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Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades Conceptos ETICR E INTERSUBJETIUIDRD Enrique Serrano Gómez Universidad Nacional Autónoma de México

Etica e Intersubjetividad

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C e n tro d e In v e s t ig a c io n e s In te rd is c ip lin a r ia s e n C ie n c ia s y H u m a n id a d e s

Conceptos

ETICR EINTERSUBJETIUIDRD

Enrique Serrano Gómez

Universidad Nacional Autónoma de México

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ÉTICA E INTERSUBJETIVIDAD

VlDEOTECA DE CIENCIAS Y HUMANIDADES

Colección:

C o n c e p t o s

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D ir e c to r :Pablo González Casanova

C o n s e jo C o n s u lt iv o : Luis de la Peña Pablo Rudomín Rolando García

Beatriz Garza Cuarón

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ÉTICA EINTERSUBJETIVIDAD

Enrique Serrano Gómez

Universidad Nacional Autónoma de México Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades

Coordinación de Humanidades México, 1998

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Primera edición, 1998

Edición científica:Juan Carlos Villa Soto Esther KravzovAppel

Diseño de portada:Ma. de los Ángeles Alegre Schettino

D.R. © 1998Universidad Nacional Autónoma de México

Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades Ciudad Universitaria, 04510, México, D.F.

Impreso en MéxicoIPrintedin México

ISBN: 968-36-7218-3

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Enrique Serrano Gómez

Enrique Serrano Gómez (México, D.F., 1958) estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (1976-1980) y en

la Universidad de Constanza (Alemania, 1987-1992). Es profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-lztapalapa desde 1982. Su

campo de investigación es la filosofía política y la filosofía de las cien­cias sociales. El motivo que lo lleva a trabajar sobre ciertos temas de

la filosofía del lenguaje es su interés por los lenguajes normativos (ética y derecho) en relación con el tema del fundamento del orden

social. En la actualidad, Investiga en torno a la posibilidad de susten­tar la noción de ‘gramática de los conflictos sociales”, con base en el

concepto hegeliano de ‘lucha por el reconocimiento”. Ha publicado los libros Legitimación y racionalización. Weber y

Habermas: la dimensión normativa de un orden secularizado (Barcelona, Anthropos, 1994) y Consenso y conflicto. Schmitt y

Arendt: La definición de lo político (México, Interlínea, 1996). Asimismo, ha publicado diversos artículos en distintas revistas.

Preparó la edición del libro de Tocqueville El antiguo régimen y la revolución (México, Fondo de Cultura Económica, 1996).

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ÉTICA E 1NTERSUBJETIVIDAD

EL FUNDAMENTO DE LA MORAL

Cuando se aborda el tema de la fundamentación de la moral es menester distinguir tres sentidos del término fundamento. En primer lugar, puede en­tenderse como principium essendi, el cual nos remite a las condiciones ne­cesarias que hacen posible la existencia de un fenómeno. En este sentido el fundamento de la moral es la libertad, ya que ésta representa la condición necesaria para poder afirmar que los hombres actúan moralmente. En se­gundo lugar, fundamento puede significar principium fiendi, el cual denota los diversos motivos que llevan a los individuos a comportarse moralmente. Por último, fundamento puede comprenderse como principium cognoscendi, es­to es, las razones en las que se sustentan las pretensiones de validez de las normas morales. Aunque es posible encontrar una relación entre estos tres significados, el tener en cuenta su diferenciación y la distinta problemática que implica cada uno de ellos puede contribuir a despejar la confusión en la que tradicionalmente ha caído la discusión filosófica sobre el fundamento de la moral.

Diversos autores han sostenido, por ejemplo, que la razón o, para ser más precisos, los razonamientos abstractos nunca se convierten en

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motivos que impulsan las acciones. Para apoyar esta tesis afirman que una persona puede comprender y aceptar las razones que se aducen pa­ra justificar una norma, y sin embargo, transgredirla en el momento de ac­tuar. Por eso es cierto que al igual que los tratados de estética no producen artistas, los libros de ética tampoco hacen hombres virtuosos. También des­tacan que gran parte de las acciones morales no están precedidas por una reflexión, sino que aparecen como una reacción inmediata frente a una situa­ción determinada. Por éstas y otras experiencias concluyen que la moral ca­rece de un fundamento racional, por lo que éste debe buscarse en las pasiones o en los sentimientos. Esta conclusión además de presuponer un dualismo problemático entre razón y pasiones-sentimientos, implica una con­fusión de significados de la noción de fundamento que se han apuntado.

Es cierto que ningún conocimiento de un hecho (una proposición sus­ceptible de ser verdadera o falsa) puede por sí solo dar un motivo para ac­tuar en un determinado sentido. Si entendemos por fundamento el principium fiendi — la “causa eficiente” de una acción concreta— entonces se debe aceptar que la razón no puede ser un fundamento, porque ella, por sí misma (considerada en abstracto) no mueve nada. A lo que se ha llamado tradicio­nalmente voluntad es una confluencia de sentimientos, pasiones, intereses, creencias, etc., y es ese complejo conjunto conflictivo lo que configura los motivos de las acciones. Pero el que la razón aislada no sea el fundamento, en el sentido de principium fiendi, de la moral no quiere decir que las normas morales, que intervienen como uno de los factores que orientan las acciones, carezcan de un fundamento racional. Precisamente, la pregunta, por el fun­damento racional (principium cognoscendi) de la moral no se plantea, en general, cuando se experimenta una crisis motivacional, esto es, al pre­guntarse ¿por qué debo actuar moralmente?, sino cuando se vive, en el proceso de decisión, un conflicto entre normas morales diferentes, o sea, al preguntarse ¿cómo debo actuar?

Las razones por sí mismas no son un medio efectivo para convencer o en­frentar al cínico (quien rechaza todo compromiso moral); las razones sólo ad­quieren un cierto grado de efectividad cuando se asume la validez del “punto de vista moral”. El objetivo central de este trabajo no es el tema del fundamen­to motivacional o principium fiendi de la moral, sino adentrarse en el campo problemático del fundamento racional o principium cognoscendi de las nor­mas morales (aunque cabe señalar que la noción de razón que se esbozará en este trabajo podría ser tomada como un elemento para superar las anti­nomias que se encuentran en el primer tema). Se trata en especial de disol­ver un dilema (que será descrito más adelante) en el que se han visto

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encerrados la mayoría de los autores que tratan el problema de la fundamen- tación racional de las normas morales. La hipótesis que guía estas reflexio­nes consiste en que dicho dilema surge de una concepción monológica del lenguaje, por lo cual la solución a dicho dilema consiste en desarrollar una teoría dialógica del lenguaje, que permita advertir que el fundamento de las normas morales se encuentra en la dimensión intersubjetiva.

EL DILEMA DEL LENGUAJE NORMATIVO:ORDEN METAFÍSICO O EXPRESIONES SUBJETIVAS

Wittgenstein (1889-1951) inicia sus Investigaciones filosóficas (1953) en­frentándose a una concepción del lenguaje cercana al denominado sentido co­mún, imperante en la tradición filosófica. Según esta noción tan extendida del lenguaje, las palabras nombran objetos y las oraciones representan combina­ciones de esas denominaciones, con las que se reflejan las distintas relaciones que establecen los objetos en el mundo. Esta “figura de la esencia del lengua­je humano" se apoya en el presupuesto de que el acto de nombrar constituye el modelo básico con el que puede darse razón del significado. De acuerdo con esta teoría del significado, que podemos llamar referencialista, la comprensión del mensaje por parte del receptor, en el proceso comunicativo, es una conse­cuencia de que aquél comparte un “mundo objetivo’ con el emisor. Es decir, se considera que el entendimiento entre el emisor y el receptor se basa en una descripción verdadera de los estados de cosas que comparten y que, por tan­to, toda incomprensión que surja entre ellos podrá superarse, en última instan­cia, remitiéndose a los hechos. Esto implica además otro presupuesto esencial, a saber: el mantener que la única fundamentadón racional de un enunciado consiste en mostrar su verdad, esto es, su adecuación a la situación que en él se describe.

A lo largo de la historia esta "figura de la esencia del lenguaje humano’ ha resultado muy atractiva debido a la aparente evidencia en la que se apo­ya. Si bien se reconoce que ella encierra una serie de dificultades, se consi­dera que son meros obstáculos técnicos que pueden superarse mejorando la capacidad de nuestro aparato conceptual. Por ejemplo, la primera obje­ción que puede realizarse consiste en destacar que gran parte de las pala­bras no funcionan como nombres de objetos; sin embargo, a ello se responde que esas palabras funcionan para combinar los nombres en las oraciones o bien carecen de un significado objetivo. El propio Wittgenstein,

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en su Tractatus Logico-Philosophicus (1921) desarrolló una de las variantes más Ingeniosas y elaboradas de la teoría referencialista.

La aparente evidencia de estas teorías del lenguaje es resultado de lo que Austin llama la “falacia descriptiva", en la que se considera que la función esen­cial del lenguaje es describir, ya que las otras funciones pueden ser reducidas o explicadas por ella. Pero, desde el momento que percibimos que el lenguaje cumple con una gran diversidad de funciones irreductibles a la función descrip­tiva, la supuesta evidencia desaparece y se advierte que las dificultades que en­cierra la noción referencialista del significado no son cuestiones secundarias que pueden resolverse con simples recursos técnicos de la conceptualización. En especial, cuando se enfrenta el tema del lenguaje normativo, los presupues­tos de la teoría referencialista del lenguaje nos arrojan a un dilema, en el que se han visto encerradas durante siglos la ética y la filosofía del derecho.

Dicho dilema consiste en que al tratar el tema del significado del lengua­je normativo desde la perspectiva referencialista nos vemos obligados o a pos­tular la existencia de un orden metafísico que determina la distinción entre “bien” y “mal", con independencia de la voluntad de los hombres, o a reducir el lenguaje normativo a ser una simple expresión de sentimientos subjetivos. Co­mo hemos apuntado, la fuente de este dilema se encuentra en aceptar la si­guiente tesis: “Entender una proposición significa entender cuál es el caso, cuando ella es verdadera” (Wittgenstein 1981:4.024); ya que esto nos com­promete a establecer los objetos o cualidades objetivas (percibibles) a los que se refieren los términos normativos o a reconocer que los términos “bueno”, “malo", “justo", etc., no tienen un significado objetivo. Antes de cuestionar los presupuestos que conducen a este dilema fatal, examinemos brevemente có­mo se ha planteado éste.

TESIS REFERENCIALISTA

La tesis referencialista es un presupuesto común a muchas teorías del significado que sirve como fundamento de sus desarrollos. En un sentido estricto no existe una teoria referencialista: se trata de una tesis común a muchas teorías del significado. Ésta podría condensarse así: cuando una palabra tiene un significado autónomo, éste es el nombre de la(s) cosa(s) a la(s) que se refiere -e l significado de la palabra “mesa” es el objeto que teta denota, esto es, la mesa real- o un atributo de esa(s) cosa(s)— en el enunciado “la mesa es blanca”, “blanca" es un atributo de la cosa a la que se refiere el enunciado. El resto de las palabras (por ejemplo, Y , “o", etc.) no tiene un significado autónomo sino que sirve para combinar las denominaciones orig­inarias y, de esta manera, describir los “estados de cosas” que encontramos en el

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mundo. Otra manera de expresar esta tesis es sostener el acto de nombrar puede servir como modelo para dar cuenta del fenómeno del significado.

Como se ha dicho, esta tesis la encontramos en diferentes autores, desde Platón hasta diversos autores del siglo xx. En las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein cita un pasaje de las Confesiones (400) de san Agustín (354430) en el que se condensa dicha ‘figura de la esencia del lenguaje humano":

Cuando ellos (los mayores) nombraban alguna cosa y consecuentemente con esa apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que con los sonidos que pronunciaban llamaban (se referían) ellos a aquella cosa cuando pretendían señalarla. Pues lo que ellos pretendían se entresaca­ba de su movimiento corporal: cual lenguaje natural de todos los pueb­los que con mímica y juegos de ojos, con el movimiento del resto de los miembros y con el sonido de la voz hacen indicación de las afecciones del alma al apetecer, tener, rechazar o evitar cosas. Así, oyendo repeti­damente las palabras colocadas en sus lugares apropiados en difer­entes oraciones, colegia paulatinamente de qué cosas eran signos y, una vez adiestrada la lengua en esos signos, expresaba ya con ellos mis deseos. (Wittgenstein 1988: p. 17)

Después de citar este texto Wittgenstein agrega:

En estas palabras obtenemos, a mi parecer, una determinada figura de la esencia del lenguaje humano. Concretamente ésta: las palabras del lengua­je nombran objetos -las oraciones son combinaciones de esas denomina­ciones- En esta figura del lenguaje encontramos las raíces de la ¡dea: cada palabra tiene un significado. Este significado está coordinado con la palabra.Es el objeto por el que está la palabra. (Wittgenstein 1988: p. 17)

Cabe señalar que Gottlob Frege (1848-1925) distingue entre “referencia" (Bedeutung), lo designado por una expresión, y ‘sentido" (Sinn) “en el cual se halla contenido el modo de darse’ la referencia. Por ejemplo, las expresiones: “El Manco de Lepanto” y ‘El autor del Quijote” tienen un “sentido’ diferente; sin embargo, poseen una misma “referencia”, a saber: el señor Miguel de Cervantes. Esta dis­tinción (que tiene como antecedente la distinción de J.S. Mili entre “denotación" y ‘connotación”) tendrá una gran importancia en la filosofía del lenguaje posterior. Sin embargo, no se trata ahora de adentrarse en este tema, ya que la distinción aunque hace patente la necesidad de hacer mucho más compleja la tesis que ahora nos ocupa, no implica necesariamente su negación.

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LA HERENCIA PLATÓNICA:EXISTE UN ORDEN OBJETIVO IDENTIFICADO CON EL SER

En La República de Platón (h. 428-348 a.C.) encontramos escenificado por pri­mera vez este dilema de manera sistemática. Desde el primer libro de esta obra se plantea el reto de Trasímaco, cuando éste sostiene: “Digo que lo justo no es otra cosa que el interés del más fuerte" (Platón 1971:338c]. Con ello se afirma que los términos morales, al no tener un referente objetivo, sólo expresan las preferencias de quienes los utilizan y, por tanto, su sentido público (aquel que es compartido por un grupo social) únicamente manifiesta tos intereses de quie­nes tienen el poder para imponerse a los demás. “En todas las ciudades lo jus­to es siempre lo mismo, o sea, el interés del gobierno constituido" (Platón 1971: 339a). La respuesta del Sócrates platónico es tratar de mostrar que existe un orden objetivo, identificado con el ser, que hace posible diferenciar el “bien" y el “mar, con independencia de la pluralidad de preferencias particulares. Lo bue­no sería todo lo que contribuye a mantener ese orden cósmico, mientras que lo justo hace referencia al equilibrio que reina en él.

Para aclarar la postura de Platón es menester reconstruir, aunque sea de manera breve, el núcleo de su estrategia argumentativa. En primer lugar se destaca que hablamos de un ‘buen X ’ , cuando X cumple de manera ade­cuada su función asignada. A esta premisa se le puede objetar de inmedia­to que en ella se establece simplemente un uso técnico del término “bueno", diferente de su significado moral. Es posible decir, por ejemplo, que estamos frente a una buena guillotina, porque, debido a sus atributos físicos, cumple de manera adecuada con la función para la que fue construida. Pero con ello no hemos dicho nada sobre la corrección moral de cortar cabezas. El senti­do técnico del concepto “bien" tiene una valor relativo, ya que depende del sujeto particular que utiliza un medio para acceder a un fin. Como dirá más tarde Kant (1724-1804), se trata de un uso de “bien” ligado a imperativos hi­potéticos; los cuales siempre tienen un carácter condicional expresado en su forma: “si quieres Z, entonces X es bueno (bueno como medio eficiente pa­ra alcanzar Z)".

En cambio, el significado de “bueno" vinculado a la moral se caracteri­za por su pretensión de validez absoluta o, como diría Kant, categórica. Pla­tón es consciente de ello, por eso la segunda premisa de su argumento es agregar que cada objeto tiene una función natural (ergon) determinada tan­to por sus atributos objetivos, como por su lugar dentro del orden cósmico (el ser define la función propia de cada cosa). El presupuesto que sustenta es­

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ta premisa es que el ser implica un orden identificado con el bien absoluto. A partir de estas dos premisas se concluye que la proposición aX es Dueño’ adquiere su sentido moral cuando se muestra que X es el medio adecuado para acceder al fin general de preservar el orden inherente al ser. Por ejem­plo, el hombre bueno, virtuoso, sería aquel que cultiva la función propia del atributo que lo distingue y define su posición en la ‘ cadena del se r’ , a saber: su razón. Precisamente el objetivo de La República es describir el orden so­cial “racionar, esto es, adecuado a la “naturaleza’ de las cosas, donde cada uno al cumplir con su tarea contribuye a mantener dicho orden universal.

Una de las consecuencias más importantes de la teoría platónica es la tesis respecto a que el conocimiento científico (episteme) puede ofrecemos una solución a los problemas éticos y, de esta manera, abrir el camino que conduce a superar la contingencia del mundo humano. En efecto, si se con­sidera que la bondad o virtud (arete) de X se encuentra en realizar de mane­ra adecuada su función específica y que ésta, a su vez, está determinada por sus cualidades objetivas, así como por el lugar que ocupan en el supuesto orden “real", entonces el conocimiento es el que puede resolver el enigma de b que es un “buen X . Además, al aceptarse que todo hombre quiere su “bien”, se llega a la conclusión de que las malas acciones y los conflictos so­ciales sólo pueden ser resultado de la ignorancia o de una voluntad débil. La paradoja de la defensa del carácter racional de la ética consiste en que con­vierte a esta última en un simple saber subsidiario de las ciencias. Esto es el origen de los proyectos tecnocráticos que pretenden la posibilidad de susti­tuir la ética y la política por una técnica racional de administración de los asuntos humanos.

La influencia de los presupuestos platónicos en el pensamiento occiden­tal ha sido enorme; alguien ha dicho, sin exagerar demasiado, que la historia de la filosofía puede considerarse una serie de notas al pie de página de la teo­ría de Platón. El centro de la herencia platónica es la identificación del ser con un orden que trasciende la temporalidad, cuyo conocimiento haría posi­ble, entre otras cosas, precisar el significado universal del adjetivo “bueno’ . Lo que ha variado son las interpretaciones de ese orden: el pensamiento cristiano lo identificó con la divinidad, en los albores de la modernidad se consideró que ese orden representaba la esencia de la naturaleza, también se le definió como la razón que se manifiesta en los sistemas axiomáticos de la aritmética y la geometría (el pensamiento matemático) o en el conjunto de “derechos naturales”, además de que en el siglo xix se pensó como un or­den histórico.

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LA TRADICIÓN DECISIONISTA:LA MORAL CARECE DE FUNDAMENTO OBJETIVO

A pesar de la amplia presencia de la herencia platónica en el pensamiento oc­cidental, la posición que se inclina por el otro cuerno del dilema, representada por Trasímaco y Clitofon — acallados de manera poco filosófica en La Repúbli­ca— no desapareció. Por el contrario, llegó a constituirse en una tradición, la cual, aunque menos amplia, no es de menor influencia que;la platónica. Uno de los representantes más sistemáticos de ésta es Thomas Hobbes (1577-1679). Para él la afirmación de que existe un orden omniabarcante que define el lugar y la función de cada cosa es una tesis que trasciende nuestra capacidad de co­nocimiento, ya que los únicos enunciados en los que podemos predicar la ver­dad o la falsedad son aquellos que se refieren a las regularidades encontradas en la experiencia. Incluso, según él, el conocimiento de las regularidades empí­ricas no puede acceder a una certeza o verdad absoluta, sino sólo a un grado de probabilidad. La creencia en un orden cósmico quizá pueda aceptarse como un elemento útil para la práctica cotidiana, pero nunca como una evidencia. Desde su perspectiva, lo único que podemos conocer en toda su amplitud es lo que nosotros mismos producimos en relación con nuestra experiencia.

En el primer libro del Leviatán (1651) encontramos una clara exposición de lo que aquí hemos llamado teoría referencialista del significado. Hobbes mantiene que las palabras son esencialmente nombres de los objetos: “Pe­ro la más noble y beneficiosa invención de todas fue el lenguaje, que consis­te en nombres o apelaciones y en su conexión..." (Hobbes 1979:138). Se considera que el “uso general del lenguaje" es la transformación de nuestro “discurso mental’ en “discurso verbal”, es decir, transformar la secuencia de las “imágenes” producidas por el efecto del movimiento de los objetos en nuestros sentidos, en una secuencia de palabras, con la doble finalidad de: a) retener en la memoria los objetos y las relaciones que existen entre ellos, percibidas en la experiencia y b) comunicarse con los otros hombres median­te el consenso de asignar una palabra común a un objeto. Esta noción del len­guaje le lleva directamente a la tesis de que el lenguaje normativo, al no referirse a objetos materiales, carece de un significado objetivo.

Pero sea cual sea el objeto del apetito o deseo de cualquier hombre, esto es lo que él, por su parte, llama bueno, y al objeto de su odio y aversión, malo; y al de su desprecio, vil e inconsiderable. Pues las palabras bueno, malo y despre­ciable son siempre usadas en relación con la persona que las usa, no habien­

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do nada simple y absolutamente tal, ni regla alguna común del bien y del mal que pueda tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino de la persona del hombre (allí donde no hay República) o (en una República) de la perso­na que la representa, o de un árbitro o juez, a quien hombres en desacuer­do eligen por consenso, haciendo de su sentencia la regla. (Hobbes 1979:159)

El “estado de naturaleza” que nos describe Hobbes es una guerra de todos contra todos porque en él no existe un consenso sobre el significado de los términos morales y por ello es imposible apelar a una instancia común que permita mediar en el conflicto de intereses. “De esta guerra de todo hom­bre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injus­to. Las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuer­za y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales" (Hobbes 1979: 226-227). La descripción de este peculiar “estado de naturaleza” lleva implí­cita la tesis de que el consenso, en relación con el contenido de la dimensión normativa, representa un requisito indispensable para la consolidación de un orden social, pues sin él es imposible regular y coordinar las acciones. El problema es el siguiente: por una parte, no existe un significado objetivo de los términos normativos, lo cual hace imposible la estabilidad de un orden so­cial; sin embargo, por otra, sabemos por experiencia que existen los órdenes sociales y que éstos logran acceder a grados diversos de estabilidad. La pre­gunta es, por tanto: ¿cómo es posible la constitución de un orden social?

Este problema puede exponerse también a través del multicitado “dile­ma de los prisioneros" de la moderna teoría de juegos.1 Si se asume que no existe una definición objetiva de los términos normativos, tiene que aceptar­se que el punto de vista moral no es un atributo espontáneo o “natural" de los individuos y que sus acciones se orientan, básicamente, por la búsque­da de un provecho o interés particular, reduciéndose la racionalidad, de es­ta manera, a su carácter “estratégico-instrumental". Consideremos ahora una colectividad de individuos (de un tamaño n) y designemos con A a un in­dividuo cualquiera de ella y como C (n-1) al resto de la comunidad cuando se sustrae de ella al individuo A. Con esto llegamos a una situación de deci­sión con las siguientes alternativas:

1. C(n-1) y A respetan las reglas.2. C(n-1) transgrede las reglas, mientras que >4 las respeta.

1 Sobre este tema véase: Kliemt (1979).

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3. C(n-1) respeta las reglas, pero A no lo hace.4. C(n-1) y A transgreden las reglas.Si consideramos que A actuará en términos de un “egoísta-radonal*, te­

nemos que la evaluación de la situación será 3p1p4p2, donde p = “egoístamen­te mejor que...’ . Es decir, tenemos como resultado: 1) si la comunidad respeta las reglas, el individuo no lo hará (3p1), 2) si la comunidad no se atiene a las re­glas, el individuo tampoco lo hará (4p2). Dicho en otros térmicos, bajo la premi­sa de que las acciones humanas se basan en una racionalidad estratégica, ajena al punto de vista moral, tenemos que el orden social es, teóricamente, im­posible; conclusión que, empíricamente, es absurda. La solución que propone Hobbes al problema del orden social es introducir la variable tiempo, lo cual abre dos alternativas. La primera es suponer que dentro de un proceso históri­co un grupo llega a dominar al resto y, gracias a eso, impone su definición par­ticular de los términos normativos. El problema que encierra esta alternativa, sin excluir su posibilidad real, es que, a largo plazo, un orden social susten­tado en la imposición es bastante frágil. Frente a esa alternativa, que define la postura de Trasímaco, Hobbes se incina por la segunda: considerar que la experiencia de inseguridad que viven los hombres en un estado de guerra los llevará, de manera paulatina, a comprender que la manera de superar la incer- tídumbre que propicia la presencia de un conflicto generalizado es acceder a un consenso (un “contrato sodal’ ), no sobre el contenido de los términos normati­vos, sino sobre la necesidad de nombrar a un tercera instancia encargada de establecer el nivel normativo del orden social y garantizar su cumplimiento.

El único modo de erigir un poder común capaz de defenderlos déla mvasión ex­tranjera y la injurias de unos a otros (asegurando así que, por su propia industria y por los frutos de la tierra, los hombres puedan alimentarse a sí mismos y vivir en el contento), es conferir todo su poder y fuerza a un hombre, o a una asam­blea de hombres, que pueda reducir todas sus voluntades, por pluralidad de vo­ces, a una voluntad [...] Esto es más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos ellos en una idéntica persona hecha por pacto de ca­da hombre con cada hombre, como si todo debiera decir a todo hombre: auto­rizo y abandono el derecho a gobernarme a mi mismo, a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas sus acciones de manera semejante. (Hobbes 1979:266-267)2

Hobbes percibe que ninguna sociedad se ha formado mediante un contrato; sin embargo, considera que cuando los hombres aceptan en su práctica cotidiana la seguridad que les ofrece un orden social establecido es ‘como si’ , de manera implícita, firmaran un contrato con ella.

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Para Hobbes la primera misión del Estado, aquella que legitima su po­der soberano, es definir el significado de los términos normativos en los que se asienta el orden social. Si para la tradición platónica el fundamento de la moral, el derecho y las instituciones sociales se encuentran en una verdad (universal y necesaria), para la tradición dedsionista, de la que forma parte Hobbes, la moral carece de un fundamento objetivo, y el derecho, así co­mo las instituciones públicas, lo tienen en una autoridad común, la cual es una condición necesaria de todo orden social. La diferencia entre Trasíma- co y Hobbes reside en que mientras el primero sólo afirma que detrás de las normas sociales se encuentra únicamente la voluntad del poderoso, Hobbes agrega que esa voluntad tiene que legitimarse, asegurándoles a los hom­bres su integridad física y moral. Sin minimizar esta diferencia, ambos au­tores coinciden en que es inútil buscar una justificación racional de los contenidos del lenguaje normativo.

EL "GIRO PRAGMÁTICO" Y LA INTERSUBJETIVIDAD

Sólo poseen validez racional las normas aceptadas por los sujetos

La única posibilidad de romper con el dilema en el que se ha visto ence­rrado el problema de la fundamentación de los lenguajes normativos es dar un rodeo que nos lleve, en primer lugar, a cuestionar los presupues­tos en los que se apoya la teoría referencialista del lenguaje, Es esto lo que se propone Wittgenstein en sus Invéstigaciones filosóficas. Para ello se sustenta en dos tesis básicas:

1) El lenguaje no sólo sirve para describir el mundo, ya que con él realizamos una multiplicidad de funciones vinculadas a nuestra "forma de vida". Con el lenguaje puedo prometer, bautizar, ordenar, llamar, etcétera. A este conjunto de funciones o tareas Wittgenstein lo denomina “juegos del lenguaje’ : “Llamaré también ‘juego del lenguaje’ al todo formado por el lenguaje y las acciones con las que está entretejido’ (Wittgenstein 1988:§7) y afirma que la dinámica de estos diversos juegos del lenguaje no puede reducirse al acto de nombrar o designar.

Nombramos las cosas y podemos entonces hablar de ellas, referimos a ellas en el discurso ‘ -Como si con el acto de nombrar ya estuviera dado lo que

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hacemos después. Como si sólo hubiera una cosa que se llama ‘hablar de cosas’. Mientras que en realidad hacemos las cosas más heterogéneas con nuestras oraciones. Pensemos sólo en las exclamaciones. Con sus funcio­nes totalmente diversas.¡Agua!¡Fuera!¡Ay!¡Auxilio!¡Bien!¡No!¿Estás aún inclinado a llamar a estas palabras “denominaciones de obje­tos”? (Wittgenstein 1988:§26)3

2) El uso de los términos “verdadero” y “falso” presupone la presencia de un consenso, surgido en la dinámica de una forma de vida, sobre la validez de las reglas que determinan el significado (uso) de las palabras. Dicho en otros términos, la adecuación entre la palabra y el objeto, implícita en la de­finición de la verdad, remite a una convención social surgida de las interac­ciones entre los sujetos y de éstos con los objetos del mundo.

‘¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es verda­dero y lo que es falso?’ -Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Ésta no es una concordancia de opinio­nes, sino de formas de vida. (Wittgenstein 1988: §241)

Con ello no se dice que la verdad esté dada por un consenso, sino que és­te es una condición necesaria para hablar de lo verdadero y lo falso. Si pensa­mos en la definición de la verdad: "X es verdadero si y sólo si X , lo que se establece es que la “adecuación" entre el enunciado {'X) y el objeto (X) implica una convención social que liga a estas dos entidades. Por otra parte se desta­ca que si bien esta “adecuación" presupone un aspecto convencional, ello no quiere decir que sea arbitraria (“no es una concordancia de opiniones”), ya que tiene una objetividad social.4

A partir de estas dos tesis podemos cuestionar los presupuestos propios

3 “Piensa en las herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola, cola, clavos y tornillos. Tan diversas como las funciones de estos objetos son las fun­ciones de las palabras. (Y hay semejanzas aquí y allí).” (Wittgenstein 1953: §11).

4 Sobre este tema véase también: Austin (1975).

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de la teoría referencialista del lenguaje. En primer lugar, se destaca que el proceso de comunicación no puede considerarse como la transmisión de un contenido subjetivo del emisor al receptor. La comunicación aparece aho­ra como una consecuencia de que emisor y receptor comparten y compren­den un conjunto de reglas (entre las que se encuentran aquellas que definen el uso de los términos) que poseen una objetividad social. De esta manera, encontramos que e f hecho primario en los procesos de comunicación y co­nocimiento no es la relación “sujeto-objeto", como pensaba la epistemología tradicional, sino la relación “sujeto-sujeto", configurada por el sistema de re­glas que definen una “forma de vida’ y que hacen posible la integración de las acciones. A este complejo sistema de reglas es a lo que se denomina “in­tersubjetividad”.

En segundo lugar, la conceptualización de la dimensión intersubjeti­va (el “giro pragmático’ ) nos permite advertir que la fundamentación ra­cional de los enunciados no puede reducirse a establecer su “verdad". En el caso de los enunciados normativos su justificación racional no se en­cuentra en su adecuación a los hechos, sino en su corrección, determi­nada por las reglas sociales. Por ejemplo, si alguien no cumple sus promesas, no estamos frente a un problema de “falsedad” en sentido es­tricto, sino de incorrección, surgido de la transgresión de las reglas que constituyen la institución social de la promesa, las que, a su vez, se ba­san en un consenso social. Con ello se afirma que sólo pueden preten­der poseer una validez racional aquellas reglas y normas capaces de ser aceptadas por los sujetos.

Sin embargo, la gran dificultad en este punto reside en que los consensos empíricos que encontramos en las diferentes sociedades se encuentran some­tidos a la presión que ejercen tanto las relaciones de dominación, como los pre­juicios imperantes en ellas. Una comunidad de fanáticos religiosos puede estar de acuerdo en que la acción de quemar a las brujas es correcto moralmente, o en una sociedad cuya prosperidad económica depende en gran parte de su in­dustria militar, puede existir un amplio consenso sobre la validez de invadir otra nación. Pero no por eso se aceptaría la correoción racional de las normas ema­nadas de dichos consensos. Si lo hiciéramos reduciríamos el tema de la vali­dez al tema de la vigencia, lo que nos condena no sólo a caer en un relativismo, ajeno a las exigencias de la justificación racional, sino a mante­nernos en una de las posiciones del dilema tradicional en el que se ha visto encerrado el tema de los lenguajes normativos, a saber: en la posición de Tra- símaco, para la cual la cuestión estriba únicamente en saber quién manda.

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El camino para superar este atolladero se encuentra en determinar si existen ciertos requisitos que debe cumplir un consenso social para atribuir­le un carácter racional, capaz de sustentar la validez de las normas, más allá de la arbitrariedad de los individuos que las asumen. Dicho de otra manera, se trata de encontrar un criterio normativo, racionalmente fundado, que nos permita juzgar de manera crítica los diversos contextos empíricos y los dis­tintos contenidos que de ellos emanan. Para alcanzar este objetivo se han

EL “GIRO PRAGMÁTICO”

Se ha denominado ‘giro lingüístico’ a una revolución en el método de abordar los problemas de la filosofía tradicional. Mientras en la epistemología clásica se par­tía de la dualidad 'sujeto-objeto*; el llamado ‘giro lingüístico* hace patente la im­portancia del lenguaje como mediación en el proceso de conocimiento. De ahí, surge la tesis respecto a que la ‘solución* de los problemas filosóficos requiere de un análisis del lenguaje. Un ejemplo de esta postura se encuentra en el tra­bajo de A.J. Ayer, Lenguaje, verdad y lógica (1965) en donde se afirma: ‘Las pro­posiciones de la filosofía no son facultades sino de carácter lingüístico -esto es, no describen la conducta de objetos físicos, ni siquiera mentales; expresan defini­ciones o consecuencias formales de definiciones.*

Del ‘giro pragmático* podemos decir que representa una radicalización del ‘gi­ro lingüístico’ . Las tesis centrales que caracterizan a este segundo ‘giro* son: a) el lenguaje no es un medio ‘ neutral* en la relación de conocimiento ‘sujeto-objeto*, si­no que tiene una estructura y dinámica irreductibles a lo mental o lo real (de esto se deriva una critica a la pretensión de acceder a un ‘ lenguaje perfecto', es decir, un lenguaje transparente' que le permitiera a los sujetos percibir las cosas ta l y como son*); b) el destacar que mediante el lenguaje no sólo describimos el mundo, sino que realizamos una multiplicidad de funciones (con ello se afirma que hablar es una forma de actuar); c) el resaltar la realidad ‘ intersubjetiva’ del lenguaje, lo que lleva a cuestionar el dualismo ‘sujeto-objeto’ , al mantener que la ‘construcción’ de la subjetividad y la objetividad presupone siempre esa dimensión intersubjetiva.

El ‘giro pragmático' se encuentra ligado a la denominada filosofía del lengua­je ordinario' que tiene entre sus principales representantes al 'segundo* Wittgenstein. Ryle, Austin y Searíe. El ‘giro pragmático', implícito en los escritos de estos auto­res, se encuentra en la base de la teoría de la acción comunicativa’ propuesta por Habermas.

Para acercarse a esta temática se sugieren los siguientes libros: Hacking (1979), Rorty (1990) y Habermas (1990).

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seguido dos vías. La primera consiste en rescatar y reactualizar las hipóte­sis contractualistas; la segunda, ligada a la ‘ ética del discurso’ , busca en los presupuestos implícitos en los procesos comunicativos dicho criterio norma­tivo. En el marco de este trabajo es imposible adentrarse en la reconstruc­ción detallada de estos programas teóricos por lo que, simplemente, se buscará examinar algunos de sus argumentos centrales.

LA HIPÓTESIS CONTRACTUALISTA

Las normas surgen de consensos en condiciones de imparcialidad

Rawls (n. 1921) retoma la añeja teoría contractualista para acceder a una interpretación intersubjetiva del concepto kantiano de ‘autonomía* moral. Como se recordará, Kant considera que la autonomía de una persona consiste en obedecer únicamente a las normas que él mismo se da; lo que ahora busca Rawls, recuperando el modelo contractualista, es argumen­tar que la autonomía de los miembros de una sociedad sólo queda garan­tizada cuando las normas que conforman su ‘estructura básica’ surgen de un consenso, al que se accede en condiciones de imparcialidad ( faimess). ‘ Es esta noción de la posibilidad del reconocimiento mutuo de principios por parte de personas libres, sin autoridad la una sobre la otra, lo que ha­ce fundamental al concepto de imparcialidad’ (Rawls 1984: 9). En 1958 aparece el artículo ‘ Justice as Faimess’ donde se encuentra el germen de lo que será más tarde la Teoría de la justicia (1971) de este autor. En ese artículo se postulaba la hipótesis de que un conjunto de individuos, racio­nalmente egoístas, entregados a un juego (no-suma-cero) de regateo ar­gumentativo, tendría que llegar a un acuerdo sobre la definición de la justicia que rige la ‘ estructura básica’ de la sociedad. El contenido del acuerdo entre estos individuos que actúan racionalmente bajo el principio del interés propio se encuentra, según él, en dos principios:

...primero, toda persona que participe en una práctica, o se vea afectada por ella, tiene igual derecho a la libertad más amplia que sea compatible con igual libertad para todos; y segundo, las desigualdades son arbitrarias mien­tras no sea razonable esperar que funcionaran en beneficio de todos y siem­pre que las posiciones y funciones a las que corresponden, o a partir de las

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cuales puede obtenérselas, estén abiertas a todos. Estos principios ex­presan la justicia como un conjunto de tres ideas: libertad, igualdad y re­tribución por los servicios que contribuyan al bien común. (Rawls 1984:7)

Se debe advertir que la pretensión de Rawls no es proponer princi­pios novedosos de justicia, él mismo reconoce que estos principios se en­cuentran ya, aunque sea en otros términos, en la bibjiografía que aborda el tema de la justicia. Su pretensión de innovación se encuentra en la ma­nera en que se desarrolla su fundamentación. Después de la publicación del artículo “Justice as Fairness” aparecen una serie de críticas, las cua­les comparten la duda respecto a que un conjunto de jugadores egoístas- racionales lleguen a un acuerdo sobre la validez de los principios que se proponen. La respuesta de Rawls a estas críticas consiste en introducir una serie de condiciones que se deben cumplir en lo que él llama la “po­sición original”, esto es, el punto de partida del juego de regateo. Entre es­tas condiciones se encuentra el controvertido "velo de la ignorancia", por el cual se supone que en esta hipotética situación originaria los participan­tes no conocen los hechos básicos de sus personas como son su lugar en la sociedad, sus capacidades y su concepción de bien que define su pro­yecto de vida. En realidad, lo único que conocen los individuos en este juego de regateo es que en su sociedad existe una escasez moderada, lo que genera demandas conflictivas en la distribución de las ventajas socia­les, por lo que es preciso establecer unos principios de justicia que regulen sus relaciones.

La intención de la posición original es establecer un procedimiento equitati­vo según el cual cualesquiera que sean los principios convenidos, éstos sean justos. El objetivo es utilizar la noción de la justicia puramente proce­sal como base de la teoría. De alguna manera tenemos que anular los efec­tos de las contingencias específicas que ponen a los hombres en situaciones desiguales y en tentación de explotar las circunstancias natura­les y sociales en su propio provecho. Ahora bien, para lograr esto supongo que las partes están situadas bajo un velo de ignorancia. No saben cómo las diversas alternativas afectarán sus propios casos particulares, viéndose así obligadas a evaluar los principios únicamente sobre la base de considera­ciones generales. (Rawls 1979:163)

La “situación originaria” representa una hipotética situación en la que diversos agentes, ignorando las particularidades de sus condiciones indi­

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viduales, llegarían a concordar en la validez de los dos principios de justicia propuestos. Ello demostraría que esos principios gozan de un apoyo racio­nal y, por tanto, que todo sujeto tendría que aceptarlos como válidos. La ob­jeción que se ha hecho a esta nueva formulación del juego argumentativo de regateo es que en el diseño de la ‘situación originaria” se introduce de con­trabando una serie de supuestos que definen una concepción de persona propia de una tradición cultural determinada, aquella que podríamos descri­bir con los adjetivos de occidental y liberal-democrática. De esta manera, se plantea que la justificación que desarrolla Rawls, lejos de acceder a demos­trar la validez universal y necesaria de los principios de justicia que se defi­nen, reconstruye el sentido común de un cierto grupo social. Por ejemplo, para Michael Sandel, la teoría de Rawls requiere del presupuesto de que lo esencial para nuestro ser como personas no son los fines que elegimos, sino nuestra capacidad para elegirlos, la cual nos remite a una idea de “sí mismo” (se//), que se ha desarrollado en la cultura occidental moderna en torno a una peculiar noción del “yo”, ligada a una visión de la subjetividad como origen o principio del orden mundano. El siguiente paso es destacar que toda identidad implica la acción de la persona dentro de un contexto social determinado. (Sandel 1982)5

El propio Rawls aceptó que su teoría no posee una validez universal, sino que reconstruye la noción de justicia que es congruente "con el enten­dimiento profundo de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones”. Pero asumir esto implica negar la posibilidad de acceder a un fundamento racio­nal de nuestras creencias morales y reconocer que el único apoyo razona­ble de las normas morales se encuentra en “nuestra historia y las tradiciones arraigadas en nuestra vida pública”. La consecuencia de esto ha sido extraí­da por Richard Rorty:

Desde este punto de vista lo que cuenta como racional o como fanático es relativo al grupo ante el que nos parece necesario justificarnos; al cuerpo de creencias compartidas que determina la referencia de la palabra “noso­tros”. Por tanto, la identificación kantiana con una conciencia (se//) trans­cultural y a-histórica es sustituida por una identificación cuasi-hegeliana con nuestra comunidad entendida como un producto histórico. Para la

Estas objeciones dieron lugar a una amplia polémica entre “liberales y comuni- taristas”, en la que se generó una nutrida bibliografía. Sobre esta polémica véase: Honneth (1993), recopilación de ensayos importantes de y sobre esta polémica; así como: Forst (1994), reconstrucción de los temas básicos de esta po­lémica.

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teoría social pragmática la cuestión de si la justificabilidad ante la comu­nidad con la que nos identificamos supone verdad, es simplemente irre-levante. (Rorty 1986-1987:107)

Mientras estemos situados, o creamos estarlo, en una comunidad li­bre y tolerante, el relativismo de Richard Rorty puede resultar atractivo. Pero si nos encontramos en una comunidad autoritaria, en la que impera una jerarquía preestablecida y son negadas las libertades básicas, la te ­sis de que la justificación de nuestras creencias morales se encuentra en la congruencia con las tradiciones de nuestro grupo resulta cuestionable, pues ese relativismo tiene el efecto de negar la racionalidad a la crítica social y asumir que la única postura razonable es la adaptación a lo da­do. Como puede apreciarse, se trata de volver a la postura de Hobbes, en la que se afirma que detrás de las normas morales y jurídicas sólo se encuentra el poder de aquellos que las hacen valer y que, si ellas nos ga­rantizan un mínimo de seguridad, lo mejor que podemos hacer es adap­tarnos a las circunstancias reinantes. Es evidente que ésta no es la posición política y teórica de Rawls; de hecho, su intención originaria era cuestionar el utilitarismo imperante en el “sentido común" de su comuni­dad de creencias. Por otra parte, la posición de su colega y compatriota Robert Nozick -quien en su libro Anarquía, Estado y utopía (1988) desa­rrolla una defensa de un “Estado mínimo”, también basada en un rescate del contractualismo- muestra que tampoco en una misma sociedad exis­te homogeneidad de creencias y que, por tanto, decir que la justificación de las normas se encuentra en su adecuación al 'sentido común” es decir nada.

El origen de gran parte de las dificultades que enfrenta Rawls no re­side, desde mi punto de vista, en los contenidos de las normas de justi­cia, sino en los procedimientos que utiliza para justificarlos. La introducción del “velo de la ignorancia” como una condición de la “situa­ción originaria" lo lleva a caer en una falacia de petición de principio. R e­cordemos que en su planteamiento original se trata de establecer cómo, a partir de un juego de regateo argumentativo entre agentes que actúan bajo una racionalidad estratégica, es posible acceder al punto de vista moral que permite definir los principios de la justicia. Al utilizar la noción de “velo de la ignorancia”, introduce ya en las premisas de su argumen­tación la conclusión a la que quiere llegar. En efecto, en tanto que el “ve­lo de la ignorancia" impide a los actores conocer su particularidad, éste representa la imparcialidad que define el punto de vista moral. En otros

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términos, se reconoce de m anera implícita que la racionalidad estratégi­ca no es capaz de ofrecer, por sí misma, un fundamento al lenguaje nor­mativo (él mismo asume esto cuando, posteriormente, distingue entre lo racional y lo razonable).

Rawls puede responder a esta crítica diciendo que su finalidad no era ofrecer un fundamento del punto de vista moral en general, sino sólo una justificación de los principios de justicia que él expone. Sin embargo, el pasar por alto el fundamento del punto de vista moral, al apelar a él simplemente como un presupuesto, le impide encontrar el camino para localizar el sustento racional de los principios de justicia.

LA “ÉTICA DEL DISCURSO’

La intersubjetividad es requisito necesario para acceder al acuerdo

A diferencia de Rawls, la ‘ética del discurso", desarrollada por Apel y Habermas (n. 1929), no toma como punto de partida la negociación entre individuos que buscan acceder a un acuerdo sobre el contenido del nivel nor­mativo que haga posible coordinar sus acciones. La “ética del discurso" par­te directamente de la dimensión intersubjetiva. Detrás de esta diferencia se encuentra la tesis opuesta a lo que ellos llaman la "filosofía de la conciencia", respecto a que la subjetividad de los individuos no es una sustancia o enti­dad originaria, sino el resultado del proceso de socialización. Dicho de otra manera, mientras Rawls con su “posición originaria” nos presenta la dimen­sión intersubjetiva como resultado de un consenso entre individuos, en esta teoría ética se asume la presencia de la intersubjetividad como un requisito necesario para acceder a un acuerdo. La “ética del discurso” retoma las críti­cas de Hegel a la concepción contractualista respecto a que no podemos pen­sar el orden social como un producto de individuos aislados que a posteriorí llegan a un acuerdo sobre lo que debe aceptarse como válido.

Este cambio de perspectiva le permite a la ética discursiva sostener que el fundamento racional de las normas morales no debe buscarse en los conte­nidos contingentes de los consensos sociales, sino en las condiciones necesa­rias que hacen posible esos consensos. Dichas condiciones se encuentran en los “presupuestos universales de la acción comunicativa” (éste es el objeto de estudio de la llamada “pragmática universal” o “trascendental”).

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La pragmática universal tiene como tarea identificar y reconstruir las condi­ciones universales del entendimiento posible. En otros contextos se habla también de “presupuestos universales de la comunicación"; pero prefiero ha­blar de presupuestos universales de la acción comunicativa porque conside­ro fundamental el tipo de acción orientada al entendimiento. Parto, pues (sin intentar probarlo en este lugar), de que otras formas de acción social, por ejemplo, la lucha, la competencia y en general el comportamiento estratégi­co, pueden considerarse derivados de la acción orientada al entendimiento. (Habermas 1989:299) /

La idea central es que la unidad básica del proceso comunicativo es el “ac­to del habla", el cual se encuentra constituido, en primer lugar, por una “locución” (el contenido proposicional o aquello que se dice) y una “fuerza ilocucionaria” (que define la manera en que se utiliza ese contenido, su uso). Por ejemplo, la locución o contenido proposicional ‘Juan fuma" puede ser utilizada de diversas maneras: para describir un hecho (“Juan fuma"), para preguntar (¿Juan fuma?), para emitir una orden (Juan, fuma) o para expresar una sorpresa (¡Juan fuma!), etcétera. Posteriormente, la ‘ética del discurso" agrega que la fuerza ilocuciona­ria del acto del habla no sólo indica la manera que se utiliza el contenido propo­sicional, sino que al mismo tiempo implica una “pretensión de validez". A través de esta última se busca establecer un vínculo entre el emisor del acto del habla y su posible receptor; a esto se le denomina “efecto perlocucionario’ . La “preten­sión de validez" común a todos los ‘actos del habla" es la del “entendimiento" (en la que confluyen tanto la comprensión como el acuerdo) que hace posible la coordinación de las acciones del emisor y el receptor.

El entendimiento se da cuando el receptor acepta la pretensión de validez inscrita en el acto del habla realizado por el emisor. Si ei receptor rechaza la pre­tensión de validez, el proceso comunicativo se ve interrumpido; para restablecer­lo y, de esta manera hacer posible la integración de la sociedad, se abren dos posibilidades: a) la “acción estratégica’ , esto es, el emisor puede acudir a ele­mentos extralingüísticos para presionar u obligar al receptor a reconocer su pre­tensión de validez; o b) la "acción comunicativa", es decir, el receptor y el emisor deciden adentrarse en un proceso argumentativo para justificar o rechazar la pretensión de validez inscrita en el acto del habla y, de esta manera, restablecer la comunicación que hace posible coordinar sus acciones. En la “acción estraté­gica” el emisor busca convertir al receptor en un medio para realizar sus accio­nes; en cambio, en la ‘ acción comunicativa” tanto el emisor como el receptor se reconocen como “personas" (sujetos con derechos y deberes iguales), b cual define el punto de vista moral.

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Los tipos de interacción se distinguen ante todo por el mecanismo de coordina­ción de la acción, y en particular según que el lenguaje natural se utilice sólo como medio en que tiene lugar la transmisión de informaciones o también co­mo fuente de integración social. En el primer caso hablo de acción estratégi­ca; en el segundo, de acción comunicativa. Mientras que aquí la fuerza generadora de consenso del entendimiento lingüístico, es decir, las ener­gías que el propio lenguaje posee en lo tocante a crear vínculos, se torna eficaz para la coordinación de la acción, en el caso de la acción estratégi­ca el efecto de coordinación permanece dependiente de un ejercicio de in­fluencias (el cual discurre a través de actividades no lingüísticas) de los actores sobre las situaciones de acción y de los actores unos sobre otros. (Habermas 1 9 9 0:73)6

LA ACCIÓN ESTRATÉGICA Y LA ACCIÓN COMUNICATIVA

Reconocimiento del “otro”, prioritario sobre el uso estratégico del lenguaje

Los representantes de la “ética del discurso” sostienen que el uso comu­nicativo del lenguaje, aquel que presupone el punto de vista moral (el re­conocimiento del “otro" como “persona”) tiene una prioridad sobre el uso estratégico; ello lo sustentan en dos razones: 1) el uso estratégico del lenguaje presupone el conocimiento del uso comunicativo; y 2) en la ac­ción estratégica las funciones del lenguaje se reducen a una sola: la transmisión de información. Esta prioridad del uso comunicativo significa que en los procesos comunicativos propios de las acciones humanas se encuentra ya la exigencia moral de reconocimiento recíproco de los par­ticipantes como personas (un deber de “justicia universal").

La teoría de Rawls y la ética del discurso coinciden en sostener que las únicas normas morales y jurídicas que pueden aspirar a poseer una validez racional son aquellas que tienen (o pueden conseguir) la aproba­

6 Cabe señalar que Habermas en el primer interludio de la Teoría de la acción comunicativa comete el error de identificar lo estratégico con lo perlocucionario y lo comunicativo con lo ilocucionario. En los artículos de la sección el “Giro pragmático" del libro aquí citado corrige este error y ofrece una buena exposi­ción de las bases en las que se sustenta la “ética del discurso".

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ción de todos los afectados por ellas, en cuanto participantes de un dis­curso práctico. Sin embargo, hasta aquí llega la coincidencia, pues mien­tras Rawls se propone determinar o definir cuál es o debe ser el contenido de ese consenso (recordemos que Rawls presenta sus princi­pios de justicia como resultado de la negociación en la “situación origina­ria”), la “ética del discurso" asume que los contenidos de los consensos en las distintas situaciones sociales e históricas pueden variar. Para la “ética del discurso” las únicas normas que pueden universalizarse son aquellas que se refieren a las condiciones en que debe desarrollarse el discurso práctico para garantizar la libertad e igualdad de todos los par­ticipantes. Dichas normas pueden condensarse en los siguientes puntos:(1) Todo sujeto capaz de hablar y de actuar puede participar en la discusión.(2) a) Todos pueden cuestionar cualquier afirmación.

b) Todos pueden introducir cualquier afirmación en el discurso.c) Todos pueden manifestar sus posiciones, deseos y necesidades.

(3) A ningún hablante puede impedírsele el uso de sus derechos reconocidos en (1) y (2) por medios coactivos.

Esta diferencia entre Rawls y la ética del discurso puede también describirse de la siguiente manera: mientras el primero busca un conte­nido del consenso social con validez universal, para la ética discursiva las únicas normas universales son aquellas que definen la “posición ori­ginaria”, esto es, las condiciones en las que tiene que desarrollarse la ar­gumentación práctica. En este punto es donde entra en escena la famosa, aunque mal comprendida, ‘ situación ideal de diálogo*. Ésta no describe una situación utópica o la anticipación de una ‘ forma de vida' a la que deban y puedan acceder las sociedades. Se trata solamente de la des­cripción de los distintos presupuestos pragmáticos, sin los cuales no puede funcionar el proceso de argumentación. Por ejemplo, nadie puede adentrar­se en un proceso argumentativo sin reconocer el carácter de ‘personas* de los individuos que puedan argumentar en su contra.

A mi parecer, la transformación pragmático-lingüística de la filosofía trascendental puede mostrar dos cosas: 1) que cuando argumentamos pú­blicamente, y también en el caso de un pensamiento empírico solitario, tene­mos que presuponer en todo momento las condiciones normativas de posibilidad de un discurso argumentativo ideal como la única condición ima­ginable para la realización de nuestras pretensiones normativas de validez; y 2) que, de ese modo, hemos reconocido también necesaria e implícitamen­te el principio de una ética del discurso. (Apel 1 9 91 :154 )

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LA ÉTICA DEL DISCURSO SE ASEMEJA A LA ORGANIZACIÓN DEMOCRÁTICA DEL PODER

Como puede apreciarse, la ética del discurso tiene un carácter formal. Ello se debe no a que carezca de contenido, sino a que desde su perspectiva las únicas normas universales son aquellas que garantizan las condiciones de justicia general (no distributiva),7 esto es, el reconocimiento recíproco de los hombres como individuos libres e iguales. “La ética discursiva no proporcio­na orientaciones de contenido, sino solamente gn procedimiento lleno de presupuestos que debe garantizar la imparcialidad en la formación del juicio’ (Habermas 1990:101). El formalismo de la ética del discurso es consecuen­cia de renunciar a definir una forma de vida concreta como “buena’ , para abocarse a establecer las reglas de justicia que hacen posible la conviven­cia de una diversidad de formas de vida. Desde este punto de vista, el for­malismo, lejos de ser una debilidad de la ética discursiva, es un atributo esencial que le permite hacer compatible la exigencia de pretensión de vali­dez universal, propia de la racionalidad, con el hecho empírico de la plurali­dad y diversidad humana.

Respecto a la fundamentación racional de las normas morales, la ética del discurso distingue dos niveles. En primer lugar, afirma que la validez de una norma, entendida como su vigencia o efectividad social, depende de un consenso surgido como consecuencia de la dinámica propia de una forma de vida. Sin embargo, reconoce que en la mayoría de los consensos empíricos interviene una gran cantidad de factores, tales como la tradición, la domina­ción, la manipulación, etcétera. Esto indica que el consenso por sí mismo no garantiza la validez racional de una norma. Es por eso que, en segundo lugar, plantea que sólo los consensos que cumplen con ciertas condiciones de igualdad y libertad ofrecen un fundamento racional. En la descripción de la llamada “situación ideal de habla" se condensan esas condiciones; con ésta no se busca anticipar un modelo de sociedad universal, sino sólo un criterio para criticar los consensos empíricos. Como ha destacado Albrecht Wellmer (n. 1933) no se trata de definir un sentido absoluto — al que pueda acceder-

7 • Podríamos decir que mientras Rawls reduce el problema de las normas univer­sales de justicia a un problema de justicia distributiva, la ética del discurso retoma la añeja distinción aristotélica entre justicia universal, justicia distributiva y justicia punitiva y sólo se compromete a mantener que únicamente las primeras, aquellas que tienen que ver con el reconocimiento de los individuos como “personas”, trascienden su contexto social.

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se en un futuro— sino cuestionar los sinsentidos que se viven en el presen­te (Wellmer 1993).

La fundamentadón de las normas de justicia universales (aquellas que de­finen no el contenido de los consensos sociales, sino las condidones para que la normas emanadas de ellos aspiren a tener una validez universal) se encuen­tra a través de una reflexión pragmático-trascendental. Con esto se quiere de­cir que la fundamentadón de las normas universales no debe pensarse con base en el modelo de la verdad empírica (su adecuaciói) a un estado de cosas existentes), sino como condidón necesaria de cualquier proceso de argumen­tación, que no puede ser negada sin caer en una contradicción performativa, ni probada sin petición de principio, ya que constituye el requisito del sentido y la validez argumentativa de cualquier argumentación.

...la ‘ética de discurso’ merece su nombre sólo porque puede pretender des­cubrir, mediante el ‘discurso reflexivo-argumentativo’ en el propio discurso, un a priori inrebasable para todo pensamiento filosófico, que incluye también el reconocimiento de un principio criteriológico de la ética [...] Cada vez que argumentamos seriamente, además de haber anticipado nolens volens las relaciones ideales de comunicación, también hemos reconocido ya siempre, además de la corresponsabilidad, la igualdad de derechos, por principio, de todos los participantes en la comunicación. Pues suponemos necesariamen­te, siempre como finalidad del discurso, la capacidad (universal) de consen­suar todas las soluciones de los problemas... (Apel 1991:151,158)

En este punto es preciso adelantarse a las críticas simplistas. La ‘ética del discurso" no afirma que podamos llegar a un consenso general sobre los problemas prácticos. De hecho, reconoce la predominancia empírica del di­senso y las diferencias. Precisamente, es la prioridad del disenso lo que lle­va a establecer la necesidad de la argumentación como única alternativa frente a la violencia. La tesis de la ética discursiva es que nadie puede aden­trarse en un proceso argumentativo sin pretender, en principio, acceder a un consenso. Si no busco ese consenso estoy renunciado a la racionalidad (¿es que alguien puede argumentar racionalmente sin buscar acuerdos?). A pe­sar de que ese consenso social no pueda nunca ser alcanzado, su búsque­da compromete a los participantes a reconocer a los otros como ‘ personas’ . Es decir, la fundamentadón racional de las normas universales de justicia se encuentra en el reconocimiento recíproco de los individuos, lo que representa un requisito tanto de la argumentación, como de la convivencia social, enten­dida como un contexto plural.

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En esto la “ética del discurso’ se asemeja a la organización democráti­ca del poder. Tanto en esta teoría ética como en la democracia se asume que

conflicto y el disenso son factores inseparables de la vida social. Sin em­bargo, en éstas se asume la necesidad de que todos los participantes acep­ten la validez de ciertas normas universales de justicia, no para suprimir el conflicto, sino para regularlo. Al mismo tiempo, la dinámica que impera en és­tas exige que los adversarios — a pesar de tener conciencia de que no es po­sible acceder a una unanimidad sobre los problemas p rá c tic o s - argumenten para defender sus posiciones con el objetivo de convencer al otro. En este sentido, la “ética del discurso’ más que ser una ética de la con­ciliación es una ética del conflicto. Su planteamiento no es suprimir o negar el conflicto, sino afirmar que la única manera de reconciliarlo con la unidad social y con las exigencias de la racionalidad es que en éste los contrincan­tes acepten la corresponsabilidad, así como la igualdad de derechos.

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Ética e intersubjetividad, de Enrique Serrano Gómez, terminó de imprimirse en la Ciudad de México, durante el mes de noviembre de 1998, en los talleres de Signum Editores, S. A. de C.V., Col. Exhacienda de Coapa, México, D.F. Se imprimieron mil ejemplares más sobrantes sobre papel bond de 90 grs. en su composición se utilizaron tipos Arial Narrow de 1 2 ,1 1 ,9 ,8 , 7 y 6 pts. La lectura de pruebas estuvo a cargo de Juana Xóchitl Escamilla Barranco y J u l . i Francisco Escalona Alarcón; la tipo­grafía, de Lorena Salcedo Bandala.

Page 35: Etica e Intersubjetividad

En el presente texto, Enrique Serrano analiza la relación entre ética y subjetividad desde la perspectiva filosófica y ofrece una revisión somera de las maneras en las que, desde Platón, se ha planteado el dilema del lenguaje normativo.

El autor discute los significados atribuidos a la moral -y a su fundamentación- para proponer, como objetivo central del texto, el análisis del campo problemático del fundamento racional de las normas morales, antes que el del fundamento motivacional de la moral. Dicha elección se apoya en la hipótesis de que las normas morales se fundan, precisamente, en la dimensión subjetiva.

En un primer apartado, el autor aborda “el dilema del lenguaje normativo”, y en una segunda parte expone la relación entre el “giro pragmático del lenguaje” y la intersubjetividad. En esta última, y acudiendo a los aportes de la “ética del discurso” desarrollada por Apel y Habermas, Serrano expone y defiende su postura inicial. Esto es, la idea de que la fundamentación de las normas universales de justicia se encuentra en la posibilidad del reconocimiento recíproco de los individuos.

Enrique Serrano Gómez

Estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Constanza, Alemania. Es profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-lztapa- lapa. Su campo de investigación es la filosofía política y la filosofía de las ciencias sociales. Ha publicado los libros Legitimación y racionalización, We- ber y Habermas: la dimensión normativa de un orden seculari­zado (Barcelona, An- thropos, 1994) y Con­senso y conflicto. Schmitt y Arendt: La definición de lo político (México, Interlínea, 1996).