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ESTAMPAS SUECAS Por Carl Snoilsky Traducidas del sueco por Sandra Dermark INTRODUCCIÓN 4 de noviembre de 2013 Grao de Castellón (Poema original de la traductora, dedicado al conde Carl de Snoilsky. En el cual elogio su poesía y pido perdón por tal vez cometer alguna traición con alguna traducción.) Al igual yo que usted, un alma errante perdida entre el Norte y el Sur… de la belleza amiga… La pasión por la Historia, entre Suecia y España, la sangre y la gloria, mas también la compasión… en Su obra se retratan... Al pasado yo me evado igual que lo hacía usted con Su cruz… Yo os miro y os admiro, y pregunto: Qu’estce que pensezvous? Soy sencilla y atrevida, y a Su memoria pido perdón. ¡Tened presente que me duele atreverme a hacer tal traducción!

ESTAMPAS SUECAS

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La clásica colección de poemas históricos de Snoilsky, ahora con más de cinco traducciones inéditas hasta la fecha. Poemas históricos de alegría y tristeza, de amor y violencia, cariño, lealtad y conflicto... No dejan a nadie indiferente con su forma de tratar las emociones.

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ESTAMPAS SUECAS

Por Carl Snoilsky Traducidas del sueco por Sandra Dermark

INTRODUCCIÓN

4 de noviembre de 2013

Grao de Castellón

(Poema original de la traductora, dedicado al conde Carl de Snoilsky. En el cual elogio su poesía

y pido perdón por tal vez cometer alguna traición

con alguna traducción.)

Al igual yo que usted,

un alma errante perdida entre el Norte y el Sur… de la belleza amiga…

La pasión

por la Historia, entre Suecia y España, la sangre y la gloria,

mas también la compasión… en Su obra se retratan...

Al pasado

yo me evado igual que lo hacía usted con Su cruz…

Yo os miro y os admiro,

y pregunto: Qu’est­ce que pensez­vous?

Soy sencilla y atrevida,

y a Su memoria pido perdón. ¡Tened presente que me duele

atreverme a hacer tal traducción!

Su Excelencia, pido clemencia,

si acaso os pudiera traicionar. No es en ello

en lo que pienso, mi intención es lograros honrar.

LA CASA DE BANÉR 1

Primavera de 1600 Djursholm, residencia de los Banér, costa este de Suecia

(A todos mis familiares, los que siguen en esta vida

y los que se han ido también.)

Hay un castillo junto al Báltico, con muros que brillan.

Y suyo es el tramo del litoral, suyas las islas.

En la brillante y azul cala se recogen mil pececillos,

y en el bosque de antiguos robles hay venados y cervatillos.

El portal está coronado por un

escudo de armas, de granito, y, allí, con sus hijos diez

está la dama, esperando, con el sol poniente,

a que les salude otra vez, saltando, triunfal, de la silla, el noble Herr Gustav Banér.

Allí, como siempre, con todos los niños,

está su esposa, la condesa Kristina, nacida Sture,

fiel y piadosa. Ya se apresuró de antemano

ella a decorar el salón. Al hogar de sus alegrías

seguro que vuelve el señor.

Regresa, mas no se oye desde el jardín la alegre corneta.

Junto al tilo se ha detenido una enlutada carreta.

1 Carlos IX, paladín de la Reforma en Suecia, metió en prisión a su hermano mayor Juan III, católico, y a la consorte polaca de éste, usurpando el trono vacante, y, muerto este, desterró a su viuda y al hijo que ella había tenido en prisión a Polonia, ganándose la antipatía de la nobleza y obligándole a purgar este estamento social de forma indiscriminada. Es con el trasfondo de esta represión que el poema se ha de leer. Gustav Banér, el padre de esta familia, apoyó a Juan III y pagó un alto precio...

Los sirvientes callan, levantan un féretro pintado de negro. Lo llevan, con dificultades,

sobre las ramas de pino del suelo.

Y así regresa a su castillo natal tras trágica suerte:

le liberó la espada del ejecutor, dándole muerte.

Combatió contra la corriente, protegió una frágil corona... caído, asentó la cabeza

tan fiel, tan errada persona.

Con diez huerfanitos de padre, y el benjamín en los brazos,

Kristina hace llevar el ataúd de su amor al salón enlutado.

Cuando haya cubierto la tierra a Gustav, dentro de un día o dos, con todos los hijos de la mano, al feudo ella ha de decir adiós.

La madre extiende su regazo en derredor

y les consuela: “No debéis llorar más por lo de papá.

No es culpa vuestra. Pues manos despiadadas le han quitado

la vida, el feudo y todo bien, mas con la honra será enterrado mi señor, Herr Gustav Banér.”

Derraman lágrimas ante su papá

niños y niñas. Sólo al pequeño Johan no se ve llorar:

los ojos le brillan. Y, airado, se aprieta los puños: “¡Juro que, cuando sea mayor, vengaré lo de nuestro padre con sangre del usurpador!”

Entonces se alza, vestida de negro,

la noble Kristina,

y a los suyos entrega, en ceremonia, la Sagrada Biblia.

“¡Postraos, hijos míos! ¿Recordáis aquello de ‘en la Tierra, paz’? La voz de mártires os invita conmigo, ante mí, a jurar.”

“Jurad que no guardaréis ningún rencor,

odio o desprecio, y que aquí, por vuestro padre y señor,

a la Corona no desafiemos. ¡Guardaos, hijos, de la venganza, pues puro es vuestro corazón. Así, a este país malherido volverán concordia y unión!”

Temprana plata ya se ve en sus rizos,

señal de pena. Se inclina ante su decena de niños,

que sollozan a rienda suelta. En los diez puros corazones, su bálsamo vierte al curar.

Les estrecha contra su pecho, ante todos, a su Johan.

LA DAMA DE BLANCO 2

Primavera de 1600 Vibyholm, Suecia 3

(A los seres queridos

que en mi vida he perdido, con todo mi cariño.)

(Y al lector,

no importa cuán inmune sea a la pasión. O lectora,

cuán inmune sea a la pasión no importa.) I.

EL USURPADOR Y SU HIJO

Con las campanadas de Pentecostés, Herr Carlos, gran duque y señor, ladera abajo conduce su corcel hacia el lago azul, bajo el sol.

Nubes de tormenta ofuscan su mente. Sobre su buen poni, alegre, impaciente, un caballerito sin miedo y sin tacha

de seis primaveras a su padre alcanza.

Una escolta imponente, espadas en ristre y listos para disparar,

se ve en la distancia, en cada arbusto, y alerta delante y detrás.

No les necesita: ¿quién puede acechar? Le precede una reputación glacial.

No hay más enemigos ni más adversarios, y ensangrentado está aún el cadalso.

2 La Dama de Blanco (“Vita frun”, “die weiße Frau”) es un espíritu de la tradición germánica y nórdica. Existen dos tradiciones sobre ella. La primera afirma que su aparición es un mal presagio y precede a las guerras, a las carestías y a la muerte de los monarcas. La otra tradición, más positiva, afirma que ella se lleva las almas de los niños muertos a un paraíso con forma de jardín, donde estos viven felices, y asciende a la superficie para consolar a las personas tristes y llevarse consigo a quienes deseen estar en su paraíso. 3 Carlos IX, paladín de la Reforma en Suecia, metió en prisión a su hermano mayor Juan III, católico, y a la consorte polaca de éste, usurpando el trono vacante, y, muerto este, desterró a su viuda y al hijo que ella había tenido en prisión a Polonia, ganándose la antipatía de la nobleza y obligándole a purgar este estamento social de forma indiscriminada. Es con el trasfondo de esta represión que el poema se ha de leer.

Pasaron, entre los troncos de abedul,

por alguna mansión señorial, mas allí había luto para todo el clan:

nadie al duque fue a saludar. Detrás de cortinas enlutadas, negras, brillaba la luz de mil velas de cera.

De ojos tristes en las ventanas salían miradas, hacia los jinetes, cortantes como espadas.

Pero, en las aldeas, la gente de bien

en tropel les fue a recibir. Las arrugas que marcan su duro rostro

se fueron al él sonreír. El severo señor, entre aquella alegría, tomó una cerveza, la mejor que había.

¡Su hijo, tan buen chico y de seis primaveras! ¡Era una ocasión a celebrar, de veras!

Entre nubes de polvo, vuelven a partir.

Muy rápido va el pequeñín. Bien pronto, resuenan cascos en el puente,

del uno al otro confín. El lago y su isla, con el sol poniente, parecen cubiertos de oro reluciente. Cruzan a la isla, en el castillo entran, y a los sirvientes entregan las riendas.

Una reverencia hace el gobernador,

que llaves en el talle trae. Se quita el sombrero, baja humildes canas,

y de rodillas se va a hincar. El duque lanza una mirada acerada, y su vasallo no dice ni una palabra:

los ojos de Carlos ven a través de muros y leen hasta los corazones más seguros.

Ya corta el discurso del gobernador, que no se mueve ni osa hablar.

Todos los sirvientes callan hasta que las espuelas dejan de sonar.

A la mente que se aclaró en el poblado las nubes de tormenta han regresado.

Ese rubio y entrecano flequillo (es mala señal) se ha atusado un poquito.

Aquí un único pecho valiente hay,

en el cual no entra el temor: la voz del pequeño se oye una y otra vez

en las escaleras y en el corredor. Ya se esconde cerca de una ventana del salón, tras una cortina dorada,

ya sube al desván del más alto torreón, con techo de cobre y veleta hacia el sol.

Si las reprimendas y amenazas del padre

al servicio hacían petrificar, este niño­cariño, sangre de su sangre,

logra todo corazón cautivar. Cuando sale afuera, en el patio de armas por fin se atreven a hablar los guardias. Cual vencejo revolotea el pequeñín. Susurran, conversan si él está allí.

El anciano Jesper y un tal Joakim,

guardias de la plaza los dos, están sopesando el mal del ayer

y la esperanza del hoy. Antes de la represión hubo señales, rayos como espadas de los inusuales, lluvias de estrellas y cometas, y ¡justo! el río Motala interrumpió su curso.

Mas Jesper, que tiene la guardia de noche,

el más anciano de los dos, que recorre el castillo en solitario

con pica y corneta, tras ponerse el sol, dice que las cosas serán aún peores:

la Dama de Blanco apareció esta noche, justo antes de romper el alba,

en el Ala Oeste, como otras veces tantas.

“En la Sala Amarilla, a la luz de la luna que pintaba el lago de plata, yo la vi, alta, pálida y enjuta, de pie junto a la ventana.

Hacía algo con sus largas, finas manos, como si alguna prenda estuviera lavando... Me asusté y se me cayó la partesana. Entonces, ella se fue y rompió el alba.”

"¿Qué crees que predice?" "Nada yo diré.

No sé si cierto es el rumor. Dicen que lava, para el Juicio Final,

la colada de la represión. La sangre, la sangre que aún mancha el cadalso

a la patria dará mil penas y espantos. Los poderosos aún hoy día gobiernan, y nosotros seguimos ajustando cuentas.

"Esta noche volverá, otra vez más, presagiando plagas y guerras.

Lo otro y más grande que quiera decir, Su Alteza Ducal lo sabe a ciencia cierta. Su Alteza Ducal conoce la verdad..."

"¡So gafe! ¿Por qué no te puedes callar?" El otro soldado susurró, con certeza:

"¿Quieres que tú y yo perdamos la cabeza?"

Y el tal Joakim, con la puesta de sol, se puso, pálido, a temblar,

como si su conversación, tras el muro, escuchara Su Alteza Ducal.

Y Jesper no teme a un fantasma ni a un trol, y en esas criaturas cree aún, ¿cómo no?,

mas no ha visto que a oscuras, entre los pilares, dos ojos de niño brillan, desafiantes.

II.

ILLE FACIET

Aunque el guardia ha tocado la medianoche, con pasos pesados, Herr Carlos

sigue ensimismado en sus pensamientos, y ni oye el eco de sus pasos.

Despiadado, se metió en el juego de tronos, en tiempos revueltos, y lo arriesgó todo. ¿Llegará a ganar un día una corona,

y no tantas cabezas cortadas de personas?

Sabe que su nombre es el de un tirano

y su ruta, de un usurpador. Limpiando el jardín sueco de malas hierbas

con un hacha, y sin redención. Los inteligentes dicen que la guerra

por propio interés ha traído a sus tierras. ¡Pero pregúntale a la gente del pueblo lo que cree sobre el duro puño de hierro!

La rebeldía en sus venas de sangre azul

trajo voluntad de poder, mas no puede acallar la inquietud

en lo más hondo de su ser. Abre la ventana con su gran vidriera

de par en par. ¡Si el día aquí estuviera! Una brisa entra en las estancias ducales de frescor y de sueños primaverales.

Ahora duerme su más bella región

a una plateada y lunar luz, el centeno verde a orillas del lago,

y las casitas en quietud. Una chalupa cruza, lenta y callada,

un fragmento del gran espejo de agua. El aire está cargado de dulces esencias

del lago y del jardín en primavera.

Sí, es su provincia, y es su país que duerme en segura confianza.

Aunque la nobleza aún se aparta de él, el pueblo le acoge a él con su alma. Es su país: Carlos hasta lo respira.

Yemas de abedul y la luna que brilla... Suecia le saluda desde la ventana:

"¡Eres mi hombre, aunque de manos ensangrentadas!"

Desde los tejados de granjas y chozas la noche trae agradecimientos: "Tú y sólo tú defendiste mi causa del polaco, hereje extranjero.

Mis pensamientos y mi forma de ser defendiste con la espada y el deber.

Tus buenas acciones nunca olvidaré. Me amaste: ¿y yo juzgaría tu ser?"

Como el acusado, ante un tribunal, Herr Carlos sufre en malos sueños. "Tenía que hacerlo: no tuve elección.

Combatí el fuego con fuego. Legado de mi padre o Consejo del Reino.

Era uno de los dos: ¡guerra sin cuartel, ergo! Se habían referido a los corazones de Suecia,

y ante sus pies rodaron sus cabezas."

"¡Que lleguen los reos, espectros, en tropel! Nunca temió mi corazón.

Pues por este pobre y humilde país he hecho cuanto pude hacer yo. ¡Si ello implica de Suecia el bien,

que mi alma cargue con la culpa también! Mi hijo vendrá más piadoso en su día,

y perdonará cuando el peligro se disipa."

"¡Mi Gustavo Adolfo!" Y extrañamente dulce brilla su mirada de amor.

Su rostro, azotado por guerra y tormentas, se aclara: "¡mi hijo varón!"

"Yo, el viejo guerrero, sólo soy temido. Mas él será cuanto no pude haber sido. Mi hijo lo hará: pasará a la historia

y grande será; y leyenda, su memoria."

A estas horas, ricitos de oro hilado estarán rozando la almohada.

A estas horas, en sueños, él agita una mano pequeña y bronceada.

El severo padre se atreve a sonreír, ve el pequeño pecho bajar y subir,

las manitas que en el edredón reposan, y mejillas suaves de color de rosa.

Ergo, despierta en él la incierta inquietud:

¿Le falta algo a su hijo esta noche? Se olvidó de desearle los dulces sueños...

Muy cerca están sus habitaciones.

Al fin, su ansia él no puede reprimir y al corredor sus pies le hacen salir.

Los pasos que antes resonaban de acero suavemente llegan al niño y sus sueños.

En la habitación de Gustavo ya está.

En la antecámara se ve a un pajecillo roncando en paz, con sólo sus sueños que ver.

Se acerca a la almohada un mostacho entrecano... "¡Cielos e infiernos!" Al paje ha despertado el duque, agitando con mano de hierro

su hombro: "¿Y vigilas? ¡Vacío está el lecho!"

Sería más seguro, y cierto ello es, tocar a un salvaje león:

"¡Secuestraste a mi joven heredero, satánico aliado, traidor!

¡Al potro, a apretar clavijas, o confiesa! ¡Y a mí ven, mi guardia, despierta, despierta!" De voces y armas el castillo se ha llenado, saltan, ya despiertos, oficial y soldado.

El paje, de rodillas ante el umbral, las piernas del duque abrazó.

Se oye: "¡Aquí estoy de nuevo otra vez, Alteza!", en el corredor.

La puerta del salón maldito está entreabierta, y el heredero, como si nada ocurriera, descalzo, de su padre sale al encuentro y Carlos le estrecha bien contra su pecho.

"¡Salid!" ordena ahora su duque y señor a la hueste que el pasillo ha llenado.

Y besa a aquel de ojos del más puro azul, a quien habría bien regañado.

A su hijito, en mangas de camisón, lleva en brazos a la cama con ilusión.

El pequeñín le susurra al oído: "¡No te enfades! Escucha lo que ha sucedido."

"La Dama de Blanco en ese salón

a medianoche se aparece.

Dicen que ella es vuestra enemiga y el mal de la patria ella quiere. Quisiera decirle algo a esa Dama

que hiciera que de aquí ella se apartara. No temo a los espectros ni a las tinieblas.

¡Soy un Vasa! ¡Si ella se atreve, que venga!"

"Sé que tendría que haber pedido permiso, mas no era tan peligroso.

A la Sala Amarilla, cuando todos dormían, llegué, rápido y presuroso.

Esperaba sentado, con la luna tan clara, mas de mí debía haberse guardado la Dama...

Sentí que los ojos tenía que cerrar... Con los gritos de gente, volví a despertar."

Herr Carlos se alegra ante tanto valor:

¡aquí hay un héroe en ciernes! "Sangre joven sueca de mi sangre azul,

pasión de los Vasa ardiente. Sigue tu camino sin retroceder.

¡Las fuerzas del Mal no te podrán vencer! Nuestra causa prevalecerá... tú lo harás..."

Con su hombro de almohada, el niño se ha dormido ya.

Con mucho cuidado, en la cama le deja a la luz del amanecer.

Su amor duerme plácidamente y en paz, respira suavemente y bien.

Se funde el alma helada del hombre de hierro: "¡Señor, por más que mi castigo sea severo, mi culpa no manchará el sino de Suecia! Él calmará de los muertos la conciencia."

La noche se ha ido con sus criaturas,

y el ojo del día es el sol. Y, sobre las hierbas y flores y hojas,

perlas de rocío brillan hoy. Hay cantos y brillos a orillas del lago:

¡esta es nuestra Suecia, país encantado! Herr Carlos sale, por fin, ya de su encierro. Brisa y abedul calman su alma de hierro.

Con pasos de un inusitado vigor, él recorre toda la isla,

y Jesper se asusta y se esconde un rato al desearle el duque: "¡Buen día!"

Al final de su ronda, dice el veterano, que en el suelo parecía estar enraizado:

"¡No he visto algo así en años, no puedo creerlo! ¿Qué le habrá pasado a él, tan severo?"

LA BATALLA DE LÜTZEN

6 de noviembre de 1632 Lützen, Sajonia

(A Juan Carlos Ruiz, de la UJI, por apoyarme.

Äras den som äras bör! ) 4

(Y a Gustavo Adolfo de Suecia, su esposa María Leonora, su única hija Cristina,

sus adversarios Tilly y Wallenstein… y a todos aquellos, de todas las naciones y trasfondos de Occidente,

que cayeron en Lützen aquel seis de noviembre. Y, por extensión, a todas las bajas de todas las guerras.)

Se han enfrentado al amanecer

del día otoñal que raya. Se oye tronar desde las trincheras,

rayos en la niebla grisácea.

En vencer, en vencer y en nada más es en lo que cada uno piensa,

hasta el jinete más modesto, aunque del corcel derribado sea,

y, mientras de su montura cae, se lanza a por él el piquero

a quien los cascos iban a aplastar: los dos yacen ahora en el suelo.

El soldado raso no decide, no, vive por morir y dar muerte;

el caudillo ve a los suyos ceder y echa su fatídica suerte.

¡Allí está! ¡Ondea el penacho azul!

¡Cabalga a galope tendido! Su augusto porte y coleto de satén

4 ¡Que se honre a quien lo merece!, en sueco.

atraen a amigos y enemigos.

Se pone al mando del ala que cede, se expone en primera línea.

Arriesga su vida como un hombre más, y su vaina está vacía.

Le llevan las alas de la tempestad adelante. Densa es la niebla.

Las balas resuenan al dar en corazas, y otros disparos contestan.

“¡Adelante, jinetes del septentrión! ¡Adelante, hijos de Alemania!” En vano, en vano: quedan atrás.

De pronto, alguien grita: “¡El rey sangra!”

Nadie de los suyos consiguió seguir entre enemigos al herido.

La estruendosa ola de hombres de hierro se tragó el coleto amarillo.

Un clamor que llega hasta el corazón:

“¡Gustavo, nuestro rey y padre!” Unidas, rugiendo, avanzan sus dos brigadas, pues hay que vengarle.

Ya huye el croata, ya cede el valón, se entierra en caídos y escoria del fridlandés el enfriado cañón:

el mártir tendrá su victoria.

Faltaba en su canción el verso final, aquel que las gestas ensalce;

los que le lloran cumplen con su deber, pues ellos lo escriben con sangre.

Han vencido y con muy bella procesión

honran a su amado caudillo, mas los caídos brillan por su ausencia:

una minoría son los vivos.

No lejos de Lützen, al atardecer, con lágrimas en las mejillas,

vi en la niebla aparecer esta visión sangrienta, que ahora se disipa.

CRISTINA 5

Primavera de 1633

Nyköpingshus, Nyköping, Suecia

(A mi parentela sueca.)

(Y a la niña que fui, que nunca llegó a entender, inocente como le tocó ser,

con todo cuanto por ella siento aquí.)

Sobre el terciopelo negro un haz de luz cae de la cortina, en él bailan motas de polvo una danza ligera y fina.

Noche y día, hay una señora aquí, encadenada al dolor.

Guarda, en una cajita de oro, de su gran héroe el corazón.

Una niñita hay postrada ante su falda, al escabel,

con dos grandes y azules ojos en que un raro brillo se ve.

Pasa las páginas del libro que por Navidad recibió, y a Gustavo Adolfo sigue en una y otra ilustración.

Contadas veces ella alza una fugaz, precoz mirada que reposa, curiosa, sobre la plañidera enlutada.

De pronto, llaman a la puerta,

y ésta es lentamente hecha abrir.

5 La Cristina del título es la hija de Gustavo Adolfo, caído en Lützen, y la niña que lee en este poema. La dama enlutada es su madre, la reina viuda María Eleonora, destrozada por la muerte de su esposo. El regente del reino, el canciller Axel Oxenstierna, aparece al final del poema.

Un hombre, en el umbral, observa a las dos sin entrar allí.

Sobre el cuello de encaje, resalta

una perilla ancha y canosa. Las medias negras le van justas sobre unas piernas musculosas.

Saluda como un cortesano a la señora, con fineza,

pero algo nos deja entrever que es él quien aquí gobierna.

Lágrimas halla por respuesta; a la niña, que leyendo está, se dirige agachándose y la llama Su Majestad.

EL ENTIERRO DE HERR JOHAN

19 de junio de 1641 Wolfenbüttel, Baja Sajonia

(A Johan Banér, un gran general que apuró la vida a grandes tragos y lo dio todo por pasar un buen rato

desde su triste infancia hasta el triste final.)

(Y a María Calzada, con todo el cariño de una amiga apasionada.)

Ajadas banderas gualdas,

con negras águilas de Austria, cubren la pared resquebrajada.

Velas arden. Candelabros junto a un ataúd de carballo en un altar destrozado. Catafalco enlutado.

Donde leves llamas brillan, ojos vacíos fijos miran y marcan su blanca tez. Jan Banér es el difunto,

el terror de los Habsburgo, el gran vencedor de Wittstock,

de Suecia baluarte fiel.

Se fue el nombre que hechizaba, daba fuerza y cohesionaba

a un ejército dispar. Vidriosa está la mirada

que imponía más que la espada bajo el sombrero emplumado

de un rebelde militar.

Ya, en torno a los cuarteles, se reúnen los menos fieles: "¡Nuestro sueldo, por favor! ¡Nos venderemos a Orange,

o al Turco, o iremos a Flandes, a servir al rey de Francia,

con tal de cobrar mejor!"

En el seno de revueltas se reúnen las resueltas almas suecas y finesas: pocas, mas cual roca fiel. Sus lágrimas caen, hoy día, sobre las manos tan frías del general, y su marchita gran corona de laurel.

Protegiendo aún al difunto aún están, guardando luto por el héroe hasta el fin en la calcinada iglesia

de las ruinas de una aldea, donde aún resiste Suecia. Afuera, ruge el motín.

Las pesadas puertas se abren

y resuenan en el aire espadas y espuelas ya:

son muy conocidos hombres, y la fortuna es su norte: prusianos y hugonotes, todo extranjero oficial.

Los marcados veteranos, una estirpe dura en mano de quien les promete más,

pisan con sus anchas suelas, la paz cortan con espuelas, con acero y botas nuevas, imponentes, sin igual.

Tan audaz, gran compañía tiene un portavoz y guía en el capitán del kilt.

Tiene una pata de palo, porque en Lützen le arrancaron

la pierna de un cañonazo. A los suecos habla así:

"¡Amigos, hermanos de armas! Sólo a quien le nutre y calza

es un militar más fiel. Si por Suecia él combate,

pide, a cambio, sumas grandes. Por nada a cambio arriesgarse

sólo hace por un Banér."

"En buenos y malos tiempos, aún hasta su último aliento, siempre nos hizo seguir.

Ya no existe. Ergo, quien quiera, salude, la espada enhiesta, ahora a vuestra joven Reina , 6

y cada uno se ha de ir."

Suecos y fineses callan. Los mercenarios avanzan sin una palabra más. Como para despedirse

de esos rasgos, que brillaban con fuego, cuando brindaba tras vencer, al celebrar.

El del kilt todo lo ha visto, y, así dice, aún arisco:

"¿No veis el ceño fruncir... Como en Wittstock, aquel día, nuestra hueste aún no vencida, jugando todo a una carta?

Aún lo veo para mí."

"Pálido, y estoque en ristre, labios sellados, no tristes, escuchando, vuelta dio.

Nos condujo hacia la muerte, y cañonazos ­¡qué suerte!­ resonaron. Fue Stålhandske, que con refuerzos llegó."

"Comenzó entonces la fiesta,

6 Cristina de Suecia, la hija de Gustavo Adolfo.

y, espoleando a negra yegua, por las filas Jan voló. Atacamos con inquina al sajón en la colina,

y, al huir en su carruaje, ¡ni uno vivo quedó!"

Él termina su discurso...

¡Escuchad! ¿No oís, seguro, de Wittstock aquel fragor?

¿Hay tormenta en estas partes? No, son cañones del Káiser... Hacia el campamento avanza el enemigo. ¡Oh, por Dios!

Confusos, no se lo esperan. Ahora fuertes, desesperan. Y los suecos claman ya:

"¡Que buscones y cobardes vayan a quien mejor pague!

Nosotros resistiremos. ¡Aún sangre caliente hay!"

"¡Suecos, bajad vuestras voces!",

el highlander, sin reproche, dice: "¡Nada así digáis!

A quien, no importa la suerte, seguimos hasta la muerte, el general, nuestro líder, aún entre nosotros está."

"Aún tenemos un recado: protegerle a nuestro lado, durante su último adiós, con honores militares. Espera que por él lidien,

y, como me llamo Ruthven , 7

así será, y con razón."

"Se marchitan los laureles, mas cogeremos más frescos

7 Se pronuncia “Riven”.

antes del atardecer. ¡Quien tenga más alto rango

liderará nuestras filas en la formación de siempre, que aprendimos de Banér!"

Han callado. En orden forma, del gran héroe digna sombra,

el ejército al final. Su cuerpo está bien guardado, Wittstock todo ha despertado: la victoria en Wolfenbüttel corona el palio triunfal.

HERMANOS DE ARMAS

De la Guerra de los Treinta Años a la Paz de Westfalia y del Sacro Imperio a Suecia

(A Ana,

“Comerranas”, a Sara,

su hermana, a María Calzada

y al profesorado de Literaria, y a Uttam Paudel,

y a mis demás camaradas…)

Douglas, Lilja, camaradas, todo podían compartir: aventuras, tienda, carro,

en campamento y en la lid. En combate y en concurso no temblaban nunca, no. Con vino, cerveza y sangre más su lazo se estrechó.

Si uno estaba entre enemigos

y no podía escapar, en un tris se rompía el cerco:

se oía al otro disparar. El de rescatada vida

se volvía a su salvador y decía, sinceramente:

“¡Suerte que estemos tú y yo!”

Tras vencer en cien combates, cada uno ascendió a oficial: como alféreces, tenientes,

capitanes, más allá. Compartiendo sus laureles, repartiéndose el botín,

ambos, al entrar en años, generales eran al fin.

Si cedía una bandera, el otro no iba a fallar,

para, otra vez, como siempre, a un buen amigo salvar. Si uno tocaba a retirada, refuerzos venía a traer el otro, y aún pensaban:

“¡No lo esperaba! ¡Un placer!”

Tras treinta años de conflicto, al fin se firmó la paz . 8

Douglas envainó la espada, y el conde Lilja hizo igual. A su hogar los camaradas ahora tenían que volver.

Recompensas bien ganadas les podían satisfacer.

¿La paz les separaría si la guerra les reunió?

Ni uno ni otro eso quería, y su reina les oyó . 9

Sólo juntos, como hermanos, podían los dos estar bien. Ergo, en el mismo paisaje vivirían. ¡Qué placer!

Dos castillos encalados se alzaban al norte y sur

de un precioso y claro lago, de la comarca ojo azul. En aquel líquido espejo

se veían reflejar la residencia de Lilja

y la de Douglas, Stjärnarp.

Cada uno desde su sala, aún se podían saludar,

como cuando la esperanza era una rápida señal.

Y con sendos catalejos, sobre el lago, se ven ya,

8 La Paz de Westfalia, en 1648, que puso fin a la guerra de los Treinta Años. 9 Cristina de Suecia concedió feudos a los militares que se habían distinguido a su servicio en la guerra.

como si la hueste austriaca les volviera a separar.

Llegó aquel seis de noviembre, la fecha en que cayó el Rey. La bandera azul y gualda izaron Lilja y su escocés. Se oyeron dos cañonazos: su forma de conversar. “¡Visítanos esta tarde!” “¡Sí, vendré para cenar!”

Y un velero engalanado el espejo azul surcó, por Lilja capitaneado. Rápido, el lago cruzó.

Como, cuando era teniente, en los rápidos del Lech, bajo el fuego y la metralla, salvó a su amigo escocés.

Douglas ya estaba en el muelle,

y a su amigo recibió: “¡Con el saludo de siempre! ¡Sabía que vendrías hoy!” Subieron las escaleras y entraron en el salón:

la mesa ya estaba puesta y servía el escanciador.

Y brindaron como antes, con valor de combatir,

y apuraron sendas jarras por Gustavo Adolfo al fin.

Se acordaron de los tiempos en que aún vivía aquel rey,

cuyo retrato parecía sonreír en la pared.

Así, sin dificultades, cada década pasó,

y bandera azul y gualda Lilja como siempre izó.

Mas, un día, no hubo respuesta al disparo del cañón:

la triste bandera en Stjärnarp a media asta se izó.

Y el anciano conde Lilja lloró el fin de su amistad.

Dijo: “¡Suerte que él primero salga a la eternidad!”

Y triste, el severo, huraño guerrero se puso en pie:

“¡No esperes por mucho tiempo! ¡Contigo me reuniré!”

AURORA VON KÖNIGSMARCK

Verano­otoño de 1694 Dresde y Pillnitz, Sajonia

(A “Carlitos Docena ”, por quien Aurora traicionó a los suyos y cayó en desgracia. 10

Y a la misma Aurora, y a Augusto el Fuerte, de quien fue musa y señora.)

Augusto, elector de Sajonia

y rey de Polonia, es conocido por su suerte de ser más que fuerte.

En Dresde, capital de Estado

del electorado, se muestra como una herradura

rompió, la muy dura.

Para pagar el lujo barroco, que no era poco,

a sus súbditos oprimía: no se conmovía.

Aunque él marchara a la guerra

en lejanas tierras, volvía a la corte del frente,

del todo impaciente.

Igual que las ciervas más bellas, caían las doncellas

ya que la inocencia era vana como porcelana.

No sólo amó a pastorcillas

y a granjerillas, sino a jóvenes de alta estirpe

quitó lo de “virgen”.

10 Carlos XII de Suecia.

Destaca en su lista de amantes (las más elegantes)

Aurora von Königsmarck: ella era la más bella.

La linda señorita Aurora,

toda encantadora, vio, cuando ella adulta se hacía,

que pobre sería.

En Dresde buscar su fortuna pensó, oportuna:

“Allons donc, Aurore!”, aunque fuera una idea fiera.

No quería en su feudo quedarse

y allí marchitarse, porque a los venenos más suaves

adicta era grave.

Si ella lo hubiera decidido y tomado partido,

sería una desconocida de anodina vida.

No cayó de forma imprudente:

Augusto, consciente de que ella daría buenos lazos,

descendió a sus brazos.

Sencilla, aunque orgullosa, y nada fastuosa,

le lanzaron miradas frías otras a porfía.

Los guardias estaban de firmes

y sin poder irse. Las pelucas enharinadas

allí se asentaban.

Y las damas, con reverencias y gran complacencia;

tal era el poder de Sajonia

e ídem de Polonia.

El elector hizo a sabiendas que ellos lo entendieran:

a cuadros frecuente motivo dio su atractivo.

Pero ella entendía de primados

y asuntos de Estado, y él la hizo su consejera de tan sabia que era.

Así, saltó a la fama Aurora,

la gran seductora, pero ¡qué desprecio y tristeza

tras esa belleza!

LA SEÑORA DE SALSHULT

Otoño de 1708 Salshult, Suecia

(A mi madre, Elena, por tanto quererme

y tan bien comprenderme. Sofía es trasunto de ella.)

Cortantes vientos de otoño han de surcar la gran avenida y la mansión señorial que hay entre el lago y el bosque.

Un paisaje triste, con lluvia y tormenta, y, en los surcos, muchos cuervos y cornejas

buscando lombrices al toque.

Con los últimos rayos de un rojo sol, unas doce granjeras, al leve arrebol,

enlutadas como cornejas, se agrupan y dirigen al caserón,

y hablan sin dar mucha conversación, las jóvenes junto a las viejas.

Los negros pañuelos ya van a bajar, ante ellas está la señora feudal:

la baronesa Sofía Drake. Es dueña del feudo y de la mansión

desde que al frente su marido marchó: Jon Stålhammar, el comandante.

La esposa de cada quinto del lugar

sabe que ella bien les puede consolar. Hoy todas aquí han venido,

pues hay un correo ahora en la región, y trae cartas del regimiento de Jon:

de padres, hijos y maridos.

Todas las mujeres, en el salón, se ven, y mira hacia abajo el retrato del Rey:

de guerrera azul, Carlos XII. Les recibe y les saluda la señora, una lozana y altiva cuarentona,

con cariño y sin reproche.

“¡Buenas tardes! ¡Bienvenidas, Britta, Anna!” Una niña mira detrás de las faldas

de su dulce y buena mamá. A escanciar cerveza ya va la pequeña, y todas las jarras hasta el borde llena,

vuelve a tiempo para brindar.

Llega lo mejor: el reparto de cartas escritas por seres queridos en Lituania,

junto a un fuego de campamento. Saludos al norte, al lejano hogar,

se leen en voz alta, sencillos, sin par, y despiertan más de un recuerdo.

Y cada una escucha sus cartas del frente. “¡Oh, no!”: una llora desconsoladamente.

“¡Qué tontería!”: otras se ríen. Pero hay dos que no han recibido mensajes: mirando a la colcha del suelo, se apartan,

preocupadas, sin que se miren.

La noble comandanta a ellas se acerca, las dos callan, pálidas como la cera. La dama les llama: “¡Elin! ¡Greta!”

Le siguen, temblando de miedo y de frío, a la habitación que fue del señorito, y, allí, ellas reciben las nuevas.

Les coge las manos y ofrece consuelo, y explica, con voz quebrada por el duelo:

“Allí se libró una batalla. En Holowczyn, otra vez contra los rusos, pero a nuestra tropa ha afectado seguro:

en el regimiento, muchos faltan.”

“Pistol y Hurtig están entre las bajas… ¡Mas nunca hemos de perder toda esperanza!

También cargo yo con mi cruz. El aún bien amado y querido teniente, mi hijo, heredero, mi cuarto creciente,

¡Jan Adolf, mi vida, mi luz!”

“Enviada la carta, aún seguía con vida,

mas la bala del pecho no ha sido extraída, y le consumía la fiebre.

¡Dejadme ahora, amigas, por un rato sola! Estoy destrozada, mi corazón llora, luego os ayudaré por siempre.”

Se van. Junto a una cama bien hecha y limpia,

se hinca de rodillas, triste, fru Sofía, su corazón sangra y llora.

El joven, de niño, en el lecho rezaba, dormía allí, apuesto, mejillas rosadas,

en días felices otrora.

“¡Apuesto y valiente! ¡Nunca volverá!” Y sobre una colcha, blanca y suave sin par,

caen lágrimas claras y ardientes: “Tal vez un recuerdo yo quiera alcanzar, tal vez a una sombra yo quiera abrazar,

la alegre de un hijo teniente!”

Llaman a la puerta, un suave toc­toc. Se seca las lágrimas sin dilación.

Hoy hará dulces y pasteles. Y espera órdenes el escanciador, y la cocinera también, con pasión. ¡Vuelve a sus tareas más fieles!

Alza la cabeza y vuelve a salir.

Su marido es valiente al combatir, Sofía también tiene agallas.

Pues ella es la esposa de un gran militar, y, entre las angustias, tiene que animar,

y dar buen ejemplo con calma.

“¡Valor, compañeras! ¡El ruso perdió! ¡Volvamos a hacer pan sin más dilación! Mientras nuestros hombres combatan,

también nosotras demostraremos valor…” Se fue, y alguna a otra mujer susurró:

“¡Auténtica es la comandanta!”

EL CORREO DE STENBOCK

Principios de primavera de 1710

Suecia (de parajes prístinos a la corte real)

(A Henrik Hammarberg , el auténtico correo de Stenbock.) 11

Una tarde de marzo, un cuento popular

en la choza del bosque se empieza a desvelar. “Ahora, de cacería

van los elfos y Odín…” Fuera pasa un jinete:

¿quién será y qué hará allí?

Se ve que tiene prisa, no se va a detener. Ya pasó la batalla

contra el gran rey danés. La guerrera cobalto ya ve el anciano Lars, pistolas, botas altas: un joven oficial.

Ya le pierden de vista como una exhalación. Esta noche, el teniente seguirá con valor.

Sin descanso ni tregua, no se ha de detener.

Ya, durante el trayecto, perdió más de un corcel.

11 Henrik Hammarberg: oficial de caballería nacido en la casa señorial de Viredaholm en 1686 y muerto en el mismo lugar en 1768. Después de la batalla de Helsingborg, siendo un joven teniente, llevó una carta redactada por su general, el conde Magnus Stenbock, con las nuevas de la victoria del frente de batalla, a la corte de los jóvenes reyes Ulrica Eleonora y Federico I. Según la leyenda aquí reescrita en verso por Snoilsky, realizó el trayecto sin descansar ni un segundo.

Se soltó la coleta, se tuvo que ensuciar. De rocas de granito chispas hizo saltar. Sobre lagos helados la vida él arriesgó,

cuando, audaz, sobre el hielo a caballo cruzó.

Y su enésima yegua comparte la pasión

con que el joven jinete sigue un curso de honor.

También luchó en la guerra, dispuesta hasta morir. Todo por que los reyes tengan nuevas al fin.

Delante de palacio

se desploma el corcel. El teniente prosigue la última etapa a pie. Lleva cartas selladas

a la Casa Real. Las escribió, en el frente,

el mismo general.

En la corte de Suecia, un barroco salón

acomoda tres sillas: tronos de Drottningholm.

Hedwige Eleonora, la gran matriarca real desde generaciones,

triste y muy inquieta está.

Noches de guerra en vela llenas de inquietud...

¡Su consorte en Varsovia, su único hijo en Lund! Y su nieto en Poltava… nunca más regresó. La noticia del frente, ¿será a todo el adiós?

En los otros dos tronos, la actual pareja real.

La anciana Reina Abuela junto a su nieta está. Y a la joven Ulrica todos oyen callar,

al Rey, lores y damas… sólo se oye un tic­tac.

¡Rumor en la escalera! La puerta se va a abrir. De peluca en peluca

se oye un susurro al fin. “¡El correo de Stenbock!”, se oye. “¡Su Majestad!” Le anuncia un joven paje. Todos se echan atrás.

Dos guardias le sostienen: medio inconsciente está. Las botas aún le pesan: no puede casi andar. Rastros de tierra sueca

dejan en el salón. Va a empezar el discurso… cae inconsciente y sin voz.

Pálida como un lirio, mas serena, accalmie, la noble Reina Abuela se alza del trono al fin. “¡Sentaos, mi teniente!” No lo pueden creer: él ocupa el asiento y ella está de pie.

La anciana hace una seña,

y un escanciador trae una jarra de plata con tapa de cristal.

Está llena hasta el tope de buen vino del Rin. La entregan al teniente para que beba al fin.

“Cumplís con el deber, sí,

como buen militar. La Corona y la Patria gracias os han de dar.

Recordadlo. ¡Ahora, un brindis por la Reina y el Rey,

y, después de ello, oiremos qué nuevas nos traéis!”

Unas gotas de Riesling entran, pues, en su ser, sus lampiñas mejillas se ven algo encender.

Se despierta, alza, cuadra. Que Suecia, en general, preste atención y entienda

al modesto oficial:

“Veintiocho de febrero. Cerca de Helsingborg hemos al enemigo vencido con honor.

Tenemos prisioneros, banderas, un millar, como escribe sincero

nuestro audaz general.”

La anciana Reina Abuela no deja de llorar

de euforia: “Servidora descansará ahora en paz.”

Todo es pura alegría y a Ulrica ven sonreír.

Se parece a su hermano la joven Reina así.

“¡Victoria! ¡Magnus Stenbock!

¡No volverá el danés! ¡La paz vuelve a nosotros! ¡Y que dure años cien!” Rodean al teniente que de correo sirvió

y le alzan por los aires cerca de Drottningholm.

Hay más de una pregunta que él ha de responder: bien por seres queridos que no vuelvan tal vez, o bien por el combate que todo decidió:

por Burensköld o Dücker, un corcel o un cañón.

Y, entre damas coquetas,

se le ve sonreír. Quieren besar sus manos

y su azul faldellín. La batalla ganada

no es a alguna otra igual, y la gesta del joven leyenda un día será.

LOS NOVIOS EN EL MERCADO 12

Primaveras antes, durante, y después de 1716 Värnamo, Suecia

(A todos aquellos que se han visto especialmente perjudicados por alguna crisis económica,

y que, a pesar de ello, no han perdido la esperanza.)

Fue en el mercado, y era atardecer primaveral

cuando a Peter y a su Kerstin se oyeron declarar.

Con esperanza y con valor, se fueron a servir.

Quedaron: “Nos veremos seis años después, aquí.”

Y Per al reverendo fue, se tuvo que esforzar,

mas, sirviente del clero, de la leva libre está.

Y Kerstin tuvo que cavar, sembrar, como un varón: la guerra a casi todos del

hogar se los llevó.

Con zuecos de madera, aún se esfuerzan sin cesar, y no tocan ni un cobre de

su paga mensual. “Seis años”, decían ella y él.

“Las cosas cambiarán. Tal vez, con nuestros ahorros,

tengamos propio hogar.”

Y los tiempos difíciles pasan sin rapidez.

Tan ocupados están los dos que rara vez se ven.

Con carestía y guerra, no hay ni danza ni canción,

12 Este poema trata de un grave problema del pueblo llano de Suecia a principios del XVIII: el dinero de emergencia acuñado en tiempos de guerra pasaba a ser de curso ilegal en tiempos de paz. Este poema se puede cantar con la melodía de “Las lluvias de Castamere”.

mas, tras la eterna espera, al fin el gran día llegó.

La sexta primavera, arden, inquietos, Kersti y Per,

ya brilla el lago bajo el sol, en flor está el vergel.

Prados que la lluvia regó resplandecen de luz,

y, en el fondo del bosque, los novios oyen: “¡cucú!”

La tierra sueca, al final,

de novia se vistió: saliendo de su luto al fin,

Suecia resucitó. Y cada acequia llena está

de color y de paz, como si el Rey no hubiera aún

caído en Fredrikshald.

Y en el mercado, al final, tendrán hoy su reunión. Todos se conocen allí: es fácil la cuestión.

No hay tanta compraventa hoy, con la guerra que hay,

mas dicen: “La Reina y el Zar van a firmar la paz.”

Y Peter sus ahorros trae… ¿Veis que es encantador? Y Kerstin en su falda trae bien lleno hoy el bolsón. Brillan los ojos de los dos,

y se van a sentar. Resuenan las monedas y

se oye susurrar.

“Amiga mía”, dice Per, “ahora libre soy.

La casita que de mi padre fue la compraré al señor.

Noventa reales de zinc en la iglesia cobré.”

“Sesenta”, dijo Kerstin pues, “son cuanto yo gané.”

“Escucha, Per”, la joven Kers

dejó de sonreír: “Nunca el dinero aceptaré

que yo gané por tí. Es dinero de necesidad, y es la pura verdad

que esforzarse por ahorrarlo mucho nos fue a costar.”

“Es sólo calderilla, Per, con los dioses del sur

y nombres que uno no entiende escritos en la cruz.

Me alegraría que fuera el perfil de nuestro Rey…

¡Piensa, Per, si nuestro ahorro ya no fuera de ley!”

“¡Pamplinas, Kers! El Reverendo

me enseñó mejor: vale su peso en oro, pues por el Rey se acuñó.

Y este guerrero, a quien se ve junto con un león,

es Carlos XII, nuestro Rey, luchando con valor.”

“¿Y dices que el dinero este

es de necesidad? La Corona no roba al pueblo,

con tretas, su pan. Ven, Kerstin, vamos a comprar

lo que haya menester: un caldero y un cucharón, y una vaca también.”

Entre los puestos, a los dos

se oye conversar,

caminando y conversando, buscando qué comprar. Entre todas las voces, se

alza una familiar... Palidecen Per y Kerstin: “Nada bueno será...”

Vestido de levita azul, botones de latón,

pide silencio el alguacil ahora, en dura voz.

De una carta abre el lacre, y todos, en torno a él,

callan y prestan atención, sin poderse mover.

Se trata de un Decreto Real,

obra del nuevo Rey. Lo simplifica y abrevia. Es una nueva ley:

La calderilla esa de zinc que antes valía un real,

ahora se ha decretado que es de curso ilegal.

Kerstin no puede comprender

esta severa ley: “¡La Reina es buena, y lo firmó

con su consorte el Rey!” Peter, pálido, entiende que se emplea el “nos” real: “Kerstin, sólo lo firmó él.

No hay nada que hacer más.”

Fue en el mercado, y era atardecer primaveral

cuando a dos jóvenes novios tristes veían andar.

Per vio sus sueños, su pasión, mal desaparecer.

Kerstin lloraba sin cesar junto a su amado fiel.

En la pradera siéntanse, entre más de una flor,

y, más allá del bosque, ven ponerse el rojo sol.

En el crepúsculo, los dos columnas de humo ven: ¡Si se fueran a emancipar! ¡La esperanza se fue!

Se oye, en el norte, suspirar

cual lúgubre “¡cucú!”, y Kerstin en su delantal se oculta de la luz.

Los suspiros de Per hoy toda Suecia entenderá: uno dice “paciencia”, y el

otro dice “pesar”.

El talle de su novia al fin su fuerte brazo asió,

y, de su pecho herido, trae palabras de valor.

Cual luna sobre el lago azul, Kers se va a consolar:

“¡No hay justicia para los dos, mas hay amor y paz!”

“Tenemos fuerzas y salud,

esperanza y valor. De cero hemos de partir,

lo cual no es peor. Volvemos a otros a servir, seis o siete años más,

nos reunimos, compramos una vaca y nuestro hogar.”

Y fuerzas y esperanza Per

en Kerstin infundió, y ella desde su delantal el rostro alzó y miró.

Y preguntó, llena de amor, de esperanza y fe:

“¿En el mercado, otra vez,

tras otros años seis?”

EL RETORNO DEL SEÑORITO 13

Verano, mediados del siglo XVIII

En una mansión señorial en una isla del Báltico, ante la costa este de Suecia

(A todos aquellos militares suecos que murieron en cautividad en la estepa siberiana

a principios del siglo XVIII. Y a todos aquellos que volvieron a su hogar.)

“¡Sea bienvenido, mi señor, ya no más reo del Zar! ¡Por años esperábamos vuestro retorno y paz!

Os saluda, sincero y fiel, vuestro administrador,

con los pocos sirvientes que la guerra perdonó.”

“Tal vez encuentre, mi señor,

miseria y opresión; en vez de sembrados, erial

que nadie cultivó; mas late más de un corazón

en todo pecho fiel por el retoño señorial, mi conde, por usted.”

“Se sabe que, guerrero usted,

se prestó a combatir por la Patria y Su Majestad,

por ellos a sufrir. De castaña coleta, usted, joven, nos dijo adiós:

vuestros rizos la estepa cruel plateados volvió.”

13 Este poema se puede cantar con la melodía de “Las lluvias de Castamere”. Trata, como el siguiente poema (“El cáliz del regimiento”), de los cautivos que, tras la derrota de Carlos XII frente a Pedro el Grande (el “Zar” mencionado en todo este ciclo de poemas), fueron deportados a la estepa siberiana, donde realizaron trabajos forzados hasta el retorno de la paz en 1721. Durante el verano de 1719, las tropas rusas habían llevado a cabo asaltos a la costa este de Suecia.

“¡Queríamos verte regresar entre la colza en flor,

la bandera gualda y azul, ondeando en el torreón!

Sin embargo, pesa una cruz, que aún así he de explicar: en esta isla, desembarcó la gran hueste del Zar.”

“Los estragos que hicieron no

se pueden ver aquí: los tilos de la avenida cubren la vista al fin:

Mas más allá, ruinas se ven, negras de oscuro hollín:

es cuanto hay de la mansión donde naciste, allí.”

“Cuando los rusos zarparon,

entré en el caserón presa de las llamas, a salvar

sólo una posesión: aquel estoque que heredó

saqué de la pared, y, aunque me chamusqué un mechón,

la espada rescaté.”

“Quisiera ver su mano un día el acero desnudar,

vengando a nuestro país, enfrentándose al Zar.

Mas, antes de ir a combatir, será decoración

en la pared: cual fénix se alzará esta mansión.”

“Vuestros vasallos, mi señor,

aún os van a querer: se esfuerzan cuanto pueden y

se ha de agradecer: Para el castillo reconstruir,

ya talan y hacen cal y tallan roca, con tesón:

poco quieren cobrar.”

Ya calla el administrador y en las ruinas ya entró con aquel joven oficial, que callado quedó.

Recordó cuando él fue a partir y todo era un edén.

Su cuna, su feudo, su hogar no esperaba así ver.

A sus vasallos él miró, triste, a continuación:

niños, ancianos, féminas, tostados por el sol.

Vestían harapos y estaban enjutos, con dolor:

lloró allí el joven militar, y dijo: “¡Amigos, no!”

“Tal sacrificio, digo yo, no puedo aún aceptar

mientras las tierras que hay aquí sigan siendo un erial. Una sencilla casa haré de pino sueco aquí:

formidable en comparación con donde yo nací.”

“Sería vergüenza altivo ser

en tiempos de dolor: a estos niños, que han sufrido,

quiero dar más color. Las fuerzas que salvamos no

se han de malgastar: sé de qué estamos hechos y que uno se ha de entregar.”

“¡Doy gracias, administrador:

mi acero usted salvó! Si yo estuviera en su lugar,

lo mismo haría yo. En aquel castillo que ardió,

con gloria veían brillar a aquella espada, y aún sea así en

la casa del pinar.”

“De aquel de armas lleno salón a sencilla pared,

cual nuestro estoque, Suecia irá y le irá igual de bien:

Ya no hacia lejano lugar y gloria llegará:

pues defender nuestro país más seguro será.”

“Ya he visto más de una región

la sangre yo regar: lo caído voy a reconstruir ahora, en tiempos de paz.

La Edad de Oro aún da que hablar, tal vez más de una vez,

mas con una pala se armó en su día el conde Gert.”

“Y aquel acero sueco en el

suelo fue a penetrar, más que espada o bayoneta

en hueste desleal. Las malas hierbas, como él,

ahora arrancaré, pues de los míos el bienestar

seguro espero ver.”

EL CÁLIZ DEL REGIMIENTO Campo de entrenamiento de Salbo, Suecia

Primavera, mediados del siglo XVIII

(A todos aquellos militares suecos que murieron en cautividad en la estepa siberiana

a principios del siglo XVIII. Y a todos aquellos que volvieron a su hogar.

Y, por cierto, también a Uttam Paudel. Y a Liza Pluijter, compañera de fatigas.)

El regimiento Västmanland

con armas hoy se va a entrenar en el campo de Salbo.

Bajo Carlos, diezmado fue. De nuevo, forma en su cuartel,

bajo estandarte sueco, azul y gualdo.

Entre todos los jóvenes, sólo dos canosos se ven: su edad es lo inusual.

De los que en Poltava lucharon sólo quedan dos veteranos.

¿Quiénes? El coronel y el capellán.

Trece años en cautividad pasaron, antes de la paz. Son libres, repatriados.

También se vuelven a reunir, ante los jóvenes, al fin,

dos ancianos amigos separados.

“¡Presenten armas!” “¡Sí, señor!” Y va a abrazar, lleno de fervor,

el clérigo al coronel. Y éste abraza al capellán, y le susurra: “¡Göran! ¡Ah!

¡Sabía que te volvería a ver!”

“¡En Poltava, ante la fogata! Tú y yo, poniendo caras largas,

envueltos en capotes. Sin soñar ya con más victorias,

sentíamos el fin de la gloria… a la soberbia sucedió el reproche.”

“Hablaste… aún puedo oír tu voz…

y todo duro corazón más suave fue a volverse.

Nuestro pecado y su castigo, el aceptar nuestro destino…

Los bravos e impasibles palidecen.”

“Y, al levantarse el astro rey, nuestro cáliz fuiste a coger

y nos diste consuelo. Diste la sangre del Señor en nuestro tesoro de valor:

pasó del vaso de oro a nuestros pechos .” 14

“Mis oraciones musité

mientras el regimiento fue desangrado y vencido.

Con cuatro heridas descansé, yací dos días junto al Rey,

inconscientes, entre todos los caídos.”

“Ahora, con mi nueva unidad, doy gracias por la libertad tras años de destierro:

pues me libraron de mi cruz. Tras larga noche, veo la luz:

la juventud de Suecia en armas veo.”

Serio y barbudo, el capellán, con sotana como un caftán,

oye a su camarada. Su voz de bajo respondió:

“Sin duda alguna, fue el Señor quien nos trajo a nuestra tierra amada.”

“Me acuerdo: una noche estival,

nuestro cáliz regimental por última vez se llenó.

14 En la Eucaristía luterana, se ofrece no sólo la hostia, sino también el vino del cáliz, a la congregación.

Cuando entre las filas pasó, nuestro altar era un tambor

y el himno del Zar era el cántico.”

“¡Y entonces, se oyó combatir, y en medio de la hueste hostil

se ahogó la infantería! Y vi como Olof Hermelin, intuyendo un cercano fin,

lo quemó todo en la cancillería.”

“Sólo tenía algo que hacer: nuestro tesoro esconder, guardarlo de cosacos…

¡El cáliz era un don del Rey, brillante, y por última vez,

lo habían besado todos nuestros labios!”

“Allí, en un bosquecillo, al fin, bajo la tierra lo escondí, y aligeré mi pecho,

pues el cáliz de la prisión, del mariscal hasta el tambor,

a todos ofrecía dolor, despecho.”

“Ya sabes bien lo que ocurrió. Más allá del Volga y del Don

cada alma sueca hubo de ser esclava. A los calmucos yo serví, sin rechistar ni resistir,

mas nunca olvidé el bosque de Poltava.”

“Al recibir la libertad, ¡cada reo se sintió llevar de nostalgia hacia Suecia!

Mas tenía yo algo más que hacer: a Ucrania, al llano aquel volver,

donde fueron derrotadas nuestras fuerzas.”

“Y, ya rendido, llegué al fin, a nuestro calvario infeliz. Los pies ya no sentía…

De noche, ante el espino albar,

logré el cáliz desenterrar bajo aquellas raíces retorcidas.”

“La blanca luna y las estrellas que iluminaban la estepa lo hacían aún brillar. Aún el XII y la C

coronaban tesoro fiel, que, en su sepulcro, no se fue a ensuciar.”

“Palabras hoy no malgastaré, de los peligros que pasé no voy nada a contar.

En fin: llegué a la costa sueca, sano, contento, aún con fuerzas,

y aquí estoy, hoy que es fiesta, en nuestro hogar.”

La mirada del coronel, eufórica y cálida, fue a dar en el altar

de hierba del campo de instrucción, y allí está el cáliz, cubierto de tela blanca, al final.

Se abrazan, sin nada decir, los dos amigos, hasta el fin, en los llanos de su tierra.

Es primavera, el llano está en flor, con jóvenes de azul, llenos de valor,

tiendas blancas y relucientes bayonetas.

“¡Firmes!” “¡Compañía, a formar!” Las órdenes han de acatar.

Y, después, para mil gracias dar, se oye elevarse un coro de azul al cielo, donde, cual punto de luz,

la alondra canta, alegre, a la libertad.

LA PLUMA Y LA ESPADA

Años 1730

En alguna casa señorial sueca, en cualquier punto del reino

(A Ana “Comerranas” Garcés Cara, con quien tanto he discutido

pero a quien siempre he querido.)

Sucedió todo en la fiesta del anciano general,

cuando quitaron la tarta y los dulces al final.

Los sirvientes de quitar la mesa ya han acabado, salen ya los veteranos, ¡los jóvenes, a bailar!

¡Mas no suena ningún vals! ¡Dos señoritas discuten

sin rendirse y no disfrutan! Di, ¿por qué se han de enfrentar?

Hablan de guerra y de paz, entrechocan los tacones, y, al desatar las pasiones, polvo de arroz volará.

La de ojos de azabache, la bella morena Gloria, dice que sólo la historia

se escribe con fuego y sangre. Su amiga y ahora rival, Irene, ojiazul y rubia, la violencia a condenar se pone: ama la cultura.

Dos jóvenes oficiales se unen a la discusión,

más bien porque en cada uno despierta una la pasión. La sangre les hierve ya:

achispados de aguardiente, nuestros lampiños tenientes van pronto a desenvainar.

Mademoiselle Gloria, enojada,

se ensaña con su rival: “¡No eres sueca, afrancesada! ¡Se acabó nuestra amistad! ¡Vete a hilar, so pacifista! ¡Con espada y con fusil,

aunque haga a otros sufrir, seguiremos las conquistas!”

Mientras tanto, el veterano les ha oído en el balcón.

Ergo, en el salón ha entrado, con su pipa, el anfitrión. Él, con su guerrera azul, venerable e imponente, a demoiselles y tenientes

pregunta: “Qu’est ce que faites­vous?”

Llora Irene en el regazo del anciano general:

“Gloria por mí se ha enfadado, me ha insultado sin piedad. Que le trate de ‘valienta’, si ella no haga que yo llore por preferir las labores a las artes de la guerra.”

“¡Vaya, Gloria! ¡Voto a bríos!

¡Nunca vi un fervor así! En el frente yo he ascendido,

pero allí también sufrí. Dios bendiga a quien llegó a curarme las heridas, y a dar sentido a mi vida estando solo en prisión.”

“Dulce Irene, palomita, cercana a mi corazón, si llevas suave gorrita antes que duro chacó:

recuerda a una moza que hubo de tu edad, llamada Juana. Trocó su huso por la lanza y la rueca, por escudo.”

“¡Ay de aquellos extremistas que se entregan con fervor!

¡A todos fusilaría por causar tanto rencor! ¡La tolerancia sería,

sin llegar a los extremos, el punto de vista medio

que a todos bien les caería!”

EN EL JARDÍN DE SWEDENBORG

Principios de verano, a mediados del siglo XVIII

En el jardín de Swedenborg, no lejos de Estocolmo

(A la niña que fui: esa niña inocente y curiosa que todo quería aprender

y a quien extraño, de tanto en tanto, una y otra vez.)

Entre casitas, los niños corretean

por las colinas, persiguiendo blancas libélulas y

maripositas.

Hay inocencia, juegos y placer, naturaleza,

hasta que suenan campanadas seis desde la iglesia.

"¡Adiós y buenas tardes, pequeño Hans!"

"¡Lo mismo, Anna!" Cada uno vuelve ahora con su mamá

y allí descansa.

Y Anna camina sola hacia su hogar, al sol poniente,

tal vez el sueño de la noche anterior hoy recupere...

Un sueño de niños rubios cual sol,

de blancas alas, cada uno lleno de fruta y de flor,

sonriendo a Anna.

"Me pregunto si así son de verdad los angelitos."

Dentro de poco, en su casita está, en un ratito.

De pronto, se detiene en el portal

y en algo piensa: "¿Qué será aquella pequeña construcción

junto a la huerta?"

"Allí vive ese sabio pensador que mamá dice

que puede incluso ver espíritus... ¡tal vez le mire!"

"Un señor raro, con arrugas mil

entre las cejas, a quien los malos nunca pueden ver,

sin inocencia."

"Ayer le vi, y era simpático, muy, muy amable,

y caramelos él me regaló después de besarme."

"Creo que me atrevo." Y entra en el jardín

del sabio justo, y toca a la puerta, a la sombra del

alto saúco.

¿Cómo pudo reunir tanto valor? Y allí espera.

"¿Por qué no viene pronto el pensador? ¡Es que quisiera...!"

"¡...ver un ángel, de todo corazón!"

Ya lo ha expresado. Deja la mesa el anciano señor

y le ha mirado.

¡Sus ojos claros se ven ya sonreír! Y le pregunta:

"¿Quieres ver un ángel, mi dulce amor? ¡Lo verás, justa!"

"¡Pasea conmigo por mi jardín!"

Y, de la mano, llegan a una pérgola, admiran un

fresal cercano.

En un marco verde, de la pérgola al fin

una ventana hay, bajita y pequeña, en que mirar:

hecha para Anna.

"Mira por la ventanita, corazón, mira y confía.

Y, a través de la luna, tú verás lo que querrías."

La pequeña mira y una carita ve.

Es su reflejo. ¡Pero Anna no sabe que la ventana no es

más que un espejo!

Se despiden en la puerta del jardín, donde él le besa,

y perpleja, le mira, asiendo una cesta de fresas.

LA ANCIANA SOLTERONA Mediados del siglo XIX

Distrito de Klara, Estocolmo, Suecia

(Al conde Carl Snoilsky, por darnos este retazo de su infancia. Y a Britte­Sophie Dahlman, la anciana medio francesa que,

según explica él, espoleó su pasión por la Historia.)

Un niño solitario y taciturno, sin tiempo para libre retozar,

sentado estaba yo ante la ventana: después de clase, tocaba estudiar. La alquimia que se llama ensoñación el mundo en que vivía yo cambió.

Había en mi calle un viejo caserón, que aparecía en todos mis sueños: parecía una encantada mansión

donde situaba yo historias de miedo. Un rostro enjuto, pálido y marchito me miraba: entonces sentía frío.

Entre Lenngren y Fryxell, parecía un hada maléfica aquella dama, “la solterona”. De tarde, veía

espectrales sombras en su ventana. Oía en el clavicémbalo tocar

melodías tristes, que me hacían llorar.

Un día de sol, mi tata fue a por mí, para salir, cogido de su mano. “La solterona se ha fijado en tí,

el niño que la observa estudiando. Nos ha invitado a visitar su hogar,

y cosas muy bellas te va a enseñar.”

Dije que no quería: en vano fue, y, muy pronto, salimos a la calle. Los sollozos y el llanto me tragué,

y entré, sorprendido y sin llegar tarde. En la alfombra tenía yo la mirada… Se oyó una voz, del todo inesperada.

Sonaba a dulce, suave calidez, y, de repente, ya no sentía miedo. Dos ojos de un puro azul celeste

con las arrugas contrastaban, cierto. ¿Y las arrugas? ¿No es que se disfraza,

como en tantos cuentos, de anciana el hada?

Había un cautivador je ne sais quoi en aquel firme y aún altivo porte.

Cual rosa blanca helada era su tez: de joven, sería dama de la corte. Aún conservaba su perfume, bella, la rosa de pasadas primaveras.

El para mí tétrico caserón

admiré, observándolo allí todo, los muebles inmaculados, los cuadros:

una estampa del siglo XVIII. Todo era firme, cubierto de bronce:

como había visto en estampas entonces.

El clavicémbalo que tanto oí estaba allí, blanco y con pan de oro, en un rincón. Se veía en el atril una canción dedicada, un tesoro.

Era “Vid vassen av den krökta ström ”, 15

el aria que yo en sueños escuché.

En la estantería, brillando en francés y en sueco, encuadernados de escarlata, como de fiesta, Rousseau y Voltaire con poetas suecos reunidos estaban,

en cuero encuadernados. La anciana, inteligente, a sus placeres de juventud aún era obediente.

¡Y las paredes, bien llenas de cuadros! Su abuelo, con peluca, coraza y coleto;

aquí, una carga de caballería, de Lembke, en primer plano, el corcel negro;

hermosos retratos color pastel…

15 “Vid vassen av den krökta ström”: “Entre los juncos del serpenteante riachuelo”, aria escrita por Bengt Lidner. El niño Carl Snoilsky la oyó tanto de su institutriz como de mademoiselle Dahlman.

No me cansé de preguntar: “¿Quién es?”

Aquellas miniaturas de claro pastel pude reconocer de ciertas personas: Bellman, coronado de hojas de parra, y el pobre Lidner, con su narizota. Y helado me quedé, me sorprendí, cuando ella dijo: “Yo les conocí.”

“A fru Lenngren y a Kellgren?” “Por supuesto.”

Mi curiosidad no podía saciarse. Se acercaba la hora de ir a casa,

mas: “¡Cuéntame!”, le pedía que explicase. Tan pronto como yo dejé el umbral, ardió en mí el deseo de regresar.

Y, otra tarde, a visitarla volví:

todo era igual, pero aún más divertido. Miraba libros y cuadros, feliz,

y a mi hada me acercaba, no inhibido. Volvía yo siempre a nombres del pasado, y siempre pedía: “¡Cuéntame de él algo!”

Así hizo ella… no apagó mi sed, acatando al poder de la memoria, así que lejos de mi mundo infantil

se apartaban más sus reales historias, como las ondas en aguas tranquilas

se ensanchan y expanden a toda prisa.

Mas, aunque todo no podía entender, no hallarías escuchador más atento que yo, que en aquel siglo de luz y de tinieblas estaría viviendo:

entre el alba de nuestra Revolución y la noche que Anckarström disparó. 16

Describió cómo perdía la alegría

visitando en provincias, en el norte. Desgranaba ocurrencias de Kellgren,

16 La Revolución Sueca la llevó a cabo Gustavo III el 19 de agosto del 1772. El capitán del ejército Jakob Anckarström disparó al mismo monarca en un baile de máscaras dos décadas más tarde, el 16 de marzo de 1792.

también cantaba a Bellman sin reproche. Joie de vivre, gracia e inteligencia fluían como un río en primavera.

¿Y el Rey? Ay, ¿quién se atreve a describir

sus brillantes ojos, su alta frente, y, en la empolvada peluca, cruzarse artificiales y auténticos laureles?

¡Su era, con el conflicto y el decoro, fue en Suecia nuestra última edad de oro!

“Me acuerdo, Carl, de aquel amanecer que Gustavo se embarcó con la flota. Hicieron, pues, tronar cada cañón

entre hurras, vivas y gritos de euforia. Se despedían desde cada galera

que zarpaba, ondeando, pañuelos fuera.”

“Vi a muchos jóvenes, entre el fragor, a las jarcias y cabos aferrarse.

A sus madres y novias decir adiós con tricornio emplumado, los oficiales. Ondear sus sombreros les pude ver, a muchos que no iban a volver.”

“Yo en el muelle, vestida de fiesta aún, bailé toda la noche en la explanada. Brindamos con vino especiado, pues

los héroes hacia aguas rusas zarpaban. Miré a los barcos, me puse a llorar...”

No pude saber más: le oí callar.

Vi que de preguntar no era ocasión, mas mis ojos fueron entonces testigos de que en la mesa había un medallón, bajo el punto de cruz medio escondido.

Me acordé de que me preguntaba “¿Quién?” pero ella a ello no osaba responder.

Para su tristeza no perturbar

busqué consuelo en la literatura, mas no importaba cuanto leía yo: me atrapaba tristeza igual, segura.

Musité que tenía que hacer deberes, me levanté y me despedí como siempre.

Por supuesto que me volvió a invitar, y el hada, aún siguiendo su costumbre, siempre estaba lista, a su “amiguito Carl,” respondiendo a sus dudas e inquietudes. Mas aún de historias no me iba a saciar:

siempre le pedía que diera el final.

Pasaron años, y un día, al final, después de vacaciones, en otoño, tras breve libertad, tocó estudiar

en clase y en mi calle de Estocolmo. Y oí lo inesperadamente cierto:

“La solterona del barrio ha muerto.”

En mi cuaderno, una lágrima cayó después de hacer yo esfuerzos por tragarla.

Se decía entonces que el miércoles subastarían los bienes de la anciana: cuadros, muebles, libros, el clavecín… Lo cual me sobrecogió hasta el fin.

El día de la subasta, estaba allí. ¡El bello suelo blanco, ensuciado! No había muebles. Contra la pared los bellos cuadros estaban apilados.

Se habrían divertido, simples, con ellos: perforaron la coraza del abuelo.

¡Aquel hogar, cuidado con cariño,

se iba a dispersar en mil fragmentos! Una sirvienta tocó un falso acorde

en las teclas del clavecín polvoriento. Era como si, impotente, desde lejos, yo fuera testigo de un sacrilegio.

Dije a los libros y a Voltaire adiós, y me volví hacia la única mesa, donde vi cositas que reconocí,

a todas, muchas, en una bandeja. Quería ver y darle el último adiós

a aquel retrato de aquel medallón.

El estuche de tafilete rojo estaba vacío: ¿qué fue del retrato? Y al ama, anciana enlutada, miré, y a ella lo pregunté, desesperado. La sirvienta me lo susurró al oído:

“¿El medallón? La señora se lo llevó consigo.”

EL MAPA DE SUECIA 17

Para todas las épocas

(aunque esté fechado en 1906) y para toda la nación sueca

(A una época: el cambio de siglo XIX a XX en Suecia.

Y a sus literatos: Snoilsky, Heidenstam, Strindberg, Nyblom, Lagerlöf…)

Veo una imagen de mi etapa escolar, que dedos y tinta he visto manchar,

en la pared encalada: un mapa pegado de lienzo,

de nuestra tierra, nuestro reino, Suecia, la legendaria.

Allí estaba, entre monte y mar, de Escandinavia parte sin par,

y, vista desde el lado, para nuestra imaginación, parecía en reposo un león alerta y descansando.

Mirándolo, niños como yo nos atrevíamos con valor a recorrer todo el reino:

desde Ystad hasta Tornio, hacía falta, como la joven por amor,

gastar zapatos de hierro. 18

Cada provincia de un color,

así las imagino yo aún, seguro y cierto:

Escania, rubia cual trigal; el este, verde robledal; Värmland, azul acero.

17 Este poema fue publicado como prólogo a Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf: la conocida historia del duendecillo montado en el ganso, que se publicó en 1906. El poema había sido publicado con anterioridad en la obra completa de Snoilsky y dedicado a S.H. Wikblad, antes de que el autor falleciera en 1903. 18 Se refiere a los cuentos de los tipos Aarne­Thompson 425 y 313, con el motivo de la novia olvidada, en que la heroína viaja para buscar a su amado desaparecido, gastando zapatos de hierro como símbolo de su resistencia y perserverancia.

Al norte, un tajo carmesí era de Rusia el confín, y a Suecia yo volvía:

montes y llanos, islas y lagos, pequeñas villas, fuertes encalados

y rápidos y rías.

Aquí fluían y por allá, y era difícil, sin dudar,

saber todos sus nombres. Sus aguas oía discurrir, desde lejos, correr, fluir, en medio de las lecciones.

Los nombres de unos rápidos

acudían a mí, rápidos cual tronco en la corriente. De lágrimas de niño, un mar

se unía al Báltico, a una ola impar que daba contra el rompiente.

Mas con valor, cual Engelbrekt , 19

sin tregua ni retroceder, llegábamos a la meta. Difícil era el conquistar,

mas la patria era nuestra al final: sabíamos conocerla.

Donde sentado estaba ayer yo, hoy una nueva generación

sabe lo que no aprendíamos. Tal vez el primero de mi clase

a ser el último pasase entre estos actuales niños.

Sobre el mapa se inclinan ya cabecitas rubias sin par: son nuestros herederos.

Lo largo nuestro es para ellos corto, disipa las distancias el vapor

19 Engelbrekt: líder de una revuelta campesina en la Suecia profunda de la Edad Media (bajo Éric de Pomerania).

de caminos de hierro.

Leen una extraña, negra red que ríos azules cruzar ven

y atravesar montes. La locomotora al silbar

en el mapa ahora hay que escuchar mientras los mismos ríos fluyen y corren.

Mas dime, ¿qué piensas, mi amor,

niño de la era del vapor, pálido de estudiar?

¿Te importa tanto la lección que cierras la imaginación,

te olvidas de soñar y de jugar?

No, pues sobre el pupitre aún se inclina, invisible, nuestra hada azul

llamada Fantasía. En cada árida lección,

con hechizos de ensoñación, nos consuela, encuentra color y vida.

¡Amiga de los niños fiel, aún ilustrará con fe

a los jóvenes tu mundo! ¡A montes, bosques, río azul, incluso al hierro inerte, tú

darás alma y voz, en conjunto!

¡Y estampas de Suecia crearás, en los niños, vivas, cálidas; consérvenlas de adultos, para cantar, para servir y morir por nuestro país, defendiéndolo juntos!