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Pasarela paralela: escenarios de la estética y el poder en los reinados de belleza CEJA, Bogotá, 2005. ISBN 958-683-736-X Ese oscuro objeto del deseo: raza, clase, género y la ideología de lo bello en Colombia El 21 de abril del 2003 apareció en las publicaciones del Grupo Semana un aviso para la revista SoHo. Era sencillo, crudo e impactante. Debajo de la imagen de una mujer embera de unos cincuenta años, con el torso desnudo, estaba la leyenda “Mejor suscríbase a SoHo. Es difícil imaginar qué es lo que se pensaba en las reuniones donde se concretó esta brillante estrategia publicitaria, si se creía que esta propaganda iba a mostrar una irreverencia refrescante ante lo políticamente correcto ―aunque no se puede decir que este concepto haya ganado mucho terreno en un país tan desenfadadamente racista como Colombia― o si fue diseñada sencillamente para divertir a los privilegiados lectores de SoHo. Sea como sea, este impresionante ejemplo de arrogancia cultural no pasó del todo inadvertido. Florence Thomas utilizó su columna en El Tiempo para fustigarlo como “premoderno, racista, sexista, clasista y, para rematar, anticonstitucional”. 1 Lamentablemente, el artículo ejemplar de Thomas representa una de las pocas muestras de indignación, por lo menos de difusión masiva, ante una práctica figurativa que ha desempeñado un papel muy importante en la historia de Colombia, construyendo y fijando una de las piedras angulares del imaginario social nacional. En un regaño dirigido directamente a Daniel Samper, editor de SoHo, Thomas se aleja un poco del contexto inmediato del aviso para hacer un comentario general. Al subrayar tanto la marginalización de la mujer indígena como su papel olvidado en la historia del país, hace referencia a “[e]sas indígenas que ni a ti ni a tus lectores les despierta [sic] ningún pensamiento erótico”. Al cambiar un poco el enfoque crítico, esta frase va al centro de la problemática que quiero desarrollar en el presente ensayo. Es decir, no se trata solamente de la supuesta falta de atractivo de las mujeres indígenas de cierta edad, sino que parece identificar un rechazo general, representado aquí en términos de una falta de deseo, de rechazo a todo lo que tiene que ver con lo indígena. Sin embargo, dado que la gran mayoría de la población colombiana reconoce algún nivel de “mezcla racial” en su ascendencia, ¿de dónde proviene tal rechazo? Además, ¿no debería resultar francamente incomprensible en una Colombia donde se supone que rige el respeto para la “diferencia” garantizado por la constitución de 1991? Estas últimas preguntas, desde luego, son retóricas. La introducción de un nuevo documento fundacional no podía hacer desaparecer de la noche a la mañana todas las actitudes racistas, elitistas y machistas sedimentadas durante generaciones. Por lo tanto, tomar en serio el ejemplo anterior implica incursionar en un campo figurativo dominado por asuntos de raza, género y clase. En este ensayo quiero utilizar las reflexiones de Thomas como punto de partida para pensar la manera en que una serie de prejuicios asociados con las tres categorías anteriores sigue influyendo en la representación de lo bello en Colombia. Por supuesto, dar cuenta de toda la complejidad de este asunto supera los límites de este ensayo, así que me limitaré a considerar algunas de las representaciones de lo “blanco” y lo “no-blanco” producidas tanto por las grandes maquinarias mediáticas ubicadas en los centros urbanos del país como por otras instituciones de menor alcance, como es el caso de la literatura nacional. Dentro de este marco limitado, quiero analizar qué es bello, y cuándo, y qué no lo es, y por qué, tomando en cuenta que la belleza en estos casos no sólo es una 1 Florence Thomas, SoHo y el otro país”, El Tiempo, Bogotá, mayo 28 de 2003. 1

Ese Oscuro Objeto Del Deseo

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Pasarela paralela: escenarios de la estética y el poder en los reinados de bellezaCEJA, Bogotá, 2005. ISBN 958-683-736-X

Ese oscuro objeto del deseo: raza, clase, género y la ideología de lo bello en Colombia

El 21 de abril del 2003 apareció en las publicaciones del Grupo Semana un aviso para la revista SoHo. Era sencillo, crudo e impactante. Debajo de la imagen de una mujer embera de unos cincuenta años, con el torso desnudo, estaba la leyenda “Mejor suscríbase a SoHo”. Es difícil imaginar qué es lo que se pensaba en las reuniones donde se concretó esta brillante estrategia publicitaria, si se creía que esta propaganda iba a mostrar una irreverencia refrescante ante lo políticamente correcto ―aunque no se puede decir que este concepto haya ganado mucho terreno en un país tan desenfadadamente racista como Colombia― o si fue diseñada sencillamente para divertir a los privilegiados lectores de SoHo. Sea como sea, este impresionante ejemplo de arrogancia cultural no pasó del todo inadvertido. Florence Thomas utilizó su columna en El Tiempo para fustigarlo como “premoderno, racista, sexista, clasista y, para rematar, anticonstitucional”.1 Lamentablemente, el artículo ejemplar de Thomas representa una de las pocas muestras de indignación, por lo menos de difusión masiva, ante una práctica figurativa que ha desempeñado un papel muy importante en la historia de Colombia, construyendo y fijando una de las piedras angulares del imaginario social nacional.

En un regaño dirigido directamente a Daniel Samper, editor de SoHo, Thomas se aleja un poco del contexto inmediato del aviso para hacer un comentario general. Al subrayar tanto la marginalización de la mujer indígena como su papel olvidado en la historia del país, hace referencia a “[e]sas indígenas que ni a ti ni a tus lectores les despierta [sic] ningún pensamiento erótico”. Al cambiar un poco el enfoque crítico, esta frase va al centro de la problemática que quiero desarrollar en el presente ensayo. Es decir, no se trata solamente de la supuesta falta de atractivo de las mujeres indígenas de cierta edad, sino que parece identificar un rechazo general, representado aquí en términos de una falta de deseo, de rechazo a todo lo que tiene que ver con lo indígena. Sin embargo, dado que la gran mayoría de la población colombiana reconoce algún nivel de “mezcla racial” en su ascendencia, ¿de dónde proviene tal rechazo? Además, ¿no debería resultar francamente incomprensible en una Colombia donde se supone que rige el respeto para la “diferencia” garantizado por la constitución de 1991?

Estas últimas preguntas, desde luego, son retóricas. La introducción de un nuevo documento fundacional no podía hacer desaparecer de la noche a la mañana todas las actitudes racistas, elitistas y machistas sedimentadas durante generaciones. Por lo tanto, tomar en serio el ejemplo anterior implica incursionar en un campo figurativo dominado por asuntos de raza, género y clase. En este ensayo quiero utilizar las reflexiones de Thomas como punto de partida para pensar la manera en que una serie de prejuicios asociados con las tres categorías anteriores sigue influyendo en la representación de lo bello en Colombia. Por supuesto, dar cuenta de toda la complejidad de este asunto supera los límites de este ensayo, así que me limitaré a considerar algunas de las representaciones de lo “blanco” y lo “no-blanco” producidas tanto por las grandes maquinarias mediáticas ubicadas en los centros urbanos del país como por otras instituciones de menor alcance, como es el caso de la literatura nacional. Dentro de este marco limitado, quiero analizar qué es bello, y cuándo, y qué no lo es, y por qué, tomando en cuenta que la belleza en estos casos no sólo es una

1 Florence Thomas, “SoHo y el otro país”, El Tiempo, Bogotá, mayo 28 de 2003.

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cuestión de estética, sino que se relaciona con una escala de valores que tiene mucho que enseñarnos sobre las relaciones sociales existentes en la Colombia de principios de siglo.

Como bien lo dice Thomas, representaciones tales como el aviso de SoHo reflejan “un país parroquial que no es y que se niega a reconocerse en su propia historia”. Asimismo, al hablar de “la estética del Parque de la 93” alude directamente a las asimetrías de riqueza y de poder que conforman el sistema informal de apartheid social vigente en Colombia. Y no es por nada: en la coyuntura actual una tremenda concentración de riqueza y unos niveles sin precedentes de exclusión social hacen sobresalir a Colombia entre los países de América Latina, que en su conjunto conforman la región más desigual del mundo. Las cifras varían según la fuente que uno consulte, pero incluso los medios de comunicación reconocen la naturaleza crítica de la situación actual. Se calcula, por ejemplo, que en este momento el 1,5 por ciento de la población es dueño del 54% de la tierra. Veintisiete de los cuarenta y cuatro millones de colombianos subsisten con menos de dos dólares al día, y de los que tienen empleo el sesenta por ciento deben dedicarse al “rebusque” en el sector informal. Como si esto fuera poco, hay que tener en cuenta los efectos económicos, sociales y psicológicos de un sistema de violencia que ha desplazado a más de dos millones de personas y que cada día cobra más víctimas.2

En estas circunstancias, lo que evita el desbordamiento de los sistemas de control social no es sólo la enorme capacidad de aguante de los colombianos. Junto con la violencia política que busca limitar cualquier protesta a su mínima expresión, opera una discursividad ideológica que hace que la situación actual parezca un tipo de catástrofe natural, un acto de Dios que poco o nada tiene que ver con las políticas gubernamentales o con los actos particulares de un grupo específico. Una parte importante de este imaginario social se concentra alrededor del eje raza / clase / género, formando una densa red de conexiones discursivas que históricamente ha facilitado la división de la sociedad en castas.

Un aspecto de este contexto socio-discursivo es la desconfianza que sienten los (“blancos”) de arriba que, según Thomas, quisieran vivir en un “país calcado de Miami” hacia los (“no blancos”) de abajo. Esta desconfianza tiene una larga historia: no es por nada que el apodo más conocido de Jorge Eliécer Gaitán fuera “el Negro Gaitán”. Como bien lo muestra el ejemplo del líder asesinado, en la ideología del blanqueamiento no se trata sólo de la marginación histórica de grupos étnicos indígenas y afrocolombianos sino de la exclusión sistemática de grandes sectores de la población que en ciertos momentos estratégicos son simbólicamente “negros”, o por lo menos “no-blancos”, lo cual a menudo equivale a lo mismo. Estableciendo un tipo de “relación de equivalencia”,3 un discurso históricamente hegemónico aglomera a todos los que no conforman la élite, clasificándolos en una serie de categorías que subrayan su inferioridad social, figurada en su estatus como “no-blancos”.

Aquí consideraré una manifestación aparentemente trivial pero de hecho importante de este proceso de naturalización, lo que podríamos llamar la “ideología de la belleza”, aunque tal vez sería más correcto imaginarlo como un régimen discursivo que busca regular el deseo. En el proceso propongo analizar no tanto la topografía de las relaciones de clase ―de hecho espero que se hayan agotado aquellas “cartografías” tan de moda entre los estudios latinoamericanos y los estudios 2 http://www.dane.gov.co/Informacion_Estadistica/informacion_estadistica.html3 Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal, Hegemony and Socialist Strategy, Verso: London, 1985, pág. 128.

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culturales en general― sino su “fisonomía”. Por la misma razón, los ejemplos que presentaré a continuación no se concentran principalmente en la representación de lo indígena, ni en la representación de los afrocolombianos, sino que figuran la dicotomía “blanco” / “no-blanco”, aquella polaridad básica que desde la perspectiva de las élites define la jerarquía social del país.

Tampoco pretendo establecer la absoluta representatividad de los ejemplos que aparecerán a continuación; más bien quiero subrayar la manera en que se lleva a cabo en cada uno de ellos lo que Stuart Hall llama el trabajo de la representación. Sin embargo, el hecho de que estos ejemplos no hayan suscitado mayor debate es en sí una señal del nivel de naturalización de los valores que encarnan. Claro que algunos de los defensores de los progresos del llamado multiculturalismo en Colombia se escandalizarán ante la presente selección de ejemplos, tildándola de sesgada. Ahora bien, no niego que es un avance que el estado promueva, aunque sea de forma superficial, la difusión de discursos que cuestionan el oscurantismo del pasado. Pero aunque los artículos de la constitución hubieran recibido un sólido apoyo institucional y ya no se dijeran las cosas que efectivamente se dicen sobre belleza, raza y clase en Colombia ¿acaso habría dejado de existir el “cálculo social” asociado con la lectura de los más mínimos detalles de la apariencia de los que comparten con nosotros el vagón del TransMilenio? ¿Acaso habríamos dejado de encasillar a la gente no solamente por su indumentaria―“éste es estrato cinco”, “esta otra vive en Usme”― sino también pensando“¡qué cara de indígena tiene ese niño!” o “éstas serán del Chocó”?

La importancia de la apariencia física reside en parte en el hecho de que según el sentido común colombiano, lo racial es algo biológico. Asimismo, yo diría que también lo es la distinción de clase, porque la estratificación social del país siempre ha incluido un componente racial muy fuerte. Es precisamente porque los fenotipos han funcionado históricamente como marcadores de esa “pureza” de raza y clase que garantiza el estatus de la élite y condena a los pobres al limbo social que figuran tan bien la división de la sociedad colombiana en “castas”. Desgraciadamente, en la Colombia de principios de siglo esta “ideología de lo bello” dista de haberse desaparecido. Como veremos a continuación, sigue reproduciéndose y evolucionando, introduciéndose hasta en los recovecos más triviales del sistema figurativo. Pero además de subrayar la existencia continuada de estos discursos, quiero analizar su aparente incoherencia. En particular, me interesa el hecho de que aunque los discursos racistas y clasistas que aparecen aquí representan todo lo que tiene que ver con “lo blanco” como un objeto de deseo, estas imágenes coexisten con una representación de lo “no-blanco” que además de denigrarlo, lo fetichiza, convirtiéndolo a su vez en un verdadero “oscuro objeto del deseo”. Pero vayamos más despacio y veamos unos ejemplos concretos.

En la revista Cromos del 16 de febrero de 2004 apareció un artículo de Héctor Cañón H. con el título “Los gomelos del fútbol”. Es evidente por su tono liviano y hasta humorístico que el texto reconoce su propia trivialidad y que la cuestión de “lo gomelo” simplemente es una manera de aprovechar la asociación entre el barrio del Chicó y el privilegio social para sacar un artículo sobre un equipo de fútbol que es una novedad en la división A. Pero lo fascinante de este texto es lo que presupone sobre el imaginario social colombiano, aparente en el desparpajo con que maneja un léxico tanto clasista como racista.

A primera vista lo que más llama la atención es una foto grande que ocupa

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toda una página y la tercera parte de la otra en la que vemos a tres muchachos entrenándose en una cancha. Son jóvenes, tienen el pelo largo y cierto aire “gomelo”. Y es precisamente con esta apariencia que el periodista empieza su artículo:

No se parecen a Freddy Rincón ni a René Higuita. Cuando uno los mira a la cara, recuerdan más a David Beckham, Gabriel Batistuta y Paolo Maldini que a las estrellas del balompié criollo. Son alumnos del gimnasio Moderno, el tradicional colegio que lleva décadas formando a la élite bogotana. Al mismo tiempo son jugadores del debutante Chicó Fútbol Club.4

En primer lugar podríamos preguntarnos sobre la dicotomía que se presenta como tan natural aquí. ¿Por qué Rincón e Higuita contra Beckham, Batistuta y Maldini? Una primera respuesta sería que los dos anteriores son “criollos” y los demás son extranjeros, pero al reflexionar es evidente que hay otras asimetrías más importantes figuradas aquí. Después de todo, lo que está subrayando el autor no es una cuestión de identidad nacional sino de apariencia, o, mejor dicho, de identidad social figurada mediante la apariencia. Lo que une al trío “galáctico”, además del hecho de ser futbolistas cotizados, es que son representados por los medios como objetos del deseo, estatus que confirman mediante su paso por el modelaje internacional. En el caso de los dos primeros incluye un contrato con la prestigiosa marca de gafas de sol Police, que entre sus “churros” de turno cuenta con estrellas de cine como George Clooney. Asimismo, a pesar de la obvia “latinidad” de Batistuta y Maldini, los tres tienen ojos claros y obedecen a un prototipo que en Colombia se asocia con la élite. Y aunque en la foto de Cromos no alcanzamos a ver el color de los ojos de nuestros gomelos, el mensaje queda claro: los verdaderos “bizcochos” son “monitos”.

En contraste, vemos que Freddy Rincón, víctima del racismo en su época con el Real Madrid (“Rincón, vuelve a la selva” decía un pasquín en las paredes del Bernabéu), no es un ejemplo de belleza masculina sino de “negrura” en su país natal, mientras que en versión de los medios colombianos René Higuita representa el mestizo pobre surgido de los “bajos fondos” que a pesar de volverse famoso no pudo superar sus antecedentes y se vio inmiscuido en negocios turbios. El caso de éste último es sugerente en la medida en que se ha convertido en una fábula, un ejemplo tragicómico de la incapacidad de los pobres de asimilar la fama sin “recaer” de alguna forma en los vicios “naturalmente” asociados con su clase. En este sentido la pobreza se representa más como fatalidad que como condición social, actitud que tiene la ventaja de librar a los más afortunados de cualquier tipo de responsabilidad social. Algo muy parecido ocurre en el manejo reciente del caso del difunto Alveiro “el Palomo” Usuriaga. Un artículo dedicado a su caso en Rolling Stone empieza diciéndonos que “[l]os siete disparos que mataron al futbolista colombiano son el final predecible para un tipo franco y desfachatado que nunca quiso salir de su barrio en Cali”.5

Tanto “el negro” Rincón como “el negro” Higuita son representados aquí como típicos futbolistas colombianos, los mismos “negros y mestizos” quienes en palabras de Cañón “dejaron sus lejanos pueblos y empiezan a sacudirse de la pobreza”.6 Nuestros gomelos, sin embargo, han tenido una educación privilegiada, de 4 Héctor Cañón H., “Los gomelos del fútbol”, Cromos, Bogotá, febrero 16 de 2004, pág. 27.5 Lucero Rodríguez, “El último vuelo del Palomo”, Rolling Stone, año 1, no. 5, marzo 2004, pág. 62.6 Ibid.pág. 28.

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modo que “[s]aben utilizar el “de que” tanto como la cintura a la hora de driblar rivales” (pág. 27). Lo absurdo de relacionar el manejo de una sintaxis “correcta” con el dominio de un partido de fútbol es, desde luego, el centro del chiste flojo del periodista, pero también contribuye a una representación que sugiere que lo blanco equivale a privilegio, “cultura” y belleza, en contraste con lo negro, sea afrocolombiano, sea mestizo pobre, que se asocia con pobreza, “falta de cultura”, y fealdad. De nuevo, lo más preocupante de estas relaciones, que ayudan a legitimar la superioridad de las élites “blancas”, es que parezcan naturales. Tal naturalidad parece ridícula si reubicamos a Beckham en el contexto británico, donde su incapacidad de expresarse de forma coherente ha dado lugar a muchos chistes.7 Es decir, que aunque el futbolista del Real Madrid es sin duda un miembro de la élite en la medida en que es rico y poderoso, en términos culturales representa tanto lo “popular” como Rincón o Higuita. En Inglaterra goza de cierta popularidad por su aparente “sencillez”, a pesar de los comentarios de los envidiosos sobre el “gusto de narcotraficante” de este hijo multimillonario de un ensamblador de cocinas y una peluquera.

La “ideología de la belleza” que estamos empezando a desenmarañar aquí impregna muchos tipos de representación. Tomemos, por ejemplo, la novela Satanás de Mario Mendoza. Ganadora del Premio Seix Barral, esta obra utiliza un hecho real, la masacre llevada a cabo en 1986 en el restaurante Pozzetto de Bogotá por Campo Elías Delgado, veterano de la guerra de Vietnam, para crear una imagen de la ciudad caracterizada tanto por los toques existencialistas de la novela negra como por el tremendismo de The Exorcist de William Blatty. No es mi intención emprender un análisis general de la novela aquí sino destacar ciertos detalles relevantes al presente ensayo. Para empezar, es de notar que el texto yuxtapone representaciones dicotómicas del “populacho”y de la élite. Empieza en una calle concurrida del centro de Bogotá, con la descripción de un paisaje urbano que enfatiza sus connotaciones sociales. La escena realza el ajetreo del centro, el constante movimiento de la gran multitud sin rostro, hombres y mujeres que “[p]arecen pequeñas hormigas cumpliendo con predeterminadas funciones en las cercanías del hormiguero” (10)8 al transitar entre las ventas de hierbas, vegetales y frutas, productos populares que simbolizan la trasplantación de la economía campesina a la ciudad. Aquí, entre puesticos y vendedores ambulantes, comienza la historia de María, humilde vendedora de bebidas calientes. La primera descripción de María, sin embargo, demuestra exactamente lo que le hace sobresalir entre la “chusma” que la rodea:

es una mujer blanca, de caderas anchas y muslos firmes, ojos negros y largos mechones ensortijados del mismo color, una cabellera abundante recogida atrás de su coleta agreste y salvaje que contrasta con la finura de sus rasgos, con la delicadeza de su boca y con el diseño rectilíneo de su nariz aguileña. Mide un metro con setenta centímetros y eso la obliga a sobresalir ―contra su voluntad― por encima de la estatura promedio de las demás mujeres, y de muchos hombres que apenas se ponen a su lado sienten la superioridad física de esta muchacha

7 En una entrevista famosa el comediante Sacha Baron-Cohen, bajo el alias de Ali G, pandillero pakistaní y líder del no-existente “Staines posse”, se burló de los Beckham:“Ali G: ¿tu muchachito ya aprendió a armar algunas oraciones completas?Victoria: Sí, sí, ya está hablando. . .Ali G: ¿Y qué tal Brooklyn?”The Ali G Show, Channel Four, diciembre, 2000, traducción mía.8 Mario Mendoza, Satanás, Bogotá: Planeta, 2002. Todas las referencias de página vienen de esta edición.

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lozana y rozagante de diecinueve años de edad. (10)

Esta materia prima es lo que le hace interesante para dos ladrones, Pablo y Alberto, que la entrenan para administrar escopolamina a hombres ricos en los bares del norte de la ciudad. Lo importante para ellos es que en ella hayan encontrado el prototipo de la mujer deseada por los ejecutivos y otros ricos que son sus víctimas. La narrativa nos proporciona una serie de descripciones muy detalladas para marcar este proceso de transformación:

Los zapatos informales de cuero, los jeans bien ajustados que le marcan los muslos y las curvas de las caderas, la pequeña camiseta que deja al descubierto el ombligo y la piel del abdomen ―y que ayuda a resaltar la redondez de los senos―, y la chaqueta delgada de gamuza bien recortada a la altura de la cintura, la hacen ver como una muchacha universitaria adinerada, de buena familia, distinguida.(36)

Es evidente por qué ésta es precisamente la carnada necesaria para atrapar a la fauna del Parque de la 93 o de la Zona Rosa. Pero hasta nuestros dos Fagins criollos quedan atónitos ante el cambio en su protegida:

―Estás muy linda ―afirma Pablo.―Increíble ―dice Alberto poniéndose de pie.―¿Sí les gusta?―Estás rubia ―comenta Alberto.―Me dijeron que me lo tiñera ―advierte ella.―Quedó perfecto ―continúa Alberto―, parece tu color natural.―Los tipos ahora se sienten más atraídos por las mujeres blancas y rubias ―explica Pablo―. Es la influencia de la publicidad, de las revistas, de las propagandas de televisión.―Nadie quiere ser negro, mestizo o indio ―dice Alberto (37)

De hecho, las palabras de Pablo no se refieren a un fenómeno nuevo sino a la manera en que los medios modernos retoman y reencarnan un viejo discurso racial tan perfectamente naturalizado que el cambio en la apariencia de María es suficiente como para convencer a los demás de su fingida alcurnia. Así que en el momento siniestro cuando María es recogida por el taxista que minutos después la va a violar, el chofer, despistado tanto por la indumentaria de su víctima como por el color de su piel, la confunde con una mujer “estrato seis”:

―Así son las niñas ricas, no les gusta hablar con los pobres.―Yo no soy ninguna niña rica.―Déjese de pendejadas, monita (116)

Hay varios niveles de ironía aquí. El primero es que el taxista cree que su víctima es una mujer de la élite cuando de hecho es de clase “baja”. El segundo es que en el momento cuando el texto demuestra la porosidad de las barreras socio-raciales, sigue reforzando las viejas dicotomías ideológicas. Es decir, aunque María es una “mona postiza” se mantiene el contraste básico entre lo refinado del objeto de deseo “blanco” y la animalidad de los “no-blancos”. Además, recordemos que a pesar de su actividad delictiva ―que incluye el asesinato de los violadores― la representación de María a lo largo de la novela es relativamente neutra. A diferencia del taxista, no usa giros populares al hablar, ni demuestra en

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realidad característica alguna que la identifique como alguien que viene “desde abajo”. Todo esto facilita su transformación en una “niña rica”. Así que de alguna forma esta escena figura una vez más el peligro, la criminalidad y la falta de cultura representados por los “no-blancos”. Y a pesar de la crudeza de la descripción del asalto mismo, más que una denuncia de la violencia que atenta contra las mujeres de todos los estratos sociales, esta escena es una dramatización del miedo cotidiano de la élite ante la consabida “inseguridad”.

La transformación física de María la permite ingresar en el mundo de los privilegiados, cuyo estatus social es figurado a lo largo de la novela mediante las frecuentes descripciones que subrayan lo “europeo” de sus facciones. El padre Ernesto, cura renegado, es “un hombre delgado, de uno setenta y cinco de estatura, cincuenta y tres años de edad, ojos azules que llaman la atención de sus interlocutores cuando perciben un resplandor marítimo en su mirada” (33). Andrés, su sobrino, tiene una apariencia de “gomelo”, mientras que Angélica, ex novia de Andrés, recuerda el cuadro de Dante Gabriel Rossetti sobre Perséfone con “los labios de un rojo enardecido, los arcos de las cejas bien delineados, la nariz sobresaliente, la tela del vestido conformando complicados pliegues hacia abajo y las manos blancas y fuertes” (47). Manuel, otro tío de Andrés, sobresale por “la expresividad de sus ojos verdes” (22).

Tal vez el caso más interesante es el de Andrés. Al igual que nuestros futbolistas, es un objeto de deseo, un “papito” en la misma línea que Batistuta y Maldini. En un momento de desesperación personal deja atrás su hábitat normal y se mete en un bar en la esquina de la calle veinte con once, un lugar frecuentado por “albañiles, vendedores de droga de poca monta, y trabajadores humildes”. Las meseras son “[d]os mujeres gordas con rasgos aindiados y ropas vulgares” (191), que no esconden la lujuria que este visitante de otro universo social provoca en ellas. Una de ellas incluso le dice: “Apenas te descubran se te van a lanzar como chulos” (191).

Vale la pena detenernos un momento para pensar las relaciones entre estos actores sociales. Al llegar a un lugar donde normalmente no cabría ―todas las descripciones subrayan su evidente dislocación social― Andrés atrae a las pobres a través de una mediación ideológica que confunde de forma irremediable la apariencia física y el estatus social. Históricamente el hombre “blanco” no tuvo escrúpulos al aprovecharse de las mujeres “no-blancas”, y éstas incluso encontraron ciertas ventajas en participar de esta explotación sexual, ya que ser la “moza” de un hombre “blanco” a menudo representaba la posibilidad de alcanzar mayores recursos, y hasta más libertad personal, que uniéndose a un hombre “no-blanco” del mismo estatus social. Sobra decir que en estos casos no estamos hablando de una relación consagrada ante la ley, con todo lo que esto implicaba en términos de la protección de la propiedad y del privilegio, sino de una relación cuya prole, en vez de participar de los privilegios de su padre, estaba destinada a engrosar las filas de los excluidos. Pero el hecho de que el comportamiento tanto del uno como de la otra no siempre se dejaba canalizar según los designios de la élite racista hacía que a veces estas relaciones se formalizaran, un factor que ha contribuido a la porosidad de las barreras socio-raciales.

De hecho, Satanás no figura este aspecto de las relaciones entre “blancos” y “no blancas”, excepto en el caso del cura Ernesto y su amante Irene (“Yo nunca he

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sentido que alguien haga algo por mí, que crea que yo soy importante, que valgo la pena [...] Mucho menos alguien como usted, estudiado y de buena familia”, 238). Un ejemplo literario que trata con mayor insistencia el mismo tema es Rosario Tijeras de Jorge Franco. Aquí, en medio de un tremendismo que se desplomaría ante el menor asomo de ironía, retomamos la relación entre el hombre “blanco” y la mujer “no-blanca”. Esta vez, sin embargo, se trata de una proyección de las fantasías de las élites sobre los pobres que alcanza niveles delirantes. El texto subraya el abismo social que separa a Emilio, vástago de “la monarquía criolla” (58) de su novia Rosario, sicaria salida de las comunas nororientales de Medellín. Emilio, al igual que el narrador, pertenece a la élite antioqueña que utiliza su genealogía para legitimar su posición en la cumbre de una sociedad cuya desigualdad es, por lo menos en parte, cuestión de sangre (“podemos escarbar en nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta de perdón por nuestros crímenes”).9 Rosario, en contraste, es una visión fetichizada de la mujer “no-blanca”. No hay descripciones detalladas de ella, pero lo que sí se subraya es su procedencia social, indicada por las referencias a “su brazo mestizo” (10) o “su mirada oscura” (33). Ha sido traída de las comunas amontonadas en las lomas que rodean a Medellín por los capos de la mafia, también mitificados en la novela como “los duros de los duros” (28). Es una de las “[m]ujeres desinhibidas, tan resueltas como ellos, incondicionales en la entrega, calientes, mestizas, de piernas duras de tanto subir las lomas de sus barrios, más de esta tierra que las nuestras, más complacientes y menos jodonas” (31).

La referencia a lo “jodonas” de las mujeres de clase alta figura otro aspecto de la misma distinción social que mencionamos arriba. Las chicas de las comunas son menos “jodonas” precisamente porque no son tan exigentes que una mujer de élite que quiere proteger y asegurar su posición, propósito que históricamente sólo podía lograr mediante una serie de compromisos que desembocaban en el matrimonio con un hombre de su misma clase. En estas circunstancias la mujer “no-blanca” tenía un notable atractivo para el hombre “blanco” en busca de una relación sexual libre de presiones sociales, una dinámica todavía vigente hoy.10 En el caso de Emilio, el narrador de Rosario Tijeras subraya que jamás tomó en serio la idea de casarse con Rosario, contándonos que “la propuesta era más un acto de rebeldía de Emilio que un acto de amor”, (57) y que “[a] pesar de su desobediencia, él [Emilio] nunca se atrevió a desafiarlos con un vínculo diferente al que sostuvo con ella” (59). Proponerle matrimonio no era sino una manera más de escandalizar a su familia, “llena de taras y abolengos” (58), cuyos miembros son “de esos que en ningún lado hacen fila porque piensan que no se la merecen, tampoco le pagan a nadie porque creen que el apellido les da crédito” (58).11

Tal obsesión con el linaje es parte de un discurso biológico más amplio que establece la diferencia “natural” entre los distintos grupos sociales, como se ve en la

9 Jorge Franco, Rosario Tijeras, Bogotá: Biblioteca El Tiempo, 2003, pág. 14. Todas las referencias vienen de esta edición.10 De hecho la dinámica de la telenovela Amor a la plancha gira alrededor de este tipo de relación, centrándose en la dificultad para el protagonista “blanco” de reconocer sus relaciones no sólo sexuales sino también afectivas con una empleada (física y socialmente “no-blanca”). 11 En este contexto hay que recordar como guía general las palabras de Alan Knight respecto de los presidentes mexicanos, cuando comenta que ninguno se ha casado con una mujer menos blanca que él. Knight, Alan, “Racism, Revolution and Indigenismo: México 1910-1940”, en The Idea of Race in Latin America, 1870-1940, Graham, Richard (ed.), Austin: Universidad de Texas, 1990.

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siguiente cita:

[l]a pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores: a ella la vida le pesa lo que le pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres (39)

Esta visión romántica presenta la estratificación social de Colombia como un fenómeno histórico marcado por un tipo de determinismo genético. Claro que hay contradicciones en esto, ya que reconoce que el mestizaje implica la unión de un componente “blanco” (“hidalgos”), de alguna forma puro en comparación con lo adulterado de lo “no-blanco” (“hijueputas”). Sin embargo, este aparente equilibrio es sumamente ambiguo y engañoso, ya que en últimas es sencillamente una manera más de pasar por alto la desigualdad inherente en la diferencia social y racial. La gente representada aquí por el narrador definitivamente es “otra”, diferente de los ricos como él, a pesar de su apelación a un “nosotros” poco creíble cuando dice que “[n]o sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso” (39). No es el narrador, ni Emilio, el que tiene que cargar con este lastre genético. El exotismo de la visión de nuestro narrador, que alaba la fuerza de los que han tenido que luchar por sobrevivir, reproduce con una mezcla de miedo y admiración uno de los lugares comunes que más han marcado la interpretación de la historia colombiana, es decir, la idea de que “el pueblo” colombiano es violento por naturaleza. Es difícil pensar otra cosa cuando leemos que para Rosario la narcoguerra de finales de los 80 era “la detonación de los instintos” (79), lo que a su vez explica por qué su muerte es el único desenlace posible, una verdadera fatalidad.

La obsesión por la pureza de linaje de la élite, junto con una visión genética de la historia de los pobres que convierte lo social en destino, sugiere que estamos ante los vestigios de lo que Foucault llama un “régimen de sangre”, un orden social basado en la preservación de las fronteras sociales mediante un llamado a la biología. En el siglo XIX la creación de tal imaginario tenía la gran ventaja de legitimar la continuación de la desigualdad ante la amenaza del contenido igualitario de los discursos republicanos. En palabras de Hobsbawm, “[l]a burguesía pertenecía, si no a una especie diferente, por lo menos a una raza superior, a un estado más avanzado de la evolución humana, distinto de las clases inferiores que permanecían en el equivalente histórico o cultural de la niñez, o como mucho de la adolescencia”.12

Vemos algo semejante dentro del estado racial colombiano, lo cual explica la importancia del control de la sexualidad de la mujer “blanca”.

A pesar de esto, es innegable que a lo largo de la novela Rosario es, hasta un punto enfermizo, un objeto de deseo. Con su romanticismo exacerbado, el narrador parece gozar al relatar los desplantes e innumerables sufrimientos de su amor no correspondido. Sin embargo, además de ser una fantasía masoquista, esta supuesta admiración tiene su lado condescendiente:

A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendía tanto, creando a su

12 “The bourgeoisie was, if not a different species, then at least the member of a superior race, a higher state of human evolution, distinct from the lower orders which remained in the historical or cultural equivalent of childhood or at most adolescence”. Hobsbawm, Eric, The Age of Capital, London: Weidenfeld and Nicholson, 1975, pág. 248. La traducción al español es mía.

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alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de su piel limpia (14)

¿Por qué necesita decir que la piel de Rosario es “limpia”? ¿Será que nuestro narrador tiene que asegurarse de lo higiénico de este tipo de relación socialmente morbosa? ¿O sencillamente es una manera de superar la repugnancia “natural” que la mugre de la multitud inspira en la élite? De hecho, Rosario ha sido simbólicamente “lavada” al ser extraída de su entorno social. En contraste, Emilio es “limpio” por naturaleza, ya que la higiene es otro marcador de clase social. Así que después de días de ausencia, Rosario regresa de su “marranera” (70) “muriéndose de ganas por su niño bonito” (70), ya que “Emilio era como tomarse un vaso de agua helada en medio del calor” (71). Él le ofrece “su abdomen plano, [. . .] sus nalgas duras, el cosquilleo de su barba de domingo, sus dientes grandes y limpios, todo lo que ellos, por más plata que tuvieran, no podían ofrecerle” (71). La enumeración de tales detalles parece resumir todo lo que los narcotraficantes no tienen a su disposición. Sin embargo, abundan los abdómenes planos, las nalgas duras y las barbas entre los pobres. Lo que en realidad faltan son los dientes limpios, utilizados a menudo en la literatura hispanoamericana como símbolo de alcurnia. Figuran algo que el dinero fácil de los narcos, recién conseguido durante el boom del negocio, no podía garantizar, es decir, el estatus social, la pulcritud física y social que viene “naturalmente” de haber nacido en el seno de una familia de élite.

Como hemos visto, la mitificación de Rosario obedece en parte a un proceso de fetichización que incluye la proyección de fantasías masoquistas sobre la mujer “no-blanca”. Sin embargo, también abundan otras visiones más tranquila y tradicionalmente paternalistas. Tal sería el caso de la columna en El Tiempo de Luis Noé Ochoa, “La tembladera nacional”, un artículo que incluye los siguientes comentarios:

Tiemblan las pobres y abnegadas muchachas del servicio porque ahora todos los patrones las están viendo como sospechosas, como infiltradas de las Farc. Hay desconfianza y miedo injustos con ellas. Muchos temen que les exploten los huevos, o que tengan relaciones peligrosas, aparte de las que puedan tener con sus patrones, y que les estén pasando sopa de letras a los subversivos.Hay que tener ciertos cuidados, pero la gran mayoría de empleadas domésticas son buenas ―unas bien buenas―, leales, que dan hasta la vida por sus jefes; son como parte de la familia, cocinan con amor y lo hacen rico. Por favor, no entren en paranoia y no comiencen a darlas de baja, como hacen en Palacio.13

Estos dos párrafos comentan lo que interpretan como una intensificación reciente de la desconfianza de los “blancos” hacia los “no-blancos”. Exagera los supuestos temores ante las posibles afiliaciones terroristas de las empleadas domésticas e intenta intervenir a favor de éstas, reivindicando su papel en el hogar. Esto en sí es suficientemente preocupante, una descripción que plasma otro tipo de fantasía burguesa sobre los más pobres, recreando una visión decimonónica de la relación orgánica entre ricos y pobres, de armonía dentro de la desigualdad. Pero el juego entre los diferentes sentidos de la palabra “buenas” también esconde las verdaderas

13 Luis Noé Ochoa, “El arca de Noé” “La tembladera nacional”, El Tiempo, sábado, 8 de febrero, 2004, sección 1, pág. 20.

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relaciones de poder. Que algunas mujeres de servicio efectivamente sean “buenas” es de esperar, pero este comentario aparentemente inocuo de “viejo verde” esconde una historia de abusos sexuales y violaciones por parte de los que ven a la mujer “no-blanca” como presa fácil, incapaz de defenderse ante el acoso sexual de su patrón. Una vez más vemos que las “no-blancas” pueden ser “buenas”, atractivas en ese sentido más asequible que caracteriza a la mujer “no-blanca” a los ojos del hombre “blanco”. Además, que estas relaciones sean “peligrosas” es algo más que una referencia humorística a la obra de Choderlos de Laclos. Sugiere el peligro que representan en la medida que amenazan con desequilibrar la jerarquía social.

En el análisis de los discursos lo que no se dice es a menudo igual de importante que lo que efectivamente se dice. Es evidente que dentro de los parámetros limitados del presente ensayo no hemos agotado las posibilidades inherentes en las dicotomías racistas y clasistas establecidas por este discurso. Hasta aquí hemos hablado de algunas visiones de belleza “blanca”, y de la representación de algunos de los atractivos de la mujer “no-blanca”. Falta la representación positiva del hombre no-blanco, sobre todo de los afrocolombianos y de los indígenas, tanto hombres como mujeres. En términos de representaciones de difusión masiva, sin embargo, sencillamente hay un vacío, el mismo vacío que hace más chocante el anuncio de SoHo con el que empezamos. Las consabidas representaciones de futbolistas y músicos ocupan el espacio figurativo del hombre afrocolombiano, manteniéndolo cómodamente en su lugar, mientras que por lo general los indígenas aparecen en traje tradicional, todavía salvajes, todavía definitivamente “otros”. La fuerza subversiva que residiría en una apreciación estética del hombre “no-blanco” o de la mujer indígena no ha empezado a verse como parte de la ortodoxia de la maquinaria figurativa colombiana.

Este vacío nos remite de nuevo a la naturaleza racializada de la estratificación social colombiana. De hecho, la mujer “blanca” es la fuente de este orden, la “casta” que asegura la viabilidad de su casta, y por ende de toda la jerarquía social. Es la garante de la preservación relativa de las fronteras entre lo “blanco” y lo “no-blanco”, ya porosas dado el aventurerismo sexual del hombre blanco. Tal vez esto explica por qué no hemos visto todavía una fetichización del hombre “no-blanco” comparable con la invención de Rosario, ya que subvertiría aún más el orden socio-racial. Los futbolistas y cantantes “no-blancos”, especialmente los afrocolombianos, son conocidos en sus respectivos campos, y a veces, como ya hemos visto, son ejemplos del fracaso anunciado del hombre de origen pobre, pero no se ha experimentado todavía algo parecido al fenómeno de Linford Christie en el Reino Unido14; lo más cercano, quizás, son los comentarios en la prensa amarillista sobre el supuesto apetito sexual de “Tino” Asprilla. Claro que la representación de Christie es una obvia fetichización, una reducción de Christie a su sexo. Como tal es igual de racista que la supresión de la figura del hombre “negro” como objeto del deseo.

Lo que revelan los ejemplos que hemos analizado es la existencia continuada de un imaginario que articula, jerarquiza y reproduce las relaciones entre clase, raza y género en Colombia. Retoma y reelabora una serie de valores sedimentados, típicos

14 Christie, otrora campeón mundial de los cien metros planos, fue erigido en símbolo sexual por la prensa amarillista inglesa. Sin embargo, el enfoque no era tanto su proeza deportiva sino el tamaño de su pene, supuestamente evidente en el bulto que se veía en los shorts apretados de lycra que vestía en los campeonatos, bautizado “la lonchera de Linford” por los periodistas de The Sun.

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de una sociedad colonialista. Sin embargo, hay que tener en cuenta que lo que ha estado bajo consideración en este ensayo es sólo una pequeña parte de un discurso mucho más amplio, construido alrededor de la dicotomía “blanco” / “no-blanco”, que busca ordenar y regular el deseo, y establece fuertes distinciones de género.

Estas barreras imaginadas son muy importantes en una formación social que es bastante heterogénea en términos fenotípicos, y donde la mayoría reconoce su ascendencia “mezclada”. Hay “monos” entre los pobres, y mestizos morenos dentro de la élite. Y es con referencia a este imaginario que se puede entender lo que Elisabeth Cunin llama “la competencia mestiza”, que esencialmente designa la capacidad de manejar este imaginario social para bien propio. Sin embargo, lo que hace posible las diferencias de significación que determinan tales “micropolíticas” es la existencia continuada de un imaginario encarnado en estos ejemplos en la ideología de lo bello. En últimas, lo que se disfraza de estética contiene una carga muy importante de ética, entendida ésta como el respeto por un orden disciplinario que define cuáles deseos son legítimos y cuáles ilegítimos.

Todo lo anterior ayuda a explicar por qué este país, en principio pluriétnico y pluricultural, es dominado por una élite que sigue siendo más “blanca” que la mayoría de los colombianos. Todos los viejos sistemas de este tipo dependían de la represión de la sexualidad de la mujer blanca, y tal vez el fenómeno más positivo en este sentido es la creciente libertad de todas las mujeres. No obstante, la lucha en contra del racismo y del clasismo depende de un reconocimiento de la persistencia de estas imágenes racistas, clasistas y patriarcales.

Finalmente, quiero subrayar que no es mi intención subestimar las diferencias supremamente importantes entre mestizos pobres, indígenas y afrocolombianos. Es el discurso mismo, bajo el signo de lo “no-blanco”, que se dedica a efectuar de forma estratégica este proceso de equiparación. Esto no quiere decir, como bien han señalado antropólogos como Peter Wade, que los discursos de élite no tengan una manera particular de tratar a cada uno de los grupos que identifican como parte de la categoría de lo “no-blanco”, y un trabajo más extenso podría detallar la manera en que se relacionan estas diferencias. Pero cuando Héctor Abad Faciolince dice que no ha habido un líder populista carismático que diera una identidad racializada a la mayoría en Colombia, lo que no menciona es que el mito del mestizaje está íntimamente relacionado con un discurso elitista del blanqueamiento, uno de cuyos efectos es precisamente la racialización, explícita o implícita, de estas mayorías.15 Tal proceso, sin embargo, sólo se ve desde la perspectiva de lo “blanco”, que necesita agrupar a todos los demás en el grupo de los “no-blancos” para constituir su propia identidad. En el mundo del “no-blanco”, por lo contrario, vemos que las mayorías mestizas, en vez de construir otras relaciones de equivalencia que desafiarían el dominio de la minoría simbólicamente blanca, intentan diferenciarse de lo indígena y lo afrocolombiano, estableciendo así una supuesta ventaja táctica con respecto a grupos que han sido aun más subordinados. El efecto de esto es hacerle el juego a las élites en una sociedad cuya estratificación en castas pone en ridículo las invocaciones oficiales de la palabra “democracia”. Las palabras tranquilizadoras de sucesivos gobiernos en cuanto a la necesidad de incluir a todos los colombianos en un espurio proyecto

15 “En Colombia, con el mito del mestizaje, las masas no han sido fácilmente manipulables por un líder carismático de corte populista que intente darles a las mayorías una real o supuesta identidad racial.” Héctor Abad Faciolince, “La ira de los condenados”, Semana, 18 de abril 2004.

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nacional se revelan como huecas a la luz de la vitalidad de una ideología que retoma los discursos racistas, clasistas y machistas del pasado, reviviendo y re-articulándolos en una búsqueda constante de hegemonía.

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