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Eva Perón. La biografía: Detrás de la cortina de Alicia Dujovne Ortiz La escena de la cortina nos conduce a un tema fundamental: el de los misterios. Perón y Evita no parecían dirigirse el uno al otro sino por medio de tapujos: mensajes cruzados donde no se sabía si se trataba de revelar algo o de fingir hacerlo para esconder lo esencial. Jorge Luis Borges dijo: "Ni Perón era Perón ni Eva era Eva. Eran individuos misteriosos, anónimos, de los que no conocíamos ni los rostros ni los nombres secretos". En realidad, Perón era mucho menos Perón de lo que Eva era Eva. Ambos representaban sus papeles en el mismo teatro de sombras. Pero detrás del simulacro del Hada, había una mujer. Y sin embargo, aunque ella fuera franca y él tramposo, los volvía similares ese tercer personaje que era su relación. Esto es válido para cualquier pareja, siempre compuesta por dos, pero a los cuales se les agrega un tercero surgido de ambos. Así, en la lucha por el poder que los había unido, Evita cazaba guanacos a su modo. Angel Miel Asquía nos ha referido las triquiñuelas a las que ella se veía obligada a recurrir para convencer a Perón de que tal ministro o tal funcionario ya no le convenían. Empezaba por decírselo. Pero él, que se creía infalible, era de una extremada terquedad (según Sergia Machinandearena, a veces su obstinación lo volvía intratable, mientras que Evita, menos vanidosa, escuchaba los consejos). En esos casos Evita buscaba otros caminos y apelaba a Héctor Cámpora: "El General no sabe que Fulano lo traiciona. Habría que decírselo". El fiel servidor se encargaba. Y Perón exclamaba sorprendido: "¡Qué curioso! Eva piensa lo mismo". Alentada por el éxito, ella volvía a emplear el mismo procedimiento para denigrar o exaltar a éste o a aquél. Esta vez, Perón miraba a Cámpora con cara de sospecha. Y la tercera vez lo escuchaba con excesiva atención, lo acompañaba hasta la puerta y, mientras le hacía su acostumbrada reverencia, que casi parecía japonesa, le decía por lo bajo: "Muy bien, Cámpora, ya cumplió. Saludos a Evita". La imagen de un Perón testarudo parecería contradecir la del hombre "cósmico y amorfo" (la expresión es del escritor José Pablo Feinman) al que todos creían haber convencido puesto que con todos se mostraba de acuerdo. Lo cierto es que era inaccesible. Para el cineasta Mario Sábato, el guión que mejor lo define es el siguiente: Perón acaba de criticar a X ante Y, y sin embargo recibe a X dándole un gran abrazo. Pero por sobre el hombro de X le cierra el ojo a Y, definitivamente convencido de saber lo que piensa Perón puesto que le ha hecho un guiño. Y el enigma queda sin resolver. ¿A quién está traicionando? ¿Al destinatario del abrazo, al del guiño, a los dos, o quizás a ninguno porque el ojo se le cierra por su cuenta y, en ese caso, el engaño es total? Perdida en semejante marasmo, Evita luchaba con todas sus fuerzas para salvar a Perón de sus lados brumosos, esa zona de inexistencia adonde se retiraba cerrando la puerta tras de sí. ¿Acaso la responsable no era ella? De manera consciente, al multiplicar sus intervenciones Evita sólo se proponía hacerlo amar por la gente y aniquilar a sus enemigos. Había que taparlo para que nadie lo viera tal como era: "¡No se le acerquen, es el sol!" Pero de modo más oscuro, también exageraba la vigilancia por temor a quedar ella misma de lado. Así vivía, Penella dixit, "en un permanente estado de cólera", furiosa contra unos enemigos reales o imaginarios y a menudo equivocándose de contrincante. Era ella la que había elegido a Raúl Mendé como reemplazante de Figuerola, el español franquista que había trabajado con Perón en la Secretaría y al que Evita había decidido eliminar argumentando que no era argentino. Y el propio Méndez San

Eva Perón, de Alicia Ortiz

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Eva Perón (cuento), de Alicia Ortiz

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Page 1: Eva Perón, de Alicia Ortiz

Eva Perón. La biografía: Detrás de la cortina

de Alicia Dujovne Ortiz

La escena de la cortina nos conduce a un tema fundamental: el de los misterios. Perón y Evita no parecían dirigirse el uno al otro sino por medio de tapujos: mensajes cruzados donde no se sabía si se trataba de revelar algo o de fingir hacerlo para esconder lo esencial. Jorge Luis Borges dijo: "Ni Perón era Perón ni Eva era Eva. Eran individuos misteriosos, anónimos, de los que no conocíamos ni los rostros ni los nombres secretos". En realidad, Perón era mucho menos Perón de lo que Eva era Eva. Ambos representaban sus papeles en el mismo teatro de sombras. Pero detrás del simulacro del Hada, había una mujer. Y sin embargo, aunque ella fuera franca y él tramposo, los volvía similares ese tercer personaje que era su relación. Esto es válido para cualquier pareja, siempre compuesta por dos, pero a los cuales se les agrega un tercero surgido de ambos. Así, en la lucha por el poder que los había unido, Evita cazaba guanacos a su modo. Angel Miel Asquía nos ha referido las triquiñuelas a las que ella se veía obligada a recurrir para convencer a Perón de que tal ministro o tal funcionario ya no le convenían. Empezaba por decírselo. Pero él, que se creía infalible, era de una extremada terquedad (según Sergia Machinandearena, a veces su obstinación lo volvía intratable, mientras que Evita, menos vanidosa, escuchaba los consejos). En esos casos Evita buscaba otros caminos y apelaba a Héctor Cámpora: "El General no sabe que Fulano lo traiciona. Habría que decírselo". El fiel servidor se encargaba. Y Perón exclamaba sorprendido: "¡Qué curioso! Eva piensa lo mismo". Alentada por el éxito, ella volvía a emplear el mismo procedimiento para denigrar o exaltar a éste o a aquél. Esta vez, Perón miraba a Cámpora con cara de sospecha. Y la tercera vez lo escuchaba con excesiva atención, lo acompañaba hasta la puerta y, mientras le hacía su acostumbrada reverencia, que casi parecía japonesa, le decía por lo bajo: "Muy bien, Cámpora, ya cumplió. Saludos a Evita". La imagen de un Perón testarudo parecería contradecir la del hombre "cósmico y amorfo" (la expresión es del escritor José Pablo Feinman) al que todos creían haber convencido puesto que con todos se mostraba de acuerdo. Lo cierto es que era inaccesible. Para el cineasta Mario Sábato, el guión que mejor lo define es el siguiente: Perón acaba de criticar a X ante Y, y sin embargo recibe a X dándole un gran abrazo. Pero por sobre el hombro de X le cierra el ojo a Y, definitivamente convencido de saber lo que piensa Perón puesto que le ha hecho un guiño. Y el enigma queda sin resolver. ¿A quién está traicionando? ¿Al destinatario del abrazo, al del guiño, a los dos, o quizás a ninguno porque el ojo se le cierra por su cuenta y, en ese caso, el engaño es total? Perdida en semejante marasmo, Evita luchaba con todas sus fuerzas para salvar a Perón de sus lados brumosos, esa zona de inexistencia adonde se retiraba cerrando la puerta tras de sí. ¿Acaso la responsable no era ella? De manera consciente, al multiplicar sus intervenciones Evita sólo se proponía hacerlo amar por la gente y aniquilar a sus enemigos. Había que taparlo para que nadie lo viera tal como era: "¡No se le acerquen, es el sol!" Pero de modo más oscuro, también exageraba la vigilancia por temor a quedar ella misma de lado. Así vivía, Penella dixit, "en un permanente estado de cólera", furiosa contra unos enemigos reales o imaginarios y a menudo equivocándose de contrincante. Era ella la que había elegido a Raúl Mendé como reemplazante de Figuerola, el español franquista que había trabajado con Perón en la Secretaría y al que Evita había decidido eliminar argumentando que no era argentino. Y el propio Méndez San Martín había formado parte del equipo evitista, antes de lanzarse a orquestar el "delirio sexual" de Perón. Si el Perón inasible y apático sumía a Evita en el más profundo desconcierto, el Perón duro y despreciativo también la apenaba. "El único defecto de Perón es ser militar", le dijo a Rosa Calviño. Curioso modo de enumerar una larga lista de defectos fingiendo reducirlos a uno. Y es claro que ese Perón de costumbres rígidas, maniático del orden y la limpieza, que se duchaba y se cambiaba varias veces por día, era un militar y, por ende, capaz de actitudes hirientes que ella trataba de esconder. La vez en que un pobre hombre lo besó en la mejilla, Perón se puso a gritar enloquecido: "¡Qué asco! ¡No puedo soportar que un hombre me bese!" Y ella corrió a explicarle al "grasita" que la intención del líder no había sido mortificarlo. Pero no olvidemos que en esa época el hábito de besarse entre amigos, entre hombres, aún no existía. Militares o no, los hombres guardaban sus distancias y hasta evitaban besar a sus niños pequeños. El contraste entre una Evita cariñosa y un Perón intocable existía, pero menos rotundo de lo que podría serlo hoy. Una amiga de Erminda Duarte nos ha contado la siguiente anécdota. La pareja va en su automóvil rumbo a San Vicente. Se produce un embotellamiento y Perón le ordena al chofer que se meta de contramano. Un joven policía viene a hacerle la boleta. Perón le dice, furioso: "¿Pero no ves quién soy?" "Sí -responde el policía-, pero igual va de contramano." Perón le pregunta el nombre, y, pese a las súplicas de Evita, se toma la molestia de ir a ver al comisario para ordenar el despido del policía. El resto del viaje se lo pasa refunfuñando: "¡Negro de mierda!" Al llegar a San Vicente, Evita llama a escondidas a la comisaría "de parte de Perón", para que se restituya en su cargo al que pecó por honrado y se le pidan disculpas. Por lo demás, Evita en San Vicente no paraba de hablar por teléfono. Tenía la "neurosis del fin de semana" y Perón tuvo que arruinarle el aparato para impedir que se pasara el domingo colgada del tubo. Pero ella se dio cuenta, lo arregló con sus propias manos y lo tapó con almohadones para apagar el sonido. Vieja obsesión suya, el teléfono: durante su viaje a Europa, llamaba todos los días a Perón y al Congreso. Los diputados evitistas interrumpían las sesiones para precipitarse al aparato. Y Evita, la indispensable, les daba indicaciones cuyo cumplimiento verificaría sin falta veinticuatro horas después.