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Es uno de los libros mássignificativos de la obra de RoaldDahl, y tal vez el más conocido porel público adulto. En él podemosencontrar 16 relatos que establecenlas pautas de lo que es el resto desu obra. La intriga, el humor negroy un desenlace que al lector le hacedar un respingo de satisfacción, sonlos principales elementos queadornan la narrativa de este autor yen particular las de estos cuentosque, al fin y a la postre, tambiénpretenden, al igual que en suscuentos para niños, establecer una

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fábula moral en la mayoría de loscasos.

Existen algunos temas recurrentestales como las apuestasdisparatadas (Gastrónomos,Hombre del Sur, Apuestas), elburlador burlado (Placer de clérigo,La señora Bixby y el abrigo delcoronel), la mujer sumisa que desúbito derrama de maneraexplosiva todo el resentimientoacumulado contra su marido(Cordero asado, La subida al cielo)o la venganza del hombrehumillado (Nunc Dimittis, LadyTurton).

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Roald Dahl

Relatos de loinesperado

ePub r1.2Ultrarregistro 07.11.13

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Título original: Tales of the UnexpectedRoald Dahl, 1979Traducción: Carmelina Payá y AntonioSamonsDiseño de portada: Julio Vivas

Editor digital: UltrarregistroePub base r1.0

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1. GASTRÓNOMOS

ÉRAMOS seis cenando aquella nocheen la casa de Mike Schofield enLondres: Mike con su esposa e hija, miesposa y yo, y un hombre llamadoRichard Pratt.

Richard Pratt era un famosogourmet, presidente de una pequeñasociedad gastronómica conocida por«Los epicúreos», que mandaba cada mesa todos sus miembros un folleto sobrecomida y vinos. Organizaba comidas enlas cuales eran servidos platos opíparosy vinos raros. No fumaba por terror a

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dañar su paladar, y cuando discutíasobre un vino tenía la costumbre,curiosa y un tanto rara, de referirse aéste como si se tratara de un serviviente.

«Un vino prudente —decía—, unpoco tímido y evasivo, pero prudente alfin.» O bien, «un vino alegre, generoso ychispeante. Ligeramente obsceno, quizá,pero, en cualquier caso, alegre».

Yo había coincidido en casa de Mikedos veces con Richard Prattanteriormente. En ambas ocasiones,Mike y su esposa se habían esmerado enpreparar una comida especial para elfamoso gourmet y, naturalmente, esta

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vez no iban a hacer una excepción.En cuanto entramos en el comedor

me di cuenta de que la mesa estabapreparada para una fiesta. Los grandescandelabros, las rosas amarillas, lanumerosa vajilla de plata, las tres copasde vino para cada persona, y, sobretodo, el suave olor a carne asada quevenía de la cocina, hicieron que mi bocaempezara a segregar saliva.

Al sentarnos recordé que, en las dosanteriores visitas de Richard Pratt, Mikesiempre había apostado con él acercadel vino clarete, presionándole para quedijera de qué año era la solera de aquelcaldo. Pratt replicaba que eso no sería

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difícil para él. Entonces Mike apostabacon él sobre el vino en cuestión. Pratthabía aceptado y ganado en ambasocasiones. Esta noche estaba seguro deque volvería a jugar otra vez, porqueMike quería perder su apuesta y probarasí que su vino era conocido comobueno, y Pratt, por su parte, parecíasentir un placer especial en exhibir susconocimientos.

La comida empezó con un plato dechanquetes dorados y fritos conmantequilla, rociados con vino deMosela. Mike se levantó y lo sirvió élmismo, y cuando volvió a sentarse me dicuenta de que observaba atentamente a

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Richard Pratt. Había dejado la botellafrente a mí para que pudiera leer laetiqueta. Esta decía: «GeirslayOhligsberg, 1945.» Se inclinó hacia mí yme dijo que Geirslay era un pueblecito aorillas del Mosela, casi desconocidofuera de Alemania. Me dijo que ese vinoera muy raro porque, siendo los viñedostan escasos, para un extranjero resultabaprácticamente imposible conseguir unabotella. Él había ido personalmente aGeirslay el verano anterior paraconseguir unas pocas docenas debotellas que consintieron en venderle.

—Dudo que lo tenga alguien más enesta comarca —dijo, mirando de nuevo

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a Richard Pratt—. Lo bueno del Mosela—continuó, levantando la voz— es quees el vino más adecuado para servirantes del clarete. Mucha gente sirve vinodel Rin, pero los que tal hacen noentienden nada de vinos. Cualquier vinodel Rin mata el delicado bouquet delclarete. ¿Lo sabían? Es una barbaridadservir un Rin antes de un clarete. Pero elMosela… ¡Ah! ¡El Mosela es el másindicado!

Mike Schofield era un hombre demediana edad, muy agradable. Pero eracorredor de Bolsa. Para ser exacto, eraun agiotista de la Bolsa y, como muchosde su clase, parecía estar un poco

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perplejo, casi avergonzado, de haberhecho dinero con tan poco talento. En sufuero interno sabía que no era sino unbookmaker, un corredor de apuestas, ununtuoso, infinitamente respetable ysecretamente inescrupuloso corredor deapuestas. Suponía que sus amigos losabían también. Por eso queríaconvertirse en un hombre de cultura,cultivar un gusto literario y artístico,coleccionando cuadros, música, libros ytodo lo demás. Su explicación acerca delos vinos del Rin y del Mosela formabaparte de esta cultura que él buscaba.

—Un vino estupendo, ¿verdad? —dijo, mirando insistentemente a Richard

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Pratt.Yo le veía echar una furtiva mirada a

la mesa cada vez que agachaba lacabeza para tomar un bocado dechanquetes. Yo casi le sentía esperar elmomento en que Pratt cataría el primersorbo, contemplaría el vaso tras haberbebido con una sonrisa de placer, deasombro, quizá hasta de duda, yentonces se suscitaría una discusión enla cual Mike le hablaría del pueblo deGeirslay.

Pero Richard Pratt no probó el vino.Estaba conversando animadamente conLouise, la hija de Mike, la cual no teníaaún dieciocho años. Estaba frente a ella,

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sonriente, contándole, al parecer, algunahistoria de un camarero en un restauranteparisiense. Mientras hablaba, seinclinaba más y más hacia Louise, hastacasi tocarla, y la pobre chica retrocedíalo máximo que podía, asintiendocortésmente, o más biendesesperadamente, y mirándole no a lacara sino al botón superior de susmoking.

Terminamos el pescado y la doncellaempezó a retirar los platos. Cuandollegó a Pratt y vio que no había tocadosu comida siquiera, dudó unos instantes.Entonces Pratt advirtió su presencia, laapartó, interrumpió su conversación y

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empezó a comer rápidamente,metiéndose el pescado en la boca conhábiles y nerviosos movimientos deltenedor. Cuando terminó, cogió su vasoy en dos tragos se bebió el vino paracontinuar en seguida su interrumpidaconversación con Louise Schofield.

Mike lo vio todo. Estaba sentado,muy quieto, conteniéndose y mirando asu invitado. Su cara, redonda y jovial,pareció ceder a un impulso repentino,pero se contuvo y no pronunció palabra.

Pronto llegó la doncella con elsegundo plato. Este consistía en un granrosbif. Lo colocó en la mesa delante deMike, quien se levantó y empezó a

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trincharlo, cortando las lonchas muydelgadas y poniéndolas delicadamenteen los platos para que la doncella lasfuera distribuyendo. Cuando huboservido a todos, incluyéndose a símismo, dejó el cuchillo y se inclinóapoyando las manos en el borde de lamesa.

—Bueno —dijo, dirigiéndose atodos, pero sin dejar de mirar a Richard—, ahora el clarete. Perdónenme, perotengo que ir a buscarlo.

—¿Vas a buscarlo tú, Mike? —dije—. ¿Dónde está?

—En mi estudio. Está destapado,para que respire.

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—¿Por qué en el estudio?—Para que adquiera la temperatura

ambiente, por supuesto. Lleva allíveinticuatro horas.

—Pero ¿por qué en el estudio?—Es el mejor sitio de la casa.

Richard me ayudó a escogerlo la últimavez que estuvo aquí.

Al oír su nombre Richard nos miró.—¿Verdad que sí? —dijo Mike.—Sí —dijo Pratt afirmando con la

cabeza—, es verdad.—Encima del fichero de mi estudio

—dijo Mike—. Ese fue el lugar queescogimos. Un buen sitio en unahabitación con temperatura constante.

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Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo.El pensamiento de un nuevo vino le

devolvió el humor y dirigióserápidamente a la puerta para regresar unminuto más tarde, despacio,solemnemente, llevando entre sus manosuna cesta donde había una botellaoscura. La etiqueta estaba invertida.

—Bueno —gritó, viniendo hacia lamesa—. ¿Y éste, Richard? Éste no loadivinará nunca.

Richard Pratt se volvió lentamente ymiró a Mike; luego sus ojosdescendieron hasta la botella metida enla cesta, levantó las cejas y echó haciaadelante el labio inferior con un gesto

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feo e imperioso.Mientras tanto las mujeres callaban,

en una especie de mutismo embarazoso ytenso.

—Nunca lo adivinará —repitióMike—; ni en cien años.

—¿Un clarete? —preguntó Richard,como afirmándolo.

—Naturalmente.—Entonces me imagino que será de

algún pequeño viñedo.—Puede que sí, Richard, y puede

que no.—Pero ¿es de un buen año? ¿Una de

las grandes cosechas?—Sí, eso se lo garantizo.

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—Entonces no puede ser difícil —dijo Richard Pratt, recalcando laspalabras, ya un poco aburrido. Sólo que,en mi opinión, había algo extraño en suforma de pronunciar, y en suaburrimiento: en sus ojos se percibíauna sombra algo diabólica, y en suactitud un ansia que me provocó unacierta inquietud.

—Esta vez es realmente difícil —dijo Mike—. No le voy a coaccionar aque apueste por este vino.

—¿Por qué no?Sus cejas se arquearon de nuevo y

sus ojos adquirieron un extraño brillo.—Porque es difícil.

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—Esto no me deja en muy buenlugar.

—Mi querido amigo —dijo Mike—,apostaré con gusto si usted lo desea.

—No creo que sea tan difícildescubrirlo.

—¿Significa eso que va a apostar?—Efectivamente, quiero apostar —

dijo Pratt.—Muy bien, lo haremos como

siempre.—No cree que pueda adivinarlo,

¿verdad?—Con todo el respeto, no lo creo —

dijo Mike. Hacía esfuerzos pormantenerse correcto. Pero Pratt no se

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molestó mucho en ocultar su desdén portodo el asunto.

Sin embargo, su pregunta siguientetraicionó un cierto interés.

—¿Quiere aumentar la apuesta?—No, Richard.—¿Apuesta cincuenta cajas? —Sería

tonto.Mike se quedó quieto detrás de su

silla en la cabecera de la mesa,cogiendo la botella embutida en suridícula cesta. Su rostro estaba pálido yla línea de sus labios era muy fina.

Pratt estaba recostado en el respaldode su silla, mirándole, con las cejaslevantadas, los ojos medio cerrados y

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una ligera sonrisa en los labios. Observéde nuevo, o creí ver, algo enigmático enla cara del hombre, una sombra de ansiaen sus ojos, que ocultaban ciertamalignidad un tanto pueril y maliciosa.

—Entonces, ¿no quiere subir aapuesta?

—Por mí no hay inconveniente,querido amigo —dijo Mike—; apostarélo que quiera.

Las tres mujeres y yo estábamoscallados, mirando a los dos hombres. Laesposa de Mike empezaba a sentirseincómoda; su boca se contraía en unmohín de disgusto y me pareció que encualquier momento iba a interrumpirles.

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El rosbif estaba intacto en los platos,jugoso y humeante.

—Entonces, ¿apostaremos lo que yoquiera?

—Exactamente, le apuesto lo quequiera, si está dispuesto a mantener laapuesta.

—¿Hasta diez mil libras?—Desde luego, si así lo desea.Mike iba ganando confianza por

momentos. Sabía ciertamente que podíaapostar cualquier suma que Pratt dijera.

—Entonces, ¿apuesto yo primero?—preguntó Pratt otra vez.

—Eso es lo que he dicho.Hubo una pausa en la cual Pratt me

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miró a mí y luego a las tres mujeresdetenidamente. Parecía quererrecordarnos que éramos testigos de laoferta.

—¡Mike! —dijo la señora Schofieldrompiendo la tensión ambiental—, ¿porqué no dejas de hacer tonterías yempezamos a comer? La carne se estáenfriando.

—No es ninguna tontería —dijoPratt tranquilamente—; estamoshaciendo una apuesta.

Distinguí a la doncella en segundotérmino con una fuente de verdura en lasmanos, dudando entre seguir adelante ono.

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—Muy bien —dijo Pratt—, le diréqué es lo que quiero que apueste.

—Diga, pues —le respondió Mikedescaradamente—, empiece.

Pratt volvió la cabeza y nuevamenteuna diabólica sonrisa apareció en suslabios. Luego, lentamente, mirándonos aMike y a mí, dijo:

—Quiero que apueste para mí, lamano de su hija. Louise Schofield dio unsalto de la silla.

—¡Eh! —gritó—. ¡No, esto no tienegracia! Oye, papá, no tiene ningunagracia.

—No te preocupes, querida —latranquilizó su madre—; sólo están

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jugando.—No bromeo —dijo Richard Pratt.—¡Esto es ridículo! —exclamó

Mike, perdiendo el control de susnervios.

—Usted ha dicho que apostara loque quisiera.

—¡Yo he querido decir dinero!—No ha dicho dinero.—Eso es lo que he querido decir.—Pues es una lástima que no lo haya

dicho. De todas formas, si se arrepientede su oferta, no tengo inconveniente.

—No voy a retirar mi oferta, amigomío. Lo que pasa es que usted no tieneuna hija para substituir a la mía, en caso

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de que pierda, y aunque la tuviera, yo nome casaría con ella.

—Me alegro de oírte decir eso,querido —intervino su esposa.

—Me apuesto lo que usted quiera —anunció Pratt—. Mí casa, por ejemplo,¿qué le parece mi casa?

—¿Cuál de ellas? —preguntó Mike,bromeando.

—La del campo.—¿Por qué no la otra, también?—De acuerdo, si así lo quiere usted.

Las dos casas.En aquel momento, vi dudar a Mike.

Dio un paso adelante y colocó la botellasobre la mesa. Puso el salero a un lado,

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luego hizo lo mismo con la pimienta.Seguidamente cogió un cuchillo ydurante unos segundos examinópensativamente la hoja, colocándololuego en su sitio otra vez. Su hijatambién le vio vacilar.

—Bueno, papá —gritó—. ¡No seasabsurdo! Esto es una soberana tontería.Me niego a que me apostéis, como sifuera un trofeo de caza.

—Tienes mucha razón, nena —dijosu madre—. Ya está bien, Mike. Siéntatey come.

Mike no le hizo ningún caso. Miró asu hija paternalmente. Sus ojos brillabancon un gesto de triunfo.

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—¿Sabes, Louise? —le dijo,sonriendo mientras hablaba—, debemospensarlo.

—Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Meniego a escucharte! ¡En mi vida he oídouna cosa tan ridícula!

—Hablemos en serio, querida.Espera un momento y escucha lo que voya decirte.

—¡No quiero oírlo!—¡Louise, por favor! Se trata de lo

siguiente: Richard ha hecho una apuestaseria, él es quien ha apostado, no yo. Sipierde, tendrá que desprenderse de susvaliosas propiedades. Espera unmomento, querida, no interrumpas. La

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cosa es ésta: no puede ganar.—El cree que sí.—Ahora, escúchame, porque yo sé

de qué se trata. El experto, al paladearun clarete, siempre que no sea algúnvino famoso como Laffite o Latour, sólopuede dar un nombre aproximado de laviña. Naturalmente puede decir eldistrito de Burdeos de donde viene elvino, sea St. Emilion, Pomerol, Graveso Médoc. Pero cada distrito tiene variascomarcas, pequeños condados, y cadacondado tiene gran número de pequeñosviñedos. Es imposible que un hombrepueda diferenciarlos por el gusto y elolor. No me importa decirte que éste que

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tengo aquí es vino de una pequeña viñarodeada de muchas otras y nunca podráadivinarlo. Es imposible.

—No puedes asegurar eso —dijo suhija.

—Te digo que sí. Aunque no seademasiado correcto por mi parte eldecirlo, entiendo un poco de vinos. Yademás, ¡por el amor del cielo!, soy tupadre y supongo que no pensarás que tevoy a obligar a algo que no quieres,¿verdad? Te estoy haciendo ganardinero.

—¡Mike! —le replicó su mujerduramente—. ¡No sigas, Mike, porfavor! De nuevo pareció ignorarla.

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—Si consientes en esta apuesta, endiez minutos poseerás dos grandescasas. —Pero yo no quiero dos casas,papá.

—Entonces las vendes. Véndeselas aél inmediatamente. Yo lo arreglaré todo.Piénsalo, querida. Serás rica,independiente para toda la vida.

—¡Oh, papá, no me gusta! Meparece una cosa tonta.

—A mí también —dijo la madre.Al hablar, movía la cabeza de arriba

abajo como una gallina.—Deberías avergonzarte de ti

mismo, Michael, por sugerir una cosaasí. ¡Llegar a apostar a tu propia hija!

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Mike ni siquiera la miró.—Acepta —dijo testarudamente,

mirando a la chica—. ¡Acepta!, ¡rápido!Te garantizo que no perderás.

—No me gusta eso, papá.—Vamos, nena, ¡acepta!Mike la forzaba más y más. Estaba

inclinado hacia ella, mirándolafijamente, como si tratara dehipnotizarla.

—¿Y si pierdo? —dijo con vozahogada.

—Te repito que no puedes perder, telo garantizo.

—¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo?—Te voy a hacer ganar una fortuna,

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así que no lo pienses más. ¿Qué dices,Louise? ¿De acuerdo?

Por última vez, ella dudó. Luego, seencogió de hombros desesperadamente ydijo:

—Bien, acepto, siempre que mejures que no hay peligro de perder.

—¡Estupendo! —exclamó Mike—.Entonces apostamos.

Inmediatamente, Mike cogió el vino,se sirvió primero a sí mismo y luego fuellenando los vasos de los demás. Ahoratodos miraban a Richard Pratt,observando su rostro mientras él cogíasu vaso con la mano derecha y se lollevaba a la nariz. Era un hombre de

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unos cincuenta años y su rostro no eramuy agradable. Todo era boca —boca ylabios—, esos labios gruesos y húmedosdel sibarita profesional, con el labioinferior más saliente en el centro, unlabio colgante y permanentementeabierto con el fin de recibir másfácilmente la comida y la bebida. Comoun embudo, pensé yo al observarle: suboca es un embudo grande y húmedo.

Lentamente, levantó el vaso hacia lanariz.

La punta de la nariz se metió en elvaso, y se deslizó por la superficie delvino, husmeando con delicadeza. Agitóel vino en su vaso, para poder percibir

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mejor el aroma. Parecía intensamenteconcentrado. Había cerrado los ojos y lamitad superior de su cuerpo, la cabeza,cuello y pecho parecían haberseconvertido en una sensitiva máquina deoler, recibiendo, filtrando, analizando elmensaje que le transmitía la nariz, consus aletas carnosas, eréctiles, nerviosasy sensitivas.

Observé a Mike, sentado en su silla,aparentemente despreocupado, peroatento a todos los movimientos. Laseñora Schofield, su esposa, estabasentada muy erguida en el lado opuestode la mesa, mirando de frente, con gestode desaprobación en el rostro. Louise, la

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hija, había separado un poco la silla y,como su padre, observaba atentamentelos movimientos del sibarita.

Durante un minuto el procesoolfativo continuó; luego, sin abrir losojos ni mover la cabeza, Pratt acercó elvaso a su boca y bebió casi la mitad desu contenido. Después del primer sorbo,se paró para paladearlo, luego lo hizopasar por su garganta y pude ver su nuezmoverse al paso del líquido. Pero no selo tragó todo, sino que se quedó casitodo el sorbo en la boca. Entonces, sintragárselo, hizo entrar por sus labios unpoco de aire que mezclándose con elaroma del vino en su boca pasó luego a

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sus pulmones. Contuvo la respiración,sacando luego el aire por la nariz; paraponer finalmente el vino debajo de lalengua y engullirlo, masticándolo conlos dientes, como si fuera pan.

Fue una representación solemne eimpresionante, debo confesar que lohizo muy bien.

—¡Hum! —dijo, dejando el vaso yrelamiéndose los labios con la lengua—,¡hum!, sí…, un vinito muy interesante,cortés y gracioso, de gusto casifemenino.

Tenía saliva en exceso en la boca yal hablar soltó algunos salpicones sobrela mesa.

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—Ahora empezaremos a eliminar —dijo—, me perdonarán si lo hagoconcienzudamente, pero es que me juegomucho. Normalmente, quizá me hubieraarriesgado y hubiera dicho directamenteel nombre del viñedo de mi elección.Pero esta vez debo tener precaución,¿verdad?

Miró a Mike y le dedicó una espesay húmeda sonrisa. Mike no le sonrió.

—En primer lugar: ¿de qué distritode Burdeos procede este vino? No esdemasiado difícil de adivinar. Esexcesivamente ligero para ser St.Emilion o Graves. Desde luego, es unMédoc, no cabe duda.

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»Veamos, ¿de qué comarca deMédoc procede? Esto, por eliminación,tampoco es difícil de saber. ¿Margaux?No. No puede ser Margaux, no tiene elaroma violento de un Margaux.¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac.Es demasiado tierno y gentil para ser unPauillac. El vino de Pauillac tiene uncarácter casi imperioso en su gusto.Además, para mí, Pauillac contiene uncurioso y peculiar residuo que la uvatoma del suelo de la viña. No, no. Éstees un vino muy gentil, serio y tímido laprimera vez que se prueba. Quizá sea unpoco revoltoso a la segundadegustación, excitando la lengua con un

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poquito de ácido tánico. Después dehaberlo saboreado, es delicioso,consolador y femenino, con la generosacalidad que se asocia a los vinos de lacomarca de St. Julien. Indudablemente,éste es un St. Julien.

Se respaldó en la silla, puso lasmanos a la altura del pecho con losdedos juntos. Estaba poniéndoseridículamente pomposo, pero creo quelo hacía deliberadamente para burlarsede su anfitrión. Esperé ansiosamente aque continuara. Louise encendió uncigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforoy se volvió hacia ella, mirándola conira.

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—¡Por favor, no lo haga! Fumar enla mesa es una costumbre horrible.

Ella le miró, con el fósforo en lamano, observándolo fijamente con susgrandes ojos, quedando así un momento,y echándose hacia atrás otra vez, lenta yceremoniosamente. Luego inclinó lacabeza y apagó el fósforo, pero continuócon el cigarrillo sin encender entre losdedos.

—Lo siento, querida —dijo Pratt—,pero no puedo consentir que se fume enla mesa. Ella no le volvió a mirar.

—Bueno, veamos. ¿Dóndeestábamos? —dijo él—. ¡Ah, sí! Estevino es de Burdeos, de la comarca de St.

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Julien, en el distrito de Médoc. Hastaahora voy bien. Pero llegamos a lo másdifícil: el nombre de la viña. Porque enSt. Julien hay muchos viñedos y, comoya ha señalado nuestro anfitriónanteriormente, a menudo no hay muchadiferencia entre el vino de uno y de otro,pero ya veremos.

Hizo una pausa otra vez, cerrandolos ojos.

—Estoy tratando de establecer lacosecha —dijo—, si consigo esto,tendré ganada la mitad de la batalla.Bueno, veamos. Evidentemente, estevino no es de la primera cosecha de unaviña, ni de la segunda. No es un gran

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vino. La calidad, la…, el…, ¿cómo lollaman?: el esplendor, el poder, esofalta. Pero la tercera cosecha, ésa sípodría ser. Sin embargo, lo dudo.Sabemos que es de un buen año, nuestroanfitrión lo ha dicho. Esto lo desfiguraun poco. Tengo que ser prudente, muyprudente, en este punto.

Tomó el vaso y dio otro sorbo.—Sí —dijo, secándose los labios—,

tenía razón. Es de la cuarta cosecha,ahora estoy seguro. La cuarta cosecha deun año muy bueno, bueno de verdad. Esoes lo que le dio el gusto de tercera yhasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto estámejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles

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son las viñas de las cuartas cosechas dela comarca de St. Julien?

Volvió a pararse, tomó el vaso y selo puso en los labios. Luego le vi sacarla lengua, estrecha y rosada, con la puntametiéndose en el vino, escondiéndoseotra vez; era un espectáculo repulsivo.Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojoscerrados, el rostro concentrado, sólo loslabios se movían, restregándose unocontra otro como dos piezas de húmeday esponjosa goma.

—¡Aquí está otra vez! —gritó—.Ácido tánico después de un sorbo y unasensación bajo la lengua. ¡Sí, sí, claro,ya lo tengo! El vino procede de una de

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esas pequeñas viñas de los alrededoresde Beychevelle. Ahora recuerdo. Eldistrito de Beychevelle, el río, elpequeño puerto, anticuado y ridículo.Beychevelle… ¿Puede ser el mismoBeychevelle? No, no creo. Noexactamente, pero debe de ser muy cercade allí. ¿Cháteau Talbot? ¿Puede serTalbot? Sí, podría ser: esperen unmomento.

Volvió a probar el vino y al fijarmeen Mike Schofield le vi inclinarse más ymás sobre la mesa, con la boca un pocoabierta y sus ojos fijos en Richard Pratt.

—No. Estaba equivocado. Un Talbotviene más pronto a la memoria que ése;

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la fruta está más cerca de la superficie.Si es un «34», que creo que es, no puedeser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar.No es un Beychevelle y no es un Talbot,y sin embargo está tan cerca de ambos,tan cerca, que el viñedo debe de estar enmedio. ¿Qué podrá ser?

Dudó unos momentos. Nosotrosesperamos, observando su rostro. Todos,hasta la esposa de Mike, le mirábamos.Oí a la doncella poner el plato deverduras en el aparador, detrás de mí,suavemente, para no turbar el silencio.

—¡Ah! —gritó—, ¡ya lo tengo! ¡Sí,creo que lo tengo!

Por última vez probó el vino. Luego,

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con el vaso todavía cerca de la boca, sevolvió hacia Mike y le dedicó una lentay suave sonrisa, diciéndole:

—¿Sabe lo que es? Éste es elpequeño Cháteau Branaire-Duoru.

Mike quedó inmóvil.—Y del año 1934.Todos miramos a Mike, esperando

que volviese la botella y nos enseñara laetiqueta.

—¿Es ésa su respuesta? —dijoMike.

—Sí, creo que sí.—Bueno. ¿Es o no es la respuesta

final?—Sí, es mi respuesta definitiva.

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—¿Me quiere decir su nombre otravez?

—Cháteau Branaire-Duoru. Unapequeña viña. Un viejo castillo, loconozco muy bien. No comprendo cómono lo he reconocido desde el principio.

—Vamos, papá —dijo la chica—,vuelve la botella y veamos qué pasa.Quiero mis dos casas.

—Un momento —dijo Mike—,espera un momento. Parecía inquieto ysorprendido y su rostro iba palideciendocomo si fuera perdiendo las fuerzas.

—¡Michael! —exclamó su esposadesde la otra parte de la mesa—. ¿Quépasa?

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—No te metas en esto, Margaret, porfavor. Richard Pratt miraba a Mike conojos brillantes. Mike no miraba a nadie.

—¡Papá! —gritó la hija angustiada—. ¡No me digas que lo ha adivinado!

—No te preocupes, querida. No haypor qué angustiarse. Supongo que fuepor desembarazarse de la familia por loque Mike se volvió hacia Richard Pratty le dijo:

—Oiga, Richard, creo que serámejor que vayamos a la otra habitacióny hablemos.

—No quiero hablar —dijo Pratt,fríamente—, lo que quiero es ver laetiqueta de la botella.

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Ahora sabía que había ganado, teníala arrogancia y la apostura del ganador yme di cuenta de que se molestaría siencontraba algún impedimento.

—¿Qué espera? —le dijo a Mike—.¡Déle la vuelta!

Entonces ocurrió: la doncella, lapequeña y fina figura de la doncella deuniforme blanco y negro, estaba de pieal lado de Richard Pratt con algo en lamano.

—Creo que son suyas, señor —dijo.Pratt la miró y vio las gafas que ella

le tendía. Dudó un momento.—¿Son mías? Sí, seguramente, no

sé…

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—Sí, señor, son suyas.La doncella era una mujer mayor,

más cerca de los setenta que de lossesenta y llevaba muchos años en lacasa. Puso las gafas en la mesa, a sulado.

Sin darle las gracias, Pratt las cogióy las deslizó en el bolsillo de lachaqueta, detrás del blanco pañuelo.

Pero la doncella no se retiró. Sequedó de pie, detrás de Richard Pratt.Había algo raro en ella y en la manerade quedarse allí, derecha y sin moverse.La observé con repentino interés. Suviejo rostro tenía una mirada fría ydeterminada, los labios apretados y las

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manos juntas delante de ella. La cofia enla cabeza y la blanca pechera deluniforme la hacían parecerse a unpajarito.

—Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamentecorrecta—, encima del fichero verde,cuando ha ido allí, solo, antes de lacena.

Sus palabras tardaron unos minutosen tomar sentido y en el silencio quesiguió a ellas advertí que Mike sesentaba con tranquilidad en su silla,volviéndole el color a las mejillas, losojos muy abiertos, la extraña curva de suboca y la blancura de las aletas de la

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nariz.—¡Bueno, Michael! —dijo su

esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido,cálmate!

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2. CORDEROASADO[1]

LA habitación estaba limpia yacogedora, las cortinas corridas, las doslámparas de mesa encendidas, la suya yla de la silla vacía, frente a ella. Detrás,en el aparador, dos vasos altos dewhisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando aque su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una miradaal reloj, pero sin preocupación,simplemente para complacerse de que

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cada minuto que pasaba acercaba elmomento de su llegada. Tenía un airesonriente y optimista. Su cabeza seinclinaba hacia la costura con enteratranquilidad. Su piel —estaba en elsexto mes del embarazo— habíaadquirido un maravilloso brillo, loslabios suaves y los ojos, de miradaserena, parecían más grandes y másoscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cincomenos diez, empezó a escuchar, y pocosminutos más tarde, puntual comosiempre, oyó rodar los neumáticos sobrela grava y cerrarse la puerta del coche,los pasos que se acercaban, la llave

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dando vueltas en la cerradura.Dejó a un lado la costura, se levantó

y fue a su encuentro para darle un besoen cuanto entrara.

—¡Hola, querido! —dijo ella.—¡Hola! —contestó él.Ella le colgó el abrigo en el armario.

Luego volvió y preparó las bebidas, unafuerte para él y otra más floja para ella;después se sentó de nuevo con la costuray su marido enfrente con el alto vaso dewhisky entre las manos, moviéndolo detal forma que los cubitos de hielogolpeaban contra las paredes del vaso.Para ella ésta era una hora maravillosadel día. Sabía que su esposo no quería

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hablar mucho antes de terminar laprimera bebida, y a ella, por su parte, legustaba sentarse silenciosamente,disfrutando de su compañía después detantas horas de soledad. Le gustaba vivircon este hombre y sentir —como sienteun bañista al calor del sol— lainfluencia que él irradiaba sobre ellacuando estaban juntos y solos. Legustaba su manera de sentarsedescuidadamente en una silla, su manerade abrir la puerta o de andar por lahabitación a grandes zancadas. Legustaba esa intensa mirada de sus ojos alfijarse en ella y la forma graciosa de suboca, especialmente cuando el

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cansancio no le dejaba hablar, hasta queel primer vaso de whisky le reanimabaun poco.

—¿Cansado, querido?—Sí —respondió él—, estoy

cansado.Mientras hablaba, hizo una cosa

extraña. Levantó el vaso y bebió sucontenido de una sola vez aunque elvaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oírel ruido que hacían los cubitos de hieloal volver a dejar él su vaso sobre lamesa. Luego se levantó lentamente paraservirse otro vaso.

—Yo te lo serviré —dijo ella,

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levantándose.—Siéntate —dijo él secamente.Al volver observó que el vaso

estaba medio lleno de un líquidoambarino.

—Querido, ¿quieres que te traiga laszapatillas? Le observó mientras él bebíael whisky.

—Creo que es una vergüenza paraun policía que se va haciendo mayor,como tú, que le hagan andar todo el día—dijo ella.

Él no contestó; Mary Maloneyinclinó la cabeza de nuevo y continuócon su costura. Cada vez que él sellevaba el vaso a los labios se oía

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golpear los cubitos contra el cristal.—Querido, ¿quieres que te traiga un

poco de queso? No he hecho cenaporque es jueves.

—No —dijo él.—Si estás demasiado cansado para

comer fuera —continuó ella—, no estarde para que lo digas. Hay carne yotras cosas en la nevera y te lo puedoservir aquí para que no tengas quemoverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella;Mary esperó una respuesta, una sonrisa,un signo de asentimiento al menos, peroél no hizo nada de esto.

—Bueno —agregó ella—, te sacaré

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queso y unas galletas.—No quiero —dijo él.Ella se movió impaciente en la silla,

mirándole con sus grandes ojos.—Debes cenar. Yo lo puedo

preparar aquí, no me molesta hacerlo.Tengo chuletas de cerdo y cordero, loque quieras, todo está en la nevera.

—No me apetece —dijo él.—¡Pero querido! ¡Tienes que comer!

Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.Se levantó y puso la costura en la mesa,junto a la lámpara.

—Siéntate —dijo él—, siéntate sóloun momento. Desde aquel instante, ellaempezó a sentirse atemorizada.

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—Vamos —dijo él—, siéntate.Se sentó de nuevo en su silla,

mirándole todo el tiempo con susgrandes y asombrados ojos. Él habíaacabado su segundo vaso y tenía losojos bajos.

—Tengo algo que decirte.—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?Él se había quedado completamente

quieto y mantenía la cabeza agachada detal forma que la luz de la lámpara ledaba en la parte alta de la cara,dejándole la barbilla y la boca en laoscuridad.

—Lo que voy a decirte te va atrastornar un poco, me temo —dijo—,

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pero lo he pensado bien y he decididoque lo mejor que puedo hacer esdecírtelo en seguida. Espero que no melo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatroo cinco minutos como máximo. Ella nose movió en todo el tiempo,observándolo con una especie de terrormientras él se iba separando de ella másy más, a cada palabra.

—Eso es todo —añadió—, ya séque es un mal momento para decírtelo,pero no hay otro modo de hacerlo.Naturalmente, te daré dinero y procuraréque estés bien cuidada. Pero no haynecesidad de armar un escándalo. No

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sería bueno para mi carrera.Su primer impulso fue no creer una

palabra de lo que él había dicho. Se leocurrió que quizá él no había hablado,que era ella quien se lo había imaginadotodo. Quizá si continuara su trabajocomo si no hubiera oído nada, luego,cuando hubiera pasado algún tiempo, seencontraría con que nada había ocurrido.

—Prepararé la cena —dijo con vozahogada.

Esta vez él no contestó.Mary se levantó y cruzó la

habitación. No sentía nada, excepto unpoco de náuseas y mareo. Actuaba comoun autómata. Bajó hasta la bodega,

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encendió la luz y metió la mano en elcongelador, sacando el primer objetoque encontró. Lo sacó y lo miró. Estabaenvuelto en papel, así que lodesenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.Muy bien, cenarían pierna de

cordero. Subió con el cordero entre lasmanos y al entrar en el cuarto de estarencontró a su marido de pie junto a laventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.—Por el amor de Dios —dijo él al

oírla, sin volverse—, no hagas cenapara mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se

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acercó a él por detrás y sin pensarlo dosveces levantó la pierna de corderocongelada y le golpeó en la parte traserade la cabeza tan fuerte como pudo. Fuecomo si le hubiera pegado con una barrade acero. Retrocedió un paso, esperandoa ver qué pasaba, y lo gracioso fue queél quedó tambaleándose unos segundosantes de caer pesadamente en laalfombra.

La violencia del golpe, el ruido dela mesita al caer por haber sidoempujada, la ayudaron a salir de suensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente,sintiéndose fría y confusa, y se quedó

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por unos momentos mirando el cuerpoinmóvil de su marido, apretando entresus dedos el ridículo pedazo de carneque había empleado para matarle.

«Bien —se dijo a sí misma—, ya lohas matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veíaclaro. Empezó a pensar con rapidez.Como esposa de un detective, sabía cuálsería el castigo; de acuerdo. A ella leera indiferente. En realidad sería undescanso. Pero por otra parte. ¿Y elniño? ¿Qué decía la ley acerca de lasasesinas que iban a tener un hijo? ¿Losmataban a los dos, madre e hijo?¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué

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hacían?Mary Maloney lo ignoraba y no

estaba dispuesta a arriesgarse.Llevó la carne a la cocina, la puso

en el horno, encendió éste y la metiódentro. Luego se lavó las manos y subióa su habitación. Se sentó delante delespejo, arregló su cara, puso un poco derojo en los labios y polvo en lasmejillas. Intentó sonreír, pero le salióuna mueca. Lo volvió a intentar.

—Hola, Sam —dijo en voz alta. Lavoz sonaba rara también.

—Quiero patatas, Sam, y tambiénuna lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la

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voz iban mejorando. Lo ensayó variasveces. Luego bajó, cogió el abrigo ysalió a la calle por la puerta trasera deljardín.

Todavía no eran las seis y diez yhabía luz en las tiendas de comestibles.

—Hola, Sam —dijo sonriendoampliamente al hombre que estabadetrás del mostrador.

—¡Oh, buenas noches, señoraMaloney! ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. Quiero patatas,Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldaspara alcanzar la lata de guisantes.

—Patrick dijo que estaba cansado y

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no quería cenar fuera esta noche —ledijo—. Siempre solemos salir losjueves y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?—No, tengo carne, gracias. Hay en

la nevera una pierna de cordero.—¡Oh!—No me gusta asarlo cuando está

congelado, pero voy a probar esta vez.¿Usted cree que saldrá bien?

—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia.¿Quiere estas patatas de Idaho?

—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.—¿Nada más? —El tendero inclinó

la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y

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para después? ¿Qué le va a dar luego?—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?El hombre echó una mirada a la

tienda.—¿Qué le parece una buena porción

de pastel de queso? Sé que le gusta aPatrick.

—Magnífico —dijo ella—, leencanta.

Cuando todo estuvo empaquetado ypagado, sonrió agradablemente y dijo:

—Gracias, Sam. Buenas noches.Ahora, se decía a sí misma al

regresar, iba a reunirse con su marido,que la estaría esperando para cenar; ydebía cocinar bien y hacer comida

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sabrosa porque su marido estaríacansado; y si cuando entrara en la casaencontraba algo raro, trágico o terrible,sería un golpe para ella y se volveríahistérica de dolor y de miedo. ¿Es queno lo entienden? Ella no esperabaencontrar nada. Simplemente era laseñora Maloney que volvía a casa conlas verduras un jueves por la tarde parapreparar la cena a su marido.

«Eso es —se dijo a sí misma—,hazlo todo bien y con naturalidad. Si sehacen las cosas de esta manera, no habránecesidad de fingir.»

Por lo tanto, cuando entró en lacocina por la puerta trasera, iba

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canturreando una cancioncilla ysonriendo.

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás,querido? Puso el paquete sobre la mesay entró en el cuarto de estar. Cuando levio en el suelo, con las piernas dobladasy uno de los brazos debajo del cuerpo,fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él sedespertaron en aquel momento. Corrióhacia su cuerpo, se arrodilló a su lado yempezó a llorar amargamente. Fue fácil,no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó yfue al teléfono. Sabía el número de lajefatura de Policía, y cuando le

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contestaron al otro lado del hilo, ellagritó:

—¡Pronto! ¡Vengan en seguida!¡Patrick ha muerto!

—¿Quién habla?—La señora Maloney, la señora de

Patrick Maloney. —¿Quiere decir quePatrick Maloney ha muerto?

—Creo que sí —gimió ella—. Estátendido en el suelo y me parece que estámuerto.

—Iremos en seguida —dijo elhombre.

El coche vino rápidamente. Maryabrió la puerta a los dos policías. Losreconoció a los dos en seguida —en

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realidad conocía a casi todos los deldistrito— y se echó en los brazos deJack Nooan, llorando histéricamente. Élla llevó con cuidado a una silla y luegofue a reunirse con el otro, que sellamaba O’Malley, el cual estabaarrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó ella.—Me temo que sí… ¿qué ha

ocurrido?Brevemente, le contó que había

salido a la tienda de comestibles y alvolver lo encontró tirado en el suelo.Mientras ella hablaba y lloraba, Nooandescubrió una pequeña herida de sangrecuajada en la cabeza del muerto. Se la

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mostró a O’Malley y éste, levantándose,fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías.Primero un médico, después dosdetectives, a uno de los cuales conocíade nombre. Más tarde, un fotógrafo de laPolicía que tomó algunos planos y otrohombre encargado de las huellasdactilares. Se oían cuchicheos por lahabitación donde yacía el muerto y losdetectives le hicieron muchas preguntas.No obstante, siempre la trataron conamabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez,ahora desde el principio. CuandoPatrick llegó ella estaba cosiendo, y él

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se sintió tan fatigado que no quiso salir acenar. Dijo que había puesto la carne enel horno —allí estaba, asándose— y sehabía marchado a la tienda decomestibles a comprar verduras. Devuelta lo había encontrado tendido en elsuelo.

—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective sevolvió y musitó algo en voz baja al otrodetective, que salió inmediatamente a lacalle.

«…, parecía normal…, muycontenta…, quería prepararle una buenacena…, guisantes…, pastel de queso…,

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imposible que ella…»Transcurrido algún tiempo el

fotógrafo y el médico se marcharon y losotros dos hombres entraron y se llevaronel cuerpo en una camilla. Después se fueel hombre de las huellas dactilares. Losdos detectives y los policías sequedaron. Fueron muy amables con ella;Jack Nooan le preguntó si no se iba amarchar a otro sitio, a casa de suhermana, quizá, o con su mujer, quecuidaría de ella y la acostaría.

—No —dijo ella.No creía en la posibilidad de que

pudiera moverse ni un solo metro enaquel momento. ¿Les importaría mucho

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que se quedara allí hasta que seencontrase mejor? Todavía estaba bajolos efectos de la impresión sufrida.

—Pero ¿no sería mejor que seacostara un poco? —preguntó JackNooan.

—No —dijo ella.Quería estar donde estaba, en esa

silla. Un poco más tarde, cuando sesintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulabanpor la casa, cumpliendo su misión. Devez en cuando uno de los detectives lehacía una pregunta. También Jack Nooanle hablaba cuando pasaba por su lado.Su marido, le dijo, había muerto de un

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golpe en la cabeza con un instrumentopesado, casi seguro una barra de hierro.Ahora buscaban el arma. El asesinopodía habérsela llevado consigo, perotambién cabía la posibilidad de que lahubiera tirado o escondido en algunaparte.

—Es la vieja historia —dijo él—,encontraremos el arma y tendremos alcriminal.

Más tarde, uno de los detectivesentró y se sentó a su lado.

—¿Hay algo en la casa que puedahaber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar unamirada a ver si falta algo, un atizador,

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por ejemplo, o un jarrón de metal?—No tenemos jarrones de metal —

dijo ella.—¿Y un atizador?—No tenemos atizador, pero puede

haber algo parecido en el garaje. Labúsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policíasrodeando la casa. Fuera, oía sus pisadasen la grava y a veces veía la luz de unalinterna infiltrarse por las cortinas de laventana. Empezaba a hacerse tarde, erancerca de las nueve en el reloj de larepisa de la chimenea. Los cuatrohombres que buscaban por lashabitaciones empezaron a sentirse

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fatigados.—Jack —dijo ella cuando el

sargento Nooan pasó a su lado—, ¿mequiere servir una bebida?

—Sí, claro. ¿Quiere whisky?—Sí, por favor, pero poco. Me hará

sentir mejor. Le tendió el vaso.—¿Por qué no se sirve usted otro?

—dijo ella—; debe de estar muycansado; por favor, hágalo, se haportado muy bien conmigo.

—Bueno —contestó él—, no nosestá permitido, pero puedo tomar untrago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otrosy bebieron whisky. Estaban un poco

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incómodos por la presencia de ella ytrataban de consolarla con inútilespalabras.

El sargento Nooan, que rondaba porla cocina, salió y dijo:

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe quetiene el horno encendido y la carnedentro?

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Esverdad!

—¿Quiere que vaya a apagarlo?—¿Sería tan amable, Jack? Muchas

gracias.Cuando el sargento regresó por

segunda vez lo miró con sus grandes yprofundos ojos.

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—Jack Nooan —dijo.—¿Sí?—¿Me harán un pequeño favor,

usted y los otros? —Si está en nuestrasmanos, señora Maloney…

—Bien —dijo ella—. Aquí estánustedes, todos buenos amigos de Patrick,tratando de encontrar al hombre que lomató. Deben de estar hambrientosporque hace rato que ha pasado la horade la cena, y sé que Patrick, que engloria esté, nunca me perdonaría queestuviesen en su casa y no les ofrecierahospitalidad. ¿Por qué no se comen elcordero que está en el horno? Ya estarácompletamente asado.

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—Ni pensarlo —dijo el sargentoNooan.

—Por favor —pidió ella—, porfavor, cómanlo. Yo no voy a tocar nadade lo que había en la casa cuando élestaba aquí, pero ustedes sí puedenhacerlo. Me harían un favor si se locomieran. Luego, pueden continuar sutrabajo.

Los policías dudaron un poco, perotenían hambre y al final decidieron ir ala cocina y cenar. La mujer se quedódonde estaba, oyéndolos a través de lapuerta entreabierta. Hablaban entre sí apesar de tener la boca llena de comida.

—¿Quieres más, Charlie?

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—No, será mejor que no loacabemos.

—Pero ella quiere que lo acabemos,eso fue lo que dijo. Le hacemos unfavor. —Bueno, dame un poco más.

—Debe de haber sido un instrumentoterrible el que han usado para matar alpobre Patrick —decía uno de ellos—, eldoctor dijo que tenía el cráneo hechotrizas.

—Por eso debería ser fácil deencontrar.

—Eso es lo que a mí me parece.—Quienquiera que lo hiciera no iba

a llevar una cosa así, tan pesada, mástiempo del necesario. Uno de ellos

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eructó:—Mi opinión es que tiene que estar

aquí, en la casa.—Probablemente bajo nuestras

propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?En la otra habitación, Mary Maloney

empezó a reírse entre dientes.

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3. HOMBRE DELSUR[2]

Eran cerca de las seis. Fui al bar a pediruna cerveza y me tendí en una hamaca atomar un poco el sol de la tarde.

Cuando me trajeron la cerveza, medirigí a la piscina pasando por el jardín.

Era muy bonito, lleno de césped,flores y grandes palmeras repletas decocos. El viento soplaba fuerte en lacopa de las palmeras, y las palmas, almoverse, hacían un ruido parecido alfuego. Grandes racimos de cocoscolgaban de las ramas.

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Había muchas hamacas alrededor dela piscina, así como mesitas y toldosmulticolores; hombres y mujeresbronceados por el sol estaban sentadosaquí y allá en traje de baño. Dentro de lapiscina multitud de chicos y chicaschapoteaban, gritando y jugando alwaterpolo, un poco en serio y un pocoen broma.

Me quedé mirándolos. Las chicaseran unas inglesas del hotel en que mehospedaba. A los chicos no los conocía,pero parecían americanos, seguramentecadetes navales llegados en un barcomilitar que había anclado en el puertoaquella mañana.

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Llegué hasta allí y me metí bajo untoldo amarillo donde había cuatroasientos vacíos, me serví la cerveza yme arrellané cómodamente con uncigarrillo entre los dedos.

Los marinos americanoscongeniaban bien con las inglesas.Buceaban juntos bajo el agua y lashacían subir a la superficie cogiéndolaspor las piernas.

En aquel momento distinguí a unhombrecillo de edad, que caminabarápidamente por el mismo borde de lapiscina. Llevaba un traje blanco,inmaculado, y caminaba muy aprisa,dando un saltito a cada paso. Llevaba en

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la cabeza un gran sombrero de paja e ibaa lo largo de la piscina mirando a lagente y a las hamacas.

Se paró frente a mí y me sonrió,enseñándome dos hileras de dientespequeños y desiguales, ligeramentedeslustrados.

Yo también le sonreí.—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?—Claro —dije yo—, tome asiento.Dio la vuelta a la silla y la

inspeccionó para su seguridad. Luego sesentó y cruzó las piernas. Llevabasandalias de cuero, abiertas, para evitarel calor.

—Una tarde magnífica —dijo—; las

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tardes son maravillosas aquí, enJamaica.

No estaba yo seguro de si su acentoera italiano o español, pero lo que sísabía de cierto era que procedía deSudamérica, y además se le veía viejo,sobre todo cuando se le miraba decerca. Tendría unos sesenta y ocho osetenta años.

—Sí —dije yo—, esto es estupendo.—¿Y quiénes son ésos?, pregunto

yo. No son del hotel, ¿verdad? Señalabaa los bañistas de la piscina.

—Creo que son marinos americanos—le expliqué—, mejor dicho, cadetes.

—¡Claro que son americanos!

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¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido?Usted no es americano, ¿verdad?

—No —dije yo—, no lo soy.De repente uno de los cadetes

americanos se detuvo frente a nosotros.Estaba completamente mojado porqueacababa de salir de la piscina. Una delas inglesas le acompañaba.

—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.

—No —contesté yo.—¿Les importa que nos sentemos?—No.—Gracias —dijo.Llevaba una toalla en la mano, y al

sentarse sacó un paquete de cigarrillos y

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un encendedor. Le ofreció a la chica,pero ella rehusó; luego me ofreció a míy acepté uno. El hombrecillo, por suparte, dijo:

—Gracias, pero creo que tengo uncigarro puro.

Sacó una pitillera de piel decocodrilo y cogió un purito. Luego sacóuna especie de navaja provista de unastijerillas y cortó la punta del cigarropuro.

—Yo le daré fuego —dijo elmuchacho americano, tendiéndole elencendedor.

—No se encenderá con este viento.—Claro que se encenderá. Siempre

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ha ido bien. El hombrecillo sacó elcigarro de su boca y dobló la cabezahacia un lado, mirando al muchacho conatención.

—¿Siempre? —dijo casideletreándolo.

—¡Claro! Nunca falla, por lo menosa mí nunca me ha fallado.

El hombrecillo continuó mirando almuchacho.

—Bien, bien, así que usted dice queeste encendedor no falla nunca. ¿Meequivoco?

—Eso es —dijo el muchacho.Tendría unos diecinueve o veinte

años y su rostro, al igual que su nariz,

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era alargado. No estaba demasiadobronceado y su cara y su pecho estabancompletamente llenos de pecas. Tenía elencendedor en la mano derecha,preparado para hacerlo funcionar.

—Nunca falla —dijo sonriendoporque ahora exageraba su anteriorjactancia intencionadamente—, leprometo que nunca falla.

—Un momento, por favor.La mano que sostenía el cigarro se

levantó como si estuviera parando eltráfico. Tenía una voz suave y monótona;miraba al muchacho con insistencia.

—¿Qué le parece si hacemos unapequeña apuesta? —le dijo sonriendo

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—. ¿Apostamos sobre si enciende o nosu mechero?

—Apuesto —dijo el chico—. ¿Porqué no?

—¿Le gusta apostar?—Sí, siempre lo hago.El hombre hizo una pausa y examinó

su puro y debo confesar que a mí no megustaba su manera de comportarse.Parecía querer sacar algo de todoaquello y avergonzar al muchacho. Almismo tiempo, me pareció que seguardaba algún secreto para sí mismo.

Miró de nuevo al americano y dijodespacio:

—A mí también me gusta apostar.

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¿Por qué no hacemos una buena apuestasobre esto? Una buena apuesta —repitiórecalcándolo.

—Oiga, espere un momento —dijoel cadete—. Le apuesto veinticincocentavos o un dólar, o lo que tenga en elbolsillo; algunos chelines, supongo.

El hombrecillo movió su mano denuevo.

—Óigame, nos vamos a divertir:hacemos la apuesta. Luego subimos a mihabitación del hotel al abrigo del vientoy le apuesto a que usted no puedeencender su encendedor diez vecesseguidas sin fallar.

—Le apuesto a que puedo —dijo el

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muchacho americano.—De acuerdo, entonces…,

¿hacemos la apuesta?—Bien, le apuesto cinco dólares.—No, no, hay que hacer una buena

apuesta. Yo soy un hombre rico ydeportivo. Ahora, escúcheme. Fuera delhotel está mi coche. Es muy bonito. Esun coche americano, de su país, unCadillac…

—¡Oiga, oiga, espere un momento!—El chico se recostó en la hamaca ysonrió—. No puedo consentir queapueste eso, es una locura.

—No es una locura. Usted enciendesu mechero y el Cadillac es suyo. Le

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gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?—Claro que me gustaría tener un

Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.—De acuerdo, yo apuesto mi

Cadillac.—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el

americano.El hombrecillo quitó

cuidadosamente la vitola del cigarrotodavía sin encender.

—Yo no le pido, amigo mío, queapueste algo que esté fuera de susposibilidades. ¿Comprende?

—Entonces, ¿qué puedo apostar?—Se lo voy a poner fácil. ¿De

acuerdo?

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—De acuerdo, póngamelo fácil.—Tiene que ser algo de lo cual

usted pueda desprenderse y que en casode perderlo no sea motivo de muchamolestia. ¿Le parece bien?

—¿Por ejemplo?—Por ejemplo, el dedo meñique de

su mano izquierda.—¿Mi qué? —dejó de reír el

muchacho.—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda

con mi coche. Si pierde, me quedo consu dedo.

—No le comprendo. ¿Qué quieredecir quedarse con mi dedo?

—Se lo corto.

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—¡Rayos y truenos! ¡Eso es unalocura! Apuesto un dólar. Elhombrecillo se reclinó en su asiento y seencogió de hombros.

—Bien, bien, bien —dijo—. No loentiendo. Usted dice que su mechero seenciende, pero no quiere apostar.Entonces, ¿lo olvidamos?

El muchacho se quedó quietomirando a los bañistas de la piscina. Derepente se acordó de que tenía elcigarrillo entre sus dedos. Lo acercó asus labios, puso las manos alrededor delencendedor y lo encendió. Al momento,apareció una pequeña llama amarillenta.El americano ahuecó las manos de tal

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forma que el viento no pudiera apagar lallama.

—¿Me lo deja un momento? —ledije.

—¡Oh, perdón! Me olvidé de queusted también tenía el cigarrillo sinencender.

Alargué la mano para coger elencendedor, pero se incorporó y seacercó para encendérmelo él mismo.

—Gracias —le dije. Él volvió a susitio.

—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —lepregunté.

—Estupendo —me contestó—, estoes precioso.

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Hubo un silencio. Me di cuenta deque el hombrecillo había logradoperturbar al chico con su absurdaproposición. Estaba sentado muy quieto,y era evidente que la tensión se ibaapoderando de él. Empezó a moverse ensu asiento, a rascarse el pecho, aacariciarse la nuca y finalmente puso lasmanos en las rodillas y empezó atamborilear con los dedos. Prontoempezó a dar golpecitos con un pie,incómodo y nervioso.

—Bueno, veamos en qué consisteesta apuesta —dijo al fin—, usted diceque vamos a su cuarto y si mi mecherose enciende diez veces seguidas, gano un

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Cadillac. Si me falla una vez, entoncespierdo el dedo meñique de la manoizquierda. ¿Es eso?

—Exactamente, ésa es la apuesta.—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé

sostener mi dedo mientras usted locorta?

—¡Oh, no! Eso no daría resultado.Podría ser que usted no quisiera darmesu dedo. Lo que haríamos es atar una desus manos a la mesa antes de empezar yyo me pondría a su lado con una navaja,dispuesto a cortar en el momento en quesu encendedor fallase.

—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.

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—Perdón, no le entiendo.—¿De qué año…, cuánto tiempo

hace que tiene usted ese Cadillac?—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del

año pasado, está completamente nuevo,pero veo que no es un jugador. Ningúnamericano lo es.

Hubo una pausa. El muchacho miróprimero a la inglesa y luego a mí.

—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.—¡Magnífico! —El hombrecillo

juntó las manos por un momento—.¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted,señor —se volvió hacia mí—, será tanamable de hacer de… ¿Cómo lo llamanustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?

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Tenía los ojos muy claros, casi sincolor, y sus pupilas eran pequeñas ynegras.

—Bueno —titubeé yo—, esto meparece una tontería. No me gusta nada.

—A mí tampoco —dijo la inglesa.Era la primera vez que hablaba—.Considero esta apuesta estúpida yridícula.

—¿Le cortará de veras el dedo aeste chico si pierde? —pregunté yo.

—¡Claro que sí! Yo le daré elCadillac si gana. Bueno, vamos a mihabitación. Se levantó.

—¿Quiere vestirse antes? —lepreguntó.

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—No —contestó el chico—. Iré talcomo voy.

—Consideraría un favor que vinierausted con nosotros y actuara comoarbitro. Se volvió hacia mí.

—Muy bien, iré. Pero no me gustanada esta apuesta.

—Venga usted también —dijo a lachica—. Venga y mirará.

El hombrecillo se dirigió por eljardín hacia el hotel. Se le veía animadoy excitado y al andar daba más saltitosque nunca.

—Vivo en el anexo —dijo—.¿Quieren ver primero el coche? Estáaquí.

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Nos llevó hasta el aparcamiento delhotel y nos señaló un elegante Cadillacverde claro, aparcado en el fondo.

—Es aquel verde. ¿Le gusta?—Es un coche precioso —contestó

el cadete.—Muy bien, vamos arriba y veamos

si lo gana.Le seguimos al anexo y subimos las

escaleras. Abrió la puerta y entramos enuna habitación doble, espaciosa,agradable. Había una bata de mujer a lospies de una de las camas.

—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.

Las bebidas estaban en una mesilla,

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dispuestas para ser mezcladas. Habíauna coctelera, hielo y muchos vasos.Empezó a preparar el martini.

Mientras tanto había hecho sonar lacampanilla; se oyeron unos golpecitosen la puerta y apareció una doncellanegra.

—¡Ah! —exclamó él dejando labotella de ginebra.

Sacó del bolsillo una cartera y le diouna libra a la doncella.

—Me va a hacer un favor. Quédesecon esto. Vamos a hacer un pequeñojuego aquí. Quiero que me consigados…, no, tres cosas. Quiero algunosclavos; un martillo y un cuchillo de los

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que emplean los carniceros. Loencontrará en la cocina. ¿Podráconseguirlo?

—¡Un cuchillo de carnicero! —Ladoncella abrió mucho los ojos y dio unapalmada con las manos—. ¿Quiere decirun cuchillo de carnicero de verdad?

—Sí, exactamente. Vamos, por favor,usted puede encontrarme esas cosas.

—Sí, señor, lo intentaré. Haré todolo posible por conseguir lo que pide.

Después de estas palabras salió dela habitación.

El hombrecillo fue repartiendo losmartinis. Los bebimos con ansiedad, elmuchacho delgado y pecoso, vestido

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únicamente con el traje de baño; la chicainglesa, rubia y esbelta, que vestía unbañador azul claro y no dejaba de miraral muchacho por encima de su vaso; elhombrecillo de ojos claros, con su trajeblanco, inmaculado, que miraba a lachica del traje de baño azul claro. Yo nosabía qué hacer. La apuesta iba en serioy el hombre estaba dispuesto a cortar eldedo de su rival en caso de queperdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chicoperdía? Tendríamos que llevarlourgentemente al hospital en el Cadillacque no había podido ganar. Tendríagracia, ¿no es cierto?

En mi opinión, no habría por qué

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llegar a ese extremo.—¿No les parece una apuesta muy

tonta? —dije yo.—Yo creo que es una buena apuesta

—contestó el chico. Ya se había tomadoun martini doble.

—Me parece una apuesta estúpida yridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasarási pierdes?

—No importa. Pensándolo un poco,no recuerdo haber usado jamás en mivida el dedo meñique de mi manoizquierda. Aquí está. —El chico secogió el dedo—. Y todavía no ha hechonada por mí. ¿Por qué no voy aapostármelo? Yo creo que es una

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apuesta estupenda.El hombrecillo sonrió y tomó la

coctelera para volver a llenar los vasos.—Antes de empezar —dijo— le

entregaré al árbitro la llave del coche.Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.

—Los papeles de propiedad y delseguro están en el coche —añadió.

La doncella volvió a entrar. En unamano llevaba un cuchillo de los queusan los carniceros para cortar loshuesos de la carne, y en la otra unmartillo y una bolsita con clavos.

—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguidotodo? ¡Gracias, gracias! Ahora puedemarcharse.

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Esperó a que la doncella cerrara lapuerta y entonces puso los objetos enuna de las camas y dijo:

—Ahora nos prepararemos nosotros.Luego se dirigió al muchacho:

—Ayúdeme, por favor, a levantaresta mesa. La vamos a correr un poco.

Era una mesa de escritorio del hotel,una mesa corriente, rectangular, demetro veinte por noventa, con papelsecante, plumas y papel. La pusieron enel centro de la habitación y retiraron lascosas de escribir.

—Ahora —dijo— lo quenecesitamos es un cordel, una silla y losclavos.

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Cogió la silla y la puso junto a lamesa. Estaba tan animado como lapersona que organiza juegos en unafiesta infantil.

—Ahora hay que colocar los clavos.Los clavó en la mesa con el martillo.Ni el muchacho ni la chica ni yo nos

movimos de donde estábamos. Connuestros martinis en las manos,observábamos el trabajo delhombrecillo. Le vimos clavar dosclavos en la mesa a quince centímetrosde distancia.

No los clavó del todo; dejó quesobresaliera una pequeña parte. Luegocomprobó su firmeza con los dedos.

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«Cualquiera diría que este hijo deputa ya lo ha hecho antes —pensé yo—.No duda un momento. La mesa, losclavos, el martillo, el cuchillo decocina. Sabe exactamente lo quenecesita y cómo arreglarlo.»

—Ahora el cordel —dijo alargandola mano para cogerlo—. Muy bien, yaestamos listos. Por favor, ¿quieresentarse? —le dijo al chico.

El muchacho dejó su vaso y se sentó.—Ahora ponga la mano izquierda

entre esos dos clavos para que puedaatársela donde corresponda. Así, muybien. Bueno, ahora le ataré la mano a lamesa.

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Puso el cordel alrededor de lamuñeca del chico, luego lo pasó variasveces por la palma de la mano y lo atófuertemente a los clavos. Hizo un buentrabajo. Cuando hubo terminado, almuchacho le era imposible despegar lamano de la mesa, pero podía mover losdedos.

—Por favor, cierre el puño, exceptoel dedo meñique. Tiene que dejar esededo alargado sobre la mesa.¡Excelente! ¡Excelente! Ahora yaestamos dispuestos. Coja el encendedorcon su mano derecha…, pero ¡espere unmomento, por favor!

Fue hacia la cama y cogió el

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cuchillo. Volvió y se puso junto a lamesa, empuñando con firmeza el armacortante.

—¿Preparados? —dijo—. Señorarbitro, puede dar la orden de comenzar.

La inglesa estaba de pie, justo detrásdel muchacho, sin decir una palabra. Elchico estaba sentado sin moverse, con elencendedor en la mano derecha mirandoel cuchillo. El hombrecillo me miraba.

—¿Está preparado? —le pregunté almuchacho.

—Preparado.—¿Y usted? —al hombrecillo.—Preparado también.Levantó el cuchillo al aire y lo

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colocó a cierta distancia del dedo delchico, dispuesto a cortar. El muchachole observaba sin mover un miembro desu cuerpo. Simplemente frunció las cejasy le miró ceñudamente.

—Muy bien —dije yo—, empiecen.El muchacho me hizo una petición

antes de comenzar:—¿Quiere contar en voz alta el

número de veces que lo enciendo? Porfavor.

—Sí, lo haré.Levantó la tapa del mechero y con el

mismo dedo dio una vuelta a laruedecita. La piedra chispeó y aparecióuna llama amarillenta.

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—¡Uno! —dije yo.No apagó la llama, sino que colocó

la tapa en su sitio y esperó unossegundos antes de volverlo a encender.

Dio otra fuerte vuelta a la rueda y denuevo apareció la pequeña llama al finalde la mecha.

—¡Dos!El silencio era total. El muchacho

tenía los ojos puestos en el encendedor.El hombrecillo tenía el cuchillo en elaire y también miraba al encendedor.

—¡Tres!—¡Cuatro!—¡Cinco!—¡Seis!

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—¡Siete!Desde luego era un mechero de los

que funcionan a la perfección. La piedrachisporroteó y la mecha se encendió.Observé el pulgar bajar la tapa y apagarla llama. Luego, una pausa. El pulgarvolvió a subirla otra vez. Era unaoperación de pulgar, este dedo lo hacíatodo.

Respiré, dispuesto a decir ocho. Elpulgar accionó la rueda, la piedrachispeó y la pequeña llama brilló denuevo.

—¡Ocho! —dije yo al tiempo que seabría la puerta. Nos volvimos todos a lavez y vimos a una mujer en la puerta,

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una mujer pequeña y de pelo negro,bastante vieja, que se precipitó gritando:

—¡Carlos, Carlos!Le agarró la muñeca y le cogió el

cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró alhombrecillo por las solapas de su trajeblanco y lo sacudió vigorosamente,hablando al mismo tiempo aprisa yfuerte en un idioma que parecía español.Lo sacudía tan fuerte que no se le podíaver. Se convirtió en una línea difusa ymóvil como el radio de una rueda.

Cuando paró y volvimos a ver alpequeño hombrecillo, ella le dio unempujón y lo tiró a una de las camascomo si se tratara de un muñeco. Él se

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sentó en el borde y cerró los ojos,moviendo la cabeza para ver si todavíapodía torcer el cuello.

—Lo siento —dijo la mujer—,siento mucho que haya pasado esto.

Hablaba un inglés bastante correcto.—Es horrible —continuó ella—.

Supongo que todo ha ocurrido por miculpa. Le he dejado solo durante diezminutos para lavarme el cabello y havuelto a hacer de las suyas.

Se la veía disgustada y preocupada.El muchacho se estaba desatando la

mano de la mesa. La inglesa y yo nodecíamos ni una palabra.

—Es una seria amenaza —dijo la

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mujer—. Donde nosotros vivimos hacortado ya cuarenta y siete dedos adiferentes personas y ha perdido oncecoches. Últimamente le amenazaron conquitarle de en medio. Por eso lo trajeaquí.

—Sólo habíamos hecho una pequeñaapuesta —murmuró el hombrecillodesde la cama.

—Supongo que habrá apostado uncoche —dijo la mujer.

—Sí —contestó el cadete—, unCadillac.

—No tiene coche. Ése es el mío, yesto agrava las cosas —dijo ella—,porque apuesta lo que no tiene. Estoy

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avergonzada y lo siento muchísimo.Parecía una mujer muy simpática.—Bueno —dije yo—, aquí tiene la

llave de su coche. La puse sobre lamesa.

—Sólo estábamos haciendo unapequeña apuesta —murmuró elhombrecillo.

—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en estemundo, nada. En realidad, yo se lo ganétodo hace ya muchos años. Me llevómucho, mucho tiempo, y fue un trabajomuy duro, pero al final se, lo gané todo.

Miró al muchacho y sonriótristemente. Luego alargo la mano para

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coger la llave que estaba encima de lamesa.

Todavía ahora recuerdo aquellamano: sólo le quedaba un dedo y elpulgar.

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4. MI QUERIDAESPOSA

DURANTE muchos años he tenido lacostumbre de echar la siesta después dela comida. Me siento en un sillón en elcuarto de estar, apoyo la cabeza en uncojín y los pies en un pequeño taburetede piel y leo hasta quedar dormido.

Aquel viernes por la tarde yo estabacómodamente en mi sillón con un libroen las manos: El género de loslepidópteros diurnos, cuando mi esposa,que nunca ha sido una persona

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silenciosa, comenzó a hablarme desde elsofá de enfrente…

—Estas dos personas. ¿A quévienen?

No contesté, ella repitió la pregunta,esta vez más fuerte. Le dije cortésmenteque lo ignoraba.

—No me gustan demasiado —dijoella—, especialmente él. —Sí, querida,tienes razón.

—Arthur, digo que no me gustandemasiado. Bajé mi libro y la miré.Estaba recostada en el sofá, hojeandolas páginas de una revista de modas.

—Sólo les hemos visto una vez —dije.

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—Un hombre horrible; siempregastando bromas, contando chistes ycosas por el estilo.

—Estoy seguro de que te llevarásmuy bien con ellos, querida.

—Ella también es terrible. ¿Cuándocrees que llegarán?

—Hacia las seis, supongo.—Pero ¿no te parecen horribles? —

me volvió a preguntar.—Pues…—Son horribles, de veras.—Ahora ya no podemos volvernos

atrás, Pamela.—Son de lo peor —dijo ella.—Entonces, ¿por qué los invitaste?

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La pregunta me salióespontáneamente y me arrepentí enseguida porque me he hecho el propósitode no provocar a mi esposa, sí puedoevitarlo. Hubo una pausa. Yo laobservaba, esperando una respuesta.

Observaba su cara que era algo tanquerido y fascinante para mí. Habíaocasiones en las que no podía dejar demirarla. A veces, por las noches, cuandoella bordaba o pintaba aquellosintrincados cuadros de flores, su cararesplandecía de tal manera que le dabauna belleza incomparable y yo mesentaba frente a ella, mirándola, minutoa minuto, pretendiendo leer. En ese

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momento, en aquella mirada airada, lafrente arrugada, tenía que admitir quehabía algo majestuoso en esta mujer,algo espléndido, magistral; era muchomás alta que yo, pero se la podríaconsiderar más bien grande que alta.

—Sabes muy bien por qué los invité—contestó duramente—; sólo por elbridge. Juegan maravillosamente y sondecentes apostando.

Levantó sus ojos y vio cómo laobservaba.

—Bien —dijo—, tú también piensasasí, ¿verdad?

—Bueno, claro, yo…—No seas tonto, Arthur.

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—La única vez que los he tratado meparecieron muy simpáticos.

—También el carnicero essimpático.

—Pamela, querida, por favor. Nonos compliquemos la vida.

—Oye —dijo, dejando la revista ensu regazo—, tú sabes igual que yo laclase de gente que son. Un par deestúpidos arribistas que creen poder ir acualquier sitio porque saben jugar bienal bridge.

—Estoy seguro de que tienes razón,querida, pero no veo por qué…

—Te lo estoy diciendo, para jugaruna buena partida. Ya estoy cansada de

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hacerlo con principiantes. Pero no veopor qué tenemos que tener a esa gente encasa.

—¡Claro que no, querida, pero ya esun poco tarde ahora…!

—¿Arthur?—¿Sí?—¿Por qué diablos tienes que

discutir siempre conmigo? Tú sabes quete gustan tan poco como a mí.

—No te preocupes, Pamela, despuésde todo parecían gente bien educada. —Arthur, no seas ridículo.

Me miraba duramente con susgrandes ojos grises y para evitarlos —aveces me hacían sentir desasosegado—

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me levanté y salí por la puerta quellevaba al jardín.

El césped que había frente a la casahabía sido segado recientemente, rayadocon diferentes tonos verdes. Al lado delcésped, las flores daban un tinte decolor que contrastaba con los árbolesdel fondo. También las rosas estaban enflor, y las begonias escarlata, y todaclase de flores de múltiples colores.

Uno de los jardineros volvía decomer por el sendero. A través de losárboles se veía el tejado de su casita ydetrás, a un lado, continuaba el senderoque, después de atravesar las puertas deentrada de la mansión, desembocaba en

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la carretera de Canterbury.La casa de mi esposa. Su jardín.

¡Qué bonito es todo! ¡Qué pacífico! SiPamela no trastornara mi tranquilidadtantas veces, ni me hiciera hacer cosasque no me apetecen, esto sería el cielo.No quisiera dar la impresión de que nola quiero —venero el aire que respira—, o que no me llevo bien con ella, oque no soy yo quien manda en casa. Loque quiero decir es que a veces esirritante con sus cosas. Por ejemplo,esos hábitos suyos que yo preferiría queolvidara, especialmente cuando meseñala con el dedo para dar énfasis auna frase. Debo recordarles que soy un

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hombre más bien pequeño, y un gestocomo éste, y más cuando proviene de laesposa, intimida un poco. A vecesencuentro difícil convencerme a mímismo de que no es una mujerinsoportable.

—¡Arthur! —llamó—. ¡Ven aquí! —¿Qué quieres?

—Acaba de ocurrírseme una ideamaravillosa. Ven. Me volví paraacercarme a ella, que seguía recostadaen el sofá.

—Oye —me dijo—, ¿quieres quenos divirtamos un rato?

—¿Qué clase de diversión?—Con los Snape.

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—¿Quiénes son los Snape?—Vamos, despierta. Henry y Sally

Snape, nuestros invitados del fin desemana. —¿Y bien?

—Oye, estaba pensando en lohorribles que son, en su manera decomportarse, él con sus bromas, ellacomo un alocado gorrión… —Vacilóunos instantes, sonriendo cautamente yno sé por qué me dio la impresión deque iba a decir algo raro—. Bien, siellos se comportan de esa maneradelante de nosotros, ¿cómo diablosserán cuando estén juntos y a solas?

—Espera un momento, Pamela…—No seas tonto, Arthur. Vamos a

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divertirnos, a divertirnos de verdad,aunque sólo sea por esta noche.

Se había incorporado casi totalmenteen el sofá, con el rostro brillante deilusión, la boca ligeramente abierta ymirándome con sus redondos ojosgrises, en cada uno de los cualesbrillaba una chispita.

—¿Por qué no?—¿Qué pretendes hacer?—Está clarísimo. ¿No lo ves?—No, no lo veo.—Lo que vamos a hacer es poner un

micrófono en su cuarto. Admito queesperaba algo peor, pero cuando lo dijome quedé tan asombrado que no supe

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qué contestar.—Eso es exactamente lo que vamos

a hacer —dijo ella.—Oye, no —grité yo—, no puedes

hacer eso.—¿Por qué no?—Porque es la broma más pesada

que he oído en mi vida.Es como fisgar por las cerraduras o

leer cartas, sólo que peor. No hablarásen serio, ¿verdad?

—Claro que sí.Yo sabía cuánto le molestaba que la

contradijesen, pero a veces era precisohacerlo, aunque con riesgoconsiderable…

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—Pamela —dije yo pronunciandolas palabras cortantemente—, te prohíboque lo hagas.

Ella bajó los pies del sofá y sesentó.

—¡Por el amor de Dios, Arthur!¿Qué pretendes? Realmente no loentiendo. —Pues no resulta difícil.

—¡Caramba! Yo sé que antes hashecho cosas peores que ésta. —¡Nunca!

—¡Sí! Lo sé. ¿Qué te ha hechopensar de repente que tú eres mejor queyo? —Yo nunca he hecho cosas así.

—¡Pero bueno! —dijo apuntándomecon su dedo como si fuera una pistola—.¿Y aquella vez en casa de los Milford,

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las Navidades pasadas? ¿Te acuerdas?Casi te morías de risa, y yo tuve queponerte la mano en la boca para evitarque nos oyeran. ¿Qué te parece?

—Aquello era diferente —dije yo—. No era nuestra casa, ni ellosnuestros invitados.

—Eso no cambia las cosas. —Ellaestaba sentada muy tiesa, mirándomecon sus redondos ojos grises y al tiempoque su barbilla empezaba a moverse deuna manera peculiar—. No seashipócrita —continuó—. ¿Qué te pasa?

—Pienso que eso es jugar sucio,Pamela, te hablo en serio.

—Pero yo juego sucio, Arthur, y tú

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también, aunque no se note, por eso nosllevamos bien.

—Nunca oí tontería semejante.—Bueno, si de repente has decidido

cambiar tu carácter por completo, eso esdistinto. —Deja de hablar de ese modo,Pamela.

—¿Ves? —dijo ella—, si de verashas decidido reformarte, ¿qué voy ahacer yo? —No sabes lo que dices.

—¿Cómo es posible que una personatan magnífica como tú, quiera a alguiencomo yo?

Me fui a sentar en una silla frente aella mientras me observaba todo eltiempo. Era una mujer grande y, cuando

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me miraba fijamente, como lo estabahaciendo en aquellos momentos, yo mesentía…, ¿cómo diría yo?: rodeado,envuelto en ella, como si Pamela fueseun gran tubo y yo hubiera caído dentro.

—No hablarás en serio respecto almicrófono, ¿verdad?

—¡Claro que sí! Ya es hora de quenos divirtamos un poco. Vamos, Arthur,no seas pesado.

—No está bien, Pamela.—Está tan bien —levantó el dedo

otra vez— como cuando tú encontrasteaquellas cartas de Mary Probert en subolso y las leíste desde el principiohasta el fin.

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—No debimos hacer eso.—¿Debimos?—Tú las leíste después, Pamela.—No hacía daño a nadie. Tú mismo

dijiste eso aquella vez, y ahora no espeor. —¿Te gustaría que alguien te lohiciera?

—¿Cómo podría saber si me gustabao no, ignorando que me lo hacían?Vamos, Arthur, no seas latoso.

—Tengo que pensarlo.—Quizá el gran ingeniero no sabe

cómo conectar el micrófono.—Eso es lo más fácil.—Bueno, pues hazlo.—Lo pensaré y luego hablaremos.

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—No hay tiempo para eso. Puedenllegar en cualquier momento.

—Pues entonces no lo hago. Noquiero que me cojan con las manos en lamasa.

—Si llegan antes de que termines,los entretendré aquí abajo. No haypeligro. Oye, ¿qué hora es?

—Son casi las tres.—Vienen de Londres —dijo ella— y

seguramente no saldrán de allí hastadespués de comer. Eso te dará muchotiempo.

—¿En qué habitación los vas aponer?

—En el cuarto amarillo del final del

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pasillo. No será demasiado lejos,¿verdad? —Supongo que se podrá hacer.

—Oye, ¿dónde vas a poner elaltavoz?

—Todavía no he dicho que lo vaya ahacer.

—¡Dios mío! —exclamó ella—. Megustaría saber si hay alguien capaz dedetenerte ahora. Deberías ver tu cara.Está roja y excitada. Pon el altavoz ennuestro cuarto. Date prisa.

Dudé unos momentos. Era algo quesiempre hacía cuando ella me ordenabalas cosas en vez de pedirlascortésmente.

—No me gusta, Pamela.

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No dijo una palabra más;simplemente se quedó muy quieta,mirándome con una expresión resignaday de espera en su rostro, como siaguardara en alguna cola. Eso —losabía por experiencia— era señal depeligro. En aquellos momentos ella eracomo una bomba a la cual se le aprietaun botón y ya es sólo cuestión de tiempo,hasta que ¡boom! explota.

Me levanté silenciosamente y fuihacia el cuarto donde estaba elmicrófono. Lo recogí, junto con cuatrometros y medio de cable. Ahora queestaba lejos de ella debo advertir queempecé a sentir la excitación dentro de

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mí mismo, una rara sensación bajo lapiel, cerca de las puntas de los dedos.En realidad no era para tanto.Experimento lo mismo cada mañanacuando abro el periódico y veo losprecios de las acciones más importantesde mi esposa. No me iba a intimidar unjuego tan tonto como aquél. Al mismotiempo, no podía evitar considerarlodivertido.

Subí las escaleras de dos en dos yentré en la habitación amarilla del finaldel pasillo. Tenía la límpida aparienciade tocios los cuartos de huéspedes, consus camas gemelas, las colchas de saténamarillo, las paredes de amarillo pálido

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y las cortinas doradas.Miré a mi alrededor, buscando un

buen sitio para esconder el micrófono.Ésa era la parte más importante, porque,pasara lo que pasara, no debía serdescubierto. Primero pensé ponerlo bajolos troncos que había en la chimenea.No, no era muy seguro. ¿Detrás delradiador?, ¿encima del armario?,¿debajo de la mesa del escritorio?Ninguno de estos sitios me parecíademasiado seguro. Todos podían serobjeto de inspección accidental a causade la búsqueda de, por ejemplo, unbotón de la camisa o algo parecido.Finalmente, con considerable astucia,

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decidí ponerlo en los muelles del sofá.Éste estaba contra la pared, cerca delborde de la alfombra y así podríaesconder el alambre del micrófono.

Ladeé el sofá y empecé adesmontarlo. Puse el micrófono entre losmuelles, asegurándome de ponerlo caraa la habitación. Después fui tendiendo elcable bajo la alfombra hasta la puerta,haciendo una pequeña muesca en lamadera para evitar que se viera.

Naturalmente, eso me llevó tiempo ycuando oí el sonido de neumáticos en lagrava del patio, seguido de las puertasal cerrarse y las voces de nuestrosinvitados, yo todavía estaba en el

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pasillo, poniendo el cable. Paré y meincorporé con el martillo en la mano.Aquellos ruidos me enervaban, y sentí lamisma sensación de miedo que cuandocayó una bomba en la otra parte delpueblo durante la guerra, mientras yoestaba trabajando tranquilamente en labiblioteca con mis mariposas.

«No te preocupes —me dije a mímismo—. Pamela se encargará de esagente.»

Un tanto frenético, continué con mitarea; pronto tuve todo el cable tendidoa lo largo del pasillo hasta nuestrahabitación. Aquí ya no tenía queesconderme, aunque no había que

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olvidar a los criados. Puse el cable pordebajo de la alfombra y lo saqué detrásde la radio. Conectarlo fue una cuestióntécnica tan fácil que me llevó muy pocotiempo hacerlo.

Bien, ya estaba hecho. Di un pasoatrás y miré el pequeño receptor. Ahoraparecía diferente: ya no era una simplecaja de hacer ruido sino una endiabladacriatura, una parte de cuyo cuerpo seextendía al otro extremo de la casa. Loconecté. Se oían zumbidos, pero nadamás.

Cogí mi reloj de la mesilla de nochey lo llevé al cuarto amarillo,colocándolo en el suelo, junto al sofá.

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Cuando volví, la radio hacía el mismosonido que si el reloj estuviera en lahabitación, quizá más fuerte.

Volví por el reloj. Luego me aseé unpoco en el cuarto de baño, devolví lasherramientas a su sitio y me preparépara recibir a mis invitados. Peroprimero, para calmarme y no tener queaparecer ante ellos inmediatamente,estuve cinco minutos en la bibliotecacon mi colección. Me encontré mirandola maravillosa Vanessa Carduci —ladama pintada— y tomé algunas notaspara un artículo que estaba preparando,titulado «Relación entre el color y elarmazón de las alas», el cual iba a leer

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en la próxima conferencia de nuestrasociedad en Canterbury. De esa manera,pronto recobré mi actitud habitual, gravey atenta.

Cuando entré en el cuarto de estar,nuestros dos invitados, cuyos nombresnunca podía recordar, estaban sentadosen el sofá. Mi esposa preparaba unasbebidas.

—¡Oh, aquí viene Arthur! —dijo—.¿Dónde has estado? Consideré estapregunta de muy mal gusto.

—Lo siento —dije a mis invitados,al estrecharles las manos—, estabaocupado y se me olvidó la hora.

—Todos sabemos lo que estaba

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haciendo, pero le perdonamos. ¿Verdad,querido?

—Sí, creo que sería lo mejor —contestó él.

Tuve la terrible y fantástica visiónde mí esposa contándoles entre risas loque yo estaba haciendo arriba. ¡Nopodía…, no podía haber hecho eso! Lamiré. Ella también sonreía mientrasservía la ginebra.

—Siento que le hayamos molestado—dijo la mujer. Decidí que si aquelloera una broma lo mejor sería unirme aellos cuanto antes, así que hice unesfuerzo y sonreí.

—Nos la tiene que enseñar —

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continuó la mujer.—¿El qué?—Su colección. Su esposa dice que

es maravillosa. Me senté en una silla yrespiré. Era ridículo ponerse tannervioso.

—¿Le interesan las mariposas? —lepregunté.

—Me gustaría ver las suyas, señorBeauchamp.

Los martinis fueron distribuidos ynos sentamos un par de horas a charlar ybeber antes de la cena. Fue entoncescuando empezó a darme la impresión deque mis invitados eran una parejaencantadora. Mi esposa, procedente de

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una familia noble, es en todo momentoconsciente de su cuna y su clase, y aveces se precipita un poco en su juiciosobre las personas que son amables conella, especialmente los hombres altos.

Casi siempre tiene razón, pero esavez pensé que se había equivocado. Engeneral a mí tampoco me gustan loshombres altos; suelen ser orgullosos ypedantes. Pero Henry Snape —miesposa me había susurrado su nombre—me pareció un hombre amable ysencillo, cuya mayor preocupación erala señora Snape. Era guapo, tenía la caraalargada y sus ojos, de color castañooscuro, eran suaves y apacibles. Le

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envidiaba su negra mata de pelo y mesorprendí a mí mismo pensando quéloción usaría para mantenerlo tan bien.Nos contó uno o dos chistes, pero nopude poner objeción a ninguno de losdos.

—En el colegio —dijo— mellamaban Scervix. ¿Adivinan por qué?

—No tengo la menor idea —contestó mi esposa.

—Porque cervix es el nombre latinode nuca.[3] Eso era algo profundo y mecostó algún tiempo comprenderlo.

—¿Qué colegio era, señor Snape?—preguntó mi esposa.

—Eton —dijo él, mientras mi

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esposa movía la cabeza con aprobación.Ahora se pondrán a hablar, pensé, y

me volví hacia Sally Snape. Erarealmente atractiva. Si la hubieraconocido quince años antes me hubierapodido meter en un lío. Así me distrajehablándole de mis maravillosasmariposas. Mientras hablaba laobservaba atentamente y al cabo de unrato llegué a sacar la conclusión de queno era en realidad tan alegre como yohabía creído al principio. Parecíaensimismada. Sus profundos ojos azulesse movían rápidamente por lahabitación, sin pararse más de unsegundo en la misma cosa, y en su

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rostro, aunque tan disimuladas que noparecían existir, había huellas de dolor.

—Estoy esperando con ansiedadnuestra partida de bridge —dijefinalmente, cambiando de tema.

—Nosotros también —contestó ella—, solemos jugar casi todas las noches.Nos gusta mucho.

—Son muy expertos ustedes dos.¿Cómo han llegado a ser tan buenos?

—Es la práctica, eso es todo,práctica, práctica.

—¿Han participado en algúncampeonato?

—Todavía no, pero Henry quiereque lo hagamos. Es difícil llegar a ese

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nivel, es muy difícil.¿No había una nota de resignación en

su voz? Probablemente era eso, élinfluía demasiado y la hacía tomarlomuy en serio. La pobre chica estabacansada.

A las ocho, sin cambiarnos, pasamosa cenar. La comida transcurrió bien,Henry Snape nos contó algunas cosasgraciosas. También alabó miRichemburg 34, lo cual me agradómucho. A la hora del café me parecieronfrancamente simpáticos aquellos jóvenesy empecé a sentirme desasosegado acausa del micrófono colocado en suhabitación. Hubiera resultado estupendo

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hacerles eso a unas personasdesagradables, pero siendo tansimpáticos no me producía la másmínima satisfacción. No quiero decirque pensase yo en deshacer laoperación, pero me negaba a colaborarcon mi esposa, que me cubría consonrisas y movimientos disimulados decabeza.

Hacia las nueve y media,sintiéndonos a gusto y bien alimentados,volvimos al cuarto de estar yempezamos a jugar al bridge. Hicimosapuestas sencillas —diez chelines loscien— y decidimos jugar cada uno consu esposa. Los cuatro tomamos el juego

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muy en serio, que es la única manera detomarlo, y jugamos en silencio, conintensidad, sin hablar casi, excepto parasubastar. No jugábamos por dinero; Diossabe que mi esposa tenía demasiado ytambién los Snape parecían tenerlo, peroentre expertos es tradicional que sehagan apuestas importantes.

Aquella noche las cartas fueronequilibradamente repartidas, pero miesposa jugó muy mal y perdimos.Observé que no estaba concentrada y alacercarse la media noche ni siquiera semolestó en aparentarlo. Me miraba todoel tiempo con sus grandes ojos grises,las cejas levantadas y una extraña

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sonrisa.Nuestros oponentes jugaban muy

bien. Subastaban acertadamente y entoda la noche sólo cometieron unaequivocación. Fue cuando la chicasobrestimó a su compañero y cantó seispicas. Yo doblé y ellos tuvieron tresmultas, lo cual les costó ochocientospuntos. Sólo fue un lapso momentáneo,pero recuerdo que Sally Snape estabamuy trastornada por esto, aunque sumarido la perdonara en seguida,besando su mano y diciéndole que no sepreocupara.

Hacia las doce y media mi esposadijo que quería irse a la cama.

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—¿Una mano más? —dijo HenrySnape.

—No, gracias, estoy muy cansada yArthur también, lo estoy viendo.Vámonos a la cama.

Nos condujo fuera de la habitación ynos dirigimos arriba los cuatro. Al subir,surgió la consiguiente conversaciónsobre el desayuno; qué iban a tomar ycómo debían llamar a la doncella.

—Espero que les guste la habitación—dijo mi esposa—. Tiene una vista muybonita sobre el valle y el sol les entrarápor la mañana, hacia las diez.

Ahora estábamos en el pasillo frentea la puerta de nuestro dormitorio. Veía

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extenderse el cable que había puesto porla tarde a todo lo largo del pasillo.Aunque tenía casi el mismo color que lapintura, a mí me parecía muy distinto.

—Que duerman bien —dijo miesposa—, que descanse, señora Snape.Buenas noches, señor Snape.

La seguí a nuestra habitación y cerréla puerta.

—¡Ahora! —dijo Pamela—. ¡Ya hanentrado!

Estaba en el centro de la habitacióncon su vestido azul, con las manos y lacabeza echadas hacia adelante yescuchando atentamente, con la caratensa como nunca la había visto.

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Casi inmediatamente la voz deHenry salió de la radio, fuerte y clara.

—Estás loca —decía.Su voz era tan diferente de la que yo

recordaba, tan dura y desagradable, queme hizo dar un salto.

—¡Toda la noche perdida!¡Ochocientos puntos son una libra entrelos dos!

—Me hice un lío —contestó la chica—, no lo volveré a hacer, lo prometo.

—¿Qué es esto? —dijo mi esposa—. ¿Qué pasa?

Abrió la boca con incredulidad, suscejas se levantaron y se fue hacía laradio, acercando el oído al receptor.

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Debo confesar que yo también me sentíamuy excitado.

—Te lo prometo, te lo prometo, nolo volveré a hacer —decía la chica.

—No vamos a arriesgarnos —hablóel hombre secamente—, vamos apracticar otra vez.

—¡Oh, no, por favor, no lo puedosoportar!

—Oye —dijo el hombre—, todo elcamino hasta aquí ensayando parasacarle el dinero a esa rica imbécil yahora lo estropeas todo.

Ahora fue mi esposa quien dio unbrinco.

—La segunda vez esta semana —

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continuó él.—Te prometo que no lo volveré a

hacer.—Siéntate. Yo iré diciendo y tú

contestas.—¡No, Henry, por favor! ¡Las

distribuciones no! Nos llevaría treshoras.

—Bien, entonces pasaremos por altola posición de los dedos, creo que eneso estás bastante segura. Haremossolamente las posiciones básicas,señalando los honores.

—¡Oh, Henry!, ¿es preciso? Estoymuy cansada.

—Es absolutamente esencial que lo

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aprendas a la perfección —insistió él—,tenemos una partida diaria la semanapróxima, lo sabes, y tenemos que comer.

—¿Qué diablos es esto? —susurrómi esposa.

—¡Chist! —dije yo—. Escucha.—Bien —dijo la voz del hombre—,

empezaremos desde el principio.¿Preparada?

—¡Oh, Henry, por favor!La chica parecía estar próxima a las

lágrimas.—¡Vamos, Sally, procura contenerte!Luego, con una voz completamente

diferente, la que habíamos oído en elcuarto de estar, Henry Snape dijo:

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—Un trébol.Observé que había un curioso

énfasis en la palabra «un». La primeraparte de la palabra ligeramentealargada.

—As, dama de tréboles —respondióla chica con tono cansado—, rey depicas. No hay corazones. As dediamantes.

—¿Y cuántas cartas de cada palo?Mira con atención las posiciones de midedo.

—Tú dijiste que eso no.—Bueno. ¿Estás segura de que las

sabes?—Sí, las sé.

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Siguió una pausa y luego:—Un trébol.—Rey de tréboles —recitó la chica

—, as de picas, dama de corazones y elas y la dama de diamantes. Otra pausa yluego:

—Yo diría que un trébol.—El as y el rey de tréboles…—¡Dios mío! —exclamé yo—. ¡Es

una trampa! ¡Señalan cada carta con lamano! —¡Arthur, eso no puede ser!

—Es como esa gente que en unauditorio te piden algo prestado; hay unachica en el escenario que tiene los ojosvendados y por la forma en que él hacela pregunta, ella le dice al individuo

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exactamente lo que es, hasta un billetede tren y la estación en que ha sidocomprado.

—¡Es imposible!—No es imposible, pero es un

trabajo muy pesado de aprender.Escúchalos.

—Un corazón —estaba diciendo elhombre.

—El rey, la dama y el diez decorazones. As de picas. No haydiamantes. Dama de tréboles…

—¿Ves? El dice el número de cartasque tiene de cada palo por la posiciónde los dedos.

—¿Cómo?

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—No lo sé. Tú lo estás oyendo lomismo que yo.

—¡Dios mío, Arthur! ¿Estas segurode que es eso lo que hacen?

—Me temo que sí.La vi caminar aprisa hasta el otro

lado de la cama y coger un cigarrillo. Loencendió de espaldas a mí y luego se diola vuelta, tirando el humo hacia el techosuavemente. Sabía que teníamos quehacer algo, pero no sabía qué, porque nopodíamos acusarlos sin revelarles lafuente de nuestra información. Esperé ladecisión de mi esposa.

—Pero Arthur —dijo lentamentemientras aspiraba el humo—, ésta es una

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idea maravillosa. ¿Crees que nosotrosllegaríamos a aprender a hacerlo?

—¿Qué?—¡Claro! ¿Por qué no?—¡Oye, no! Espera un momento,

Pamela…Pero ella cruzó la habitación hasta

llegar a mí, bajó la cabeza y me mirócon esa sonrisa que no era tal sonrisa ysus grandes ojos grises mirándomefijamente. Cuando me miraba de estaforma me hacía sentirme como unahogado.

—Sí. ¿Por qué no?—Pero, Pamela… Santo Cielo…

No… Después de todo…

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—Arthur, me gustaría que no tepasaras el tiempo discutiendo conmigo.Eso es lo que vamos a hacer. Ahora ve abuscar una baraja; empezaremos enseguida.

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5. APUESTAS

EN la mañana del tercer día el mar secalmó. Hasta los pasajeros másdelicados —los que no habían salidodesde que el barco partió—,abandonaron sus camarotes y fueron alpuente, donde el camarero les dio sillasy puso en sus piernas confortablesmantas. Allí se sentaron frente al pálidoy tibio sol de enero.

El mar había estado bastante movidolos dos primeros días y esta repentinacalma y sensación de confort habíancreado una agradable atmósfera en el

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barco. Al llegar la noche, los pasajeros,después de dos horas de calma,empezaron a sentirse comunicativos y alas ocho de aquella noche el comedorestaba lleno de gente que comía y bebíacon el aire seguro y complaciente deauténticos marineros.

Hacia la mitad de la cena lospasajeros se dieron cuenta, por un ligerobalanceo de sus cuerpos y sillas, de queel barco empezaba a moverse otra vez.Al principio fue muy suave, un ligeromovimiento hacia un lado, luego hacia elotro, pero fue lo suficiente para causarun sutil e inmediato cambio de humor enla estancia. Algunos pasajeros

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levantaron la vista de su comida,dudando, esperando, casi oyendo elmovimiento siguiente, sonriendonerviosos y con una mirada de aprensiónen los ojos. Algunos parecíandespreocupados, otros estabandecididamente tranquilos, e inclusohacían chistes acerca de la comida y deltiempo, para torturar a los que estabanasustados. El movimiento del barco sehizo de repente más y más violento ycinco o seis minutos después de que elprimer movimiento se hiciera patente, elbarco se tambaleaba de una parte a otray los pasajeros se agarraban a sus sillasy a los tiradores como cuando un coche

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toma una curva.Finalmente el balanceo se hizo muy

fuerte y el señor William Botibol, queestaba sentado a la mesa del sobrecargo,vio su plato de rodaballo con salsaholandesa deslizarse lejos de su tenedor.Hubo un murmullo de excitaciónmientras todos buscaban platos y vasos.La señora Renshaw, sentada a laderecha del sobrecargo, dio un pequeñogrito y se agarró al brazo del caballero.

—Va a ser una noche terrible —dijoel sobrecargo, mirando a la señoraRenshaw—, me parece que nos esperauna buena noche.

Hubo un matiz raro en su modo de

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decirlo.Un camarero llegó corriendo y

derramó agua en el mantel, entre losplatos. La excitación creció. La mayoríade los pasajeros continuaron comiendo.Un pequeño número, que incluía a laseñora Renshaw, se levantó y echó aandar con rapidez, dirigiéndose hacia lapuerta.

—Bueno —dijo el sobrecargo—, yaestamos otra vez igual.

Echó una mirada de aprobación a losrestos de su rebaño, que estabansentados, tranquilos y complacientes,reflejando en sus caras eseextraordinario orgullo que los pasajeros

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parecen tener, al ser reconocidos comobuenos marineros.

Cuando terminó la comida y sesirvió el café, el señor Botibol, quetenía una expresión grave y pensativadesde que había empezado elmovimiento del barco, se levantó y pusosu taza de café en el sitio donde laseñora Renshaw había estado sentada,junto al sobrecargo. Se sentó en su sillae inmediatamente se inclinó hacia él,susurrándole al oído:

—Perdón, ¿me podría decir unacosa, por favor? El sobrecargo, hombrepelirrojo, pequeño y grueso, se inclinópara poder escucharle.

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—¿Qué ocurre, señor Botibol?—Lo que quiero saber es lo

siguiente…Al observarlo, el sobrecargo vio la

inquietud que se reflejaba en el rostrodel hombre.

—¿Sabe usted si el capitán ha hechoya la estimación del recorrido para lasapuestas del día? Quiero decir, antes deque empezara la tempestad.

El sobrecargo, que se habíapreparado para recibir una confidenciapersonal, sonrió y se echó hacia atrás,haciendo descansar su cuerpo.

—Creo que sí, bueno… sí —contestó.

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No se molestó en decirlo en vozbaja, aunque automáticamente bajó eltono de voz como siempre que seresponde a un susurro.

—¿Cuándo cree usted que la hahecho?

—Esta tarde. Él siempre hace esopor la tarde.

—Pero ¿a qué hora?—¡Oh, no lo sé! A las cuatro,

supongo.—Bueno, ahora dígame otra cosa.

¿Cómo decide el capitán cuál será elnúmero? ¿Se lo toma en serio?

El sobrecargo miró al inquietorostro del señor Botibol y sonrió,

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adivinando lo que el hombre queríaaveriguar.

—Bueno, el capitán celebra unapequeña conferencia con el oficial denavegación, en la que estudian el tiempoy muchas otras cosas, y luego hacen elparte.

El señor Botibol asintió con lacabeza, ponderando esta respuestadurante algunos momentos. Luego dijo:

—¿Cree que el capitán sabía queíbamos a tener mal tiempo hoy?

—No tengo ni idea —replicó elsobrecargo. Miró los pequeños ojos delhombre, que tenían reflejos deexcitación en el centro de sus pupilas.

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—No tengo ni idea, no se lo puedodecir porque no lo sé.

—Si esto se pone peor, valdría lapena comprar algunos números bajos.¿No cree? El susurro fue más rápido einquieto.

—Quizá sí —dijo el sobrecargo—.Dudo que el viejo apostara por unanoche tempestuosa. Había mucha calmaesta tarde, cuando ha hecho el parte.

Los otros en la mesa habían dejadode hablar y escuchaban al sobrecargomirándolo con esa mirada intensa ycuriosa que se observa en las carrerasde caballos, cuando se trata de escuchara un entrenador hablando de su suerte:

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los ojos medio cerrados, las cejaslevantadas, la cabeza hacia adelante y unpoco inclinada a un lado. Esa miradamedio hipnotizada que se da a unapersona que habla de cosas que noconoce bien.

—Bien, supongamos que a usted sele permitiera comprar un número. ¿Cuálescogería hoy? —susurró el señorBotibol.

—Todavía no sé cuál es laclasificación —contestó pacientementeel sobrecargo—, no se anuncia hasta queempieza la apuesta después de la cena.De todas formas no soy un experto, soysólo el sobrecargo.

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En este punto el señor Botibol selevantó.

—Perdónenme —dijo, y se marchóabriéndose camino entre las mesas.

Varias veces tuvo que cogerse alrespaldo de una silla para no caerse, acausa de uno de los bandazos del barco.

—Al puente, por favor —dijo alascensorista.

El viento le dio en pleno rostrocuando salió al puente. Se tambaleó y seagarró a la barandilla con ambas manos.Allí se quedó mirando al negro mar, lasgrandes olas que se curvaban ante elbarco, llenándolo de espuma al chocarcontra él.

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—Hace muy mal tiempo, ¿verdad,señor? —comentó el ascensoristacuando bajaban.

El señor Botibol se estaba peinandocon un pequeño peine rojo.

—¿Cree que hemos disminuido lavelocidad a causa del tiempo? —preguntó.

—¡Oh, sí, señor! La velocidad hadisminuido considerablemente alempezar el temporal. Se debe reducir lavelocidad cuando el tiempo es tan malo,porque los pasajeros caerían del barco.

Abajo, en el salón, la gente empezóa reunirse para la subasta. Se agruparonen diversas mesas, los hombres un poco

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incómodos, enfundados en sus trajes deetiqueta, bien afeitados y al lado de susmujeres, cuidadosamente arregladas. Elseñor Botibol se sentó a una mesa, cercadel que dirigía las apuestas. Cruzó laspiernas y los brazos y se sentó en elasiento con el aire despreocupado delhombre que ha decidido algo muyimportante y no quiere tener miedo.

La apuesta, se dijo a sí mismo, seríaaproximadamente de siete mil dólares, oal menos ésa había sido la cantidad delos dos días anteriores. Como el barcoera inglés, esta cifra sería su equivalenteen libras, pero le gustaba pensar en eldinero de su propio país, siete mil

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dólares era mucho dinero, mucho. Loque haría sería cambiarlo en billetes decien dólares, los llevaría en el bolsilloposterior de su chaqueta; no habíaproblema. Inmediatamente compraría unLincoln descapotable, lo recogería y lollevaría a casa con la ilusión de ver lacara de Ethel cuando saliera a la puertay lo viera. Sería maravilloso ver la caraque pondría cuando él saliera de unLincoln descapotable último modelo,color verde claro.

«¡Hola, Ethel, cariño! —diría,hablando, sin darle importancia a lacosa—, te he traído un pequeño regalo.Lo vi en el escaparate al pasar y pensé

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que tú siempre deseaste uno. ¿Te gusta elcolor, cariño?» Luego la miraría.

El subastador estaba de pie detrásde la mesa.

—¡Señoras y señores! —gritó—, elcapitán ha calculado el recorrido deldía, que terminará mañana al mediodía;en total son quinientas quince millas.Como de costumbre, tomaremos los dieznúmeros que anteceden y siguen a estacifra, para establecer la escala; por lotanto serán entre quinientas cinco yquinientas veinticinco; y naturalmente,para aquellos que piensen que elverdadero número está más lejos, habráun «punto bajo» y un «punto alto» que se

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venderán por separado. Ahora sacarélos primeros del sombrero…, aquíestán… ¿Quinientos doce?

No se oyó nada. La gente estabasentada en sus sillas observando alsubastador; había una cierta tensión enel aire y al ir subiendo las apuestas, latensión fue aumentando. Esto no era unjuego: la prueba estaba en las miradasque dirigía un hombre a otro cuando éstesubía la apuesta que el primero habíahecho; sólo los labios sonreían, los ojosestaban brillantes y un poco fríos.

El número quinientos doce fuecomprado por ciento diez libras. Lostres o cuatro números siguientes

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alcanzaron cifras aproximadamenteiguales.

El barco se movía mucho y cada vezque daba un bandazo los paneles demadera crujían como si fueran apartirse. Los pasajeros se cogían a losbrazos de las sillas, concentrándose almismo tiempo en la subasta.

—Punto bajo —gritó el subastador—, el próximo número es el punto másbajo.

El señor Botibol tenía todos losmúsculos en tensión. Esperaría, decidió,hasta que los otros hubiesen acabado deapostar, luego se levantaría y haría laúltima apuesta. Se imaginaba que tendría

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por lo menos quinientos dólares en sucuenta bancaria, quizá seiscientos. Estoequivaldría a unas doscientas libras,más de doscientas. El próximo boleto novaldría más de esa cantidad.

—Como ya saben todos ustedes —estaba diciendo el subastador—, elpunto bajo incluye cualquier número pordebajo de quinientos cinco. Si ustedescreen que el barco va a hacer menos dequinientas millas en veinticuatro horas,o sea hasta mañana al mediodía,compren este número. ¿Qué apuestan?

Se subió hasta ciento treinta libras.Además del señor Botibol, habíaalgunos que parecían haberse dado

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cuenta de que el tiempo era tormentoso.Ciento cincuenta… Ahí se paró. Elsubastador levantó el martillo.

—Van ciento cincuenta…—¡Sesenta! —dijo el señor Botibol.Todas las caras se volvieron para

mirarle.—¡Setenta!—¡Ochenta! —gritó el señor

Botibol.—¡Noventa!—¡Doscientas! —dijo el señor

Botibol, que no estaba dispuesto aceder. Hubo una pausa.

—¿Hay alguien que suba a más dedoscientas libras?

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«Quieto —se dijo a sí mismo—, note muevas ni mires a nadie, eso da malasuerte. Contén la respiración. Nadiesubirá la apuesta si contienes larespiración.»

—Van doscientas libras…El subastador era calvo y las gotas

de sudor le resbalaban por su desnudacabeza.

—¡Uno…!El señor Botibol contuvo la

respiración.—¡Dos…! ¡Tres!El hombre golpeó la mesa con el

martillo. El señor Botibol firmó uncheque y se lo entregó al asistente del

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subastador, luego se sentó en una silla aesperar que todo terminara. No queríairse a la cama sin saber lo que se habíarecaudado.

Cuando se hubo vendido el últimonúmero lo contaron todo y resultó quehabían reunido unas mil cien libras, osea, seis mil dólares. El noventa porciento era para el ganador y el diez porciento era para las instituciones decaridad de los marineros. El noventa porciento de seis mil eran cinco milcuatrocientas; bien, era suficiente.Compraría el Lincoln descapotable yaún le sobraría. Con estos gloriosospensamientos se marchó a su camarote

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feliz y contento dispuesto a dormir todala noche.

Cuando el señor Botibol se despertóa la mañana siguiente, se quedó unosminutos con los ojos cerrados,escuchando el sonido del temporal,esperando el movimiento del barco. Nohabía señal alguna de temporal y elbarco no se movía lo más mínimo. Saltóde la cama y miró por el ojo de buey.¡Dios mío! El mar estaba como unabalsa de aceite, el barco avanzabarápidamente, tratando de ganar el tiempoperdido durante la noche. El señorBotibol se sentó lentamente en el bordede su litera. Un relámpago de temor

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empezó a recorrerle la piel y aencogerle el estómago. Ya no habíaesperanza, un número alto ganaría laapuesta.

—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. ¿Qué voy a hacer?

¿Qué diría Ethel, por ejemplo? Erasencillamente imposible explicarle quese había gastado la casi totalidad de loahorrado durante los dos últimos añosen comprar un ticket para la subasta.Decirle eso equivalía a exigirle que nosiguiera firmando cheques. ¿Y quépasaría con los plazos del televisor y dela Enciclopedia Británica? Ya le parecíaestar viendo la ira y el reproche en los

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ojos de la mujer, el azul deviniendo grisy los ojos mismos achicándosele comosiempre les ocurría cuando se colmabande ira.

—¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedohacer?

No cabía duda de que ya no teníaninguna posibilidad, a menos que elmaldito barco empezase a ir marchaatrás. Tendrían que volver y marchar atoda velocidad en sentido contrario, sino, no podía ganar. Bueno, quizá podríahablar con el capitán y ofrecerle el diezpor ciento de los beneficios, o más si élaccedía.

El señor Botibol empezó a reírse,

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pero de repente se calló y sus ojos y suboca se abrieron en un gesto de sorpresaporque en aquel preciso momento lehabía llegado la idea. Dio un brinco dela cama, terriblemente excitado, fuehacia la ventanilla y miró hacia afuera.

—Bien —pensó—. ¿Por qué no? Elmar estaba en calma y no habría ningúnproblema en mantenerse a flote hastaque le recogieran. Tenía la vagasensación de que alguien ya había hechoesto anteriormente, lo cual no impedíaque lo repitiera. El barco tendría queparar y lanzar un bote y el bote tendríaque retroceder quizá media milla paraalcanzarlo. Luego tendría que volver al

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barco y ser izado a bordo, esto llevaríapor lo menos una hora. Una hora eranunas treinta millas y así haría disminuirla estimación del día anterior. Entoncesentrarían en el punto bajo y ganaría. Loúnico importante sería que alguien leviera caer; pero esto era fácil dearreglar. Tendría que llevar un trajeligero, algo fácil para poder nadar. Untraje deportivo, eso es. Se vestiría comosi fuera a jugar al frontón, una camisa,unos pantalones cortos y zapatos detenis. ¡Ah!, y dejar su reloj.

¿Qué hora era? Las nueve y quinceminutos. Cuanto más pronto mejor.Hazlo ahora y quítate ese peso de

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encima. Tienes que hacerlo prontoporque el tiempo límite es el mediodía.

El señor Botibol estaba asustado yexcitado cuando subió al puente vestidocon su traje deportivo. Su cuerpopequeño se ensanchaba en las caderas ylos hombros eran extremadamenteestrechos. El conjunto tenía la forma deuna pera. Las piernas blancas ydelgadas, estaban cubiertas de pelosmuy negros.

Salió cautelosamente al puente ymiró en derredor. Sólo había unapersona a la vista, una mujer de medianaedad, un poco gruesa, que estabaapoyada en la barandilla mirando al

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mar. Llevaba puesto un abrigo decordero persa con el cuello subido detal forma que era imposible distinguir sucara.

La empezó a examinarconcienzudamente desde lejos. Sí, sedijo a sí mismo, ésta, probablemente,servirá. Era casi seguro que daría laalarma en seguida. Pero espera unmomento, tómate tiempo, WilliamBotibol. ¿Recuerdas lo que pensabashacer hace unos minutos en el camarote,cuando te estabas cambiando? ¿Lorecuerdas?

El pensamiento de saltar del barcoal océano, a mil millas del puerto más

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próximo, le había convertido en unhombre extremadamente cauto. Noestaba en absoluto tranquilo, aunque eraseguro que la mujer daría la alarma encuanto él saltara. En su opinión habíados razones posibles por las cuales nolo haría. La primera: que fuese sorda ociega. No era probable, pero por otraparte podía ser así y ¿por quéarriesgarse? Lo sabría hablando con ellaunos instantes. Segundo, y estodemuestra lo suspicaz que puede llegar aser un hombre cuando se trata de supropia conservación, se le ocurrió quela mujer podía ser la poseedora de unode los números altos de la apuesta y por

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lo tanto tener una poderosa razónfinanciera para no querer hacer detenerel barco. El señor Botibol recordabaque había gente que había matado a suscompañeros por mucho menos de seisdólares. Se leía todos los días en losperiódicos. ¿Por qué arriesgarseentonces? Arréglalo bien y asegura tusactos. Averígualo con una pequeñaconversación. Si además la mujerresultaba agradable y buena, ya estabatodo arreglado y podía saltar al aguatranquilo.

El señor Botibol avanzó hacia lamujer y se puso a su lado, apoyándoseen la barandilla.

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—¡Hola! —dijo galantemente.Ella se volvió y le correspondió con

una sonrisa sorprendentementemaravillosa y angelical, aunque su carano tenía en realidad nada especial.

—¡Hola! —le contestó.Ya tienes la primera pregunta

contestada, se dijo el señor Botibol, noes ciega ni sorda…

—Dígame —dijo, yendodirectamente al grano—. ¿Qué lepareció la apuesta de anoche?

—¿Apuesta? —preguntó extrañada—. ¿Qué apuesta?

—Es una tontería. Hay una reunióndespués de cenar en el salón y allí se

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hacen apuestas sobre el recorrido delbarco. Sólo quería saber lo que piensade ello.

Ella movió negativamente la cabezay sonrió agradablemente con una sonrisaque tenía algo de disculpa.

—Soy muy perezosa —dijo—.Siempre me voy pronto a la cama y allíceno. Me gusta mucho cenar en la cama.

El señor Botibol le sonrió y dio lavuelta para marcharse.

—Ahora tengo que ir a hacergimnasia, nunca perdono la gimnasia porla mañana. Ha sido un placer conocerla,un verdadero placer…

Se retiró unos diez pasos. La mujer

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le dejó marchar sin mirarle.Todo estaba en orden. El mar estaba

en calma, él se había vestidoligeramente para nadar, casi seguro queno había tiburones en esa parte delAtlántico, y también contaba con esabuena mujer para dar la alarma. Ahoraera sólo cuestión de que el barco seretrasara lo suficiente a su favor. Eracasi seguro que así ocurriría. Decualquier modo, él también ayudaría unpoco. Podía poner algunas dificultadesantes de subir al salvavidas, nadar unpoco hacia atrás y alejarsesubrepticiamente mientras trataban deayudarle. Un minuto, un segundo ganado,

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eran preciosos para él. Se dirigió denuevo hacia la barandilla, pero un nuevotemor le invadió. ¿Le atraparía lahélice? Él sabía que les había ocurrido aalgunas personas al caerse de grandesbarcos. Pero no iba a caer, sino a saltary esto era diferente, si saltaba a buenadistancia, la hélice no le cogería.

El señor Botibol avanzó lentamentehacia la barandilla a unos veinte metrosde la mujer. Ella no le miraba enaquellos momentos. Mejor. No queríaque le viera saltar. Si no lo veía nadie,podría decir luego que había resbaladoy caído por accidente. Miró hacia abajo.Estaba bastante alto, ahora se daba

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cuenta de que podía herirse gravementesi no caía bien. ¿No había habidoalguien que se había abierto el estómagode ese modo? Tenía que saltar de pie yentrar en el agua como un cuchillo. Elagua parecía fría, profunda, gris. Sólomirarla le daba escalofríos, pero habíaque hacerse el ánimo, ahora o nunca.

«Sé un hombre, William Botibol, séun hombre. Bien… ahora… vamosallá.»

Subió a la barandilla y se balanceódurante tres terribles segundos antes desaltar, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Socorro!—¡Socorro! ¡Socorro! —siguió

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gritando al caer. Luego se hundió bajo elagua.

Al oír el primer grito de socorro lamujer que estaba apoyada en labarandilla dio un salto de sorpresa.Miró a su alrededor y vio alhombrecillo vestido con pantalonescortos y zapatillas de tenis, gritando alcaer. Por un momento no supo quédecisión tomar: hacer sonar lacampanilla, correr a dar la voz dealarma, o simplemente gritar. Retrocedióun paso de la barandilla y miró por elpuente, quedándose unos instantesquieta, indecisa. Luego, casi de repente,se tranquilizó y se inclinó de nuevo

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sobre la barandilla mirando al mar.Pronto apareció una cabeza entre laespuma y un brazo se movió una, dosveces, mientras una voz lejana gritabaalgo difícil de entender. La mujer sequedó mirando aquel punto negro; peropronto, muy pronto, fue quedando tanlejos, que ya no estaba segura de queestuviera allí.

Después de un ratito apareció otramujer en el puente. Era muy flaca yangulosa y llevaba gafas. Vio a laprimera mujer y se dirigió a ella,atravesando el puente con ese andarpeculiar de las solteronas.

—¡Ah, estás aquí!

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La mujer se volvió y vio a la otra,pero no dijo nada.

—Te he estado buscando por todaspartes —dijo la delgada.

—Es extraño —dijo la primeramujer—, hace un momento un hombre hasaltado del barco completamentevestido.

—¡Tonterías!—¡Oh, sí! Ha dicho que quería hacer

ejercicio y se ha sumergido sin siquieraquitarse el traje.

—Bueno, bajemos —dijo la mujerdelgada. En su rostro había un gestoduro y hablaba menos amablemente queantes.

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—No salgas sola al puente otra vez.Sabes muy bien que tienes queesperarme.

—Sí, Maggie —dijo la mujergruesa, y sonrió otra vez con una sonrisadulce y tierna.

Cogió la mano de la otra y se dejóllevar por el puente.

—¡Qué hombre tan amable! —dijo—. Me saludaba con la mano.

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6. GALLOPINGFOXLEY

CINCO días a la semana, durantetreinta y seis años, he viajado en el trende las ocho doce en dirección a la City.Nunca va demasiado lleno y me llevahasta la estación de Cannon Street, asólo once minutos y medio de mi oficinaen Austin Friars.

Siempre me ha gustado este sistemade transporte; cada fase de mi pequeñoviaje es un placer para mí. Hay unaregularidad que es agradable y

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confortante para una persona decostumbres, y, además, sirve paraescapar un poco de la rutina del trabajodiario.

Mi estación es pequeña, sólo hayunas veinte personas reunidas allí paratomar el tren de las ocho doce. Somosun grupo que casi nunca cambia ycuando en alguna ocasión un nuevorostro aparece en la plataforma, causamurmullos de desaprobación como unnuevo pájaro en la jaula de los canarios.

Pero normalmente, cuando llego porla mañana con mis cuatro minutos deadelanto, ya están todos allí, constantescomo yo, con sus sombreros, corbatas,

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paraguas y sus rostros peculiares, elperiódico bajo el brazo, inmutables através de los años, como los muebles demi cuarto de estar. Me gusta.

Me gusta también mi asiento al ladode la ventana y leer el Times con elruido del movimiento del tren. Estaparte de mi viaje dura treinta y dosminutos y parece relajar mi cerebro ymis viejos miembros, como un buenmasaje. Créanme, no hay nada como larutina y la regularidad para conservar lapaz del espíritu. Yo he hecho este viajematutino casi diez mil veces y disfrutomás y más cada día.

Me he convertido en una especie de

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reloj: en cualquier momento puedo decirsi llevamos dos, tres o cuatro minutos deretraso, y nunca tengo que levantar lavista para saber en qué estaciónparamos.

El paseo desde Cannon Street hastami oficina no es corto ni largo, unsimple paseo a lo largo de las callesllenas de gente que se dirige a suslugares de trabajo con el mismo ordenque yo. Me da una sensación deseguridad moverme entre esa gentedigna y respetable que se aferra a susempleos y no se dedica a vagabundearpor el mundo. Su vida, como la mía, estáregulada por un reloj perfecto, a menudo

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nuestros caminos se cruzan a la mismahora y lugar cada día.

Por ejemplo, cuando llego a laesquina de St. Swithin’s Lane siempreme encuentro de frente con una señorade mediana edad, con gafas plateadas,que lleva una carpeta negra en la mano,una contable de primera clase, diría yo,o posiblemente una ejecutiva de laindustria textil. Al cruzar ThreadneedleStreet, nueve de cada diez veces mecruzo en el paso de peatones con uncaballero que lleva una flor diferente enel ojal cada día. Viste pantalonesnegros, botines grises, y resultaclaramente una persona puntual y

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meticulosa, probablemente un banqueroo quizá un abogado como yo. Variasveces en los últimos veinticinco años, alcruzarnos en la calle, nuestros ojos sehan encontrado en una mutua mirada deaprobación y respeto.

Por lo menos la mitad de las carasque se cruzan en mi camino me resultanfamiliares. Son caras interesantes las demi gente, sanas, diligentes, frescas, sinese brillo en los ojos de los llamadosinteligentes que quieren cambiar elmundo de arriba abajo con susgobiernos laboristas, medicinas socialesy todas esas cosas.

Con eso pueden comprobar que soy,

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en el verdadero sentido de la palabra, unhombre feliz. O ¿quizá sería mejor decir«era» un hombre feliz? Cuando escribíesta pequeña autobiografía que acabande leer —con la intención de hacerlacircular entre los empleados de mioficina para exhortación y ejemplo—era completamente sincero conmigomismo. Pero esto fue hace ya unasemana y desde entonces algo muypeculiar ha ocurrido.

La cosa empezó el martes pasado, lamisma mañana que llevaba el borradorde mi ensayo en el bolsillo; esto meparecía tan casual e inesperado que sólopuedo creer que haya sido cosa de Dios.

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Dios había leído mi pequeño artículosobre «El rutinario feliz» y se habíadicho a sí mismo: ya es hora de que ledé una lección. Realmente yo creo quefue eso lo que pasó.

Como decía fue el martes pasado, elprimer martes después de Pascua, unatemplada mañana de primavera. Yoestaba subiendo la plataforma de nuestrapequeña estación con el Times bajo elbrazo y el ensayo en mi bolsillo, cuandome di cuenta de que algo raro pasaba.Sentía aquella curiosa oleada deprotesta iniciarse entre mis compañerosde tren. Me paré y miré a mi alrededor.

El desconocido estaba en el centro

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de la plataforma, con los pies separadosy los brazos cruzados, mirando en tornosuyo como si el andén le perteneciera.Era un hombre grande y grueso y hastade espaldas daba una poderosasensación de arrogancia.Definitivamente, no era uno de losnuestros. Llevaba un bastón en vez deparaguas, los zapatos eran castaños envez de negros, el sombrero gris,ladeado. Había en toda su persona unexceso de lustre. No quise observarlemás. Pasé por su lado, mirando haciaotra parte, colaborando a hacer laatmósfera más fría de lo que en realidadya estaba.

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Llegó el tren: imagínense mi horrorcuando el intruso me siguió hasta mipropio compartimiento. Nadie lo habíahecho desde hacía quince años. Miscolegas siempre han respetado laantigüedad. Uno de los placeres mássingulares es estar solo en micompartimiento, en una y hasta a vecesdos y tres estaciones. Pero tenía a esteextraño frente a mí, leyendo el DailyMail y encendiendo una horrible pipa.

Bajé mi Times y eché una mirada asu rostro. Supongo que tendría la mismaedad que yo —de sesenta y dos asesenta y tres años—, pero tenía esaapostura desagradable, elegante,

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bronceada, que se ve hoy en día en losanuncios de las camisas de hombres —el cazador de leones, el jugador de polo,el escalador del Everest, el exploradortropical y el competidor de carreras deyates, se concentraban en él—; cejasoscuras, ojos huidizos, y dientesextraordinariamente blancos quesostenían una pipa. Personalmente,desconfío de los hombres elegantes. Losplaceres superficiales de esta vida lesllegan demasiado fácilmente y parecenlos únicos responsables de su propiabelleza. No me importa que una mujersea guapa, eso es diferente, pero unhombre: lo siento, pero me parece

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ofensivo. En fin, aquí estaba éste,sentado frente a mí en elcompartimiento. Lo estaba mirando porencima de mi periódico, cuando nuestrasmiradas se encontraron.

—¿Le importa que fume en pipa? —preguntó sosteniéndola con los dedos.

Eso fue todo lo que dijo, pero elsonido de su voz hizo un extraordinarioefecto en mí, pues incluso di unrespingo. Después tuve unestremecimiento y me quedé mirándoleantes de poderle contestar:

—En este vagón se puede fumar —dije yo—, así que puede hacer lo que leplazca. —Pensé que debía preguntar.

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Otra vez aquella voz tan familiar.Hablaba con dureza y cortaba laspalabras como una ametralladora.¿Dónde la había oído antes? ¿Y por quécada palabra me traía algo de mislejanos recuerdos? ¡Dios mío!Contrólate. ¿Qué tontería era ésa?

El desconocido volvió a superiódico. Yo intenté hacer lo mismo,pero ya estaba desasosegado y no pudeconcentrarme. En lugar de esto le dirigíafurtivas miradas por encima de miperiódico. Era en verdad una caraintolerable, vulgar, casi terriblementebella, con una especie de resplandor entoda la piel. Pero ¿lo había visto o no lo

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había visto antes en mi vida? Empecé apensar que sí lo conocía, porque ahora,cuando le miraba, sentía una especie demolestia que no pude explicar, algo queme recordaba el dolor y la violencia,quizá el miedo.

No hablamos más durante el viaje,pero ya se pueden imaginar que mirutina se destruyó por completo. Mi díase había arruinado y más que eso, algunode mis escribientes tuvo que soportarmis duras críticas, especialmentedespués de comer, cuando también midigestión se puso en contra mía.

A la mañana siguiente, otra vezestaba allí, de pie frente a la plataforma,

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con su bastón y su pipa, su bufanda deseda y su cara desagradablemente bella.Pasé por delante de él y vi al señorGrummit, un corredor de Bolsa quehabía sido mi compañero duranteveintiocho años. No puedo decir quehaya tenido una conversación con él —somos un grupo bastante reservado ennuestra estación—, pero una crisis comoésta fue capaz de romper el hielo.

—Grummit —susurré—. ¿Quién esese intruso?

—No sé —dijo Grummit.—Es muy desagradable.—Mucho.—Espero que no venga siempre.

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—¡Oh, Dios mío, no! —exclamóGrummit.

Entonces llegó el tren.Esta vez, afortunadamente, el

hombre entró en otro departamento. Peroa la mañana siguiente le tenía frente a míde nuevo.

—Bueno —dijo él, sentándose en elasiento de enfrente—, hace un díamagnífico.

De nuevo sentí otra amargasensación en mi memoria, esta vez másfuerte que nunca, más cerca de mirecuerdo, pero todavía sin saber de quéle conocía.

Luego llegó el viernes, el último día

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de la semana. Recuerdo que acababa dellover cuando me dirigí a la estación,pero era uno de esos aguaceros de abrilque sólo duran cinco o seis minutos. Alllegar a la plataforma todos los paraguasestaban cerrados, el sol brillaba y habíagrandes nubes blancas en el cielo. Sinembargo, me sentía deprimido. Elrecorrido ya no tenía placer para mí.Sabía que el viajero estaría allí, yefectivamente allí estaba, como si ellugar le perteneciese, moviendo subastón hacia adelante y hacia atrás en elaire.

¡El bastón, eso era! Me detuve comosi hubieran disparado.

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«¡Es Foxley! —me dijeinteriormente—. ¡Galloping Foxley,moviendo su bastón!»

Me acerqué para mirarlo mejor.Nunca en mi vida he tenido una sorpresamás grande. Desde luego era Foxley.Bruce Foxley o Galloping Foxley, comosolíamos llamarle. Lo había visto porúltima vez en el colegio, cuando no teníamás de doce o trece años.

En aquel momento apareció el tren, yotra vez él entró en mi compartimiento.Puso el sombrero y el bastón en la red yse sentó, procediendo a encender supipa. Me miró a través del humo conaquellos ojos pequeños y fríos, y dijo:

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—Un día caluroso, ¿verdad? Comode verano. Ya no había duda alguna conla voz. No había cambiado en absoluto,aunque las cosas que me habíaacostumbrado a oírle decir eran muydiferentes.

«Muy bien, Perkins —solía decir—,muy bien, idiota. Te voy a pegar otravez, niño.»

¿Cuánto tiempo hacía de eso? Casicincuenta años. Sin embargo, eraextraordinario lo poco que habíancambiado sus facciones. La mismabarbilla arrogante, las aletas de la nariz,aquellos ojos que miraban fijamente,quitándole a uno la tranquilidad; la

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misma costumbre de enfrentarse con unoempujándolo a un rincón; hasta el peloera el de entonces, grueso y ligeramenteondulado, con un poco de brillantinacomo una ensalada bien aderezada.Solía tener una botella de loción para elpelo en el pupitre del estudio. Esabotella tenía el escudo de armas en laetiqueta y el nombre de una tienda deBond Street; debajo de ello, con letraspequeñas se leía: «Por nombramiento.Peluqueros de Su Majestad el reyEduardo VII.»

Recuerdo esto en particular porqueme parecía gracioso que una tiendaquisiera presumir de ser el peluquero de

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alguien prácticamente calvo, aunque esealguien fuese un monarca.

Ahora estaba recostado en su asientoleyendo el periódico. Era una sensacióncuriosa sentarse al lado de ese hombreque cincuenta años atrás me había hechotan desgraciado, como para hacermepensar en el suicidio. No me habíareconocido: no había peligro de ello,por mis bigotes. Me sentía seguro y asalvo para poderlo observar comoquisiera.

Rememorando, no hay duda de quesufrí mucho en manos de Bruce Foxleyen el primer año de colegio y, cosaextraña, el causante de todo fue mi

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padre. Yo tenía doce años y mediocuando fui por primera vez a eseestupendo colegio público. Esto sería,veamos, en 1907. Mi padre, con suabrigo habitual y su bufanda de seda, meacompañó a la estación y recuerdo queestábamos de pie en la plataforma entremontones de maletas y baúles y miles demuchachos hablando unos con otros envoz alta, cuando de repente alguien quequería pasar le dio a mi padre un granempujón y casi le pisó.

Mi padre, hombre cortés y digno, debaja estatura, se volvió consorprendente velocidad y cogió alculpable por la muñeca.

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—¿No os enseñan mejores formasque éstas en la escuela, chico? —dijo.

El muchacho, que le pasaba a mipadre la cabeza, le miró fríamente y conarrogancia, pero no dijo nada.

—Me parece que una disculpa seríalo más adecuado —continuó mi padre.

Pero el chico no hizo más quequedársele mirando con una sonrisaarrogante en los labios y su barbillacada vez más prominente.

—Me sorprende que seas unmuchacho tan mal educado —dijo mipadre— y espero que seas la excepcióndel colegio; no me gustaría que mi hijoadquiriera esas costumbres.

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Al oír esto, el muchacho inclinó lacabeza ligeramente en mi dirección y unpar de pequeños y fríos ojos me miraronfijamente. Yo no estaba asustado enaquel momento. No tenía ni idea delpoder que ejercían los chicos mayoressobre los pequeños en los colegiosprivados y recuerdo que le miré condescaro, defendiendo a mi padre, aquien adoraba y respetaba.

Cuando mi padre quiso comenzar ahablar otra vez, el chico le volvió laespalda, cruzó la plataforma ydesapareció.

Bruce Foxley nunca olvidó esteepisodio; y lo realmente desafortunado

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fue que cuando llegamos al colegio meencontré en el mismo edificio que él.Peor que eso, estaba en su misma salade estudios. Él cursaba el último año,era el prefecto y por lo tanto teníapermitido oficialmente pegar a los queestaban a sus órdenes, por lo que yo meconvertí en su esclavo personal yparticular. Yo era su criado, le cocinabay se lo hacía todo. Mi trabajo consistíaen que él nunca tuviese que levantar undedo a menos que fuera absolutamentenecesario. En ninguna sociedad que yoconozca en el mundo, los criados sontratados como lo éramos nosotros porlos prefectos del colegio. Cuando hacía

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frío, tenía que sentarme en el water (queestaba en un anexo sin calefacción) cadamañana después del desayuno, paracalentarlo antes de que entrara Foxley.

Recuerdo que solía vagar por lahabitación con su manera elegante ydespreocupada. Si encontraba una sillaen su camino le daba una patada; luegotenía yo que correr detrás de él pararecogerla inmediatamente. Vestíacamisas de seda y también llevaba unpañuelo de seda en la manga. Suszapatos estaban confeccionados poralguien llamado Lobb (también teníanetiqueta real). Eran puntiagudos y teníaque cepillarlos durante cinco minutos

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cada día, para que brillasen.Pero los peores recuerdos eran los

del vestuario. Todavía me recuerdo a mímismo, pálida sombra de un muchachodetrás de la puerta de aquel gran cuarto,con mi pijama, las zapatillas y un batínpardo de pelo de camello. Una solabombilla eléctrica colgaba del techo yalrededor de las paredes las camisetasnegras y amarillas de fútbol, con el olora sudor llenando la habitación, y la voztan temida que decía:

—Bueno, ¿qué va a ser esta vez?¿Seis con la bata puesta o cuatro sinella?

Nunca pude contestar a esa pregunta.

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Me quedaba mirando los suciosazulejos, muerto de miedo e incapaz depensar en nada que no fuera esemuchacho más fuerte que iba a empezara pegarme inmediatamente, con su largoy fino bastón: lenta, hábil y legalmente;recreándose hasta hacerme sangrar.Cinco horas antes había intentado, sinllegar a conseguirlo, encender el fuegodel estudio. Me había gastado el dinerode la semana en una caja de fósforosespeciales, había puesto un periódicotapando la boca de la chimenea paracrear una corriente de aire, me habíaarrodillado junto al fuego y habíasoplado hasta hacerme cisco los

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pulmones: pero el carbón no queríaarder.

—Si te retrasas en contestar, tendréque decidir por ti —decía la voz.

Yo quería contestar porque sabíacuál tenía que escoger, es lo primero quese aprende al llegar. Hay que tenersiempre la bata puesta y aceptar losgolpes extra, de lo contrario es casiseguro que te cortan. Hasta tres con labata puesta, es mejor que uno sin ella.

—Quítate la bata, ve a la esquina ytócate los dedos de los pies. Te voy adar cuatro.

Me la quitaba lentamente y la poníaen una percha, encima de los armarios

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de las botas. Luego iba frío y desnudo enmi pijama de algodón, temblando. A mialrededor todo se volvía de repentebrillante y lejano, como un cuadromágico, grande, irreal, como flotandosobre las aguas.

—Vamos. ¡Toca los dedos de lospies! ¡Más cerca, más cerca!

Luego iba hacia el otro extremo delvestuario y yo le observaba por entremis piernas. Desaparecía por la puertaque daba a lo que nosotros llamábamos«el pasaje de las fuentes». Era unpasillo de piedra con fuentes paralavarse y al final estaba el cuarto debaño. Cuando Foxley desaparecía, yo

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sabía que iba a la otra parte del pasajede la fuente; siempre lo hacía así.Bueno, en la distancia, pero haciendoeco en las fuentes y los grifos, oía elruido de sus zapatos en el suelo depiedra cuando corría, y a través de mispiernas le veía atravesar el cuarto deestar y venir hacia mí, con el rostroinclinado hacia adelante y el bastón enel aire. En ese momento yo cerraba losojos esperando el golpe y diciéndome amí mismo que, pasara lo que pasara, nodebía levantarme.

Cualquiera a quien hayan pegado deverdad, asegurará que el verdaderodolor no llega hasta ocho o diez

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segundos después del golpe. El golpe ensí es un simple bastonazo en la espalda,que te entumece por completo. Me handicho que una herida de bala produce lamisma sensación. Pero después, ¡Diosmío! parece como si alguien pusiese unatizador ardiendo en las des nudasnalgas y es completamente imposibleponerse la mano en el sitio dolorido.

Foxley lo sabía y retrocedíalentamente antes del siguiente golpe,para que yo pudiera sentir de lleno elgolpe anterior.

Al cuarto golpe, invariablemente, melevantaba sin poderlo remediar. Era lareacción automática de un cuerpo que ya

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no puede resistir más.—Te has levantado —decía Foxley

—, éste no cuenta. Vamos. ¡Agáchate!La vez siguiente tenía que agarrarme

a los tobillos.Después me observaba al ir, muy

erguido y tocándome la retaguardia, aponerme la bata. Trataba de mantenermede espaldas a él para que no pudiera vermi cara. Cuando yo iba a salir, decía:

—¡Eh, tú, vuelve!Yo ya estaba en el pasillo, pero me

paraba y me volvía hacia la puerta,esperando.

—Ven aquí, vamos, vuelve. ¿No sete ha olvidado nada?

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De lo único que me acordaba era delhorrible dolor que sentía.

—Me sorprende que seas un chicotan mal educado —decía imitando la vozde mi padre—. ¿No te enseñan mejoresmodos en el colegio?

—Gracias —murmuraba yo—,gra… cías por pegarme.

Luego subía las escaleras quellevaban al dormitorio. Entonces todoiba mejor porque había pasado un rato yel dolor iba disminuyendo. Miscompañeros me trataban con simpatía,recordando las veces que les habíapasado lo mismo.

—A ver, Perkins, enséñame.

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—¿Cuántos te ha dado?—Cinco, ¿verdad? Lo hemos oído

desde aquí.—Vamos, chico, enséñanos las

señales.Me quitaban el pijama y dejaba que

aquel grupo de expertos examinara misheridas.

—Están bastante separadas,¿verdad? No son del estilo de Foxley.

—Esas dos están muy cerca, casitocándose. Mira. ¡Éstas son preciosas!

—Ésta de aquí abajo es horrible.—¿Se ha ido hasta el pasaje de la

fuente para empezar a correr?—Te ha dado uno más por haberte

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levantado, ¿verdad?—¡Caramba! Ese Foxley la ha

tomado contigo.—Sangra un poco, yo creo que

deberías lavártela.Entonces se abría la puerta y allí

estaba Foxley. Todos se dispersaban ypretendían estar lavándose los dientes orezando sus oraciones, mientras yoquedaba en el centro de la habitacióncon los pantalones bajados.

—¿Qué pasa aquí? —solía decirFoxley, dando una rápida mirada a todala habitación—. ¡Tú, Perkins! Súbete lospantalones y métete en la cama.

Y ése era el final de un día.

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Durante la semana nunca tenía unmomento para mí.

Si Foxley me veía coger una novelao abrir mi álbum de sellos en el estudio,me mandaba en seguida algo que hacer.

Una de sus diversiones favoritas,especialmente cuando llovía, era:

—¡Oh, Perkins! ¿Verdad quequedaría muy bonito un ramo de liriosblancos y salvajes encima de mi mesa?

Los lirios salvajes crecían al ladode Orange Ponds. Orange Ponds estaba atres kilómetros por la carretera y uno acampo traviesa. Me levantaba de misilla, me ponía el impermeable y elsombrero de paja, cogía el paraguas y

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emprendía la marcha. El sombrero depaja se tenía que llevar puesto siempreque se saliera, pero se estropeaba porcompleto con la lluvia, por lo tanto elparaguas era necesario para proteger elsombrero. Por otra parte, no se puedesostener un paraguas con la cabeza,mientras se trepa de aquí para allá,buscando lirios. Para salvar misombrero tenía que ponerlo en tierra,bajo el paraguas, mientras buscaba lasflores. De esta forma cogí muchosresfriados.

Pero el día más temido era eldomingo. El domingo era el día en quelimpiaba el estudio. Recuerdo

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perfectamente el terror de aquellasmañanas, la limpieza a fondo y luegoesperar a que Foxley viniera ainspeccionar.

—¿Has acabado? —preguntaba.—Creo…, creo que sí.Entonces iba al cajón de su mesa y

sacaba un guante blanco, ajustándosebien los dedos. Yo me quedaba quieto,observándole y temblando, mientras éliba por la habitación, pasando su dedoenguantado por los marcos de loscuadros, por las esquinas, los estantes,los marcos de las ventanas, las pantallasde las lámparas. Yo no separaba la vistade ese dedo, que para mí era un

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instrumento de muerte. Casi siempre selas arreglaba para encontrar una briznade polvo que yo había pasado por alto oni siquiera había visto, y cuando estoocurría Foxley se volvía lentamentesonriendo con aquella sonrisa que no eratal, y, levantando el blanco dedo paraque pudiera ver por mí mismo el polvoque había recogido, decía:

—Bien. Eres muy perezoso,¿verdad? Yo no contestaba.

—Creí que lo había limpiado todo.—Y ¿eres o no eres un chico

perezoso?—Sss… Sí.—Pero a tu padre no le gustaría que

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crecieras así, ¿verdad? Tu padre es muyespecial con respecto a la educación.No contestaba.

—Te he preguntado que si tu padrees muy especial con respecto a laeducación.

—Quizá sí.—Por lo tanto te haré un favor si te

castigo, ¿verdad?—No lo sé.—¿Verdad que sí?—Sss… Sí.—Nos encontraremos después de las

oraciones en el vestuario. El resto deldía era una continua agonía esperando aque llegara la noche.

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¡Dios mío! Con qué claridad veníatodo a mi memoria ahora. El domingoera también el día de escribir cartas:

Queridos papá y mamá:Muchas gracias por vuestra

caria. Espero que los dos estéisbien, yo me encuentroperfectamente, excepto queestoy resfriado porque me cogióla lluvia, pero pronto estarébien. Ayer jugamos contraShrewsbury y les ganamos por4-2. Yo miraba y Foxley, quecomo ya sabéis es el director denuestra casa, metió uno de los

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goles. Muchas gracias por elpastel.

Cariñosamente,WILLIAM

Generalmente iba al lavabo o alcuarto de baño a escribir la carta;cualquier lugar fuera del camino deFoxley era bueno, pero tenía quecronometrar el tiempo. El té era a lascuatro y media y las tostadas de Foxleytenían que estar preparadas. Todos losdías tenía que hacerle tostadas a Foxleyy como en los días de entre semana nose permitía fuego en el estudio, todos loschicos tenían que tostar el pan para sus

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prefectos en el pequeño hornillo de labiblioteca, buscando un hueco por dondecolarse. En estas condiciones tenía queprocurar que las tostadas de Foxleyestuvieran: 1.°, crujientes; 2.°, sinquemar, y 3.°, calientes y listas a tiempo.La falta de alguno de estos requisitos eracastigada con golpes.

—Oye, tú, ¿qué es eso?—Una tostada.—¿Es ésa la idea que tú tienes de

las tostadas?—Pues…—Eres demasiado perezoso para

hacerlo bien, ¿verdad? —Intentohacerlo.

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—¿Sabes lo que se le hace a uncaballo perezoso, Perkins?

—No.—¿Eres un caballo?—No.—Bueno, de todas maneras eres un

burro. ¡Ja, ja, ja…! Estás en laclasificación. Te veré luego.

¡Oh, qué angustia la de aquellosdías! Quemar las tostadas de Foxleysignificaba una paliza, así como olvidarquitar el barro de sus botas de fútbol, nocolgar su uniforme de deporte, enrollarsu paraguas de diferente forma a comoél lo hacía, cerrar la puerta del estudiode golpe cuando Foxley estaba

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trabajando, ponerle el agua del bañodemasiado caliente, no limpiar bien losbotones de su uniforme, no dejarlebrillantes las suelas de los zapatos,dejar su estudio desordenado acualquier hora. En realidad, desde elpunto de vista de Foxley, yo era unapermanente ofensa, digno de una paliza.

Miré por la ventana. ¡Dios mío,estábamos llegando! Debí haber estadosoñando mucho tiempo, ni siquiera habíaabierto el Times; Foxley todavía estabarecostado frente a mí leyendo el DailyMail y por entre el humo que emanabade su pipa, pude ver la mitad de su caraque sobresalía del periódico, sus ojos

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pequeños y brillantes, la frente arrugaday su pelo ondulado.

Mirarle ahora después de tantotiempo era una experiencia peculiar ysorprendente. Sabía que ya no erapeligroso, pero los viejos recuerdostodavía subsistían y no me sentía muy agusto en su presencia. Era algo así comoestar en una jaula con un tigre manso.

«¿Qué tontería es ésta? —me dije amí mismo—. No seas tan estúpido.Cielos, si quisieras podrías decirle loque pensabas de él y no tendría derechoa tocarte ni un dedo.» ¡Era una ideafantástica!

Sólo que… bueno, después de todo

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no valía la pena. Yo me sentíademasiado viejo para esto y en realidadya no le odiaba.

Entonces, ¿qué iba a hacer? No iba aquedarme mirando como un idiota.

En aquel momento se me ocurrióotra idea.

Lo que me gustaría hacer, me dije amí mismo, sería inclinarme hacia él,darle unos golpecillos en la rodilla ydecirle quién era. Luego observaría sucara. Después empezaría a hablar denuestros antiguos días de colegio,hablando lo suficientemente alto paraque la gente del vagón lo oyera. Lerecordaría, como en broma, algunas de

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las cosas que me hacía y hasta quizádescribiera las palizas en el vestuario,para que se sintiera molesto. No levendría mal un poco de angustia ybochorno. A mí, en cambio, me vendríamuy bien.

De repente, levantó la vista y nosmiramos los dos. Era ya la segunda vezque sucedía y vi un relámpago deirritación en sus ojos.

Bien, me dije a mí mismo, adelante,pero sé agradable, sociable y educado.De esta forma serás más efectivo, másembarazoso para él.

Le sonreí y le hice una ligerainclinación de cabeza. Luego,

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levantando la voz, dije:—Discúlpeme, me gustaría

presentarme. Me incliné, mirándoloatentamente para no perderme sureacción.

—Me llamo Perkins, WilliamPerkins, estuve en Repton en 1907.

Los que estaban en nuestro vagón secallaron y me di cuenta de queescuchaban y esperaban los próximosacontecimientos.

—Encantado de conocerle —dijo,bajando el periódico hasta su regazo—.Yo me llamo Fortescue, JocelynFortescue. Eton, 1916.

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7. TATUAJE

EN el año 1946 el invierno fue muylargo. Aunque estábamos en el mes deabril, un viento helado soplaba por lascalles de la ciudad. En el cielo, lasnubes cargadas de nieve se movíanamenazadoras.

Un hombre llamado Drioli semezclaba entre la gente del paseo de larué de Rivoli. Tenía mucho frío,embutido como un erizo en un abrigonegro, saliéndole sólo los ojos porencima del cuello subido.

Se abrió la puerta de un restaurante y

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el característico olor de pollo asado leprodujo una dolorosa punzada en elestómago. Continuó andando, mirandosin interés las cosas de los escaparates:perfumes, corbatas de seda, camisas,diamantes, porcelanas, muebles antiguosy libros ricamente encuadernados.Después vio una galería de pintura.Siempre le gustaron las galerías depintura. Ésta tenía un solo lienzo en elescaparate. Se detuvo a mirarlo y sevolvió para seguir adelante, pero tornó apararse y miró de nuevo. De repente seapoderó de él un pequeño desasosiego,un movimiento en su recuerdo, unconjunto de algo que había visto antes en

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alguna parte. Miró otra vez; era unpaisaje, un grupo de árbolestremendamente inclinados hacia unaparte, como azotados por el viento, elcielo gris oscuro, de tormenta. En elmarco había una pequeña placa quedecía: Chaim Soutine (1894-1943).

Drioli miró el cuadro, pensandovagamente por qué le parecía familiar.Pintura estrambótica, pensó. Extraña yatrevida, pero me gusta… ChaimSoutine… Soutine…

—¡Dios mío! —gritó de repente—.¡Mi pequeño calmuco, eso es! ¡Mipequeño calmuco, uno de sus cuadros enla mejor tienda de París! ¡Imagínate!

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El viejo acercó más su rostro a laventana. Recordaba al muchacho, sí, lorecordaba muy bien, pero ¿cuándo? Esoya no era tan fácil de recordar. Hacíamucho tiempo. ¿Cuánto? Veinte, no, más:casi treinta años, eso es, fue un añoantes de la guerra, la primera guerra, en1913, y Soutine, el pequeño y feocalmuco, un muchacho adulto que legustaba mucho y al que casi amaba porninguna razón que él supiera, excepto lade que pintaba.

Ahora recordaba mejor: la calle, loscubos de basura alineados, su mal olor,y los gatos recorriendo los cubos de unoen uno. Luego, aquellas mujeres gordas

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sentadas en los portales de la calle.¿Qué calle? ¿Dónde vivía el chico?

La Cité Falaguiére. ¡Eso era! Elhombre movió la cabeza varias veces,contento de recordar el nombre. Tenía unestudio con una sola silla, y el suciojergón que el muchacho usaba paradormir, las fiestas que acababan enborracheras, el vino blanco barato, lasterribles peleas, y siempre, siempre, elrostro amargo y adusto de aquelmuchacho absorto en su trabajo.

Era extraño, pensaba Drioli, con quéfacilidad recordaba estas cosas ahora ycómo los recuerdos se enlazaban tanestrechamente.

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Por ejemplo, aquello del tatuaje, fuerealmente una tontería, una locura.¿Cómo empezó? ¡Ah, sí! Un día habíahecho un buen negocio y habíacomprado mucho vino. Se veía a símismo entrar en el estudio con unpaquete de botellas bajo el brazo. Elchico estaba sentado delante delcaballete, y la esposa de Drioli, en elcentro de la habitación, posaba para él.

—Hoy vamos a celebrar algo —dijo.

—¿Qué hay que celebrar? —preguntó el muchacho sin mirarle—.¿Has decidido divorciarte de tu esposapara que se case conmigo?

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—No —dijo Drioli—, vamos acelebrar que he ganado una grancantidad de dinero trabajando.

—Y yo no he ganado nada,celebraremos también eso. —Si túquieres, de acuerdo.

Drioli estaba junto a la mesaabriendo el paquete. Estaba cansado ytenía ganas de beber vino. Nueveclientes, era estupendo, pero sus ojos nopodían mantenerse abiertos. Nuncahabía tenido tantos, nueve soldadosebrios, y lo mejor era que siete habíanpagado al contado. Esto le convertía enuna persona rica, pero el trabajo eraterrible para los ojos. La fatiga le

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obligaba a tenerlos casi cerrados. Lostenía terriblemente enrojecidos. Sentíamucho dolor bajo el globo de los ojos.Pero ahora ya estaba libre y era ricocomo un cerdo y en el paquete había tresbotellas, una para su esposa, otra parasu amigo y otra para él. Cogió unsacacorchos y fue descorchando lasbotellas. El muchacho bajó su pincel.

—¡Dios mío! —dijo—. ¿Cómo voya trabajar así? La chica cruzó lahabitación para ver el cuadro. Driolitambién fue hacia allí, llevando unabotella en una mano y un vaso en la otra.

—¡No! —gritó el chico, poniéndosecolorado—. ¡Por favor, no! Cogió el

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lienzo del caballete y lo puso contra lapared, pero Drioli ya lo había visto.

—Me gusta.—Es horrible.—Es maravilloso, como todos los

que tú pintas, es fantástico. Me gustantodos.

—Lo único que pasa es que no sonnutritivos. No me los puedo comer.

—De cualquier forma, sonmaravillosos. Drioli le tendió un vasode vino blanco.

—Bebe —dijo—, te sentirás mejor.Nunca había encontrado una persona

más desgraciada, con la cara tan triste.Se había fijado en él en un café, unos

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siete meses antes, bebiendo solo, ycomo parecía ruso o por lo menos algoasiático, se había sentado en su mesa yentablado conversación.

—¿Es usted ruso?—Sí.—¿De dónde?—De Minsk.Drioli dio un brinco y le abrazó,

diciéndole que él también había nacidoen aquella ciudad.

—No fue en Minsk exactamente —había declarado el muchacho—, peromuy cerca.

—¿Dónde?—Smilovichi, a diecinueve

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kilómetros.—¡Smilovichi! —había exclamado

Drioli, abrazándole otra vez—, allí fuivarias veces cuando era niño.

Luego se sentó otra vez, mirando concariño el rostro de su compañero.

—¿Sabe una cosa? —le había dicho—, no parece un ruso del oeste, pareceun tártaro o un calmuco.

Ahora Drioli miraba otra vez almuchacho mientras bebía su vaso devino. Sí, tenía la cara de un calmuco:muy ancha, de pómulos salientes y conla nariz aplastada y gruesa. La anchurade las mejillas se acentuaba en lasorejas, que sobresalían de la cabeza.

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Tenía ojos pequeños, el pelo negro y laboca gruesa y adusta de un calmuco;pero lo más sorprendente eran lasmanos, tan pequeñas y blancas como lasde una mujer, de dedos pequeños ydelgados.

—Sírvanse más —dijo el chico—,si lo celebramos vamos a hacerlo bien.

Drioli sirvió el vino y se sentó enuna silla. El muchacho se sentó en suviejo lecho con la esposa de Drioli.Colocaron las tres botellas en el suelo.

—Esta noche beberemos hasta queno podamos más —dijo Drioli—. Soyinmensamente rico. Creo que voy a salira comprar más botellas. ¿Cuántas

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compro?—Seis más —contestó el chico—:

dos para cada uno.—Bien. Voy a buscarlas.—Yo te acompañaré.En el café más próximo compró

Drioli seis botellas de vino blanco y lasllevaron al estudio. Las colocaron en elsuelo en dos filas. Drioli sacó elsacacorchos y descorchó las seisbotellas; luego se sentaron y continuaronbebiendo.

—Sólo los muy ricos puedencelebrar las cosas de este modo —dijoDrioli.

—Tienes razón —dijo el chico—.

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¿Verdad que sí, Josie?—Claro.—¿Cómo te sientes, Josie? —Muy

bien.—¿Dejarás a Drioli y te casarás

conmigo?—No.—Un vino excelente —dijo Drioli

—, es un privilegio beberlo.Lenta y metódicamente empezaron a

emborracharse. El proceso era rutinario,pero de todas formas había que observaruna cierta ceremonia y mantener lagravedad. Había muchas cosas por deciry luego repetir de nuevo, el vino debíaser alabado y la lentitud era muy

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importante también, para que hubieratiempo de saborear los tres deliciososperíodos de transición, especialmente(para Drioli) el momento en queempezaba a flotar en el ambiente, comosi los pies no le pertenecieran. Éste erael mejor momento de todos, cuandomiraba sus pies y estaban tan lejos quedudaba sobre a quién podrían pertenecery por qué estaban de aquella forma en elsuelo.

Después de algún tiempo se levantóa encender la luz. Se sorprendió muchoal ver que los pies le seguían adondeiba, especialmente porque no los sentíatocar el suelo. Tenía la agradable

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sensación cié que caminaba por el aire.Luego empezó a dar vueltas por lahabitación, mirando de soslayo loslienzos que había en las paredes.

—Oye —dijo por fin—, tengo unaidea. Fue hacia el jergón y se detuvo.

—Óyeme, pequeño calmuco.—¿Qué?—Tengo una idea estupenda. ¿Me

escuchas?—Estoy escuchando a Josie.—Óyeme, por favor, tú eres mi

amigo, mi pequeño y feo calmuco deMinsk y para mí eres tan buen artista queme gustaría tener un cuadro, un cuadroprecioso…

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—Coge todos los que te gusten, perono me interrumpas cuando estoyhablando con tu esposa.

—No, no. Oye: yo quiero decir uncuadro que lo tenga siempre conmigo…:un cuadro tuyo.

Dio un paso adelante y golpeó almuchacho en la rodilla.

—Óyeme, por favor.—Escucha lo que te dice —dijo la

chica.—Se trata de lo siguiente: quiero

que pintes un cuadro sobre mi piel, enmi espalda, que tatúes lo que haspintado, para que permanezca siempre.

—Eso es una idea disparatada.

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—Te enseñaré a tatuar, es fácil. Unniño puede hacerlo.

—Yo no soy ningún niño.—Por favor…—Estás completamente loco. ¿Qué

es lo que quieres? El pintor miró susojos, brillantes por el vino.

—En nombre del Cielo. ¿Qué es loque quieres?

—Tú lo puedes hacer muyfácilmente. ¡Puedes! ¡Puedes!

—¿Quieres decir con tatuaje?—¡Sí, con tatuaje! Te enseño en dos

minutos.—¡Imposible!—¿Insinúas que no sé de lo que

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estoy hablando?No, el chico no podía decir eso

porque si alguien sabía de tatuajes, esealguien era, desde luego, Drioli. ¿Nohabía cubierto por completo el mespasado el estómago de un hombre con unmagnífico dibujo compuesto de flores?¿Y aquel cliente de tanto pelo en elpecho al que le había tatuado un oso deforma que el pelo pareciese la piel de labestia? ¿No había tatuado una chica enel brazo de un hombre de tal forma quecuando flexionaba el músculo la chicase movía con sorprendentescontorsiones?

—Lo único que digo —contestó el

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chico— es que has bebido y ésta es unaidea de borracho.

—Josie podría ser nuestra modelo.Un cuadro de Josie en mi espalda. ¿Nose me permite tener un cuadro de Josieen la espalda?

—¿De Josie?—Sí.Drioli sabía que la sola mención de

su esposa haría que los gruesos labiosdel chico se entreabriesen y empezasena temblar.

—No —dijo la chica.—¡Josie, querida, por favor! Coge

una botella y termínala, luego te sentirásmás generosa. Nunca en mi vida he

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tenido una idea mejor.—¿Qué idea?—Que me haga un retrato tuyo en la

espalda. ¿No me está permitido?—¿Un retrato mío?—Desnuda —dijo el chico—, es una

excelente idea.—Desnuda no —protestó ella.—Es una idea fantástica —dijo

Drioli.—Una locura —arguyó la chica.—De cualquier forma, es una idea

—dijo el chico—, es una idea digna decelebración. Se bebieron otra botella.Luego el chico dijo:

—No, no quiero utilizar el tatuaje.

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Sin embargo, pintaré el retrato en tuespalda y lo tendrás hasta que tomes unbaño y te laves. Si no tomas el baño entu vida, lo tendrás siempre, mientrasvivas.

—No —dijo Drioli.—Sí, y el día que decidas bañarte,

sabré que ya no valoras mi pintura. Seráuna prueba de tu admiración por mi arte.

—No me gusta la idea —dijo lachica—, su admiración por tu arte es tangrande que estaría sucio muchos años.Hazlo con tatuaje, pero no desnuda.

—Pues entonces un retrato —dijoDrioli.

—No lo podré hacer.

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—Es facilísimo. Te voy a enseñar endos minutos, ya verás. Voy a buscar losinstrumentos, las agujas y las tintas.Tengo tintas de muchos colores, tantoscomo tú puedas tener en pintura y muchomás vivos…

—Es imposible.—Tengo muchas tintas, ¿verdad que

sí, Josie?—Sí.—Ya verán, voy a buscarlas. Se

levantó de su silla y salió de lahabitación. Al cabo de media horavolvió.

—Lo he traído todo —gritó,enseñándole una maletín marrón—, todo

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lo que necesitas para tatuar está en estamaleta.

La puso sobre la mesa, la abrió ysacó las agujas eléctricas y las botellitasde tinta de color. Llenó la agujaeléctrica, la tomó en su mano y presionóun botón. Hizo un sonido y la agujaempezó a vibrar rápidamente,moviéndose alternativamente de arribaabajo. Se quitó la chaqueta y se subió lamanga izquierda.

—Mira, obsérvame y verás lo fácilque es. Haré un dibujo en mi brazo,aquí.

Su antebrazo ya estaba cubierto demarcas azules, pero eligió un claro en la

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piel para hacer su demostración.—Primero elijo la tinta; usaré una de

azul corriente; e introduzco la punta dela aguja en la tinta…, así…, luego laintroduzco suavemente en la superficiede la piel…, de este modo, y con laayuda del pequeño motor y de laelectricidad la aguja salta arriba y abajopinchando la piel de tal manera que latinta entra y éste es todo el truco. Fíjatequé fácil es…, mira cómo dibujo ungalgo en mi brazo.

El chico parecía intrigado.—Déjame practicar… en tu brazo.Empezó a dibujar con una aguja

líneas azules en el brazo de Drioli.

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—Es muy simple —dijo—, es comodibujar con pluma y tinta. La únicadiferencia es que es más lento.

—No es nada difícil. ¿Estáspreparado? ¿Empezamos?

—En seguida.—¡La modelo! —gritó Drioli—.

¡Josie, ven! Ahora estaba entusiasmado,recorriendo la habitación y arreglándolotodo, preparándose como un niño paraun nuevo juego.

—¿Dónde quieres que pose?—Que se ponga allí, delante de mi

tocador. Que se cepille el pelo. Lapintaré con el pelo suelto sobre loshombros, cepillándoselo.

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—¡Fantástico! Eres un genio.De mala gana, la chica fue hacia el

tocador, llevándose con ella el vaso devino.

Drioli se quitó la camisa y lospantalones. Se quedó en calzoncillos yzapatos, balanceándose ligeramente. Supequeño cuerpo era blanco, casilampiño.

—Bueno —dijo—. Yo soy el lienzo.¿Dónde me pones?

—Como siempre, en el caballete.No creo que sea tan difícil.

—No seas tonto. Yo soy el lienzo.—Entonces ponte en el caballete,

ése es tu sitio.

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—¿Cómo?—¿Eres o no eres el lienzo?—Sí. Ya empiezo a sentirme como

un lienzo.—Entonces ponte en el caballete. No

creo que sea tan complicado.—Pero eso no es posible.—Entonces siéntate en la silla.

Hazlo al revés, para que puedas apoyartu mareada cabeza en el respaldo. Dateprisa porque voy a empozar.

—Estoy preparado, cuando quieras.—Primero —dijo el muchacho—,

haré un dibujo normal y si me gusta lotatuaré. Con un pincel gordo empezó apintar en la desnuda piel del hombre.

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—¡Ay, ay! —gritó Drioli—. Unhorrible ciempiés camina por mi espinadorsal.

—¡Estate quieto ahora! ¡Quieto!El muchacho trabajaba con rapidez

trazando unas finas líneas azules para nodificultar el tatuaje. De tal forma seconcentró al pintar que parecía como sisu borrachera hubiera desaparecido porcompleto. Daba ligeros toques a sudibujo con mano certera y en menos demedia hora había terminado.

—Bueno —dijo a la chica—. Yaestá.

Ella volvió inmediatamente aljergón, se recostó y quedó

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completamente dormida.Drioli no se durmió. Observó cómo

cogía el muchacho la aguja y laintroducía en la tinta, luego sintió unpinchazo en la piel de la espalda. Eldolor, que era desagradable, pero noextremo, le impidió dormir. Siguiendo elrecorrido de la aguja y viendo losdiferentes colores de tinta que elmuchacho iba usando, Drioli se divertíatratando de adivinar lo que pasabadetrás de él. El chico trabajaba conasombrosa intensidad. Estabacompletamente absorto en la pequeñamáquina y en los efectos que producía.

La máquina zumbaba en la

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madrugada y el muchacho trabajabaafanosamente. Drioli recordaba quecuando al fin el artista dijo: ¡Ya está!, laluz se filtraba por la ventana y se oíagente por la calle.

—Quiero verlo —dijo Drioli.El muchacho le tendió un espejo y

Drioli ladeó un poco el cuello paramirar.

—¡Santo cielo! —exclamó.Era algo asombroso. Toda su

espalda, desde los hombros hasta elfinal de la espina dorsal, era una mezclade colores —dorado, verde, azul, negroy escarlata—. El tatuaje estaba tanconcienzudamente hecho que parecía un

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cuadro. El chico había seguido lo másestrechamente su dibujo haciéndolo aconciencia y era maravilloso el modo enque había usado la espina dorsal y laparte saliente de los hombros para queformaran parte de la composición. Esmás, se las había arreglado para añadiral dibujo una extraña espontaneidad. Eltatuaje tenía vida; mantenía aquelsentimiento de tortura tan característicode todas las obras de Soutine. No era unretrato, era más bien un aspecto de lavida. El rostro de la modelo se veíavago y perdido, y como fondo unascuriosas pinceladas de verde que ledaban un aspecto exótico.

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—¡Es fantástico!—A mí también me gusta.El muchacho retrocedió unos pasos

examinándolo atentamente.—¿Sabes una cosa? Me parece que

es tan bueno que lo voy a firmar.Y tomando de nuevo una aguja

inscribió su nombre con tinta roja en laparte derecha, encima del riñón deDrioli.

El viejo Drioli miraba el cuadro enel escaparate de la exposición. Aquellohabía sucedido hacía tanto tiempo que leparecía que pertenecía a otra vida.

¿Y el chico? ¿Qué había sido de él?Ahora recordaba que cuando volvió de

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la guerra —la Primera Guerra Mundial—, lo echó mucho de menos y habíapreguntado a Josie por él.

—Se ha ido —contestó ella—. Nosé dónde, pero oí decir que unmarchante lo había mandado a Céretpara que pintara más cuadros.

—Quizá vuelva.—Puede ser. ¡Quién sabe!Esa fue la última vez que lo

mencionaron. Poco tiempo después sefueron a Le Havre, donde habíamarineros y por lo tanto el negocio ibamejor. El viejo sonrió al recordar LeHavre. Aquellos fueron unos años muyagradables, entre las dos Guerras; su

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tienda estaba cerca de los muelles ysiempre tenía mucho trabajo. Todos losdías tres, cuatro y cinco marinerosvenían a que les tatuara los brazos.Aquéllos fueron unos años agradables,en verdad.

Luego vino la Segunda Guerra, aJosie la mataron y con la llegada de losalemanes terminó su trabajo. Ya nadiequería tatuajes en los brazos y entoncesya era demasiado viejo para emprenderotra clase de trabajo. En sudesesperación había vuelto a París conla vana esperanza de que las cosas leirían mejor en una ciudad grande, perono fue así.

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Ahora que la guerra habíaterminado, no tenía ni los medios ni laenergía para empezar de nuevo con supequeño negocio. No era fácil para unviejo saber lo que tenía que hacer,especialmente si no le gustaba mendigar.Sin embargo, ¿cómo podría subsistir deotro modo?

Bien, pensó, mirando el cuadro otravez, aquí está mi pequeño calmuco. ¡Quéfácilmente un pequeño objeto puederecordar tantas cosas dormidas en elinterior! Hasta hacía breves instanteshabía olvidado que tenía un tatuaje en suespalda. Hacía mucho tiempo que seacordaba de él. Acercó más la cara al

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escaparate y miró Ja exposición. Habíamuchos cuadros en las paredes y todosellos parecían ser obra del mismoartista. Había mucha gente paseando porallí. Se veía claramente que era unaexposición extraordinaria.

En un repentino impulso Drioli sedecidió, empujó la puerta de la galería yentró.

Era un local alargado, con el suciocubierto por una alfombra de color rojooscuro y, ¡Dios mío!, ¡qué bien y quécaliente se estaba allí! Había bastantegente mirando los cuadros, gente digna yrespetable, casi todos ellos llevando ensu mano el catálogo. Drioli se quedó al

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lado de la puerta, mirando connerviosismo a su alrededor, dudando enseguir adelante y mezclarse con aquellagente. Pero antes de que se decidiera,oyó una voz a su lado que decía:

—¿Qué desea usted?El que le hablaba llevaba un abrigo

negro azabache. Era grueso y pequeño ytenía la cara muy blanca. Sus mejillastenían tanta carne que le caía por amboslados cié la boca como un perro deaguas. Se acercó más a Drioli y le elijo:

—¿Qué desea usted?Drioli no se movió.—Por favor —insistió el hombre—,

saiga de esta exposición.

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—¿No puedo mirar los cuadros?—Le he pedido que se marche.Drioli no se movió. De repente se

sintió terriblemente ultrajado.—No quiero escándalos —dijo el

hombre—, venga por aquí.Puso su gruesa mano en el hombro

de Drioli y empezó a empujarle hacia lapuerta. Aquello le decidió.

—¡Quíteme las manos de encima! —gritó.

Su voz se oyó claramente en la salay todos los rostros se volvieron para vera la persona que había armado talescándalo. Uno de los empleados serecobró prestamente para ayudar en caso

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necesario y entre los dos hombresllevaron a Drioli hasta la puerta. Lagente no se movía observando losacontecimientos. Sus caras parecíandecir: «No hay ningún peligro, ya se hanhecho cargo de él.»

—¡Yo también! —gritaba Drioli—.¡Yo también tengo un cuadro suyo! ¡Erami amigo y yo tengo un cuadro de él queme regaló!

—¡Está loco!—Un lunático, un lunático rabioso.—Alguien debería llamar a la

policía.Con un rápido movimiento del

cuerpo, Drioli se desasió de los dos

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hombres y corrió hacia el centro dellocal, gritando:

—¡Se lo enseñaré! ¡Se lo enseñaré!Se quitó el abrigo, la chaqueta y la

camisa y se volvió con la espaldadesnuda hacia la gente.

—¡Aquí! —gritó desesperadamente—. ¿Lo ven? ¡Aquí está!

De repente se callaron, presas de unvergonzoso asombro. Miraban el retratotatuado. Allí estaba con sus brillantescolores; aunque la espalda del viejo eramás estrecha ahora, los salientes de loshombros más pronunciados y el efecto,aunque no era espectacular, le daba a lapintura una curiosa textura arrugada y

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blanda.Alguien dijo:—¡Dios mío, es verdad!Entonces vino la excitación y el

sonido de voces, mientras la gentecercaba al pobre viejo.

—¡Es inconfundible!—Su primer estilo, ¿verdad?—¡Es fantástico!—¡Mire, está firmado!—Eche los hombros hacia adelante,

por favor, para que la pintura se pongatirante.

—Es viejo. ¿Cuándo lo pintó?—En 1913 —dijo Drioli, sin

volverse—, en otoño de 1913.

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—¿Quién enseñó a Soutine a tatuar?—Yo mismo.—¿Y la mujer?—Era mi esposa.El propietario de la sala se abrió

paso entre la gente hacia Drioli. Ahoraestaba tranquilo, muy serio, con unasonrisa en los labios.

—Señor —dijo—, yo se lo compro.Drioli observaba cómo se movían

las carnes de sus mejillas al mover lamandíbula.

—Digo que se lo compro, señor.—¿Cómo lo va a comprar? —

preguntó Drioli, suavemente.—Le doy doscientos mil francos por

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él. Los ojos del comerciante eranpequeños y oscuros y su mirada astuta.

—¡No lo consienta! —murmuróalguien de los espectadores—. ¡Valeveinte veces más que eso!

Drioli abrió la boca para hablar,pero no le salió ni un sonido, así que lacerró de nuevo. Luego habló lentamente:

—¿Pero cómo voy a venderlo?Su voz tenía toda la tristeza del

mundo.—¡Sí! —decían algunas voces—.

¿Cómo lo va a vender?, es parte de sucuerpo.

—Oiga —dijo el comercianteacercándosele más—. Le ayudaré, le

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haré rico. Juntos podremos llegar a unacuerdo sobre este cuadro. ¿Verdad?

Drioli le observó con aprensión ensus ojos.

—Pero ¿cómo lo va a comprar,señor? ¿Qué hará cuando lo hayacomprado? ¿Dónde lo guardará hoy?, ¿ymañana?

—Ah, ¿dónde lo guardaré? Sí,¿dónde lo guardaré?, ¿dónde? Veamos…

El comerciante se llevó ambasmanos a la frente.

—Parece ser que si me quedo con elcuadro, me quedo también con usted.Esto es una desventaja. En realidad elcuadro no tiene valor hasta que usted no

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muera. ¿Cuántos años tiene, amigo mío?—Sesenta y uno.—Pero no está muy fuerte, ¿verdad?El comerciante bajó la mano de la

frente y miró a Drioli de arriba abajo,como un granjero a un caballo viejo.

—Esto no me gusta nada —dijoDrioli, haciendo ademán de marcharse—; francamente, señor, no me gusta esto.

Echó a andar, pero sólo para caer enbrazos de un caballero de elevadaestatura que le tomó suavemente de loshombros. Drioli miró en derredordisculpándose. El desconocido le sonrióal tiempo que le daba unos golpecitos enel hombro desnudo con la mano

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embutida en un guante amarillo canario.—Escuche, buen hombre —dijo el

desconocido, todavía sonriente—. ¿Legusta nadar y tomar baños de sol? Driolile miró un poco asustado.

—¿Le gusta la comida escogida y elvino tinto de los grandes castillos deBurdeos?

El hombre todavía sonreía,enseñando una hilera de blancos ypulidos dientes. Hablaba suavemente,puesta todavía su mano enguantada en elhombro de Drioli.

—¿Le gustan esas cosas?—Pues…, sí —contestó Drioli,

bastante perplejo.

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—¿Y la compañía de mujeresbonitas?

—¿Por qué no?—¿Y un armario lleno de trajes y

camisas hechas a medida? Parece que noanda usted demasiado bien de trajes.

Drioli miraba al hombre, esperandoel resto de su proposición.

—¿Le han hecho alguna vez zapatosa medida?

—No.—¿Le gustaría?—Pues…—¿Y que alguien le afeitase por las

mañanas y le arreglase el pelo?Drioli empezó a bostezar.

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—¿Y una atractiva manicura?Alguien trataba de contener la risa.

—¿Y la campanilla junto a la camapara llamar a la doncella y que le traigael desayuno? ¿Le gustaría todo eso,amigo mío? ¿No le apetece?

Drioli le miró atentamente.—Soy el propietario del Hotel

Bristol, de Cannes. Le invito a quevenga y sea mi invitado el resto de susdías con todo el lujo y confort.

Hizo una pausa para que Driolituviera tiempo de saborear eseprograma.

—Su único trabajo, que se puedellamar placer, consistirá en que pase su

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tiempo en la playa entre mis invitados,tomando el sol, nadando, bebiendocócteles. ¿Qué le parece? ¿Le gusta laidea, señor? ¿No lo comprende? Asítodos mis invitados podrán admirar estefascinante retrato de Soutine. Seconvertirá usted en un hombre famoso yla gente dirá: «Mira, ése es el que llevaun cuadro de diez millones de francos enla espalda.» ¿Le gusta esta idea, señor?¿Le gusta?

Drioli miró al hombre, dudandotodavía, por si acaso era una broma.

—Es cómico, pero, realmente,¿habla en serio?

—Claro que sí.

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—Oiga —interrumpió el marchante—, aquí está la respuesta a nuestroproblema. Yo compro su cuadro tatuadoy hago que un buen cirujano le quite lapiel de la espalda y entonces ustedpodrá disfrutar de la gran suma dedinero que yo le daré.

—¿Sin la piel en la espalda?—¡Oh, no! No me ha comprendido.

Este cirujano le pondrá otra piel enlugar de la del cuadro, eso es fácil.

—¿Se puede hacer?—Sí. No pasa nada.—¡Imposible! —dijo el caballero de

los guantes amarillo canario—, esdemasiado viejo para esa operación, le

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mataría.—¿Me mataría?—Naturalmente, usted no

sobreviviría y sólo la pintura sesalvaría.

—¡En el nombre de Dios! —gritóDrioli, mirando espantado a la gente quele observaba.

En el silencio que siguió, otra voz dehombre se dejó oír entre el grupo:

—Quizá si alguien le ofreciera aeste hombre mucho dinero consentiría enque le mataran. ¿Quién sabe?

Algunos soltaron una risita. Elmarchante golpeó la alfombra con lospies, incómodo.

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La mano con el guante amarillocanario empezó a golpear de nuevo aDrioli en el hombro.

—Bueno —le dijo el caballero conuna amplia sonrisa—. Usted y yo iremosa comer juntos y hablaremos mientrascomemos. ¿Qué tal? ¿Tiene ustedapetito?

Drioli le observó temblando. No legustaban los modos de aquel hombre quese inclinaba hacia él al hablarle, comouna serpiente.

—Pato asado y Chambertin —fueenumerando el hombre—. Y quizá unsoufflé de castañas, ligero y espumoso.

Puso un acento extraño en sus

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palabras, como aplastándolas con lalengua.

—¿Cómo le gusta el pato? —continuó el caballero—. ¿Le gusta muyasado y crujiente por fuera, o bien…?

—Iré —dijo repentinamente Drioli.Ya había recogido su camisa y se la

estaba poniendo por la cabeza.—Espéreme, señor, voy con usted.En un momento había desaparecido

de la exposición con su nuevo patrón.Al cabo de pocas semanas, un

cuadro de Soutine, un busto de mujer,pintado de una extraña forma, bienenmarcado y barnizado, se puso a laventa en Buenos Aires. Esto, unido al

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hecho de que en Carmes no existe ningúnhotel llamado Bristol, hace pensar unpoco y nos hace desear ardientementeque en cualquier lugar en que seencuentre ese pobre viejo, tenga en estosmomentos una bonita manicura que learregle las uñas y una doncella que letraiga el desayuno a la cama, todas lasmañanas.

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8. LADY TURTON

CUANDO, ocho años atrás, murió elviejo sir William Turton y su hijo Basilheredó el periódico The Turton Press(además del título), recuerdo queempezaron a hacerse apuestas en FleetStreet sobre cuánto tiempo pasaría antesde que una joven persuadiera al pobreindividuo de que ella debía cuidarse deél. Es decir, de él y de su dinero.

El nuevo sir Basil Turton tenía unoscuarenta años y era soltero. Hombreafable y de carácter sencillo; hastaentonces no había demostrado interés

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por nada que no fueran sus coleccionesde pinturas modernas y esculturas.Ninguna mujer le había trastornado,ningún escándalo ni habladuría habíanmancillado jamás su nombre. Pero ahoraque se había convertido en elpropietario de un importante periódico yuna gran revista, era preciso que dejarala calma y tranquilidad de la casa decampo de su padre y se estableciera enLondres.

Naturalmente, los buitres empezarona acecharle y estoy seguro de que nosólo Fleet Street sino la ciudad enteraempezó a movilizarse en torno a él. Fueun movimiento lento, deliberado y

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mortal, y por lo tanto no parecían tantounos buitres como un puñado decangrejos tratando de alcanzar un trozode comida bajo el agua.

Pero, para sorpresa de todos, elhombre demostró ser notablementeevasivo y la lucha continuó hasta laprimavera y el principio del verano deaquel año. Yo no conocía a sir Basilpersonalmente, ni tenía ninguna razónpara sentir simpatía hacia él, pero nopodía evitar el ponerme repentinamentede parte de los de mi sexo y me alegrabacada vez que lograba salir de algunatrampa.

Luego, hacia el principio de agosto,

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y aparentemente en respuesta a unasecreta señal femenina, las chicasdeclararon entre sí una suerte de treguamientras se iban al extranjero ydescansaban, con el fin de reagruparse yhacer nuevos planes para el siguienteinvierno. Esto fue un error, porque enaquel preciso momento apareció unabrillante criatura llamada Natalia o algoasí, de quien nadie había oído hablaranteriormente, que llegó del continenteeuropeo, tomó a sir Basil firmementepor la muñeca y lo llevo como untorbellino al Registro Civil de CaxtonHall y se casó con él antes de que nadie,y menos el novio, se diera cuenta de lo

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que había pasado.Ya podrán imaginarse que las

señoras de Londres estaban indignadasy, naturalmente, se dedicaron a levantaruna gran cantidad de cotillees alrededorde lady Turton: la asquerosa cazadora,la llamaban. Pero no hay necesidad dedetenerse en ello. En realidad, para elpropósito de mi historia podemossaltarnos los seis años siguientes, locual nos trae al presente; exactamentehoy hace una semana, cuando tuve elhonor de conocer a Su Señoría porprimera vez. Entonces, como ya podránsuponer, no sólo dirigía The TurtonPress sino que, como resultado de ello,

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se había convertido en una fuerzapolítica muy importante en el país. Yaentiendo que otras mujeres hayan sidocapaces de hacer lo mismo, pero loexcepcional de este caso era el hecho deque ella fuera extranjera y el que nadiepareciese saber con precisión de quépaís procedía: Yugoslavia, Bulgaria oRusia.

El jueves pasado fui a una cena encasa de un amigo de Londres y mientrascharlábamos en el salón antes de lacena, bebiendo martinis y hablandosobre la bomba atómica y sobre el señorBevan, la doncella abrió la puerta paraanunciar al último invitado.

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—Lady Turton.Nadie dejó de hablar, hubiera sido

de mala educación, ni se volvieron lascabezas. Solamente nuestras miradas sedirigieron a la puerta, esperando suentrada.

Ella entró aprisa, alta y esbelta, conun traje rojo escarlata que brillabaadmirablemente; jovial, tendiendo lamano a su anfitriona. Francamente, deboconfesar que era una belleza.

—¡Buenas noches, Milfred!—¡Mi querida lady Turton, me

alegro de que haya venido! Creo queentonces fue cuando dejamos de hablar.Nos volvimos para mirarla, esperando

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pacientemente ser presentados, como sifuera una reina o una famosa estrella decine. Sólo que esta vez era más guapaque cualquiera de ellas. Su pelo eranegro y, en contraste, tenía uno de esosrostros pálidos, ovalados e inocentes delas flamencas del siglo XV, casi comouna Madonna de Memling o Van Eyck;por lo menos ésta fue mi primeraimpresión. Más tarde, cuando llegó elmomento de estrecharnos las manos, medi cuenta de que, excepto en el perfil yel color, estaba muy lejos de parecerse auna madonna, muy lejos de eso.

Las aletas de la nariz, por ejemplo,eran muy raras, bastante abiertas,

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relucientes y excesivamente arqueadas.Esto le daba a la nariz un terribleaspecto, que tenía cierto parecido a lade un potro salvaje.

Y los ojos, al mirarlos de cerca, noeran grandes y redondos, como los quelos pintores atribuían a las madonnas,sino alargados y medio cerrados; casisonrientes, medio adustos y bastantevulgares; así que de una manera o deotra le daban un aire delicadamentedisipado, es más, no mirabadirectamente. Su mirada se acercaba auno lentamente y como de costado, de talforma que ponía nervioso. Intenté ver sucolor, creo que era gris pálido, pero no

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estoy seguro.Después fue llevada a la otra parte

de la habitación para ser presentada aotras personas. Yo me quedé mirándola.Ella se sentía consciente del éxito y delmodo en que aquellos londinenseshablaban de ella.

«Aquí estoy yo —parecía decir—,hace pocos años que llegué a este país,pero ya soy más rica y poderosa quecualquiera de vosotros.»

Caminaba triunfalmente.Pocos minutos más tarde pasamos a

cenar y, con gran sorpresa, me encontrésentado a la derecha de Su Señoría.Supongo que nuestra anfitriona había

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hecho esto como una deferencia haciamí, pensando que me proporcionaríatema para la columna social que escribocada día en el periódico de la tarde. Mesenté, dispuesto a participar en unacomida interesante, pero la famosa ladyno reparó siquiera en mi presencia;estuvo todo el tiempo hablando con elhombre de su izquierda, su anfitrión,hasta que al fin, cuando estaba acabandode tomar el helado, se volviórepentinamente, cogió mi tarjeta y leyómi nombre. Luego, con aquella curiosamirada suya, como de través, me miró ala cara. Yo le sonreí y le hice unpequeño saludo. Ella no me sonrió, pero

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empezó a dispararme preguntas, bastantepersonales: trabajo, edad, familia, cosasasí, mientras yo contestaba lo mejor quepodía.

Durante esta inquisición se enteró,entre otras cosas, de que yo era unamante de la pintura y la escultura.

—Puede venir alguna vez a nuestracasa de campo y verá la colección de miesposo.

Lo dijo casualmente, como unasimple norma de educación; pero debencomprender que en mi trabajo no puedopermitirme el lujo de perder unaoportunidad como ésta.

—¡Qué amable, lady Turton! Me

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encantaría. ¿Cuándo puedo ir?Levantó la cabeza y dudó unos

instantes. Luego se encogió de hombrosy dijo:

—No importa, cualquier día.—¿Qué tal el próximo fin de

semana? ¿Le parece bien? Sus ojossemicerrados descansaron un momentoen los míos y luego se separaron.

—Supongo que sí, si lo desea, no meimporta.

Así fue como el sábado siguiente porla tarde me encontré conduciendo micoche por la carretera de Wooton, conmi maleta en el coche. Ustedesseguramente pensarán que forcé un tanto

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mi invitación, pero de otra forma no lahubiera conseguido.

Aparte del aspecto profesional,personalmente me apetecía ver la casa.Como ya saben, Wooton es una de lascasas más importantes del primitivoRenacimiento inglés. Al igual que sushermanas, Longleat, Wodlaton yMontacute, fue construida en la últimamitad del siglo XVI, cuando por primeravez la casa de un señor importante pudoser decorada como mansión confortable,no como un castillo, y cuando un grupode arquitectos, como John Thorpe y losSmithson, empezaron a construir casasmaravillosas por todo el país. Está al

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sur de Oxford, cerca de una pequeñaciudad llamada Princes Risborought, nomuy lejos de Londres.

Al entrar por las puertas enrejadas,el cielo se cubría en lo alto y la tardeinvernal empezaba a caer.

Conduje lentamente por el largosendero, intentando captar losalrededores tanto como fuera posible,sobre todo el famoso jardín, del cualhabía oído hablar tanto. Debo confesarque era una vista impresionante. Portodas partes había masas de tejos,cortados en diferentes formas, muycómicas todas ellas: gallinas, palomas,botellas, botas, sillones, castillos,

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hueveras, linternas, viejas conmeticulosas enaguas, grandes columnas,algunas coronadas por una pelota, otraspor tejas y hongos. En la crecienteoscuridad, el verde se había convertidoen negro, de tal forma que cada figura,cada árbol, tomaba una forma escultural,oscura y suave. En un momento dado viuna pradera en forma de tablero deajedrez gigante, en el que cada ficha eraun tejo maravillosamente recortado.Detuve el coche para dar un paseo ycada figura era dos veces más alta queyo. Comprobé que el juego —rey, reina,peón, alfil, caballo y torre— estabacompleto y listo para iniciar la partida.

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En la curva siguiente, vi la gran casagris; frente a ella un espacioso porcherodeado de una balaustrada conpequeños pabellones en sus esquinas.Sobre los pilares de la balaustradahabía obeliscos de piedra; la influenciaitaliana en la mente Tudor; y un tramo deescalones de metro y medio de ancho,que llevaban a la casa.

Al entrar en la explanada, vi consúbito desagrado que en el centro delsurtidor había una gran estatua deEpstein. Era preciosa, desde luego, perono estaba en consonancia con losalrededores. Al subir la escalera de lapuerta central, volví la vista y vi que en

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todas las pequeñas praderas y terracitashabía estatuas modernas y curiosasesculturas de todas clases. En ladistancia creí reconocer el estilo deGaudier Breska, Brancusi, Saint-Gaudens, Henry Moore, y Epstein denuevo.

La puerta me fue franqueada por unjoven criado que me condujo a mihabitación, situada en el primer piso.

—Su Señoría —explicó— estádescansando, así como los otrosinvitados; pero bajarán al salón dentrode una hora, vestidos para la cena.

En mi oficio es preciso ir muchosfines de semana a grandes casas. Yo

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paso alrededor de cincuenta sábados ydomingos al año en casa de otraspersonas, y en consecuencia soy muysensible a las atmósferas pocoagradables. Puedo decir si sonagradables o no en el momento en queentro por la puerta, y ésta era de las queno me gustaban. El lugar señalabatormenta, en el aire flotaba unaatmósfera de conflictos o algo parecido.Lo presentía incluso mientras gozaba deun delicioso baño. No pude evitar elempezar a desear que nada maloocurriera antes del lunes.

Lo primero, aunque fue más unasorpresa que una cosa desagradable,

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ocurrió diez minutos más tarde.Yo estaba sentado en la cama

poniéndome los calcetines cuando lapuerta se abrió y un hombrecillo entróen la habitación. Era el mayordomo,explicó, y su nombre era Jelks. Me dijoque esperaba que estuviera cómodo y sitenía todo lo que necesitaba.

Yo le respondí afirmativamente.Dijo que haría todo lo posible para

que tuviera un fin de semana agradable.Le di las gracias y esperé a que semarchara. Él dudó un momento y luego,con voz entrecortada, me pidió permisopara mencionar un asunto algo delicado.Yo le dije que hablara.

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Para ser franco, era acerca de laspropinas. El asunto de las propinas lehacía sentirse muy desgraciado.

¡Oh! ¿Y por qué era eso?Bueno, si realmente quería saberlo,

no le gustaba la idea de que susinvitados se creyeran en la obligaciónde darle propina al dejar la casa. Era unprocedimiento indigno para el que dabay para el que recibía. Además, él sedaba cuenta de la angustia que a vecesse creaba en las mentes de los invitadoscomo yo —y que perdonase la libertad— que podrían verse obligados porculpa de los convencionalismos a darmás de lo que ellos podían gastar.

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Hizo una pausa. Sus cautelosos ojosme observaban. Yo le murmuré que notenía por qué preocuparse en lo que a míse refería.

Por el contrario, dijo, esperabasinceramente que no le daría ningunapropina al terminar el fin de semana.

—Bueno —dije yo—, no discutamosacerca de ello: cuando llegue elmomento ya veremos lo que hacemos.

—¡Por favor, señor, insisto!Acordamos lo que él quería.Me dio las gracias y se aproximó un

par de pasos hacia mí. Luego inclinó lacabeza hacia un lado, cruzó las manosdelante de él como un cura y encogió los

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hombros en gesto de disculpa. Sus ojospequeños y duros todavía me miraban.Yo esperé, con un calcetín puesto y elotro en las manos, tratando de adivinarlo que querría ahora.

Lo que quería pedir —dijo bajito,tan bajito ahora que su voz era como lamúsica de un concierto, oída desde lejos— era que en vez de propina le diera eltreinta y tres coma tres por ciento de misganancias en las cartas, en todo el fin desemana. Si perdía no tendría que pagarnada.

Lo dijo todo tan suave, tranquila yrápidamente, que ni tan siquiera mesorprendió.

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—¿Se juega mucho a las cartas,Jelks?

—Sí, señor, mucho.—¿No cree que el treinta y tres

coma tres es demasiado?—No lo creo, señor.—Le daré un diez por ciento.—No, señor, eso no.Examinaba las uñas de mi mano

izquierda y arqueaba las cejas.—Bien, entonces el quince. ¿De

acuerdo?—Treinta y tres coma tres, señor. Es

muy razonable. Después de todo, señor,yo no sé siquiera si es usted un buenjugador o sea que lo que estoy haciendo

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es, y no quiero ser personal, apostar porun caballo que nunca he visto correr.

Sin duda ustedes pensarán que nuncadebí empezar a regatear con elmayordomo y quizá tengan razón, perosoy una persona muy liberal y siempretrato de ser afable con la clase baja.Aparte de esto, cuanto más pensaba enello, más me convencía a mí mismo deque era una oferta que ningún deportistapodía rehusar.

—De acuerdo, Jelks, como quiera.—Gracias, señor.Se dirigió hacia la puerta andando

despacio, pero cuando tenía la manopuesta en el pomo se volvió:

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—¿Le puedo dar un consejo, señor?—¿Qué es?—Simplemente decirle que Su

Señoría tiende a pujar muy alto.Bueno, esto era demasiado. Estaba

tan asustado que dejé caer el calcetín.Después de todo, una cosa es tener unpequeño arreglo deportivo con elmayordomo acerca de las propinas; perocuando trata de conchabarse contigopara sacarle dinero a la anfitriona hallegado el momento de pararle los pies.

—Bueno, Jelks, ya está bien.—No se ofenda, señor, lo que quiero

decir es que puede jugar contra SuSeñoría. Ella siempre juega con el

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comandante Haddock.—¿Con el comandante Haddock?

¿Jack Haddock?—Sí, señor.Observé un tono de burla en los

labios de Jelks al hablar de ese hombre,y todavía era peor con lady Turton. Cadavez que decía «Su Señoría» los labiosse le curvaban como si estuvierachupando un limón, y había una inflexiónen su voz sutilmente jocosa.

—Ahora me debe perdonar, señor.Su Señoría bajará a las siete en punto,así como el comandante Haddock y losotros.

Salió silenciosamente igual que

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había entrado, dejando una sensación degran tranquilidad en el cuarto.

Un poco después de las siete, bajé alsalón principal. Lady Turton se levantó asaludarme tan bella como siempre.

—No estaba muy segura de queviniera —dijo con voz curiosamentesaltarina—. ¿Cuál es su nombre, porfavor?

—Me temo que le tomé la palabra,lady Turton; espero que no la hayaretirado.

—No, claro que no —dijo—. Haycuarenta y siete dormitorios en la casa.Éste es mi marido.

Un hombre pequeño salió por detrás

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de ella y dijo:—Me alegro de que haya podido

venir. Tenía una sonrisa agradable y aldarme la mano sentí el roce de laamistad en los dedos.

—Y ésta es Carmen La Rosa —continuó Lady Turton.

Era una mujer que parecía como situviera algo que ver con los caballos. Seinclinó hacia mí y, aunque mi manoestaba a medio camino para estrechar lasuya, ella no me la tendió, forzándome ahacer un falso movimiento con esa manoen dirección a la nariz.

—¿Está resfriado? Lo siento.No me gustó miss Carmen La Rosa.

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—Y éste es Jack Haddock.Yo conocía a ese hombre

ligeramente. Era director de compañías(a saber qué significará eso) y unmiembro muy conocido en sociedad. Sunombre había salido varias veces en miscolumnas, pero nunca me había gustadoy ello era debido principalmente a quedetesto a la gente que lleva los títulosmilitares en su vida privada,especialmente comandantes y coroneles.Con el traje de etiqueta y su cara muy dehombre, sus cejas negras y dientesgrandes y blancos, parecía tan guapo queresultaba casi indecente. Tenía unamanera muy estudiada de levantar el

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labio superior cuando sonreíaenseñando los dientes. Me tendió lamano.

—Espero que diga cosas buenas denosotros en su columna.

—Lo tendrá que hacer —dijo ladyTurton—, porque si no yo diré cosasfeas de él, en mi primera página.

Yo me reí, pero lady Turton, elcomandante Haddock y Carmen La Rosase volvieron de espaldas y se sentaronde nuevo en el sofá. Jelks me dio unabebida y sir Basil me llevó a la otraparte de la habitación para conversar unrato con él.

A cada momento lady Turton

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llamaba a su esposo para pedirle algo:otro martini, un cigarrillo, un cenicero,un pañuelo, y cuando él se iba a levantarde la silla se le anticipaba Jelks, solícitoy atento a todos los detalles.

Era evidente que Jelks adoraba a sudueño y era fácil de ver que odiaba a suesposa. Cada vez que él hacía algo porella, el mayordomo se erguía y en surostro asomaba un gesto de desprecio.

En la cena, la anfitriona sentó a susdos amigos a su lado. Este arreglo nosdejaba a sir Basil y a mí en la otra partede la mesa, donde pudimos continuarnuestra agradable conversación acercade pintura y escultura.

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Naturalmente, ahora veía claro queel comandante estaba enamorado de SuSeñoría, y también, aunque odio tenerque decirlo, La Rosa quería cazar elmismo pájaro.

Todas estas locuras parecían deleitara la anfitriona, pero no al marido. Medaba cuenta de que él estaba pendientede ellos todo el tiempo, mientrashablábamos; a menudo su mente sealejaba de la conversación y se cortabaa la mitad de una frase, mientras susojos se dirigían a la otra parte de lamesa, deteniéndose patéticamente enaquella adorable cabeza de pelo negro ylas pestañas curiosamente aleteantes.

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Parecía haberse dado cuenta de cómocoqueteaba ella, cómo dejaba su manodescuidada en el brazo del comandantemientras hablaban y cómo la otra mujer,la que debía tener algo que ver con loscaballos, decía a cada momento:

—¡Natalia! ¡Oye, Natalia,escúchame!

—Mañana me tiene que enseñar lasesculturas que hay en el jardín —propuse yo.

—Naturalmente —dijo él—, lo harécon mucho gusto.

Miró otra vez a su esposa, sus ojostenían una mirada suplicante y triste. Eraun hombre tan bueno y tan pasivo, que

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aun en esos momentos no había rastro deira en él, ni veía peligro de unaexplosión.

Después de cenar fuimos a jugar alas cartas. Yo tenía por compañera amiss Carmen La Rosa contra elcomandante Haddock y lady Turton. SirBasil se sentó silenciosamente en el sofácon un libro en las manos.

No hubo nada digno de mención enel juego: fue rutinario y monótono, perosobre todo Jelks se puso muy pesado. Sepasó toda la noche deambulando porallí, vaciándonos ceniceros, trayéndonosbebidas y mirando nuestras cartas. Senotaba que era corto de vista y dudo que

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pudiera ver nuestros juegos porque, porsi no lo saben, les diré que aquí enInglaterra nunca se ha permitido a losmayordomos llevar gafas ni, ya puestosa prohibir, bigote. Es una reglainalterable y muy acertada también,aunque no estoy muy seguro del porquéde esta prohibición. Supongo que elbigote les haría parecer unos caballerosy las gafas resultaban cosa deamericanos, en cuyo caso me gustaríasaber qué pasa con nosotros. De todasformas, Jelks estuvo muy pesado toda lanoche y también lady Turton, a la cualllamaban constantemente por asuntos dela prensa.

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A las once en punto levantó los ojosde sus cartas y dijo:

—Basil, ya es hora de que te vayas ala cama.

—Sí, querida, ya voy.Cerró el libro y estuvo un momento

mirando el juego.—¿Cómo va eso? —preguntó.Nadie se dignó contestarle, así que

yo le dije:—Muy bien, es una bonita partida.—Me alegro. Jelks les cuidará y les

dará lo que deseen.—Jelks también puede irse a la

cama —dijo ella.A mi lado oía respirar por la nariz al

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comandante Haddock y el sonido de lascartas al caer, una por una, en la mesa, ylos pasos de Jelks sobre la alfombra.

—¿No quiere que me quede, señora?—No. Váyase a la cama, y tú

también, Basil.—Sí, querida, buenas noches.

Buenas noches a todos. Jelks le abrió lapuerta y salió lentamente, seguido de sumayordomo.

Tan pronto terminó la siguientejugada, dije que yo también quería irmea la cama.

—Muy bien —dijo lady Turton—,buenas noches. Fui a mi habitación,cerré la puerta con pestillo, tomé mi

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píldora y me acosté.A la mañana siguiente, domingo, me

levanté y vestí hacia las diez y luegobajé a desayunar. Sir Basil estaba allífrente a mí. Jelks le servía riñonesasados, con jamón y tomate frito. Sealegró de verme y me sugirió que encuanto hubiera terminado de desayunar,daríamos un largo paseo por losalrededores. Yo mostré mi agrado poresta sugerencia.

Media hora más tarde salimos. Mesentí muy reconfortado de alejarme deaquella casa y salir al aire libre. Era unode esos días buenos que aparecen aveces a mitad del invierno, después de

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una noche de lluvia copiosa, con un solresplandeciente y ni un soplo de viento.Los árboles desnudos estaban muybellos a la luz del sol. Todavía caíangotas de las ramas y todo en derredor.Las manchas de humedad titilaban conresplandores de diamantes. El cieloestaba tachonado de nubéculas.

—¡Qué día tan maravilloso!—Sí, es fantástico.Ya no volvimos a hablar durante el

paseo; no era necesario; pero me llevópor todas partes y lo vi todo: el ajedrezgigante y el resto de aquellas maravillas.Las casitas del jardín, los estanques, lasfuentes, los laberintos de los niños, los

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bosquecillos, las viñas y los árbolesnectarianos; y naturalmente, lasesculturas. La mayoría de los escultoreseuropeos contemporáneos estaban allí,en bronce, granito, piedra caliza ymadera; y aunque era muy bonito verloserguirse al sol, a mí me parecía queestaban fuera de lugar en una mansióntan clásica.

—¿Descansamos aquí un poquito?—dijo sir Basil, después de haberandado más de una hora.

Nos sentamos en un banco, junto alestanque de lirios de agua, lleno decarpas. Encendimos sendos cigarrillos.Estábamos algo separados de la casa, en

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un montículo que se levantaba sobre losalrededores, y desde allí veíamos losjardines que se extendían, debajo denosotros, como un dibujo de los viejoslibros de arquitectura jardinera; consetos, praderas, terrazas y fuentesformando un bonito y original dibujo decuadros y círculos.

—Mi padre compró esta casa antesde nacer yo —dijo sir Basil—, hevivido aquí toda mi vida y me laconozco palmo a palmo. Cada día megusta más.

—Debe de ser maravillosa enverano.

—Sí lo es. Debería venir a verla en

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mayo o junio. ¿Me promete que vendrá?—Sí, claro —dije yo—. Me

encantaría venir.Mientras hablaba estaba observando

la figura de una mujer vestida de rojo,moviéndose por entre las flores en ladistancia. La veía por encima de unagran extensión de césped, con supeculiar modo de andar. Al llegar a lapradera torció hacia la izquierda, pasópor debajo de unos tejos y llegó a unapradera más pequeña que era circular ytenía en su centro una escultura.

—El jardín es más moderno que lacasa —dijo sir Basil—; fue plantado enel siglo XVIII por un francés llamado

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Beaumont, el mismo que hizo Levens, enWestmoreland. Tuvo doscientoscincuenta hombres trabajando aquí,durante un año seguido.

La mujer del vestido rojo se habíareunido ahora con un hombre. Estabancara a cara, a un metro de distancia,justo en el centro del jardín de aquellapequeña pradera, aparentementeconversando. El hombre tenía un objetonegro en su mano.

—Si le interesa, le enseñaré lascuentas que Beaumont le presentaba alviejo duque, mientras estaban haciendolas obras.

—Me gustaría mucho verlas. Deben

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de ser interesantes.—Pagaba a sus trabajadores cada

día y trabajaban diez horas.En la claridad del día, no era difícil

seguir los movimientos y gestos de lasfiguras de la pradera. Ahora se habíanvuelto hacia la escultura y la señalabancomo burlándose de ella, probablementeriéndose de su forma. Vi que se tratabade una escultura de Henry Moore hechade madera, un fino objeto de singularbelleza que tenía dos o tres orificios yun número de extraños miembrossalientes.

—Cuando Beaumont plantó los tejospara el ajedrez gigante y todas las otras

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cosas, sabía que no lucirían hasta dentrode cien años. Nosotros no tenemos esapaciencia para plantar ahora, ¿verdad?

—No, ciertamente que no.El objeto que el hombre tenía en la

mano resultó ser una cámara fotográficay ahora se había retirado dos pasos yestaba tomando fotografías a la mujer, allado del Henry Moore. Ella ibaadoptando diferentes poses, en todasellas, por lo que yo distinguía,pretendiendo ser graciosa. Una vez pusosus brazos alrededor de uno de losmiembros salientes y se abrazó a él, otravez se subió y se sentó a caballo sobreél, llevando unas riendas imaginarias en

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sus manos. Los tejos ocultaban a las dospersonas de la casa y del resto deljardín, excepto en la pequeña colinadonde nosotros estábamos sentados.Ellos estaban seguros de que nadie losveía y, aunque hubiesen mirado hacianosotros, estando de cara al sol dudoque vieran a dos figuras sentadas en elestanque.

—Me gustan esos tejos —habló sirBasil—: su color hace muy bonito en unjardín, porque los ojos puedendescansar en ellos, y en verano rompenla monotonía de la brillantez, con susfrutos colorados y sus pequeñasfloréenlas. ¿Se ha fijado en los

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diferentes tonos de verde que hay en losárboles?

—Es realmente muy bonito.El hombre parecía estar explicando

algo a la mujer, apuntando con el dedo aHenry Moore. Me daba cuenta, por laforma de mover las cabezas, que estabanriendo otra vez. El hombre continúenseñalando con el dedo. Entonces lamujer se fue por detrás de la esculturade madera, se inclinó y metió la cabezaen uno de los agujeros. El conjunto teníael tamaño, yo diría, de un caballo joven,y desde aquí se podían ver las dospartes, a la izquierda el cuerpo de lamujer y a la derecha su cabeza saliendo

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del agujero. Era como uno de esosjuegos de playa en los que se pone lacabeza en el agujero de un panel paraser fotografiado como una señora gorda.En aquellos momentos el hombre leestaba haciendo una foto.

—Hay otra cosa sobre los tejos —continuó sir Basil—. Al principio delverano, cuando brotan los capullos…Dejó de hablar repentinamente. Sucuerpo se irguió.

—Sí —dije yo—. ¿Cuando loscapullos brotan…?

El hombre ya había tomado la foto,pero la mujer todavía tenía la cabeza enlos agujeros. Le vi poner las manos y la

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máquina en la espalda y avanzar haciaella. Se inclinó hasta tocar su rostro y ledio, supongo, algunos besos o algoparecido. En el silencio que siguióimaginé oír una risa femenina dondeellos estaban.

—¿Volvemos a casa? —pregunté.—¿A casa?—Sí. ¿Volvemos a tomar algo antes

de comer? —¿Una bebida? Sí,tomaremos algo.

Pero no se movió. Se sentó muyquieto, lejos de mí, mirando a las dosfiguras con intensidad. Yo también lasmiraba, no podía separar los ojos, teníaque mirarlas. Era como ver un ballet en

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miniatura. Conocía a los artistas y lamúsica, pero no el final de la historia, nila coreografía, ni lo que iba a pasar.Estaba fascinado y no podía hacer otracosa.

—Gaudier Breska —dije yo—.¿Dónde cree usted que hubiera llegadosi no hubiera muerto tan joven?

—¿Quién?—Gaudier Breska.—Sí —habló distraídamente—,

desde luego…Ahora notaba que algo raro estaba

pasando. La mujer tenía todavía lacabeza en el agujero, pero estabaempezando a remover su cuerpo de un

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lado a otro de una formaextremadamente peculiar. El hombre, aun paso de ella, la miraba sin hacerningún movimiento. Por unos momentosse quedó quieto; luego puso la máquinaen el suelo y se dirigió a la mujer,tomando la cabeza entre sus manos; derepente se convirtieron de figuras deballet en marionetas; pequeñas figuritasde madera haciendo movimientosbruscos e irreales en un lejanoescenario.

Permanecimos sentados sin deciruna sola palabra. Observábamos cómola delgada marioneta masculinamanipulaba la cabeza de la mujer. Lo

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hacía suavemente, de esto no había dudaalguna, suave y lentamente, dando unpaso atrás de vez en cuando para pensarun modo mejor de sacarle la cabeza deallí, o bien moviéndose hacia un ladopara ver desde otro ángulo la posiciónde ésta. En cuanto la dejaba sola, lamujer volvía a retorcerse de la mismamanera que se mueve un perro cuando sele pone la cadena por vez primera.

—No puede salir —dijo sir Basil.El hombre se dirigió a la otra parte

de la escultura donde estaba el cuerpode la mujer, levantó las manos y empezóa manipular con el cuello. De repente,desesperado, le dio dos o tres estirones

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por el cuello. Esta vez el sonido de lavoz de ella se dejó oír con ira y dolor, yllegó hasta nosotros nítidamente a travésde la luz del día.

Por el rabillo del ojo vi a sir Basilmover la cabeza repetidas veces.

—Una vez metí la mano en un jarrónde dulces y no la pude sacar —dijo.

El hombre había retrocedido unosmetros. Tenía la manos en las caderas yla cabeza levantada. Se le notaba furiosoy desesperado al mismo tiempo. Lamujer, en su poco confortable posición,parecía hablarle, o más bien gritarle yaunque no podía moverse mucho, laspiernas las tenía libres y las movía

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continuamente.—Rompí el jarrón con un martillo y

le dije a mi madre que se me habíacaído del estante sin darme cuenta.

Ahora parecía más calmado, aunquesu voz tenía un curioso tono.

—Creo que deberíamos ir, por siacaso podemos ayudarles en algo.

—Creo que sí.Pero no se movió. Sacó un cigarrillo

y lo encendió, poniendo luego el fósforogastado en la caja de nuevo. Noslevantamos y bajamos lentamente lacuesta de la pequeña colina.

—¡Oh, perdone! ¿Quiere uno?—Sí, gracias.

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Hizo una pequeña ceremonia paradarme el cigarrillo y encendérmelo élmismo, poniendo otra vez el fósforogastado dentro de la caja.

Nuestra llegada fue una sorpresapara ellos.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó sirBasil. Hablaba suavemente, con unapeligrosa suavidad que estoy seguro suesposa no había oído nuncaanteriormente.

—Ha metido la cabeza en el agujeroy ahora no puede sacarla de ahí —dijoel comandante Haddock—. Fue parasacarle una foto.

—¿Para qué una foto?

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—¡Basil! —gritó lady Turton—. ¡Nodigas tonterías y haz algo! No se podíamover mucho, pero podía hablar.

—Es evidente que tendremos queromper este pedazo de madera —dijo elcomandante.

En su bigote gris había un tinte rojo,y esto, con un poco más de color en susmejillas, le hacía extremadamenteridículo.

—¿Romper el Henry Moore?—Mi querido amigo, no hay otra

forma de liberar a la señora. Dios sabecómo se las ha compuesto para meterse,pero lo cierto es que ahora no puedesacar la cabeza. Las orejas lo impiden.

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—¡Oh, Dios mío! —exclamó sirBasil—. ¡Qué pena! ¡Mi precioso HenryMoore!

En aquel momento lady Turtonempezó a hablarle a su marido de unaforma muy desagradable, que no se sabehasta cuándo hubiera durado si nohubiera salido Jelks repentinamente delas sombras. Apareció silenciosamentepor la pradera y se colocó a ciertadistancia de sir Basil como esperandoinstrucciones. Su traje negro resultabaridículo en la soleada mañana. Todo enél resultaba anticuado, como si fuera unanimalito que hubiera vivido toda suvida en un agujero bajo tierra.

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—¿Puedo hacer algo, sir Basil?Mantuvo su voz normal, pero su cara

reflejaba destellos misteriosos al ver elestado de lady Turton.

—Sí, Jelks. Vuelve y tráeme unasierra o algo para que pueda cortar lamadera.

—¿Llamo a alguno de los hombres,sir Basil? William es un buencarpintero.

—No, lo haré yo mismo, date prisa.Mientras esperaban a Jelks, yo me

separé de allí porque no quería oír lascosas que lady Turton decía a su marido.Volví en el momento en que regresaba elmayordorno, seguido de la otra mujer,

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Carmen La Rosa, quien se acercórápidamente a la anfitriona.

—¡Natalia! ¡Mi querida Natalia!¿Qué te han hecho?

—¡Oh, cállate! —contestó la otra—.¡Quítate de enmedio!

Sir Basil se colocó muy cerca de lacabeza de su mujer, esperando a Jelks.Éste avanzaba despacio, llevando unasierra en la mano y un hacha en la otra yse paró delante de él. Le enseñó ambasherramientas para que escogiera y huboun momento, sólo un segundo o dos, desilencio y de espera. Por casualidadmiré a Jelks en ese momento. Vi que lamano que llevaba el hacha sobresalía

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dos centímetros más en dirección a sirBasil. Fue un movimiento tanimperceptible que nadie se dio cuenta.Adelantó la mano, lenta y secretamente,con una oferta acompañada quizá de unpequeñísimo enarcamiento de cejas.

No estoy seguro de que sir Basil loviera, pero dudó unos instantes y, denuevo, la mano que llevaba el hacha seextendió hacia adelante. Eraexactamente igual que ese truco de lascartas, en que un hombre te dice «cogela que quieras» y siempre se coge la queél quiere.

Sir Basil cogió el hacha. Le viacercarse a ella en actitud casi

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sonámbula y luego aceptarla de Jelks.Pero en el momento en que la asió entresus manos, pareció darse cuenta de loque se quería de él y volvió a la vida.

Para mí, después de aquello, fuecomo ese terrible instante en que se ve aun niño cruzando la calle en el momentoen que viene un coche y lo único que sepuede hacer es cerrar los ojos y esperara que el ruido nos diga lo que hasucedido. El momento de la espera seconvierte en un lúcido período detiempo lleno de lunares amarillos ynegros, que bailan en un campo oscuro yaunque se abran los ojos y se encuentrecon que nadie está herido, ni muerto, no

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existe ninguna diferencia, porque ennuestra imaginación sucedió así.

Yo vi este accidente, con todos susdetalles, y no abrí los ojos hasta que oíla voz de sir Basil llamando con ligerainsistencia al mayordomo.

—Jelks —llamó.Al mirar le vi, tranquilo como

siempre, sosteniendo aún el hacha conlas manos. La cabeza de lady Turtonestaba allí también, todavía metida en elagujero, pero su rostro tenía un colorgris ceniza y su boca se abría y secerraba, emitiendo sonidosinarticulados.

—Escucha, Jelks —dijo sir Basil—.

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¿En qué estabas pensando? Esto esdemasiado peligroso. Dame la sierra.

Al cambiar los instrumentos, vi porprimera vez colorearse las mejillas deella y, encima, en torno a los ojos, lasarrugas que se producen cuando unosonríe.

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9. NUNC DIMITTIS

ES casi medianoche y veo que si noempiezo a escribir esta historia ahora,nunca lo haré. Toda la tarde he estadoaquí sentado, forzándome a mí mismo aempezar, pero cuanto más pensaba enello, más avergonzado y disgustado mesentía por todo el asunto.

Mi idea —y creo que era buena—era intentar descubrir, por un proceso deconfesión y análisis, una razón, o por lomenos una justificación, a mideshonroso comportamiento hacia Janetde Pelagia. En esencia, lo que yo quería

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era dirigirme a un oyente imaginario ycomprensivo, alguien afable y justo aquien pudiera decir sin avergonzarmetodos los detalles de este desafortunadoepisodio. Espero que no me resultedemasiado difícil.

Si he de ser franco conmigo mismo,supongo que deberé admitir que lo másmolesto no es el sentido de mi propiavergüenza, ni siquiera haber herido lossentimientos de la pobre Janet, sino laseguridad de que soy un loco y de quetodos mis amigos, si todavía puedollamar así a aquella gente tan agradabley cariñosa que venía tan a menudo acasa, me consideran un hombre vicioso

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y vengativo. Sí, eso hiere. Si les digoque mis amigos eran toda mi vida,entonces quizá empiecen acomprenderme.

¿Sí? Lo dudo, a menos que pierdaunos instantes contándoles someramentela clase de persona que soy.

Bueno, veamos. Ahora que lopienso, supongo que yo pertenezco a untipo raro pero muy definido, el clásicohombre de mediana edad, rico, concultura, adorado (he escogido la palabracuidadosamente) por sus numerososamigos debido a su encanto, su dinero,su aire de universidad, su generosidad, yespero sinceramente que por él mismo

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también. Este tipo sólo lo encontrarán enlas grandes capitales: Londres, París,Nueva York… de eso estoy seguro. Eldinero que tiene fue ganado por sudifunto padre, cuyo recuerdo no estimademasiado. No es culpa suya, porquehay algo en su naturaleza que le atraesecretamente a despreciar a la gente quenunca ha tenido el ingenio de aprenderla diferencia que existe entreRockingham y Spode, Waterford yVenetian, Sheraton y Chippendale,Monet y Manet y hasta Pommard yMontrachet.

Es, por lo tanto, un connaisseur queposee, sobre todas las cosas, un gusto

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exquisito. Sus cuadros de Constable,Bonington, Lautrec, Veuillard, Matthewey Smith son tan maravillosos comopuedan ser los de un museo.Precisamente por ser tan bellos yfabulosos crean una atmósferamisteriosa alrededor da él en la casa,algo que atormenta, que quita larespiración y aterroriza, sobre todo alpensar que tiene el poder y el derecho,si le apetece, de ciar un puñetazo yhacer trizas un soberbio Denham, unMont Saint-Victoire, un Arles Cornfieldo un retrato de Cézanne. De las paredesque cuelgan estos cuadros se desprendeun brillo de esplendor, una sutil

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emanación de grandeza, en la cual élvive, se mueve y se manifiesta, con unadespreocupación equilibrada yrealmente encantadora.

Invariablemente soltero, nuncaparece verse complicado con lasmujeres que le rodean y le amantiernamente. Es posible, y estoseguramente no lo habrán notadoustedes, que exista una frustración, undescontento, un arrepentimiento en suinterior; hasta un poco de aberración.

No creo necesario decir nada más.He sido muy franco. Ustedes debenconocerme ya lo suficiente como parajuzgarme.

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¿Puedo esperarlo…? Creo que sí, locomprenderán cuado oigan mi relato.Quizá decidan que mucha culpa de loque sucedió no es mía, sino de una damallamada Gladys Ponsonby. Después detodo, ella fue la que comenzó. Si yo nohubiera acompañado aquella noche aGladys Ponsonby, hace unos seis meses,y ella no me hubiera hablado tanlibertinamente acerca de algunaspersonas y algunas cosas, este trágicoasunto nunca hubiera tenido lugar.

Si no recuerdo mal, fue en diciembreúltimo; había estado cenando con losAshenden en su magnifica casa, que da ala parte sur de Regent’s Park. Había

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bastante gente pero, aparte de mí mismo,Gladys Ponsonby era la única personaque había venido sola. Así que a la horade marcharse me ofrecí a dejarla sana ysalva en su casa. Ella aceptó y nosfuimos juntos en mi coche pero,desgraciadamente, al llegar a su casainsistió en que entrara y que tomara unacopa “para el camino”, como ella mismadijo. No quise parecer pedante, así quele dije al chofer que esperara y la llevéhasta su casa.

Gladys Ponsonby es una personaextremadamente bajita, no más de unmetro cincuenta de estatura o quizá unpoco menos: una de esas personas que,

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si se ponen a mi lado, me transmiten laalgo cómica y vertiginosa sensación deverlas desde lo alto de una silla. Esviuda, un poco más joven que yo, debede tener unos cincuenta y tres ocincuenta y cuatro años; es posible quehace treinta años fuera guapa, peroahora su rostro está lleno de arrugas yno hay ningún rasgo que llame laatención. Los ojos, la nariz, la barbilla,la boca, están sepultados entre lasarrugas de su pequeño rostro y no sedistinguen fácilmente. Excepto, quizá, laboca, que me recuerda a un salmón.

En la salita, al darme el coñac, medi cuenta de que su mano temblaba un

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poco. Está cansada, me dije a mí mismo,así que no debo quedarme muchotiempo. Nos sentamos juntos en el sofá ydurante algún tiempo estuvimoshablando sobre la fiesta de losAshenden y la gente que allí había.Finalmente, me levanté para marcharme.

—Siéntate, Lionel —dijo ella—,toma otro coñac.

—No, gracias, ya me marcho.—Siéntate y no seas pesado. Yo voy

a tomar otro y lo menos que puedeshacer es hacerme compañía mientrasbebo.

Observé a esta pequeña mujermientras iba hacia el bar, ligeramente

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vacilante y sosteniendo el vaso conambas manos al frente, como siestuviera ofreciéndoselo a alguien. Alverla andar de esa forma, tanincreíblemente pequeña y gruesa, me diola ridícula sensación de que no teníapiernas por debajo de las rodillas.

—Lionel, ¿de qué te ríes?Se había vuelto a mirarme y al

escanciar la bebida cayeron algunasgotas al suelo.

—De nada, querida. Nada enabsoluto.

—Bueno, pues deja de hacerlo ydime qué te parece mi nuevo retrato.

Me señaló un gran lienzo que estaba

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colgado encima de la chimenea y que yohabía querido evitar mirar desde queentramos en la habitación. Era una cosahorrible. Pintado, según misconocimientos, por un hombre queestaba de moda en Londres; un pintormuy mediocre llamado John Royden.Era un cuadro de cuerpo entero deGladys, lady Ponsonby, pintado con unapericia especial que la hacía pareceralta y esbelta.

—Encantador —dije.—¿Verdad que sí? Me alegro mucho

de que te guste.—Es precioso.—Yo considero a John Royden un

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genio. ¿Tú no opinas así, Lionel?—Bueno, eso es ir demasiado lejos.—¿Quieres decir que es un poco

pronto para asegurarlo?—Exactamente.—Escúchame, Lionel, supongo que

esto no te sorprenderá. John Royden estátan solicitado que no hace un soloretrato por menos de mil guineas.

—¿De verás?—¡Oh, sí! Y todo el mundo hace

cola, así como suena, hay que hacer colapara conseguir que te pinte.

—¡Muy interesante!—Bien, ahora toma, por ejemplo, a

ese Cézanne o como se llame. Estoy

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segura de que no ganó ese dinero en todasu vida.

—Nunca.—¿Y dices que era un genio? —

Pues…, sí.—Entonces Royden también lo es —

dijo, sentándose otra vez en el sofá—, eldinero lo prueba.

Nos quedamos silenciosos mientrasella saboreaba su coñac. La mano letemblaba extraordinariamente y el vasose movía cada vez que lo acercaba a loslabios. Sabía que yo la observaba y sinvolver la cabeza me miró de reojo.

—Te doy un penique por tuspensamientos. Si hay una frase en el

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mundo que no pueda soportar es ésta.Me da hasta dolor físico en el pecho yempiezo a toser.

—Vamos, Lionel, un penique porellos.

Moví la cabeza incapaz de contestar.De repente se volvió y puso el vaso enuna mesita situada a su izquierda. Laforma en que lo hizo pareció sugerir, nosé por qué, que se sentía desairada y queestaba limpiando la cubierta paralanzarse al abordaje. Aguardédesasosegado el movimiento siguiente.No había nada que decir. Me centré enmi puro con fruición, mirandointensamente las cenizas y lanzando el

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humo con lentitud hacia el techo. Ella nose movió. Estaba empezando a ver enaquella mujer algo que no me gustabamucho, algo que me impulsaba alevantarme rápidamente y marcharme.Al mirarme de nuevo, me sonriótímidamente con sus ojos hundidos, perola boca, ¡oh, como la de un salmón!,estaba completamente rígida.

—Lionel, creo que te voy a confesarun secreto.

—¡Oh, Gladys!, lo siento pero tengoque irme.

—No te asustes, Lionel. No voy adecirte nada que te afecte a ti. Parecesasustado.

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—Yo no guardo muy bien lossecretos.

—He estado pensando en que eresun gran experto en pintura y esto teinteresará.

Se sentó, quedándose completamentequieta, excepto los dedos que se movíantodo el rato. Se retorcían perfectamentesobre sí mismos, como un grupo deblancas y pequeñas serpientes quejugueteaban en su regazo.

—¿No quieres oír mi secreto,Lionel?

—No es eso, es que es un pocotarde…

—Es probablemente el secreto

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mejor guardado de Londres. Un secretode mujer. Supongo que lo conocenaproximadamente, veamos, unas treintao cuarenta mujeres solamente. Ni unhombre, excepto él, claro está, JohnRoyden.

No quería darle ánimos, así que nodije nada.

—En primer lugar me tienes queprometer que no lo dirás a nadie.

—¡Dios mío!—¿Me lo prometes, Lionel?—De acuerdo. Te lo prometo.—Perfecto. Bueno, escucha.Se inclinó para alcanzar el vaso de

coñac y se sentó en el otro extremo del

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sofá.—Supongo que ya sabrás que John

Royden sólo pinta mujeres.—No lo sabía.—Y siempre son retratos completos,

bien sea de pie o sentadas, como el mío.Míralo bien, Lionel. ¿Ves quémaravillosamente bien está pintado elvestido?

—Pues…—Ve allí y míralo bien, por favor.Me levanté sin muchas ganas y me

dirigí hacia allí para examinar el retrato.Para mi sorpresa me di cuenta de quehabía aplicado tanta pintura al vestidoque éste, en realidad, sobresalía del

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cuadro. Era un truco, bastante efectivo,pero ni difícil de hacer ni demasiadooriginal.

—¿Ves? —dijo—. La pintura delvestido es más gruesa, ¿verdad?

—Sí, tienes razón.—Pero hay algo más que eso,

Lionel. Creo que lo mejor será que tedescriba lo que pasó la primera vez quefui a posar.

«¡Oh, qué pesada es esta mujer!¿Cómo me escaparé?»

—Fue hace un año. Recuerdo loilusionada que yo estaba por ir alestudio de un gran pintor. Me puse unvestido que había comprado

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recientemente a Norman Hartnell y unsombrerito encarnado y me marché. Elseñor Royden me abrió la puerta ynaturalmente enseguida quedé fascinadapor él. Lucía una barba puntiaguda y susojos eran anales. Llevaba puesta unachaqueta negra de terciopelo. El estudioera enorme, con sofás y sillas deterciopelo rojo —le encanta elterciopelo—, cortinas de terciopelo yhasta una alfombra de la misma tela enel suelo. Me senté, me dio una bebida yfue directo al grano. Me dijo que élpintaba de un modo diferente a losdemás pintores. En su opinión, sólohabía una manera de alcanzar la

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perfección para pintar un cuerpo demujer y no debía asombrarme de oírcuál era.

»—No creo que me asombre, señorRoyden —le dije.

»—Estoy seguro de que no —contestó él.

»Tenía los dientes blancos yperfectos y brillaban cuando sonreía.

»—Verá: es como sigue. Examinecualquier cuadro de mujer, no importade quién; verá que aunque el traje estébien pintado, produce un efecto deartificialidad, de vulgaridad, como si eltraje envolviera un pedazo de madera.¿Sabe por qué?

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»—No, señor Royden, no lo sé.»—Porque los mismos pintores no

sabían en realidad lo que había debajo.Gladys Ponsonby hizo una pausa

para beber un sorbo de su vaso.—Pareces muy asustado, Lionel. No

hay nada de malo en esto. Cállate ydéjame terminar. Entonces el señorRoyden dijo:

»—Ésta es la razón por la cualinsisto en pintar primero el desnudo.

»—¡Cielo santo! —exclamé yo.»—Si tiene algo que oponer, no me

importa hacerle alguna concesión, ladyPonsonby —dijo—, pero prefiero de laotra forma.

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»—No sé qué debo hacer, señorRoyden.

»—Cuando la haya pintado así —continuó él—, tendremos que esperaralgunas semanas a que se seque lapintura, después la pintaré con la ropainterior puesta y cuando esté seca denuevo, la pintaré con el vestido. ¿Ve?, esmuy fácil.

—¡Ese hombre es un farsante! —grité yo.

—¡No, Lionel, no, estás equivocado!¡Si lo hubieras oído hablar! ¡Tanencantador, tan auténtico y sincero!Cualquiera podría ver que sentía lo quedecía.

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—Te digo, Gladys, que ese hombrees un farsante.

—No seas tonto, Lionel. Bueno, detodas formas, déjame acabar. Loprimero que le dije fue que mi marido,que entonces todavía vivía, nunca me loconsentiría.

»—Su marido nunca lo sabrá —contestó él—. ¿Por qué importunarle?Nadie sabe mi secreto, excepto lasmujeres a quienes he pintado.

»Y como yo siguiera protestando,recuerdo que él dijo:

»—Mi querida lady Ponsonby, nohay nada inmoral en esto. El arte es sóloinmoral cuando lo practican los

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aficionados. Es lo mismo que lamedicina. Usted no se negaría adesvestirse delante de su doctor,¿verdad?

—Yo le dije que sí, si hubiera ido avisitarlo por un dolor de oídos. Esto lehizo reír, pero continuó dándome buenasrazones y debo confesar que fue tanconvincente que al cabo de un rato cedíy así acabó la cosa. Bueno, ahora, miquerido Lionel, ya sabes el secreto.

Se levantó y fue a llenarse una nuevacopa de coñac.

—Gladys, ¿todo eso es verdad?—¡Claro que es verdad!—¿Quieres decir que ésa es la forma

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en que pinta a todas sus modelos?—Sí, y lo que tiene gracia es que los

maridos nunca saben nada. Todo lo queven es un retrato de sus esposascompletamente vestidas. Naturalmenteno hay nada malo en que las pintendesnudas, los artistas lo hacenhabitualmente, pero nuestros tontosmaridos, si se enteran, siempre tienenalgo que objetar a esas cosas.

—¡Caramba!, ese tipo ha tenidovista.

—Yo creo que es un genio.—Estoy seguro de que cogió la idea

de Goya.—¡Tonterías, Lionel!

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—¡Claro que sí! Pero, escúchame,Gladys, quiero que me digas algo: ¿túsabías por casualidad esta peculiartécnica de las pinturas de Royden antesde visitarle?

Cuando le hice la pregunta estabavertiendo el coñac en el vaso. Dudóunos momentos y volvió la cabeza paramirarme, con una sonrisa a flor de labio.

—¡Maldito seas, Lionel! —dijo,mirándome—. ¡Eres demasiadointeligente! ¡Siempre me lo descubrestodo!

—Lo sabías, ¿verdad?—¡Claro! Hermione Girdlestone me

lo dijo.

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—¡Lo que me imaginaba!—No hay nada malo en ello.—Nada —dije yo—, absolutamente

nada.Ahora lo veía todo claro. Este

Royden era, en verdad, un aprovechado,que practicaba de maravilla un trucopsicológico. El hombre sabía muy bienque había un gran número de mujeresricas e indolentes que se levantaban almediodía y se pasaban el resto de lajornada tratando de calmar suaburrimiento con el bridge, la canasta ylas compras, hasta que llegaba la horadel cóctel. Lo único que ansiaban eraalgo nuevo, fuera de lo normal y, cuanto

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más caro, mejor. Naturalmente, lanoticia de una nueva diversión comoésta se extendió en sus círculos como laviruela. Veía en mi imaginación a laregordeta Hermione Girdlestoneinclinándose en la mesa de la canasta yhablándoles de ello:

«Mis queridas amigas, es realmentefascinador… No os puedo decir lointrigante que resulta, mucho másdivertido que ir al médico…»

—No se lo dirás a nadie, Lionel,¿verdad? Me lo has prometido.

—No, claro que no, pero ahora debomarcharme, Gladys, en serio.

—¡No seas tonto! Estoy empezando

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a divertirme. Quédate por lo menoshasta que termine esta bebida.

Me senté pacientemente en el sofámientras ella continuaba bebiendo suinterminable vaso de coñac. Ella memiraba por el rabillo del ojo, de esaforma tan especial suya. Estaba segurode que me iba a contar otro cotilleo oescándalo. Sus ojos tenían la curiosamirada de las serpientes y un extrañopliegue en la boca; en el aire flotaba —oquizá fuera yo quien lo imaginaba— unasensación de peligro.

Luego, de repente, tan de repente queyo di un brinco, dijo:

—Lionel, ¿qué hay entre tú y Janet

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de Pelagia?—Oye, Gladys, por favor…—¡Lionel, te has puesto colorado!—¡Tonterías!—¡No me digas que el solterón ha

caído al fin!—¡Gladys, esto es absurdo!Hice ademán de marcharme, pero me

puso la mano en la rodilla y me detuvo.—¿No sabes, Lionel, que ya no hay

secretos?—Janet es una chica estupenda.—Ya no se la puede llamar chica.Gladys Ponsonby hizo una pausa,

mirando su vaso de coñac, que sosteníacon ambas manos.

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—Claro, estoy de acuerdo contigo,Lionel; es una persona maravillosa entodos los sentidos. Excepto —habló muydespacio—, excepto que dice algunascosas un poco raras de vez en cuando.

—¿Qué cosas?—Cosas. Cosas de la gente…, de ti.—¿Qué ha dicho de mí?—Nada, Lionel, no tiene

importancia.—¿Qué dijo de mí?—No vale la pena repetirlo, de

veras. Es sólo que me extrañó, porqueno era el momento de decirlo.

—Gladys, ¿qué dijo?Mientras esperaba su contestación,

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sentía el sudor extenderse por todo micuerpo.

—Bueno, veamos. Claro que,seguramente, estaría bromeando, si no,no te lo hubiera dicho nunca: dijo queeras muy pesado.

—¿Que era pesado?—Sí.Gladys Ponsonby se acabó el coñac

de un trago y se sentó muy erguida.—Si quieres saber la verdad, dijo

que eras insoportable. Y luego…—¿Qué más dijo?—Mira Lionel, no te excites, sólo te

lo digo por tu propio bien.—Entonces, dímelo en seguida.

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—Esta tarde he estado jugando a lacanasta con Janet y le he preguntado quesi estaba libre para cenar conmigomañana. Ella me ha contestado que nopodía.

—Continúa.—Bueno, lo que ha dicho

exactamente es: «Ceno con el pesado deLionel Lampson.»

—¿Janet ha dicho eso?—Sí, querido Lionel.—¿Qué más?—Bueno, ya está bien, no creo que

deba decirte el resto.—¡Acaba, por favor!—Pero Lionel, ¡no me grites de esa

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manera! Claro que te lo diré si insistes.Además, no me consideraría unaverdadera amiga si no lo hiciera. ¿Nocrees que el verdadero signo de laamistad se demuestra cuando dospersonas, como nosotros, porejemplo…?

—¡Gladys, por favor, date prisa!—¡Santo cielo! Dame tiempo para

pensar. Veamos… Según yo recuerdo, loque ha dicho exactamente es esto…

Gladys Ponsonby, sentada en el sofásin que los pies le llegaran al suelo ymirando a la pared, empezó a imitar lavoz que yo conocía tan bien:

—«Es una lata, querida, porque con

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Lionel siempre se puede decir lo que vaa pasar exactamente desde el principiohasta el final. Iremos a cenar a laparrilla del Savoy, ¡siempre al Savoy!, ydurante dos horas tendré que escuchar aese viejo… divagar sobre porcelanas ycuadros, siempre los mismos temas.Luego, en el taxi que nos devuelva acasa, me cogerá la mano y se acercarámás a mí y yo sentiré su aliento decigarro puro y coñac. Él me susurraráque le gustaría ser veinte años másjoven. Yo le diré: ¿puedes abrir laventana, por favor? Al llegar a casa lediré que haga esperar al taxi, pero élfingirá no haber oído y le despedirá

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después de haberle pagado rápidamente.Luego, en la puerta, mientras busco millave, me mirará con ojos de perritotriste. Yo meteré la llave lentamente enla puerta, luego le daré la vuelta, yentonces, muy aprisa, antes de que tengatiempo de moverse, le diré buenasnoches, me meteré dentro y cerraré lapuerta tras de mí…»

»¡Pero, Lionel! ¿Qué te pasa?Pareces enfermo…

Después de esto, gracias a Dios,debí de sufrir una suerte de desmayo.Prácticamente, ya no recuerdo nada deaquella terrible noche excepto una vagay perturbadora sospecha de que al

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recobrar Ja consciencia me hundí deltodo y permití a Gladys que mereconfortara de diferentes formas. Mástarde, creo que salí de su casa y me fui ala mía; pero no recuerdo casi nada hastaque desperté en mi cama, a la mañanasiguiente.

Me desperté débil y maltrecho. Mequedé con los ojos cerrados tratando deponer en orden los acontecimientos de lanoche anterior; la sala de estar deGladys Ponsonby: Gladys en el sofá,bebiendo coñac, su cara arrugada, laboca como la de un salmón y las cosasque había dicho… ¿Qué era lo que habíadicho? ¡Ah, sí, de mí! ¡Dios mío, es

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verdad!, ¡de Janet y de mí! Aquelloscomentarios ultrajantes e increíbles.¿Los habría dicho Janet de verdad?

Recuerdo con qué espantosa rapidezcreció mi odio hacia Janet de Pelagia.Sucedió en pocos minutos. Fue un odiorepentino y violento que se despertó enmí, llenándome de tal forma que creí ir aestallar; traté de quitármelo de laimaginación, pero perduraba en mí comola fiebre, y al momento ya estababuscando un buen método de desquitecomo cualquier gángster.

Una extraña manera de comportarsepara un hombre como yo, dirán ustedes,a lo que yo contestaría que no, si se

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consideran las circunstancias. A mijuicio, esto era lo que podía llevar a unhombre al asesinato.

Desde luego, si no hubiera sido porel pensamiento sádico que me incitó abuscar una forma más sutil de castigar ami víctima, podría haber sido unasesino. Pero decidí que simplementematarla era demasiado bueno para esamujer y demasiado crudo para mi gusto,así que empecé a buscar una alternativasuperior.

Normalmente no soy persona queplanea las cosas de antemano. Loconsidero odioso y no lo he hechonunca, pero la furia y el odio pueden

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concentrarse en la mente de un hombrehasta un grado extraordinario. En unmomento preparé un plan tanmaquiavélico que la idea me sedujo porcompleto. Cuando tuve los detallesaclarados y las dificultades resueltas, mihumor vengativo se trocó en otro deextremo júbilo. Recuerdo que empecé abalancearme en la cama, con las manosen las rodillas. El paso siguiente fuebuscar en el listín un número deteléfono. Cuando lo encontré, cogí elteléfono y marqué el número.

—¿Óigame? ¿Es el señor Royden?¿John Royden?

—Al habla.

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Bueno, no fue fácil persuadir alhombre de que viniera a verme unmomento. Yo no le conocía pero,naturalmente, él conocía mi nombre,como importante coleccionista decuadros y una persona influyente en lasociedad. Era un buen anzuelo parapescarlo.

—Creo, señor Lampson, que estarélibre dentro de un par de horas. ¿Leparece bien?

Le dije que estaba de acuerdo, le dimi dirección y colgué.

Salté de la cama. Era asombroso loligero que me sentía para ser un hombreque un momento antes sufría la agonía de

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la desesperación y miraba al crimen y alsuicidio como una posible solución.Ahora estaba silbando un aria dePuccini en el baño. A cada momento mefrotaba las manos con intencionesdiabólicas y una vez que, al estarhaciendo gimnasia, me caí al suelo, reímuy a gusto, como un estudiante.

A la hora convenida, se presentó elseñor Royden.

Me levanté para saludarle. Era unhombre pequeño, con una barbita dechivo. Llevaba una chaqueta negra deterciopelo, corbata marrón, suéter rojo yzapatos negros de ante. Le tendí la mano.

—Me alegro de que haya venido tan

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pronto, señor Royden.—Ha sido un placer, señor.Los labios del hombre, como casi

todos los labios de los barbudos,parecían húmedos y desnudos,indecentes, brillando entre la barba.Después de decirle cuánto admiraba suarte, fui al grano.

—Señor Royden, quiero hacerle unaproposición, algo muy personal.

—¿Qué es ello, señor Lampson?Estaba sentado frente a mí e inclinó

la cabeza a un lado rápidamente, comoun pájaro.

—Naturalmente, sé que puedoconfiar en su discreción en todo cuanto

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le diga.—Completamente, señor Lampson.—Muy bien. Mi proposición es ésta:

hay cierta señora en la ciudad cuyoretrato me gustaría que usted pintara.Tengo mucho interés en poseer unabuena pintura de ella, pero hay algunascomplicaciones. Por ejemplo, tengo misrazones para no de-desear que ella sepaque soy yo quien le paga el retrato.

—Quiere decir…—Exactamente, señor Royden, eso

es lo que quiero decir. Como hombre demundo, supongo que lo comprenderá.

Sonrió de una forma poco agradabley movió la cabeza afirmativamente.

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—¿No es posible —dije yo— queun hombre sea…, comediría yo…, estéinteresado por una señora y tenga susrazones para que ella no lo sepatodavía?

—Más que posible, señor Lampson.—A veces el hombre debe tener

mucha precaución, esperandopacientemente el momento oportuno pararevelarse.

—Exactamente, señor Lampson.—Hay más formas de atrapar a un

pájaro, aparte de cazarlo en el bosque.—Así es, señor Lampson.—Poniéndole sal en la cola, por

ejemplo.

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—¡Ja, ja, ja…!—Bien, señor Royden, veo que

comprende. ¿Conoce, por casualidad, auna señora llamada Janet de Pelagia?

—¿Janet de Pelagia? A ver… sí. Porlo menos he oído hablar de ella. Nopuedo decir que la conozca.

—Es una pena, esto lo hace un pocomás difícil. ¿Cree usted que podríaintentar conocerla, quizá en una fiesta oalgo así?

—No es difícil, señor Lampson.—Estupendo, porque lo que yo

sugiero es que llegue hasta ella y le digaque es el modelo que ha estadobuscando durante años. La cara, la

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figura, los ojos, todo. Usted sabe cómose hacen esas cosas. Luego pregúntele sile gustaría posar para usted sin pagarnada. Dígale que le gustaría hacer uncuadro suyo para la Exposición de laAcademia del próximo año. Estoyseguro de que estará encantada depoderle ayudar y también muy halagada.Usted la pintará. Después exhibirá elcuadro en la exposición. Nadie, exceptousted, tiene necesidad de saber que yohe comprado el cuadro.

Los pequeños y redondos ojos delseñor John Royden me mirabancautelosamente y su cabeza se inclinabaotra vez hacia un lado. Estaba sentado

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en el borde de la silla, y en esaposición, con su suéter encarnado, merecordaba a un petirrojo en una ramita,oyendo un ruido sospechoso.

—No hay nada malo en ello —expliqué—, llamémosle, si quiere, unapequeña e inofensiva estratagema,perpetrada por un…, bueno, un viejoromántico.

—Lo sé, señor Lampson, lo sé.Parecía dudar un poco todavía, así

que yo añadí:—Estoy dispuesto a pagarle el doble

de lo normal. Esto le convenció.—Bien, señor Lampson, debo

decirle que estas cosas no entran en mi

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trabajo, pero de todas formas, sería unhombre despiadado si rehusara un…,¿cómo lo llamaríamos?, un trabajo tanromántico.

—Quiero un retrato de cuerpoentero, por favor, señor Royden. Un granlienzo, veamos, dos veces el tamaño deaquel Manet que está colgado en lapared.

—¿Uno cincuenta por uno setenta ycinco?

—Sí, y quiero que esté de pie, en suactitud más esbelta.

—Comprendo, señor Lampson. Serápara mí un placer pintar a una señora tanencantadora.

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«Espero que sí», me dije a mímismo. Luego añadí en voz alta:

—Lo dejo todo en sus manos, y, porfavor, no olvide que es un secreto entrenosotros dos.

Cuando se marchó, intenté sentarmey respirar profundamente veinte veces.Tenía ganas de saltar y gritar de alegríacomo un idiota. Nunca me había sentidotan excitado. ¡Mi plan marchaba! Lo másdifícil ya había pasado. Ahora tenía queesperar mucho tiempo. Por su modo depintar, me imaginaba que tardaría variosmeses en acabar el cuadro. Tendría queser paciente.

Entonces decidí que lo mejor sería

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marcharme al extranjero mientras tanto.A la mañana siguiente, después demandar una nota a Janet, con quien teníauna cita aquella noche, me fui a Italia.

Allí lo pasé muy bien, comosiempre, aunque mi excitación iba enaumento, esperando el gran momento.

Volví cuatro meses más tarde, enjulio, el día siguiente de la apertura dela Real Academia y vi que mi plan sehabía realizado en mi ausencia. Elcuadro de Janet de Pelagia figuraba enla exposición y obtuvo los comentariosmás favorables de crítica y público. Yome abstuve de ir a verlo, pero Roydenme dijo por teléfono que ya había

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habido varias personas que habíanquerido comprarlo aunque se les dijoque no estaba a la venta. Cuando acabóla exposición, Royden me mandó elcuadro a casa y recibió el dinero.

Lo llevé inmediatamente a mi cuartode trabajo y lo examinéconcienzudamente. El hombre la habíapintado de pie con un traje de nochenegro y al fondo había un sofáencarnado. Su mano izquierdadescansaba en el respaldo de una pesadasilla, también roja, y una gran lámparade cristal colgaba del techo.

«¡Dios mío! —pensé—. ¡Qué cosatan horrible!» El retrato no estaba mal

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del todo. Había captado la expresión dela mujer, la cabeza un poco inclinada,los grandes ojos azules, la boca con unaligera sonrisa en la comisura de loslabios. Naturalmente, la había mejorado.No había una sola arruga en su rostro, niun gramo de grasa bajo su barbilla. Meincliné más para examinar su vestido.Sí, ahí la pintura era más gruesa, muchomás. Después de eso, incapaz de esperarun minuto más, me quité la chaqueta,preparado para empezar a trabajar.

Quiero mencionar aquí que soy unexperto en restaurar pinturas. Larestauración es, en sí misma, un procesosimple, siempre que se tenga cuidado y

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paciencia. Los profesionales que hacenun secreto de su negocio y obligan apagar precios desorbitantes, no tienennada que ganar conmigo. En lo que a mispinturas se refiere, siempre hago eltrabajo yo mismo.

Saqué la trementina, y añadí unasgotas de alcohol. Luego puse un poco dealgodón en rama, lo estrujé, y muysuavemente, con movimientoscirculares, empecé a pasarlo por lanegra pintura del vestido. Deseéardientemente que Royden hubieraesperado a que se secara cada una de laspinturas antes de poner las otras encima;si no, las dos pinturas se mezclarían y lo

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que tenía en mi mente sería imposible.Pronto lo sabría. Estaba trabajando enuna parte del vestido negrocorrespondiente al estómago de laseñora y tomé mucho tiempo paraigualar mi mezcla, añadiendo una o dosgotas de alcohol y volviendo a probar,hasta que finalmente fue losuficientemente fuerte para hacer saltarel pigmento.

Durante casi una hora trabajé en esepequeño recuadro negro, yendo cada vezmás despacio, según iba saltando lapintura. Luego apareció un trocito derosa que se fue extendiendo hasta quetodo el recuadro fue de color rosa.

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Rápidamente lo neutralicé contrementina pura.

Hasta ahora todo iba bien. Estabaseguro de que se podía quitar la pinturanegra sin estropear la que había debajo.Si tenía paciencia y pericia, lo llegaría aquitar todo. También había descubiertola mezcla que se tenía que usar y hastaqué extremo podía frotar la pintura;ahora todo iría mucho más rápido.

Debo decir que resultaba una cosamuy divertida. Primero trabajé a partirde la pintura hacia abajo y cuando borréel vuelo inferior del vestido, poco apoco, con el algodón, una extrañaprenda rosa salió a relucir. No tenía ni

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idea de cómo se llamaba, pero era unaparato enorme, hecho de algo queparecía material elástico y su fin era,aparentemente, contener y comprimir lasgrasas de la mujer para corregirle lafigura, para dar una falsa impresión dedelgadez, Al ir bajando hacia abajo,llegué a un raro grupo de sujetadores,también de color rosa, que estabanunidos al armazón elástico y que caíanunos diez o doce centímetros, paraengancharse a las medias.

Todo este conjunto me pareció unacosa fantástica. Di un paso atrás paraverlo mejor; me dio la impresión dehaber sido burlado, porque ¿no había

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estado yo admirando durante los últimosmeses la figura de sílfide de estaseñora? Me había engañado, de eso nohabía duda. Pero ¿habrá más mujeresque causen la misma decepción?, penséyo. Sabía, desde luego, que, en lostiempos de las fajas y corsés, eracorriente que las mujeres se apretarantanto. Sin embargo, por alguna razón,tenía la impresión de que hoy en día loúnico que tenían que hacer era dieta.

Cuando terminé la parte inferior delvestido, inmediatamente me dediqué a laparte superior, empezando desde lacintura de la señora hacia arriba. En lacintura, había una porción de carne

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desnuda; luego, bajo el pecho yrodeándolo, llegué a una prenda hechade una gruesa tela negra, bordeada deencaje. Esto era el sostén, lo sabía bien,otro formidable arreglo de tirantesnegros hábil y científicamentecolocados, como los cables quesostienen un puente colgante.

«¡Dios mío! Nunca se sabe todo»,pensé.

Por fin el trabajo quedó terminado.Di un paso atrás para echar una miradaal cuadro.

Realmente era una vista hermosa.Esa mujer, Janet de Pelagia, casi detamaño natural, en ropa interior, parecía

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estar en un salón, con una lámparaencima de su cabeza y una silla a sulado. Ella misma, y esto para mí era lomás horrible, parecía despreocupada,con sus grandes y plácidos ojos azules ysonriendo ligeramente con su preciosaboca. También noté con disgusto quetenía las piernas muy torcidas, como uncaballo. Se lo digo francamente, todoesto empezó a intranquilizarme. Sentícomo si no tuviera derecho a estar en lahabitación y desde luego mucho menos amirar el cuadro. Salí y cerré la puertadetrás de mí, pues me pareció que era lomás decente que podía hacer.

Ahora, ¡el paso decisivo!

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No piensen que porque no lo hayamencionado desde hace tiempo, se habíaapagado mi sed de venganza durante losúltimos meses: por el contrario, habíacrecido. Estaba impaciente por saber loque iba a pasar después de haberorganizado toda mi trama. Aquellanoche, por ejemplo, ni siquiera me fui ala cama, tan nervioso me encontraba.

No podía esperar a mandar lasinvitaciones: estuve toda la nochepreparándolas y poniendo lasdirecciones en los sobres. Habíaveintidós en total y yo quería que cadauna de ellas fuera una nota personal:

«Doy una pequeña cena el viernes

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por la noche, día veintidós, a las ocho.Espero que venga. Tengo muchas ganasde verle de nuevo…»

La primera, y en la que más cuidémis frases, fue para Janet de Pelagia. Enella le decía que había sentido no verlaen tanto tiempo…; había estado en elextranjero…, ya era hora de que nosreuniéramos otra vez, etc., etc. Lasiguiente fue para Gladys Ponsonby,luego a Hermione Girdlestone, otra a laprincesa Bicheno, la señora Cudbird, sirHuber Kaul, la señora Galbally, PeterEuan-Thomas, James Pisker, sir EustacePiegrome, Peter van Santen, EiizabethMoynihan, lord Mulherrin, Bertran Sturt,

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Philip Cornelius, Jack Hill, ladyAdemán, la señora Icely, HumphreyKing-Howard, Johnny O’Coffey, laseñora Uvary y la condesa de Waxworth.

Era una lista cuidadosamenteseleccionada que contenía los hombresmás distinguidos y las mujeres de másinfluencia y brillantez de la mejorsociedad.

Me daba cuenta de que una cena enmi casa era considerada como unaocasión excepcional; a todo el mundo legustaba venir.

Ahora, mientras iba escribiendo lasinvitaciones, me imaginaba el placer delas señoras, teléfono en mano, la mañana

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que recibieran la invitación, voceschillonas hablando con voces máschillonas todavía… «Lionel da unafiesta… ¿A ti también te ha invitado?¡Querida, qué ilusión! La comida essiempre estupenda… y él es un hombretan encantador, ¿verdad? Aunque…si…»

¿Sería esto lo que dirían? De repentese me ocurrió que no sería de estaforma. Quizá de esta otra: «… Estoy deacuerdo, querida, pero ¿no crees que esun poco pesado…? ¿Qué decías?¿Aburrido? Terriblemente, querida, hasdado en el clavo… ¿Oíste lo que dijoJanet de Pelagia de él…? Sí, creo que lo

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oíste. Gracioso, ¿verdad? ¡Pobre Janet!No comprendo cómo lo ha aguantadotanto tiempo…»

Mandé las invitaciones y al cabo dedos días, con excepción de la señoraCudbird y sir Hubert Kaul que estabanfuera, todos habían aceptado venir.

A las ocho y media de la noche delveintidós, el salón estaba lleno de gente.Estaban repartidos por la sala,admirando los cuadros, bebiendomartinis, hablando en voz alta. Lasdamas olían a perfume, los hombrescuidadosamente vestidos de etiqueta.Janet de Pelagia llevaba el mismovestido negro del retrato y cada vez que

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la miraba, una visión me venía a lamente y la veía en ropa interior con elsostén negro, la faja elástica rosa, lasligas y las piernas torcidas.

Me moví de un grupo a otro,hablando amigablemente con todos.Detrás de mí oía a la señora Galballycontando a sir Eustace Piegrome y aJames Pisker que el hombre que estabasentado en la mesa de al lado, en elClaridge, la noche anterior, tenía pinturade labios en su bigote blanco. «Lo teníacompletamente pegado —decía— ytendría unos noventa años…» En la otraparte, lady Girdlestone estabadiciéndole a alguien dónde se podían

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conseguir trufas cocinadas «al coñac»;también vi a la señora Icely susurrandoalgo a lord Mulherrin, mientras suesposo movía la cabeza dubitativamentede un lado a otro.

Se anunció la cena y todos salimos.—¡Cielos! —exclamaron todos al

entrar en el comedor—. ¡Qué oscuro ysiniestro!

—¡No veo nada!—¡Qué candelabros tan bonitos!—¡Qué romántico, Lionel!Había seis candelabros muy finos a

dos pies uno del otro, a lo largo de lamesa. Las lucecillas daban una luzinteresante en la mesa, pero el resto del

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comedor permanecía a oscuras. Eradivertido y aparte del hecho de quefavorecía mis propósitos fue un cambioagradable. Los invitados se sentaron ensus puestos y la comida empezó.

Todos parecían disfrutar de aquellanueva luz y fue una noche perfecta,aunque la oscuridad les hizo hablarmucho más alto que de ordinario. La vozde Janet de Pelagia me parecióparticularmente estridente. Estabasentada junto a lord Mulherrin y le oíacontar lo mucho que se había aburridoen Cap Ferrat la semana anterior.

«Nada más que franceses en todaspartes —insistía—, sólo franceses en

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todas partes…»Yo iba observando las velas. Eran

tan finas que no suponía que pasaramucho tiempo antes de que se quemaranpor completo. Estaba terriblementenervioso, lo confieso, pero al mismotiempo muy excitado, casi borracho.Cada vez que oía la voz de Janet o laveía a través de las luces de loscandelabros, sentía en mí el fuego de laexcitación.

Estaban comiéndose las fresascuando al fin decidí que había llegado lahora. Respiré profundamente y dije envoz alta:

—Tendremos que encender las

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luces, la luz de las velas se estáterminando.

—María —llamé—, ¿quiereencender las luces, por favor?

Tras mis palabras se hizo unmomento de silencio. Oí a la doncella irhacia la puerta, el sonido del interruptoral dar la luz y la habitación dejó de estaren tinieblas. Todos cerraron los ojos y alvolverlos a abrir se miraron unos aotros.

En este punto, me levanté de mi sillay salí de la habitación sin hacer ruido,pero al hacerlo vi algo que nuncaolvidaré mientras viva. Fue Janet, conambas manos en el aire, de repente

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estática, rígida, sin poder continuar laconversación con alguien al otro lado dela mesa. Sorprendida, abrió un poco laboca, con la expresión de la persona aquien acaban de dispararle un tiro en elcorazón.

Fuera, en el hall, me detuve y oí elprincipio de la confusión, los gritos delas damas y las exclamacionessorprendidas y enfadadas de loshombres. Pronto hubo un gran jaleo;todo el mundo hablaba y gritaba almismo tiempo. Luego, y éste fue elmejor momento para mí, oí la voz delord Mulherrin gritando por encima detodos:

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—¡Vengan aquí en seguida con unvaso de agua, por favor!

Ya en la calle, el chofer me ayudó asubir al coche y pronto estuvimos fuerade Londres, por Great North Road haciami otra casa, que estaba a cientocincuenta kilómetros de la ciudad.

Durante los días siguientes meestuve, regocijando de mi hazaña; estabacomo en un sueño de éxtasis, medioahogado en mi propia complacencia ycon un placer tan grande, quecontinuamente notaba pinchazos en laparte baja de mis piernas.

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Al cabo de tres o cuatro días,Gladys Ponsonby me telefoneó. Fueentonces cuando desperté de mi sueño yme di cuenta de que no era un héroe,sino un fracasado. Me informó con vozhelada por el disimulo que todos estabancontra mí, mis viejos amigos decíancosas horribles y juraban que nuncavolverían a hablarme.

Excepto ella, me dijo, todos menosella. ¿No sería estupendo, me preguntó,que viniera a mi casa y estuviera unosdías conmigo para animarme?

Me temo que en aquellos momentosestaba demasiado trastornado paracontestar educadamente. Colgué el

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teléfono y me puse a llorar.Hoy al mediodía ha llegado la

bomba final. Ha venido por correo, ycasi no puedo decirlo de puravergüenza, en forma de la carta másdulce y más tierna que nadie puedaescribir, salvo la pobre Janet de Pelagia.Me perdonaba por completo, escribía,por todo lo que había hecho. Sabía queera una broma y no debía hacer caso delas cosas tan horrendas que decían demí. Me amaba igual que antes y siempreme amaría hasta la muerte.

¡Qué estúpido me he sentido al leeresto! Se ha acrecentado mi vergüenza ytodavía más al comprobar que junto a la

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carta me había mandado un pequeñoregalo en prueba de su afecto, una latade mi bocado favorito: caviar fresco.

En ninguna circunstancia puedorehusar comer caviar bueno. Es,realmente, mi mayor debilidad. Así,aunque no tenía ningún apetito estanoche, debo confesar que a la hora de lacena he tomado varias cucharadas deesta pasta, en un esfuerzo porconsolarme a mí mismo en mi desgracia.Es muy posible que haya comidodemasiado porque no me he sentido muybien en las últimas horas. Quizá deberíatomarme un poco de bicarbonato y soda.Luego, cuando me encuentre mejor,

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terminaré de escribir…¿Saben una cosa? Cada vez que

pienso en ello, me pongo enfermo.

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10. LA PATRONA

BILLY Weaver había salido deLondres en el cansino tren de la tarde,con cambio en Swindon, y a su llegada aBath, a eso de las nueve de la noche, laluna comenzaba a emerger de un cieloclaro y estrellado, por encima de lascasas que daban frente a la estación. Laatmósfera, sin embargo, era mortalmentefría, y el viento, como una plana cuchillade hielo aplicada a las mejillas delviajero.

—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe dealgún hotel barato y que no quede lejos?

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—Pruebe en La Campana y elDragón —le respondió el mozo altiempo que indicaba hacia el otroextremo de la calle—. Quizá allí. Está aunos cuatrocientos metros en esadirección.

Billy le dio las gracias, volvió acargar la maleta y se dispuso a cubrirlos cuatrocientos metros que leseparaban de La Campana y el Dragón.Nunca había estado en Bath ni conocía anadie allí; pero el señor Greenslade, dela central de Londres, le habíaasegurado que era una ciudadespléndida. «Búsquese alojamiento —dijo—, y, en cuanto se haya instalado,

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preséntese al director de la sucursal.»Billy contaba diecisiete años.

Llevaba un sobretodo nuevo, color azulmarino, un sombrero flexible nuevo,color marrón, y un traje también marróny nuevo, y se sentía la mar de bien.Caminaba a paso vivo calle abajo. Enlos últimos tiempos trataba de hacerlotodo con viveza. La viveza, habíaresuelto, era, por excelencia,característica común a cuantos hombresde negocios conocían el éxito. Losjefazos de la casa matriz se mostrabanen todo momento dueños de unaabsoluta, fantástica viveza. Eranasombrosos.

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No había tiendas en la anchurosacalle por donde avanzaba, sólo unahilera de altas casas a ambos lados,idénticas todas ellas Dotadas depórticos y columnas, y de escalinatas decuatro o cinco peldaños que dabanacceso a la puerta principal, eraevidente que en otros tiempos habíansido residencias de mucho postín. Ahorasin embargo, observó Billy pese a laoscuridad, la pintura de puertas yventanas se estaba descascarillando ylas hermosas fachadas blancas teníanmanchas y resquebrajaduras debidas a laincuria.

De pronto, en una ventana de taños

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bajos brillantemente iluminados por unafarola distante menos de seis metros,Billy percibió un rótulo impreso que,apoyado en el cristal de uno de loscuarterones altos, rezaba:ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Justodebajo del cartel había un hermoso yalto jarrón con amentos de sauce.

Billy se detuvo. Se acercó un poco.Cortinas verdes (una especie de tejidocomo aterciopelado) pendían a amboslados de la ventana. Junto a ellas, losamentos de sauce quedabanmaravillosos. Aproximándose ahorahasta los mismos cristales, Billy echóuna ojeada al interior. Lo primero que

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distinguió fue el alegre fuego que ardíaen la chimenea. En la alfombra, delantedel hogar, un bonito y pequeño bassetdormía ovillado, el hocico prieto contrael vientre. La estancia, en cuanto lepermitía apreciar la penumbra, estaballena de muebles de agradable aspecto:un piano de media cola, un amplio sofá yvarios macizos butacones. En unaesquina, en su jaula, advirtió un lorogrande. En lugares como aquél, lapresencia de animales era siempre unbuen indicio, se dijo Billy; y le parecióque la casa, en conjunto, debía deresultar un alojamiento harto aceptable.Y a buen seguro más cómodo que La

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Campana y el Dragón.Una taberna, por otra parte,

resultaría más simpática que unapensión: por la noche habría cerveza yjuego de dardos y cantidad de gente conquien conversar; y además era probableque el hospedaje fuese allí mucho másbarato. En otra ocasión había parado unpar de noches en una taberna, y le gustó.En casas de huéspedes, en cambio, no sehabía alojado nunca, y para ser del todosincero, le asustaban una pizca. Supropio título le evocaba imágenes deaguanosos guisos de repollo, patronasrapaces y, en el cuarto de estar, un fuerteolor a arenques ahumados. Tras unos

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minutos de vacilación, expuesto al frío,Billy resolvió llegarse a La Campana yel Dragón y echarle un vistazo antes dedecidirse. Se dispuso a marchar.

Y, en ese instante, le ocurrió unacosa extraña: a punto ya de retroceder yvolverle la espalda a la ventana,súbitamente y de forma en extremosingular vio atraída su atención por elrotulito que allí había. ALOJAMIENTOY DESAYUNO, proclamaba.ALOJAMIENTO Y DESAYUNO,ALOJAMIENTO Y DESAYUNÓ,ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Lastres palabras eran como otros tantosgrandes ojos negros que, mirándole de

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hito en hito tras el cristal, le sujetaran, leobligasen, le impusieran permanecerdonde estaba, no alejarse de aquellacasa; y, cuando quiso darse cuenta, ya sehabía apartado de la ventana y, subiendolos escalones que le daban acceso, seencaminaba hacia la puerta principal yalcanzaba el timbre.

Pulsó el llamador, cuya campanillaoyó sonar lejana, en algún cuartotrasero; y enseguida —tuvo que serenseguida, pues ni siquiera le habíadado tiempo a retirar el dedo apoyadoen el botón—, la puerta se abrió degolpe y en el vano apareció una mujer.

En condiciones ordinarias, uno

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llama al timbre y dispone al menos demedio minuto antes de que la puerta seabra. Pero de aquella señora se hubieradicho que era un muñeco de resortecomprimido en una caja de sorpresas: élapretaba el botón del timbre y… ¡helaallí! La brusca aparición hizo respingara Billy. La mujer, de unos cuarenta ycinco años, le saludó apenas verle, conuna afable sonrisa acogedora.

—Entre, por favor —le dijo en tonoagradable según se hacía a un lado yabría de par en par la puerta.

Y, de forma automática, Billy seencontró trasponiendo el umbral. Elimpulso, o, para ser más precisos, el

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deseo de seguirla al interior de aquellacasa, era poderosísimo.

—He visto el anuncio que tiene en laventana —dijo conteniéndose.

—Sí, ya lo sé.—Andaba en busca de una

habitación.—Lo tiene todo preparado, joven —

dijo ella. Tenía la cara redonda yrosada, y los ojos, azules, eran deexpresión muy amable.

—Me dirigía a La Campana y elDragón —explicó Billy—, pero,casualmente, me llamó la atención elcartel que tiene en la ventana.

—Mi querido muchacho —repuso

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ella—, ¿por qué no entra y se quita deese frío?

—¿Cuánto cobra usted?—Cinco chelines y seis peniques

por noche, incluido el desayuno.Era prodigiosamente barato: menos

de la mitad de lo que estaba dispuesto apagar.

—Si lo encuentra caro —continuóella—, quizá pudiera ajustárselo unpoco. ¿Desea un huevo con el desayuno?Los huevos están caros en este momento.Sin huevo, le saldría seis peniques másbarato.

—Cinco chelines y seis peniquesestá muy bien —contestó Billy—. Me

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gustaría alojarme aquí.—Estaba segura de ello. Entre, entre

usted.Parecía tremendamente amable: ni

más ni menos como la madre de uncondiscípulo, nuestro mejor amigo, alacogerle a uno en su casa cuando llegapara pasar las vacaciones de Navidad.Billy se quitó el sombrero y traspuso elumbral.

—Cuélguelo ahí —dijo ella—, ypermítame que le ayude a quitarse elabrigo.

No había otros sombreros ni abrigosen el recibidor; tampoco paraguas nibastones: nada.

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—Tenemos toda la casa paranosotros dos —comentó ella con unasonrisa, la cabeza vuelta, mientras leprecedía por las escaleras hacia el pisosuperior—. Muy rara vez tengo el placerde recibir huéspedes en mi pequeñonido, ¿sabe?

Está un poco chalada, la pobre, sedijo Billy; pero, a cinco chelines y seispeniques por noche, ¿qué puedeimportarle eso a nadie?

—Yo hubiera pensado que estaríausted lo que se dice asediada dedemandas —apuntó cortés.

—Oh, y lo estoy, querido, lo estoy;desde luego que lo estoy. Pero la verdad

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es que tiendo a ser un poquitín selectivay exigente…, no sé si me explico.

—Oh, sí.—De todas formas, siempre estoy a

punto. En esta casa está todo a punto,noche y día, ante la remota posibilidadde que se me presente algún jovencaballero aceptable. Y resulta un placertan grande, realmente tan inmenso,cuando, de tarde en tarde, abro la puertay me encuentro con la personaverdaderamente adecuada.

Se encontraba a mitad de laescalera, y allí se detuvo, apoyando lamano en la barandilla, para volverse yofrecerle la sonrisa de sus pálidos

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labios.—Como usted —concluyó al tiempo

que sus ojos azules recorrían lentamenteel cuerpo de Billy de la cabeza a lospies y, luego, en dirección inversa.

Al alcanzar el primer descansillo,agregó:

—Esta planta es la mía. Y tras subirotro piso:

—Y ésta es enteramente suya —proclamó—. Su cuarto es éste. Esperoque le guste.

Y le condujo al interior de unareducida pero seductora habitacióndelantera cuya luz encendió al entrar.

—El sol de la mañana da de pleno

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en la ventana, señor Perkins. Porque sellama usted Perkins, ¿no es así?

—No, me llamo Weaver.—Weaver. Un apellido muy bonito.

He puesto una botella de agua caliente,para quitarle la humedad de las sábanas,señor Weaver. Encontrar una botella deagua caliente entre las limpias sábanasde una cama desconocida es tanplacentero, ¿no le parece? Y, si sientefrío, puede encender el gas de lachimenea cuando le apetezca.

—Muchas gracias —respondió Billy—. Muchísimas gracias.

Advirtió que la colcha había sidoretirada y que el embozo aparecía

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pulcramente doblado a un lado: todolisto para acoger a quien ocupara ellecho.

—Celebro infinito que hayaaparecido —dijo ella, mirándole conintensidad el rostro—. Comenzaba apreocuparme.

—Descuide —respondió Billy, muyanimado—. No tiene por quépreocuparse por mí.

Y, colocada la maleta encima de lasilla, empezó a abrirla.

—¿Y la cena, querido joven? ¿Hapodido cenar algo por el camino?

—No tengo nada de hambre, muchasgracias —contestó él—. Lo que voy a

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hacer, creo, es acostarme lo antesposible, pues mañana he de madrugar unpoco; debo presentarme en la oficina.

—Pues conforme. Le dejaré solo,para que pueda deshacer su equipaje. Detodas formas, ¿tendría la bondad, antesde retirarse, de pasar un instante por elcuarto de estar, en la planta, y firmar elregistro? Es una formalidad que rigepara todos, pues así lo establecen lasleyes del país, y no es cosa de quecontravengamos ninguna ley en esta fasedel trato, ¿no le parece?

Y, tras agitar la mano a modo debreve saludo, salió presurosa cíe lahabitación y cerró la puerta.

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Pues bien, el hecho de que supatrona diese la impresión de estar unpoco chiflada no le preocupaba a Billyen lo más mínimo. Comoquiera que semirase, no sólo era inofensiva —eseextremo estaba fuera de duda—, sinoque se trataba, bien a las claras, de unalma generosa y amable. Era posible,conjeturó Billy, que hubiese perdido unhijo en la guerra, o algo parecido, y queno hubiera llegado a recuperarse delgolpe.

De manera que, pasados unosminutos, después de deshacer la maletay lavarse las manos, trotó escalerasabajo y, llegado a la planta, entró en la

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sala de estar. No se encontraba allí lapatrona, pero el fuego ardía en lachimenea y el pequeño bassetcontinuaba durmiendo frente al hogar. Laestancia estaba magníficamente caldeaday acogedora. Soy un tipo con suerte, sedijo frotándose las manos. Esto estárequetebién.

Como encontrara el registro encimadel piano y abierto, sacó la pluma yanotó su nombre y dirección. La páginasólo tenía dos inscripciones anteriores,y, como siempre hacemos en tales casos,se puso a leerlas. La primera era de untal Christopher Mulholland, de Cardiff.La otra, de Gregory W. Temple, de

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Bristol.Qué curioso, pensó de pronto.

Christopher Mulholland. Ese nombre mesuena.

Y bien, ¿dónde diablos habría oídoaquel apellido un tanto insólito?

¿Correspondería a un condiscípulo?No. ¿Se llamaría así alguno de losmuchos pretendientes de su hermana, o,tal vez, un amigo de su padre? No, no, nilo uno ni lo otro. Echó una nueva ojeadaal libro.

ChristopherMulholland

231 CathedralRoad, Cardiff

Gregory W. 27 Sycamore

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Temple Drive, Bristol

A decir verdad, y ahora que sedetenía a pensarlo, no estaba muy segurode que el segundo nombre no le sonasecasi tanto como el primero.

—Gregory Temple —dijo en vozalta mientras exploraba en su memoria—. Christopher Mulholland…

—Encantadores muchachos —apuntó una voz a su espalda.

Al volverse vio a su patrona, queentraba en la sala como flotando,cargada con una gran bandeja de platapara el té. La sostenía muy en alto, comosi fueran las riendas de un caballo

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retozón.—No sé de qué, pero esos nombres

me suenan —dijo Billy.—¿De veras? Qué interesante.—Estoy casi convencido de

haberlos oído ya en alguna parte. ¿No esextraño? Quizá los leyese en elperiódico. No serían famosos por algo,¿verdad? Quiero decir, famososjugadores de cricket o de fútbol, o algopor el estilo…

—¿Famosos? —repitió ella al dejarla bandeja en la mesita que daba frenteal hogar—. Oh, no, no creo que fueranfamosos. Pero, de eso sí puedo darle fe,ambos eran extraordinariamente guapos:

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altos, jóvenes, apuestos…, justo comousted, querido joven.

Una vez más, Billy ojeó el registro.—Pero oiga —dijo al reparar en las

fechas—, esta última anotación tienemás de dos años.

—¿En serio?—Desde luego. Y Christopher

Mulholland le precede en casi un año.Hace, pues, más de tres años de eso.

—Santo cielo —exclamó ellameneando la cabeza y con un pequeñosuspiro melifluo—. Nunca lo hubierapensado. Cómo vuela el tiempo,¿verdad, señor Wilkins?

—Weaver —corrigió Billy—. Me

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llamo W-e-a-v-e-r.—¡Oh, por supuesto! —gritó al

tiempo que se sentaba en el sofá—. Quétonta soy. Mil perdones. Las cosas,señor Weaver, me entran por un oído yme salen por el otro. Así soy yo.

—¿Sabe qué hay de verdaderamenteextraordinario en todo esto? —replicóBilly.

—No, mi querido joven, no lo sé.—Pues verá usted… estos dos

apellidos, Mulholland y Temple, no sólome da la impresión de recordarlosseparadamente, por así decirlo, sinoque, por el motivo que sea, y de formamuy singular, parecen, al mismo tiempo,

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como relacionados entre sí. Como siambos fuesen famosos por un misinomotivo, no sé si me explico… como…bueno… como Dempsey y Tunney, porejemplo, o Churchill y Roosevelt.

—Qué divertido —respondió ella—; pero acérquese, querido, siénteseaquí a mi lado en el sofá, y tome unabuena taza de té y una galleta de jengibreantes de irse a la cama.

—No debería molestarse, de veras—dijo Billy—. No había necesidad depreparar tantas cosas.

Lo dijo plantado en pie junto alpiano, observándola conformemanipulaba ella las tazas y los platillos.

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Reparó en sus manos, que eranpequeñas, blancas, ágiles, de uñasesmaltadas de rojo.

—Estoy casi seguro de que ha sidoen los periódicos donde he visto esosnombres —insistió el muchacho—. Lorecordaré en cualquier momento. Estoyseguro.

No hay mayor tormento que esasensación de un recuerdo que nos roza lamemoria sin penetrar en ella. Billy no seavenía a desistir.

—Un momento —dijo—, espere unmomento… Mulholland… ChristopherMulholland… ¿No se llamaba así aquelcolegial de Eton, que recorría a pie el

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oeste del país, cuando, de pron…?—¿Leche? —preguntó ella—.

¿Azúcar también?—Sí, gracias.Cuando, de pronto…—¿Un colegial de Eton? —repitió la

patrona—. Oh, no, imposible, querido;no puede tratarse, en forma alguna, delmismo señor Mulholland: el mío,cuando vino a mí, no era ciertamente uncolegial de Eton sino un universitario deCambridge. Y ahora, venga aquí,siéntese a mi lado y entre en calor frentea este fuego espléndido. Vamos. Su té leestá esperando.

Y, con unas palmaditas en el asiento

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que quedaba libre a su lado, sonrió aBilly a la espera de que se acercase. Elmuchacho cruzó lentamente la estancia yse sentó en el borde del sofá. Ella lepuso delante la taza de té, en la mesita.

—Bueno, pues aquí estamos —dijoella—. Qué agradable, qué acogedorresulta esto, ¿verdad?

Billy dio un primer sorbo a su té.Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá,de medio minuto, ambos guardaronsilencio. Billy, sin embargo, se dabacuenta de que ella le miraba.Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos,así lo percibía, le observaban porencima de la taza, fijos en su rostro. De

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vez en cuando el muchacho sentía hálitosde un peculiar perfume que parecíaemanar directamente de ella. De formaalgo desagradable, le recordaba…,bueno, no hubiera sabido decir a qué lerecordaba. ¿Las castañas confitadas?¿El cuero por estrenar? ¿O sería, acaso,los pasillos de los hospitales?

—El señor Mulholland —comentóella por fin— era un extraordinariobebedor de té. En la vida he conocido anadie que bebiera tanto té como eladorable, encantador señor Mulholland.

—Imagino que marcharía hace nomucho —dijo Billy, que continuabadevanándose los sesos en relación con

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ambos apellidos.Ahora tenía ya la absoluta certeza de

haberlos leído en la prensa, en lostitulares.

—¿Marchar, dice? —contestó ellaarqueando las cejas—. Pero queridojoven, el señor Mulholland jamás hizotal cosa. Sigue aquí. Como el señorTemple. Están los dos en el tercer piso,juntos.

Billy depositó con cuidado la taza enla mesa y miró de hito en hito a supatrona. Ella le sonrió, avanzó una desus blancas manos y le dio unasconfortables palmaditas en la rodilla.

—¿Qué edad tiene usted, mi querido

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muchacho? —quiso saber.—Diecisiete años.—¡Diecisiete años! —exclamó la

patrona—. ¡Oh, la edad ideal! La mismaque tenía el señor Mulholland. Aunqueél, diría yo, era un poquitín más bajo; loque es más, lo aseguraría; y no acababade tener tan blancos los dientes. Susdientes son una preciosidad, señorWeaver, ¿lo sabía usted?

—No están tan sanos como parecen—respondió Billy—. Tienen montonesde empastes detrás.

—El señor Temple era, desde luego,algo mayor —continuó ella, pasando poralto la observación—. La verdad es que

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tenía veintiocho años. Pero, de nohabérmelo dicho él, yo nunca lo hubieraimaginado. Jamás en la vida. No teníauna mácula en el cuerpo.

—¿Una qué?—Que su piel era lo mismito que la

de un bebé.Siguió un silencio. Billy recuperó la

taza, sorbió de nuevo y volvió adepositarla cuidadosamente en el plato.Esperó a que su patrona interviniera denuevo; pero ella daba la impresión dehaberse sumido en otro de aquellossilencios suyos. Billy se quedó mirandocon fijeza hacia el rincón opuesto, losdientes clavados en el labio inferior.

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—Ese loro —dijo finalmente—,¿sabe que me engañó por completo,cuando lo vi desde la calle? Hubierajurado que estaba vivo.

—Ay, ya no.—La disección es habilísima —

añadió él—. No se le ve nada muerto.¿Quién la hizo?

—La hice yo.—¿Usted?—Claro está. Y ya se habrá fijado,

también, en mi pequeño Basil —dijo,señalando con la cabeza al basset tanplácidamente ovillado ante el hogar.

Vueltos hacia él los ojos, Billy sepercató, de repente, de que el perro

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había permanecido todo el rato taninmóvil y silencioso como el loro.Extendió una mano y le palpósuavemente lo alto del lomo. Loencontró duro y frío, y, al peinarle elpelo con los dedos, vio que la piel, deun negro ceniciento, estaba seca yperfectamente conservada.

—Por todos los santos —exclamó—, esto es de todo punto fascinante. —Olvidando al perro, observó conprofunda admiración a la mujermenudita que ocupaba el sofá a su lado yañadió—: Un trabajo como éste debe deresultarle dificilísimo.

—En absoluto —replicó ella—.

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Diseco personalmente a todas mismascotas cuando pasan a mejor vida.¿Le apetece otra taza de té?

—No, gracias —respondió Billy.Tenía la infusión un cierto sabor a

almendras amargas y no le atraíademasiado.

—Ha firmado usted el registro,¿verdad?

—Sí, claro.—Buena cosa. Lo digo porque, si

más adelante llego a olvidar cómo sellamaba usted, siempre me queda lasolución de bajar y consultarlo. Lo sigohaciendo, casi a diario, en cuanto alseñor Mulholland y el señor… el

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señor…—Temple —apuntó Billy—.

Gregory Temple. Perdone la pregunta,pero ¿acaso no ha tenido, en estosúltimos dos o tres años, más huéspedesque ellos?

Con la taza de té en una mano ysostenida en alto, la cabeza ligeramenteladeada a la izquierda, la patrona lemiró de soslayo y, con otra de aquellasamables sonrisitas, dijo:

—No, querido. Sólo usted.

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11. WILLIAM YMARY

WILLIAM Pearl no dejó muchodinero al morir, y su testamento erasencillo. Con la excepción de unaspocas donaciones destinadas aparientes, legaba todos sus bienes a suesposa.

El procurador y la señora Pearlrevisaron juntos el documento en eldespacho de aquél, y, concluido elasunto, la viuda se levantó dispuesta amarchar. En ese instante, el procurador

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sacó de una carpeta situada encima de suescritorio un sobre sellado que entregó asu cliente.

—Tengo instrucciones de entregarleesto —dijo—. Nos lo hizo llegar suesposo poco antes de su fallecimiento.

En su respeto hacia la viuda, elprocurador, descolorido y almidonado,le hablaba con la mirada gacha y lacabeza ladeada.

—Parece que se trata de un asuntopersonal, señora Pearl —continuó—.Sin duda preferirá llevárselo y leerlo enla intimidad de su hogar.

La señora Pearl tomó el sobre ysalió a la calle. Ya en la acera, se paró

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para palpar el objeto. ¿Una carta dedespedida de William? Sí, era lo másprobable. Una carta solemne. Porque deseguro lo sería: solemne y afectada. Eraincapaz, el pobre, de proceder de otraforma. En su vida había hecho nadaajeno a la solemnidad.

Mi querida Mary: Confío en que nopermitirás que mi partida de estemundo te afecte en exceso, sino queperseverarás en la observancia de lospreceptos que tan bien te guiaron ennuestra mutua asociación. Sé diligentey digna en todo. Sé ahorrativa con eldinero. Cuídate muy bien de no…,

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etcétera, etcétera.

La típica carta de William.¿O podría ser que, cediendo en el

último momento, le hubiese escrito algohermoso? Quizá fuese aquello un bonitoy tierno mensaje, una especie de carta deamor, una esquela afectuosa y amable,de gracias por haberle dado treinta añosde su vida, haberle planchado un millónde camisas, dispuesto un millón decomidas y hecho un millón de camas;algo que pudiera leer y releer, una vezpor día cuando menos, y guardar porsiempre, junto con los broches, en eljoyero, encima del tocador.

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Próxima la hora de la muerte, lagente tiene reacciones imprevisibles, sedijo la señora Pearl. Y, con el sobrebajo el brazo, salió presurosa hacia sucasa.

Entró por la puerta principal,encaminóse derechamente al cuarto deestar y, sentada en el sofá sin quitarsesombrero ni abrigo, rasgó el sobre yextrajo su contenido. Consistía éste,advirtió, en quince o veinte blancascuartillas rayadas, dobladas por la mitady unidas en su esquina superiorizquierda por un sujetapapeles, todasellas repletas de aquella escrituramenuda, pulcra, inclinada hacia adelante

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que tan bien conocía; pero, al ver suextensión, la metódica y pulidadisposición de lo escrito y el hecho deque la primera página ni siquieraempezara en el agradable tono quecorresponde a una carta, comenzó aconcebir sospechas.

Apartó la mirada, encendió uncigarrillo, le dio una chupada y lo dejóen el cenicero.

Si esto trata de lo que empiezo abarruntar que trata, no quiero leerlo, sedijo.

¿Puede uno negarse a leer la carta deun muerto?

Sí.

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En fin…Echó una ojeada a la vacía butaca de

William, situada al otro lado de lachimenea: un gran sillón tapizado decuero marrón, cuyo asiento guardaba laconcavidad que William le había hechocon las nalgas a través de los años y surespaldo, en la parte superior, la oscuramancha ovalada que adquirió dondeapoyaba la cabeza. En ese butacón solíasentarse a leer mientras ella, instaladaenfrente, en el sofá, le cosía botones, ole zurcía calcetines, o le ponía parchesen los codos de alguna chaqueta dandolugar a que, de vez en cuando, un par deojos se alzasen de la lectura vigilantes y

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se fijaran en ella, pero con una extrañafalta de expresión, como si calcularanalgo. Nunca le habían gustado aquellosojos: fríos, de un azul de hielo,pequeños, un sí es no juntos y con dostrazos verticales, de censura,separándolos. Ojos que la habíanvigilado durante toda su vida. Tanto, queincluso ahora, tras una semana desoledad en la casa, le embargaba aveces la turbadora sensación de quecontinuaban allí, siguiendo susmovimientos, mirándola con fijezadesde el vano de las puertas, desde lassillas vacías, y, por la noche, desde lasventanas.

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Con lento ademán alcanzó el bolso,sacó las gafas y se las puso. Luego, elfajo de cuartillas en alto, a fin debeneficiarse de la última luz que la tardevertía por la ventana situada a suespalda, empezó a leer:

«Estos pliegos, mi querida Mary,son exclusivamente para ti y te seránentregados poco después de que te deje.

»No te alarme toda esta escritura,que no es sino un intento por mi parte deexplicarte con exactitud lo que Landy sepropone hacer conmigo, por qué; me heavenido a ello y en qué consisten susteorías y cifra sus esperanzas. Son cosas

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que, siendo tú mi esposa, tienes derechoa saber. Lo que es más: es preciso quesepas. Estos últimos días he puesto granempeño en hablarte de Landy, pero tú tehas negado en redondo a escucharme. Esésa, como ya te he señalado, una actitudmuy tonta y que, por otra parte, no dejade parecerme egoísta. Dimana sobretodo de la ignorancia, y estoyconvencido por completo de que, a pocoque conozcas los hechos, mudarásinmediatamente de parecer. De ahí miconfianza en que, cuando yo no esté yacontigo y tu pensamiento se encuentremenos turbado, accederás a prestarmemás atención en estas páginas. Puedo

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jurarte que, leído mi relato, tusentimiento de antipatía se desvaneceráy se verá sustituido por el entusiasmo.Me atrevo incluso a pensar que teenorgullecerás un poco de mi iniciativa.

«Conforme avanzas en la lectura,debes perdonarme, te lo ruego, lafrialdad del estilo, pues no conozco otraforma de transmitirte con claridad mimensaje. Según se acerca mi hora, ya locomprenderás, es natural, que meembargue todo el sentimentalismo delmundo. Con cada día que pasa mevuelvo más pródigamente anheloso,sobre todo al anochecer, y, como no mevigile de cerca, estas páginas se verán

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inundadas por mis emociones.»Me asalta, por ejemplo, el deseo de

escribir algo sobre ti, sobre lo muybuena que has sido como esposa duranteestos años, y me he prometido que si eltiempo me alcanza, y también lasfuerzas, lo haré a continuación.

»También ansío referirme a esteOxford de mi alma, donde he vivido yenseñado estos últimos diecisiete años;decir algo a propósito del esplendor deeste lugar y explicar un poco, si puedo,lo que para mí ha significado trabajar enél. Las cosas y los lugares que tanto hequerido afluyen, todos, hacia mí en estahabitación sombría. Brillantes y

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hermosos como siempre, hoy, por algunarazón, los veo con una claridadinusitada. El senderillo que rodea ellago en los jardines del WorcesterCollege, donde solía pasear Lovelace.La portalada de Pembroke. La vista quedesde la Magdalen Tower ofrece laciudad hacia el oeste. El magníficopórtico de la Christchurch. El pequeñojardín de rocalla en St. John, donde hecontado más de una docena devariedades de campánula, entre ellas larara y delicada C. Waldsteiniana. Pero¡ya ves!: apenas comenzar, caigo ya enla trampa. Así pues, permíteme empezarsin más demoras; y tú, querida mía, lee

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despacio y olvidando todo sentimientode pesar o censura, por lo demássusceptibles de entorpecer tucomprensión. Has de prometerme queleerás esto con detenimiento, adoptando,antes de empezar, un talante sereno ypaciente.

»Porque ya conoces los pormenoresde la enfermedad que me abatió tan depronto mediada mi vida adulta, huelgamalgastar tiempo en ellos, como no seapara reconocer de inmediato cuan locofui en no haber recurrido antes almédico. El cáncer es uno de los pocosmales que todavía no pueden curar estosmodernos fármacos. La cirugía puede

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extirparlo, a condición de que no sehaya extendido excesivamente; pero, enmi caso, no sólo lo descuidé demasiado,sino que la cosa ésta tuvo la desfachatezde atacarme el páncreas descartando,con ello, tanto la posibilidad deintervenirlo como de sobrevivir.

»Ahí quedaba yo, pues, con unasesperanzas de vida entre uno y seismeses, hora a hora más melancólico,hasta que, de manera totalmenteinesperada, aparece Landy.

»Eso ocurrió hace seis semanas, unmartes por la mañana, muy temprano,mucho antes de tu hora de visita, y, encuanto le vi entrar, me di cuenta de que

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una especie de locura flotaba en el aire.A diferencia de mis otros visitantes, nose deslizó sigilosamente, de puntillas,entre avergonzado y violento, sin saberqué decir, sino que, fuerte y risueño,penetró en la habitación, se plantó juntoa la cama, se me quedó mirando,espejeándole los ojos un brillo salvaje,y exclamó:

»—¡William, muchacho, esto esperfecto! ¡Eres, justo, la persona queandaba buscando!

»Quizá convenga señalar aquí que,si bien John Landy no ha visitado nuncanuestra casa y tú le has visto pocasveces o ninguna, yo, en cambio, he

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mantenido con él relaciones amistosasdurante al menos nueve años. Aunque enprincipio no soy, claro está, sinoprofesor de filosofía, ya sabes que enlos últimos tiempos he tocado también, yno poco, la psicología. Mis intereses ylos de Landy, pues, han llegado aentremezclarse en cierto modo. Es unmagnífico neurocirujano, uno de losmejores, y en fechas recientes ha tenidola bondad de permitirme estudiar losresultados de algunos de sus trabajos, enparticular las lobotomías prefrontales ysus distintos efectos sobre diversostipos de psicópatas. Esto te hará ver queen el momento de su irrupción, la

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mañana de aquel martes, distábamos deser extraños el uno para el otro.

»—Veamos —dijo, al tiempo que seacercaba una silla a la cama—, dentrode unas semanas, pocas, habrás muerto.¿Me equivoco?

»Viniendo de Landy, la pregunta nome pareció demasiado ruda. Según semire, resultaba estimulante una visitacon arrestos suficientes para abordar lacuestión tabú.

»—Expirarás aquí, en esta mismahabitación, y luego te llevarán paraincinerarte.

»—Para enterrarme —corregí.»—Lo que todavía es peor. Y luego,

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¿qué? ¿Crees que irás al cielo?»—Lo dudo, aunque sería

reconfortante pensarlo.»—Entonces, ¿al infierno?»—En verdad no veo por qué

habrían de enviarme ahí.»—Nunca se sabe, mi querido

William.»—¿A qué viene todo esto? —

indagué.»—Verás —comenzó, y me di cuenta

de que me observaba con atención—,personalmente no creo que, después demuerto, vuelvas a tener noticias de timismo; a menos… —ahí hizo una pausa,sonrió e inclinóse hacia mí—, a menos,

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claro está, que tu buen sentido te hagaponerte en mis manos. Tengo unaproposición que hacerte; ¿quieresescucharla?

A juzgar por la manera en que meestudiaba con la mirada, por la fijeza deésta, por su curiosa avidez, se hubiesedicho que era yo un pedazo de carne deprimerísima calidad que él hubieracomprado y que ahora, expuesta en elmostrador, aguardara a que se laenvolvieran.

»—Lo digo en serio, William.¿Quieres considerar una proposición?

»—No sé de qué me estás hablando.»—Escúchame, pues, y te lo diré.

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¿Quieres?»—Adelante, si ése es tu gusto. No

creo que con oírte vaya a perder nada.»—Lo que puedes, por el contrario,

es ganar, y mucho… sobre todo, despuésde muerto.

»Estoy seguro de que contaba conque, al oír eso, pegara un salto; pero,por alguna razón, lo estaba esperando.Me quedé perfectamente inmóvil, atentoa su rostro y a aquella sonrisa suya,blanca y lenta, que siempre le dejaba aldescubierto, enroscados en torno alcanino superior izquierdo, los ganchosde oro de la prótesis.

»—Se trata de algo, William, en lo

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que he trabajado en silencio por espaciode varios años. Algunos de los delhospital me han echado una mano,Morrison en especial, y hemos llevado atérmino, con bastante éxito, una serie depruebas con animales de laboratorio. Hellegado a un punto en que estoydispuesto a probar con un hombre. Esuna gran idea, y, aunque a primera vistapueda parecer un tanto rebuscada, en loquirúrgico nada impide que resulte máso menos viable.

»Adelantando el cuerpo puso ambasmanos sobre el borde de la cama. Landytiene una cara agradable, de perfilesangulosos, exenta por completo de esa

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expresión característica de los médicos.Ya sabes a qué me refiero: esa miradaque la mayoría de ellos exhiben y que,lamiéndole a uno como el reflejo de unlívido anuncio luminoso, parece decir:Sólo yo puedo salvarte. Los ojos deJohn Landy, en cambio, lucían amplios yllenos de brillo, las pupilascentelleantes de entusiasmo.

»—Hace ya mucho tiempo —continuó—, vi un cortometraje médicoque nos habían traído de Rusia. Un tantotruculento, pero interesante, mostrabauna cabeza de perro que, separada delcuerpo, recibía no obstante, a través devenas y arterias, su flujo normal de

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sangre, suministrada por un corazónartificial. Lo notable del caso es esto:aquella cabeza de perro, plantada allí,sola, en mitad de una especie debandeja, estaba viva. El cerebrofuncionaba, como demostraron una seriede pruebas. Por ejemplo, si aplicabancomida a los labios del perro, la lenguasalía y la retiraba de un lametón; y, sialguien cruzaba la sala, los ojos seguíansu movimiento.

»”La conclusión lógica que cabíasacar de ello era que, para continuarvivos, cerebro y cabeza no necesitanestar unidos al resto del cuerpo… acondición, claro está, de que se

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mantenga un suministro de sangredebidamente oxigenada.

»”Ahora bien, lo que a mí se meocurrió a la vista de esa filmación fueextraer del cráneo un cerebro humano ymantenerlo vivo y funcionando comounidad autónoma, y esto durante tiempoilimitado tras la muerte de la persona.Ese cerebro podría ser, por ejemplo, eltuyo, una vez fallecido tú.

»—No me gusta eso —dije.»—No me interrumpas, William.

Déjame acabar. A juzgar por losresultados de los sucesivosexperimentos, el cerebro es un órganocuriosamente autónomo que fabrica su

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propio fluido cerebroespinal. Lasprodigiosas funciones de pensamiento ymemoria que se desarrollan en suinterior no se ven comprometidas, atodas luces, por la ausencia de losmiembros, el tronco o incluso el cráneo,siempre y cuando, repito, se le bombeeen condiciones idóneas sangreoxigenada y del tipo adecuado.

»”Mi querido William, piensa,siquiera por un momento, en tu cerebro.Está en perfectas condiciones. Colmadopor toda una vida de estudio.Convertirlo en lo que es, te ha llevadomuchos años de trabajo. Y, justo cuandoempezaba a rendir algunas ideas

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originales, de primera magnitud, se veobligado a morir, junto con el resto de tucuerpo, por la simple razón de que eltontaina de tu páncreas está comido porun cáncer.

»—No, gracias —le dije—. No espreciso que sigas. Es una idearepugnante y, aun en el supuesto de quepudieras llevarla a efecto, cosa quedudo, resulta de todo punto insensata.¿De qué podría servir mantener vivo micerebro si no me queda la posibilidadde ver ni de hablar ni de oír ni de sentir?En lo que a mí respecta, no puedoconcebir nada más desagradable.

»—Creo que sí podrías comunicarte

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con nosotros —replicó Landy—. Eincluso es posible que consiguiéramosdarte cierto grado de visión. Perovayamos por partes. Esos aspectos losabordaré más tarde. El hecho, entretanto,es que, suceda lo que suceda, vas amorir en breve, y que mi proyecto nocontempla tocarte ni un cabello hastadespués de muerto. Venga ya, William.Ningún auténtico filósofo se opondría aceder su cadáver a la causa científica.

»—Ese planteamiento no acaba deser exacto —objeté—. A mi modo dever, subsisten dudas en cuanto a siestaría vivo o no después de pasar portus manos.

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»—Bueno —respondió con unesbozo de sonrisa—, creo que en esoestás en lo cierto; pero también piensoque no debieras desestimar tan a laligera mi proposición sin conocerlamejor.

»—Ya te he dicho que no quiero oírmás.

»—Toma un cigarrillo —dijo altiempo que me tendía la pitillera.

»—Ya sabes que no fumo.»Él sí tomó un pitillo, que encendió

con un minúsculo mechero de plata, nomayor que una pieza de un chelín.

»—Un obsequio de la gente que mefabrica el instrumental —comentó—.

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Ingenioso, ¿verdad?»Lo examiné y se lo devolví.»—¿Puedo continuar?»—Preferiría que no lo hicieras.»—Serénate y escúchame. Creo que

lo encontrarás muy interesante.»Junto a la cama tenía una fuente de

uvas azules. Me la acomodé sobre elpecho y comencé a comer.

»—Sería preciso que yo estuvierapresente en el momento de la muerte —prosiguió Landy—, para actuar sinpérdida de tiempo y ver de mantenervivo el cerebro.

»—Dejándolo en la cabeza, quieresdecir.

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»—Por de pronto, sí. No mequedaría otro camino.

»—Y luego, ¿dónde lo pondrías?»—Si insistes en saberlo, en una

especie de cubeta.»—¿Lo dices en serio?»—Claro que lo digo en serio.»—Está bien. Continúa.»—Te supongo al corriente de que,

cuando el corazón se para y el cerebrose ve privado de sangre renovada yoxigenada, sus tejidos mueren con granrapidez. De cuatro a seis minutos escuanto se necesita para que sucumbatodo él. A veces, a los tres minutos ya sepresentan ciertas lesiones. Es decir que,

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en evitación de eso, habría de iniciarrápidamente el trabajo. Pero, con ayudade la máquina, todo ello resultaría muysencillo.

»—¿Qué máquina?»—El corazón artificial. Tenemos

aquí una bonita adaptación del quediscurrieron originalmente Alexis Carrely Lindbergh. Oxigena la sangre, lamantiene a la temperatura conveniente,la bombea a la presión adecuada y hacetoda una serie de otras cosas necesarias.Y en realidad no es nada complicado.

»—Dime qué harías al presentarsela muerte —le atajé—. ¿Cuál sería tuprimer paso?

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»—¿Sabes algo acerca de losdispositivos venoso y vascular delcerebro?

»—No.»—Pues presta atención. No es

difícil. La aportación de sangre querecibe el cerebro parte de dos fuentesprincipales, las arterias carótidasinternas y las vertebrales. Hay dos decada una de ellas, lo cual nos da cuatroarterias. ¿Lo has comprendido?

»—Sí.»—Y el sistema de retorno es

todavía más simple. La sangre esevacuada por dos grandes venas, lasyugulares internas. De manera que nos

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encontramos con cuatro arterias queascienden, por el cuello claro está, y dosvenas que descienden. Y que,naturalmente, se despliegan en otrosconductos alrededor del cerebro; peroéstos no nos conciernen. No los vamos atocar para nada.

»—Conforme —dije—. Imaginemosque acabo de morir. ¿Qué haces tú enese momento?

»—Abrirte inmediatamente el cuelloy localizar las cuatro arterias, carótidasy vertebrales. A continuación lascalaría, es decir que hincaría en cadauna de ellas una gran aguja hueca. Lascuatro agujas quedarían conectadas con

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el corazón artificial mediante tubos.Entonces, y trabajando rápidamente,seccionaría ambas venas yugulares,derecha e izquierda, y las conectaría alcorazón mecánico, a fin de completar elcircuito. Pongo en marcha entonces lamáquina, ya abastecida de sangre deltipo adecuado, y listo: tu cerebro veríarestablecida la circulación.

»—Quedaría como ese perro ruso.»—No lo creo. Por de pronto, al

morir perderías ciertamente laconciencia, y dudo mucho que larecuperases en un largo período detiempo… o nunca. Pero, consciente o no,quedarías en una situación bastante

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interesante, ¿no te parece? Un cuerpofrío y muerto y un cerebro vivo.

»Landy hizo una pausa, parasaborear esa deliciosa perspectiva.Estaba tan extasiado y poseído poraquella idea, que a todas luces nohubiera podido admitir que nocompartiese sus sentimientos.

»—Llegados a ese punto, podríamosproceder con más calma —dijo—. Ycréeme que la necesitaríamos. Nuestroprimer cuidado sería conducirte alquirófano, acompañado, desde luego,por la máquina, que no debe interrumpirel bombeo en ningún momento. Elsiguiente problema…

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»—De acuerdo, con eso basta —leinterrumpí—. No necesito conocer lospormenores.

»—Oh, claro que sí —replicó—. Esimportante que sepas con exactitud loque va a ocurrirte de principio a fin. Esque después, ¿sabes?, cuando recuperesel conocimiento, para ti será mucho mássatisfactorio saber dónde te encuentras ycómo llegaste ahí. Son extremos quedebes conocer, siquiera para tu paz deespíritu. ¿Estás de acuerdo?

»Continué inmóvil, atento a él.»—De modo que el siguiente

problema estaría en retirar de tu cadáverel cerebro intacto e ileso. El cuerpo no

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nos sirve para nada. A decir verdad, yaha iniciado su descomposición. Elcráneo y la cara son, también, inútiles.Uno y otra son estorbos y no los quieropor medio. A mí sólo me interesa elcerebro, el hermoso y limpio cerebro,vivo y perfecto. Así es que, cuando tetenga encima de la mesa, tomaré unasierra, una pequeña sierra oscilante, ycon ella me pondré a retirar toda tubóveda craneal. Como en ese instanteseguirás inconsciente, no tendré quepreocuparme por la anestesia.

»—¡Y un pepino! —protesté.»—No sentirías nada, William, te lo

prometo. No olvides que llevarás

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muerto varios minutos.»—Sin anestesia, a mí nadie me

asierra la tapa de la cabeza —porfié.»Landy se encogió de hombros.»—Para mí —dijo—, eso no cambia

nada. Si insistes, te administraré un pocode procaína. Y, si te ha de hacer másfeliz, estoy dispuesto a impregnarte deella todo el cuero cabelludo y hasta latotalidad de la cabeza, de cuello paraarriba.

»—Muchísimas gracias —dije.»—¿Sabes? —continuó él—, a

veces ocurren cosas extraordinarias. Lasemana pasada, sin ir más lejos, metrajeron a un individuo en estado de

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inconsciencia a quien abrí la cabeza sinrecurrir a ningún anestésico y le extirpéun pequeño coágulo de sangre. Todavíaestaba trabajando en el interior delcráneo, cuando se despertó y se puso ahablar.

»“¿Dónde estoy?”, preguntó.»“En el hospital.”»“Vaya —dijo—, qué cosas.”»“Dígame —le pregunté—, lo que le

estoy haciendo, ¿le incomoda?”»“No, en absoluto —respondió—.

¿Qué está haciendo?”»“Retirarle un coágulo de sangre que

tiene en el cerebro.”»“¿Eso hace?”

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»“Quieto, por favor. No se mueva.Ya casi he terminado.”

»“De manera que es el cabrón delcoágulo el que me ha estado dando todasesas jaquecas”, comentó él.

»Landy se detuvo y evocó el lancecon una sonrisa.

»—Eso es, palabra por palabra, loque dijo —continuó—, lo cual noimpide que al día siguiente no recordarapara nada el episodio. Curiosa cosa, elcerebro.

»—Yo me quedo con la procaína —apunté.

»—Como prefieras, William. Y,volviendo a lo que decía, provisto de

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una pequeña sierra oscilantedesprendería con gran cuidado todo elcalvarium, o sea la bóveda craneal. Esodejaría al descubierto la mitad superiordel cerebro, o, mejor dicho, de la másexterior de las membranas que loenvuelven. No sé si lo sabes, peroexisten tres membranas independientesalrededor del cerebro propiamentedicho: la exterior, llamada duramáter oduramadre; la intermedia, llamadaaracnoides; y la interna, conocida porpiamáter o piamadre. El profano tiendea pensar que el cerebro es una cosadesnuda que tenemos en la cabezaflotando de aquí para allá en un fluido.

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Pero no es así: se encuentra pulcramenteenvuelto en esas tres fuertes membranas,y el fluido cerebroespinal mana dehecho en el pequeño espaciocomprendido entre las dos membranasinternas, y que recibe el nombre deespacio subaracnoideo. Como ya te hedicho, ese fluido es fabricado por elcerebro y se evacúa por osmosis haciael sistema venoso.

»”Esas tres membranas, ¿no teparecen adorables sus nombres: laduramadre, el aracnoides y lapiamadre?, yo las dejaría intactas. Estopor muchas razones, una de ellas, y deno poco peso, el hecho de que en el

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interior de la duramadre circulan losconductos venosos que utiliza la sangreen su paso desde el cerebro hacia layugular.

»”O sea que —continuó— yatenemos fuera la bóveda craneal y a lavista la parte superior del cerebro,envuelta en su membrana externa. Elsiguiente paso es el verdaderamenteenrevesado: desprender todo el paquetede manera que pueda ser levantado yextraído limpiamente, los extremos delas cuatro arterias de aflujo y las dosvenas colgando por debajo, a fin deconectarlos a la máquina. Se trata de unamaniobra enormemente larga y

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complicada en la que intervienen ladestrucción de buenas porciones dehueso, la sección de muchos nervios y elcorte y empalme de numerosos vasossanguíneos. La única forma de llevarla acabo con alguna esperanza de éxito esutilizar un osteotomo y desmenuzarte elresto del cráneo en direccióndescendente, como quien monda unanaranja, hasta que los laterales y la parteinferior de la membrana cerebral quedenenteramente expuestos. Los problemasque ello comporta son en extremotécnicos, de manera que no entraré enellos; no obstante, estoy casi cierto deque el trabajo puede ser realizado. Es

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mera cuestión de paciencia y de destrezaquirúrgica. Y no olvides que dispondríade tiempo, todo el que necesite, ya queel corazón artificial, situado junto a lamesa de operaciones, estaríabombeando continuamente a fin demantener vivo el cerebro.

»”Imaginemos, pues, que heconseguido descortezarte el cráneo yretirar todo lo que rodea los lateralesdel cerebro. Este queda ahora unido alcuerpo sólo en su base, principalmentepor la columna vertebral, las dosgrandes venas y las cuatro arterias quele suministran sangre. Así pues, ¿quéhacemos a continuación?

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»”Te seccionaría la columna justopor encima de la primera vértebracervical, poniendo el mayor cuidado enno dañar las dos arterias vertebralessituadas en esa zona. Debes recordar,sin embargo, que la duramadre, omembrana exterior, se encuentra abiertaen ese punto a fin de alojar la columna,de manera que me vería obligado aocluir esa abertura cosiendo entre sí losbordes de la duramadre. Eso nopresentaría ningún problema.

»”Hecho eso, ya estaría listo paraemprender la operación final. A un ladode Ja mesa tendría una cubeta de modeloespecial, llena de lo que llamamos

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Solución de Ringer: un fluido especialque en neurocirugía utilizamos para lairrigación. Después de desprender porcompleto el cerebro mediante la secciónde las arterias de alimentación y lasvenas, lo cogería, sin más, con lasmanos y lo trasladaría a la cubeta. Esesería el segundo y último momento, entodo el proceso, en que se vieseinterrumpido el flujo sanguíneo; pero,una vez en la cubeta, conectar losextremos de arterias y venas al corazónartificial sería cosa de un segundo.

»”De manera que —concluyó Landy—, ahí estamos, con tu cerebro en lacubeta y todavía vivo, y no hay razón

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para que no continúe así durante muchotiempo, largos años tal vez, siempre ycuando sangre y máquina esténatendidas.

»—Pero… ¿funcionaría? —pregunté.

»—Mi querido William, ¿cómoquieres que lo sepa? Ni siquiera puedogarantizarte que recuperes la conciencia.

»—¿Y supuesto que así fuera?»—¡Esta sí que es buena! Pues…

¡maravilloso!»—¿De veras? —dije, debo

confesarlo, no sin recelo.»—¡Claro que sí! Estar allí, con

todas tus propiedades intelectivas, así

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como la memoria, funcionando a laperfección…

»—Y sin poder ver ni sentir ni olerni oír ni hablar —apostillé.

»—¡Ah! —exclamó—. ¡Ya sabía yoque olvidaba algo! No te he habladopara nada del ojo. Atiende. Voy a tratarde dejar intacto uno de tus nerviosópticos, y también el ojo propiamentedicho. El nervio óptico es una cosilladel grosor, más o menos, de untermómetro clínico, y de unos cincocentímetros de longitud, tendida entre elcerebro y el ojo. Su belleza está en queno se trata en forma alguna de un nervio,sino que es una prolongación del propio

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cerebro, y la duramadre, o membranacerebral, se extiende a todo su largo yestá unida al globo del ojo. La partetrasera de éste se encuentra, pues, enmuy estrecho contacto con el cerebro, yel fluido cerebroespinal lo irrigadirectamente.

»”Todo esto se acomoda muy bien ami propósito y autoriza a pensar quepodría conservarte con éxito uno de losojos. Para alojarlo he construido ya unafundita de plástico que sustituye a lacuenca, y cuando el cerebro esté en lacubeta, sumido en la Solución de Ringer,el globo del ojo y su funda flotarán en lasuperficie del líquido.

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»—Mirando al techo —apunté.»—Sí, eso creo. Temo que no

quedarán músculos para hacerlo girar.Pero no dejaría de ser divertido estarallí, tan quietecito y cómodo,observando el mundo desde tu cubeta.

»—Hilarante —dije—. ¿Y si medejases también una oreja?

»—Esta primera vez preferiría nometerme con la oreja.

»—Yo quiero una oreja —insistí—.La exijo.

»—No.»—Quiero escuchar a Bach.»—No te haces idea de las

dificultades que plantearía —respondió

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Landy en tono amable—. El aparatoauditivo, el caracol, como se le conoce,es un mecanismo mucho más delicadoque el ojo. Lo que es más: se encuentraencajonado en hueso. Lo mismo cabedecir de parte del nervio auditivo que loune al cerebro. Imposible desmontarlotodo sin que sufra daño.

»—¿Y no podrías dejarlo metido enel hueso y llevar éste a la cubeta?

»—No —dijo con firmeza—. Lacosa resulta ya muy complicada sin eso.Y, de todas formas, si el ojo funciona, lodel oído no tiene demasiadaimportancia. Siempre nos queda aquellode mostrarte mensajes y que los leas. De

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veras: debes dejar que yo decida lo quees posible y lo que no lo es.

»—Todavía no he dicho que esté deacuerdo.

»—Ya lo sé, William, ya lo sé.»—No estoy seguro de que la idea

me guste mucho.»—¿Prefieres morir entera y

absolutamente?»—A lo mejor. Todavía no lo sé.

Tampoco podría hablar, ¿verdad?»—Claro que no.»—Entonces ¿cómo podría

comunicarme contigo? ¿Cómo sabríasque estoy consciente?

»—Nos sería fácil determinar si has

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o no cobrado conciencia —respondióLandy—. Un electroencefalógrafonormal nos lo confirmaría. Teaplicaríamos sus electrodosdirectamente a los lóbulos frontales delcerebro, en la misma cubeta.

»—¿Y lo sabríais de formaconcluyente?

»—Oh, sin lugar a dudas. Eso está alalcance de cualquier hospital.

»—Yo, sin embargo, no podríacomunicarme con vosotros.

»—A decir verdad, lo creo factible.Vive en Londres un sujeto llamadoWertheimer que está realizando trabajosinteresantes sobre el tema de la

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comunicación mental y con quien ya heestablecido contacto. A buen segurosabrás que el cerebro intelectivo emitedescargas químicas y eléctricas, y queesas descargas se difunden en forma deondas, un poco a la manera de las ondasde radio…

»—Sí, algo sé sobre ello.»—Pues bien, Wertheimer ha

construido un aparato en cierto modoparecido al encefalógrafo, sólo quemucho más sensible, y él mantiene que,dentro de ciertas limitaciones, puedeayudarle a interpretar lo que un cerebropiensa. El aparato produce una especiede grafía que, al parecer, puede

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traducirse en forma de palabras o depensamientos. ¿Quieres que le pida aWertheimer que venga a verte?

»—No —respondí.»Landy ya daba por hecho que me

iba a prestar a aquel asunto, y no veía yocon buenos ojos su actitud.

»—Vete ahora y déjame solo —lepedí—. Tratar de apremiarme no teservirá de nada.

»Se puso en pie inmediatamente ycruzó hacia la puerta.

»—Una pregunta —dije.»Se detuvo, con la mano apoyada en

el picaporte.»—Tú dirás, William.

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»—Solamente esto: ¿crees decorazón que cuando mi cerebro esté enesa cubeta, mi mente será capaz defuncionar justo como lo hace ahora?¿Consideras que podré pensar y razonarcomo en este momento? Y el poder de lamemoria, ¿subsistirá?

»—No veo razón que lo impida —me respondió—. Se trata del mismocerebro: un cerebro vivo, sin lesiones y,en rigor, completamente intacto. Nisiquiera se habrá abierto la duramadre.El único cambio sustancial, claro está,radica en el hecho de que habremosseccionado hasta el último de losnervios que a él conducen, salvo el

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óptico, lo cual significa que tupensamiento ya no estaría influido porlos sentidos. Vivirías en un mundo deextraordinaria pureza y alejamiento, sinnada que te turbase, ni aun el dolor, queno tendrías manera de experimentardada la ausencia de nervios con quesentirlo. Sería, en cierto modo, unestado casi ideal: ni inquietudes nitemores ni dolor ni hambre ni sed. Nisiquiera deseos. Nada más que tusrecuerdos y tus pensamientos; y, si el ojorestante acertase a funcionar, tambiénpodrías leer libros. A mí, en conjunto, seme antoja bastante agradable.

»—Sí, ¿verdad?

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»—Desde luego, William, desdeluego. En particular, para un catedráticode filosofía. Sería una vivenciaformidable. Tendrías ocasión de meditarsobre el mundo y sus cosas con unaabstracción y una serenidad como no loha conseguido hasta ahora hombrealguno. Y, así las cosas, ¡qué no podríaocurrírsete! ¡Qué grandes pensamientosy soluciones, qué grandiosas ideas,capaces de revolucionar nuestra formade vida! ¡Trata de imaginar, si puedes, elgrado de concentración que podríasconseguir!

»—Y de frustración —señalé.»—Tonterías. Frustración, ninguna.

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No es posible sentir frustración cuandono existe deseo, y no podríasexperimentar deseo de ninguna clase. Almenos, deseo físico.

»—Pero ciertamente sería capaz derecordar mi anterior existencia en estemundo, y quizás anhelase volver a él.

»—¡Cómo!, ¿a este pandemónium?¿Abandonar tu confortable cubeta paravolver a esta casa de locos?

»—Una última pregunta —dije—.¿Cuánto tiempo crees que podríasmantenerlo vivo?

»—¿El cerebro? Quién sabe…Probablemente muchos, muchísimosaños. Las condiciones serían ideales. La

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mayor parte de los factores que causandeterioro estarían ausentes, gracias alcorazón artificial. La presión sanguínease mantendría constante en todomomento, cosa imposible en la vidareal. La temperatura también seríaconstante. Y la composición química dela sangre, poco menos que perfecta: niimpurezas, ni virus ni bacterias; nada.Aunque conjeturar es, por supuesto,necio, creo que en circunstanciassemejantes un cerebro podría vivirdoscientos o trescientos años. Y ahora,adiós —concluyó—. Pasaré a vertemañana.

»Y se marchó presuroso, dejándome,

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como bien imaginarás, en un estado deconsiderable turbación.

»Mi reacción inmediata,desaparecido Landy, fue de retrocesofrente a todo aquel asunto. Por algunarazón, distaba de ser atractivo. Habíaalgo básicamente repulsivo en la idea deque yo, mi yo, en plenitud de susfacultades mentales, fuese a versereducido a una pequeña burbuja viscosasumida en un charco de agua. Eramonstruoso, aberrante, profano. Otra delas cosas que me inquietaban era elsentimiento de impotencia que sin dudame asaltaría una vez me tuviera Landyen la cubeta. Hecho eso, no habría

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posibilidad de echarse atrás, ni modoalguno de protestar o explicarse. Mevería comprometido durante todo eltiempo que consiguieran mantenermevivo.

»¿Y qué sucedería, por ejemplo, sino pudiera soportarlo? ¿Si aquelloresultase atrozmente doloroso? ¿Si mepusiera histérico?

»No tendría piernas para huir. Nivoz con que gritar. Nada. No mequedaría otro recurso que sonreír demala gana y aguantarlo durante lospróximos dos siglos.

»Pero tampoco habría boca con quecomponer la sonrisa.

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»En ese momento se me ocurrió estacuriosa idea: ¿no es cierto que quieneshan sufrido la amputación de una piernapadecen a menudo la ilusión de que latienen todavía? ¿No le dicen a laenfermera que los dedos de un pie queya no existe le están picando de malamanera, etcétera, etcétera? Me dio laimpresión de haber oído algo alrespecto en fechas muy recientes.

»Muy bien. Basándonos en igualpremisa, ¿no podría ocurrir que micerebro, allí, solo, en la cubeta, pudierasufrir una alucinación semejante en loque respecta a mi cuerpo? En cuyo caso,todos mis achaques y dolores habituales

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podrían acosarme sin que me restara niaun la posibilidad de tomar una aspirina,para aliviarlos. Tan pronto podríaimaginarme una pierna lacerada por elmás atroz de los calambres, como sentiruna violenta indigestión o, minutos mástarde, experimentar la sensación, ya meconoces, de que mi pobre vejiga está tanllena, que, como no la vaciase pronto,correría peligro de estallar.

»Dios nos libre.»Me pasé largo rato engolfado en

esos horrendos pensamientos. Hasta que,de manera harto repentina, a eso demediodía, empecé a cambiar de talante.Menos inquieto ante el aspecto

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desagradable del asunto, me encontré encondiciones de examinar las propuestasde Landy bajo enfoques más sensatos.Bien mirado, me pregunté, ¿no habíaalgo un tanto confortante en la idea deque mi cerebro no tuviera que morir ydesaparecer necesariamente en el plazode unas pocas semanas? A buen seguroque lo había. No dejo de sentirmeorgulloso de mi cerebro, órganosensible, lúcido y fecundo. Receptáculode un prodigioso acerbo deinformaciones, todavía es capaz deproducir teorías imaginativas yoriginales. Según están los cerebros, yaunque me esté feo decirlo, el mío

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resulta condenadamente bueno. Micuerpo, en cambio, mi pobre y viejocuerpo, el que Landy quiere tirar a labasura…, bueno, tú misma, mi queridaMary, habrás de convenir conmigo enque ya no guarda nada que valga la penapreservar.

»Tendido boca arriba, comiendo ungrano de uva —delicioso, por cierto—,y conforme me sacaba de la boca ydejaba en el filo de la bandeja las trespequeñas semillas que contenía, me dijepor lo bajo: “Voy a hacerlo. Por Diosque voy a hacerlo. Cuando Landy vuelvamañana, le diré sin ambages que voy ahacerlo.”

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»La cosa fue así de rápida. Y, apartir de ese momento, comencé asentirme mucho mejor. Dejé a todo elmundo sorprendidísimo al engullir unalmuerzo descomunal, y, poco despuésde eso, apareciste tú a visitarme comode costumbre.

»Pero qué buen aspecto tienes, medijiste. Qué bien, qué despierto yanimado me veías. ¿Había ocurridoalgo? ¿Alguna buena noticia, tal vez?

»Sí, te dije, una buena noticia. Yentonces, no sé si lo recordarás, te pedíque te sentaras y te pusieras cómoda, einmediatamente pasé a explicarte de lamejor manera posible lo que se estaba

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cociendo.»Tú, ¡ay!, no quisiste ni oír hablar

del asunto. Apenas acometer yo los másexiguos pormenores, montaste en cóleray dijiste que aquello era repugnante,asqueroso, horrendo, impensable, y,como intentara proseguir, saliste de lahabitación.

»En fin, Mary, como bien sabes,desde entonces son muchas las vecesque he intentado discutir contigo elasunto, pero tú te has negado siempre aprestarme oído. De ahí el presenteescrito, que confío tendrás el buensentido de permitirte leer. Redactarlome ha llevado no poco tiempo. Dos

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semanas han transcurrido desde queempecé a garabatear la primera frase, yahora mi debilidad es mucho mayor queentonces. Dudo que tenga fuerzas paraañadir gran cosa más. No me despediré,ciertamente, pues, aunque minúscula,existe la posibilidad de que, si Landysale airoso de su empeño,verdaderamente pueda verte otra vez, esdecir en el supuesto de que decidasvenir a visitarme.

»Voy a disponer que estas páginas note sean entregadas hasta una semanadespués de mi muerte. Quiere decir queen estos momentos, al leerlas, hanpasado ya siete días desde que Landy

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consumó la obra. Hasta es posible queconozcas ya el resultado. Si no es así, site has obstinado en mantenerte al margendel asunto y en no querer saber nada deél —como temo habrás hecho—, teruego que cambies ya de actitud,telefonees a Landy y te enteres de cómome han ido las cosas. Es lo menos quepuedes hacer. Yo le he dicho que puedeesperar noticias tuyas, el séptimo día.

»Tu devoto esposo,William.

»P. D. Cuando te deje, sé buena yrecuerda siempre que es más difícil serviuda que esposa. No tomes cócteles.

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No malgastes el dinero. No fumes. Nocomas dulces. No te pintes los labios.No te compres un aparato de televisión.Cuida de que mis rosales, al igual que eljardín de rocalla, estén biendesherbados durante el verano. Y, depaso, visto que ya no me ha de servirpara nada, te sugiero que hagassuspender el servicio telefónico.

W.»

La señora Pearl puso lentamente enel sofá, a su lado, la última página delmanuscrito. Tenía cerrada y prieta suboca menuda, y una zona de blancura entorno a las ventanas de la nariz.

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¡Sería posible! ¿Acaso no teníaderecho una viuda a un poco de pazdespués de todos aquellos años?

Todo aquel asunto era demasiadoespantoso para pensar tan siquiera en él.Espantoso y abominable. La estremecía.

Alcanzó el bolso, se procuró otrocigarrillo, lo encendió, inhalóprofundamente el humo y lo expelió ennubes por toda la sala. Á través delhumo divisó su precioso televisor,enorme y flamante de nuevo, acomodadoy retador, pero también un pococohibidamente, encima de la que habíasido mesa de trabajo de William.

¿Qué diría él, se preguntó, si pudiera

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ver aquello?Se detuvo a evocar la última ocasión

en que la había sorprendido fumando unpitillo. Haría de eso cosa de un año, yella estaba en la cocina, sentada junto ala ventana abierta y fumándose uno conprisa, antes de que regresara él deltrabajo. Tenía puesta a mucho volumenla radio, que emitía bailables, y, comose volviese para servirse otra taza decafé, le vio allí, plantado en la puerta,enorme y sombrío, mirándola desde loalto con aquellos terribles ojos suyos,sendas motitas negras de furiacentelleando en su centro.

Por espacio de cuatro semanas

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después de ese incidente, había atendidoen persona al pago de las cuentas de lacasa, sin darle a ella ni un céntimo;pero, claro, ¿cómo iba a saber que teníamás de seis libras a buen recaudo en elpaquete de escamas de jabón queguardaba en el armario, bajo elfregadero?

—Pero ¿qué ocurre? —le habíapreguntado ella durante una cena—. ¿Tepreocupa que pueda sufrir un cáncer depulmón?

—No, no me preocupa —fue surespuesta.

—Entonces ¿por qué no puedofumar?

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—Porque no lo veo bien, ésa es larazón.

Tampoco veía bien los hijos, y,como consecuencia de ello, no tuvieronninguno.

¿Dónde estaría ahora aquel Williamde sus pecados, el hombre que todo loveía mal?

Landy estaría esperando su llamada.¿Estaba obligada a llamarle?

Bueno, en realidad, no.Terminado el cigarrillo, encendió

otro con la misma colilla. Miró elteléfono, situado encima de la mesa detrabajo, junto al televisor. William se lohabía encomendado, le había pedido

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expresamente que llamase a Landy tanpronto hubiera leído la carta. Vacilóconforme libraba una dura batalla contraaquel arraigado sentido del deber, queaún no se atrevía del todo a sacudirse.Luego se puso en pie lentamente, cruzóla estancia, alcanzó el teléfono, buscó unnúmero en la agenda, lo marcó, esperó.

—El señor Landy, por favor.—¿Quién le llama?—La señora Pearl. La señora de

William Pearl.—Un momento, tenga la bondad.Landy surgió casi de inmediato al

otro lado del hilo.—¿La señora Pearl?

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—Yo misma.Siguió una breve pausa.—Cómo celebro que me haya

telefoneado, señora Pearl. Espero queestará usted perfectamente. —El tonoera sereno, cortés, frío—. ¿No legustaría darse una vuelta por aquí, por elhospital? Así podríamos charlar unpoco. Imagino que arderá en deseos desaber cómo fue todo.

Ella no respondió.—Por lo pronto, puedo decirle que

las cosas marcharon muy bien en todoslos sentidos. Mucho mejor, en verdad,de lo que tenía derecho a esperar. Nosólo está vivo, señora Pearl, sino,

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además, consciente. Recobró laconciencia al segundo día. Interesante,¿no?

Ella le dejó continuar.—Y el ojo ve. Lo sabemos de cierto

porque, cuando le ponemos algo delante,el encefalógrafo registra un cambioinmediato en el rasgueo. Ahora le damosa leer diariamente el periódico.

—¿Qué periódico? —preguntó laseñora Pearl incisiva.

—El Daily Mirror. Es el que tienemayores titulares.

—El detesta el Mirror. Denle elTimes.

Se produjo una nueva pausa, tras la

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cual dijo el médico:—Muy bien, señora Pearl. Le

daremos el Times. Como es natural,queremos hacer todo lo posible para queel órgano se sienta feliz.

—¡El órgano, no: él! —exclamó laseñora Pearl.

—Él, efectivamente —respondió elmédico—. Le ruego me perdone.Queremos hacer todo lo posible paraque él se sienta feliz. Ése es uno de losmotivos de que le proponga venir encuanto le sea posible. Creo que verla leharía bien. Usted, por su parte, podríamostrar lo encantada que está deencontrarse de nuevo a su lado…

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sonreírle, tirarle un beso, todas esascosas. Para él ha de ser reconfortantesaberla cerca.

Hubo un largo silencio.—Bien —dijo por fin la señora

Pearl, su voz, de pronto, muy apacible ycansada—, supongo que lo mejor seráque me acerque a ver cómo va.

—Magnífico. No contaba yo conotra cosa. La estaré esperando. Vengadirectamente a mi despacho, en elsegundo piso. Adiós.

Media hora más tarde, la señoraPearl llegaba al hospital.

—No debe dejar que le sorprenda suaspecto —le dijo Landy conforme

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avanzaban por un pasillo.—Descuide.—Por fuerza será un pequeño golpe

para usted, al principio. Temo que en suactual estado no resulte demasiadoatractivo.

—No me casé con él por su físico,doctor.

Landy se volvió y la miró conatención. Pensó en lo muy extraña queresultaba aquella mujercilla con susgrandes ojos y aquella expresión hosca,resentida. Sus facciones, sin dudaagradables, y mucho, en otro tiempo,habían decaído por completo. Laxa laboca, las mejillas fláccidas y

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descolgadas, el conjunto de su rostrodaba la impresión de haberse venidoabajo lenta pero tenazmente a fuerza deaños y más años de insulsa vida marital.

Caminaron un trecho en silencio.—Cuando entre, no se precipite —

dijo Landy por fin—. Hasta que no seasome sobre el mismo ojo, él no sabráque se encuentra usted en la sala. El ojopermanece constantemente abierto; pero,como no puede moverlo, su campovisual es muy limitado. Ahora lotenemos orientado directamente al techo.Y, como es natural, no oye nada.Podemos hablar cuanto queramos. Esaquí.

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Landy abrió una puerta e introdujo ala señora Pearl en una pequeña salarectangular.

—Yo no me acercaría demasiado,por de pronto —dijo él al tiempo que leponía una mano en el brazo—. Quédeseun instante aquí atrás, conmigo, hastaque se vaya usted acostumbrando a todoello.

En una mesa alta y blanca situada enmitad de la habitación había un cuencoblanco y esmaltado, aproximadamentedel tamaño de una jofaina, del quepartían media docena de delgados tubosde plástico. Los tubos se hallabanconectados a una impresionante masa de

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conductos de vidrio por donde se veíafluir la sangre que partía del corazónartificial y regresaba a él. La máquina enque éste consistía palpitaba con unasuave sonoridad rítmica.

—Está aquí —dijo Landy señalandola cubeta, cuyos bordes, demasiadoaltos, no le permitían a ella ver elinterior—. Acérquese un poquito. Nodemasiado.

La hizo avanzar dos pasos.A fuerza de estirar el cuello, la

señora Pearl alcanzó ahora a distinguirla superficie del líquido contenido en lavasija. Transparente y quieto, flotaba enél una capsulita ovalada del tamaño,

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más o menos, de un huevo de paloma.—Ahí dentro está el ojo —dijo

Landy—. ¿Lo ve?—Oí.—Sigue, que sepamos, en perfecto

estado. Es el derecho, y el recipiente deplástico tiene una lente como la queusaba él en sus gafas. Ahora veprobablemente tan bien como antes.

—Un techo no es de mucho mirar —comentó la señora Pearl.

—No se preocupe por eso. Estamosen vías de crearle todo un programarecreativo; pero, por el momento, noqueremos forzar las cosas.

—Denle un buen libro.

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—Lo haremos, lo haremos. ¿Sesiente bien, señora Pearl?

—Sí.—Entonces, vamos a avanzar un

poco más, ¿quiere? Así podrá verlo depleno.

La hizo adelantar hasta que, distantesmenos de dos metros de la mesa, ellapudo ver el interior mismo de la cubeta.

—Ahí lo tiene —anunció Landy—.Ése es William.

Era mucho mayor de lo que ellahubiera supuesto, y también más oscurode color. Con todos aquellos surcos yrugosidades, le hacía pensar, más quenada, en una descomunal castaña

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confitada. Reparó en los extremos de lascuatro grandes arterias y de las dosvenas que surgían de la base y en lapulcritud de su acoplamiento a los tubosde plástico, que, a cada latido delcorazón artificial, daban un pequeñorespingo conforme la sangre los recorríacon ímpetu.

—Tendrá usted que inclinarse —dijoLandy— y poner su linda cara justosobre el ojo. En ese momento la verá ypodrá usted sonreírle y tirarle un beso.Yo, en su lugar, le diría asimismo algunacosa bonita. Aunque no la oirá, desdeluego, estoy seguro de que sacará unaidea aproximada.

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—No le agrada que le tiren besos —dijo la señora Pearl—. Si no le importa,lo haré a mi manera.

Y, aproximándose hasta el mismoborde de la mesa, se inclinó sobre lacubeta hasta quedar encarada con el ojode William.

—Hola, cariño —susurró—. Soy yo,Mary. El ojo, brillante como siempre, lamiró a su vez con una intensidadpeculiar por su fijeza.

—¿Cómo estás, querido?Transparente su envoltura de

plástico, el globo del ojo resultabavisible en toda su circunferencia. Elnervio óptico que lo unía por su cara

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inferior al cerebro parecía un pedacitode fideo gris.

—¿Te sientes bien, William?Mirar el ojo de su marido sin cara

que lo acompañase le producía unasensación extraña. Con el ojo comoúnico punto de atención, iba creciendoaquél más y más conforme ella loacechaba, hasta que, convertido en símismo en una especie de rostro, ya noveía otra cosa. La blanca superficie delglobo estaba surcada por una red deminúsculas venas rojas, y en el gélidoazul del iris, emanantes de la pupila quele daba centro, había tres o cuatro trazosnegruzcos, bonitos a su manera. La

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pupila, negra y grande, tenía a un ladouna pequeña ascua destellante.

—Recibí tu carta, cariño, y enseguida he venido a ver cómo teencontrabas. El doctor Landy dice quevas maravillosamente bien. Puede que,si hablo despacio, consigas entenderalgo de lo que digo por el movimientode los labios.

Era indudable que el ojo laobservaba.

—Están haciendo todo lo posiblepor atenderte, cariño. Este maravillosoartefacto que te han puesto aquí no dejade bombear ni un momento, y estoysegura de que es mucho mejor que esa

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tontería de corazón que tenemos losdemás. Los nuestros pueden pararsecuando menos se piensa, mientras que eltuyo seguirá funcionando para siempre.

Seguía atenta al ojo, estudiándolopara tratar de determinar qué era lo quele daba un aspecto tan insólito.

—Se te ve la mar de bien, cielo,sencillamente espléndido. De veras.

Y en verdad, se dijo, aquel ojoresultaba mucho más agradable que losque en su vida usó para mirar. Había enél, en alguna parte, una blandura, unsosiego y una especie de amabilidadcomo hasta entonces nunca había vistoen ellos. Quizá fuera cosa de aquel

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punto, la pupila, que tenía en el mismocentro. Las pupilas de William, quesiempre habían sido diminutas, comonegras cabezas de alfiler, solíanasaetearle a uno, clavársele en elcerebro, ver en su interior como si fuesede cristal, y nunca dejaban de descubriral momento lo que uno se traía entremanos, o, incluso, lo que estabapensando. Ésta, en cambio, la que ahoracontemplaba, era grande, suave, amable,casi vacuna.

—¿Seguro que está consciente? —preguntó sin apartar la mirada.

—Oh, sí, por completo —respondióLandy.

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—¿Y que puede verme?—A la perfección.—Maravilloso, ¿verdad? Supongo

que estará desconcertado.—En absoluto. Sabe perfectamente

dónde está y por qué. Es imposible quelo haya olvidado.

—¿Quiere decir que él sabe que estáen esta cubeta?

—Por supuesto. Y, si tuviera lafacultad de hablar, seguramente podríamantener con usted en este momento unaconversación de todo punto normal. Porlas trazas, en lo mental no hay diferenciaalguna entre este William y el que ustedtrataba en su casa.

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—Loado sea Dios —exclamó laseñora Pearl al pararse a considerar esaintrigante afirmación.

Pero ¿sabes?, dijo para sus adentros,desviando ahora la mirada para fijarlacon intensidad en la gran castaña gris ypulposa que descansaba tanplácidamente bajo el agua, no estoysegura de que no le prefiera como esahora. En verdad, creo que con unWilliam como éste podría vivir muy agusto. A éste podría hacerle frente.

—Qué tranquilo está, ¿verdad? —comentó.

—Claro que está tranquilo.Ni discusiones ni críticas, pensó

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ella, ni advertencias constantes ni reglasque obedecer ni prohibición de fumar niaquel par de ojos observándome denoche con censura por encima de unlibro. No más camisas que lavar yplanchar, no más comidas que cocinar…nada, salvo el latido del corazónmecánico, un sonido apaciguador, segúnse mirase, y a buen seguro no lo bastantealto para estorbar el de la televisión.

—Doctor —dijo—, creo que depronto le estoy cobrando un enormeafecto. ¿Lo encuentra extraño?

—Me parece de todo puntocomprensible.

—Se le ve tan desamparado y

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silencioso ahí, bajo el agua de supequeña cubeta.

—Sí, lo sé.—Es como un bebé. Así le veo yo:

ni más ni menos que como a un niñochiquitín.

Landy, situado detrás de ella, loobservaba inmóvil.

—Ea —dijo la señora Pearl en vozbaja, la mirada vuelta hacia la cubeta—,de ahora en adelante, Mary cuidará de tiella sola y no tendrás que preocuparteabsolutamente de nada. ¿Cuándo puedollevármelo a casa, doctor?

—¿Cómo dice usted?—Que cuándo puedo tenerlo otra

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vez en casa… en mi casa.—Bromea usted —replicó Landy.

Volviendo lentamente la cabeza se leencaró.

—¿Por qué habría de bromear? —dijo. Tenía reluciente el rostro, y losojos redondos y luminosos como dosdiamantes.

—Es imposible moverle.—No veo por qué.—Se trata de un experimento, señora

Pearl.—Pero es mi marido, doctor Landy.Una media sonrisa, divertida y

nerviosa, afloró a la boca del cirujano.—En fin… —dijo.

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—Es mi marido, ¿sabe usted?No había enfado en su voz. Lo dijo

en tono sereno, como recordándole, sinmás, un hecho patente.

—La cuestión es un tanto discutible—respondió Landy humedeciéndose loslabios—. Ahora es usted viuda, señoraPearl. Creo que debería rendirse a laevidencia.

Ella se apartó súbitamente de lamesa y cruzó hacia la ventana.

—En serio —dijo conformeregistraba el bolso en busca de uncigarrillo—, quiero que me lodevuelvan.

Mirándola mientras se colocaba ella

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el pitillo entre los labios y lo encendía,Landy pensó que o mucho se equivocabao había algo un tanto extravagante enaquella mujer. Se hubiera dicho queestaba casi complacida de tener a sumarido allí, en la cubeta.

Trató de imaginar qué sentiría él siel que allí yaciera fuese el cerebro de suesposa, y el ojo que le miraba desde lacápsula, el ojo de ella.

No le gustaría.—¿Le parece que pasemos ahora a

mi despacho? —propuso. Ella estabajunto a la ventana, en apariencia muyserena y sosegada, fumándose elcigarrillo.

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—Sí, conforme —respondió.Al cruzar ante la mesa, se detuvo y,

una vez más, se inclinó sobre la cubeta.—Mary se marcha ahora, mi cielo

—dijo—. No te inquietes por nada, ¿meentiendes? En cuanto sea posible, vamosa llevarte derechito a casa, dondepodamos cuidar de ti como es debido. Yuna cosa, cariño…

Ahí hizo una pausa y se llevó elcigarrillo a los labios con ánimo dedarle una chupada. El ojo centelleó almomento.

Como ella lo mirase con fijeza enese instante, en su mismo centrodescubrió un minúsculo pero fulgurante

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haz de luz, y vio que, contraída, lapupila se convertía en una diminutachispa negra de furia total.

Al principio no se movió. Con elcigarrillo a la altura de la boca,permaneció inclinada sobre la vasija,vigilando el ojo.

Luego, con gran lentitud, condeliberación, se puso el pitillo entre loslabios e hizo una prolongada inhalación.Contuvo el humo en los pulmones porespacio de tres o cuatro segundos, y,luego, fuaaass, lo sacó por la nariz endos delgados chorros que, alcanzando elagua de la cubeta, surcaron su superficieen una espesa nube azul que envolvió el

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ojo.Landy, que la esperaba ya junto a la

puerta, de espaldas, dijo:—¿Viene usted, señora Pearl?—No te enfurruñes tanto, William —

musitó ella—. Enfurruñarse no conducea nada. Landy volvió la cabeza, para verqué estaba haciendo.

—Ya no, ¿sabes? —continuó ella—.Porque, de hoy en adelante, tesoro, túvas a hacer exactamente lo que digaMary. ¿Lo entiendes?

—Señora Pearl —dijo Landy,avanzando ahora hacia ella.

—De manera que cuidado conportarse mal, mi niño —añadió

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conforme daba una nueva chupada alcigarrillo—, porque hoy en día a losniños malos se les castiga, y tú debierassaberlo, con la mayor severidad.

Landy, situado ahora junto a ella, latomó del brazo y empezó a apartarla,suave pero firmemente, de la mesa.

—Adiós, cariño —dijo en voz alta—. Volveré pronto.

—Ya basta, señora Pearl.—¿No es un encanto? —exclamó

volviendo hacia Landy los ojos, grandesy brillantes—. ¿No es un cielo? Memuero de ganas de tenerle en casa.

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12. LA SUBIDA ALCIELO

LA señora Foster había sufrido toda suvida un miedo casi patológico a perdertrenes, aviones, barcos, y hasta telones,en los teatros. Aunque en otros aspectosno era una mujer particularmentenerviosa, la sola idea de llegar conretraso en ocasiones como lasenumeradas la ponía en un estado deexcitación tal que le daban espasmos.No era cosa de mucha importancia: unpequeño músculo que se le agarrotaba

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en la esquina del ojo izquierdo, como unguiño secreto. Lo enojoso, sin embargo,era que la contracción se negaba adesaparecer hasta cosa de una horadespués de alcanzado sin novedad eltren, o el avión, o lo que hubiera detomar.

Es realmente extraordinario el queun temor suscitado por algo tan simplecomo perder un tren pueda, en ciertaspersonas, convertirse en una seriaobsesión. Media hora antes, comomínimo, de que se hiciese necesariopartir hacia la estación, la señora Fostersalía del ascensor lista para marchar,con el sombrero y el abrigo puestos, y a

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continuación, de todo punto incapaz desentarse, comenzaba a trajinar y agitarsede habitación en habitación, hasta que sumarido, que no podía ignorar el estadoen que se encontraba, emergía por fin desus aposentos y en tono seco,desapasionado, señalaba que tal vezfuera hora de ponerse en marcha, ¿no?

Es posible que el señor Fosterestuviese en su derecho de irritarse anteesa simpleza de su esposa; lo queresultaba inexcusable era queacrecentase su desazón haciéndolaesperar sin necesidad. Cosa que,¡cuidado!, ni siquiera se hubiera podidodemostrar, aunque medía tan bien su

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tiempo cuando quiera que habían de ir aalguna parte —ya me entienden: sólouno o dos minutos de retraso—, y suactitud era tan suave, que se hacía difícilcreer que no buscara infligir unapequeña pero abominable torturapersonal a la pobre señora. Y si algo leconstaba, es que ella no se habríaatrevido por nada del mundo a levantarla voz y pedirle que se apresurase: latenía demasiado bien disciplinada paraeso. Otra cosa que sin duda había desaber era que, llevando la demoraincluso más allá del límite de loprudencial, podía ponerla al borde de lahisteria. Una o dos veces, en los últimos

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años de su vida de casados, casi habíaparecido que deseara perder el tren, conel único fin de intensificar el sufrimientode la infeliz.

Supuesta la culpabilidad del marido(que tampoco puede darse por cierta), loque hacía doblemente irrazonable suactitud era el hecho de que, exceptuadaesa pequeña flaqueza incorregible, laseñora Foster era y había sido en todomomento una esposa bondadosa yamante que por espacio de más detreinta años le había servido concompetencia y lealtad. A ese respecto nohabía duda alguna: incluso ella, con seruna mujer muy modesta, así lo veía. Y,

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por mucho que llevase años rechazandola idea de que el señor Foster quisieraatormentarla deliberadamente, a veces,en los últimos tiempos, habíasesorprendido a sí misma en el umbral dela sospecha.

El señor Eugene Foster, que frisabalos setenta años, vivía con su esposa enNueva York, en la Calle Sesenta y DosEste, en una casona de seis plantasatendida por cuatro sirvientes. El lugarera sombrío y recibían pocas visitas.Ello no obstante, la casa había cobradovida aquella particular mañana de eneroy el trajín era mucho. Mientras una delas doncellas repartía por las

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habitaciones montones de sábanas conque proteger los muebles contra elpolvo, otra las colocaba. El mayordomotransportaba a la planta baja maletas quedejaba en el zaguán. El cocinero subíauna y otra vez de sus dependencias, paraconsultar con el mayordomo. Y laseñora Foster, por su parte, vestida conun anticuado abrigo de pieles y tocadacon un sombrero negro, volaba de una aotra habitación fingiendo vigilar todasaquellas operaciones, cuando lo únicoque en realidad ocupaba su pensamientoera la idea de que, como su esposo nosaliese pronto de su estudio y seaprestara, iba a perder el avión.

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—¿Qué hora es, Walker? —preguntóal mayordomo al cruzarse con él.

—Las nueve y diez, señora.—¿Ha llegado ya el coche?—Sí, señora, está esperando. Ahora

mismo me disponía a cargar el equipaje.—Se tarda una hora en llegar a

Idlewild —dijo ella—. Mi avióndespega a las once. Y debo estar allí conmedia hora de antelación, para lostrámites. Llegaré tarde. Sé que llegarétarde.

—Creo que tiene tiempo de sobras,señora —dijo con amabilidad elmayordomo—. Ya he señalado al señorFoster que habían de marchar a las

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nueve y cuarto. Aún quedan cincominutos.

—Sí, Walker, ya lo sé, ya lo sé. Perocargue rápido el equipaje, ¿quiere?

Se puso a dar vueltas por el zaguán,y, cuantas veces se cruzaba con elmayordomo, le preguntaba la hora.Aquél, se decía una y otra vez, era elúnico avión que no podía perder. Lehabía costado meses persuadir a sumarido de que la dejase marchar. Y, siahora perdía el avión, no era difícil queél resolviese que debía dejarlo todo ensuspenso. Y lo peor era su insistencia enir a despedirla al aeropuerto.

—Dios mío —exclamó en voz alta

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—, voy a perderlo. Lo sé, lo sé; sé quevoy a perderlo.

El pequeño músculo situado junto alojo izquierdo le daba ya unos tironeslocos, y los ojos en sí los tenía al bordede las lágrimas.

—¿Qué hora es, Walker?—Las nueve y dieciocho, señora.—¡Ya es seguro que lo pierdo! —

lamentóse—. Oh, ¿por qué no apareceráde una vez?

Era aquél un viaje importante para laseñora Foster. Iba a París, sola, a visitara su hija, su única hija, casada con unfrancés. A la señora Foster no leimportaba gran cosa el francés, pero a

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su hija le tenía mucho cariño, y, sobretodo, la consumía el anhelo de ver a sustres nietos, a quienes sólo conocía porlas muchas fotos que de ellos habíarecibido y que no dejaba de exponer portoda la casa. Eran preciosas aquellascriaturas. Loca por ellas, en cuantollegaba una nueva fotografía se lallevaba donde pudiera examinarla largorato buscando con cariño en sus caritasindicios satisfactorios de aquel aire defamilia que tanto significaba para ella.Por último, en fechas recientes, cada vezla asaltaba con mayor frecuencia elsentimiento de que no deseaba terminarsus días donde no pudiese estar cerca de

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sus niños, recibir sus visitas, llevarlosde paseo, comprarles regalos y verloscrecer. Sabía, a buen seguro, que encierto modo no estaba bien, e inclusoque era una deslealtad alentarpensamientos semejantes estandotodavía vivo su esposo. Tampocoignoraba que, por más que ya nodesarrollase actividades en ninguna desus múltiples empresas, él jamásconsentiría en dejar Nueva York parainstalarse en París. Ya era un milagroque se hubiese avenido a permitirlehacer sola el vuelo y pasar allí seissemanas de visita. Pero, aun así, ¡ah,cómo le hubiera gustado poder vivir

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siempre cerca de sus nietos!—Walker, ¿qué hora es?—Y veintidós, señora.Mientras eso decía, abrióse una

puerta y en el zaguán apareció el señorFoster, que se detuvo a mirar conintensidad a su esposa. También ella fijólos ojos en aquel anciano diminuto, perotodavía apuesto y gallardo, que con suinmensa cara barbuda tan asombrosoparecido guardaba con las viejasfotografías de Andrew Carnegie.

—Bueno —dijo—, creo que noestará de más, si quieres alcanzar eseavión, que nos vayamos poniendo enmarcha.

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—Sí, cariño, sí. Todo está a punto. Yel coche, esperando.

—Perfecto —dijo él ladeando lacabeza y observándola con atención.

Tenía una curiosa manera de ladearla cabeza, la cual se veía ademássometida a una serie de sacudidas,breves y rápidas. A causa de ello, ytambién porque se estrujaba las manossostenidas en alto, casi a nivel delpecho, plantado allí tenía cierto aspectode ardilla…, una viva, ágil y viejaardilla escapada del Central Park.

—Ahí tienes a Walker con tu abrigo,cariño. Póntelo.

—En seguida estaré contigo —

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replicó él—. Es sólo lavarme las manos.Ella se quedó aguardando

flanqueada por el alto mayordomo,portador del sombrero y abrigo.

—¿Lo perderé, Walker?—No, señora —respondió el

mayordomo—. Creo que llegaráperfectamente.

Luego reapareció el señor Foster yel mayordomo le ayudó a ponerse elabrigo. La señora Foster salió presurosade la casa y montó en el Cadillacalquilado. Su esposo la siguió, perobajando con lentitud la escalinata quellevaba a la calle y deteniéndose,todavía en los peldaños, para estudiar el

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cielo y olisquear el frío aire de lamañana.

—Parece un poco brumoso —observó conforme se acomodaba en elcoche junto a ella—. Y allí, por el ladodel aeropuerto, siempre empeora. No mesorprendería que ya hubiesensuspendido el vuelo.

—No digas eso, cariño, por favor.No volvieron a hablar hasta que el

coche hubo cruzado el río, camino deLong Island.

—Ya me he puesto de acuerdo con elservicio —dijo el señor Foster—.Marcharán todos hoy. Les he liquidadoseis semanas a razón de media paga, y a

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Walker le he dicho que cuandovolvamos a necesitarlos le enviaré untelegrama.

—Sí —replicó ella—. Ya me lo hacontado.

—Yo me trasladaré al club estanoche. Alojarse allí será una novedadagradable.

—Sí, cariño. Y yo te escribiré.—Pasaré por casa de vez en cuando,

para recoger el correo y cerciorarme deque todo está en orden.

—¿De veras no crees preferible queWalker se quede allí, al cuidado detodo, mientras estemos fuera? —preguntó ella sumisa.

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—Qué tontería. Es del todoinnecesario. Y, además, le tendría quepagar el sueldo completo.

—Oh, sí —dijo ella—. Claro está.—Y, por otra parte, nunca se sabe lo

que se le puede ocurrir a la gente cuandose la deja sola en una casa —proclamóel señor Foster, que sacó ahí un cigarrocuya punta hendió con un cortapuros deplata antes de encenderlo con unmechero de oro.

Ella guardó silencio, las manosunidas y crispadas bajo la manta deviaje.

—¿Me escribirás? —indagó.—Ya veremos. Aunque lo dudo. Ya

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sabes que no soy de escribir cartas,como no tenga algo concreto que decir.

—Sí, ya lo sé, cariño. Entonces, note molestes en hacerlo.

Seguían avanzando, ahora por elQueen’s Boulevard, hasta que, alalcanzar las llanas marismas en que seasienta el aeropuerto de Idlewild, laniebla empezó a espesarse y el cochehubo de reducir la marcha.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó laseñora Foster—. Ahora sí que lo pierdo.¡Estoy segura! ¿Qué hora es?

—Basta ya de alboroto —protestó elanciano—. Además, es en vano: yatienen que haberlo suspendido. Jamás

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vuelan con un tiempo semejante. No séni por qué te has tomado la molestia deponerte en camino.

Aunque no estaba segura de ello, lepareció que su voz cobrabarepentinamente un tono nuevo, y volvióla cabeza, para mirarle. Era difícil, conaquel pelambre, apreciar en su rostrocambios de expresión. La boca era laclave de todo, y, como tantas otrasveces, habría dado cualquier cosa pordistinguirla claramente, pues a no serque estuviera enfurecido, los ojos raravez traslucían nada.

—De todas formas —prosiguió elseñor Foster—, te doy la razón: si por

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casualidad se efectuase el vuelo, ya lotienes perdido. ¿Por qué no te rindes a laevidencia?

Apartó de él la mirada y la volvióhacia la ventanilla. La niebla parecíaespesarse conforme adelantaban, y ahorasólo el borde de la carretera y la orillade la pradera que empezaba más allá leresultaban visibles. Sabía que su esposocontinuaba mirándola. A una nuevaojeada advirtió, con una especie dehorror, que ahora tenía fija la vista en elrabillo de su ojo izquierdo, en aquellapequeña zona donde sentía los tironesdel músculo.

—¿O no es así? —insistió él.

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—¿Qué?—Que ya tienes perdido el vuelo, si

es que lo hay. Con esta basura en el aire,no podemos correr.

Dicho eso, no volvió a dirigirle lapalabra. El coche continuó su dificultosoavance, auxiliado el conductor por elfoco amarillo que tenía orientado haciael arcén. Otros focos, algunos blancos,algunos amarillos, surgíancontinuamente de la niebla, en direcciónopuesta, y uno, sobremanera brillante,no dejaba de seguirlos a corta distancia.

De repente, el chofer paró el coche.—¡Ya está! —exclamó el señor

Foster—. Atascados. Ya lo sabía.

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—No, señor —dijo el chofer altiempo que volvía la cabeza—. Lohemos conseguido. Estamos en elaeropuerto.

La señora Foster se apeó sin decirpalabra y entró presurosa en el edificiopor su puerta principal. El interiorestaba repleto de gente, en su mayoríapasajeros que asediaban, desolados, losdespachos de billetes. La señora Fosterse abrió paso como pudo y se dirigió alempleado.

—Sí, señora —dijo éste—. Su vueloestá aplazado, por el momento. Pero nose marche, por favor. Contamos con queel tiempo aclare en cualquier instante.

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La señora Foster salió al encuentrode su marido, que continuaba en elcoche, y le transmitió la información.

—Pero no te quedes, cariño —añadió—. No tiene sentido.

—No pienso hacerlo —replicó él—,siempre y cuando el chofer puedadevolverme a la ciudad. ¿Podrá usted,chofer?

—Eso creo —dijo el hombre.—¿Ya ha bajado el equipaje?—Si, señor.—Adiós, cariño —se despidió la

señora Foster, e inclinó él cuerpo haciael interior del coche y besó brevementea su esposo en el áspero pelambre gris

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de la mejilla.—Adiós —contestó él—. Que

tengas buen viaje.El coche arrancó y la señora Foster

se quedó sola.El resto del día fue una especie de

pesadilla para ella. Sentada hora trashora en el banco que más cerca quedabadel mostrador de la línea aérea, a cadatreinta minutos, o cosa así, se levantabapara preguntar al empleado si habíacambiado la situación. La respuesta erasiempre la misma: debía continuar laespera, pues la niebla podía disiparse encualquier momento. Hasta que, por fin, alas seis de la tarde, los altavoces

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anunciaron que el vuelo quedabaaplazado hasta las once de la mañanasiguiente.

La señora Foster no supo qué haceral recibir la noticia. Continuó en suasiento, por lo menos durante otra mediahora, preguntándose, cansada y comoconfusa, dónde podría pasar la noche.Dejar el aeropuerto le disgustaba engrado sumo. No quería ver a su esposo.Le aterraba que consiguiese, con algúnsubterfugio, impedirle el viaje aFrancia.

Ella se hubiera quedado allí, enaquel mismo banco, toda la noche. Leparecía lo más seguro. Pero estaba

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agotada, y tampoco le costó comprenderque, en una señora de su edad, aquelproceder sería ridículo. En vista de ello,terminó por buscar un teléfono y llamara su casa.

Respondió su esposo en persona, apunto ya de salir hacia el club. Despuésde comunicarle las noticias, le preguntósi continuaba allí la servidumbre.

—Han marchado todos —contestóél.

—Siendo así, buscaré en cualquiersitio una habitación donde pasar lanoche. Pero no te inquietes por eso,cariño.

—Sería una bobada —replicó él—.

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Tienes toda una casa a tu disposición.Úsala.

—Pero es que está vacía, mi vida.—Entonces, me quedaré a

acompañarte.—Pero no hay comida ahí. No hay

nada.—Pues cena antes de volver. No

seas tan necia, mujer. De todo tienes quehacer un alboroto.

—Sí —respondió ella—. Lo siento.Tomaré un emparedado aquí y mepondré en camino.

Fuera, la niebla había aclarado unpoco; pero, aun así, el regreso en el taxifue largo y lento, y ya era bastante tarde

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cuando llegó a la casa de la CalleSesenta y Dos.

Su marido emergió de su estudio aloírla entrar.

—Y bien —dijo plantado junto a lapuerta—, ¿qué tal ha resultado París?

—Salimos a las once de la mañana.Está confirmado.

—Será si se disipa la niebla, ¿no?—Ya empieza. Se ha levantado

viento.—Se te ve cansada. Tienes que

haber tenido un día tenso.—No fue demasiado agradable.

Creo que me voy directamente a lacama.

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—He encargado un coche. Para lasnueve de la mañana.

—Oh, muchas gracias, cariño. Yespero que no volverás a tomarte lamolestia de hacer todo ese viaje, paradespedirme.

—No, no creo que lo haga —dijo éldespacio—. Pero nada te impidedejarme, de paso, en el club.

Le miró y en aquel momento se leantojó muy lejano, como al otro lado deuna frontera, súbitamente tan pequeño ydistante, que no podía determinar quéestaba haciendo, ni qué pensaba, ni tansiquiera quién era.

—El club está en el centro —

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observó ella—: no queda camino delaeropuerto.

—Pero tienes tiempo de sobras,esposa mía. ¿O es que no quieresdejarme en el club?

—Oh, sí, claro que sí.—Magnífico. Entonces, hasta

mañana, a las nueve.La señora Foster se encaminó a su

alcoba, situada en el segundo piso, y tanexhausta estaba tras aquella jornada, quese durmió apenas acostarse.

A la mañana siguiente, habiendomadrugado, antes de las ocho y mediaestaba ya en el zaguán, lista paramarchar. Su marido apareció minutos

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después de las nueve.—¿Has hecho café? —preguntó a su

esposa.—No, cariño. Pensé que tomarías un

buen desayuno en el club. El coche ya hallegado y lleva un rato esperando. Yoestoy lista para marchar.

La conversación la celebraban en elzaguán —últimamente parecía como sitodos sus encuentros ocurriesen allí—,ella con el abrigo y el sombrero puestos,y el bolso en el brazo, y él con unalevita de curioso corte y altas solapas.

—¿Y el equipaje?—Lo tengo en el aeropuerto.—Ah, sí. Claro está. Bien, si piensas

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dejarme primero en el club, mejor seráque nos pongamos cuanto antes encamino, ¿no?

—¡Sí! —exclamó ella—. ¡Oh, sí,por favor!

—Sólo el tiempo de coger unoscigarros. En seguida estoy contigo.Monta en el coche.

Ella dio media vuelta y salió alencuentro del chofer, que le abrió lapuerta del coche al verla acercarse.

—¿Qué hora es? —le preguntó laseñora Foster.

—Alrededor de las nueve y cuarto.El señor Foster salió de la casa

cinco minutos más tarde. Viéndole

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descender despacio la escalinata,advirtió ella que, enfundadas enaquellos estrechos pantalones, suspiernas parecían patas de chivo. Comohiciera la víspera, se detuvo a mediocamino, para olisquear el aire y estudiarel cielo. Aunque no había despejado porcompleto, un amago de sol perforaba labruma.

—A lo mejor tienes suerte esta vez—comentó él conforme se instalaba a sulado en el coche.

—Dése prisa, por favor —dijo ellaal chofer—. Y no se preocupe por lamanta de viaje. Yo la extenderé.Arranque, se lo ruego. Voy con retraso.

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El conductor se acomodó frente alvolante y puso en marcha el motor.

—¡Un momento! —exclamó depronto el señor Foster—. Aguarde uninstante, chofer, tenga la bondad.

—¿Qué ocurre, cariño? —indagóella según le observaba registrarse losbolsillos del abrigo.

—Tenía un pequeño regalo quedarte, para Ellen. Vaya, ¿dónde diablosestará? Estoy seguro de que lo llevabaen la mano al bajar.

—No he visto que llevases nada.¿Qué regalo era?

—Una cajita, envuelta en papelblanco. Ayer olvidé dártela y no quiero

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que hoy ocurra lo mismo.—¡Una cajita! —exclamó la señora

Foster—. ¡Yo no he visto ninguna cajita!Y se puso a rebuscar con desespero

en la parte trasera del coche.Su marido, que estaba examinándose

los bolsillos del abrigo, desabrochó éstey comenzó a palparse la levita.

—Maldita sea —dijo—, debo dehaberla olvidado en el dormitorio. Notardo ni un minuto.

—¡Oh, déjalo, por favor! —clamóella—. ¡No tenemos tiempo! Puedesenviárselo por correo. Después de todo,no será más que una de esas dichosaspeinetas, que es lo que siempre le

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regalas.—¿Y qué tienen de malo las

peinetas, si puede saberse? —inquirióél, furioso de que, por una vez, suesposa hubiera perdido los estribos.

—Nada, cariño. ¿Qué van a tener demalo? Sólo que…

—¡Quédate aquí! —le ordenó—.Voy a buscarla.

—De prisa, te lo ruego. ¡Oh, dateprisa, por favor! Se quedó quieta en elasiento, espera que esperarás.

—¿Qué hora es, dígame? —preguntóal conductor.

El hombre consultó su reloj depulsera.

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—Casi las nueve y media, diría yo.—¿Podremos llegar al aeropuerto en

una hora?—Más o menos.Ahí, de pronto, la señora Foster

descubrió, trabado entre asiento yrespaldo, en el lugar que había ocupadosu esposo, el borde de un objeto blanco.Alargó la mano y tiró de él. Era unacajita envuelta en papel e insertada allí,observó a su pesar, honda y firmemente,como por intervención de una mano.

—¡Aquí está! —exclamó—. ¡La heencontrado! ¡Oh, Dios mío, y ahora seeternizará allí arriba buscándola!Chofer, por favor, corra usted a avisarle,

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¿quiere?Aunque todo aquello le tenía

bastante sin cuidado, el hombre, dueñode una boca irlandesa, pequeña yrebelde, saltó del coche y subió lospeldaños que daban acceso a la puertaprincipal. Pero en seguida se volvió ydeshizo el camino.

—Está cerrada —declaró—. ¿Tienellave?

—Sí… aguarde un instante.La señora Foster se puso a registrar

el bolso como loca. Un visaje deangustia contraía su pequeña cara, dondelos labios, prietos, sobresalían como unpico de cafetera.

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—¡Ya la tengo! Tome. No, déjelo:iré yo misma. Será más rápido. Yo sédónde encontrarle.

Salió presurosa del coche ypresurosa subió la escalinata, la llave enuna mano. Introdujo aquélla en lacerradura y, a punto de darle vuelta, sedetuvo. Irguió la cabeza y así se quedó,totalmente inmóvil, toda ella suspendidajusto en mitad de aquel precipitado actode abrir y entrar, y esperó. Esperó cinco,seis, siete, ocho, nueve, diez segundos.Viéndola plantada allí, la cabeza muyderecha, el cuerpo tan tenso, se hubieradicho que acechaba la repetición dealgún ruido percibido antes y procedente

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de un lejano lugar de la casa.Sí: era indudable que estaba a la

escucha. Toda su actitud era de escuchar.Parecía, incluso, que acercase más ymás a la puerta la oreja. Pegada ésta yaa la madera, durante unos segundossiguió en aquella postura: la cabeza alta,el oído atento, la mano en la llave, apunto de abrir, pero sin hacerlo,intentado en cambio, o eso parecía,captar y analizar los sonidos que lellegaban, vagos, de aquel lejano lugar dela casa.

Luego, de golpe, como movida porun resorte, volvió a cobrar vida.Retirada la llave de la cerradura,

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descendió los peldaños a la carrera.—¡Es demasiado tarde! —gritó al

chofer—. No puedo esperarle.Imposible. Perdería el avión. ¡De prisa,de prisa, chofer! ¡Al aeropuerto!

Es posible que, de haberlaobservado con atención, el choferhubiese advertido que, la caratotalmente blanca, toda su expresiónhabía cambiado de repente. Exentosahora de aquel aire un tanto blando ybobo, sus rasgos habían cobrado unasingular dureza. Su pequeña boca, deordinario tan floja, se veía prieta yafilada; los ojos le fulgían; y la vozcuando habló, tenía un nuevo tono, de

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autoridad.—¡Dése prisa, dése usted prisa!—¿No marcha su marido con usted?

—preguntó el hombre, atónito.—¡Desde luego que no! Sólo iba a

dejarlo en el club. Pero no importa. Éllo comprenderá. Tomará un taxi. Pero nose me quede ahí, hablando, hombre deDios. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzarel avión a París!

Acuciado por la señora Foster desdeel asiento trasero, el hombre condujo deprisa todo el camino y ella consiguiótomar el avión con algunos minutos demargen. Al poco, sobrevolaba muy altoel Atlántico, cómodamente retrepada en

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su asiento, atenta al zumbido de losmotores, y camino, por fin, de París.Imbuida aún de su nuevo talante,sentíase curiosamente fuerte y, en ciertaextraña manera, maravillosamente. Todoaquello la tenía un poco jadeante; peroeso era debido, más que nada, al pasmoque le inspiraba lo que había hecho; y,conforme el avión fue alejándose más ymás de Nueva York y su Calle Sesenta yDos Este, una gran serenidad comenzó ainvadirla. Para su llegada a París, sesentía tan sosegada y entera comopudiese desear.

Conoció a sus nietos, que en personaeran aún más adorables que en las

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fotografías. De puro hermosos, se dijo,parecían ángeles. Diariamente los llevóa pasear, les ofreció pasteles, lescompró regalos y relató cuentosmaravillosos.

Una vez por semana, los jueves,escribía a su marido una carta simpática,parlanchina, repleta de noticias ychismes, que invariablemente terminabacon el recordatorio de: «Y no olvidescomer a tus horas, cariño, aunque metemo que, no estando yo presente, esfácil que dejes de hacerlo.»

Expiradas las seis semanas, todosveían con tristeza que hubiese de volvera América, y a su esposo. Todos, es

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decir, excepto ella misma, que noparecía, por sorprendente que ello fuera,tan contrariada como hubiera cabidoesperar. Y, según se despedía de unos yotros con besos, tanto en su actitud comoen sus palabras, parecía apuntar laposibilidad de un regreso no distante.

Con todo, y haciendo honor a sucondición de esposa fiel, no se excedióen su ausencia. A las seis semanas justasde su llegada, y tras haber cablegrafiadoa su esposo, tomó el avión a NuevaYork.

A su llegada a Idlewild, la señoraFoster advirtió con interés que no habíaningún coche esperándola. Es posible

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que eso incluso la divirtiera un poco.Pero, sosegada en extremo, no seexcedió en la propina al mozo que lehabía conseguido un taxi tras llevarle elequipaje.

En Nueva York hacía más frío que enParís y las bocas de las alcantarillasmostraban pegotes de nieve sucia.Cuando el taxi se detuvo ante la casa dela Calle Sesenta y Dos, la señora Fosterconsiguió del chofer que le subiese losdos maletones a lo alto de la escalinata.Después de pagarle, llamó al timbre.Esperó, pero no hubo respuesta. Sólopor cerciorarse, volvió a llamar. Oyó elagudo tintineo que sonaba en la

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despensa, en la trasera de la casa.Nadie, sin embargo, acudió a la puerta.

En vista de ello, la señora Fostersacó su llave y abrió.

Lo primero que vio al entrar fue elcorreo amontonado en el suelo, dondehabía caído al ser echado al buzón. Lacasa estaba fría y oscura. El reloj depared aparecía envuelto aún en la fundaque lo protegía del polvo. El ambiente,pese al frío, tenía una peculiar pesadez,y en el aire flotaba un extraño olordulzón como nunca antes lo habíapercibido.

Cruzó a paso vivo el zaguán ydesapareció nuevamente por la esquina

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del fondo, a la izquierda. Había en esaacción algo a un tiempo deliberado yresuelto; tenía la señora Foster el airede quien se dispone a investigar unrumor o confirmar una sospecha. Ycuando regresó, pasados unos segundos,su rostro lucía un pequeño viso desatisfacción.

Se detuvo en mitad del zaguán, comoreflexionando qué hacer a continuación,y luego, súbitamente, dio media vuelta yse dirigió al estudio de su marido.Encima del escritorio encontró su librode direcciones, y, tras un rato derebuscar en él, levantó el auricular ymarcó un número.

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—¿Oiga? —dijo—. Les llamo desdeel número nueve de la Calle Sesenta yDos Este… Sí, eso es. ¿Podríanenviarme un operario cuanto antes? Sí,parece haberse parado entre el segundoy el tercer piso. Al menos, eso señala elindicador… ¿En seguida? Oh, es ustedmuy amable. Es que, verá, no tengo laspiernas como para subir tantasescaleras. Muchísimas gracias. Queusted lo pase bien.

Y, después de colgar, se sentó ante elescritorio de su marido, a esperarpaciente la llegada del hombre que enbreve acudiría a reparar el ascensor.

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13. PLACER DECLÉRIGO

EL señor Boggis conducía despacio,cómodamente reclinado en el asiento, elcodo apoyado en la parte baja de laventanilla abierta. Qué hermosa estabala campiña, pensó; y qué agradablepercibir de nuevo indicios de verano.Sobre todo las prímulas. Y el oxiacanto.El oxiacanto estallaba en blanco, rosa yrojo por los setos, y las prímulas crecíandebajo en pequeños macizos, y resultabamaravilloso.

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Retiró una mano del volante yencendió un pitillo. Ahora, lo mejorsería, se dijo, poner rumbo a la cima delBrill Hill, visible a menos de unkilómetro al frente. Y lo que distinguíaallí, aquel puñado de casitas entreárboles, en la misma cumbre, había deser el pueblo de Brill. Magnífico. Notodos sus sectores dominicales ofrecíanuna elevación como aquélla, tan bonita,desde donde trabajar.

Se dirigió a lo alto y detuvo el cochecerca de la cima, a las afueras delpueblo. Hecho eso, se apeó y echó unvistazo alrededor. Abajo, a sus pies, lacampiña se extendía como una inmensa

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alfombra verde hasta donde le llegaba lavista, a kilómetros de distancia. Eraperfecto. Se sacó del bolsillo libreta ylápiz, y, apoyado en la parte trasera delcoche, dejó que su experimentado ojorecorriese lentamente el paisaje.

A la derecha, al fondo de loscampos, advirtió una granja mediana ala cual daba acceso una senda que partíade la carretera. Más allá, una alqueríamayor. Y una casa rodeada de altosolmos, con aspecto de remontarse alperíodo de la reina Ana. Luego, máslejos y a la izquierda, dos casas queparecían granjas. En total, cinco casas.Eso era, más o menos, cuanto había de

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aquel lado.El señor Boggis dibujó en la libreta

un bosquejo que le permitiera situarfácilmente las fincas una vez al pie delterreno, tras lo cual volvió al coche yatravesó el pueblo hacia el otro extremode la colina. Desde allí localizó otrasseis posibilidades: cinco granjas y uncaserón blanco, de finales del siglo XVIIIo principios del XIX. Estudiado conayuda de los prismáticos, resultó ofreceruna aspecto de prosperidad y un jardínbien cuidado. Una pena. Lo excluyó deinmediato. Caer sobre los prósperos notenía el menor sentido.

Así pues, en total había en aquel

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cuadrado, en aquel sector, diezposibilidades. El diez era un númerobonito, se dijo el señor Boggis. Justo lacantidad indicada para una tarde detrabajo pausado. ¿Qué hora era? Lasdoce. Le hubiera gustado, antes de ponermanos a la obra, tomar una jarra en lataberna. Pero los domingos no abríanhasta la una. Pues nada: la tomaría mástarde. Tras una ojeada a los apuntes desu libreta, decidió comenzar por la casadel período de la reina Ana, la de losolmos. Los prismáticos se la habíanmostrado gratamente ruinosa. Seguroque a sus habitantes no les vendría malun poco de dinero. Cuando menos,

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siempre había tenido suerte con lascasas de aquel estilo. El señor Boggissubió de nuevo al coche, soltó el frenode mano y atacó el descenso sin poneren marcha el motor, lentamente.

Aparte el hecho de que en esosmomentos fuera disfrazado de clérigo,no había en el señor Cyril Boggis nadademasiado siniestro. Anticuario deoficio, con tienda y sala de exposiciónpropias, en el King’s Road de Chelsea,aunque ni sus locales eran grandes ni sucifra de negocios cuantiosa por logeneral, como siempre compraba barato,baratísimo, y vendía caro, muy caro,todos los años conseguía unos ingresos

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apañados. Vendedor inteligente, sabíaadoptar, con habilidad, vendiera ocomprara, el talante que mejorconviniese a su cliente. Circunspecto yamable con los viejos, obsequioso conlos ricos, comedido con los piadosos,dominante con los débiles, pícaro paracon las viudas y socarrón y desenvueltofrente a las solteras, consciente siemprecíe sus dotes, las empleaba con tododescaro y tanta frecuencia como le eraposible; y a menudo, culminada unaactuación de singular calidad, le costabaun auténtico esfuerzo no volverse ahacer unas reverencias conforme laatronadora ovación recorría el teatro.

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A pesar de esa condición suya, untanto apayasada, el señor Boggis no eraun necio. Es más: algunos decían de élque a buen seguro nadie excedía enLondres sus conocimientos en cuanto amuebles franceses, ingleses e italianos.Dueño, además, de un gusto quesorprendía por su refinamiento, almomento reconocía y rechazaba, pormás auténtica que pudiera ser la pieza,un diseño desgraciado. Su verdaderapasión, como es natural, era la obra delos grandes ebanistas ingleses del sigloXVIII: Ince, Mayhew, Chippendale,Robert Adam, Manwaring, Iñigo Jones,Hepplewhite, Kent, Johnson, George

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Smith, Lock, Sheraton y todos losdemás, si bien incluso con éstos semostraba en ocasiones puntilloso. Porejemplo, se negaba a incluir en suexposición ni una sola pieza de losperíodos chino y gótico de Chippendale,y lo mismo cabía decir respecto dealgunos de los recargados diseñositalianos de Robert Adam.

En años recientes, el señor Boggishabía adquirido considerable fama entresus amigos del ramo por el hecho de queconsiguiese exhibir con una regularidadpasmosa piezas excepcionales y amenudo de gran rareza. Al parecer, elhombre disponía de una fuente de

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abastecimiento casi inagotable, unaespecie de almacén particular, y, por lastrazas, visitarlo una vez por semana eracuanto precisaba para servirse a suantojo. Cuando quiera que lepreguntaban de dónde sacaba elmaterial, componía una sonrisa decomplicidad, guiñaba un ojo ymurmuraba algo a propósito de unpequeño secreto.

La idea que ocultaba el pequeñosecreto del señor Boggis era sencilla yse le había ocurrido a consecuencia deun suceso que se produjo cierta tarde dedomingo, casi nueve años atrás, yendo élen coche por, el campo.

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Salió por la mañana con ánimo devisitar a su anciana madre, que vivía enSevenoaks. En el camino de regreso sele había roto la correa del ventilador,con lo cual, recalentado el motor, elagua se evaporó. Apeóse entonces y seencaminó a la casa más próxima, unedificio más bien pequeño, estilo granja,distante de la carretera cosa decincuenta metros, donde cortésmentepidió un jarro de agua a la mujer quesalió a abrir.

A la espera de que la desconocidafuera a buscar el agua, y como acertase alanzar una ojeada por la puerta que dabaa la salita, descubrió allí, a menos de

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cinco metros de donde aguardaba, algoque, de pura excitación, hizo que toda laparte superior de la cabeza le empezaraa sudar. Era un gran sillón, de roble y deun modelo del que sólo había visto otroejemplar en toda su vida. Ambos brazos,al igual que el panel del respaldo,estaban reforzados por series de ochofinas columnitas bellamente torneadas.El panel, por su parte, tenía pordecoración un exquisito dibujo floral, detaracea, y sendas cabezas de patorealzaban, talladas, una mitad de cadabrazo. ¡Santo Dios!, pensó, ¡si esto es definales del siglo XV!

Asomóse más a la puerta y allí, al

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otro lado de la chimenea, distinguió,¡cielos!, la pareja.

Aunque no podía afirmarlo concerteza, dos sillones como aquéllostenían que valer en Londres un mínimode mil libras. Y ¡ah, qué par demaravillas eran!

Al regresar la mujer, el señor Boggisse presentó y le preguntó a bocajarro siquerría vender los sillones.

¡Válgame Dios!, fue su respuesta,¿por qué iba ella a querer vender sussillones?

Por ningún motivo, salvo que élpodría estar dispuesto a pagárselos bien.

¿Pues cuánto podría darle? No los

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tenía, ni mucho menos, en venta; perosólo por curiosidad, por tontear, yasabe, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar?

Treinta y cinco libras.¿Cuánto?Treinta y cinco libras.¡Válgame Dios, treinta y cinco

libras! Vaya, vaya, muy interesante.Siempre los había tenido por valiosos.Eran muy antiguos. Y también muycómodos. No podría pasar sin ellos, deninguna manera. No, no estaban enventa; pero agradecidísima, de todasformas.

En realidad no eran tan antiguos, ledijo el señor Boggis, ni nada fáciles de

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vender; sólo que él, casualmente, teníaun cliente bastante aficionado a aquellaclase de artículos. Quizá pudiera subirotras dos libras… que fuesen treinta ysiete. ¿Qué decía a eso?

Regatearon durante media hora y,claro está, el señor Boggis consiguiópor fin los sillones habiendo convenidopagar algo menos del veinteavo de suvalor.

Aquella noche, de regreso a Londresen su viejo coche tipo ranchera y con losdos fabulosos sillones cuidadosamenteacomodados en la parte posterior, elseñor Boggis se vio asaltado por lo quele pareció una idea singular en extremo.

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Veamos, se dijo, si en una granja haymaterial de calidad, ¿por qué no habríade ocurrir lo mismo en otras? ¿Por quéno salir en su busca? ¿Por qué no batirlas zonas rurales? Lo podría hacer losdomingos, con lo cual no interferiríapara nada su trabajo. Nunca sabía quéhacer los domingos.

Así pues, el señor Boggis se comprómapas, detalladísimos mapas de todoslos condados de los alrededores deLondres, que dividió, con ayuda de unapluma de punta fina, en una serie decuadrados, cada uno de los cualesrepresentaba una zona de ocho por ochokilómetros, que era, consideró, lo

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máximo que podía cubrirconcienzudamente en un domingo. Laspequeñas ciudades y los pueblos no leinteresaban. Su objetivo eran los lugaresrelativamente aislados: grandesalquerías y casas solariegas en estadomás o menos ruinoso; de esa forma, y arazón de un cuadrado por domingo, osea cincuenta y dos al año, poco a pocoiría cubriendo todas las granjas y casasde campo de los condados vecinos.

Pero la cosa, a todas luces, no sereduciría a eso. La gente del campo esrecelosa. Y asimismo lo son los ricosvenidos a menos. No es cuestión de salirpor ahí y llamar a la puerta con la

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pretensión de que así, sin más ni más, leenseñen a uno la casa, porque sería envano. Por ese sistema jamás conseguiríapasar de la puerta. ¿Qué hacer, pues,para franquearse la entrada? Lo mejorsería, tal vez, ocultarles su condición deanticuario. Podría presentarse comoreparador de teléfonos, como inspectordel gas, incluso como cura…

A partir de ese punto, el proyectocomenzó a cobrar un cariz más práctico.El señor Boggis encargó un gran númerode tarjetas de óptima calidad con elsiguiente texto impreso:

EL REVERENDO

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CYRIL WINNINGTON BOGGIPresidentede laSociedad

Encolaboracióncon el

ProtectoradeMueblesRaros

Victoria andAlbertMuseum

Domingo a domingo, de ahora enadelante, se convertiría en un viejo ysimpático clérigo que consagraba susdomingos a viajar de un lado para otro,entregado, por amor a la «Sociedad», ala confección de un repertorio de lostesoros ocultos en las casas campestres

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inglesas. Y, engatusando con esahistoria, ¿a quién se le ocurriría ponerlede patitas en la calle?

A nadie.Luego, ya en el interior de las casas,

y si acertase a descubrir algo que deveras le interesara…, bueno, conocíacien formas distintas de hacer frente a lasituación.

No sin cierta sorpresa, el señorBoggis descubrió que el plan resultaba.Lo que es más: la cordialidad con quefue recibido de casa en casa por todoslos distritos rurales le resultó, incluso aél, harto embarazosa al principio.Constantemente le fueron ofrecidas con

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insistencia cosas tales como porcionesde empanada fría, copas de oporto, tazasde té, canastillos de ciruelas e inclusocomidas dominicales con la familia,sobremesa incluida. Con el tiempo,claro está, se habían presentadomomentos de apuro, y una serie deincidentes desagradables; pero hay quetener en cuenta que nueve añosrepresentan más de cuatrocientosdomingos, y eso había supuesto una grancantidad de casas visitadas. El asunto,en resumidas cuentas, había resultadointeresante, emocionante y lucrativo.

Y ahora, en aquel nuevo domingo, elseñor Boggis estaba operando en el

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condado de Buckinghamshire, uno de loscuadrados más septentrionales de sumapa, a cosa de quince kilómetros deOxford, y, conforme descendía en elcoche camino de la primera casa, unaruinosa mansión estilo reina Ana,empezó a presentir que aquél iba a seruno de sus días de suerte.

Estacionó el coche a cosa de cienmetros de la puerta y cubrió a pie esadistancia. No era partidario de que leviesen el coche antes de cerrado el trato.Un viejo y venerable cura y unvoluminoso vehículo estilo rancheraeran cosas que, por algún motivo, noacababan de acoplarse bien. Y, por otra

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parte, el pequeño paseo le daba ocasiónde examinar atentamente el exterior dela propiedad y adoptar el talante quemás conviniera al caso.

El señor Boggis ascendió aprisa porel sendero de acceso para coches.Hombrecillo barrigudo y de gruesaspiernas, de cara redonda y sonrosada,ideal para su papel, tenía unos ojosgrandes, castaños y saltones que lemiraban a uno desde aquel semblanterubicundo y creaban una impresión dedulce imbecilidad. Vestía un traje negrocon el alzacuellos, propio de losclérigos, y se cubría con un sombreroflexible, también negro. Llevaba un

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viejo bastón de roble, que, a su forma dever, le prestaba cierto aire de rústicacampechanía.

Se acercó a la puerta principal yllamó al timbre. Oyó ruido de pasos enel zaguán, se abrió la puerta ysúbitamente apareció ante él, o, mejordicho, sobre él, una giganta conpantalones de montar. Pese al humo delcigarrillo que fumaba la mujer, percibióel fuerte olor que la envolvía, a cuadra ya excrementos de caballo.

—¿Sí? —le preguntó con una miradarecelosa—. ¿Qué quiere usted?

No del todo seguro de que no fuera arelincharle en cualquier momento, el

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señor Boggis se descubrió, hizo unapequeña reverencia y le tendió sutarjeta.

—Disculpe la molestia —dijoaguardando a que leyera el mensaje, conla mirada fija en el rostro de la mujer.

—No entiendo —dijo ella al tiempoque le devolvía la tarjeta—. ¿Qué quiereusted?

El señor Boggis le habló de laSociedad Protectora de Muebles Raros.

—¿Esto no tendrá nada que ver, porcasualidad, con el Partido Socialista?—preguntó ella mirándole con fierafijeza bajo unas cejas pobladas ydescoloridas.

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A partir de ahí fue fácil. Hembras ovarones, los conservadores enpantalones de montar eran, para el señorBoggis, coser y cantar. Consagró dosminutos a una acalorada apología del alaultraderechista del Partido Conservadory luego otros dos a denunciar a lossocialistas. Hábil discutidor, hizoparticular hincapié en el proyecto de leyque en cierto momento habíanpresentado los socialistas para laabolición a escala nacional de losdeportes que implicasen uso o caza deanimales, tras lo cual pasó a informar asu interlocutora —«aunque, amiga mía,mejor que no se entere de ello el

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obispo»— que su idea del cielo era unlugar donde uno pudiese cazar liebres,zorros y ciervos con grandes jaurías deinfatigables sabuesos, eso todos los díasde la semana, incluso el domingo, y dela mañana a la noche.

Mirándola conforme hablaba se diocuenta de que su magia empezaba asurtir efecto: la mujer le sonreíaampliamente exhibiendo una hilera dedientes descomunales y algoamarillentos.

—Señora, por favor se lo pido —exclamó—, no me tire usted de la lenguaen lo tocante al socialismo.

Ahí soltó ella una carcajada, alzó

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una enorme manaza roja y le descargó enel hombro una palmada que estuvo apunto de derribarle.

—¡Entre! —gritó—. No sé quédemonios quiere ¡pero entre!

Para su contrariedad y no pocasorpresa, no había en toda la casa nadadel menor valor, y el señor Boggis, quejamás malgastaba tiempo en terrenobaldío, apresuróse a ofrecer disculpas ydespedirse. De principio a fin, la visitale había llevado menos de quinceminutos, que era, se dijo mientrasmontaba en el coche y salía hacia supróximo objetivo, exactamente comodebía ser.

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A partir de ahí no le esperaban másque granjas, la más cercana a cosa deochocientos metros camino arriba.Resultó ser un edificio de ladrillo,grande, parcialmente enmaderado ybastante vetusto, con un magnífico peral,todavía en flor, que cubría casi todo sumuro sur.

El señor Boggis llamó a la puerta.Se quedó esperando, pero, como noacudía nadie, volvió a llamar. En vistade que seguía sin obtener respuesta, seaventuró hacia la trasera de la casa, conánimo de buscar al granjero por losestablos. Tampoco allí había nadie.Conjeturando que la gente de la casa

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debía de estar todavía en la iglesiaempezó a espiar por las ventanas, por sidivisaba algo de interés. No lo halló enel comedor, ni tampoco en la biblioteca.Probó en la próxima ventana, la delcuarto de estar, y allí, ante sus propiasnarices, en el pequeño nicho queformaba el quicio, vio una bella pieza:una mesa de juego, semicircular, decaoba ricamente chapeada y que, estiloHepplewhite, dataría de alrededores de1780.

—¡Ajá! —exclamó en voz alta, lacara aplastada contra el cristal—. Tefelicito, Boggis.

Pero eso no era todo. Había en la

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estancia, además, una silla, una únicasilla, y, a menos que se equivocara,todavía de mejor calidad que la mesa.Otra Hepplewhite, ¿verdad? Y ¡oh, québelleza! Los travesanos del respaldotenían finamente tallado un dibujo demadreselvas, vainas y rosetas; el asientoguardaba su enrejillado original; laspatas eran de gracioso torneado, y lasdos traseras tenían aquel peculiarensanchamiento, tan significativo. Erauna silla exquisita.

—No concluirá este día —dijo elseñor Boggis por lo bajo— sin que hayatenido el placer de sentarme en eseadorable asiento.

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Jamás compraba una silla sinsometerla a su prueba favorita, ysiempre resultaba intrigante verleacomodarse con gran cuidado en elasiento, esperar el «movimiento» ycalibrar con pericia el grado decontracción, infinitesimal pero preciso,que el paso de los años había producidoen las juntas de espiga y de cola demilano.

Pero no había prisa, se dijo.Volvería después. Tenía toda la tardepor delante.

La granja siguiente quedaba un pocoal fondo de un campo y, para ocultarlo ala vista, el señor Boggis hubo de dejar

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el coche en la carretera y caminar unosseiscientos metros por una senda rectaque conducía al mismo traspatio de lagranja. Ésta, advirtió según se acercaba,era mucho más pequeña que la anterior,y no alentó muchas esperanzas respectoa ella. Se veía desparramada y sucia, yalgunos de los cobertizos estabanclaramente deteriorados.

Había tres hombres en cerrado grupoen una esquina del patio, en pie, uno deellos con dos grandes galgos negrosatraillados. Al verle con su traje negro ysu alzacuellos, los hombresinterrumpieron su conversación, ysúbitamente rígidos y como helados, se

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quedaron quietos, totalmente inmóviles,las tres caras vueltas hacia él consuspicacia según se acercaba.

El más viejo de los tres era un tiporechoncho, con una ancha boca de rana yojos pequeños e inquietos. Aunque loignorase el señor Boggis, se llamabaRummins y era el propietario de lagranja.

El joven de elevada estatura que seencontraba a su lado y parecía teneralgún defecto en un ojo era Bert, el hijode Rummins.

El tipo bajito y carigordo, deestrecha frente llena de surcos ydesmesuradamente ancho de hombros

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era Claud. Claud había pasado a visitara Rummins con la esperanza de sacarleun pedazo de carne o de jamón del cerdoque habían matado la víspera. Claudtenía noticia de la matanza —sus ecos sehabían difundido a buena distancia através de los campos— y sabía que parallevar a cabo una cosa así se necesitabaun permiso del Gobierno, y queRummins carecía de él.

—Buenas tardes —dijo el señorBoggis—. Un día maravilloso, ¿verdad?

Ninguno de los tres hombres semovió. En aquel momento pensaban,todos, exactamente la misma cosa: que,por una razón u otra, aquel cura, que

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desde luego no era el del lugar, veníacon el encargo de meter las narices ensus asuntos e informar a las autoridadessobre sus hallazgos.

—¡Qué hermosos perros! —añadióel señor Boggis—. Debo confesar quenunca he cazado con galgos, pero measeguran que se trata de un deporteapasionante.

Ante el nuevo silencio, el señorBoggis paseó una rápida mirada deRummins a Claud pasando por Bert, yluego regresó de nuevo a Rummins, yadvirtió que los tres tenían la mismacuriosa expresión, mezcla de befa y reto,que les ponía en la boca una contracción

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displicente y les arrugaba de desdén lazona de la nariz.

—Permítame la pregunta, ¿es ustedel dueño? —inquirió impertérrito elseñor Boggis dirigiéndose a Rummins.

—¿Qué quiere?—Mil perdones por la molestia,

sobre todo siendo domingo.Y le ofreció la tarjeta, que el otro

tomó y se acercó mucho al rostro. Susacompañantes no se movieron, pero lamirada se les desvió en su intento deatisbar.

—Sí, pero ¿qué es, exactamente, loque quiere? —dijo Rummins.

Por segunda vez aquel día, el señor

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Boggis explicó con cierto detalle losobjetivos e ideales de la SociedadProtectora de Muebles Raros.

—Pues pierde usted el tiempo —repuso Rummins concluida laexposición—, porque no tenemosninguno.

—Un momentito, caballero —dijo elseñor Boggis alzando un dedo—. Laúltima persona que me dijo eso fue unanciano granjero, allá en Sussex, y ellono obstante, cuando terminó por dejarmeentrar en su casa, ¿sabe usted quéencontré? Una silla vieja y de aspectomugriento que, arrinconada en la cocina,resultó valer… ¡cuatrocientas libras! Yo

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le asesoré en la venta, y con el dinero secompró un tractor nuevo.

—¡Pero qué dice usted! —intervinoClaud—. No hay ninguna silla en elmundo que valga cuatrocientas libras.

—Perdóneme —replicó el señorBoggis, remilgado—, pero en Inglaterralas hay, y muchas, que valen más deldoble de esa cifra. ¿Y sabe usted dóndeestán? Pues arrinconadas por granjas ycasas de campo de todo el país, dondesus dueños las utilizan a modo degradillas o improvisadas escalerasdonde subirse con botas de clavos, paraalcanzar un pote de mermelada en lo altode la alacena, o colgar un cuadro. Les

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estoy diciendo la pura verdad, amigosmíos.

Rummins, inquieto, mudó de uno aotro pie el peso del cuerpo.

—¿Trata de decirme que lo únicoque quiere es entrar, plantarse ahí enmedio y echar un vistazo?

—Exactamente —repuso el señorBoggis, que por fin comenzaba a intuirpor dónde iban los tiros—. No pretendofisgar en sus armarios ni en su despensa.Sólo deseo ver los muebles, para poderreferirme a ellos, caso de que tuvierausted algún tesoro aquí, en la revista denuestra sociedad.

—¿Sabe qué pienso yo? —repuso

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Rummins fijando en él la mirada de susojillos malignos—. Pues pienso que loque busca es comprar esas cosas por sucuenta. ¿Por qué, si no, iba a darsetantas molestias?

—¡Señor! ¡Ojalá tuviera yo dineropara eso! Claro está que, si algo vieseque tanto me gustara, y que no estuvierafuera de mi alcance, podría sentir latentación de hacerle una oferta. Peroeso, ay, ocurre muy raras veces.

—Bueno —dijo Rummins—, no veomal alguno en que eche un vistazo por lacasa, si sólo se trata de eso.

Y cruzó el patio hacia la puertatrasera de la granja mostrando el camino

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al señor Boggis, a quien seguían Bert, elhijo, y Claud con sus dos perros.Cruzaron la cocina, cuyo único moblajeconsistía en una mesa de tablas, barata,donde se ofrecía a la vista un pollomuerto, y penetraron en un cuarto deestar bastante grande y sobremanerasucio.

¡Y allí estaba! El señor Boggis, quelo vio de inmediato, se paró en seco y,en su sobresalto, contuvo audiblementeel aliento, tras lo cual se quedó plantadoallí cinco, diez, quince segundos por lomenos, mirando como un idiota y sinpoder, sin atreverse a dar crédito a loque veía. ¡No podía, no podía ser

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verdad! Pero, cuanto más la miraba, másverdad le parecía. ¿O acaso no la teníadelante, pegada a la pared, tan real ytangible como la propia casa? ¿Y quién,quién en el mundo podría confundirsesobre algo semejante? Claro que estabapintada de blanco, pero eso en nadacambiaba las cosas. Obra, sin duda, deun imbécil, el embadurnado podíaretirarse fácilmente. ¡Pero… bendito seaDios! ¡Menuda joya! ¡Y en un lugarcomo aquél! Entonces el señor Boggiscobró conciencia de los tres hombres,Rummins, Bert y Claud, que, agrupadosal otro extremo de la sala, junto a lachimenea, le miraban con descaro. Le

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habían visto pararse, boquear, fijar lavista y ponerse como la grana, o a lomejor como la cera; lo cierto, sinembargo, es que habían visto losuficiente como para dar al traste con elasunto, a menos que encontrararápidamente la manera de arreglarlo. Enun restallido de lucidez, se llevó unamano al corazón, alcanzó a tumbos lasilla más cercana y en ella se desmoronórespirando con ahogo.

—¿Qué le pasa? —preguntó Claud.—No es nada —dijo sin resuello—.

Se me pasará en seguida. Un vaso deagua, por favor. Es el corazón.

Bert fue a buscar el agua, le tendió

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el vaso y se quedó a su lado mirándolede través y con impertinencia.

—Me ha parecido como si mirasealgo —dijo Rummins, su boca de ranaahora dilatada un punto, para componeruna sonrisa artera que dejaba aldescubierto los muñones de variosdientes rotos.

—No, no —contestó el señor Boggis—. ¡Qué va! No: es el corazón. Losiento. Me ocurre de vez en cuando.Pero se me pasa en seguida. Un par deminutos, y como si nada.

Tenía que ganar tiempo, se dijo. Parapensar y, sobre todo, para calmarse porcompleto antes de soltar una palabra

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más. Calma, Boggis. Lo que hagas, hazlocon serenidad. Esta gente será ignorante,pero no estúpida. Son suspicaces,desconfiados y ladinos. Y si es cierto loque has visto…, pero no, no puede, nopuede serlo…

Se había cubierto los ojos con unamano, en ademán de dolor, y ahí, conextremo cuidado, secretamente, dejóentre dos dedos una ranura por dondemirar.

Pues sí: el objeto continuaba en susitio, y aprovechó para echarle un buenvistazo. Sí… ¡no se había equivocadoantes! ¡No había la menor duda alrespecto! ¡Era verdaderamente

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increíble!Lo que estaba mirando era un

mueble por cuya posesión cualquierexperto hubiera dado lo que fuese. A unprofano no le hubiera parecido, quizá,nada del otro jueves, sobre todo pintadoasí, de blanco sucio; pero para el señorBoggis representaba el sueño de unanticuario. Como a cualquierprofesional de Europa o América, leconstaba que entre las más famosas ycodiciadas muestras subsistentes delmueble inglés del siglo XVIII seencontraban los tres célebres ejemplaresconocidos como «Las CómodasChippendale». Sabía su historia al

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dedillo: la primera, «descubierta» en1920 en una casa de Moreton-in-Marsh,había sido vendida en Sotheby’s esemismo año; las dos restantes habíanaparecido en el mismo establecimientoun año más tarde, ambas procedentes deRaynham Hall, Norfolk. Todas ellashabían alcanzado cotizacionesfabulosas. Aunque no recordaba conexactitud los precios obtenidos por laprimera y la segunda, sabía de ciertoque la última fue adjudicada en tres milnovecientas guineas. ¡Y eso en 1921! Enla actualidad, la misma pieza valdría,sin lugar a dudas, diez mil libras.Alguien, el señor Boggis no conseguía

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recordar el nombre, había hecho enfechas muy recientes un estudio quedemostraba que las tres habían salidoforzosamente del mismo taller, pues elchapeado procedía del mismo tronco yen su elaboración se había utilizadoidéntico juego de plantillas. Aunque deninguna de ellas se había encontradofactura, todos los expertos coincidían enque las tres cómodas sólo podían habersido ejecutadas por el mismo ThomasChippendale, de propia mano, en elpináculo de su carrera.

Y allí, justo allí, repetíase el señorBoggis conforme espiaba con cautelapor entre la separación de dos dedos,

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estaba… ¡la cuarta CómodaChippendale! ¡Y descubierta por él! ¡Seharía rico! ¡Y también famoso! Los tresrestantes ejemplares eran conocidos entodo el mundo del mueble cada uno porun nombre especial: la CómodaChastleton, la Primera CómodaRaynham y la Segunda CómodaRaynham. Y aquélla pasaría a la historiacomo la Cómoda Boggis. ¡Cuandoimaginaba la cara que pondrían suscolegas de Londres cuando se la vierandelante a la mañana siguiente! ¡Y lassuculentas ofertas que le llegarían de losfigurones del West End: Frank Partridge,Mallett, Jetley y todos los demás! En el

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Times aparecería una foto y, al pie: «Laexquisita Cómoda Chippendalerecientemente descubierta por el señorCyril Boggis, un anticuariolondinense…» ¡Cielo santo!, ¡elcampanazo que iba a dar!

La que allí se encontraba, pensó elseñor Boggis, era casi idéntica a laSegunda Cómoda Raynham. (Las tres, lade Chastleton y las dos Raynham, sediferenciaban una de otra en una serie depequeños detalles). Era una obragrandiosa, bellísima, realizada en elestilo rococó francés del períodoDirectoire de Chippendale: a diferenciade la cómoda común, ésta era compacta,

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amplia, y tenía sus cajones montadossobre cuatro patas talladas y acanaladasde unos treinta centímetros de altura. Entotal tenía seis cajones: dos más largos,en la parte central y otros dos encima ydebajo de los centrales. El onduladofrontal presentaba un soberbio trabajode talla en su parte superior, laterales ybase, y también en vertical, entre cadagrupo de cajones, a base de intrincadosfestones, volutas y ramilletes; y losherrajes de latón, aunque deslucidos enparte por la pintura blanca, parecíanmagníficos. Era, a buen seguro, unapieza un tanto «pesada»; pero el diseñohabía sido realizado con tanta elegancia

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y gracia, que su pesadez no ofendía en lomás mínimo.

—¿Qué tal se va encontrando? —oyó el señor Boggis que le preguntabaalguien.

—Mucho mejor ya. Gracias, milgracias. Se me pasa al momento. Mimédico asegura que no es cosa decuidado, a condición de que repose unosminutos cuando se me presente. Ah, sí—añadió conforme se levantabadespacio—: esto va mejor. Ya me sientobien.

El paso un tanto inseguro, comenzó arecorrer la habitación examinando unopor uno sus muebles y haciendo breves

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comentarios al respecto. En seguida sedio cuenta de que, aparte de la cómoda,constituían un lote muy pobre.

—Bonita mesa de roble. Aunque, metemo, no lo bastante antigua para resultarde interés. Las sillas son cómodas y decalidad; pero muy modernas, sí: muymodernas. En cuanto a este aparador…,bueno, pues tiene su gracia; pero lo deantes carece de valor. Y esta cómoda…—cruzó indiferente ante la CómodaChippendale, a la cual largó undesdeñoso papirotazo—, pues yo diríaque puede valer unas cuantas libras,pero no gran cosa. Es, me temo, unareproducción bastante tosca.

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Probablemente realizada en la épocavictoriana. ¿Ustedes la pintaron deblanco?

—Sí —respondió Rummins—. Lohizo Bert.

—Un paso muy atinado. Blancaresulta mucho menos ofensiva.

—Un mueble sólido —observóRummins—. Y el tallado tampoco estámal.

—Es talla mecánica —replicó elseñor Boggis despreciativo mientras seinclinaba para examinar la exquisitaartesanía—. Se ve a un kilómetro dedistancia. Pero, aun así, creo que nodeja de ser bonita. Tiene un no sé qué.

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Comenzó a alejarse con lentitud;pero luego, dominándose, retrocediódespacio con la punta de un dedo en elhoyuelo de la barbilla y la cabezaladeada, frunció el ceño, como sumidoen profunda reflexión.

—¿Sabe qué? —dijo sin apartar lamirada del mueble y hablando con tantaindolencia, que la voz se le iba—.Acabo de recordar que… llevo tiempobuscando un juego de patas como ése.Tengo en mi modesta casa una mesabastante curiosa, uno de esos mueblesalargados que la gente pone delante delsofá, una especie de mesita baja, y elaño pasado, para la sanmiguelada,

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cuando me mudé, los zoquetes de lostransportistas me desgraciaron las patastotalmente. Le tengo mucho apego a esamesa. Es donde siempre pongo miBiblia y los apuntes para mis sermones.

Después de una pausa, y dándosegolpecitos con el dedo eri la barbilla,agregó:

—Y, mira por dónde, se me haocurrido que esas patas de su cómodapodrían venirme muy bien. Sí, no hayduda de ello: sería fácil cortarlas yaplicarlas a mi mesa.

Volvió la cara y vio a los treshombres que, absolutamente inmóviles,le miraban con desconfianza; tres pares

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de ojos, distintos todos ellos, peroigualados por el recelo: pequeños yporcinos los de Rummins, grandes y sinmovilidad los de Claud, y los de Bert,singulares, uno de ellos muy raro,descolorido y como nublado, con unpequeño punto negro en su centro, comoel de un pescado en una bandeja.

El señor Boggis sonrióse y sacudióla cabeza.

—Pero vamos, vamos, ¿qué digo yo?Estoy hablando como si el mueble meperteneciera. Les presento mis excusas.

—Lo que quiere decir —intervinoRummins— es que le gustaríacomprarlo.

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—Bueno… —el señor Boggis miróde nuevo la cómoda, ceñudo—, no estoyseguro. Quizá… aunque, por otra parte,si bien se mira, no… me parece quesería demasiado jaleo. No vale la pena.Mejor dejarlo.

—¿Cuánto tenía pensado ofrecer? —preguntó Rummins.

—La verdad, no mucho. No se tratade una verdadera antigüedad, ¿sabe? Esuna simple reproducción.

—Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Rummins—. Aquí lleva más deveinte años, y antes estuvo allí, en lacasa solariega, donde yo mismo lacompré en subasta, cuando murió el

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viejo hacendado. No irá usted a decirmeque esa cosa es moderna…

—Moderna, precisamente, no; perodesde luego no tiene más de sesentaaños.

—Sí que los tiene —dijo Rummins—. Bert, ¿dónde está ese papelito queencontraste en el fondo de uno de loscajones? Aquella vieja factura…

El joven miró sin expresión a supadre.

El señor Boggis abrió la boca, perovolvió a cerrarla en seguida sin proferirel menor sonido. Estaba empezando atemblar, literalmente, de excitación, y,para calmarse, se acercó a la ventana y

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fijó la mirada en una espléndida gallinacolor castaño que picoteaba granos demaíz en el patio.

—Estaba en el fondo de aquel cajón,debajo de todas las trampas paraconejos —insistía Rummins—. Ve abuscarla y enséñasela al señor cura.

Al acercarse Bert a la cómoda, elseñor Boggis se volvió. Incapaz deapartar de él la mirada, le vio abrir unode los grandes cajones centrales y no lepasó por alto la maravillosa suavidadcon que se deslizaba. Bert hundió en élla mano y se puso a revolver entre unmontón de alambres y cordeles.

—¿De esto hablas? —dijo al tiempo

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que extraía un papel doblado yamarillento, que llevó a su padre, elcual, habiéndolo desplegado, se loacercó mucho a la cara.

—No me irá usted a decir que estaescritura no es condenadamente antigua—exclamó Rummins conforme tendía eldocumento al señor Boggis, al cual letemblaba todo el brazo cuando lo tomó.Quebradizo, crujió levemente entre susdedos. La caligrafía era estirada yoblicua, del estilo que habíanpopularizado los grabados en cobre.

Edward Montagu Esq

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Adeuda aThomas Chippendale,

Por una gran Mesa Cómoda de la másfina caoba, ricamente tallada, sobrepatas acanaladas, con dos cajoneslargos y de pulcra factura en su partemedia, y dos ídem ídem a uno y otrolado de aquéllos, con Herrajes yOrnamentos de rico repujado, todo elloenteramente acabado al gusto másexquisito……………………………………………£ 87

El señor Boggis se aferraba a sí

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mismo con todas sus fuerzas al tiempoque pugnaba por suprimir la excitaciónque, a fuerza de voltear en sus adentros,estaba mareándole. ¡Santo Dios, eraportentoso! Con aquella factura en mano,el valor aumentaba de golpe. ¿En cuánto,bondad divina, lo pondría aquello? ¿Endoce, en catorce, en quince mil libras;en veinte mil, tal vez? ¿Quién podíadecirlo?

Con ademán de menosprecio, arrojóel papel sobre la mesa y dijotranquilamente:

—Ni más ni menos lo que leanticipé: una reproducción victoriana.Esto no es más que la factura que el

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vendedor, el hombre que fabricó lacómoda y la hizo pasar por antigua,libró a su cliente. Las he visto así pordocenas. Advertirá que no había dehaberla hecho con sus manos. Eso habríasido levantar la liebre.

—Usted dirá lo que quiera —replicóRummins—, pero ese papel es antiguo.

—Claro está que lo es, mi buenamigo. Se remonta a la época victoriana,a sus últimos años. Alrededor de 1890.Tendrá sesenta o setenta años. He vistocentenares. Fue esa una época en la queincontables ebanistas no sabían hacerotra cosa que consagrarse a falsificarlos espléndidos muebles del siglo

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anterior.—Mire, señor cura —respondió

Rummins señalándole con un dedogrueso y sucio—, no voy a discutirle quesepa usted lo suyo sobre esa cosa de losmuebles, pero sí le diré esto: ¿cómopuede estar tan seguro de que es unafalsificación, sin tan siquiera haber vistoqué es lo que hay bajo toda esa pintura?

—Venga aquí —dijo el señor Boggis—. Venga usted aquí y se lo mostraré. —Y, plantado junto a la cómoda, aguardó aque los tres se acercasen—. Veamos,¿tiene alguien una navaja?

Claud sacó una, con mango de asta, yel señor Boggis la tomó y desdobló la

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menor de sus hojas. A continuación, ycon aparente descuido que en realidadera extrema cautela, comenzó a rascar lapintura en una pequeña zona de la partesuperior. El embadurnado se desprendiólimpiamente del viejo y duro barniz queescondía, y, cuando tuvo descubierto uncuadrado de unos ocho centímetros delado, se hizo atrás y dijo:

—¡Ahí tiene: mire eso!Era una belleza: una cálida parcelita

de caoba, fulgente como un topacio, conel rico y auténtico color oscuro de susdoscientos años.

—¿Pues qué le pasa? —quiso saberRummins.

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—¡Que es industrial! ¡Cualquiera lovería!

—¿Y usted en qué lo nota? A ver,explíquenoslo.

—Bueno, debo confesar que es unpoco complicado hacerlo. Es, más quenada, cuestión de experiencia. La míame dice, sin lugar a dudas, que estamadera ha sido tratada con cal, que es loque usan para conseguir el color viejo yoscuro de la caoba. Para el roble usansales de potasa, y para el castaño, ácidonítrico; pero en la caoba es siempre cal.

Los tres hombres se acercaron unpoco más a fin de examinar la madera.Se les había avivado, de pronto, el

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interés: siempre resultaba apasionantedescubrir nuevas modalidades de latrampa, del engaño.

—Observen atentamente la textura.¿Ven ese tono anaranjado entre elgranate oscuro? Pues eso es el rastro dela cal.

Se inclinaron, primero Rummins,luego Claud y después Bert, hasta casitocar la madera con la nariz.

—Eso sin contar con la pátina…—¿La qué?Les explicó lo que esa palabra

significaba en términos de ebanistería.—No pueden ustedes hacerse una

idea, mis buenos amigos, de lo que son

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capaces esos pillos para conseguir elhermoso viso bronceado de la auténticapátina. ¡Espantoso, verdaderamenteespantoso! ¡Hablar de ello me revuelveel estómago!

Lo dijo escupiendo las palabras unaa una, con una mueca de acritud quediese cuenta de su profunda repugnancia.Sus interlocutores se quedaron a laespera de nuevas revelaciones.

—¡La cantidad de tiempo y desvelosque algunos mortales emplean enengañar a los ingenuos! —exclamó elseñor Boggis—. ¡Es algo que daverdadero asco! ¿Saben ustedes quéhicieron en este caso, amigos míos? Lo

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veo claramente, casi como si lopresenciase: el largo y complicadoproceso de untar la madera con aceite delinaza, de darle una capa de pulimentofrancés astutamente coloreado, derebajarlo con piedra pómez y aceite, deaplicarle una cera de abeja que enrealidad contiene polvo y tierra, y, porúltimo, tratar la madera al fuego, a fin deque el pulimento se cuartee en forma queparezca barniz de hace doscientosaños… ¡El espectáculo de esa picarescame trastorna verdaderamente!

Los tres hombres continuabanestudiando el pequeño recuadro demadera oscura.

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—¡Pálpenla! —ordenó el señorBoggis—. ¡Pongan sus dedos en ella! Aver, ¿cómo la nota, fría o caliente?

—Yo la noto fría —dijo Rummins.—¡Ahí está, amigo mío! Es cosa

demostrada que las imitaciones depátina siempre resultan frías al tacto. Lapátina auténtica transmite una curiosasensación de calor.

—Yo, ésta, la noto normal —dijoRummins, dispuesto a discutir.

—No, señor: es fría. Aunque, claroestá, se requieren dedos expertos ysensibles para emitir un juicio válido. Austed no se le puede exigir un dictamensobre el particular, como no se me

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podría exigir a mí sobre la calidad de sucebada. Todo en esta vida, amigo mío,es cuestión de experiencia.

Los tres hombres miraban de hito enhito a aquel extraño cura con cara deluna y ojos saltones. Lo hacían ahoracon menos suspicacia, puesto que enverdad parecía saber de qué hablaba;pero todavía estaban lejos de confiar enél.

El señor Boggis se inclinó y señalóel herraje de uno de los cajones de lacómoda.

—Este —dijo— es otro de lospuntos donde los falsificadores seemplean a fondo. El latón antiguo tiene,

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por lo regular, un color y una naturalezapropios. ¿Lo sabían ustedes?

Los otros le miraron con intensidad,en la esperanza de descubrir nuevossecretos.

—El problema, sin embargo, está enque se han vuelto habilísimos en lasimitaciones. Lo cierto es que resulta casiimposible distinguir entre «antiguoauténtico» y «falso antiguo». No meimporta reconocer que me hace dudar amí mismo. De manera que no tienesentido rascar la pintura de estas asas.Nos quedaríamos como antes.

—¿Cómo pueden hacer pasar porviejo el latón nuevo? —indagó Claud—.

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Ya sabe usted que el latón no se oxida…—Le sobra a usted razón, amigo

mío. Pero esos granujas tienen suspropios métodos secretos.

—¿Por ejemplo? —insistió Claud, aquien cualquier información de esaíndole parecía valiosa: ¿cómo saber queno iba a serle útil en algún momento?

—Para ellos la cosa se reduce —dijo el señor Boggis— a dejar losherrajes por espacio de una noche enuna caja que contenga virutas de caobacon sal amoníaco. La sal amoníacovuelve verde el metal pero, si le raspausted el verde, debajo encontrará unviso de calidad plateada y suave, el

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mismo que adquiere el latón muyantiguo. ¡Oh, hacen unas atrocidades…!Con el hierro utilizan otra triquiñuela.

—¿Qué hacen con el hierro? —inquirió Claud fascinado.

—El hierro no presenta problemas—dijo el señor Boggis—. Cerraduras,placas y bisagras de hierro las entierran,sin más, en sal común, de donde salen,al cabo de nada, oxidadas y llenas depicaduras.

—Está bien —intervino Rummins—.Usted mismo reconoce que los herrajesle despistan. Podrían tener cientos ycientos de años, y usted no lo advertiría,¿no es eso?

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—Ah —susurró el señor Boggisfijando en Rummins sus protuberantesojos castaños—, ahí es donde seequivoca usted. Fíjese en esto.

Sacó del bolsillo de la chaqueta unpequeño destornillador y, al mismotiempo, de forma que esto les pasara atodos por alto, un tornillo de latón, queocultó bien en la palma de la mano. Acontinuación, y eligiendo uno de lostornillos de la cómoda —había cuatro encada asa—, se dedicó a rascar de sucabeza hasta el último vestigio depintura blanca. Hecho eso, se puso adestornillarlo lentamente.

—Si éste es un tornillo de auténtico

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latón viejo, siglo XVIII —decíaentretanto—, su espiral será ligeramenteirregular y se darán cuenta en seguida deque el tallado es manual, a lima. Pero siestos herrajes fueran una falsificación dela era victoriana o de fechas másrecientes, el tornillo será, como esnatural, de la misma época: un artículomecanizado y producido en masa.Cualquiera es capaz de reconocer untornillo hecho a máquina. En fin, vamosa ver.

No le resultó difícil al señor Boggis,al poner las manos sobre el tornilloantiguo, sustituirlo por el nuevo, ocultoen la palma. Era ése otro de los

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pequeños trucos que al correr de losaños le había resultado remunerador enextremo. Los bolsillos de su chaqueta declérigo contenían siempre una ampliaprovisión de tornillos de latóncorrientes y de diversos tamaños.

—Ahí lo tiene —proclamó al tiempoque entregaba a Rummins el moderno—.Échele una ojeada a eso. ¿Advierteusted la perfecta regularidad delespiral? ¿La ve? No faltaría más. Es untornillo corriente y vulgar, como lopodría adquirir hoy en cualquierferretería rural.

El tornillo pasó de mano en manoconforme los tres lo examinaban con

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esmero. El mismo Rummins se sentíaahora impresionado.

El señor Boggis volvió a guardarseen el bolsillo el destornillador, junto conel fino tornillo hecho a mano que habíaextraído de la cómoda, y, dando mediavuelta, cruzó despacio ante los treshombres, camino de la puerta.

—Mis queridos amigos —dijo segúnse detenía a la entrada de la cocina—,han sido muy amables permitiéndomeechar una ojeada al interior de suagradable casa, muy amables. Espero nohaberles resultado un pelmazo.

Rummins abandonó su examen deltornillo y, alzando la mirada, contestó:

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—No nos ha dicho usted cuántopensaba ofrecer.

—Ah, muy cierto —repuso el señorBoggis—. No lo he dicho, ¿verdad?Bueno, para ser enteramente sincero,creo que sería demasiada complicación.Mejor dejarlo.

—¿Cuánto estaría dispuesto a dar?—¿O sea que de veras quiere

desprenderse de la cómoda?—No he dicho que quisiera

desprenderme de ella. He preguntadoque cuánto daría.

El señor Boggis volvió la miradahacia el mueble, ladeó la cabezaprimero a un lado y luego a otro, frunció

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el ceño, formó un hociquillo con loslabios, se estrechó de hombros y agitóuna mano en breve desgaire, comodando a entender que apenas valía lapena parar mientes en el asunto.

—Digamos… diez libras. Creo quees lo justo.

—¡Diez libras! —exclamó Rummins—. Señor cura, por favor, ¡no sea ustedridículo!

—¡En leña valdría más! —apuntóClaud ofendido.

—¡Mire esta factura! —prosiguióRummins al tiempo que maltrataba elprecioso documento con su sucio índice,y tan brutalmente, que el señor Boggis se

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alarmó—. ¡Bien claro dice lo que costó!¡Ochenta y siete libras! Y eso, nueva.Ahora es una antigüedad: ¡vale el doble!

—Con su permiso, le diré que no esasí. Se trata de una reproducción desegunda mano. Pero en fin, amigo mío,cediendo a mi espíritu derrochador, lesubiré hasta las quince libras. ¿Qué medice?

—Que sean cincuenta —replicóRummins.

El señor Boggis sintió recorridosprimero el dorso de las piernas y luegolas plantas de los pies por un deliciosotemblorcillo que algo tenía dehormigueo. La había conseguido. Ya era

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suya. Era incuestionable. Pero lacostumbre de comprar barato, tantocomo fuera humanamente posible,adquirida a fuerza de años de necesidady de práctica, estaba ya demasiadoarraigada en él para consentirle unacapitulación tan fácil.

—Mi querido amigo —susurró sinpasión—, yo sólo quiero las patas. Esposible que más adelante también lesencuentre alguna aplicación a loscajones; pero el resto, el armazón en sí,es, como muy bien ha señalado el amigode ustedes, leña y nada más que leña.

—Déme usted treinta y cinco —dijoRummins.

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—No puedo, amigo, ¡no puedo! Nolo vale. Ni yo debería meterme en estaclase de regateos. No está bien. Miúltima oferta y me marcho. Veinte libras.

—Acepto —retrucó Rummins—. Essuya.

—Válgame Dios —exclamó el señorBoggis enlazando las manos—. Nuncaaprenderé. No debía haber dado lugar atodo esto.

—Ya no puede desdecirse, señorcura. Un trato es un trato.

—Sí, sí, lo sé.—¿Y cómo va a llevársela?—Pues, veamos… Si yo trajese el

coche hasta el patio, ustedes, a lo mejor,

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serían tan amables de ayudarme acargarla.

—¿En un coche? ¡Eso no entra deninguna manera en un coche! ¡Necesitaráusted un camión!

—No lo creo. En fin, ya veremos.Tengo el coche en la carretera. Vuelvoen un periquete. Seguro que algoingeniaremos.

El señor Boggis salió al patio,atravesó la cancela y enfiló el largocamino que a través de los camposllevaba a la carretera. Se dio cuenta deque estaba riendo convulsa,irrefrenablemente, y en sus adentrostenía la sensación de que centenares de

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minúsculas burbujas, como de gaseosa,le subían del estómago y le estallabanalegres en lo alto de la cabeza. Depronto, todos los ranúnculos del campocomenzaron a convertirse en monedas deoro que centelleaban al sol. Todo elsuelo estaba sembrado de ellas; y, a finde poder caminar entre las monedas,pisarlas, oír su tintineo al darlespuntapiés, apartóse del camino y seinternó en la hierba. Se le hacía difícilno echar a correr. Pero los clérigos nocorren: caminan con reposo. Camina conreposo, Boggis. Guarda la calma,Boggis. Ya no hay prisa. La cómoda estuya. ¡Tuya por veinte libras! ¡Y vale

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quince o veinte mil! ¡La CómodaBoggis! Dentro de diez minutos latendrás cargada en el coche —entrarásin dificultad— y tú estarás camino deLondres, cantando sin parar. ¡El señorBoggis conduciendo a su destino laCómoda Boggis en el coche Boggis! Unmomento histórico. ¿Qué no daría unperiodista por conseguir una foto que loperpetuara? ¿No debería arreglar eso?Quizá sí. Esperemos a ver. ¡Oh, díamagnífico! ¡Oh, maravilloso, soleadodía estival! ¡Oh, gloria!

Entretanto, en la granja, Rumminscomentaba:

—¡Mira que dar veinte libras por

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ese montón de basura, el zopenco delviejo!

—Se las ha ingeniado usted la marde bien, señor Rummins —le dijo Claud—. ¿Está seguro de que le pagará?

—Como que no se la cargamosmientras no lo haga.

—¿Y si no entra en el coche? —continuó Claud—. ¿Sabe qué pienso,señor Rummins? ¿Quiere que le dé misincera opinión? Pues pienso que esecondenado trasto es demasiado grandepara entrar en el coche. ¿Y qué pasaráentonces? Pues que lo mandará aldemonio, se lo dejará en tierra, se lelargará en el coche y usted no volverá a

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verle el pelo. Ni verá el dinero. Para míque no tenía demasiadas ganas dequedarse con el mueble, ¿sabe?

Rummins se detuvo a considerar esanueva y no poco alarmante perspectiva.

—¿Cómo puede un armatoste comoése entrar en un coche? —prosiguióClaud, implacable—. Y que los curas,además, no llevan coches grandes. ¿O esque ha visto algún cura con un cochegrande, señor Rummins?

—Me parece que no.—¡Pues ahí está! Escúcheme bien.

Se me ocurre una idea. Nos dijo, ¿o noes así?, que lo único que quiere son laspatas. Pues nada: se las cortamos

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nosotros aquí mismo, de prisa, antes deque vuelva y seguro que entonces síentra en el coche. Encima le ahorramosel trabajo de cortarlas él cuando llegue acasa. ¿Qué me dice a eso, señorRummins?

La cara de Claud, chata y bovina,irradiaba una untuosa ufanía.

—Pues no es tan mala la idea —respondió Rummins al tiempo quemiraba la cómoda—. Como que esbuena, buena de verdad. Andando, pues.Habremos de darnos prisa. Tú y Bert lasacáis al patio mientras yo voy a buscarla sierra. Empezad por quitarle loscajones.

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Dos minutos más tarde, Claud y Berthabían trasladado la cómoda al exterior,donde la pusieron patas arriba en mediodel polvo, las cagadas de gallina y lasboñigas. A lo lejos, a medio camino dela carretera, distinguieron una pequeñafigura que avanzaba a trancos senderoabajo. Se detuvieron a mirar. Había algoun tanto cómico en su porte: lo mismoemprendía un trotecillo que ejecutabauna especie de cabriola o saltabaprimero sobre un pie y luego sobreambos, e incluso les pareció oír, en unmomento dado, el eco de una animadacancioncilla que hasta ellos llegaba através del prado.

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—Yo creo que está chiflado —dijoClaud.

Y Bert produjo una sonrisa tétricamientras su ojo nublado oscilabalentamente en su cuenca.

Achaparrado, batracial, anadeando,Rummins llegó del cobertizo, provistode una larga sierra. Claud le descargóde ella y puso manos a la obra.

—Córtalas bien a ras —lerecomendó Rummins—. No olvides quelas quiere para ponérselas a una mesa.

La caoba era dura y estaba muy seca,y conforme Claud ejecutaba el trabajo,un fino polvillo rojo saltaba de losdientes de la sierra y caía, leve, al

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suelo. Una tras otra fuerondesapareciendo las patas, y, cercenadastodas, Bert se agachó y agrupólas enesmerada fila.

Claud retrocedió a fin de apreciar elresultado de su trabajo. Siguió unsilencio de cierta duración.

—Sólo le preguntaré una cosa, señorRummins —dijo cachazudo—: aun así,¿podría usted meter en un coche esearmatoste?

—Como no fuera una furgoneta, no.—¡Usted lo ha dicho! —exclamó

Claud—. Y los curas, ¿sabe usted?, nollevan furgonetas; cuando más,mierdecillas de Morris-ocho y de

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Austins-siete.—Él no quiere más que las patas —

repitió Rummins—. Si el resto no entra,pues que lo deje. No puede quejarse: laspatas se las lleva.

—Vamos, señor Rummins, que no esusted tan tonto —replicó Claud paciente—. Sabe de sobras que, como noconsiga meterlo todo en el coche, lesaldrá con rebajas. En cuestión dedinero, los curas son tan zorros como elque más, no se engañe usted. Y si es eseviejo cuco, ya no hablemos. Total, ¿porqué no darle la leña y acabar de unavez? ¿Dónde tiene el hacha?

—Sí, no me parece mal —dijo

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Rummins—. Bert, ve por el hacha.Bert entró en el cobertizo y volvió

con un hacha de gran tamaño, deleñador, que entregó a Claud. Éste seescupió en las manos, se las frotó y actoseguido empezó a atacar brutalmente,con los brazos tendidos a todo su largoen un vaivén pendular, el despernadoarmazón de la cómoda.

Fue una ardua tarea y le llevó sutiempo reducir el mueble a pedazos máso menos astillados.

—Una cosa tengo que reconocer —manifestó conforme se enderezaba paraenjugarse el sudor de la frente—: diga elcura lo que quiera, el tipo que montó

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este trasto era un carpinterocondenadamente bueno.

—¡El tiempo nos ha llegado por lospelos! —proclamó Rummins—. ¡Ahíviene!

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14. LA SEÑORABIXBY Y EL

ABRIGO DELCORONEL

AMÉRICA es la tierra de laoportunidad para las mujeres, quienes,poseedoras ya de alrededor del ochentay cinco por ciento de la riqueza del país,en breve se habrán hecho con sutotalidad. El divorcio se ha convertidoen una operación lucrativa, de sencilloarreglo y fácil olvido, que las hembras

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ambiciosas pueden repetir cuantas vecesgusten negociando beneficios quealcanzan cifras astronómicas. La muertedel marido también aporta recompensassatisfactorias, y algunas señorasprefieren confiar en ese expediente:saben que la espera no será demasiadolarga, pues el exceso de trabajo juntocon la hipertensión no tardarán enllevarse al pobre diablo, llamado aexpirar ante su escritorio con un frascode benzedrinas en una mano y una cajade tranquilizantes en la otra.

Sucesivas generaciones de juvenilesamericanos no se desaniman lo másmínimo ante ese espantoso panorama de

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divorcio y defunción. Cuanto másaumenta el índice de divorcios, mayorse hace su ahínco. Los jóvenes se casancomo ratones, apenas entran en lapubertad, y una buena proporción deellos tiene en nómina un mínimo de dosex esposas antes de cumplir los treinta yseis. Mantener a esas señoras conformeal tren de vida a que estánacostumbradas les exige trabajar comoesclavos, que es ni más ni menos lo queson. Hasta que, por último, según vanalcanzando precozmente la edad madura,un sentimiento de desencanto y de temorempieza a infiltrárseles despacioso en elcorazón, y así les da por reunirse, a

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última hora del día, en pequeñas yprietas tertulias, en clubes y bares, paradespachar sus whiskies y tragar suspíldoras, y tratar de animarse unos aotros a base de anécdotas.

El tema fundamental de esashistorias jamás varía. En ellasintervienen siempre tres personajesprincipales: el marido, la mujer y uncanalla. El marido es un buen hombre,honrado y trabajador. La esposa estaimada, falsa y lasciva, einvariablemente tiene algún enredo conel canalla, cosa que el hombre esdemasiado bueno para sospechar tansiquiera. Negras pintan las cosas para el

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marido. ¿Llegará el infeliz a enterarsealguna vez? ¿Está condenado a sercornudo el resto de su vida? Sí: tal es susino. Pero… ¡espera! De pronto, merceda una brillante maniobra, se desquita porentero de los agravios de su depravadaesposa, que queda anonadada,estupefacta, humillada, hundida. Elauditorio masculino congregado ante labarra sonríe mansamente para susadentros y se consuela un poco con lafantasía.

Aunque circulan muchas historias deeste tipo —anhelosas invenciones de unmundo de sueños, obra de la desventuramasculina—, la mayoría de ellas son

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demasiado fatuas para ser repetidas, ytambién demasiado picantes paraconfiarlas al papel. Existe una, sinembargo, que parece superior a lasdemás, en particular por el mérito de serauténtica. De extraordinaria popularidadentre maridos defraudados dos o tresveces y en busca de solaz, es posibleque, de contarse usted entre aquéllos yno haberla oído previamente, encuentregusto en su desenlace. La historia sellama «La señora Bixby y el abrigo delcoronel» y su argumento es, más omenos, el siguiente:

El señor y la señora Bixby vivían enun apartamento más bien pequeño, en un

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lugar cualquiera de la parte céntrica deNueva York. El señor Bixby era dentistay tenía unos ingresos normales. Laseñora Bixby era una mujerona vigorosay a la que le gustaba la bebida. Una vezpor mes, y siempre en viernes y por latarde, la señora Bixby tomaba enPennsylvania Station el tren deBaltimore, para visitar a su anciana tía.Pasaba con ella la noche y al díasiguiente regresaba a Nueva York atiempo de prepararle la cena a sumarido. El señor Bixby aceptaba conbenevolencia ese arreglo. Sabiendo quela tía Maude vivía en Baltimore y que suesposa le tenía un gran cariño a la

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anciana, a buen seguro no hubiera sidorazonable negarles a ambas el placer deun encuentro mensual.

—Siempre y cuando —objetó en unprincipio— no esperes nunca que teacompañe.

—Pues claro que no, cariño —contestó la señora Bixby—. Después detodo, es mi tía, no la tuya.

Hasta ahí, todo bien.La verdad, sin embargo, es que la

anciana tía era para la señora Bixbypoco más que una coartada conveniente.El sucio perro, encarnado por uncaballero conocido como el coronel,acechaba artero en último término, y

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nuestra heroína pasaba con ese granujala mayor parte de sus estancias enBaltimore. El coronel, que erariquísimo, vivía en una casa preciosa, enlas afueras de la ciudad, sin esposa nifamilia que le estorbase, sólo con unospocos sirvientes, leales y discretos, y enausencia de la señora Bixby seconsolaba cabalgando en sus caballos ypracticando la caza del zorro.

Ese placentero trato de la señoraBixby con el coronel se prolongaba añotras año y sin el menor tropiezo. Seveían con tan poca frecuencia —doceveces por año, si se detiene uno apensarlo, no es gran cosa—, que corrían

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poco o ningún riesgo de cansarse unodel otro. Al contrario: la larga esperaque separaba los encuentros no hacíasino acrecentar la devoción de suscorazones y trocar cada nueva cita enapasionante entrevista.

—¡Tally-ho![4] —exclamaba elcoronel cuantas veces iba a buscarla a laestación en el cochazo—. ¡Cariño, yacasi había olvidado lo arrebatadora queresultas! Aterricemos.

Pasaron ocho años.Con las Navidades ya en puertas, la

señora Bixby esperaba en la estación deBaltimore el tren que había dedevolverla a Nueva York. La visita que

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acababa de concluir había resultado másagradable de lo habitual y se encontrabade buen humor. Claro está queúltimamente la compañía del coronel nodejaba de operar ese efecto en ella.Tenía aquél la virtud de hacer que sesintiera una mujer de todo punto notable:una persona de virtudes sutiles yexóticas, y fascinante sobremanera; y…¡cuán diferente resultaba aquello delmarido dentista que la esperaba en casa,incapaz en todo momento de crearle otrasensación que la de ser una especie deeterna paciente, un ser que moraba en lasala de espera, silencioso entre lasrevistas, y en los últimos tiempos apenas

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llamado, cuando lo era, a sufrir lasmelindrosas atenciones de aquellasmanos limpias y rosadas!

—El coronel me ha encargado que leentregase esto —dijo una voz a su lado.

Volvióse la señora Bixby y vio aWilkins, el palafrenero del coronel, unenano marchito y de piel gris, aplicado aecharle en los brazos una caja de cartón,no muy alta pero sí grande.

—¡Válgame Dios! —exclamó ella,toda agitación—. ¡Cielo santo, quéenormidad de caja! ¿Qué es esto,Wilkins? ¿No le dio ningún recado? ¿Nole encargó decirme nada?

—Nada —respondió el caballerizo

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antes de alejarse.Así que estuvo en el tren, la señora

Bixby se llevó la caja a la intimidad deltocador de señoras y corrió el pestillo.Un regalo navideño del coronel. ¡Quéexcitante…! Se puso a deshacer el lazo.

—Seguro que es un vestido —dijoen voz alta—. O incluso dos. O unmontón de preciosas prendas interiores.No miraré. Trataré de adivinar, al tacto,de qué se trata. Y también el color. Yqué aspecto tiene. Y cuánto ha costado.

Después de cerrar prietamente losojos y levantar poco a poco la tapa,deslizó la mano al interior de la caja.Encima había papel de seda; sintió su

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tacto y su crujido. También había unsobre, o una especie de tarjetón, quepasó por alto para profundizar bajo elpapel de seda, los dedos en delicadaexploración, como zarcillos.

—Dios mío —exclamó de pronto—.¡No puede ser verdad! Abrió del todolos ojos y se quedó mirando de hito enhito el abrigo. Luego, las manos comozarpas, lo sacó de la caja. La espesapiel rozó con una maravillosa sonoridadel papel de seda al desplegarse, y,cuando lo tuvo extendido ante sí en todasu longitud, su belleza la dejó sinresuello.

Jamás había visto visón como aquél.

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Porque era visón, ¿no? Sí, claro que loera. ¡Y qué soberbio color! Era de unnegro casi puro. A primera vista lepareció negro; pero luego, al acercarlomás a la ventanilla, advirtió que tambiéntenía un punto de azul, un azul intenso yvivo, como el del cobalto. Examinórápida la etiqueta. Decía, tan sólo,VISÓN SALVAJE DE LABRADOR.Nada más: ninguna indicación sobredónde había sido comprado, ni nada.Pero esto, se dijo para sus adentros, erasin duda obra del coronel. El muy zorrose cuidaba muy, pero que muy bien, deborrar toda pista. Mejor así. Pero ¿quédemonios podía haber costado aquello?

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Apenas se atrevía a pensarlo. ¿Cuatro,cinco, seis mil dólares? Posiblemente,más.

No conseguía apartar los ojos delabrigo, y al mismo tiempo ardía endeseos de probárselo. Se quitópresurosa el que llevaba, rojo, corriente.Sin poder evitarlo, jadeaba un pocoahora, y tenía muy abiertos los ojos.Pero es que, bendito sea Dios, ¡el tactode aquella piel…! ¡Y las mangas,anchas, enormes, con sus espesos puñosvueltos! ¿Quién le había dicho que enlos brazos empleaban siempre pieles devisones hembras, y, para el resto, no?¿Quién se lo había dicho?

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Probablemente, Joan Rutfield; aunque noacertaba a imaginar cómo podía lapobre Joan saber de visones, nadamenos.

El maravilloso abrigo negro parecíaadaptársele por sí mismo al cuerpo,como una segunda piel. ¡Chiquilla…!¡Qué sensación indescriptible! Se miróen el espejo. Era fantástico. Toda supersonalidad había cambiado de golpe ypor completo. Se la veía deslumbrante,esplendorosa, rica, brillante,voluptuosa, todo ello a un tiempo. ¡Y lasensación de poder que le confería!Vestida con aquel abrigo podría entrardonde quisiera y la gente se le

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alborotaría alrededor, como conejos.¡No tenía palabras, simplemente, paratanta maravilla!

La señora Bixby tomó el sobre, quecontinuaba en la caja, lo abrió y extrajola carta del coronel.

Como una vez te oí decirque te gustaba el visan, te becomprado éste. Me aseguranque es de calidad. Te ruego quelo aceptes, junto con mismejores y más sinceros votos,como regalo de despedida. Porrazones personales, no podrévolverte a ver. Adiós y buena

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suerte.

¡Vaya!¿Te imaginas?Así, de sopetón y justo cuando se

sentía tan dichosa. Se acabó el coronel.Qué terrible golpe. Lo echaría en faltade mala manera.

La señora Bixby se puso a acariciardespacio la maravillosa piel del abrigo.Pero no hay mal que por bien no venga.

Con una sonrisa dobló el papel,dispuesta a rasgarlo y arrojarlo por laventanilla; pero ahí descubrió que habíaalgo escrito en el reverso.

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P. D. Bastará con que digasque es un regalo de Navidad deesa tía tuya, tan amable ygenerosa.

Los labios de la señora Bixby, enese instante dilatados en amplia y suavesonrisa, se plegaron de golpe, como sifueran de goma.

—¡Pero ése está loco! —exclamó—.La tía Maude no tiene dinero para esto.De ninguna forma podría hacerme unregalo así.

Pero, si no era regalo de la tíaMaude, ¿quién podía habérseloregalado?

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¡Oh, Dios! Con toda la excitación deencontrarse el abrigo y probárselo,había pasado enteramente por alto esedetalle vital.

Dentro de un par de horas estaría enNueva York y, diez minutos más tarde,en casa, donde la estaría esperando sumarido para saludarla, e incluso unhombre como Cyril, inmerso en unmundo flemoso y oscuro, de canalesradiculares, bicúspides y caries, nopodría menos de hacer ciertas preguntassi su esposa se le presentaba de pronto,de regreso de un viaje de fin de semana,vestida así, con un abrigo de visón deseis mil dólares.

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¿Sabes qué pienso?, se dijo. Piensoque ese condenado coronel ha hechoesto a posta, para torturarme. Él sabíaperfectamente que la tía Maude no tienebastante dinero para comprarme esto. Yque yo no podría conservarlo.

Pero la idea de desprenderse ahorade la prenda era más de lo que la señoraBixby podía sufrir.

—¡Necesito tener este abrigo! —exclamó en voz alta—. ¡Necesitotenerlo! ¡Lo necesito!

Está bien, cariño. Tendrás el abrigo.Pero no pierdas la cabeza. Quédatequieta, conserva la calma y ponte apensar. Tú eres una chica espabilada,

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¿verdad? No es la primera vez que leengañas. Ya sabes que el pobre nuncavio mucho más allá de la punta de susonda de dentista. De manera quequédate totalmente quieta y piensa.Tienes tiempo de sobra.

Dos horas y media más tarde laseñora Bixby se apeaba del tren enPennsylvania Station y se encaminaba apaso rápido hacía la salida. Vestía otravez su viejo abrigo rojo y en los brazosllevaba la caja de cartón. Le hizo señasa un taxi.

—Dígame —interpeló al conductor—, ¿conoce usted, por aquí cerca,alguna casa de empeños que siga

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abierta?El hombre sentado al volante alzó

las cejas y la miró con aire divertido.—Muchas, en la Sexta Avenida —

contestó.—Pues pare en la primera que vea,

¿quiere?Y entró en el taxi y éste arrancó. Al

poco, el coche se detenía ante una tiendasobre cuya puerta pendían tres bolas delatón.

—Espéreme, tenga la bondad —dijola señora Bixby al taxista antes deapearse y entrar en el comercio.

Encima del mostrador, un gatoenorme comía cabezas de pescado,

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acuclillado ante un platillo blanco. Elanimal volvió hacia la señora Bixby susbrillantes ojos amarillos y luego apartóla mirada y continuó comiendo. Ella sequedó junto al mostrador, lo más lejosposible del gato, y, a la espera de queacudiesen a atenderla, se dedicó a mirarlos relojes, las hebillas para zapatos, losbroches de esmalte, los viejosprismáticos, las gafas rotas, lasdentaduras postizas. ¿Cómo podíaempeñar la gente la dentadura?, sepreguntó.

—¿Sí? —dijo el propietario,surgido de un lugar oscuro de latrastienda.

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—Oh, buenas noches —repuso laseñora Bixby.

Y, mientras ella comenzaba adeshacer el cordelillo que aseguraba lacaja, el hombre se acercó al gato y sepuso a acariciarle el lomo sin que elanimal dejase de comer las cabezas.

—Por más bobo que le parezca —dijo la señora Bixby—, no se me haocurrido mejor cosa que perder elbilletero, y, siendo sábado, con losbancos cerrados hasta el lunes, espreciso que consiga un poco de dineropara el fin de semana. Es un abrigo demucho precio, pero no pretendo grancosa: sólo lo suficiente para arreglarme

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hasta el lunes, que vendré adesempeñarlo.

El hombre esperó sin decir nada.Pero, cuando ella sacó el visón y dejóque la espesa y magnífica piel cayesesobre el mostrador, alzó las cejas, dejóel gato y se acercó a mirarlo.Levantándolo del mostrador lo sostuvoante sí.

—Si llevara encima un reloj, o unanillo —continuó la señora Bixby—,sería eso lo que le dejaría. Pero se da elcaso de que no tengo a mano más queeste abrigo.

Y, para demostrárselo separó y leenseñó los dedos.

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—Parece nuevo —dijo el hombresegún acariciaba la suave piel.

—Oh, sí, lo es. Pero, como le digo,sólo quiero que me preste lo quenecesito hasta el lunes. ¿Qué le parececincuenta dólares?

—Le prestaré cincuenta dólares.—Vale cien veces más, pero sé que

usted lo cuidará bien hasta que vuelva.El hombre se acercó a un cajón, sacó

una papeleta y la puso sobre elmostrador. Parecía una de esas etiquetasque se atan a las asas de las maletas:igual tamaño y formato y la mismacartulina. Sólo que ésta aparecíaperforada por el medio, a fin de poderla

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partir en dos mitades idénticas.—¿Nombre?—Déjelo en blanco. Y la dirección,

también. Vio que el hombre se detenía,con la punta de la pluma revoloteandosobre la línea punteada, expectante.

—No es preciso anotar nombre yseñas, ¿verdad? El hombre se encogióde hombros y sacudió la cabeza. Lapunta de la pluma se desplazó alsiguiente renglón.

—Lo prefiero así, ¿sabe? —insistióla señora Bixby—. Cosas mías.

—En tal caso, será mejor que nopierda la papeleta.

—No lo haré.

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—¿Se da cuenta de que cualquieraque se haga con ella puede retirar laprenda?

—Sí, ya lo sé.—Exhibiendo, sin más, el número.—Sí, lo sé.—¿Qué especificación le ponemos?—Tampoco la ponga, por favor. No

es necesario. Señale, sólo, lo que tomoen préstamo.

De nuevo titubeó la pluma, su puntaen danza sobre la línea de puntos queseguía a la palabra ARTICULO.

—Creo que habría de ponerdescripción. Siempre es útil, si quiereuno vender la papeleta. Quién sabe,

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podría interesarle su venta, en unmomento dado.

—No quiero venderla.—Podría verse en esa necesidad. Le

ocurre a muchísima gente.—Mire —dijo la señora Bixby—,

no estoy en apuros económicos, si es esolo que quiere decir. He perdido el bolso,eso es todo. ¿No lo entiende?

—Pues nada, como usted quiera —dijo el hombre—. Es su abrigo.

Un pensamiento turbador asaltó a laseñora Bixby en ese instante.

—Una cosa —dijo—: no llevandodescripción la papeleta, ¿quién measegura a mí que me darán el abrigo, y

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no otra cosa, cuando vuelva?—Lo registramos en los libros.—Pero yo sólo me quedo con un

número. O sea que, de hecho, ustedpodría entregarme lo que quisiera,cualquier pingo, ¿verdad?

—¿Le pongo descripción o no se lapongo? —preguntó el hombre.

—No, confío en usted.En ambas partes de la papeleta, y

junto a la palabra VALOR, elprestamista escribió «cincuentadólares», hecho lo cual la partió en dospor la línea perforada, empujó sobre elmostrador la parte inferior, se sacó delbolsillo interior de la chaqueta una

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cartera, extrajo cinco billetes de a diezdólares y dijo:

—El interés es del tres por cientomensual.

—Sí, muy bien. Y gracias. Me locuidará, ¿verdad? El hombre asintió conla cabeza, pero nada dijo.

—¿Quiere que se lo vuelva aguardar en la caja?

—No —respondió.La señora Bixby dio media vuelta y

salió a la calle, donde la esperaba eltaxi. Diez minutos más tarde, estaba encasa.

—¿Me has echado de menos,cariño? —le preguntó a su esposo al

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inclinarse para besarle.Cyril Bixby dejó el periódico de la

noche y consultó su reloj de pulsera.—Son las seis y doce minutos y

medio —dijo—. Llegas un poco tarde,¿no?

—Ya lo sé. Son esos trenesespantosos. La tía Maude te envía sucariño, como siempre. Me muero por untrago, ¿tú no?

El marido dobló el diario, que,convertido en un esmerado rectángulo,colocó en el brazo del sillón.Seguidamente se puso en pie y se dirigióhacia el aparador. Su esposa, plantadaentretanto en medio de la habitación, le

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miraba atenta, mientras se quitaba losguantes, preguntándose cuánto habría deesperar. El señor Bixby, de espaldas aella, echaba ginebra en un medidor, lacabeza inclinada sobre el vaso cuyointerior escudriñaba como si fuese laboca de un paciente.

Era divertido lo pequeño que se leantojaba siempre, después de haberestado con el coronel, quien, enorme ehirsuto, de cerca exhalaba un tenue olora rábanos picantes. Su marido, encambio, era de corta estatura, huesudo,pulcro, y en verdad no olía a nada,excepto a las pastillas de menta quechupaba a fin de que su aliento resultase

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grato a los pacientes.—Mira lo que he comprado para

medir el vermut —dijo al tiempo quealzaba una probeta—. Con esto puedoafinar al miligramo.

—Cariño, ¡qué ingenioso!Es preciso que intente hacerle

cambiar de forma de vestir, se dijo laseñora Bixby. Esos trajes son de unaridiculez indecible. En un tiempo,aquellas levitas suyas, de largas solapasy con seis botones en la delantera, lehabían parecido soberbias; pero ahorale resultaban sencillamente absurdas. Lomismo cabía decir de los pantalones, deperneras estranguladas. Para llevar ropa

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como aquélla había que tener una caraespecial, que Cyril no tenía. La suya eralarga, angulosa, de nariz afilada ymandíbula un punto saliente; puestaencima de uno de aquellos trajesanticuados y ceñidos, parecía unacaricatura de Sam Weller, aunque éldebía de pensar que parecía BeauBrummel. Lo cierto era que en elconsultorio recibía a sus pacientesfemeninos con la bata blancadesabrochada, de modo que pudieranentrever las galas que llevaba debajo,ello, a todas luces, en un rebuscadointento de dar cierta impresión degranuja. Pero la señora Bixby estaba al

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cabo del asunto: sabía que el plumajeera una baladronada, no significabanada; a ella le hacía pensar en un pavoreal que, ya caduco, se contonea mediodesplumado en mitad del césped. O enuna de esas flores bobas que seautofertilizan, como la diente de león,que no necesita ser fertilizada paraimplantar su semilla, con lo cual todossus deslumbradores pétalos amarillos noson sino una pérdida de tiempo, unalarde, un disfraz. ¿Qué nombre le dabanlos biólogos? Subsexual. La diente deleón es subsexual. Como, por lo demás,las larvas estivales de la pulga de agua.Todo esto suena un poco a Lewis

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Carroll, pensó: pulgas de agua, dientesde león y dentistas.

—Gracias, cielo —dijo al coger elmartini y acomodarse en el sofá, elbolso en el regazo—. Y tú, ¿qué hicisteanoche?

—Me quedé en el consultorioterminando unos puentes. Y tambiénpuse las cuentas al día.

—En serio, Cyril, creo que ya vasiendo hora de que delegues en otros eltrabajo pesado. Tú eres demasiadoimportante para cuidar de esas cosas.¿Por qué no confías los puentes almecánico?

—Prefiero hacerlos personalmente.

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Me enorgullezco mucho de mis puentes.—Lo sé, cariño; y también que son

una auténtica maravilla: los mejorespuentes del mundo. Pero es que noquiero que te agotes. Y las cuentas ¿porqué no las despacha esa mujer, laPulteney? ¿No forma eso parte de sutrabajo?

—Sí, las hace ella. Pero los preciostengo que ponérselos yo. Ella no sabequién es rico y quién no lo es.

—Este martini está perfecto —observó la señora Bixby al depositar elvaso en la mesita auxiliar—. Perfecto deveras. —Y, abriendo el bolso, sacó unpañuelo, como para sonarse—. ¡Oh,

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mira! —dijo al ver la papeleta—. Heolvidado enseñarte lo que encontré en elasiento del taxi que me trajo. Comolleva un número, y pensando que pudieraser un billete de lotería o algo así, me loguardé.

Y tendió la pequeña cartulina a sumarido, quien, cogiéndola entre losdedos, empezó a examinarla con minuciay desde todos los ángulos, como si fueseun diente sospechoso.

—¿Sabes qué es esto? —dijopausado.

—No, cariño, no lo sé.—Una papeleta de empeño.—¿Una qué?

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—Un recibo de un prestamista. Aquíestán las señas…, una tienda de la SextaAvenida.

—Oh, cielo, qué desencanto. Y yoque creí que a lo mejor era un boleto dela lotería.

—Desencanto ¿por qué? —repusoCyril Bixby—. La verdad es que podríaresultar bastante divertido.

—¿En qué sentido, cariño?El señor Bixby se puso a explicarle

con detalle el funcionamiento de lascasas de empeño haciendo hincapié enel hecho de que quienquiera queostentase una papeleta tenía derecho areclamar lo empeñado.

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Después de aguardar pacientementea que concluyera la conferencia, laseñora Bixby le preguntó:

—¿Y tú crees que vale la penareclamarlo?

—Creo que vale la pena averiguarde qué se trata. ¿Ves esta anotación, decincuenta dólares? ¿Sabes qué significa?

—No, mi vida, ¿qué significa?—Significa que el artículo en

cuestión es, casi con total seguridad, unobjeto de valor.

—¿Quieres decir que valdrá loscincuenta dólares?

—Es más probable que valgaquinientos.

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—¡Quinientos!—¿Es que no lo entiendes? Un

prestamista nunca da más allá de ladécima parte del valor real.

—¡Válgame Dios! No tenía ni idea.—Hay muchas cosas de las que tú no

tienes ni idea, cariño. Escúchame bien.Visto que no se indica ni el nombre nilas señas del propietario…

—Pero por fuerza tiene que haberalgo que diga a quién pertenece.

—Nada en absoluto. Es unprocedimiento normal. Mucha gente noquiere que se sepa que han acudido a unprestamista. Les da vergüenza.

—Entonces ¿crees que podemos

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quedarnos la papeleta?—Claro que sí. Ahora es nuestra.—Querrás decir mía —replicó la

señora Bixby con firmeza—. Fui yoquien la encontró.

—¿Qué más da eso, chiquilla? Loimportante es que esto nos faculta paradesempeñarlo cuando queramos, porsólo cincuenta dólares. ¿Qué me dices?

—¡Oh, qué divertido! —exclamóella—. Me parece tremendamenteemocionante, sobre todo no sabiendo dequé se puede tratar. Y podría sercualquier cosa, ¿verdad, Cyril? ¡Lo másimpensable!

—Desde luego, aunque será, casi sin

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duda, o bien un anillo, o bien un reloj.—Pero ¿no sería maravilloso si se

tratase de un auténtico tesoro? Quierodecir, una verdadera antigüedad, comoun portentoso jarrón antiguo, o unaestatua romana.

—Imposible saber de qué se trata,cariño. No nos queda más remedio queesperar y enterarnos.

—¡Me parece de todo puntofascinante! Dame la papeleta, que ellunes iré corriendo, a primera hora, aaveriguar.

—Será mejor, creo, que lo haga yo.—¡Oh, no! —exclamó ella—.

¡Déjame a mí!

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—No lo veo oportuno. Lo recogeréyo, camino del trabajo.

—¡Pero la papeleta es mía! Déjamea mí, Cyril, por favor. ¿Por qué acaparartú la diversión?

—No conoces a esos prestamistas,pequeña. Te expones a que te estafen.

—No me dejaré estafar, de verasque no. Dámela, por favor.

—Además, hay que disponer decincuenta dólares —agregó sonriente—.Para que te lo entreguen, hay que darlescincuenta dólares en metálico.

—Creo que los tengo.—Si no te importa, preferiría que

esto no lo trataras tú.

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—Pero, Cyril, la papeleta laencontré yo. Es mía. Lo que avale, sealo que fuere, me pertenece, ¿no es así?

—Claro que te pertenece, cariño. Nohace falta que te sulfures de esa forma.

—Si no me sulfuro. Es, simplemente,la agitación.

—Supongo que no se te ha ocurridoque podría tratarse de algo por completomasculino: un reloj de bolsillo, porejemplo, o una botonadura. Las casas deempeño no las visitan sólo mujeres,¿sabes?

—En tal caso, será mi regalo deNavidad —dijo la señora Bixbymagnánima—. Me encantará. Pero, si

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resulta un artículo femenino, lo quieropara mí. ¿Estamos de acuerdo?

—Me parece muy justo. ¿Por qué nome acompañas cuando pase a recogerlo?

La señora Bixby estuvo a punto deavenirse a eso, pero se contuvo atiempo. No tenía el menor deseo de queel prestamista la saludase delante de sumarido como a una antigua parroquiana.

—No —respondió pausada—, nocreo que lo haga. Es que, verás, la cosaresulta aún más emocionante si mequedo a esperar. Oh, confío que no seráalgo que no nos interese a ninguno de losdos.

—Que también es posible —replicó

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él—. Si me parece que no vale loscincuenta dólares, no lo retiro.

—Pero tú me dijiste que valdríaquinientos.

—Y estoy seguro de ello. No tepreocupes.

—¡Oh, Cyril, me muero deimpaciencia! ¿No es apasionante?

—Es divertido —repuso élconforme deslizaba la papeleta en elbolsillo de su chaleco—, de eso no hayduda.

Llegó por fin la mañana del lunes y,concluido el desayuno, la señora Bixbyacompañó a su marido a la puerta y leayudó a ponerse el abrigo.

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—No trabajes demasiado, cielo —ledijo.

—No, descuida.—¿De vuelta a las seis?—Eso espero.—¿Tendrás tiempo de ir donde ese

prestamista? —indagó ella.—Dios mío, lo había olvidado por

completo. Tomaré un taxi e iré ahora.Me coge de camino.

—No habrás perdido la papeleta,¿verdad?

—Espero que no —dijo el esposo altiempo que se palpaba el bolsillo delchaleco—. No: aquí está.

—¿Y llevas dinero suficiente?

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—Más o menos.—Cariño —dijo ella según se le

acercaba para enderezarle la corbata,que estaba perfectamente derecha—, sipor casualidad fuese algo bonito, algoque en tu opinión pudiera gustarme, ¿metelefonearás así que llegues alconsultorio?

—Si insistes…—¿Sabes?, no dejo de confiar en

que sea algo para ti, Cyril. Lo preferiría,con mucho, a que la afortunada fuera yo.

—Eres muy generosa, cariño. Yahora debo apresurarme.

Cosa de una hora más tarde, cuandosonó el teléfono, la señora Bixby cruzó

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con tal precipitación la sala, que antesde concluir el primer timbrazo ya habíadescolgado el auricular.

—¡Lo tengo! —exclamó su marido.—¡De veras! Oh, Cyril, ¿qué es?

¿Algo bueno?—¿Bueno? —gritó él—. ¡Es

fantástico! ¡Espera a vértelo delante! ¡Tevas a desmayar!

—Cariño, ¿de qué se trata? ¡Dímeloya!

—Desde luego, eres una chica consuerte.

—¿O sea que es para mí?—Por supuesto que lo es. Aunque ni

que me aspen comprenderé cómo

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demonios pudieron empeñar eso porcincuenta dólares. Alguien que está malde la cabeza.

—¡Cyril, basta, me tienes sobreascuas! ¡No lo soporto!

—Cuando lo veas, enloquecerás.—¿Qué es?—Intenta adivinarlo.La señora Bixby hizo una pausa.

Cuidado, dijo para sí. Mucho cuidadoahora.

—Un collar —tanteó.—Frío.—Un anillo de brillantes.—Ni siquiera templado. Te daré una

pista. Es algo que te puedes poner.

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—¿Algo que me puedo poner? ¿Algocomo un sombrero, quieres decir?

—No, no es un sombrero —respondió él riendo.

—¡Por amor del cielo, Cyril! ¿Porqué no me lo dices?

—Porque quiero que sea unasorpresa. Te lo llevaré esta noche,cuando regrese.

—¡Ni hablar de eso! —gritó ella—.¡Ahora mismo salgo hacia ahí abuscarlo!

—Preferiría que no lo hicieras.—No seas tan tonto, tesoro. ¿Por qué

no puedo ir?—Porque estoy demasiado ocupado.

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Echarás a rodar todo mi programa de lamañana. Ya llevo media hora de retraso.

—Entonces pasaré a la hora delalmuerzo. ¿De acuerdo?

—No voy a almorzar. Oh, está bien:pásate a la una y media, mientras tomoun emparedado. Adiós.

A la una y media en punto, la señoraBixby llegaba al lugar de trabajo delseñor Bixby y llamaba al timbre. Leabrió su propio esposo, vestido con sublanca bata de dentista.

—¡Oh, Cyril, estoy tan excitada!—Y no es para menos. ¿Sabes que

eres una chica con suerte? Y la condujopasillo adelante hacia el gabinete.

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—Vaya usted a almorzar, señoritaPulteney —dijo a su ayudante, ocupadaen colocar instrumental en elesterilizador—. Puede terminar esocuando regrese. —Y, tras esperar a quela joven se hubiera retirado, cruzó haciael armario donde solía guardar la ropa,se detuvo frente a él, lo señaló con undedo y dijo—: Está ahí. Y ahora…cierra los ojos.

La señora Bixby obedeció. Hizo unaprofunda inspiración, la contuvo y en elsilencio que siguió a eso oyó el ruido dela puerta que su marido abría y, .luego,el suave susurro que produjo al extraeruna prenda que rozó con las demás

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cosas allí colgadas.—¡Listo! ¡Ya puedes mirar!—No me atrevo —dijo ella riendo.—Vamos. Un atisbo.Remisa, comenzando a reír entre

dientes, alzó un párpado, pero sólo unafracción de centímetro, justo losuficiente para captar la borrosa imagendel hombre de la bata blanca que, en pieen el mismo lugar, sostenía algo en alto.

—¡Visón! —exclamó su marido—.¡Auténtico visón!

Al conjuro de la mágica palabra,abrió de golpe los ojos, al tiempo que seabalanzaba en aquella dirección, paraestrechar el abrigo entre los brazos.

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Pero no había abrigo ninguno.Había, sólo, un pequeño ridículo cuellode piel colgado, balanceándose, en lamano de su marido.

—¡Regálate la mirada! —añadió élagitándole aquello delante de la cara.

La señora Bixby se llevó una mano ala boca y comenzó a retroceder. Voy aponerme a gritar, dijo para sí. Sé quevoy a ponerme a gritar.

—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Acaso note gusta? Dejó de agitar la piel y sequedó mirando de hito en hito a suesposa, a la espera de que dijese algo.

—Pues claro… —balbuceó ella—.Creo… me parece… preciosa de

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verdad.—¿A qué te ha dejado sin

respiración por un momento?—Sí, así es.—Magnífica calidad —comentó él

—. Y muy bonito color. ¿Sabes quépienso, cariño? Que, si la hubieras decomprar en una tienda, una pieza comoésta te costaría doscientos o trescientosdólares, como mínimo.

—No lo dudo.Lo que tenía delante eran las pieles,

sarnosas se hubiera dicho, de dosvisones con cabeza y todo, con cuentasde vidrio en el lugar de los ojos, ygarras pequeñitas y colgantes. Uno tenía

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en la boca el trasero del otro, que se lomordía.

—Anda —continuó él—, pruébatelo.—Y, adelantándose, le puso aquelloformando ropaje alrededor del cuello yretrocedió un paso, para admirar elefecto—. Es perfecto. Te sienta demaravilla. No todas las mujeres tienenpieles de visón, cariño.

—Desde luego.—Mejor que no te lo pongas para ir

a comprar, o van a pensar que somosmillonarios y empezarán a cobrarnos eldoble en todo.

—Intentaré tenerlo presente, Cyril.—Lo siento, pero no cuentes con

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ninguna otra cosa para Navidad. Yasupondrás que cincuenta dólares es másde lo que tenía pensado gastar.

Dándole la espalda se dirigió a lapila y se puso a lavarse las manos.

—Y ahora, andando, cariño, a hacerun buen almuerzo. Me hubiera gustadoacompañarte, pero tengo en la salita alviejo Gorman esperando, se le ha rotoun gancho de la dentadura.

La señora Bixby se encaminó haciala puerta.

Mataré a ese prestamista, decía parasus adentros. Saliendo de aquí me voyderecho a la tienda, le echaré estaporquería de cuello en mitad de la cara

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y, como se niegue a devolverme elabrigo, le mato.

—¿Te he dicho que regresaría tardeesta noche? —le preguntó Cyril Bixby,que seguía lavándose las manos.

—No.—Según pintan las cosas en este

momento, no será antes de las ocho ymedia. O incluso las nueve.

—Sí, está bien. Adiós.La señora Bixby salió dando un

portazo.En ese preciso momento, la señorita

Pulteney, la secretaria-ayudante, pasócomo flotando a su lado, corredoradelante, apresurada por el almuerzo.

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—Un día soberbio, ¿verdad? —comentó con una sonrisa deslumbradorala joven al darle alcance.

Caminaba con cadencia, envuelta enun suave hálito de perfume, y parecía, nimás ni menos, una reina. Una reinavestida con el precioso abrigo de visónnegro que el coronel había regalado a laseñora Bixby.

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15. JALEA REAL

—ME tiene deshecha de angustia,Albert, de veras —dijo la señora Taylorcon la mirada puesta en la criaturatotalmente inmóvil a la que acunaba conel brazo izquierdo—. Sé que algo vamal, lo sé.

La tez de la niñita tenía algo detranslúcido, de nacarado, y la piel seveía muy tersa sobre los huesos.

—Pruébalo otra vez —dijo AlbertTaylor.

—No servirá de nada.—Tienes que insistir, Mabel —dijo

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el marido.Ella extrajo el biberón de la

cacerola de agua caliente y,sacudiéndolo, se echó unas gotas en elenvés de la muñeca, para comprobar latemperatura.

—Vamos, vamos, mi niña —susurró—, despierta y toma un poquito más.

Una pequeña lámpara puesta encimade la mesa cercana irradiaba un tenueresplandor amarillo alrededor de lamadre.

—Por favor —exhortó ésta—, sóloun poquitín más.

El señor Taylor la miraba porencima de la revista que estaba leyendo.

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Estaba medio muerta de agotamiento,advirtió, y su pálido rostro ovalado, deordinario tan grave y sereno, habíaadquirido una expresión como tensa ydesolada. Pero, aun así, la postura de lacabeza, inclinada para observar a laniña, resultaba de una curiosa belleza.

—¿Lo ves? —musitó—. Es inútil.No lo quiere.

Alzó la botella hacia la luz y con elceño fruncido estudió la escala demedidas.

—Otra vez treinta gramos. No hatomado más. Ca, ni siquiera eso. Hansido sólo veinte gramos. Esto no bastapara sacar adelante a una criatura,

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Albert, te lo digo yo. Me tiene deshechade angustia.

—Lo sé —repuso el marido.—Si por lo menos descubriesen qué

es lo que ocurre.—No ocurre nada, Mabel. Es simple

cuestión de tiempo.—Claro que ocurre algo.—El doctor Robinson sostiene que

no.—Mira —replicó ella al tiempo que

se levantaba—, no irás a decirme que esnormal que una niña de seis semanaspese el disparate de un kilo menos quecuando nació. ¡No tienes más quemirarle las piernas! ¡No son sino piel y

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hueso!La diminuta criatura seguía postrada

e inmóvil en el brazo de la madre.—El doctor Robinson te pidió que

dejaras de preocuparte, Mabel. Y lomismo dijo aquel otro médico.

—¡Ja! —exclamó ella—. ¿No esmaravilloso? ¡Que dejé depreocuparme!

—Por favor, Mabel…—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me

lo tome como si fuera una especie dechiste?

—Él no dijo eso.—¡Detesto a los médicos! ¡A todos

ellos! —estalló la mujer.

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Y, vuelta la espalda al señor Taylor,salió presurosa de la habitación, caminode la escalera, llevándose a la niña.

Albert Taylor permaneció dondeestaba y la dejó marchar.

Un instante más tarde la oía caminarde un lado para otro en la alcoba, justoencima de su cabeza, con pasosnerviosos y rápidos que hacían resonarel linóleo del suelo. Pronto sedetendrían las pisadas y entonces élhabría de levantarse y subir, y cuandoentrase en el cuarto la encontraríasentada, como de costumbre, junto a lacuna con la mirada fija en la niña,llorando en silencio y sin consentir en

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moverse.—Se muere de inanición, Albert —

le diría.—Pues claro que no.—Se va a morir de inanición. Lo sé.

Y sé algo más.—¿Qué?—Creo que tú piensas lo mismo,

sólo que no quieres reconocerlo, ¿no esasí? Todas las noches la misma escena.

La semana anterior habían vueltocon la niña al hospital, donde el médico,después de un esmerado examen, dijoque no le ocurría nada.

—Nos ha costado nueve años teneresta hija, doctor —declaró Mabel—. Si

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algo le ocurriese, creo que me costaríala vida.

Hacía seis días de aquello, y en eseintervalo la pequeña había perdido casiun cuarto de kilo más.

Pero atribularse no beneficiaría anadie, se dijo Albert Taylor. En cosas deaquella naturaleza no quedaba mássolución que confiar en el médico. Y,recuperando la revista que tenía todavíaen el regazo, se puso a examinardistraídamente el índice de materias,para ver qué ofrecía aquella semana.

Entre las abejas en mayoCocina a base de miel

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El apicultor y la farmacopeaapícola

Experimentos en el control denosema

Esta semana en el apiarioLo último sobre la jalea realLos poderes curativos del propóleosRegurgitacionesCena anual de los apicultores

británicosNoticias de la Asociación

Albert Taylor se había sentidofascinado toda su vida por cuanto serefiriese a las abejas. De chico solíaatraparlas con las mismas manos, y

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luego corría a casa para enseñárselas asu madre, y a veces se las ponía él en lacara y dejaba que le corriesen por lasmejillas y el cuello sin que, cosasorprendente, le picaran jamás. Alcontrario: las abejas parecíanencantadas de estar con él; nuncaintentaban volar y escaparse, y paralibrarse de ellas tenía que apartarlas consuaves movimientos de los dedos; y aunasí a menudo volvían para posárseleotra vez en un brazo, en la mano o en unarodilla, o en cualquier parte dondetuviera desnuda la piel.

Su padre, albañil de profesión,afirmaba que debía de haber en el niño

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un hedor como de brujo, algo malsanoque le escapaba por los poros, y que esode hipnotizar insectos no podía traernada bueno. Su madre, en cambio,sostenía que era un don del Señor, eincluso llegó a compararle con sanFrancisco y sus pájaros.

Al crecer, su fascinación por lasabejas tornóse obsesión, y antes decumplir los doce años había construidosu primera colmena. Al año siguientetuvo lugar la captura de su primerenjambre y dos años después, al cumplirlos catorce, contaba con nada menos quecinco abejares dispuestos en pulcra filajunto a la valla del pequeño traspatio de

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su padre, y acometía ya —aparte de lanormal recolección de la miel— eldelicado y complejo menester de criarsus propias reinas, implantar las larvasen celdillas artificiales y todo lo demás.

Jamás tenía que recurrir al humopara manipular en el interior de lascolmenas, ni había de ponerse guantes oprotegerse con red la cabeza. Existía, atodas luces, una extraña simpatía entreel muchacho y las abejas, y abajo, en elpueblo, empezaban a hablar de él entiendas y tabernas con cierto respeto, ysu casa comenzó a ser visitada por gentedeseosa de comprarle su miel.

A la edad de dieciocho años había

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arrendado un acre de pastos bravíos queflanqueaban un cerezal sito en el valle, acosa de kilómetro y medio del pueblo, yallí puso en marcha una explotación porcuenta propia. Ahora, once años mástarde, continuaba en el mismo paraje,pero en lugar de un acre de tierra teníaseis y, además de eso, doscientascuarenta prósperas colmenas y unacasita que se había construidoesencialmente con sus propias manos.Habíase casado al cumplir los veinte, yese paso, prescindiendo de que leshubiera costado más de nueve años tenerdescendencia, también había sido unéxito. Todo, en verdad, le había

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sonreído a Albert hasta que aparecióaquella extraña niñita que con sunegativa de nutrirse como era debido, ycon sus diarias pérdidas de peso, lestenía consumidos de inquietud.

Apartando los ojos de la revista sepuso a pensar en la pequeña: aquellanoche, por ejemplo, en que a la hora desu comida había abierto los ojosmostrándole algo que le aterró: unaespecie de mirada brumosa y vacua,cual si los ojos, lejos de estar unidos alcerebro, reposaran sueltos en suscuencas, como un par de pequeñascanicas grises.

¿De veras sabían aquellos médicos

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lo que se decían?Se acercó un cenicero y, con ayuda

de una cerilla, despacioso, se puso alimpiar de ceniza la cazoleta de la pipa.

Quedaba, desde luego, laposibilidad de llevarla a otro hospital, auno de los de Oxford, tal vez. Podíaproponérselo a Mabel, cuando subiera.

Todavía le resultaba audible su ir yvenir por la habitación, si bien debía dehaberse puesto zapatillas, pues el ruidode las pisadas era ahora muy débil.

Centró de nuevo su atención en larevista y continuó la lectura. Concluidoel artículo de los «Experimentos en elcontrol del nosema», volvió la página y

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acometió el siguiente: «Lo último sobrela jalea real.» Dudaba mucho que trajesealgo que no conociera ya.

¿En qué consiste esaportentosa substancia llamadajalea real?

Alcanzó el bote de tabaco que teníaa su lado, encima de la mesa, y sinabandonar la lectura comenzó a llenar lapipa.

La jalea real es unasecreción glandular queproducen las abejas nodrizas

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para alimentar a las larvas encuanto éstas han salido delhuevo. Las glándulas faríngeasde las abejas generan esasubstancia en forma muysimilar a como las glándulasmamarias proveen leche en losvertebrados. Es un fenómeno degran interés biológico, pues nose sabe de ningún otro insectodotado de semejante función.

Cosas, todas ellas, consabidas; pero,a falta de mejor ocupación, continuóleyendo.

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Todas las larvas de lasabejas son nutridas a base dejalea real en forma concentradadurante los tres días posterioresa su salida del huevo, sí bien,rebasada esa fase, lasdestinadas a zánganos uobreras reciben el preciosoalimento muy diluido en miel ypolen. En cambio, las llamadasa convertirse en reinas sonnutridas a lo largo de todo superíodo larval a base de unadieta concentrada de jalea realpura. De ahí el nombre de lasubstancia.

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Arriba, en la alcoba, el rumor depasos se había interrumpido porcompleto. La casa estaba en silencio.Encendió un fósforo y lo aplicó a lapipa.

La jalea real ha de ser unasubstancia de formidable podernutritivo, pues sin másalimentación que ésa la larvade la abeja aumenta en milquinientas veces su peso alcabo de cinco días.

Probablemente fuese cierto eso, sibien, por alguna razón imprecisa, hasta

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ahora nunca se le había ocurridoconsiderar el crecimiento larval entérminos de peso.

Es tanto como decir que unrecién nacido de tres kilos ymedio llegase a pesar cincotoneladas en ese lapso.

Albert Taylor se detuvo y releyó lafrase.

Es tanto como decir que unrecién nacido de tres kilos ymedio…

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—¡Mabel! —exclamó al tiempo quese ponía en pie de un salto—. ¡Mabel!¡Baja!

Salió al zaguán y, deteniéndose alpie de la escalera, repitió la llamada.

No obtuvo respuesta.Subió corriendo la escalera y

encendió la luz del pasillo. La puerta deldormitorio estaba cerrada. Cruzó elpasillo, la abrió y se quedó en el vanoescudriñando la oscuridad del cuarto.

—Mabel, baja un momento,¿quieres? —repitió—. Se me acaba deocurrir una pequeña idea. Es sobre laniña.

La luz procedente del corredor

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proyectaba sobre la cama un tenueresplandor que le permitió entrever a suesposa, la cual, tendida boca abajo, conel rostro hundido en la almohada y losbrazos cruzados sobre la cabeza, estaballorando una vez más.

—Mabel —dijo en tanto se acercabay le tocaba el hombro—, baja uninstante, por favor. Puede serimportante.

—Vete —respondió ella—. Déjameen paz.

—¿No quieres que te cuente lo quese me ha ocurrido?

—Oh, Albert, estoy cansada deverdad —sollozó—. Tanto, que ya ni sé

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lo que hago. Creo que no puedo más.Creo que no puedo aguantarlo.

Siguió una pausa. Albert Taylor seapartó de su esposa y se acercó a pasolento a la cuna, donde reposaba la niña,y orientó hacia ella la mirada. Laoscuridad no le permitía ver el rostro dela pequeña; pero, como se inclinaramucho sobre ella, alcanzó a percibir elruido de su respiración, muy débil yrápida.

—¿A qué hora le vuelve a tocarbiberón?

—A las dos, supongo.—¿Y el próximo?—A las seis de la mañana.

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—Los dos corren de mi cuenta. Tú tevas a dormir. Ella no respondió.

—Te acuestas como es debido,Mabel, y te dedicas a dormir, ¿me hasentendido? Y deja ya de preocuparte. Yome quedo a cargo de todo durante laspróximas doce horas. Si continúas así,vas a sufrir una crisis nerviosa.

—Sí —dijo ella—, ya lo sé.—Ahora mismo me traslado a la otra

habitación con la mocosa y eldespertador, y tú te tumbas en la cama,dejas los músculos en reposo y teolvidas por completo de nosotros, ¿deacuerdo?

A todo eso empujaba ya la cuna

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fuera del cuarto.—Oh, Albert —sollozó ella.—No te preocupes de nada. Déjalo

en mis manos.—Albert…—¿Sí?—Te quiero, Albert.—Y yo a ti, Mabel. Y ahora, a

dormir. Albert Taylor no volvió a ver asu esposa hasta la mañana siguiente,cerca de las once.

—¡Cielo santo! —gritó ella en tantose lanzaba escaleras abajo, todavía enbata y zapatillas—. ¡Albert! Pero ¿te hasdado cuenta de lo tarde que es? ¡Hedormido doce horas por lo menos! ¿Está

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todo en orden? ¿Cómo ha ido?Él estaba sentado apaciblemente en

su sillón, la pipa entre los labios,leyendo el periódico de la mañana. Laniña dormía en una especie de cucopuesto en el suelo, a sus pies.

—Hola, cariño —la saludó élsonriente. La señora Taylor corrió haciael canastillo y se quedó mirando.

—¿Ha querido el biberón, Albert?¿Cuántas veces se lo has dado? Letocaba otro a las diez, ¿lo sabías?

Albert Taylor dobló el diario encuidadoso rectángulo y lo dejó sobre lamesita auxiliar.

—Se lo di a las dos de la madrugada

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—dijo—, y no tomó más que quincegramos. Luego, a las seis, fue un pocomejor: sesenta gramos…

—¡Sesenta gramos! ¡Oh, Albert, esfantástico!

—Y el último lo hemos despachadohace diez minutos. Ahí lo tienes, en larepisa de la chimenea. Se ha tomadonoventa gramos; sólo ha dejado treinta.¿Qué me dices?

Sonreía orgulloso, entusiasmado consu hazaña.

Su esposa se arrodilló al momento,para observar a la niña.

—¿Verdad que tiene mejor aspecto?—dijo afanoso—. ¿No se le ve más

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gordita la cara?—Parecerá una tontería —repuso

ella—, pero yo así lo creo. ¡Oh, Albert,eres una maravilla! ¿Cómo lo hasconseguido?

—Está saliendo del bache —contestó él—; eso es todo. Tal comopronosticó el médico, está saliendo delbache.

—Dios quiera que tengas razón,Albert.

—Claro que la tengo. En adelantevas a ver cómo progresa. Su esposamiraba enternecida a la niña.

—Tú también tienes mejor aspecto,Mabel.

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—Me siento de maravilla. Lamentolo de anoche.

—Sigamos así de ahora en adelante:yo me cuido de los biberones nocturnos,y por el día se los das tú.

Apartó ella los ojos de la cuna y lemiró con ceño.

—No —dijo—. Oh, no, no puedopermitirlo.

—No quiero que acabes con unacrisis, Mabel.

—No hay peligro, ahora ya hedescansado un poco.

—Es preferible que lo compartamos.—No, Albert, esa tarea me

corresponde a mí y quiero cumplirla. Lo

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de anoche no se repetirá.Se produjo una pausa. Albert Taylor

se quitó la pipa de entre los labios yexaminó el contenido de la cazoleta.

—Conforme —dijo—. En tal caso,te descargaré del trabajo pesado: laesterilización, la mezcla de losbiberones y todos los preparativos. Estáclaro que será una ayuda para ti.

Ella le observó con atención,preguntándose qué le habría dado depronto.

—Sabes, Mabel, lo he estadopensando y…

—Sí, cielo…—He estado pensando que hasta

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anoche no te he ayudado lo que se dicenada con la pequeña.

—No es verdad.—Sí que lo es. De manera que he

decidido cargar en adelante con mi partedel trabajo. Los biberones los preparo yesterilizo yo, ¿de acuerdo?

—Es muy amable por tu parte,cariño, pero verdaderamente no creoque sea necesario…

—¡Vamos, mujer! —exclamó él—.¿Es que quieres cambiar la suerte? Lostres últimos los he dispuesto yo y… yaves el resultado. ¿A qué hora le toca elpróximo? A las dos, ¿no?

—Eso es.

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—Pues ya lo tienes preparado —repuso él—. Todo preparado y listo paraque, cuando llegue la hora, no tengasmás que cogerlo del estante, en ladespensa, y calentárselo. ¿No representaeso un alivio?

La señora Taylor se puso en pie,acercóse a su marido y le besó en lamejilla.

—Qué bueno eres —le dijo—.Cuanto más te conozco, más te quiero.

Más adelante, mediada la tarde,encontrándose Albert en el exterior,trabajando al sol entre las colmenas, laoyó vocear desde la casa:

—¡Albert! ¡Albert, ven!

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Y la vio correr a su encuentro porentre los ranúnculos. Con lo cualemprendió carrera hacia ellapreguntándose qué habría sucedido.

—¡Oh, Albert! ¡Adivina lo que hapasado!

—¿Qué?—Acabo de darle el biberón de las

dos y… ¡se lo ha tomado todo!—¡No!—¡Hasta la última gota! ¡Oh, Albert,

estoy tan contenta! ¡La niña va arecuperarse! Como dijiste, está saliendodel bache.

Llegada frente a él, le echó losbrazos al cuello y le estrechó contra sí.

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Su marido le dio unas palmaditas en laespalda, rio y dijo que era una madremaravillosa.

—Cuando le toque el próximo,¿querrás entrar a verla, por si lo repite?

Como él le asegurara que no se loperdería por nada del mundo, ella leabrazó de nuevo, dio media vuelta yechó a correr hacia la casa saltandosobre la hierba y cantando mientrasregresaba.

Como es natural, flotaba en el airecierta expectación según se acercaba lahora del biberón de las seis: a las cincoy media los padres se hallaban yasentados en la salita, a la espera del

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momento. La botella con el preparadolácteo estaba en una cacerola de aguacaliente, en la repisa de la chimenea. Lapequeña dormía en su canastilla, puestaen el sofá.

A las seis menos veinte se despertóy se puso a chillar a grito pelado.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó laseñora Taylor—. Reclama el biberón.Rápido, Albert, ve a por ella ypásamela. Dame antes la botella.

Se la entregó y a continuación leacomodó a la niña en el regazo. Comoella le rozara cautelosa los labios con lapunta de la tetilla, la pequeña la atrapóentre las encías y se puso a succionar

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vorazmente, con rápidas y enérgicaschupadas.

—Oh, Albert, ¿no es maravilloso?—exclamó riendo la madre.

—Es formidable, Mabel.En cosa de siete u ocho minutos la

niña había despachado todo el contenidode la botella.

—Picarona —le dijo la señoraTaylor—. Otra vez los ciento veintegramos.

Albert Taylor, que observaba a laniña desde su sillón, con el cuerpoinclinado y la mirada fija en la carita,dijo:

—¿Sabes qué? Hasta parece que ya

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ha ganado un poco de peso. ¿Quépiensas tú?

La madre miró a la criatura.—¿No la encuentras mayor y más

gordita que ayer, Mabel?—Puede ser, Albert. No estoy

segura. Aunque la verdad es que en tanpoco tiempo no puede haberseproducido ningún cambio verdadero. Loimportante es que se alimenta connormalidad.

—Ya ha salido del bache —dijo él—. No creo que tengas que preocupartemás. —Como que no lo haré.

—¿Quieres que suba y que vuelva aponer la cuna en la alcoba, Mabel? —

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Sí, por favor.Albert se dirigió al piso alto y

trasladó la cuna. Su esposa le siguió conla niña y, después de haberle cambiadoel pañal, la tendió amorosamente en sucamita y la arropó con sábana y manta.

—¿Verdad que está preciosa,Albert? —musitó—. ¿No es la niña máslinda que hayas visto en tu vida?

—Déjala tranquila ahora, Mabel —dijo él—, y baja a preparar un poco decena, que los dos nos la hemos ganado.

Concluida la comida, se instalaroncada uno en un sillón, en la salita, él consu revista y su pipa, la señora Taylorcon su trabajo de punto. El cuadro, sin

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embargo, era bien distinto del de lavíspera. De repente, todas las tensionesse habían disipado. El bello rostroovalado de la señora Taylor irradiabacontento: sonrosadas las mejillas, losojos fulgentes de brillo; su boca teníauna sonrisita soñadora, de pura dicha.Una vez y otra apartaba de la labor lamirada y contemplaba con afecto a sumarido. Y a ratos, interrumpiendo uninstante el entrechocar de las agujas, sequedaba quieta, dirigía la vista hacia eltecho y aguzaba el oído, al acecho de unllanto, de una queja en el piso alto. Perotodo estaba en silencio.

—Albert —dijo pasado un rato.

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—¿Sí, cariño?—Anoche, cuando subiste a toda

prisa al dormitorio, ¿qué queríasdecirme? Hablaste de una idea enrelación con la niña.

Albert Taylor, con la revistaapoyada en el regazo, le dirigió unamirada larga y artera.

—¿Eso dije?—Sí —respondió ella, a la espera

de que continuase; pero él no lo hizo—.¿Dónde está el chiste? —preguntó—.¿Por qué esa sonrisa?

—Es que verdaderamente es unchiste.

—Cuenta, mi vida.

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—No estoy seguro de que debahacerlo. Podrías tacharme de mentiroso.

Pocas veces le había visto ella tansatisfecho de sí; y, para animarle ahablar, sonrió a su vez.

—Pero la verdad, Mabel, es que megustaría ver la cara que pones, cuando teenteres.

—Albert, ¿qué pasa aquí? Contrarioa que le apremiaran, hizo una pausa.

—Tú consideras que la niña vamejor, ¿verdad? —dijo por fin.

—Claro que sí.—Y convendrás conmigo en que, de

la noche a la mañana, se siente demaravilla y su aspecto es enteramente

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otro…—Sí, Albert, sí.—Estupendo —añadió, la sonrisa

todavía más amplia—. Pues, ¿sabes?, hasido cosa mía.

—¿El qué?—Que yo he curado a la niña.—Sí, cariño, estoy segura de ello —

repuso la señora Taylor mientrasreemprendía su labor.

—No me crees, ¿verdad?—Naturalmente que sí, Albert. Y te

concedo todo el mérito, lo que se dicetodo. —Bien, ¿pues cómo lo logré?

—Bueno… —la señora Taylor hizouna breve pausa, para reflexionar—,

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supongo que se trata, simplemente, deque eres muy hábil preparandobiberones. Desde que lo haces tú, laniña no ha dejado de mejorar.

—¿Quieres decir que eso tiene unaespecie de arte?

—Salta a la vista —repuso ellasegún continuaba con el punto y,sonriendo para sí, pensaba en locómicos que son los hombres.

—Te revelaré un secreto: hasacertado de pleno. Aunque, no vayas acreer, lo importante no es tanto la formade preparar los biberones, como lo quese pone en ellos. Lo ves claro, ¿no,Mabel?

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La señora Taylor interrumpió sulabor y dirigió a su esposo una miradapenetrante.

—Albert, no me irás a decir que hasestado poniéndole cosas en la leche a laniña…

Él continuaba con su sonrisa.—Bueno, ¿lo has hecho o no lo has

hecho?—Es posible.—No te creo.Exhibía una extraña, feroz manera de

sonreír, que le dejaba al descubierto losdientes.

—Albert, basta ya de jugar conmigo.—Sí, cariño, lo que tú digas.

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—No es cierto que le hayas puestonada en la leche, ¿verdad? Contéstamede una vez, Albert. Podría ser grave,tratándose de un bebé tan pequeño.

—La respuesta es sí, Mabel.—¡Albert! ¿Cómo te has atrevido,

Albert…?—Vamos, no te exaltes. Te lo contaré

todo, si eso es lo que quieres, pero, poramor de Dios, no pierdas la calma.

—¡A que ha sido cerveza! —exclamó ella—. ¡Estoy segura de que lehas puesto cerveza!

—Por favor, Mabel, no seas loca.—¿Pues qué le has echado, si no?Albert dejó con cuidado la pipa

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sobre la mesa cercana y se retrepó en elsillón.

—Dime —indagó—, ¿porcasualidad me has oído hablar algunavez de una cosa llamada jalea real?

—No.—Es milagrosa, auténticamente

milagrosa —continuó él—. Y anoche, depronto, se me ocurrió que si le ponía ala niña en la leche una pequeñacantidad…

—¡Has tenido la audacia…!—Pero, Mabel, si ni siquiera sabes

todavía de qué se trata…—Ni me interesa —replicó ella—.

No puedes andar poniéndole a una niña

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tan pequeñita sustancias extrañas en laleche. Tú tienes que estar loco…

—Es del todo inofensivo, Mabel, o,de lo contrario, me hubiera guardado dehacerlo. Es algo que procede de lasabejas.

—Debí imaginarlo.—Y es tan caro que no hay

prácticamente nadie que puedapermitirse su consumo, como no seaalguna gotita de vez en cuando.

—¿Y cuánto le has dado a nuestrahija, si puede saberse?

—Ah, ahí está el quid. Todo elasunto estriba en eso. Calculo que, sóloen sus últimos cuatro biberones, nuestra

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pequeña ha tomado como cincuentaveces toda la jalea real que personaalguna haya ingerido jamás. ¿Qué medices de eso?

—Albert, deja ya de tomarme elpelo.

—Te lo juro —insistió él orgulloso.Ella se quedó mirándole de hito en

hito, el ceño fruncido con la bocaentreabierta.

—Pero ¿tú sabes lo que cuesta eso,si uno quisiera comprarlo, Mabel? Eneste mismo momento, un establecimientoamericano la ofrece publicitariamente arazón de quinientos dólares, más omenos, el tarro de medio kilo.

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¡Quinientos dólares! ¿Te das cuenta? ¡Niel oro resulta tan caro!

Ella no sabía ni remotamente de quéle estaba hablando.

—¡Te lo demostraré! —exclamó sumarido.

Y, poniéndose en pie de un salto,alcanzó la amplia librería dondeguardaba todas sus publicaciones sobrelas abejas. En su estante más alto, enpulcro rimero, se amontonaban, junto alos del British Bee Journal, Beecraft yotras revistas, los números atrasados delAmerican Bee Journal. Tomó el últimoy lo abrió por su última página, que traíapequeños anuncios por palabras.

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—Aquí lo tienes —proclamó elseñor Taylor—. Justo lo que te he dicho:«Vendemos jalea real. Al por mayor,480 $ el tarro de cuatrocientos cincuentagramos.»

Y, para que pudiera comprobarlo, letendió la revista.

—¿Me crees ahora? El anuncio esde una tienda de Nueva York, Mabel.Aquí lo dice.

—Lo que no dice es que pueda unomezclar eso en los biberones de unacriatura casi recién nacida. No sé qué teha dado a ti, Albert, de veras que no losé.

—Pero la está curando, ¿no es así?

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—Ahora ya no estoy tan segura deello.

—No seas tan rematadamente tonta,Mabel. Te consta que así es. —Entonces¿cómo es que la gente no se la da a sushijos?

—No hago más que repetírtelo: esdemasiado cara. Prácticamente nadie enel mundo, como no sean unos cuantosmultimillonarios, puede darse el lujo decomprar jalea real así, para comer. Lacompran las grandes firman que fabricancremas faciales y esas cosas para lasmujeres; pero es pura filfa: ponen unaminúscula pulgarada en un gran tarro decrema facial y la venden como el pan, a

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precios exorbitantes, so pretexto de queelimina las arrugas.

—¿Y lo hace?—¿Cómo demonios quieres que yo

lo sepa, Mabel? En cualquier caso —prosiguió en tanto regresaba a su butaca—, el asunto no es ése. El asunto está enque le ha hecho tanto bien a nuestrapequeña, y eso sólo en unas horas, que,en mi opinión, deberíamos continuar lasdosis. Y no me interrumpas, Mabel.Déjame acabar. Tengo ahí fueraalrededor de doscientas cuarentacolmenas. Si destinase, pongamos, uncentenar de ellas a la producción dejalea real, creo que podríamos

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proporcionarle a la niña tanto comopida.

—Albert, por Dios —le interpelóella, los ojos muy abiertos, la miradafija en él—, ¿acaso te has vuelto loco?

—¿Quieres dejarme terminar, porfavor?

—Te lo prohibo terminantemente —replicó ella—: a mi hija no le das tú niuna gota más de esa espantosa jalea, ¿loentiendes?

—Pero Mabel…—Y, prescindiendo por completo de

eso, la cosecha de miel que tuvimos elaño pasado ya fue fatal. Si encima tepones a enredar con esas colmenas, a

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saber en qué parará todo…—A mis colmenas no les pasa nada,

Mabel.—Sabes de sobra que la recolección

del año pasado sólo alcanzó la mitad delo normal.

—Hazme un favor, ¿quieres? —repuso él—. Déjame explicarte algunasde las maravillosas propiedades de esasustancia.

—Aún no me has dicho ni en quéconsiste.

—Descuida, Mabel, te lo contaré.¿Quieres escucharme? ¿Quieres darmela oportunidad de explicártelo?

La señora Taylor suspiró y tomó de

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nuevo su labor.—Sí, sin duda es preferible que

vacíes el saco —dijo—. Adelante,Albert, cuéntame.

Sin saber bien por dónde empezar,dejó él pasar un instante: no sería fácilexplicar aquello a una persona quecarecía por completo de conocimientosespecíficos sobre apicultura.

—Supongo que sabrás —dijo por fin— que cada colonia no tiene más queuna reina.

—Sí.—Y que esa reina es la que pone

todos los huevos. —Sí, cariño, eso losé.

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—Está bien. Sólo que, aunque estolo ignores, la reina puede poner, enrealidad, distintas clases de huevos. Eslo que llamamos uno de los milagros dela colmena. Puede poner huevos queproducirán zánganos, y otros que daránabejas obreras. Y si eso no es unmilagro, Mabel, ya me dirás qué puedeserlo.

—Sí, Albert, de acuerdo.—De los zánganos, que son los

machos, no nos ocuparemos. Las obrerasson, todas, hembras. Como también lareina, claro está. Las obreras, sinembargo, son hembras asexuadas, no sési me explico. Sus órganos están

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completamente atrofiados. La reina, encambio, es portentosamente sexual: enrigor, puede poner en un solo día elequivalente de su peso en huevos. —Ahíse detuvo para poner en orden sus ideas—. La cosa funciona de la siguientemanera. La reina recorre el panalponiendo sus huevos en lo que llamamoslas celdillas. ¿Te has fijado en esoscentenares de agujerillos que tiene elpanal? Pues bien, existen panales decría, idénticos a los melíferos salvo porel hecho de que, en lugar de miel, lasceldillas contienen huevos. En cada unade ellas la reina pone un huevo, y alcabo de tres días cada uno de esos

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huevos da un diminuto gusanillo, o loque nosotros llamamos larva. Pues bien:tan pronto aparece la larva, las abejasnodrizas, que son obreras jóvenes, secongregan a su alrededor y se ponen anutrirla como locas. ¿Y sabes a base dequé?

—De jalea real —contestó Mabelpaciente.

—¡Exacto! —exclamó él—. Eso es,ni más ni menos, lo que le dan. Esasubstancia la extraen de una glándulaque tienen en la cabeza, y para nutrir ala larva se dedican a segregaría en lasceldillas. ¿Qué ocurre entonces?

Hizo una pausa teatral, fijó en ella,

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parpadeantes, sus ojos de un gris acuosoy volviéndose sin dejar el sillón,lentamente, alcanzó la revista que habíaestado leyendo la víspera.

—¿Quieres saber qué ocurreentonces? —dijo en tanto se humedecíalos labios.

—Me muero de impaciencia.—«La jalea real —leyó él en voz

alta— ha de ser una substancia deformidable poder nutritivo, pues sin másalimentación que ésa la larva de la abejaobrera aumenta en mil quinientas vecessu peso al cabo de cinco días.»

—¿En cuántas veces?—En mil quinientas, Mabel. ¿Sabes

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lo que significa eso a escala humana?Significa —bajó la voz y, adelantando elcuerpo, la asaeteó con aquellos ojossuyos, pequeños y descoloridos— que,en el transcurso de cinco días, un niñoque pesara inicial-mente cinco kilos ymedio acabaría pesando ¡cincotoneladas!

La señora Taylor interrumpió porsegunda vez su trabajo.

—Bueno, tampoco has de tomarlo alpie de la letra, Mabel.

—¿Quién lo dice?—Es, simplemente, un ejemplo

científico, y nada más. —Está bien,Albert. Continúa.

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—Pero eso no es más que la mitadde la historia. No acaba ahí la cosa.Todavía no te he contado lo másasombroso de la jalea real. Ahora voy ademostrarte cómo puede convertir a unaobrera vulgar y corriente, de aspectoneutro y prácticamente desprovista deórganos de reproducción, en unaenorme, espléndida, bella y fértil reina.

—¿Intentas decir que nuestrapequeña es vulgar y de aspecto neutro?—indagó ella incisiva.

—Vamos, Mabel, no me atribuyascosas que no he dicho, por favor.Escucha esto. ¿Sabías que la abeja reinay la abeja obrera, aunque distintas por

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completo al crecer, proceden de huevosidénticos?

—Eso no me lo creo.—Es tan cierto como que estoy

sentado aquí, Mabel, de veras. Cuandolas abejas quieren que de undeterminado huevo salga una reina enlugar de una obrera, pueden conseguirlo.

—¿Cómo?—Ah —dijo blandiendo su grueso

dedo índice en dirección a ella—, a esoiba yo, precisamente. Ahí está todo elsecreto. Veamos, ¿qué crees tú, Mabel,que puede operar ese milagro?

—La jalea real —repuso ella—. Yame lo has dicho.

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—¡Sí, señora, la jalea real! —exclamó él dando una palmada ysaltando en el asiento.

Su cara grande y redondaresplandecía ahora de entusiasmo y enlo alto de las mejillas le habíanaparecido sendas rosetas de un escarlatavivo.

—Ocurre de la siguiente manera. Telo expondré con toda sencillez. Lasabejas desean una nueva reina. ¿Quéhacen? Construyen una celda de tamañoextraordinario, un castillo, como lellamamos, y hacen que la vieja reinaponga un huevo en ella. Los otros milnovecientos noventa y nueve huevos los

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pone en celdillas corrientes, paraobreras. Prosigamos. En cuanto esoshuevos producen las larvas, las nodrizasse congregan a su alrededor y comienzana suministrarles jalea real. Todas ellas,las obreras al igual que la reina, lareciben. Pero, y aquí viene loimportante, Mabel, por lo cual te pidoque escuches con atención, la diferenciaestá en que las larvas de las obreras sebenefician de ese portentoso alimentoespecial sólo durante los tres primerosdías de su vida larval. Pasado ese plazo,su dieta cambia de manera radical. Enrealidad es un destete, sólo que éste, porlo súbito, difiere de una ablactación

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ordinaria. Después del tercer día se lesda de inmediato lo que es, más o menos,el alimento rutinario de las abejas, unamezcla de miel y polen, y cosa de dossemanas más tarde emergen de lasceldillas, convertidas en obreras.

»¡Pero no así la larva que ocupa elcastillo! —continuó Albert Taylor—.Esa recibe la jalea real durante toda suvida larval. Las nodrizas la vierten ental abundancia en la celda, que lapequeña larva flota, de hecho, en ella.¡Y eso es lo que la convierte en reina!

—No tienes pruebas de ello —intervino su esposa.

—Mabel, por favor, no digas

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tonterías semejantes. Miles de personas,famosos científicos de todos los paísesdel mundo, lo han demostrado infinidadde veces. Basta con sacar a una larva desu celdilla de obrera y ponerla en uncastillo, lo que nosotros llamamostrasplante, y, a condición de que lasnodrizas le suministren jalea real enabundancia, ¡listo!; pasa a convertirse enreina. Y lo que aún lo hace másmaravilloso es la absoluta, enormediferencia que existe entre reina yobreras después del crecimiento. Elabdomen tiene otra forma. El aguijón esdistinto. Y también las patas. Y…

—¿En qué se diferencian las patas?

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—preguntó ella por ponerle a prueba.—¿Las patas? Bien, las obreras

tienen cestillos en ellas, para transportarel polen, de los que están desprovistaslas reinas. Y otra cosa: la reina poseeórganos reproductores plenamentedesarrollados. Las obreras, no. Y, lomás pasmoso de todo, Mabel: mientrasque la reina vive de cuatro a seis años,por término medio, las obreras apenasalcanzan otros tantos meses de vida. ¡Ytodas esas diferencias por el simplehecho de que una recibió jalea real, y laotra no!

—Cuesta creer que un alimentopueda hacer todo eso —comentó ella.

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—Desde luego que cuesta. Es otrode los milagros de la colmena. Dehecho, el mayor, el más fenomenal detodos. Un milagro tan endemoniado porlo colosal, que durante siglos hadesconcertado a los científicos máseminentes. Aguarda un instante. Quédateahí. No te muevas.

De nuevo se puso en pie de un salto,alcanzó la biblioteca y empezó arevolver entre libros y revistas.

—Quiero enseñarte unos cuantosinformes. Eso es. Aquí tenemos uno.Escucha esto: «Cuando vivía en Toronto—empezó a leer en un número delAmerican Bee Journal—, al frente del

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magnífico laboratorio científico que elpueblo de Canadá le había donado enreconocimiento del magno servicioprestado a la humanidad con sudescubrimiento de la insulina, el doctorFrederick A. Banting se sintió intrigadopor la jalea real. Habiendo pedido a susayudantes que realizasen un análisisfraccional básico…»

Se detuvo.—En fin, no es necesario que te lo

lea todo; pero el resultado es elsiguiente. El doctor Banting y su equipoextrajeron y se pusieron a analizar jaleareal de castillos habitados por larvas dedos días. ¿Y qué crees que

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descubrieron? Pues descubrieron —secontestó él mismo— que la jalea realcontenía fenoles, esteroles, glicerinas,dextrosa y… aquí viene lo sensacional:¡de ochenta a ochenta y cinco por cientode ácidos no identificados!

Plantado en pie junto a la librería,revista en mano, había compuesto unaextraña sonrisita furtiva, de triunfo, y suesposa le miraba desconcertada.

Albert Taylor no era alto; dueño deun cuerpo rollizo, de aspecto pulposo,puesto sobre abreviadas piernas un tantocombas que no lo elevaban mucho delsuelo, su cabeza descomunal, rotunda,estaba cubierta de pelo muy corto e

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hirsuto, y, desde que había dejadodefinitivamente de afeitarse, la mayorparte de su cara quedaba oculta bajo unapelusa parda, de acaso tres centímetrosde longitud. Comoquiera que se mirase,ofrecía el hombre una estampa bastantegrotesca; era imposible negarlo.

—De ochenta a ochenta y cinco porciento de ácidos no identificados —repitió—. ¿No es prodigioso? —dijoconforme volvía a los estantes yrebuscaba entre otras publicaciones.

—Eso de ácidos no identificados,¿qué quiere decir?

—¡Pues ahí está la cosa! ¡Nadie losabe! Ni siquiera Banting consiguió

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descubrirlo. ¿Has oído hablar deBanting?

—No.—Pues debe de ser, con seguridad,

el más famoso de cuantos médicoscélebres viven todavía; no te diré más.

Viéndole revolotear delante de labiblioteca, reparando en su cabezahirsuta, su rostro velludo y su cuerporegordete y mollar, pensó, sin poderevitarlo, que aquel hombre tenía,curiosamente, algo de abeja. Aunquehabía visto a más de una mujer adquirirel aspecto del caballo que montaban, ytambién advertido que los criadores depájaros, bull terriers y perros

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pomeranios guardaban a menudo levespero asombrosos parecidos con losanimales de su elección, nunca hastaentonces se le había ocurrido que sumarido pudiera asemejarse a una abeja,y eso le produjo una pequeña sacudida.

—Y esa jalea real, ¿llegó Banting acomerla? —quiso saber.

—Por supuesto que no, Mabel. Nodisponía de ella en cantidad suficiente.Es demasiado cara.

—¿Sabes una cosa? —dijo ellamirándole de hito en hito, pero, aun así,con una suave sonrisa—. No sé si lohabrás notado, pero empiezas aparecerte un poquitín a una abeja.

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Él se volvió y fijó en ella los ojos.—Supongo que es por la barba,

sobre todo —continuó la señora Taylor—. De veras me gustaría que te laquitaras. Hasta su color resulta un pocoabejuno, ¿no te parece?

—¿De qué demonios estás hablando,Mabel?

—Albert —le increpó ella—, esalengua…

—¿Quieres o no quieres seguirenterándote de esto?

—Sí, cariño, perdona. Era sólo unabroma. Continúa. Volviendo a suposición de antes, sacó él de la libreríauna nueva revista que se puso a hojear.

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—Escucha esto, Mabel. «En 1939,tras un experimento realizado con ratasde veintiún días de edad a las queinyectó jalea real en proporcionesoscilantes, Heyl observó un precozdesarrollo folicular de los ovarios enproporción directa a las dosisinyectadas.»

—¡Ahí lo tienes! —exclamó laseñora Taylor—. ¡Lo sabía!

—¿Qué sabías?—Que algo horrible iba a suceder.—Bobadas. No hay nada de malo en

eso. Y aquí tenemos otro, Mabel. «Stilly Burdett descubrieron que, tras serleadministrada una minúscula dosis diaria

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de jalea real, un ratón previamenteincapaz de procrear fue padre multitudde veces.»

—¡Albert, esa cosa es demasiadofuerte para dársela a un niño de pecho!—protestó la mujer—. ¡No me gusta nipizca!

—Tonterías, Mabel.—¿Por qué, si no, la experimentan

sólo en ratas? Anda, contéstame. ¿Cómoes que no la toman ellos mismos, esosfamosos hombres de ciencia? Puesporque son demasiado inteligentes, ésaes la razón. ¿O piensas que el doctorBanting se arriesgaría a dejarinservibles unos valiosos ovarios? De

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ningún modo.—Pero si se la han administrado a

seres humanos, Mabel. Aquí viene todoun artículo sobre ello. Presta atención.—Y, vuelta la página, reemprendió sulectura en voz alta—: «En México, en1953, un grupo de ilustrados científicoscomenzó a tratar con minúsculas dosisde jalea real afecciones tales como laneuritis cerebral, la artritis, la diabetes,la autointoxicación debida al tabaco, laimpotencia masculina, el asma, el crup,la gota…» Sigue todo un montón detestimonios firmados… «Un famosoagente de cambio y bolsa de la Ciudadde México contrajo una soriasis

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particularmente rebelde que le hizofísicamente repulsivo. Sus clientesempezaron a dejarle y su negocio aresentirse. Desesperado, recurrió a lajalea real, una gota en cada comida, y,visto y no visto, pasada una quincenahabía sanado. Un mozo del Café Jena,también de la Ciudad de México, dio fede que, tras ingerir, en forma decápsulas, minúsculas dosis de esaportentosa substancia, su padreengendró, a sus noventa años, unvaroncito rebosante de salud. Unpromotor taurino de Acapulco a quienhabían endosado un toro de aspecto másbien letárgico, le inyectó, justo antes de

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que entrase en el ruedo, un gramo dejalea real (dosis excesiva), con lo cualel astado tornóse tan ágil y agresivo, queal poco había dado cuenta de dospicadores, tres caballos, un diestro y,por último…»

—¡Escucha! —le interrumpió suesposa—. Creo que la niña estállorando.

Albert apartó la mirada de lalectura. En efecto, un vigoroso berreosonaba arriba, en la alcoba.

—Debe de tener hambre —apuntó.—¡Válgame Dios! —exclamó su

esposa al consultar el reloj—. ¡Si hacerato que volvía a tocarle! Rápido,

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Albert, prepara tú el biberón mientrasyo voy a buscarla. ¡Pero date prisa! Noquiero hacerla esperar.

Medio minuto más tarde, la señoraTaylor reaparecía con la niña, quegritaba en sus brazos. Todavía nohabituada al pavoroso e incesantealboroto que un bebé saludable organizacuando reclama su alimento, venía todaaturdida.

—¡De prisa, Albert, por favor! —voceaba en tanto que, instalándose en elsillón, se acomodaba a la niña en elregazo—. ¡De prisa!

Albert volvió de la cocina con labotella de leche tibia, que le entregó.

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—Tiene la temperatura justa —dijo—, no hace falta que la pruebes.

Tras alzar un poco más a la niña, demanera que la cabeza reposase en elángulo del brazo, la señora Taylorinsertó de golpe en la boquita gritona yanhelantemente abierta la tetilla degoma, que la pequeña asió y comenzó asuccionar. Cesó la protesta y la señoraTaylor aflojó los músculos.

—Oh, Albert, ¿no está preciosa?—Está imponente, Mabel…, gracias

a la jalea real.—Por favor, cariño, ni una palabra

más sobre ese mejunje. Me aterra.—Cometes un tremendo error.

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—Ya lo veremos.La niña seguía chupando del

biberón.—Creo que se lo va a terminar todo

otra vez, Albert.—Estoy convencido de ello.Pasados unos pocos minutos, no

quedaba ni gota de leche.—¡Oh, qué buenecita es la niña! —

la jaleó la señora Taylor comenzando aretirarle con todo cuidado la tetilla.

Percibiendo la intención, la niñasuccionó con más fuerza en su intento deaferrarse. La madre dio un tirón breve yrápido y la tetilla salió con un «¡plop!»

—¡Buah, buah, buah, buah! —chilló

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la pequeña.—Ha tragado aire, pobrecita —dijo

la señora Taylor mientras, aupada laniña al hombro, le daba palmaditas en laespalda.

La pequeña eructó dos veces enrápida sucesión.

—Eso es, tesoro mío, ya se te hapasado.

Tras unos segundos de silencio,recomenzó el llanto.

—Hazla eructar más —dijo Albert—. Se lo ha tomado demasiado de prisa.

Su esposa se volvió a colocar a laniña sobre el hombro y se puso afrotarle la espalda. Probó sobre el

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hombro contrario. Se la tendió en lafalda, boca abajo. Se la sentó en larodilla. Pero no hubo más eructos. Loschillidos, en cambio, se iban haciendomás agudos e insistentes minuto aminuto.

—Eso es bueno para los pulmones—dijo el marido, con una ampliasonrisa—. Así es como los ejercitan.¿Lo sabías, Mabel?

—Ya está, ya está, ya está bien —decía la señora Taylor en tanto cubría debesos la cara de la criatura—. Ya está,mi niña, ya está.

Esperaron cinco minutos más, perolos chillidos no cesaron ni un instante.

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—Cámbiale el pañal —aconsejóAlbert—. Lo tiene mojado, no es másque eso.

Y fue a la cocina en busca de otropañal, que la madre sustituyó por elviejo. La operación no produjo cambioalguno.

—¡Buah, buah, buah, buah! —gritabala niña.

—No le habrás clavado elimperdible, ¿verdad, Mabel?

—Claro que no —replicó ella, altiempo que palpaba bajo el pañal, paracerciorarse.

Sentados uno frente a otro en susrespectivas butacas, sonreían nerviosos,

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atentos a la pequeña, ahora en el regazode la señora Taylor, a la espera de que,fatigada, interrumpiese sus protestas.

—¿Sabes qué pienso? —dijo por finAlbert Taylor.

—¿Qué?—Que todavía tiene hambre.

Apuesto a que sólo quiere otro trago deese biberón. ¿Y si le trajera una raciónextra?

—No me parece prudente, Albert.—Le hará bien —dijo él conforme

se levantaba de la butaca—. Voy acalentarle otro poco.

Y se dirigió a la cocina, de donderegresó, pasados varios minutos, con un

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biberón colmado hasta el borde.—Se lo he preparado doble —

anunció—, por si acaso: doscientosgramos.

—¡Albert! ¿Te has vuelto loco?¿Acaso ignoras que el exceso denutrición es tan malo como el defecto?

—No es preciso que se lo des todo,Mabel. Puedes quitárselo cuando teparezca oportuno. Anda —la animóinclinándose sobre ella—, dale un poco.

En cuanto la señora Taylor rozó ellabio superior de la niña con la punta dela tetilla, la diminuta boca se cerrósobre ella como un cepo y el silencioreinó en la estancia. La pequeña aflojó

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todo el cuerpo y una expresión deabsoluta felicidad animó su rostroconforme iniciaba la succión.

—¿Lo ves, Mabel? ¡Qué te decía! Lamujer no respondió.

—Está hambrienta, eso es lo que leocurre. ¡Fíjate en su manera de chupar!

La señora Taylor observaba el nivelde la leche del biberón. En rápidodescenso, casi la mitad de losdoscientos gramos habían desaparecidoal poco tiempo.

—Listo —dijo la mujer—. Ya basta.—No puedes quitárselo ahora,

Mabel.—Sí, cariño. Es preciso.

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—Anda, mujer, dale lo que queda ydeja ya de alborotar. —Pero Albert…

—Si es que está muerta de hambre,¿no lo ves? Vamos, preciosa mía,acábate ese biberón.

—Esto no me gusta, Albert —dijo laesposa, aunque sin retirar el biberón.

—Está recuperándose del atraso,Mabel, no es más que eso.

Cinco minutos más tarde, la botellaestaba vacía. Esta vez, cuando le quitópoco a poco la tetilla, no hubo protestaalguna por parte de la niña: ni rechistó.Tendida plácidamente en el regazo de lamadre, tenía los ojos lustrosos decontento, la boca entreabierta, los labios

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manchados de leche.—¡Trescientos gramos nada menos,

Mabel! —ponderó Albert Taylor—. ¡Eltriple de lo normal! ¿No es pasmoso?

La mujer tenía fija la mirada en lapequeña. Prieta la boca, su rostrocomenzaba a recuperar de pronto laantigua e inquieta expresión de madrealarmada.

—¿Qué te pasa? —quiso saber suesposo—. No irás a preocuparte poreso, ¿verdad? Esperar que se recuperasea base de cien miserables gramos seríaridículo.

—Ven aquí, Albert.—¿Qué ocurre?

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—Que vengas, te digo.El marido fue a situarse junto a ella.—Mírala bien y dime si ves algo

distinto.El señor Taylor examinó con

atención a la niña.—Parece más crecida, Mabel, si a

eso te refieres. Y más gorda.—Tómala en brazos —ordenó ella

—. Venga, levántala. Alargó él losbrazos y alzó del regazo materno a lapequeña.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Pesauna tonelada!

—Justo.—¿Y no te parece maravilloso? —

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exclamó exultante—. ¡Apuesto a que yavuelve a estar en su peso!

—Me asusta, Albert. Es demasiadorápido.

—Tonterías, mujer.—Es cosa de esa jalea repugnante.

La aborrezco.—La jalea real nada tiene de

repugnante —replicó él, indignado.—¡No seas necio, Albert! ¿Te

parece a ti normal que una criaturaempiece a ganar peso a esa velocidad?

—¡Nunca estás contenta! —protestóél—. ¡Estabas muerta de miedo cuandote adelgazaba y ahora te aterra queengorde! ¿Quién te entiende a ti, Mabel?

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La señora Taylor se levantó delsillón con la niña en brazos, y se dirigióhacia la puerta.

—Sólo te diré —respondió por fin— que tiene suerte la chiquilla de queesté yo aquí para vigilar que no le desmás cosa de ésa. No diré más.

Y salió de la habitación. Albert,como la puerta quedase abierta, lasiguió con la mirada conforme cruzabaella el zaguán hacia el pie de la escalerae iniciaba el ascenso. Así vio que,llegada al tercer o cuarto peldaño, suesposa se paraba en seco y por espaciode unos segundos se quedaba inmóvil,como recordando algo. Por fin volvió

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sobre sus pasos, ahora un tantoapresurada, y entró de nuevo en la sala.

—Albert —dijo.—¿Sí?—Doy por sentado que en los

biberones que acabamos de darle nohabía jalea real… —No veo por quéhabrías de dar eso por sentado, Mabel.

—¡Albert!—¿Qué pasa? —respondió suave,

inocente.—¡Cómo te has atrevido! —le

increpó ella. La gran cara barbuda deAlbert Taylor cobró una expresióndolorida y desconcertada.

—Considero que tendrías que estar

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muy contenta de que se haya metido otrabuena dosis entre pecho y espalda. Lodigo en serio. Porque ésta, Mabel, erauna señora dosis, puedes creerme.

Plantada en pie en el mismo vano dela puerta, con la niña dormida yprietamente abrazada, ella miraba a sumarido con ojos como platos. Muy tiesa,el rostro más pálido y la boca máscomprimida que nunca, estaba lo que sedice rígida de furor.

—Toma nota de lo que digo —continuó Albert—: pronto vas a teneruna mocosilla que te ganará el primerpremio en cualquier concurso de bebésde todo el país. Oye, ¿por qué no la

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pesas ya y ves cuánto da? ¿Quieres quete vaya a buscar la balanza, Mabel, y locompruebas?

La mujer marchó derecho hacia lagran mesa que ocupaba el centro de lahabitación, depositó en ella a la niña yse puso a desnudarla a toda prisa.

—¡Sí! —replicó incisiva—. ¡Trae labalanza!

Retirados primero el minúsculocamisón, luego la camisetita, desprendióel pañal y, quitado éste, la pequeñaquedó desnuda encima de la mesa.

—¡Pero Mabel, si es un milagro! —exclamó Albert—. ¡Está gordita comoun cachorrillo!

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En efecto, era asombrosa la cantidadde carne que la niña había adquirido enun solo día. El pechito hundido queantes mostraba todo el costillar aparecíaahora regordete y redondo como untonel, y la barriguita formaba, también,una abultada prominencia. En cambio, ycuriosamente, piernas y brazos noparecían haber crecido en igualproporción: todavía cortos, esmirriados,se hubieran dicho bastoncillos hincadosen una bola de sebo.

—¡Fíjate! —observó Albert—.¡Hasta le está saliendo un poco depelusilla en la tripita, para que laabrigue!

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Alargó la mano dispuesto a peinarcon las yemas de los dedos el salpicadode pardos pelillos sedeños que habíanaparecido súbitamente en el abdomen dela niña.

—¡No se te ocurra tocarla! —gritóla mujer con la cara vuelta hacia él, losojos candentes, de pronto con el aspectode un pajarillo belicoso, el cuelloarqueado, como si se aprestara a caerlesobre la cara y saltarle los ojos.

—Un momento… —dijo él en tantoretrocedía.

—¡Tienes que estar loco! —chilló suesposa.

—Espera un momento, ¿quieres

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hacerme el favor, Mabel? Porque sipiensas que esa substancia espeligrosa… porque lo piensas, ¿verdad?Pues muy bien. Escúchame con atención.Me dispongo a demostrarte de una vezpor todas, Mabel, que la jalea real estotalmente inofensiva para los humanos,aun en dosis enormes. Por de pronto,¿por qué crees tú que el año pasadotuvimos una cosecha de miel de tan sólola mitad de lo normal? A ver, dime.

En su retroceso, caminando deespaldas, se había alejado tres o cuatrometros de ella, hasta un punto dondeparecía sentirse más a gusto.

—La razón de que sólo

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recogiéramos la mitad de lo normal —agregó pausado, la voz más baja— esque cien de los panales los puse aproducir jalea real.

—¿Que tú… qué?—Ah —continuó, ahora en un

susurro—, ya sabía que te iba asorprender un poco. Y pensar que desdeentonces he estado perseverando en esoen tus mismas narices… —Había vueltohacia ella sus ojillos, que centelleaban,y una sonrisa tarda y taimada le rondabalas comisuras de la boca—. Tampocoimaginarías jamás el motivo. Y yo no mehe atrevido a mencionártelo antesporque temía… en fin… cohibirte, en

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cierto modo.Hizo una breve pausa. Tenía

enlazadas las manos ante sí a la alturadel pecho, y, al restregar las palmas unacontra otra, producían un rumor como dearañazos.

—¿Recuerdas lo que he leído antes?Esas líneas de la revista referentes alratón… A ver, déjame recordar cómo lodecía… «Still y Burdet descubrieronque un ratón previamente incapaz deprocrear…» —Vaciló él, se ensanchó susonrisa, quedaron al descubierto losdientes—. ¿Coges la onda, Mabel?

Ella permanecía enteramenteinmóvil, enfrentada a él.

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—En cuanto leí esa frase, Mabel, diun brinco que me hizo saltar de la silla,y dije para mí, si da resultado con unmiserable ratón no hay razón alguna enel mundo para que no lo dé con AlbertTaylor.

De nuevo hizo una pausa, y segúnadelantaba la cabeza, con una orejaligeramente vuelta hacia su esposa,esperaba a que ésta dijese algo. Peroella no lo hizo.

—Y otra cosa —prosiguió—: mehizo sentirme tan maravillosamente bien,Mabel, tan distinto, en cierto modo, delque había sido hasta entonces, que seguítomándola como antes aun después de

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que tú me anunciaras la feliz noticia. Enlos últimos doce meses debo de habertomado cubos de jalea real.

Los ojos de ella, grandes, graves,como alucinados, se dedicaban arecorrer ávidos el rostro y el cuello desu marido. No había a la vista la menorporción de piel en el cuello, ni siquieraen los lados o bajo las orejas. Hasta elmismo punto en que se perdía bajo el dela camisa, aparecía cubierto en toda sucircunferencia por aquellos pelilloscortos, sedeños, de un negroamarillento.

—Y ten por seguro —continuómientras, volviéndole la espalda, miraba

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ahora amoroso a la niña— que en unacriaturita surtirá mucho mayor efectoque en un hombre como yo, plenamentedesarrollado. Basta mirarla para darsecuenta de que así es, ¿no piensas tú lomismo?

La mujer bajó lentamente la miradahasta posarla en la criatura, la cual,desnuda encima de la mesa, gorda,blanca y abotargada, parecía unaespecie de gigantesca larva que,próxima a concluir su primera etapavital, no tardaría en irrumpir en elmundo convenientemente provista dealas y masticadores.

—¿Por qué no la cubres, Mabel? —

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dijo su marido—. No querrás que se nosresfríe nuestra pequeña reina…

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16. EDWARD ELCONQUISTADOR

LOUISA, sosteniendo un trapo decocina, salió por la puerta trasera al fríosol de octubre.

—¡Edward! —gritó—. ¡Edward! ¡Elalmuerzo está listo!

Tras detenerse y escuchar uninstante, se dirigió a paso lento hacia lasuperficie cubierta de césped, internóseen ella, seguida por la débil sombra queproyectaba su cuerpo, contorneó losrosales y, al cruzar frente a él, tocó con

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un dedo el reloj de sol. Su pasocadencioso y el suave balanceo dehombros y brazos le daban un portebastante garboso para una mujer menuday un poco metida en carnes. Pasó bajo lamorera, ganó el caminillo enladrillado ylo siguió hasta el paraje desde dondepodía dominar el declive que seformaba al fondo del vasto jardín.

—¡Edward! ¡El almuerzo!Por fin lo había descubierto, a cosa

de setenta metros de distancia, en elextremo del declive, donde empezaba elbosque. Espigado, pero de cuerpoestrecho, vestido con unos pantalonescaqui y un suéter verde oscuro,

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dedicábase, plantado junto a una granfogata, horca en mano, a amontonarzarzas sobre el fuego, que, voraz,levantaba llamas anaranjadas y enviabahacia el jardín nubes de humo lechoso yun maravilloso aroma a hojas quemadasy a otoño.

Louisa descendió la pendiente alencuentro de su marido. De haberlodeseado, le habría sido fácil repetir lallamada y hacerse oír; pero las grandeshogueras tenían algo que la impulsabahacía ellas, hacia su inmediata vecindad,donde pudiera percibir su crepitar y sucalor.

—El almuerzo —repitió conforme

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se acercaba.—Ah, hola. Sí, está bien. En seguida

voy.—¡Qué espléndido fuego!—He decidido limpiar esto de

zarzas —comentó su esposo—. Metienen harto y aburrido.

Su alargado rostro estaba húmedo desudor, cuyas golillas le moteaban todo elbigote, como rocío, y dos pequeñosregueros le corrían garganta abajo hastadonde comenzaba el cuello alto delsuéter.

—Cuidado con excederte, Edward.—De veras me gustaría, Louisa, que

dejaras de tratarme como si fuera un

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octogenario. Un poco de ejercicio nuncaha perjudicado a nadie.

—Sí, cariño, lo sé. ¡Oh, Edward!¡Mira! ¡Mira!

Se volvió el hombre y miró aLouisa, que señalaba hacia el otroextremo de la fogata.

—¡Míralo, Edward! ¡El gato!Sentado en tierra, tan próximo al

fuego que sus llamas parecían tocarlo aveces, un gatazo de color insólito pordemás dedicábase, inmóvil porcompleto, la cabeza ladeada y la nariz alviento, a contemplar al matrimonio consus ojos amarillos y apacibles.

—¡Se va a quemar! —exclamó

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Louisa.Y, dejando caer el trapo, echó a

correr hacia el animal, lo aferró conambas manos y, levantándolo conviveza, volvió a dejarlo en la hierba, aprudente distancia de las llamas.

—¡Gato loco! —apostrofó mientrasse sacudía el polvo de las manos—.¿Qué te ocurre a ti?

—Los gatos saben lo que se hacen—observó su marido—. No verás aninguno hacer algo que no le plazca. Losgatos, no.

—¿De quién es? ¿Lo habías vistoantes?

—No, nunca. Tiene un color

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rarísimo.El gato se había sentado en la hierba

y les miraba de soslayo. Tenían sus ojosuna velada expresión introspectiva, algocuriosamente sabio y reflexivo, y entorno a la nariz mostraba undelicadísimo gesto de desdén, como siaquellos dos seres de edad madura —eluno menudo, regordete y rosado; flaco ysudoroso en extremo el otro— fuesenmotivo de cierta sorpresa pero escasointerés. Muy largo y sedoso, de un grispuramente plateado y sin el menor matizde azul, el pelaje del animal era, desdeluego, inusitado en un gato.

Louisa se inclinó y le acarició la

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cabeza.—Tienes que irte a casa —le dijo—.

Sé un gato bueno y vuélvete a tu casa,que es donde debes estar.

Marido y mujer acometierondespaciosos la cuesta en dirección a suvivienda. El gato, que se habíalevantado, los siguió, primero a ciertadistancia y luego, conforme avanzaban,aproximándose más y más. Prontoestuvo a su lado y, rebasándoles, lesprecedió a través del césped camino dela casa con la cola enhiesta como unmástil, cual si fuera el dueño del lugar.

—Márchate a tu casa —dijo elhombre—. A casa. No te queremos.

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Pero cuando alcanzaron ellos la suyales siguió al interior y Louisa le dio unpoco de leche en la cocina. Durante elalmuerzo saltó encima de la silla libreque quedaba entre ambos y, sentado allí,con la cabeza justo al ras de la mesa,asistió al resto de la comida observandosu curso con aquellos ojos suyos, de unamarillo oscuro, que no dejaban deviajar despaciosos de la mujer alhombre y de éste nuevamente a ella.

—No me gusta este gato —comentóEdward.

—Oh, yo lo encuentro precioso.Confío en que se quede un rato más.

—Escúchame bien, Louisa. Este

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bicho no puede quedarse aquí deninguna manera. Se ha perdido, perotiene dueño. Y, si por la tarde continúamerodeando por aquí, harás bien enllevarlo a la policía. Ellos se encargaránde que vuelva a su casa.

Terminado el almuerzo, Edwardvolvió a su trabajo de jardinería yLouisa se dirigió, como de costumbre,hacia el piano. Intérprete competente ymelómana devota, casi todas las tardespasaba cosa de una hora tocando para sí.El gato se había instalado ahora en elsofá; y como ella se detuviera al pasar ylo acariciara, abrió los ojos, la miró uninstante y, cerrándolos de nuevo, se

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volvió a dormir.—Eres un gato encantador —dijo—.

Y de un color divino. Ojalá pudierasquedarte conmigo.

Recorrían sus dedos la piel de lacabeza cuando tropezaron con unahinchazón, una pequeña protuberanciasituada justo encima del ojo derecho.

—Pobre gato —continuó—, tienesbultitos en esa cara tan linda. Te estaráshaciendo viejo.

Siguió su camino y tomó asiento enla larga banqueta del piano, pero no sepuso a tocar en seguida. Uno de suspequeños placeres particulares estabaen elaborar cotidianamente una especie

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de concierto del día, con un programaelegido con esmero, que estudiaba puntopor punto antes de empezar. Contrariadesde siempre a interrumpir el gozo dela interpretación mientras discurría quépieza atacar seguidamente, lo quebuscaba era una breve pausa entre una yotra, en tanto el público, aplaudiendoenfervorizado, pedía más. Imaginar unauditorio embellecía el momento, y aveces, durante las interpretaciones —enlos días afortunados, claro está—, lasala comenzaba a danzar, a desdibujarsey a oscurecerse hasta que ya no veíasino fila tras fila de butacas y todo unmar de blancos rostros vueltos hacia

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ella según escuchaban con arrobada yconcentrada adoración.

Unas veces tocaba de memoria;otras, con partitura. Hoy quería hacerlode memoria, que era lo que más seacomodaba a su ánimo. ¿Y en quéconsistiría el programa? Sentada alpiano con sus pequeñas manos enlazadassobre el regazo, la estampa que ofrecíaera la de una mujer menudita, regordeta,sonrosada, de cara redonda y todavíamuy bonita y pelo recogido en pulidomoño sobre la nuca. Desviando un pocola vista hacia la derecha alcanzaba a veral gato, que dormía ovillado en el sofá,y el bello contraste que ofrecía su piel

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gris plateado sobre el púrpura del cojín.¿Qué tal algo de Bach, para empezar? O,mejor todavía, de Vivaldi. Laadaptación que Bach hizo, para órgano,de su Concerto Grosso en re menor. Sí:eso en primer término. Luego, algo deSchumann, quizá. ¿El Carnaval? Esosería agradable. ¿Y a continuación?Bueno… un poquitín de Liszt, paraamenizar. Uno de sus Sánelos dePetrarca; el segundo, en mi mayor, queera el más bonito. Después, másSchumann, otra de sus piezas alegres,las Kinderscenen. Y finalmente, para elencoré, un vals de Brahms, o quizá dos,si se sentía predispuesta.

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Vivaldi, Schumann, Liszt, Schumann,Brahms. Un programa muy bonito y quepodía interpretar fácilmenteprescindiendo de partituras. Se acercóun poco más al piano y aguardó unosinstantes a la espera de que alguien deentre el público —algo le decía ya queéste era uno de sus días afortunados—acabase de toser. Y entonces, con lapausada gracia que acompañaba lamayoría de sus movimientos, alzó lasmanos sobre el teclado y comenzó atocar.

Aunque en ese momento concreto noestaba, ni mucho menos, pendiente delgato —a decir verdad había olvidado su

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presencia—, en cuanto los primerosacordes graves de Vivaldi sonaronsuaves en la habitación, por el rabillodel ojo percibió, en el sofá, a suderecha, un súbito revuelo, uninstantáneo movimiento.

Dejó de tocar en el acto.—¿Qué tienes? —dijo vuelta hacia

el gato—. ¿Qué te pasa?El animal, que unos segundos antes

dormía apacible, se había erguido en eldiván y enhiesto, muy tenso, trémulotodo él, las orejas de punta, miraba dehito en hito el piano.

—¿Te he asustado? —indagó amable—. A lo mejor es que nunca habías oído

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música.No, dijo para sí. No creo que se

trate de eso. Bien pensado, la reaccióndel gato no le parecía de temor. Nohabía percibido en él ni amilanamientoni intención de retroceder, sino antesbien lo contrario: una voluntad deadelantarse, una especie de avidez. Lacara, por otra parte… bueno, mostrabauna expresión singular, una mezcla desorpresa y de conmoción. Claro está quela cara de un gato es una cosa pequeña ybastante inexpresiva; pero, aun así, siobservaba uno con atención el juegocombinado de ojos y orejas, y enespecial la zona situada por debajo de

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éstas, donde la piel era tan móvil, aveces cabía captar el reflejo deemociones muy vivas. Muy atenta ahoraa la cara del animal, y porque leintrigaba ver qué ocurriría esta segundavez, Louisa avanzó las manos hacia elteclado y recomenzó la pieza de Vivaldi.

Debido a que ahora el gato loesperaba, sólo se produjo, por depronto, una pequeña tensión adicionaldel cuerpo. Pero, según la música ibaganando rapidez y volumen camino deese primer y emocionante movimientoque constituye la introducción de la fuga,una extraña expresión que frisaba casien el éxtasis comenzó a invadir el rostro

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del animal. Las orejas, hasta esemomento enderezadas, fueron entrandopoco a poco en reposo: cayeron lospárpados; la cabeza se ladeó; y Louisahubiera podido jurar que el animalcomprendía y estimaba su trabajo.

Lo que vio (o creyó ver) era algoque había advertido muchas veces en elrostro de los que seguían con atento oídouna pieza musical. Cuando el sonido seapodera por completo de un oyente y loabsorbe en sí, se hace patente en aquéluna peculiar expresión, de intensoéxtasis, tan fácil de reconocer comopudiera serlo una sonrisa. Y, por lo queLouisa veía, era ésa, casi exactamente,

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la expresión que ahora mostraba el gato.Concluida la fuga, atacó la siciliana,

todo ello sin perder de vista al animalque ocupaba el sofá. La pruebaconcluyente de que la escuchaba seprodujo al final, cuando cesó la música:parpadeó el gato, se revolvió un poco,estiró una pata, buscó una postura máscómoda y, habiendo echado una rápidaojeada alrededor, volvió hacia ella,expectante, los ojos. Era aquélla, puntopor punto, la reacción del asiduoseguidor de conciertos ante lamomentánea liberación de la pausa queen una sinfonía separa dos movimientos.Tan netamente humana resultó esa

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conducta, que sintió Louisa una extrañaoleada de emoción en el pecho.

—¿Te ha gustado? —preguntó—.¿Te gusta Vivaldi?

Apenas dicho esto, le invadió unsentimiento de ridículo, pero no tan vivo—y eso es lo que la sobrecogió un poco— como hubiera correspondido.

En fin, ya no quedaba sino continuar,como si tal cosa, con el programa, cuyopróximo punto era el Carnaval. Así quehubo empezado a tocar, el gato se atiesóde nuevo y enderezó su postura; luego,conforme la música iba penetrándolelenta y plácidamente, cayó de nuevo enaquel curioso estado de arrobo, en el

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que parecían mezclarse el ensueño y lasensación de ser engullido. Resultaba enverdad extravagante —y cómico también— ver a aquel gato plateado aposentarseallí en el sofá y entregarse a semejantestransportes. Y lo que llevaba la cosa alpuro absurdo, concluyó Louisa, era elhecho de que aquella música, en la quetanto placer parecía hallar el animal, eraa todas luces demasiado difícil,demasiado clásica para ser apreciadapor la mayoría de los humanos.

Quizá no sea cierto que disfrute,pensó. A lo mejor se trata de unaespecie de reacción hipnótica, como seda en las serpientes. Bien mirado, si a

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ellas se las puede encantar mediante lamúsica, ¿por qué no a un gato? Sólo quese contaban por millones de ellos losque a diario oían la música de radios,gramófonos y pianos durante toda suvida, sin que hasta ahora, que ellasupiera, se hubiese observado enninguno semejante conducta. Y el quetenía delante se comportaba como sisiguiese una a una las notas. Eraciertamente increíble.

¿Pero no resultaba, también,maravilloso? Desde luego que sí. Adecir verdad, o mucho se equivocaba oera una especie de milagro, uno de esosmilagros que se dan en los animales

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quizá una vez cada cien años.—Ya he visto que ésta te ha

entusiasmado —dijo al terminar la pieza—. Si bien lamento no haberlainterpretado hoy demasiado bien. ¿Cuálte ha complacido más, la de Vivaldi, ola de Schumann?

Como el gato no respondiera,Louisa, temerosa de perder la atenciónde su oyente, pasó sin demora alsiguiente tema del programa: el segundoSoneto de Petrarca, de Liszt.

Y en ese punto ocurrió algoextraordinario: apenas interpretados lostres o cuatro primeros compases, losbigotes del animal comenzaron a

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agitarse de forma perceptible.Lentamente, tras enderezarse todavía unpunto, inclinó la cabeza primero a unlado, luego al otro, y dejó flotar lamirada en el vacío con una especie degesto de ceñuda concentración queparecía decir: «¿Qué es esto? No, no melo digas. ¡Lo conozco tan bien…! Y, sinembargo, en este momento no acierto aidentificarlo.» Fascinada, con la bocaentreabierta y una media sonrisa, Louisacontinuó tocando mientras se preguntabaqué iría a ocurrir a continuación.

El gato se levantó, avanzó hacia unextremo del sofá, sentóse de nuevo yescuchó un rato más; y luego,

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inopinadamente, saltó al suelo, de ahí ala banqueta del piano, y allí se instaló, asu lado, atento al precioso soneto, ahorasin ensimismarse, sino muy tieso, susojazos amarillos fijos en los dedos deLouisa.

—¡Vaya! —exclamó conforme hacíasonar el último acorde—. Conque hasvenido a sentarte junto a mí, ¿no?¿Prefieres esto al sofá? Está bien, tedejaré quedarte, a condición de que teestés quieto y no empieces a dar saltos.—Alargó una mano y, en tantoacariciaba el lomo del animal desde lacabeza a la cola, agregó—: Esto era deLiszt. No creas, a veces puede resultar

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de una vulgaridad espantosa; pero, enpiezas como ésta, es verdaderamenteencantador.

Porque empezaba a encontrar placeren esa extravagante pantomima animal,atacó directamente el próximo tema delprograma, las Kinderscenen deSchumann.

No llevaba más de un par de minutosde interpretación, cuando se dio cuentade que el gato, de nuevo en movimiento,había vuelto a su antiguo acomodo delsofá. Estando pendiente sólo de suspropias manos en aquel instante, sinduda se debía a eso el que ni siquierahubiese advertido su marcha; aunque,

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con todo, el movimiento tenía que habersido rápido y silencioso en extremo.Pero, por mucho que el animal siguieramirándola, en apariencia pendientetodavía de la música, Louisa tuvo laimpresión de que no mostraba ahora elembelesado entusiasmo de antes, el queprovocara la pieza de Liszt. Por si esofuera poco, el acto de abandonar labanqueta y volver al sofá se hubieradicho un moderado pero positivo gestode desencanto.

—¿Qué pasa? —indagó al terminar—. ¿Qué tiene Schumann de malo? ¿Yqué hay de tan maravilloso en Liszt?

El gato le devolvió la mirada de sus

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ojos ambarinos y de pupilas con pintasde un negro azabache.

Esto empieza a ponerse interesante,se dijo la mujer; y también, según semire, un tanto inquietante… Pero elsimple hecho de ver al animal tendidoen el sofá, tan vivaz y atento, tan a lasclaras deseoso de más música, ledevolvió la confianza.

—Está bien —dijo—. Te diré lo quevoy a hacer. Voy a modificar,especialmente para ti, mi programa. Yaque Liszt parece gustarte tanto, teinterpretaré otra de sus piezas.

Tras un momento de vacilaciónconforme buscaba en la memoria algo

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bueno de Liszt, inició lentamente una delas doce pequeñas composiciones deDer Weihnachtsbaum. Muy atenta ahoraal gato, lo primero que advirtió fue queotra vez volvía a mover los bigotes.Saltó a la alfombra, se quedó allí uninstante, con la cabeza inclinada ytrémulo de excitación, y seguidamente,el paso lento y cadencioso, contorneó elpiano, saltó a la banqueta y se acomodójunto a Louisa.

En eso estaban cuando aparecióEdward procedente del jardín.

—¡Edward! —exclamó la mujer entanto se levantaba de un brinco—. ¡Oh,Edward, tesoro! ¡Atiende! ¡Escucha lo

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que ha ocurrido!—¿Qué pasa ahora? —replicó él—.

Yo quisiera un poco de té.Era el suyo uno de esos rostros de

nariz afilada, angostos y levementepurpúreos, que el sudor hacía brillarahora como si fuera un alargado yhúmedo grano de uva.

—¡Es el gato! —continuó ellaadmirativa al tiempo que señalaba alanimal plácidamente sentado en labanqueta—. ¡Cuando te enteres de loque ha ocurrido…!

—Creí haberte dicho que lo llevarasa la policía.

—Pero escúchame, Edward. Esto es

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apasionante de verdad. Se trata de ungato melómano.

—Oh, ¿de veras?—No sólo le gusta la música sino

que, además, la entiende.—Vamos, Louisa, déjate ya de

bobadas, y, por lo que más quieras,tomemos un poco de té. Estoy acaloradoy rendido de tanto cortar zarzas y hacerfogatas.

Se acomodó en una butaca, tomó unpitillo de una caja que tenía al lado y loencendió con el enorme encendedoracharolado que había junto a aquélla.

—Lo que tú no comprendes —continuó Louisa— es que aquí, en

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nuestra casa, ha estado sucediendo en tuausencia algo por demás apasionante,algo que incluso podría ser… bueno…trascendental.

—Seguro que sí.—¡Edward, por favor…!Estaba la mujer en pie junto al

piano, su carita más sonrosada quenunca, y en las mejillas sendas rosetasde un encendido escarlata.

—Si te interesa —agregó—, te dirélo que pienso.

—Te escucho, cariño.—Creo que en este momento

podríamos encontrarnos en presenciade… —se interrumpió, como

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percatándose, súbitamente, de loabsurdo de la idea.

—Continúa…—Quizá lo consideres una tontería,

Edward; pero es lo que pienso enrealidad…

—¿En presencia de quién, por amorde Dios?

—¡Del mismísimo Franz Liszt!Su marido dio una larga y lenta

chupada al pitillo y expulsó el humo endirección al techo. Sus mejillas,hundidas, de piel atirantada, eran las dequien lleva largos años usandodentadura postiza; y, cuando succionabaun cigarrillo, aún se le sumían más y

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hacían que los pómulos descollasencomo los de una calavera.

—No te sigo —respondió.—Edward, atiende, por favor. A

juzgar por lo que he visto esta tarde conmis propios ojos, da toda la impresiónde tratarse de una especie dereencarnación.

—¿Te refieres a esa porquería degato?

—Por favor, cariño, no hables así.—No estarás enferma, ¿verdad,

Louisa?—Me encuentro perfectamente,

muchas gracias. Si acaso, un pococonfusa, lo reconozco; pero ¿quién no se

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sentiría así después de lo que acaba deocurrir? Edward, te juro que…

—Pero ¿qué es lo que ha ocurrido,si puede saberse?

Se lo expuso. Él la escuchabadespatarrado en el sillón, dandochupadas al pitillo cuyo humoproyectaba hacia el techo con una tenuesonrisa cínica en los labios.

—Yo no veo nada extraordinario entodo eso —dijo cuando su esposa huboconcluido—. Se trata, simplemente, deun gato adiestrado. Se lo han enseñado ahacer; eso es todo.

—No digas tonterías, Edward. Encuanto me pongo a tocar algo de Liszt,

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se excita todo él y corre a sentarse en labanqueta, a mi lado. Pero sólo reaccionaasí con Liszt. Y nadie puede enseñarle aun gato a distinguir a Liszt de Schumann.Como que ni siquiera tú notas ladiferencia. Él, en cambio, ha acertadosiempre. Y Liszt, por otra parte, no esnada conocido.

—Han sido dos veces —observó él—. Sólo lo ha hecho dos veces. —Coneso basta.

—Pues a ver, que lo repita. Vamos.—No. Decididamente, no. Porque si

este gato es Liszt, como yo así lo creo, ocuando menos el alma de Liszt, o elelemento, como quiera que se llame, que

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sobrevive, está claro que no es justo, nitampoco demasiado amable, someterle atoda una serie de pruebas humillantes.

—Pero, ¡querida mía!, esto no esmás que un gato, un gato gris y bastanteestúpido que esta mañana en el jardín haestado a punto de chamuscarse la pieljunto a la hoguera. Y, por otra parte,¿qué sabes tú de reencarnaciones?

—Si hay un alma en ese animal, paramí es bastante —replicó Louisa confirmeza—. Lo importante es el alma.

—Pues nada: veámosle actuar.Veámosle distinguir entre su propia obray la de otro.

—No, Edward, ya te lo he dicho: me

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niego a hacerle pasar por nuevas yestúpidas pruebas circenses. Por hoy,basta y sobra. Pero te diré lo que voy ahacer. A eso sí estoy dispuesta. Voy atocarle un poco de su propia música.

—Mucho vas a probar con eso.—Tú obsérvale. Algo puedes dar

por seguro: en cuanto la reconozca, senegará a moverse de la banqueta dondeahora lo ves.

Louisa se dirigió hacia el estantedonde guardaba las partituras, tomó unlibro con partituras de Liszt, lo hojeócon rapidez y eligió otra de sus másbellas composiciones: la Sonata en simenor. Aunque sólo se proponía

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interpretar su primera parte, una vezestuvo en ello, y como advirtiese laforma en que escuchaba el animal,literalmente trémulo de placer yobservando sus manos con aquel aire deconcentración embelesada, le faltó valorpara interrumpirse y la tocó completa.Terminada la pieza, volvió los ojoshacia su esposo y dijo sonriente:

—Ya lo has visto. No me negarásque le tenía encantado por completo. —Le gusta ese ruido, no es más que eso.

—Estaba verdaderamente encantado.¿No es cierto, precioso? —insistió,tomando en brazos al gato—. ¡Oh, sipudiera hablar…! ¿Te das cuenta? ¡En su

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juventud conoció a Beethoven! Ytambién a Schubert, a Mendelssohn, aSchumann; a Berlioz y a Grieg, aDelacroix y a Ingres, a Heine y a Balzac.Y aguarda un momento… ¡Cielo santo,si fue suegro de Wagner! ¡Tengo en losbrazos al suegro de Wagner!

—¡Louisa! —intervino incisivo suesposo según se enderezaba en elasiento—. ¡Reacciona!

Lo había dicho en tono más alto, depronto cortante. Ella alzó vivamente lamirada.

—¡Tú estás celoso, Edward!—¿De un miserable gato gris?—Entonces ¿a qué esa aspereza, ese

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cinismo? Si es así como piensascomportarte, mejor será que vuelvas a tutrabajo en el jardín y nos dejes en paz,el uno con el otro. ¿Verdad que sí,tesoro? —añadió dirigiéndose al gato entanto le acariciaba la cabeza—, ¿verdadque será lo mejor para todos? Y luego,esta noche, los dos, tú y yo, volveremosa disfrutar tu música. Oh, sí —prosiguiómientras besaba repetidamente al animalen el cuello—, y también podríamosobsequiarnos un poco de Chopin. Sí, nohace falta que me lo digas: sé bien quete entusiasmaba Chopin. Fuisteisgrandes amigos, ¿verdad, encanto? Locierto es que en casa de Chopin fue

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donde conociste al gran amor de tu vida,Madame No Sé Cuántos. Tuviste conella tres hijos naturales, ¿no es verdad?Claro que sí, tunante, no intentesnegarlo. De manera que —lo besó denuevo— te ofreceré un poco de Chopin,y eso te hará evocar toda suerte debellos recuerdos, ¿a que sí?

—¡Louisa, basta ya de esto!—Oh, no seas pesado, Edward.—Te estás comportando como una

perfecta idiota. Y, eso aparte, olvidasque esta noche vamos a jugar a lacanasta a casa de Bill y Betty.

—Oh, ahora me sería de todo puntoimposible salir. Ni hablar de eso.

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Edward se puso en pie lentamente,se inclinó para apagar la colilla en elcenicero y, en tono apacible, dijo:

—Una cosa: todas estas monsergasde que estás hablando no te las tomarásen serio, ¿verdad?

—Pues claro que sí. Creo que ya nopuede haber duda al respecto. Y lo quees más: considero que esto nos cargacon una enorme responsabilidad… a losdos. A ti también, Edward.

—¿Sabes qué pienso? Pienso quehabrías de consultar con un médico. Y loantes posible, por cierto.

Dicho esto, dio media vuelta y salióa trancos de la habitación por la puerta

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encristalada, camino del jardín.Después de esperar a que hubiese

cruzado la superficie plantada decésped, al reencuentro de sus zarzas ysus fogatas, y cuando por fin se huboperdido de vista, Louisa se volvió y, conel gato todavía en brazos, corrió hacia lapuerta principal.

Momentos más tarde conducía elcoche en dirección a la ciudad.

Estacionó frente a la bibliotecapública, dejó el gato en el coche, cerrócon llave, subió presurosa la escalinataque daba acceso al edificio yencaminóse derecho hacia la sala deinformación, donde se puso a consultar

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las fichas referentes a dos temas: LISZTy REENCARNACIÓN.

En el apartado REENCARNACIÓNhalló algo escrito por un tal F. MiltonWillis y publicado en 1921 con el títulode Repetición de las vidas terrenales:cómo y por qué. Sobre Liszt encontródos biografías. Tomó en préstamo lostres volúmenes, volvió al coche yemprendió el regreso.

Llegada a la casa, puso al gato en elsofá y sentóse a su lado con los treslibros, dispuesta para un rato de lecturaseria. Decidió empezar por la obra de F.Milton Willis. El libro, aunque delgadoy un tanto manido, tenía peso y resultaba

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agradable al tacto, y el nombre del autorsonaba en cierto modo a autoridad.

La doctrina de la reencarnación,leyó, sostiene que las almas pasan porformas animales cada vez más perfectas.«Así, por ejemplo, al igual que un adultono puede volver a la niñez, tampocopuede un hombre renacer convertido enanimal.»

Releyó la frase. Pero ¿cómo sabríaeso el autor? ¿Cómo podía estar tanseguro? Era ilógico. Nadie podía estarcierto sobre una cosa semejante. Suafirmación, al mismo tiempo, ladesalentó en gran medida.

«En torno a nuestro centro

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consciente, en todos nosotros existen,además del cuerpo denso exterior, otroscuatro cuerpos, invisibles para el ojo dela carne, pero perfectamenteobservables para aquéllos en quieneslas facultades de percepción de losuperfísico han experimentado elnecesario desarrollo…»

Esto no lo entendió en absoluto, perosiguió leyendo, y así alcanzó, poco másadelante, un interesante pasaje donde seseñalaba el tiempo que por lo regular unalma permanecía ausente de la tierraantes de regresar a otro cuerpo. Losplazos variaban según el tipo deindividuo, y el señor Willis ofrecía el

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siguiente detalle sobre el particular:

Borrachos eincapaces deempleo

40/50 años.

Obreros noespecializados

60/100años.

Obrerosespecializados

100/200años.

La burguesía 200/300años.

Clase mediaalta 500 años.

Terratenientesde máximacategoría

600/1.000años.

Introducidos

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en la Senda dela Iniciación

1.500/2.000años.

Consultó de prisa uno de los doslibros restantes, para averiguar cuántotiempo llevaba muerto Liszt. Labiografía lo declaraba fallecido enBayreuth, en 1886. Hacía de ello sesentaaños. Así pues, y según el señor Willis,para volver tan pronto tenía que habersido un obrero no especializado, cosaque no parecía hacer en absoluto alcaso. Los métodos de clasificación delautor no le merecían, por otra parte, unaopinión demasiado favorable Según él,los «terratenientes de máxima categoría»

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eran poco menos que los seres supremosde la tierra. Chaquetas rojas, brindis demonteros y sádico asesinato de zorros…No, resolvió, no me parece correcto. Yencontró placer en ese principio de dudaal respecto del señor Willis.

En un punto posterior, tropezó conuna lista de las reencarnaciones másfamosas. Epicteto, se le informó, habíavuelto a la tierra en la persona de RalphWaldo Emerson; Cicerón, en la deGladstone; Alfredo el Grande, en la dela reina Victoria; y Guillermo elConquistador, en la de Lord Kitchener.Ashoka Vardhana, rey de la India en 272a. C., había regresado en la persona del

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coronel Henry Steel Olcott, prestigiosoabogado americano. Pitágoras sereencarnó en el Maestro Koot Hoomi,fundador de la Sociedad Teosófica juntocon Madame Blavatsky y el coronel H.S. Olcott (el prestigioso abogadoamericano, alias Ashoka Vardhana, reyde la India). No se mencionaba quién fueMadame Blavatsky. Se decía, encambio, que «Teodore Roosevelt hadesempeñado, a través de numerosasreencarnaciones, el papel de conductorde hombres…» De él descendía laestirpe real de la antigua Caldea, decuyo territorio fue nombradogobernador, en los alrededores del año

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30.000 a. C., por la Entidad queconocemos como César, y que en aquelentonces era rector de Persia. Roosevelty César, repetidamente reunidos en elpoder administrativo y militar, habíansido en un tiempo, muchos mileniosatrás, marido y mujer…

Louisa no necesitó leer más. Elseñor F. Milton Willis no era, bien a lasclaras, sino un conjeturador. Susdogmáticas aseveraciones no la habíanimpresionado. Aunque el buen hombreandaba probablemente por buen camino,sus declaraciones eran extravagantes,sobre todo la que formulaba en el mismoprincipio del libro, relativa a los

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animales. Confiaba ella que en breveestaría en condiciones de poner en unaprieto a toda la Sociedad Teosófica,con su demostración de que un serhumano podía, en efecto, renacer enforma de animal inferior. Y también que,para reaparecer en un plazo inferior alos cien años, no era preciso haber sidoobrero no especializado.

Seguidamente pasó a una de lasbiografías, que hojeaba sin demasiadaatención cuando volvió su marido,procedente del jardín.

—¿Qué haces? —quiso saber.—Oh… nada importante: unas

pequeñas comprobaciones aquí y allá.

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Dime, cariño, ¿sabías que TheodoreRoosevelt fue en un tiempo la mujer deCésar?

—Mira, Louisa, ¿por qué noacabamos con estas majaderías? No megusta verte hacer el ridículo de estamanera. Dame de una vez ese condenadogato y yo mismo lo llevaré a lacomisaría.

Louisa no pareció oírle.Boquiabierta, tenía la vista clavada enun retrato que de Liszt ofrecía el librovisible en su regazo.

—¡Dios mío! —exclamó—.¡Edward, mira!

—¿Qué?

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—¡Esto! ¡Las verrugas que tiene enla cara! ¡Ya las había olvidada! Susgrandes verrugas, que llegaron a hacersefamosas. Sus mismos discípulos,ansiosos de parecerse a él, se dejabanen la cara, justo donde él las tenía,pequeños grupos de pelos.

—Y eso ¿qué tiene que ver con elasunto?

—¿Lo de los estudiantes? Nada.Pero lo de las verrugas, sí.

—Oh, Dios. Oh, santo Diostodopoderoso.

—¡También el gato las tiene! Fíjate,te lo voy a demostrar.

Se acomodó al animal en la falda y

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se puso a examinarle la cara.—¡Aquí! ¡Aquí hay una! ¡Y aquí,

otra! ¡Un momento! ¡Estoy segura de quelas tiene en el mismo sitio! ¿Dónde estáese retrato?

Tratábase de un famoso retrato querepresentaba al músico en su vejez, consu rostro de espléndidos y poderosostrazos enmarcado por una espesacabellera gris que le cubría las orejas yla mitad de la nuca. Las grandesverrugas del rostro, cinco en total,habían sido reproducidas fielmente.

—Veamos, el retrato muestra unaencima de la ceja derecha. —Examinóla cabeza del animal en esa zona—. ¡Sí!

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¡Aquí está! ¡Exactamente en el mismositio! Luego, otra, a la izquierda, en laparte alta de la nariz. ¡Pues también estáaquí! Y otra, un poco más abajo, ya en lamejilla. Y, las dos últimas, bastantejuntas, bajo el lado derecho del mentón.¡Edward! ¡Edward! ¡Ven a ver esto!¡Corresponden exactamente!

—Eso no demuestra nada.Alzó la mirada y la fijó en su

esposo, quien, plantado en pie en mitadde la sala, todavía con el suéter verde ylos pantalones caqui, seguía sudando enabundancia.

—Tienes miedo, ¿verdad, Edward?Miedo de perder tu preciosa dignidad y

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de que la gente, por una vez en la vida,piense que estás haciendo el ridículo.

—Lo que ocurre, sencillamente, esque me niego a abandonarme a lahisteria.

Louisa volvió a su libro y leyó unpoco más.

—Esto es interesante —dijo—. Diceaquí que Liszt adoraba toda la obra deChopin, con una excepción: el Scherzoen si bemol. Esa pieza, al parecer, laaborrecía. La llamaba el Scherzo de laInstitutriz, y aseguraba que debíareservarse a las mujeres que practicasenesa profesión, y sólo para ellas.

—¿Y qué?

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—Escúchame, Edward. En vista deque insistes en esa horrenda actitudsobre todo esto, te diré lo que voy ahacer. Voy a interpretar ahora mismo esescherzo, y tú te quedas aquí y observaslo que ocurra.

—Tras lo cual te dignarás, a lomejor, a preparar un poco de cena.

Louisa se puso en pie y tomó delestante un gran volumen encuadernadoen verde, que contenía todas las obrasde Chopin.

—Aquí está. Oh, sí, lo recuerdo.Desde luego, es bastante feo. Y ahora,escucha, o, mejor dicho, observa.Observa qué hace el gato.

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Colocó la partitura en el piano ytomó asiento. Su marido se quedó enpie. Tenía las manos en los bolsillos yun cigarrillo entre los labios y, bien quea pesar suyo, vigilaba al gato ahoraadormecido en el sofá. El primer efecto,en cuanto Louisa inició suinterpretación, fue tan espectacularcomo en las anteriores ocasiones. Elanimal se enderezó de un brinco, comoaguijoneado, y por espacio de al menosun minuto se mantuvo inmóvil, con lasorejas de punta y todo el cuerpo trémulo.Luego, inquieto, comenzó a recorrer elsofá arriba y abajo en toda su longitud.Por último saltó al suelo y, con la nariz y

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la cola en alto, abandonó lenta,majestuosamente la habitación.

—¡Ahí tienes! —exclamó Louisa altiempo que se levantaba de un salto ycorría detrás del gato—. ¿Qué quieresmás? ¡Esto lo demuestra!

Volvió cargada con él y lo dejó en elsofá. La cara de la mujer irradiabaentusiasmo toda ella; los puños, de purocomprimidos, los tenía blancos; y elpequeño moño que le coronaba la nucaempezaba a aflojársele, cayéndole a unlado.

—¿Qué me dices ahora, Edward?¿Qué opinas? —indagó riendo nerviosa.

—Debo reconocer que ha resultado

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muy divertido.—¡Divertido! Mi querido Edward,

esto es lo más maravilloso que hayaocurrido jamás. ¡Oh, válgame Dios! ¿Noes fantástico pensar que tenemos a FranzLiszt viviendo en casa?

—Vamos, Louisa, no nos pongamoshistéricos.

—No puedo evitarlo, no puedo. ¡Ypensar que se va a quedar con nosotrospara siempre…!

—¿Cómo has dicho?—¡Oh, Edward! Oh, Edward, estoy

tan emocionada, que apenas acierto ahablar. ¿Y sabes lo que voy a hacer?Como todos los músicos del mundo

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querrán conocerle, porque eso esseguro, y preguntarle acerca de la genteque conoció… Beethoven, Chopin,Schubert…

—No sabe hablar —observó sumarido.

—Bueno… de acuerdo. Pero eso noimpedirá que quieran conocerle,siquiera por verlo, tocarlo, interpretarpara él sus composiciones, cosasmodernas que jamás había escuchado…

—Tampoco fue tan eminente. Sihablásemos de Bach, o de Beethoven…

—Por favor, Edward, no meinterrumpas. Total que lo que voy ahacer es notificarlo a todos los

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compositores importantes del mundoentero. Es mi deber. Les diré que FranzLiszt está aquí y les invitaré a visitarle.¿Y qué ocurrirá? Que vendrán a verlodesde todos los rincones de la tierra, enavión.

—¿A ver un gato gris?—Eso, vida mía, no importa. Se

trata de él. Su aspecto nos tiene a todossin cuidado. ¡Oh, Edward, será la cosamás emocionante que haya ocurridojamás!

—Pensarán que estás loca.—Ya lo veremos.Tenía al gato en brazos y le

acariciaba con ternura, sin por ello

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perder de vista a su marido, que habíaavanzado hasta la puerta encristalada ydesde allí contemplaba el jardín. Con elprincipio de la anochecida, el céspedviraba lentamente del verde al negro, yallá lejos se elevaba en blanca columnael humo de su fogata.

—No —dijo él sin volverse—, nome avengo a eso. No lo verá esta casa.Pasaríamos por dos perfectos imbéciles.

—Edward, ¿qué quieres decir?—Ni más ni menos lo que he dicho.

Me niego en redondo a que rodees depublicidad una tontada como ésta. ¿Quehas ido a topar con un gato adiestrado?Perfecto, magnífico. Quédatelo, si eso te

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complace. No tengo nada en contra. Perode ahí no quiero que pases. ¿Me hasentendido, Louisa?

—¿De dónde no debo pasar?—No quiero oír más majaderías de

éstas. Te comportas como una chiflada.Lentamente, Louisa dejó al gato en el

sofá. Luego, con la misma lentitud, sepuso en pie, tan alta como lo permitía sucorta estatura, y avanzó un paso.

—¡Que el diablo te lleve, Edward!—gritó al tiempo que descargaba unapatada en el suelo—. ¡Por una vez quealgo emocionante ocurre en nuestrasvidas, te mueres de miedo decomprometerte, no sea que fueran a

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reírse de ti! Es eso, ¿no es cierto? Noirás a negarlo, ¿verdad?

—Louisa, ya basta. Vuelve en ti yacaba de una vez con esto.

Cruzó la sala, tomó un cigarrillo dela caja que estaba sobre la mesa y loencendió con el descomunal encendedoracharolado. A su esposa, que se habíaquedado mirándole, comenzó a manarleel llanto por los lagrimales en dosarroyuelos que surcaron sus empolvadasmejillas.

—Estas escenas vienen repitiéndosedemasiado a menudo en los últimostiempos, Louisa —estaba diciendo elhombre—. No, no me interrumpas.

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Escúchame. Me hago perfectamentecargo de que ésta puede ser una difícilépoca de tu vida y de que…

—¡Oh, Dios santo! ¡Si serás idiota!¡Si serás fatuo e idiota! ¿Acaso no te dascuenta de que esto es distinto, de queesto es… de que esto es un milagro?

En ese punto, atravesando lahabitación, él la asió con firmeza por loshombros. Tenía en la boca el cigarrillorecién encendido, y allí donde lacopiosa transpiración habíase secado encercos resaltaba, en pálidas manchas, latextura de su cutis.

—Me vas a escuchar —replicó elhombre—. Tengo hambre, he renunciado

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al golf y me he pasado el día enterotrabajando en el jardín: estoy extenuadoy hambriento y necesito cenar un poco.Y tú también. De manera que andando ala cocina y a ver si me preparas algoapetitoso.

Louisa retrocedió un paso y llevóseambas manos a la boca.

—¡Cielos! —exclamó—. Lo habíaolvidado por completo. Tiene que estarlo que se dice famélico. Aparte un pocode leche, no le he dado nada de comerdesde que llegó.

—¿A quién?—¿A quién va a ser? A él, claro

está. Es preciso que me ponga a

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prepararle en seguida algoverdaderamente especial. Ojalá supiesecuáles eran sus platos favoritos. ¿Quécrees tú que podría gustarle, Edward?

—¡Louisa… maldita sea…!—Vamos, Edward, por favor;

siquiera por una vez, quiero hacer lascosas a mi manera. Y tú —añadiómientras se agachaba para acariciar algato suavemente con los dedos—,quédate aquí; no tardaré.

Entró en la cocina y se detuvo uninstante a pensar qué cosa especialpodría prepararle. ¿Y si le hiciera unsoufflé, un buen soufflé de queso? Sí,eso resultaría bastante refinado. Claro

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que a Edward los soufflés no lecornplacían demasiado, pero, en fin, lacosa no tenía arreglo.

Cocinera sólo mediana, no siempreestaba segura de acertar los soufflés;pero en esta ocasión se esmeró y tuvocuidado en esperar a que el hornoalcanzase la temperatura indicada.Mientras aguardaba a que se cociera elsoufflé, y mientras revolvía en busca dealgo con que acompañarlo, se le ocurrióque a buen seguro Liszt no habíaprobado jamás ni los aguacates ni lospomelos y resolvió darle a conocerambas cosas, mezcladas en ensalada.Sería interesante ver su reacción. Desde

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luego que sí.Cuando todo estuvo listo, lo puso en

una bandeja y lo llevó a la sala de estar.En el preciso instante en que entraba enel cuarto vio a su marido, que,procedente del jardín, trasponía lapuerta de cristales.

—Aquí tiene su cena —anuncióLouisa en tanto la depositaba en la mesay se volvía hacia el sofá—. ¿Dóndeestá?

Su marido cerró con llave la puertade acceso al jardín y cruzó la estanciapara procurarse un cigarrillo.

—Edward, ¿dónde está?—¿Quién?

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—Ya lo sabes.—Ah, sí. Sí, sí, claro. Pues, verás…Atento a encender el pitillo, tenía

adelantada la cabeza y las manos entorno al enorme encendedor acharolado.Al levantar la mirada vio que su mujertenía la vista fija en él: en sus zapatos,en los bajos de sus pantalones caqui,húmedos de caminar por la hierba alta.

—He salido un momento, a ver quétal seguía la hoguera… —continuó.

La mirada de ella fue ascendiendolenta, hasta detenerse en las manos.

—Todavía sigue ardiendo —prosiguió—. Creo que durará toda lanoche. Pero la forma en que ella le

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miraba le tenía violento.—¿Qué ocurre? —preguntó al

apartar el encendedor. Y como bajara lavista, advirtió por primera vez el largo,delgado arañazo que le cruzaba la manode nudillo a muñeca.

—¡Edward!—Sí, ya lo sé —respondió—. Esas

zarzas son terribles. Le destrozan a uno.Pero bueno, Louisa, espera… ¿Qué teocurre?

—¡Edward!—Oh, por amor de Dios, mujer,

siéntate y no pierdas la calma. No haymotivo para ponerse así. ¡Louisa!¡Louisa, siéntate!

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ROALD DAHL nació el 13 deseptiembre de 1916 en Llandaff,Glamorgan, País de Gales (GranBretaña), en el seno de una familiaprocedente de Noruega. Su padreHarald, que falleció de neumoníacuando Roald todavía era un niño, era

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propietario de una provechosa empresade suministros náuticos. Su madre,llamada Sofie Magdalene Hesselberg, sehabía convertido en la segunda esposade Harald tras el fallecimiento de laprimera, Marie, en el parto de susegundo hijo.

Tras abandonar la escuela deLlandaff, Roald estudió en Inglaterra enla St. Peter’s Preparatoty School y en uncolegio interno de Repton, en Derbysire,lugar en el que sufrió una rígidaeducación. Estas experiencias escolaressirvieron de base en sus textos para elenfoque cruel del infante sobre el mundoadulto.

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En 1933 Dahl dejó sus estudios ycomenzó a trabajar en Londres en lacompañía petrolífera Shell. Cuatro añosdespués abandonó Inglaterra paratrasladarse a Tanganika, país en el queresidió hasta el año 1939. Cuandoestalló la Segunda Guerra Mundial, eljoven y espigado Roald (medía casi dosmetros de altura) formó parte de la RAF,las fuerzas aéreas británicas, sirviendoen el escuadrón radicado en Nairobi,capital de Kenia.

Dahl participó en combates contralos fascistas y los nazis en Egipto, Libiay Grecia, padeciendo derribos que leocasionaron heridas de gravedad. Parte

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de estos avatares aparecieron en elSaturday Evening Post, en donde publicóun relato corto titulado A piece of cake.Con posterioridad la colección Over toyou (1946) reincidió en su paso por laaviación militar. En el año 1943 Dahlpublicó su primer libro para niños, LosGremlins. Diez años después, en 1953,el escritor galés se casó con la actrizPatricia Neal (Desayuno condiamantes).

Mediante el empleo de la ironía, elhumor negro y/o macabro, y su ligerezanarrativa, Roald Dahl logró el triunfoliterario tanto por sus fábulas moralesde carácter infantil y juvenil como por

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sus obras enfocadas a un lector másadulto, significadas por finalessorprendentes y una orientacióndeliciosamente perversa que aborda,además de su visión sardónica de lasrelaciones humanas, temas involucradoscon la ecología.

Gracias a la colección de relatoscortos Someone like you (1953), Dahlalcanzó renombre internacional.Posteriormente publicó otra antología derelatos con el título de Muá, Muá(1959). En esta primera etapa trabajócon asiduidad en la escritura de guionespara series de televisión, entre ellas lacélebre Alfred Hitchcock presenta.

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A partir de los años 60 Roald Dahl,que contó en variadas ocasiones con lacolaboración como ilustrador deQuentin Blake, se volcó principalmenteen la literatura infantil y juvenil,especialmente tras el éxito de James y elmelocotón gigante (1961). Libros decorte más adulto son Mi tío Oswald(1979), su primera novela larga, y losvolúmenes de relatos El gran cambiazo(1975), Historias extraordinarias(1977), Relatos de lo inesperado(1979) o La venganza es mía S.A./Génesis y Catástrofe (1980).

También escribió textos de corteautobiográfico, como Boy (1984) o

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Volando solo (1986), la obra teatral TheHoneys (1955), y guionescinematográficos, entre ellos el título deJames Bond Sólo se vive dos veces(1967) y la película Chitty Chitty BangBang (1968). Curiosamente ambas eranadaptaciones del escritor Ian Fleming.Después de divorciarse de Patricia Nealen 1983, el mismo año Roald Dahlcontrajo matrimonio con Felicity AnnLiccy Crossland. Murió a causa unaleucemia en Oxford, el 23 de noviembrede 1990. Tenía 74 años.

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Notas

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[1]Tales of the Unexpected, 1979; existeuna adaptación de Hitchcock para suserie televisiva. <<

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[2] Tales of the Unexpected, 1979;adaptado por Hitchcock para su serietelevisiva, y reelaborado por QuentinTarantino, con distinto final, en FourRooms. <<

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[3] Juego de palabras. Nuca en inglés esnape, de ahí la comparación de Scervixcon Snape. (N. del T.) <<

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[4] Grito del cazador cuando avista lazorra. (N. del T.) <<