid me traen ahora en palmitas.Además de que no falta género inglés muy ba-rato puesto en Portugal, por la frontera y por

las sierras de Gata y Peña de Francia no se veun pícaro guarda, porque todos se han juntadoa los ejércitos, de modo que viva mi señora laguerra mil años, y abajo Napoleón.

-Como venga a Madrid el infame córcego-dijo Pujitos-, se va a quedar asombrado al verlos batallones que hemos formado acá en unráscate ahí. ¿Han dido Vds. al enjercicio dehoy? ¡Válgame mi Dios y qué tropa! Aquellometía miedo, y si en vez de palos llegamos atener fusiles, nosotros mesmos nos hubiéramosasustado de nosotros mesmos, echando a correrpor todo el campo de Guardias palante.

-Pues yo no me he querido enganchar -dijoMajoma-, porque una peseta es poco, y si el tíoMano de Mortero me lleva a la raya, mejor es-toy allí que en Flandes, y dejémonos de cogerlas armas, que por haberlas tomado una vezcontra un alguacil, me han tenido diez añosmirando a la Puntilla y a los Farallones, conuna cuenta de rosario en los pies, que si no es

por la jura de mi D. Fernando VII, allá me co-men los cínifes otros diez.

-Eso no debe apesadumbrarte, Majomilla-dijo Mano de Mortero-; que es de personascabales el pasear la vista por los Farallones, ytestigo soy yo, que aunque no fui allá por elaquel de ninguna sangría mal dada, como tú,echáronme dos años por mor de un paseo acaballo en compañía de cuarenta quintales dehilo de patente, con su London y todo, que metíallá por los Alcañices. Pero hijo, acá estamostodos y Dios y la Virgen nos acompañen parano tener que llevar en los tobillos aquellas tela-rañas de a dos arrobas, que es el peor corte depolainas que he calzado en mi vida.

Tocaron en esto a la puerta, y vimos entrar alSr. de Mañara y a Santorcaz, el primero vestidoelegantísimamente de majo, con capa de granay sombrero apuntado.

-Gracias a Dios que parece su eminencia poracá -dijo el padre de la Zaina acercándole unasilla a Mañara.

-Ya sabrán Vds. que le tenemos de regidorde Madrid -gritó Santorcaz.

-¡Regidor el Sr. de Mañara!

-¡Que viva mil años! -exclamaron todos.

-Así es. La sala de alcaldes me ha nombrado-respondió D. Juan-, y es probable que acepte.

-¿Y no se suspenderán los novillos del lu-nes? -preguntó con mucho interés Majoma.

-Como yo mande, habrá novillos, aunquetengamos a las puertas de la plaza a todos losemperadores del mundo.

-¡Viva el regidor!

-Y dígame usía, angelito de mi alma -preguntó el tío Mano de Mortero con visibleenternecimiento-, esos probrecitos que hace dosmeses están en la cárcel de Villa porque juga-ron a la pelota con seis pellejos de vino por so-bre las tapias de Gilimón; esos probrecitos cor-deros, que son más buenos que el buen pan ymás caballeros que el Cid, ¿no merecerán de sugenerosidad que les quite del mal recaudo enque se hallan? ¡Ay, mis queridos niños! ¡y cómose me aguan los ojos y se me arruga el corazónal verlos entre rejas! ¿Cómo no, excelentísimoseñor, si les he criado a mis pechos y enstruidocon mis liciones y enderezado con mis palos?No parece sino que su carne es mi carne, y malhaya el que los vio tan listos de piernas comode ojos por Peña de Francia y ahora les ve conlos brazos cruzados, entre alguaciles, carcelerosy toda esa canalla que debería estar frita enaceite para que todo el mundo anduviera enregla.

-Sosiéguese el buen Mortero -dijo Mañara-,que si de algo vale mi influjo, abrazará pronto asus amigos.

-¡Que suba al quinto cielo el Sr. D. Juan, y ju-ro que le he de traer la mejor muda de camisasen pieza que ha tapado carne de corregidordesde que el mundo es mundo! Ea, a bailar, acantar. Nacia, trae aquello blanco del barrilitoque apandamos en este viaje.

-¿No han venido Menegilda, ni Alifonsa, niNarcisa? -preguntó Mañara-. Esto está más tris-te que un entierro. Tú, Zainilla, echa unas bole-ras para hacer boca.

-¡Yo, yo, boleras! -repuso la Zaina con tonodesapacible y malhumorado-. No me pide elcuerpo boleras.

-Echalas por amor de Dios.

Digo que no me da la gana. ¿Soy figurilla detutilimundi?

-Nacia -dijo gravemente el padre de la con-sabida-, no se contesta de esa manera, y pues elseñor regidor de mi alma lo manda, cantarás,aunque te pudras.

-Un par de seguidillas al menos.

La Zaina cambió de parecer, y rasgueandouna guitarra, cantó:

Todas las duquesitasde los madriles,no sirven pa calzarmelos escarpines.Dale que daley póngame esa ligaque se me cae.

-¡Otra, otra! Tiene en el cuerpo esta MalditaZaina toda la gracia del mundo.

La Zaina continuó:

Señora principesade panza en trote,las sobras que yo dejousted las coge.Viva quien vive,le regalo ese peineque no me sirve.

Aquí fue el batir palmas y el patear suelos yel romper sillas, con tanto estruendo y algazaraque no parecía sino que la casa se venía al sue-lo. La Zaina arrojó después lejos de sí la guita-rra con tal fuerza, que aquel sensible instru-mento, al dar violentamente contra una silla,lanzó un quejido lastimero y se le saltaron doscuerdas. Acto continuo sentose junto a D. Die-go. Poco después entraron metiendo muchoruido la Menegilda, la Alifonsa y la Narcisa,que con ser sólo tres, no parecía sino que entra-

ban por las puertas todos los demonios del in-fierno.

-Tarde venís, ninflas -dijo Mano.

-Sí, hemos estado picando lomo para las sal-chichas. Como esta tarde no lo pudimos hacerpor ir al rosario... -contestó una de ellas.

-Pos yo, por no perder el rosario, cerré mialmacén de hierro -dijo otra-, y desde primanoche he tenido que andar desapartando losclavos de herradura de los clavos de puerta.

-¡Ay qué bueno ha estado el rosario! ¿Lo hasvisto, Majomilla?

-¡Qué había de ver, si me entretuve en elpuente de Toledo, esperando un cinco de copasque no quería salir, y gancheado a dos payos deValmojado que malditos de ellos si sudabandos cuartos! Pero lo rezaré mañana, que para elbien nunca es tarde.

-Ende que lo supimos -dijo la Narcisa-, nosplantamos allá. Yo le mandé al pariente quepusiera el puchero y cuidara de los chicos, ypies para qué vos quiero. Este rosario lo ha sa-cado la congregación de María Santísima delCarmen de la pirroquia de San Ginés, en roga-tiva de las presentes calamidades. Salió a lasdos. ¡Qué lucimiento, qué devoción! Allí ibantodos, desde el señor más estirado hasta elúltimo comiquín, y todos con su vela. ¿No haestado Vd., Mano de Mortero?

-¿Qué había de ir, mujer -respondió-, si estoyaquí con el corazón traspasado por la pena deno haber metido mi cucharada en ese rosario?Pero pues mi alma lo necesita, mañana tengode asistir a la función que da la cofradía deMaría Santísima de los Dolores, a quien tengoley por los malos pasos de que me ha sacado enbien, intercediendo con su divino hijo. Creo quepredica mi grande amigote el padre Salmón.

-Esa función -añadió Pujitos-, es en el con-vento de padres dominicos, y se celebra paraimplorar el divino auxilio por la felicidad de lasarmas de esta monarquía, salud de nuestro S. P.Pío VII y libertad de nuestro amado Monarca.

-Justo y cabal -prosiguió Mano de Mortero-;y pues hay procesión, pienso asistir con vela,que todos, el que más y el que menos, estamosllenos de pecados, y aun yo que no hago mal anadie, allá me voy con los demás; porque eljusto peca tres veces, cuanti más los que no loson. Por lo que a mí hace, no tengo comenienteen que Su Divina Majestad saque en bien losejércitos, que españoles somos y lo debemosdesear; ni tampoco en que le dé mucha salud yaños mil a ese señor D. Pío VII; pero en lo deponer en libertad a Fernando, que es como sidijéramos acabarse la guerra, por allá me lotenga un par de añitos más.

-Mal patriota es el Sr. Mano -dijo enfática-mente Pujitos-, pues ni coge el fusil, ni ruegapor la libertad de nuestro amado Monarca.

-Diez fusiles, que no uno cogeré si es preci-so, pues hartos agujeros, raspones y abolladu-ras hay en los cuerpos de los guardas, quepodrán dar fe de cómo manejo el gatillo. Tam-bién quiero y reverencio a mi querido Rey,pues no puedo olvidar que me apretó la manoel día que entró viniendo de Aranjuez, ni que lealabó a mi Zainilla el garbo para tocar el pan-dero, pero los probres somos probres, y yopondría a mi Fernando en siete tronos... Hijo,dame pan y llámame tonto, y como dijo el otro,el abad de lo que canta yanta.

-Hoy no vi al señor de Pujitos en la forma-ción -dijo Santorcaz acercándose al grupo.

-Cómo había de ir, compañero -respondió elmaestro de obra prima, que al oírse interpeladosobre aquel asunto recibió más gusto que si le

regalaran tres tronos europeos-. Cómo había deir si todo el día he estado en el parque apartan-do fusiles, contando piedras de chispa y repa-sando cartuchos, tan atareado, jeñores, que ten-go en los lomos una puntada que no me dejarespirar.

-¿Y se defenderá Madrid?

-Pues ya. No hay muchos fusiles que diga-mos; pero se han reunido un sin fin de sablesviejos, muchas lanzas, cascos antiguos deltiempo del rey que rabió por gachas, cacerolasque pueden servir de escudos, mazas que parapartir cabezas de franceses serán una bendiciónde Dios, guanteletes, pinchos, asadores, llavesviejas, y otras mil armas mortíficas.

-De nada servirá nuestro valor -dijo Santor-caz-, si antes no acabamos con todos los traido-res que hay en Madrid.

-Lo mismo digo -afirmó Mortero.

-Por todas partes no se ven sino espías de losfranceses, y ahora es ocasión de que este señorregidor que aquí tenemos se luzca.

-Así es la verdad -dije yo-. Sé de muchos quese fingen muy patriotas, y están vendidos a losfranceses. Los que hacen más aspavientos y danmás gritos, y más gallardean de patriotas, sonlos peores. ¿No es verdad, Santorcaz?

-Pues acabar con ellos.

-Para eso nos bastamos y nos sobramos-añadió Majoma-. Y vengan malos patriotas ygabachones para dar cuenta de ellos.

-Personajes conozco yo -dijo Mañara-, quehan de morir arrastrados, si Dios no lo remedia;y si llego a ser regidor, ya nos veremos las ca-ras, señores afrancesados.

-Esa es la gente más mala -afirmó Santorcazcon mucho desparpajo-, más desvergonzada y

más traidora que hay; y si no ponemos mano enellos, no saldremos bien de es ta guerra. Porqueyo sé que hay quien está tramando abrir laspuertas de Madrid si nos ponen asedio.

-Pues despacharlos, y se acabó la junción -dijo Pujitos-. En mi compañía están tan rabio-sos, que sólo con decir «ese es gabacho», se levan encima y le quieren despedazar.

-Los peores -repetí yo, teniendo el gusto deque el tío Mano apoyara enérgicamente mi opi-nión-, son los que chillan y enredan, y están atodas horas hablando de traidores; y si no aquíestá Santorcaz que conoce a la gente y lo puededecir.

-Así es, en efecto -repuso el franc-masón al-go contrariado-, pero que hay traidores no tieneduda.

-X-D. Diego, la Zaina y las otras tres damas, no

menos que esta famosas, habían entabladoanimada conversación, formando otro corrillo.

-No se olvide el señor condito -dijo Mene-gilda-, que nos prometió traer una noche a sunovia.

-Si yo no tengo novia.

-Sí que la tiene. ¿No es verdad, Gabriel, quetiene novia?

-Y más bonita que el sol -respondí acercán-dome.

-Vamos, la tengo -dijo Rumblar-, pero no laquiero, Zainilla. No te vayas a poner celosa.

-Ya estoy frita con los tales celos, niño mío-contestó la maja-. ¿Pero por qué no la trae aquíuna noche?

-Antes traerá una estrella del cielo -afirmóMañara acercándose al grupo femenino.

-D. Diego me ha prometido traerla y la tra-erá -dijo Santorcaz atraído también por aquelcoloquio.

-Sí -indicó Mañara-, la familia de ese señori-to iba a permitir que una tan delicada doncellaviniera a estas casas.

-¡A estas casas! -exclamó la Zaina-. ¿Estamosen algún presillo? Más honrada es mi casa, Sr.D. Juan, que muchas de señoras amadamadas,por donde usía anda en malos pasos.

-Calla, tonta -dijo Mañara de mal humor.

-Y buenas princesas ha traído Vd. a esta ca-sa, y a la de la Pelumbres y de la Primorosa -

añadió Ignacia-. Toas semos unas, y no lo igopor esa duquesa con quien fue hace dos nochesen ca la Pelumbres. Alifonsa, ¿sabes quién es?¿Te acuerdas de aquella duquesilla amojamada,que parece un almacén de huesos? Si D. Juan latrae por aquí, pondremos una fábrica de boto-nes.

-¿Qué hablas ahí, zafiota, animal sin pluma?-exclamó Mañara con vivo arrebato de ira-.Habla mejor si no quieres que con tu lenguahaga una pantufla para azotarte la cara.

-¡A mí con esas el asno regidor! -vociferó laZaina-. Después que le he despreciao, despuésque he tenido que escupirle en la cara para queno anduviera tras de mí chupándose la tierraque yo pisaba, ¿ahora viene con esa? Con lasbarbas de un usía friego yo los cacharros de lacocina, y tripas de caballero le echo a mi gato.

-¡Condenada manola! -dijo Mañara cada vezmás encolerizado-. La culpa tiene quien te ha

dado esas alas y quien con personas bajas seentretiene. ¿Para qué tomas en tu ruin boca elnombre de señoras respetables de quien nomereces besar la suela del zapato? ¡Cuidadocon los celitos de la niña!

-¿Celos yo? -exclamó la maja más encendidaque la grana-. ¡Por Dios, que me quiera Vd., sopringoso: tomelo por estera y se creyó cortejo!

Y diciendo esto, lanzó un salivazo en mediodel corrillo.

-¡Miserable mujerzuela! ¡La culpa tienequien se arrima a ti, por hacerte gente siquieraun día!

-Eh, eh, poco a poquito -dijo a este punto eltío Mano de Mortero, que de espectador indife-rente de aquella escena se trocaba en actor deella-. Eso de mujerzuela es de gente mal habla-da, y aquí no se habla mal de nadie, y lo que esmi hija tiene su siempre y cuando como cual-

quier otra. Que el Sr. D. Juan no nos toque a lahonor, porque a mí no me falta un saco de on-zas de oro ensayadas para apedrear a cualquie-ra. Y tú, princesa mía, ¿a qué le haces tantoscocos ahora al Sr. de Mañara, cuando ha pocosdías te chiflabas por él, y si alguna noche falta-ba su señoría a hacerte compañía o a ayudarte arezar el rosario, ponías en el cielo unos suspiroscomo catedrales? Anda, que todos son buenos,y váyase lo uno por lo otro.

-¿Suspiritos tenemos? -preguntó Mañara conpresunción.

-Y si hubo suspiros -dijo Mortero-, mi hija esuna persona de etiqueta, y los puede echar co-mo cualquiera otra, aunque sea por el Rey; quesi está en el cajón de verduras, es porque quie-re; que su padre ya le ha prometido varias ve-ces ponerla al frente de una casa de bebidasfinas.

-¡Yo suspirar por ese animal! -dijo la Zaina-.Por lástima le he mirao una vez cuando iba alcajón a echarme flores.

-Eso quisieras tú; pero no se estila echarmargaritas a puercos.

La Zaina hizo un movimiento. El demoniofue sin duda quien llevó a sus irritadas manosuna botella de las que en la mesa contiguahabía, y disparola con tanta fuerza contra Ma-ñara, que a no apartarse este vivamente, viéra-mos allí partida en dos la cabeza más dura queha gastado regidor en el mundo. Levantose estefurioso para castigar el descomedimiento de laZaina; pero con tanta presteza acudió D. Diegoen defensa de la verdulera, que sobre él caye-ron los primeros golpes. Lleno de rabia al verseaporreado, arremetió contra Mañara, a puntoque el tío Mano de Mortero empezaba a probarla exactitud de su apodo, repartiendo algunospuñetazos sobre tirios y troyanos. Las majasNarcisa, Menegilda y Alifonsa, declaráronse

también en guerra, por dar gusto a las inquietasmanos, y bien pronto de todos los allí presentesno quedó uno que no llevase su óbolo a tal co-lecta de golpes y gritos. Era aquello una bendi-ción de Dios, y juro que jamás habría yo metidomis manos en tal fregado, si no me incitara aello una caricia que sentí en mitad de la espal-da, hecha por mano desconocida. Y lo peor fueque Majoma, hombre ingenioso, inclinadosiempre a sacar partido de tales alteraciones delorden privado, descargó varios palos sobre elcandil que la escena iluminaba, y al punto nosvimos todos de un color. Aquí fue el arreciar delos puñetazos, y el esfuerzo de los gritos y elrodar unos sobre otros, y si bien el peso de uncuerpo nos oprimía a veces, también el nuestrocaía en humanas blanduras, de cuyos choquesprovenían los pellizcos, arañazos y demás pro-yectiles menudos. Por aquí se oían voces lasti-meras, por allá gritos de venganza, y sobre todaespecie de rumores, descollaba la voz estentó-rea del tío Mano de Mortero, diciendo:

-En mi casa no ha de haber escándalos, y elque diga que aquí se siente el vuelo de unamosca, miente. Vamos, amiguitos; no metertanto ruido ni pegar tan recio. Esto es una bro-ma: conque paz y pan, y divirtámonos.

Y a todas estas la vecindad se alborotaba, yen la calle deteníase la gente curiosa, no porquele hiciera novedad aquel ruido, sino por gozarde él, y se temió la intervención de la justicia, locual hería al Sr. Mano en lo más delicado de sudignidad, y por fin hubo uno que pudo dar conla puerta y abrirla y echarse fuera, con lo cual,habiendo entrado un poco de luz, pudimosvernos. Todo indicaba que íbamos a tener unavisita alguacilesca, lo que me impulsó a cogerpor un brazo a D. Diego y echarlo conmigoafuera, y bajar a saltos la escalera hasta dar connuestros cuerpos en la calle, por la que nos es-currimos, sin miedo a la corchetería.

Cuando nos vimos lejos, acortamos el paso,contemplándonos uno a otro. D. Diego había

padecido más averías que yo en la refriega, yostentaba en la cara un verdugón hecho porbuena mano.

-¡Maldito de mí! -exclamó tentándose losbolsillos de sus calzones-. ¿Sabes que me hanquitado mis dos relojes? ¡Pues también el dine-ro, todo el dinero que llevaba!

-Era de suponer, Sr. D. Diego -le respondíregistrándome también-, pues no salimos deninguna misa cantada. Y por lo que veo, a mítambién me han desplumado.

-¿Te quitaron el reloj?

-No señor, el reloj no me lo han quitado nime lo quitarán todos los cacos del mundo, por-que no lo tengo; pero sí perdí un dinerillo...bien poco, por cierto.

-¡Dios mío! Sin relojes, sin dinero... -clamódoloridamente D. Diego-. ¿Con qué compraré

ahora las diez y siete varas de cotonía que quie-re la Zaina? ¿Con qué alquilaré el coche paraque vaya el lunes a los novillos? Si Santorcaz nome presta, me moriré.

-Diez y siete varas de fresno, que no de co-tonía, es lo que merece esa gentuza -le contesté-; pues es necesario estar loco o enamorado paraponer los pies en tales casas.

-XI-Como antes indiqué, no pude obtener licen-

cia para salir de Madrid, porque la villa, vién-dose pronto en gran aprieto, cayó en la cuentade que necesitaba de toda su gente para defen-derse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me loimpidió? ¿Quién torció el camino de mi resolu-ción? ¿Quién había de ser, sino aquel que porentonces era el trastornador de todos los pro-yectos, el brazo izquierdo del destino, el que a

los grandes y a los pequeños extendía el influjode su invasora voluntad? Sí: el baratero de Eu-ropa, el destronador de los Borbones y fabri-cante de reinos nuevos, el que tenía sofocada aInglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a laPrusia, y amedrentada al Austria, y oprimida ala hermosa Italia, osó también poner la manoen mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejérci-to.

Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial yreal, como algunos de nuestros paisanos le lla-maban, no sin fundamento, había entrado enEspaña a principios de Noviembre, con ánimosde instalar de nuevo en Madrid la botellescacorte. A él se le importaba poco que los españo-les llamasen tuerto a su hermano; y fijo en elnúmero y fuerza de nuestros soldados, noatendía a lo demás. Una vez puesto el pie entierra de España, no le agradó mucho que elmariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa,porque sabido es que no era de su gusto que se

adquiriese gloria sin su presencia y consenti-miento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctorque persiguiese a nuestro degraciado Blake,cuyas tropas se habían reforzado con las delmarqués de la Romana, escapadas de Dinamar-ca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa delos Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdi-da por nosotros, por más que el Gran Capitán,con más celo que buen sentido, se empeñe ennegarlo. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron enella, y grandes apuros y privaciones pasarontodos, sin un pedazo de pan que llevar a la bo-ca, ni una venda que poner en sus heridas.

Así sucumbió el ejército de la izquierda, cu-yos restos salvándose por las fragosidades deLiébana, recalaron por tierra de Campos, paraser mandados por el marqués de la Romana.No fue más dichoso el ejército de Extremaduraen Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres yLasalle lo destrozaron también el mismo fataldía 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capi-

tal de Castilla el azote del mundo, publicandoallí su traidor decreto de amnistía. Aún nosquedaba un ejército, el del Centro, que ocupabala ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Cas-taños; pero nadie confiaba que allí fuéramosmás afortunados, porque una vez abierta lapuerta a las calamidades, estas habían de venirunas tras otras a toda prisa, como suele sucedersiempre en el pícaro mundo. También nos pre-paraba el cielo en el Ebro otra gran desgracia;pero a mediados de Noviembre, cuando corrie-ron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa yde Gamonal, aún no se había dado la batalla deTudela.

El pánico en Madrid era inmenso, y se creíasegura la pronta presentación del corso en lasinmediaciones de la capital. ¿Qué podíaoponérsele? No quedaba más ejército que el delCentro, situado allá arriba a orillas del Ebro.¿Quién detendría al invasor en su marcha terri-ble? La Junta se desesperaba y los madrileños

creían acudir a remediar la gravedad de lascircunstancias, entusiasmándose. ¡Ay! Despuésde mandar algunas tropas a los pasos de Somo-sierra y Navacerrada, ¿qué ejército de líneaquedaba para defender a Madrid? Da pena eldecirlo. Quinientos soldados.

Los paisanos armados eran ciertamente mu-chos; pero había muy pocos fusiles, y de estosla mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y,¿con qué se hacían los cartuchos si no habíapólvora? A esto habíamos llegado cuatro mesesdespués de la victoria de Bailén. Todo al revés.Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándo-nos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy im-potentes y desbandados. Contrastes y antítesisy viceversas, propias de la tierra, como el pañopardo, los garbanzos, el buen vino y el buenhumor. ¡Oh España, cómo se te reconoce encualquier parte de tu historia adonde se fije lavista! Y no hay disimulo que te encubra, nimáscara que te oculte, ni afeite que te desfigure,

porque a donde quiera que aparezcas, allí se teconoce desde cien leguas con tu media cara defiesta, y la otra media de miseria, con la unamano empuñando laureles, y con la otrarascándote tu lepra.

-Hola, Gabriel, ¿tú por aquí? -me dijo Pujitosen la puerta del Sol el día 20 de Noviembre-. Yasabes que tenemos de regidor a nuestro amigoD. Juan de Mañara. Él es el encargado de lacartuchería. ¿Tienes fusil?

-Y bueno. ¿Pero todavía no se dice nada defortificar a Madrid, ni se trata de abrir fosos ylevantar parapetos y abrigos, ya que a esta villay corte la hicieron sin murallas ni otra defensaalguna?

-Todo se va a hacer. Pero lo que más faltahace es la cartuchería y armas.

-¿Dónde hacen cartuchos?

-En varias partes. Allá junto al colegio deNiñas de la Paz hay más de sesenta personastrabajando en ello noche y día.

-Pero de nada nos sirven los cartuchos sinarmas, Sr. de Pujitos -le dije-. Yo conozcomuchísimos hombres valientes que no tienensino chuzos, pedreñales y espadas llenas deorín.

-Eso será nonada, y si no nos hacen trai-ción...

-¡Traición!

-Sí; aquí hay muchos traidores.

-Ahora como la gente anda tan exaltada, escomún llamar traidores a los más mejores pa-triotas.

-Gabriel -dijo deteniéndose en medio de lacalle y asomando por el embozo de su capa undedo con el cual ciceronianamente acentuaba

sus palabras-, cuando yo lo digo, sabido me lotengo. ¿Te acuerdas de lo que se habló hacenoches en casa del tío Mano? ¿Te acuerdascómo se puso furioso el Sr. de Santorcaz contralos traidores? Pues hemos descubierto que eseSr. de Santorcaz o D. Demonio, es espía delcórcego. Velay por qué estaba tan enfoguetado.

-No es la primera vez que lo oigo.

-Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, ycon el dinero que le dan paga gente alborotado-ra, que arme querellas entre la tropa. Como estehay muchos, y se dice que señores muy alcur-niados están vendidos a los franceses. Pero,Gabriel, que se nos amostacen las narices, yveremos a dónde van a parar. Hay otros queaunque no son traidores, son melindrosos, y noquieren lo que llaman Constitución, la cual se vaa poner ahora pa acabar con el espotismo. ¿Sa-bes tú lo que es el espotismo? Pues el espotismoes una cosa muy mala, muy mala. A bien quedesde que acabamos con Godoy y los lairones

que con él vivían, se acabaron todas las picard-ías, y ahora luego que demos fin a esto delcórcego, los reinos de España se van a gobernarde otra manera, y estaremos tan bien, que nonos cambiaremos por los ángeles del cielo.

Y diciendo esto, dio media vuelta y marcho-se lejos de mí a toda prisa. No tardé yo en acu-dir pronto a la formación de mi compañía.

Ante las evidentes muestras de alarma que atodas horas se observaban en Madrid, malpodía el optimismo del Gran Capitán sostener-se en las ideales regiones donde le hemos vistocernerse, como el águila de la patria a quien niel peligro ni el miedo pueden obligar a abatirsu majestuoso vuelo. Ya no era posible negar laderrota de Espinosa, ni tampoco la de Gamo-nal, y sólo los locos podrían suponer a Napo-león dispuesto a detenerse en su victorioso ca-mino. Muchos días resistiose el fuerte espíritude mi amigo a la evidencia de tantos descala-bros; por muchos días sostuvo que nuestras

armas victoriosas echarían a los franceses consu malhadado emperador del otro lado del Bi-dasoa; por muchos días continuó atribuyendo alos papeles públicos la pérfida invención deaquellos absurdos acontecimientos que nocabían en su homérica cabeza; pero al fin lamuchedumbre de las noticias malas, la agita-ción pública, el pánico de todos, la general zo-zobra, y el tumulto y laberinto de los preparati-vos de defensa rindieron golpe tras golpe elformidable castillo de su terquedad, dando entierra con tantas ilusiones. El héroe no aparentódesmayar con esto, antes bien se reía tomandola cosa como una fiesta. Lleno de confianza enla capital, siempre negaba que Napoleón seatreviese a ponerse delante de los madrileños, yesta fue una tenacidad que le duró contra vien-to y marea hasta el 25 de Noviembre, en cuyanoche al retirarse a su casa, preguntole doñaGregoria, como siempre, las noticias de la tar-de.

-Nada, mujer -repuso frotándose las manos,y promulgando con desdeñosas sonrisas la ca-tegórica confianza que llenaba su espíritu-. Na-da, mujer: emperadorcito tenemos.

-XII-Y el emperadorcito salió de Burgos el 22; de-

túvose en Aranda el 24; el 29 estaba en Bocegui-llas, y por fin el 30 llegó a Somosierra.

En Madrid la alarma crecía en tales térmi-nos, que ya en 23 de Noviembre se pensaba enuna defensa formal, guarneciendo el circuito dela corte para hacer de ella con el valor de sushabitantes una segunda Zaragoza. Era capitángeneral de Castilla la Nueva el marqués de Cas-telar, y gobernador de la plaza don Fernandode la Vera y Pantoja; pero a este no se le con-ceptuaba muy entendido en materias facultati-vas, y como se tratara de obras de defensa, fue

nombrado para el caso el célebre don Tomás deMorla, sucesor de Solano en Cádiz cinco mesesantes; hombre feísimo de rostro, de carácteraparentemente enérgico aunque en realidadmuy débil. Gozaba en el conocimiento de laartillería de gran reputación, que aún conserva,pues sus estudios sirven hoy para la enseñanzade la juventud que a la guerra científica se con-sagra.

Morla dirigió las obras de defensa, que con-sistían en grandes fosos abiertos fuera de laspuertas de Fuencarral, Santa Bárbara, Los Po-zos, Atocha y Recoletos; en aspillerar toda lamuralla de la parte Norte; en desempedrar lascalles de Alcalá, Carrera de San Jerónimo y ca-lle de Atocha para levantar barricadas; y porúltimo, en fortificar el Retiro con trincheras yuna mediana artillería, la única que teníamos,pues todo se reducía a unas cuantas piezas de a6 y poquísimas de a 8. Esto se hizo precipita-damente a última hora; mas con tanto entu-

siasmo y determinación, que la diligencia pa-recía suplir con creces a la previsión.

En las obras trabajaba todo el mundo sin re-paros de clase. Las señoras, no contentas conafiliarse en la congregación del lavado y cosido,dirigieron a las autoridades una exposición enque se ofrecían a ayudar ya llevando espuertas detierra, ya ocupándose en lo que se les mandase.No es esto invento mío, y la exposición existeimpresa donde el incrédulo podrá verla si aúnduda de la grandeza de ánimo de las señorasde aquel tiempo. Y al decir señoras, se com-prende que no me refiero a aquellas de quienesen otro lugar de este relato tengo hecha men-ción, pues las del Rastro y Maravillas teníanespecial gusto en pasearse por todo Madridarrastrando un cañón entre seguidillas y chan-zonetas: me refiero a las más altas hembras, aquienes vi empleadas en menesteres indignosde sus delicadas manos.

De los hombres no hay que hablar, porquetodos trabajábamos a porfía día y noche sacan-do tierra de los fosos para construir los espal-dones de la artillería. En poco tiempo quedó lacalle de Alcalá tan limpia de guijarros comotierra de sembradura, y desde las Baronesas alCarmen Calzado levantamos un parapeto for-midable.

El personal de la defensa era el siguiente:

1.º Quinientos soldados de línea que apenasbastaban para el servicio de las bocas de fuego.2.º Las tropas colecticias formadas por el alis-tamiento voluntario de 7 de Agosto, y a las cua-les pertenecía un servidor de Vds. (no pasába-mos de tres mil hombres). 3.º Los conscriptospertenecientes a Madrid en el llamamiento dedoscientos cincuenta mil hombres que hizo laJunta, y cuyo sorteo se verificó en 23 de No-viembre. 4.º La milicia urbana llamada honradaque se formó por enganche voluntario el 24 delmismo mes.

Voy a deciros algo de esta conscripción y deestos señores honrados. Hízose aquella llaman-do a las armas a todos los ciudadanos desde 16a 40 años, y declarando derogadas todas lasexcepciones que establecían las Reales Orde-nanzas de 27 de Octubre de 1800 para el reem-plazo del ejército. Se declararon útiles los viu-dos con hijos, los hijosdalgo de Madrid, losnobles que no tuvieran más excepción que sunobleza, los tonsurados sin beneficio que estu-viesen asignados a servicio eclesiástico, paracuya determinación se cubrió con un velo elconcilio de Trento; los que disfrutaban cape-llanía sin estar ordenados in sacris (muchos deestos eran los llamados abates); los novicios deórdenes religiosas; los doctores y licenciados,que no fueran catedráticos con propiedad; losretirados del servicio y los quintos que hubie-ran servido su tiempo; los hijos únicos de la-bradores; en una palabra, no se exceptuaba arey ni a Roque.

Los honrados eran una milicia sedentariacreada con objeto de guarnecer las ciudades,para precaver los desórdenes, reprimir los facinero-sos, bandidos, desertores y díscolos, que perturbandola pública tranquilidad intenten saciar su ambicióno su codicia.

De modo que en Madrid tuvimos en 23 deNoviembre sorteo para el reemplazo del ejérci-to, y algunos días después alistamiento de mili-cianos honrados. Aquella y esta operación severificaban de diez a tres en los claustros de laTrinidad Calzada, de los Mostenses, de SanFrancisco, y en los de otros conventos situadosen el punto más céntrico de cada cuartel, anteun alcalde de Casa y Corte o un señor regidorde Madrid, un oficial militar, un alcalde de ba-rrio y un escribano. Bastaron, pues, pocos díaspara que las filas de la guarnición de Madrid sellenaran con muchos miles de hombres. A lapoca tropa de línea y al regular número de vo-luntarios ya disciplinados, uniose la muche-

dumbre de quintos y la caterva de urbanos,gente toda muy entusiasta; pero casi en generalcarecían de fusiles y estaban tan ignorantes delo que habían de hacer como la madre que lesechó al mundo.

Sucedió también que los voluntarios anti-guos, aquellos que desde Agosto habían pasea-do presuntuosamente sus fachas uniformadaspor Madrid, miraron con mal ojo a los honrados,los cuales, llamándose así, parecían querer re-sumir en su instituto toda la honradez españo-la, y hablaban pestes de los antiguos. Los hon-rados que no tenían armas, decían que estasdebían quitarse a los antiguos que las tenían:juraban estos entregarlas antes a Napoleón quea los honrados, y en tanto los quintos recién sor-teados, aquellos infelices viudos, nobles, sacris-tanes, novicios, beneficiados sin beneficio ydemás gente antes exceptuada, miraban al cie-lo, esperando que se les pusiese en la manoalguna cosa con que matar. En resumen: mu-

cha, muchísima gente de última hora; pocas ymalas armas; ningún concierto, falta de quiensupiese mandar aunque fuese un hato de pa-vos; mucho mover de lenguas y de piernas; uncontinuo ir y venir, con la añadidura insepara-ble de gritos, amenazas y recelos mutuos, y lacontera de los gallardetes, escarapelas, bande-rolas, signos, letreros y emblemas, que tantoemboban al pueblo de Madrid.

El aspecto de uno de aquellos claustros enque se verificaba el alistamiento, era digno deser eternizado por los más diestros pinceles.Dichoso yo si con la pluma pudiera dar efímeraexistencia a uno de ellos ¿A cuál? Todos eranigualmente pintorescos, y si alguno conteníamayor número de curiosidades, era el claustrode la Trinidad Calzada, en la calle de Atocha.

-XIII-En mitad de la ancha crujía estaba la mesa

donde el regidor iba recibiendo los nombres,que asentaba un escribiente en barbudas cuarti-llas de papel. En su derredor resonaba tal chi-llería y alboroto, que no sé cómo el señor deMañara (que era el regidor allí presente) podíaaguantarlo; pero inútil era el imponer silencio,porque la multitud de mujeres aglomeradas ala puerta, no callarían aunque el Espíritu Santose lo mandara. Un pobre alguacil había sidodestinado a sostener la debida compostura, ynunca tal hubiera intentado el infeliz instru-mento de la justicia, porque le cogieron y lemagullaron, y roto y molido dio vueltas por elarroyo.

-¿Pero qué buscan Vds. aquí? -exclamó Puji-tos abriendo los brazos en actitud amenazado-ra-. Fuera mujeres, que no sirven sino de estor-

bo. Condenaas, ¿por qué no van a sacar tierraen los Pozos?

-Ya hemos sacado tierra, ¡y lástima que nofuera de tu sepultura!

-¿Pues qué queréis, demonios?

-¿Qué hamos de querer? ¡Fusiles, piojo! ¿Telos han dado a ti y a tu batallón pa quitar tela-rañas? Vengan acá pronto, que nosotras tam-bién nos alistamos.

-Afuera, afuera de aquí, canalla.

-Paz, paz -dijo desde el interior del claustrouna gruesa y campanuda voz que al punto re-conocí por la del venerable Salmón-. Haya paz,y no me levante ninguna el gallo.

Al punto el apretado grupo de mujeres sedividió en dos, dando paso a la procerosa figu-ra del mercenario, que avanzó con majestuosopaso y risueño continente.

-Aquí está el padrito. ¡Que viva el padreSalmón! Ven, Pujitos del demonio, a echarnosafuera.

-Arrastrao -dijo una cogiendo a Pujitos porel cuello y mostrándole el puño-. ¿Tus muelashan salido a misa esta mañana? ¿Quieres quesalgan a vísperas esta tarde? Pues boquea yverás.

-Déjenlo, dejen en paz a ese pobre hombre -dijo socarronamente Salmón-, y perdónenle sugran descortesía con tan dignas señoras; que yoprometo que se enmendará. Ya os he dicho va-rias veces que si no sois buenas, no contéis paranada con vuestro queridito padre Salmón. Va-mos a ver, señoras mías; duquesas y princesas;¿para qué os agolpáis aquí?

-También nosotras queremos alistarnos.

-Alistaros, ¡oh valientes amazonas! Pero ni-ñas, ¿no veis que en vuestras manos mejor sien-

ta el hilo de oro y las sartas de perlas, que eltemido alfanje damasquino? Vaya, idos a rezar,que la mujer honrada la pierna quebrada y encasa.

-Todos esos son unos calzonazos. Nosotrashemos cargado ya muchas espuertas de tierra.Ahora llevamos dos cañones a Los Pozos, yqueremos que nos los dejen disparar.

-Bueno, bueno, todo se hará. Cada una a sucasa, y cuidado con lo que les tengo prevenido.Tú, Nicolasa, eres una tramposa, que en cadalibra de carne pones dos onzas menos de peso.Tú, Bastiana, te condenarás por la usura deprestar a dos pesetas por duro a la gente delRastro; y tú, Alifonsa, aguardentera de todoslos diablos, ten entendido que tantas docenasde estos verás a la hora de tu muerte como cor-tejos has mantenido en vida, y no digo más porno escandalizar delante del público.

Con estas y otras filípicas iba Salmón despe-jando la puerta, en tales términos, que prontoquedó practicable; mas no por eso tornoseadentro el popular fraile, sino que siguió ade-lante, diciendo a cada uno su palabrita y dandoa besar la correa a viejos, mujeres, hombres ymuchachos. Cuando me vio echome los brazosal cuello, saludándome con mucho afecto.

-¿Vienes a alistarte? -me dijo.

En esto abalanzose hacia nosotros un hom-bre que besó las manos a Salmón con fervorosocariño, y luego le habló así:

-¡Ay mi padrito de mi alma! ¡Gracias a Diosque este probe tiene el refrigerio de encontrarley verle y hablarle, que es para él de más gustoque si le dieran todos los reinos del mundolimpios de fronteras! ¿Recibió Su Paternidad lassiete libras de rapé y el barrilito?

-Si, hijo mío, y gracias se os dan, pues sois elcaballero más cumplidor de juramentos y pala-bras que conozco.

-Sí: que soy hombre para desairar a un Pa-ternidad tan reverendo. Mande mi frailito poresa boca, que yo le traeré la Inglaterra toda,aunque gaste en pólvora y balas todo mi dine-ro.

-¿Y la Zainilla?

-¡Está malucha! La otra noche tuvimos jun-ción en casa, y todo concluyó con un sainetillode lo que llaman palos, que aquello parecía unagloria. La pobrecita niña de mis entrañas estádesde esa noche que no come ni bebe, y mandaal cielo unos suspiros que parten el corazón debronce de su padre.

-Eres un zopenco, tío Mano -dijo Salmón-.Cuando estuve en tu casa el día de Difuntos...¿recuerdas que me diste aquellos puches; que

con el aditamento de un cierto aguardiente deChinchón, estaban propios para que metiera enellos las barbas el mismo emperador del SacroRomano Imperio?

-Me acuerdo, sí.

-Pues aquella noche te dije: «Morterillo,ándate con cuidado, que tu Zaina y el Sr. deMañara están de mucho paliqueo, y míralos enaquel rincón con la cabeza inclinada el uno so-bre el otro como dos higos maduros». ¡Y cómose le caía la baba a tu hija!

-Verdad es, señor; y ya sé que de ahí vienetodo.

-Entonces te dije: «Morterillo, mucho ojo,que el Mañara quiere enmarañar a tu hija, y vasa perder este bocadito de ángeles que tú desti-nabas a un Veinticuatro». ¿Acerté?

-¿Pues ello?... Yo no quería reñir con Mañara-dijo Mortero rascándose una oreja-. Verdadque él iba allá todas las noches... pero mi po-brecita niña es más inocente que una paloma.

-Apuesto a que el demonio ha metido el ra-bo en tu casa, Morterillo. Dices que tu hija nicome ni bebe, y da unos suspiros... ¿suspiritos?

-Sí; y en tres días no le he podido sacar pala-bra de la boca, y a veces heme puesto a acechar-la tras la puerta de su cuarto, y cata a mi niñitadiciendo unas palabrotas... pues... así como loscómicos en los treatos... Y a ratos la veía en-jugándose las lágrimas, y a ratos echando cen-tellas por los ojos... «Dime qué tienes, serafín detu padre», le he preguntado algunas veces; perono me contesta más que un poste. Anoche nospusimos a rezar el rosario (porque yo no faltojamás amén a esta devota costumbre ni en casa,ni en campo raso), y ella empezó con muchadevoción, diciendo los santamarías con un dejoy un canticio meloso que llegaba al alma; pero

de repente, padrito, empieza a dar manotadascomo una loca, rompe en mil pedazos el rosa-rio, levántase, y con las manos en la cabeza,dando paseos por el cuarto, dice así: «Virgen dela Paloma, no puedo, no puedo». Luego púsoseel mantón y corrió a la calle, adonde la seguí...¿Creerá Su Reverencia que fue hasta la casadonde vive ese condenado regidor, parose en lapuerta, y arrimando la cabeza contra una reja,dio a llorar como un chiquillo? Tuve que traerlaen brazos a mi casa, y al día siguiente no pudoir al cajón porque cayó mala.

-Ya lo veo clarito. Es que Mañara le tienesorbidos los sesos, y no es la primera, Mortero,no es la primera; pero yo iré por allí, echareleun sermón a la niña, y veremos si te la curo...Pero calle... ¿No es aquella que asoma por allí?Sí, es ella misma. Zaina, Zainilla, ven acá.

-Sí, es mi flor temprana, es el lucero de supadre. Llégate aquí, arrastradilla -dijo el tíoMano llamando a su hija-. ¿De dónde vienes?

-De llevar tierra -contestó la Zaina, en cuyosemblante fresco y animado no se veían señalesde aquel hondo pesar que acababa de referir elrespetable progenitor-. Ya hemos puesto trescañones en la puerta de Atocha, y están clava-das las estacas y armado tal ramaje de palitro-ques, que parece un nacimiento.

-¿Y para qué andas tú en esas faenas, solitode justicia? Padre, échele Su Reverencia unbuen sermón, o dos, si es menester, para que sequede en casa.

-Tú no tienes buena cara, Zaina -le dijoSalmón-. Tú estás triste, te lo conozco.

-¡Qué buen barruntador tenemos! ¿Y por quéestoy triste?

-Dime, ¿has visto por ahí al Sr. D. Juan deMañara?

La Zaina se puso pálida y cesó de reír.

-Ya está cogida -exclamó Salmón batiendopalmas-. Esa cara no miente. Mira, Ignacia, enla huerta de mi convento hay un pajarito quetodas las mañanas viene a mi celda a contarmelas picardías de las muchachas que conozco.¿Sabes lo que me dijo de ti? Pues me dijo...

-Está más encarnada que un tomate -añadióMano-; déjela Su Paternidad por ahora.

-¿Qué dejar? ¡Bueno soy yo!... Conque, niña,¿ha habido gatuperio? Mucho cuidado con losgalanes que van a casa, mucho ojo, que si meenfado... Fuera pecados mortales, fuera cosasmalas, que entonces no hay lo de padrito poracá, padrito por allá, sino que saco unas disci-plinas y a zurriagazos enderezo yo a mis niñas.Conque ven acá, loquilla, ¿ese señor de Mañarate ha trastornado el juicio?

-¿A mí? -chilló la Zaina con súbita expresiónde despecho que la puso más arrogante y máshermosa de lo que realmente era-. ¿A mí ese

pelón? Sé que se lustrea diciéndolo por ahí;pero que se aspere un poquito, que astavía ten-go mucho orgullo y no me echo a perros.

-Vamos, no lo niegues.

-¿Yo? Voyme al zumo, que no a las cáscaras,y sobre que no me gustan los usías estirados, nilos madamos que huelen a bergamota, cuantimás los malinos traidores, gabachones...

-¡El Sr. de Mañara traidor! -exclamó conasombro el mercenario- ¿Cómo hablas así de uncaballero tan principal y tan buen patricio, deese bendito regidor, que ahora está allí dentroalistando soldados?

-Traidor, más traidor que Judas -afirmó laZaina-. ¿Y Su Reverencia se hace de nuevas?Pues todo el mundo lo dice, y no queda en Ma-drid quien no lo sabe.

-De otros lo he oído yo, pero no de Mañara-indicó Mortero.

-Está vendido a los franceses, y todo ese pa-pel que hace, es por disimular sus maldades-dijo la Zaina-. Pero se la tienen sentenciada aese pícaro, arrastrao, endino, criado del tío Co-pas. ¡Viva Fernando VII!

-Yo creí que estabas embobada -dijo Salmón-y ahora veo que estás loca.

-¡Ay mi niñita! -dijo el tío Mano-; no hablestales cosas, que pueden llegar a las orejas delSr. de Mañara, y ya sabes que ando en empeñoscon él para que ponga en libertad a aquellosdos angelitos seráficos que están en la cárcel deVilla, Agustinillo y el Manco, los cuales pordiez pellejos de mal vino de Esquivias, estánpasando el purgatorio en vida, aunque piensoque en la otra Dios les ha de descontar estaspenas.

-¡Me han de oír los sordos! -exclamó la Zai-na-, que aquí no queremos traidores. ¡Acabarcon ellos, y Napoleón es muerto!

-Cuidado, muchacha -dijo Salmón-, que pa-labra y piedra suelta no tienen vuelta, y palabraen boca es lo mismo que piedra en honda.

-Sea lo que Dios quiera. A mí quien me lahace me la paga.

-¿Ves cómo todo es el rencorcillo que te haquedado?

Iba a contestar Ignacia, cuando apareció D.Diego, y luego que aquella le vio, hízole entraren el corro, diciéndole:

-Aquí estoy, aquí está su princesa, señorconde; no me busque con esos ojazos de pájarobobo.

-¿También el señor conde te corteja, harpi-huela? -preguntó el fraile haciendo una reve-rencia a D. Diego.

-¡Y que le quiero más que a las niñas de misojos! -dijo la maja-. Los zarcillos son chicos, yotra vez tenga más miramiento; que a las seño-ras no se las obsequia con colgajitos de a cuatroduros; y un novio tuve yo, que en barras deplata y oro me llevó a casa los tesoros del Rey.

D. Diego turbado por la presencia del mer-cenario, no acertaba a decir palabra. En cambioel padrito se encaró con él, y campanudamenteendilgole la siguiente homilía:

-Ya sé que anda el señor conde en malos pa-sos, y mis señoras la condesa y marquesa losaben también. ¿Conque es cortejo de la Zaina?¡Optime, superlative!, Sr. D. Diego. Y no lo digoporque esta sea ningún guiñapo, sino porquecada oveja con su pareja. ¡Qué dirá la señoradoña María Castro de Oro, condesa de Rum-

blar, a quien no conozco sino para servirla; quédirá cuando sepa los traeres de su hijo! Y pen-sar que a un jovenzuelo casquivano se le ha dedar por esposa aquella flor sin tacha, aquel lu-cero matutino, que cual oro en paño guardandonde usía sabe, es pensar en las nubes de an-taño. Pues no faltaba más... ¡Un Afán de Ribera,metido en tales tapujos! ¿No le da a Vd. ver-güenza? Y no lo digo porque recuente la casade este Sr. D. Mano de Mortero, que es personahonradísima, sino porque mi niño va también acasa de la Zancuda, donde se juega de lo lindo,y jóvenes muy acomodados conozco que handejado allí los hígados.

-Verdad es -dijo Mortero-. Lo que es en micasa, nadie se deja nada, como no sea el mal-humor, porque a conversaciones honestas, y alenguas castas, y a manos quietas nadie nosgana; que a veces la casa parece un monasteriode tanto afinamiento y quinta sustancia de laconmenencia.

-Pero el Sr. D. Diego no sólo frecuenta esasdeshonestísimas regiones -añadió Salmón-, sinoque también va a las logias de los masones,infernalis espelunca, donde se pasa la noche entreherejías y diabluras. ¡Veo que es aprovechadoel rapazuelo! ¡Y quería la señora marquesa queyo le trajese al buen caminito con sermones yconsejos! No está la Magdalena para tafetanes,Sr. D. Diego, y yo primero arrojo el hábito quellevo, que decir a usía por ahí te pudras, ylléveselo el diablo con sus bobadas y truhaner-ías.

Más que una mona corrido, quedose D. Die-go con esta filípica, y de buena gana habríacontestado a Salmón, vomitando todas lasabominaciones que acerca de los frailes habíaaprendido ya, si no le detuviera la vergüenza ylas muchas miradas de enojo que de distintaspartes le observaban. Así es que sólo protes-tando a medias palabras contra el frailazo pan-cista, se escurrió bonitamente entre el gentío,

llevando consigo a la Zaina y a Mortero, que noquiso dejarle escapar sin previa entrega de lasofrecidas espuelas de plata.

Quedámonos allí Salmón y yo, y como miamigo oyera lo de frailazo poncista, palabras queya en aquellos días empezaban a menudear enbocas populares, se enfureció y quiso seguirtras el jovenzuelo para reprenderle su osadía;mas el agolpamiento de la gente, junto con lasmuestras de simpatías que recibió, se lo impi-dieron.

-Temple Su Paternidad la ira -le dije-, y va-yase en buen hora D. Diego.

-Tienes razón -repuso-, que aquila non capitmuscas. Su castigo tendrá en ver que se quedasin novia.

-Pues él está tan firme en casarse -dije-, quelo da por hecho, y añade que llevará adelante lodel matrimonio, contra viento y marea.

-¡Oh, qué ilusión! ¡Pues están contentas de élmis señoras la condesa y marquesa! Y por loque hace a la novia... Acompáñame a la Mercedy te contaré. ¿Hablaste largo con la señora con-desa? ¿Le dijiste todo lo que sabes de este bota-rate?

-Un poquito, sí señor. ¿De modo que no secasará?

-Lo dudo, porque si las personas mayores dela casa no lo pueden ver, lo que es la joven...Anda esta trastornadilla después que se le handescubierto todos los escondrijos de su almita.Por fin lo dijo todo. Ya te conté que ni yo conmi gran autoridad y mis chistes y juegos, ni lamarquesa con su mal genio, ni el marqués ape-dreándola a regalos y obsequios, pudimoshacerle confesar la causa de sus melancolías;pero al fin, apretada por su prima la señoracondesa que la ama mucho, un día entre lágri-mas y suspiros le confesó todo.

-Y no resultaría nada...

-Nada más sino que todo aquel mal gesto yaquellas tristezas le venían de amar a un mu-chachuelo, a un perdidillo, a un cascaciruelasde esas calles, a quien conoció y tuvo por novioen toda regla, allá cuando vivía lejos de suspadres. ¡Cosa de niños! Lejos de parecermemala, me parece un buen signo de virtud lafirmeza de sus sentimientos lo mismo en laadversa que en la próspera fortuna. Con todo,la marquesa y su hermano rabian, como es na-tural, viendo que no pueden desencantar a laniña, pues lo que tiene, más parece encanto queotra cosa. Y todo se les vuelve decir: «PadreSalmón, ¿qué haremos? Padre Salmón, ¿qué noharemos?». Yo me voy al cuarto de la madami-ta, y después de decirle cuatro gracias, y deimitar el graznido de los cuervos, y el relinchode un caballo, y el rum rum de las viejas rezan-do en la iglesia, con lo cual ella se ríe mucho, ledigo: «Pero hijita de mi corazón, ¿por qué no

desecha vueseñoría todo pensamiento que nosea el de su actual grandeza? ¿Qué cosa puedeapetecer ahora? ¿Le falta algo? ¿No tiene todaslas comodidades, todos los miramientos, todoslos mimos que una doncella puede apetecer?».A lo que me contesta que ella no desea nada, ydespués se calla. Entonces le tomo las manos, selas acaricio y le digo: «El pajarito de mi conven-to me ha contado que amasteis a un jovenzuelo.¿Por qué no arrojáis esta idea de la cabeza? ¿Nocomprende usía que en una tan principal casano pueden entrar por las puertas del matrimo-nio personas de baja condición? Seguramenteque ese zascandil que fue vuestro novio no seacuerda para nada de mi querida niña». Y ellaal punto se sonríe, muda de conversación yempieza a hablar de otro asunto con tan buentino y tanto talento, que a mí y al padre Castillonos deja atónitos.

-Pues veo que cuando dos tan buenos predi-cadores no la pueden quitar con sus sermonesel desencanto, encantada estará toda la vida.

-No, hijo; que se han intentado varios me-dios para quitarle eso de la cabeza. La condesadíjole que el zascandil ese había muerto segúnsus averiguaciones, y la marquesa y su herma-no, tomando otro camino, han concertadohacerla creer que el tal desconocido jovenzueloes un pícaro ladroncillo de las calles, un tram-poso, estafador, a quien persigue la justicia porsus robos, chuladas y granujerías.

-¡Vive Dios! -exclamé sin poderme contener-,que eso es mentira, y le romperé el alma al queme diga que es cierto.

-¡Cómo, muchacho! -dijo muy absorto el frai-le-. ¿Pero a ti qué te va ni qué te viene en esacuestión para tomarla tan a pechos?

-Y a todas esas, ella, ¿qué decía?

-Nada. Hasta hoy la verdad es que el inge-nioso artificio no ha hecho gran efecto, y mien-tras la doncella sin par aparenta no darse porentendida, la señora marquesa se incomodamás cada día, y a todas horas exclama: «Esto nopuede seguir así». Riñe con su sobrina, estasuele llorar, aunque en ella todo revela máspaciencia que dolor, y aquí de la condesa, quese pone como un basilisco en cuanto mortificana su prima. Tía y sobrina se dicen cuatro cosas:yo las apaciguo, y hasta el otro día, que sucedelo mismo.

En esto llegamos a la puerta de la Merced, ySalmón deteniéndose, me dijo:

-¿Quieres subir? Te daré chocolate crudo yuna copita.

-Gracias, padre; estoy rabiando, y no tengoganas de chocolate ni de copitas.

Y sin más palabras, despedime de aquellalumbrera de la Iglesia para irme a mi casa.

-XIV-Llegó con el 28 de Noviembre la noticia de la

batalla de Tudela, y una vez que se consideródeshecho nuestro ejército de Aragón y del Cen-tro, ya todos vimos el sombrero de Napoleónasomando por la Mala de Francia. Las fortifica-ciones avanzaban, y en los días 27, 28 y 29 re-cuerdo que menudearon bastante las que po-dremos llamar fortificaciones y armamentosespirituales, que eran las rogativas, rosarios,funciones de desagravios, novenas y otras de-vociones para alcanzar de la Divina Providen-cia, no que apartase los peligros, sino que enar-deciera nuestros ánimos para salir victoriosos.Hubo rosario en San Ginés, jubileo en los Do-minicos de la Pasión, solemnes cultos en elCarmen Calzado, y, por último, en la iglesia de

Nuestra Señora de Gracia, sita en la plazuela dela Cebada, se inauguró un novenario que fue lamás popular de las devociones de aquellosdías, por predicar allí popularísimos oradores.La gente piadosa al par que patriota no teníatiempo para acudir a tantas partes, y vacilabaentre la iglesia y la trinchera.

Los hombres aunque lo deseáramos noteníamos tiempo para frecuentar las iglesias, yespecialmente los armados no dábamos paz alos pies ni a las manos con el frecuente ejercicioy ensayo de nuestra fuerza. Los soldados, losvoluntarios, los conscriptos, los honrados quetenían armas, nos confundimos por algunosdías en comunes trabajos y preparativos, dandoal olvido discordias importunas. Y no estaba eltiempo para andarse con juegos, porque yaNapoleón se nos venía encima. Mientras existióla pueril confianza de que las tropas enviadas aSomosierra estorbarían el paso del tirano, me-nos mal: íbamos viviendo, alimentando nuestro

espíritu con risueñas ilusiones, y soñando conver hecho pedazos el poder de Bonaparte en laera del Mico.

Pero el día 1.º de Diciembre comenzaron acircular desde muy temprano rumores graví-simos acerca de la derrota del general San Juanen Somosierra. Echose todo el mundo a la calleen averiguación de lo ocurrido, y corriendo deboca en boca las nuevas, exageradas por la ig-norancia o la mala fe, bien pronto llegó a decir-se que los franceses estaban en Alcobendas, yhasta alguno aseguró haberlos visto paseándo-se en el Campo de Guardias.

Desde el famoso 2 de Mayo no había visto aMadrid tan agitado: corrían hombres y mujerespor las calles, y entonces era el lamentar la cie-ga confianza, el echar de menos la actividad yprevisión propias de un pueblo realmente de-cidido a defenderse. El Gran Capitán y yo hab-íamos salido desde muy temprano, él para to-mar disposiciones importantes en el cuerpo de

honrados a que pertenecía, y yo por acudir a mipuesto, o curiosear en caso de que aún no setratara de cosa formal.

-Lejos de acoquinarme yo, como estos galli-nas -decía el Gran Capitán-, me animo y megallardeo y me esponjo al saber que los tene-mos tan cerca. Y a mí no me hablen de que elgeneral San Juan ha sido derrotado. Para losque conocemos las artimañas y recovecos delarte de la guerra, esa dispersión de las tropasde San Juan que parece derrota, no es otra cosamás que un hábil movimiento para engañar aNapoleón, dejándole pasar el puerto. Y si no,figúrate si será bonito ver a lo mejor que cuan-do tranquilamente avanzan los francesescreyéndose seguros, aparecen como llovidaspor el flanco derecho las tropas españolas y melos cogen ahí sin disparar un tiro entre Alco-bendas y San Agustín.

-Podrá suceder -dije yo sin manifestarle miincredulidad-; pero figúrese el Sr. Fernández

que no pasa nada de esto, sino que viene Napo-león sano y entero y nos pone cerco. ¿Cómosaldremos de este apuro?

-Admirablemente -repuso-. Podrá sucederque si trae muchas, muchísimas tropas, vamosal decir, un par de milloncitos de hombres, du-re el sitio dos o tres años, después de cuyotiempo tendrá que retirarse... porque pensarque Madrid se ha de rendir, es pensar en loexcusado. Y si no, pasea tus ojos por esas forti-ficaciones que en diferentes partes se han hechoen lo que el diablo se restriega un ojo; esparcíatu vista por esos hondos fosos, por esos gruesosparapetos, por esos inexpugnables montonesde tierra, y por esas terroríficas baterías de ca-ñones de a 6, y si la admiración te da tregua alas reflexiones, comprenderás que es imposibletomar a Madrid, aunque Napoleón trajera me-jor gente que aquella que fue a Portugal con elSr. Marqués de Sarriá.

-Dios le oiga a Vd. Por mi parte haré lo quepueda. ¿Y Vd. manda, o es mandado?

-Yo mando; que a ello me han obligado anti-guos amigos, cuya ciega confianza en mis co-nocimientos raya en fanatismo. Yo no queríamandar porque no me gustan papeles; pero hetenido que ceder, y entre todos hemos formadouna compañía que ha recibido orden de operaren Los Pozos, sitio el más arriesgado y peligro-so y temerario de este gran asedio que nos es-pera. Casi todos tenemos fusiles, y los que no,manejarán la lanza.

-¡Lanza para defender murallas! -exclamésin poder disimular la risa.

-Sí, hijo; ¿qué entiendes tú de eso? Figúrateque a esos tontos se les ponga en la cabeza darun asalto, ¿qué mejor cosa para impedirlo?...Por cierto que voy a reunir mi gente para ir aocupar la posición, no sea que el señor córcego

quiera darnos una sorpresa con su acostum-brada mala fe.

-Ahora dejémonos llevar a la Puerta del Solcon todo ese gentío que allá va -dije yo-; y pare-ce que ocurre alguna cosa grave, según gritan.

-Efectivamente; pero esa gritería es de muje-res. Sin duda esas valerosas matronas pidenque se les den armas.

-Bajemos por la calle de la Montera... Por allísube, si no me engaño, el Sr. de Santorcaz.Llamémosle: él sabrá lo que ocurre... ¡Eh, Sr. D.Luis!

-¿Qué hay en la Puerta del Sol, que tanto chi-lla la gente? -preguntó Fernández cuando elotro se nos acercó.

-Es que el pueblo pide armas y no se lasquieren dar -repuso Santorcaz-. Es una picardía

y todos esos mandrias de la Junta deben serarrastrados.

-¡La Junta! ¡Los señores de la Junta Central!

-No hablo de la Central -prosiguió Santor-caz-; que esa, si es cierto lo que dicen, ha acor-dado hoy retirarse de Aranjuez, buscando refu-gio en el Mediodía. Hablo de la juntilla que seha formado aquí para la defensa de Madrid, yque está en permanencia en la casa de Correos.¡Aquí hay muchos traidores -añadió en vozalta-, y algunos han cogido dinero para entre-gar la plaza a los franceses! Canallas de traido-res. Ahora salimos con que se han acabado lasarmas y los cartuchos. ¡Mentira! Yo sé dóndehay armas y cartuchos.¡Nos están engañando,nos van a vender!

Diciendo esto, se apartó de nosotros; des-pués de lo cual seguimos hacia abajo, y al llegara la Puerta del Sol vimos que estaba de bote enbote llena de gente. Aquel hueco abierto en el

apelmazado caserío de Madrid es el corazón dela antigua villa, y a él afluye con precipitadacongestión la sangre toda en sus ratos de cólera,de alegría o de miedo. La Puerta del Sol latíacon furia. Hombres y mujeres hablaban a la vezy a sus voces se unían actitudes y gestos ame-nazadores. La masa más inquieta, más hirvien-te, más loca y alborotadora estaba al pie de lacasa de Correos.

-Busquemos algún conocido que nos infor-me de lo que aquí ha pasado -dije metiéndomecon el Gran Capitán por lo menos apretado delgentío.

-Astavía no ha pasado nada -dijo un caballe-ro que envuelto en una capa se nos apareció, yen quien al punto reconocí al Sr. de Majoma-.Astora nada; pero... ya verán.

-¿Qué pide esa gente?

-¿Qué ha de pedir? Armas y cartuchos.

-Ya están repartidos todos los que hay.

-¡A mí con esas! -exclamó el apreciable suje-to-. Ya estamos de traidores hasta el gañote.¡Pillos lairones! Si no les espachamos nos van aentregar a los franceses. ¡Perros gabachos! Lesconozco bien y se la tengo sentenciada, sí señor;y el que diga que no son traidores, que se veaconmigo, porque yo soy más español que San-tiago y más patriota que Fernando VII.

-Pero desde hace tiempo se sabe que la plazatenía muy pocas armas, y en cuanto a los cartu-chos, todos los que había y los fabricados enesta semana, se han repartido ya. El Sr. de Ma-ñara ha estado ocho días ocupado en dirigir lafábrica de cartuchos y ayer tarde repartió mu-chos miles en el Ave-María y en la Comadre.

-¡No me lo nombres! -exclamó Majoma afec-tando una indignación que más tenía de cómicaque de trágica-. Ahí tienes al traidor más queJudas, al gabachón más que Copas... Gabriel,

¿eres tú traidor también? ¿Estás vendido a losfranceses, como ese regidorcillo hambrón? Di-me que sí y verás... mia tú... aquí mismo tepongo en pipitoria con esto que traigo debajode la capa.

-¿La navajita? Guarda tu coraje para mejorocasión, Majomilla -le respondí-. Me parece queestás borracho.

-¿Borracho yo? Si no lo he probao, chico...Esta mañana me convidó el Sr. de Santorcaz abeber unas copas, y... por esta que no bebí másque dos azumbres... ¿qué hacer sin la calorcillaen el estómago?... Pero di, ¿eres tú traidor? Dique no, porque te rajo... pues yo (y se dabafuertes golpes en el pecho) tengo un corazóncomo un bronce, y soy más valiente que el Cizy nadie me tosa, si no quiere ver quién es Ma-joma.

Y sin oír más, nos apartamos del insignevarón.

-Esto no me gusta -dijo Fernández-, y me pa-rece que si la alta empresa que entre manostraemos no sale tan bien como debiera, consis-tirá en esta inmunda canalla motinesca, díscolay bullanguera, que en circunstancias tan críticasse vuelve contra sus jefes. Gabriel, de buenagana te digo que si nuestro D. Tomás de Morlanos mandase cerrar contra esta gentuza, la me-teríamos en un puño prontamente. Y has desaber que estos perdularios chillones, más sir-ven de estorbo que de ayuda en la defensa, yverás cómo son ellos los primeros que se rin-den.

Miramos al balcón de la casa de Correos yvimos que en él aparecía un hombre alto, mo-reno, hosco, vestido de uniforme; le vimos ac-cionar hablando a la multitud; pero no pudi-mos oír sus palabras, porque la femenil chilleríade abajo habría impedido oír tiros de cañón,que no digo humanas voces. Después aquelmilitar, el cual no era otro que D. Tomás de

Morla, encogíase de hombros y cruzaba losbrazos. Este lenguaje le entendimos mejor, yevidentemente quería decir: «No hay nada delo que me pedís: se acabaron las armas y loscartuchos».

Pero la multitud se enfurecía con la negativay le silbaba, pidiendo con su omnipotente anto-jo y volubilidad que saliese Castelar, personajemás conocido que Morla. Salió el marqués deCastelar, habló sin poder apaciguar a sus admi-radores, y repitiose el encogimiento de hom-bros y el gesto desconsolador. Aquí de los sil-bidos, de los gritos, de las amenazas: poco des-pués el pueblo empezó a arremolinarse y a cu-lebrear como dragón de mil colas que se dispo-ne a emprender movimiento; y vimos que mu-chos se desparramaban por la calle Mayor yque otros subían hacia Santa Cruz.

-Vamos allá a ver en qué para esto -dijo D.Santiago apoyándose en mi brazo y siguiendoel general torrente-. Estos majaderos primero

dejarán de existir que de hacer alguna atroci-dad. ¿Por qué piden armas, si con las que hayrepartidas basta y sobra? ¿A qué piden cartu-chos, si no hay cartucho que mate más france-ses que el entusiasmo español, ni mejor pólvoraque nuestra indignación?

-Todo eso es verdad, Sr. D. Santiago -repuse-; pero no habría sido malo que la Junta Centralo el Consejo, en vez de ocuparse en discutir susrivalidades, hubiera depositado en Madridunos cuantos barriles de indignación, de esaque se hace con salitre, carbón y azufre, que laotra sin esta de poco sirve. Pero aquí no hahabido previsión, ni iniciativa, ni actividad, nieminentes cabezas que dirijan, sino que la de-fensa ha quedado a merced de la voluntad, dela invención y del buen sentido del pueblo, Sr.D. Santiago; y no llamo pueblo a esa miserableturba gritona que de nada sirve, sino a todosnosotros, altos y bajos, grandes y chicos... ¿Peroquién es aquel que corre? Es el insigne patriota

a quien llaman Pujitos. ¡Eh... Sr. de Pujitos,lléguese acá y díganos lo que ocurre!

-Ahora va la gente hacia la calle de la Mag-dalena -contestó-, donde vive el regidor Maña-ra. Esta mañana estuvimos allí: salió al balcón ynos dijo que los miles de cartuchos que ha fa-bricado los entregó ya, y que no hay máspólvora. ¿Van Vds. hacia el Avapiés? Por alláhay gran alboroto, y dicen que Mañara es untraidor, y que acá y allá.

-¿Y Vd. qué piensa de Mañara?

-Mañara es hombre cabal, porque lo igo yo -afirmó Pujitos en tono misterioso-. Los traido-res son otros y andan por ahí revolviendo lagente y armando estas tramoyas. Gabriel,acuérdate de lo dicho. Los que más chillan sonlos piores: pero yo ando con mucho ojo, porqueasí me lo ha mandado el jefe, y como les eche lamano encima, verán quién es Pujitos.

Siguió a toda prisa hacia la Puerta del Sol, ynosotros atravesando la plaza Mayor, entramosen la calle de Toledo, arteria de toda la circula-ción manolesca, centro de las chulerías, metró-poli de las gracias, bazar de las bullangas, cáte-dra de picardías y teatro de todas las barraba-sadas madrileñas.

-XV-Pasando luego a la calle de Embajadores

oímos de nuevo que hacia el Avapiés habíagran marejada, por lo cual atravesando por losAbades hacia el Mesón de Paredes, nos fuimosa presenciar el tumulto, que no era flojo, segúnel rumor de voces que desde lejos se oía. Enefecto, habíase armado un zipizape que déjelousted estar.

De manos a boca tropezamos con el tío Ma-no de Mortero, que se llegó a nosotros dicien-do:

-¡Cómo nos engañan, Gabriel! ¡Quién lo hab-ía de decir en un caballero tan bueno como elSr. de Mañara!

-¿Pero es traidor el Sr. de Mañara? Vamos,tío Mano. ¿Vd. también? Vd. que es una perso-na de tantísimo talento...

-Es verdad, niño de mi alma; ¿pero quéquieres tú? Lo dicen por ahí. A mí no me cons-ta; pero al son que me tocan, bailo. Pues dicenque hay traidores, ¡abajo los traidores!

-¿Y qué dicen de Mañara?

-Que tiene arreglado con los franceses el en-tregarle la puerta de Toledo.

-¿Y cómo lo saben?

-¡Qué sé yo! Pero cuando el río suena agualleva. Yo no he de ser menos que los demás, ypues hay traidores,¡abajo los traidores!

-¿Y la Zaina?

-¿Pues no la oyes? Si es la que más grita enmedio de la plaza ¡Santa Virgen! ¡Y no está po-co furiosa esa leoncilla! Ahora se ha vuelto lapatriota más patriota de todo Madrid. ¡Ay miDios, qué nacionala tengo a mi niña!

De rato en rato aumentaba el gentío en laplazuela del Avapiés, y los hombres de malafacha unidos a las mujeres más desenvueltas delos cercanos barrios, menudeaban sus gritos yvociferaciones de tal modo, que ninguna per-sona honrada podría ante tal espectáculo per-manecer tranquila.

-Acerquémonos -me dijo Fernández-. Yo contodo mi corazón te aseguro que si Su Majestady en su real nombre la sala de Alcaldes de Casay Corte, me mandase despejar este sitio, lo har-ía de mil amores con dos lanzazos o sablazos,que para el caso lo mismo daría.

-Guárdese Vd. de decir en alta voz tales co-sas, y acerquémonos a aquel grupito de damas.

La Primorosa salió del grupo.

-Eh... Primorosa, ¿qué traes por aquí? -lepregunté.

-¡Cachiporros! -exclamó la harpía alzandolos brazos, cerrando los puños, y dirigiéndose aalgunos hombres que la rodeaban-. ¿Pa quéestáis aquí? ¿No vos quieren dar cartuchos?Pues iz ca el regidor y sacárselos de las asaúras.¡Él los tiene escondíos! Él los tiene enterraos enpaquetes pa dárselos a los franceses.

Entonces la Zaina abriéndose paso presento-se en el centro del corrillo formado en torno a laPrimorosa. Estaba la hermosa verdulera amora-tada y ronca, con los ojos encendidos, las ropashechas pedazos, y con tan fiera expresión retra-tada en su semblante y en toda su persona, quecausaba espanto. En el momento de presentar-

se, traía un cartucho entre los dedos, y lo mord-ía y derramaba en la palma de la mano lo quedebía ser pólvora y resultaba ser arena.

-¡De arena! Los cartuchos están llenos dearena -exclamó la muchacha, mostrando a to-dos aquel objeto.

Y al mismo tiempo los hombres allí presen-tes sacaban de sus sacos otros cartuchos, losmordían, y en efecto, en todos o en casi todosaparecía arena.

-¡Ese traidor nos ha dado cartuchos de are-na!

La terrible voz cundió por la plaza. Allí cercahabía un retén de guardia de voluntarios. Saca-ron el depósito de cartuchos, mordíanlos, y porcada dos o tres con pólvora había uno con are-na. Esto lo vimos el Gran Capitán y yo, y ambosnos quedamos mudos de indignación.

-Pues indudablemente ha habido traición -dije yo.

-¡Poner arena en los cartuchos! ¡Qué alevos-ía! Esto es entregar la patria villanamente alextranjero.

-El que tal ha hecho -exclamé no ocultandomi rabia-, es un miserable que debe ser castiga-do.

Gabriel, no lo creí -vociferó mi amigo, de-rramando lágrimas de coraje-; no creí quehubiera españoles capaces de semejante vileza.No, el que tal ha hecho no es español.

Y los dos casi sin darnos cuenta de ello,hicimos coro con la rabiosa multitud, gritando:¡Mueran los traidores!

-¡Ese Mañara, ese ladrón! -gritaron a nuestrolado.

-¡Él ha sido! ¡Mueran los traidores y vivaFernando VII!

¡De arena! ¡Los cartuchos de arena! Esta fu-nesta frase corrió por todo Madrid más rápi-damente que si la llevara la electricidad. Enmuchas partes, que no en todas, pudo confir-marse la verdad de la afirmación; pero la ira erageneral, y el que había puesto arena en los car-tuchos fue condenado a muerte por la indigna-ción popular. Mi amigo y yo observamos que lamultitud corría en todas direcciones; pero losmás iban hacia la Merced. Desapareció de nues-tra vista la Pelumbres, el tío Mano, y desapare-ció también la Zaina. Corrimos por la calle deJesús y María, y al llegar a la de la Magdalena,la vimos completamente llena de gente: todo elvecindario estaba en los balcones, y un clamorinmenso llenaba la vasta longitud de la calle.

Hacia el centro de ella existía entonces, yexiste aún, una casa suntuosa, pero de bastarday ridícula arquitectura, por haber puesto en ella

su mano D. Pedro de Ribera, autor de la facha-da del Hospicio. A aquella casa histórica, resi-dencia antes y también hoy de una respetabilí-sima familia, por mil títulos merecedora de laestimación pública, se dirigían las amenazas dela muchedumbre, borracha de ira. Todosquerían entrar; pero las puertas estaban cerra-das. Este obstáculo no tardó en desaparecer, yterribles hachazos hicieron temblar las labradasmaderas de la puerta señorial, protegida por elancho escudo que en esculpidos emblemas re-presentaba hazañas y virtudes de otros tiem-pos. Mas ¿quién reparaba en esto? El pueblo,que ya había pisoteado en Aranjuez la real co-rona, no vacilaba en pasar por sobre la de unnoble.

Hicieron, pues, pedazos la puerta, y el pue-blo entró desbordándose e invadiendo el pala-cio, como un río que rompe los diques que du-rante siglos le han contenido y se extiende porel llano con ímpetu destructor. Entraron todos,

los que iban con algún objeto y los que no ibanmás que a gritar. No debía, pues, hacerse espe-rar mucho la satisfacción de la popular furia, ybien pronto nos quedamos helados de terror,oyendo decir: «Le han matado, ya le han mata-do».

¡Pobre y desgraciado Mañara! Ayer ídolo,ayer amigo, ayer compañero de la vil plebe,cuyo traje y costumbre, y hablar y modos imi-taba, hoy inmolado por ella con barbarie inau-dita, con esa cruel presteza que ella emplea ¡lainfame furia! en todas sus cosas.

Pero lo espantoso, lo abominable, y más queabominable vergonzoso para la especie huma-na, fue lo que ocurrió después. La plebe tieneun sistema especial para celebrar las exequiasde sus víctimas, y consiste en echarles unacuerda al cuello y arrastrarlas después por lascalles, paseando su obra criminal, sin duda pa-ra presentarse a los piadosos ojos en la plenitudde su execrable fealdad. Esto pasó con el cadá-

ver del infeliz regidor, a quien conocimosamante de Lesbia, amante de la Zaina, amantede todas, pues no hubo otro que como él prodi-gara su hermosa persona en altas y bajas aven-turas; esto pasó con el cadáver del infeliz aquien llamo D. Juan de Mañara, no porque estefuera su nombre, sino porque me cuadra desig-narle así, para no andar trayendo y llevando lostítulos de respetables casas, por los altibajos deesta puntual historia. Pero apartemos los ojos,no miremos, no, ese despojo sangriento que porla calle de la Magdalena, y después por la delAvapiés abajo, arrastran en inmunda esteraunos cuantos monstruos, hombres y mujerestan sólo en la apariencia: cerremos los oídos asus infames gritos, y sobre todo no miremos esedestrozado cuerpo, aún caliente, a quien laspuñaladas, los golpes, el frecuente tropezar vanquitando la figura humana, haciendo un jirónlastimoso de lo que fue, de lo que era pocosminutos antes hombre gallardo y gentil, y loque es más digno de consideración, hombre

dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvajebacanal, ese río de sangre y de infamia y decrimen, meditemos sobre las mudanzas mun-danas, y especialmente sobre las cosas popula-res, las más dignas de meditación y estudio.

¿Era Mañara autor de la traición indudabledescubierta en los cartuchos de arena? Históri-ca, no hija de nuestra invención, es la personade Mañara; histórica es también su vida licen-ciosa, sus hábitos manolescos, sus aventuras ytrato con la gente de los barrios bajos; históricaes también la Zaina, y tan históricos como lajura en Santa Gadea y el compromiso de Caspe,son sus amores con el regidor, su abandono,sus celos, su despecho, su ira, su sed de ven-ganza y el descubrimiento, fatalmente hechopor ella, de los cartuchos de arena. Para sabertodo esto basta leer media página de la historiamejor y más conocida que sobre aquellos tiem-pos se ha escrito. Pero ni en este eminente libro,ni en otro alguno, ni en boca de ningún viejo

oiréis razones para contestar categóricamente ala pregunta que antes hice. ¿Fue Mañara trai-dor? ¿Intervino él en la obra criminal de loscartuchos de arena?

Os diré francamente que yo tampoco lo sé;pero debo advertiros que nunca tuve a aqueldesgraciado por capaz de acción tan fea. Maña-ra pecaba de libertino, de ligero, de vano y másque nada de enamorado. Jamás se distinguió enotras maldades que en las del amor, por ciertobien perdonables. Le conocí alevoso y traidoren cuestiones de faldas; pero no supe nuncaque en asuntos graves faltara a las leyes delhonor. Con estos antecedentes casi puede ase-gurarse que no fue Mañara autor de la super-chería de los cartuchos. ¿Pues quién lo fue en-tonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición,ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿Nohabéis observado que todos los movimientospopulares llevan en su seno un germen de trai-ción, cuyo misterioso origen jamás se descubre?

En todo aquello que hace la plebe por sí y de supropio brutal instinto llevada, se ve tras la apa-riencia de la pasión un tejido de alevosías, demenguados intereses o de criminales engaños;pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos deesta tela escondida en cuyas mallas quedanenredados y cogidos mil bárbaros incautos.

¿Quién hizo correr la voz de la traición deMañara? ¿Fue todo obra deliberada de la Zai-na? La historia dice que sí; pero yo creo haberoído tachar de sospechoso al pobre regidor enparajes muy distantes de la calle de la Pasión.Sin duda el frecuente roce con la plebe habíadesconceptuado mucho a D. Juan en la opiniónde sus iguales. Carecía en absoluto de respeta-bilidad, y el que la pierde entre los de arribaqueriendo sustituirla con bajas amistades, queson siempre inconstantes, está expuesto a per-derlo todo en un momento, y a que cualquierchispa fugaz incendie de improviso la fábrica

de una reputación que no se funda en nadasólido.

Mañara había adulado a la plebe imitándola.Con este animal no se juega. Es como el toroque tanto divierte, y de quien tantos se burlan;pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace alas mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favori-to de los reyes, y ahora hemos visto caer a Ma-ñara, favorito del pueblo. Todas las privanzasque no tienen por fundamento el mérito o lavirtud suelen acabar lo mismo. Pero nada haymás repugnante que la justicia popular, la cualtiene sobre sí el anatema de no acertar nunca,pues toda ella se funda en lo que llamaba Cer-vantes el vano discurso del vulgo, siempre engaña-do.

-Pero vámonos de aquí -dije a mi amigo-.¿No oye Vd. lo que dicen esos que pasan? Di-cen que los franceses han aparecido por Fuen-carral.

-Vamos, vamos a cumplir con nuestro deber-repuso el Gran Capitán, siguiéndome por lacalle de las Urosas-. Pero me temo que lo quedebía ser gloriosísima jornada, va a ser cual-quier cosa, gracias a esa vil gentualla. La trai-ción mina la plaza. Eso de los cartuchos de are-na me ha puesto triste y el miserable canallaque tal hizo merece mil muertes.

Madrid, después de inmolado Mañara, con-tinuaba inquieto, como presagiando grandesmales, mientras los frailes agonizantes arranca-ban de manos del pueblo el cadáver informe.La noticia de que los franceses estaban a laspuertas de la villa, lo hizo, sin embargo, olvidartodo, y corría la gente azorada y medrosa, cre-yendo ver asomar al volver de una esquina lafigura característica del azote de Europa.

-XVI-El cuerpo de voluntarios a que yo pertenecía

fue destinado a defender la puerta de los Pozos(la misma que después se llamó de Bilbao alextremo de la calle de Fuencarral), y el inme-diato jardín de Bringas. Consistía su fortifica-ción en un foso no muy profundo en un granespaldón de tierra y piedras, a toda prisa levan-tado, y en seis cañones de a 6. La tapia que notenía facha de inexpugnable, como recordaránlos que han alcanzado alguno de sus heroicostrozos, había sido aspillerada en toda su exten-sión. Iguales poco más o menos, eran las fortifi-caciones de las vecinas puertas de Santa Bárba-ra y Fuencarral. El sitio donde se habían levan-tado obras más considerables era la puerta deRecoletos, monumento que ha durado hastaayer y que no necesito designar topográfica-mente, con su costanilla de la Veterinaria ni suconvento de Agustinos, porque los mozuelosbarbilampiños los han conocido. Pero volva-

mos a los Pozos, puerta destinada a ser teatrode nuestro heroísmo, y empecemos diciendoque en la noche del 1.º de Diciembre nos situa-mos allá, tan convencidos de que íbamos a seratacados que estuvimos largas horas sobre lasarmas, dispuestos a vender caras nuestras vi-das.

La fuerza se componía de estos elementos:unos sesenta soldados, que aunque no todosartilleros, hacían de tales por necesidad impres-cindible; cuatro compañías de voluntarios anti-guos, con los cuales mezclábase un númeroirregular de conscriptos, y como ochenta hom-bres de la milicia honrada, a quien mandaba oquería mandar el Gran Capitán, no sé si con eltítulo de sargento, coronel o general, pues cual-quiera de estos grados le cuadraría. Los solda-dos estaban fríos y con poco ánimo; los volun-tarios inflamados en patriotismo y llenos deilusiones; pero tan inexpertos, que no daban piecon bola, como vulgarmente se dice, a pesar de

estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente loshonrados no cabían en sí de entusiasmo, no obs-tante ser todos ellos personas de paz, y teneralgunos buena carga de años a la espalda, espe-cialmente los de la compañía, o mejor, los delgrupito en que alzaba el gallo D. Santiago, cuyahueste se componía de respetables porteros ycriados de la oficina de Cuenta y Razón.

En cuanto a jefes, debo decir que allí noexistían en todo el rigor de la palabra, pues sibien entre la tropa había oficiales valientes yentendidos, no sabían o no querían hacerseobedecer de los paisanos, resultando de estadesconformidad que allí cada cual hacía lo quele daba la gana y según su propia inspiración; yaunque mi amigo tenía pretensiones de impo-ner su autoridad, esto no pasó nunca de unconato de dictadura que más se inclinaba a locómico que a lo trágico.

En cambio reinaba gran fraternidad, y cuan-do avanzada la noche tuvimos la certeza de que

no había tales franceses por los alrededores,nos reunimos en el jardín de Bringas, y encen-dida una gran hoguera, celebramos agradabletertulia, donde se habló de temas patrióticoscon la verbosidad, facundia y exageración pro-pia de españolas lenguas. Cuál encomiaba ladefensa de Zaragoza; cuál ponía la defensa deValencia contra Moncey por cima de todos loshechos de armas antiguos y modernos; quiéndecía que nada podía igualarse a lo del Bruch;quién encomió hasta las nubes la vuelta de lastropas de la Romana; y por último, no faltó unoque, sin quitar su mérito a estas gloriosas ac-ciones, pusiera sobre los cuernos de la lunacierta campaña famosa de Portugal en 1762.

Disipado todo temor, muchas mujeres fue-ron a visitarnos, y entre ellas no faltó doñaGregoria, ni doña Melchora con las niñas, nitampoco la señora de Cuervatón, pues ha desaberse que su marido formaba en las filas delos honrados. Para que no se crea que todos

éramos gente de poco más o menos, añadiréque algunas altísimas damas fueron a visitar asus hijos, hermanos o maridos, que allí se an-daban mano a mano con nosotros, o como vo-luntarios o como sorteados.

Cenamos, bebimos, cantamos, hablamos, ypor último, a todos nos vino el deseo de llevaradelante alguna hazaña aquella misma noche.El primero que emitió la idea fue D. Santiago yal punto se la aceptó con alborozo, determi-nando hacer una exploración camino arribahasta Fuencarral, por ver si realmente estabanlos franceses tan cerca como se creía. A todaprisa se preparó la salida, y a eso de las dos dela madrugada nos pusimos en marcha unosdoscientos hombres, en buen orden, y manda-dos por un coronel de ejército.

-¡Qué bueno fuera -me decía Fernández-,que ahora tropezáramos con una avanzadaenemiga y la derrotáramos en un abrir y cerrar

de ojos, volviendo a Madrid con unos cuantosmiles de prisioneros!

-Todo podría ser, amigo mío -le respondí-,que para la voluntad de Dios no hay nada im-posible.

-Más gracioso aún sería -prosiguió- que elbergante del Emperador se anduviera pasean-do por ahí, mirando desde lejos la gran ciudadque aspira a ganar, y le sorprendiéramos desopetón, echándole mano para llevarle a Ma-drid sobre un asno foncarralero.

-También es posible -repuse-, y pongamosque ese señor se haya aburrido de estar en sucampamento, y tomando una escopeta, a pesarde la oscuridad de la noche, se venga con unpar de generales y un par de perros por esostrigos a levantar y correr perdices; que todoslos monarcas suelen ser cazadores.

-Eso no me parece verosímil -dijo-; pero bienpodría suceder que ese hombre, conociendoque no puede vencernos por la fuerza, intentedar al traste por la astucia con nuestro poderío,y se disfrace con el traje de un payo huevero deAlcobendas, para acercarse a nuestras formida-bles fortificaciones y estudiarlas cómodamente.

Con estos y otros coloquios rebasamos másallá de la venta, situada en lo que hoy se llamaCuatro Caminos, sin hallar alma viviente nisentir rumor alguno; pero cuando estábamoscerca del camino que a mano derecha conducea Chamartín, percibimos un ruido lejano que atodos nos dejó suspensos, pues no parecía sinoque temblaba la tierra al galopar de millares decaballos.

-¡Es una avanzada de caballería! -gritó nues-tro coronel-. Retirémonos.

-¿Qué es eso de retirarse? -gritó con enojo elGran Capitán-. ¿Somos españoles o qué somos?

-No tenemos más que cuatro caballos -le dijoel jefe-. Si nos dan una carga, ¿qué va a ser denosotros?

-¡Qué cargas ni cargas! ¡Buenos son ellos pa-ra meterse en cargamentos! Ea, muchachos, elque quiera seguirme que me siga; yo voy ade-lante.

Los muchachos, cuyo patriotismo invocabaFernández, eran seis o siete vejestorios como él,compañeros en la portería y servicio interior delas oficinas de Cuenta y Razón. Pero aquellosvalientísimos militares, más duchos en el mane-jo de la escoba que en el de otra arma alguna,profesaban aquel principio tan sabio como fa-moso, de que una retirada a tiempo es una granvictoria, y todos a una manifestaron al GranCapitán que no le seguirían en tan temerariaempresa, pues hazañas sin cuento podrían rea-lizar tras las fortificaciones.

El escuadrón francés avanzaba, a juzgar porel acrecentamiento del ruido, pero no veíamoscosa alguna. Se dio orden de retirada, y parahacerla más a salvo, nos desviamos del camino,escurriéndonos por una hondonada que caíahacia la dehesa de Amaniel. D. Santiago renun-ció a regaña dientes a los peligros de una luchacon los dragones que a toda prisa avanzaban, yme decía:

-Pensar que de esta manera hemos de ven-cer, es una necedad. En la guerra ha de fiarsetodo a lo imprevisto, a la sorpresa y a los golpesde mano. ¿Qué nos costaba esperar esos caba-llos, sorprenderlos, matar a los jinetes y entraren Madrid caballeros los que salieron peones?

En esto vimos un bulto, un hombre, que sa-liendo precipitadamente de detrás de unos teja-res, corrió hacia la carretera, al parecer huyen-do de nosotros.

-¡Eh! ¡Un hombre! ¡Un espía!... ¡Quién vive! -gritamos, corriendo algunos en su persecución.

Detúvose el hombre ante nosotros con mues-tras de tener mucho miedo, y entonces adver-timos que su traje era el de un paleto, con an-cho sombrero y una manta por capa. Cuandonos llegábamos a él, pareció vacilante e indeci-so; pero al fin oyéndonos hablar, abalanzosehacia nosotros, diciendo:

-¡Ah! Sois españoles. Gracias a Dios: ya mehe salvado.

Acabando de decir esto, cayó de rodillas. Pe-ro en el mismo instante llegose a él con aireresuelto el Gran Capitán, y poniéndole en elpecho la boca de un fusil, exclamó con voz exal-tada y furiosa:

-Dese a prisión Vuestra Majestad Imperial yReal. Bien lo decía yo; pero a mí no me la daVd.... digo, Vuestra Majestad; que soy perro

viejo, y harto se ve que disfrazado con traje depaleto, se acerca Vuestra Majestad Imperial anuestra gran plaza para estudiar las fortifica-ciones.

-Hombre de Dios -dijo el payo-, Vd. es loco,o me toma por el emperador Napoleón.

-¡Por quién le he de tomar, hermano! A míno se me engaña con palabritas. Es VuestraMajestad mi prisionero, y no le he de soltaraunque me dé siete condados. ¡Viva España yviva Fernando VII!

Todos los circunstantes nos reímos, lo cualdesconcertó a D. Santiago, y al punto el prisio-nero dijo levantándose:

-Yo, señores, soy oficial del ejército de D.Benito San Juan, y he asistido al desastre másfunesto de esta campaña. Perdí en la acción deSomosierra a mi padre y a dos hermanos, yvengo huyendo de las guerrillas francesas que

persiguen a los dispersos. Tuve que disfrazar-me en Roblegordo para evitar que me cogieran,y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quierenque les diga más, denme algo que me sustente,pues con dos días de no probar bocado, estoycayéndome muerto por instantes.

Un compañero nuestro le dio a beber un tra-go de aguardiente, con lo cual tomó fuerzas ypudo seguirnos, reanimado también moral-mente por verse en nuestra compañía. El GranCapitán, corrido y confuso, marchaba silencio-samente a su lado, pero no las tenía todas con-sigo, y todo se volvía mirarle y remirarle, sos-pechando que si no el mismo Emperador, pod-ía ser algún generalazo o cualquier archi-pámpano de la corte imperial.

-Con ser tantas mis personales desdichas-dijo el desconocido-, pues en el campo de bata-lla quedaron mis dos hermanos y mi buen pa-dre (que somos de un antiguo solar de tierra deSepúlveda), todavía abruma mi ánimo más que

nada la catástrofe nacional de que he sido testi-go. Nosotros acudimos a tomar las armas endefensa de la patria. Felices mil veces los quemurieron por tan santo objeto, y mal hayan losque quedamos para contar tan gran desventu-ra. ¿Se sabe ya en Madrid la derrota de SanJuan? ¿Cómo se cuenta? ¿Qué se dice? Se nostachará de medrosos o cobardes. ¡Oh, señores!Yo no creo que sea posible llevar más adelanteel heroísmo. Nuestros soldados se han condu-cido con bravura portentosa, y si no vencieron,fue porque la superioridad de los enemigos ysu mucho número lo han hecho imposible.

-Eso será lo que tase un sastre -dijo el GranCapitán-. ¿Por dónde anda ahora San Juan?Porque yo entiendo que fingió retirarse paraatacar después en mejor posición.

-¡Qué ha de fingir, hombre, qué ha de fingir!-repuso el oficial-. San Juan, si es que vive, an-dará fugitivo como yo, y sin un solo soldado.

-Eso no puede ser, caballero. ¿Cómo se en-tiende? Si eso fuera cierto, señor mío, significar-ía ni más ni menos una especie de derrota.

-Pues ya lo creo. Pero les contaré punto porpunto. San Juan tomó buenas posiciones en elpaso de Somosierra y puso una vanguardia enSepúlveda. Atacaron esta los franceses anteayerde madrugada; mas no pudieron romper sulínea y tuvieron que retirarse.

-¿Los franceses? bien -dijo el Gran Capitán-.Pues si se retiraron, ¿cómo se entiende nuestraderrota?

-Paciencia, señor mío, paciencia. Sepa ustedque sin aparente motivo, aunque es fácil com-prender que ha habido algo de traición, la van-guardia de Sepúlveda, a pesar de quedar victo-riosa, se retiró a Segovia. Avanzaron los france-ses, y nos atacaron en nuestras posiciones deSomosierra. Nosotros no teníamos fuerzas bas-tantes para defender el paso, y mucho menos

después de la defección, o no sé cómo llamarlo,de la vanguardia. Sin embargo, nos resistimostoda la mañana de ayer, aglomerando nuestragente en el camino, y sin disponer de fuerzasligeras que flanquearan las alturas. Los france-ses que traen muchos soldados y cuerpos detodas clases, dispusieron guerrillas de cazado-res que en un instante tomaron las alturas, ycon un cuerpo de caballería polaca nos carga-ron en la carretera de un modo espantoso. Nopuede formarse idea de aquel ataque sinoviéndolo. Escuadrones enteros se estrellabancontra nuestra batería y centenares de jinetescaían despeñados a los abismos que costean elcamino; pero sus recursos son inmensos; trasun escuadrón inútilmente sacrificado, lanzabanotro y otro, sin que se les importara ver moriroficiales a centenares y generales por docenas.Con este ataque incesante combinaban el fuegode las tropas ligeras, desparramadas por losaltos, y al fin sucumbimos al número, que no alvalor. Los franceses se abrieron paso a costa de

inmensas pérdidas, y luego persiguieron a losrestos de nuestras tropas con tanto encarniza-miento, que dudo que hayan podido sobrevivirmuchos. La mayor parte, pereciendo en aque-llas fragosidades, han cumplido con su deber,que era defenderlas mientras tuvieran cuerpovivo en que recibir una bala. No fue posiblemás, porque más habría sido hacer milagros, yestos sólo Dios los hace.

Calló el oficial, y todos los que le oíamosestábamos tan apesadumbrados y tristes con surelato, que nada le contestamos. Tampoco élhabló más, y así silenciosos y taciturnos llega-mos a Madrid y a nuestra puerta de Los Pozos,donde el desgraciado tránsfuga halló unahoguera en que calentarse, y un bocado conque reanimar sus fuerzas. Todos le prodigabansolícitos cuidados, menos D. Santiago Fernán-dez, el cual no podía desechar cierta comezón ydesasosiego.

-Gabriel -me dijo, llevándome aparte-. Noinsisto por no parecer pesado; pero digan loque quieran los demás, ese hombre que hemosencontrado no me gusta, y quiera Dios no ten-gamos que sentir; porque yo sé, y tú sabraslotambién, que en las guerras es muy común esode disfrazarse para visitar el campo enemigo yexaminar a mansalva las fortificaciones, asícomo también es cosa corriente sobornar aalgún infeliz para que fingiéndose amigo pene-tre en la plaza y haga circular noticias falsasque desalienten a los sitiados.

-XVII-Amaneció el 2 de Diciembre, y a favor de las

primeras luces del día se distinguieron fuertescolumnas de caballería francesa en los cerrosdel Norte. Ya estaban allí, y no eran pocos cier-tamente. Aquella mañana fue muy alegre paranosotros, porque sin motivo alguno que lo jus-

tificara, nos sentíamos tan animados, que nonos cambiáramos por los sitiadores. El peligrohabía acallado por el momento todas las dis-cordias, y nuestro patriotismo nos achicaba lascircunstancias desfavorables, aumentando con-siderablemente las ventajosas. Todo se volvía agritar, dando vivas y mueras, pues nada cuestatriunfar de este modo con las fáciles armas dela lengua.

Nos desayunamos muy contentos con lo quelas mujeres del barrio, altas y bajas, bonitas yfeas nos traían en repletas cestas. También fuecon la suya doña Gregoria, mas del contenidode ella no probó bocado D. Santiago, porque,según decía, en los momentos supremos nodebe embrutecerse el cuerpo con viciosos rega-los.

Lejos de asentir a la más mínima concupis-cencia del paladar, increpó D. Santiago a losglotones, y luego, pasando revista a sus com-pañeros, que todos desiguales en estatura, ar-

mamento y vestido, no tenían más uniformidadque la de su vejez, ni otro aspecto respetableque el de sus canas, les arengó así:

-Muchachos, acordaos de que todos soisunos buenos chicos, y de que todos os habéiscubierto de gloria en los reales ejércitos. Hallegado la ocasión suprema, y desde el momen-to en que se presenta a las puertas de Madridese monstruo infame, ya no pertenecéis a vues-tros hogares, ya no pertenecéis a la oficina deCuenta y Razón, ya no pertenecéis sino a lapatria. Compañeros: todos sois hombres expe-rimentados; no como estos mocosos rapazuelosque no saben coger un fusil. ¡Ya se ve! ¡Cuándolas han visto ellos más gordas! Y basta de ser-mones, que ahora obras y no palabras, y másvale una buena puntería que cien discursos;conque, compañeros, ¡viva Fernando VII! ysepan que los estima su amigo y seguro servi-dor Santiago Fernández.

Esta alocución del veterano hizo reír a mu-chos de sus amigos, y casi, casi... si no fuera portemor a denigrar la memoria de varón tan in-signe, diría que la recibieron con chistes, jácarasy todas las zandunguerías que son propias delos españoles aun en apretadas ocasiones de lavida; pero Fernández, sin hacer caso de bromas,seguía tomando enérgicas disposiciones. Quisotambién meter su cucharada en la artillería,echándoselas de gran balístico; pero le manda-ron que fuera a rezar el rosario, cuyo insulto leexasperó de tal manera, que, a no reparar enconsideraciones patrióticas de gran peso,habríale abierto en dos tajadas la cabeza al des-comedido y grosero que tal dijo.

En confianza revelaré a mis lectores que eldeslenguado y procaz que de tal modo prohi-bió a nuestro Gran Capitán que se acercase alos cañones, fue el insigne Pujitos, flor y espejode los entremetidos, personaje de todas las oca-siones y de todos los sitios, a quien la suerte

nos deparó también por compañero en aquellagran jornada.

A eso de las doce nos visitó el capitán gene-ral con D. Tomás de Morla, y aunque los victo-reamos hasta quedar roncos, no me pareció queestaban ellos muy satisfechos. Aún permanec-ían allí cuando distinguimos un gran tropel defranceses por la Mala de Francia abajo y flan-queando el camino. Era la avanzada del Cuerpode Bessieres que venía a intimarnos la rendi-ción. Cuando el parlamentario llegó a los Po-zos, poco faltó para que los más belicosos ytrapisondistas le despidieran a puntapiés; peroal fin fue recibido decorosamente, y se le con-testó que no nos daba gana de rendirnos.

-Como no sea por medio de artimañas, em-baucamientos o pérfidas tretas, semejantes aaquella del caballo de Troya, no nos rendire-mos -me dijo Fernández-. Mira qué cabizbajo seva el oficial a dar la infausta nueva a su Empe-rador. Me parece que veo a este pateando y

arrancándose los pelos de rabia al saber nuestrarespuesta.

Durante aquella tarde no volvieron parla-mentarios, ni se presentó fuerza alguna france-sa; pero a lo lejos distinguíamos el movimientode las columnas, tomando posiciones y estable-ciendo trincheras para la artillería, lo cual indi-caba que los franceses diferían la función parael día 3. Durante la noche el mariscal Ney hizootra intimación, pero fue hacia la parte de Reco-letos o puerta de Alcalá.

-¿Ves cómo no se atreven a volver acá, niquieren más cuentas con nosotros? -dijo el GranCapitán, cuando lo supo-; pero allá les habráncontestado lindezas. Ya se ve, comprendiendoque por las armas no pueden nada, ponen enjuego melosidades, agasajos y socaliñas. Perodurmamos, Gabriel, con toda tranquilidad,pues me parece que mañana 3 tampoco habránada, y sabe Dios si al ver el aparato de estas

intomables fortalezas, habrán decidido retirarsedel lado allá de la sierra.

No necesito decir que de todo en todo se en-gañaba mi optimista amigo, pues cuandodormíamos a pierna suelta en la huerta deBringas al calor de una hermosísima hoguera,nos despertaron unos tremendos cañonazosque retumbaban en todo Madrid con pavorosoruido.

-¡A las armas! -dijo Fernández-. Levántensetodos, y si cae una granada, arrojarse de barri-ga. Yo soy opinión es que hagamos una salidapara ver de ponerle las peras a cuarto a esos delos cañoncitos. Mirad, chicos, hacia Chamberíhay una batería.

Al punto nuestros artilleros, que eran mitadde línea y mitad paisanos, se dispusieron a ladefensa, y como dos de las piezas hicieran fue-go, no quisimos ser menos los infantes, y alláfue una descarga sin saber contra quién.

Densa niebla envolvía la tierra, y no se per-cibían los lejos, lo cual hizo que figurándonosnosotros tener enfrente un formidable ejército,disparásemos cañones y fusiles en ruidosísimasalva sin resultado alguno, pues los francesesno soñaban con atacar los Pozos, y las detona-ciones oídas eran las de la artillería que empe-zaba a embestir la puerta de Recoletos.

-Cese el fuego -dijo nuestro jefe-. No nos ata-can ni hay enemigos en la Mala de Francia.

-¿Pues cómo ha de haber? -dijo el Gran Ca-pitán dando fuerte patada en el suelo-, ¿cómoha de haber si han huido todos?

-No hay tal trinchera ni cosa que lo valga enChamberí. Los franceses están hacia la FuenteCastellana.

-A mí no me vengan con músicas -exclamóel Gran Capitán preparando su arma-. Favore-cidos de la niebla, esos miserables quieren en-

gañarnos. Haré fuego mientras me quede uncartucho.

Seguía disparando como si quisiera acribillarla espesa cortina de niebla, por cuyo insensatoacaloramiento pronto se quedó sin municiones.Y como continuaran oyéndose tiros de cañónhacia nuestra derecha, Fernández exclamaba,volviéndose a sus amigos:

-Van en retirada, valientes compañeros. Gra-cias a vuestro arrojo temerario, todo se acabaráfelizmente.

Por largo tiempo estuvimos quietos y mudosesperando con la mayor ansiedad a que de unavez se nos atacara; pero pasaban horas, y comono fuera D. Santiago, nadie veía enemigos en-frente, ni lejos ni cerca. Entre ocho y nueve elfuego de cañón y de fusilería arreció tanto porRecoletos que no dudamos era este sitio teatrode una vigorosa lucha; y al mismo tiempo comocomenzase a disiparse la niebla, vimos que ce-

saba poco a poco aquel desdeñoso abandono enque el Emperador nos tenía, porque corrían deOriente a Poniente algunas columnas con apa-riencia de tener en respeto a las cuatro puertasseptentrionales.

-Gracias a Dios -dijo Fernández-, que seatreven a atacarnos. Por detrás del parador delNorte me parece que avanza un cuerpo de arti-llería de batalla.

No tardaron en romper el fuego contra lastrincheras de los Pozos, y nuestros seis cañones,que ya rabiaban por tomar formalmente la pa-labra, contestaron con precisión; mas para quetodo fuera desastroso, mientras la bala rasa desus piezas nos deterioraba los espaldones,nuestros proyectiles, lanzados por la carreteraadelante o hacia la derecha, apenas llegabanhasta ellos: tan inferior era la artillería españolaen aquel trance. Entonces comenzó una lucha,que antes que lucha debería llamarse simula-cro, harto deslucida para nosotros, pues más

nos hubiera valido ser destrozados por el ene-migo que soportar tan cruel situación; y fue quelos franceses nos cañoneaban desde muy lejoscon sus piezas de superior calibre, y mientrasrecibíamos cada poco rato la visita de una balarasa o de una granada, a nosotros no nos eraposible hacerles daño alguno.

-Pero esos cobardes, canallas, ¿por qué no seacercan? -decía Fernández bufando de cólera-.Eso no es de caballeros, no señor; cañonearnossin piedad destruyendo los parapetos con tantotrabajo levantados, y ponerse en donde no al-canzan las balas de aquí; eso no es de gentehidalga, y bien dicen que Napoleón ha hechosiempre la guerra de mala fe.

-¡Malditos sean! -dijo el oficial que nos man-daba-. Esta era ocasión para hacer una salida, situviéramos un puñado de gente de la buenaque yo conozco.

-¿Pues y nosotros, pues y mis amigos, todosestos bravos muchachos de la compañía de hon-rados? -dijo el Gran Capitán dando un fuertegolpe en el suelo con la culata-. ¿Pues qué de-sean ellos, si no es salir para que esa canalla semarche de ahí o se ponga al alcance de nuestrosfuegos?

-Lo que es eso, buenos tontos serán si lohacen pudiendo foguearnos a pecho descubier-to.

-Saldremos, sí, saldremos -insistió mi amigo-. Muchachos, os conozco en la cara el ardorsublime y el generoso patriotismo que os in-flama. Rabiando estáis por cebaros en esa gen-tuza. ¿Salimos, señor coronel?

El coronel se rió con lástima y pena al ver labravura del anciano. Uno de los honrados, aquienes Fernández llamaba muchachos, aseguróque no podía dar un paso porque el reúma se loimpedía; otro dijo que el ruido de los cañona-

zos le habían vuelto completamente sordo, y untercero se tendió en el suelo de largo a largo,lamentándose de haber cogido una pulmoníapor razón del mucho frío y desabrigo en quetoda la noche estuvieran. Entre los demás hon-rados, había alguna gente fuerte y valerosa; perocasi todos los del grupito que rodeaba a D. San-tiago, se componía de unos Matusalenes tanmandados recoger, que daba compasión verles.Cuando algunas mujeres de Maravillas y delBarquillo vinieron tumultuosamente a los Po-zos y pidieron con gritos y chillidos que lesdieran las armas de los ancianos, yo creo que sehizo mal en no acceder a su petición, y aunquetodos ellos rechazaron indignados tan deshon-rosa propuesta, sospecho que alguno pedíainteriormente a la Virgen Santísima que logra-ran su objeto aquellas valientes semidiosas deSan Antón y de la Chispería.

La defensa de aquella posición continuó porespacio de más de una hora, sin más accidentes

que los que he referido. Hacíamos fuego decañón ineficazmente, y lo sufríamos de losfranceses sin poder causarles daño. Induda-blemente su intención era entretenernos, mien-tras se verificaba el ataque formal por Recole-tos; y seguros de su triunfo, no querían sacrifi-car hombres inútilmente, lanzándolos contraposiciones que al fin se habían de rendir. Cercade las diez, el que nos mandaba recibió avisode enviar a Recoletos la gente de infantería queno necesitase, y así lo hizo, tocándome a mímarchar entre los cien hombres destinados aaquella operación.

Por el camino, mientras atravesamos las ca-lles de San Opropio y de las Flores hasta llegara la plazuela de las Salesas, encontramos mu-cha gente que corría alarmadísima, dando aentender con sus gritos y agitación que la cosaiba mal. Extendiéndonos luego por la calle delos Reyes Alta, bajamos por la del Almirante ala ronda de Recoletos, donde reinaba gran con-

fusión. Fuerte cañoneo se oía por detrás de laVeterinaria, edificio que Vds. habrán conocidoen el solar de la comenzada Biblioteca, y tam-bién por detrás de los Hornos de Villanueva ydel Pósito, hacia la puerta de Alcalá. El conven-to de Recoletos estaba ocupado por tropa espa-ñola; pero en el momento en que nosotros lle-gamos casi toda la fuerza salía por ser más ne-cesaria fuera que dentro. En el principio delataque, la batería puesta detrás de la Veterina-ria rechazó con tanta energía el empuje de losfranceses, mandados en persona por el mismoEmperador, que este tuvo que retroceder a todaprisa.

Suprimid con la imaginación el barrio de Sa-lamanca y todos los jardines y palacios del cos-tado oriental de la Castellana: figuraos aquellacasi desnuda planicie poblada por numerosastropas francesas de todas armas, con dos fren-tes que operaban uno contra el Retiro y la Plazade Toros, otra contra la Veterinaria y Recoletos,

y tendréis completa idea de la situación. En elcentro de aquellas tropas y en lo que hoy esparte de la calle de Serrano, poco más o menosentre el jardín llamado del Pajarito y las casasde Maroto, estaba Napoleón sereno y tranquilo,montado en aquel caballejo blanco que habíapateado el suelo de las principales naciones delcontinente; allí estaba disponiendo los movi-mientos de sus soldados, y sin quitarse del ojoderecho el catalejo con que alternativamentemiraba ya a este punto ya al otro. Como es fácilcomprender, yo no le vi en aquella ocasión;pero me lo figuraba y me lo figuro por lo queme contara quien lo vio muy de cerca; y porcierto que aquel testigo ocular observó deteni-damente algunos pormenores muy curiosos desu persona, que no nombra la historia, cualeseran ciertos monosílabos o gruñiditos queemitía mientras miraba por el anteojo, un mo-vimiento maquinal de apretarse el vientre conla mano izquierda, repentinos fruncimientos decejas y algunas veces una sonrisa dirigida a su

mayor general Berthier. Con su anteojo, su to-secilla, sus mugidos, sus golpes en la barriga,sus polvos de tabaco y sus delgadas y finassonrisas, el ogro de Córcega nos estaba partiendode medio a medio.

Y digo esto porque la batería de la Veterina-ria, después de una defensa heroica, caía enpoder de los franceses, precisamente en el mo-mento en que llegamos, refuerzo tardío, los dela puerta de los Pozos. Ya no había nada quehacer allí. ¿Podía prolongarse aún la resistenciaen el Retiro? Así lo creímos en el primer mo-mento; pero no tardamos en perder esta ilusión,porque atacado aquel sitio por treinta cañones,no tardó en entregar sus débiles tapias, que loeran de jardín y no de fortaleza. Así es quemientras un regimiento de voluntarios y otrode ejército recibían a tiros con admirable arrojoen Recoletos a la primer columna francesa quese destacó a apoderarse de la puerta, los defen-sores del Retiro, faltos de recursos, de armas y

de jefes, retrocedían al Prado, fiando la defensaa las barricadas de la calle de Alcalá. El mo-mento aquél lo fue de gran pánico y de cons-ternación; pero la verdad es que entre muchagente apocada, la hubo también resuelta y de-cidida.

Perdido al fin Recoletos, corrimos todos porla calle del Barquillo hacia la de Alcalá, y cuan-do llegamos, ya los franceses eran dueños delPósito, del palacio de San Juan, y procurabanapoderarse de San Fermín y de la casa de Alca-ñices. Fue muy mala idea la de construir la granbarricada más arriba del Carmen Calzado, de-jando al descubierto la calle del Turco y todoslos edificios del extremo de aquella gran vía; asíes que los imperiales, apoderáronse fácilmentede estos y abriéndose paso después por el inter-ior a la citada calle del Turco, dominaron de talmodo la posición, que al cabo de un cuarto dehora de estéril tiroteo, vimos que era preciso

buscar la nuestra un poco más arriba, entreVallecas y el callejón de Sevilla.

Se hacía fuego tenazmente desde los balco-nes de ambos lados de la calle, y no había casaalguna que no fuese improvisada fortaleza,pues la tenacidad de nuestros paisanos era tan-ta, que no les acobardaba ver la creciente venta-ja del enemigo, su inmensa fuerza y arrogancia.La población, antes indecisa, cobraba ánimos alverse invadida, y un furor parecido al del 2 deMayo inflamaba el pecho de sus habitantes.Escenas parciales de encarnizada y cruel luchase repetían a cada rato en las casas invadidas;batíanse con ferocidad a arma blanca los que nola tenían de fuego, y el Emperador pudo vermuy de cerca aquella enajenación popular, yaquel divino estro de la guerra, que varias ve-ces mostró no comprender en paisanos y menosen mujeres.

En medio de esta refriega se hizo la terceraintimación, y cuando creímos que nuestros jefes

contestarían a ella mandando redoblar el fuego,observamos que este cesaba en la gran barrica-da, y que a todo escape corría a caballo el mar-qués de Castelar hacia la casa de Correos, don-de estaba la Junta permanente.

-¿Qué hay, Sr. D. Diego? -pregunté a esteviéndole venir hacia mí, con su escarapela dehonrado-. No sabía que también estaba ustedentre nosotros.

-He estado en el Retiro desde el amanecer-me contestó-. Pero ¿qué se había de hacer, contan mala y tan poca artillería?

-¿Pero por qué ha cesado el fuego?

-El marqués de Castelar ha pedido una tre-gua para consultar a la Junta. Creo que habrácapitulación. ¿Has visto a Santorcaz?

-¿Yo?... Ni ganas.

-Pues te andaba buscando ayer tarde conmucho empeño.

-¿También se ha batido D. Luis?

-Vaya: en el Retiro estaba hace poco gritandocomo un furioso y jurando matar a los que noshan hecho traición. Pero luego nos ha aconseja-do que nos retiremos a nuestras casas, porquees imposible pelear contra los franceses.

Subía la calle arriba mucha gente del bronce,gran número de honrados, voluntarios y algu-nas mujeres, y según las imprecaciones que oíen boca de todos, se comprendía que los defen-sores de Madrid no habían recibido bien lasuspensión de armas.

-¡Como que les han untao! -decía un majo detrabuco y charpa.

-¡Que nos han vendío! -exclamaba una mu-jer, en quien me pareció reconocer a la viuda deChinitas.

-Si cojo a Castelar por delante me lo como.

-Ya me percataba yo que el Tomasillo Morlaestaba vendido al Tuerto. ¿Cuánto va a que élpuso los cartuchos de arena?

-¡Más vale morir que rendirse! Canallas, co-bardes: si tenéis miedo, quitaos de en medio, ydejadnos a nosotros.

-Compañeros, antes que la corte de las Es-pañas y la mapa del mundo, que es Madrid,caiga en poder de los gabachones, tuertos, bote-lludos, dejémonos matar tras esas piedras.

-¡Que hayamos vivido para ver esto!

-Ni la Junta, ni el Consejo, ni los generales,ni el corregidor, ni ninguno de esos Caifasestienen tanto así de vergüenza.

De este modo, en diversos estilos, expresabael pueblo de Madrid su rabia, no tanto por ver-se casi vencido, como por echar de menos elamparo de las autoridades, y encontrarse soloentre un enemigo formidable y un poder débil,incapaz de imitar las desesperadas sublimida-des de Zaragoza y Valencia. Así es que desde lasuspensión de la lucha cundió el desaliento tanrápidamente, y la idea de una capitulación in-dispensable se apoderó tan pronto de todos losánimos, que las armas se caían de las manos.Cercados por poderoso enemigo, ¿qué podíahacerse sin entusiasmo, y qué entusiasmo cabíaallí donde los jefes no contaban para nada conlo extraordinario, con lo divino, con aquellatáctica ideal y no aprendida, que o detiene lascatástrofes o las hace gloriosas, no dejando alvencedor sino lo material de la victoria, la posi-ción topográfica, aquello que podrá ser lo prin-cipal en los hechos de un día, pero que es losecundario y lo último en la historia?

El pueblo español, que con presteza se in-flama, con igual presteza se apaga, y si en unahora es fuego asolador que sube al cielo, en otraes ceniza que el viento arrastra y desparramapor la tierra. Ya desde antes del sitio se preveíaun mal resultado por la falta de precaución, laescasez de recursos y la excesiva confianza enlas propias fuerzas, hija de recuerdos gloriososa todas horas evocados, y que suelen ser alta-mente perjudiciales, porque todo lo queaumenta la petulancia, lo hace quitándoselo alverdadero valor. Lo que habían preparado lasdiscordias, la impremeditación y la soberbia,rematolo la excesiva prudencia de autoridadestimoratas, que, además de no ver dos palmosmás allá de sí mismas, no comprendieron quela capital no debía rendirse con menos aparatoque la última aldea de Castilla. La presencia deNapoleón traía a aquellos pobres señores muyazorados, y tanto se preocuparon de sus togas,de sus posiciones, de sus fajas y de sus sueldos,

que con todas estas telarañas ante los ojos eraimposible que pudieran ver otra cosa.

-XVIII-Diose orden de que los cuerpos ocuparan

sus primitivas posiciones, y partí otra vez a losPozos, contemplando por el camino el espectá-culo de Madrid abatido y desilusionado. Enalgunas partes, escenas de escandalosa protestacontra las autoridades y amenazas y gritos: enotras, vergonzoso silencio y raras manifestacio-nes de la general angustia.

Cuando llegué a la puerta de los Pozos, lossoldados y voluntarios estaban en actitud untanto sediciosa. El Gran Capitán, que continua-ba en el jardín de Bringas, no quería creer lanoticia de la próxima y ya inevitable capitula-ción.

-Gabriel -me dijo-, eso que cuentan no puedeser cierto, y sin duda es alguna estratagema deD. Tomás de Morla. ¡Cómo se miente! ¡Creerásque unas desvergonzadas mujeres llegaronaquí diciendo que el Prado y media calle deAlcalá estaban en poder de la Francia! Me diotal enfado que si no estuviera mi mujer entrelas que tal insolencia decían, las habría atrave-sado de parte a parte.

No quise darle un disgusto, y callé.

-Aquí hemos tenido un combate terrible-continuó-. Se atrevieron a acercarse, y esacompañía de voluntarios salió y les hizo tanterrible fuego que no han vuelto a asomar lasnarices. En tan grande acción, no tuvimos másque cinco muertos y once heridos.

Vi en efecto, que Pujitos se ocupaba en aco-modar estos últimos en las casas inmediatascon auxilio del generoso vecindario, y que entorno a los cinco primeros una multitud de mu-

jeres entonaban estrepitoso miserere de impre-caciones y lamentos. En las cuatro puertas sep-tentrionales no había ocurrido otra lucha im-portante que aquella que Fernández me refería.

El cual prosiguió así:

-Pensar que aquí nos rendiremos, es pensaren lo imposible. Ríndase todo Madrid; mas nose rendirán Los Pozos. ¿No es verdad, mucha-chos?

Los muchachos, sentados en el suelo del cita-do jardín, y a la redonda, despachaban unassopas, acompañados de mujeres y chiquillos; ycon tanta gana comían, y tal era su pachorra ytranquilidad, que no me parecieron dispuestosa secundar los gigantescos planes del porterode la oficina de Cuenta y Razón. Antes bien, eluno con su reumatismo, el otro con sus toses, yaquel con sus escalofríos, tenían cara de satisfe-chos por el fin de una aventura que empezócon visos de ser broma pesada.

-Pues si está de Dios que nos rindamos, nosrendiremos -dijo un bravo, que lo menos tenía acuestas sesenta años y pico.

-Hemos hecho todo lo que exigía el honor.No es posible más -dijo otro-. Cuando los jefeshan acordado la rendición, ya sabrán que esimposible resistir.

-Yo -añadió un tercero- he cumplido con mideber. Lo menos he disparado tres tiros.

-Y yo, aunque no he disparado ninguno, lecargaba la escopeta a aquel soldadillo del bigo-te rubio.

-Esto no se puede oír -exclamó bramando deira D. Santiago-. Pero ¿qué se puede esperar deunos hombres que se ponen a comer sopas,cuando tenemos a cien varas de nosotros alvencedor de Europa? ¡Fuera de aquí, almas demazapán, cuerpos momios y sangre de arrope!¿De qué os valen esas canas que estáis deshon-

rando?¿De qué vuestros años, hasta ahora noenvilecidos? ¿De qué el haber asistido a aque-llas gloriosas campañas?... Nada, lo dicho di-cho. Se rendirá Madrid; pero no se rendirán losPozos.

-Mira, marido mío -dijo a esta sazón doñaGregoria que en unión de las otras vecinas,había venido con un canastillo y algo de bebidapara D. Santiago-, ya has cumplido con tu de-ber; ya te has portado como un valiente, y tanverdad es esto, que por todo Madrid andancontando tus hazañas que has hecho, y hasta elcapitán general dicen que echó un discursoponiéndote por modelo de los buenos patriotas.Basta ya, y puesto que todo se acabó, y no haymás guerra por ahora, no seas testarudo. ¿Quévas a hacer tú solo?

El Gran Capitán no contestaba, y paseo arri-ba, paseo abajo, con el arma al brazo, atendíatan sólo a sus agitados pensamientos.

-Dejémonos de tonterías, marido mío-añadió doña Gregoria-, y vamos a despachareste cocidito y esta botella de vino. ¿Acasopuede Napoleón decir que te ha vencido? Esono, porque buen cuidado tuvo de no asomarpor aquí; que si tú lo llegas a coger...

-Quítate de mi vista, vete de aquí -gritó deimproviso el veterano-, y no me seduzcas contu cocidito y tu bebida, que no soy hombre quese entrega a la molicie en días de peligro. Afue-ra los cantos de sirena, y las seducciones delamor y los ricos manjares. No como: he dichoque no como, y basta. He dicho que no volveréa mi casa vencido, y no volveré. Se rendirá Ma-drid; pero yo no me rindo.

-¡Hay hombre más cabezudo!

Entonces el Gran Capitán llamó a su mujer yllevándola aparte conmigo a un rincón de lahuerta de Bringas, que era donde estábamos, lehabló así muy gravemente:

-Señora doña Gregoria Conejo, ¿cuánto haceque nos casamos?

-Cuarenta y cinco años, tres meses y nuevedías, si no cuento mal -respondió absorta laanciana, sin comprender en que pararía aque-llo.

-En estos cuarenta y cinco años, tres meses ynueve días, ¿le he dado algún disgusto a la se-ñora doña Gregoria Conejo?

-No, marido mío -respondió algo conmovi-da.

-Pues bien: si le he dado alguno, le ruegoque me lo perdone, y está dicho todo.

-Tú estás loco, Santiaguillo. ¿A qué dicesesas necedades?

-¿Tiene Vd. alguna queja de su marido?

-Yo no, y como él no la tenga de mí...

-Pues por mi parte -dijo el Gran Capitán conalguna emoción-, yo le digo a doña GregoriaConejo que la quiero hoy lo mismo que el díaque nos casamos, y que todavía me parece tanguapa, tan mona y tan salada como cuandoéramos novios, y que no tengo ninguna quejade ella, más que la de no haberme dado hijos, locual en verdad ha sido voluntad de Dios.

-Sí, niñito mío -respondió la vieja-; pero ¿adónde va tanto hablar?

-Esto va a que te retires y me dejes, porque sino, reñimos por primera vez. Pero te has de irperdonándome todo agravio que te haya hechoen el discurso de nuestra común vida. En mitestamento te dejo todo lo que poseo, que no esmucho, y además de las ocho misas que dejomandadas, harás que me digan otras ocho. Yquiero que me entierren con mi lanza y con losdos reales que me dio D. Luis Daoiz, cuando lellevé las botas a la calle de la Ternera, y bastaya de palabras.

-¡Ay, Santa Virgen de Maravillas, que mimarido está loco y se quiere matar! -exclamódoña Gregoria echándole los brazos al cuello-.Santiaguillo, no digas tales simplezas... ¿Mequieres dejar viuda? ¿Qué es eso de testamen-tos y misas?

-He dicho que si Madrid se rinde, no se ren-dirán los Pozos; y si los Pozos se rinden, no serendirá el jardín de Bringas -afirmó secamenteel anciano, deshaciéndose de los brazos de suesposa-. ¡Atrás, seductora; atrás, sirena; atrás,flaqueza de mi valor!

-¡Bárbaro, animal! -dijo llorando la buenamujer-. ¡Este pago me das, así tratas a la que teha querido tanto! Si fue ayer cuando nos casa-mos, y me parece que te estoy viendo venir contu gorra de cuartel, tan garboso y tan chusco, ala reja de la casa donde yo servía... A ver, chi-quillo, si te acuerdas de aquellas coplitas queme cantabas...

-Yo no estoy para coplitas, señora. RetíreseVd.

-¡Y estar una queriendo a un hombre cin-cuenta años, estar una enamorada toda la viday mirándose en los ojos de su marido, para re-cibir este pago!... Santiago, mira que me enfado.Vámonos a casa, y maldito sea el Emperador,causante de mis desgracias, y a quien vea yocomido de perros.

Ni los ruegos, ni las amenazas, ni los artifi-cios de su mujer quebrantaron la entereza demi ilustre amigo, el cual resistiéndose a tomaralimento, por no caer en la molicie, rechazandotoda idea de descanso, volvió a pasearse delargo a largo en la extensión de la huerta, armaal brazo.

Y sucedió que una infinidad de chiquillosdel barrio, a quienes antes se había prohibidointroducirse allí, vencieron por fin con la granfuerza de su curiosidad y travesura los rigores

de la guardia; se colaron repentinamente y entropel, recorrieron la fortificación metiendo lasnarices por todas partes, y tocando con sus ma-nos los cañones y cureñas, gozosos de ver tande cerca todo aquel tremendo aparato. Como elasedio se daba por concluido, nadie se cuidabade estorbar su impertinentísima inspección yentrometimiento. Luego que en todo pusieronlas manos, las narices y los ojos, empezaron aechárselas de soldados, dando gritos de guerray marchando a compás, todo según en las per-sonas mayores habían visto, y con estos milita-res aspavientos entráronse por la huerta deBringas adelante, batiendo cajas, disparandotiros, soplando cornetas y relinchando al modode caballos, todo hecho con la boca, en mil dis-cordes sones que atronaban el espacio. Y encuanto divisaron a D. Santiago Fernández, aquien los más conocían, fueron derechos a él yle rodearon, gritando entre saltos, brincos, ca-briolas y corcovos: «¡Viva el Gran Capitán, vivael Grandísimo Capitán!».

Visto y oído lo cual por nuestro insigne vete-rano, parose, y quitándose el sombrero hizovarios saludos y cortesías diciendo:

-Gracias, mil gracias, señores míos. Ya he di-cho que si Madrid se rinde, yo no me rindo.

Las aclamaciones y los chillidos siempreacompañados de zapatetas, cabriolas y vueltasde carnero, tocaron los límites del delirio.

-Todos vosotros sois grandes patriotas, ¿noes verdad? -prosiguió mi amigo-; y no comoestos cobardes, corrompidos por los placeres.Ya veo que la juventud vale más que la edadmadura, y a mi lado os quisiera ver, valientesespañoles, defendiendo a nuestro amado Mo-narca.

La algazara y jaleo de los muchachos al oíresto fue tal, que no cabe en descripción ni enpintura, pues no parecía sino que cuantos ange-litos engendraron los matrimonios de un siglo

estaban allí haciendo de las suyas. Allí vieraisel correr, el atropellarse, el darse de coscorro-nes, el cantar y gritar, el batir palmas, el tirarcoces, el correr y dar vueltas arremolinándoseen torno de mi amigo, cuyas piernas por largotiempo estuvieron sin movimiento en medio deaquel zumbador enjambre.

-Tantas muestras de afecto, señores -dijo alfin-, me conmueven, y no las puedo considerarsino como una prueba de lo bien acogida queha sido en Madrid mi conducta. Pero diganustedes por ahí, que el cumplimiento del deberno merece alabanzas, pues estas sólo son paralo extraordinario y heroico. Mi deber es defen-der este sitio, y le defenderé. Conque basta yade aclamaciones y aplausos.

Pero que si quieres. Buena familia era aque-lla para hacer caso de tales amonestaciones. Fuepreciso que uno de los jefes diera orden deecharlos fuera, y aun así costó trabajo librar aD. Santiago de la ruidosa ovación. Además qui-

so nuestro coronel que todas las personas ex-trañas desalojaran el recinto fortificado, y al fin,no sin esfuerzo, hicimos salir a las mujeres,inclusa doña Gregoria, que se fue llorosa y en-tristecida, encargándome que no perdiese devista a su buen marido.

No sé si he dicho que por los Pozos habíapasado poco antes a caballo D. Tomás de Morlacamino de Chamartín, donde el corso tenía sucuartel general. Largo rato duró la conferenciacon el Emperador, porque el regreso de Morlafue muy tarde, y por cierto que al volver, surostro demudado y tenebroso demostraba queen la entrevista había habido sapos y culebras.Aquel gigante con corazón de niño fue tratadopor Napoleón como un muchacho de escuela.Después se supo que el vencedor le puso cualno digan dueñas, sacándole a relucir el haberpermitido que no se cumpliera la capitulaciónde Bailén, y amenazándole con fusilarle a él y a

sus tropas, si la población no se rendía antes delas seis de la mañana del día siguiente.

La tarde pasó sin ningún acontecimiento mi-litar digno de contarse. Los franceses ocupabansus posiciones sin hacer fuego, y nosotros, se-guros de que todo se daría por concluido, está-bamos también quietos y en expectativa. Laagitación en el interior de la villa persistía; ysegún oí, numeroso gentío, nada tranquilo porcierto, llenaba la Puerta del Sol, con la atenciónfija en la casa de Correos, residencia de la Junta.

Rendido de cansancio, el gran Pujitos ten-diose en el suelo junto a mí, y me dijo:

-Ya esperaba yo esto que ha pasado. ¿No tedije que los traidores iban a vendernos a losfranceses?

-Más que a la traición -respondí con muchatristeza-, debemos atribuir este mal resultado ala falta de recursos para la defensa.

-¿Qué? -exclamó el héroe con mucho enojo-.¡Qué falta de recursos ni qué niño muerto! Conlos voluntarios basta y sobra. Pero, hijo, contratraidores nada podemos, y así los vea yo po-dridos, y mala sarna se los coma. Hace pocoestuvo aquí el malcarado y peor chapado San-torcaz, y no lo despabilé por aquello de queuno no quiere meter bulla en estas ocasiones,pero...

Y dio un resoplido que anunciaba extermi-nadores proyectos contra los enemigos de lapatria.

-¿Y a qué vino acá ese charlatán embauca-dor?

-A buscarte, muchacho. ¡Sabes que debesandarte con cuidado! Cuando le dijimos que noestabas, dio la gran patá en el suelo y apretó losdientes. Venían con él Majoma, Tres Pesetas yotros perdidos que ahora le hacen la comitiva,junto con un tal Román, que fue criado de una

casa rica. Este, cuando oyó que no estabas y vioque Santorcaz daba aquella gran patá, le dijo:«Pues esta noche no se nos escapará». ¿Qué tal?Mala gente es esa, Gabriel, y ya te dije queestán vendidos en cuerpo y alma a los france-ses. De modo que ahora hay que huir de elloscomo de la sarna, porque los meterán en lo quellaman pulicía, que es al modo de alguaciles,para prender al que se les antoje.

-No me prenderán a mí -dije-, por lo menosmientras sea soldado. Después de la rendición,yo buscaré medios de que no me cojan, aunquela verdad, amigo Pujitos, no sé por qué mequieren mal esos señores, ni por qué hablan desi me escaparé o no me escaparé.

-Te digo que son malos más que Judas, y queahora harán ellos migas con los franceses, comoque todos son unos, lobos y zorros... pues, y atodo el que tengan entre ojos le molerán a pa-los, si no es que me le arman un trementorio de

otrosís, y me lo empapelan y me lo ponen a lasombra.

-En todo eso que ha dicho el amigo Pujitos -respondí-, hay mucho de verdad. Quiera Diosno nos den que sentir esos bergantes; y si enMadrid no podemos vivir, afuera todo el mun-do y combatamos allí donde sepan morir antesque rendirse a los franceses.

Levantose el héroe, y poniéndose la mano enel pecho, hizo exclamaciones de ardiente pa-triotismo, después de lo cual nos separamos.

Al avanzar la noche, la tropa de línea que es-taba en los Pozos, recibió orden perentoria deinternarse y fue que cuando la Junta acordóformalmente la capitulación; no queriendo elmarqués de Castelar presenciar este hecho, nitampoco que se rindiera la tropa, discurrió elescapar con ella por la puerta de Segovia, loque verificó con toda felicidad a media noche.Solo los paisanos, ¿qué esperanza quedaba?

Para que la rendición de Madrid fuera honrosa,la diplomacia, no las armas, debía hacer unesfuerzo.

Yo conté al Gran Capitán lo que pasaba, conla esperanza de que desalentado se retirase a sucasa, como habían hecho otros pobres vetera-nos, convencidos de su inutilidad. Él juró yperjuró que era imposible una capitulaciónacordada por la Junta, pero contra lo que yoesperaba, de repente dijo:

-Tengo que ir a mi casa, Gabriel; ¿quieresacompañarme?

-Al instante -le contesté.

Y pedimos permiso al jefe, que nos lo conce-dió de buen grado. Era ya muy entrada la no-che.

-XIX-Pronto llegamos a nuestra morada de la calle

del Barquillo. Abrió mi amigo la puerta de sucasa, con llave que consigo llevaba, subimos,abrió la entrada de su domicilio de la mismamanera, y encontrámonos dentro de la salitadonde tantas veces me ha visto el discreto lec-tor en compañía de mis amables vecinos. En lapared del fondo, donde desde inmemorialestiempos tenía asiento la lanza consabida, habíauna especie de altarejo, sobre cuya tabla, dosvelas de cera puestas en candeleros de azófar,alumbraban una imagen de la Virgen de losDolores, un San Antonio y otros muchos santosde estampa, que de los cuatro testeros habíansido descolgados para congregarlos allí. Algu-nas cintas y lazos a falta de flores, servían deadorno al improvisado tabernáculo, con variosjarros y cacharros antaño lujosos y bonitos, pe-ro ya perniquebrados, mancos y heridos. De-lante de todo esto, estaba el sillón de cuero, y

sentada en él doña Gregoria, profundamentedormida. La pobre mujer que de tal modo sehabía rendido al cansancio tenía la cabeza in-clinada sobre el pecho, aún humedecida la carapor recientes lágrimas, y sus cruzadas manosindicaban que el sueño la había sorprendido enlo mejor de su fervorosa oración.

Quedose suspenso el espeso al verla, y des-pués me dijo:

-Gabriel, no hagamos ruido, porque no sedespierte; que más vale que descanse la pobre-cita.

Después llegándose a una cómoda vieja queen un rincón había, añadió en voz muy baja:

-Aquí en la tercera gaveta está mi testamen-to: y en esta otra todo el dinero que tengo aho-rrado, con el cual mi mujer puede mantenerseen lo que le quedare de vida, que no será mu-

cho. Voy a escribir mis últimas disposiciones.No chistes ni me respondas nada.

Y acto continuo sentose junto a la mesilla ycon una pluma de ganso mal cortada trazó so-bre un papel dos docenas de torcidas líneas.

-Aquí dispongo -añadió alzando la vista delpapel-, que las misas me las digan en San Mar-cos, donde está enterrado D. Pedro Velarde, esevaliente entre todos los valientes. En cuanto amis huesos, no dispongo nada, porque no sédónde caerán.

-Todavía está Vd. con esas manías -dije-.Hablaré en voz alta para que despierte doñaGregoria y le ponga a Vd. las peras a cuarto.

-No harás tal, porque te estrangularé; que noquiero que ella abandone su blando sueño parapasar amarguras. Aquí en esta primera gavetadejo mi última disposición.

Y luego levantándose y acercándose de pun-tillas a su mujer, la contempló un buen espacio,pálido y conmovido: después de un rato, lle-vome a la alcoba inmediata, y sentándose en lacama en sitio desde el cual, al través de lamampara medio abierta, se veía el rostro dedoña Gregoria iluminado por las luces del altar,hablome así:

-Si algo enflaquece mi ánimo, es la vista demi inocente esposa, a quien voy a dejar viuda.Te confieso que al considerar esto, se me nu-blan los ojos, se me oprime el corazón y estoy apunto de dar al traste con toda mi fiereza. ¿Nola ves desde aquí? Parece que fue ayer cuandonos casamos; parece que no han pasado cuaren-ta y cinco años, y se me representa con la mis-ma celestial figura que tenía allá por los tiem-pos de Maricastaña, cuando yo iba a la reja,llevándole media libra de peras en el pañuelo oun par de mantecadas de Astorga. En todo estetiempo no me ha dado nada que sentir, y

hemos vivido juntos como dos palomos, que-riéndonos lo mismo que el primer día. ¿No laves desde aquí? ¿No ves su hermosa cara, tanserena y tranquila a pesar de su tristeza? Yo laestoy viendo con sus cabellos de oro, con suboquita encarnada como un casco de granada,con sus dulces ojos azules, que al mirarte pare-ce que se abre el cielo delante de los tuyos, es-toy viendo el nácar de su tez y su airoso y gen-til cuerpecito, lo mismo que su garganta alabas-trina. ¡Oh, Dios mío! ¡Tan hermosa, tan buena ytan desgraciada!

Bien por efecto de la imaginación, ofuscadapor aquellas palabras, bien porque la situacióndiese a doña Gregoria ideales encantos, lo cier-to fue que a pesar de sus blancos cabellos, de sutez arrugada y de su en tantas partes notoriavejez, la estaba viendo tan hermosa como elGran Capitán decía. ¡Milagroso efecto del pen-samiento!

-Mira, Gabriel; desde que nos vimos hacecincuenta años, nos quisimos: vernos y querer-nos fue todo uno, lo mismísimo que cuentan delos amantes de Teruel. Un lustro duró nuestronoviazgo, porque yo no tenía posibles; perodesde el primer día concertamos la boda. Du-rante aquel tiempo, ni riñas, ni bromicas, nicelillos. Nunca hemos tenido celos el uno delotro, porque desde el primer día la confianzafue nuestro norte. Todos me tenían envidia.¡Ay! Cuando nos casamos fuimos tan felices,que no hubiéramos cambiado nuestra casa porsiete imperios. Y desde entonces, hijo, esta feli-cidad no se ha alterado. ¡Ay! se me parte el co-razón al pensar que desde mañana se acostarásola en esta cama, que por cuarenta y cincoaños nos ha visto juntitos.

Al decir esto, el Gran Capitán se llevó el pa-ñuelo a los ojos para secar sus lágrimas.

-Vamos, amigo -le dije-; de veras no sé sireírme o enfadarme, oyendo lo que usted dice.¿Está loco por ventura?

-Si tú no comprendes esto -me contestó-, esporque eres un simplón y un majadero egoísta.¿Tú sabes lo que significa cumplir uno con sudeber? ¿Tú sabes lo que significa el honor? y sisabes todo esto, ¿ignoras lo que es la honra dela patria, que vale más que la propia honra?Escúchame bien: si me causa angustia y pesarla consideración de la viudez de Gregorilla,mayor, mucha mayor pena me causa el consi-derar que la capital de España se entrega a losfranceses. Esto es terrible, esto es espantoso, yno vacilaría en dar mil vidas y en sufrir todoslos tormentos por impedirlo. ¡España vencidapor Francia! ¡España vencida por Napoleón!Esto es para volverse loco; ¡y Madrid, Madrid,la cabeza de todas las Españas en poder de eseperdido! De modo que una Nación como esta,que ha tenido debajo de la suela del zapato a

todas las otras naciones, y especialmente aFrancia; de modo que esta Nación que antes nopermitía que en la Europa se dijera una palabramás alta que otra, ¿ha de rendirse a cuatro tro-neras hambrones? ¿Cómo puede ser eso? EcheVd. a los moros, descubra y conquiste Vd. todala América, invente usted las más sabias leyes,extienda Vd. su imperio por todo lo descubier-to de la tierra, levante Vd. los primeros templosy monasterios del mundo, someta Vd. pueblos,conquiste ciudades, reparta coronas, humillepaíses, venza naciones, para luego caer a lospies de un miserable Emperadorcillo salido dela nada, tramposo y embustero. Madrid no esMadrid si se rinde. Y no me vengan acá con quees imposible defenderse. Si no es posible de-fenderse, deber de los madrileños es dejarsemorir todos en estas fuertes tapias, y quemar laciudad entera, como hicieron los numantinos.¡Ay! todos mis compañeros se han portado co-bardemente. España está deshonrada, Madrid

está deshonrado. No hay aquí quien sepa mo-rir, y todos prefieren la mísera vida al honor.

-Pero cuando no se puede triunfar -le dije-,es una temeridad seguir peleando, y más valeguardar la vida para emplearla con éxito enmejor ocasión.

-¡Simplezas y tonterías! El honor mandaba alos madrileños morir antes que rendirse, y elhonor nos manda a los de la puerta de los Po-zos, que muramos todos allí antes que entregar-la.

Pues no creo que estén dispuestos a ello.

-Pues yo lo estoy, porque mi conciencia, quees la voz de Dios, me lo manda. Se rendirá lapuerta; pero el jardín de Bringas está bajo mimando, y el que quiera entrar en él pasará so-bre mi cadáver.

-¡Temeridad loca, y hasta ridícula!

-Así será para los que no tienen idea de lahonra de la patria, y para los que no ven nadamás allá de esta ruin existencia, ni nada másallá del pan que comen todos los días.

-Entregarse de ese modo a la muerte es unsuicidio, y el suicidio es un gran pecado.

-No es suicidio, no. La ley ineludible de lapatria me ha puesto en un lugar que debo de-fender aun a costa de la vida. ¿Que vienenfuerzas superiores? ¡pues vengan! La patria memanda esperar tranquilo, y la ley me veda elapartar los pies de aquel sitio. ¿No morían losmártires por la religión? Pues la patria es unasegunda religión, y antes que faltar a su ley, elhombre debe morir. ¿Y qué es la muerte? Losnecios se asustan de la muerte, porque la muer-te les quita el comer y el gozar. ¡Mentecatos!¿Por ventura, no son mejor comida y mejorgoce los de la bienaventuranza eterna? Ve ahí ami esposa. Cierto que me aflige dejarla; pero séque la perderé de vista tan sólo por algún

tiempo, y que sus virtudes la llevarán luego adonde la tenga delante de mis ojos durantetodas las eternidades, sin cuya compañía creoque el mismo cielo me sería fastidioso. ¡Morir!¡Ahí es gran cosa morir, y apañado tienes el ojo!¿Pues acaso el morir es mal que puede compa-rarse siquiera al dolor de un rasguño recibidoen la tierra? Y si el morir no es nada para elmiserable cuerpo, ¡cuán grande y fausto sucesono es para nuestra alma, mayormente si por lanobleza de nuestro fin nos empingorotamossobre todas las cosas nacidas! ¡Morir por la pa-tria, morir en el puesto que a uno le marca sudeber, morir no por conquistar un pedazo detierra, ni por un cacho de pan, ni por una bajaambición, sino por una cosa que no se ve, ni setoca cual es una idea y un sentimiento puro!¿No es equipararnos a los santos del cielo yacercarnos a Dios todo lo que acercarse puedeuna criatura?

Dicho esto, calló. No le contesté nada, por-que tanta grandeza me tenía anonadado.

Al cabo de un buen espacio volvimos de laalcoba a la sala; acercose él con pasos muy que-dos a doña Gregoria, y le dio muchos besos, tanen flor por no despertarla, que apenas tocabansus labios el arrugado cutis de la anciana.

Luego enjugose las lágrimas, y dirigiendouna mirada en redondo a todos los objetos de lasala, me dijo con voz grave y entera:

-Gabriel, vamos.

-XX-No valían razones contra él, y cuanto yo pu-

diera decirle habría sido predicar en desierto,razón por la cual determiné cesar en mi obsti-nación, reservándome el emplear despuéscualquier estratagema para impedir una des-

gracia. Como durante la visita a la casa habíatranscurrido mucho tiempo, cuando salimosprincipiaba ya a clarear la aurora, y advirtiendopor las calles más gente de la que en tales horassuele encontrarse, nos fuimos a curiosear unpoco, antes de volver a los Pozos. Serían las seiscuando entrábamos en la calle de Fuencarral, ycomo era esta la hora señalada para la rendi-ción, subían y bajaban por la citada vía nume-rosos grupos de hombres, armados unos, sinarmas otros, pero todos puestos en mucha agi-tación. Había quien en alta voz declamaba con-tra lo capitulado, poniendo a Morla, a la Junta ya Castelar como ropa de pascua; otros se des-ahogaban insultando a Napoleón; muchosrompían las armas arrojándolas al arroyo; nofaltaba quien disparase al aire los fusiles, au-mentando así la general inquietud; y por últi-mo, hacia el Arco de Santa María, vimos algu-nos frailes dominicos y de la Merced que aren-gando a la muchedumbre procuraban calmarla.

-Vamos, corramos a nuestro puesto -dijoFernández-, no sea que nos tengan preparadauna sorpresa.

-Aún no es la hora designada -dije procu-rando entretenerle de modo que llegáramostarde.

-¿Cómo que no? -clamó con exaltación, avi-vando el paso-. Corramos, no sea que llegue-mos tarde y entreguen los Pozos. Mal hemoshecho en abandonar nuestro puesto por unanecia sensiblería. ¡Quién sabe lo que hará esagente si no estoy yo por allí! Corramos, pues yahe dicho que se rendirá Madrid, que se ren-dirán los Pozos; que se rendirá el jardín deBringas; pero que el Gran Capitán no se rinde.

Empezamos a correr, cuando detúvome deimproviso un hombre que en opuesta direcciónvenía. Era Pujitos.

-Gabriel -me dijo muy sofocado-; vuelveatrás, no vayas a los Pozos; echa a correr y es-capa como puedas.

-¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó mi amigocon la mayor zozobra-. ¿Ha venido Napoleónen persona?

-¡Qué Napoleón ni qué Juan Lanas! -añadióPujitos empujándome para que retrocediera-.Corre presto, que si llegas allá te echan mano.Ahora mismo han estado esos perros por ti.

-¿Quién?

-¿Quién ha de ser sino D. Luis Santorcaz, eseque llaman Román, y los tres o cuatro pillosque andan con ellos?

-¿Y a mí para qué me buscan?

-Para prenderte.

-¿Y quién es él para prenderme? -exclamélleno de ira-. ¿Pero no dijeron por qué me quie-ren prender? ¿Qué he hecho yo?

-Sí dijeron, y es un aquel de traiciones quehas hecho, y no sé qué diabluras. Conque acorrer. Mira que vienen. Aire a los pies y bue-nos días.

-¡Eh!... Basta de simplezas -dijo el Gran Ca-pitán-, y no me detengo más, que hago falta enotra parte.

Y marchose resueltamente hacia arriba sindecir nada más. Luego que me quedé solo conPujitos, proseguimos nuestro altercado, él que-riendo obligarme a que retrocediera, y yo obs-tinándome en seguir, pues me parecía unafábula aquello de mi prisión y la mudanza deSantorcaz y Román en alguaciles, y sobre todoen perseguidores míos por traiciones que yo nohabía soñado en cometer. Pero al fin logró con-vencerme recordando pasados sucesos que

podían explicar, ya que no justificar, aquelhecho como una venganza; creí prudente seguirel consejo de mi compañero de armas, hombreque no por ser tonto dejaba de ser honrado, yme escurrí a buen andar en dirección al EspírituSanto.

Cerca de la calle Ancha tuve un feliz encuen-tro en la aparición de mi reverendo amigo elfraile mercenario, que seguido de mucha gentevenía en dirección opuesta.

-¿A dónde vas, Gabriel? -me dijo detenién-dome.

-Voy huyendo, padre -le respondí-; huyendode infames enemigos que me persiguen sinmotivo alguno.

-¿Quién, quién es el atrevido que te acosa? -exclamó briosamente.

-Hombres pérfidos, hombres inicuos quehan sido espías de los franceses, y ahora apare-cen como oficiales de la justicia.

-¿Pero de qué justicia? ¿Quién nos manda?Sepámoslo de una vez. ¿Nos manda aún nues-tra Sala de Alcaldes, o nos manda un bigotudogeneral francés, en nombre de Napoladrón?¿Ha capitulado ya la plaza?

-No lo sé, padre; pero es lo cierto que esoshombres me buscan para prenderme, y conautoridad o sin ella, llevan sus reales despachosen toda regla, que maldito sea el que se los diopara que satisfagan infames venganzas perso-nales.

-Vamos a ver qué es eso...

-No, padre, yo no pienso ver nada más quela calle por donde corro, porque conozco laclase de gente en cuyas manos voy a caer.

-Por la Santísima Virgen del Carmen, quenadie te ha de tocar el pelo de la ropa, al menosyendo conmigo. Ea, señores -añadió Salmónvolviéndose a los que le seguían-, me voy a micasa. Se despide de Vds. el padre Salmón, de laorden de la Merced; ya no soy nada, hijos míos;ya no tenéis padrito Salmón; ya no tenéis quienos predique, ni quien os aconseje, ni quien osdiga cosas alegres. Se acabó todo: España es delos franceses; adiós frailes y monjas, que a to-dos nos van a quitar de en medio, hijos míos, yno hagáis pucheros, que de nada valen ahoraestos pucheros, pues no se defiende la religióncon lagrimitas... No lloréis, que tarde piache,como dijo el otro, y sucumbamos. Adiós, hijosmíos, que ahora os quieren hacer a todos here-jes, y los religiosos estamos de más. Yo os echola bendición, y cuidado, cuidadito con los pe-cados. Y tú, joven desgraciado, arrímate a mí,que aún nos queda un poquillo de influjo, ynadie te hará nada yendo en mi compañía. Ven

conmigo a la Merced, y allí procuraremos po-nerte en salvo.

Cuando marchamos juntos hacia la calle An-cha, oímos en derredor nuestro estentóreas yacaloradas voces de hombres y mujeres quegritaban: «¡Viva el padre Salmón! ¡Muera Na-poleón! ¡Muera el rey de Copas!».

-En mi convento estarás seguro -me dijo lue-go el mercenario-, hasta que puedas salir deMadrid. ¿Piensas salir?

-En cuanto pueda, padre; no puedo ni deboestar más aquí.

-Haces bien: algunos compañeros míos pien-san marcharse también a levantar por ahí elespíritu de los pueblos. Yo no saldré de Ma-drid, porque mi naturaleza es tan delicada yflatulenta, que no resiste los trabajos, hambres yestrecheces de una misión. A la casa de Madridme atengo: ni quito ni pongo rey, y aunque

dicen que el hermano de Copas nos quiere qui-tar, todo es filfa, hijito mío. Yo sé que andanpor Madrid emisarios del Emperador que noshacen la mamola a cencerros tapados para quele rindamos pleito-homenaje y transijamos conél, requisito indispensable para tratarnos a ma-ravilla, por lo cual opino que tan bien se sirvecon Pedro como con Juan, y adelante con losfaroles, porque si tienes hogazas no pidas tor-tas, y si te dan la vaquilla acude con la soguilla,que como dijo el otro, mano que da mendrugo,buena es aunque sea de turco.

Tan sumergido estaba yo en mis pensamien-tos que no contesté a mi amigo, si bien mi silen-cio no fue parte a que dejara de seguir hablan-do por todo el trayecto, durante el cual no nosocurrió desgracia alguna, ni tuvimos ningúnmal encuentro.

-Ya estamos en casa -me dijo cuando entra-mos-. Sube y probarás de unas magritas de laolla de ayer que el refitolero me ha guardado

para hoy, poniéndolas con arroz; y te adviertoque en todo lo que sea de arroz soy una espe-cialidad, y a mí se me debe la introducción delas almejas y de la canela en la valenciana pae-lla.

Entramos en su celda, donde me dejó, vol-viendo al poco rato con un cazuelillo debajo delmanteo, y con esto y una botella que sacara dela alacena juntamente con una cesta llena depedazos de pan, higos, aceitunas, nueces, em-butidos, queso, dátiles y otras viandas, aderezóun almuerzo que me vino de perillas.

-Esta misma celda en que estás, y que es lamía -dijo mientras comíamos-, fue ocupadahace más de doscientos años, allá en los de1620, por aquel insigne mercenario fray GabrielTéllez, a quien generalmente se conoce por elmaestro Tirso de Molina. Es fama que en estesitio, y quizás en esta misma mesa, escribió sucélebre Crónica de la Orden, porque comedias se

cree que no hizo ninguna después de meterse afraile.

-¿No le ha dado a Vuestra Paternidad porhacer comedias? -le pregunté.

-Hombre, algunas he hecho, y ahí están pu-driéndose en aquella alacena. Mas no he inten-tado que se representen, porque el prior nos loprohíbe, aunque son todas devotas. Una hiceque no me parece mala, y se titula El Santo Niñode la Guardia. No deja de tener su sal otra quecompuse con el rótulo de La tutora de la Iglesia ydoctora de la Ley, toda en sonetos arreo, entreve-rados con lo que se llaman séptimas reales; yme daba tanto el naipe por estas obrillas queenjaretaba dos en una semana, y si no me loprohibieran, le hubiera echado la zancadilla aBustamante que escribió trescientas veintinue-ve comedias de santos.

-¿Y en qué se ocupa ahora Vuestra Paterni-dad?

-¿En qué me he de ocupar, muchacho, sinoen hacer jaulas de grillos? ¿No sabes que soy elprimer jaulista de Madrid? Pues a fe que medan poco trabajo las tales obras. Mira cuántashay allí. Aquella que tiene tres pisos, con doshermosísimas torres y su reloj figurado en elcentro, es para las monjas de Constantinopla; yaquella otra redonda que está por concluir, pa-ra las Carmelitas Descalzas que ha un mes metienen loco con la dichosa obra.

En efecto, todo un rincón de la celda estaballeno de jaulas hechas y por hacer, con todos losmateriales y herramientas propias de aqueloficio. De libros no vi sino los folletos y papelesque días antes recogió en casa de Amaranta.

-Yo soy un hombre que abomina la holgaza-nería -continuó Salmón-, y no me parezco aotros de esta misma casa que no se ocupan enmaldita la cosa; aunque hay algunos, la verdadsea dicha, como el padre Castillo, que noche y

día están metidos en un mar de libros y pape-les.

-Y en verdad, padre -le dije-, ya que no haycautivos que redimir, todos Vds. deberían pa-sar el tiempo en algún útil menester.

-Pues hay frailes que como no sea tirar a labarra en la huerta y jugar al tute en la solana,no hacen nada. Y si no, en la celda de al ladotienes al padre Rubio que se pasa la vidahaciendo acertijos y enigmas, los cuales envía alas monjas para que ellas le devuelvan la solu-ción y nuevos problemas, y tienen establecidasganancias y pérdidas para el que acierta y parael que yerra, las cuales pérdidas y gananciasconsisten siempre en algo de condumio. ¿Puesy el padre Pacho, que se ha dedicado a hacerpunto de media y labra unos primores?... Estoes andar a mujeriegas, lo cual no me gusta. Yoal menos he hecho en lo tocante al arte emi-nentísimo de las jaulas adelantos admirables, yademás me dedico a la medicina, para lo cual,

con aquel Dioscórides que está a la cabeza demi cama tapando la escudilla, me basta y mesobra.

Por estos caminos siguió nuestra conversa-ción, hasta que me entró gana de dormir. Miamigo pidió permiso al prior para que me que-dase allí todo el día y aun toda la noche, refu-giado contra una injusta persecución, y me lle-varon a una celda vacía, donde en lecho muyblando me acomodé, rindiéndome de tal modoel sueño, que hasta el siguiente día no di acuer-do de mí.

-XXI-Cuando me levanté, y hube despachado el

desayuno que con sus propias caritativas ma-nos me llevó el padre Salmón, salí al claustroalto, donde mi amigo me dijo:

-Hay grandes novedades. Ayer a eso de lasdiez, se entregó la plaza a los franceses, una vezfirmada la capitulación por el Emperador en sucuartel general de Chamartín.

-¿Y ha habido algo en los Pozos? -preguntéacordándome pesaroso del Gran Capitán.

-Creo que es el único punto donde hubo al-guna resistencia, pues de todos los demás seapoderó sin dificultad el general Belliard, go-bernador de la plaza.

Salió al encuentro de Salmón un fraile pe-queño y viejo, que se apoyaba en un palo;hombre al parecer enfermo y de mal genio, quedijo:

-¿Sabe su merced, Sr. Salomón jaulista, lasbases de la entrega?

-Hermano Palomeque, no las sé; pero creoque ha llegado fray Agustín del Niño Jesús, el

cual dicen tiene una copia que le suministró unindividuo de la Junta.

-¿Qué vuelta por el claustro, padre Palome-que? -dijo un frailito joven, barbilindo, anchode cuello, pulcro de rostro, arrebolado de nariz,nimio de cerquillo y con cierto aire galán, elcual de improviso se unió a nuestro grupo.

-Lo que hay -contestó Palomeque con rabia,dando un fuerte bastonazo en el suelo-, es queanoche me han robado una gallina, de las seisque tenía en el corral, y ¡ay del pícaro zorrón sile descubro, que por nuestro santo hábito, sifuera cierta la sospecha que tengo de un frailemadamo y almibaradillo, yo le juro que me laha de pagar!

-¡Oh curas hominum! ¡Oh quantum est in rebusinane! ¡Oh cupidinitas gallinacea! ¿Y todo eseenfado es por una polla seca y encanijada, concuyo caldo se podía administrar el bautismo?

-Basta de bromas; y si era encanijada, no latenía yo para ningún zángano -exclamó Palo-meque-. Pero a otra, y díganme de una vez enqué términos se ha hecho esa maldita capitula-ción. Por ahí asoma fray Agustín del NiñoJesús.

Llegó en efecto con paso grave el tal NiñoJesús, que era un fraile altísimo de estatura,moreno, de pelo en pecho, de aspecto temeroso,ojos fieros y una voz, por raro contraste, taninfantil y atiplada, que parecía salir de otragarganta que la suya. Seguíanle otros dos frai-les.

-Vamos a ver, señor músico, ¿qué dice esaminuta? -le preguntó el fraile barbilindo.

-Ahora lo veredes dijo Agrages -fue la con-testación del padre Agustín-. Creo que Napo-león ha aceptado todos los artículos, exceptodos o tres de los menos importantes.

-El primero -dijo Salmón-, habla de la con-servación de la religión católica, sin que se con-sienta otra.

-Justo -respondió el Niño Jesús sacando unpapel-; y el segundo de la libertad y seguridad delas vidas y propiedades de los vecinos de Madrid.Igualmente establece el respeto a las vidas, dere-chos y propiedades de los eclesiásticos seculares yregulares de ambos sexos, conservándose el respetodebido a los templos, todo con arreglo a nuestrasleyes.

-Como no lo han de cumplir -indicó Palo-meque-, excusado es que lo digan. Siga adelan-te.

-¿Para qué ha de leer más? Lo que sigue po-co interés tendrá y apuesto a que habla de quesi las tropas saldrán de Madrid con los honoresde la guerra o no.

-Justo -dijo fray Agustín-, y también hay otroartículo en que se establece que no se perse-guirá a persona alguna por opinión ni escritospolíticos.

-Eso está muy mal pensado y peor resuelto -dijo otro de los presentes que era el padre Ru-bio, fabricador y artífice de acertijos-, porque sino quitan de en medio a los franc-masones ydiaristas...

Luego el frailito almibarado, que era nadamenos que maestro de teología, llegose aSalmón y le dijo:

-¿Se atreve Vuestra Paternidad a echar dostantos a la barra esta tarde después de la siesta?

-¿Pues no me he de atrever?- contestó-. Y tú,Gabriel, ¿juegas a la barra?

-Este joven -dijo el maestro de teología conbondad-, ¿es aquel portento de las humanida-

des, aquel consumado latinista de quien Vues-tra Merced me habló?

-El mismo que viste y calza, o por mejor de-cir, el segundo Pico de la Mirandola. Puedeexaminarlo Vuestra Merced y verá lo que soncastañas.

Yo repetí que no sabía palabra de latín, yque toda mi fama en dicha lengua provenía deuna equivocación.

-Modestus es -dijo el teólogo-. Y puesto quees Vd. tan gran latino, contésteme a esto: ¿quéquiere decir Vino a lo que vino?

-Eso no es latín, sino castellano -dijo Salmón.

-¡Oh! -exclamó el otro batiendo palmas-. Losdos se atascaron. ¿Conque castellano? Pues estan latín como el Arma virumque. Vino a lo quevino, o lo que es lo mismo vi no aloque vino, que

traducido literalmente, quiere decir con fuerzanado y me alimento con vino.

-Este fray Jacinto de los Traspasos de Maríaes un pozo de ciencia -dijo Salmón-. Gabriel, teatascaste.

-Y díganme ustedes -prosiguió el otro-,¿quéquiere decir Archiepiscopi toletani onerati suntmulieribus?

-Eso más claro es que el agua, mi señor donteólogo -repuso Salmón-. Es una blasfemia ycalumnia; pero valga lo que valiere, quiere de-cir, salva la intención, que los arzobispos deToledo están cargados de mujeres.

-¡Oh gansos, oh acémilas! Ya les cogí otravez -dijo fray Jacinto-. El archiepiscopi que pare-ce nominativo plural, es genitivo singular. Dela palabra que suena mulieribus hago dos, a sa-ber; muli æribus y resulta: los mulos del arzobispo

de Toledo están cargados de riquezas. ¡Ajajá! Pues ylo de tú comes caracoles, ¿qué significa?

-¡Oh! No estoy para quebraderos de cabeza -replicó Salmón-. Dejemos eso, y ya que en ellatín me ha vencido, esta tarde le venceré a labarra.

-Esta tarde no -dijo Rubio-, pues fray Jacintoha prometido venir conmigo a ver a las Cons-tantinoplas, que están locas por conocerle.

-Y Castillo, ¿dónde está? -preguntó Palome-que.

-En misa.

-¡Oh patres conscripti! -dijo otro fraile que vi-no a toda prisa por el claustro adelante-. ¡Gran-des y estupendas novedades! Han llegado tresconsejeros de Castilla, y están en conferenciacon el prior.

-¿Y a qué vienen esos consejeros del diantre?

-Según he olido, les manda Napoleón paraque nos emboben, por ver si consigue que unadiputación de regulares de todas las ordenesvaya a cumplimentarle y hacerle randibú en sucuartel de Chamartín.

-Antes al demonio.

-¿Conque randibú al azote de los pueblos, alenemigo de la religión, al carcelero de nuestroRey? Muy bien; tras de cornudo aporreado, yvengan palos, que con besar la mano que noslos da, todo queda concluido.

-Como se han de levantar contra Napoleónhasta las piedras, y al fin ha de marcharse consu hermano, excusado es andarse con mieles.

A esta sazón llegó el padre Castillo, que ven-ía de decir su misa, aquel discreto y agudo frai-le que en casa de la señora condesa había hechoel expurgo de libros.

-Padre Castillo, ¿conque tenemos visita deconsejeros de Castilla, para que nos humille-mos ante Napoleón?

-No sé nada de esto.

-Yo estoy determinado a salir de Madrid eirme por esas provincias a predicar la guerra,juntando gente armada -dijo Rubio.

-Y yo, como me suelte por tierra del Barco deÁvila y eche allá cuatro sermones, levanto has-ta las piedras -afirmó el Niño Jesús.

-Yo no me moveré de aquí -dijo Castillo-. Enesta casa me mandan los estatutos que resida, yaquí residiré mientras no me echen. Fundosenuestra orden para redimir cautivos, no parapredicar guerra ni armar soldados.

-Muy bien dicho; mas tampoco se fundó pa-ra que la patearan Emperadores y la escupieranJuntas.

-Dios hará de nuestra orden lo que fueseservido -repuso Castillo-. En tanto, nosotrosnos estamos mejor en nuestra casa, que pormontes y valles incitando a los hombres a ma-tarse. Y no es que dejemos de ser patriotas. Másharán las oraciones de un fraile piadoso en prode nuestros ejércitos, que los sermones furi-bundos y crueles de esos desgraciados que conlos hábitos al cinto se han lanzado a la guerra.Y dígame el buen Niño Jesús, ¿le parece merito-ria y digna de un cristiano y de un sacerdote laconducta de ese dominico que no quiero nom-brar y que se ha señalado por sus sanguinariasexcitaciones a la matanza de franceses? No,nada que sea contrario a las generales leyes dela caridad debe sacarnos de nuestra ordinariavida.

-Con buenas retóricas se viene ahora el pa-dre Castillo -dijo otro de los presentes-. No, sino hagámonos miel, para que nos papen impe-riales moscas.

-Dígame -preguntó un tercero-, ¿ha oído de-cir el Sr. D. Librote y Cata-pergaminos, queNapoleón va a reducir el número de regulares ala tercera parte? Pues sí, eso está muy bonito.Apláudalo el padre Castillo. Y nosotros veá-moslo y callemos, ¿no? ¡Pues me gusta! De mo-do que si un conquistador atrevido pone enpeligro nuestro instituto, lo daremos por bienhecho.

-¿Conque reducirnos a una tercera parte?-dijo Salmón-. ¡Bonita invención! Esas son lastan decantadas novedades de los filósofos y detodos esos masones a la francesa que hay ahora.

-No disputaré sobre si es conveniente o noreducir el número de conventos -dijo Castillo-.Cuestión es esta delicada y sobre la que sepodría hablar mucho. Lo que sí afirmo es que lareducción del número de regulares, y las ideasde poner coto a tantas fundaciones son bastan-tes antiguas, y se han ocupado de ello mil emi-nentes repúblicos. Ya saben todos que en el

siglo pasado se ha clamoreado bastante sobreesto. ¿Y qué más? A principios del décimosétimo siglo, cuando aún no se soñaba en enci-clopedias, ni en revoluciones, ni en logias, ni enfilosofías, personajes respetables y entre ellosalgunos españoles sapientísimos se expresaronen igual sentido. Como me dedico a buscarpapeles viejos, ¡vean mis caros hermanos lacasualidad! en estos días he encontrado dos quevienen como de molde a terciar en esta con-tienda.

Y al punto fue a su celda, que muy cerca es-taba, y volviendo con dos libros viejos, losmostró a sus hermanos.

-Aquí están -dijo-. Uno es el Memorial que alRey D. Phelipe III dio en su consejo de Estado frayLuis de Miranda, lector jubilado de la orden de SanFrancisco, acerca de la ruyna y destrucción queamenazaba a la república y monarquía de España, sicon presteza no se acude al remedio. Las causas yrazones que expone son: PRIMERA, la muche-

dumbre de hacienda que de secular se está convir-tiendo en eclesiástica. SEGUNDA, las innumera-bles personas, que por sus particulares fines, de se-glares se hacen religiosos, sin aver de ello necesidad,antes con daño de las mismas religiones. Esto seescribía en los primeros años del siglo décimosétimo, y si el mal era cierto, juzguen vuestraspaternidades si habrá aumentado, no habiendonadie acudido al remedio. El otro libro se titulaDiscurso del doctor D. Gutiérrez, marqués de Ca-reaga, en que intenta persuadir que la monarquía deEspaña se va acabando y destruyendo a causa delestado eclesiástico, fundación de Religiones, Cape-llanías, Aniversarios y Mayorazgos. Esto está im-preso en 1620. De modo, hermanos míos-añadió con zunga el buen Castillo-, que hacedoscientos años hubo quien ya dio en la flor dedecir que éramos muchos. Ahora, pues, carísi-mos, cada uno meta la mano en su pecho, con-sulte a su conciencia y pregúntese a sí mismo sicree estar de más: intelligenti pauca. ¿Y esas ga-llinas, padre Palomeque, cuántos huevos han

puesto en la semana? ¿Y cómo van esas jaulas,padre Salmón? ¿Qué me dice Vuestra Paterni-dad de aquellos enigmillas tan reservados quele enviaron ayer las Constantinoplas, padreRubio? ¿Halos acertado ya? ¿Y qué tal van esostoques de flauta, fray Agustín del Niño Jesús?

Y así fue dirigiendo a todos graciosas pullas,si bien ellos no se irritaban por esto, gracias alrespeto que le tenían. Con esto y con la retiradade Castillo se desbarató el corro y casi todosfueron a husmear a la puerta de la celda delprior por ver si descubrían cuál era la misterio-sa comisión de los consejeros de Castilla.Cuando Salmón y yo íbamos a espaciarnos unpoco por la huerta, vimos un fraile anciano queleyendo devotamente su libro de oraciones sepaseaba en el claustro bajo. Pregunté a mi ami-go quién era aquel venerable sujeto, y me dijo:

-Este es el padre Chaves, el más piadoso yrecogido de todos los frailes de este convento,si bien me parece que es algo mentecato. No

hace más que rezar, leer libros santos y asistir atodos los enfermos de la casa. Hace catorceaños que no ha salido una sola vez a la calle.No recibe regalos, sino aquellos que puede dara los pobres. Apenas come, y cuanto le danaquí lo guarda para repartirlo los sábados a unachusma que viene a la portería, porque segúndice él, ya que no puede redimir cautivos, quie-re redimir a los que padecen la peor esclavitudde todas, que es la miseria. Antes te dije que eraun mentecato; pero la verdad, hijo, Chaves esun excelente hermano.

-Dios ha puesto de todo en el mundo -penséyo-, y así como no hay nada perfecto, tampocohay cosa alguna que sea rematadamente mala.

-XXII-Al día siguiente Salmón me dio muy malas

noticias.

-¿Sabes lo que pasa, Gabriel? -me dijo en-trando muy de mañana en la celda que se mehabía asignado-. Pues he sabido que el Gobier-no francés, que ahora nos rige, ha nombradoalguacil, o como ahora dicen, oficial, jefe o no séqué de policía, a ese mismo Santorcaz quequería prenderte. Esto tiene indignados a cuan-tos le conocían, y prueba a las claras que yaestaba vendido a los franceses desde antes delsitio. También es indudable que en los días delsitio fue nombrado alguacil por la Sala de Al-caldes, sin que nadie acierte a darse cuenta decómo consiguió tal cosa. Le acompaña hoy co-mo antes su escuadrón de gente de mal vivir,que como sabes, era la que días pasados acalo-raba los ánimos contra los franceses en los ba-rrios bajos, haciéndose pasar por ardientes pa-triotas. Pero di, ¿qué has hecho para que tequieran prender? Porque me han dicho que él ylos suyos te buscan con verdadero frenesí, re-gistrando todos los rincones de Madrid.

-En verdad que no sé en qué fundan su per-secución -respondí-; pues por más que me de-vano los sesos, no puedo traer al pensamientoninguna acción mía que a cien leguas se parez-ca a un delito. Pero esos hombres son muy ma-los, y no hay que buscar fuera de ellos la causade sus maldades.

-Pues me han dicho que en todo el día deayer, ese Santorcaz no ha hecho más que pren-der gente sospechosa, es decir, gente a quiensupone hostil a los franceses.

-Es una venganza personal -dije-, o tal vezdeseo de apoderarse de mí para una baja intri-ga.

-¡Qué inmunda canalla! ¡Y de esta maneraquieren el rey de Copas y su hermano hacerseamar de los españoles! Pues no es mal chubascoel que se nos viene encima. Dicen que Napo-león ha rasgado el acta de capitulación, expi-

diendo con fecha de ayer varios decretos con-trarios a lo estipulado.

-Pues, padre mío -dije-, veo que me es preci-so huir de Madrid a toda prisa.

-¡Huir de Madrid! ¿Crees que es fácil ahora?Estate unos días más en esta casa, que el priorno tendrá inconveniente en ello, y después ve-remos cómo te sacamos de la villa. ¡Oh! Me hanasegurado que la salida es muy difícil hastapara las ratas. Parece que la gente de los pue-blos inmediatos a Madrid está levantada enarmas. Temen los franceses que esto sea cosaurdida con los de aquí para favorecer un mo-vimiento insurreccional dentro de la corte, yhan resuelto incomunicar a Madrid. La vigilan-cia que hay en las puertas es peor que de inqui-sidores; no dejan salir a alma viviente sin regis-trarle y darle mil vueltas; y como el viajero nolleve un papelucho que llaman carta de seguri-dad, expedida por esa bendita superintendenciade policía, a quien vea yo comida de lobos, lo

someten a un consejo de guerra. Conque, hijo,estás en peligro; no puedes vivir en Madrid, yla salida es muy difícil. ¡Ah! En este momentose me ocurre una cosa, y es que podemos solici-tar el amparo de la señora condesa, en cuyacasa estuviste el otro día, la cual me han dichoque es amiga de los franceses.

-¡La señora condesa amiga de los franceses!

-Quiero decir partidaria. Su primo, el duquede Arión, que ha pasado toda su vida en Fran-cia, entró en España con Bonaparte, de quien esmuy devoto, y actualmente está en el cuartelgeneral de Chamartín. Anteayer estuve en casade la condesa, y le esperaban de un día a otro.Como haya venido, no nos sería difícil queaquella bondadosa señora te consiguiese unacarta de seguridad para evadirte. Entretanto,hijo, aquí estás más seguro, y por sí o por no,vamos tú y yo ahora mismo a ver al prior delconvento, que es hombre de mucho mundo, yde tanta trastienda, que sería capaz de pegárse-

la al lucero del alba. Él nos dirá si lo que me haocurrido es razonable, o si hay otro medio másexpedito para ponerte en salvo.

Y sin más dimes ni diretes, llevome a la cel-da del padre prior, que en aquel momento hab-ía vuelto de decir su misa y despabilaba dosonzas de chocolate. Era el padre Ximénez deAzofra un hombre pequeño, de edad madura,ojos muy vivos, sonrisa maliciosa, cortesanosmodales y simpática conversación. Recibiomecon mucha bondad, y cuando Salmón le expusolas apreturas en que yo me encontraba, dijo loque sigue:

-En otras circunstancias, joven incauto, fácilnos habría sido socorreros poniéndoos al abrigode esta casa. Pero ahora todo está del revés. ElGobierno intruso nos mira con muy malos ojos,y bastaría que le protegiéramos a usted paraque se nos acusara de cómplices de la insurrec-ción, que así llaman ellos a nuestra santa cau-sa... En verdad que cada vez odio más a esa

canalla. Ved lo que hacen ahora. Desde queMadrid se ha rendido, ya les ha faltado tiempopara quebrantar lo convenido, y si prometieronrespetar las vidas, libertades y hacienda de estevecindario, ayer todo ha sido prender y encar-celar gentes honradas, a quienes se acusa deauxiliar a los insurgentes de Talavera y deCuenca. Todo es sospechar, y acusar, y asustar-se hasta de vanas sombras; y como los restosdel ejército de San Juan y las tropas del de Cas-taños que se unieron al duque del Infantadoandan por estas inmediaciones levantando lospueblos contra los franceses, estos ven un espíaen cada vecino de Madrid, y han resuelto im-pedir toda comunicación entre los habitantesde esta villa y los de Ocaña, Toledo, Talavera eIllescas; por lo cual no permiten la entrada delos paletos, fruteros y verduleros, razón de lagran carestía que hoy tienen todos los artículos.

-Mala situación es esta -dijo Salmón-. ¿Demodo, señor prior de mi alma, que en buenos

tiempos no recibiremos nada de nuestras gran-jas de Leganés, Valmejado, Casarrubielos, Ba-yona de Tajuña y Santa Cruz del Romeral? ¡Bo-nito porvenir! ¿Y entonces quid manducaveruntvel manducavere?

-¡Oh! amigo Salmón -contestó el prior conmalicia-; aquí viene bien aquello de ventorum-que regat pater, que quiere decir viento en panza,según traducía aquel gilito descalzo de quientanto nos hemos reído. Es preciso hacer peni-tencia.

-Bien, retebién -exclamó Salmón bufando-Viva el emperador de los franceses, y Rey deItalia y protector de la confederación del Rhin!De esa manera conseguirá Vuestra MajestadImperial y Real, que asada en parrillas vea yo,conquistar las simpatías del clero regular.

-No se cuida él de nuestras simpatías, amigoSalmón.

-Pero en resumidas cuentas, señor padreprior, este muchacho, de cuya moralidad ybuen proceder respondo, necesita salir de Ma-drid, y no dudo que Vd. con su influencia lepodrá sacar una carta de seguridad, con la cual ydisfrazado...

-¡Qué cosas tiene Salmón! -dijo Ximénez deAzofra-. ¿Qué puedo yo hacer? Conque enpriesa me ve, y doncellez me demanda. ¿No lehe dicho que desconfían de los regulares, y es-pecialmente han tomado entre ojos a los de estacasa?

-No sabía tal cosa. Al contrario: oí decir queVuestra Paternidad es de los que van a Cha-martín a cumplimentar a mi señor D. Caco im-perial, rey de los pillos, y protector de la con-gregación del Rin... conete y Cortadillo.

-¿Yo? -exclamó Ximénez con asombro-. Nohe nacido para besar la mano que me azota.Español soy, y español seré mientras viva. He

predicado en el púlpito de la Merced contra elEmperador, y no imitaré a los que siendo pri-mero desaforados patriotas, ahora son patriotastibios con vislumbres, amagos y pintas deafrancesados. Cierto es que va a Chamartín unadiputación de todas las clases de la sociedad;cierto que me han invitado para ir, y vea sumerced aquí la carta que sobre este punto meha dirigido el corregidor, y que de haber justi-cia en la tierra, debería ser quemada por la ma-no del verdugo. ¿No es una vergüenza que deeste modo se humillen los hombres? Ayer todoera inquina contra el ogro de Córcega, todo insul-tarle y ponerle por esos suelos; hoy todas sonblanduras. El mismo señor corregidor de Ma-drid que en su bando del 25 de Noviembre de-cía: La España está invadida por el tirano que domi-na en Francia, el cual ha quebrantado pérfidamentelas santas leyes, etc.; ese mismo señor corregidordon Pedro de Mora y Lomas, caballero de laorden de Carlos III, del consejo de Su Majestad,su secretario con ejercicio de decretos, inten-

dente de los reales ejércitos y de esta provincia,corregidor de esta villa, subdelegado de Rentasreales, intendente de la real Regalía de Casa deaposento, superintendente general de Sisasreales y municipales de ella, y subdelegado deMontes y Pósitos, etc., etc., pues la retahíla detítulos no tienen fin; ese mismo corregidor, re-pito, es el que hoy dirige un llamamiento antediem a todas las autoridades. ¿Para qué creeránVds.? Pues nada menos que para hacer presen-te que la villa de Madrid habrá tenido el honor deofrecerse a los pies de S. M. I. y R. para manifestarleel reconocimiento a la bondad e indulgencia con queha tratado esta corte, felicitarse por tener a S. M. ensu seno, y expresarle que si lograba merecer la dig-nación y aprecio de S. M. se contemplaría dichosa.¿Qué tal? ¿Es este un lenguaje digno y patrióti-co? Además en la convocatoria -añadió reco-rriendo con la vista el papel-, se llama a Napo-león padre amoroso, y a sus atropellos benéficasmiras, y el objeto es reunir un cierto número depersonas respetables que piquen espuelas hacia

Chamartín para pedir a Bonaparte se digne con-ceder la gracia de que vean en Madrid a su augustohermano nuestro rey Josef. Vamos, vamos, nopuedo leer más, porque tanta bajeza me sacalos colores de la cara. Verdad es que los queesto han firmado lo han hecho cediendo a ame-nazas del comandante general Mr. Belliard queles pone el puñal al pecho; pero no por eso esdisculpable, pues si no traición a la patria, debeimputárseles una debilidad y flaqueza que rayaen crimen.

-¿De modo que usted no va a Chamartín?

-¿Yo? Ni por pienso. He oído que van en re-presentación de los regulares el padre Amadeo,abad de San Bernardo, y el padre CalixtoNúñez, abad de los Basilios. Ya se ve: ¿qué sepuede esperar de esos infelices tan dejados dela mano de Dios? Caerán en el garlito losMínimos, algunos pobres Franciscos, los desdi-chados Agonizantes, no pocos Agustinos, todoslos Gilitos, los Hospitalarios, los Donados, los

Carmelitas descalzos, y esos infelices Afligidos,que son los mayores mentecatos de la cristian-dad; pero la Merced sostendrá su bandera, laMerced no adulará Emperadores, la Merced enunión con los Dominicos desafiará el poder deltirano, contra franceses ladrones y empecatadosespañoles.

-Y los víveres por esas nubes, y las puertasde Madrid cerradas al buen vino, al rico aceite,a los huevos, a las coles, al extremeño tocino y alos jamones de Candelario. Bueno, bueno, co-mamos ensalada de perejil y cañutillos de mon-jas mojados en agua de limón. ¡Viva la patria,Sr. Ximénez, viva el orgullito que nos pondrácomo espátulas!

-Pues bien; lo que he dicho a Vd. -continuóel prior-, lo he dicho a los que vinieron a sonsa-carme, y oídas mis palabras, tratáronme con talacritud, que espero grandes desdichas paranuestra orden y nuestra casa. De modo quenada puedo hacer por este joven.

A esto llegaban cuando entró el padre Casti-llo acompañado de otros dos frailes. El unosupe después que se llamaba el padre Vargas, yaunque del mismo hábito y orden, pertenecía alconvento de la Trinidad calzada, también demercenarios redentores de cautivos, y el otroera dominico, del convento de Santo Tomás, ytenía por nombre el padre Luceño de Frías.

-Ya, ya pareció aquello -exclamó Vargas conestrepitosa voz-. Ya no podemos dudar de laveracidad de esos decretos, porque por ahí losreparten impresos y aquí tengo un ejemplar.Todos los decretos llevan la fecha del 4, y sontales que podrían arder en un candil en nochede aquelarre.

-Veámoslos. ¿Es cierto que nos reducen a latercera parte?

-Tan cierto, que... -dijo el dominico-, no nosreducen a la tercera parte, sino que nos partenpor el eje, Sr. Ximénez de Azofra.

-Atención, que leo -dijo Vargas, poniendoante los ojos, de verdes antiparras armados, unpapel impreso-. Los decretos rezan lo siguiente:En nuestro Campo Imperial de Madrid a 4 de Di-ciembre de 1808. Napoleón Emperador de los etc...Considerando que el Consejo de Castilla se ha com-portado en el ejercicio de sus funciones con tantadebilidad como superchería... que después de haberreconocido y proclamado nuestros legítimos derechosal trono, ha tenido la bajeza de declarar que habíasuscrito a estos diversos actos con restricciones se-cretas y pérfidas, hemos decretado y decretamos losiguiente: Art. 1.º Los individuos del Consejo deCastilla quedan destituidos como cobardes e indig-nos de ser magistrados de una nación brava y gene-rosa.

-Pues digo -exclamó Ximénez-, que eso estámuy lindísimamente hecho.

-Es verdad -afirmó el dominico-, porqueesos señores han estado jugando a dos juegos, ycon todo el mundo quieren comer. Adelante.

-Otro -prosiguió Vargas-. En nuestro CampoImperial, etc... Napoleón, etc... Este no hace expo-sición de motivos, ni considerando alguno, sinoque dice simplemente: Artículo. 1.º El Tribunalde la Inquisición queda suprimido como atentatorioa la soberanía y a la autoridad civil.- Art. 2.º Losbienes pertenecientes a la Inquisición se secues-trarán y reunirán a la corona de España.

-Ya se ve -exclamó el dominico sin disimularsu enojo-. Sin eso no podía pasar. Afuera Inqui-sición y vengan herejes, y lluevan masones,¿qué les importa esto a los que no se cuidan delo espiritual?

-Poco significa esto -dijo Castillo-, porque elSanto Tribunal casi no existe ya de hecho, abo-lido por la suavidad de las costumbres.

-Pero se conservan las fórmulas, señor mío-contestó con aspereza el dominico-, y lasfórmulas tienen gran fuerza. Verdad es que nose quema, ni se descuartiza (lo cual dicho sea

de paso es excesiva blandura, según estamoshoy comidos de herejía); pero hay todavía de-gradaciones y simulados tormentos, que tienenmuy buen ver para los malos.

-Item -prosiguió Vargas-. Art. 1.º Un mismoindividuo no puede poseer sino una sola encomien-da.

-Adelante, que eso nos interesa poco.

-Item.- Art. 1.º El derecho feudal queda abolidoen España.- Art. 2.º Toda carga personal, todos losderechos exclusivos de pesca, de almadrabas u otrosderechos de la misma naturaleza, en ríos grandes ypequeños; todos los derechos sobre hornos, molinos yposadas, quedan suprimidos, y se permite a todos,conformándose a las leyes, dar una extensión libre asu industria.

-Eso no es nuevo -dijo Castillo-, y es lástimaque nuestros gobernantes con su indolencia

hayan permitido a los franceses el jactarse depromulgar una ley tan buena.

-Eso, eso es, ¡hágale su merced la mamola! -dijo Luceño de Frías con el mayor desabrimien-to, sentándose a horcajadas en una silla paraapoyar los brazos en el respaldo-. Me gustan lasideas del padre Castillo. Si para eso pasa Vues-tra Paternidad la vida entre la polilla de loslibros, buenas nos las de Dios.

Y sacando su tabaquera y alargando la manohacia el prior, añadió:

-Señor Ximénez, un polvito, que los dueloscon rapé son menos.

-No lo gasto -repuso el prior.

-Vamos, amigo Vargas, un polvito.

-No lo gasto, que eso es cosa de viejas. Aquítengo unos cigarritos de la Habana, que mere-

cen ser chupados por los ángeles del cielo. Si elseñor prior me da su permiso...

-Vengan -gritó Salmón-, esos tabaquíferosincensarios y pebetes de Oriente, que tan bienmatan el fastidio.

-Allá van -dijo Vargas-. Son regalo de la se-ñora marquesa del Fresno, y fuéronme remiti-dos poniéndolos en la mano de un Niño Jesús,que me envió para que le diera una mano depintura.

-Pues en lo relativo a ese decreto que acabade leerse -dijo Castillo-, mi conciencia no medicta sino alabanzas, y alabanzas le daré, aun-que lo haya escrito el gran Tamerlán. ¿Por ven-tura no son esas las mismas ideas que hanhecho célebre en toda la redondez de la tierra anuestro gran Jovellanos? El mismo conde deFloridablanca, ¿no intentó algo en ese asunto?Y los sabios consejeros de Carlos III, ¿no se die-ron de cabezadas por quitar esas trabas a la

industria? Todos sabemos que a aquel eminen-te Rey se le pasaron ganas de promulgar estedecreto.

-¡Cosas de los jesuitas! -exclamó el dominicomeciéndose en la silla-. Pero esos pelanduscasandan también al retortero de Napoleón, porver si sacan tajada. Adelante con la lectura.

-Pues adelante -continuó Vargas-. Conside-rando que uno de los establecimientos que perjudi-can a la prosperidad de España son las aduanas yregistros existentes de provincia a provincia, hemosdecretado lo siguiente: Desde 1.º de Enero próximo,las aduanas y registros de provincia a provinciaquedan suprimidos. Las aduanas se colocarán y es-tablecerán en las fronteras.

-Tampoco eso tiene pero -observó Castillo-,y la Junta Central, ya que pensó decretarlo, nodebió esperar a que lo hicieran los franceses.

-También esto le parece bocadito de ángelesal Reverendo Castillo -dijo Luceño-. Medradosestamos. ¿Tratan de eso los libros de VuestraMerced?

-Atención -indicó Vargas haciendo un gestodramático-, que ahora viene lo gordo. Conside-rando que los religiosos de las diversas órdenesmonásticas en España se han multiplicado con exce-so; que si un cierto número es útil para ayudar a losministros del altar en la administración de los Sa-cramentos, la existencia de un número demasiadoconsiderable es perjudicial a la prosperidad del Esta-do, decretamos lo siguiente: Art. 1.º El número delos conventos actualmente existentes en España sereducirá a una tercera parte. Esta reducción se eje-cutará reuniendo los religiosos de muchos conventosde la misma orden en una sola casa. Art. 2.º No seadmitirá ningún novicio ni permitirá que profeseninguno, hasta que el número de religiosos se reduz-ca a una tercera parte. Art. 3.º Los regulares quequieran renunciar a la vida común y vivir comoeclesiásticos seculares, quedan en libertad de salir de

sus conventos. Art. 4.º Los que renuncien a la vidacomún, gozarán de una pensión que se fijará enrazón de su edad, y que no podrá ser menor de tresmil reales ni mayor de cuatro mil. Art. 5.º Del fondode los bienes de los conventos que se supriman, setomará la suma necesaria para aumentar la congruade los curas. Art. 6.º Los bienes de los conventossuprimidos quedarán incorporados al dominio deEspaña, y aplicados a la garantía de los vales y otrosefectos de la Deuda pública.

Durante la lectura de este decreto, no se oyóen la celda de Ximénez otro rumor que el pro-ducido por el vuelo de una mosca, que andabaa vueltas tras los restos del chocolate prioral,como Bonaparte tras los reinos de España. Des-pués de leído, aún duró bastante el silencio.

-XXIII--¡Toquen castañuelas, repiquen panderos,

machaquen almireces, punteen vihuelas y apo-

rreen zambombas para celebrar el talento delsabio legislador, harto de bazofia y comido depiojos, que sacó de su cabeza ese pomposo ycoruscante decreto! -exclamó al fin Luceñodando un porrazo en el respaldo de la silla ylevantándose de ella.

-¿Conque a la tercera parte? -dijo Salmón-.¿De modo que de cada tres no ha de quedarmás que uno?

-Eso es, y los demás a la calle, a pedir limos-na, porque una pensión de tres mil reales parapersonas que han de vivir decentemente, esaquello de hártate comilón con pasa y media.

-Y afuera novicios.

-¡Y no más profesar!

-Y con los bienes se aumentará la congrua delos curas.

-También eso está bien -dijo el dominico-.Alábelo su merced, padre Castillo. ¡Que nosquiten lo nuestro para darlo a los curas! ¿Quié-nes son los curas, ni qué hacen esos zanguan-gos en bien de la cristiandad? Ya... como loscuras son tan tibios patriotas... ¡Estoy que bufo!

-Lo mejorcito es que los bienes de los con-ventos suprimidos pasen al dominio de España.

-¿Qué tiene que ver España, ni San España,ni Marizápalos, con esos bienes?

-¿De modo que nuestras granjas de Leganés,de Valmojado...? -preguntó Salmón.

-¡Ya se ve! De esto se ríen todos esos infelicesMínimo, Gilitos y Franciscos que nada tienen.A ellos, ¿qué les importa? Por eso van a hacerleel como la porta bu. Bien, retebién. Y lo mismohacen los Afligidos, que son la cáfila de maja-deros más desaforados que he visto.

-No murmurar, hermano -indicó Castillo.

-Dios me lo perdone -dijo Luceño-, y no lodigo por nada malo, que hay Afligidos de todasclases. ¿Pero creen vuestras mercedes que sellevará a cabo esto de las tercera partes?

-Yo creo que va a ser dificilillo.

-Pues yo temo que lo llevarán adelante -afirmó Luceño-; que esta mañana me ha dichoen confianza un regidor que va a Chamartín,que ya tienen hecho su plan, y que dentro depocos días comenzará el restar y dividir, paradar principio a la demolición de los conventos.

-¡La demolición!

-Sí: que todas estas casas las destinan a ofici-nas del Estado, y la primera que va a caer hechapedazos es este monasterio de la Merced en queahora estamos.

-¡Cómo, la Merced! ¡Se atreverán a ello! -exclamó Ximénez de Azofra, dándose un golpeen el brazo de la silla-. ¡Cómo! ¿Se atreverán aderribar esta casa que lo fue del gran Tirso deMolina? ¿Y la gran devoción que inspira la Vir-gen de los Remedios que está en una de nues-tras capillas? ¿Pues y el sepulcro de los nietosde Hernán-Cortés? No, no puede ser. Derribenen buen hora otras casas de religiosos, pero noesta por tantos títulos, además de su antigüe-dad, venerable.

-Y también está amenazada la Trinidad Cal-zada -apuntó Luceño-, si no de que la derriben,al menos de que la vacíen.

-Eso no puede ser -declaró Vargas-, que másglorias encierra mi casa que todos los demásclaustros de Madrid reunidos. Díganlo si no elbeato Simón de Rojas y el padre Hortensio deParavicino, autor del libro De locis theologicis.

-Autor de las Oraciones evangélicas, de la His-toria de Felipe III y de la España probada, querrádecir Vuestra Paternidad -indicó Castillo conmalicia-; que el libro De locis theologicis, hastalos chicos de las calles saben que es de MelchorCano.

-Tiene razón Castillo: me equivoqué. Perosea lo que quiera, también tiene mi convento lahonra de haber rescatado, mediante los padresBella y Gil, al inmortal Cervantes, autor delQuijote, Sr. Castillo, pues yo también entiendoalgo de autores. En caso de desalojar conventospara oficinas, ahí está Santo Tomás, donde ca-ben todas.

-¡Cómo es eso! ¡Santo Tomás! ¡Desalojar aSanto Tomás, el más ilustre de los conventos deMadrid! -exclamó impetuosamente el domini-co-. ¿Y qué sería de este pueblo si te quitaran elespectáculo de las procesiones que de allí salencon motivo de las funciones del Santo Oficio? Afe que hartas casas hay en Madrid, si quieren

hacer plazuelas, como dicen, aunque más valeque no se toque a ninguna, porque setenta y dosconventos para una población de 160.000 al-mas, me parece que no es mucho. Las casas dereligiosos apenas ocupan un poco más de lamitad del perímetro de esta gran villa, lo cualno es nada desmedido, y de todas las casas quese alzan en ella, sólo cuatro quintas partes perte-necen a conventos, memorias pías, capellaníasy otras fundaciones.

-Y dígame, Luceño -preguntó Ximénez-,¿van dominicos a la reunión que convoca elcorregidor?

-Creo que no. Según he oído, sólo se prestana ir a Chamartín el prepósito de San Cayetano,el abad de Montserrat, dos Agonizantes, un parde Franciscos, un rector de Niñas de la Paz y unAfligido.

-Pues estos sacarán tajada, no lo dudenvuestras mercedes. Sobre nosotros lloverán losdecretos y las terceras partes.

-Mi opinión es -dijo Salmón-, que pues cues-ta bien poco ir de aquí a Chamartín, nada sepierde con que vayan un par de padres, y yome brindo a ello, que bueno es estar bien contodos, y el orgullo es pecado, y quien al cieloescupe en la cara le cae.

-No en mis días: de esta casa no irá nadie-aseguró Ximénez de Azofra-, y en cuanto aeste joven, nada podemos hacer. Indigno seríapedir favores a quien nos trata mal, amenazán-donos con terciarnos y partirnos como si fué-ramos aranzadas de tierra. Conque busque us-ted quien le proporcione la carta de seguridadpara salir de Madrid.

-Dificilillo es -afirmó Luceño-, pues entiendoque se miran mucho para dar las tales cartas, y

sin ellas no es posible dar un paso de puertasafuera.

-Sin embargo -dijo el discreto Castillo-, haymultitud de personas que por estar en bien conlos franceses, pueden socorrer a este joven. ¿Noconoce Vd. ninguna persona de alta posición yde influencia?

-Sí, ya me ocurrió acudir a la señora condesa-indicó Salmón-, y confío en que su generosi-dad sacará a este joven del mal empeño en quese ve. El señor marqués se ha afrancesado ydicen que va a entrar en la alta servidumbre delrey José.

-El Sr. D. Felipe bebe los vientos porquecualquier Gobierno se acuerde de él -dijo Casti-llo-. Algo debe de haber de cierto en eso, pueshace tres días, después de haberse presentado aBelliard, fuese al Pardo, donde se ha instaladocon su hija. Ayer creo que debió llegar a dichoreal sitio el rey José. A pesar del influjo que en

la botellesca corte tiene el señor marqués, yo nome fiaría de él para ningún delicado asunto. Demás eficacia me parece en el caso presente elseñor duque de Arión, pariente de esta familiay que goza de gran poder en el cuartel general.

-¡Admirable idea! Veremos al señor duque.

-No ha llegado aún a Madrid, y como no seaexponiéndose a los peligros de un viaje a Cha-martín, este joven no podría verle.

-Lo mejor -añadió Salmón-, es que veamoshoy mismo a la señora condesa. ¿Va hoy allá laPaternidad del Sr. Castillo?

-Dentro de un rato, pues la señora marquesame ha mandado llamar hoy con toda premura.Si quiere este joven venir conmigo, le llevaré.

-Oportunísimo -añadió Salmón-. Yo iré tam-bién. Pero hijo, si en la calle acertamos a pasarpor junto a esos cafres...

-Pues bien -dijo Ximénez-; para que vayamás seguro, yo les presto mi coche, que con susdos gallardas mulas debe de estar ya en lahuerta.

-Muy bien -declaró Salmón batiendo pal-mas-. Me parece buena idea la del coche; peropara mayor seguridad, te vestiremos de novi-cio. Venga la carroza prioral y a casa de la con-desa.

-Pues entrareme también en ella, y me de-jarán de paso en Santo Tomás -añadió Vargas.

-Pues allá voy también -dijo Luceño-, si medejan en las Descalzas Reales.

Y así acabó la conferencia sin más resultasque las de mi improvisado disfraz de novicio ymi viaje a casa de la condesa, donde me pasó loque el lector verá a continuación si tiene pa-ciencia para seguir leyendo.

-XXIV-La condesa mostró mucho asombro al ver-

me. Hallábase en la misma habitación dondealgunos días antes me había recibido, y cuandoentramos, apartose del secreter donde escribía,para venir a nuestro lado. Castillo principiópreguntándole por la salud de todos, y luegoen breves palabras le expuso los motivos de mivisita y de mi nuevo vestido. Cumplida estamisión, y añadiendo que necesitaba ver a laseñora marquesa, pidió a Amaranta venia parapasar adentro, y con esto nos quedamosSalmón y yo solos con ella.

-Por ahí se murmura que yo soy afrancesada-dijo Amaranta-, pero no es cierto. Mi tío sí haabrazado la causa del rey José con tanto entu-siasmo, que cuando le contradecimos en algúnpunto relativo a estas cosas, nos quiere comer atodos. Vive en el Pardo con su hija desde hacetres días en el mismo palacio real, pues el Rey

intruso se ha empeñado en incluirle en su altaservidumbre. Está mi tío loco de contento, y siviene esta tarde a Madrid, como decía, yo lerogaré que me proporcione una carta de seguri-dad para este mancebo.

-Ya estás en salvo, Gabriel -exclamó el mer-cenario.

-¿No te dije que esta excelsa señora te sacaríade tan mal paso?

-Aún mejor puedo conseguirla por mi primoel duque de Arión, el cual más que afrancesado,es francés puro, y si viene mañana a Madrid,como espero, no olvidaré este encargo.

-Vaya, no hay que pensar en que te echenmano -dijo Salmón levantándose-. Ya estás sal-vado, chiquillo; prostérnate ante Su Grandeza ydale un millón de gracias por tantas mercedes.Y ahora, señora condesa, si usía me da su licen-cia, voy a pasar a ver a mi señora la marquesa,

que el otro día me habló de unos requesones,acerca de cuyo mérito quería saber mi voto.

Nos quedamos solos Amaranta y yo, lo cualme agradó, pues deseaba hablar con ella sintestigos.

-Señora -le dije-, ¡cuánto agradezco a vue-cencia esta nueva bondad! Ahora me cumplepedir perdón a usía por no haber salido de Ma-drid, como hubiera sido mi deseo.

-Estarías alistado.

-Justamente, y ahora que el desarme mepermite salir, una persecución injusta, cuyarazón no puedo explicarme, me detiene en Ma-drid, oculto en el convento de la Merced.

En seguida contele el incidente de Santorcaz,añadiendo que el antiguo desleal mayordomode la casa andaba a la zaga del flamante jefe depolicía.

-Ya lo sé -me dijo Amaranta-, y he tenidomiedo de que algún peligro amenazara nuestracasa. Por eso me alegro mucho de que Inés estécon mi tío en el palacio del Pardo, donde nopuede ocurrirle nada malo. El primer día sentíayo gran zozobra; pero nosotros tenemos anti-guas amistades y relaciones con las primeraspersonas del partido francés, y ya estoy tran-quila. Nada temo de esos miserables.

-Me falta -dije yo-, dar las gracias a vuecen-cia por los otros favores de que me dio cuentael licenciado Lobo. No los necesitaba para lle-var adelante mi resolución, y sin destino en elPerú, sin ejecutoria de nobleza y sin promesasde dinero, sabré hacer de modo que usía notenga queja alguna de mí.

-No -me dijo sonriendo-, el destino que soli-cité de la Junta, espero que ahora me lo concedatambién el Gobierno francés, y de todas estasdiligencias está encargado Lobo, a quien hedado cartas para Cabarrús y para Urquijo. Irás

al Perú, tendrás tu ejecutoria de nobleza, y conesto y con la ayuda de Dios podrás llegar a serun hombre de provecho. La conciencia me im-pulsa a hacer esto en pro de una persona desva-lida que tiene derecho a mi consideración. Encambio no olvidaré que has hecho una prome-sa, y cuanto hago por ti no es más que la re-compensa anticipada que ganas cumpliendo lopactado.

-Señora condesa, yo cumpliré religiosamentelo prometido -le contesté con resolución-, y nopuedo admitir la recompensa. Mi dignidad nome lo permite.

-¿Pues acaso tú tienes dignidad? -me dijoriendo-. Pero no, no debo reírme. ¿Por qué nohabías de tenerla como otro cualquiera? Laverdad es que los que estamos en cierta posi-ción, no vemos más que a nosotros mismos. Encuanto a la determinación de no aceptar nada,yo arreglaré las cosas de modo que aceptes.

Así hablábamos cuando regresó Salmón anuestro lado, y al punto cortó el hilo de nuestrocoloquio, diciendo:

-Gran satisfacción, señora condesa, me hacausado la noticia que en este momento acabode oír de los autorizados labios de mi poderosaseñora la marquesa. La paz sea en esta casa,señora, bendigamos la mano de Dios.

-¿Habla Su Paternidad del asunto de miprima? -dijo Amaranta-. Sí, ya creo que la te-nemos en vías de curación.

-Veo que el ingeniosísimo recurso ideadopor el gran entendimiento de vuestra mercedha surtido su efecto. ¿Y cómo recibió la noticia?¿Se turbó, derramó muchas lágrimas...? Porqueen realidad, señora, decirle de buenas a prime-ras que el joven ese...

Y Salmón se detuvo como hombre prudente,temiendo hablar de negocio tan delicado delan-te de un extraño.

-Puede Vuestra Paternidad hablar sin reti-cencias -dijo Amaranta con un tonillo que mepareció algo intencionado-, porque no estandoen antecedentes la única persona que nos oye,poco importa...

-Pues preguntaba, señora, si cuando se le di-jo y se le probó la muerte de ese joven, nomostró su pena de un modo ruidoso, con des-mayos, gritos, lloros y demás desahogos pro-pios de la debilidad femenina.

-Nada de eso, padre -repuso Amaranta conmuestras de satisfacción-. Al principio no loquería creer; luego cuando se le probó de unmodo irrecusable, con los papelotes que trajo ellicenciado Lobo, pareció dudarlo, y por últimocuando yo se lo dije, aparentando sentirlo ydoliéndome mucho de la muerte de ese infeliz,

empezó a creerlo. Lo que más la ha convencidofue el artificio verdaderamente teatral que puseen práctica para hacérselo creer. Estaban todoshablándole de este asunto, cuando entré deimproviso, fingiendo mucho enojo porque sinpreparación alguna le daban tan tristes noticias;arranqué de las manos de Lobo aquellos pape-luchos que fingían ser partidas de defunción,copias del libro del hospital o no sé qué, y loshice pedazos delante de ella. Al mismo tiempoempecé a disponer que se dieran cordiales yotros remedios del caso, asegurando que teníaella mucha razón en sentir la muerte de aquelcon quien tuvo tan honesta amistad. Esto hizoefecto, y después cuando encerrándonos las dosen mi alcoba, le dije: «Sosiégate, todavía puedeser que se salve. Yo te prometo que si vive leverás, y quién sabe, primita mía... puede ser,puede ser...». Ella se afligió mucho, y yo añadí:«Es preciso tener resignación, es preciso apren-der a padecer. Yo no quiero contrariar ya unainclinación tan decidida, porque antes que todo

es tu felicidad. Desgraciadamente Dios quiereresolver la cuestión de otro modo y llamar a esejoven a su seno. Esta mañana he estado en elhospital, le he visto, y la verdad... había pocas oningunas esperanzas». Y con esto aumentabasu tristeza; pero sin llantos ni exclamaciones.Luego yo también me puse a llorar y la abracé yle di mil besos, diciéndole: «Ya ves cómo noestá en mi mano hacerte feliz. Te aseguro quepor mi parte no repararía en nada para conse-guirlo; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo.Procura calmarte y ten resignación»: cuandoesto le dije, la dejé convencida. ¡Ay! Después suaspecto era el de la resignación. Hablaba poco yparecía meditar. Se ha desmejorado mucho enpocos días; pero esto se le pasará indudable-mente. Ahora ha ido al Pardo, pues la variaciónde localidad es muy buen remedio para estasenfermedades del espíritu. Su manía caprichosay ciega nos ha disgustado mucho; pero me pa-rece que dentro de algún tiempo estará todoconcluido.

-¡Oh! ¡qué felicidad! -exclamó Salmón-, hayun gran médico del dolor que se llama el doctortiempo. Perdida con la idea de la muerte la es-peranza, ese señor médico hace maravillas enun par de semanas.

Yo oía este diálogo y admiraba la extremadahabilidad artística de aquella encantadora cor-tesana, tan maestra en engaños y ficciones.

-Ha hecho muy bien usía -continuó Salmón-en poner en juego esos ingeniosos ardides queprueban su grandísimo talento. Era una cosaque daba vergüenza ver a mi niña enamorisca-da de un haraposo de las calles, que sin duda esde lo más arrastrado y despreciable que hanechado madres al mundo.

-¡Oh! no -dijo Amaranta con cierto énfasisjovial-. Nosotros nos esforzábamos en pintárse-lo así; pero no tiene nada de despreciable. Yotengo noticias ciertas de sus antecedentes yconducta. Además de que ha demostrado en

varias ocasiones una nobleza de sentimientosque no puede caber sino en personas bien naci-das; su posición es más que regular. Cierto esque por desgracias de familia, tan comunes enestos tiempos, viose reducido a la indigencia;pero está probado que procede de una nobilí-sima familia de los mejores solares de Anda-lucía, como lo acredita la ejecutoria que posee,y además, figúrese Su Paternidad si tendráméritos personales, cuando la Junta Central ledio espontáneamente un gran destino en elPerú, cuyo destino parece le confirmará ahorael Gobierno francés.

Tuve que hacer un esfuerzo para contener larisa que asomaba a mis labios.

-Pues eso sí que no lo sabía yo. De modo quela discreta ninfa no había puesto sus ojos enningún piruétano. De todos modos, bueno esque se haya quitado de en medio por una en-gañosa ficción la importuna memoria del em-

pleado del Perú. Por supuesto, señora, no hayque pensar en D. Diego.

-¡Oh! no... estamos decididas. D. Diego noserá de modo alguno su esposo, aunque renun-ciemos a la buena amistad de la de Rumblar. Alfin he convencido a mi tía, y pronto hasta im-pediremos a ese joven que entre en esta casa.Aún viene aquí; pero tanto nos disgusta su pre-sencia, que de un día a otro le vedaremos laentrada.

-Y ese pariente de vueseñorías -dijo el mer-cenario-, ese duque de Arión, a quien se tienepor un joven instruidísimo, ¿no estará destina-do a ser esposo de la joya de esta casa? Perdoneusía mi curiosidad.

-No lo sé -respondió Amaranta-. No hay na-da proyectado. Mi primo ha vivido catorceaños en París, apenas nos conoce.

Así continuó la conversación por un buenespacio de tiempo, cuando sentimos ruido devoces, y vimos que con gran estrépito y ba-rahúnda entraba el diplomático, en traje decamino, y tan alegre, tan festivo, tan charlatán,que al punto le tuvimos por poseedor de losmás altos secretos de Estado.

-Sobrina -gritó al entrar-, aquí me tienes. Pe-ro soy el juego de la correhuela: cátate dentro ycátate fuera. Ahora mismo tengo que salir, perosi no miente mi lista, son ciento dos las perso-nas que he de ver de aquí a las cuatro de la tar-de. ¡Si me vuelvo loco! Si no es mi cabeza paratantos negocios. Que vaya el señor marqués aexplorar el ánimo del duque de Alba para ver sicede o no cede; que forme el señor marquésuna lista de las personas de la grandeza queestán dispuestas a acatar a José; que vea el se-ñor marqués al corregidor de Madrid; que se déuna vuelta por los Cinco Gremios a ver si anti-cipan o no anticipan fondos; que vaya, que

venga, que corra, que escriba, que aconseje, queconsulte, que tantee... ¡Jesús, María, José! Estono es vivir. Yo no quería meterme en tales fae-nas. Pero me han obligado, me han cogido, mehan puesto el cordel al cuello. Cuando el reyJosé dice que no puede hacer nada sin mí;cuando me presenta a su hermano elogiándo-me con frases que no repito por no parecer jac-tancioso, no es posible evadirse... ¡Oh! ¡Québelén, qué ir y venir! Nada se ha de hacer sinque yo diga hágase. Y Vd., Sr. Salmón, ¿quédice de estas cosas?

-Qué he de decir, sino que Dios le conserve ausía mil años al lado de ese Rey, para ver sievita lo de las terceras partes con que nos hanamenazado.

-Todo se arreglará, hombre, todo se arre-glará. A pesar del decreto de proscripción,hemos salvado la vida a Infantado, Alba, SantaCruz del Viso, Medinaceli, Hijar, Fernán-Núñez, Altamira, Castel Franco, Cevallos, y al

obispo de Santander, sentenciados a muertepor el decreto dado en Burgos el 12 de No-viembre. Se les envía a Francia simplemente.Otras muchas cosas ha dispuesto el Emperador,modificando sus primitivas determinaciones;pero no las puedo decir, no, no te diré una pa-labra, sobrina, de estos delicados negocios; yate veo sonreír... Ya te veo a punto de emplearlas armas de tu seducción para poner sitio a lafortaleza de mi secreto; pero no te diré nada,no, ni una sílaba; ni tampoco a Vd., padreSalmón, que me mira con esos ojazos, que reve-lan toda la concupiscencia de la curiosidad.

-No quiero saber nada de eso -dijo Amaran-ta-. ¿Y mi primita?

-Contentísima.

-¿Cómo contentísima?

-No, no, quiero decir, tristísima. En dos díascreo que no habrá dicho seis palabras. Se ocupa

en sus labores con una asiduidad que measombra, y no hay quien la haga presentarse enel gran salón de Palacio.

-Ha hecho Vd. muy mal en dejarla sola -dijola condesa con cierto enfado.

-¿Y qué le ha de pasar? ¿No quedan allí loscriados? ¿No está con tu doncella y con Serafi-na, que ni un instante se separa de su lado?

-Pero ya le dije a Vd. que Inés no debe que-darse sola con doncellas y criadas en ningunaparte -añadió Amaranta notoriamente contra-riada.

-¿Estamos viviendo en despoblado? -dijo elmarqués riendo-. En el Pardo, en el mismo pa-lacio del Pardo, donde vive un Rey con nume-rosa servidumbre y guardia, ¿no puede que-darse sola mi hija, por cuatro o cinco horas? ¡Sivieras qué habitación tan magnífica me handestinado en el piso bajo! Dan sus balcones al

jardín del Mediodía, y se goza allí de una deli-ciosa vista. Ayer y hoy por la mañana, Inés sa-lió a dar un paseo por el jardín. ¡Buen rato pasóla pobrecita!... ¿Pero cuándo vienes al Pardo?Por Dios y María Santísima, que sea pronto.Allí se pasan las noches deliciosamente y nopuedes figurarte cuán amable, cuán discreto,cuán bondadoso es el rey José... ¡Cuánto nosreímos anoche! Él me preguntó: «¿Por qué di-cen los españoles que soy borracho, cuando nobebo más que agua?». Yo me quedé un tantocortado; pero disculpé a mis paisanos comopude.

-Mañana -dijo Amaranta-, nos iremos mi tíay yo, pues ya a fuerza de sermones, voy lo-grando vencer su repugnancia a los franceses. Yahora que me acuerdo, tío, tiene usted que pro-curarme una carta de seguridad para que puedaescaparse de Madrid una persona, injustamenteperseguida.

-¡Oh, no, de ningún modo! -dijo el diplomá-tico-. Yo no oculto insurgentes, ni favorezco demodo alguno la insurrección. ¿Cartitas de segu-ridad? Nada, nada, sobrina, no ampares píca-ros, ni protejas a los que se obstinan en aumen-tar los males de la patria. Sométanse todos a esebendito soberano que no bebe más que agua, yentonces se acabarán las precauciones. Es preci-so sofocar la insurrección que hierve en los al-rededores de Madrid, y hacen muy bien en nodejar salir ni una mosca.

-Bueno -dijo Amaranta-. Mañana ha de lle-gar mi primo el duque de Arión, y él me darácuantas cartas de seguridad se me antoje pedir-le.

-¡Que viene mañana! -dijo el marqués-. Yo leesperaba esta noche. Me han dicho que yacumplió la misión que le dio el Emperador enBurgos y ha regresado al cuartel general. En-trará también en la servidumbre del Rey José.Si llega mañana, inmediatamente os marcharéis

todos juntos al Pardo. ¡Cuánto deseo verle! Eratamañito así cuando su madre se fue a vivir aParís hace catorce años. Era muy travieso; yo,jugando a todas horas con él, le inculcaba losrudimentos de la historia patria. ¿Me depararáDios un excelente yerno?

-Veremos -repuso Amaranta-. No puedo darmi opinión mientras no le trate. El duque deArión se ha educado en París.

-Educación a la francesa -dijo Salmón-. Vaderetro. ¿Apostamos a que viene mi señor duquehecho un filosofillo de tomo y lomo?

-¡Oh, no! -exclamó el diplomático-. Desdeque supe que se había afiliado al bando napo-leónico, le tuve por muy discreto. Su entrada enEspaña con el Emperador, las difíciles comisio-nes que este le ha dado para entrar en tratoscon las ciudades rebeldes, prueban... ¿pero quéveo?... Las dos, y yo aquí de conversación olvi-dando las mil comisiones... adiós, sobrina,

adiós, padre Salmón y la compañía. Yo mevuelvo loco con tanto ir y venir... Es terrible queesos señores no puedan hacer nada sin uno...adiós, adiós.

Y sin cesar de hablar salió de la habitación yde la casa apresuradamente.

-XXV-Referidos estos curiosos diálogos, me cum-

ple ahora contar de qué medio se valió la con-desa para facilitarme la deseada fuga. Mando-me, pues, que volviera al día siguiente, prome-tiéndome tener todo concertado y en regla, demodo que pudiese sin pérdida de tiempo em-prender la marcha, desafiando la vigilanciaejercida en las matritenses puertas. HicimosSalmón y yo lo que se nos mandaba, y al otrodía, cuando nos disponíamos a volver de nuevo

a casa de Amaranta, llamonos el padre prior, ynos dijo:

-Este joven no puede estar aquí ni un díamás, y esta noche misma, si no encuentra me-dio de escaparse, es fuerza que busque un asilomás seguro.

-¿Más seguro que la Merced?

-Sí -añadió Ximénez de Azofra-. Han venidoa avisarme que se sospecha de los conventos;que se nos acusa de ocultar a los conspiradoresy a los espías de los insurgentes, y parece quemañana mismo registrarán todas estas casas,principiando por la Merced.

-Por fortuna la señora condesa te ampararáhoy mismo -dijo Salmón-. Vamos allá sin per-der un instante.

Vestido de novicio y en coche, como el díaanterior, fuimos a casa de Amaranta, y desde

que nos vio entrar, díjome con semblante ale-gre:

-Mi primo el duque de Arión ha llegadoanoche, y me ha prometido conseguir la cartade seguridad antes de tres días.

-Es que yo quisiera partir esta misma noche,señora condesa -dije.

-¿Esta misma noche?

-Tememos que esos hotentotes registrenmañana nuestra casa -añadió Salmón.

-Pues es preciso hacer un esfuerzo y salir deeste mal paso -indicó Amaranta-. La principalcontrariedad consiste en que no puede unofiarse de nadie. Me han asegurado que la po-licía francesa ha extendido sus ramificaciones amuchas casas principales, y que sobornandolacayos y pajes tiene bajo su vigilancia a lasfamilias que juzga desafectas. No quisiera po-

ner en el secreto a ningún criado, y... ¡Ah! ¿nopodría salir con ese mismo traje de novicio?

-Mal vestido es, señora, para estas circuns-tancias -dijo Salmón-. Tengo entendido que elregistro que se hace en las puertas es tan escru-puloso, que hace difícil toda superchería. Aunos les hacen desnudar, no librándose de estevejamen, ni aun las pudorosas doncellas y lasque no lo son. Examinan con farolitos las fac-ciones, confrontándolas con las notas de la car-ta, hacen vaciar las faltriqueras, y esta ceremo-nia se repite en dos o tres puntos, y ante losojos de distintos esbirros.

-Un criado de casa -dijo la condesa-, tienecarta de seguridad. Con ella y disfrazándose depaleto, ¿no sería fácil burlar la suspicacia de esagente?

-Los paletos -dije yo- son los más persegui-dos y a los que primero detienen, porque se

teme que comuniquen a los conspiradores deaquí con los insurgentes de fuera.

-En este momento -exclamó Amaranta-, seme ocurre una idea salvadora.

Diciendo esto, llamo a un criado y mandoleun recado al duque de Arión, que vino sin tar-danza alguna, pues residía en la propia casa. Elcual duque de Arión, a quien llamo así porquese me antoja, callando su verdadero título quees de los más conocidos entre los de España,era un joven de veintidós a veintitrés años, del-gado, de regular estatura, semblante frío y sinexpresión, de modales elegantes y comedidos,como de persona habituada a la alta etiqueta, ysin otra cosa notable en su persona que la atil-dada perfección del vestir. Digo mal, pues tam-bién llamaba la atención en él un acento francéstan marcado y un tan incorrecto uso de nuestrolenguaje, que a veces no era posible oírle conseriedad.

Hijo único de una señora que no nombro, yque fue mujer muy corrida y muy tomada enlenguas allá por los últimos años del siglo ante-cedente, marchó con ella a París a los siete añosde edad y en tiempo del Directorio: allí seeducó, permaneciendo tres lustros fuera de supatria. Era primo no sé si en segundo o tercergrado de los que yo llamo de Leiva; pero lamarquesa que le había criado, casi le conside-raba como hijo. Ya saben Vds. que este joven, aquien no faltaba cierta discreción y muy buenasluces, era partidario decidido de Bonaparte,más que por aficiones políticas, por la amistadque le unía al mariscal Berthier. Cuando veri-ficó el Emperador su expedición a España,trájole consigo, dándole no sé qué puesto en lacasa imperial. Desde Somosierra fuele encarga-da una comisión confidencial cerca de los veci-nos acomodados de Burgos; desempeñola bien,según entendí después, y al venir a Chamartín,después de un día de descanso, pasó a Madridcon objeto de abrazar a aquellos sus parientes,

y con ansia también de visitar su posesión deParla donde había nacido. Llegó Arión por lanoche, y al siguiente día tuve el honor de verley ocurrieron sucesos muy notables, a conse-cuencia de un diálogo que no puedo menos decopiar, reuniendo los más oscuros recuerdosque almacena en sus antros sin fin mi memoria.

-Primito -dijo Amaranta-, me vas a hacer unfavor.

-¡Oh! Mi querida prima -repuso Arión-, detout mon cœur.

-Préstame, o mejor dicho, dame tu carta deseguridad. No dudo que me harás este obse-quio, ya que has mostrado tantos deseos deobsequiarme.

-¡Oh, ma belle contesse! -dijo el currutacollevándose la mano al corazón-. Yo estoy muyobligado a vuestras bondades, y si pudiera ex-primaros lo que siento... Mi deseo fuera que me

demandaríais quelque chose de más difícil, ex-traordinario y peligroso, para probaros que...

-Gracias por la condescendencia, primo, yexcusemos galanterías. Yo soy una vieja. ¿Seusa en Francia que los petimetres galanteen alas viejas? Por aquí no ha llegado todavía esamoda; pero me parece que tú traes los primerosfigurines de ella.

-¡Oh, oh!

-¿Y no te enfadarás si tomo tu nombre parauna obra de caridad? Deseo facilitar la evasiónde Madrid a un joven desgraciado, a quien per-siguen miserables polizontes por satisfacer unaruin venganza.

-¡Oh, oh, volontiers! Ma belle contesse es dueñade hacer lo que querrá con mi nombre.

-También me darás uno de tus vestidos,primito ¿no es verdad? -dijo Amaranta con en-

cantadora gracia y examinándome rápidamentede pies a cabeza-, uno de esos magníficos trajesque has traído de París, hechos conforme a lasúltimas modas, y que servirán de desconsuelo atodos los petimetres de por acá.

-¡Oh, oh! yo soy tres contento de daros mihábito.

-Pues bien -dijo Amaranta con satisfacción-.Creo que podré salir adelante con mi invento.Al anochecer escapará este joven de Madridcon el menor riesgo posible.

Y tomando de mano de Arión la carta de se-guridad, me la dio diciéndome:

-Esta tarde antes de marchar al Pardo con mitía y mi primo, lo dejaré arreglado todo. Puedeeste joven retirarse tranquilo; y si el discretoSalmón tiene la bondad de pasar por aquí estatarde, yo le daré las necesarias instruccionespara que todo marche a pedir de boca.

-Señora -dijo el fraile-, volveré al anochecer ocuando usía quiera; que tan a pechos he toma-do este negocio como el mismo interesado.

-Vuelva su merced antes de las tres, pueshemos de salir para el Pardo temprano, porsernos preciso visitar de paso en la Moncloa ami madrina que allí reside y está enferma, aun-que no de gravedad.

Di yo las gracias a la condesa por sus mu-chas bondades; rogome ella que si salía en bien,como esperaba, se lo comunicase, indicándoleel sitio de mi residencia para enviarme nuevostestimonios de su protección, y con esto salimosel mercenario y yo muy satisfechos para tomarel camino del convento.

Más tarde, cuando el fraile regresó de su se-gundo viaje a la misma casa, conocí en conjuntoel plan maravilloso de Amaranta, que era dignociertamente de su habilidoso y enredador talen-to.

-No he visto más graciosa invención -dijo miamigo-. Te pones el vestido que te mandarán,para que puedas pasar por persona principal, ycomo tú y el señor duque tenéis la misma esta-tura y talle, quedarás que ni pintado. Con estoy la carta de seguridad que ya tienes, esta no-che no eres Gabriel, ni Pico de la Mirandola,sino el señor duque de Arión que sale por lapuerta de Toledo para ir a su posesión de Parla.Asimismo estará a tu disposición un coche...¡pero qué coche! La señora condesa tiene sospe-chas de que alguno de su servidumbre estásobornado por esos indignos corchetes y temeconfiarles el secreto. Para quitar de en medioesa dificultad ha solicitado de una amiga que lefacilite un bombé... ¡Conque en bombé nada me-nos, chiquillo! Te advierto que al cochero y la-cayo se les dice que eres el propio Arión; y co-mo no conocen a este, es imposible que te ven-dan, aunque alguno fuese bastante malo parahacerlo. Tendrán orden de llevarte a donde túles digas; pero se te aconseja que no pases más

allá de Navalcarnero si sales por la Puerta deSegovia, o de Leganés si vas por la de Toledo,en cuyos puntos no creo que haya peligro.Conque señor duque, beso a usía las manos. Esimposible que sospechen nada al ver tu empa-que y tu carta de seguridad... Ya verás cómolejos de ponerte reparos esos gaznápiros, sequitarán los sombreros ante ti, y aun se brin-darán a acompañarte hasta tu palacio de Parla.¡Qué las tenga vuecencia muy felices!

La idea de Amaranta era de éxito casi segu-ro, y no tropezando con Santorcaz, con Románo con otro cualquiera que personalmente meconociese, era inevitable mi escapatoria, siendo,como era, el nombre de mi carta de seguridad,el de una principalísima persona, reputada pormuy adicta a la causa francesa. Con esta con-fianza estuve todo el día, y antes del anochecerllegó un criado con el traje, el cual me caía, queni pintado. Era elegantísimo, y de mucho lujopor la finura del paño, el primor de los adornos

y lo exquisito de todos sus accesorios; mas noera traje de corte, sino de diario traer, si bien deesos que por sí solos hacen resaltar sobre elvulgo a cualquiera que se los pone, aunque máslos lleve colgados que puestos. Consistía encasaca, chupa y calzón de paño verde muy os-curo, con medias del mismo color; cuello blan-co, de infinidad de randas compuesto, y unrendigot pardo con vueltas y solapas de pieles.Esta prenda tenía algún uso, pero aún conser-vaba muy buen ver.

Cuando me encajé sobre mi cuerpo aquellasprendas, todos los frailes vinieron a verme, y aporfía dijeron que nada podía pedirse en el artey buen parecer; que el sastre, autor de talesropas, por fuerza había adivinado las medidasde mi cuerpo, y que de tan linda manera vesti-do, podía echarme a buscar aventuras por lasaltas casas de Madrid, seguro de encontrar enalguna quien me mirase con agrado. A estasalabanzas contestaba yo con risas y bromas,

pero la verdad era (y en conciencia no quieroocultar esto aunque me desfavorezca) que yoestaba un poquillo envanecido con mi traje, ytodo se me volvía dar vueltas ante un espejo;pues también en los conventos había espejos. Elmás satisfecho de todos era Salmón, que nocesaba de hacer reverencias ante mí, llamán-dome señor duque; y por fin lleváronme comoen jubileo a la celda del prior, el cual se rió mu-cho, alabando con exageración mi buen empa-que.

Vestido ya, vinieron a decir al fraile que unjoven le buscaba con mucho empeño. Salimoslos dos y en el claustro bajo hallamos a D. Die-go, pálido, azorado, inquieto, el cual llegoseimpaciente al mercenario, y le habló así:

-Padre, la Zaina se muere y quiere confesar-se.

-¡Pobre Zainilla! -exclamó el mercenario-. ¿Yqué es ello?

-Un mal que nadie conoce, ni se ha visto otroparecido, pues unos lo tienen por locura, otrospor consunción, estos por reumatismo, y aque-llos por melancolía. Lo cierto es que se mueresin remedio, y ahora ha dado en llorar despuésde dos días en que no ha hecho más que mor-derse, arrancarse los cabellos, e insultar a todos,a mí principalmente, llamándome necio y men-tecato.

-¡Era Vd. su cortejo! -dijo con desabrimientoSalmón-. ¡Oh, entre qué gente anda metido elseñor conde de Rumblar!

-Padre, dejémonos de discusiones, y vayapronto a confesar a la Zaina, que se muere,pues ahora a ratos llora mucho y habla conrazón diciendo que quiere confesar sus pecadosa Dios para irse al cielo, y a ratos le entra undelirio en que dice mil disparates, y manda atodos que laven las piedras de la calle que estánmanchadas de sangre, y luego pregunta quecuándo acaba de pasar la estera que ya lleva

tantos años y tantos siglos de estar pasando pordelante de sus ojos: en fin, mil desatinos que noson para contados.

-Pues voy allá al momento; pero antes pe-diré licencia al prior, por ser ya de noche.

-Gabriel -me dijo Rumblar, cuando nos que-damos solos en el claustro-, ¿qué traje es ese?¿Te has vuelto caballero?

-Amigo D. Diego -le contesté-, de menos noshizo Dios.

-¿Y qué es de ti? No se te ve por ningunaparte. ¿Qué traes a vueltas con estos frailuchos?

-Más respeto, Sr. D. Diego, para esta buenagente -le dije-, siquiera porque estamos en sucasa.

-No les puedo ver. Santorcaz que todo lo sa-be, me ha contado mil cuentos indecentísimosque prueban lo mala que es esta canalla. Es

preciso acabar con ellos. De veras te digo quedesde que veo un fraile me horripilo. Especial-mente a este Salmón, a quien llamo el padreTragaldabas, no le puedo ver ni en estampa.Verdad es que él tampoco me adora, y segura-mente es quien intrigando en casa de la mar-quesa ha hecho fracasar mi proyectado casa-miento.

-¿Ya no se casa el señor conde? Eso no leserá penoso porque me parece haber oído decira Vd. que no amaba mucho a la novia.

-Verdad es que la tal Inés no me hace muchagracia; pero yo estoy decidido a que sea mi es-posa, porque así conviene a mis intereses. ¿Sa-bes? Santorcaz me ha dicho que todo hombredebe mirar por sus intereses, porque sin esto nose puede tener representación alguna en elmundo. Además él, que todo lo sabe y es máslisto que el demonio, me asegura que yo tengotalento, disposición y estoy llamado a muygrandes cosas, por lo cual me dice: «Don Diego;

a Vd. le es necesaria una buena posición, que lepermita desplegar sus dotes».

-¿Pero Vd. no tiene por sí una desahogadaposición?

-Bicoca: el patrimonio de Rumblar es de esosque hacen en las ciudades chicas un medianopapel; pero aquí apenas puedo presentarme enquinta fila. Nuestra casa ha vivido desde hacetiempo con la esperanza de que se le incorporeese mayorazgo de Leiva que es uno de los pri-meros de España. Si cuando apareció Inés, co-mo legítima heredera, mi señora mamá se dis-gustó mucho, luego que se concertó el casarnospara evitar pleitos y cuestiones, quedose muysatisfecha. Conque figúrate cuál será su rabia yla mía, ahora que las señoras marquesa y con-desa me han dicho terminantemente que nohay nada de lo convenido. Mi madre a quien loescribí me contesta furiosa, llamándome tonto ynecio y estúpido, y amenazándome con venir adarme mil palmetazos si no llevo adelante el

negocio de la boda, como puede hacerlo uncaballero resuelto y de pesquis. A mí, franca-mente, no se me ocurre nada; pero para dichamía tengo ahí a ese bendito Santorcaz que meaconseja como un padre de la Iglesia, y últi-mamente ha discurrido el más ingenioso arbi-trio para que las de Leiva no se burlen de mí.

-Yo creo que al señor conde no le será difícilllegar al casamiento, y con el casamiento a laposesión del mayorazgo, con tal que esa jovenesté dispuesta a darle su mano.

-Eso no, porque no estoy loco por ella, quedigamos, y de buena gana renunciaría a todo, siexclusivamente de mí dependiera. Has de sa-ber, compañero, que yo, más que todos los ma-yorazgos del mundo, apetezco una libertad sinlímites para hacer lo que me dé la gana; ir a laslogias, dar gritos en las calles cuando hay albo-rotos, cortejar a las mozas del Avapiés, echarun par de pesetas a un caballo de oros, y diver-tirme en paz y en gracia de Dios: pero Santor-

caz, que es mi mejor amigo y mentor, como éldice, me tiene sujeto, y me hinca las espuelas enesto del mayorazgo, afeándome mi descuido encuestión tan importante. Como además le deboenormes cantidades que no sé de qué modopagarle, aquí tienes el siempre y cuándo de estami resolución mayorazguil. Te advierto que loque me deslumbra y me vuelve lelo es la espe-ranza de poseer una renta de esas que le permi-ten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que sele antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que irun día por casa de todos los amigos y convidar-los a una merienda en el Canal, poniendo co-mida para más de cuatrocientas bocas, con tan-ta abundancia como en aquellas célebres bodasde Camacho? ¿Hay mayor gusto que visitar losinteriores del teatro del Príncipe o de los Caños,y saber que no habrá entre aquellos lienzospintados actriz española, cantarina italiana, nibailarina francesa que no se le rinda a uno detoda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción quedar una corrida de toros, permitiendo la entra-

da gratis a todo el pueblo, pagando con doblesueldo a los lidiadores y lidiando uno mismocon un traje fino bordado de plata y oro? Puesesto y aún más espero tener, si sale bien lo quehemos tramado.

Quedéme absorto y mudo, meditando en lainconmensurable degradación a que en pocosmeses había caído aquel joven tan estrecha ymeticulosamente educado bajo la inspección desu rigorosa madre; instruido tan sólo en cosasaparentemente buenas, en el temor excesivo alos superiores, en el desprecio de las noveda-des, en el aborrecimiento de las cosas munda-nas, en el respeto a la tradición, en el encogi-miento del espíritu; educado para ser gran se-ñor, y representante de todas las virtudes pa-triarcales. Ved a dónde había ido a parar suimaginación atada durante la infancia con ciencadenas; ved por qué derrumbaderos tenebro-sos se despeñaba salvajemente su voluntad,criada en el respeto; ved qué clase de pájaro

atrevido salía de aquel huevo empollado alcalor de las mezquinas ideas del siglo pasado.Verdad es que cuando aquella inocente gallinasacó al mundo su echadura, se encontró que delos rotos cascarones salían en vez de pollosotras mil alimañas desconocidas, y la infelizcacareó con angustia, sin saber quién las habíaengendrado.

-Pero si ella no le quiere a Vd. tampoco -dijea D. Diego-, lo que proyecta no será tan fácil.

-Eso me parecía a mí; pero Santorcaz, quesabe más que siete, me ha llenado la cabeza decatálogos, principiando por decirme que yo eraun papanatas, y burlándose de mí con tantazunga, que al fin me enfadé y dije: «Pues yoseré más osado que Judas, y me atreveré acuanto hay que atreverse, pues ni las de Leiva,ni Vd. ni nadie se reirán de mí».

-¿Y qué hace ahora el Sr. de Santorcaz?

-Le han hecho los franceses jefe de la policíamenuda, cargo que desempeña a las mil mara-villas. A todos los desafectos al nuevo Gobiernome les echa mano lindamente. Verdad es quepor ahí le critican mucho, llamándole traidor;pero él se ríe de todo y dice que no hay mejorRey que José, y que los españoles son unosanimales. Esto al principio me enfadaba mucho;pero ya me he acostumbrado a oírselo decir, yyo mismo, que era antes más español que Fer-nando VII, ya no doy dos higos por España, yal son que me tocan bailo... Pero verás lo quetenemos proyectado. Para probarle a él y a to-dos sus amigos que no merezco esas burlas, hedecidido que si Inés no se quiere casar conmigovoluntariamente, se casará por fuerza.

-Eso me parece difícil.

-Así lo parece: pero no lo es. Tú no tienesgrandes ideas ni un corazón osado, como yo lovoy a tener ahora, de modo que no podráscomprender esto. Figúrate que consigo engañar

a la muchacha, y sacarla a hurtadillas de sucasa, sin que lo adviertan tías ni primas, yllevármela bonitamente a donde me diese lagana por unos días...

-Pero eso no podrá ser, porque esa honestajoven no saldrá con Vd. de su casa, y muchomenos, si como dice, no le quiere ni pizca.

-Tú eres memo, por lo que veo -me contestócon petulancia truhanesca-. Eso mismo me pa-recía a mí; pero Santorcaz y sus amigos me lla-maron el Papamoscas de Burgos. Te adviertoque es preciso tener el corazón echado paraadelante, como dicen ellos, y atreverse a todo.Con tal que Inés salga conmigo... llévela yo auna casa que tenemos preparada al efecto, ydespués su misma familia nos echará la bendi-ción. El siglo lo tiene dispuesto así.

Tuve que hacer un esfuerzo para refrenar laindignación que tanta bajeza me producía.

-Poco me importa -añadió-, que Inés no meame en este momento. Yo estoy seguro de quese volverá loca por mí en cuanto nos tratemoscon cierta intimidad. Todos dicen que tengo yocierto atractivo... así... pues... un gancho parapescar muchachas... Desde que se le pase latristeza... No sé si te he contado que allá en lostiempos en que mi novia andaba abandonadapor el mundo, tuvo por novio a un perdido, unraterillo, un granuja... ¡Qué cosas se ven en elmundo! Lo más raro de todo es que le ha guar-dado a su galán zarrapastroso una fidelidad denovela sentimental, que causa vergüenza a to-dos los de la casa. Como que han tenido quehacerla creer que ese joven ha muerto, para queno deshonrara a la familia pensando en él.

-Pero nada de eso hace al caso, y cada vezveo más difícil que Vd. pueda sacar de su casaa tan honrada joven.

-Animal, claro es que no saldrá, si le digo adónde la llevo; pero como no lo he de decir,sino que tenemos preparado un cierto artificio.

-¿Cuál?

-Ya he sobornado a Serafina, su doncella, aquien he tenido que dar una buena suma, y esseguro que mañana muy temprano saldrán lasdos a dar un paseo por los jardines de palacio,encontrándose en cierto sitio solitario, donde eslo más fácil del mundo poner en ejecución mipensamiento. Santorcaz asegura que esto saldrámuy bien, y él es quien lo dispone todo, quienprepara los coches, quien ha buscado la casa,quien ha dado el dinero para sobornar a lacriada. ¡Si vieras qué interés tan grande se to-ma!

-Lo creo.

-Mañana temprano queda todo hecho. A esahora la marquesa está entregada a sus devocio-

nes, la condesa no se habrá levantado aún, y elmarqués estará en el primer sueño.

-Sr. D. Diego -dije disimulando la ira cuantome fue posible-, ¿y Vd. no ve en eso una seriede repugnantes bajezas, infamias y desver-güenzas, indignas, no digo de un caballero,sino del más desarrapado chalán? El que escapaz de hacer esto, está destinado a acabar susdías en un presidio.

-Te hablaré francamente. Cuando Santorcazy sus amigos me manifestaron su plan, sentíaquí dentro cierta repugnancia y no la oculté.Pero se rieron mucho de mí, y allí fue el lla-marme zanguango, corazón de mirlo, hombrede alfeñique y otras injurias que me indignaronmucho. Al mismo tiempo, por otro lado Santor-caz me apremia para que le pague las grandessumas que le debo, y que ya exceden a cincoaños de renta de mi patrimonio. Además deesto, mi madre me manda de Bailén unas carti-tas en que me pone como chupa de dómine.

Dice que si no llevo adelante por cualquier me-dio este casamiento, soy un necio y un badula-que, y que pierdo y arruino a mi familia con midejadez y pazguatería. Hasta D. Paco me escri-be diciéndome que seré para siempre indignodel altísono nombre de Rumblar, si no pesco esemayorazgo, y ahí tienes... No hay más remedioque hacerlo. Fuera, pues, escrúpulos de monja,y adelante. Ahora voy a probar que soy unhombre hasta allí, capaz de todo y dispuesto alas más atrevidas cosas. ¿Qué te parece? ¿Noapruebas mi conducta? ¿No te entusiasmasoyéndome?

-¿De modo que mañana temprano...?-pregunté con mas interés que D. Diego enaquel asunto.

-Al rayar el día. No sé si te he dicho que ellamadruga mucho. Santorcaz dice que cuantomás pronto mejor. Ninguno de la familia seenterará del caso, hasta que estemos en Madrid.Ya he escrito una carta a la marquesa, fingién-

dome muy enamorado y diciéndole que lafuerza irresistible de mi pasión me impele aobrar así, y otras muchas cosas muy bien pues-tas; como que la ha escrito Santorcaz... Pero,chico, es tarde y me retiro; quiero ver en quépara esta pobre Zaina y si se muere o no semuere. La verdad es que me quería bastante; ysabe Dios si habrá influido en su enfermedad...Como ahora me tiene loco la hermana de laPepa Ramos... ¿La conoces tú? ¡Qué guapa yqué mona es! Adiós: me voy allá. ¿Quieres ve-nir? ¿Qué haces aquí con esos frailucos? Perodime: ¿has heredado por ventura? No te conoz-co. Mira que los frailes son muy intrigantes...adiós, adiós, que aún tengo algo que arreglarpara mi viaje al Pardo a la madrugada.

Y diciendo esto, se marchó, dejándome soloen el claustro. En éste me paseaba yo, presa dela más grande agitación, cuando me avisaron lallegada del coche enviado por Amaranta para

mi fuga. Al instante corrí a la calle y entrandoen él, pregunté al lacayo:

-La señora condesa, ¿dónde está?

-Esta tarde ha marchado al Pardo -me con-testó respetuosamente, sombrero en mano.

-¿A dónde quiere usía que le llevemos?

-Al Pardo -contesté con resolución.

-Dijo la señora condesa que saldríamos porla puerta de Toledo, camino de Illescas, ¿es quequiere usía dar un rodeo?

-Al Pardo, majadero, al Pardo derecho y sinrodeos -exclamé con furia-. ¿No he dicho que alPardo? A toda prisa.

Las mulas partieron a escape, llevándomecamino del real sitio.

-XXVI-Fue detenido el coche en la puerta de San

Vicente, abrieron la portezuela, presenté micarta de seguridad, y después de abrumarmecon cumplidos y cortesías, me dejaron pasar.Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y unatercera en la puerta de Hierro de cuyas repeti-das molestias deduje que era arriesgadísimosalir disfrazado y enteramente imposible sin eldocumento prescrito. Pero yo pasé el caminofelizmente, y ninguno de los que echaron sumirada importuna dentro de mi coche, sos-pechó el papel que un servidor de ustedes esta-ba representando.

Yo iba en un estado de agitación indefinible,y la marcha de las mulas me parecía tan des-proporcionada a mi febril impaciencia, quesentía impulsos de bajar y correr a pie, creyen-do de este modo llegar más pronto. Arrastradopor una ciega e invencible determinación, yo la

había formulado en estos términos sencillísi-mos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, in-formarela de la alevosa intención de D. Diego,y partiré después. No es preciso nada más». Yono pensaba en dificultades de ninguna clase, ylas contrariedades subalternas eran desprecia-das entonces por mi impetuosa voluntad. Tam-poco atendía en manera alguna a mi proyecta-da fuga, ni me cuidaba de si iba vestido de estao de la otra manera. Caer en poder de la policía,una vez llevado a efecto mi pensamiento, meimportaba poco.

Por fin, en poco más de una hora llegamos ala plaza de Palacio, donde vi una gran escoltade caballería y muchos coches. El cochero delmío azotó las mulas y las hizo penetrar por laancha puerta hasta el vestíbulo de donde arran-ca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todolleno de guardias españolas y francesas. Unamúsica militar tocaba el himno imperial en lagalería que domina la escalera. Napoleón, que

había ido a comer con su hermano, estaba allítodavía.

Figuraos que uno se muere y despierta enotro planeta, en otro mundo, encontrándosecon forma distinta, en atmósfera diversa, en unmedio diferente, donde crecen Fauna y Floraque no se parecen a la Flora y Fauna del mundodonde nació. Esta fue mi impresión: yo estabaaturdido y atontado. Sin embargo, saliendoprecipitadamente del coche, pregunté al primercriado que se me apareció por los aposentos delseñor marqués de X. En el mismo instante, ellacayo me decía: -Venga vuecencia por aquí,que es en este piso bajo a la izquierda».

Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron afranquearme la entrada, y mi lacayo, entrandodelante de mí, dijo a los criados que salían a suencuentro:

-Ya está aquí el señor duque; avisad que hallegado el señor duque de Arión.

Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sépor dónde entré; yo no sé en qué sitio me en-contraba; yo sólo sé que me vi en un recintomuy alumbrado y caliente, y que el diplomáti-co, estrechándome en sus brazos, exclamaba:

-¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!... Pe-ro ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha aca-bado la comida... ¡Ah, picarón, qué alto estás!

Yo balbucí algunas excusas; pero compren-diendo al punto que era preciso disipar aquelengaño, dije:

-¿No está la señora condesa?

-No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero,chico, no tienes acento francés, y me dijeronque hablabas como un amolador. Ven, ven, alinstante te voy a presentar al rey José, que tantodesea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!...Ha convenido en que su hermano vuelva a serRey de España, y ya están zanjadas todas las

diferencias. Conque ven... ven... Pero primo,¿cómo es eso? -añadió examinando mi traje-.¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga...también te has venido sin relojes... Pues ¿y tuscruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Por-tugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y SanLázaro, y tu Águila Negra?

-Déjese Vd. de bromas -repliqué sin poderdisimular mi impaciencia-. Ahora vengo paraun asunto urgente y del cual depende...

-¿La suerte de Europa? -dijo interrumpién-dome-. Corro, corro al instante a ponerlo enconocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartelgeneral? ¿Ha llegado allí algún correo de Fran-cia con noticias del Austria?

-No, no es eso -repuse sin atreverme a disi-par el engaño-. ¿Pero dice Vd. que no está aquími señora la condesa?

-¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; perodebía pasar por la Moncloa a ver a su madrina,y como ésta se halla in articulo mortis, presumoque Amaranta y mi hermana habrán determi-nado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú deMadrid, o directamente de Chamartín?

-Siento mucho -manifesté con la mayor zo-zobra- que no esté aquí la señora condesa.

-Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástimaque no hayas venido de etiqueta. Verdad es quetú tienes familiaridad con el Emperador, y si teanuncias, puedes pasar a verle con ese traje...Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegadoalgún correo al cuartel general? A que me hesalido yo con la mía... ¿apostamos a que el Aus-tria?... A mí puedes contármelo. Ya sabes que elEmperador me consulta todo... Pero chico, ¿sa-bes que tienes una arrogante figura? A mí mehabían dicho que eras... así... un poco cargadode espaldas y... la nariz chata, y un ojo un po-co... pero no... veo que me habían engañado.

Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tucara... casi juraría que no me es desconocida...pues... que te he visto en alguna parte.

Estábamos en un lujoso salón, con magnífi-cos muebles alhajado. Sentíase ruido de vocesen las habitaciones inmediatas; pero allí no hab-ía nadie más que nosotros dos. El diplomático,asiendo las solapas de mi casaquín, me sacudía,me sofocaba, me volvía loco con su charlar in-acabable. En vano era que yo pretendiese qui-tarle la palabra, hablando de otras cosas y prin-cipalmente indicando algo del móvil de mi via-je. Aquel insensato me quitaba la palabra de laboca, ávido y hambriento de hablárselo él todo,y con sus gesticulaciones, su cotorreo sempiter-no, semejante al son de una matraca, me teníaaturdido, colérico, nervioso.

-¡Ay sobrinillo de mi alma! -continuó-. Si meconfiaras las noticias que traes... Ya habrá lle-gado a tu conocimiento que yo soy la mismareserva... Porque no me queda duda de que tú

traes algo, sí señor, algo grave. Si hubieras ve-nido a la comida, habríaslo hecho más tempra-no y con otro traje. Y no es más sino que esta-bas en el cuartel general, y el mayor generalBerthier te envió a toda prisa con una comisión.A ver, dímelo a mí solo, a mí solo... ¿Vas ahoramismo a ver al Emperador? Si quieres pasaréaviso al gentil-hombre para que te introduzca.Ya han concluido de comer, y están conferen-ciando juntos el Emperador, el Rey, el secreta-rio Hugues Maret, Urquijo y monseñor dePradt, ex-arzobispo de Malinas. Anda, anúncia-te, subamos...

-Señor mío -dije bruscamente sin poder di-simular ya mi impaciencia y desasosiego-. Yono vengo a hablar con el Emperador ni con elRey, ni con el arzobispo, ni tengo nada que vercon ninguno de esos señores. Yo vengo a...

Y callé, sin atreverme a decirle el objeto demi visita.

-¿Conque no está aquí la señora condesa?-volví a preguntar después de una pequeñapausa.

-Dale con la condesa. Que no, que no está.La esperábamos esta tarde; pero según entien-do, se ha detenido en la Moncloa por acompa-ñar a su madrina, que se muere por momentos.Puede ser que llegue antes de media noche.

-Pues la esperaré -dije resueltamentesentándome en un sillón.

-Veo que Amaranta te interesa más, y es pa-ra ti de mayor importancia que la suerte delmundo. ¿Pero no querrás decírmelo?... Aquí enconfianza... a mí solo -dijo sentándose junto amí y poniéndome la mano en el muslo.

-¿Qué, hombre de Dios, qué le he de decir, sino sé nada?

-Pesado estás sobrino. Para mí sería muy sa-tisfactorio saberlo antes que el mismo Empera-dor y poderlo decir a todos esos que están ahímuertos de sed por una noticia.

-¿Dice Vd. que la Condesa vendrá antes demedia noche? ¿Cuánto hay de aquí a la Mon-cloa?

-¿Pero qué traes tú con la Amarantilla?...Todo eso es para disimular. Pero ven... quieroque conozcas a mi hija. Ya tendrás noticias deella. ¡Pobrecita! La he recogido y reconocido...Es preciso reparar de algún modo los errores denuestra juventud. En París habrás oído hablarmucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavíade mi ímpetu destructor en materias amorosas.Pero ven... conocerás a Inés... es guapísima. Nose ha recogido aún, y si está acostada, haré quese levante.

-No -dije yo-, la veré mañana.

Mi situación, queridos señores míos, era bas-tante comprometida. La condesa, a quien nece-sitaba ver y hablar, no estaba allí. Yo no queríafaltar al solemne compromiso contraído conella, cuando le prometí no presentarme jamás asu hija; y en verdad si Amaranta me hubierasorprendido allí en compañía de Inés, todas misexplicaciones le habrían parecido artificios ymalas artes y la aventura de mi disfraz un ardidalevoso para arrebatarle aquel tesoro de su fa-milia, que por la sociedad y por otras mil con-sideraciones, me estaba tan implacablementevedado. En todo esto pensé, mientras D. Felipede Pacheco y López de Barrientos me volvíaloco para que le contara las noticias del cuartelgeneral. Discurriendo rapidísimamente sobreaquella situación vine a deducir que era precisovalerme del mismo diplomático para mi objeto,no hallándose en palacio ninguna otra personade la familia; mas para esto era también precisono perder el disfraz, ni correr el velo de aquelgracioso engaño, pues si esto ocurría, todo aca-

baba con echarme a la calle o ponerme a dispo-sición de un alguacil. Meditando en brevestérminos mi plan, di principio a su ejecución dela siguiente manera:

-Después, mi querido tío, informaré a ustedde todo lo que se dice en el cuartel general. Porahora quiero hablarle a Vd. de otro importanteasunto.

-¿Importante? Vamos a ver -dijo en voz bajay tan impaciente como un niño.

-Importantísimo.

-Ya adivino. La Inglaterra, el enemigocomún...

-No es nada de eso. Lo que digo es que esecondesito del Rumblar... ¡oh! es un joven demalísimas costumbres.

-Ya lo sabemos; pero dejemos ahora a donDiego, ¡qué majadería! -exclamó con desagrado.

-Es preciso que Vd. esté prevenido, por si...

Entraron en aquel momento en la sala dospersonajes vestidos de uniforme, uno de loscuales era español y el otro francés; pero losdos se expresaban en nuestra lengua. Levantá-monos y el diplomático me presentó gravemen-te a ellos, diciendo después:

-Por más que le pincho, nada, no suelta unapalabra. Viene del cuartel general, con noticiasinteresantísimas.

-¿Sube Vd. a ver al Emperador? -me pre-guntó uno de ellos.

-No señor -respondí, obligado a llevar ade-lante la farsa-. No necesito ver por ahora a SuMajestad Imperial.

-En el cuartel general -me dijo el otro-, ¿quése dice de la actitud del Emperador respecto asu hermano?

-¡Oh! -exclamé yo, dándome importancia-, sedicen muchas cosas.

-¡Muchas cosas! -repitió el marqués haciendoaspavientos.

-Aún no está decidido -añadió el que parecíafrancés-, que el Emperador, nuestro señor, cedael reino de España a su hermano. ¿Qué ha oídoVd. en Chamartín? ¿Insiste el Emperador en laidea de considerar a España como país conquis-tado?

-Sí señores, como país conquistado -dije conmucho aplomo, metiendo mi cucharada en losarreglos y desarreglos del mundo.

-La verdad es -dijo otro-, que los dos herma-nos no están muy acordes. ¿Va tomando cuerpola idea de agregar la España al territorio deFrancia?

-Sí señores -afirmé condoliéndome de lasuerte de mi país-. España se unirá a Francia.

-¡Oh! ¡qué calamidad! -clamó D. Felipe-. Nopodemos en modo alguno seguir al servicio dela causa francesa. ¿Y se insiste en dividir anuestro país en cinco virreinatos?

-¡Pues qué duda tiene, señores! -repuse entono de hombre listo-. Pero aún se duda siserán cinco o seis.

-Sin embargo _dijo el que parecía francés-,yo creo que esta noche se reconciliarán.

-Por supuesto que si el Emperador se decidea tratar a España como país conquistado, lemueven a ello las intrigas de Inglaterra.

-De Inglaterra, justo -repuse yo vivamente-.Me lo ha quitado Vd. de la boca.

-Y la insensata resistencia del pueblo espa-ñol.

-Exactamente... la insensata resistencia...

-A pesar de todo -dijo el español-, yo dudomucho que el Emperador pueda llevar adelantetan atrevido pensamiento, y menos ahoracuando corren rumores de que el Austria...

-¿Qué dicen los últimos despachos? Pareceque el Austria se arma.

-Sí señores -respondí yo en tono profético,misterioso y sibilítico-. El Austria se arma y...no diré más.

-Pero hombre -apuntó el diplomático-. Siaquí somos todos amigos. Di de una vez todo loque sabes.

-Dispénsenme Vds. señores -indiqué cor-tesmente-. De buena gana lo haría por compla-cer a personas tan amables; pero antes que mideseo está mi deber, antes que la satisfacción deun capricho amistoso, la conciencia de mi dis-

creción, cuyo inexpugnable baluarte en vanoatacan galantes sugestiones o arteras amabili-dades. Callaré por ahora; pero tengan ustedesentendido que el Austria... el Austria...

Los tres cortesanos se miraron, y yo examinélas pinturas del techo.

De improviso entraron dos, a quienesigualmente me presentó mi augusto tío; peroaquí fui menos afortunado, porque uno deellos, al saludarme, me dijo con cierta malicia:

-Es muy particular. Hace tres años vi enParís al señor duque de Arión y no reconozcosu fisonomía en la de Vd. O yo estoy trascorda-do, o Vd. ha variado considerablemente.

Por mi suerte el diplomático se había apar-tado un poco, y además yo tuve buen cuidadode no engolfarme en conversaciones con aquelcaballero. También quiso mi buena estrella que

viniese a sacarme de apuros, otro que llegó derepente y con gran prisa, a decir:

-Señores, la conferencia va tomando carácterde altercado. Alzan mucho la voz y desde elcorredor de Poniente se oyen los gritos. Vamosallá y oiremos algo.

Vierais allí cómo aquellos cortesanos comanpor los pasillos, cómo se escurrían por los labe-rintos de palacio, cómo se precipitaban unosdelante de otros disputándose cuál llegabaprimero a pescar una noticia, una voz perdida,un gesto visto al través de un resquicio, un ac-cidente, un destello de reales miradas, cual-quier mezquindad que les fuera favorable. Yoseguí tras ellos, y salí también; atravesamos ungran salón, donde había hasta una veintena depersonas de distintos uniformes; internáronseen nuevos pasillos, pasaron de sala en sala,llegando por último a un largo y oscurísimocorredor que tenía ventanas a un angosto patio.Allí había otros cinco o seis, asomados a las

ventanas, y muy atentos a no sé qué, pues yono veía nada digno de llamar la atención. To-dos se acercaban con pasos quedos, chicheabanmuy por lo bajo, y atendían y miraban; pero¿qué miraban y a qué atendían?

El patio a que me refiero era muy estrecho.En la pared de enfrente había una gran ventanacuyas hojas de cristal, cerradas y por dentrocubiertas con una cortina de gasa, daban paso ala luz interior. Los gruesos cortinones de in-vierno estaban recogidos a un lado y otro, demodo que quedaba un triángulo de luz, con elángulo más agudo en la parte superior. En estetriángulo se dibujaban varias sombras, pero contoda precisión una sola, efecto de linternamágica producido por la presencia de un hom-bre entre la luz que iluminaba aquella pieza y elhueco de la ventana. Movíase la sombra al te-nor de los diversos grados de animación de lapalabra, y en esta sombra y en sus irregulares

movimientos fijaban la vista y el oído y la aten-ción y el alma toda los cortesanos allí reunidos.

-Ahora hablan más bajo -dijo muy queda-mente uno de ellos-, pero hace poco se han oídocon claridad algunas palabras.

Y alargaban los cuerpos fuera del corredor,por ver si sus pabellones auriculares cogían alvuelo alguna sílaba. Yo también atendí; pero laverdad es que allí se oía tanto como en un de-sierto. Lo que sí excitó mucho mi curiosidad,fue la sombra que ocupaba el centro del trián-gulo. Era la de un hombre rechoncho y de ca-beza redonda, con pelo corto. Notábase el mo-vimiento pausado de sus brazos al hablar, el desu cabeza al atender; notábanse claramente lasseñales de asentimiento, las negaciones vagas ylas fuertes; notábanse la tenacidad, la duda, elademán de la pregunta, el de la respuesta, ytanta era la verdad con que aquella silueta re-producía a la persona misma, que hasta se creíaadvertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de

cejas, el asombro y cuantos modos de lenguajeposee y usa el rostro humano. Unas veces lacabeza puesta de frente, proyectaba en la vi-driera una forma redonda, otras volviéndoseproyectaba su perfil; luego veíamos que a sualtura subía una mano y distinguíamos perfec-tamente el dedo índice afianzando y dandoenergía a la palabra; después desaparecían lasmanos, y los brazos, juntándose a la masa delcuerpo, indicaban que se habían cruzado; luegotranscurría mucho tiempo sin que la figurahiciese ademán alguno, señal de que oía o deque meditaba, hasta que de nuevo volvía a po-nerse en acción.

-Miren Vds. ahora -dijo uno de los cortesa-nos-, cómo dice que no, que no y que no con lacabeza.

En efecto, la sombra movió su cabezahaciendo la señal negativa por espacio de algu-nos segundos.

-De seguro está diciendo que no cederá anadie sus derechos a la corona de España-indicó uno.

-Lo que indudablemente estará diciendo-habló otro-, es que pasará por todo, menosporque los ingleses se metan aquí.

-¡Quia! -exclamó un tercero-. Lo que debe deestar diciendo es que los españoles no podránresistir mucho tiempo.

Entonces la sombra movió la cabeza en señalafirmativa repetidas veces y con mucha insis-tencia, acentuando con la mano aquel movi-miento.

-Pues ahora dice que sí, que sí y que sí-indicó uno.

-Sin duda habla de que son indudables susderechos de conquista.

-Y de que puede disponer del trono de Es-paña como se le antoje.

-¡Patarata! Apuesto a que no es nada de eso,sino que asegura vencerá a los ingleses.

Poco después la sombra se llevó la mano a lanariz.

-Toma tabaco -dijeron los cortesanos.

-Ya van trece veces desde que estamos aquí.

Luego la sombra acercó un bulto a su cara,inclinándola después, y se oyó desde nuestroobservatorio un lejano ronquido.

-¡Se suena! -exclamaron los cortesanos.

-¡Buena señal! -dijo uno.

-¡No, sino muy mala! -añadió otro.

Después la sombra se levantó, y al instanteconfundiose entre otras sombras. Un momentodespués, separadas las demás, volvió a desta-carse; pero ya estaba transfigurada, porque lacabeza redonda había desaparecido en otramayor sombra trapezoidal. Una vez puesto elsombrero, se hubiera distinguido de cuantassombras suele engendrar la noche, y de cuantaspueden volver de los Elíseos Campos o de loscristianos cementerios a pasearse por el mundo.

-Ya sale... -dijeron los cortesanos.

-Corramos al salón.

Y aquello no fue correr, sino volar a la des-bandada.

-¿No vienes al salón? -me preguntó el di-plomático.

-¿No ve Vd. que no vengo de etiqueta?

-Es verdad; pero tú... Te advierto que el Em-perador se marcha. ¿Acaso vienes a hablar conel rey José?

-Yo no quiero ver al Emperador esta noche-le respondí-. Aunque él me trata con bastanteintimidad, y solemos jugar un poco al tute...

-¡Al tute!... hombre... eso sí que no lo sabía.

-Sí... pues decía que aunque tenemos muchaconfianza, y nos tratamos como dos amigotes,no puedo presentarme así en el salón, cuandolos demás van de etiqueta. Vd. no irá tampo-co...

-¡Oh, sí! Yo voy al salón... porque te adviertoque el Emperador al entrar me miró, y despuéspreguntó quién era yo. De modo que ahora...

-¿Pero no le ha hablado Vd. nunca?

-Te diré, lo que es hablarle... así... pues... asícomo estoy hablando ahora contigo, no... pero

hemos cambiado notas, y no creas... en ocasio-nes con la pluma en la mano nos hemos puestocomo ropa de pascuas.

-¿Vd. se retirará a su aposento? Hablaremosun poco y luego me marcharé.

-¡A estas horas! No... aquí te has de quedar.No dudes que vendrá la condesa mañana tem-prano. Hablaremos todo lo que quieras; perodespués que yo vaya al salón, y haga por ver siS. M. I. me mira otra vez, y me entera de todo loque se dice... ¿Qué sabes tú si el rey José querrállamarme como anoche, para que le dé un pocode conversación?

-Antes hablemos los dos de un asunto quenos interesa... es cosa de pocas palabras.

-Entremos en mi cuarto -dijo cuando llega-mos al salón donde me recibió la vez primera.

-No, aquí mismo -repuse-. Ahora caigo enque tengo que marcharme, en cuanto hablemosdos palabras.

-¡Qué singular! Hombre, aquí me hielo defrío. Entremos en mi cuarto.

En efecto, pasamos a otra pieza, nos senta-mos, pero aún no se habían arrellanado nues-tros cuerpos en el sofá, cuando entró un criadodiciendo:

-Aquí está un gentil-hombre que viene a de-cir a usía que el señor conde de Cabarrús quiereverle al momento.

-Al instante, corro al instante. ¡Oh, ministroamabilísimo! -exclamó el diplomático con súbi-ta e inmensa alegría-. Primo, ahí te quedas.Vendrá Inés a hacerte compañía.

-No... que no se moleste -repuse yo con in-quietud-. Esperaré solo.

-Que venga la señorita Inés -dijo el diplomá-tico al criado.

El criado me miraba atentamente.

-Que venga mi hija -repitió el marqués-. Dileque está aquí el señor duque de Arión, su pa-riente; que venga al instante a hacerle compañ-ía, porque el Emperador... digo, el rey José...digo, el ministro Cabarrús, me ha mandadollamar para consultarme un grave asunto.

Y sin esperar más, porque su impacienciaera febril, salió dejándome solo. Yo estaba tanagitado que no me era posible apreciar la ex-tensión del tiempo que iba pasando mientraspermanecía en la soledad de aquel cuarto, sinpercibir otro ruido que el tic-tac de un reloj dechimenea, y el chisporroteo de los leños que enella se quemaban. Yo no cabía en mi mismo deinquietud, de ansiedad y desasosiego, y junta-mente se me representaban en espantosa lucha,la inefable felicidad de ver a Inés y el pesar de

mi conciencia turbada por quebrantar una lealpromesa. A veces me parecía que los minutoscorrían con inconcebible rapidez, y a veces quese estaban quietos delante de mí, mirándomecomo geniecillos desvergonzados. Mi espíritu aratos impaciente y lleno de amorosas ansias,me impulsaba a penetrar en las habitacionesinteriores, buscando a la que no parecía; y aratos me venían deseos de abrir la ventana,echarme por ella al jardín inmediato, y huirpara siempre de aquella casa.

Sentado estaba mal, y mal estaba en pie ymal también paseándome de un ángulo a otroen la reducida estancia: el pulso y las sienes melatían con furia, y aquel violento y acompasadogolpear determinó bien pronto en mí una vivacalentura que me inflamaba todo. Inés tardabamucho. «Si no viene, me muero», dije para mí,olvidándome al fin de todas las consideracionesque al principio me habían hecho temer su lle-gada. Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé

que muchas ideas mías se iban quedando atrásy que venían otras a sustituirlas, para marchar-se luego. De este modo apreciaba el transcursodel tiempo. El reloj avanzó mucho sin que Inéspareciese. Aquella soledad empezó a hacérse-me insoportable, y la idea de que ella no vendr-ía, se representó en mi pensamiento produ-ciéndome un dolor inmenso. Después de misprimeras dudas, habíase entregado mi espíritual gozo de suponer que vendría, y su tardanzame ponía en estado febril.

Arrastrado por una fuerza irresistible, sir re-parar en mi situación ni en circunstancia algu-na, casi ignorando lo que hacía, abrí la pequeñapuerta que comunicaba aquella pieza con lainmediata. Al pasar a esta, halleme en una salasin luz; pero como entraba alguna claridad porla puerta recién abierta, pude ver por dóndeandaba. Con pasos muy quedos atravesé aque-lla sala, y al ver reflejada oscuramente mi ima-gen en los espejos, sentía miedo de mí mismo.

En el testero del fondo vi otra puerta que cedióal punto a mi mano, y encontreme en una terce-ra sala más pequeña.

Profunda oscuridad reinaba en ella, pero alpoco tiempo de estar allí, distinguí en el fondonegro una perpendicular raya de luz. Al mismotiempo creí que sonaban voces de mujer poraquel lado, y esto, con la débil claridad, impe-liome más hacia allí. Andaba muy lentamente,extendiendo las manos para no tropezar con losmuebles; andaba como un ladrón, conteniendoel aliento, apagando el ruido de los pasos, cre-yendo que hasta las oscilaciones del aire a mitránsito iban a delatar mi presencia a los de lacasa. Yo había perdido todo dominio sobre mímismo, y en nada reparaba más que en llegarpronto a aquella raya luminosa, tras la cualsentía más claramente ya la voz de Inés. Al finllegué. Por la estrecha rendija no se veía nada;pero se oía. Dos mujeres hablaban.

Al poco rato una de las voces dijo algo comodespidiéndose; sentí el ruido de una puerta, ytodo quedó en completo silencio. Aguardé unpoco. Puse luego la mano en el picaporte, y conmucha, muchísima lentitud lo fui levantando,levantando, de modo que no hiciera ruido.Cuando me pareció bastante, empujé y la puer-ta cedió; empujé más, y la fui abriendo poco apoco, cuidando de que no rechinara. Duranteesta operación, toda mi sangre se paró dentrode mí. A medida que la puerta se abría, ibaviendo todo lo que había dentro de aquellaestancia. Primero vi un lecho con cortinas blan-cas, luego una mesa con labores de mujer, y porúltimo, vi una figura puesta de rodillas delantede un reclinatorio, con la cabeza inclinada yoculta enter las manos en actitud de profundorecogimiento. Vuelta hacia mí aquella figura,que apoyaba la frente en el reclinatorio, no erafácil reconocerla, pues de su cabeza no se veíasino el cabello; pero yo la reconocí, y era ellamisma; era Inés.

Avanzando resueltamente, pero siempre conpasos muy quedos, entré y me dirigí hacia ella.

-XXVII-Cuando Inés alzó la cabeza y me vio delante,

tras un estremecimiento que indicaba el mayorespanto, quedose atónita, sin habla, con dispo-sición a perder el sentido. La emoción me im-pedía al mismo tiempo el pronunciar algunaspalabras para tranquilizarla. Mi presencia lecausaba terror; iba a gritar sin duda.

-Inés, Inesilla -dije al fin-, no te asustes, soyyo, soy yo mismo. ¿Creías tú que me habíamuerto? No, mírame bien, estoy vivo. No metengas miedo.

Diciendo esto la abrazaba, estrechándolacontra mi pecho.

-¿Creías tú no volver a verme más?-proseguí-. Te dijeron que me había muerto.Infames, ¡cómo te engañan! Aquí estoy; no mepreguntes cómo he venido. No lo sé. Creo queDios me ha traído por la mano para que nosveamos.

Inés tardaba mucho en volver de aquel estu-por que por algunos minutos pareció quitarle elconocimiento; mirábame con ojos asombrados,derramó algunas lágrimas, y su rostro, fluc-tuando entre el llanto y la sonrisa, revelaba encada segundo una sensación distinta. Pasadoun rato, fijando la atención en mi vestido, pare-ció profundamente asombrada, volvió a reír yme interrogó con los ojos. Sus manos, sus bra-zos temblaban entre los míos de un modoalarmante; y temiendo que la impresión produ-cida en su organismo por tan fuerte sorpresafuera demasiado lejos, la tomé en brazos, púse-la con el mayor cariño sobre el sofá cercano ysenteme junto a ella, procurando calmarla y

explicándole en términos precisos mi inespera-da aparición.

-¿Pero dónde estabas tú? -me dijo.

-En la habitación de tu padre. Allá me dejócuando te llamaron, y allí te estaba esperando.¿Por qué no fuiste? Mi impaciencia era tantaque no pude resistir, y como un ratero me metípor esas habitaciones hasta llegar aquí.

-¿Y cómo entraste en palacio?

-Eso es largo de contar. Me han pasado mu-chas cosas, Inesilla de mi corazón. Yo no sécómo he venido aquí. Había prometido no ver-te más ni hablarte; pero yo no sé por qué meencuentro a tu lado y te veo y te hablo. ¿Con-que me creías muerto?

-Sí, ¡muerto! -dijo con tristeza-. Sin embargo,yo confiaba en que fuera mentira y muchasveces he tenido el pensamiento de que ibas a

venir. Anoche, ayer, ahora mismo he estadopensando en esto, y al quedarme sola he senti-do mucha zozobra creyendo verte en los espe-jos, o salir de detrás de esos armarios, o entrarpor cualquiera de esas puertas como un fan-tasma. ¿Pero cómo has venido aquí? ¿De quéinvención te has valido? Si te descubren... Estásvestido como un caballero.

-Sí, Inesilla -respondí besándole las manos-.Pero aunque me veas vestido de caballero, nocreas que lo soy. Soy lo mismo que era antes,cuando estábamos en casa de D. Mauro, es de-cir, no soy nada. Tú estás tan por encima de míque debes avergonzarte de mirarme.

Al oír esto, todo cambió en su espíritu, y lavi sonreír de un modo espontáneo y festivo,perdida ya la emoción dolorosa del primermomento.

-Yo no pensaba verte más -continué-; pero lacasualidad o la Providencia han querido que te

vea. ¡Qué desgraciados somos o mejor dicho,qué desgraciado soy! Porque yo tengo que re-nunciar a ti, tengo que marcharme para no vol-ver más. ¿No comprendes tú que ha de ser así,que no puede ser de otra manera? Para mí va-liera más no haber nacido. ¿Por qué te conocí?¿Por qué te volviste gran señora? ¿Por qué Diosque a ti te sacó de la humildad para traerte a lospalacios me dejó a mí en la miseria y en la oscu-ridad de mi nombre?

-No me has dicho todavía por qué estás ves-tido así -indicó con el mayor asombro.

-Nada de esto es mío, Inesilla -repliqué conprofundo dolor-. Estas ropas son como las quese ponen los cómicos cuando salen a la escenavestidos de reyes. Después se las quitan y que-dan hechos unos mendigos: lo mismo soy yo. Siahora se descubre la farsa que me ha traídoaquí, tus criados me echarán del palacio igno-miniosamente. No soy nadie, no soy nada. Yocreí que no te vería más; pero algún poder su-

perior nos ha puesto esta noche juntos, y yoque he jurado ante la condesa tu prima no verteni hablarte más en la vida, estoy ahora a tu ladopara decirte que te quiero y te adoro y me mue-ro por ti. Seré un malvado, un tramposo, unmiserable que se burla de todas las convenien-cias de la sociedad; pero siendo todo esto, yaún más, insisto en decir que no puedo dejar dequererte aunque me lo prohíban todas las po-tencias de la tierra, y aunque entre los dos sepongan con la espada en la mano todos tusparientes y antecesores desde que el mundo esmundo.

Inés parecía meditar. Después de un rato desilencio, me dijo con tristeza:

-Mis parientes son muy crueles conmigo.

-No, alma mía; considera tú su posición, sunombre, lo que deben a la sociedad, y com-prenderás que no pueden hacer otra cosa.¿Cómo han de admitirme en su familia? La idea

de que me amas les causa horror, y se creendeshonrados con sólo mirarme. Tu prima lacondesa es muy buena. Si tuviera tiempo paracontarte los beneficios que le debo y el afectoque me muestra, te asombrarías.

-Ha llegado el caso de que yo devuelva mifamilia todo lo que me ha dado, y tome por mímisma lo que no ha querido darme -dijo Inés.

-Tú tendrás prudencia y esperarás.

-Hablaré francamente a mi prima. Ella me hadicho que quiere verme feliz a toda costa, y esla que me defiende de las impertinencias demis cinco maestros, y la que me salva de la eti-queta, que es lo que más aborrezco. Yo le diréque has estado aquí...

-No, no, por Dios; no le digas que he estadoaquí -exclamé-. Yo debo marcharme ahoramismo, Inés; yo no puedo estar más aquí.

-No te has de ir -me dijo asiendo mis dosbrazos para detenerme-. Yo se lo diré todo a miprima, le diré que no te has muerto; que yo séque no te has muerto; que nos hemos visto, yque has de volver.

-No, no le digas eso: desde este momento yano merezco la benevolencia que ha manifesta-do.

-¡Oh! -exclamó Inés con mucha pena-. Puesentonces, ¿qué recurso nos queda? ¿Qué pode-mos hacer? ¿Cuándo vuelves tú?

-Nunca -le respondí sin reparar en lo quedecía, pues mi exaltación no me permitía for-mular ideas concretas sobre nada.

-¿Cómo nunca?

-Sí, volveré cuando quieras -dije estrechán-dola contra mi corazón-. Si tú me mandas quevuelva, si tú despreciando las resoluciones de

tu familia, insistes en quererme lo mismo quecuando éramos dos pobres criaturas desampa-radas, volveré, quebrantaré las promesas quehice a tu prima, porque ¡ay! sin duda tu primano sabe cuánto te quiero, cuánto te adoro, y dequé manera nosotros nos hemos dado un jura-mento que está por encima de todos los demás.Dile que no me he muerto, ni me moriré, mien-tras tú vivas, porque no quiero ni debo morir-me; dile que aquí estaré, mientras tú no meeches, y que antes que fueras condesa, y du-quesa, y princesa, habías resuelto casarte con-migo que no soy caballero ni soy nada, aunqueteniendo tu cariño no me cambio por todos losnobles de la tierra.

Inés al oírme se animaba mucho. Encendié-ronse sus mejillas y el vivo resplandor de susojos indicó una irrupción de sensaciones agra-dables y de ideas de felicidad, que de improvi-so se apoderaban de su abatido espíritu.Tomándome la mano me dijo:

-Juro que no me he de casar sino contigo,cualquiera que sea tu suerte, cualquiera que seatu posición. Dicen que yo soy rica, y que soynoble. ¿No es esto bastante? Yo les diré que sino me quieren de este modo, me quiten todo loque me han dado. Les diré que tú eres para mímás caballero que todos los demás; y por últi-mo, que ninguna fuerza humana me obligará adejarte de querer, porque Dios lo ha ordenadoasí. Tengamos confianza en Dios y esperemos.Lo que parece más difícil, se hace de prontofácil. Yo sé, sin que nadie me lo haya enseñado,que cuando las cosas deben pasar, pasan, y quela voluntad de los pequeños suele a veces triun-far de la de los grandes.

Al decir estas palabras que indicaban juntocon un firme amor, un profundo sentido, Inésme mostraba la superioridad de su alma, bas-tante fuerte para poner las leyes inmortales delcorazón sobre todas las conveniencias, preocu-paciones y artificiosas leyes de la sociedad.

-¡Inés! -le dije prodigándole las más tiernasmuestras de cariño-. A pesar de estar tan alta,tú eres hoy tan desgraciada como yo; pero paralos dos vendrán días felices y tranquilos.

Yo había olvidado todo temor, las causas demi presencia en aquel sitio, lo avanzado de lahora, no me acordaba de su familia, ni de mifuga, ni de la policía, ni de nada; no veía másmundo que aquel pequeño, ¡qué digo peque-ño!... aquel mundo infinito que mediaba entrenuestros ojos.

-Tú sabes y sientes mejor que yo -exclamé-;tú me señalas el camino que debo seguir, y loseguiré. Te amo tanto que querría morirmeaquí mismo, si supiera que habías de ser paraotro. Y vengan contrariedades, vengan orgu-llos, vengan rigores de familia, vengan obstácu-los, venga todo, que todo lo desprecio. ¿Quévalen cien mil coronas condales, y las mayoresriquezas del mundo? Todo eso no será suficien-te razón para quitarme lo que es mío; mi Inesi-

lla de mi alma y de mi corazón. Si soy pobre ymiserable, que lo sea: nada importa puesto quemiserable y pobre, quieres tú más uno de miscabellos que las coronas y tesoros de todos losduques de la tierra. ¿No es cierto? Y que vengaahora toda la sociedad y toda Europa, y toda lahistoria y el mundo todo a decirme que nopodrás ser mía. Que vengan y yo les diré que sevayan a paseo, porque nosotros no necesitamosde ellos para nada, y nosotros valemos más quetodo eso. ¿No es verdad? Cuando prometí a tuprima renunciar a ti, prometí lo absurdo y loimposible, lo que no estaba en mi mano hacer,porque el amor que nos tenemos es obra deDios, es como la vida, y sólo puede quitarlo elmismo que lo da.

Así me expresé yo, y en este tono hablamosun poco más: luego cambiamos de asunto, yseguimos departiendo en serio y en broma so-bre mil cosas que nos ocurrían, sin acordarnosde nada que no fuera nosotros mismos, y me-

nos del tiempo que iba transcurriendo a todaprisa. De tema en tema vino a mi pensamientoel objeto que allí me había llevado y le conté elincidente de D. Diego con sus torpes y abomi-nables planes. Ella se sorprendió de esto y medijo que nunca había supuesto a Rumblar tanrematadamente malo. Seguimos luego hablan-do de otros asuntos, y ella se reía de mi traje, yyo de lo que ella me contaba al referir las cere-monias palaciegas a que había asistido. Repeti-das veces pasó por mi mente la idea del granpeligro que allí corría; pero era tan feliz que yopropio arrojaba lejos de mí aquella idea impor-tuna. Al fin entró de pronto una criada y dijo:

-¿Se le ofrece a la señorita alguna cosa?

Díjole Inés que no, y se fue; pero me observóde soslayo el tiempo que allí estuvo.

Seguimos hablando y al poco rato aparecióotra criada que me miró mucho también, pre-guntando:

-¿Ha llamado la señorita?

Y luego que esta se retiró pareciome sentircuchicheos y ruido de pasos tras de la puerta.Comuniqué a Inés mi recelo, y al punto convi-nimos en que me debía retirar. ¡Qué escándalo!Era mucho más de media noche. Ella misma mellevó al cuarto donde antes me había dejado eldiplomático, y después de discutir un rato so-bre lo más conveniente para salir en bien deaquel paso, acordamos que esperaría al Sr. D.Felipe, continuando cuando volviera, el mismopapel de duque de Arión, y que con cualquierpretexto saliese después poniéndome en salvoantes de la mañana y hora en que necesaria-mente habían de llegar Amaranta o su tía. Des-pidiose Inés de mí, dándome muchas esperan-zas y prometiéndome que nos veríamos cuandomenos lo pensase, y me quedé solo otra vezdonde antes estaba.

Cansado de esperar, quise salir; pero en-contré la puerta cerrada por fuera, y en el mis-

mo instante en que lo advertía, sentí que unamano desconocida, cerraba también la que mehabía dado paso hacia la habitación de Inés.Estaba preso.

Presté atención a ciertos ruidos cercanos ypercibí otra vez cuchicheo de voces diversas,como risas y chacota de criados y gente menu-da, cuya circunstancia acabó de revelarme elpeligro en que me encontraba, y la proximidadde un lance desastroso. A esto había venido aparar el duque de Arión.

Oí a poco también la voz del diplomático,que algo turbada decía: -Id a avisar al cuerpode guardias. ¿Estáis seguros de que no llevaarmas?

Luego los rumores se extinguieron para re-sonar de nuevo hacia el cuarto de Inés, con vo-ces de hombre y de mujer, confundidas en vivadisputa. Y la voz de Inés se oyó muy cerca aun-que me fue imposible entender lo que decía.

Lleno de congoja, mas también colérico ante laidea de que se me tomase por un ladrón, digolpes en la puerta con pies y manos, pidiendoque se me abriera, lo cual aumentó las risas defuera.

-Es muy posible que lleve pistolas -dijo eldiplomático-. No abráis, mientras no venga unpelotón de la guardia.

Pero el criado a quien tan prudentes adver-tencias se dirigían, no hizo caso de ellas; abrio-me la puerta, y abalanzándose hacia mí conotros dos de su misma estofa, dijo:

-No te escaparás, no. A ver, registradle bienlos bolsillos y sacadle todo lo que lleve.

-Canallas -exclamé, luchando con ellos-. Yono me llevo nada. Ladrones y rateros seréisvosotros, que no yo.

-Creo que debéis amarrarle, muchachos -dijoel diplomático, entrando con gran arrojo-. Des-de luego sospeché que este joven no era mi pa-riente. Por fuerza ha de tener los bolsillos llenosde alhajas: registradle bien. ¿Decís que estuvoen el cuarto de mi hija más de tres horas? Esono puede ser, caballerito -añadió encarándoseconmigo-. ¿Quién es Vd.? Vive Dios que esto esalgo misterio.

-Este es el que en el Escorial sirvió de paje ala señora condesa -dijo uno de los criados em-pujándome con tal fuerza que me hizo caer alsuelo.

-Este estaba en Córdoba hace seis meses, ytodos los días venía a la puerta de casa -dijootro dándome con el pie, una vez que caído mevio.

-Y es, si no me engaño, el que tiraba chinitasa la ventana -afirmó una criada, hundiendo susuñas en mi carne.

-Me parece que le he visto en casa vestido defraile -dijo otra dándome en la cabeza con lastenazas de la chimenea.

-Ya le conozco, y sé muy bien lo que le traepor aquí -indicó una tercera tirándome fuerte-mente del cabello.

-¿Conque nada menos que duque de Arión?-dijo un lacayo dándome una manotada en lachupa con tanta fuerza que me la rasgó de arri-ba abajo.

-¡Miren el duque de papelón! ¡Pues no vinopoco finchado! -exclamó otro anudándome lacorbata tan violentamente que pensé morir es-trangulado.

-Desnudadle en el acto.

-No: aguardad a que venga la autoridad -ordenó el marqués-. ¿Conque es un paje deAmaranta que fue a Córdoba, y que arrojaba

chinitas vestido de fraile? Bien decía yo queesta cara no me era desconocida. En el Escorial,en Córdoba... ¿te llamas tú Gabriel? ¡Gabriel,Gabriel!... Conque Gabriel.

Y diciendo esto, D. Felipe Pacheco y Lópezde Barrientos dio algunas vueltas por la estan-cia, revolviendo sin duda en su mente contra-dictorios pensamientos. Juzgue el lector de mimartirio al verme entre aquellos soeces criados,cuyas almas experimentaban deliciosa fruiciónen degradar al que creyeron duque, y en piso-tear mi supuesta nobleza y caballerosidad. De-fendime al principio rabiosamente de sus gro-seros insultos; mas nada podían contra tantosmis fuerzas por momentos enflaquecidas, y meentregué a las vengativas manos de aquellapequeña plebe irritada que no podía tolerar elencumbramiento ficticio de uno de los suyos.Yo creo que me habrían roto los huesos, que mehabrían arrastrado en tropel por la casa, que mehabrían arrancado pedazo a pedazo los vesti-

dos y con los vestidos la carne; que me habríandeshecho a pellizcos, pinchazos y rasguños, sila llegada de la condesa no hubiera puesto finde repente a la dolorosa escena de mi crucifica-ción. La vi aparecer cuando ya iluminabancompletamente la habitación las primeras lucesdel día, y pareciome un ángel salvador.

La sorpresa que tal espectáculo le causó jun-to con lo que a su llegada le contaron, habíanlapuesto como fuera de sí. La ira y la compasiónse sucedían rápidamente una tras otra en susemblante. Parecía no dar crédito a sus ojos, memiraba casi exánime y maltratado, y reconocíaen mis ropas las del duque de Arión, que ellame diera para fugarme. Por de pronto, a pesarde su enojo, me libró de toda aquella canalla, yhaciendo que los criados saliesen afuera, que-dose sola conmigo, mientras su tío iba en buscade quien me llevase a la cárcel.

-XXVIIII--Señora -exclamé comprendiendo con rápida

penetración sus pensamientos en aquel instan-te-, no me condene vuecencia sin oírme; no mejuzgue ingrato, desleal y mentiroso si tan im-pensadamente me encuentra aquí.

-¡De qué indigna manera me has engañado!-repuso con voz turbada por la ira-. Jamás locreí: yo pensé que tenías en tu baja e innoblealma una chispa del fuego de honor. No: tuabyecta condición se revela en tus actos, y no esposible esperar del miserable pilluelo de lascalles sino doblez y maldad. Hipócrita, ¿dóndehas aprendido a fingir? ¿Cómo tu despreciablecarácter, formado de todas las perfidias y malosintentos, ha podido disimularse con la aparien-cia de la sencillez honrada y de sentimientosnobles?

-Señora -respondí-, usía me tratará de otromodo cuando sepa qué motivos me han traídoaquí.

-No quiero saber nada. ¿Has visto a mi hija?¿La has hablado?

-Sí señora.

-¡Oh! No es posible que viéndote haya deja-do de comprender qué clase de persona eres.¿Dónde está Inés? Que venga aquí, y si al vereste pillastre desarrapado que se disfraza degran señor para llegar hasta ella, si al ver unapalpable muestra de tu bajeza y vil condiciónen esta lastimosa figura de duque magullado yroto se arrastra por el suelo pidiendo miseri-cordia, persiste en creerte digno de un recuer-do, Inés no es lo que yo quiero que sea, no esmi hija, no es de mi sangre.

Y en efecto, yo me arrastraba por el suelo,magullado y roto; y confundido por el anatema

de la condesa, imploraba con inconexas pala-bras que me perdonase, indicando a mediasfrases los hechos que atenuaban mi falta.

-Señora -exclamé prosternándome hasta to-car con mis labios los pies de Amaranta-, ver-dad es que he faltado a mi palabra. Arrójemeusía de aquí, entrégueme a los alguaciles, per-mita que me lleven a la cárcel, al presidio;mándeme matar si gusta, pero no me pida, no,de ningún modo me pida que deje de amar aInés, porque es pedirme lo imposible y lo queno está en mi mano prometer. Usía me hablaráde su casa y de todas las casas. Yo confieso mipequeñez, yo reconozco que al lado de la gran-deza de vuecencia soy como un grano de arenacomparado con el tamaño de todo el mundo; yono soy nadie, yo soy un insensato, un malvado,un miserable y todo lo que usía quiera que sea;pero yo no puedo dejar de amar a Inés. Cuandosus padres la abandonaban yo la amé; cuandoestaba sola en el mundo yo fuí su amigo; cuan-

do era pobre yo trabajaba para ella. Creí que surepentino cambio de fortuna la apartaría de mípara siempre; prometí en falso, prometí lo queno podía ni debía cumplir, lo que estaba fuerade mi albedrío; prometí renunciar a lo quesiempre ha sido mío, y mi ceguera y mi errorhan durado hasta esta noche en que la he vistoy la he hablado, señora condesa; hasta esta no-che en que he comprendido que Inés no puede,no puede de modo alguno resistir el pesoabrumador de su nobleza.

Amaranta golpeó mi humillado rostro consus pies. Sentí las suelas de sus zapatos hirien-do mi cabeza, y los encajes de sus faldas barrie-ron mi frente. La condesa estaba frenética ycruel en su desbordada ira.

-¿Qué has dicho? -exclamó-. ¿Que no renun-cias?... ¿Sabes que un miserable como tú puededesaparecer del mundo sin que el mundo loadvierta? ¡Despreciable gusano! ¡No te aplastopor compasión y te levantas para insultarme!

-Yo no insulto a usía -dije-. Yo respeto y ve-nero a la que tantos deseos de favorecerme hamanifestado. Vuecencia puede hacerme des-aparecer del mundo si gusta; sin duda lo me-rezco. Yo prometí a usía no verla más y no hecumplido mi palabra; soy un truhán y un mise-rable. Vine a este palacio sin intención de verla;encontreme solo y una fuerza irresistible, unafiebre que me devoraba lleváronme a su cuarto,donde la vi y nos hablamos largo rato. ¡Oh!¿Me pide usía que deje de amarla? No puedeser. ¿Me pide usía que no la vea más? Pueshaga Su Grandeza de modo que me den lamuerte, porque mientras tenga un solo alientode vida y mientras me quede fuerza para arras-trarme, correré tras ella, la buscaré, penetraréen lo más escondido y subiré a lo más alto, sinceder en esta persecución hasta que Inés no mediga que se ha concluido la guerra a muertetrabada entre ella y sus nobles parientes.

-¡Oh! Quiero concluir de una vez -afirmó sinpoder contener su agitación-; que venga aquími hija; la traeré aquí, te verá delante de mí, y sitodavía... No, no puede ser. ¡Dios mío! ¿Quéaberración, qué absurdo es este que presencia-mos? Miserable mendigo -añadió volviéndose amí-, vete. La culpa tiene quien te ha dado másimportancia de la que mereces. Inés te despre-cia: si has creído otra cosa te equivocas. ¿Porqué no hiciste lo que te mandé? ¿Por qué vinis-te aquí? Mereces la muerte, sí, la muerte. Nosoy cruel; pero ¿acaso la vida de un indigno ser,que se perdería en el mundo sin que nadie loechara de menos, debe estorbar la felicidad detoda una familia, debe estorbar mi reposo yechar por tierra la grandeza de una casa comola mía? No, no puede ser... Vete de aquí; que telleven, que te arrastren como infame ladrón queeres. Si ella lo siente que lo sienta, si padece quepadezca. Así no se puede vivir. Seré inflexible;yo enseñaré a mi hija cuáles son sus deberes; yo

le enseñaré el respeto que debe tener a su nom-bre y me obedecerá, cueste lo que cueste.

-Deje usía -le dije- que la maten los demás; ycuando haya sucumbido a las violencias, a lasvejaciones y a la tiranía de sus parientes, qué-dele a la madre el consuelo de no haber puestolas manos en ella.

-¿Qué dices? ¿Qué has dicho? -preguntóAmaranta mirándome fijamente y cambiandopor completo en un instante de tono, de acti-tud, de expresión-. ¿Qué has dicho?

-He dicho que usía no debe, que no puedecontribuir a matarla.

-¡A matarla! -exclamó con estupor y comovacilando entre admitir o rechazar aquella idea.

-Sí señora. Bien sabe usía que Inés es muydesgraciada.

Vi entonces cómo se disipaba la ira en el ros-tro de Amaranta, cómo se aclaraba su semblan-te, cómo todo aparato de indignación y de bi-liosidad y de tirantez nerviosa desaparecía,sucediendo a aquella tempestad aplacada unaquietud reflexiva en que al instante se sumergiósu espíritu, lanzado desde las cimas de la cóleraa los abismos de la meditación. Me miró largorato y yo la miré. Estaba profundamente pensa-tiva. Estaba en poder de uno de esos invasorespensamientos que vienen de repente y ocupantoda el alma y suspenden todas las sensaciones,y envuelven y embargan las facultades todas.Al fin, sin pestañear, sin apartar los ojos de mí,sin hacer movimiento alguno exhaló un pro-fundo suspiro y después dijo:

-Sí, mi hija es muy desgraciada.

No era sin duda la primera vez que a símisma se decía aquellas palabras.

Sentada en el sofá, apoyó la barba en los de-dos pulgar e índice, y el codo en el brazo delasiento, y así estuvo largo espacio de tiempo.Me parece que la estoy mirando. ¡Cuán hermo-sa y cuán imponente y subyugadora! ¡Dignaconcha de tal perla! como ha dicho, no por ciertorefiriéndose a esta, sino a otra, un gran poetacontemporáneo.

Alzó luego la vista, y me examinó atenta-mente; ¡pero de qué modo, con cuánto interésme miraba! De sus ojos había desaparecido elrayo de la indignación que antes la hacía tanterrible. Yo no me atrevía a decir nada. Unadulce sensibilidad embargaba mi espíritu.

Amaranta, esclava de su pensamiento, vol-vió a repetir:

-¡Oh! sí: mi hija es muy desgraciada, y yo nopuedo hacerla feliz.

Dicho esto, me miró con cierta perplejidad.En sus ojos se retrataba una viva compasiónhacia mi persona, quizás algún sentimientomás favorable. Al principio creí engañarme,pero mi corazón con su misterioso lenguaje meindicó que habían cambiado de súbito los sen-timientos de la condesa respecto a mí. De mipecho pugnaban por desbordarse los míos.

Acerqueme a ella y me dijo:

-¿Qué has hablado con Inés? ¿Qué te ha di-cho?

No le pude contestar de otro modo quearrojándome de rodillas a sus pies. Pero ellarepitió la pregunta intentando con sus manosalzar mi frente que se había adherido con fuer-za a sus rodillas.

-Señora -le contesté al fin-, me ha dicho laverdad; me ha dicho que a nadie puede amarmás que a mí.

Yo besaba sus manos y la sentí llorar.

Duró poco tiempo aquella situación. Senti-mos gran ruido de voces, abriose la puerta y enel dintel apareció la marquesa, terrorífica,abrumadora de cólera y de severidad. Con ellavenían el diplomático, D. Diego, el verdaderoduque de Arión, algunos criados y soldados dela guardia. Amaranta no dijo nada ni yo tam-poco. La actitud en que nos encontraron debiósorprenderles más que la noticia de que habíaun ladrón en la casa, y estoy seguro de que ca-da individuo de la familia interpretaba de unmodo distinto aquella escena. En cuanto a estomis lectores verán más adelante algo que lesinteresará.

Como era opinión general que yo era un la-dronzuelo, vino gente de la policía, y cuandoSantorcaz penetró en la habitación y ordenó alos suyos que se apoderaran de mí, huyeroncon el rápido paso del terror las dos noblesdamas. La algazara de aquel momento no me

impidió percibir lejanos gritos y alteradas vocesde mujer en las cuadras interiores. Un oficial dela guardia francesa, llamado a última hora nosé por quién, echó de palacio de un modo algodespreciativo a alguaciles y alguacilado,tratándonos a todos como a gente de perversaralea.

-XXIX-No tengáis compasión de mí al verme en es-

ta cuerda ignominiosa, enracimado con otrosveinte infelices. No somos ladrones, ni asesinos,ni falsificadores; somos patriotas, insurgentesde aquella gran epopeya, y nos llevan a Fran-cia. Felizmente no se cumplió en nosotros aquelconsejo del capitán del siglo que decía a suhermano: «ahorcad unos cuantos pillos y esto harámucho efecto». Por lo que pasó después, se havenido a conocer que también Álvarez el deGerona entraba en el número de los pillos. No

nos ahorcaron, pues aún vivo para contarlo, ycuando digo que no me tengáis compasión esporque después de preso, la policía no me su-puso otra criminalidad que la traición a la cau-sa francesa, y me juzgó bastante castigado conel destierro.

-Bien sé yo que no eres ladrón -me dijo San-torcaz en Madrid, cuando me ponían en lacuerda que estrechaba en cordial apretón lascuarenta manos de los insurgentes-; pero eresun vil soplón y entrometido, a quien es precisoponer a cien leguas de Madrid. Si te dieras apartido y quisieras ser mi amigo, yo te conse-guiría un puesto en la policía, con tal que mesirvieses bien en este negocio.

No con palabras, porque no las merecía, sinocon una mirada de desprecio le contesté, y es-tuve después meditando sobre mi suerte, hastaque la cuerda se movió y los cuarenta pies deaquella serpiente humana se pusieron en mar-cha. Eramos los pillos, que el Gobierno francés,

demasiado generoso, no había querido ahorcar,y se nos mandaba a Francia. Con nosotros iba elgran poeta Cienfuegos. Isidoro Máiquez ySánchez Barbero fueron poco después, aunqueno ensartados.

Al dar los primeros pasos miré al que iba ami derecha, atado su codo al mío. ¡Oh venturasin igual! Era D. Roque el lector de periódicos.

-¡Ah, Sr. D. Roque! -le dije-, ¿también hablade esto el Semanario Patriótico?

-¡Queridísimo Gabriel! Dios nos ha puestojuntos en la desgracia como en la prosperidad.Paciencia y que la Virgen nos deje ver algún díaa nuestra inolvidable villa.

-¿Por qué le destierran a Vd.?

-Hijo, por una calaverada. Cometí la indis-creción de decir en un paraje público que nues-tro desgraciado vecino D. Santiago Fernández

era un héroe no menos grande que los de laantigüedad y podía compararse a Codro, Leó-nidas, Horacio Cocles, Mucio Scévola y al mis-mo Catón por la entereza de su ánimo. ¿No locrees tú así?

-¿Murió nuestro amigo?

-Sí, cuando el general Belliard fue a tomarposesión de los Pozos, todos entregaron lasarmas. D. Santiago continuaba encerrado en eljardín de Bringas. ¿Qué pensarás que hizo?Pues por la mañana al volver de su casa amon-tonó toda la leña puesta allí para calentarnos.Ya recordarás que también había una gran can-tidad de madera vieja de la casa que han derri-bado en la esquina. Pues con aquellos materia-les y la leña hizo un gran parapeto en el rincóndel fondo, donde estaba el gallinero vacío, ypúsose dentro de su improvisada fortaleza.Derribaron los franceses la puerta del jardín, ycuando vieron aquel monte de madera, de cuyointerior salía una hueca voz diciendo: «Se ren-

dirá Madrid, se rendirán los Pozos, pero el GranCapitán no se rinde», tuvieron al que tal decíapor loco y diéronse a reír. Pero Fernández habíapuesto dentro una buena cantidad de cartuchosy dale que le das, empieza a hacer fuego por lasaberturas y resquicios de su montón de leña.Los franceses que se vieron heridos (y algunode ellos murió) arremetieron contra el gallinerodestruyendo los parapetos de madera vieja.Fernández no cesaba de hacerles fuego desdeadentro. Pero cátate que a lo mejor empieza asalir humo, y luego llamas que crecieron rápi-damente, y la ronca voz del defensor del galli-nero gritaba: ¡Viva España; mueran los franceses yel granuja de Napoleón!

Mandó el oficial que se apartase la maderapara sacar a aquel desgraciado, que sin dudaexcitaba su admiración; pero Fernández gritóde nuevo: -«Se rendirá Madrid, se rendirán losPozos; pero el Gran Capitán no se rinde», hasta quecesó la voz; y las llamas, extendiéndose voraz-

mente, destruyéronlo todo. La inmensa hogue-ra estuvo humeando todo el día. Cuando aque-llo se acabó buscaron el cuerpo, pero estabahecho ceniza.

Calló D. Roque, y en el mismo instante elque nos conducía por la Mala de Franciamandó que hiciéramos alto. Al detenernos vi-mos que por el camino y hacia Chamartín ven-ían algunos coches y gran número de jinetescon deslumbradores uniformes. Era el Empera-dor que volvía de su visita al palacio de Madridy caminaba hacia su cuartel. Iba en coche, y alpasar, nuestro guía y los soldados que nos cus-todiaban mandáronnos que le diéramos vivas.Fue preciso repartir algunos culatazos para queobedeciéramos, y cuando el grande hombrepasó, algunos le saludaron. Sin duda por estasy otras ovaciones de la misma clase escribía confecha 17 de Diciembre: En las poblaciones pordonde paso me manifiestan mucha simpatía y admi-ración.

-Acabe Vd. de contarme la muerte de nues-tro amigo -dije a D. Roque una vez que pasó laprocesión.

-Ya no queda nada -repuso-, sino que contoda su grandeza y poder el hombre que acabade pasar no llega ni con mucho a la inmensaaltura del Gran Capitán. Algunos han dichoque nuestro amigo estaba loco; pero ese que ahíva, ¿está en su sano juicio?

Enero de 1874.

FIN