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Estratificación social en el reino de la Nueva España, siglo xvii Jorge E. Traslosheros H. Tulane University 1. Introducción El siglo XVII novohispano, núcleo central del llamado “ciclo barroco” de nuestra historia, ha sido denominado durante mucho tiempo “el siglo olvidado”. Por fortuna, el mote poco a poco deja de ser cierto, si bien no tanto como para dejarlo de lado. Algo de la historiografía eclesiástica reciente relativa a monjas y clero diocesano, de estudios sobre la mujer, la educación, familia y sexualidad —por citar ejem- plos— han enfocado sus baterías sobre tal centuria y con ello han empezado a desbrozar el terreno; baste mencionar los nombres de Asunción Lavrín, Josefina Muriel, Pilar Gonzalboy Solange Alberró. Sin embargo, hay un aspecto que refleja la enorme complejidad del ciclo barroco y que sigue esperando diversos estudios que le clarifi- quen. Me refiero, por supuesto, al barroquismo de su estructura social. Sobre este problema en particular me parece que contamos con tres estudios de consideración especial. El de Irving Leonard, el de Magnus Mórner, y el de Jonathan Israel.1 El texto de Leonard, además de tener el mérito de ser pionero en la materia, nos regala una excelente descripción del mosaico étnico novohispano, su posi- ble formación, sus relaciones y conflictos. Por su lado, el libro de Israel nos entrega, en su primera parte, un estudio de aquella socie- dad, vale decir, todo un ensayo de sociología histórica descriptiva para, en su segunda parte, aplicarlo a un estudio de historiografía

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Estratificación social en el reino de la Nueva España, siglo x v ii

Jorge E. Traslosheros H.Tulane University

1. Introducción

El siglo XVII novohispano, núcleo central del llamado “ciclo barroco” de nuestra historia, ha sido denominado durante mucho tiempo “el siglo olvidado”. Por fortuna, el mote poco a poco deja de ser cierto, si bien no tanto como para dejarlo de lado. Algo de la historiografía eclesiástica reciente relativa a monjas y clero diocesano, de estudios sobre la mujer, la educación, familia y sexualidad —por citar ejem­plos— han enfocado sus baterías sobre tal centuria y con ello han empezado a desbrozar el terreno; baste mencionar los nombres de Asunción Lavrín, Josefina Muriel, Pilar Gonzalboy Solange Alberró. Sin embargo, hay un aspecto que refleja la enorme complejidad del ciclo barroco y que sigue esperando diversos estudios que le clarifi­quen. Me refiero, por supuesto, al barroquismo de su estructura social.

Sobre este problema en particular me parece que contamos con tres estudios de consideración especial. El de Irving Leonard, el de Magnus Mórner, y el de Jonathan Israel.1 El texto de Leonard, además de tener el mérito de ser pionero en la materia, nos regala una excelente descripción del mosaico étnico novohispano, su posi­ble formación, sus relaciones y conflictos. Por su lado, el libro de Israel nos entrega, en su primera parte, un estudio de aquella socie­dad, vale decir, todo un ensayo de sociología histórica descriptiva para, en su segunda parte, aplicarlo a un estudio de historiografía

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política.2 Sin embargo, de los tres sólo Magnus Mórner se propone de manera explícita generar categorías de análisis que permitan al estudioso orientarse en aquella compleja realidad. Por la misma razón, sin olvidar a los primeros, en estas líneas dialogaremos princi­palmente con el tercero.

Es convicción de quien estas líneas escribe que, para seguir avanzando en el esclarecimiento de aquella estructura social es ne­cesario crear herramientas analíticas utilizando, para ello, la docu­mentación que le es propia del siglo xvn, cual será el intento de este artículo. Lo haremos abordando tan sólo uno de los aspectos que determinan una estructura social, los componentes ideales de su estratificación.

Así pues, en el presente escrito describiremos a grandes rasgos la estratificación social en el reino de la Nueva España, valedero para e l siglo XVII, atendiendo básicamente a la normatividad explícita vigente en ese entonces, principalmente en la Recopilación de las leyes de los Reinos de las Indias de 1681, entendida como el gran intento de sistematización —precodificación podríamos decir— de todas las disposiciones reales desde los inicios del dominio castellano hasta esas fechas; así como en la doctrina jurídica vista a través de la Política indiana, de don Juan de Solórzano y Pereyra, publicada en 1639. Ambas obras esenciales para comprender el ordenamiento jurídico de las Indias Occidentales durante el siglo XVII.

Desde luego, estamos conscientes de que aquí no se agota, ni cercanamente, el problema de la estratificación social. La normativi­dad plasmada en estas leyes nos refleja, en el mejor de los casos, el modelo que la Corona de Castilla intentó establecer en las Indias. En este sentido, la utilidad de nuestra descripción radica en que puede ser usada como “tipo ideal” para abordar la realidad histórica con­creta del siglo xvil, en la medida que nos representa los límites formales de las relaciones sociales en la Nueva España que configu­raron un cuadro de estratificación.

Pretendemos la construcción de un modelo mínimo que nos permita, por confrontación, comprender adecuadamente los fenó­menos de la distribución de las posiciones sociales, al mismo tiempo que insertar algunos elementos de discusión que nos permitan com-

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prender, en principio, las características de la sociedad novohispana del siglo xvil.

2. Los elementos de la estratificación

Por donación de las Santa Sede Apostólica, y otros y justos títulos, somos Señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Occeano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla.

Con estas palabras de Carlos v inicia el libro 2 de las leyes de Indias, y con ellas se deja en claro la realidad mayor para los habitan­tes de la Nueva España: donde hay un solo Señor, los demás son vasallos.

El lugar que se ocupaba en la sociedad y las posibilidades de movilidad y ascenso pasaban forzosamente por el tipo y calidad de vasallo que se fuera y ello dependía, indefectiblemente, de la sanción de la Corona. Ella era la única que legalmente podía quitar o bien otorgar atributos a sus vasallos que incidieran directamente en su “calidad” como tales y, por ende, en su posición social; y quien poseía el poder del Estado para hacerlo efectivo.

La Corona era el sol de la Nueva España, y acceder a sus “nutritivos rayos” dependía de lograr su favor, el cual tenía un nom­bre y un apellido, “honor y privilegios”, verdadera sustancia de la condición de ser un vasallo.4

Sin embargo, ello no dependía, en una proporción considerable, de la habilidad del individuo para ascender o “trepar” por la escala social, sino de otras condiciones fuera de su voluntad, irrenunciables y que condicionaban fuertemente sus expectativas vitales.

Primero. La sociedad novohispana conocía una primera gran división, dada entre la “República de los indios” y la “República de los españoles”, como dos componentes centrales de la organización sociopolítica de entonces. Segundo, las condiciones del nacimiento, esto es, si la persona era producto del pecado como hijo ilegítimo, o de la virtud como descendiente de legítimo matrimonio. Y en tercer término, su condición de sujeto socialmente productivo asignado a

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una corporación determinada, o varias al mismo tiempo. Así, sangre, legitimidad de nacimiento y corporación socialmente asignada eran los elementos a partir de los cuales se consideraba el “honor y privilegio” de un vasallo. Ante esto, parecería que los sujetos poco podían hacer por sí mismos, pues, como bien observa Andrés Lira, aquella fue una sociedad: “... en apariencia tan estática y coactiva, y que parece no dar cabida a los individuos como primeros protagonis­tas, si no es que como encargados de un papel social determinado.”5

3. La sangre

En un primer gran bloque, los vasallos de “Su Majestad” eran ubica­dos en la sociedad por su calidad de sangre. Los había de sangre limpia, españoles e indios, como también de naturaleza pecaminosa que eran las “mezclas viles” formadas principalmente por negros, mestizos y mulatos. En estricto sentido, el negro era de sangre limpia, sin embargo, su valoración social los colocaba, sin posibilidad de clemencia, entre los segundos. Veamos cada uno de ellos sin perder de vista que, en lo fundamental, eran los principales grupos novohispanos.

3.1. La condición de ser indio

Es por demás conocida la gran polémica del siglo XVI en torno a la definición de la condición de ser indio, polémica que ya en el siglo XVII estaba resuelta, en mucho, bajo la línea marcada desde 1504 por la reina Isabel de Castilla en su testamento. En él decía:

Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede apostólica las Islas, y Tierra firme del M ar Occeano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue [...] de procurar inducir, y traer los pueblos dellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica [...] Suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, y encargo, y mando a la princesa mi hija, y al príncipe su marido que así lo hagan [...] y no consientan, ni den lugar a que los indios [...] reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean justamente tratados...6

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Poco más de un siglo después, será don Juan de Solórzano y Pereyra quien explicará cómo se entendió esto para el siglo XVII. El indio vasallo libre era, primeramente, un miserable puesto que

Miserables personas se reputan y llaman todos aquellos de quien natu­ralmente nos compadecemos por su estado, calidad, y trabajo, según que después de otros lo resuelve Menoquio [...] pero qualesquiera que se atiendan y requieran, hallamos que concurren en nuestros indios por su humilde, servil, y rendida condición [...] y aun quando no concurrie­ren en los indios estas causas, para deber ser contados entre las perso­nas miserables, les bastaría ser recién convertidos a la Fe...7

La condición de ser indio se define, en última instancia, bajo la mirada teológica del tiempo. Por ser el miserable especialmente amado por Dios, tiene derecho a ser protegido y defendido por los representantes de Dios en la tierra, éstos son la Iglesia y, por delega­ción pontificia en Indias, la Corona castellana.

Ser indio era ser vasallo libre, miserable y, en cuanto tal, prote­gido por el Estado español en Indias y sus poderes civil y eclesiástico. Esta situación, ambivalente, la dibuja muy bien don Juan de Solórza­no al tratar el problema del honor en los indios, ese preciado bien social.

...por bárbaros que sean, e inútiles que hayan sido, pudieron y pueden tener a su modo verdadera nobleza, verdadero y propio derecho de su fama y hacienda, como lo enseña Santo Tomás, y por el consiguiente no pueden recibir injuria, ni afrenta de los españoles, sin que por ello merezcan pena, y están obligados a satisfacerla, si bien no con tanto rigor como se practica entre los españoles, por ser los indios de más baja y humilde condición.8

Posesión y honor van de la mano, como era de esperarse, sólo que la “baja y humilde condición” de ser indio le marca límites. Es libre, miserable y protegido, y, por lo mismo, indefenso ante gente mala como los demás habitantes de la Nueva España, fueran españo­les, negros, mestizos, mulatos o quien fuera. Debe, por tanto, ser congregado para poder ser defendido, y junto con su congregación, segregarlo de los demás hombres perdiendo con ello toda su movili­

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dad territorial y el contacto permanente con los no indios, a excep­ción de sacerdotes y religiosos, sin que ello les impidiese bajar a los poblados de “españoles” a vender sus productos.9

Obvio resulta que en tales condiciones de ser vasallo poco o nada puede hacerse por sí mismo. De allí la necesidad de asignarles protectores que velen por su bienestar y protejan sus bienes. La Corona ordenó, pues, que hubiese defensores y protectores de indios con la condición que ser solamente de sangre limpia, esto es, españo­les y que

sean elegidos y proveídos nuevamente por nuestros virreyes, y presiden­tes gobernadores de las provincias, y estos sean personas de edad competente, y ejerzan sus oficios con christiandad, limpieza, y puntua­lidad, que son obligados, pues han de amparar y defender a los indios.10

Entre estos vasallos libres, miserables, congregados, segregados y protegidos había una división importante; la existente entre los nobles o principales, entre los cuales se cuenta al cacique, y los indios del común o macehuales. El cacique gozaba del honor de una noble­za cuestionada y decadente, y del privilegio del servicio personal de sus propios congéneres. Su situación es bien definida por Solórzano y Pereyra, en donde palabra y acto vuelven a ser uno.

Pero ya en nuestros días [primer tercio del siglo xvn] está dada otra forma en los oficios de estos caciques, y muy limitada su potestad; porque en una cédula de Valladolid a 26 de febrero del año de 1538, dirigida a la audiencia de México, se dispuso, que no se llamen Señores de los pueblos o municipios en que presiden, sino sólo Gobernadores o Principales.11

Su condición de nobleza llegó a demeritarse a tal grado que el cacique, en tiempos del virrey De Velasco, fue considerado un fun­cionario real y, por ende, elegido como tal, si bien de entre los principales del lugar.12

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3.2. La condición de ser español

La condición de ser español podía colocar al sujeto entre las altas jerarquías sociales. Español legalmente reconocido era, desde luego, el procedente de la península, así como los criollos, pero también podían ser considerados los mestizos producto de uniones legítimas, junto con todas las variantes de mestizo, así como aquellos de color “quebrado” que accedieran a este status por cualquier medio a su alcance.13

Si bien las leyes de Indias no hacen diferencia entre españoles, de hecho existía definiéndose como españoles americanos, es decir criollos, y españoles. Ambos son los grupos más favorecidos y a quienes es dado escalar tan alto como les sea posible. Por lo mismo y ante la falta de sanciones jurídicas que distribuyeran entre ambos el honor , la lucha por éste será abierta.

Un aspecto fundamental de la lucha por el honor en sociedades tan minuciosamente estratificadas ha de ser la definición jurídica de los grupos. Así, el peninsular se esforzó en tachar de inferior al criollo por su condición de natural de las Indias, lo que equivalía a llamarlo ser en degeneración permanente e incapacitado. 4 Sin en­trar nosotros a discutir sobre el particular, señalemos que la doctrina jurídica sí se definió sobre el asunto, nuevamente por boca de Solór- zano y Pereyra.

[...] puedo testificar de vista y de ciertas oídas de nuestros criollos, que en mi tiempo, y en el pasado han sido insignes en armas, y letras, y lo que más importa en lo sólido de virtudes heroicas, ejemplares y pruden­ciales, de que me fuera fácil hacer copioso catálogo [...] que como queda dicho, hace con éstos [los españoles] un cuerpo y un reino, y son vasallos de un mismo Rey, [y] no se les puede hacer mayor agravio,que intentar excluirles de estos honores [...] 5

Es posición común insistir en el favoritismo de la Corona por el peninsular; sin embargo, considero que se ha desdeñado esta posi­ción de iguales entre ambos sectores, que dejó en posibilidades al criollo de disputar por el honor, lucha que sí se dio e impensable sin la categoría jurídica que se le otorgó. Como sea, sólo estudios, en

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especial de tipo regional, podrán arrojar nueva luz sobre este conflic­to en el siglo xvn.

“Honor y privilegios”, ese preciado oro espiritual, quedó relati­vamente vedado a los españoles americanos por la vía de los cargos públicos superiores. Ciertamente no podían ser “cabezas del reino”, pero sí ocupar, como lo hicieron puestos en las reales audiencias y en los cabildos eclesiásticos. Pero sobre todo accedieron a cargos públi­cos de menor rango, dominaron los cabildos de las ciudades, pudie­ron conseguir algún título nobiliario, hacerse de un jugoso mayoraz­go, o bien acceder a cierto grado de hidalguía.

En cualquier caso, nada servía sin el reconocimiento de Madrid, celoso de ello. No olvidemos que a más honor más cercanía a la Corona y, por tanto, más poder; un riesgo a final de cuentas para los monarcas.

Siendo los títulos difíciles de conseguir y muy costosos, fue más socorrido el mayorazgo. Pero antes de otorgarse alguno, estaba or­denada una investigación por la Corona en la cual

la Audiencia del distrito reciba información de los hijos, bienes y haciendas que tienen, y de qué calidad y valor, y si de la fundación pude resultar inconveniente, y envíela a nuestro consejo, con su parecer, para que visto el pedimento, se provea lo que convenga.17

Un puesto en el cabildo, la compra de un cargo público, un título o un mayorazgo implicaban desembolsos considerables y, es seguro, muchos quedaban fuera. Sin embargo, a todo español le quedaba algo así como un premio de consolación, ser un “hijodalgo”, título menor reconocido por la Corona.

Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que obligaren a hacer población, y la hubieren acabado y cumplido su asiento, los hacemos hijosdalgo de lugar conocido para que en aquella población, y otras qualesquiera partes de las Indias, sean hijosdalgo, y personas de noble linaje, y solar conocido [...] y les concedemos todas las honras y preeminencias que deben haber y gozar [...] según fueros, leyes y costumbres de España.18

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Pero no todo eran títulos de nobleza ni mayorazgos. También había otros títulos, a veces no menos importantes. Ser clérigo o religioso era una posibilidad junto a la del título universitario. Ser “letrado” en una sociedad , por un lado de abogados y tinterillos, y por otro de analfabetas, era un gran honor y puerta de entrada a considerables privilegios.

Sin duda, la condición de ser español era la menos definida, lo que hacía la lucha por el ascenso posible y abierta. Por ello, tal vez deberíamos pluralizar nuestro enunciado. Digamos mejor, “las dis­tintas condiciones de ser español”.

3.3. La condición de ser “mezcla”

El diseño social de las leyes de Indias estaba pensado para un mundo dividido entre españoles e indios y a ellos se dirige. Por eso no es de extrañar que para las sangres viles, negros, mulatos y mestizos, sólo exista un pequeño título del libro séptimo en toda la recopilación, lo que no minimiza su significado social, sino que, al contrario, nos señala con claridad por qué ellos eran los hombres “sin república”, es decir, fuera de todo orden social deseable.

Sobre los negros, fueran libres o esclavos, el estigma social y su consideración jurídica van de la mano. Como bien nos señala Jonat­han Israel,

La inmoralidad de la población negra a los ojos de los españoles puritanos, tanto eclesiásticos como laicos, constituía una grave ame­naza para la estabilidad del virreinato. Los negros no sólo eran considerados sexualmente depravados y revoltosos y desafiantes por naturaleza, sino también se les atribuía un temperamento cruel y malvado.19

A falta de cualquier consideración de dignidad, se les imponía las cargas que a cualquier vasallo dedicado al trabajo —libre o esclavo—, válidas para indios, mulatos, mestizos, etcétera. Funda­mentalmente el pago del tributo.20

En el caso de los mestizos y mulatos (siendo libres los segundos), la situación era muy distinta en principio. De suyo no existía un estigma particular que les cerrara el camino al honor, tal y como lo

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vimos patente en el caso de los mestizos-españoles. Será don Juan de Solórzano el que nos explique las razones de su situación en Nueva España.

Y si estos hombres hubiesen nacido de legítimo matrimonio, y no se hallasen en ellos otro vicio, o defecto que lo impidiese, tenerse, y contarse podrán y deberían por ciudadanos de dichas provincias, y ser admitidos a las honras y oficios de ellas, como lo resuelven Victoria y Zapata [...] pero porque lo más ordinario es, que nacen de adulterio, o de otros ilícitos, y punibles ayuntamientos, porque pocos españoles de honra hay, que casen con indias o negras, el quál defecto de los natales les hace infames, por lo menos infame facti [...]21

El ser una “mezcla”, producto de un “punible ayuntamiento”, sacaba a estos vasallos de la sociedad indiana al grado de no poder ser “ciudadanos de dichas provincias”, constituyéndose en una ame­naza contra el “orden de república” establecido, vedándoseles, por ende, cualquier vía de acceso al “honor y privilegios”. Así nos pode­mos explicar por qué difícilmente se pudo atinar qué hacer con hombres

de tales mezclas, y viciosos por la mayor parte, [para que] no ocasionen daños, y alteraciones en el Reyno, cosa que siempre se puede recelar de los semejantes [...] y más si se consienten en vivir ociosos, y sobre los pecados a que les llama su mal nacimiento, añadir otros, que provienen de la ociosidad, mala enseñanza, y educación.22

Por lo que hemos visto sobre la condición de ser indio, español, negro o “mezcla” a través de la doctrina jurídica de Solórzano y Pereyra y la legislación indiana, en lo que toca a la distribución del honor y privilegios, el sentido de la sangre más que referirse a un problema racial-biológico es, sobre todo, una categoría considerada socialmente según principios religiosos, morales y doctrinales que se sancionan jurídicamente. Como quedó visto en el caso de los mesti­zos, su calidad sanguínea no es un problema que concierna al mundo natural, sino al mundo moral, por usar la división entonces en boga. Así las cosas, podemos afirmar que no basta el problema de la sangre para entender el fenómeno de la estratificación social en la Nueva

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España, es necesario ir más allá y abordar el de la legitimidad, lo que nos da pie para una breve incursión en el matrimonio y la herencia.

4. La legitimidad

Tal vez la condición de ilegítimo vedaba más el acceso al honor que la pertenencia a alguna “república”. La condición de ser mestizo o mulato se igualaba, en mucho, a la condición de ser ilegítimo, inte­grándose en ellos los españoles que compartieran tal desgracia.23 Ser bastardo era superior a la sangre dado este caso, bajo el principio de

[...] que no debe ser más privilegiada la lujuria, que la castidad, sino antes por el contrario más favorecidos y privilegiados los que nacen de legítimo matrimonio, que los ilegítimos y bastardos, como lo enseñan Santo Tomás y otros graves autores [...] a los quales añade Fortunio García, que se debe tener por injusta y pecaminosa la ley, que no sólo aventaja los ilegítimos a los legítimos, pero trata de querer que fuesen iguales.24

La condición de ser ilegítimo equivalía, pues, a una especie de muerte civil, en principio. Ante esto era necesario regular con cuida­do tanto el matrimonio como la herencia, en sí dos formas de distri­bución del honor.

El principio doctrinal que pretendía regular el matrimonio fue su libertad absoluta para poder ser válido ante la Iglesia y ante Dios, sin que existiese impedimento alguno en la elección de la pareja por motivos de sangre o condición social.25 Sólo se prohibió totalmente en aquellos casos en que la misma religión lo impedía, esto es, con más de un cónyuge, entre padres e hijos y entre hermanos, con serias dificultades entre parientes en primer grado. Todos los demás “ayun­tamientos” eran posibles si se conseguían las dispensas, fuera por proximidad de sangre o minoría de edad. Sólo un matrimonio quedó vedado por motivos relacionados con el “orden de república”, este es el matrimonio de funcionarios públicos en su jurisdicción y durante su gestión.26

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En cuanto a la localidad de los cónyuges, sólo entre indios representó un problema, pues únicamente ellos tenían prohibida la movilidad. Así, la ley determinó de manera expresa lo que hoy llamamos virilocalidad, independientemente de la ubicación física del marido y afectando sobre todo a los hijos. La condición de ser indio dependía, en parte, de cumplir con la siguiente disposición:

Mandamos que la india casada vaya al pueblo de su marido, y resida en él, aunque el marido ande ausente o huido, y si enviudare, pueda quedarse en el mismo pueblo de su marido, o volverse a su natural, como quisiere, con que deje los hijos en el pueblo de su marido, habiéndolos criado por lo menos tres años.27

La filiación de la descendencia debía ser, por obligación, pater­na, lo que se resolvía más por matrimonio que por el color de la piel, indispensable regulación en la cual el sujeto ve condicionada su existencia, como lo vemos plasmado en la siguiente disposición:

Por el daño que se ha experimentado de admitir probanzas sobre filiaciones de indios, y ser conforme a derecho, declaramos que los indios hijos de indias casadas se tengan y se reputen por de su marido, y no se pueda admitir probanza en contrario, y como hijos de tal indio hayan de seguir al pueblo de su padre, aunque se diga, que son hijos de español, y los hijos de indias solteras tengan el de la madre.28

El cumplimiento de la última voluntad de la persona, hombre o mujer, sobre el destino de su patrimonio después de su muerte fue considerado cuestión de absoluta libertad por las leyes de Indias, válido para indios, españoles o quien fuera. La herencia era un vehículo indispensable en la transmisión del honor, pues no sólo se heredaban bienes, también mayorazgos (que es más que los bienes vinculados, por su fuerte carga honorífica) y títulos nobiliarios. He­redar era reconocer la filiación privilegiada en la cual recaían los honores y el privilegio acumulados por generaciones, que por lo general pertenecían al primogénito.

Sin embargo, no parece haber selectividad en los casos ab intes- tato, según se desprende de la legislación del juzgado de bienes de difuntos plasmada en el libro 2, título 32, de las leyes de las Indias.

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En tales casos no hay regulaciones explícitas sobre quién o quiénes reciben el privilegio de la herencia, a no ser hijos o descendientes legítimos, y ascendientes. En todo caso, los asuntos se resolvían, como todo juicio de esta natulareza, según los casos concretos.

Sobre matrimonio y sucesión podemos decir que se observan dos líneas reguladoras. Por un lado, lo válido para todos los vasallos, esto es, la libertad matrimonial sin que en ello intervengan coacciones jurídicas referentes a la condición social, lo que hacía posible, por lo menos en teoría, el matrimonio llamado mixto, y la libertad de heredar dejando en el sujeto la decisión última sobre el depositario de su honor y bienes acumulados, en ocasiones por generaciones, sin que se observe alguna limitante expresa hacia alguno de los sexos. Por otro lado, lo explícitamente válido entre los indios (que viene a funcionar como prohibición) sancionándose la virilocalidad y la pa- trilinialidad, con lo que se precisan mejor los linajes, tal vez como necesidad de las políticas paternales y segregacionistas.

5. Las corporaciones

Hasta aquí hemos abordado el problema de la estratificación social en relación con el origen de los individuos. Pero no todo en la vida es nacer, también a lo largo de su existencia los sujetos, para vivir, tienen que ocuparse de algo, lo que nos dice mucho de la posición social del sujeto o de los grupos.

En la Nueva España del siglo xvil podemos decir que es difícil encontrar ocupaciones que se ejerzan individualmente. De igual manera en que al nacimiento se era asignado a un grupo, así la reproducción de la vida se hacía por grupos. Todo individuo debía insertarse en un cuerpo de personas que se ocuparan de cuestiones similares, esto es, en una corporación.

Lo distintivo de estas corporaciones es que, en mayor o menor grado, poseen un fuero que las distingue de las demás, siempre que lo entendamos, junto con José Luis Soberanes como “... un conjunto de normas jurídicas especiales, tanto materiales como procesales, que regulan personas o situaciones jurídicas especiales.”

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Este fuero marca las relaciones entre la Corona y las corporacio­nes, que poseen la facultad de organizarse y crear su propia norma- tividad interna la que, si no contraviene los intereses de la Corona, será aceptada. Dicho en otras palabras, se reconoce determinado honor y ciertos privilegios a cada corporación.30

Sin embargo, no todas las corporaciones son del mismo tipo ni poseen los mismos privilegios. Así, en una primera gran división encontramos que, por un lado, están las que poseen fuero y jurisdic­ción, esto es, que se organizan y dirimen sus conflictos en un tribunal especialmente creado. Desde luego serán las de mayor impacto en la sociedad. Por otro lado, están las que sólo poseen fuero.

En cuanto a los tipos de corporaciones, las podemos dividir en seglares, religiosas y gremiales, atendiendo a los asuntos específicos de que se ocupan.

En el siguiente esquema presentamos, a nuestro juicio, las prin­cipales corporaciones novohispanas.

Con fuero y

jurisdicción

Seglares Comunidad indígena Juzgado de indios

Gremiales

Ganaderos La Mesta

Comerciantes El Consulado

Universitarios La Universidad

Médicos Protomedicato

ReligiososClero regular

Tribunales eclesiásticosClero religioso

Con fuero

SeglaresCabildo indígena

Cabildo español

Gremiales Artesanos

Religiosos Cofradías

Visto el esquema, resulta fácil comprender cómo un sujeto podía pertenecer a más de un tipo de corporación, empatándose por lo general los gremios con las cofradías, sin confundirse lo uno con lo otro. Bien se podía ser un rico ganadero de la Mesta, perteneciente a una poderosa cofradía y miembro distinguido del cabildo de la ciudad.

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Como ya podemos apreciar, el elemento corporativo nos cambia en mucho el panorama de la estratificación social. Si antes parecía determinarse tajantemente a los individuos desde su nacimiento, ahora, a partir de esa primera situación, las posibilidades de ganar “honor y privilegios” se diversifican tanto como pueda abarcar un individuo dentro de lo socialmente permitido en la naturaleza misma de la corporación. Es tan impensable, por ejemplo, la presencia de un indio en el Consulado, como la de un rico comerciante en el Cabildo indígena.

El modelo de la sociedad novohispana no era tan estático como en principio parecía, pero tampoco versátil como pudiera llegar a suponerse. Parece un juego de pesos y contrapesos que requiere una gran estabilidad, y cualquier movimiento brusco puede causar serios desequilibrios, al tiempo de ser una sociedad cuyo reparto del honor y los privilegios se realiza con minuciosidad, sancionándose jurídica­mente. Cualquier cambio de posición de un individuo, por minúsculo que sea (ascenso de aprendiz a oficial, el ingreso o salida de una cofradía, etcétera) ha de ser registrado, pues su situación ante la Corona y la sociedad ha cambiado, posee o pierde algún privilegio, su honor se ha visto afectado positiva o negativamente.

6. La sociedad novohispana

Con lo hasta aquí expuesto sería temerario intentar una tipificación general de la sociedad novohispana, pues faltaría, por lo menos, una descripción más acuciosa que la realizada, así como considerar la formación de las clases sociales y, sobre todo, descender al terreno de lo concreto en el cual se dirimen los conflictos en la distribución del honor y privilegio.

No obstante lo anterior, y en la medida en que nos hemos aproximado al ordenamiento jurídico de la estratificación social y teniendo como piedra angular la distribución del honor y privilegio dentro de la relación Señor-vasallo, podemos intentar una reflexión que nos ayude a ubicarnos en ulteriores discusiones, siempre que aceptemos, junto con Max Weber, que

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todo ordenamiento jurídico (y no sólo el “estatal”) influye directamen­te, en virtud de su estructura, sobre la distribución del poder dentro de la comunidad respectiva, y ello tanto si se trata del poder económico como de cualquier otro.31

Es probable que la primera tentación que se tenga después de observar esta estructura jurídica novohispana sea el calificarla de régimen de castas, tentación ante la cual parece ceder Mórner al afirmar, en un primer momento, que

la sociedad hispanoamericana fue relativamente abierta durante la época de la conquista, pero en el período de la colonización se fue haciendo cada vez más cerrada y rígidamente estratificada, hasta con­vertirse en lo que se llama sociedad o régimen de castas, que es, no obstante, notoriamente distinto del prototipo de las Indias Orientales. En la América española no hubo una división estricta en grupos endo- gámicos. Existía alguna movilidad social vertical y el sistema no gozaba de una sanción religiosa explícita.32

Sin negar lo cerrado de la sociedad a que hace referencia el autor y que hemos visualizado en nuestra descripción, Mórner nos otorga los elementos suficientes como para poner en duda la caracteriza­ción de la sociedad como régimen de castas, a pesar de lo “notoria­mente distinto” que pueda resultar de las Indias Orientales.

Además de la ausencia de grupos propiamente endogámicos, la sanción religiosa y la presencia de movilidad social vertical, habría que agregar la carencia en la estructura jurídica de una sanción positiva de lo anterior —condición considerada esencial por Max Weber para las sociedades de castas—, como quedó evidente al abordar la cuestión de la definición de la condición de ser de los sujetos en relación con la sangre y la legitimidad, pero sobre todo en la selectividad conyugal.

El mismo Mórner parece darse cuenta de ello y líneas abajo matiza su posición. De un régimen de castas sui generis, parece inclinarse por una caracterización estamental.

La división de la sociedad en grupos investidos de diferente status legal, como también de fuertes privilegios corporativos, sugieren un parecido

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más estrecho con otro sistema de estratificación, el de estamentos. También la movilidad social vertical limitada de aquella época es cohe­rente con esta pauta. Por otro lado, la correlación europea feudal entre el status sociolegal y la relación con la tierra no resulta aplicable; tampoco había funciones políticas representativas delegadas a los dife­rentes estamentos como en Europa durante la Edad Media tardía.33

Ciertamente, lo observado como variantes de un sistema esta­mental al estilo europeo medieval no parece descartar el intento de caracterizar la sociedad novohispana como estamental. La ausencia de la relación entre status legal y la tierra tendría que revisarse ante la presencia del mayorazgo, elemento que llevó a Françoise Cheva­lier a hablar, con fundamento, de verdaderos “señores de la tierra”. Por lo que toca a la carencia de funciones representativas en los estamentos, si bien no se encuentra como en el medioevo, sí notamos su presencia sedimentada por el fuero y jurisdicción de ciertas cor­poraciones, elementos que bien pueden justificar su representación real, estamentaria, en el quehacer político, esto es, en la distribución y lucha por el poder.

Por otro lado, aun en el caso de aceptarse las observaciones de Morner sobre el particular, no parecen afectar a la esencia misma de una sociedad estamental, según la conceptualiza Max Weber, quien da en llamar “situación estamental a todo componente típico del destino vital humano condicionado por una estimación social especí­fica —positiva o negativa— del honor adscrito a alguna cualidad común a muchas personas.”34

En este orden de ideas, un estamento “está en marcha”, nos dice Weber, cuando existe una “acción comunitaria consensuar, en la exigencia de un determinado modo de vida, sea por motivos profe­sionales, de carisma hereditario, etcétera. En todo caso, el factor central en la formación de un estamento —condicionada por factores políticos, religiosos, étnicos, o de situación de clase— está en la presencia de “toda suerte de monopolios materiales”, sean tierras de abolengo, profesiones, cargos públicos, entre otros.

Lo anterior es sintetizado con sencillez contundente por Andrés Lira al caracterizar la sociedad novohispana como

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una sociedad estam ental, en la que la situación de las personas se determ inaba por el nacimiento y por la pertenencia a grupos p rees ­tablecidos; una sociedad dispuesta a rechazar cambios y gente adve­nediza .35

Y de aquí su imposibilidad para asimilar a esas “mezclas” producto de uniones ilegítimas.

Pese a todo, considero que aún nos falta mucho para poder acceder a una caracterización adecuada de la sociedad novohispana, siendo por el momento más importante tomar conciencia de que estamos, como bien señala J. Israel, ante “una de las sociedades más diversificadas y complicadas que hasta entonces hubieran existido en el mundo”.36

Una sociedad en la cual sangre, legitimidad y corporación como criterios de estratificación se enmarcan en la relación dominante Señor-vasallo, en la cual el Señor, la Corona, es cabeza de un estado fuerte y centralizado en el cual el poder se ejerce a través de dos potestades, la seglar y la eclesiástica. Una sociedad, en suma, con un complejo e inédito sistema de estratificación.

Notas

1. Irving Leonard. “U na sociedad barroca”, en su libro La época barroca en el México colonial, México, f c e , 1976 (primera edición en inglés, 1959). De Jonathan Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial. 1610-1670, México, Fondo de Cultura Económica, 1980; y de Magnus Mórner, Estado, razas y cambio social en la Hispanoa­mérica colonial, México, SEP, 1977. Hay que agregar a la lista el nombre de Andrés Lira González cuyas observaciones sobre el particular son por demás sugerentes, en especial aquellas de sus artículos publicados en Historia general de México, México, El Colegio de México; y en Historia de México, Salvat, volumen 5. También es referencia obligada el clásico titulado México a través de los siglos, por sus interesantes reflexiones sobre la composición social novohispana realizadas bajo el influjo de la sociología evolucionista decimonónica.

2. Esta característica le da al texto un doble valor en esta época en que las llamadas “ciencias sociales” han realizado no pocos aportes a la histo­

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riografía. Quiero decir con ello, como ejemplo muy bien logrado de lo que sería un estudio sociológico en el pasado, a diferencia de una historiografía que se vale de estos estudios para mejor criticar sus fuentes y narrar el pasado.

3. Recopilación de las leyes de los reinos de las Indias, (1681), Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1973, libro 2, título 1, ley 1.

4. En principio podemos decir que el honor es una consideración de carácter social, y que el privilegio lo es de tipo jurídico (literalmente “ley privada”). Sin embargo, ambos elementos son inseparables e inter- dependientes por lo que toca a la “calidad” de todo vasallo.

5. Andrés Lira y Luis Muro. “El siglo de la integración”, en Historia general de México, México, El Colegio de México, 1977, vol, n, p. 161.

6. Recopilación... libro 6, título 10, ley 1.

7. Juan de Solórzano y Pereyra. Política indiana (1639), Madrid, Ed. Atlas, 1972, vol. il, pp. 417-418.

8. Ibidem , p. 422.

9. Cfr. en R e c o p i la c ió n libro 6, título 3, leyes 18 a 24, y del mismo libro el título 1, ley 24.

10. Ibidem, libro 6, título 6, ley 1.

11. Solórzano y Pereyra, op. cit., p. 407.

12. Ibidem, p. 409.

13. Lira, op. cit., p. 156.

14. Sobre el particular, confrontar la obra de Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo M undo, México, f c e , 1982, así como la de David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1980.

15. Solórzano y Pereyra, op. cit., pp. 444-445.

16. Nuevamente los clásicos tienen la palabra, y para entender el enorme influjo y poder que a nivel regional tuvieron los criollos, allí queda el capítulo “Los Hombres ricos y poderosos”, en La formación del latifun­dio en México , de Françoise Chevalier, México, f c e , 1952.

17. Recopilación..., libro 2, título 33, ley 20.

18. Ibidem., libro 6, título 6, ley 6.

19. Israel, op. cit., p. 81.

20. Recopilación..... libro 7, título 5, ley 1.

21. Solórzano y Pereyra, op. cit., p. 445.

22. Ibidem ., p. 447.

23. En el caso de los indios bastardos, éstos se integraban a la comunidad de la madre siendo considerados, al parecer, como cualquier otro indio,

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por lo que deben ser tomados por separado de mestizos, mulatos y españoles ilegítimos.

24. Solórzano y Pereyra, op. cit., 447.

25. Recopilación..., libro 6, título 1, ley 2.

26. Ibidem ., libro 8, título 4, ley 62, y libro 6, título 2, ley 44.

27. Ibidem ., libro 6, título 1, ley 7.

28. Ibidem ., libro 6, título 10, ley 10. El que fuera mestizo ilegítimo, aunque lo mataba civilmente, lo liberaba de los compromisos con la comuni­dad, contraídos a partir de su condición de ser indio, en verdad una ventaja nada despreciable.

29. José Luis Soberanes. Los tribunales de la Nueva España, México, u n a m ,

1980, p. 8.

30. Las leyes de las Indias tratan casos particulares, y en cada caso se reconoce esta facultad inherente de las corporaciones. Por ejemplo, confrontar cabildos en el libro 4, título 9; la Mesta en el libro 5, título 5; la Universidad, libro 1, título 23.

31. Max Weber. “Las comunidades políticas”, en Economía y sociedad, México, FCE, 1964, p. 682.

32. M orner, op. cit., p. 83.

33. Ibidem ., p. 84.

34. Ibidem., p. 687.

35. Lira, op. cit., p. 161.

36. Israel, op. cit., p. 31.