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www.romantica-anime.foroactivo.com Corregido por: Luna310 Falsas Apariencias Elizabeth Bailey (2° Saga Escándalos de Sociedad) CAPÍTULO 1 Octubre, 1811. El tictac del reloj de la repisa parecía aumentar de volumen a medida que el silencio se alargaba. El hombre más joven observó al mayor con una creciente sensación de disgusto. ¿Lo había entendido mal? Los ojos grises de Wyndham se cubrieron con una fría expresión de incredulidad. Con una estatura ligeramente superior a la media, iba impecablemente vestido para la ocasión con chaqueta oscura y pantalones negros, que cubrían su esbelta figura con la elegancia que caracterizaba a cualquier seguidor de la moda de Brummell. Pero nadie podría acusar a George Lyford, vizconde de Wyndham, de ser un dandi. A pesar de su pelo castaño oscuro cuidadosamente peinado, ni su atuendo ni sus costumbres podían considerarse extravagantes. A sus veintisiete años renunciaba a cualquier amaneramiento a la última moda, como los monóculos y las cadenas de oro, y demostraba el cinismo propio de un hombre de mundo. Lo último que se esperaba era sucumbir al encanto natural de una debutante con una melena de rizos dorados. Y aún se esperaba menos, aunque no era ningún petimetre ingenuo, que pudieran rechazarlo al pedir la mano de la señorita Serena Reeth. Wyndham no sabía qué decirle a su anfitrión. El golpe lo había dejado anonadado, y no sólo había afectado a su orgullo. -¿He entendido bien, señor? - consiguió preguntar tras el desconcierto inicial-. ¿Ha rechazado mi proposición? Lord Reeth carraspeó, ligeramente irritado. -Mi hija no es para usted, señor. -Pero ¿por qué? -espetó el frustrado pretendiente. Reeth no respondió, y el vizconde apartó la mirada del viejo para echar un impaciente vistazo a la biblioteca. La habitación era amplia y espaciosa, y las estanterías con puertas de cristal proyectaban una atmósfera triste y desapacible que impregnaba la estancia. O tal vez se debiera a la llovizna de principios de octubre que caía al otro lado de las ventanas. Wyndham se acercó al escritorio de roble, sobre el que lord Reeth había encendido un candelabro. A la luz de las velas, el montón de papeles y correspondencia atestiguaba la diligencia del barón. El vizconde le dio la espalda a su anfitrión, quien permanecía junto a la chimenea con una mano en la repisa. Lord Reeth tenía una figura imponente, con una reluciente cabellera de oro bruñido y una nariz romana que, gracias a Dios, no había heredado su hermosa hija. Era un hombre de buena estatura y su vestuario correspondía a su edad madura. Pantalones negros y chaqueta cómoda. Su voz fuerte y poderosa servía muy bien a las dotes oratorias que exigía su profesión política... en la que Wyndham no tenía el menor interés. -¿Me está rechazando porque no me involucro en la política, quizá? -Preguntó, buscando desesperadamente una razón. Lord Reeth soltó una breve carcajada.

Escandalos de Sociedad 02 - Elizabeth Bailey - Falsas Apariencias

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Falsas Apariencias Elizabeth Bailey

(2° Saga Escándalos de Sociedad)

CAPÍTULO 1 Octubre, 1811.

El tictac del reloj de la repisa parecía aumentar de volumen a medida que el silencio

se alargaba. El hombre más joven observó al mayor con una creciente sensación de

disgusto. ¿Lo había entendido mal? Los ojos grises de Wyndham se cubrieron con una

fría expresión de incredulidad.

Con una estatura ligeramente superior a la media, iba impecablemente vestido para

la ocasión con chaqueta oscura y pantalones negros, que cubrían su esbelta figura con la

elegancia que caracterizaba a cualquier seguidor de la moda de Brummell. Pero nadie

podría acusar a George Lyford, vizconde de Wyndham, de ser un dandi. A pesar de su

pelo castaño oscuro cuidadosamente peinado, ni su atuendo ni sus costumbres podían

considerarse extravagantes. A sus veintisiete años renunciaba a cualquier

amaneramiento a la última moda, como los monóculos y las cadenas de oro, y

demostraba el cinismo propio de un hombre de mundo.

Lo último que se esperaba era sucumbir al encanto natural de una debutante con una

melena de rizos dorados. Y aún se esperaba menos, aunque no era ningún petimetre

ingenuo, que pudieran rechazarlo al pedir la mano de la señorita Serena Reeth.

Wyndham no sabía qué decirle a su anfitrión. El golpe lo había dejado anonadado, y

no sólo había afectado a su orgullo.

-¿He entendido bien, señor? - consiguió preguntar tras el desconcierto inicial-. ¿Ha

rechazado mi proposición?

Lord Reeth carraspeó, ligeramente irritado.

-Mi hija no es para usted, señor.

-Pero ¿por qué? -espetó el frustrado pretendiente.

Reeth no respondió, y el vizconde apartó la mirada del viejo para echar un

impaciente vistazo a la biblioteca. La habitación era amplia y espaciosa, y las estanterías

con puertas de cristal proyectaban una atmósfera triste y desapacible que impregnaba la

estancia. O tal vez se debiera a la llovizna de principios de octubre que caía al otro lado

de las ventanas.

Wyndham se acercó al escritorio de roble, sobre el que lord Reeth había encendido

un candelabro. A la luz de las velas, el montón de papeles y correspondencia atestiguaba

la diligencia del barón.

El vizconde le dio la espalda a su anfitrión, quien permanecía junto a la chimenea

con una mano en la repisa. Lord Reeth tenía una figura imponente, con una reluciente

cabellera de oro bruñido y una nariz romana que, gracias a Dios, no había heredado su

hermosa hija. Era un hombre de buena estatura y su vestuario correspondía a su edad

madura. Pantalones negros y chaqueta cómoda.

Su voz fuerte y poderosa servía muy bien a las dotes oratorias que exigía su

profesión política... en la que Wyndham no tenía el menor interés.

-¿Me está rechazando porque no me involucro en la política, quizá? -Preguntó,

buscando desesperadamente una razón.

Lord Reeth soltó una breve carcajada.

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-Si me preocupara por eso, dudo mucho que pudiera encontrar a un pretendiente

adecuado para mi hija.

-¿Y qué me convierte a mí en un pretendiente inadecuado? -Preguntó el vizconde,

agraviado-. No quiero parecer arrogante, pero normalmente se me considera un buen

partido.

Aquella observación era del todo innecesaria. Ni por un solo instante había

imaginado que él, heredero del condado de Kettering y dueño de una inmensa fortuna,

pudiera recibir un desaire de un simple barón. Y sin embargo se había encontrado

precisamente con eso. Y estaba perplejo.

Reeth no respondió y Wyndham probó con otra cosa.

-¿Puede ser por alguna calumnia sobre mí? ¿Le han contado algo para

desprestigiarme, señor? Si es así, le ruego que me conceda una oportunidad para...

-¡Nada de eso! -lo interrumpió lord Reeth en tono impaciente.

Se apartó finalmente de la repisa y se acercó a una mesa en la que su mayordomo

había dejado una bandeja de plata con bebidas.

-¿Le apetece un madeira?

-No, gracias.

El vizconde vio cómo se servía una copa con el líquido rubí y la apuraba de un

trago. De repente se le ocurrió que Reeth se sentía avergonzado, y una inquietante

explicación al rechazo le atravesó la mente.

-Si nada de lo que he sugerido explica su negativa, señor -dijo lentamente-, me veo

obligado a suponer que ha sido la propia señorita Reeth quien...

-¡Ah, sí! -Exclamó Reeth. Dejó el vaso en la bandeja con tanta fuerza que casi lo

hizo pedazos y se volvió rápidamente hacia su invitado con una expresión de curiosidad

y arrepentimiento-. ¡Ha dado en el clavo! No quería decírselo con esa franqueza, pero

me temo que mi pequeña Serena le ha retirado su afecto.

Wyndham creía haber experimentado todas las emociones posibles durante aquella

amarga entrevista. Pero se equivocaba. Una sensación de rencor brotó en su interior,

seguida por un arrebato de indignación.

-¡Su hija ha sido muy atenta conmigo!

-Es posible, señor -concedió Reeth, aguijoneando el aire con su nariz romana-. Pero

mi hija es pura y virginal, como corresponde a una joven de dieciocho años.

-Lo sé, señor. Fue eso mismo lo que...

Se calló antes de decir algo totalmente fuera de lugar. A lord Reeth no le haría

ninguna gracia saber que el vizconde había dudado en poner su corazón a los pies de

Serena sólo porque era muy joven. Wyndham no había tenido el menor deseo de casarse

con una chica recién salida de la escuela, y al verse a sí mismo rendido ante la

encantadora inocencia de Serena se había quedado tan sorprendido que había

desperdiciado la última temporada intentando convencerse a sí mismo de que no había

ocurrido nada.

El verano sin su presencia le había parecido tan triste y desolado como un desierto

estéril. La había echado terriblemente de menos, y había sido incapaz de disfrutar de

una estancia con sus amigos en su refugio de caza de Bredington, y mucho menos de

una corta visita a su hogar ancestral de Lyford Manor, en Derbyshire.

A su madre, como era de esperar, no le había costado averiguar el motivo de su

ensimismamiento. Lo que resultó del todo inesperado fue que lady Kettering le diera su

visto bueno respecto a Serena y lo animara a declararse.

Era el acicate que Wyndham necesitaba. Había regresado a la ciudad el día anterior,

sabiendo que lord Reeth estaría en casa por la sesión parlamentaria, y se había

presentado sin pérdida de tiempo en Hanover Square.

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Pero parecía que todo había sido en vano. Había dudado durante demasiado tiempo.

-Si hubiera venido a verme con esta proposición en mayo o junio, milord,

seguramente se habría encontrado con una respuesta diferente -dijo lord Reeth, quien

parecía estar leyéndole el pensamiento.

Wyndham apretó los dientes.

-¿Me está diciendo que hace meses contaba con el favor de la señorita Reeth pero

que desde entonces me ha retirado su afecto?

Para su sorpresa, lord Reeth volvió a aclararse la garganta. ¿Qué demonios pasaba

que tanto parecía avergonzarlo? ¿Acaso sentía que las emociones de su hija eran tan

inconstantes como el propio Wyndham percibía? Wyndham había estado convencido de

los sentimientos de Serena hacia él. Era su deliciosa ingenuidad lo que tanto lo había

cautivado, aquella mirada tan emotiva de sus ojos pardos, rodeados por una exuberante

melena de mechones dorados. El singular encanto de Serena radicaba precisamente en

que no parecía ser consciente de su propio atractivo.

Pero por hermosa que fuera, no habría llamado la atención del vizconde si no

hubiera sido por su estimulante naturalidad. Al principio lo había divertido, pero luego

lo había conmovido al mostrarse incapaz de demostrarle su atracción por él. ¿O acaso

había sido su propia vanidad la que le había hecho malinterpretarla?

-Es muy joven, Wyndham -la voz de lord Reeth lo sacó de sus pensamientos-. Es

natural que se enamore de muchos caballeros antes de tener claros sus sentimientos.

-Desde luego -dijo Wyndham fríamente-. Pero yo no deseo una mujer de corazón tan

voluble, milord -se dirigió hacia la puerta e hizo una ligera reverencia-. Que tenga un

buen día.

Invadido por la furia y el resquemor, el vizconde salió de la habitación y bajó

rápidamente las escaleras.

Desde su camuflada posición estratégica en el piso superior, Serena Reeth observaba

absolutamente perpleja cómo lord Wyndham se ponía su abrigo y recibía el sombrero

del mayordomo. ¿Cómo era posible? ¿No había ido a pedir su mano?

La puerta principal se cerró tras el vizconde y Serena corrió al pequeño salón

privado qué había sido su sala de juegos cuando era niña. Llegó a la ventana a tiempo

para ver al vizconde subiéndose a una calesa y alejándose. Desolada, vio cómo torcía en

la esquina de la plaza y se perdía de vista.

Se quedó inmóvil junto a la ventana. Ofrecía un aspecto triste y recatado, ataviada

con un vestido de muselina de mangas largas y muñecas alechugadas. La gorguera

también adornaba el escote en de pico que se ceñía a su curvilínea figura. Su pelo

dorado, sujeto con una simple cinta, le caía por los hombros, y sus ojos pardos

contemplaban tristemente la llovizna que caía en la plaza desierta.

¿Cómo había podido Wyndham marcharse sin haberla visto? Serena había dado un

respingo al oír los golpes en la puerta... como había hecho cada vez que llamaban desde

su regreso a Londres. Cuando se había asomado desde la ventana, con la nariz

presionada al cristal, y lo había visto en los escalones, el corazón había empezado a

latirle desbocadamente.

Pero Laura, su prima y carabina, no había ido a buscarla como normalmente hacía

cuando su presencia era requerida en el salón, y Serena se había aventurado finalmente

a salir en busca de Lisset.

-Su señoría está con lord Reeth en la biblioteca, señorita Serena -le había respondido

el mayordomo con un brillo paternalista en los ojos.

Serena se había quedado enmudecida por unos segundos.

-Oh, Lisset, ¿crees que...?

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-Tranquila, señorita Serena, vaya a esperar al cuarto de juegos... Quiero decir, al

salón. La avisaré si su señoría solicita su presencia para hablar con lord Wyndham.

Pero ninguna llamada había recibido de su padre, y lord Wyndham había

abandonado la casa mucho antes de lo previsto. Invadida por una amarga desilusión, se

apartó de la ventana. Tenía que haber estado confundida. El vizconde no le había pedido

su mano a su padre.

Pero entonces, ¿qué había ido a hacer allí?

La intriga era insoportable. Salió del salón y bajó las escaleras para dirigirse hacia la

biblioteca. Antes de llamar a la puerta tuvo que esperar a que se le deshiciera el nudo

que se le había formado en la garganta y que le impedía respirar con normalidad.

Entró y se quedó un momento en el umbral, mirando en silencio los severos rasgos

de su padre. Entonces se dio cuenta de que su prima Laura también estaba allí.

Seguramente había acudido por la misma razón.

Su carabina era una dama de edad incierta, enfundada hasta el cuello en un discreto

vestido de seda perlada, un gorro de encaje en el pelo canoso y unas gafas en la mano,

que solía agitar cuando estaba inquieta por algo, como en ese instante. No parecía saber

si ponérselas o no en la nariz mientras se lanzaba hacia delante para estrechar a Serena

entre sus brazos.

-¡Pobre chiquilla! ¿Qué maneras son ésas de marcharse? Es inaudito. ¡Y yo que

pensaba que era un caballero!

Aquellas palabras desconcertaron aún más a Serena, quien apartó amablemente a su

prima

-¿Qué quieres decir, Laura? No estarás hablando de Wyndham, ¿verdad?

Laura la miró con expresión de enojo, cerrando la puerta mientras volvía a ponerse

las gafas. Serena se giró hacia su padre y vio que estaba frunciendo el ceño.

-Papá, ¿qué significa esto? Pensaba que lord Wyndham había venido a... a...

-A pedir tu mano -concluyó su padre con voz grave-. Y lo ha hecho, pequeña.

Lamento decirte que me he visto obligado a negarle mi consentimiento.

Serena sintió que se le encogía el corazón.

-¿Lo has rechazado? -Preguntó, horrorizada.

-Cariño, no debes apenarte -le dijo su prima. Intentó abrazarla de nuevo, pero Serena

se resistió.

-No puedo creerlo. Papá, tú sabes... tú sabías lo mucho que... -la voz se le quebró y

sacó frenéticamente su pañuelo.

-No pienses que soy un insensible, Serena -dijo Reeth, sin abandonar su tono

profundo y solemne-. La culpa es mía. Si hubiera conocido la verdadera personalidad de

Wyndham, jamás te habría permitido conocerlo ni que le hubieras tomado afecto.

¡Pero ella le había tomado afecto! ¿Y por qué su padre se refería ahora a su

personalidad? Sorbió para contener las lágrimas y se guardó el pañuelo en el bolsillo.

-No te entiendo. Es el mejor de los hombres... ¡Y el más amable!

-Puede que sea tan amable como a ti te plazca, Serena, pero en cuanto a ser el mejor

de los hombres, te has dejado engañar igual que yo. ¡Pero puedes estar segura de que no

entregaré a mi hija a un libertino que sigue los pasos del mismísimo marqués de Sywell!

Laura mascullaba al fondo, pero Serena apenas la oía. ¿Wyndham era un libertino?

¡No era posible! Y además...

-No conozco al marqués de Sywell.

-¡Y ojalá no lo conozcas nunca! -Espetó Laura-. No creo que haya una criatura más

maligna en la tierra.

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-Pero ¿quién es? -Preguntó Serena. ¿Y qué tenía que ver Wyndham con él? Pero no

formuló esa pregunta en voz alta, porque un hormigueo se propagó por su estómago

sólo de pensarlo.

Oyó que Laura chasqueaba con la lengua tras ella, y vio inquieta cómo Lord Reeth

se acercaba a la chimenea con un suspiro.

-No debería hablar de este tema contigo, pequeña, pero me siento obligado, dadas

las circunstancias. Durante muchos años, Sywell ha sido el azote de la región que rodea

su casa, en la abadía Steepwood. Desde que se instaló allí a principios de la década

pasada ninguna mujer ha estado a salvo. Las historias sobre sus prácticas obscenas son

legendarias. No quiero asustarte con ellas, pero te diré que no hay vició del que no haya

pecado... ni él ni ninguno de los jóvenes a los que ha corrompido.

-¡Pero lord Wyndham no es uno de ellos! -protestó Serena sin poder evitarlo-. ¡No

puede ser cierto!

-Tienes que aceptarlo. Wyndham es dueño de un refugio de caza en Bredington, a un

par de millas de la diabólica abadía. Pasó allí el verano en compañía de unos cuantos

amigos de dudosa reputación. Como comprenderás, la clase de mujeres que frecuentan

Bredington en esas ocasiones no es la compañía que querría para mi hija.

Serena no podía soportarlo más.

-¡No lo creo! ¡No puedo creer algo así de él!

Se dio la vuelta y salió llorando de la biblioteca. Sin apenas ser consciente de lo que

hacía, subió corriendo las escaleras, buscando el refugio de su salón privado. Cerró con

un portazo y se arrojó en el sofá, incapaz de controlar los sollozos.

No podía aceptar que Wyndham fuera un hombre tan despreciable. Su padre debía

de estar equivocado. ¿Cómo podía saber esas cosas? ¿Y por qué no las había

descubierto la última temporada? ¡No podía ser cierto!

Pero una semilla de duda se había alojado en su corazón. Si no era cierto, ¿por qué

su padre lo había rechazado?

¡Wyndham había ido a pedir su mano! A pesar de todo, un arrebato de emoción la

traspasó al pensar que se había interesado por ella. Al final de la última temporada se

había desasosegado al esperar la visita del vizconde. Los meses de verano habían sido

los más desgraciados de su vida. O al menos así se lo había parecido. Al recordarlo,

podía ver que sus sentimientos no podían compararse a lo que sentía en esos instantes.

Saber que el vizconde quería casarse con ella y que la obligaran a aceptar que aquel

hombre no era merecedor de su afecto... ¡Aquello sí que era triste!

La puerta se abrió y entró su prima Laura. Serena se incorporó rápidamente y se

enjugó las lágrimas delatadoras. Pero fue en vano. Su prima se acercó al sofá y se sentó

para tomarla de las manos.

-Mi pobre niña. Lo siento mucho por ti.

Serena la miró a los ojos.

-¿Es cierto, prima?

Laura suspiró y le apretó las manos.

-Me temo que sí. Verás, resulta que sé muchas cosas sobre el marqués de Sywell.

Serena retiró las manos bruscamente.

-¿Cómo es posible?

-Mi padre era clérigo, como ya sabes...

-El reverendo Geary, sí. ¿Qué tiene eso que ver?

-Es lo que quiero explicarte, querida. De niña me enviaron a una escuela para hijas

de clérigos. Mi mejor amiga era la señorita Lucinda Beattie. Su hermano vivía en Abbot

Giles. Ahora está muerto, pero Lucinda aún vive allí. Siempre nos hemos escrito con

regularidad...

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-Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con lord Wyndham? -Preguntó Serena con

impaciencia.

-Abbot Giles es una de las cuatro aldeas que rodean la abadía Steepwood. Lucinda lo

sabe todo sobre el marqués de Sywell, y en su última carta mencionó que lord

Wyndham estaba en Bredington con algunos amigos. No pensé mucho en ello, pero

ahora que...

-¿Cómo puedes saber que Wyndham está relacionado de algún modo con el

marqués? -La interrumpió Serena-. Sólo porque se le haya visto en la región...

-Oh, no hay duda de que había mujeres de mala reputación en el refugio de caza.

Estoy segura de que no era la primera vez. Lord Buckworth estaba allí, querida, quien,

además de ser el compañero de fechorías de Wyndham es un famoso libertino.

-Pero Wyndham no es un libertino. No puedes haber oído nada de él, porque yo no

he oído nada.

-No, pero sí sabemos lo que hace en Bredington. Lucinda me ha hablado muchas

veces de los jóvenes que acuden a las orgías que se celebran en la abadía.

Serena se levantó del sofá y se acercó a la chimenea, donde se aferró a la repisa

hasta que los nudillos se le pusieron blancos. No quería creer ni una sola palabra, y tuvo

que hacer un gran esfuerzo para contenerse mientras se volvía hacia su prima.

-Por lo que a mí respecta, prima, no deberías darle mucho crédito a esas historias.

¿No fuiste tú quien me dijo que había ciertos aspectos en la vida de un caballero qué

una esposa no debería conocer? Me has advertido muchas veces que debería mirar hacia

otro lado si algún día descubro que mi marido está envuelto en algún tipo de actividades

censurables.

-Hay una diferencia -dijo su prima-. No se pueden comparar los simples pecadillos

que se podrían esperar de cualquier hombre normal con las depravaciones que llevan a

cabo el marqués de Sywell y sus compañeros.

-¿Qué diferencia es ésa? -Preguntó Serena-. Mi padre no quiere hablarme de estas

cosas, y si tú tampoco lo haces, prima, ¿cómo voy a tener opinión?

-Oh, cariño, no pretenderás que yo...

-Muy bien, ¡entonces hablaré directamente con Wyndham!

-¡Serena! ¿Dónde está tu sentido de la vergüenza? Además, él no te diría nada.

Ningún caballero que se precie osaría ofender a una dama con...

-Bueno, si el vizconde es tan atento y considerado con los oídos de una joven dama,

no puedo creer que sea capaz de ese... libertinaje -declaró Serena en tono desafiante-.

Sería muy interesante oír lo que tenga que decir al respecto.

Su prima se levantó del sofá, muy nerviosa.

-¡Serena, te prohíbo terminantemente que le hables de esto! ¡Señor, no puedo ni

imaginarlo! ¿Qué harás, acusarlo de violación? ¿Le preguntarás si ha participado en las

orgías del marqués? ¡Tal vez podrías hablarle incluso de los hombres y mujeres que

retozan desnudos en los restos del templo romano del bosque Gües!

Serena se puso pálida.

-¿Desnudos? ¿Orgías?

-¡Ya está, me has hecho hablarte de ello! -Exclamó Laura. Volvió a sentarse y se

puso a agitar sus gafas-. Tal vez sea lo mejor.

Serena sintió que las rodillas le temblaban y tuvo que sentarse en un sillón a la

izquierda de la chimenea.

-Dímelo, te lo ruego. Si no lo haces, me imaginaré lo peor.

-Me gustaría pensar que tu imaginación no se desata hasta ese punto -dijo su prima,

inclinándose hacia delante con una expresión de angustia-. Mi pobre niña, no sabes lo

que estás pidiendo... Todas las mujeres que entraron a trabajar en la abadía fueron

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seducidas o violadas. Nadie supo si esas mujeres eran doncellas o... rameras. Y ninguna

hija de ningún comerciante se ha visto a salvo de su vileza. Y todo eso en fiestas tan

salvajes que hasta el caballero más liberal quedaría horrorizado. Hombres y mujeres

haciendo muestra pública de lujuria y decadencia en las posturas más denigrantes.

Créeme, Serena, ese hombre está irremediablemente perdido. Por no hablar de su

afición incontrolada al juego. Sywell ha sido repetidamente condenado por el reverendo

William Perceval, quien lo ataca todos los domingos desde su iglesia en Abbot Quincey

-hizo una pausa para tomar aliento, mirando a su prima con una congoja que Serena

nunca le había visto-. Mi querida niña, si existe la más remota sospecha de que

Wyndham esté envuelto en esas actividades, tu padre tenía toda la razón del mundo para

rechazarlo.

Serena se sintió inclinada a corroborarlo. Las náuseas y el asco ahogaban su

angustia. Jamás había pensado algo así de Wyndham, quien siempre se había mostrado

tan exquisitamente amable y jovial.

Una imagen apareció en su mente. Su prima Laura le seguía hablando, pero no podía

oírla. Delante de ella estaba lord Wyndham, con una sonrisa que brillaba en sus ojos

grises, la primera vez que había bailado con ella.

Lady Sefton se lo había presentado en Almack’s, y los dos habían quedado frente a

frente para el baile. Al principio, Serena había sido demasiado tímida para entablar

conversación con él.

-Es costumbre, señorita Reeth, intercambiar algunas palabras con tu pareja en

ocasiones como ésta.

Serena había levantado la mirada, y al encontrarse con sus cálidos ojos grises se

había echado a reír.

-¡No sé qué puedo decirle, señor!

-Vamos, vamos, señorita Reeth, ¿y usted es la hija de un político? Seguro que puede

contarme algo interesante sobre el gobierno.

-Creo que usted sabe mucho más sobre eso que yo, milord -había respondido Serena.

-¿En serio, señorita? Yo no soy más que un dandi. Uno de esos caballeros frívolos

que siguen la moda de Brummell.

-Dudo que usted siga a nadie -dijo Serena con una sonrisa-. Y tampoco creo que sea

un dandi.

-Me halaga, señorita Reeth.

-Oh, no. Lo admiro mucho, señor, pero no se me ocurriría halagarlo.

Se había sonrojado por aquel comentario tan descarado. Pero, para alivio suyo, el

vizconde se había echado a reír.

-Es usted encantadora, señorita. Sería un honor disfrutar de su compañía en otra

ocasión.

Y así había sido. A Serena le había resultado muy agradable conversar con él, pues

nunca parecía ofenderse ni molestarse por lo atrevida que ella pudiera ser. Al contrario;

en vez de censurarla había optado por disfrutar de su franqueza. Ella no había tenido

intención de ser tan sincera, pero no podía evitarlo. Decía lo que se le pasara por la

cabeza. Sabía que no estaba bien, y le había suplicado a Wyndham que no la animara.

-Mi querida señorita Reeth, tendrá que disculparme, pero no pienso desanimarla para

que deje de hacer algo que tanto placer me reporta.

-Pero no debería ser así, señor. Tendría que estar muy disgustado por las cosas que

digo.

-¿Quién lo dice?

-Mi prima Laura.

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-Con todos mis respetos a su prima Laura, no pienso hacerle el más mínimo caso. ¡Y

a usted le ruego que no renuncie a su exquisito candor!

Sin embargo, Serena dudaba que aquella apertura mental se extendiera a las

impertinentes preguntas sobre sus excesos. Su prima tenía razón. No podía

preguntárselo. Y tampoco tenía el menor deseo de hacerlo.

Tras pasarse buena parte de la noche luchando contra la intromisión de los

recuerdos, Serena decidió que no podía escatimar esfuerzos en sofocar el afecto que se

había permitido sentir por lord Wyndham.

Aquella decisión demostró ser mucho más difícil de lo que había esperado. Al

tomarla había dado por hecho que Wyndham no volvería a colocarse en su camino. Pero

el viernes por la noche se dio cuenta de que había sido excesivamente ingenua.

No se esperaba encontrárselo en la aburrida fiesta que ofrecía una de las amigas de

su padre, pero en cuanto lo vio a lo lejos recordó que lady Camelford era una dama muy

conocida en los círculos sociales, además de ser la esposa de uno de los socios de lord

Reeth en el gobierno.

Pero no pudo seguir pensando en ello, porque la presencia del vizconde barrió

cualquier otra consideración salvo la desesperada necesidad de evitar cualquier tipo de

confrontación. Estaba tan elegante como siempre, vestido con unos pantalones de color

crema y una chaqueta azul, con su pañuelo atado en un nudo intrincado.

Serena anhelaba su sonrisa, pero sabía que si empezaba a hablar con él acabaría

yéndose de la lengua. Y sin embargo no podía dejar de buscarlo con la mirada.

Se le acercaron muchas personas, pero les respondió al azar. El corazón le latía

frenéticamente, y se vio obligada a pensar en la escabrosa historia que le había contado

su prima para intentar controlar sus deseos desatados.

Fue inútil. Había conseguido intercambiar un par de frases coherentes con el

honorable señor Camelford, el hijo de la casa, pero en cuanto éste se apartó, Serena se

encontró cara a cara con Wyndham.

Fue incapaz de articular palabra. Los ojos de Wyndham eran fríos como el acero, y

de ellos emanaba una intensidad abrumadora. Serena se estremeció y sintió que una

corriente de angustia se propagaba por sus venas. Apartó rápidamente la mirada, pero

llegó a ver cómo cambiaba la expresión del vizconde.

-Discúlpeme, milord -dijo con un susurro ronco, y se perdió velozmente entre los

demás invitados. Creyó que él la llamaba, pero el tono era tan débil que seguramente se

lo había imaginado.

Buscó instintivamente a su prima Laura, quien, fiel a su costumbre, se había perdido

entre las carabinas. Sabía que su compañía la protegería de cualquier intento de

Wyndham por abordarla.

Pero él no tenía la menor intención de abordarla. En realidad, Serena creía que la

ignoraba deliberadamente. Cada vez que se atrevía a mirarlo, él estaba mirando hacia

otra parte. La velada se hizo interminable y Serena acabó con un terrible dolor de

cabeza.

Se alegró de retirarse relativamente temprano, acuciada por la recomendación de su

prima de olvidar todo lo referido al vizconde. Pero, lejos de conseguirlo, se vio asaltada

por los bonitos recuerdos del pasado... y todos culminaban en la horrible imagen de la

gélida mirada de Wyndham durante la fiesta del viernes. El martes estaba tan alterada

que quería gritar. Tenía que hacer algo para distraerse o acabaría volviéndose loca.

Pensó en buscar una novela interesante para leer y fue con su prima Laura a la

librería Hatchards, en Piccadilly. Tras pasarse un cuarto de hora muy agradable

rebuscando en los estantes, encontró un libro del que había oído muy buenas críticas.

Era de una autora nueva y había sido publicado aquel mismo año.

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Abrió el primer volumen y ojeó una página al azar. Le gustó el estilo y levantó la

mirada con la intención de hacerse con los otros dos volúmenes... para encontrarse con

el rostro que había estado atormentando sus pensamientos.

-Nos volvemos a encontrar, señorita Reeth -dijo Wyndham secamente.

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CAPÍTULO 2

Serena dejó caer el libro que tenía en las manos. Wyndham se aprestó a agacharse

para recogerlo y notó que le temblaban los dedos. Parecía estar muy nerviosa, pues le

arrebató rápidamente el libro y se puso a mirar en todas direcciones como si buscara una

salida.

-Gra... gracias, señor -balbuceó con voz jadeante.

Wyndham intentó ahogar la furia que aún sentía por su felonía. Cuando se encontró

con ella en casa de Camelford, había estado a punto de explotar. No lo había

sorprendido encontrarla tan confusa. Pero al verla con aquella expresión de angustia se

había olvidado de sus propias emociones. Y luego ella se había apartado sin darle la

oportunidad de indagar.

El recuerdo del recibimiento que se había acostumbrado a recibir de ella lo había

carcomido desde entonces. Era muy gratificante ver cómo se le iluminaban los ojos por

su llegada y cómo esbozaba aquella sonrisa tan encantadora. Su imagen lo había

embelesado cuando la vio por primera vez entre las debutantes de la última temporada

social. Parecía muy satisfecha consigo misma, sin esa indiferencia tan fríamente

estudiada que caracterizaba a esas jóvenes adoctrinadas en el conformismo por sus

severas madres.

Cuando el vizconde consiguió que se la presentaran, se esforzó al máximo por

hacerle perder su timidez inicial. Pero en cuanto Serena empezó a relajarse, lo dejó

asombrado al confesarle su regocijo porque la hubiera elegido un miembro tan

distinguido del beau monde. Si al principio había pensado que se sentía turbada por

adularlo, no tardó en darse cuenta de que Serena era demasiado ingenua para pensar de

esa manera, y había escuchado encantado cómo soltaba un comentario tras otro sobre su

mundo... y no precisamente halagadores.

Serena le confesó también que muchas matronas le parecían horriblemente gordas

con sus cinturas tan altas a la moda, que después de haber visto al príncipe regente le

había parecido un tipo bastante regordete, que las patronas de Almack’s eran todas unas

damas con un orgullo insufrible y que era imposible tragarlas, y que aunque sabía que la

aprobación del señor Brummell era esencial para hacerse un hueco en la sociedad,

temblaba ante la posibilidad de que hablara con ella.

-Porque seguro que le diría algo horrible y me deshonraría a mí misma.

Entonces había recordado que el vizconde era un conocido de Brummell y sus

mejillas se habían cubierto de un rubor adorable.

-Oh, Dios mío, ¿qué he dicho? ¿Ya me he deshonrado? ¿Va a delatarme, señor?

Wyndham la había tranquilizado, pero no había podido evitar una carcajada. Ella le

había preguntado el motivo de su risa, y él le había asegurado que, lejos de deshonrarse,

había conseguido lo que ninguna otra mujer había logrado al sacudirle el hastío de su

existencia.

-Bueno, no me imagino cómo podría hacer algo así -había dicho ella, mirándolo con

perplejidad.

Su relación había florecido desde entonces, puesto que él había empezado a buscarla

con mayor asiduidad de la que pretendía, hasta que se dio cuenta de que estaba

provocando expectativas que no sabía si estaba preparado para cumplir. Eso lo había

llevado a una actitud vacilante que parecía haber sido la causa de que la hubiese

perdido. No había sabido hasta qué punto llegaría a arrepentirse hasta que Serena lo

saludó de una manera tan poco natural en ella que evidenciaba su caída.

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Estaba preciosa con un vestido de algodón cuya parte superior azul realzaba su

figura. Tenía las mejillas coloradas y los ojos fijos en el libro que aferraba fuertemente

entre sus dedos enguantados. Siguiendo un impulso, Wyndham alargó el brazo y le

quitó el libro para leer el título.

-Veo que has sucumbido a los dictados de la moda -comentó-. Una elección muy

apropiada, creo.

Levantó la mirada del libro y se encontró con los ojos de Serena fijos en él con una

expresión de alarma y abatimiento.

-¡No pongas esa cara! Si he entendido bien a tu padre, te has comportado con mucho

sentido común y delicadeza.

-Me temo que no, señor. Me sobra de una cosa y me falta de la otra.

Sus palabras estuvieron acompañadas por una lenta sonrisa y por un destello de

encantadora timidez en sus ojos. Una punzada de dolor traspasó a Wyndham, quien tuvo

que contenerse para no preguntarle la verdadera razón de su rechazo.

-No eres la única -dijo fríamente, devolviéndole el libro-. Casi todas las mujeres

demuestran más delicadeza que sentido común. ¿O querías decir lo contrario?

La frialdad de su voz la golpeó en el corazón, obligándola a soltar el caos que

reinaba en su mente.

-¡No me hable así! No puedo soportarlo. Le ruego que me perdone, señor. ¡No era

ésa mi intención! Yo nunca... no fue por voluntad mía... ¡Pero no puedo hablar de ello!

-Y sin embargo has hablado de ello -se apresuró a remarcar el vizconde-. ¿Qué

quieres decir, Serena?

Ella sintió que la sangre le ardía en las venas. ¿Cómo podría responderle?

-¡Oh, esto es muy difícil!

Wyndham vio cómo aferraba con fuerza el libro y entonces supo que lord Reeth se

había inventado su excusa. Serena no estaba actuando como una doncella que se

enfrentaba a un hombre por quien ya no sentía el menor afecto.

-Vamos, señorita Reeth -dijo, suavizando el tono-. Conmigo no solías atarte la

lengua -le sonrió burlonamente-. Más bien todo lo contrario.

Serena no pudo resistirse a aquella sonrisa. Le buscó los ojos con su franca mirada y

fue incapaz de seguir refrenando su lengua.

-¿Es cierto que posee un refugio de caza cerca de una abadía? La abadía Steepwood,

¿no?

Wyndham frunció el ceño, sorprendido.

-Sí, es cierto. Está situado en el bosque Steep, a un par de millas de la abadía

Steepwood.

Serena apretó el libro entre las manos, como si buscara cualquier punto de apoyo.

-¿Estuvo... estuvo allí el verano pasado? ¿Con lord Buckworth y... y otros?

Wyndham frunció aún más el ceño.

-Estuve, sí. ¿De qué se trata? Siempre pasó allí los meses de verano.

-Entonces hace años que va a ese lugar - dijo ella en tono aséptico, retrocediendo un

par de pasos.

-¿Por qué me preguntas esto, señorita Reeth? -Preguntó él con voz cortante,

desconcertado por sus modales y sus preguntas.

La brusquedad de sus palabras convenció a Serena de que estaba ocultando algo.

-¡Ya sabe por qué se lo pregunto! -Exclamó, permitiendo que su lengua desatada la

traicionara. Enseguida recobró la compostura y miró nerviosa a ambos lados, antes de

empezar a soltar las palabras atropelladamente-. Le... le ruego que me perdone, se...

señor. No... no pretendía... no tenía que... Oh, ¿por qué ha tenido que decírmelo? -acabó

desesperadamente.

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Wyndham estaba absolutamente perplejo por las contradicciones en la actitud de

Serena. Pero no podía ignorarlas.

-¿Qué ocurre, Serena? Me temo que no entiendo nada.

-Pero sí entiende al marqués de Sywell, sin duda -espetó ella, con sus ojos grises

ardiendo de ira-. Y por favor, no me diga que no debería haber pronunciado su nombre,

porque eso ya lo sé.

-Lo que me extraña es que te hayas atrevido a pronunciarlo. Sywell es un nombre

nefasto para los delicados oídos de una mujer.

-¡Pero no para los bastos oídos de un hombre!

El silencio cayó sobre ellos. El vizconde la miró fijamente, aturdido. No sabía cómo

responder a esos comentarios, pero no iba a entrar en una discusión sobre un hombre

cuyo nombre nunca debería haber llegado a los oídos de una joven de dieciocho años.

-¿Vas a encontrarte con la señorita Geary? ¿Me permites que te acompañe? -le

preguntó en un tono frío y cortés.

Serena seguía escuchando horrorizada el eco de sus propias palabras en su cabeza.

¿Cómo podía haber sido tan imprudente? Había acusado a Wyndham y había

mencionado al marqués de Sywell. Sin embargo, había comprobado con extraña

decepción que el vizconde había ignorado sus comentarios. Aquel silencio denotaba una

culpabilidad manifiesta.

-No, gracias -dijo, en un intento por imitar la frialdad de Wyndham-. Puedo ir yo

sola.

Sus palabras le sonaron más enfurruñadas que sofisticadas. Sin acordarse de recoger

los otros dos volúmenes de la novela, hizo una ligera reverencia y pasó junto a

Wyndham camino del mostrador.

Para su horror, y satisfacción, él la siguió. Pero sólo para entregarle los otros

volúmenes que él mismo había sacado del estante.

-Creo que vas a necesitarlos -le dijo. Asintió cortésmente y salió de la librería.

Estaba furioso, pero decidido a no permitir que Serena lo viese. Su actitud lo había

convencido de que su padre no le había dicho la verdad. No sabía si le había transferido

su afecto a otro hombre, pero no tenía ninguna duda de que algo la había inducido a

despreciarlo. ¿Lo había relacionado de algún modo con el infame marqués de Sywell?

¡Imposible! Su reputación no permitía asociarlo con un hombre de esa calaña.

Antes de que pudiera darle más vueltas al asunto, vio a Serena saliendo de Hatchards

con una bolsa de libros. Se quedó en la puerta de la librería, dudando un momento

mientras miraba la aglomeración de carruajes de la calle.

Wyndham estaba a punto de ofrecerle una vez más su compañía cuando vio a un

caballero separándose del grupo de hombres reunidos en la acera y dirigiéndose hacia la

señorita Reeth.

Era un hombre con el rostro rojizo, los miembros nacidos y un atuendo bastante

descuidado. El vizconde lo reconoció de inmediato, sin que aquello lo complaciera en

absoluto. Sabía que Hailcombe era un lord sin tierra, de treinta y pocos años, que vivía

gracias a su ingenio y al juego. Había servido en la Armada de su majestad, y se

rumoreaba que había sido licenciado con deshonor.

Wyndham observó intranquilo cómo se aproximaba a Serena. Si aquél era el tipo por

quien ella lo había sustituido, se sentiría gravemente ultrajado.

Serena vio acercarse a Hailcombe, y tampoco ella pareció muy complacida. No le

gustaba aquel amigo de su padre, y lamentaba que su padre lo hubiera invitado a cenar

con ellos. Hailcombe tenía un comportamiento muy brusco, totalmente desprovisto de

elegancia y refinamiento. A Serena le parecía muy grosero y ordinario. Había cenado

con ellos en más de tres ocasiones desde que volvieran a la ciudad, y en cada una de

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esas ocasiones había dedicado la mayor parte de su atención a Serena. Ella había

respondido con una indiferencia cortés a sus torpes intentos por entablar una

conversación.

-Ah, la encantadora señorita Reeth -la saludó con tosca galantería-. La señorita

Geary la espera. Permítame escoltarla hasta su coche. Nada podría reportarme un mayor

placer.

Para Serena era todo lo contrario, pero se abstuvo de soltar un comentario semejante.

Seguía tan absorta en el encuentro con el vizconde que aquella interrupción no era más

que una ligera molestia.

-Sólo está a unos pasos de aquí, señor. Puedo ir sola.

-¿Cómo? ¿Y exponer su belleza a los babosos de Londres? -se descubrió y le quitó

la bolsa con los libros.

Serena no tuvo más remedio que tomarlo del brazo, apenas rozándolo con la punta

de los dedos, y echó a andar a un ritmo acelerado.

-Debo darme prisa, señor. Ya he hecho esperar demasiado a mi prima.

El carruaje estaba a poca distancia de ellos, y Serena se alivió al llegar y

desprenderse de su inoportuna escolta. Pero lo peor estaba por llegar.

-¡Lord Hailcombe, qué amable es usted! -Exclamó Laura en un tono excesivamente

amistoso, según le pareció a Serena-. ¿Se dirige a pie a alguna parte? ¿Podemos

llevarlo? Si quiere, podemos pasar por Half Moon Street y dejarlo en su casa.

Para disgusto de Serena, lord Hailcombe aceptó con entusiasmo y se aupó al

birlocho para ocupar un asiento frente a ella, desde donde empezó a comérsela con los

ojos a través de sus gafas.

Era muy desagradable despertar un interés semejante en un hombre que casi le

doblaba la edad. Su aspecto no la repugnaba especialmente, aunque sus mejillas tenían

una tendencia natural a enrojecerse... según su padre, por los años tan duros que había

pasado en el mar. Pero sus labios carnosos y espesas cejas le daban un aspecto lascivo,

sobre todo cuando sonreía.

Ahora le estaba sonriendo, curvando los labios en una expresión que le revolvió el

estómago a Serena.

-Es una suerte que me haya tropezado con usted, señorita Reeth. Mañana se celebra

un baile informal en casa de una amiga mía. La señora Henbury. Seguro que ha oído

hablar de ella.

Serena no conocía a esa mujer y miró instintivamente a su prima, sabiendo que su

padre se la había asignado como carabina para que sólo acudiera a las fiestas de la

aristocracia.

Por tanto, se quedó asombrada cuando su carabina pareció dispuesta a aceptar la

invitación.

-¿La señora Henbury? Creo que no la conozco. Pero, ¿un baile informal? ¡Es una

ocasión muy divertida para los jóvenes!

-Lo mismo pienso yo. ¿Cree que mi amigo Reeth permitirá acudir a nuestra joven e

inocente damita? Bajo su supervisión, naturalmente.

Indignada, Serena oyó cómo su prima aceptaba la invitación, supeditada únicamente

al permiso de su padre. «Nuestra joven e inocente damita»... ¿Cómo se atrevía a

llamarla de esa manera? Como si fuera su tío o algo por el estilo. Se tranquilizó un poco

al pensar que su padre no le permitiría acudir al baile, pero sólo consiguió esbozar una

vaga sonrisa cuando su prima la conminó a aplaudir la invitación.

La casa de la señora Henbury resultó estar situada en un barrio poco elegante de

Bloomsbury, lo que era de esperar en una dama desconocida... incluso para Lisset, quien

conocía a todo el mundo.

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-No, señorita Serena, nunca he oído ese nombre. Debe de ser uno de esos parásitos

que viven al margen de la sociedad.

Tampoco recibió ayuda de su padre. Para su asombro y desconcierto, lord Reeth no

sólo accedió a la invitación, sino que decidió acompañarla para asegurarse de que su

hija se comportara respetuosamente con lord Hailcombe.

-No quiero que me avergüences por esa tendencia que tienes a decir siempre lo que

piensas. Su señoría es un buen amigo mío, y quiero que te comportes como es debido.

Sintiéndose traicionada, Serena apenas había podido contenerse para aceptar la

severa advertencia. Se limitó a murmurar lo que su padre podía tomar como un

asentimiento, hizo una reverencia y corrió a refugiarse en su cuarto, donde se permitió

una pataleta inútil contra Wyndham por no haberla rescatado con su petición de mano.

Pero allí estaba, en una gran mansión amueblada con opulencia y pésimo gusto a

base de sofás egipcios y empapelado de brocado. El único consuelo que tuvo Serena fue

que no conocía a ninguno de los invitados, pues la falta de decoro y los excesos que

demostraban muchos de los presentes eran ciertamente deplorables.

Su prima se había unido a otras ancianas, dejando a Serena sin más alternativa que

aceptar el baile que le proponía Hailcombe. La sala habilitada para tal efecto no era muy

grande, y la multitud que se congregaba bajo las dos pesadas arañas hacía que el

ambiente fuera opresivo y excesivamente caluroso.

Al menos podía estar agradecida de haber elegido un vestido modesto y discreto de

color amarillo limón y que apenas mostraba piel, porque se quedó horrorizada al

descubrir que los pasos de baile ofrecían a su pareja incontables oportunidades para

tocarla, apretarla y deslizar el brazo alrededor de su cintura. Incluso llegó a rozarle la

curva del pecho con los dedos.

-¿Qué está haciendo, señor? -explotó, olvidándose de la advertencia de su padre.

-¿Haciendo, señorita? -Repitió él con una expresión de inocencia bajo sus pobladas

cejas-. Bailando, naturalmente.

-¡Me ha tocado!

-Pero mi querida señorita Reeth, ¿cómo voy a evitarlo? Sólo es un baile. ¿Qué ha

querido decir?

-Lo sabe muy bien -espetó ella.

-No, no lo sé, pero lo dejaré pasar. Lamento haberla ofendido. Le aseguro que no era

mi intención. ¡Pero hay tanta gente que es difícil moverse!

Serena se vio obligada a aceptar su excusa. No podía provocar una escena en

público. Pero se esforzó para alejarse de él todo lo posible durante el resto del baile,

aunque lord Hailcombe no intentó más que tomarla de la mano para los movimientos

requeridos.

Acabó aliviándose un poco, pero no pudo evitar comparar el comportamiento de

Hailcombe con el de Wyndham. Nunca se había tomado la menor libertad con ella. Con

él se había sentido tan segura que en ningún momento se le había ocurrido que pudiera

abusar de su confianza.

Pero ahora tenía que admitirlo por la fuerza. Un libertino, como a él lo habían

acusado de ser, se comportaría de esa manera. ¿O lo haría únicamente con las mujeres

de una cierta clase? Según le había contado su prima Laura, los caballeros podían tener

una amante en las capas más bajas de la sociedad, y sin embargo no les permitían a sus

esposas e hijas que hablaran de esas mujeres. A Serena le dolía pensar que Wyndham

fuera tan hipócrita.

Pero Wyndham nunca la había tocado, y, por un inquietante segundo se lamentó de

que no se hubiera tomado ninguna libertad con ella. Si hubieran sido los dedos de

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Wyndham los que se hubieran posado en su cintura, no se habría mostrado indignada en

absoluto.

Serena se pasó el resto de la velada poniendo tanta distancia entre ella y Hailcombe

como fuera posible sin incurrir en una ofensa, abanicándose de tal manera que mantuvo

oculto su rostro casi todo el tiempo. Rechazó todas las invitaciones para bailar, y se

alegró al ver la creciente decepción que reflejaban los rasgos de su acompañante. Con

un poco de suerte, lord Hailcombe acabaría dándose cuenta de que sus atenciones no

eran bien recibidas.

Las esperanzas de Serena se vieron desbaratadas el viernes. Al acudir al teatro de

Drury Lane, acompañada de su padre y su prima, vio a lord Hailcombe en un palco

frente al suyo que solía ocupar una famosa cortesana. Se la había señalado su prima

Laura, junto a las otras mujeres de su clase, para impedir que Serena metiera la pata por

culpa de la ignorancia.

Serena se había contenido para no comentarle a su prima las semejanzas que había

advertido con ella misma. No porque tuviera ningún deseo de salvar a lord Hailcombe

de los merecidos reproches, sino porque tenía miedo de que su prima pudiera

reprenderla por su conducta. Pero estaba convencida de que su padre no aprobaría la

exhibición de su amigo con aquella mujer. Sabía que lord Reeth lo había visto, porque

había visto su mirada fija en Hailcombe cuando ella se disponía a llamarle la atención.

Y la expresión de su padre no era precisamente de complacencia.

Sin embargo, cuando lord Hailcombe entró en su palco en el descanso siguiente,

Serena observó horrorizada cómo su padre lo saludaba con una gran muestra de

afabilidad. El barón incluso llegó a levantarse de su asiento, alegando que Hailcombe

desearía conversar con su hija.

Serena apenas se había repuesto de la impresión, y estaba intentando evitar los

atrevidos comentarios dirigidos a ella cuando vio al vizconde de Wyndham de pie en la

platea, con la mirada fija en su palco. Al estar situado en el nivel más bajo, Wyndham

estaba a corta distancia de ellos y sin duda habría reconocido a su compañero.

Vio con una mezcla de sentimientos cómo se reflejaba la desaprobación en su rostro,

y se avergonzó porque la hubiera descubierto en compañía de Hailcombe. Pero, al

mismo tiempo, la irritó que se atreviera a mirarla con reproche cuando, según se

contaba, el propio comportamiento del vizconde dejaba mucho que desear.

La situación se hizo más incómoda cuando Hailcombe se refirió a ella.

-¿Ve los celos que provoca, señorita Reeth?

Serena se volvió para mirarlo, sintiendo cómo se sonrojaba.

-No lo entiendo, señor.

Hailcombe ahogó una risita, frunciendo sus gruesos labios en una mueca lasciva.

-Me refiero al pretendiente al que rechazó, que está ahí mismo. Casi siento lástima

por el pobre tipo...

Un destello de ira se encendió en el pecho de Serena.

-¿Cómo sabía que Wyndham fue rechazado?

-Simple deducción, señorita Reeth -respondió él con una sonrisa altanera. Se inclinó

hacia ella en un gesto inquietantemente íntimo y bajó la voz-. Me alegro de que sus

gustos sean distintos. Es usted una joven muy sensata que puede apreciar las ventajas de

la madurez.

Serena se quedó azorada, sin saber qué responder. El significado implícito de

aquellas palabras era inconfundible, y el estómago se le revolvía de asco al pensar en lo

que debía de estar pasándole por la cabeza a Hailcombe.

Miró desesperada a su alrededor en busca de ayuda, y su frenética mirada se

encontró con los ojos de lord Wyndham. Había cambiado de posición y ahora estaba a

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pocos metros de ella. Sin pensar, Serena desplegó el abanico y ocultó

momentáneamente su rostro a la vista de Hailcombe para gesticular un ruego con los

labios.

-Ayúdeme, por favor...

No supo si Wyndham la había entendido o no, pues en aquel instante la obra se

reanudó en el escenario.

Por suerte, lord Reeth volvió a su asiento mientras Hailcombe salía del palco.

Cuando Serena volvió a mirar a su alrededor en busca del vizconde, éste había

desaparecido.

El sábado amaneció con el cielo encapotado, y la ligera llovizna que golpeaba la

ventana contribuyó a mantener el malhumor de Serena. No sabía si estaba más

disgustada por insinuaciones de Hailcombe o porque Wyndham hubiera ignorando su

petición de ayuda.

Llamó a la doncella con la campanilla y le pidió que le llevara el desayuno en una

bandeja.

-Me siento demasiado débil para levantarme tan temprano, Mary. Creo que me

quedaré en la cama y leeré mi novela.

-Oh, pero su señoría me ha preguntado si se había levantado, señorita Serena -dijo

Mary-. Dice que quiere hablar con usted tan pronto como baje.

No eran noticias tranquilizadoras. ¿De qué querría hablar su padre con ella? ¿Había

visto la mirada que le lanzó al vizconde? Tal vez le había llegado el rumor de que su

hija había estado hablando con él en Hatchards. Su padre no podía pretender que evitara

a Wyndham, ya que ambos solían acudir a los mismos eventos. Pero si sospechaba que

Serena estaba quebrantando sus órdenes, podía mostrarse muy severo.

Perdió por completo el apetito y ordenó a Mary que la ayudara a vestirse. Le pareció

que transcurría una eternidad hasta que consiguió embutirse en un vestido de muselina

blanco de manga larga, con un manto de estampados floridos que proporcionaba un

color adicional.

La mente de Serena no paraba de evocar horribles imágenes del enojo de su padre y

las posibles razones de su enfado. Cuando estuvo enteramente vestida, se había

convencido de que la esperaba una reprimenda, y la angustia agravó sus náuseas.

Pero cuando entró en la biblioteca, su padre se levantó tras el escritorio y la saludó

alegremente. Demasiado alegre para la comodidad de Serena.

-Serena, hija mía, qué rápido has venido. ¿Has desayunado? ¿No? ¿Qué pretendía

Mary acuciándote con tantas prisas? Podía haber esperado hasta después del desayuno.

-Estaba... estaba impaciente por saber qué querías, papá -respondió ella.

Reeth soltó una carcajada que a Serena le sonó falsa y forzada.

-Mi querida niña, no tendrás miedo de tu padre, ¿verdad? Sabes que siempre busco

lo mejor para ti.

Serena no supo cómo responder a eso. ¡No era habitual que su padre la hiciera

llamar sólo por el placer de su compañía! No se podía decir que adorase a su hija. La

única persona que se merecía el afecto de lord Reeth era el único hermano que le

quedaba a Serena. El pequeño Gerald, cuyo nacimiento había sido la causa de la muerte

de su madre, tenía cinco años y era el heredero del patrimonio familiar de Suffolk,

donde su padre se retiraba siempre que podía tomarse un descanso de la política. Tal vez

fuera un niño tan querido porque eran sus hombros los que soportaban la herencia de

Reeth. Pero Serena sabía que el afecto que ella misma sentía por su hermano no excedía

al de su padre.

-Siéntate, Serena. -le pidió lord Reeth, acomodándose en uno de los grandes sillones

junto a la chimenea.

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Hecha un manojo de nervios, Serena se sentó en el borde del otro sillón y miró con

recelo a éste.

No le costó darse cuenta de que su padre estaba inusualmente incómodo. No paraba

de cruzar y descruzar las piernas mientras alternaba la vista entre el fuego y el gran reloj

que adornaba la repisa.

Finalmente, se aclaró la garganta y volvió la mirada hacia su hija. Serena esperó con

la respiración contenida.

-Te he pedido que vinieras, hija mía, porque he tomado una decisión para tu futuro.

A Serena le dio un vuelco el corazón, y aunque hubiera tenido algo que decir, no

habría podido abrir la boca.

-Fue una torpeza por mi parte no haber dispuesto un arreglo semejante desde el

principio -siguió lord Reeth-. Si tu madre aún viviera, esta responsabilidad no recaería

sobre mí. Y Laura no ha demostrado ser capaz de manejar estos asuntos.

Serena empezó a sospechar adonde quería llegar su padre.

Se trataba de Wyndham y su indigno papel como pretendiente. ¿La intención de su

padre era buscarle un marido? Una funesta premonición la invadió.

-¡Me has concertado un matrimonio! -espetó.

-No, no es eso. -Se apresuró a aclarar su padre-. De ninguna manera. Jamás se me

ocurriría imponerte un marido a la fuerza.

Cortó el aire con su nariz romana, y su semblante se ensombreció con una expresión

de severidad.

-No obstante-dijo con voz grave-, tengo que decirte que me llevaría una amarga

decepción si contravinieras mis deseos al respecto.

Serena tragó saliva con dificultad.

-¿Quién...? ¿Puedo preguntar quién…? -balbuceó a través del nudo que se le había

formado en la garganta.

Fue incapaz de acabar la pregunta por culpa del miedo que la estaba ahogando. Una

imagen espeluznante cruzó su cabeza. ¡Su padre no podía haber elegido...! Ni siquiera

podía pensar en su nombre.

Lord Reeth volvió a carraspear y Serena vio, con una vaga sensación de inquietud,

que seguía removiéndose con un nerviosismo impropio en él.

-Lo he pensado detenidamente, hija mía, y he decidido que lo mejor para ti será

casarte con un hombre de edad madura. Un hombre que, estoy seguro, podrá darte lo

que mereces. Me ha pedido permiso para dirigirse a ti, y le he ofrecido todo mi apoyo y

consentimiento.

Serena no pudo contener la lengua por más tiempo.

-¡No puede ser lord Hailcombe! ¡Oh, papá, te lo ruego... dime que no estás hablando

de lord Hailcombe!

Horrorizada, vio cómo las mejillas de su padre se cubrían de rubor.

-Por Dios, ¿cómo puedes hablar así? Espero que no vayas a decirme que lord

Hailcombe te desagrada. ¿No te he dejado claro que es un buen amigo mío? ¡Sólo por

eso debería ser merecedor de tu simpatía!

Serena se puso en pie.

-¡Por favor, papá, no te enfades conmigo! Lo siento mucho, pero no me gusta lord

Hailcombe. Y en cuanto a casarme con él... ¡Jamás podría hacerlo!

Reeth también se levantó y se dirigió hacia su escritorio. Su paso acelerado

demostraba lo poco complacido que estaba por la actitud de su hija.

-Deberás aprender a que te guste, Serena -dijo, sin darse la vuelta-. No sólo es mi

deseo. Es una orden.

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-Pero, papá -murmuró desesperadamente, siguiéndolo-, ¡antes has dicho que no me

impondrías un marido!

Reeth se volvió hacia ella, echando fuego por la mirada.

-¿Te atreves a arrojarme mis propias palabras a la cara? ¡No me provoques, Serena!

Sé muy bien cuál es la razón de tu rechazo. No sentirías esa aversión por Hailcombe si

no fuera por ese ridículo afecto que pareces haberle tomado a Wyndham.

-¡No... no es eso, papá! -protestó ella con voz temblorosa-. Por favor... créeme, lord

Hailcombe no me habría gustado de ninguna manera, aunque no sintiera nada por lord

Wyndham.

-¡Tonterías! ¿Me tomas por estúpido?

-No, papá, pero...

-¡Silencio! -La cortó su padre, alejándose de ella como si no fuera capaz de mirarla-.

¡Mi propia hija plantándome cara! ¿Cómo puedes decir que no te gusta? ¡Ni siquiera lo

conoces! ¿Es que no te das cuenta de que si te niegas a cumplir mi voluntad me pondrás

en una situación muy embarazosa? Le he dado mi palabra a Hailcombe... -se

interrumpió bruscamente y miró a Serena-. Eso no viene al caso. ¡Pero no pienses que

cambiaré de opinión respecto a Wyndham, porque no lo haré!

Serena estaba temblando, pero debía mostrarse tan decidida como su padre. ¡Era su

futuro lo que estaba en juego! Tenía que intentar apaciguarlo de alguna manera.

-No estoy pensando en lord Wyndham, papá. La prima Laura me contó algo de... del

marqués de Sywell, y sé que no es la persona adecuada para mí.

-En ese caso, no deberías tener ninguna dificultad en sustituirlo.

-No, ¡si fuera cualquier otro y no lord Hailcombe! -Exclamó ella sin poder

contenerse.

Demasiado tarde. Sus palabras enfurecieron aún más a su padre, que marchó hacia la

puerta y la abrió de un tirón.

-¡Fuera de mi vista! No quiero volver a verte ni hablar contigo hasta que no me

obedezcas y te comportes como es debido.

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CAPÍTULO 3

Aturdida por el ultimátum, Serena observó la severa expresión de su padre. Sus

rasgos permanecieron duros e implacables. Una imagen del rostro de Wyndham

apareció en su mente... odiosamente fría. El corazón se le encogió con una sensación de

soledad. Bajó la mirada y pasó rápidamente junto a su padre para salir de la biblioteca.

Oyó cómo la puerta se cerraba tras ella y subió corriendo las escaleras para refugiarse

en su salón privado. Se secó las lágrimas que resbalaban indecentemente por sus

mejillas y se sorprendió a sí misma con un ataque de furia tan salvaje como el que

acababa de ver a su padre.

¿Cómo podía tratarla así? ¿Qué le había pasado para tomar aquella decisión tan

repentina y mostrarse inflexible? Nunca había demostrado tan poca consideración por

las preferencias de su hija.

¡Y entre todas las personas había tenido que obsesionarse con Hailcombe! Ni

siquiera podía considerarse un pretendiente. El título del que se había jactado ante ellos

no era antiguo ni prestigioso. Su predecesor, según había contado, había malgastado su

herencia y perdido las tierras que acompañaban la baronía. Incluso había presumido de

la suerte que tenía a las cartas, lo que supuestamente debía de convertirlo en un

caballero. ¡Era un hombre al que su padre tendría que despreciar! Wyndham era mil

veces mejor que él. Pero su padre había despreciado al vizconde, aun sin pruebas reales

de su culpabilidad. Serena estaba convencida de que su padre velaba por su futuro, pero

viendo cómo defendía a Hailcombe había empezado a dudar.

La puerta se abrió y entró su prima Laura, vestida de seda gris. Serena se puso rígida

al instante, temiendo recibir un sermón por haber defraudado a su padre. Pero su prima

no parecía haberse enterado de nada.

-Mi querida Serena, ¿qué te parece? -Dijo con entusiasmo, mientras agitaba una

carta en la mano-. Nos han invitado a una fiesta en Lacey Court. El viernes de la semana

que viene.

Serena nunca había oído hablar de Lacey Court, pero la idea de salir de Londres en

aquellos momentos no podía ser más oportuna.

-¿Quién vive en Lacey Court, prima?

-Es la casa de sir Lucius Lacey. No, no lo conoces. Muy rara vez viene a Londres.

Es posible que hayas conocido a su mujer y su hija, que estuvieron aquí la temporada

pasada. Pero creo, mi querida niña, que debe de haber sido cosa de lady Camelford,

porque he recibido una nota muy amable informándome de que estará en la fiesta, junto

a su hijo -frunció el ceño y se quitó las gafas-. No entiendo cuáles pueden haber sido sus

motivos. Su hijo acaba de formalizar su compromiso, por lo que no puede esperar que

sea un pretendiente para ti.

Serena se abstuvo de decir que habría sido un intento inútil por parte de lady

Camelford, aunque su hijo no hubiera estado comprometido. Ya habría tiempo para que

su prima descubriera el destino que su padre le tenía preparado.

Pero el aliciente de la libertad la obligaba a pensar. Era de vital importancia

descubrir si lord Hailcombe estaría también en Lacey Court. No era probable, pues no

parecía que se moviera en esos círculos sociales, lo cual hacía aún más incomprensible

la parcialidad demostrada por su padre. Si Hailcombe no estaba presente, tal vez su

padre le retirara su aprobación. Sobre todo si creía que su hija seguía siendo rebelde.

El domingo por la mañana, quedó totalmente claro no sólo que Laura había recibido

instrucciones de su padre, sino que éste se mantenía inflexible. La familia siempre

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desayunaba junta los domingos, antes de ir a misa a la iglesia de St. George, pero aquel

día lord Reeth no miró a su hija ni le dirigió una sola palabra. Laura le dedicó miradas

nerviosas de vez en cuando y se refugió en su desayuno mientras le lanzaba un tropel de

absurdos comentarios a Serena, acompañados por unas muecas de advertencia que casi

hicieron reír a su prima... a pesar de la incomodad provocada por la seriedad de su

padre.

Cuando lord Reeth salió del comedor, tras apremiarlas para que se dieran prisa,

Laura aprovechó para reprenderla en voz baja:

-¡No lo hagas enfadar más, niña! Hablaremos de esto cuando volvamos de la iglesia,

y espero que pueda convencerte para entrar en razón.

Serena esperó la conversación con una fuerte ración de inquietud e impaciencia. Era

obvio que su padre había sobornado a su prima para que lo apoyara en su decisión. La

pobre de Laura no tenía elección, pues dependía de la plena voluntad de su padre. Lo

había servido al atribuirse el papel de madre de sus hijos, pero Serena sabía que su

padre era capaz de expulsarla si se volvía en su contra. Y entonces Laura sólo podría

aspirar a convertirse en acompañante o gobernanta, como ya había sido antes de que su

padre la llamara al quedarse viudo.

Pero el apoyo de Laura a su padre no era razón suficiente para que Serena tuviera

que sucumbir a su tiránica voluntad. Y así lo expresó cuando se reunió con su prima en

el cuarto.

-Mi querida niña, no puedes ir contra la voluntad de tu padre -protestó Laura-. Y es

injusto que lo acuses de tirano.

-¿Entonces cómo lo llamarías tú? -Demandó Serena en tono beligerante-. ¡Soy su

hija y puedo ser tan testaruda como él! Su prima ahogó un gemido.

-Por favor, Serena, abandona esta actitud. Es una situación muy embarazosa para

todos. ¿Por qué no intentas al menos que lord Hailcombe te guste?

Serena respondió condenando la actitud y la escasa moralidad de lord Hailcombe, y

relatándole a su prima las libertades que se había tomado con ella en el baile de la

señora Henbury.

-¿Por qué no me lo dijiste antes, Serena? -Exclamó Laura, horrorizada-. Quizá

debería contárselo a tu padre.

-No servirá de nada -dijo Serena, cayendo bruscamente en el abatimiento-. A mi

padre ni siquiera le gusta lord Hailcombe. Desconozco la verdadera razón que lo ha

empujado a concertar este matrimonio, pero está decidido a llevarlo a cabo.

De repente se le ocurrió que su prima debía de haberlo sabido desde días antes.

-Mi padre te dijo que animaras a Hailcombe, ¿verdad, prima? -la acusó-. De lo

contrario, no lo habrías invitado a subir a nuestro coche aquel día en Piccadilly. ¡Ni me

habrías llevado a aquel tugurio de la señora Henbury!

Su prima se quitó las gafas y empezó a pasárselas entre los dedos, visiblemente

culpable.

-Tu padre me dijo que lord Hailcombe le parece un hombre sensato -dijo, eludiendo

la respuesta-. No es culpa suya que su herencia haya sido malgastada, y Bernard opina

que un hombre que ha sufrido penurias y carencias económicas es capaz de desarrollar

el hábito del ahorro y la prudencia. Tu padre sólo quiere tu felicidad, mi niña, y por eso

ha elegido para ti un caballero sin atender a consideraciones mundanas.

-Si estuviera pensando en mi felicidad, no me obligaría a aceptar un matrimonio en

contra de mi voluntad -replicó Serena con escepticismo.

-Pero no te está obligando, pequeña. Sólo te ha pedido que...

-No me lo ha pedido, prima, ¡me lo ha ordenado! Y me ha hecho muchísimo daño

con su ultimátum.

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Laura estaba desesperada, y no paraba de ponerse y quitarse las gafas. Finalmente,

consiguió calmarse un poco y mirar fijamente a Serena:

-¿Sabes, Serena? Creo que a tu padre le dolió mucho que te negaras a escuchar su

proposición. Eres muy impulsiva, querida. Si le hicieras ver que estás dispuesta a ser

obediente, tal vez accediera a escucharte con más paciencia.

-Pero yo no estoy dispuesta -protestó Serena-. ¿Por qué debería fingir que

Hailcombe me interesa si por nada del mundo aceptaría a un hombre como él?

Su prima volvió a ponerse las gafas y le clavó la mirada.

-Me temo que si no haces las paces con tu padre, no podrás ir a Lacey Court.

Serena observó los ojos de su prima a través de los cristales redondos. ¿Su prima

Laura empezaba a ponerse de su lado? ¿También ella se había dado cuenta de que un

movimiento semejante podía ofrecer un respiro de la intolerable exigencia de su padre?

Laura no dijo nada más sobre el asunto, se disculpó y salió de la habitación. Y

Serena se propuso averiguar si Hailcombe estaría en Lacey Court.

Su oportunidad se presentó al día siguiente, cuando Hailcombe llegó a Hanover

Square para invitarla a dar un paseo por el parque. Veinticuatro horas antes, Serena se

habría negado sin dudarlo, pero con la advertencia de su prima rondándole la cabeza,

decidió matar dos pájaros de un tiro.

-Gracias, señor. Será un placer para mí. Permítame un momento para ponerme el

sombrero y la pelliza.

Hizo caso omiso del asombro de su prima y subió corriendo a su dormitorio. Cinco

minutos después estaba de vuelta en el vestíbulo, ataviada con una bonita toca provista

de una pluma y que combinaba admirablemente con la pelliza verde. Lord Hailcombe le

hizo una reverencia y se dispusieron a salir, pero Serena se detuvo en la puerta.

-Oh, Lisset, dile a mi padre que me he ido al parque con lord Hailcombe -le pidió

despreocupadamente al mayordomo.

-Como desee, señorita Serena.

Su acompañante la ayudó a subir al carruaje, que estaba tirado únicamente por un

par de caballos.

Hailcombe, vestido con un abrigo amarillo, tomó las riendas. El palafrenero soltó a

los caballos y se aupó con destreza a la parte trasera del coche.

Durante el trayecto, Serena adoptó una actitud fría y reservada hacia Hailcombe para

no animarlo a que se tomara más libertades. Se abstuvo de hacer comentarios

comprometedores y respondió con una tranquila indiferencia a los continuos intentos de

Hailcombe por flirtear con ella.

Cuando traspasaron las puertas de Hyde Park, Serena vio con inquietud cómo

Hailcombe prescindía de los servicios del mozo. No deseaba que la vieran a solas con él

ni que se abriera la posibilidad de un téte a téte, como lo confirmaron las primeras

palabras de Hailcombe.

-Creo, señorita Reeth, que su cabeza está en otra parte -la acusó con petulancia.

Serena lo miró directamente a los ojos.

-De ningún modo, señor. No se me ocurriría ser tan grosera para desviar la atención

de mi acompañante.

Hailcombe guardó silencio unos segundos, rumiando sus dudas. Serena saludó con

una reverencia a un conocido que pasaba en un birlocho. Al menos, el frío impediría

que muchos miembros de la aristocracia salieran a tomar el aire y pudieran verlos.

Cuando Hailcombe volvió a dirigirse a ella, lo hizo de una manera excesivamente

brusca.

-Me preguntaba si su padre había hablado con usted.

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-Últimamente no -respondió ella-. No veo mucho a mi padre -se apresuró a añadir,

consciente de lo delatadora que podía resultar su respuesta-. Rara vez está en casa, y

apenas nos acompaña a las fiestas.

-Me refiero a si le ha hablado de mí - dijo Hailcombe con voz más dura.

Serena lo miró con ojos muy abiertos.

-Por supuesto, señor. Habla de usted con mucho afecto y respeto.

-No, quiero decir si...

Se calló y puso una mueca de malhumor. Serena confió en haberlo hecho desistir.

Saludó con la mano a una joven conocida y decidió atacar el tema que la había llevado

hasta allí.

-Debo decirle que he recibido una invitación muy halagadora, milord.

-¿Sí? -gruñó él, aparentemente distraído.

-A una fiesta en Lacey Court. ¿La conoce?

-Creo que no.

-Es la casa de sir Lucius Lace, y creo que fue lady Camelford quien me recomendó.

-¿Se quedará mucho tiempo allí? -Preguntó Hailcombe, claramente descontento.

-No sabría decirlo -respondió ella-. Una semana o dos, tal vez.

-Supongo que Reeth le habrá dado permiso, ¿verdad?

Sus palabras parecían ir acompañadas de un vago atisbo de amenaza. Serena se

sintió impelida a mentir, porque estaba segura de que Hailcombe le preguntaría a su

padre al respecto.

-A mi padre no le gustaría que ofendiera a lady Camelford. Es la esposa de uno de

sus socios más cercanos, como sin duda usted sabe.

-Pero su padre no tiene ninguna obligación con sir Lucius Lacey.

Serena guardó silencio, incómoda. Hailcombe había abandonado su aire de

seducción y fruncía el ceño en una expresión tan severa que Serena se alegró de haberse

rebelado contra su padre. Le resultaba inconcebible que lo hubiera elegido como

pretendiente.

-Entonces, ¿no sabe nada de la relación de lord Wyndham con sir Lucius? -le

preguntó él en tono despectivo.

A Serena le dio un vuelco el corazón al oír el nombre de Wyndham.

-No... no sabía nada -balbuceó, confusa-. ¿Qué... qué relación es ésa?

-Sir Lucius Lacey es el tío de Wyndham, como seguro que su padre sabe.

La insinuación estaba muy clara, como la profunda confianza que su padre le tenía a

Hailcombe. Ya se había enterado del rechazo del vizconde, y ahora también parecía

saber la razón. Un destello de ira prendió en su pecho. ¡Hailcombe no tenía derecho a

juzgar a Wyndham! ¿Cómo se atrevía a advertirle, aunque fuera indirectamente, que su

padre podía negarle su consentimiento? Sin duda se preocuparía de informarlo de la

fatídica relación, en caso de que su padre aún no supiera nada.

La desesperación fue su fuente de inspiración.

-En tal caso, dudo que su señoría esté presente. No podría soportar la situación tan

embarazosa que se produciría al estar cerca de una dama que lo ha rechazado.

Hailcombe la miró fijamente.

-¿Lo ha rechazado?

-Puesto que parece saberlo todo sobre la relación entre mi padre y lord Hailcombe,

señor, sabrá muy bien que mi rechazo es firme -señaló ella, olvidándose de refrenar su

lengua-. No sé por qué mi padre confía tanto en usted, milord, pero es obvio que lo

hace, y por lo tanto no tengo el menor escrúpulo en mencionar las circunstancias que me

obligaron a rechazar a lord Wyndham.

-Unas circunstancias horribles, ¿no le parece?

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Serena se contuvo para no escupir una réplica acalorada.

-No conozco los detalles.

-Pero si sabe lo suficiente para rechazar a su señoría.

Serena estuvo a punto de refutarlo. Por desgracia, se dio cuenta de que ni el peor de

los excesos que le había contado su prima Laura había conseguido que dejara de pensar

en el vizconde. Pero no estaba dispuesta a admitirlo.

-Lo he sacado de mi cabeza.

Una sonrisa irónica curvó los carnosos labios de Hailcombe.

-Me gustaría creerla, querida, pero no sabe mentir.

Serena no pudo aguantar más y acabó perdiendo la compostura.

-Me da igual que me crea o no, lord Hailcombe. Pero sí quiero dejarle muy clara una

cosa: por mucho que me desagrade el estilo de vida de Wyndham, ¡no se podría

comparar ni de lejos a lo que me desagrada usted!

Se produjo un silencio lleno de tensión, en el que Serena tuvo tiempo para

arrepentirse de sus propias palabras y para encogerse de miedo por las posibles

consecuencias.

-En ese caso -murmuró Hailcombe finalmente-, será mejor que la lleve a casa

enseguida.

Serena no respondió, y el trayecto de vuelta a Hanover Square fue cubierto en

completo silencio. Al entrar en la casa, la invadió una dolorosa sensación de culpa por

haber arruinado sus propios planes. Tal vez su grosería hubiera hecho retirarse a lord

Hailcombe, aunque no era muy probable, pero no había duda de que él hablaría con su

padre, quien le prohibiría ir a Lacey Court.

Apenas había puesto un pie en la escalera cuando vio que Lisset, quien le había

abierto la puerta, se acercaba a ella con intención de hablarle.

-¿Quieres algo, Lisset?

El mayordomo hizo una reverencia.

-Su señoría ha pedido que vaya al salón en cuanto regresara, señorita Serena.

Aquellas funestas palabras le congelaron la sangre a Serena, que miró aturdida los

amables rasgos de Lisset.

-¿De... desea verme?

-Así es, señorita Serena. Le transmití su mensaje, como usted me pidió -respondió

Lisset con una sonrisa tranquilizadora-. Su señoría parecía complacido.

¿Y de qué le serviría, si su conducta posterior iba a enfurecerlo de modo inevitable?

Pero su padre aún no sabía nada, de modo que Serena hizo acopio de valor, le dio las

gracias al mayordomo y subió corriendo las escaleras al encuentro de su padre,

olvidándose con las prisas de cambiarse de ropa.

El elegante salón de la primera planta estaba decorado en tonos crema que ofrecían

una luminosa sensación de amplitud. Serena entró como una exhalación y se detuvo

bruscamente, desconcertada al ver que su padre no estaba solo.

Lord Reeth ocupaba un sillón junto a la chimenea, frente a un sofá en el que estaban

sentadas su prima Laura y una mujer de edad madura, vestida a la moda en color

morado y con un turbante amarillo.

-¡Lady Camelford! -Exclamó-. Creí... creí que...

-¡Por Dios, Serena! -la interrumpió su prima Laura, horrorizada-. ¿No podías haberte

quitado el sombrero y la pelliza? ¡Lady Camelford pensará que eres una retozona

indecente!

-Nada de eso -la contradijo la señora con una sonrisa cortés.

-Le... le ruego que me perdone, señora -balbuceó Serena, desabrochándose el abrigo-

. El mayordomo me comunicó que mi padre deseaba verme enseguida, y...

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-Y naturalmente te apresuraste a atender su llamada. Lo entiendo muy bien. Pero ¿no

crees que deberías llamar a tu doncella?

-Sí, gracias -respondió Serena. Se acercó rápidamente a la chimenea, evitando la

mirada de su padre, e hizo sonar la campanilla. Entonces se volvió hacia la visitante e

hizo una reverencia-. ¿Cómo está usted, señora?

La matrona la miró con expresión divertida.

-Muy bien, gracias, Serena -le tendió la mano y Serena la tomó, sintiendo cómo sus

cálidos dedos le envolvían los suyos-. Estaba convenciendo a tu padre para que te

permita acudir a la fiesta en Lacey Court.

La mirada de Serena voló hacia su padre, quien parecía más relajado de lo que se

había mostrado hasta ese momento. No sonrió, pero asintió con la cabeza.

-Puedes ir -dijo, levantándose-. Si me disculpa, señora, tengo mucho trabajo.

-Sí, sí, váyase -lo apremió lady Camelford, soltando la mano de Serena-. ¡Ya estoy

acostumbrada a que me abandonen por la política!

Para alivio de Serena, su padre se echó a reír e hizo una ligera reverencia antes de

retirarse. Ella se quitó la pelliza y la dejó sobre una silla, revelando el vestido blanco de

muselina.

Su prima se levantó para ayudarla a quitarse la toca.

-Tu padre ha sido muy amable, ¿verdad, Serena? Y usted ha sido muy generosa al

interesarse por la chica, lady Camelford.

-Sí, le estoy muy agradecida, señora -corroboró Serena, ocupando el sillón que había

dejado su padre-. Aunque me extraña que haya pensado en mí para algo así.

-¡Serena! -la reprendió su prima, que estaba recogiendo las prendas.

Lady Camelford se echó a reír.

-Podría mentir y decirte que sólo quería complacer a tu padre, pero la verdad es que

me ha costado mucho convencerlo. No estaba dispuesto a perderte de vista, ¿verdad,

señorita Geary? ¡No sabía que fuera un padre tan cariñoso!

Tampoco lo sabía Serena, pero se abstuvo de decirlo. Estaba maravillada por la

buena suerte que lady Camelford le había llevado con su visita, antes de que su padre

pudiera enterarse de lo grosera que había sido con Hailcombe.

-Es una suerte que su señoría estuviera particularmente complacido con la conducta

actual de su hija -dijo Laura, mirando significativamente a Serena mientras volvía a su

asiento-. Estarás de acuerdo, mi niña, en que merecías este trato.

¿Significaba eso que su padre había sido inducido a creer que Serena había

cambiado de opinión por haber salido de paseo con Hailcombe? Si así fuera, estaba a

punto de llevarse una amarga decepción. Serena no se atrevía a albergar esperanzas de

que mantuviera su palabra y le permitiera ir a Lacey Court.

Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada del mayordomo, y Laura le pidió que

fuera a avisar a Mary.

La interrupción sirvió para intensificar el desconcierto de Serena, que esperó a que

Lisset se marchara para poder expresarla en voz alta.

-Si mi padre se ha mostrado tan difícil de persuadir, entiendo aún menos, señora, las

molestias que se ha tomado por mi causa.

Vio que su prima Laura fruncía el ceño en expresión reprobatoria, pero lady

Camelford se anticipó a cualquier comentario.

-Espero que no te ofendas, querida. No estoy actuando en tu beneficio, sino en el de

mi futura nuera.

-¡Oh, su hijo va a casarse con la señorita Lacey! -Exclamó Serena-. Hasta este

momento no se me había ocurrido que estuviera emparentada con sir Lucius.

Su prima Laura dio un respingo.

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-¡Claro que sí! Es su hija.

¡Y por tanto la prima de Wyndham! Pero Serena se calló ese detalle. El pulso se le

aceleró frenéticamente. ¿Podía ser que aquella invitación fuera obra del vizconde?

-Pero yo no... yo no conozco a la señorita Lacey -arguyó-. Sólo...

-Veo que tendré que confesarlo todo - dijo lady Camelford con un suspiro. Sus

labios bailaban en una mueca burlona-. Melanie es una chica encantadora. Le tengo

tanto cariño como a mi querido John. La temporada trajo muy pocos de sus amigos a la

ciudad. La pobre vino sólo para hacerme una breve visita y me suplicó que pensara en

algunos jóvenes que pudieran asistir a la fiesta, porque, según ella, iba a estar atestada

de «viejos franchutes» - lady Camelford no pudo contener una carcajada-. Es una chica

terrible, pero es imposible no adorarla.

-Y por eso pensó en Serena -intervino Laura.

-Como es natural, pensé entre los hijos de sus conocidos políticos, -corroboró lady

CaIpelford- Pero fue Mel quien te eligió, mi querida Serena. Dijo que tenía la impresión

de de podrías añadirle un toque especial a la fiesta.

Ni lady Camelford ni su prima parecían comprender por qué, pero a Serena no la

inquietaba ese asunto. Lo que sí la preocupaba era que la hubiesen elegido al azar.

Wyndham no podía tener nada que ver.

Lacey Court era una mansión grande y caótica de edad y estilo indefinidos. Parecía

que sus habitantes hubieran ido añadiendo alas y dependencias sin la más mínima

consideración por la arquitectura. Y así había sido, según le contó la señorita Lacey a

Serena.

-Toda la casa es una locura -dijo Melanie-. Puede parecerte que estás en el ala Tudor

y de repente pasar a la habitación siguiente y encontrarte en Italia. Y hay que ver los

caprichos arquitectónicos de los jardines para poder creérselos. Ese jardinero tan

famoso, Capability Brown, debía de estar mal de la cabeza.

Serena no pudo evitar una carcajada mientras seguía a su joven anfitriona por los

desconcertantes pasillos y corredores hasta el dormitorio que se la había sido asignado.

Melanie le había resultado encantadora al instante, y era fácil comprender por qué lady

Camelford había sucumbido a sus ruegos.

La señorita Lacey la había recibido con un grito de delicia y un efusivo abrazo.

Tenía los rasgos propios de una reina, con un rostro alegre y una melena castaña que

llevaba recogida con algunos tirabuzones cayéndole por la espalda. Era deliciosamente

jovial y despreocupada y embarazosamente sincera.

-Estaba deseando conocerla, señorita Reeth. Oh, no... Ya está bien de formalismos

ridículos. ¿Te importa si te llamo Serena? ¡Eres preciosa! Tendré que reprender a

George por haberte dejado escapar, el muy estúpido.

Aturdida por su elocuente franqueza, Serena apenas había podido murmurar un

tímido agradecimiento.

-Gra... gracias, señorita Lacey. Ha sido muy amable al...

-¡Tonterías! Estoy encantada con tu presencia. Y llámame Mel, por favor. Todo el

mundo lo hace. Vamos a ser muy buenas amigas.

-¿En... en serio? -había preguntado Serena dubitativamente.

Melanie se había echado a reír. -¡No pongas esa cara! Claro que sí -le había

asegurado, tomándola del brazo para llevarla hacia las escaleras, con la prima Laura

pisándoles los talones-. He oído hablar tanto de ti que es como si ya te conociera.

Serena no sabía cómo su anfitriona había oído hablar de ella, y así se lo había dicho.

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-Por George, naturalmente -fue la respuesta de Melanie, asombrada-. Me dijo que

eras muy tímida, y puedo ver que no se equivocaba. También dijo que solías decir todo

lo que se te pasa por la cabeza... «Igual que yo», dijo. Pero George siempre ha sido así,

mientras que yo he desarrollado la costumbre de decir lo que pienso sin importarme lo

que piensen de mí. Tú, en cambio, te arrepientes de las cosas que dices. Y eso, según

George, es uno de tus rasgos más atractivos. Como te podrás imaginar, lo reprendí

severamente por no haberse decidido hace meses, cuando aún tenía la oportunidad de

comprometerse contigo. No sé en qué estaría pensando, porque cualquiera puede ver

que habrías sido la esposa perfecta para él.

A esas alturas, a Serena le había quedado claro que aquel «George» mencionado por

Melanie no era otro que su primo, George Lyford, vizconde de Wyndham. La libertad

que se tomaba Melanie para hablar de él había enmudecido a Serena, que oyó cómo su

prima Laura chasqueaba con la lengua tras ella. Por suerte, su anfitriona no se callaba en

ningún momento y había seguido hablando de Lacey Court, demasiado absorta en su

propio discurso para darse cuenta de nada.

Serena fue instalada en un soleado dormitorio de la primera planta, con vistas a los

jardines laterales. El arquitecto responsable de aquella ala de la mansión era un claro

adorador de Adán, como demostraba la decoración a base de hojas de parra en la repisa

y entrepaños en las paredes de color pastel. Los muebles Sheraton eran de madera clara

con patas sinuosas, y la cama de columnas estaba coronada con un dosel circular del que

colgaban cortinas de seda rosa.

Su prima fue hospedada en una habitación contigua de dimensiones similares, pero

con un mobiliario muy distinto, que corroboraba las críticas de Melanie. Paneles de

madera oscura y cortinas de terciopelo rojo le conferían un aire de lujo y elegancia, así

como la sensación de haber entrado en otra época. Laura miró a su alrededor con

disgusto, pero, acuciada por la indiscreta charla de Melanie Lacey, le recordó a su prima

la orden que le había impuesto su padre.

-No podré olvidarlo tan fácilmente, prima -repuso Serena. Los horrores de los tres

últimos días tardarían mucho en borrarse de su memoria.

El barón, después de oír la versión de Hailcombe sobre el fatídico paseo por el

parque, había irrumpido en la habitación de su hija para echarle un sermón y acabar con

las esperanzas de Serena de poder asistir a la fiesta. La había amenazado, entre otras

cosas, con enviarla a Suffolk, y le había prometido que, aunque ya no era una niña a la

que se pudiera azotar con una vara, aquél sería su merecido castigo si Hailcombe volvía

a quejarse por su impertinencia.

Dejando a su hija enmudecida y muerta de miedo, había acabado prohibiéndole

acudir a Lacey Court y se había marchado dando un portazo. Laura, que había

presenciado horrorizada la escena, sorprendió a Serena dándole un fuerte abrazo y

condenando a su padre, a Hailcombe y a todos los hombres en general.

-No soporto esta injusticia -había declarado con vehemencia-. Una mujer nunca

tiene mucha elección, pero cuando estos brutos se ven obligados a recurrir a la

intimidación, abusando de quienes son más débiles... ¡Es inadmisible!

Sorprendentemente, Laura había conseguido que su padre acabara cediendo. Había

esperado a que se enfriaran los ánimos y se había enfrentado valientemente al león en su

guarida.

-No tuve el menor escrúpulo en fingir -le había confesado a su prima con

sentimiento de culpa-. Ahora te toca a ti cumplir con tu parte, mi niña, y todo saldrá

bien.

Su padre había comprendido que una semana le daría a Serena tiempo suficiente

para reflexionar, y Laura se había comprometido a enderezarla... aunque no tenía la

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menor esperanza de que su prima le prestara atención. Se había atrevido a sugerir que

los métodos de Reeth sólo habían servido para avivar el espíritu rebelde de Serena, y le

había insinuado que un enfoque más suave podría ser más efectivo.

También había señalado que lady Camelford se sentiría gravemente ofendida si

Serena no acudía a la fiesta.

Serena había fingido una actitud de agradecimiento hacia su padre y había accedido

humillantemente a escribirle una disculpa a Hailcombe. No estaba de acuerdo, pero lo

había hecho. Y el resultado había sido el que más temía. Su pretendiente las había

invitado a ella y a Laura al teatro, donde sus asiduas atenciones en público estaban

destinadas, en opinión de Serena, a convencer a todo Londres de que se estaba

formalizando un compromiso.

Temiendo que pudiera ser obligada a casarse contra su voluntad, había dejado

Middlesex con un gran alivio. Al menos tendría una semana de libertad. Pero cualquier

atisbo de esperanza secreta se había borrado con la última orden de su padre.

-Si Wyndham está presente en la fiesta, Serena, tendrás que mantenerte apartada de

él. ¿Me has entendido?

La amenaza subyacente le había recordado su promesa de recurrir al castigo físico si

la desobedecía. Estremeciéndose por dentro, se había mostrado lo suficientemente

sumisa para que su padre quedara satisfecho.

Por tanto, fue todo un susto cuando, en la cena de aquella primera noche, se

encontró sentada entre un anciano clérigo y el vizconde de Wyndham.

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CAPÍTULO 4

Los síntomas que invadieron a Serena fueron radicalmente contrarios a las

advertencias de su padre. El corazón le latía desbocado, y sintió que iba a desmayarse.

Afortunadamente, ya estaba sentada cuando se percató de la presencia de Wyndham a

su lado. Estaba pendiente de la dama que se sentaba al otro lado, pero no tardaría mucho

en volverse hacia Serena.

Apretó las manos en el regazo y se esforzó por mantener la calma. Su mirada se

encontró con la de su prima Laura, quien la observaba con el ceño fruncido. Serena

asintió ligeramente para convencerla de que sabía cuáles eran sus obligaciones, aunque

no sabía cómo podía guardar las distancias en unas circunstancias semejantes.

Le sirvieron un palto de cangrejo con mantequilla y pan tostado. Serena miró la

comida como si no supiera qué hacer con ella.

-¿No le gusta el cangrejo, señorita Reeth?

Serena dio un respingo y giró la cabeza. La cálida sonrisa del vizconde le derritió los

huesos y la dejó sin habla, y sólo pudo pensar en la expresión que debían de estar

reflejando sus ojos.

Wyndham había previsto maliciosamente aquel momento. Había sabido que Serena

se asustaría, e incluso esperaba recibir una reprimenda... pues ella se habría imaginado

sin duda que era su mano la que estaba detrás de la inesperada invitación a la fiesta.

Lo que no se esperaba era el vuelco que le dio el corazón por la expresión de

desconcierto en sus preciosos ojos. Se vio sacudido por un deseo irrealizable de tomarla

en sus brazos, pero en vez de eso se limitó a arquear las cejas en una mueca burlona y a

colocarle entre los dedos el tenedor apropiado.

Serena se sonrojó, apartó la mirada de él y se puso a pinchar el caparazón del

cangrejo con tanto frenesí que amenazaba con arrojar la carne con todas direcciones.

Wyndham buscó rápidamente algún tema que pudiera tranquilizarla.

-¿Le gustó “Sentido y sensibilidad”? -le preguntó en un tono cuidadosamente neutro.

-¿Qué? Oh... sí, gracias -respondió ella en voz baja. Enseguida pareció darse cuenta

de que su respuesta no era la adecuada y lo miró fugazmente-. No, no quería decir eso.

Yo... ¿Qué me ha preguntado?

-La novela que compró en Hatchards -le recordó él.

-¡Oh, sí! ¡Qué tonta soy! Pero aún no la he leído. La empecé, pero...

Volvió a quedarse sin voz, incapaz de explicarle las circunstancias que le habían

impedido acabar la novela. Al menos el pulso se le había calmado ligeramente, y pudo

hacer un esfuerzo para empezar de nuevo con la comida. Hundió cuidadosamente el

tenedor y extrajo un sabroso pedazo de carne. Wyndham vio cómo sus dedos

temblorosos se llevaban el tenedor a la boca. Permaneció un momento inmóvil y

devolvió bruscamente la carne al plato.

-¡No puedo comerme esto!

-Entonces no lo haga -le aconsejó él-. Debo decir que a mí tampoco me gusta mucho

el marisco.

-No es eso -masculló Serena, pero se arrepintió al instante y se volvió hacia él para

hablarle en voz baja-. ¡No podemos estar el uno junto al otro! ¿Es obra suya, milord?

Él no respondió, pero sus ojos grises la miraron de un modo muy revelador.

-¿Recuerda nuestro último encuentro... en Drury Lane? Aunque tal vez no debería

considerarlo un encuentro, ya que no nos dirigimos la palabra.

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Serena lo miró con perplejidad. -¿De qué me está hablando, milord? Un brillo se

encendió en los ojos de Wyndham.

-Pero, señorita Reeth, ¿cómo ha podido olvidarlo? ¿Me cree capaz de resistirme a

una atracción semejante?

De repente Serena lo recordó. Aquella mirada que le había lanzado, protegida detrás

de su abanico... Sintió que las mejillas le ardían y apartó rápidamente la mirada.

-Lo había olvidado. Han pasado muchas cosas desde entonces... -recordó cuál era su

amarga situación actual y volvió a mirarlo-. No hay nada que usted pueda hacer por mí

ahora. En su momento, tal vez, pero ya es demasiado tarde.

Aquella expresión de angustia en sus ojos pardos y aquella nota de desesperación en

su voz era más de lo que Wyndham podía soportar. Se inclinó hacia ella y bajó la voz a

un murmullo.

-Señorita Reeth... Serena... no pongas esa cara. ¡Te lo ruego! Sea lo que sea, te doy

mi palabra de que haré cualquier cosa que esté en mi mano por ayudarte.

-¡Oh, no, no debe hacer eso! -murmuró ella, turbada-. Por favor, no me hable si

puede evitarlo. Sólo conseguirá empeorar las cosas.

Wyndham oyó consternado sus palabras. No había duda de que Serena estaba en

apuros, lo cual trastornaba considerablemente sus planes. Había contado con la ayuda de

su prima para asegurarse de que Serena acudiera a la fiesta y así alejarla de Hailcombe.

No temía que aquel tipo supusiera una amenaza seria, y confiaba demasiado en Serena

como para creerla capaz de sucumbir a un hombre semejante, pero albergaba la

esperanza de volver a ganarse el favor de Serena. Su intención era recuperar su

confianza y averiguar, y a ser posible erradicar, la razón que la había alejado de él. Pero

su angustia actual no podía atribuirse a que estuviera en su presencia. Tenía que

descubrir qué le pasaba y ayudarla a superarlo.

-Hablaremos mañana -dijo tranquilamente-. Lo arreglaré todo para que no sufras

ningún daño, te lo prometo.

Se dio la vuelta y retomó la conversación con la dama que estaba sentada al otro

lado, dejando a Serena con el anciano clérigo, quien a esas alturas ya se había percatado

de la presencia de aquella «preciosa jovencita» a su lado.

Serena se unió con una mezcla de sentimientos a un paseo a caballo con los

invitados más jóvenes y la hija de la casa.

Melanie había ido a buscarla a su dormitorio una hora antes, acompañada de una

chica morena y risueña, para reclamar su presencia.

-Tienes que darte prisa, porque si no salimos antes del desayuno, pasarán horas antes

de que podamos montar sin que se nos revuelva el estómago. Y no me digas que no has

traído tu vestido porque...

-Pues claro que lo he traído -la interrumpió Serena, aún medio dormida-. ¡Pero no

tengo caballo, Mel!

Su anfitriona se echó a reír, y lo mismo hizo su compañera. Era una amiga de la

escuela de Melanie, llamada Fanny Gullane, a quien se la habían presentado a Serena la

noche anterior. Era una chica muy bonita, aunque un poco simple, y parecía una fiel

seguidora de su efusiva amiga.

-No te hace falta un caballo, tonta -la reprendió Melanie-. Nosotros te ofreceremos

uno, como es natural. ¿Sabes montar? No importa si no sabes. Seguro que George se

cuidará mucho de elegirte un caballo dócil y seguro.

-Oh, sí -Exclamó lady Fanny-. Los hombres nunca se creerán que una mujer pueda

montar un caballo grande y fuerte. Félix siempre me está agobiando con sus

restricciones, insistiendo en que monte una potra.

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Félix era lord Horsmonden, el joven caballero con quien lady Fanny se había

prometido recientemente. Apenas había alcanzado la mayoría de edad, y aunque su

compromiso se había fijado desde hacía mucho tiempo se había retrasado hasta

entonces.

Los comentarios de Fanny provocaron una animada discusión entre las dos jóvenes

damas sobre los ridículos tópicos que sus respectivos novios les atribuían. Pero cuando

Serena terminó de despejarse, comprendió las verdaderas implicaciones del paseo a

caballo.

Según Melanie, era el vizconde quien tenía el caballo de Serena. Melanie estaba

dispuesta a concederle a su primo la autoridad que sólo se le podía conferir a un

pretendiente que hubiera sido aceptado. Aquella suposición hizo que brotara una semilla

de rencor en su interior. A menos que fuera idea del propio Wyndham. ¿Había elegido

aquel método para asegurarse un encuentro a solas con ella? La perspectiva de tener una

conversación íntima con él la había mantenido en vela durante horas.

No tuvo ocasión de indagar en el tema, pues Melanie y su amiga la acuciaron para

que se vistiera a toda prisa. Las dos se atribuyeron momentáneamente el papel de

doncellas, lo que sólo sirvió para entorpecer más que para acelerar la tarea. Pero,

finalmente, Serena salió del dormitorio enfundada en un vestido azul celeste que

realzaba tanto su belleza que dos de los tres caballeros que las aguardaban en las

caballerizas se quedaron ensimismados al verla.

El tercero, cuya mirada fue la que buscaron involuntariamente los ojos de Serena, le

ofreció una sonrisa de bienvenida que le provocó un estremecimiento.

-Permíteme ayudarte a montar -le dijo-. ¡Estás preciosa! -añadió suavemente.

-Gra... gracias -murmuró ella, ruborizándose.

Wyndham la tomó de su mano enguantada y la condujo hacia un rucio a cargo de

uno de los mozos. Serena aceptó su ayuda en silencio, demasiado aturullada para darse

cuenta de que John Camelford y lord Horsmonden estaban dispensándoles la misma

atención a sus respectivas novias.

-Gracias por haber venido -le murmuró Wyndham mientras los demás montaban-.

Encontraremos un momento para hablar.

Serena se disponía a agarrar las riendas, pero se detuvo y lo miró con una expresión

tan vulnerable que Wyndham tuvo que contenerse para no besarla.

-¡Arriba! -la animó rápidamente, y la aupó a la silla.

Serena se acomodó de manera instintiva y deslizó el pie en el estribo. Wyndham se

lo colocó correctamente y ella tuvo que respirar hondo para intentar calmarse, ya que la

cercanía y la presión de sus manos en la cintura le había acelerado frenéticamente el

pulso.

Su determinación estaba hecha pedazos. Era tristemente desalentador recibir unas

atenciones semejantes del hombre al que no quería entregarle su corazón, y de quien

tenía que mantenerse alejada por órdenes de su padre. La ayuda que le ofrecía era el

bálsamo prohibido que ella debía rechazar rotundamente. Si Wyndham se aprovechaba

de la ocasión para intentar entablar una conversación íntima, ella podría rechazar

dignamente cualquier intento por ganarse su confianza.

Aquella idea la absorbió de tal manera que apenas fue consciente de cómo el

vizconde montaba con agilidad en un gigantesco alazán. Los demás ya estaban saliendo

al trote de las caballerizas. Parpadeó unas cuantas veces para despejar la vista, le asintió

al mozo que aún retenía al caballo y salió detrás de los otros.

Wyndham la seguía a una distancia prudente que, de momento, impedía mantener

una conversación. No intercambiaron ninguna palabra mientras el grupo atravesaba las

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tierras de Lacey por un camino de herradura que conducía, según le había dicho

Melanie, a un campo abierto donde podrían lanzarse al galope.

Serena tuvo la ocasión de descubrir que, lejos de humillarla con una montura lenta y

propia de una dama, el vizconde había elegido para ella una enérgica potra que la obligó

a emplearse a fondo para domarla. No obstante, era muy consciente de la cercana

presencia de Wyndham, y supuso que estaba dispuesto a intervenir si fuera necesario.

Por delante, las otras dos mujeres, que montaban con las cabezas juntas detrás de sus

novios, también habían recibido sendas monturas de calidad.

Serena tuvo mucho tiempo para tranquilizarse y controlar a su potra. Cuando

llegaron al camino de herradura, tan estrecho que el vizconde se vio obligado a cabalgar

a su lado, pudo responderle sin apenas temblar. Aunque no pudo evitar que el corazón le

palpitara con fuerza.

-Mi tío entiende mucho de caballos -empezó él.

-Por supuesto -corroboró Serena, mirándolo de reojo-. ¿Eligió usted esta montura

para mí?

Él arqueó las cejas.

-¿Tienes alguna objeción?

Serena se estremeció, pero consiguió responder con bastante calma.

-Al contrario. Le estoy muy agradecida, teniendo en cuenta que su prima me había

asegurado que elegiría para mí una montura... segura.

-Te pido disculpas en su nombre -repuso él.

-Oh, no, por favor. Su prima me gusta mucho. No sé a quién no podría gustarle,

siendo tan simpática y cariñosa.

-Sí, por eso se le pueden perdonar sus excesos lingüísticos.

Serena respondió con una tímida sonrisa. Por fin se estaba relajando.

-No soy el más apropiado para condenarla -dijo él, devolviéndole la sonrisa-. Pero

esa misma indiscreción en ti resulta encantadora, señorita Reeth... como ya te he dicho

en otra ocasión.

Serena se puso colorada y apartó rápidamente la mirada.

-Es... es mejor olvidarlo, señor.

La opresión de su voz advirtió a Wyndham que tenía que andarse con cuidado. De

nuevo se encontraba con aquel inexplicable retraimiento que tanto lo había irritado al

principio. Si había conseguido aplacar su ira y preguntarse por el cambio de actitud de

Serena era sólo porque le resultaba evidente que ella luchaba contra sus propios

instintos.

No podía sacar el tema directamente. Y tampoco estaba preparado para indagar en la

alusión al marqués de Sywell. Además, la necesidad de absolverse a sí mismo había

sido suplantada por la desazón que había percibido la noche anterior en Serena. Su

misión actual no era justificarse ni recuperar la confianza de Serena, sino averiguar la

razón de su angustia.

-Fue usted quien hizo que me invitaran a esta fiesta, ¿verdad? -la voz acusatoria de

Serena lo sacó de sus pensamientos.

-Porque quería tener la oportunidad de recuperar nuestra amistad -respondió

Wyndham sin la menor duda.

Serena guardó silencio, mirando al frente, pero la rigidez de sus hombros era muy

reveladora. Wyndham se preguntó si debía insistir. ¿Qué podía perder? Aunque la

hiciera enfadar, al menos conseguiría romper la intolerable barrera que se había

levantado entre ambos. Y esa barrera tenía que ser derribada si quería llegar a alguna

parte.

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-Tu padre me dijo qué habías volcado tu afecto en otro. Lo cual me indujo a creer

que, en un tiempo, fui yo el afortunado de contar con ese afecto. Disculpa mi

brusquedad, señorita Reeth, pero debes saber que mi mayor deseo sigue siendo que me

concedas tu mano.

-¡No! -Exclamó ella con voz ahogada-. No diga eso, por favor. No se me permite...

Quiero decir, usted no puede... no puede ser su deseo... mortificarme con...

-¡Jamás! -declaró él-. Pero me parece que ya hay algo que te mortifica, Serena, y no

por mi culpa.

Incapaz de contenerse, Serena giró la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. La

compasión que se reflejaba en el rostro de Wyndham era demasiado convincente.

¿Cómo podía ser aquel hombre el monstruo que le habían descrito? Wyndham esperaba

una respuesta, y Serena no pensó ni por un instante en negársela.

-Mi padre y yo nos hemos peleado, eso es todo.

Pero al vizconde no lo satisfizo aquella respuesta tan breve y evasiva.

-¿Por qué? Espero que no tenga nada que ver con mi proposición.

-Oh, no. Al menos... no directamente.

Serena se dio cuenta de que estaba en peligro de revelar más de lo que pretendía y se

mordió la lengua. Era muy difícil obedecer a su padre, sobre todo cuando toda ella

pugnaba por hacer lo contrario a sus órdenes.

-Mi padre no... no quería que saliera de la ciudad en estos momentos -improvisó, en

un desesperado intento por alejarse de la peligrosa verdad-. Quiere que... que haga algo

que... Me temo que me he rebelado contra su orden expresa y no sé cómo voy a

solucionarlo.

Se habría quedado horrorizada de haber sospechado que Wyndham sabía lo que

aquella mentira ocultaba. Pero Serena no podía saber que el mejor amigo del vizconde

lo había informado de sus últimos movimientos.

Sebastian Moore, lord Buckworth, era un hombre mucho más corpulento que su

amigo, pero ambos compartían el mismo sentido del humor y un talento natural para la

esgrima, lo que había supuesto el origen, años atrás, de una sólida amistad. Buckworth

era mayor que el vizconde y lo trataba con la sana ironía que lo caracterizaba. Pero se

había tomado muy en serio el descubrimiento de que la mujer que su mejor amigo había

elegido como novia, después de haberlo rechazado, se había convertido en el objetivo

de un hombre cuya reputación le había granjeado el desprecio de la aristocracia.

-Si quieres saber mi opinión -le había dicho Buckworth en un tono ligeramente

compasivo-, es el padre más que la hija quien está interesado en ese tipo.

Buckworth había visto a Serena en compañía de Hailcombe, tanto en el parque como

en el teatro, y no había visto ningún signo de compromiso ni entusiasmo. La carabina,

en cambio, no había podido mostrarse más esperanzada. Lo cual hubiera sido

sorprendente, si Buckworth no hubiera visto a lord Reeth y a Hailcombe juntos en dos

ocasiones distintas.

Por todo ello, a Wyndham le quedó muy claro que la pelea entre Serena y su padre

guardaba alguna relación con Hailcombe. Que Reeth lo hubiera rechazado con la pobre

excusa de que había perdido el favor de Serena ya era bastante malo. Y si lo pensaba

detenidamente, ¿Lord Reeth no se había mostrado visiblemente avergonzado cuando

Wyndham, le pidió una explicación al rechazo? ¡Estaba decidido a entregar a su hija a

un hombre como Hailcombe! Era absolutamente inconcebible.

Un grito de su prima informó a Wyndham de que se acercaban al campo. Unos

segundos más y perdería la oportunidad para hablar en privado con Serena.

La miró y la sorprendió observando su rostro con el ceño fruncido.

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-Te agradezco tu confianza, señorita Reeth -le dijo con una sonrisa-. Seguiremos

hablando más tarde.

Incómoda por haberse delatado más de lo que pretendía, Serena se quedó silenciosa

e intranquila. Pero las sombras de su mente se disiparon en cuanto los seis caballos

empezaron a galopar por el prado, levantando con los cascos el barro y la hierba. Serena

no tardó en sentirse agradecida por la elección del vizconde, pues la potra dejó atrás a

las monturas de las otras dos mujeres y se mantuvo a la par con el alazán. Consciente de

que Wyndham estaba refrenando a su caballo para mantenerse a su ritmo, Serena frenó

hasta un medio galope.

-¡Dele brío! No se preocupe por mí. Iré despacio.

Wyndham se lo agradeció con un chasquido del látigo y el alazán se alejó a galope

tendido. Serena oyó un grito a sus espaldas y giró la cabeza para ver a los otros dos

caballeros que los seguían de cerca. Tiró de las riendas para apartarse y mantuvo un

paso tranquilo, siendo alcanzada por las otras dos jóvenes.

-Vaya, ¡nunca me lo habría esperado de George! -Exclamó Melanie-. ¡Ya es

bastante humillante que Camel me abandone, pero no sabía que Wyndham pudiera ser

tan egoísta!

-Oh, no digas eso -le pidió Serena, consternada-. Yo lo animé a hacerlo, porque me

pareció que su caballo estaba impaciente por galopar. Y es mucho más fuerte y rápido

que esta pequeña damita.

-Oh, en ese caso no pasa nada -aceptó Melanie alegremente-. Si te digo la verdad, es

muy aburrido estar siempre sometida a las Órdenes y restricciones de Camel.

-Sí, piensa en todo lo que podemos divertirnos sin ellos -corroboró lady Fanny-.

Podemos criticarlos a nuestro antojo.

Serena no quería criticar al vizconde, pero se abstuvo de decirlo cuando las otras dos

chicas empezaron a enumerar los defectos de sus desdichados héroes. En realidad,

tenían muy poco de lo que quejarse. Era evidente que tanto John Camelford como lord

Horsmonden eran unos caballeros afables y honestos. ¡Era impensable que cualquiera

de ellos hubiese sido corrompido por un deplorable marqués! Como también lo era que

cualquiera de las dos damas no esperase con ilusión su matrimonio.

El ánimo le decayó al pensar en Hailcombe. Aunque se permitiera disfrutar de la

compañía de Wyndham, parecía inevitable que acabaría accediendo a la voluntad de su

padre. Estaba muy bien rebelarse contra sus órdenes, pero ¿por cuánto tiempo podría

seguir haciéndolo?

Vio a Wyndham cabalgando de regreso hacia ella. En un mundo perfecto, estaría

esperando con ilusión el regreso de su prometido, igual que las otras dos mujeres. Pero

el mundo distaba mucho de ser perfecto, y era una estupidez perderse en fantasías

inútiles.

Aquel pensamiento estuvo acompañado por una ola de emoción, y Serena se sintió

incapaz de intercambiar más palabras con Wyndham. Hizo girar a la potra antes de que

el vizconde la alcanzara y la espoleó para que iniciara un medio galope. El alazán de

Wyndham llegó junto a ella, pero Serena no lo miró e ignoró su llamada para que lo

esperara.

Sin embargo, Wyndham se puso a su lado y agarró las riendas de la potra para

detenerla.

Un arrebato de furia sofocó la angustia de Serena.

-¿Qué demonios te pasa, Serena? -le preguntó él en tono irritado-. Creía que

habíamos llegado a un acuerdo hace unos momentos.

Serena no tuvo más remedio que girar la cabeza y mirarlo a los ojos.

-Le ruego que suelte mis riendas -le pidió en voz baja y tensa.

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-Lo haré cuando me respondas.

A Serena se le hizo un nudo en el pecho que le dificultaba el habla y la respiración.

Pero nada podía detener sus palabras.

-No puede haber ningún acuerdo entre nosotros, Wyndham. Cada vez que me acerco

a ti, estoy agravando mi situación.

-Estoy intentando ayudarte.

-No puedes ayudarme. ¡Ni siquiera puedo hablar contigo!

Wyndham la miró con ojos entornados.

-¿Por orden de tu padre?

Serena lo miró fijamente.

-Y por decisión propia.

Se produjo un silencio lleno de tensión. Wyndham le sostuvo la mirada sin

pestañear, y a Serena se le encogió el corazón de dolor al ver la dura expresión de sus

ojos grises. Cuando finalmente Wyndham habló, lo hizo con una voz fría y severa.

-Una vez mencionaste el nombre de un marqués. No sé lo que te habrán contado

para desprestigiarme, pero me duele que me conozcas tan poco, Serena.

Soltó las riendas y desvió bruscamente a su caballo para alejarse.

Apenas había recorrido unos metros cuando se detuvo y con un gesto irónico la

invitó a que pasara ella delante para seguir a los otros, que ya se dirigían de nuevo hacia

el camino de herradura.

Después de haber puesto la excusa de un dolor de estómago para no unirse a una

excursión matinal a una finca vecina, Serena esperó a que los carruajes se hubieran

perdido de vista, se puso la pelliza verde y salió a pasear su tristeza.

Laura estaba en el salón, donde le había dicho a su prima que se ocultaría para

escribirle una larga carta a su amiga, la señorita Lucinda Beattie de Abbot Giles. Al oír

aquel nombre y recordar el doloroso origen de su desgracia.

Serena se había echado a llorar desconsoladamente.

Los jardines de Lacey Court estaban salpicados por varias glorietas y cenadores que,

junto a las innumerables grutas y laberintos componían la extravagante ornamentación

paisajística creada durante el siglo pasado.

Oculta en uno de los quioscos, Serena pudo liberar finalmente el cúmulo de

emociones que habían estado atormentándola. No sabía cómo había podido participar

del regocijo exhibido por las otras jóvenes, y le resultaba sorprendente que nadie se

hubiera percatado de que lord Wyndham sólo se acercaba a ella para cumplir con las

mínimas reglas de cortesía.

Wyndham ya no la miraba con su expresión burlona habitual ni su cálida sonrisa, y

Serena pensó que debería sentirse agradecida, pues de aquella manera le resultaría más

fácil acatar las órdenes de su padre. Pero lo único que podía sentir era dolor y

desesperación. Si Wyndham se había sentido herido por la errónea atribución de culpa,

su venganza había sido consumada.

Pero aún peor había sido la actitud anterior. El vizconde le había dado a entender

que aún quería casarse con ella y que la ayudaría en todo lo que pudiera. Ella había

rechazado ambas cosas, y con aquella negativa parecía haber sellado su destino.

Tendría que ceder a las exigencias de su padre. ¿Qué otra alternativa le quedaba? Ni

siquiera podía pensar en ninguno de los caballeros que habían intentando cortejarla en el

pasado. Lord Reeth estaba decidido a que su novio fuera Hailcombe. Aunque, si no

podía casarse con Wyndham, poco importaba quién fuera el pretendiente, pues todas sus

esperanzas de felicidad se habrían borrado para siempre.

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Un nuevo torrente de lágrimas inundó sus ojos y mejillas, y Serena intentó

secárselas con su pañuelo de bolsillo, completamente empapado e inservible para un

grado de aflicción semejante.

-Toma el mío -dijo una voz surgida de la nada. El corazón de Serena dio un vuelco

con tanta violencia que se le cortaron las lágrimas.

Sobresaltada, levantó la cabeza y se encontró con Wyndham. Sin sombrero y con un

pie en el pequeño escalón del cenador, se inclinaba hacia ella y le tendía un pañuelo

genuinamente blanco.

-¡Me has dado un susto de muerte! -clamó, agarrando el pañuelo sin pensar.

Wyndham pareció arrepentido.

-Te ruego que me perdones. Llevaba un rato observándote, y no parecía que fuera a

haber un momento propicio para manifestarme.

-¡Tendrías que haberlo hecho! -lo acusó Serena sin poder contenerse, intentando

reparar los estragos que sus emociones habían provocado en su rostro.

Sabía que tenía los ojos hinchados, la nariz colorada, las mejillas contraídas y el pelo

revuelto. Sintiéndose horriblemente humillada, intentó darse la vuelta para evitar la

mirada de Wyndham. Pero el cenador, con sus columnas de hierro calado y un asiento

semicircular destinado a dos personas, era tan pequeño que no podía ofrecer protección

alguna.

-¡No te apartes! -le suplicó Wyndham. Subió el escalón y pareció llenar con su

presencia el reducido espacio.

Serena estaba profundamente consternada.

-No, por favor... Te ruego que te marches, señor.

-De ninguna manera -dijo él, sentándose junto a ella en el estrecho asiento y

tomándola de la mano-. No puedo dejarte en este estado. Y menos si soy yo el

responsable.

Claro que era el responsable, pero no serviría de mucho decírselo. Serena intentó

retirar la mano, jadeando por el pulso frenético.

-Su... suéltame, por favor. No... no estoy llorando por algo que hayas hecho.

Wyndham le retuvo la mano con firmeza.

-Pero podría ser el caso. El otro día me ofendí sin razón. Te di mi palabra de que te

ayudaría y luego te abandoné. Sólo me queda suplicarte que me perdones.

Aquellas palabras, acompañadas del roce turbador de sus dedos, consiguieron aliviar

un poco la angustia de Serena. Pero una parte de ella se obstinó en una actitud

desafiante y le hizo apartar la mano de un tirón.

-¿Por qué debería perdonarte? Me has traído aquí para... tus propios propósitos, sean

cuales sean. Me has sonsacado mis secretos, aunque te dije que no podía aceptar tu

ayuda. Luego me acusas de haberte juzgado, cuando he intentado por todos los medios

no hacerlo. ¡Y no puedo averiguar la verdad ni preguntarte nada, porque las mujeres no

debemos saber esas cosas!

Se dio cuenta tardíamente de que su lengua volvía a estar traicionándola y se calló

con un gemido ahogado. Se levantó de un salto, pero una fuerte mano la agarró y la

obligó a sentarse de nuevo.

-¡Escúchame! -le ordenó con firmeza, haciéndola girarse para encararlo-. No

conozco ni me importan las historias que hayas oído sobre mí, pero no estoy dispuesto a

tolerar estos insultos. ¡Lo que haya hecho o no en mi vida no es asunto tuyo! Si hubieras

aceptado mi proposición y mi conducta te hubiera resultado criticable en el futuro,

habrías tenido razones para quejarte. Pero en la situación actual...

Serena no podía aguantar más y se retorció con violencia para apartar las manos de

Wyndham de sus hombros.

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-¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡No me imaginaba lo horrible que podías llegar a

ser! Creía que eras un hombre bueno y amable, y ahora veo lo equivocada que estaba.

-Y yo creía que eras una joven inocente y encantadora -replicó Wyndham-. No me

imaginaba el carácter tan arisco que se ocultaba tras esa preciosa fachada.

-¡Entonces estarás contento de que mi padre no me permita casarme contigo!

Se puso en pie y salió rápidamente del cenador. Pero apenas se había alejado unos

pocos metros en dirección a la casa cuando Wyndham volvió a agarrarla de la mano.

-¡Detente! No huyas, Serena.

Antes de que Serena adivinara sus intenciones, Wyndham la había hecho girarse y le

sujetaba el rostro entre sus dedos mientras con la otra mano le acariciaba los cabellos.

Los ojos le brillaban con tanto calor y remordimiento que el rencor de Serena se mitigó

un poco.

-Perdóname. No lo he dicho en serio. No me he portado de un modo razonable. Si

me permites una excusa, te diré que la decepción me provoca unos cambios de humor

muy desagradables.

Al oír aquella justificación, que contenía la vana promesa de ver realizados sus más

profundos deseos, Serena volvió a sentirse desdichada y miserable.

-Si tú estás decepcionado, ¿cuál no será mi desgracia por la elección que me han

impuesto a la fuerza?

La voz se le quebró y vio cómo a Wyndham le cambiaba la expresión.

-No llores...

Los dedos se apartaron de su rostro y Serena se encontró a sí misma rodeada por sus

brazos, tan cerca de él que podía sentir el roce de sus piernas contra las suyas. Un

temblor la sacudió, acompañado por un ligero mareo.

Wyndham la abrazó por un momento, mirándola a la cara.

En algún recóndito rincón de su mente sonaba una voz de alarma, conminándola a

apartase. Pero sus músculos no le respondían y no pudo hacer otra cosa que clavarle la

mirada, hipnotizada.

-Mi dulce Serena -murmuró él-. Tan hermosa e inocente... ¡Que Dios me ayude!

Y entonces cerró los ojos y la besó en los labios. El roce fue tan ligero y suave como

una pluma, pero bastó para que las rodillas de Serena flaquearan y la cabeza le diera

vueltas. Un pensamiento flotaba en su mente... Así era como debería haber sido si se

hubieran prometido.

Pero no estaba prometida a Wyndham. Abrió los ojos y se apartó en una reacción

instintiva, balanceándose al perder el apoyo de sus brazos.

-¡Me has besado! -lo acusó estúpidamente.

Wyndham fue incapaz de reprimir una temblorosa carcajada.

-Sí, eso me temo.

-No tenías derecho a besarme.

Una imagen cruzó su cabeza. Wyndham besando a otras mujeres. Mujeres cuya

posición social permitía esas libertades.

-No tenía ningún derecho... salvo mi deseo por ti -añadió él-. ¡Y es un deseo muy

real!

Al segundo siguiente Serena se encontró atrapada en un abrazo mucho más fuerte

que el primero.

La boca de Wyndham volvió a buscar la suya, esa vez sin la menor delicadeza, sino

con una presión que la obligó a separar los labios. Serena supo, instintivamente, que

aquel segundo beso estaba provocado por la pasión irrefrenable.

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Pero aquel pensamiento fue rápidamente sofocado por la impresión de estar

estallando en llamas. Era una reacción tan intensa que la llenó de pánico. Alarmada,

luchó por liberarse.

Entonces Wyndham pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo y la soltó. Ella

se apartó y lo miró horrorizada.

-Serena... perdóname, por favor -balbuceó él, tendiéndole la mano-. No sé qué me ha

pasado.

Pero era demasiado tarde para pedir disculpas. Sacudida por un temblor

incontrolable, Serena se llevó los dedos a la boca y se tocó los labios como si quisiera

comprobar que no estaban heridos.

-¿Cómo has podido, Wyndham? -Espetó con voz ronca-. ¿Cómo has podido?

Se dio la vuelta y se alejó corriendo. La poca fe que le quedaba en él se había hecho

añicos.

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CAPÍTULO 5

El carruaje de Reeth se alejó lentamente de Lacey Court. Laura, que había estado

mirando por la ventana, se recostó en el asiento y se volvió con un suspiro hacia Serena.

-Me lo he pasado muy bien en este viaje. Es una pena que hayas decidido regresar

un día antes, querida. Ahora te quedarás sin compañía joven para tus excursiones.

-No importa -murmuró Serena con indiferencia. Le daba igual tener compañía o no,

pues no esperaba la menor satisfacción en ninguna excursión, y con gusto se quedaría

en casa.

-No entiendo por qué quieres marcharte -insistió su prima en un tono ligeramente

malhumorado, mientras manoseaba su manto gris-. La estancia estaba siendo muy

divertida y habías conseguido guardar las distancias con Wyndham, de modo que...

-Te ruego que no vuelvas a mencionar ese nombre, prima -le pidió Serena-. Hubo un

tiempo en que pensé bien de su señoría, pero eso se acabó.

No le gustó nada que su prima la mirara con atención en la penumbra del carruaje y

giró rápidamente la cabeza hacia la ventana. No estaba dispuesta a hablar de las

circunstancias que la habían llevado a admitir que su padre tenía razón. De lo contrario,

Wyndham no la habría abrazado con un ardor reservado para otra clase de mujeres.

Las rodillas le seguían flaqueando al recordar el espeluznante suceso, lo cual

avivaba el rencor hacia él. ¡No tenía derecho a hacerla sentirse de esa manera! Pero

aquello no era lo peor. Hasta que la besó, Serena había creído que era demasiado

caballeroso como para ser culpable de las acusaciones de Laura. No había podido estar

más equivocada.

Y todavía peor. Wyndham había declarado que la vida que había llevado antes de

conocerla no era de su incumbencia. Aquello la convenció de que, a ojos del vizconde,

las actividades que había llevado a cabo con el marqués de Sywell eran unos simples

pecados sin importancia como los que, según Laura, podían ser fácilmente perdonados.

Aún seguía desconcertada por las palabras del vizconde, cuando le dijo que se sentía

herido por sus críticas. ¿Acaso no podía ver cómo le repugnaba su conducta licenciosa?

A menudo se había referido a ella como a una joven inocente, y sin embargo creía que

debía consentir su comportamiento. O, al menos, ignorarlo.

Serena había llegado a la conclusión de que, a pesar de sus sentimientos

equivocados hacia Wyndham, eran polos opuestos. Su padre había estado en lo cierto.

Cualquier esperanza de felicidad estaba condenada. El amor había muerto.

Se dio cuenta de que su prima estaba hablando e intentó concentrarse en sus

palabras. Comprendía la decepción de Laura por marcharse de Lacey Court, porque

durante su estancia Serena apenas había necesitado a una carabina, por lo que su prima

había tenido, por una vez en su vida, plena libertad para dedicarse a sus cosas.

-Me he leído tres novelas, por lo menos. Lady Lacey tiene una colección espléndida.

Y he descubierto que a lady Camelford le encanta el ajedrez. Ya sabes que es una de

mis pasiones, gracias a las enseñanzas de mi padre. Hemos echado varias partidas, y

confieso que experimenté una gran satisfacción al ganarle dos más que ella a mí.

Serena deseó poder compartir su entusiasmo, pero aunque había participado en los

juegos y actividades de los invitados más jóvenes... sobre todo para demostrarle a lord

Wyndham que podía seguir muy bien sin él, se había sentido demasiado apesadumbrada

para disfrutar de nada. Después de dos días había empezado a fingir, y finalmente

encontró una excusa para marcharse el miércoles, un día antes que el resto de invitados.

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Se había quejado de unos fuertes dolores en el estómago y se había negado

rotundamente a que avisaran al médico. Melanie, naturalmente, no la había creído.

-No quiero que él... quiero decir, que los demás piensen que no me siento bien -

había alegado Serena-. Sólo conseguiría aguarles la fiesta a todos.

-Pero si te vas antes de lo previsto, Serena, los «demás» pensarán que ocultas algo -

le había advertido Melanie-. ¿Qué se supone que debo decirles a «ellos»?

El énfasis especial de la última palabra le había dejado muy claro a Serena que

Melanie no se había tragado la mentira, pero se negó a admitirlo y persistió en su

empeño.

-Cuando me vaya, puedes decir lo que quieras.

-¿Y qué explicación me sugieres antes de irte? -le había preguntado Melanie.

Serena había soltado un profundo suspiro.

-Podemos decir que un trastorno recurrente me obliga a regresar a Londres para

consultar a mi médico. Está familiarizado con mi caso.

-Por supuesto, y si me permites que te lo diga, creo que tu «caso» supone algo más

que un dolor de estómago.

Aquel comentario incisivo casi había sido la perdición de Serena, pero Melanie era

tan bondadosa como descarada y le había dado un fuerte abrazo a su invitada.

-¡No llores! Vete si quieres. Pero, por favor, no intentes hacerme creer que George

no tiene nada que ver con tu malestar. Si pensara que pudiera servir de algo, le echaría

un buen rapapolvo.

-¡No lo hagas, por favor! -le había suplicado Serena, horrorizada.

-No lo haré, porque de todos modos no me escucharía -le había asegurado Melanie-.

Creo que Buckworth es la única persona que puede influir en George, y su consejo sería

completamente inútil.

Serena estaba de acuerdo. Un libertino como Buckworth, según se lo habían

definido, sólo podía animar ese lado oscuro de Wyndham que Serena tanto lamentaba

haber conocido y que la había sumido en una profunda apatía. Sólo tenía un futuro por

delante, y estaba decidida a aceptarlo.

El vizconde estaba tan distraído que, por segunda vez en el duelo, permitió

tontamente que un simple movimiento rompiera su guardia. Buckworth se echó hacia

atrás para mantenerse fuera de su alcance y tiró una estocada que alcanzó limpiamente a

su oponente.

-Hasta un niño podría alcanzarte, Wyndham. No estás prestando atención. ¡En

guardia!

Reanudaron el duelo y Wyndham, siempre a la defensiva, se batió de una manera

casi mecánica. La cabeza seguía dándole vueltas a su precaria situación.

Después de que Serena se marchara de Lacey Court, la fiesta le había resultado a

Wyndham insoportablemente aburrida, a pesar de que ella lo había estado ignorando

durante los dos últimos días. Había intentado convencerse a sí mismo de que había

estado perdiendo el tiempo. No le correspondía a él solucionar los problemas de la

señorita Reeth. Podía arreglárselas muy bien ella sola.

Pero desde que volviera a la ciudad la había visto varias veces durante la última

semana, y se había sorprendido con un ataque de celos al encontrarla asida del brazo de

Hailcombe. Se había obligado a concentrarse en sus cosas, pues lo esperaba un

inminente viaje a Brighton. La costumbre exigía que los caballeros de la aristocracia

siguieran al príncipe, quien ya había abandonado la ciudad para pasar una temporada en

Brighton con sus amigos.

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Wyndham estaba pensando que Brighton no le suponía el menor atractivo en esos

momentos de su vida, cuando vio que Buckworth se disponía a tirar un ataque en cuarta,

directo al hombro. Intentó bloquearlo con una parada, pero fue demasiado tarde y la

punta abotonada lo tocó en el hombro izquierdo.

-Touché -admitió, retrocediendo.

-No ha tenido ningún mérito -señaló Buckworth, levantando una mano para quitarse

la máscara protectora-. Tu guardia es pésima, y lo sabes.

-Cierto -suspiró Wyndham, quitándose la careta-. Creo que ya he tenido suficiente.

-¿Qué te ocurre, mi joven amigo? -le preguntó Buckworth. Le quitó el florete y lo

dejó junto al suyo en el armero.

Wyndham se limitó a responder con un gruñido, le tendió la careta a uno de los

sirvientes y se dirigió hacia el vestuario. Más le valdría a Buckworth haberle preguntado

qué no le ocurría. ¿Por dónde podía empezar? ¿Diciéndole que había sido un estúpido?

Eso no hacía falta ni decirlo. Se había mostrado precipitado, irreflexivo e imprudente. Y

lo había pagado muy caro.

Un brazo grande y fuerte se posó en sus hombros.

-¡Vamos, hombre, suéltalo! -lo animó Buckworth! -¿Se trata de la pequeña Reeth?

Wyndham miró rápidamente a su alrededor, pero los vestuarios estaban desiertos.

Casi todos los que frecuentaban la academia de Angelo debían de seguir practicando en

la gran sala habilitada para tal efecto.

-Lo que tú digas -murmuró.

Se apartó de su amigo y fue a llenar de agua una jofaina.

-No voy a olvidarme del tema, amigo mío -dijo Buckworth, llenando otra jofaina-.

Así que ya puedes ir contándomelo.

Wyndham se quitó la camisa y se vertió agua sobre el cuerpo.

-No sé por dónde empezar -admitió-. Pero puedo decirte que la he fastidiado.

-Eso ya lo he deducido yo solo -repuso su amigo-. Nunca he conocido a un hombre

que haya sufrido un desamor que no se haya disparado a sí mismo en el pie.

Wyndham soltó una áspera carcajada y agarró el jabón. Con unas pocas frases puso

a su amigo al corriente de los hechos más destacados. No se guardó ninguna

información relevante, pues con Buckworth podía desprenderse de los formalismos

sociales. No en vano, confiaba en él más que en ninguna otra persona.

-Tendría que habérmelo imaginado - concluyó amargamente-. Sólo tiene dieciocho

años.

-Eso no quiere decir nada, George. He conocido a muchas chicas de dieciocho años

que no se inmutarían ante nada. Todo depende de la educación recibida.

-Su padre es muy estricto. Y ella es demasiado inocente e infantil. Basta escucharla

para darse cuenta. ¡Sabe Dios la clase de historia que Reeth se habrá inventado en

interés de su hija! Y justo cuando creía haberla convencido de lo contrario...

Apretó los dientes al sentir cómo volvía a invadirlo una furia ciega. Sabía que

Serena había huido aterrorizada por culpa del beso y que ahora lo miraba con desprecio.

Estaba casi convencido de que había decidido creerse todas las historias que le habían

contado para ponerla en su contra. Y si a eso le añadía las prohibiciones impuestas por

su padre, no le quedaba la menor esperanza de recuperarla.

Miró a Buckworth, que se estaba frotando vigorosamente con una toalla mientras lo

observaba con expresión divertida.

-¿Qué te hace tanta gracia? -Preguntó Wyndham-. ¡Mi vida está hecha pedazos y a ti

sólo se te ocurre reírte!

Buckworth le sonrió y le arrojó una de las toallas que colgaban del toallero.

-Siempre pensé que encajarías muy mal el golpe.

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-¿Qué golpe?

-El amor.

Wyndham se quedó inmóvil, con la toalla sobre el hombro desnudo. Miró

tranquilamente a los brillantes ojos de su amigo, que había conseguido llamar su

atención con una única palabra. Lo sorprendía que, a pesar de todo, nunca hubiera

admitido la verdad.

Al haber sufrido el rechazo de Reeth había intentado olvidarse de todo el asunto.

Pero le había resultado imposible. Había creído que eran los problemas y angustias de

Serena lo que lo impulsaba a actuar. ¿Se había estado engañando a sí mismo todo el

tiempo?

-Estoy desesperadamente enamorado de ella, Buckworth -murmuró, aturdido-. ¿Qué

demonios voy a hacer?

Octubre llegaba a su fin, y la solitaria semana que transcurrió desde que Serena se

marchara de Lacey Court pareció durar una eternidad. Hailcombe había sido su

acompañante en todos los eventos a los que había acudido, y Laura le había revelado,

con bastante satisfacción por su parte, que todo el mundo esperaba con impaciencia la

noticia del compromiso.

Serena no había oído los rumores porque vivía en un mundo aparte donde nada

parecía ser real. Las palabras y gestos le salían de un modo casi mecánico, y no podía

recordar lo que había dicho a los cinco minutos de tener una conversación.

Sólo había una cosa que traspasara la nube de abstracción con la que se había

envuelto. A pesar de su empeño por sacar de su vida y de su recuerdo a un caballero de

nombre impronunciable, en las tres ocasiones en que lo vio, asistiendo a los mismos

eventos que ella, una dolorosa punzada la había puesto en alerta.

El recuerdo de la semana anterior saltaba de uno a otro de esos encuentros

inoportunos. El problema era que Wyndham se mostraba tan agradable como siempre,

con aquella sonrisa y afabilidad que tanto lo caracterizaban... aunque no fuera hacia ella.

¡Tendrían que haberle crecido cuernos y una cola! Era intolerable que ocultara su

verdadera personalidad bajo aquella fachada tan encantadora que la había cautivado. Su

conducta no podía ser más hipócrita.

Pero aquellas reflexiones no conseguían aliviar su profundo desánimo. Más bien al

contrario. Su expresión decaída acabó por provocar las protestas de Laura.

-¡Mi querida niña, cualquiera diría que estás al borde de la muerte! Intenta mostrarte

un poco más animada. Hailcombe vendrá esta mañana a ver a tu padre, y sin duda

tendrás que recibirlo.

Serena apenas fue consciente de la advertencia.

-¿No estuvimos con él anoche, en la ópera?

Laura chasqueó con la lengua y se quitó las gafas.

-Me gustaría que salieras de ese estúpido letargo, Serena. Anoche le oíste decir que

vendría esta mañana a ver a tu padre. Y no me digas que no te enteraste, porque te

mostraste de acuerdo con la visita.

Serena no recordaba haber dicho nada, pero la noche anterior había sido una prueba

muy dura para ella. El vizconde había ocupado un palco frente a ella. Parecía estar

acompañado por su tía, lady Lacey, pero Serena no pudo asegurarlo, ya que había

mantenido la mirada fija en el escenario. De nada le sirvió. Hasta ese momento no había

sabido lo mucho que podía abarcar la visión periférica, ni lo molesta que podía ser una

sola figura a lo lejos.

Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de Lisset.

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-Su señoría quiere que se reúna con él en la biblioteca, señorita Serena.

Serena lo miró inexpresiva.

-¿Te refieres a lord Hailcombe?

-Lord Hailcombe está en el salón del primer piso. Es lord Reeth quien desea verla en

la biblioteca.

-Muy bien, voy enseguida.

El mayordomo se retiró y Serena se levantó del sillón, pero su prima la detuvo.

-Un momento, niña -dijo, dándole unos retoques a sus rizos dorados y al recatado

vestido de muselina-. Ya está, con esto será suficiente. Y ahora, Serena, vas a cumplir

con tu deber, ¿verdad? No te servirá de nada huir.

Serena reprimió las náuseas.

-Estoy preparada, prima.

Laura le lanzó una mirada dubitativa, pero la acompañó por el pasillo y las escaleras

hasta la biblioteca. Abrió la puerta y le dio un pequeño empujón para meterla en la

habitación.

Lord Reeth estaba de pie junto a la chimenea, con una mano en la repisa. Al oírla

entrar, giró la cabeza y la apuntó con su nariz romana. Su mirada no dejaba lugar a

dudas, y una punzada de inquietud traspasó el reconfortante manto de irrealidad que

rodeaba a Serena.

-¿Querías verme, papá?

Su padre siguió mirándola en silencio durante unos momentos, como si intentara

satisfacer alguna duda. El escrutinio resultó tan inquietante que Serena bajó la mirada.

-No me imagino lo que ha podido pasar en Lacey Court para ejercer este cambio en

ti, Serena -empezó Reeth, en un tono tan grave que a Serena se le encogió el estómago-.

Laura me ha asegurado que desde tu regreso has mostrado una obediencia intachable.

Confío en que sea cierto.

Serena mantuvo la cabeza gacha, con las manos entrelazadas a la espalda y los

labios sellados, como una colegiala. No había nada que decir.

Su padre siguió hablando tras una pausa.

-Lord Hailcombe ha decidido mostrarse magnánimo y olvidar el comportamiento tan

ofensivo que tuviste con él al principio. Me ha dicho que en estos últimos días ha

podido ver en ti esa docilidad sobre la que puede sustentarse el tipo de alianza que desea

-su voz se endureció-. En otras palabras, Serena, quiere una esposa que sepa cuáles son

sus obligaciones y de la que pueda esperar obediencia.

La neblina que oscurecía la mente de Serena empezó a disiparse, barrida por una

creciente sensación de inquietud parecida a la que sintió cuando oyó hablar por primera

vez de la proposición de Hailcombe.

Mantuvo la mirada fija en el suelo, para que los penetrantes ojos de su padre no

pudieran penetrar en el vacío secreto de su pecho.

-¿No tienes nada que decir? -le preguntó con escepticismo.

Serena respiró hondo para intentar sofocar la ola de pánico y levantó la mirada.

-¿Qué quieres que diga, papá?

-¡Santo Dios! ¿Es que no lo sabes? No pienses que no te he observado de cerca.

Puede que te muestres sumisa, pero te conozco muy bien, Serena, y sé que esa actitud

no es natural en ti. ¿A qué estás jugando?

El dolor acució a Serena a hablar.

-De verdad, papá, que no sé a lo que te refieres. Estoy lista para cumplir tu voluntad.

Cambié de opinión hace un tiempo.

Reeth frunció el ceño.

-¿Aceptarás a Hailcombe?

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-Si ése es tu deseo -respondió ella.

Pero su padre no parecía satisfecho.

-Te lo advierto, Serena. Si vuelves a avergonzarme, no tendré clemencia contigo.

La advertencia no podía ser más clara y barrió los restos de la coraza protectora de

Serena. El corazón le golpeó dolorosamente las costillas. Su intención era obedecer a su

padre sin rechistar. No había necesidad de amenazarla.

-No hace falta que me lo digas -respondió con reproche-. Te he dado mi palabra.

-¡Pues más te vale cumplirla! -insistió su padre.

Pasó junto a ella y abrió la puerta de un tirón. Serena se giró y vio a su prima

esperando en el pasillo.

-Llévatela al salón, Laura. Pero tú espera fuera. Déjale que lo vea a solas.

Hailcombe estaba de pie tras uno de los sofás, aparentemente absorto con lo que

sucedía en la plaza. Serena volvió a sentir una oleada de náuseas, pero se recordó que su

determinación era inquebrantable. Caminó en silencio hacia el centro del salón,

mientras la puerta se cerraba tras ella.

Hailcombe levantó la cabeza y la miró con expresión ceñuda. No era un rostro feo,

pensó Serena. Recia mandíbula y rasgos proporcionados. Si al menos sus cejas no

fueran tan pobladas y su sonrisa fuera más agradable...

¿Era una sonrisa la mueca de sus labios? Mostraba sus dientes, pero sus ojos no

brillaban de calor. Eran grises, como los de Wyndham. Pero muy distintos.

Serena contuvo el aliento. ¿Por qué había pensado en él? Aquélla era la clase de

comparaciones en las que no debía pensar. Sintiendo cómo perdía el control, bajó la

mirada e hizo una reverencia.

-¿Quería verme, señor?

Hailcombe rodeó el sofá y caminó hasta la chimenea, quedándose a corta distancia

de Serena.

-¡Mírame!

Era una orden. A Serena le dio un vuelco el corazón, pero obedeció y volvió a

levantar la mirada. La pose y expresión de Hailcombe denotaban una arrogancia

sarcástica.

-¿Has renunciado ya a seguir rebelándote?

Serena no supo qué contestar. ¿Hailcombe estaba investigando si tenía el camino

libre o sólo se estaba burlando de ella? Su figura emanaba fuerza y poder, a pesar de

tener un cuerpo fofo y flácido.

Al no recibir respuesta, Hailcombe siguió con su despreciable sarcasmo.

-No pienses que estoy celoso. Eres muy joven, y los jóvenes son muy caprichosos.

Sabía que con el tiempo acabarías por entrar en razón.

Desprovista de la coraza de insensibilidad que la había mantenido dócil y sumisa,

Serena no pudo evitar la réplica.

-Mi cambio de opinión, señor, no tiene nada que ver con usted.

Hailcombe se echó a reír.

-¿Crees que eso me preocupa cuando, sea como sea, me seguiré llevando el premio?

De no haber sucumbido a su aciago destino, Serena habría rechazado con asco

aquella suposición. ¿No había pasión ni sentimiento en aquel compromiso? ¿Todo había

sido mentira? Pero de ser falsa su declaración, ¿por qué quería casarse con ella?

-Parece estar muy seguro de ello, señor.

-Tengo razones para estarlo, ¿no crees? Te has portado muy bien conmigo estos

últimos días. Me has hecho albergar esperanzas.

¿Acaso no había sido ésa la intención de Serena? Entonces, ¿por qué se sentía tan

mal? Sin saber qué decir, hizo otra reverencia.

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-Oh, eso sí que es sumisión -dijo él, muy satisfecho de sí mismo-. Un buen augurio

para el futuro en común que nos espera, señorita Reeth... ¿O puedo llamarte ya por tu

bonito nombre... Serena?

Se apartó de la repisa y dio un par de pasos hacia ella.

-Me parece que me estoy precipitando. Vamos a hacerlo como es debido.

Le hizo una torpe y exagerada reverencia y Serena se preguntó si lo estaba haciendo

en serio.

-Señorita Reeth, ¿me concedería el honor de ser mi esposa?

A Serena se le formó un nudo en el pecho. Sabía que debía darle una respuesta, pero

era incapaz de articular palabra. Tragó saliva con dificultad y se limitó a hacer otra

reverencia. No podía hacer otra cosa.

Lord Hailcombe pareció encantado de aceptar aquel gesto como respuesta, y se

irguió en toda su estatura frente a ella. Serena se hundió en sí misma, sintiéndose cada

vez peor. Los ojos grises de Hailcombe la miraron con dureza bajo sus pobladas cejas,

aunque una sonrisa curvaba sus labios.

-Eres preciosa... -dijo, tomándole la barbilla-. Tu belleza me lo ha puesto muy

difícil, pero no me quejo. ¡Ahora soy el hombre más feliz del mundo!

Los labios carnosos sobresalieron en una mueca horrible. Antes de que Serena

pudiera adivinar sus intenciones, Hailcombe le había puesto las manos en los hombros y

había bajado el rostro hasta quedar a su altura.

Un segundo después, una porción de carne húmeda y correosa se había pegado a su

boca, y una lengua aceitosa se había abierto camino entre sus labios.

Durante unos instantes Serena se quedó rígida e inmóvil de puro espanto. Pero

entonces el estómago se le revolvió y una frenética sacudida le dio las fuerzas para

liberarse. Con el dorso de la mano intentó borrarse la huella obscena del beso y no pudo

seguir conteniendo las sensaciones que la consumían.

-Es inútil. ¿Cómo podría casarme con usted? ¡Lo único que me provoca es asco!

Se dio la vuelta y salió corriendo del salón, pasando junto a su horrorizada prima.

Con una mano pegada a la boca y con la otra levantándose las faldas, corrió a buscar

refugio en su dormitorio, convencida de que empezaría a vomitar de un momento a otro.

Los violentos golpes en la puerta cesaron finalmente, y las coléricas órdenes de su

padre para que Serena saliera habían dejado paso a una conversación en voz baja en el

pasillo. Como había arrastrado, no sin mucho esfuerzo, el pesado aparador de roble

hasta la puerta para formar una barricada junto a su mesita de noche y dos sillas, Serena

no podía acercarse lo suficiente para pegar la oreja a la madera... aunque tampoco se lo

hubieran permitido sus piernas temblorosas. Por tanto, no podía oír lo que se estaba

diciendo, pero sí le quedó claro que quienes hablaban eran su padre, su prima y la

víctima de su violento rechazo.

Aún estaba temblando por la furiosa diatriba que se había desatado al otro lado de la

puerta. La ira de su padre no conocía límites, y Serena podía estar agradecida de haber

sido lo bastante previsora para cerrar con llave. En su frenética huida no había podido

hacer otra cosa que cerrar con un portazo, echar el cerrojo y correr hacia la mesilla. Con

las prisas había dejado caer la jarra de agua, que afortunadamente estaba vacía, y había

conseguido sujetar la jofaina con ambas manos.

Los mareos habían remitido, pero las náuseas seguían invadiéndola de vez en

cuando. Había permanecido en la cama unos minutos repulsivos, aferrando con fuerza la

jofaina y sacudida por fuertes arcadas, hasta que oyó las amenazadoras pisadas de su

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padre. Al primer golpe y grito, Serena se había levantado con dificultad de la cama y se

había quedado de pie, temblando de pánico.

-¡Serena, abre esta puerta!

La orden fue repetida varias veces. Pero Serena, lejos de obedecer, y recordando las

amenazas de su padre, había atrancado la puerta con los muebles.

-¡Avisa a alguien para que echen la puerta abajo, Laura! -había exigido su padre,

pero su prima se había negado rotundamente.

-Te ruego que no recurras a esos extremos, Bernard. No puede quedarse ahí dentro

para siempre. Sólo debes tener paciencia.

-¿Paciencia? ¡Yo le enseñaré a tener paciencia!

Aquella amenaza había sido el preludio de una furiosa retahíla de imprecaciones e

invectivas, acompañada por el estruendo de los puños aporreando la puerta. Cuando su

padre se quedó sin aliento, Serena se encontró arrinconada contra la pared, con la cama

entre la puerta y ella, como si pretendiera refugiarse en el interior de la mampostería.

Podía distinguir la voz de Hailcombe y la de su prima entre los gruñidos de su padre,

pero no entendía las palabras.

Finalmente las voces se apagaron, y el ruido de pisadas indicó que se habían

retirado.

Las piernas dé Serena acabaron por ceder y se desplomó contra la base de la pared.

Durante lo que le pareció una eternidad fue incapaz de moverse del sitio, mientras su

cerebro empezaba a asimilar lo sucedido. Y con la dolorosa asimilación llegaron

también las preguntas. ¿Cómo podría unirse a una repugnante criatura como

Hailcombe? ¿Y cómo conseguiría escapar de él? ¿Qué podía hacer? Su prima Laura

tenía razón: no podía quedarse allí para siempre. ¿Su padre se mostraría más indulgente

cuando se hubieran enfriado los ánimos? El castigo la esperaba, por mucho tiempo que

pudiera retrasarlo. Y retrasarlo sería lo que hiciera, pues prefería morir antes que casarse

con Hailcombe. ¿Cómo iba a soportar una vida de asco a su lado? ¡Mejor sería tirarse

por la ventana!

Aquel pensamiento tan absurdo la hizo entrar en razón. La muerte no era la solución.

Debía pensar en alguna manera para aplacar a su padre y convencerlo de que era

imposible acceder a sus demandas.

Las perspectivas eran tan desalentadoras que dejó escapar un profundo suspiro,

maldiciendo la raíz de todos los males.

-¡Oh, Wyndham! ¿Por qué tenías que ser un libertino?

Entonces recordó su beso. En su momento la había horrorizado, pero ¡qué distinto

había sido a los fríos y babosos labios de Hailcombe! El beso de Wyndham la había

traspasado con una llamarada de calor. Si tuviera que enfrentarse otra vez a su abrazo y

a la invasión de su inocencia, lo preferiría mil veces antes que soportar un solo segundo

en los brazos de Hailcombe.

Pero no podía elegir, pensó desconsoladamente. Se levantó del suelo y se arrojó en

la cama. Poco a poco sintió que desfallecía y cerró los ojos.

Agotada, física y emocionalmente, no recuperó la consciencia hasta que oyó unos

golpes suaves en la puerta. Se incorporó y, sin acordarse de las circunstancias que la

habían llevado a encerrarse en el dormitorio, preguntó quién era.

-Soy Mel, Serena. Abre la puerta, por favor.

Desconcertada, miró la barricada que había levantado contra la puerta. ¿Qué estaba

haciendo Melanie allí? ¿Y qué hacía ella acostada en mitad del día?

Pasaron unos momentos antes de que lo recordara todo. Se levantó sobre pies

temblorosos y cruzó lentamente la habitación.

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-¿Me oyes, Serena? -le preguntó Mel-. Sal enseguida, por favor. La señorita Geary

está aquí, y cree que tendrías que venirte a mi casa esta noche.

Serena alcanzó la puerta y sintió que la esperanza brotaba con las palabras de

Melanie. No obstante, se mostró desconfiada. ¿Sería una trampa?

-¿Mel? ¿De verdad eres tú?

-¡Pues claro que soy yo! He venido con mi madre a la ciudad para encargar mi traje

de novia. Pero eso no importa ahora. Déjame ayudarte, mi querida Serena. No puedes

que darte ahí dentro para siempre. Además, pronto empezarás a tener hambre.

Hasta ese momento Serena no había pensado en ello. Pero ahora que se le habían

pasado las náuseas empezaba a sentir la punzada del hambre. Sin embargo, debía

proceder con cautela.

-¿Laura?

-Mi pobre niña -dijo su carabina con voz ansiosa-. No tienes nada que temer. Tu

padre ha salido. Vamos, Serena, abre la puerta.

-¿Y Hailcombe? ¿Está aquí?

-Claro que no. Se marchó hace unas horas, muy ofendido.

Melanie volvió a suplicarle que saliera.

-Serena, no sé lo que ha pasado aquí, pero te prometo que estarás a salvo en mi casa.

Aún costó un poco más, pero finalmente se dejó convencer. Con mucho esfuerzo

retiró los muebles y abrió sigilosamente la puerta.

Al encontrarse con las dos mujeres a cuyos ruegos había sucumbido, se arrojó en los

brazos de Melanie sin poder contener las lágrimas.

Laura también tenía los ojos humedecidos, pero la acució para que se diera prisa.

-Tienes que marcharte enseguida, antes de que tu padre regrese. Cerraré la puerta

por fuera y Lisset y yo fingiremos que te has negado a abrir o a hablar.

-Pero ¿qué pasará por la mañana? -Quiso saber Melanie, enderezando su sombrero

rosa mientras las tres entraban en el dormitorio para hacer apresuradamente el equipaje-.

No podréis fingir para siempre que Serena está en su habitación.

Laura se irguió con firmeza.

-Mañana confesaré la verdad... y diré muchas más cosas. Espero que Bernard se

lleve un buen escarmiento.

Serena no quiso manifestar sus dudas al respecto, pero le suplicó a su prima que no

corriera ningún riesgo.

-He llevado la paciencia de mi padre al límite y no quiero que seas tú quien lo

pague, prima.

-No conoces a tu padre, niña. En estos momentos ya se habrá calmado, y te aseguro

que le estará remordiendo la conciencia. Créeme, Serena, si se pasa una noche

convencido de que estás encerrada en tu habitación por miedo a sus represalias, por la

mañana será un hombre nuevo.

Alentada por las prisas de Laura, las dos jóvenes no tardaron en bajar las escaleras.

El mayordomo hacía guardia en el vestíbulo y les indicó que el camino estaba

despejado.

Con una pequeña bolsa que contenía las prendas más necesarias, ataviada con una

pelliza verde oscuro y una piel al cuello, y con la mano libre enfundada en un manguito

a juego, Serena se despidió agradecida de su prima y salió corriendo de la casa hacia el

carruaje que la aguardaba.

La casa que los Lacey poseían en la ciudad estaba situada en Hay Hill, a corta

distancia de Hanover Square. A pesar del breve trayecto, Melanie se las ingenió para

sonsacarle a su amiga un resumen de los hechos, prometiéndole que todo saldría bien...

en cuanto hubiera superado el inevitable interrogatorio de su madre.

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-Mi madre se preguntará por qué te he invitado a quedarte conmigo si tienes una

casa propia, sobre todo ahora, que estamos tan ocupadas con los preparativos de la

boda.

-¿No sería mejor que volviera a casa, Mel?

-¡Ni hablar! -Declaró Melanie con vehemencia-. ¿Has olvidado que estás huyendo?

Mira, ya estamos en Berkeley Square. Llegaremos a casa en un santiamén. No tengas

miedo, Serena. Me inventaré una historia que sea creíble para mi madre.

Serena no conocía muy bien a Melanie, pero la semana que había pasado en su

compañía le había bastado para confiar en ella. Además, le estaba tan agradecida por su

ayuda que no puso más reparos. Aunque no era tan optimista con la determinación

mostrada por su prima para apaciguar a su padre.

El carruaje se detuvo frente a una bonita casa, mucho más pequeña que la mansión

Reeth de Hanover Square, pero idónea para vivir en la ciudad. Las dos jóvenes se

bajaron y las puertas se abrieron de par en par para recibir a la hija de la casa.

No sin cierto escrúpulo, Serena permitió que el criado se hiciera cargo de su bolsa y

pelliza.

-Súbelas con mis cosas, Bordón, y dile a la señora Pawley que prepare la habitación

contigua a la mía para mi invitada -ordenó Melanie, y condujo a Serena hacia una puerta

en la planta baja, a la derecha del vestíbulo-. Será mejor que nos presentemos ante mi

madre cuanto antes -le susurró antes de entrar.

Serena siguió a su anfitriona a un gran salón con empapelado de rayas azules y

cremosas y encaje dorado. El esquema de color se repetía en los cojines y tapizados de

los sillones y sofás. En uno de ellos estaba sentada lady Lacey, pero a Serena no le

produjo una gran impresión, pues no tardó en descubrir que la señora de la casa no

estaba sola.

En un sillón junto al fuego estaba el señor Camel Ford, quien se levantó para saludar

con entusiasmo a su prometida. Y de pie junto a la ventana había otro caballero, de

modo que solamente su perfil era visible desde la puerta. Serena apenas había avanzado

unos pasos cuando el caballero se volvió y ella descubrió que no era otro que

Wyndham.

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CAPÍTULO 6

Tan absorta había estado Serena en la huida de Hanover Square que no había

pensado ni por un momento que la presencia del primo de Melanie en aquella casa era

más que previsible.

La reacción que le provocó no estuvo precisamente dictada por el deber o el sentido

común, pues su primer impulso fue correr hacia él y arrojarse en sus brazos en busca de

protección.

Afortunadamente, pudo reprimir aquel deseo cuando lady Lacey se dirigió a ella

para saludarla.

La madre de Melanie era una mujer madura de aspecto juvenil, que aún conservaba

una buena figura y parte de esa calurosa despreocupación que caracterizaba a su hija.

-Es un placer volver a verte, señorita Reeth. ¿Has venido a cenar con nosotros? Fue

una lástima que te marcharas la semana pasada. Te echamos mucho de menos.

-Sí, y por eso he invitado a Serena a quedarse un par de días, mamá -declaró

Melanie, apartándose rápidamente de su prometido.

-¿A quedarse? Pero, ¿qué pasa con tu traje de novia, cariño? No quiero decir que no

seas bienvenida, Serena, pero...

-Serena me ayudará a elegir el vestido, mamá. ¡Es muy aburrido ir sola de compras!

Sé que ibas a acompañarme tú, mama, pero será mucho más divertido si también viene

mi nueva amiga -cruzó el salón y rodeó con los brazos a una avergonzada Serena-. No

lo pongas difícil, mamá, porque quiero hacer esto a mi manera.

-Siempre haces las cosas a tu manera -comentó Wyndham, dando un par de pasos

hacia Serena para hacer una ligera reverencia. Hablaba con naturalidad deliberada,

como si no hubiera sucedido nada entre ellos.

-¿Cómo está, señorita Reeth? Le ruego que no tenga en cuenta esta cháchara.

Conozco a mi tía Lacey y sé que no la dejará en la calle.

-¡Claro que no! -Exclamó lady Lacey, riendo-. De verdad, querida, que estoy muy

contenta de tenerte con nosotros. John, haz sonar la campanilla.

-Si es para avisar a Bordón, no es necesario, mamá. Ya me he encargado de todo.

Serena va a ocupar la habitación contigua a la mía.

Serena se encontró sentada junto a lady Lacey, quien la incluyó de inmediato en la

conversación que había estado manteniendo con su futuro yerno cuando las dos jóvenes

entraron en el salón. Serena apenas participó de la misma, ya que no pudo evitar fijarse

en que el vizconde se llevaba a su prima aparte para hablar con ella. Ojalá Melanie no la

traicionara. Si Wyndham se enteraba de las horribles circunstancias que la habían hecho

escaparse de casa, más valdría que se la tragara la tierra.

-Por amor de Dios, Mel, ¿qué ha ocurrido? -Preguntó Wyndham en voz baja y

apremiante-. ¡Tiene un aspecto horrible! Y no me cuentes otra vez esa tontería del traje

de novia. Está muy bien para engañar a mi tía, pero no te servirá conmigo.

-No puedo decírtelo -confesó Melanie con sinceridad-. Ni siquiera yo misma he

averiguado mucho. Sólo sé que la pobre Serena estaba escondida en su habitación,

muerta de miedo.

Wyndham sintió que se le encogía el corazón.

-¿Por qué razón? ¿Tiene algo que ver con ese tipo miserable... Hailcombe?

-No tengo la respuesta, George. Deberías preguntárselo a Serena.

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-¿Cómo puedo hacer eso? -Preguntó él con irritación, recordando el último

encuentro-. Tal y como están las cosas entre nosotros...

Su prima lo miró con una expresión tan severa que lo dejó desconcertado.

-¿Cómo están las cosas, George?

Wyndham adoptó una expresión de escepticismo.

-Creo que lo sabes muy bien.

-No me he ganado su confianza, si es eso lo que piensas.

-En ese caso no tienes por qué censurarme.

-¿Eso hago? -Preguntó ella con una risita-. Deberías decírselo a Camel. Está

convencido de que no tengo la menor idea de lo que es la censura.

-¡No me extraña! -Corroboró Wyndham haciendo chasquear la lengua-. Pero no

cambies de tema, Mel. Y deja de intentar convencerme de que no sabes lo que le ocurre

a Serena.

Melanie puso los ojos en blanco.

-Creo que era de su padre de quien Serena se ocultaba. Por lo poco que he

conseguido averiguar, parece que la está obligando a casarse con un hombre horrible -

una sombra de malicia le cruzó el rostro-. Pero si piensas hacer de caballero andante,

George, sé cómo ayudarte.

El salón rosado era una habitación muy acogedora, con sus paredes pintadas de rosa

y una chimenea de mármol en la que ardía alegremente un fuego. No era solamente la

cercanía de noviembre lo que le causaba escalofríos a Serena, sino el temor de que su

padre fuera en su busca.

Melanie le había prometido que allí estaría a salvo, en aquella pequeña habitación

familiar donde muy pocos invitados eran acomodados.

-Y, en cualquier caso, si tu padre se presenta, Bordón le dirá que no estás aquí.

Con una afirmación semejante, Serena podía estar tranquila. Era horrible tener que

mentirle a su padre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La conciencia no dejaba de

atosigarla, después de tantas mentiras. La excusa que se había inventado Melanie para

justificar su presencia ante lady Lacey había sido reemplazada por otro engaño más.

-Está claro que no te encuentras bien para salir conmigo, mi querida Serena.

Además, estoy segura de que no querrás pasearte por las tiendas. Le diré a mi madre que

te duele la cabeza.

Serena se mostró encantada por recurrir a aquella otra mentira, pues la idea de salir a

la calle y encontrarse con Hailcombe o con su padre la horrorizaba. Por otro lado,

confinada en aquel pequeño salón se sentía inquieta y nerviosa.

Se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Desde allí empezó a pasearse entre los

dos juegos de sillas de respaldo alto y asiento de brocado y que componían el único

mobiliario del salón, además de un pequeño escritorio y un par de mesitas.

Pero tendría que volver tarde o temprano. Y si su prima no conseguía que su padre

desistiera de sus propósitos... algo muy poco probable, pues la pobre Laura no podía

ejercer la menor influencia sobre él, ¿qué pasaría entonces? Aparte del espeluznante

castigo que la aguardaba, no podía pensar en nada más. Sólo sabía que el asco que le

producía Hailcombe eliminaba cualquier posibilidad de convertirse en su esposa. Si su

padre se mostraba inflexible, ¡sería capaz de abandonarse a la merced de Wyndham!

La puerta se abrió y Serena, que en ese momento estaba junto a la ventana, se giró

rápidamente para encontrarse con el mismísimo vizconde.

-No te enfades, por favor -se apresuró a rogarle él, viendo cómo sus pálidas

facciones se contraían en una mueca ceñuda.

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-¡No deberías estar aquí!

Wyndham entró en la habitación y cerró la puerta.

-Ya sé que no está bien, pero no puedo evitarlo, Serena. Me resulta imposible

mantenerme al margen cuando te veo así.

Serena sintió que una punzada de calor le atravesaba el pecho. Sin saber lo que

hacía, se acercó a la silla más cercana y se aferró fuertemente al respaldo, como si

temiera desplomarse si no buscaba apoyo.

A Wyndham se le encogió el corazón al verla tan afligida. Tenía el pelo suelto,

cayéndole sobre los hombros, y el vestido se ceñía a sus pechos de tal manera que a

Wyndham se le secó la garganta al contemplarlos. Se obligó a desviar la mirada hacia su

rostro y se acercó a la chimenea.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó, poniendo una mano sobre la repisa-. ¿O debería

decirte primero lo que sospecho?

Serena sacudió la cabeza en silencio. La noche anterior había soñado con él

acudiendo en su ayuda, pero su presencia real la obligaba a afrontar la imposibilidad de

ver cumplidas sus esperanzas. Los recuerdos de su último encuentro en Lacey Gourt la

asaltaron de golpe. ¡Tanto si se casaba con Hailcombe como si le pedía ayuda a

Wyndham, estaría abocada a la desgracia!

-No sé por qué has venido -dijo, sin mirarlo-. Ni sé por qué quieres... por qué

quieres...

-¿Ayudarte? ¿Has olvidado que te di mi palabra de que te ayudaría en todo lo que

pudiera? -para luego romperla, podría haber añadido-. Quiero que te quede muy claro

que no he venido a importunarte de ningún modo. Pero espero que, al menos, puedas

aceptar mis disculpas por mi intolerable conducta. Te aseguro que no se repetirá.

Serena no supo qué decir. El recuerdo de sus apasionadas caricias la llenaba de

calor... y no solamente por vergüenza. Aquella última promesa la había dejado

ridículamente decepcionada.

Sin darse cuenta, Serena se quedó contemplando la fuerza que escondía el cuero de

ante y las botas altas, y se sorprendió a sí misma luchando contra la fuerza de la

atracción. Levantó la mirada hasta la chaqueta entallada de velarte y el pelo oscuro y

alborotado. Entonces lo miró a sus ojos grises y se quedó aturdida al ver la

preocupación que se reflejaba en ellos.

-No vuelvas a pensar en eso, por favor - dijo-. Te aseguro que yo ya lo he hecho -

¡Que Dios la perdonara por mentir otra vez!

-Gracias -respondió él en voz baja y gélida. Frunció el ceño y le indicó la silla que

Serena estaba agarrando-. ¿No vas a sentarte?

Serena se sentó, juntó las manos en el regazo y desvió la mirada hacia el fuego, en

un intento por aliviar la inquietud que le provocaba su presencia.

Wyndham se sentó frente a ella y recorrió sus rasgos con la mirada. Estaba pálida y

tenía ojeras. Por un momento pensó que aquella lozanía que tanto lo había cautivado al

principio se había borrado por completo. Sólo tenía dieciocho años y su alegría vital ya

había sucumbido a las embestidas del destino. Era una amarga ironía que la única mujer

por la que había sentido algo estuviera lejos de su alcance. Pero al menos podía hacer lo

que permitía la amistad. Abandonarla a su suerte era intolerable.

-Serena, si no confías en mí, deja que al menos te dé una advertencia.

Ella lo miró espantada.

-¿Una advertencia? ¿Qué quieres decir?

Wyndham levantó la mano en un gesto tranquilizador.

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-No es ninguna amenaza, te lo prometo. Me he tomado la libertad de hacer algunas

averiguaciones. Perdóname, pero cuando estábamos en Lacey Court y me dijiste que te

habías peleado con tu padre, sospeché que la razón era lord Hailcombe.

Un arrebato de furia sacudió a Serena.

-¡Mel te lo ha contado!

-En absoluto. Fue mi amigo Buckworth, quien te ha visto a menudo en su compañía.

También ha visto juntos a tu padre y a Hailcombe, y ha deducido que Reeth y la

señorita Geary estaban animando a ese caballero.

-¡Lord Buckworth no ha sido el único en verlo! -espetó ella-. Mi prima dice que todo

el mundo espera el anuncio de nuestro compromiso.

Wyndham se inclinó hacia delante.

-En ese caso, debo suplicarte encarecidamente que lo pienses bien antes de

comprometerte con un hombre al que se le pueden atribuir los hechos más inquietantes.

Serena estuvo a punto de refutar cualquier propósito de comprometerse con

Hailcombe, pero se tragó las palabras y, con un destello de esperanza, recordó que

Wyndham había mencionado unas averiguaciones.

-¿Has descubierto algo que pueda desprestigiarlo?

-Y no sólo eso -admitió el vizconde-. Discúlpame por hacerte esta pregunta, pero ¿tu

dote es lo suficientemente valiosa para tentar a un caballero en apuros económicos?

-Eso deberías saberlo tú -dijo Serena, sorprendida.

Wyndham soltó una breve carcajada.

-Mi proposición no llegó al punto de investigar tus circunstancias.

Vio cómo se ponía colorada y siguió hablando en tono más amable.

-En cualquier caso, no sería de ningún interés para mí.

¿Lo afirmaba porque era un hombre muy rico? ¿O porque ya no deseaba casarse con

ella?

El rechazo quizá le hubiera hecho replantearse sus sentimientos por ella. Después de

todo, le había dicho que su escandaloso comportamiento no volvería a repetirse. Tal vez

no tenía el menor deseo de repetirlo.

-Mi dote es respetable, pero no es ninguna fortuna -dijo ella, respondiendo a su

pregunta anterior-. Es suficiente para asegurar un buen matrimonio, o al menos eso

asegura mi padre.

No podía comprender cómo su padre había estimado conveniente rechazar a un

pretendiente tan espléndido. Si estaba dispuesto a entregar a su hija a un hombre como

Hailcombe, ¿por qué la obligaba a renunciar a un miembro de la nobleza sólo porque

hubiera llevado una vida inmoral y deshonesta?

-Entonces debe de ser por otra cosa - dijo Wyndham, pensativo.

Serena sintió cómo la indignación brotaba en su interior, y escupió la pregunta antes

de poder refrenarse.

-¿Insinúas que no pudo enamorarse de mí?

-Jamás se me ocurriría insinuar algo así -declaró él.

Serena ahogó un gemido. ¡Wyndham aún sentía algo por ella! Las manos empezaron

a temblarle y tuvo que apretarlas fuertemente para impedir que él lo viera.

Pero Wyndham ya se estaba arrepintiendo de su apresurada respuesta. Había sido

casi una declaración. Una declaración que no podía expresar cuando sabía que tanto

Serena como su padre estaban contra él.

-Estoy convencido de que Hailcombe no puede permitirse el lujo de un simple

compromiso -siguió, recuperando rápidamente la compostura-. No puede introducirse

en los círculos de la nobleza, como bien sabes. Seguramente tiene la esperanza de que lo

acepten gracias a esta unión. Es un aventurero, y su carrera ha tenido muchos altibajos.

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No hay por qué condenarlo por eso, pero te equivocas al suponer que es un hombre

honesto y decente.

-Es mi padre quien lo supone -respondió ella-. Me ha hecho creer que al menos es un

hombre respetable.

-En absoluto. No quiero asustarte con los descubrimientos que he hecho, pero al

menos debes saber que es un hombre que vive de su ingenio y del juego. Lo que

significa que emplea métodos más que dudosos para conseguir favores.

Serena experimentó una extraña sensación de deja vu. Le parecía haber oído antes

aquellas palabras. Su padre la había prevenido contra lord Wyndham, y ahora era

Wyndham quien la prevenía contra Hailcombe.

Se levantó de un salto, enfurecida.

-¿Cómo voy a saberlo? ¿Cuáles son esos métodos? ¿Acaso son más despreciables

que el comportamiento lujurioso de un... de un libertino?

Wyndham también se había levantado y se había quedado muy rígido.

-¿Lo dices por mí? -Preguntó con voz de hielo.

-Date por aludido, si quieres -espetó ella, dirigiéndose hacia la ventana-. Te

agradezco que me hayas prevenido contra lord Hailcombe. ¡Qué lástima que no

pensaras en prevenirme contra ti!

-¡Ya estamos otra vez! -explotó Wyndham, moviéndose hasta el centro de la

habitación para encararla-. ¿Qué te han contado, Serena? ¿Quién ha osado manchar mi

nombre? ¿De qué comportamiento lujurioso se me acusa? ¿Qué he hecho para que me

tomes por un libertino?

-¡Me besaste! -Exclamó ella, echando fuego por los ojos-. Me usaste de la misma

manera que usarías a una...

-¡No lo digas! -La cortó Wyndham-. Sé lo que estás pensando, y no quiero oír esas

palabras en tus labios. Pero tú no sabes nada de la pasión, Serena, aunque creas lo

contrario.

-¿Cómo iba a saber algo de pasión? - protestó ella-. ¡No soy una fulana!

Se quedó boquiabierta por su propio descaro. La mirada del vizconde la hizo

estremecerse de la cabeza a los pies. Y cuando habló, la deliberada tranquilidad de su

voz resultó más escalofriante que un grito de ira.

-Es una suerte que me rechazaras. Si estuviéramos prometidos, un comentario como

ése habría hecho que te abofeteara.

¡Sólo le faltaba oír eso! Serena se derrumbó contra el alféizar de la ventana y se

cubrió el rostro con las manos.

-Márchate -susurró-. Eres igual que mi padre, igual que todos los hombres. No sé

por qué pensé que podías ser diferente.

Wyndham ya se estaba maldiciendo a sí mismo. ¿Qué le había pasado para

amenazarla de aquel modo? ¡Jamás se le hubiera ocurrido hacerle el mínimo daño! Su

intención había sido ofrecerle ayuda y consuelo, no hundirla más en el lodo. ¿Y por qué

había mencionado a su padre?

Se acercó a ella y deslizó el brazo por donde se apoyaba contra la ventana. Ella hizo

un tímido intento por apartarlo, pero él lo ignoró y la llevó en silencio hacia la silla.

Acercó la otra silla y la colocó lo bastante cerca para poder tomarla de la mano.

Obedeciendo a su instinto, intentó hablar en un tono firme y autoritario, en vez de

amable y suave.

-Cuéntame lo que ha pasado.

Los dedos de Serena temblaban en su mano. No podía pensar en nada más que en su

desesperada situación, y las palabras brotaron sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

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-Mi padre está empeñado en que acepte a Hailcombe como marido. No le importa

que odie a ese hombre. Le he suplicado que no me obligue a casarme con él, pero no

quiere dar su brazo a torcer. Incluso me ha amenazado con un castigo físico si no le

obedezco.

Respiró honda y temblorosamente y Wyndham tuvo que hacer un esfuerzo por

contener las acaloradas protestas que tenía en la punta de la lengua. Serena no lo estaba

mirando, y con su mano libre aferraba los pliegues de su vestido de muselina.

-Estaba decidida a obedecerlo -dijo, mirándolo de repente-. Cambié de opinión

después de volver de Lacey Court. Pero cuando él... -la voz se le quebró y se estremeció

violentamente, soltando su mano-. ¡Entonces huí! Me refugié en mi habitación y mi

padre estuvo a punto de echar la puerta abajo. Estaba tan asustada que no podía ni

responderle. Entonces... entonces llegó Mel y mi prima Laura me dijo que debía

marcharme con ella -se le escapó un profundo suspiro-. Pero ahora no sé qué hacer. Mi

padre se presentará aquí de un momento a otro.

-¡No podemos permitir que te encuentre! -declaró Wyndham con firmeza,

poniéndose en pie.

Serena lo miró con el pulso acelerado.

-¿Piensas esconderme?

Él la tomó de las manos y la hizo levantarse.

-No, Serena. ¡Pienso casarme contigo! Aunque tengamos que fugarnos para hacerlo,

si es necesario.

A Serena le dio un vuelco el corazón y, por un instante, todo dio vueltas a su

alrededor. Si Wyndham no la hubiera agarrado, se habría desplomado en el suelo. Pero

el impulso inicial de entusiasmo fue rápidamente sofocado por una nueva oleada de

nervios.

-Suéltame, por favor -consiguió decir-. ¿Puedes darme un momento?

-Tantos como te hagan falta -respondió él, quien también se sentía presa de una

inquietante aprensión. No la soltó enseguida, pues Serena seguía tambaleándose, pero

aflojó su agarre lo suficiente para que ella retirara las manos.

Al verla caminar lentamente hacia la ventana, se sorprendió a sí mismo conteniendo

las dolorosas sensaciones quedo habían asaltado al ser rechazado la primera vez y que

ahora volvían a resurgir.

Pero ahora era distinto, porque estaba frente a Serena en persona, no con su padre, y

estaba convencido de que iba a rechazarlo otra vez, aunque fuera en unas circunstancias

tan extremas. Pero a Wyndham no se le ocurría otra manera mejor de rescatarla.

Serena estaba confusa, desgarrada entre un impulso alocado de entregarse a

Wyndham y una obstinada convicción en que, si lo hacía, estaría renunciando a toda

esperanza de tener el futuro soñado.

Se giró para mirarlo y lo sorprendió mirándola con una emoción que no pudo

reconocer.

-¿Me estás proponiendo que nos fuguemos para casarnos? Soy menor de edad.

¿Tienes idea del escándalo que se armaría?

-Es inevitable -dijo Wyndham bruscamente-. Tu situación es desesperada, y como

tal, exige medidas desesperadas.

Serena se sintió invadida por una aflicción sobrecogedora y se dio la vuelta hacia la

ventana. No debería haber sido así. Nunca había sido una chica romántica y soñadora.

Lo único que había esperado conseguir era un matrimonio basado en el respeto mutuo,

no un afecto obsesivo por un hombre al que deseara estar prometida.

Pero el vizconde la había arrastrado a un compromiso nefasto, llenándole la cabeza

de ilusiones absurdas. Y ahora, en vez de un matrimonio que contara con la aprobación

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general, le ofrecía una boda rápida y penosa que, entre otras desgracias, le granjearía el

desprecio de su padre.

Wyndham avanzó por la habitación, acuciado por la fuerte necesidad de salvarla de

su aciago destino.

-¿Por qué dudas, Serena?

-No es esto lo que quiero -respondió ella, sin mirarlo.

-Ni yo. Ojalá hubiera un modo más sencillo, pero...

-¡Por favor, trata de entenderlo! -Exclamó ella, girándose hacia él-. No pienses que

soy una desagradecida, Wyndham. Es una oferta muy noble por tu parte, pero...

-Por amor de Dios, ¡no seas tan pomposa, Serena!

-... es una solución condenada de antemano -siguió ella, como si no lo hubiera oído-.

Aceptarla a la fuerza para evitar un destino peor, el terrible escándalo que seguiría... No

puedo hacerlo. Ni tu tampoco, milord. Nos conduciría inevitablemente al desastre.

Wyndham frunció el ceño y la miró con recelo.

-No si hay un lazo lo bastante fuerte.

Ella le sostuvo la mirada descaradamente.

-No puede haber un lazo... donde no hay confianza mutua.

¿Otra vez salía con lo mismo? El dolor estalló en el pecho de Wyndham.

-¡Debería haberlo sabido! Muy bien, arriésgate con Hailcombe.

Fue hacia la puerta y agarró el pomo. Pero antes de girarlo miró por encima del

hombro.

-Algún día te darás cuenta de que me has juzgado mal. ¡Sólo espero que no te

arrepientas demasiado!

Después de una noche inquieta, el vizconde se despertó la mañana del viernes sin

que todavía pudiera asimilar su decisión. Tras abandonar a Serena, se había refugiado

en White's para ahogar su frustración en un excelente Claret mientras despotricaba

contra los caprichos y la testarudez de las mujeres.

Lord Buckworth, que estaba a punto de salir para Brighton, había retrasado su salida

para aconsejarle a su amigo que se fuera a casa y metiera la cabeza en un cubo.

Wyndham había declarado que prefería meterla por un lazo. Buckworth se había echado

a reír y le había sugerido que lo acompañara a la costa.

-No, gracias -había respondido el vizconde con voz gruñona-. No estoy de humor

para soportar los excesos de príncipe. Además, Serena no puede pensar que la dejaré

caer como una fruta madura en manos de esa sabandija.

-¡Bien dicho! -Aplaudió Buckworth con un brillo burlón en los ojos-. Me gustaría

quedarme para sacarte del apuro en que inevitablemente te vas a meter, pero no puedo.

Si un hombre no puede conseguir una buena esposa sin la ayuda de sus amigos, no se

merece tener ninguna.

Wyndham había brindado por aquella opinión y había apurado su vaso hasta la

última gota. Pero cuando Buckworth se marchó, también lo hizo su aparente valor. Si

Serena se negaba a casarse con él en una situación tan extrema, era porque sin duda lo

despreciaba. Y él haría bien en abandonar el juego y mirar hacia otra parte.

Pero sus emociones no se le permitirían. En las largas horas nocturnas que siguieron,

no dejó de ver el rostro de Serena. Igual que había ocurrido en los primeros días de la

última temporada. Ella podía decir lo que quisiera, pero no podía negar que era

desgraciada. Y en algún rincón de su mente, Wyndham seguía teniendo la certeza de

que aún sentía algo por él.

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Tal vez fue aquello lo que lo hizo dirigirse hacia Hay Hill después de estar media

hora haciendo ejercicio en el parque.

Desmontó en la puerta del jardín trasero y llamó a uno de los mozos de Lacey Court,

a quien le dio una moneda para que cuidara de su caballo.

La íntima relación que mantenía con la familia le permitió caminar en solitario hasta

la casa y entrar por la puerta del conservatorio.

Se disponía a cruzar el vestíbulo cuando oyó la voz de Serena. Se detuvo para

prestar atención y le pareció que debía de estar en la habitación contigua. Entonces

distinguió el tono más profundo de un hombre. Pensó que debía de tratarse de

Hailcombe y dio un par de pasos hacia una abertura.

Sabía que el conservatorio estaba conectado con un salón de verano, donde los

Lacey solían recibir a las visitas cuando el tiempo era más cálido para disfrutar de la

vegetación.

Entonces reconoció la voz de lord Reeth y se detuvo antes de que pudieran verlo,

posicionándose de tal modo que podía escuchar a escondidas. El resultado fue

provechoso, aunque supuso un duro golpe para su orgullo.

Para inmenso alivio de Serena, la ira de su padre parecía haberse consumido. Su

prima Laura había hecho bien su trabajo. Se mostraba más calmado y sereno, y su

actitud hacia ella era mucho menos escalofriante:

-Laura me ha contado que te fuiste con la señorita Lacey porque me tenías miedo.

¿Eso es cierto, Serena?

Serena estaba sentada en una silla blanca de hierro forjado, en una alcoba con vistas

a los jardines traseros. El mismo salón tenía el aspecto de un jardín interior, con

palmeras en tiestos que adornaban las paredes y muchas plantas exóticas.

Melanie le había dicho que aquel salón apenas se había usado durante aquella

temporada, siendo el lugar idóneo para atender aquella temida visita. El sol de invierno

lo convertía en un invernadero virtual, lo que quizá contribuía al excesivo calor que

estaba sintiendo Serena. Fuera lo que fuera, no podía enfrentarse a su padre sin que la

asaltaran los nervios.

-Sí, papá -respondió sin aliento, viendo cómo deambulaba por el salón.

Reeth soltó un profundo suspiro.

-Lo siento. Me he portado muy duramente contigo -admitió, cubriéndose los ojos

con una mano-. ¡Mi única hija! ¡No lo puedo soportar!

Serena lo miró horrorizada, sin saber qué decir ni qué pensar. Aquella actitud era

muy extraña en su padre. ¿Y qué había querido decir? ¿Qué tenía que soportar?

Pero su padre apenas tardó un par de segundos en recomponerse. Dejó escapar otro

suspiro y se sentó en la silla más cercana. Miró a Serena y a ella le pareció más viejo y

consumido.

-¿Estás enfermo, papá? -le preguntó, inclinándose instintivamente hacia delante.

Él negó con la cabeza y pareció sacudirse de encima aquella aparente debilidad.

-Nada de eso. Pero tenemos que zanjar este asunto, Serena. No puedes huir de tu

propio padre. Tienes que volver a casa.

Serena se tragó la protesta que brotaba en sus labios por miedo a enfadarlo otra vez.

No era prudente señalar que había escapado porque necesitaba que la protegieran de él.

Pero tampoco podía someterse a su voluntad.

-Te ruego que me perdones, papá. Estaba tan nerviosa que no podía pensar en lo que

estaba bien o mal. Quiero volver a casa, pero tengo miedo de que no me escuches.

Su padre apretó los puños en los brazos del sillón.

-Parece que me estás reprochando algo.

-No era mi intención.

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-Lo sé. No tienes que darme más explicaciones. Quieres explicarme por qué has

rechazado a Hailcombe -dijo con voz grave, hundiéndose en el sillón-. Y yo podría

aceptar esas razones, porque las conozco muy bien. Hija mía, comprendo que no te

guste ese hombre, créeme.

Una oleada de indignación sacudió a Serena.

-Pero si lo comprendías, ¿por qué...?

Su padre levantó una mano.

-No me preguntes. No puedo decírtelo. Pero mi decisión obedece a una razón

especial. ¡Tienes que casarte con él, Serena!

Serena no entendía nada. Su padre comprendía que despreciara a Hailcombe y

lamentaba que se hubiera visto forzada a huir. Sin embargo, no podía eximirla de su

obligación ni le daba ninguna explicación para casarse con el hombre al que odiaba.

¡Más le valdría haberse fugado con Wyndham!

El recuerdo del vizconde la acució a soltar atropelladamente las palabras.

-Papá, te obedecí en una cosa y eso me causó un gran sufrimiento. ¿No puedes

dispensarme ahora de esta obligación? Reeth frunció el ceño.

-Supongo que te refieres a Wyndham. Una dolorosa punzada atravesó el pecho de

Serena, haciendo que la voz le temblara.

-Me... me dijiste que me... habrías alejado de él si hubieras sabido antes cuál era su

verdadera naturaleza. ¡Pero fue demasiado tarde, papá! Y sin embargo lo he

abandonado. Pero no te imaginas hasta qué punto me ha tentado la idea de

desobedecerte.

-¿Qué estás diciendo? -Preguntó su padre con severidad.

Serena se encogió e intentó moderar su tono.

-Sólo intento hacerte ver que no he desobedecido tu orden de casarme con

Hailcombe.

-Sí, pero ¿qué ha ocurrido entre Wyndham y tú?

-¡Nada, lo juro por mi honor! -aseveró Serena, reprimiendo un estremecimiento de

culpa por la mentira. Viendo que su padre distaba mucho de quedar complacido, buscó

alguna manera de evitar la pregunta-. Me resultó muy difícil aceptar lo que me contaste

de él. He intentado sonsacarle información a Melanie, su prima, pero sólo tiene buenas

palabras para lord Wyndham.

El barón soltó un bufido.

-Pues claro que habla bien de él. ¿Crees que te contaría algo aunque lo supiera... lo

cual es del todo improbable? Nadie le contaría a una chica de su edad que su primo fue

uno de los jóvenes descarriados que siguieron los vicios y la lujuria del marqués de

Sywell?

A pesar de todas sus dudas, Serena sintió cómo se avivaba la furia en su pecho al oír

una descripción semejante del vizconde. Hizo lo posible por sofocarla, pues cualquier

intento de defender a Wyndham sólo serviría para provocar a su padre. Pero no pudo

reprimir una pequeña protesta.

-No parece que sea del conocimiento general.

-¿Cómo ibas a saberlo tú? A ti tampoco te lo contaría nadie.

-Quizá se hayan exagerado los rumores - dijo ella, desesperada.

-Por mucho que desees que así fuera, Serena, me temo que nada se ha exagerado -

repuso su padre gravemente.

Serena era dolorosamente consciente de ello, pero Wyndham se había sentido

ultrajado una vez más por la acusación.

Si ella no hubiera experimentado en su propia piel una muestra de esa depravación,

habría estado dispuesta creer en su inocencia.

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Qué poco la conocía su padre... No se daba cuenta de que era precisamente su deseo

de que aquellas historias no tuvieran fundamento lo que la empujaba definitivamente a

creérselas.

-¿Es que no puedes ver, papá, que a pesar de cualquier sentimiento que pudiera

albergar hacia lord Wyndham, jamás podría casarme con un hombre cuyo estilo de vida

me repugna más que nada? ¡Y tú, sin embargo, me obligas a contraer matrimonio con

un hombre al que ni siquiera puedo respetar!

Su padre se levantó del sillón y se llevó las manos a la cabeza.

-¡Por todos los santos, Serena! ¿Es que no ves que no tengo elección?

Serena lo miró, horrorizada.

-¿Que no tienes elección, dices? ¿Tú única elección es arrojarme a los brazos de un

hombre despreciable?

Lord Reeth se paseó nerviosamente por la habitación, revolviéndose los mechones

rubios. Su angustia era evidente, y Serena sintió un escalofrío en la columna.

Entonces se volvió hacia ella y la miró con una expresión atormentada.

-Serena, lo lamento tanto como tú, o incluso más. Me equivoqué al no contártelo

antes. Hija mía, no puedo librarte de este matrimonio. Es una cuestión de honor en

juego.

La palabra «honor» golpeó a Serena corno una bofetada. El honor era algo sagrado

entre los caballeros. Era la única cualidad que aseguraba la aprobación y el

reconocimiento social, lo último que debía mantenerse en pie cuando todo lo demás se

hubiera derramando. Perder el honor era peor que perder la vida.

Miró a su padre y vio a un extraño. Corroída por una amarga desilusión, se dio

cuenta de que ya no le tenía miedo.

-Entiendo. Tienes que perdonar mi ignorancia, señor. Hasta ahora no sabía que el

honor podía obligar a un hombre a sacrificar a su hija.

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CAPÍTULO 7

Laura manoseaba nerviosamente sus gafas, pero no produjo el menor efecto en

Serena. Tendida en el diván de su salón privado, había rechazado todos los intentos por

levantarla. Se había acomodado sobre los mullidos cojines y se abanicaba suavemente,

viendo cómo su prima se quitaba y ponías las gafas mientras se paseaba sin parar entre

la puerta y la chimenea. Finalmente se detuvo y miró con reproche a Serena.

-Supongo que sabrás que has avergonzado a tu padre, ¿verdad, niña? He hecho todo

lo que estaba en mi mano, pero no hay quien lo mueva de su postura.

Serena permaneció imperturbable.

-Te dije que no cedería.

-Entonces no entiendo por qué le permitiste convencerte para que volvieras a casa.

Serena desvió la mirada hacia la ventana.

-No tenía sentido seguir oponiendo resistencia.

Su prima se acercó al diván.

-¡Pero sigues negándote a casarte con Hailcombe!

-Sí -afirmó Serena, mirando a su alrededor-. Y me seguiré negando a pesar de lo que

mi padre pueda decir o hacer.

Laura suspiró y se dejó caer en el extremo del diván. Serena movió los pies y esbozó

una pequeña sonrisa, dejando quieto el abanico.

-Es inútil intentar convencerme, prima. He tomado una decisión.

-¡Y Bernard también! -Exclamó Laura, inclinándose hacia delante para tomar la

mano de su prima-. Te ruego que reconsideres tu postura, Serena. Tu padre se ha

calmado por el momento, pero me temo que, si vuelve a enfurecerse, lleve a cabo sus

amenazas. No puedes encerrarte para siempre en tu habitación.

-No tengo intención de encerrarme. Deja que me azote si eso es lo que desea. No

pienso ceder por nada.

La expresión de desconcierto de su prima le habría resultado divertida si Serena

hubiera sido capaz de reír. Laura le soltó la mano y volvió a quitarse las gafas.

-Nunca te había oído hablar así. ¿No tienes miedo?

Los dedos de Serena apretaron brevemente el abanico.

-¿Del dolor? Claro que sí. ¡Pero lo prefiero mil veces a casarme con esa odiosa

criatura!

-Mi pobre niña... ¿es que no lo entiendes? Tu padre puede obligarte a obedecer.

-¿Cómo podría hacerlo, prima? A menos que pretenda desheredarme y echarme a la

calle, no veo de qué manera...

-No llegará a ese extremo -la cortó su prima-. Pero nada podrá impedir que te lleve

ante al altar. Incluso ha mencionado la posibilidad de traer un sacerdote a casa para

oficiar la ceremonia.

Serena no se inmutó. Su prima Laura no se imaginaba lo férrea que podía llegar a ser

su determinación. En su empeño por evitar a Hailcombe, en los tres últimos días se

había negado a recibirlo, alegando que se encontraba enferma y que debía permanecer

en cama. Había reforzado su excusa mandando disculpas por escrito a todas las personas

con las que se había comprometido para la semana siguiente. Y por si fuera poco, había

ordenado que le subieran todas las comidas en una bandeja, ya fuera en su dormitorio o

en su salón privado. Su prima entraba y salía continuamente, pero la única visita que

Serena permitió fue la de Melanie, quien se presentó el día anterior para ver cómo

estaba.

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No había vuelto a ver a su padre desde la última conversación, y no tenía el menor

deseo de hablar con él. Ya había comprobado hasta qué punto le importaba a su padre.

¿Por qué debía sentir el menor escrúpulo en desobedecerlo? No le debía respeto a un

padre que sacrificaba la vida de su hija para salvarse a sí mismo. Estaba convencida de

que su padre, sabiendo lo que le estaba exigiendo, no la buscaría. Cuantos más asuntos

asumiera ella, más firme sería su decisión. Pero nunca se había sentido tan sola en toda

su vida.

-Prima, eres tú quien no lo entiende - dijo con toda la paciencia que pudo, como si

fuera mucho mayor que Laura-. Mi padre puede hacer lo que quiera, pero no haber

ningún matrimonio sin mi consentimiento. Si me niego a pronunciar los votos, nadie

podrá casarme. Y nunca me prometeré a Hailcombe.

Gracias a las confidencias de Melanie, Wyndham había conseguido calmarse un

poco. Era jueves, a comienzos del frío noviembre, y una semana había pasado desde que

Serena abandonara Lacey Court. Su preocupación no había estado muy desencaminada.

Por mucho que aplaudía la determinación de Serena, no podía sentirse optimista con el

resultado. La decisión de Serena de refugiarse en su habitación tal vez le brindara

protección, pero sólo era una solución temporal. Y por lo que Wyndham había

averiguado, sabía que Hailcombe no se detendría ante nada para conseguir sus

objetivos.

En cuanto a Reeth... al pensar en él tuvo que recurrir a la jarra de cerveza con la que

se estaba refrescando en la taberna Castle. Había elegido aquel garito de boxeo en vez

del austero recinto de White's, con la esperanza de encontrarse con algún conocido de

Hailcombe.

El Daffy Club era frecuentado por hombres de toda condición social, y su ayuda de

cámara, Streadey, quien había sido enviado para indagar en la historia de su rival, le

había dicho que Hailcombe era un visitante asiduo de los cuadriláteros. Pero aunque los

ojos de Wyndham buscaban un rostro familiar bajo los retratos de Mendoza y Belcher,

junto a otros de la misma clase que se habían ganado la fama a base de puñetazos, su

mente estaba en otra parte.

Después de haber oído la conversación entre Reeth y su hija, Wyndham se había

propuesto averiguar por qué el matrimonio de Serena era tan importante para salvar el

honor del barón. Pasando por alto los comentarios ofensivos hacia su persona, le había

quedado claro que aquélla había sido la razón de su rechazo.

Lo había sospechado varias veces. Reeth le había mentido al decirle que Serena le

había retirado su afecto. A Wyndham se le había acelerado el corazón al oír la evidencia

en labios de Serena. Se había resistido a pensar mal de él, y Wyndham sabía que era el

único culpable de que hubiera acabado haciéndolo. Pero no podía ocuparse de limpiar

su nombre hasta que Serena estuviese fuera de peligro.

La aprobación de lord Reeth había dejado de tener importancia. El hombre que, en

palabras de Serena, podía sacrificar a su hija sólo por defender su propio honor había

perdido todo derecho a intervenir en su futuro, así como el derecho a alejarla de un

hombre que la amaba de verdad y que haría lo que estuviese en su mano para hacerla

feliz.

Pero eso pertenecía al futuro. De momento le correspondía a él descubrir, si podía,

cuáles eran las intenciones de Hailcombe. No se imaginaba cuáles serían sus alicientes,

pero si había fracasado al intentar conquistar a Serena por medios legítimos, ¿recurriría

a la calumnia? ¿Y qué clase de influencia o control ejercería sobre lord Reeth?

La última posibilidad era inquietante. Se podría suponer que le debía dinero a

Hailcombe, pero Reeth no era un jugador. Además, el deshonor insinuaba algún tipo de

escándalo. Quizá la carrera política del barón estuviese en peligro.

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Estaba pensando en algún escándalo social que pudiera amenazar a Reeth, cuando

fue asaltado por dos conocidos de sus visitas a Bredington.

-No esperaba encontrarte aquí, Wyndham -dijo uno de ellos-. Creía que preferías los

sables a los puños.

Giles Rushford era un hombre por el que Wyndham sentía compasión, ya que su

padre había derrochado toda su herencia. Rushford estaba en una situación parecida a la

de Hailcombe, pero era un hombre de honor y su posición social estaba firmemente

asentada.

Además, la reputación que le confería ser primo de Hugo Perceval, un atractivo

caballero de una ilustre familia, le brindaba una imagen de respetabilidad y decoro. El

vizconde conocía bien a Hugo, admiraba su destreza en los deportes y había compartido

unas buenas cacerías con él.

-¿Cómo estás, Perceval? No, Rushford, no soy aficionado al boxeo. He venido en

busca de alguien, eso es todo.

-¿No sigues al príncipe a Brighton? -le preguntó Hugo-. He oído que Buckworth va

a estar allí.

-Tengo algunos asuntos que resolver en la ciudad.

-¿Entonces no te has enterado? -le preguntó Giles.

-Giles, no creo que... -empezó Hugo.

-Wyndham es tan vecino nuestro como cualquiera, Hugo. Tarde o temprano tendrá

que enterarse.

El vizconde frunció el ceño, desconcertado.

-¿De qué estáis hablando?

Fue Hugo quien respondió con expresión reprobatoria.

-Ha ocurrido lo que se esperaba. Otro escándalo de la abadía. ¡Ojalá ese Sywell se

rompiera el cuello!

Wyndham empezó a comprender. Los primos vivían en Abbot Quincey, una de las

cuatro aldeas que rodeaban la infame abadía Steepwood, muy cerca del refugio de caza

de Wyndham. En aquellas circunstancias le resultaba especialmente desagradable que le

recordaran al diabólico marqués, con cuyo nombre lo había asociado Reeth.

-¿Qué ha hecho ahora?

-Ha conseguido que su pobre esposa huya espantada -dijo Giles.

-¿La hija del administrador con la que se casó el año pasado?

-La hija de Bailiff -corrigió Hugo-. Y hace menos de un año que conmovió a la

sociedad con ese escándalo. La chica apenas había cumplido los veintiún años.

-Razón de más para que escapase de ese viejo lascivo -dijo Giles-. En caso de que

sea cierto que se haya fugado.

Hugo miró con severidad a su primo. -Si estás dispuesto a creerte esa estúpida teoría

de que Sywell la ha asesinado, Giles, yo no pienso hacer lo mismo.

-Supongo que eso es lo que se rumorea, ¿no? -dijo Wyndham.

-Ya sabes cómo es la gente del campo... Además, esa teoría no concuerda con la otra

parte de la historia, según la cual también ha desaparecido una cantidad de oro.

-Eso es -concedió Giles-. Lo único cierto, Wyndham, es que la joven ha

desaparecido. Nadie sabe con seguridad cuánto tiempo lleva desaparecida. En realidad,

muy poca gente la ha visto desde que se casó con Sywell.

-Cierto -corroboró Hugo-. Podría haber desaparecido hace meses y nadie se habría

dado cuenta.

A Wyndham le asqueaban más esos detalles ahora que su propia integridad se ponía

en duda. ¿Cómo era posible que Serena lo creyera capaz de aterrorizar a una joven y

hacerla huir de su propia casa?

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-¿Cómo se sabe que ha desaparecido si nadie la ha visto en mucho tiempo? -

Preguntó, aunque apenas tenía interés en el asunto. En su opinión, Sywell merecía que

lo abandonaran todas las mujeres del mundo.

-Por el medio habitual, supongo -dijo Hugo-. Ese tipo, Burneck, se lo contó a la

limpiadora, seguramente.

-Sí. Aggie Binns es la única mujer que se atreve a acercarse estos días a la abadía -

afirmó Giles-. Y en cuanto a Solomon Burneck, me han dicho mis hermanas que otra

vez está citando la Biblia. Siempre hace lo mismo cuando Sywell incurre en algún

comportamiento especialmente escandaloso.

Wyndham había visto a Burneck, el mayordomo del marqués, en un par de

ocasiones. Era un hombre poco agraciado, con una nariz aguileña y un carácter agrio y

severo. Su extraña lealtad a Sywell había dado mucho de qué hablar.

Un profundo resentimiento invadió a Wyndham al pensar que Serena lo había creído

capaz de frecuentar ese antro de alimañas como Burneck y el marqués.

Los dos primos siguieron con sus especulaciones, pero el vizconde apenas les prestó

atención. Una duda inquietante había arraigado en su mente. ¿Cómo era posible que una

chica tan inocente como Serena supiera algo de la libidinosa conducta que se le atribuía

a Sywell? Serena se había mantenido firme en su rechazo, incluso en una situación

extrema. Debía de estar horrorizada por lo que había oído. ¿Acaso su padre o la señorita

Geary le habían dado detalles escabrosos? ¿Alguno de ellos había hablado con los

aldeanos que rodeaban la abadía? ¿Quién había decidido vilipendiarlo desde las

sombras?

Estuvo dándole vueltas a la cuestión hasta que volvió a su casa de Ryder Street.

Había dejado la casa de la familia Lyford, en Berkeley Square, pues prefería aquel

apartamento pequeño e informal. Tenía un salón austeramente amueblado con un par de

sofás tapizados en piel roja y un escritorio en cuya superficie se amontonaba la

amalgama de cosas que componían la existencia de un soltero. Revistas, guantes, una

caja de dados y varios recipientes plateados para guardar tarjetas de visita, botones y

otros objetos. El dormitorio contiguo, hacia el que se dirigió Wyndham, constaba

únicamente de una cama, un armario y una jofaina. La habitación no podía ser más

sencilla, en contraste con el lujo de su dormitorio en la casa de su familia.

Pero Wyndham disfrutaba de aquella libertad, y sólo estaría dispuesto a sacrificarla

por su matrimonio. Aquella reflexión le recordó que, por desgracia, su matrimonio

estaba muy lejos de formalizarse.

Su ayuda de cámara lo recibió y le informó que Hailcombe seguía visitando la casa

de Reeth, en Hanover Square.

-Y del modo más grosero, milord -añadió Streatley, tomando el abrigo del vizconde

y alisando los pliegues-. Parece que no tiene el menor reparo en mostrar su enojo,

porque su criado lleva dos días con un ojo morado. Según cuenta, se dio un golpe con

una puerta, pero me atrevo a suponer que fue obra de su amo.

-¿Quieres decir que Hailcombe le puso un ojo morado a su criado?

Streatley guardó cuidadosamente el abrigo en uno de los cajones del armario.

-Si no lo hizo, no hay razón para que Togworth hable tan mal de su señor. Lo hizo,

milord, no hay duda.

Wyndham le tendió el chaleco en silencio, intranquilo por el descubrimiento de que

Hailcombe era capaz de recurrir a la violencia. Si podía descargar su furia vengativa en

un criado inocente, ¿qué podría hacerle a una esposa rebelde? A Wyndham le remordió

la conciencia al recordar cómo había amenazado a Serena con abofetearla. ¿Se habría

fugado con él si no lo hubiera hecho? No, la razón no había sido aquella estúpida

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amenaza. Había sido su presunta inmoralidad lo que se había levantado como una

barrera entre ambos.

Su criado estaba tosiendo significativamente.

-¿Qué ocurre, Streatley? -le preguntó Wyndham mientras se quitaba la camisa.

El criado fue a verter agua caliente en la jofaina.

-Hay otro asunto que tal vez requiera su atención, milord.

-¿De qué se trata?

-Togworth ha estado frecuentando ciertas compañías, milord -dijo Streatley, y

esperó a que su amo sacara el rostro de la jofaina para tenderle una toalla caliente-.

Cuando fui a reunirme con él en The Feathers, lo encontré en compañía de unos tipos...

el tipo de personas que se encontrarían en los bajos fondos.

-¿Indeseables? -Preguntó Wyndham, bajando la toalla.

-Exactamente, milord.

Un escalofrío recorrió la espalda de Wyndham. Hailcombe debía de estar tramando

algo. Y no podía ser nada bueno si su criado se reunía con personajes de mala

reputación.

-Mantén los ojos bien abiertos, Streatley. A ver si puedes enterarte de algo.

-Haré lo que pueda, milord.

Wyndham pasó una noche inquieta. A la mañana siguiente, muy temprano, le envió

una nota a su prima, pidiéndole que hiciera una visita a Hanover Square a ver cómo

estaba Serena. Luego, se pasó varias horas en White's, intentando no pensar mientras

esperaba la contestación de Melanie. Pero cuando cayó la tarde y siguió sin recibir

respuesta, se presentó en Hay Hill, donde se enteró de que su prima acababa de regresar.

Melanie, tan fresca como una rosa con su vestido de muselina, lo hizo pasar

rápidamente al salón de verano.

-Mi madre querrá saberlo todo si sospecha que estamos compartiendo secretos.

-¿Has visto a Serena? -le preguntó Wyndham-. ¿Está bien? Por favor, no me digas

que se ha entregado a Hailcombe. Estoy convencido de que sus intenciones no son

buenas.

-¡Pues claro que no se ha entregado a Hailcombe! -Aseveró Melanie, mirándolo con

reproche-. Te dije que estaba firmemente decidida, aunque su padre acabe por azotarla.

-No lo hará. Pero, ¿cómo está ella?

-¿Cómo sabes que no lo hará? Ha amenazado a la pobre Serena no sé cuántas veces

y...

-Mel, dime cómo está si no quieres que empiece a zarandearte.

-No tienes por qué...

-¡Mel!

-Cielo santo, George... ¡Estás enamorado! -Exclamó su prima, y soltó una risita

cuando Wyndham avanzó hacia ella con decisión-. ¡No! Está muy bien, te lo aseguro.

Al menos...

-¿Qué quieres decir con «al menos»?

Melanie levantó las manos y se dejó caer en una de las sillas de hierro forjado.

-¡Por Dios, Wyndham! ¿Vas a dejarme hablar o no?

El vizconde dio un rápido paseo por la habitación, agitando los flecos de sus botas

altas. Finalmente se sentó y dejó escapar un débil suspiro.

-Perdóname, Mel. Si supieras por lo que estoy pasando... Pero eso no importa. Dime

sólo la verdad, por favor.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo por con tenerse, porque su prima no podía contarle

los hechos sin adornarlos con los comentarios de su propia cosecha.

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Wyndham se vio al límite de su paciencia cuando Melanie empezó a exagerar sobre

el estado mental de Serena.

-A mí me parece, George, que se siente muy desgraciada, a pesar de la aparente

fortaleza que demuestra al rebelarse contra todos. Sus ojos tienen una expresión que...

no sé cómo describirlo, pero...

-Inténtalo, Mel.

-Bueno... -su prima frunció el ceño-. Ya que insistes, te diré que el brille de sus ojos

parece haberse apagado.

Una punzada de dolor atravesó el pecho de Wyndham. Aquella preciosa inocencia

había sido destruida... ¡Daría todo lo que poseía por recuperarla!

Con mucha dificultad, intentó prestar atención a lo que su prima estaba diciendo, y

experimentó una vaga sensación de alivio al enterarse de que Serena iba a salir de la

ciudad el martes siguiente.

-Entonces estará fuera de peligro.

-Sí, pero no será nada cómodo para ella... pobre Serena -se lamentó Mel-. Dice que

su padre está muy disgustado con ella y que la manda a su casa en desgracia.

-Nadie tiene que enterarse de esto fuera de la familia -dijo Wyndham-. ¿El martes,

has dicho?

-El día doce. ¿El martes es día doce?

Wyndham asintió.

-Dentro de cuatro días. Si permanece en su habitación, ni Hailcombe ni Reeth

podrán hacer nada en este tiempo. Lo único que importa ahora es mantenerla a salvo.

Pero aquel alivio inicial desapareció bruscamente el domingo, diez de noviembre.

Tras cenar en Limmer's con algunos de sus amigos que no habían seguido al

príncipe a Brighton, Wyndham estaba encendiendo un cigarrillo, algo que rara vez

hacía, y disfrutando de una agradable velada en aquellos momentos tan delicados de su

vida, cuando recibió una nota en la que su ayuda de cámara le pedía que volviera a casa

lo antes posible.

Sé que su señoría querrá recibir cuanto antes las noticias que tengo para usted,

decía la inquietante misiva.

Pensando en las posibilidades más escalofriantes, Wyndham se disculpó ante sus

amigos y volvió rápidamente a su apartamento.

-¡Suéltalo! -le ordenó a su ayuda de cámara, que le estaba esperando en el salón-.

¿Qué has descubierto?

-¿Recuerda, milord, que le dije que había visto a Togworth en compañía de unos

tipos a los que no querría encontrarme de noche?

-¿Qué pasa con ellos? ¡Dímelo de una vez, Streatley!

El criado le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero, que dejó en el respaldo de uno

de los sofás.

-He estado vigilando, milord, y esta noche he vuelto a verlos. Al principio Togworth

no estaba con ellos, de modo que me coloqué detrás para que él no me viera cuando

entrara en el local. Y aunque hablaban en voz baja, pude distinguir parte de lo que

decían.

A pesar de los nervios, Wyndham soltó una breve carcajada.

-¡Bien hecho, Streadey! No sabía que tuvieras un don para el espionaje.

Streatley hizo una reverencia.

-Me alegro de poder servirle en lo que pueda, milord -el rostro del criado se puso

serio de repente-. Aunque me temo que no va a gustarle nada lo que escuché.

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Streadey no se equivocaba en su suposición, porque lo que había oído parecían ser

los indicios de una siniestra conspiración. Pero aunque no pudo decirle dónde ni cómo,

ni siquiera lo que se estaba planeando, lo que más horrorizó a Wyndham fue la mención

de una fecha. Togworth había especificado el doce de noviembre... el mismo día en que

Serena partiría para las tierras de los Reeth en Suffolk.

No lo sorprendió en absoluto que su visita no fuera bien recibida. Wyndham vio

cómo lord Reeth atravesaba la biblioteca hasta la chimenea y se giraba para encararlo

con una mano en la repisa.

-Si ha venido a plantearme de nuevo su oferta, milord, debo decirle que no he

cambiado de opinión.

Wyndham esbozó una amarga sonrisa.

-¿Por eso se negó a verme al principio?

Le había enviado un mensaje con el mayordomo, diciéndole que no se movería de la

puerta hasta que lord Reeth accediera a recibirlo. Lo último que un político deseaba era

que se propagaran los rumores porque un destacado miembro de la aristocracia estuviera

esperando en su puerta.

-¿Qué quiere, Wyndham? -pregunto, alzando su nariz romana.

-Quiero advertirle que su hija corre el peligro de ser asaltada por una banda de

rufianes a quienes creo que ha contratado Hailcombe -dijo Wyndham sin más

preámbulos.

Su anfitrión soltó una brusca carcajada.

-¡Tonterías!

-Óigame, señor. Mi criado oyó cómo estos hombres preparaban un complot para

mañana. Y si no me equivoco, la señorita Reeth sale de viaje para Suffolk mañana.

-¿Y qué? -Espetó Reeth-. ¿Acaso se mencionó su nombre?

-No exactamente, pero el hombre que confabulaba con estos bellacos es el criado de

Hailcombe.

-¿Y eso convierte a Hailcombe en un sospechoso? Su imaginación le ha estado

jugando malas pasadas, Wyndham. Todo eso no son más que tonterías sin sentido.

El vizconde lo miró con ojos entornados.

-¿Eso cree? No me podrá negar que Hailcombe pretende casarse con su hija. Ni que

ella se muestra inflexible en su rechazo.

Las mejillas de Reeth se cubrieron de color.

-Eso no es asunto suyo, señor, pero no negaré ninguna de las dos afirmaciones.

Añadiré, sin embargo, ¡que usted es el responsable de la segunda!

Fue el turno de Wyndham de echarse a reír.

-Ojalá fuera cierto, pero creo que Serena tiene el sentido común suficiente, por no

decir el gusto, para no aceptar a un hombre semejante. Pero no he venido a intercambiar

impresiones, sino a advertirle que...

-¡Ya basta!-rugió Reeth, descargando el puño contra la repisa-. ¡No quiero seguir

oyendo estupideces! Si ha venido hasta aquí sólo para insultar a mi amigo...

-¡Me sorprende que tenga el descaro de llamarlo «amigo»!

-¿Cómo ha dicho, señor? -le preguntó Reeth en tono amenazante.

Wyndham se tragó una réplica bien merecida, recordándose que no serviría de nada

pelearse con el barón.

-Vamos a discutir esto con calma -sugirió.

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-¡No me hable! -espetó Reeth, apartándose de la chimenea-. ¿Quién se cree que es

usted para darme órdenes, como si fuera el prometido de mi hija? ¡Yo lo rechacé,

maldita sea! ¿Con qué derecho se atreve a venir aquí?

-Si no tuviera otro derecho -replicó Wyndham, incapaz de contenerse-, ¡le escupiría

mi honor a la cara! Aunque no creo que se diera por aludido, lord Reeth.

-¿Cómo se atreve? -bramó el barón, volviéndose hacia él.

-Lo sabe muy bien. Dejando todo lo demás al margen, sólo esto debería bastar.

Usted manchó mi nombre de injurias como...

-¿Está atacando mi honor? No se contenta con insultar a mis amigos y ahora me

insulta a mí... Esto no quedará así, mi joven amigo.

Volvió hacia la chimenea e hizo sonar la campanilla. Entonces se giró hacia su

visitante, respirando pesadamente.

Wyndham lo observó con el ceño fruncido. Aquella reacción era desproporcionada,

¿Era sólo un arrebato de furia o se escondía un temor tras aquellos ojos inyectados en

sangre?

Sólo una cosa estaba clara. Reeth no le daría más oportunidades para seguir

hablando. ¿Debería revelarle que sabía mucho más de lo que debería? No, porque

entonces tendría que admitir que había escuchado a hurtadillas una conversación entre

su anfitrión y Serena.

-Antes de echarme -se apresuró a decir, pues la intención de Reeth era obvia-,

¿puede al menos decirme cuáles son las virtudes de Hailcombe para hacerse digno de su

aprobación?

Para sorpresa de Wyndham, una expresión de asco cruzó los rasgos de Reeth.

-¿Virtudes? ¡Ojalá tuviera alguna!

-Por amor de Dios, ¿entonces qué demonios le ha pasado para endosárselo a su hija?

La expresión de repugnancia fui sustituida por una mirada glacial.

-No tengo nada más que decirle, milord. Wyndham quiso seguir discutiendo, pero

oyó cómo se abría la puerta tras él y se giró para ver al mayordomo.

-Lord Wyndham se marcha -dijo Reeth. Profundamente disgustado, el vizconde le

echó una mirada con la esperanza de que pudiera transmitirle sus sentimientos.

-Una última cosa. Le advierto, señor, que haré todo lo que esté en mi mano para

frustrar las intenciones del hombre de quien hemos estado hablando. Y en cuanto a los

derechos que tenga al respecto, eso lo dejó a su criterio.

Lord Reeth se limitó a responder apuntando con su arrogante nariz al mayordomo.

-¡Lisset!

El mayordomo entró en la habitación, pero Wyndham ya se había girado hacia la

puerta.

-¡No te asustes! -lo tranquilizó en tono irónico-. No será necesario que me pongas

las manos encima.

El mayordomo hizo una reverencia y Wyndham pasó junto a él para marcharse.

-Pero, ¿por qué ha venido? -Preguntó Serena distraídamente-. ¿Sólo a ver a mi

padre?

-Es inútil que me preguntes -respondió su prima, quitándose las gafas de la nariz-.

Lo único que sé es que ha sacado a Bernard de sus casillas.

Serena se paseó por los estrechos confines del cuarto, presa de la confusión. Desde

el diván con vistas a la plaza había visto al vizconde torciendo la esquina.

Debido a que la ventana estaba en el segundo piso, lo había perdido de vista en

cuanto Wyndham alcanzó la acera de la mansión, pero Serena se había levantado de un

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salto y había pegado el rostro al cristal. Con el corazón desbocado había visto a

Wyndham esperando un rato en la puerta, mientras su cabeza era un torbellino de

posibilidades. Desde el día que había rechazado su plan para salvarla de la ira de su

padre, sólo había sabido de él a través de Melanie, quien le había asegurado que seguía

pensando en ella.

Pero Serena se había negado a escuchar, sobre todo cuando Melanie había

acompañado aquella afirmación con algunos cotilleos sobre el marqués de Sywell. El

recuerdo de la depravación de Wyndham sólo podía provocarle dolor.

Pero aquel día Wyndham se había presentado en persona, y Serena se había llevado

una amarga decepción cuando no pidió una audiencia para verla.

-¿Es posible que haya venido para volver a pedirle mi mano a mi padre? -sugirió con

un atisbo de esperanza.

-No, a menos que sea un estúpido -dijo Laura, sentándose en el diván.

-¿Por qué dices eso? -Preguntó Serena.

-Mi querida niña, porque seguramente es consciente de que, con todos esos rumores

sobre la huida de la marquesa de Steepwood, tu padre no podrá olvidar que está

relacionado con su despreciable marido.

Serena dejó de pasearse por el cuarto. Había olvidado que la amiga de su prima

Laura había estimado conveniente agobiarlos con aquella horrible historia.

Era tan difícil sofocar la imperiosa necesidad de defender al vizconde que no pudo

reprimir su lengua.

-No puedes culpar a Wyndham por eso.

-Claro que no -corroboró su prima con un brillo en los ojos-. Estoy segura de que

Sywell no necesitó ninguna ayuda para ahuyentar a esa pobre chica. Aunque, según

Lucinda, nadie podría culparla si se hubiera fugado con otro hombre.

-¿Con Wyndham, tal vez? -sugirió Serena mordazmente.

-Oh, no. Si ése hubiera sido el caso, nos habríamos enterado.

No podía ser que el vizconde fuera un hombre demasiado honorable para fugarse

con la mujer de otro, pensó Serena tristemente.

-Además -añadió su prima-, no es seguro que lady Sywell haya huido. Lucinda dice

que varias personas creen que Sywell la ha matado.

-¡No lo dirás en serio! -Exclamó Serena.

Su prima asintió categóricamente.

-Me ha dicho que las Roade, quienes viven en la misma aldea, estuvieron un tiempo

buscando el cuerpo.

Serena se estremeció de horror.

-¡Qué lugar tan espantoso debe de ser Steepwood! Espero no tener que ir nunca allí.

Laura se quitó las gafas.

-Sólo hay un lugar al que vas a ir, mi niña, y admito que me alegro de corazón.

Serena también se alegraba. Apenas había podido creerse su buena suerte cuando su

padre anunció que la mandaba de vuelta a Suffolk.

-Me parece increíble que mi padre haya abandonado -dijo, sentándose junto a su

prima en el diván-. Ya sé que ha dicho que me manda a casa en desgracia, pero me da

igual. Estaré fuera del alcance de Hailcombe, y eso es todo lo que importa.

Laura volvió a ponerse las gafas y soltó un suspiro.

-Ojalá pudiera afirmar que nuestra marcha acaba con las posibilidades de

Hailcombe, pero no me atrevo a ser tan optimista. Creo que tu padre alberga la

esperanza de que cambies de opinión algún día.

-Eso no ocurrirá -declaró Serena-. ¡Antes me pondría a trabajar como cocinera!

Su prima no pareció darle mucho crédito a sus palabras.

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-Me temo que no sabes nada del servicio doméstico, niña. Una semana trabajando

como criada y hasta Hailcombe te parecería un regalo del cielo. Harías bien en

reconsiderar la alternativa antes de contrariar otra vez a tu padre.

Serena se encogió de hombros.

-¿Cuál es la alternativa?

Su prima se quitó las gafas y esbozó una triste sonrisa.

-Yo, Serena. Mírame. Mira lo que ha sido mi vida.

Habiéndolo dicho, su prima se levantó y salió silenciosamente del cuarto. Serena se

quedó inmóvil, con una sensación de vacío en el pecho, hasta que una protesta

desesperada brotó en su interior. ¡Aquél no podía ser su futuro! Él no lo permitiría. Se

había marchado sin verla, pero ¿cómo iba a verla si su padre no lo aceptaba? Sin

embargo, Serena estaba segura de que se casaría con ella delante de todos si así podía

salvarla de su triste destino.

Entonces recordó al marqués de Sywell y volvió de golpe a la realidad. ¿Cómo

podía elegir entre el fuego y las brasas?

No había ninguna solución inmediata. Fue a su dormitorio para supervisar los

preparativos de su equipaje. La tarea la ayudó a distraerse, y cuando acabó estaba tan

cansada que se tumbó en la cama y se quedó dormida.

El día amaneció con el ajetreo de la inminente salida.

Los lacayos subieron a su dormitorio para recoger el equipaje y Serena fue al salón

privado para desayunar. Estaba escribiéndole una apresurada nota de despedida a

Melanie cuando su prima irrumpió en la habitación hecha un manojo de nervios.

-¡Oh, Serena!

-¿Qué ocurre, prima? ¡Estás muy pálida!

Laura empezó a ponerse y a quitarse las gafas, en un estado de profundo

desasosiego.

-Lo más horrible que podía ocurrir... Y no sé qué hacer. No me escucha. Se lo he

suplicado encarecidamente, pero ha sido en vano. ¡No puedo convencerlo!

Serena la agarró del brazo y le quitó las gafas.

-¿Qué ha pasado? Dímelo, por favor. ¿Se trata de mi padre?

Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas mientras asentía.

-Ha hecho sacar del carruaje todos mis baúles. ¡Creo que se ha vuelto loco!

-¿Tus baúles? -repitió Serena-. Pero, ¿por qué, prima?

-Porque no me permite acompañarte. Dice que tienes que hacer el viaje sola.

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CAPÍTULO 8

Serena se quedó boquiabierta.

-Pero... Pero tienes que venir conmigo. ¿Cómo voy a hacer este viaje sola?

-Bernard dice que tendrás a Mary, y... y que con ella te bastará. No hay quien lo

mueva de su postura. He probado con todos los argumentos que se me ocurrían, Serena.

-¿Por qué? No lo entiendo, prima.

-Ni yo. ¿Crees que no se lo he preguntado? -le quitó las gafas a Serena y volvió a

ponérselas-. ¡Nunca me he enfadado tanto con Bernard! Todo lo que dice es que

mereces un castigo y que por ello tienes que viajar sola.

A Serena empezó a latirle frenéticamente el pulso. ¿Por qué debería sorprenderse? A

un padre que anteponía su propio honor a la felicidad de su hija no debería de

preocuparle mucho su seguridad. Las tierras de los Reeth no estaban muy lejos, pero

aun así estaría viajando todo el día,

-Al menos no pasarás la noche en el camino -dijo Laura-. Aunque le he dicho a

Bernard que podrías sufrir un accidente. Con el tiempo y los caminos en tan mal estado,

¿quién sabe lo que puede ocurrir?

-Pero tendré al cochero. ¡A no ser que mi padre también se haya negado!

-No seas tonta, Serena. ¿Cómo puedes decir eso? -la reprendió su prima, demasiado

angustiada para aceptar el sarcasmo-. Oh, mi querida niña, ¿quién se habría imaginado

que a Bernard le importaría tan poco tu reputación? Tendrás que detenerte a comer.

Dios mío, ¡estarás sola en una fonda! Tienes que exigir un comedor privado, Serena, y

asegurarte de que Mary se quede contigo. Oh, querida, espero que no te vea nadie que te

conozca.

-Bueno, si eso ocurre, le estará bien empleado a mi padre -dijo Serena con voz

cortante-. No quiero anticiparme a ningún peligro, pero esto demuestra lo poco que mi

padre se preocupa por mí.

Su prima se mostró de acuerdo, añadiendo que nunca había pensado así de su padre.

-Ya era suficiente con obligarte a casarte... pero esto va más allá de todo lo tolerable.

Por desgracia, no había nada que se pudiera hacer, y así se lo recordó Serena.

-No te enfades, prima. Seguro que no me pasará nada. ¿Por qué no le pides a Lisset

que se asegure de enviar también a un mozo con un trabuco, si estás tan preocupada? Mi

padre no podrá oponerse a ello.

-Podrá oponerse a lo que quiera -replicó Laura con firmeza-. Pero no le servirá de

nada, porque no pienso decírselo.

Volvió a marcharse, muy decidida, dejando a Serena a solas con sus pensamientos.

Estaba muy bien haberle insuflado nuevos ánimos a su prima, pero aquella otra muestra

de la falta de afecto de su padre la había hundido en el desánimo.

Ningún padre que se preocupara por su hija le haría recorrer una distancia semejante

con la única compañía de su doncella. ¡Y todo por castigarla! ¿Acaso su obsesión por

casarla con Hailcombe lo había privado del sentido común? Y además era un político...

¿Qué dirían sus colegas?

Serena había estado impaciente por marcharse, sobre todo por la perspectiva de ver

al pequeño Gerald, pero ahora arrastraba pesadamente los pies mientras subía las

escaleras para ponerse la pelliza y el sombrero.

Mary también había sacado un abrigo de viaje, pues el tiempo había empeorado. El

sol brillaba débilmente, pero pronto sería tragado por la gélida niebla de noviembre, y

dentro del carruaje haría frió.

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Serena no creía que nada pudiera hacerla sentirse peor de lo que ya se sentía.

Estaba en el vestíbulo, enfundada en el manto de lana que le cubría los hombros y la

pelliza verde para añadir un poco de calor hasta la rodilla. Había llegado el momento de

las despedidas, y no había ni rastro de su padre.

-¿Dónde está mi padre, Lisset?

-Está en la biblioteca, señorita Serena - respondió el mayordomo con expresión de

disculpa.

-¿Sabe que estoy a punto de marcharme? ¿Tengo que subir a despedirme?

Lisset carraspeó ligeramente.

-Su señoría me ha pedido que le transmita sus buenos deseos para el viaje.

Serena se quedó mirando fijamente al mayordomo, sintiéndose como si una roca se

hubiera alojado en su pecho.

-¿Quieres decir que no desea despedirse de mí en persona?

El mayordomo mantuvo un silencio prudente, pero la respuesta se reflejaba en sus

rasgos contraídos.

Serena respiró honda y dolorosamente.

-Entiendo.

-¡Oh, Serena! -Exclamó su prima con voz ahogada.

Si Laura no se hubiera echado a llorar ni la hubiera abrazado, si Lisset no le hubiera

ofrecido una pequeña petaca antes de ayudarla a subir al coche...

-Un pequeño sorbo la hará entrar en calor, señorita Serena.

Serena tomó obedientemente un sorbo de brandy y le devolvió la petaca con una

sonrisa temblorosa. Mary se sentó junto a ella, llorando desconsoladamente. Llevaba

una cesta de golosinas que el cocinero había preparado para el camino.

Las muestras de amabilidad recibidas sólo sirvieron para sumirla más

profundamente aún en la herida que le había infligido la única persona que podía

consolarla en aquellos momentos. Y cuando el carruaje se puso en marcha, las lágrimas

apenas le permitieron ver los rostros que le sonreían valientemente y las manos

agitándose en señal de despedida.

Wyndham apenas era consciente de las charlas que se desarrollaban a su alrededor.

A esa hora había muy pocos caballeros en White's, pues ni siquiera eran las once. Y el

único al que había esperado ver no estaba entre ellos.

Estaba profundamente preocupado, ya que se encontraba en un callejón sin salida.

Una cosa era decidirse a proteger a Serena a toda costa contra las estratagemas de

Hailcombe, pero otra muy distinta era saber cómo debía proceder.

Sabía que aquel día Serena viajaría a Suffolk, y tenía razones para pensar que

Hailcombe intentaría algo. Pero el resto seguía siendo un misterio. Por desgracia,

Streatley no había conseguido averiguar nada más que pudiera ser de utilidad.

Había barajado la posibilidad de enfrentarse a Hailcombe y pedirle explicaciones.

Pero hubiera sido en vano, pues Hailcombe se habría mostrado aún más inflexible que

Reeth. Y lo peor era que, al ser bien recibido en Hanover Square, Hailcombe tenía

ventaja sobre él.

Wyndham no tenía modo de saber a qué hora saldrían Serena y su carabina, aunque

suponía que emprenderían el viaje muy temprano. A menos que tuvieran intención de

pasar la noche en el camino, lo cual no parecía muy probable. El trayecto era largo, pero

con unos buenos caballos podría ser cubierto en un solo día.

Pero, por rápida que fuera, una berlina siempre sería más lenta que su ligero tílburi

de dos ruedas. Estaba seguro de que podría alcanzarlas en unas pocas horas, y a medida

que pasaban los minutos se convencía de que aquélla sería la mejor solución. Mientras

tanto, la presencia de la señorita Geary le ofrecería algo de protección a Serena. Pero

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Wyndham ya había avisado a sus criados para que hicieran algunos preparativos y se

había pasado por White's con la esperanza de que Buckworth hubiera regresado de

Brighton, ya que, según había oído, el príncipe había abandonado la costa el nueve de

noviembre, tres días antes.

Sin embargo, no había ni rastro de su amigo, por lo que Wyndham tuvo que

renunciar a la idea de pedirle ayuda y consejo. Descruzó las piernas, enfundadas en unos

pantalones amarillos a la moda, y dejó el periódico que había estado fingiendo leer para

que nadie lo incluyera en la conversación. Justo en ese momento oyó el nombre de su

archi-enemigo en los labios de un caballero llamado Ingleborough.

-Nunca pensé que ese tipo, Hailcombe, tuviera éxito. Pero Boulby me ha dicho que

se lo encontró anoche en el Daffy Club alardeando de su conquista.

Uno de sus compañeros soltó una carcajada incrédula.

-¿El padre ha dado su visto bueno?

Wyndham se puso rígido. No había duda de quién estaban hablando. ¡Si alguno de

ellos osaba mencionar el nombre de Serena, no tendría la menor duda de lo que haría al

respecto!

-Supongo que sí -respondió Ingleborough-. Aunque todo este asunto me parece muy

extraño, Millhouse.

-¿Por qué?

-Bueno, Boulby me dijo que Hailcombe aseguraba que antes de que acabara el día se

habría casado con una jovencita, de la que no dijo el nombre, por supuesto.

-¿Antes de que acabara el día? ¿Qué va a hacer? ¿Fugarse con su amante?

Hubo una carcajada general, y Wyndham se sintió invadido por un arrebato de furia

y asco. ¿Cómo se atrevían a hablar de ella?

-Boulby cree que sólo es un farol. Todos sabemos lo arrogante que es Hailcombe.

-Sí, pero su presa se marcha hoy de la ciudad -dijo Millhouse-. O al menos eso he

oído.

-Si queréis saber mi opinión -intervino otro caballero a quien el vizconde no pudo

reconocer, pues estaba sentado de espaldas a él-, a esa chica rubia no le gustaba

Hailcombe ni un pelo.

-¿Y eso qué importa? -Replicó Millhouse-. Cualquiera puede ver lo unidos que están

Reeth y Hailcombe. Te apuesto lo que quieras a que Hailcombe se queda con ella.

Dos de sus compañeros aceptaron de inmediato la apuesta, agravando la inquietud

de Wyndham. El instinto lo acuciaba a llamarles la atención, pero sabía que con ello

sólo daría pie a más habladurías. Se levantó con la intención, al menos, de hacer notar

su presencia. Todo el mundo sabía que él también había pedido la mano de Serena.

Pero justo entonces el tipo que estaba sentado de espaldas a él habló otra vez.

-Me pregunto qué dirá Wyndham de todo esto.

Los que estaban frente a Wyndham y lo habían visto levantarse empezaron a toser.

El hombre giró la cabeza y abrió los ojos como platos.

-Wyndham, señor -dijo el vizconde con voz de hielo-, dirá que siempre había creído

que White's era un lugar frecuentado por caballeros, ¡no por un hatajo de cotorras!

Se disculpó con una reverencia irónica y salió del local, dejando a los caballeros en

un embarazoso silencio. Estaba rabiando contra Hailcombe y su lengua imprudente y

jactanciosa. ¿O tal vez no había sido tan imprudente?

Un escalofrío traspasó la furia ciega de Wyndham. ¿Habría sido la intención de

Hailcombe extender los rumores para dañar la reputación de Serena, y que de ese modo

no le quedara otra opción que casarse con él para salvar su honor?

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Uno de los lacayos lo ayudó con el abrigo y el sombrero de copa, y Wyndham,

perdido en sus divagaciones, estuvo a punto de chocarse en la puerta con un hombre que

entraba en ese momento. Se echó hacia atrás y murmuró una disculpa.

-No tiene importancia... -empezó el otro hombre, pero entonces se detuvo con una

expresión de asombro-. George Lyford, ¿verdad? ¿O debería decir el vizconde de

Wyndham?

Wyndham lo miró con atención y creyó distinguir un aspecto vagamente familiar en

los rasgos de aquel tipo. Era un hombre de su misma estatura, pero con los miembros

flácidos y quizá unos años más viejo. Se estaba quitando el sombrero, revelando una

rubia cabellera, y sus ojos grises brillaban en un rostro bronceado.

-Lewis Brabant -se presentó el caballero-. Solíamos cazar juntos hace algunos años,

cuando estabas en Bredington, ¿recuerdas?

El desconcierto inicial de Wyndham se desvaneció. Estaba frente a otro de los

habitantes de las aldeas que rodeaban la abadía Steepwood. Parecía que aquel siniestro

lugar quisiera hacer notar su presencia más que nunca. Sin embargo, saludó

cordialmente al recién llegado.

-Eres el hijo del almirante Brabant. Te enrolaste en la Armada, ¿no? ¿Cómo estás?

Se estrecharon las manos y Brabant le respondió que estaba muy bien, pero que se

había licenciado y que acababa de volver a casa. Wyndham hizo un esfuerzo de

memoria y recordó que su hermano había muerto un par de años antes.

-¿Te marchas? ¿Por qué no te quedas y tomas una copa conmigo? -le sugirió

Brabant.

Wyndham dudó. No quería parecer descortés, pero tenía mucha prisa.

-¿Vas apurado de tiempo, quizá? -Preguntó Brabant-. Si es así, no dejes que te

entretenga.

El vizconde detectó una nota de decepción en su voz y sintió remordimientos.

Guardaba recuerdos muy gratos de Lewis Brabant. Era mucho menos gallardo que su

hermano, pero más inteligente y tranquilo.

Pero no podía retrasarse más. Sus caballos eran veloces, pero Serena ya debía de

haber emprendido el viaje.

-Me encantaría, Lewis, pero hay un asunto muy urgente que debo atender y...

De repente se interrumpió, sacudido por un nuevo pensamiento. ¡Hailcombe había

servido en la Armada de su majestad! Era muy probable que Brabant lo conociera, o que

hubiera oído hablar de él. Quizá supiera algo que le fuera de utilidad a Wyndham.

Esbozó una sonrisa y volvió a tenderle el sombrero al lacayo.

-¿Por qué no? Me tomaré una copa contigo, Brabant. Aunque tendrá que ser rápido.

-Por supuesto -aceptó Brabant.

Después de quitarse el abrigo, Wyndham le pidió a un camarero que les sirviera un

poco de vino y entraron en uno de los salones. Prefería no encontrarse con los rostros

turbados que había dejado minutos antes.

Pasaron varios minutos intercambiando impresiones y experiencias. Entre otras

cosas, Lewis le contó que había sido ascendido a capitán de la Armada. Wyndham se

estaba devanando los sesos para sacar el tema de Hailcombe, cuando Lewis lo

desconcertó al preguntarle por sus perspectivas matrimoniales.

-He oído por ahí que pediste la mano de la debutante más bonita de la temporada,

George. ¿Tengo que darte la enhorabuena?

Wyndham puso una mueca.

-Por desgracia, no.

-Lo siento, si era eso lo que deseabas. No me enteré de su nombre, pero no me lo

digas si no quieres -se apresuró a añadir, al percibir la incomodidad del vizconde.

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-No tengo ningún problema en decírtelo - dijo Wyndham-. Su nombre es Serena

Reeth.

-¿Reeth? -Repitió Lewis-. ¿No estará emparentada con Reeth, el político?

Wyndham frunció el ceño.

-Es su hija. ¿Lo conoces?

Brabant negó con la cabeza.

-A él no, pero sí a su hermano. El teniente Reeth. Servimos juntos en el Neptune, en

la batalla de Trafalgar, a las órdenes del capitán Fremantle. ¡No le tenía miedo a nada,

Gerald! Hasta el punto de que su imprudencia le costó la vida.

-¿Cómo fue? -Preguntó Wyndham. Aquello le parecía muy interesante, aunque de

momento no le resultara útil.

La muerte del teniente Reeth. En el fragor de la batalla, un joven aspirante a oficial

había sido alcanzado y había caído por la borda.

-Cuando Gerald vio que seguía vivo intentó arrojarle un cabo, pero el chico no

consiguió agarrarlo. El mar estaba cubierto por los restos en llamas de un velero, pero

Gerald no lo abandonó. Se despojó de la casaca, me tendió su espada y se lanzó a por él

antes de que nadie pudiera detenerlo.

-¡El muy loco! ¿Consiguió rescatarlo?

Brabant asintió.

-Nadie sabe con seguridad lo que pasó después. El chico estaba semiinconsciente.

Lo subimos a bordo con el cabo atado al pecho. Pero Gerald se había hundido... y no

volvió a aparecer. Nunca encontraron su cuerpo.

Era una historia estremecedora, y el vizconde se olvidó de su misión mientras

escuchaba las especulaciones que rodeaban la muerte del teniente Reeth. La más

aceptada era que se había quedado atrapado entre los restos sumergidos y que había

ardido con ellos.

El Neptune había sido obligado a cambiar de posición poco después, por lo que

nadie pudo determinar el lugar exacto en el que había desaparecido Reeth.

-Era un buen hombre -concluyó Lewis-. De haber sobrevivido, ahora sería capitán.

Wyndham le dio una respuesta apropiada, pero no encontraba nada en aquella

historia que pudiera ayudarlo. Aquellos sucesos habían acaecido seis años antes y no

guardaban ninguna relación con el presente. Pero al menos le habían dado la vía que

necesitaba.

-Dime, Lewis. ¿Alguna vez te has cruzado con un tipo llamado Hailcombe?

El capitán Brabant estaba tomando en ese momento un sorbo de vino. La mención

del nombre pareció afectarlo bastante, porque se atragantó con el Claret y se puso a

toser fuertemente. Wyndham se levantó y le dio unos golpes en la espalda. Tardó unos

segundos en recuperarse, y Wyndham volvió a su asiento con el ceño fruncido.

-Supongo que has oído ese nombre -sugirió secamente.

-¿Que si lo he oído? ¡Lo he maldecido no sé cuántas veces!

Una oleada de triunfo recorrió a Wyndham, quien agarró la botella de Claret.

-¿Otra copa, amigo mío? Me interesa mucho lo que tienes que contarme.

Quince minutos más tarde, el vizconde salía de White's con la sensación de haber

empleado bien el tiempo, aunque eso significara haber retrasado su persecución.

Sin embargo, tuvo ocasión de reconsiderar esa opinión. En su apartamento estaba

esperándolo Melanie, junto a una señorita Laura Geary presa de los nervios.

La profunda tristeza que había asaltado a Serena desde el comienzo del viaje se

había aliviado un poco, aunque la había dejado con la sensación de tener un peso muerto

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en el pecho. Lo cual no podía atribuirse en su totalidad a la impropia conducta de su

padre. También ella había tenido la culpa, al negarse a obedecer sus propias órdenes y

seguir pensando en lord Wyndham. No tenía sentido pensar en él, por lo que le resultaba

muy frustrante y desalentador no poder sacárselo de la cabeza. Y aún lo era más que, en

vez de sentirse agradecida por alejarse de Londres y de Hailcombe, se deprimiera

contando las millas que la separaban del vizconde.

Desde la visita de Wyndham a Hanover Square, el día anterior, Serena había

albergado la ridícula esperanza de que Wyndham pudiera demostrar su inocencia contra

las terribles acusaciones que pesaban sobre él. ¿No le había dicho que se equivocaba al

juzgarlo? De no haber sido por la despreciable amiga de su prima Laura, cuya

información podía ser aceptada como imparcial, Serena creería a Wyndham, ya que no

podía seguir confiando en su padre.

¡Qué horrible era verse obligada a decir eso! Se le escapó un débil suspiro, que

llamó la atención de su doncella. La joven le tendió la cesta y retiró la servilla que

cubría el contenido.

-Tome otra golosina, señorita Serena.

Serena escogió una almendra garrapiñada y la masticó en silencio.

-¿Cuánto tiempo llevamos en el camino, Mary?

-Casi dos horas, señorita Serena. Acabamos de pasar The Bald Faced Stag, y dentro

de un momento entraremos en el bosque -respondió la chica, que pareció percibir la

tensión de Serena-. No tiene por qué tener miedo, señorita Serena. El señor Lisset le ha

dado órdenes a Harbottle para que fuera en el pescante con el trabuco.

El bosque Epping era un lugar peligroso, pero Serena sabía que no tenía nada que

temer a la luz del día. Además, sólo había seis millas hasta Epping Place.

-No tengo miedo, Mary. A esta hora no corremos peligro de que nos asalten.

Serena vio que su doncella la miraba en la penumbra del carruaje. El cielo estaba

cubierto y apenas entraba luz en el interior, y aún estuvo más oscuro cuando se

adentraron en el bosque.

-¿Qué pasa, Mary?

La doncella le puso una mano en el brazo.

-No me gusta decirlo, señorita Serena, pero no parece usted muy contenta.

-¿No? Bueno, me resulta un poco difícil estar contenta ahora.

-Oh, señorita Serena. Lo siento mucho - dijo Mary, apretándole el brazo-. Pero todo

tiene solución, ya lo verá.

-¿Seguro?-Preguntó Serena dubitativamente-. Pues esa solución parece muy lejana.

-Estaba pensando en lo bueno que es que se vaya a casa -prosiguió la doncella-. Ver

al amo Gerald... Seguro que la echa muchísimo de menos.

-Gracias, Mary -respondió Serena, apartándole delicadamente la mano-. Te

agradezco que te preocupes por mí. Y sí, estoy impaciente por ver a Gerald. Es sólo

que...

Un ruido ensordecedor la interrumpió, acompañado por una mezcla de gritos, ruido

de cascos y maldiciones. El carruaje dio un bandazo, arrojando a las espantadas

ocupantes hacia delante. Se oyó un grito desgarrador y el vehículo se detuvo

bruscamente.

Serena se enderezó en el asiento, con el corazón desbocado. Oyó un gemido a su

lado y se giró para ver a Mary formando un ovillo en el suelo del carruaje. El sentido

común le hizo tomar una rápida decisión.

-¡No te muevas, Mary! -le ordenó en un apremiante susurro-. Así estarás a salvo.

Aguanto la respiración y esperó en la oscuridad. Unas sombras pasaron junto a la

ventana, y el murmullo de voces profundas indicaba la presencia de varios hombres.

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Los segundos transcurrieron lentamente sin que nada ocurriera. Entonces la puerta se

abrió de un tirón y una figura enmascarada apareció en la abertura, bloqueando la luz.

Serena no pudo evitar un gemido de pánico, pero permaneció inmóvil, mirando la

monstruosa forma oscura que la observaba en silencio. El corazón le golpeaba

frenéticamente el pecho y su cerebro era incapaz de pensar.

Entonces la figura sé apartó de la puerta y una mano grande y enguantada le apuntó

con una pistola.

-¡Salga del coche, señorita!

-¡No, señorita Serena! -suplicó Mary desde el suelo.

-¡Cállate! -le ordenó Serena. Los asaltantes no debían saber que había dos mujeres

en el carruaje.

Se levantó y se inclinó hacia la puerta. Tuvo que agarrarse inmediatamente al marco,

pues descubrió que las rodillas apenas podían sostenerla.

Aquel momento de duda hizo que el hombre enmascarado mascullara una

exclamación de impaciencia. La agarró por la cintura y la sacó del carruaje. Serena

aterrizó en el suelo con tanta brusquedad que tuvo que emplear todas sus fuerzas para

no caerse. Pero consiguió mantener el equilibrio y pudo mirar a su alrededor.

En contraste con el oscuro interior del carruaje, la luz se filtraba a raudales entre los

árboles, a pesar del cielo nublado. El tipo que la había hecho bajar del coche seguía de

pie junto a la puerta, observándola.

En el pescante, tanto el cochero como el mozo eran vigilados a punta de pistola por

dos jinetes enmascarados. Una amenaza demasiado grande para Harbottle y su trabuco.

El pobre hombre no había tenido tiempo de abrir fuego. Otro jinete, también

enmascarado y armado, se había acercado al costado del carruaje y agarraba por las

riendas a un cuarto caballo, seguramente el que pertenecía al hombre que estaba de pie

junto a Serena.

La mirada de Serena fue de uno a otro. Todos llevaban abrigos de frisa y sombreros

de fieltro con el ala sobre los ojos, que les conferían un aspecto siniestro. Serena sintió

que estaba temblando y se arrebujó inconscientemente con la capa. Tenía que impedir

que aquellos bandoleros percibieran su miedo.

-¿Es ella? -Preguntó el hombre a caballo-. No puedo verle la cara.

-Ni yo -gruñó el hombre a pie. Se acercó a Serena y ella retrocedió-. Tranquila,

encanto. No voy a hacerte daño. Sólo quiero ver tu pelo.

Alargó el brazo y le quitó el sombrero, revelando sus mechones dorados.

-Sí, es ella -confirmó el jinete.

-Lo es -corroboró su compañero, mirando de cerca el rostro de Serena-. Pelo rubio,

ojos marrones...

Serena se obligó a no apartarse y apretó los dientes, mirando con odio a los ojos que

la examinaban sobre el pañuelo negro que ocultaba el rostro del hombre.

Una áspera carcajada brotó tras el pañuelo.

-La chica tiene agallas.

Se movió hacia el otro caballo y habló en voz baja con el jinete. Serena pudo

respirar con más calma y se preguntó por qué no le habían pedido aún dinero ni joyas.

Repasó mentalmente las pertenencias que transportaban los baúles, intentando recodar

los objetos de valor que había escogido de la colección heredada de su madre.

Vio a Mary asomándose por la puerta abierta y le hizo un gesto casi imperceptible

con los dedos para que se escondiera. Gracias a Dios, el rostro de la doncella volvió a

desaparecer en el interior del carruaje. Serena sabía muy bien que su posición social le

otorgaba un cierto grado de protección, pues no era probable que aquellos hombres

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hicieran algo más que arrebatarle sus joyas; pero no se atrevía a pensar que harían si

descubrían a Mary.

Le pareció que transcurría una eternidad mientras esperaba. Los hombres seguían

hablando entre ellos en voz baja. Entonces, justo cuando Serena se estaba preguntando

si habría alguna posibilidad de que acudiera alguien en su rescate, se oyó un retumbo

distante tras ellos. Otro carruaje se aproximaba por el camino.

Los bandoleros se pusieron en movimiento. Los que apuntaban a los criados en el

pescante apartaron rápidamente sus monturas. El hombre a pie se movió hacia la parte

trasera del carruaje, y el otro jinete guió su caballo hacia el borde del camino.

Serena pensó que estaban emprendiendo la huida, y por un momento acarició la idea

de correr hacia la puerta del carruaje. Pero el hombre a pie estaba demasiado cerca.

Durante varios segundos sólo se oyó el creciente fragor del carruaje que se

aproximaba. Pero de repente el ruido de los cascos cesó, como si el vehículo se hubiera

detenido bruscamente. El segundo jinete se acercó a los otros dos hombres montados, le

tendió a uno de ellos las riendas del otro caballo y partió al galope en dirección a los

ruidos. Serena no tuvo tiempo para especular, pues el primer hombre avanzó

rápidamente hacia ella y la agarró con una mano de hierro antes de que pudiera escapar.

-No vas a ninguna parte.

Le sujetó los brazos a la espalda. Todo aquel lió era demasiado extraño para un

simple robo, y Serena sintió que el terror la clavaba en el sitio. No podría haber luchado

aunque hubiese querido hacerlo, pues la más horrible de las sospechas dominaba sus

pensamientos.

Aquellos hombres podían ser bandoleros, pero no la habían asaltado para robarle las

joyas. La conocían. Seguramente la habían estado esperando. Ella era el precio para un

rescate, y alguien les pagaría una sustanciosa recompensa. Y ese alguien era quien se

aproximaba en el otro carruaje.

Sentada con la espalda erguida y el rostro apartado de la repugnante criatura junto a

ella, Serena reprimió otra vez el deseo de gritar.

Con una mano agarraba el asa con mucha más fuerza de la que necesitaba en la

calesa tirada por un par de caballos. La otra mano la llevaba oculta bajo la capa,

habiendo perdido el manguito en la escaramuza, y apretaba tanto el puño que las uñas se

le clavaban en la palma.

Hacía mucho rato que no hablaba. Habiendo descargado toda su rabia, se había

refugiado en un silencio total y se negaba a responder a su secuestrador.

Ni siquiera había tenido el valor de hacer él mismo el trabajo sucio. Había

contratado a unos rufianes para que la secuestraran, exponiéndola a la brutalidad de

unos simples bandoleros.

Al recibir una señal del compañero que se había alejado, el hombre la había

arrastrado hasta su caballo y la había echado sobre la silla. Serena había oído los

chillidos de Mary, que habían sido acallados enseguida, y se había preguntado con

pavor qué horribles métodos habían empleado para silenciarla. Ojalá el destino de la

pobre doncella no fuera peor del que aguardaba a su ama.

Sin aliento y tambaleándose en la silla, había recorrido una escasa distancia y había

sido arrojada al suelo sin la menor delicadeza.

Temblorosa y jadeante, ni siquiera había sido capaz de protestar cuando vio a

Hailcombe esperando junto a la calesa. Durante varios segundos había permanecido

muda e inerme. Pero en cuanto su secuestrador empezó a moverse, tirando de ella hacia

su odiado pretendiente, Serena había perdido el control y había empezado a luchar y a

debatirse salvajemente, gritando con todas sus fuerzas, hasta que el villano que la

sujetaba le puso una mano en la boca.

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La había dejado en las garras de la vil criatura que ahora la tenía a su merced y que

no había tenido ningún escrúpulo en demostrarle su poder. El escozor de la mejilla se

había mitigado, pero las magulladuras de los brazos y las muñecas tardarían en

desaparecer.

Extrañamente, el dolor había avivado su furia más que su miedo. Había desistido de

luchar, pero había vertido todo el veneno que llevaba dentro en la cabeza de Hailcombe

con palabras que nunca hubiera imaginado conocer. Sólo ahora, cuando se había

calmado lo suficiente para asimilar su situación, había vuelto a invadirla el pánico. Pero

esa vez estaba decidida a no mostrarlo.

Fuera, la espesura del bosque dio paso a un prado. A Serena le dio un vuelco el

estómago al descubrir que el terreno no le resultaba familiar, y entonces se dio cuenta de

que no había pensado en la dirección que habían tomado. Recordó que, poco después de

haber emprendido la marcha en la carroza de Hailcombe, habían pasado junto a su

propio carruaje y habían seguido la misma ruta. ¿Habían cambiado de dirección? ¿O se

le había pasado por alto el desvío a Duck Lane en el peaje de North Weald?

Olvidando su determinación de no intercambiar ni una sola palabra con el miserable

sentado a su lado, giró la cabeza para mirarlo.

-¿Dónde estamos?

Los ojos de Hailcombe destellaron bajo las pobladas cejas. Un grueso gabán y un

sombrero ladeado al estilo naval lo hacían parecer monstruosamente grande.

-Ya has recuperado tu carácter, ¿eh? ¿Aún no te has dado cuenta de que no te

conviene hacerme enfadar?

Serena tensó todos los músculos de su cuerpo.

-¿Dónde estamos? -repitió.

Hailcombe soltó una carcajada ronca.

-Tienes mucho valor, eso es innegable. Hemos pasado Woolreden y nos dirigimos

hacia la abadía de Waltham.

¿La abadía de Waltham? Un escalofrío recorrió a Serena.

-¿Y después?

-Hatfield -respondió él con una nota de satisfacción en la voz-. Great North Road.

La ruta hacia el norte, Serena. Estoy seguro de que la conoces.

A Serena le dio un vuelco el estómago.

-¡Escocia!

-Muy bien... Sí, vamos a Escocia.

Serena estaba tan horrorizada que cerró los labios y desvió su mirada desesperada

hacia el postillón, quien debía de haber sido sobornado, pues se había mostrado

indiferente a su sufrimiento, y después hacia el paisaje que se veía por la ventana. Pasó

un rato hasta que pudo controlar el deseo de llorar. No le daría a Hailcombe la

satisfacción de verla tan humillada.

Su determinación fue puesta a prueba cuando pasaron por la abadía de Waltham, y

cuando la carroza se detuvo para cambiar de caballos a dos millas de Waltham Cross,

Serena estuvo tentada de escapar. Si conseguía saltar del carruaje tal vez pudiera

ocultarse en los campos. Pero Hailcombe la alcanzaría antes de que pudiera alcanzar

cualquier refugio.

Cuando el carruaje giró en dirección a Hatfield, Serena apenas pudo reprimir un

grito de protesta. Pero para entonces la desesperación había dado paso al hambre, y

recordó que no había tomado nada más que unas cuantas golosinas desde el desayuno.

-¿Qué hora es? -Preguntó.

Hailcombe sacó su reloj de bolsillo y lo miró a la luz de la ventana.

-Las dos y media.

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-¡No me extraña que me esté muriendo de hambre! ¿No piensas parar para comer?

-Cenaremos en Welwyn, cuando nos detengamos a cambiar de caballos.

-¿Y a cuánto está Welwyn?

-A diez millas de Hatfield, más o menos.

Y para Hatfield aún faltaban otras siete millas... No contento con haber contratado a

aquellos brutos para secuestrarla, ahora le hacía pasar hambre. Serena contempló

tristemente el cielo encapotado, lo que sólo sirvió para sumirla aún más en su desdicha.

-Podrás tomar pasteles en Hatfield -ofreció Hailcombe.

Serena se sentía demasiado desgraciada para responder. El tiempo pasaba

lentamente y el estómago le rugía. Intentó pensar en alguna manera de escapar a su

fatídico destino, pero su mente estaba tan nublada como el cielo, desprovista de ideas.

Hailcombe se bajó del carruaje en Hatfield y volvió con un plato de pasteles y una

copa de vino. A Serena le habría gustado arrojárselo todo a la cara, pero tenía tanta

hambre que aceptó agradecida el ofrecimiento y se metió un pastel en la boca.

Hailcombe no parecía impaciente y ordenó al postillón que esperara con los caballos de

refresco mientras Serena engullía dos pasteles y apuraba el vino de un trago.

Cuando reanudaron la marcha, se sentía tan reanimada que empezó a pensar en un

medio de huida. Pero tras haber desechado cinco posibilidades que sólo habrían

agravado su situación, volvió a verse invadida por la ira.

-¿Por qué es necesario todo esto? -Preguntó-. Y no me digas que la culpa es mía por

haberme negado a casarme contigo.

-No lo diré -corroboró él-. Fue tu padre quien pensó que cambiarías de opinión. Yo

no me hacía tantas ilusiones.

-¿Quieres decir que lo tenías todo pensado desde el principio? -Preguntó Serena,

horrorizada. ¿Significaba eso que toda su rebeldía había sido en vano?

Hailcombe se echó a reír.

-¿El qué, llevarte a la fuerza a Escocia? No, querida. Aunque al verte obligada a huir

no tendrías más alternativa que contraer matrimonio... o enfrentarte a la deshonra.

Serena no pudo responderle. Hasta ese momento no se le había ocurrido que la huida

no le serviría de nada en cuanto aquel suceso llegara a oídos de la sociedad. Su

reputación estaría perdida para siempre y no tendría más remedio que casarse con aquel

demonio.

Pero Hailcombe no había acabado su revelación.

-Hubiera preferido casarme contigo en una aldea tranquila y cercana, pero no pude

convencer a tu querido padre para que me ayudara a conseguir una licencia especial.

Serena sintió que se le revolvía el estómago.

-¿Estás diciendo que mi padre es cómplice de este... este...?

-Esta fuga con tu novio -concluyó Hailcombe tranquilamente.

-¡Este secuestro!

-Reeth no lo llamaría un secuestro. No quería saber nada de mis planes, pero se

imaginaba que iría hasta Gretna.

Gretna Green era un pueblo de la frontera escocesa donde se fugaban los amantes

para casarse. Serena apartó la mirada de Hailcombe. Ésa era la razón por la que su padre

no había permitido que la acompañara su prima Laura. Aquello ya era bastante horrible.

Pero enterarse ahora de que lo había hecho con el propósito de que la secuestraran... No

tenía palabras para describirlo.

-¿Por qué lo ha hecho? -murmuró, más para sí misma.

-Para complacerme, querida -fue la respuesta de Hailcombe-. ¿Para qué si no? Ya

sabías lo mucho que tu padre me aprecia.

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El tono burlón de su voz era inconfundible. Serena se sorprendió mirando otra vez a

Hailcombe, impelida por la necesidad de descubrir la verdadera razón de su sacrificio.

-Lo que sé es lo mucho que se aprecia a sí mismo. Dijo que era un asunto de honor,

pero creo que hay algo más.

-Eres muy lista.

-Mi padre debe de haberte prometido algo más que mi dote. Estabas demasiado

decidido a casarte conmigo.

Hailcombe soltó una carcajada mordaz.

-Eres una joven increíble, Serena. Te aseguro que podría valorarte sólo por lo que

eres. Vamos, dime, ¿qué otra cosa me pudo ofrecer tu padre... y por qué?

-Si supiera por qué, tal vez le hubiera encontrado sentido y le hubiera ahorrado a mi

padre la humillación de vender a su hija a cambio de su honor -replicó Serena.

-¿Y habrías accedido a casarte conmigo voluntariamente? Lo dudo mucho.

También lo dudaba Serena, pero se mordió la lengua para no decirlo. Ignoró el

comentario y continuó.

-Y en cuanto a lo que te ha ofrecido, no me puedo imaginar de qué se trata.

-¡Vamos, Serena! ¿No puedes imaginarte las ventajas que supone ser el yerno de un

afamado político y destacado miembro de la nobleza? De todas las propiedades de

Reeth, al menos una irá a parar al nuevo miembro de la familia. El joven Gerald no

echará en falta una pieza menos de su herencia. Luego está el asunto de la pensión, que

irá aumentando de cuantía a medida que pase el tiempo para mantener el estilo de vida

al que está acostumbrada lady Hailcombe. Y aún más...

-¡No me digas más! -masculló Serena con voz ahogada. No soportaba oírlo. Si su

padre era capaz de llegar a tal extremo para proteger su honor, las circunstancias que lo

exigían debían de ser terribles. ¡Y su padre se había atrevido a rechazar al vizconde

acusándolo de un comportamiento lujurioso!

Al pensar en Wyndham la traspasó una punzada de dolor. En aquel momento se

quedaría gustosamente con aquel hombre de comportamiento lujurioso con tal de

escapar al futuro que la aguardaba con Hailcombe.

Un grito de protesta del postillón interrumpió sus pensamientos. La carroza redujo la

velocidad hasta detenerse por completo.

Hailcombe maldijo y abrió el pestillo para gritarle al postillón. Serena bajó la

ventana y se asomó al exterior.

Un carruaje ligero estaba atravesado en el camino, bloqueándolo. Un mozo estaba

montado en uno de los caballos, y un caballero con capa se había bajado de un salto. Y

Serena sintió un inmenso alivio cuando reconoció los rasgos de Wyndham.

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CAPÍTULO 9

Con el corazón desbocado, Serena intentó abrir la puerta. No se le ocurría cómo ni

por qué estaba Wyndham allí.

Era un milagro, y lo único que podía pensar era en salir de la carroza y arrojarse en

sus brazos.

-¡No! -gritó Hailcombe tras ella, reteniéndola con su fuerte brazo.

-¡Suéltame!

-¡Quieta! -ordenó él, y Serena vio horrorizada la pistola con armazón de plata que

apuntaba hacia la puerta.

El rostro de Wyndham apareció en la puerta abierta, ciego de ira.

-¡Suéltala, maldito bellaco!

Hailcombe soltó una cruel carcajada.

-¿Así de sencillo? ¡Atrás!

-¡Wyndham, tiene una pistola! ¿Es que no la ves?

Entonces vio que también el vizconde tenía una pistola en la mano. Pero aunque

hubiera apuntado a Hailcombe, éste estaba protegido por el cuerpo de Serena.

-Parece que esta partida la gano yo, ¿eh? - se burló Hailcombe.

Para asombro de Serena, Wyndham sonrió. Pero no era una sonrisa de

complacencia, sino de triunfo.

-No cantes victoria tan pronto, Hailcombe. Mira bien.

Serena parpadeó, desconcertada. Pero el movimiento de Hailcombe tras ella la hizo

mirar alrededor.

Con todo el ajetreo no se había percatado de que la otra puerta de la carroza había

sido abierta, por cuya abertura asomaba el cañón de un trabuco.

-Un solo movimiento y mi criado te volará la cabeza - le advirtió el vizconde -. Y

ahora suelta a la señorita Reeth.

Pero Hailcombe no hizo nada. Serena contuvo la respiración mientras él miraba el

trabuco y luego a Wyndham.

-Crees que me tienes acorralado, ¿eh? Todo dependerá de quién dispare primero.

-¡No seas estúpido! -Exclamó Wyndham, bajando levemente su arma.

-Sé muy bien que no le harás daño a Serena -observó Hailcombe-. ¿Y tu criado

arriesgará el cuello si yo te disparo a ti?

El mozo de Wyndham masculló unas palabras, dejando claro que estaba dispuesto a

matar a Hailcombe enseguida.

Este lo ignoró y retrocedió un paso.

-Estamos empatados. Pero eso se puede remediar ahora mismo.

Con un gesto ostentoso, levantó la pistola, retiró el dedo del gatillo y se la deslizó en

el bolsillo.

-Ya está. Y ahora baja del carruaje y lucha conmigo.

En el silencio que siguió, Serena miró perpleja a su rescatador, incapaz de asimilar

la rápida sucesión de acontecimientos.

Cuando Hailcombe habló lo hizo en un tono moderado, pero también ligeramente

sarcástico.

-¿Propones un duelo a espada o pistola?

-A espada. No quiero convertir esto en un asesinato.

Hailcombe acercó la boca a la oreja de Serena.

-Me toma por estúpido -susurró.

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Ella se estremeció y apartó la cabeza, mirando fijamente a Wyndham.

-No te entiendo.

-¿Qué no entiendes, Serena? ¿No sabes lo diestro que es mi rival con un florete?

Serena no lo sabía, pero aquella situación la asqueaba.

-¡Wyndham nunca ha sido tu rival! ¡Y no vais a luchar por mí!

-No creo que tengas elección, querida -murmuró Hailcombe lascivamente, aflojando

su agarre-. Pero yo sí. Y las probabilidades juegan en mi contra.

¿Se estaba rindiendo? Wyndham sabía que se había arriesgado mucho al soltar su

arma. Pero con Serena interponiéndose entre Hailcombe y él, la pistola era inútil. No

podía arriesgarse a disparar. No confiaba en el honor de Hailcombe, pues su adversario

no tenía honor alguno. Pero, a menos que se equivocara, aquel sinvergüenza valoraba

mucho su vida... y el trabuco apuntaba directamente a su cabeza.

Wyndham retrocedió otro paso y se preparó para cualquier jugada. Si Hailcombe

dejara que Serena se bajara del carruaje... Estaba tan pálida que apenas se atrevía a

mirarla, por miedo a que la imagen de su rostro lo distrajera. Hailcombe seguía

apuntándole con su arma, pero un solo movimiento bastaría para que errase el tiro.

La distracción llegó de una manera inesperada. El postillón de Hailcombe, que hasta

ese momento no había sido más que un asombrado espectador, eligió aquel momento

para protestar por aquellos procedimientos tan poco ortodoxos. En un elocuente

discurso, les dio a entender a los recién llegados que no eran mejores que los bandoleros

que habían aparecido horas antes, y desde luego mucho peores que el tipo que lo había

contratado y que estaba en el interior de la carroza.

-¿Bandoleros? -repitió Wyndham, mirando horrorizado a Serena. ¡Hailcombe podía

prepararse si aquello era cierto!

-¡En el camino del rey! -añadió el postillón.

Wyndham se volvió hacia él.

-Parece que este delito no ha empezado aquí. Y puesto que tú mismo has hablado de

bandoleros, es obvio que has tomado parte en el secuestro.

-No fue cosa mía -aseveró el postillón en tono agraviado y temeroso, apuntando

hacia la carroza de Hailcombe-. ¡El responsable fue él, no yo!

-Entonces cierra la boca y no te pasará nada.

-Seré una tumba -prometió el chico.

Hailcombe soltó un bufido de disgusto.

-¡A costa de mi dinero, maldito seas!

De repente, agarró a Serena y la empujó fuera del carruaje. Demasiado aturdida para

gritar, Serena sintió que caía sin que pudiera hacer nada por salvarse.

Wyndham saltó por instinto y la agarró a tiempo. El impacto lo hizo tambalearse y

se le cayó el sombrero. En los escasos segundos que necesitó para recuperar el

equilibrio, vio que Hailcombe aprovechaba para actuar.

Agachándose para evitar el trabuco, había saltado al camino y se había protegido

contra el costado del carruaje.

El vizconde se giró con Serena en sus brazos y se encontró frente a la pistola de

Hailcombe. Sin pensar, se puso a Serena detrás de él. ¿Dónde demonios estaba Bosham

con el trabuco? Miró a Hailcombe y vio cómo le mostraba los dientes en una horrible

sonrisa.

-Creías que me habías derrotado, ¿eh? Ahora veremos quién es el vencedor.

Wyndham no malgastó el tiempo en palabras. Con un salto inesperado cubrió la

escasa distancia que lo separaba de Hailcombe y, doblándole el brazo por la muñeca, lo

obligó a bajar el arma.

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-¡Suéltame, estúpido! ¡Está amartillada! - gritó su víctima, luchando por liberarse de

la presión de su brazo.

Serena apenas tuvo tiempo para ver lo que ocurría. Wyndham y Hailcombe estaban

enzarzados en una pelea, y al momento siguiente Hailcombe estaba tirado en el camino,

derribado por el extremo del trabuco del mozo, y con Wyndham en posesión de su

pistola.

-¡Vigílalo, Bosham!

El mozo se quedó junto al cuerpo inerte, y Wyndham se guardó la pistola de

Hailcombe junto a la suya. A continuación, se volvió hacia Serena.

-¡Vamos! No tardará en recuperar el conocimiento, y para entonces debemos estar

lejos.

Serena tendió los brazos instintivamente, y Wyndham, también por instinto, tiró de

ella y la abrazó fuertemente. ¡Estaba a salvo!

Ella se movió un poco y lo miró con una temblorosa sonrisa.

-Gracias.

Una ola de calor envolvió el corazón de Wyndham.

-¿Te ha hecho daño?

-Sí, pero no te preocupes por eso.

-¡Maldito canalla! -espetó él. La soltó y se llevó una de sus manos a los labios-.

Ahora debemos irnos. Tendremos tiempo de sobra para hablar de ello.

Los minutos siguientes pasaron como un sueño. Serena fue acomodada en el

carruaje de Wyndham, envuelta con una manta, y pronto estuvo balanceándose en el

asiento por el mismo camino que había recorrido poco antes. No podía creerse que su

calvario hubiese llegado a su fin. Aturdida y silenciosa, miró hacia atrás, incapaz de

asimilar que ya no estaba en la carroza de Hailcombe en dirección a Gretna Green. Se

estremeció y se arrebujó en la manta de lana.

-¿Tienes frío?

Serena desvió la mirada hacia Wyndham.

-No, gracias.

Wyndham tenía la mirada fija en el camino, y Serena contempló su perfil bajo el

sombrero de copa, preguntándose si estaba soñando.

Tal vez se despertara de un momento a otro y descubriera que nadie la había

rescatado. Si su rescatador hubiera sido cualquier otra persona y no el vizconde, no

habría dudado de que estaba despierta. Pero que hubiera sido él quien la hubiese

seguido... que hubiese sabido lo que...

-¿Cómo lo supiste?

Él giró la cabeza brevemente y la miró con un brillo en sus ojos grises.

-La señorita Geary fue a ver a Melanie, quien la trajo a mi casa. Pero yo ya

sospechaba que algo estaba pasando.

Serena contuvo la respiración.

-¿Por eso viniste ayer a mi casa?

Él asintió.

-Por desgracia, no conseguí que tu padre me escuchara. Mi criado había estado

vigilando al criado de Hailcombe, quien se había reunido con los rufianes que te

secuestraron. Pero no sospechaba que fuera ésa su intención.

-Entonces, ¿cómo pudiste saber que viajábamos hacia el norte?

-Lógico -respondió Wyndham con una sonrisa-. No fue difícil deducirlo cuando

supe que viajabas con la única compañía de tu doncella. Tengo que reconocer que tu

liberación ha sido relativamente fácil.

-¡Fácil!

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Wyndham se echó a reír.

-Muy fácil. No llevaba en ruta ni tres horas, aunque a una velocidad que exigía toda

mi habilidad. Mis propios caballos recorrieron las primeras veinte millas, y luego tuve

la suerte de encontrar este tiro. No son tan veloces como los míos, pero son bastante

buenos. Para serte sincero, no esperaba alcanzarte antes de llegar a Welwyn, pero las

investigaciones en Hatfield dieron su fruto y conseguí alcanzarte sin problemas.

-¡Entonces nos adelantaste! -Exclamó Serena, sin salir de su asombro-. Ni siquiera

me molesté en mirar.

-¿Por qué ibas a mirar? No tenías ninguna razón para observar a los ocupantes de

otro vehículo, ¿verdad?

-¿Y tú sí?

-Tenía que hacerlo. Pero ni siquiera al final estaba seguro de haber acertado. Al

verte me llevé un gran alivio.

Serena guardó silencio durante varios minutos.

-Así que mi prima Laura fue a ver a Melanie. Supongo que lo hizo porque mi padre

no la dejó acompañarme.

-Creo que sospechaba de las verdaderas intenciones de tu padre -dijo Wyndham con

cautela-. Le parecía que la prohibición de acompañarte era muy extraña, y empezó a

pensar, igual que yo, que Hailcombe ejercía algún tipo de control sobre tu padre.

-No sé lo que puede ser -dijo ella-. Hailcombe no me lo dijo. Sólo me dijo que

esperaba obtener una propiedad y... y dinero. Una pensión que se iría incrementando

con el tiempo, dijo.

Wyndham la miró con preocupación y descubrió que tenía las facciones tensas.

¡Maldito fuera Lord Reeth! La señorita Geary le había contado, entre sollozos

desesperados, que Serena se había quedado destrozada por la actitud de su padre. Debía

de ser horriblemente doloroso descubrir las pruebas de su perfidia.

-¿Quieres contarme lo sucedido?

Serena se estremeció.

-Hailcombe hizo que cuatro hombres enmascarados detuvieran el carruaje. Yo creía

que iban a robarnos, pero lo único que hicieron fue esperar... salvo uno, que me quitó el

sombrero para ver el color de mi pelo. Hasta ese momento, no imaginaba que tuvieran

otro motivo -la voz se le endureció-. Pero cuando vi su reacción al sonido de otro

carruaje que se aproximaba... empecé a sospechar.

Wyndham la miró con admiración.

-Te has enfrentado a todo ese horror con valor y coraje.

A Serena se le escapó una débil risita.

-Todo lo contrario. ¡Cuando vi a Hailcombe me entró un ataque de histeria!

-Pero no parecías una histérica cuando te encontré -señaló él.

El rostro de Serena volvió a tensarse.

-No, porque aunque Hailcombe me había tratado de un modo despreciable, estaba

decidida a no darle la satisfacción de verme asustada.

A Wyndham lo invadió una sensación de orgullo. Aquella mujer tenía agallas, desde

luego... Lo cual le recordaba la difícil tarea que tenía por delante. ¿Cuánto tardaría

Serena en abandonar la gratitud a favor de la lucha? Wyndham no tenía elección, pero

dudaba que Serena lo comprendiese.

¡Cuántas complicaciones lo aguardaban!

¿Sería aquella imagen del rostro encendido de Serena su única recompensa?

El salón privado asignado por la posadera a Wyndham en Cross Keys era un

pequeño apartamento. Sólo había una ventana y el ambiente estaba cargado debido al

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humo que soltaba la chimenea. Había varias sillas alrededor de una mesa que ocupaba el

centro de la habitación, y un par de candelabros de pared que apenas ofrecían luz.

Wyndham hizo pasar a Serena, pero él se quedó en el umbral, observando con

disgusto el interior. Se volvió hacia la mujer que esperaba tras él, dispuesto a exigir un

cambio. Pero antes de articular palabra vio un brillo en los ojos de la posadera, y cayó

en la cuenta de que nunca se había presentado en St. Albans acompañado por una joven

dama de la aristocracia.

Al recordar que él mismo se había buscado aquella censura se irritó aún más. Si una

simple mesonera lo creía capaz de llevar a cabo prácticas licenciosas, y le ofrecía una

habitación apropiada para la ocasión, ¿qué pensarían de él los miembros de su propio

círculo social? Por el bien de Serena cerró la boca y se abstuvo de hacer comentarios,

pensando que sería muy improbable que se encontraran con algún conocido en aquel

mesón del camino.

-Tráiganos algunas velas, si es tan amable -pidió en un tono deliberadamente

altanero-. Y le estaría muy agradecido si nos subiera algo para cenar que sea del agrado

de la señorita.

Una expresión de duda cruzó el rostro de la posadera, quien miró fugazmente a

Serena. Se había quitado la capa y estaba de pie junto al fuego, extendiendo las manos

para calentarlas.

-Bueno, señor -dijo en un ligero tono de disculpa-. No sé lo que será de su agrado.

Tenemos cerdo y pastel de pichón. O si a la joven dama le apetece, tenemos lenguado al

horno.

Serena giró la cabeza y Wyndham se acercó a ella.

-Esta mujer le ofrece varias cosas para elegir, señorita. ¿Tiene alguna preferencia?

Serena tenía tanta hambre que en las últimas millas del viaje no había podido hablar

ni prestar atención a la ruta. Eran las cuatro y media y ya casi había oscurecido por

completo. Había estado viajando durante seis horas y no podía aguantar más sin comer.

Sin embargo, la idea de ingerir cualquier tipo de alimento le provocaba náuseas. ¿Podría

ser debido al apetito voraz que le roía el estómago?

-Algo ligero -respondió con ansiedad-. No creo que pueda digerir cerdo ni pescado.

-Entonces no lo intente -dijo Wyndham, y se volvió de nuevo hacia la posadera-.

Traiga un poco de caldo o de potaje, por favor. Y quizá un poco de jamón. Yo me

tomaré el pastel de pichón -esbozó una sonrisa y comprobó con agrado que surtía efecto

en la rigidez de la posadera-. Tráiganos vino también, por supuesto, y alguna otra

golosina que dejo a su elección.

-Enseguida, señor -dijo la mujer en un tono mucho más distendido-. La señora está

fatigada, sin duda, y le costará mucho esfuerzo comer. Estoy segura de que encontraré

algo de su agrado.

Hizo una reverencia y se retiró.

Wyndham no pudo evitar una carcajada y se acercó a Serena, quien estaba

intentando desatar los cordeles del sombrero.

-Permíteme.

Serena se quedó inmóvil, mirándolo mientras él deshacía el nudo en la penumbra de

la habitación. Casi había oscurecido, y el pulso se le aceleró al pensar que estaba a solas

con el vizconde en un salón privado en una posada de un pueblo desconocido.

Wyndham guardó silencio mientras intentaba desanudar los cordeles, consciente de

la mirada de Serena. Un estremecimiento sacudió la rigidez de sus dedos cuando le rozó

la piel del cuello sin querer. Era imposible... ¿Cómo demonios iba a sobrevivir durante

los próximos días sin renunciar a su honor?

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El nudo se deshizo finalmente y Wyndham suspiró de alivio. Le quitó el sombrero y

se encontró con los rizos dorados tristemente aplastados. Sin pensar en lo que hacía,

arrojó el sombrero a un lado y llevó los dedos hacia los cabellos.

Le buscó la mirada y encontró los ojos de Serena fijos en los suyos.

Dejó quietas las manos, contemplando aquellas profundidades marrones,

insondables y al mismo tiempo cautivadoras.

Le tomó el rostro entre las manos.

-¿Qué ocurre? -le preguntó en un susurro.

Serena respondió a su calor y expresó en voz alta el pensamiento que ocupaba su

mente.

-Has ocupado su lugar.

Wyndham frunció el ceño.

-¿Hailcombe?

Ella asintió, con aquella expresión inescrutable todavía en sus ojos. Wyndham sintió

el peso de la acusación. Dejó caer las manos y se apartó rápidamente de ella. Era cierto,

pensó. En cierta manera, había ocupado el lugar de Hailcombe.

Con manos temblorosas se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el respaldo de una

silla. Después se quitó el sombrero de copa y empezó a pasearse por la habitación,

incapaz de mirar a Serena.

Ella lo miró en silencio. ¿Por qué había dicho eso? Las palabras habían surgido de la

nada, por instinto. La garganta se le había secado inexplicablemente. Tragó saliva y

recogió el sombrero del suelo para dejarlo en la silla donde había arrojado su capa. A

continuación se desabrochó la pelliza y se sentó junto a la mesa, donde apoyó la frente

en las manos y se quedó mirando el mantel blanco. Una jaqueca empezaba a acompañar,

a las náuseas y el hambre.

-No era mi intención compararte con él -murmuró, más para sí misma.

-Pero no crees que tu situación haya mejorado -espetó él con dureza.

Serena no fue capaz de responderle. Se sentía confusa, desorientada, demasiado

débil para entrar en la discusión.

Con mucho esfuerzo, apartó las manos del rostro y se enderezó.

-¿Cuándo crees que llegaremos a Londres?

-No vamos a Londres, Serena.

Ella lo miró y él pudo ver su desconcierto, ya que sus ojos se habían acostumbrado a

la penumbra. Creía que Serena se había dado cuenta de que habían abandonado la ruta

hacia Londres, pero tal vez hubiera malinterpretado sus palabras.

-¿No vas a llevarme a casa? -Preguntó ella.

-¿A las tierras de tu padre? Sería inútil.

A Serena empezó a darle vueltas la cabeza.

-No, me refiero a Hanover Square. Ya sé que no nos dirigimos hacia Suffolk.

-Nos dirigimos a Northampton -dijo él.

Ella lo miró y lo vio aferrándose al respaldo de la silla de una manera muy extraña.

¿Northampton? Aturdida, se llevó las manos a la cabeza y empezó a masajearse las

sienes.

-Estás agotada, Serena.

-Me siento mal.

-Entonces dejemos esta conversación hasta que hayas comido. Tal vez no te lo

parezca, pero te sentirás mucho mejor cuando comas algo.

La voz de Wyndham había vuelto a cambiar. Era como si estuviese soñando. Vio

cómo retiraba una silla y se sentaba junto a ella.

Apoyó la barbilla en las manos y suspiró, mirando al vacío.

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La sensación de irrealidad persistió. Serena miró al vizconde con un creciente ardor

en el pecho. En su trance, apenas fue consciente de que hablaba en voz alta.

-Cuando nos conocimos, recuerdo que te dije muchas tonterías -él giró la cabeza y

ella le sonrió-. Debiste de pensar que era una cría estúpida. Pero sólo me comportaba de

esa manera cuando tú estabas cerca. Me robabas el juicio y la razón.

Wyndham no dijo nada. Le resultaba muy doloroso recordar aquellos días. La voz

de Serena iba envuelta con el eco de aquella inocencia perdida que él tanto añoraba. Y

ella hablaba como si todo perteneciera al pasado... como si él formara parte de su

pasado. La sospecha de que ya la había perdido le atenazó el corazón. Ahora, cuando al

fin la había conseguido y no podía dejarla marchar... por el bien de Serena.

-Pero tú siempre fuiste muy amable conmigo -prosiguió ella. Tenía los ojos

humedecidos, pero la sonrisa permanecía en sus labios, y a Wyndham le pareció

arrebatadoramente dulce-. Te encantaba hacer bromas y provocarme, pero nunca me

faltaste al respeto.

-Serena... -empezó a decir él, pero se interrumpió cuando la puerta se abrió a sus

espaldas.

Se dio la vuelta y se encontró con el resplandor de dos candelabros que portaba un

camarero y que colocó sobre la mesa. Wyndham parpadeó ante la luz de las llamas y

miró a Serena, quien se cubrió brevemente los ojos con una mano.

La intimidad se había hecho añicos. La comida fue servida y Wyndham pudo ver

que el misterioso estado de ánimo de Serena había dejado paso a una creciente avidez.

Si él mismo estaba hambriento, ella debía de estar muerta de hambre. Durante los

próximos quince minutos ninguno dijo nada más que lo estrictamente necesario

mientras saciaban su apetito. Finalmente, Serena dejó la cuchara y se recostó en la silla

con un suspiro de satisfacción. El caldo le había parecido exquisito.

-Tenías razón. Me siento mucho mejor.

-Será mejor que comas bien -le aconsejó él, sirviéndose otra porción del pastel de

pichón-. Aún nos queda un largo camino que recorrer.

Aquellas palabras hicieron que Serena perdiera el apetito por completo, invadida por

la inquietante sensación de un futuro incierto. Permitió que el vizconde le sirviera varias

lonchas de jamón y panecillos recién hechos y siguió comiendo distraídamente. El

hambre y el cansancio habían dejado de atormentarla, por lo que pudo formular la

pregunta sin vacilar.

-¿Por qué no me llevas de vuelta a Londres?

Wyndham detuvo el tenedor a medio camino de su boca y respiró hondo. Había

llegado el momento de decirle la verdad.

-Es imposible, Serena. Hasta la misma señorita Geary opinaba que no sería

prudente. Tampoco creía que fuera aconsejable llevarte a Suffolk, aunque ésa fue mi

sugerencia inicial. Hailcombe volverá a Londres e irá a ver a tu padre. Cuando ambos

aúnen sus esfuerzos, quién sabe lo que podrán llevar a cabo.

Serena dejó el cuchillo y el tenedor.

-Hailcombe dijo que mi padre no quería saber nada de sus planes.

-Pero eso no le impidió ayudar a Hailcombe para que te secuestrara -señaló

Wyndham.

Ella apartó la mirada. Agarró el vaso y tomó un sorbo de vino.

-Es horrible descubrir que tu padre está confabulado con ese hombre, Serena, pero

ésa es la verdad. Tu prima cree que lord Reeth seguirá ayudándolo en todo cuanto

pueda.

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En realidad, las palabras de la señorita Geary habían sido: «No es buena idea traerla

aquí, lord Wyndham. Ese malvado volverá a intentarlo, y puede estar seguro de que mi

primo Reeth le facilitará la tarea».

Fue ella la que le hizo cambiar de idea de llevar a Serena a Suffolk. Wyndham le

había contado su infructuoso intento por prevenir a Lord Reeth, y la señorita Geary

había exclamado que se estaba preparando una fechoría. Tras una rápida consulta,

Wyndham había elegido el camino del norte, convencido de que, tarde o temprano,

encontraría a Hailcombe en esa ruta. No se había equivocado, pero al rescatar a Serena

se había visto obligado a colocarla en una situación mucho más escandalosa.

No quería angustiarla revelándole la otra razón por la que el regreso a Londres

quedaba descartado. Lo que había oído aquella mañana en White's debía de haberse

difundido por toda la capital. La reputación de Serena ya estaba por los suelos. Más que

una misión de rescate, era un intento de limpiar su nombre.

-¿Qué propones hacer conmigo, entonces?

La pregunta lo pilló desprevenido, por lo que soltó la respuesta del modo más

directo posible, sin preliminares que pudieran suavizar su efecto.

-Voy a llevarte a mi refugio de caza en Bredington.

Serena se despertó en una habitación con entrepaños de madera que no reconoció.

Estaba en una cama con cuatro columnas y dosel de brocado amarillo. La luz entraba

por una amplia ventana y se filtraba entre las cortinas medio abiertas.

Se apoyó en un codo y lo primero que vio fue un pequeño armario frente a la cama,

sobre el que había un jarro y una jofaina. Desvió la mirada y en una silla junto a la cama

descubrió el vestido que había llevado durante el viaje. Instintivamente se miró el

cuerpo y se encontró con una prenda ridículamente grande.

Apartó las mantas de un tirón. ¡Era un camisón de hombre! Miró desconcertada los

pliegues de la prenda, incapaz de imaginar cómo había acabado vistiéndola. ¿Dónde

estaba? ¿Qué lugar era aquél?

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Se volvió a meter bajo las mantas y se

cubrió hasta la barbilla. La puerta se abrió y una mujer rolliza de mediana edad se

asomó al interior.

-Ah, ya se ha despertado, señorita. Su señoría le manda saludos, y la comida la

estará esperando cuando esté lista. Joyce me acompaña con agua caliente, y se quedará

para ayudarla a vestirse.

¿Su señoría? Serena parpadeó para sacudirse los restos del sueño. Y entonces lo

recordó... ¡Wyndham! La había llevado allí la noche anterior. A Bredington. Estaba en

su refugio de caza en Bredington.

Todos los males de su situación la invadieron de golpe. Aturdida, se hundió en las

almohadas con un gemido. ¡Estaba perdida! El hombre en quien había depositado

ingenuamente su confianza la había traicionado.

-¿Se levantará ahora, señorita?

Era la chica llamada Joyce, quien hizo una reverencia y descorrió delicadamente las

cortinas de la cama. Serena se sintió horriblemente avergonzada. ¿Qué estaría pensando

aquella muchacha? La respuesta era obvia. Pensaría lo que cualquier persona pensaría al

encontrarla allí. Lo único extraño era que Wyndham no hubiese tenido el descaro de

entrar en la habitación él mismo.

Permitió a Joyce que la ayudara a levantarse y volvió a sonrojarse por su atuendo.

Pero a la doncella no pareció alarmarla lo más mínimo y vertió el agua caliente en la

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jofaina. ¿Por qué debería afectarle? Seguro que no era la primera mujer a la que se

encontraba en una situación tan comprometedora.

Los sucesos de la noche anterior empezaron a cobrar forma en su mente mientras se

preparaba instintivamente para el día. Pronto le quedó muy claro por qué llevaba un

camisón de hombre... ¿pertenecería a Wyndham? No llevaba más ropa consigo que la

que vestía cuando los rufianes de Hailcombe la sacaron del carruaje. Se preguntó cómo

había pensado Hailcombe vestirla durante el largo viaje de ida y vuelta a Gretna Green.

Pero eso ya no importaba, pues el vizconde, después de haberla salvado de un

matrimonio atroz, la había llevado al mismísimo antro de perdición. Él había insistido

en que no tenía otra alternativa, pero Serena no se había dejado convencer. En cuanto le

oyó pronunciar el nombre de Bredington, la había asaltado un aluvión de horrendas

sospechas.

El resto del viaje lo había pasado en angustioso silencio. Habían sido tres horas de

camino en un carruaje abierto que la habían dejado completamente exhausta. Debió de

quedarse dormida al final de la jornada, pues apenas recordaba la llegada al refugio. Y

no recordaba en absoluto haberse acostado en aquella cama.

Un pensamiento inquietante la asaltó.

-¿Quién me desnudó anoche? -le preguntó bruscamente a la doncella.

La chica le estaba abrochando el vestido, pero se detuvo en su tarea.

-La señora Pitchcott y yo, señorita, después de que su señoría la trajera a la

habitación. Intentamos despertarla, pero estaba muy cansada. Su señoría explicó que

había estado viajando más de diez horas.

Joyce parecía sobrecogida, pero a Serena le había dado un vuelco el corazón al oír

que Wyndham la había llevado en brazos.

-¿Qué hora es?

-Más del mediodía, señorita. Su señoría ha dicho que no debía ser molestada.

¿Eso había dicho? Sacudida por un arrebato de ira, Serena se preguntó qué más

habría dicho su señoría. ¿Qué razón había dado para presentarse en el refugio

acompañado de una dama? ¿O acaso aquellas criadas estaban acostumbradas a esa clase

de visitas?

Cuando terminó de ponerse el vestido verde y estuvo lista para seguir a la doncella

por un largo pasillo, estaba tan nerviosa que el corazón le latía frenéticamente mientras

bajaba unas escaleras. Llegó a un vestíbulo modesto desde donde se distribuían varias

habitaciones y entró en un salón, también revestido con entrepaños de madera, donde

había una mesa preparada con un mantel blanco y un cuadro en la pared de enfrente

representando una escena de caza. Wyndham se levantó de su asiento, en el extremo de

la mesa, y la saludó con una pequeña reverencia.

-Buenos días... o debería decir buenas tardes -dijo con voz rígida y excesivamente

formal-. Espero que hayas dormido bien. Siéntate, por favor.

Tras una mirada fugaz, Serena se negó a mirarlo a los ojos y se sentó en la silla que

Joyce había retirado de la mesa. La mujer que se había presentado antes como la señora

Pitchcott, el ama de llaves, empezó a servirle la comida. Café, pasteles, panecillos,

quesos y mermeladas de varias clases.

-O si lo prefiere, señorita, tenemos espárragos en conserva y champiñones

encurtidos.

Le ofreció además rebanadas de pan moreno y mantequilla casera. Serena eligió al

azar, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la dominante presencia del vizconde

en el extremo de la mesa.

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Por desgracia, la señora Pitchcott se retiró después de haberle servido el café. Serena

miró hacia la puerta cerrada, sintiendo que se le hacía un nudo en el estómago, y no

pudo evitar lanzarle una mirada fugaz a Wyndham.

-No tengas miedo -dijo él secamente-. De momento no corres ningún peligro. No

suelo seducir a las jóvenes damas cuando están tomando la primera comida del día.

Con las mejillas ardiéndole, Serena bajó la mirada al plato y miró distraídamente el

contenido. Buscó refugio en la taza de café y tomó un pequeño sorbo del líquido

hirviendo.

-Eso es lo que crees, ¿verdad? -le preguntó Wyndham-. Tal vez debería haber

seguido el viaje hasta Gretna contigo.

Serena dejó la taza. Respiró hondo y reunió el valor para mirarlo.

-¿Por qué no lo hiciste?

Wyndham dudó. Serena se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza y el cambio

distraía su atención. Parecía muy joven, y a Wyndham se le ocurrió que el verde le

sentaba muy bien...

Se reprendió mentalmente. Serena le había formulado una pregunta y estaba

esperando su respuesta.

Quería decirle que había elegido aquella manera para intentar reparar el daño y

paliar el escándalo. Ir hasta Escocia habría agravado aún más la situación. Wyndham ya

había puesto en marcha sus planes, pues había enviado a su mozo a Londres con una

carta para el barón. Pero cómo no podía estar seguro de que Reeth acudiera a la cita, y

aún menos de que llevara a la señorita Geary consigo, se resistía a contarle a Serena lo

que había hecho. Estaba convencido de que Hailcombe intentaría recuperarla con la

ayuda de Reeth. El padre de Serena se resignaba al escándalo, pero Wyndham no.

-No quería que te casaras de esa manera tan precipitada -mintió.

-Eso no parecía importarte cuando me lo propusiste -le recordó ella.

-Las circunstancias han cambiado.

-¿Cómo?

Wyndham se encontró de nuevo cavilando la respuesta. No sabía por qué la estaba

protegiendo. Tarde o temprano Serena descubriría la verdad. Retrasar el momento sólo

serviría para que aumentaran sus sospechas hacia él. Aun así, se resistía a agravar su

sufrimiento. ¿Acaso no había soportado ya bastante?

-Si entonces nos hubiéramos fugado para casarnos, Serena, todo el mundo habría

creído que lo hacíamos sólo porque tu padre no consentía nuestro matrimonio.

-¿Y ahora? -Preguntó ella, mirándolo fijamente a los ojos-. ¿Qué dirían ahora?

Wyndham debería haber sabido que Serena era demasiado inteligente para permitir

que la embaucaran. Tomó un trago de la cerveza con la que se había estado refrescando

y capituló.

-Serena, no entiendes cómo funciona la mente de Hailcombe. Lo ha preparado todo

hasta el último detalle.

Serena frunció el ceño.

-¿Quieres decir que no se le puede considerar culpable ya que contrató a esos

bandidos para que me secuestraran?

-No me refiero a los bandoleros que contrató. Es lo que hizo antes de salir en tu

busca. Se ocupó de difundir los rumores por toda la ciudad.

Serena se puso pálida, y Wyndham se arrepintió al instante de haberlo dicho. Si

conocía bien a Serena, sabía que no se contentaría con aquella insinuación.

-¿Qué... qué rumores?

El temblor de su voz sacudió la conciencia de Wyndham, pero ya no había vuelta

atrás.

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-El rumor de que se casaría contigo antes de que acabara el día. Todo el mundo

podría suponer, sabiendo que no estabas en la ciudad, que os fugabais para casaros en la

frontera.

Los ojos marrones de Serena ardieron de ira.

-¿Y qué crees tú que supondrán cuando... cuando vuelva a la ciudad sin haberme

casado? ¿Cuando se enteren por Hailcombe de que ahora estoy contigo?

Él alargó el brazo como si fuera a tomarle la mano, pero Serena la retiró. Wyndham

se echó hacia atrás, dolido.

-Estoy convencido de que Hailcombe no contará nada que pueda poner en peligro

sus intereses. Si se deja ver en público, la gente pensará que tú estás en Suffolk.

-Entonces, ¿por qué no debo ir a Suffolk?

-¿Y exponerte a los planes de tu padre?

Serena apartó la mirada y, sin darse cuenta, tomó otro sorbo de café mientras la

cabeza le daba vueltas. ¡Wyndham podría haberla llevado de vuelta a Londres! ¿Por qué

pensarían mal de ella si la veían regresar a la ciudad? Podría inventar alguna historia

para justificarse. El carruaje se había dañado, su doncella se había puesto enferma... Lo

que fuera.

Pero entonces recordó que en Londres, igual que en Suffolk, estaría a merced de las

maquinaciones de su padre y de Hailcombe.

Volvió a mirar a Wyndham.

-Muy bien, pero ¿por qué me has traído aquí?

-Porque es el lugar más seguro que conozco.

-¿Seguro?

Wyndham se estremeció ante la severidad de su voz.

-Ya sé que te parece un pozo de pecado y lujuria, pero está lo bastante apartado para

ser el escondite perfecto. Nadie sabrá que estás aquí.

Serena lo miró desafiante.

-Y ahora que estoy aquí, ¿qué pretendes hacer conmigo?

Una sonrisa desconcertante curvó los labios de Wyndham.

-Casarme contigo, Serena. ¿Qué otra cosa podría hacer?

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CAPÍTULO 10

Serena dio un respingo tan brusco que casi derramó la cafetera.

-Pero ¿cómo puedes casarte conmigo? A menos que consigas una licencia especial,

sólo puedes desposarme en Escocia. Sabes que soy menor de edad.

-Ésa es una de las razones por las que no pude llevarte a conocer a mi madre a

Lyford Manor... aunque contabas con su aprobación.

Serena lo miró con recelo.

-¿Qué otras razones tenías?

Wyndham levantó la vista hacia el techo.

-Por amor de Dios, ¡está muy claro!

-Para mí no.

-¿Cuál crees que habría sido la reacción de mi padre si me hubiera presentado en

Derbyshire, en una calesa y con una debutante a mi lado, y hubiera anunciado que había

impedido que se fugara a la frontera con otro hombre y que era mi intención casarme

con ella? -Preguntó él con dureza.

El rubor cubrió las mejillas de Serena.

-¿Por qué no añades que ella ya estaba viviendo bajo tu protección, pues ésa es la

verdad?

Wyndham estuvo tentado de tirarse de los pelos.

-¿Es que no puedes ver, pequeña ingenua, que mi único deseo es llevar todo esto con

el menor escándalo posible?

-¡Lo que veo es que estás intentando engañarme! -replicó ella-. Me has dicho que no

querías llevarme a Gretna Green...

-No se trata de que no quisiera, pero...

-Y si tus intenciones son tan honestas, ¿por qué me has traído al mismo lugar al que

traes a esas mujeres que...?

-Serena, eso es completamente... -empezó a protestar él, pero ella ya se había puesto

en pie.

-¡No te atrevas a decirme que te he juzgado mal! Intenté concederte el beneficio de

la duda, Lord Wyndham. Incluso intenté convencerme a mí misma de que había sido mi

padre quien se inventó toda la historia para desacreditarte y ponerme en tu contra. Pero

ahora veo que no fue así, porque...

-¿Vas a permitirme hablar? -espetó él.

Serena se detuvo en mitad de una zancada, conteniendo la respiración. El vizconde

también se había levantado, y por un segundo ella miró con expresión desafiante sus

ojos grises. Pero su voz de hielo le había atravesado el corazón. Se dejó caer en la silla y

apoyó los codos en la mesa para cubrirse el rostro con las manos.

La furia de Wyndham se desvaneció al instante. Con un suspiro, volvió a sentarse y

agarró la jarra de cerveza para tomar un largo trago. Al dejar la jarra vio que Serena

había empezado a comer de nuevo, haciendo un notable esfuerzo para comportarse

como si nada hubiera pasado. Pero las manos le temblaban mientras intentaba untar de

mantequilla una rebanada de pan, y Wyndham tuvo que contenerse para no alargar el

brazo hacia ella. Sabía que no le permitiría tocarla.

-Te pido disculpas -dijo tranquilamente-. Estás pasando por una situación muy

difícil, y lo último que quiero es discutir contigo.

-No -murmuró ella-. No si lo que quieres es persuadirme para que sea tu amante.

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Wyndham sintió cómo empezaba a enfurecerse de nuevo y se reprimió antes de

estallar.

-¿Qué tengo que hacer para convencerte de lo contrario? ¿Por qué persistes en esa

ridícula mentira?

Serena levantó la mirada hacia él.

-No lo habría creído si sólo hubiera sido una invención de mi padre. Antes de que

Hailcombe entrara en nuestras vidas, mi padre estaba encantado de que fueras tú mi

prometido. Él mismo me contó que hasta que se enteró de que tu relación con el

marqués de Sywell...

-¿Mi qué?

-No pongas esa cara, milord -dijo Serena-. ¿Crees que te habría tomado por uno de

esos hombres a los que el marqués corrompió si no lo hubiera oído de otra fuente?

-¡Corrompidos! -Repitió Wyndham, entornando amenazadoramente la mirada-.

¿Qué otra fuente es ésa?

-Alguien que vive aquí. La señorita Lucida Beattie.

Pronunció el nombre alzando el mentón en un gesto desafiante. Era un nombre que

Serena había llegado a despreciar profundamente, pero no iba a confesarle ese detalle al

vizconde.

Wyndham frunció el ceño.

-Nunca he oído hablar de ella.

-Es amiga de mi prima Laura y vive en... Abbot... Abbot...

-¿Abbot Giles?

-Eso es.

-No importa -dijo Wyndham, mirándola torvamente-. De modo que elegiste

condenarme por unas habladurías...

-¡Yo no lo elegí!

-Claro que no -concedió él con amarga ironía-. Te has visto obligada a ello porque te

he traído a Bredington, aunque cualquiera con un mínimo de sentido común habría

entendido perfectamente mis razones.

Se levantó y arrojó su servilleta a la mesa.

-Muy bien, señorita Reeth. Cree lo que quieras. ¡Yo he acabado!

Salió del comedor y cerró tras él con un fuerte portazo.

La niebla matinal dificultaba enormemente la vista, y el frío se filtraba sin piedad a

través de la pelliza. No era una prenda confeccionada para caminar por un bosque

desconocido en invierno. Al menos Serena había llevado debajo un vestido de lana y no

de muselina cuando fue capturada. ¿Cómo había podido olvidar su manto de lana?

Empezaba a arrepentirse de haber abandonado el refugio. Sólo ahora que estaba en

medio de un bosque espeluznante dudaba de su habilidad para encontrar el camino de

vuelta. Había perdido de vista el río, por lo que tampoco podía saber en qué punto

cercano a Bredington lo había vadeado. Debía de tratarse de un punto por el que se

cruzaba regularmente, pues las piedras eran numerosas y planas, y el lecho del río era

visible bajo las aguas cristalinas.

Pero de nada le servía recordar el lugar, ya que no había manera de encontrarlo.

Estaba agotada, después de haberse pasado casi toda la noche llorando y dando vueltas

en la cama. ¿Qué otra cosa podía hacer después de un día tan horrible?

Wyndham había desaparecido después de la discusión. El ama de llaves le dijo que

había salido a caballo. Serena había pasado un día triste y miserable, refugiada en el

salón principal. La habitación tenía un aire indudablemente masculino con sus sillones

de piel y un cofre en un rincón sobre el que reposaban un látigo, varios ejemplares

atrasados de The Gentleman's Magazine, y una jarra de peltre de cerveza. En una mesa

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cercana había varias barajas de cartas, y los cuadros de las paredes representaban

escenas deportivas. No había ningún detalle femenino a la vista... aunque eso no

significaba nada.

El vizconde no había regresado hasta las cinco. Para entonces, Serena se sentía tan

sola y enfadada que había anunciado que cenaría en su habitación.

El vizconde no había puesto ninguna objeción y se había limitado a hacer una

reverencia con desdén y sarcasmo. Serena se había encerrado en su habitación, hecha

una furia, y apenas había probado la comida que le llevaron en una bandeja. Estaba tan

disgustada que la cena podría haber consistido en cenizas y no se hubiera dado cuenta.

Se pasó un largo rato escuchando atentamente por si se oían pisadas en el pasillo, con la

vana esperanza de ver aparecer a Wyndham arrepentido y dispuesto a emplear todas sus

artes para conseguir que lo creyera.

Pero Wyndham no había aparecido y Serena se había hundido en su desgracia. Y

durante su desdicha nocturna había tomado la decisión de escapar de Bredington.

Una imprudencia que la había llevado a su precaria situación actual.

El silencio sepulcral que la rodeaba fue roto por el chasquido de una ramita al

romperse. Serena soltó un grito ahogado y se quedó de piedra, encogida contra un árbol

y envuelta por el fantasmagórico manto de la niebla.

Una sombra difusa se movió ante ella. No, dos sombras. El corazón empezó a latirle

con fuerza. ¡Las formas se dirigían hacia ella! Tan silenciosamente como pudo, rodeó el

tronco del árbol para ocultarse y oyó el murmullo de unas voces.

-¿Tienes algo?

-Unas cuantas liebres, nada más.

-Una será para el puchero, ¿no?

-Es una miseria, pero esto es lo que hay.

Serena contuvo el aliento, sin atreverse a mirar mientras los hombres se acercaban.

Caminaban tan silenciosamente que no parecía que hubiese nadie más que ella en el

bosque. Pero el crujido de unas ramitas le confirmó que se estaban alejando.

Rodeó el tronco sin hacer ruido y echó un vistazo. Sólo vio sombras y niebla. Era

como si nadie hubiese pasado por allí. Serena echó a andar en dirección contraria con un

único pensamiento en la cabeza. Salir de aquel bosque aterrador.

Había avanzado unos doscientos metros cuando vio que la niebla se estaba

despejando. Más allá de los árboles se divisaba un claro. Serena se levantó las faldas y

echó a correr. Finalmente salió a campo abierto y pudo suspirar de alivio.

Se detuvo y miró a su alrededor. A poca distancia vio una casa solitaria de gran

tamaño y se dirigió hacia ella con la intención de pedir refugio o al menos una

dirección.

Una doncella de aspecto huraño y complexión robusta le abrió la puerta. Alzó las

cejas al ver a Serena y la miró de arriba abajo.

-¿Qué desea? Es un poco pronto para las visitas, ¿no?

Serena se quedó sobrecogida. No había pensado en lo extraña que debía de resultar

su repentina aparición. Pero antes de que pudiera responder, se oyó una voz enérgica

detrás de la corpulenta doncella.

-Cierra esa puerta, Janet. ¡La casa se está congelando!

-Será mejor que pase -le dijo la mujer a Serena, y se apartó para dejarla entrar.

Entonces cerró la puerta y la condujo hacia una espaciosa habitación.

Parecía ser un salón, pero aparentemente servía para otros propósitos. Había una

escalera abierta en la pared de enfrente, y una mesa de comedor junto a la ventana. Un

fuego crepitaba alegremente en la chimenea, y en un sofá había una joven con una niña

en las rodillas. Miró a Serena con clara sorpresa.

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-¿Pero qué es esto?

-A mí no me pregunte -respondió Janet-. Estaba en la puerta.

Hizo un gesto para eximirse de toda responsabilidad y desapareció por una puerta,

dejando que fuera Serena quien se explicara.

-Le ruego que me perdone, señora, pero vengo de Bredington y me he perdido en el

bosque. Quería preguntarle si...

La voz se le apagó al ver cómo cambiaba la expresión de la joven cuya casa había

invadido. Era un rostro atractivo e inteligente con unos ojos verdes que en esos

momentos la miraban con desconcierto, ¿o quizá con duda? Sus cabellos negros,

peinados hacia atrás y parcialmente cubiertos con una cofia de encaje anudada bajo la

barbilla, contrastaban fuertemente con los rizos dorados de la niña que la mujer había

estado cepillando al ser interrumpida.

-¿Bredington?

La pregunta implícita en aquel nombre era muy clara, y Serena sintió que se

ruborizaba.

-¡Oh, sé lo que debe de estar pensando! -se apresuró a defenderse-. Pero no es lo que

se imagina. Al menos, no era mi intención. He tenido que escapar de él y... ¡y no sé qué

voy a hacer!

Las oscuras cejas de la mujer se arquearon.

-¿Él? ¿Se refiere a lord Buckworth, quizá?

-Oh, no, no conozco a Buckworth. Estoy hablando de Wyndham.

-¿El vizconde de Wyndham? Pero, ¿por qué razón...? -Empezó a preguntar la mujer,

pero se detuvo y esbozó una sonrisa-. Disculpe mis modales -dejó a la niña en el suelo y

se levantó para ofrecerle la mano-. ¿Cómo está usted? Mi nombre es Annabel Lett, y

ésta es mi hija Rebecca. Becky, saluda a la dama.

La niña, que se aferraba a las faldas de su madre y que miraba a la recién llegada con

sus ojos azules abiertos como platos, escondió el rostro en los pliegues de las enaguas.

-Es muy tímida con los desconocidos -explicó su madre.

Serena sonrió para quitarle importancia y se presentó a sí misma. Annabel fue

entonces a la cocina y pidió a la doncella que preparase un poco de té. Era una mujer

vigorosa, de esbelta figura y carácter decidido. Al tomar la pelliza y el sombrero de

Serena y ver lo aterida que estaba, la hizo sentase en el sofá para calentarse junto al

fuego.

En poco rato Serena estuvo disfrutando, no sólo del té y las tostadas, sino de la

fascinante personalidad de la señorita Lett, quien le confesó que era viuda. Serena, a su

vez, le contó el miedo que había pasado al encontrarse con los dos hombres en la niebla.

-Los aldeanos, en particular los habitantes de Steepwood, son famosos por cazar

furtivamente en el bosque durante el invierno -explicó Annabel-. Sywell es un

terrateniente tan mezquino que todos creen tener derecho a cazar por su cuenta. Pero no

son peligrosos, y si la hubieran visto no le habrían hecho ningún daño, se lo aseguro.

El nombre del marqués le hizo recordar sus peores desgracias, y no pudo ocultar su

preocupación. Era un alivio poder hablar libremente, sobre todo a una mujer que no se

ponía a gritar como Melanie ni que la reprendía como su prima Laura.

-¡Pobre chica! -fue el comentario de Annabel cuando Serena acabó de relatar cómo

había acabado en Bredington.

Había reanudado la tarea de cepillar el pelo de su hija, pero había dejado a la niña en

manos de Janet después de que la voluminosa doncella les llevara el té al salón, y las

dos mujeres se habían quedado solas. Annabel sorprendió a Serena al tomarla de la

mano.

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-Has pasado por una experiencia horrible, pero creo que deberías pensarlo bien antes

de desechar esta solución.

-¿Te refieres a casarme con Wyndham? Pero él no quiere casarse conmigo.

-Me acabas de decir que te lo ha pedido.

-¡Sí, pero yo no lo creo! -Declaró Serena con vehemencia-. En cualquier caso, ¿te

casarías tú con un amigo íntimo del marqués de Sywell?

Annabel la miró sorprendida.

-¿Quién te ha dicho eso?

-Mi padre... Al principio no lo creí, pero luego me lo corroboró mi prima, a quien se

lo había contado una amiga suya, la señorita Lucinda Beattie.

Annabel le soltó la mano y se echó hacia atrás.

-Entiendo. Bueno, no quiero hablar mal de la señorita Beattie. Es una mujer muy

respetable y le tengo mucho afecto. Pero no puede vivir sin cotilleos. Yo los odio,

porque me parece que pueden hacer muchísimo daño.

Empezó a tamborilear con los dedos en el brazo del sillón, y Serena creyó ver una

expresión de tristeza en sus ojos verdes.

-Pero la pobre apenas tiene nada para entretenerse, y a la gente de por aquí le cuesta

muy poco condenar a las personas. No se la puede culpar si extrae las conclusiones

equivocadas.

Una tibia esperanza se agitó en el pecho de Serena.

-¿Estás diciendo que esos rumores no son ciertos?

Annabel sonrió.

-Lo que digo es que llevo dos años viviendo aquí y nunca he oído nada malo de lord

Wyndham. Buckworth es un notorio libertino, pero ni siquiera a él se le puede asociar

con Sywell. El marqués es una criatura excepcionalmente cruel y malvada. Me

sorprendería mucho que hombres como Wyndham y Buckworth no condenaran sus

actividades.

Serena se animó considerablemente, pero aún no estaba satisfecha del todo.

-Pero ¿no había mujeres de mala reputación en Bredington el verano pasado?

A Annabel se le escapó una risita.

-Que yo sepa, tú eres la única mujer que ha estado en Bredington. Y parece que eres

la prometida del propietario. No veo que haya lugar para los rumores.

Wyndham había pasado la que quizá había sido la peor noche de su vida. Había

supuesto ingenuamente que, una vez que hubiese puesto a salvo a Serena, el resto se

resolvería por sí solo. ¿Cómo había podido ser tan incauto? Aunque había habido un

momento, en la posada de St. Alban's, en que ella le había mostrado un atisbo de afecto.

Era evidente que sentía algo por él, pero estaba demasiado cohibida por su supuesta

relación con el marqués de Sywell, nada menos. Un hombre que, desde que el primer

momento, se había hecho merecedor de su más profundo desprecio. Ni Wyndham ni

ninguno de sus conocidos tenían una opinión favorable del marqués.

La culpa era de Reeth, pensó mientras se ataba la corbata y su ayuda de cámara se

acercaba con prendas almidonadas. ¿Dónde estaba el barón? Wyndham había esperado

que se presentara la noche anterior.

Unos golpes en la puerta del dormitorio lo sacaron de sus divagaciones. Pitchcott, el

guarda del refugio, le traía un mensaje de su esposa comunicándole que lord Reeth

había llegado y que esperaba al vizconde en el salón principal. A Wyndham se le

aceleró el pulso. ¡Al fin podría dejar las cosas claras!

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Cinco minutos después, vestido con unos pantalones de piel de ciervo y una levita

azul, entró en el salón dispuesto para la batalla.

Reeth estaba de pie junto a la ventana, mirando al exterior y con la cabeza

ligeramente hundida y los hombres encorvados. No se había molestado en quitarse el

abrigo, aunque lo llevaba abierto, revelando una chaqueta burdeos debajo. Wyndham

observó el cambio cuando el barón se giró hacia él. Parecía demacrado y consumido, y

aunque seguía apuntándole con su nariz romana, su mirada era tensa y había perdido la

expresión de arrogancia.

Wyndham se quedó sorprendido. ¿Por qué no había notado el envejecimiento del

barón en su último encuentro? Tal vez había estado demasiado absorto en su propia

inquietud.

-¿Se ha casado con ella? -le preguntó Reeth bruscamente, pero sin su agresividad

habitual.

-Aún no.

-¿Por qué no? -masculló el barón.

Wyndham frunció el ceño, sorprendido por la pregunta.

-No puedo casarme con ella sin una licencia. O sin el consentimiento de su padre.

Reeth pareció encogerse.

-¿Por qué no la llevó a Gretna Green?

Wyndham avanzó unos pasos.

-Mi intención, señor, es evitar el escándalo, no provocarlo. Así se lo hice saber por

escrito.

-Una pérdida de tiempo. Ya estamos todos condenados.

Desconcertado, Wyndham vio cómo atravesaba el salón para sentarse en un sillón y

cómo se pasaba una mano por el pelo en un gesto de cansancio. ¿Qué le pasaba al

barón?

-Discúlpeme, señor, pero me temo que no lo entiendo. La última vez que hablamos...

-¡No me lo recuerde! -lo cortó Reeth, frotándose la frente-. No sabe cuánto me ha

costado... -se detuvo y miró a Wyndham-. ¡Pero tenía una esperanza! Si conseguía que

usted se pusiera en movimiento... ¡y fue lo que hizo!, y desbarataba sus planes, esa

sanguijuela no podría poner un pie en mi casa.

Por un momento, Wyndham se quedó en blanco. Las implicaciones de todo aquel

asunto trascendían su capacidad de razonamiento. Un brote de ira se avivó en su

interior.

-¿Está diciendo, lord Reeth, que puso deliberadamente a su hija en peligro para que

yo me viera obligado a rescatarla?

Reeth levantó la mirada.

-No exactamente -dijo, recuperando un poco de su agresividad-. Yo no tomé parte

alguna en los preparativos. Únicamente intenté que pareciera obvio que se estaba

tramando algo. Y sin despertar las sospechas de ese canalla -suspiró y su voz adoptó un

tono de desprecio hacia sí mismo-. Me he visto obligado a esconderme en mi casa para

que no me encontrara, ordenándole a mi mayordomo que mintiera sobre mi paradero. Y

he salido a primera hora de la mañana para venir en la calesa con su mozo.

-Por eso no ha traído a la señorita Geary -insinuó el vizconde.

-No podía traerla. Si Hailcombe se presentaba en mi casa y descubría que los dos

nos habíamos ausentado, empezaría a sospechar. He dejado una nota. Supongo que

Hailcombe sigue creyendo que no sé nada de sus planes. ¡Y ojalá fuera así!

-Pero usted conocía sus planes, señor - señaló Wyndham-. De lo contrarió no habría

enviado a Serena de viaje sola.

Reeth lo fulminó con la mirada.

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-¿Cree que fue fácil para mí? ¿Sabe cuánto me ha costado comportarme como un

tirano con mi propia hija?

-No sólo con su hija -masculló Wyndham.

La nariz romana le apuntó con parte de su arrogancia perdida.

-Sí, a usted también lo ataqué. Tenía que hacerlo. Fue muy sencillo. Hacía mucho

que conocía a Sywell, y este refugio de caza está muy cerca de la abadía.

-De modo que obligó a Serena a que creyera que yo estaba relacionado con el

marqués... ¡Y le contó una historia escabrosa para que me despreciara!

Reeth suspiró y volvió a hundirse en el sillón.

-No fue necesario. Laura tiene una amiga que vive aquí. Otra vieja doncella. Sabía

que podía confiar en su tendencia a las habladurías y a exagerarlo todo. Entre las dos,

consiguieron que Serena se apartara de usted.

-Se equivoca -dijo Wyndham, moviéndose hacia la ventana-. Todavía sigue

luchando contra sus sentimientos. Pero su corazón se mantiene firme -se volvió hacia el

barón-. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lord Reeth!

El anciano se estremeció ligeramente.

-No tenía elección. No se imagina usted, Wyndham, a lo que me exponía si no daba

mi brazo a torcer.

-Pues no, no me lo imagino -admitió Wyndham con voz fría-. Le ruego que me lo

cuente. ¿De qué manera podía controlarlo Hailcombe?

Reeth se hundió aún más en el sillón y se cubrió el rostro con las manos. Era un

gesto tan parecido al de Serena que el vizconde casi sintió lástima por él. Al cabo de

unos segundos el barón dejó caer las manos. Parecía más débil y abatido que nunca,

pero para Wyndham su comportamiento no tenía excusa posible.

-Es mejor que lo sepa. El mundo no tardará en saberlo, porque he permitido que

Hailcombe cumpla sus amenazas. No lo ayudaré en nada más.

¡A buenas horas!, pensó Wyndham.

-¿Cuales son sus amenazas?

Reeth agachó la cabeza.

-Tiene que ver con mi hermano. Era un teniente de la Armada.

Wyndham dio un respingo.

-¿El teniente Reeth? Murió en Trafalgar como un héroe, según tengo entendido.

Reeth le echó una mirada fugaz.

-Eso es lo que el mundo cree. Lo que yo mismo creía. Pero la verdad es muy

distinta. Saltó del barco en vez de enfrentarse al enemigo -la voz le tembló

amargamente-. ¡Un desertor! Gerald Reeth... un hombre cuya muerte lamenté más que

la pérdida de mi propia esposa.

-¿Ésa fue la verdad que le contó Hailcombe? -Preguntó Wyndham, reprimiendo la

euforia que nacía en su interior. No tenía prisa por aliviar la desgracia de lord Reeth.

Quería que sufriera un poco más...

-Hailcombe también servía en el Neptune y vio a Gerald saltando por la borda.

-¿Y usted creyó su versión de los hechos?

Reeth soltó un bufido.

-¿Me toma por un estúpido? ¡Claro que no lo creí! Al menos, al principio. Empecé a

investigar, pidiendo ayuda a los contactos que tengo en la Armada. Pero no se imagina

cómo son los informes de guerra. Se ciñen sólo a los datos esenciales. «Murió en acto

de servicio». «Desaparecido en combate». Eso es todo lo que pudieron mostrarme. Y en

su día recibí la carta del almirantazgo. Según ella, todo el que muera en la batalla es

considerado un héroe.

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Una amarga sonrisa curvó sus labios. Wyndham era consciente de que estaba

prolongando innecesariamente su agonía.

-Muchos hombres caídos en combate son héroes de verdad... -empezó.

Reeth soltó otro bufido.

-¡Sí, pero no Gerald Reeth! No pude encontrar ninguna prueba para refutar a

Hailcombe, y no podía permitir que mancillara la memoria de Gerald. Los rumores, el

escándalo, la vergüenza... ¡No podía consentirlo! El deshonor es una mancha que nunca

se borra. Fuera cierta o no la historia de Hailcombe, mucha gente la creería. Además,

Hailcombe decía haber visto a Gerald hace dos años, en un puerto extranjero.

-¡Mintió! -Exclamó Wyndham. Fue hacia la chimenea y encaró a Reeth, quien

estaba tan sumido en su desgracia que apenas levantó la mirada-. Hailcombe le mintió,

señor. Créame, se inventó toda esa historia.

-¿Cómo lo sabe?

Wyndham no pudo reprimir una sonrisa.

-El mismo día que Serena salió de Londres me encontré de casualidad con un viejo

amigo mío. El capitán Lewis Brabant, quien también sirvió a bordo del Neptune.

Reeth se irguió en el asiento, dedicándole toda su atención.

-¿Estuvo en Trafalgar?

-Así es, y conocía muy bien a su hermano. Me habló muy bien de él, y me contó una

historia muy diferente a la de Hailcombe. Este amigo vive cerca de Steep Abbot, a dos

millas de aquí.

El barón se levantó de un salto.

-Dios mío... ¿Me está hablando en serio? ¿Es posible que su amigo pueda ayudarme

a atacar a Hailcombe?

-Cuenta con munición de sobra, señor. Le bastaría con una mínima parte de los

artículos que escribió acusando a Hailcombe por sus excesos y falta de escrúpulos.

-¡Le ruego que me lleve enseguida ante ese amigo suyo!

-Preferiría que viniera él a verlo a usted, y aque...

Unos golpes en la puerta lo interrumpieron. El ama de llaves entró en el salón,

visiblemente agobiada.

-¿Qué ocurre, señora Pitchcott?

-Es la señora, milord -dijo la mujer, azorada-. Fui a ver si se había levantado... y no

está en su habitación.

Wyndham creyó que se le detenía el corazón.

-¿La has buscado?

-Joyce y yo hemos registrado hasta el último rincón de la casa, milord. Ha

desaparecido.

La encontró de pura casualidad. A los pocos minutos de haber oído que no estaba en

Bredington, el vizconde estaba a lomos de su caballo, ignorando los gritos de su ayuda

de cámara con el abrigo y el sombrero. Su primer instinto había sido seguir el sendero

que conducía a Steep Abbot, y hacia allí se había dirigido a galope tendido.

Mientras cabalgaba frenéticamente, no podía dejar de pensar en la discusión del día

anterior, y malgastó muchas energías en maldecirse a sí mismo por permitir que se

hubiera prolongado aquel distanciamiento entre ambos. Serena había escapado sin otra

cosa que su ropa. Podría ocurrirle cualquier desgracia. ¡Ojalá sus pasos no la hubieran

acercado a la abadía Steepwood!

Afortunadamente, no tardó en recuperar el sentido común y pudo pensar con más

calma. Serena no podía haber abandonado la casa antes del amanecer, y debía de haber

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previsto que él saldría en su busca. Por tanto, no era probable que hubiera tomado el

único camino que partía de Bredington. ¿Qué opción le quedaba? El bosque de Steep

Wood rodeaba el refugio. No podía haberse aventurado en el mismo y arriesgarse a

perderse. Wyndham pensó que si él hubiera escapado de aquella manera, habría seguido

el río Steep, que discurría junto al refugio.

Hizo girar a su montura para volver atrás y cruzó por el vado, pensando que Serena

habría querido poner la mayor distancia posible entre el refugio y ella. Siguió el río

hasta que salió de los árboles y cabalgó hacia la pasarela de la que partía un sendero

hacia la aldea de Steep Ride. Seguramente Serena había tomado aquel camino. ¿Qué

haría él al llegar a la aldea? Tendría que llamar a todas las puertas si fuera necesario.

Pero una pequeña duda lo asaltó. ¿Las prisas de Serena le habrían permitido pensar

con lógica... o le habrían hecho buscar un sendero a través del bosque? De ser así, ahora

estaría perdida entre los árboles, herida y desamparada.

Aquella posibilidad lo hizo precipitarse hacia el bosque que acababa de bordear y se

adentró en la espesura. Sus ojos no tardaron en adaptarse a la penumbra, mientras una

creciente sensación de pánico le llenaba la cabeza de imágenes terribles.

Entonces giró la cabeza justo cuando pasaba por la solitaria casa de campo, y desde

entonces siempre confiaría en su instinto... porque allí encontró a Serena.

Estaba sin sombrero, con la pelliza desabrochada, persiguiendo a una niña por el

jardín vallado. Vio cómo atrapaba a la niña, quien dejó escapar un chillido de alegría. A

Wyndham se le encogió el corazón con el sonido de su risa, y giró el caballo hacia la

casa a la que pertenecía el jardín.

Cuando Serena oyó los cascos se quedó inmóvil, con la niña en brazos, viendo cómo

Wyndham se aproximaba en silencio.

Por un momento sólo fue consciente de los frenéticos latidos de su corazón.

Entonces sintió cómo le quitaban a Becky de los brazos y se encontró a Annabel junto a

ella, sonriéndole.

-Creo que ha venido a por ti.

Serena no podía hablar. El vizconde había desmontado y estaba buscando algún

travesaño adecuado en la valla para atar a su caballo. Finalmente entró por la puerta al

jardín de Annabel.

El corazón de Serena seguía latiendo desbocadamente. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo

podía vencer la torpeza que le impedía hablar? ¿Estaría furioso con ella por haber

huido?

Se aventuró a mirarlo mientras Annabel se presentaba. Wyndham no parecía

enfadado, aunque la miraba fijamente. Serena bajó la mirada y sintió que se ponía

colorada.

Pero Wyndham no estaba enfadado en absoluto. Lo que sí sentía era un horrible

vacío en el pecho. ¡Serena ni siquiera podía mirarlo a la cara!

Él lo había echado todo a perder por culpa de su mal genio, y ella había preferido

escapar antes que casarse con él. Miró a la mujer que se mantenía al margen. Le había

dicho su nombre, pero no podía recordarlo.

-Le estoy muy agradecido por la amabilidad que le ha dispensado a mí... a Serena -

dijo, corrigiéndose a tiempo para no referirse a Serena con una palabra más íntima.

¡Ojalá aquella mujer se marchara!

La señora Lett pareció leerle el pensamiento.

-Los dejaré a solas, señor -dijo, pero no se marchó inmediatamente-. ¡Serena!

Serena dio un respingo y se volvió rápidamente hacia ella.

-¿Sí, Annabel?

Su nueva amiga se inclinó hacia ella, pero el vizconde pudo oír sus palabras.

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-Harías bien en escuchar lo que su señoría tenga que decirte.

Se apoyó a su hija en la cadera y volvió a entrar en la casa, dejando a Serena frente

al vizconde en el jardín desierto. Tenía la lengua pegada al cielo de la boca, y parecía

que el corazón se le iba a salir del pecho,

Wyndham la observó, dudando. Al menos Serena se había quedado para escucharlo,

pero su nerviosa mirada iba de un lado para otro. ¿Por dónde debía empezar?

-¿Por qué te has escapado?

Ella lo miró brevemente con una expresión de reproche, y Wyndham se reprendió a

sí mismo por haber hecho esa pregunta. No había sido lo más apropiado.

-No quería preguntarte eso -se apresuró a añadir-. Ya sé por qué lo has hecho.

Serena volvió a mirarlo, pero esa vez le sostuvo la mirada.

-¿Lo sabes?

Wyndham respiró hondo.

-Te escapaste porque habíamos discutido. Porque crees que soy un libertino.

Porque... -hizo una pausa y se encogió de hombros-. No, no lo sé. Ni siquiera sé qué

decirte, Serena.

Serena hizo un esfuerzo para hablar, consciente de la dificultad para articular

palabra.

-Fue una estupidez.

-Por supuesto que fue una estupidez. ¡Sabe Dios lo que te podría haber pasado!

-¡Sabía que estabas furioso conmigo!

Wyndham levantó una mano.

-No lo estoy, te lo prometo. Pero me has dado un susto de muerte.

Una sonrisa fugaz asomó a los labios de Serena.

-No tan grande como el susto que me di a mí misma. He tenido mucha suerte de

haber encontrado a Annabel.

Wyndham vio que se estaba relajando y sintió que sus esperanzas renacían. Decidió

arriesgarse.

-Serena, ¿habrías regresado al refugio?

La sangre le palpitó en las venas. ¡Tendría que haberle pedido que se mantuviera

alejado de él para siempre!

Pero antes de que pudiera responder, Wyndham volvió a hablar.

-¡No, no me respondas! Lo que quería preguntarte es... ¿regresarás al refugio? -bajó

la voz. -¿Conmigo?

Ella quería responderle que sí. Quería arrojarse en su pecho, y soltar toda la

desgracia que había soportado por su culpa. Pero un instinto se lo impedía. Una

necesidad femenina de la que apenas era consciente.

Sus dudas eran una tortura para Wyndham. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su

integridad? Bueno, ahora había un nuevo elemento en juego...

-Tu padre ha llegado.

Sobresaltada por la inesperada declaración, Serena lo miró fijamente.

-¿Mi padre?

-Está en Bredington.

-¡En Bredington! -repitió, absolutamente desconcertada-. ¿Cómo lo ha sabido?

Wyndham esbozó una sonrisa irónica.

-Le escribí una nota ayer, antes de que te levantaras.

-¡No me lo dijiste!

-No me diste ocasión.

Ella se mordió el labio con una expresión de resentimiento. Wyndham volvió a

levantar rápidamente la mano.

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-¡No empecemos a discutir de nuevo! Debería habértelo dicho, pero había mucho

más que decir. Y, si te soy sincero, Serena, no estaba seguro de que tu padre viniera.

-Claro que no -corroboró ella. De repente la asaltó un pensamiento espeluznante y se

puso pálida-. ¿Ha venido con Hailcombe?

-De ningún modo -la tranquilizó el vizconde-. De hecho, está decidido a engañar a

Hailcombe, y por eso ignoró mi petición para que trajera a la señorita Geary con él.

Con unas pocas frases le resumió a Serena los últimos acontecimientos,

concediéndole más crédito a Lord Reeth del que realmente se merecía. No quería

ensanchar la brecha que se había abierto entre el padre y la hija.

Serena lo escuchó, sintiéndose más esperanzada con cada palabra. ¡Las intenciones

de Wyndham habían sido honestas, y ella se había equivocado al juzgarlo! Quería

decírselo, pero aquella extraña cautela se lo seguía impidiendo. La sensación de que

algo faltaba era cada vez más fuerte.

Entonces se dio cuenta de que, mientras hablaban, se habían alejado de la casa.

-¿Mi padre está dispuesto a permitir que nos casemos? -Preguntó sin pensar, y se

ruborizó al recordar la relación actual que existía entre ellos. Intentó desdecirse, pero

fracasó miserablemente-. Quiero decir... ¿No está...? ¿Ha dicho que...?

Wyndham se giró hacia ella y le puso las manos en los hombros.

-Serena, no es el consentimiento de tu padre lo que me preocupa. Si pudo aceptar a

un hombre como Hailcombe... aunque sólo fuera para salvar el nombre de tu tío, no me

podrá rechazar a mí, crea lo que crea.

-Pero ¿se ha retractado de todo lo que dijo sobre ti? -Preguntó ella ansiosamente.

Wyndham la soltó y echó a andar cariacontecido.

-¿No puedes confiar en mí sin que te importe lo que diga tu padre? Es él quien ha

sido víctima de un chantaje. ¿Por qué tiene que depender mi honor de su opinión? ¿Es

que no puedes confiar en mí por ti misma? ¡En mis actos, al menos!

De repente, Serena comprendió a qué se debía aquella extraña inquietud y supo por

qué había huido.

¡Wyndham se habría hecho merecedor de su confianza si tan sólo le hubiera dicho lo

único que ella anhelaba oír! Pero nunca se lo había dicho. Ni siquiera el día anterior,

cuando intentaba convencerla de que quería casarse con ella.

¿Acaso tenía ella que figurárselo? ¡De ninguna manera!

-¿Por qué me rescataste? ¿Por qué has persistido en tu empeño durante todo este

tiempo aun sabiendo que no confiaba en ti? Podrías haberme abandonado a mi destino,

Wyndham. Yo te rechacé, y desprecié tu ayuda cuando me la ofreciste. Y sin embargo

querías casarte conmigo. No lo entiendo. ¡Dime por qué!

Wyndham la miró sorprendido.

-¿Quieres decir que no lo sabes?

-¡Si lo supiera, no te lo preguntaría! -replicó ella.

Wyndham soltó una breve carcajada.

-Entonces, o eres tonta o eres más inocente de lo que pensaba. Te quiero, boba.

¿Responde eso a tu pregunta?

A Serena le dio un vuelco el corazón.

-El... el bobo lo serás tú -balbuceó-. Nunca... nunca me lo habías dicho. Si... si me lo

hubieras dicho, no me habría creído las mentiras que me contaron sobre ti. ¡Si me las

creí fue por tu... tu culpa!

El rostro de Wyndham se iluminó súbitamente.

-Serena, ¿cómo puedes decir eso? -volvió a agarrarla por los hombros y la zarandeó

ligeramente-. Por lo que dices, das a entender que ya me has eximido de toda culpa.

¿Quién te ha contado la verdad? ¿Ha sido la mujer de esta casa?

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Serena esbozó una triste sonrisa.

-Annabel, sí. Me dijo que nunca había oído hablar mal de ti, y que la señorita Beattie

era una cotilla sin remedio.

-Exactamente -corroboró él, mirándola con una expresión de severidad burlona-.

¡No sé qué castigo mereces, señorita Reeth!

-¿Por haberte juzgado mal? No me puedes culpar por eso.

Wyndham tiró de ella hacia sí.

-Tienes razón. Pero fingir que no sabías lo que sentía por ti, cuando...

-¡No lo sabía! -protestó ella-. Deseaba tanto que así fuera... Pero me parecía

imposible que pudieras amarme.

-¿Cómo? ¿Por qué crees entonces que intenté por todos los medios recuperar tu

confianza, mi pequeña boba?

-Bueno, fueron esos intentos los que me hicieron tener esperanza, ¿sabes? -dijo ella

con una pequeña sonrisa.

-¿En serio? -Preguntó Wyndham, frunciendo los labios-. Entonces, ¿por qué te

escapaste cuando tuviste la oportunidad de recibir mi afecto?

-Porqué habías desistido de convencerme de que tus intenciones eran honestas. ¿Qué

otra cosa podía hacer?

Wyndham no pudo reprimir una carcajada.

-Tu lógica me desarma por completo, mi cándida y encantadora Serena -dijo,

tomándola de los brazos-. Pero puedes estar segura de una cosa: si vuelves a confundir

mis caricias con las de un libertino, ¡tendré muy claro lo que debo hacer al respecto!

Serena le sonrió tímidamente, y las venas volvieron a palpitarle de emoción.

Al ver la mezcla de inocencia y malicia que cubrió sus ojos, Wyndham recordó los

primeros días que pasaron juntos después de conocerse.

-Primero tendrás que darme la oportunidad para cometer ese error -señaló ella.

Sus palabras provocaron irresistiblemente a Wyndham, quien le dio una oportunidad

que la dejó temblando y sin aliento. Pero ningún atisbo de miedo o rechazo pareció

inquietar a Serena, envuelta con el calor de la pasión. La única idea que palpitaba en su

mente era que el futuro podría ofrecerles muchas oportunidades para repetir el

experimento.

Abrió los ojos y se encontró con la ardiente mirada de Wyndham.

-¡Oh, George! -dijo involuntariamente, usando su nombre de pila por primera vez.

-¿Sí, cariño? -murmuró él, rozándole la mejilla con los labios.

Serena se estremeció de placer y soltó un suspiro.

-Otra vez, por favor, porque no estoy del todo segura si...

No pudo acabar la frase, y aquel segundo asalto a sus sentidos la dejó tan debilitada

que Wyndham tuvo que sujetarla por miedo a que se desplomara.

Le contempló su precioso rostro sintiendo cómo el pecho se le henchía de felicidad.

La mirada soñadora que tanto había añorado volvía a brillar en los ojos de Serena.

-¿Puedes ver ahora por qué removí cielo y tierra para conquistarte? -le preguntó,

enroscándose uno de sus mechones en el dedo.

Ella dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción y le sonrió.

-Sí, y me alegro de que así fuera.

-Confío en que eso signifique que mis sentimientos son correspondidos -dijo

Wyndham con un brillo en los ojos-. No te los he expresado hasta ahora, pero tú

tampoco me has revelado los tuyos. Afortunadamente, ya sé que me amas. Y no intentes

negarlo, porque oí cómo tú se lo decías a tu padre.

-¿Cuándo? -Preguntó ella, apartándose bruscamente de él-. Estoy segura de que

nunca dije nada semejante en tu presencia.

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Wyndham sonrió y volvió a abrazarla.

-No lo sabías, pero te oí hablando con tu padre en el salón de verano de casa de

Melanie.

-¡Estabas escuchando a escondidas! ¡Wyndham! ¿Cómo pudiste hacer eso?

-No me arrepiento en absoluto -admitió él-. De otro modo no habría sospechado de

los motivos de tu padre para acceder a las exigencias de Hailcombe.

Serena estaba indignada.

-Eso sí. Pero en aquel momento no podías saber lo mucho que te amaba.

-¿Y ahora?

-¡Te mereces que lo niegue! -Espetó, pero enseguida cedió y le echó los brazos al

cuello-. Oh, George, te quería tanto... Y lo peor de todo era que cuanto más intentaba

negarlo, más te quería.

El vizconde le respondió con un beso, y cuando habló lo hizo con la voz cargada de

pasión.

-Me alegro de haber hecho todo lo que hice para conquistarte. De lo contrario no

habría descubierto lo enamorado que estoy de ti, Serena.

Una declaración semejante no podía quedar sin recompensa, y transcurrió un largo

rato antes de que ninguno de los dos volviera a pronunciar palabra.

Finalmente, Wyndham sugirió que deberían regresar a Bredington para tranquilizar a

lord Reeth.

Después de despedirse y darle las gracias a Annabel Lett, el vizconde montó a

Serena delante de él y la rodeó con su brazo protector. Ella se aferró a su abrigo con una

mano y al fuste con la otra, sujetando las cintas del sombrero entre los dedos.

Durante el trayecto de vuelta estuvieron haciendo planes.

Wyndham propuso que saldría para Londres aquel mismo día. Así podría conseguir

una licencia especial y llevar de vuelta a Laura con él... junto a algunos vestidos para su

prometida.

La boda debería celebrarse lo antes posible. Serena lo interrumpió para sugerir que

la señora Lett debía ser invitada a la ceremonia, y Wyndham añadió que después

tendrían que viajar a Lyford Manor para darles la noticia a sus padres.

-¿Y después? -Preguntó ella.

-Hay mucho de qué hablar y no quiero aburrirte -dijo Wyndham, besándole la

cabeza-. ¿Te gustaría ir a pasar una temporada en Italia? ¿A Grecia, quizá?

Serena se apretó contra él.

-Adonde tú quieras.

-Esto es inaudito, señorita Reeth -se burló él-. ¿De repente me he convertido en el

árbitro de tus movimientos? No sabía que pudieras ser una esposa tan sumisa.

A Serena se le escapó una risita.

-Simplemente, no se me ocurría otro destino que sugerir...

-Si sugirieras alguno, me consideraría muy afortunado si pudiera emitir mi opinión

al respecto.

-No, ¿cómo puedes pensar eso de mí?

Él tiró de las riendas, pero sólo lo suficiente para rodear a Serena con el brazo.

-Si he aprendido algo en estas últimas semanas, es que detrás de esa encantadora

inocencia que conquistó mi corazón se oculta una mujer de valor y coraje. Y... -añadió

cariñosamente, con una tierna sonrisa- a la que adoro en cualquiera de sus facetas.

El roce de sus labios confirmó sus palabras, y Serena sintió que se desvanecían los

últimos restos de duda.

Page 103: Escandalos de Sociedad 02 - Elizabeth Bailey - Falsas Apariencias

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Corregido por: Luna310

Lo había culpado por no manifestar antes sus sentimientos, pero se había

equivocado y debería estar agradecida. Porque a pesar de las pruebas a las que el destino

los había sometido, su amor había salido victorioso.

FIN