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EVEL5 Cada día es un alb

*& • -ÍHÍ-

4 Ir?

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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

40 Louis Évely

CADA DÍA ES UN ALBA

(2.a edición)

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original francés: Chaqué jour est une aube © 1987 by Éditions du Centurión

Paris

Traducción de Gregorio de Vahíos © 1989 by Editorial Sal Terrae

Guevara, 20 39001 Santander

Con las debidas licencias

Impreso en España. Prinled ¡n Spain

ISBN: 84-293-0830-X Depósito legal: BI-1415-90

Impresión y encuademación: GESTINGRAF C.° de Ibarsusi, 3 48004 Bilbao

índice

Preliminar 9

EL DERECHO A EXISTIR

El gusto de existir 17 Inventar la existencia 22 Comunicarse para existir 24 Despertar a sí mismo, despertar al mundo 28 Raíces 34

AMOR Y LIBERTAD

El amor lúcido 39 No me amo a mí mismo... ¡y quisiera amar a todo el mundo! .. 41 Los jóvenes. El amor. La fe 44 El amor de los padres 48 La vida en pareja... ¿El aburrimiento o las dificultades? 50 El primero de los mandamientos .' 52 «La verdad os hará libres» 55

SUFRIR, MORIR Y RESUCITAR

¿Por qué el mal? 61 Atreverse a ser feliz en un mundo infeliz 63 Gozo y sufrimiento de Dios 65 «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» 68 Ofrecer los sufrimientos... ¿qué sentido tiene? 71 La verdadera muerte... no es morir 73 ¿Por qué callan nuestros muertos? 75 ¿.Tienes ganas de resucitar? 79

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CREER... ESPERAR... PERO ¿EN QUE DIOS?

La juventud... una esperanza 85 ¿Qué Dios? 88 Dar a luz a Dios 94 ¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret? 97 Buscar... desear 100 La fe, una duda superada 103 «Nuestra poca fe...» , 106

EL DIOS DEL EVANGELIO FELICIDAD Y BIENAVENTURANZAS

¡Hay que ser feliz de inmediato! 111 Las Bienaventuranzas, revelación sobre Dios 113 ¡Dichosos los pobres! 115 ¡Dichosos los mansos, porque poseerán la tierra! 119 ¡Dichosos los que lloran, porque serán consolados! 120 ¡Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia! 123 ¡Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia! . 126 ¡Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios! 129 •|D\Aw,os tos qut, tobayari po-i \a •pía). \¥l ¡Dichosos los que padecen persecución por causa de la justicia! 135

EL DIOS DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS

Dios Padre 139 Dios Creador 143 Dios Hijo 146 Dios, Verbo hecho carne 150 Dios Salvador 153 Dios Espíritu 155 Dios viviente en Jesús resucitado 161

COMO ORAR

Orar, aprender a respirar 167 Orar 171 Intercesión 175 Alabanza 180

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DOCE ORACIONES

El nombre olvidado 185 Intento decir algo sobre tu silencio 186 No te he reconocido 188 ¿Quién eres tú? 189 Mi vida 191 Más íntimo 193 En tus manos 194 Meditando a san Juan 195 Señor, el que amas está enfermo 197 Al Creador 199 Padre nuestro 202 Alégrate 203

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Preliminar

Envuelto en la luz ocre de una tarde del verano de 1984, a con-traluz, un hombre de cabellos blancos desciende hacia la casa que él mismo ha creado junto con Mary, su mujer. De silueta espigada y paso ágil y decidido, me resulta difícil adivinar su edad. Me da la impresión de que está fuera del tiempo.

Yo no había estado nunca con Louis Évely, que era para mí, como para muchos, el autor de unos libros que habían marcado a toda una generación. Habíamos acudido allí en busca de un lugar donde hallar verdad, silencio y oración, atraídos por la belleza de la región y la fama del nombre de Évely.

Nos sentamos a la mesa. Su mirada es chispeante, y su gesto vivo. Lo que me llama la atención es la sorprendente vivacidad de este hombre, que se entusiasma con lo que acaba de descubrir. Sale de su despacho rebosante de ideas, como quien desciende de la cer-cana colina con las manos llenas de flores. Hablamos, sin ningún tipo de guión previo, de Dios, del deseo del hombre, del sufrimien-to, de la felicidad... Siento que es un hombre habitado por la bús-queda. Esperaba encontrarme con un viejo luchador un tanto cansado, y me encuentro con un joven que tiene ante sí el futuro del mundo y medita en voz alta sobre él.

Su mirada parece entonces adentrarse en el interior de sí mis-no. Se me antoja ausente. Tengo la sensación de que está escuchando profundamente. Me recuerda los árboles mediterráneos que nos ro-dean y que el viento, ya un tanto fresco, anima y llena de bullicio.

Da la impresión de ser feliz en esta casa que, de acuerdo con su mujer, ha querido llamar Alba, el único nombre que le cuadra a este descubridor infatigable. Aquí se detuvo hace algunos años, porque había llegado el momento de dar cuerpo, de dar corazón

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y carne a lo que para él resultaba cada día más esencial: crear un lugar donde vivir. Como si sintiera la necesidad imperiosa de con-centrar, en la paz y el silencio compartidos, lo más íntimo de su larga búsqueda.

En estas páginas tenemos sus confidencias al respecto. Lejos de las modas, a las que él jamás se sometió, su reflexión se hacía, cada vez más, oración. Aquí están sus temas favoritos, tratados con mayor serenidad y sensibilidad que nunca: el hombre, el creyente, Dios. El hombre, que redescubre la felicidad; el creyente, al que iluminan las Bienaventuranzas de Cristo; y Dios, tan cercano y, sin embargo, tan oculto.

No es difícil reconocer ahí las líneas de fuerza que han orienta-do el pensamiento y la acción de Louis Evely, de los que tantos de nosotros nos hemos alimentado. Y, sin embargo, ha cambiado su acento, que ahora es más interior y más contemporáneo que nunca. Al hilo de los días, alejado voluntariamente de los combates coti-dianos, vivía en el Alba como esos anacoretas que abandonan las tumultuosas ciudades en que se confunde la agitación con la acción. El verdadero combate se libra en el fondo del corazón del hombre y contra todo cuanto le impide latir ai ritmo de su deseo, que es deseo de Dios.

Los temas tienen la suficiente flexibilidad como para no perder nada del valor de la vida, del tiempo de vivir, de la palabra del cuer-po, donde el amor se hace libertad. El sufrimiento, que él padeció con sonriente pudor durante la larga enfermedad que habría de aca-bar con él, poco a poco se le va haciendo familiar y fuente de una nueva profundidad. Su meditación se une, enriqueciéndola, a la de todos cuantos topan en su camino con el sufrimiento y la muerte.

Pero no es en modo alguno una meditación solitaria; es más bien contemplación, porque en cada página están presentes Dios, Cristo y la multitud de los creyentes que se reúnen en las iglesias o que buscan por los caminos. Louis Evely fue, alternativamente, lo uno y lo otro, sin jamás renegar de nada, tejiendo con paciencia los hilos multicolores de su vida.

El encanto de la edad madura, en el atardecer de la última eta-pa sobre esta tierra, consiste en entregar el secreto que explica y

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desvela'toda una vida. Aquí está el verdadero Evely, fraternal y exi-gente, humilde y colosal. Lo que nos emociona, de los textos que aquí hemos recogido, es escuchar unas palabras que podemos ha-cer tanto más nuestras cuanto que antes fueron palabras que él se murmuraba a sí mismo en el silencio.

Por supuesto que no han perdido nada de la fogosidad, el vigor y la belleza expresiva de un hombre habitado por la pasión de hacer a los demás partícipes de lo que él creía. Nunca quiso dejar en paz a quienes padecían la tentación de dormirse en trivialidades con-vencionales, y hasta el último día de su vida mantuvo esta actitud. Pero esta vez la fuerza se hace serenidad estremecida. La convic-ción se abre al intercambio. La palabra pronunciada se hace invita-ción, no a escuchar, sino a hacer que en el lector se libere la palabra, a fin de poder también expresarla.

Tal es el sentido, además, de la casa abierta a todos, con la que él había soñado y que él mismo definía como un «área libre» cuando escribía: «¿No podría ser mi casa un signo de que tomarse tiempo para detenerse, encontrarse en profundidad y buscar juntos lo que da sentido a la vida, le es tan necesario al hombre como el aire que respira?».

Y esto es lo que descubre quienquiera que llega hasta aquí, pues así de fuerte es la vida cuando se toma la libertad de ser y expresar-se en el discreto y luminoso asombro del niño que cada mañana rena-ce a la esperanza que evoca el título de estas páginas: «Cada día es

un alba»; cada día es un amanecer, y todo puede volver a empezar. Louis Évely murió en 1985. Sus últimas palabras nos invitan

a vivir, cada cual a su modo y por su cuenta, «lo más verdadero y lo mejor de sí».

Palabras pacificadas, maduradas al término de un itinerario es-piritual que desemboca en la sabiduría de vivir.

Palabras de vida perfectamente acordes con el tono de este libro. Ultimas palabras... He aquí una muestra, tomada de su diario

íntimo, que tiene el valor de un mensaje: «El derecho a existir».

Jacques GUICHARD 23 de junio de 1987

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El derecho a existir

Sensación de paz.

El reloj del tiempo se ha detenido.

Esos segundos, esos minutos que asaeteaban

para precipitarme a mis trabajos y a mis búsquedas

no tienen poder sobre mí esta mañana.

Saboreo el instante

y siento que tiene más que enseñarme

que la suma de todos los instantes subsiguientes.

¿Por qué me he tomado tan pocas veces

el tiempo y el derecho de vivir?

Necesitaba justificar incesantemente mi existencia

con mi producción y con mi rendimiento,

a mis ojos y a los de los demás.

Mi existencia, en sí, no tenía valor:

no creía yo existir para los otros

y he acabado por no existir tampoco para mí.

Esta mañana tengo derecho a existir totalmente solo

y exclusivamente para mí.

Me arrogo el derecho a existir.

Y los seres y las cosas que me rodean

comienzan a existir con una existencia más densa:

también ellos comienzan a tener

el derecho a existir.

Somos un universo de existencias sólidas, reales,

igualmente importantes y respetables.

Es como si el reloj de arena de la existencia

se llenara minuto a minuto de la cantidad de realidad

que le hace estable.

Ya no es esa sensación de vacío la que hay que llenar

con actos, con palabras, con obras...

Saboreo la inmovilidad.

Existo más sin hacer nada.

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Descanso sobre mi raíz.

¿ Y cuál es esta raíz ?

Siento cómo la existencia brota sin cesar en mí,

y el observar este movimiento basta para ocuparme.

Confío en él y no tengo ya que intervenir

ni justificarme por existir: él me justifica.

Existir justifica el existir.

Es bueno existir.

No tiene por qué «servir» para algo el existir.

No estamos obligados a servir para algo.

Ante todo, tenemos derecho a existir.

Me parece que he buscado incesantemente

justificar mi existencia

sin haber tomado la conciencia y el gusto de existir.

Hasta ahora me parecía increíble que se pudiera peinar

el tiempo sin hacer nada y no considerarlo perdido.

ES tiempo no se Vena mel'ienáo cosas en é).

Mi tiempo se llena con la atención que le presto,

con el gusto que sé sacar de él,

porque le considero,

porque me considero a mí

y porque he vuelto a tomarme

EL DERECHO A EXISTIR.

LOUIS ÉVEL-Y Extracto de su diario

Octubre de 1983

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EL DERECHO A EXISTIR

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El gusto de existir

El tiempo de vivir

El tiempo nos hostiga, nos desaloja de cualquier refugio y no nos deja respirar. No sólo el tiempo de los relojes, sino también un tiempo interior, una especie de balancín despiadado que nos arroja de un lado a otro, de una ocupación a otra, de un proyecto a otro, con la certeza extenuante de no haber acabado jamás.

El curso del tiempo corroe nuestros trabajos y nuestros ocios. Nuestra existencia está minutada, vigilada por un gran Reloj (¡an-taño se hablaba del «Gran Relojero» del universo!) indiferente e ine-xorable.

Peor aún: el movimiento se acelera sin cesar; las horas, los días, las semanas, los meses y los años desfilan cada vez más aprisa, pa-san antes de que nos demos cuenta, y el tiempo parece acortarse a medida que tenemos más cosas que hacer.

La carrera se precipita, en el último viraje, y al llegar caemos literalmente asfixiados.

¿Cómo escapar al tiempo? ¿Quién nos librará de él? Pero hay en nosotros algo más que tiempo. Hay momentos en

los que nos vemos libres de él, momentos de eternidad, momentos en los que dejamos que reaparezca nuestra alma, en los que volve-mos a empezar a ser, en los que coincidimos con lo mejor de noso-tros mismos.

El hombre se acuerda entonces de su destino esencial: ha sido hecho para pensar, recordar, imaginar, soñar, crear... Y es capaz de asociarse a esa especie de contemplación apacible y feliz que es el encanto de un hermoso paisaje, de identificarse con las maravi-llosas nubes, con el canto de un pájaro, con el olor de la hierba cortada, con «el ruido de los remos que reposan en el fondo de las barcas atracadas».

Sucede así que nuestras facultades se liberan, y se nos devuel-ve la posibilidad de disponer libremente de lo que nos es más per-

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sonal y, sin embargo, más inaccesible. Nuestra dimensión interior queda abierta, y penetramos en ella para efectuar infinitos descu-brimientos. El pasado retorna, vivo como un presente; el presente es inmóvil como el pasado, y podría vivirse en él para siempre. ¿No es la belleza más real que la vida, la oración más intensa que el trabajo, el amor más fuerte que nuestros deseos? ¿Y no hay una cierta clase de vida tan poderosa que desafía a la muerte?

Nos hallamos a la vez en el tiempo y fuera del tiempo. Si estu-viéramos por entero en el tiempo, fluiríamos con él sin percatarnos de ello. Sin embargo, asistimos a su huida. Nos hallamos a la vez en la calle (para pasar) y en el balcón (para vernos pasar). No sa-bríamos que el tiempo pasa si nosotros pasáramos por completo con él, del mismo modo que no percibiríamos un desplazamiento si to-do se moviera simultáneamente a nuestro alrededor. El movimien-to sólo se percibe en relación a un punto inmóvil.

Sólo tomamos conciencia del paso del tiempo si hay algo en nosotros que escapa a dicho paso. ¿Y cómo vamos a ser conscien-tes del tiempo si no es a partir de la eternidad?

Nuestra verdadera morada está en otra parte; nuestro verdade-ro tiempo es el que saboreamos, el que pormenorizamos, el que se distiende infinitamente a nuestro antojo, el que es capaz de ence-rrar la eternidad en un instante.

Podemos imaginar la vida eterna como la presencia ante noso-tros de todo cuanto hemos vivido, querido y amado a lo largo de nuestra existencia. ¿Tenéis con qué poblar esa eternidad? A la ba-nal pregunta «¿Tenemos de qué vivir?», habría que añadir: «¿Tene-mos de qué morir?»

El gusto de vivir

En nuestra civilización de «exterioridad», nos encontramos tan absorbidos por nuestras ocupaciones de producción, rendimiento y consumo que olvidamos degustar lo que se nos ofrece gratis: la vi-da, la naturaleza, el aire, el sol, las estrellas, el arte, las relaciones fraternas...

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¿Tenemos el gusto de vivir? Muchas veces nos parece que tenemos que justificar nuestra

existencia con nuestro trabajo. ¡Lo importante es no estar sin hacer nada! Pero ¿quién siente el derecho y el gusto de existir simple-mente, sin afanarse, saboreando la vida, maravillándose de vivir y de todo cuanto vive a nuestro alrededor y que ya ni siquiera ad-vertimos? ¡Cuántos seres ausentes de sí mismos, totalmente exte-riorizados, absortos en sus tareas, viviendo «por poderes» la vida de los demás para dispensarse de vivir su propia vida...!

Consideramos nuestra vida como un saco que llenamos con mil ocupaciones, distracciones, desplazamientos, obligaciones... Pero el tiempo no se llena metiendo cosas en él. Se llena con la concien-cia que somos capaces de tener de nuestra vida, con la atención que sepamos prestar a la vida, con el gusto y el respeto que sintamos por la vida.

Nos hemos fabricado tantas prótesis que nuestro cuerpo ya no vive ni nos hace vivir: tenemos máquinas para escuchar, máquinas para ver, máquinas para transportarnos, máquinas para divertirnos sin hacer ningún esfuerzo, sin siquiera movernos. Podríamos arro-jar al trastero una buena parte de nuestro cuerpo, porque ya no nos sirve para nada.

Si hay tantos contemporáneos nuestros que afirman que la vi-da, su vida, no tiene sentido y es absurda, es porque resulta imposi-ble encontrar ese sentido sin haber gustado y amado la vida, sin haber vivido la propia vida. La vida no tiene sentido fuera de sí misma si primero no tiene un sentido, un gusto en sí misma.

Hay algo a la vez cómico y trágico en la manera en que los occidentales nos extrañamos por el apego a la vida que sienten los miserables de África, de Asia o de América Latina. Como nosotros hemos puesto nuestra razón de vivir en el «confort» y en la abun-dancia, nos compadecemos de los que carecen de ello, cuando en realidad somos nosotros los que inspiramos compasión, los verda-deros desdichados, porque hemos vaciado nuestra existencia de to-do lo que constituía su auténtico valor.

Esos seres de los que nos compadecemos y a los que conside-ramos una prueba de la injusticia de Dios y del absurdo de la vida,

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