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Extra Nas Latitudes 2004

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historia torreon

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Carlos Castañón CuadrosCompilador

Dirección Municipal de Cultura

Colección CentenarioTomo XIV

EXTRAÑAS LATITUDESTRES VISIONES EXTRANJERASSOBRE LA LAGUNA: 1879-1945

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Lic. J. Guillermo Anaya LlamasPresidente Municipal

Lic. J. Alfonso Tafoya AguilarSecretario del Ayuntamiento

Lic. René Nahle AguileraPrimer Regidor

Lic. José Antonio Jacinto PachecoSegundo Regidor

Lic. Rogelio Saldaña WolfTercer Regidor

Lic. Iván Chávez LastraCuarto Regidor

Ing. Mayela Ramírez SordoQunta Regidora

Lic. José Ignacio Máynez VarelaSexto Regidor

Dr. Roberto Sánchez Viesca LópezSéptimo Regidor

C.P. José Luis Contreras GarayOctavo Regidor

Profra. Covadonga del Moral RossetteNovena Regidora

Ing. Héctor Manuel Ramírez BerumenDécimo Regidor

Lic. Juan Antonio Navarro del RíoDécimo Primer Regidor

Lic. María del Consuelo Rivas GleassonDécimo Segunda Regidora

Profra. Raquel Aguilar AguilarDécimo Tercera Regidora

C. Juan Antonio Zapata MonrealDécimo Cuarto Regidor

C. Esperanza Rodríguez LomasDécimo Quinta Regidora

C. Miguel Castañeda AmadorDécimo Sexto Regidor

Lic. Carlos Romo VázquezPrimer Síndico

Lic. Alejandro Froto GarcíaSegundo Síndico

R. Ayuntamiento del Municipio de Torreón2003-2005

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Los trabajos que integran esta publicación son responsabilidad del autor. No puedenser reproducidos ni en todo ni en parte, en español o cualquier otro idioma, niregistrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, enninguna forma ni por ningún medio, sea: mecánico, fotoquímico, electrónico, magné-tico, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro inventado o por inventarse, sin elpermiso expreso, previo y escrito del autor.

D.R. © 2004

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in Mexico

Lewis Wallace, Una cacería de búfalos en el norte de México,1879. Scribner´s Monthly, New York, #5. Copyright Makingof America. Cornell University Library University.Traducción Enrique Sada Sandoval.

John Reed, México Insurgente, 1914, (Copyright 2000)Editorial Porrúa.ISBN 970-07-2108-6.

Egon Erwin Kisch, Descubrimientos de México, 2 volúmenes;1945, (Copyright 1988) Editorial Offset. ISBN 968 6672 73-7. Traducción Wenceslao Roces.

Portada: Una cacería de búfalos en el norte de México, 1879.Scribner´s Monthly, New York, #5. Copyright Making ofAmerica. Cornell University Library University.

Impreso por:Sistemas GráficosRío Salado No. 1537Col. Las MagdalenasC.P. 27010Tel. y fax 01 (871) 717 7327Torreón, Coahuila, México

EXTRAÑAS LATITUDESTRES VISIONES EXTRANJERASSOBRE LA LAGUNA: 1879-1945

Carlos Castañón CuadrosCompilador

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Presentación ......................................................................................... 9Alberto González Domene

Extrañas latitudesTres visiones extranjeras sobre La Laguna: 1879-1945 ....................... 11Carlos Castañón Cuadros

Extrañas latitudesTres visiones extranjeras sobre La Laguna: 1879-1945

Una cacería de búfalos en el norte de México. 1879 .......................... 19Lewis Wallace (EUA, 1827-1905)

Rumbo a la cacería ................................................................... 21La cacería .................................................................................. 31

México Insurgente. 1914 ..................................................................... 47John Reed (EUA, 1887-1920)

¡A Torreón! ............................................................................... 49La primera sangre ..................................................................... 54A las puertas de Gómez Palacio ................................................ 58Reaparecen los compañeros ..................................................... 63Sangriento amanecer ................................................................ 68La batalla ................................................................................... 75Una avanzada en acción ........................................................... 84El asalto de los hombres de Contreras ..................................... 91Un ataque nocturno ................................................................. 96La caída de Gómez Palacio ....................................................... 103

Índice

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Descubrimientos en México. 1945 ...................................................... 109Egon Erwin Kisch (Praga, 1885-1948)

Reparto de tierras algodoneras ................................................ 111Bosquejo económico sobre Torreón ........................................ 134

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Presentación

El Ayuntamiento de Torreón 2003/2005, presidido por elLic. José Guillermo Anaya Llamas, a través de la DirecciónMunicipal de Cultura y del Instituto Municipal deDocumentación y Centro Histórico “Eduardo Guerra”, secongratula en presentar, por vez primera al ámbito literariode la Comarca Lagunera, una obra “sui-generis” relacionadacon tres miradas históricas diferentes, de tres distintosescritores extranjeros, en tres épocas diversas de nuestramemoria regional: 1879, 1914 y 1945.

La recopilación y el hallazgo cultural de estas tres visionesdistintas se debe al esfuerzo del joven historiador local, CarlosCastañón Cuadros, por aportar a los laguneros nuevas formasde expresión histórica.

Las visiones sobre nuestra tierra lagunera de losnorteamericanos Lew Wallace y John Reed, así como la delchecoslovaco Egon Erwin Kisch son de interés para nuestrosinvestigadores puesto que no sabemos si existieron, en 1879,búfalos en pastizales aledaños a la Laguna de Mayrán,probablemente, en 1914, la histórica “Toma de Torreón” porla División del Norte no se habría consumado sin las previas

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sangrientas batallas de Gómez Palacio y la vida de loslaguneros pudo haber sido socialista después del RepartoAgrario, en 1940.

Escritos interesantes, sin duda, que pondrán a reflexionara los lectores de esta décimocuarta edición de la ColecciónCentenario que el Ayuntamiento torreonense brinda a lacomunidad.

Alberto González DomeneDirector Municipal de Cultura

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Toda antología, vale reconocerlo, es una exclusión, no sóloporque la selección aparta a unos autores para dejar a otros:el dilema de la elección. También porque el espacio mismo deeste pequeño libro impone unos límites; sin embargo, el lectorencontrará en breves páginas, testimonios distintos sobre unmismo ámbito: La Laguna en perspectiva histórica.

“La Laguna”, lejano nombre que distingue a la regióndesde el siglo XVI, tiene una amplia y rica historia que noterminan por agotar los diversos estudios e investigaciones.De los testimonios de Juan Agustín de Espinoza, jesuitafundador de misiones en la región; al Ensayo Político sobre elReino de la Nueva España de Alexander von Humboldt dondehabla de las poblaciones ribereñas del Nazas; hasta los apuntesde José Vasconcelos, La Laguna ha sido objeto de crónicas,informes, estudios, misiones, batallas, en una palabra:historias.

En este sentido, la antología busca ofrecer al lectordiferentes puntos de vista sobre Torreón y la región. De ahí

Extrañas latitudesTres visiones extranjeras sobre La Laguna: 1879-1945

“je est un autre”,Arthur Rimbaud

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parte del título: Extrañas latitudes porque se refiere a otrageografía, la que es vista por otro o si se quiere, una versiónextranjera pero no distante, de los acontecimientos históricosen la región lagunera. La finalidad del libro está en laposibilidad de enriquecer y complementar las interpretacionesde la historia regional con otras visiones. La visión ajena sobrelo nuestro: la mirada del otro, es decir, los extranjeros, desdesu propio discurso hablan de lo que ven y entienden de LaLaguna. En palabras de Michel de Certeau, cada discurso esdicho de un “lugar social”.

No sobra expresar que el tiempo transcurre y por tanto, elcontexto histórico desde donde se escribieron dichos textos esdistinto y a la vez común. Distinto por la irremediable yavasallante dinámica que impone el tiempo: lo que ya no es.Común, porque a pesar de los cambios, la geografía y la ideade ésta —“La Laguna”— continúan en un cotidiano quehacere imaginario colectivo que nos conforma.

Así, el lector de esta antología comprenderá sucesivamenteque La Laguna, Torreón mismo, es un horizonte históricotemporal donde la remembranza de un militar norteamericanoen tiempos de Leonardo Zuloaga o la percepción de unperiodista checo sobre la economía lagunera posterior alreparto de las tierras en 1936, representan unas condicionesy circunstancias determinadas en un tiempo.

Extrañas latitudes, está compuesta de tres lecturas extranje-ras sobre La Laguna. El primer texto —inédito en español—es un bello y pequeño artículo titulado Una cacería de búfalosen el norte de México de Lew Wallace (1827-1905) publicadoen la revista norteamericana Scribner´s Monthly en 1879. Esteconocido escritor y militar nacido en Brookville, Indiana, Es-tados Unidos, participó activamente en la política de su país.Durante la Guerra México-EU (1846-1848), Wallace ayudó aformar una compañía de voluntarios y fue electo primer te-

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niente de infantería de Indiana. Luchó durante la Guerra Ci-vil, donde colaboró como general adjunto de Indiana. Walla-ce sirvió como miembro de la Comisión militar que enjuició alos conspiradores involucrados en el asesinato de AbrahamLincoln. Después de la Guerra Civil, Wallace fue gobernadorde Nuevo México (1878-1881), donde conoció a “Billy the Kid”y más delante sirvió como Ministro norteamericano en Tur-quía (1881-1885). El lector recordará que Lew Wallace esmejor conocido por haber escrito la famosa novela Ben Hur:un cuento del Cristo (1880). Novela que no ha dejado de impri-mirse y que ha sido llevada varias veces al cine.

La vida de Wallace, como buen novelista, se entremezclacon sus escritos. Las experiencias de viajes, las incursionesmilitares durante la Guerra México-EU marcaron en Wallacesu estilo. Así, el relato Una cacería de búfalos en el norte de México,refleja por una lado, el ímpetu del novelista para recorrer loscaracterísticos desiertos de La Laguna en tiempos de LeonardoZuloaga. Por otro, deja ver claramente el contexto de su tiempoen la materialización del Destino Manifiesto y la intervenciónde Estados Unidos en México. En este sentido, la lectura deWallace habrá que entenderla bajo las circunstanciasimperantes de la época: la presidencia itinerante de Juárez yel apoyo estadounidense contra el efímero Segundo Imperiode Maximiliano de Habsburgo. De ahí que Wallace hable desdesu lugar como general norteamericano. Wallace murió enCrawfordsville, Indiana, el 15 de febrero de 1905. El estadode Indiana rindió honor a Wallace en 1910 al levantarle unaestatua en el Capitolio que se yergue en Washington

La segunda propuesta que el lector encontrará se refiere alas no menos interesantes crónicas que plasmó John Reed(1887-1920) en dos libros que abordan las primerasrevoluciones del siglo XX. México Insurgente (1914), dondehabla sobre la Revolución Mexicana (1910) y Diez días que

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estremecieron al mundo (1917), sobre la Revolución Rusa. Conestas incursiones de John Reed, nacido en Pórtland, EU, el 22de octubre de 1887, no es difícil imaginar la personalidad delindividuo que no se enteró de los hechos, sino que los vivió.Ambas revoluciones definieron la visión del mundo de esteperiodista graduado en Harvard.

En las circunstancias de la Revolución Mexicana, Reed tuvola pericia de enrolarse con los revolucionarios villistas y veren carne propia el conflicto armado, que tan caro en vidasfue para el país. En esta selección de México Insurgente, Reeddescribe hacia 1914, las diferentes batallas y tomas militarescomo “sangriento amanecer” que se dieron en Gómez Palacio,Tlahualilo, Torreón y otras poblaciones circundantes en laregión.

Fiel a sus convicciones Reed falleció en Moscú el 17 deoctubre de 1920. Sus restos yacen junto a la muralla delKremlin

Por último, un peculiar y polémico texto —Reparto de tierrasalgodoneras y Bosquejo económico de Torreón— escrito por EgonErwin Kisch (1885-1948), un reconocido reportero checo conuna amplia bibliografía, que escribía en alemán y que habíallegado en 1940 a México. Nacido en Praga en 1885, EgonKisch fue un incansable viajero y un agudo observador de larealidad humana. Kisch era un maestro del reportaje, sedocumentaba y vivía cada uno de sus artículos, consiguiendouna visión humana, un sentido insólito de comprensiónprofunda.1

1 Sobre el cardenismo, es oportuno recordar que la reforma agrariatuvo gran éxito en lo político, no así en lo económico. El argumentomás poderoso a favor de la reforma no se basó en la productividadsino en la desigualdad social. No hay por qué dudar de los motivossociales de Lázaro Cárdenas: trató de elevar el nivel de vida de loscampesinos. Pensaba que con estas medidas acabaría con la gran

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Hacia 1933 Kisch organizó una liga mundial antifascista.Los nazis lo odiaron como a ninguno y prohibieron yquemaron sus libros. Luego de participar con los republicanosen la Guerra Civil Española, Kisch vino a México a la edad de55 años. En 1945 publicó Descubrimientos de México.* Murióen Praga, el 31 de marzo de 1948.

La lectura de estos tres autores invita a reflexionar sobre lahistoria de Torreón y La Laguna. Sabemos que esta antologíaes apenas un apunte sobre el tema de los extranjeros en laregión y su percepción de ésta. Sin embargo, si deseamoscomprender un pensamiento debemos tener presente laotredad. Los otros no piensan como nosotros. Quien lea estaspáginas encontrará un buen motivo para dialogar y salir desí: ver a través de los ojos del otro.

Carlos Castañón CuadrosTorreón, 23 de junio de 2004

desigualdad en México. Hoy sabemos que no se ha podido lograr.Al respecto existe una amplia bibliografía que va desde LuisGonzález y González, María Vargas-Lobsiger, Arnaldo Córdobahasta académicos extranjeros de la talla de Alan Night.

* Agradezco la sugerencia y el acercamiento de esta lectura al profesorLuis Felipe Rodríguez, y asimismo al Dr. Sergio Antonio CoronaPáez por el texto de “Una cacería de búfalos en el norte de México.1879”.

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Una cacería de búfalosen el norte de México. 1879

Lewis Wallace (EUA, 1827-1905)Traducción de Enrique Sada Sandoval

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Rumbo a la cacería

Cuando uno viaja a la lejana ciudad de Chihuahua por elcamino de Monterrey y Saltillo hay que cruzar lo que los mexi-canos llaman El Desierto, lo cual no debe de entenderse comouna región de arena mudable y montañas gris lodo, como losdesiertos de los Bedawee. Es sólo un cinturón sin lluvia—sinlluvia en el verano, en el otoño y en parte del invierno. Tierramás fértil, hablando de la tierra en sí, no la hay en el globo.Los resultados de la irrigación por suficientes corrientes deagua son increíbles para los extraños, mientras los altiplanosy largos terrenos pantanosos entre montañas, y frecuentemen-te las montañas son claras hasta sus crestas, están cubiertaspor espesos pastos que, crecidos durante la breve temporadade lluvia, son peculiares en lo que se curan a sí mismas con eltallo en pie. Al igual que las pasturas de Durango yChihuahua, son suficientemente vastas y suficientemente ri-cas para alimentar y engordar todas las hordas de animalesde cualquier tipo que el hombre posee.

Los lugares de descanso en el camino al desierto son Pa-rras, celebrada por sus dulces y rojos vinos y por la maravillo-sa belleza de su sitio y sus alrededores; Álamos, el más ruralde los pueblos mexicanos, dominando el gran distrito de laLaguna, alguna vez tan codiciado por el Presidente muertode los Santos de los últimos días, y Mapimí, donde, fuera delcamino a la derecha o la izquierda, yace, ¡la amenazante so-ledad!

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Los pueblos nombrados están a dos y tres días de distan-cia, con ciertos ranchos entre ellos, pero en los que el viajantese vería obligado al vivaque1 donde la noche lo encontrara:en el llano abierto o bajo alguna gran roca, aun cuando yo noestoy seguro si entre el llano y la roca cual de los dos adereza-ría mejor hospedaje. El peón, sin embargo, para quien lashabitaciones perecederas y quemadas por el sol han caído, esde alma sencilla, lleno de fácil alegría. El y la naturaleza vi-ven como vecinos cercanos, y con lo mucho que recibe deella, tiene pocas necesidades sin satisfacer, y ninguna expe-riencia de mejores cosas que lo llenen de vanos anhelos. Deentre estos lugares de tormento—hablo como alguien acos-tumbrado a las formas civilizadas—se vienen a la mente enforma vívida Seguein, Bocarilla, Tierra León y Salitre. Si milector fuera del tipo de los que algunas veces les conmueve elanhelo de tener un hogar en el desierto, me permito recomen-darle un día y una noche en Salitre. A pesar de la soledad delyermo, este lugar esta plagado del sabor del mezcal que, enconstante destilación, se percibe alrededor durante todo elaño. Soberbio espécimen de un rancho despreciable, no haymás que pueda decirse de él como hotel.

Pero estos altos a mitad del camino no son todo Bocarillasy Salitres. La hacienda de Patos fue la residencia del adminis-trador del gran Carlos Sánchez, quien, durante los días deMaximiliano, fue el monarca de siete mil peones, establecidosen su propiedad de 8, 131, 242 acres.2 Con tales posesionesno hay por que maravillarse del que Carlos estuviera más queencantado con la idea de un imperio; y cuando él aceptó elcargo de Gran Chambelán del emperador de corta vida, noes de extrañar el que Juárez, el Lincoln de su país, le siguieracon un decreto por el que Patos se convirtió en propiedad dela nación, sujeta a compra. Sería raro encontrarse un lugar1 A tomar descanso. (Todas las notas son del traductor).2 Carlos Sánchez Navarro.

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más bello en México. Quien haya visto el patio de la casa gran-de, y ha descansado en la frescura de su inmensa columnata,no habrá de olvidar Patos tan pronto mientras venga de laregión de colinas entre Saltillo y Parras, donde hallará unparaíso inesperado sobre un camino torvo y penitencial.

Entonces Hornos no pasará inadvertida a la mente.3 Aun-que se sabe de ella por vez primera en Álamos, finalmente sellega hasta ahí después de un largo viaje de un día. Sus exte-riores no son nada,—cuatro paredes muertas de piedra blan-co crema, originalmente más suave que la coquina de la Flori-da,—sin ventanas, una puerta con dos grandes goznes queparecen como si alguna vez hubieran colgado en los portonesJoppa de Jerusalém.

Un español hospitalario me contó la historia de la casa. Elseñor Don Leonardo Zuloaga era europeo por nacimiento yeducación. El era dueño de una vasta propiedad en los confi-nes del inexplorado Bolsón, extendiéndose bastante desdeÁlamos sobre el sur. Su fortuna era ducal. Había en sus gus-tos un golpe de salvajismo, y para darle rienda suelta él seadentró tan lejos en el desierto para construir su fortaleza.Entonces trajo cuadros, libros, vinos, armas, perros y caba-llos; los amigos lo siguieron en multitud, su hospitalidad erasemi real, cuando sus invitados se cansaban de comer, de be-ber, de jugar apuestas y de cazar venado y lobos, no rarasveces los llevaba en largas persecuciones de comanches,lipanos, o apaches, todos tan indomables como los lobos. Loslaguneros eran de su pertenencia—fieros, ociosos, republica-nos independientes, a los cuales ni los franceses pudierondomar, a pesar de que los azuzaron con el fuego y la espa-da.4 Un día, ellos fueron a demandarle que les rentara ciertas

3 La hacienda de Hornos, en Viesca.4 Se refiere en este caso a los habitantes del actual municipio de Matamoros,

Coahuila.

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tierras bajo sus propios términos. Él se rehusó; la guerra seprodujo y hubo algunas batallas. Zuloaga fue despojado yfinalmente murió de cabal mortificación, una enfermedadcaracterística de todas las almas orgullosas. Gonzáles Herrera,un brutal ranchero, asumió la propiedad por derecho de con-quista, y suplantó la incuestionable hospitalidad del propie-tario con una ilegalidad lo suficientemente fuerte para desa-fiar al estado, apoyado por el gobierno nacional.

Hacia la puerta de esta triste y atormentada morada en elyermo nos dirigimos, en la tarde de un día de octubre de 1867.El grupo consistía en el Coronel, —un americano, Mr. Roth,un alemán, yo mismo y tres mozos—, esto es, tres nativosmexicanos, enseres de su excelencia Don Andrés Viesca, go-bernador del estado de Coahuila —hombres valientes, since-ros, honestos, afectuosos, habituados a los caminos del de-sierto y llenos de experiencia derivada de los largos pilotajesde una vida a través de todos los caminos hollados en el nortede México. Juan, Teodora, y Santos—sólo por sus nombresbautismales se les llama, puesto que en la hermana repúblicanadie se preocupa por saber los apellidos de un peón. Deltrío, el primero era un cochero, el segundo era nuestra reta-guardia, mientras el tercero siempre se adelantaba para es-piar el terreno, puesto que tenía ojos con tan largo alcancecomo el de las águilas, buenos para distinguir lo inusual encualquier forma—, polvo sobre el valle, humo en la montaña,o lo que fuera. Esta medio militarizada orden de viaje, que asíse sepa, no fue elegida por el grupo como una opción o ex-centricidad; era meramente una precaución en contra de laacechanza de ladrones en general, y por lo tanto una necesi-dad, mientras el viaje se llevaba a cabo a lo largo de la líneade una incursión de escalpados y saqueados, en vigorosa eje-cución por parte de una banda de apaches de la región delrío Conchas, quienes eran los más numerosos.

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Hasta la misma puerta nos dirigimos sin ver ni un alma.Me complací a mi mismo pensando cuan diferente sería entiempos del romántico Don Leonardo. En ese entonces cria-dos atezados custodiaban el portal en multitud, y viéndonosa lo lejos hubieran corrido para recibirnos, mientras lo efusi-vo de su bienvenida hubiera sido sólo un adelanto de unarecepción más cálida para nosotros por parte del generosoamo en persona. Entonces la gran casa, tan similar a una tum-ba con su silencio presente, hubiese sido tan ruidosa como unpopuloso khan en un desierto de Oriente. Así las cosas, espe-ramos afuera, mientras Santos cabalgaba a través de la en-trada medio abierta sin ser retado o saludado. Escuchamoslos rechinos de su caballo sonar los ecos del arqueado, perosucio pasillo rumbo al patio. ¿No había acaso guardián—nohabría un mozo? ¿Acaso el castillo se cuidaba solo? Nuestromozo a la distancia apareció con la respuesta—un somnolientoinfeliz con saco y pantalones de cuero polvoriento, bajo ungran sombrero del genuino viejo estilo, y además con una jac-tancia tan suelta, aunque tan perfecta como una insolenciaenfatizada, que sólo el lápiz podrá hacerle justicia. El hombrese presentó a sí mismo como el amo de la casa, y nos dio per-miso para pasar la noche dentro de ella. Tendríamos que bus-car nuestras propias camas, su única contribución a nuestracena serían un desparpajo de frijoles calientes; él tenía forrajepara nuestro ganado de bestias. ¡Ay de mí, Zuloaga!

Para asegurarme, de que no había barbacana defendien-do la entrada, ni rastrillo colgante de cadenas ruidosas, niuna sombrío foso cubierto por césped alto, a pesar de estomientras entramos, pensé en la torre de Branksome; en losmastines cazadores de ciervos, desvelados por la cacería, ydurmiendo sobre un piso juncoso; en los parientes del calvoBuccleuch—los nueve y veinte caballeros de fama de quienesel maestro sin par cantó:

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“Ellos trincharon carne en la comidaCon guantes de acero,Y bebieron el vino rojo a través de las rejas del yelmo”

¡Una visión bastante marcial, justo para el trote de un pa-ladín! Pero en vez de esto, algunos niños nómadas del desier-to, viniendo, sin saber a dónde o para qué, se habían posesio-nado del patio, descansando felizmente del viaje del día.

Nos aligeramos de la carga en un atrio cuadrado —patioen español— adoquinado y bastante espacioso. En sus cua-tro costados había entradas sin puertas, bostezando oscura-mente hacia nosotros. No supe los usos para el cual sirvieronlas habitaciones en una época dorada cuando descubrimosque ahora servían de establos; afuera de algunos, el ganadode nómadas de cuernos largos husmeaba en busca de comi-da; y en otros fueron puestas nuestras mulas.

“Hay bastante espacio; escojan el suyo”, dijo aquél conmedianos modales, cuando hablamos de disponernos para lanoche.

Caminamos a través de otro pasillo arqueado que llevabahacia otro atrio que contaba con la compañía de gente debuen semblante, que de hecho se puso en pie y se quitó elsombrero aun cuando al momento de nuestra llegada esta-ban riendo con gran gusto. Respondimos a su cortesía, y nosdetuvimos para compartir su diversión. Dos niños —de pielcafé, pequeñuelos desnudos— habían abierto una escuela delazar para el entretenimiento de los extraños.

Cabras delgadas, excesivamente altas y fuertes, les servíancomo corceles; y un ganso respondió para el juego. Montaroncon la habilidad de los monos y la gracia de los cupidos. Lavíctima huyó, silbando y cacareando, en alas del miedo. Cuan-do a la distancia el lazo se prendió alrededor de su cuello, la

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exhibición había terminado, y pagando nuestra contribución,nos retiramos. Al día siguiente encontramos la amable clasede gente bien nacida, de viajeros como nosotros, sólo que ellosiban de Parras a Parral, su lugar de residencia.

Al interior del corazón del castillo —donde había otro pa-sillo y otro atrio, aunque este último marcado por la prolon-gación de los restos de su magnificencia— en el centro, habíauna fuente en ruinas, y hacia todos los lados una columnatacontinua con pilares enflautados y capiteles cincelados. Ha-bía restos de un jardín, tales como lechos hundidos,delgadamente aderezados con arbustos sin flores, y viejosrosales enfermos y sin atención, y otros árboles, entre los queyo reconocí un naranjo languideciente y unas higueras pe-queñas. Media docena de bananos, con sus hojas abiertas,grandes y brillantes como nuevos estandartes, se levantabandesde la base de la fuente con vigor no disminuido, aliviandola desolación del lugar, y llenándolo con la gloria de una flama.

En este salón exterior para banquetes, abandonado, hici-mos pausa. Aquí, antes de que aquél fatal rompimiento decorazón lo golpeara, Zuloaga y sus huéspedes saborearon sumucha placidez. Bajo la columnata aquella era fácil imaginarlas hamacas todavía colgando, mientras la gente bien nacidafumaba, reía, o dormitaba sobre sí; mientras tanto, la largue-za de las flores y la cantata de las aguas. Ahí, en la pila, juntoa una mesa, el amo pródigo solía ponerse en pie riendo mien-tras, con el cubilete de dados en la mano y con la cabeza enalto, agitaba los dados blancos sin importarle el futuro, quetan pronto y por completo habría de volverse en su contra.Desde aquél cuarto, marcado por una puerta ahora caver-nosa, donde la música fluía como una corriente hacia el atrioiluminado por la luna, habría voces de mujeres entonando;mujeres hermosas enseñadas por los maestros de Durango, yellos tal vez por los maestros en la Capital. Bien, pues hacia

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ese cuarto nos dirigimos—en respeto a la sombra de los di-funtos, yo me quité el sombrero; también ahí había rastros detiempos gloriosos: piso de mosaico, techos con pintura al fres-co, en las paredes marcos de retratos y espejos. ¡Ay de mi,Zuloaga! ¡Maldita la hora en que la guerra llegó con rostroamenazante y cruel, y dispersó a los bailadores de valses, alos cantantes, y a los fumadores, y, que de todos los mueblesgustosos sólo nos dejó una larga mesa para posar las paletasen reposo de nuestros desvelados huesos. Sobra decir que to-mamos la mesa; estaba dura, pero nos levantaba por encimadel alcance de las pulgas, y entonces pensé —¡ah, si el galanteespañol despertara de su descanso y viniera hasta nosotrosen sueños!¡Viva!

Volvimos entonces al primer patio en busca de nuestrosmozos, y fuimos grandemente sorprendidos ahí. La casa, enapariencia tan desierta, se había llenado en nuestra ausenciade un gentío inesperado; hombres, mujeres, niños —¡Eran tan-tos! ¿De dónde habrían llegado?— estaban todos reunidos entorno a la figura delicada de un joven pastor que se sentósobre un duro y pequeño torno contando una historia, a lacual nosotros también dimos oído.

Cercana la tarde, él dijo, mientras iba con su rebaño en eldesierto, él había visto divisado a lo lejos, a través de la pastu-ra, una masa negra que se acercaba lentamente hacia él,abriéndose mientras llegaba. No eran indios, cabalgó haciaella, y —¡Madre de Dios! era una horda de búfalos. Y enton-ces todo el mundo reunido en el patio escuchando tomó fue-go y exclamó ¡Madre de Dios! Uno de los caballeros, oriundodel camino rumbo a Parras, con más calma que el resto, em-pujó a la muchedumbre emocionada con preguntas.

“¿Búfalos, dice usted?”

“Sí, señor.”

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“¿Que tan lejos estaban?”

“¿De aquí?”

“Sí.”

“Como a tres leguas.”

“¿Y en que dirección se movían?”

“Desde el sol”.

El joven quería decir rumbo al norte.

“¿Era una horda grande?”

“Muy grande, señor. Yo no los pude contar.

“¿Unos mil?”

“Oh, muchos más, señor.”

Estábamos satisfechos, mis amigos y yo, y caminamos ale-jándonos, dejando el patio calcitrante de emoción. Pronto losextraños nos siguieron. Uno de ellos se presentó como DonMiguel de, —su apellido ha resbalado de mi memoria, un co-merciante de Santa Rosalía, que iba a Parras para abastecer-se de manta— tela de algodón burdo. “Hemos decidido, eldijo, mentir el día de mañana, e ir de cacería. Han pasadomuchos años desde que el búfalo bajara tan al sur; de hecho,ninguno de nosotros puede recordar el haber oído de seme-jante visitación por estas partes. La oportunidad es demasia-do rara y buena como para perderse. ¿Irían ustedes con no-sotros, caballeros? Estaríamos encantados con su compañía”.

Mi amigo, el coronel, había sido soldado desde el principiohasta el final de la gran guerra, y se ganó su nombramiento;ahora, en passant,5 su nombre es muy común en Brasil y en ellejano país de Bolivia, cuyas restricciones territoriales está apunto de romper. Lo conocen también en esa pequeña y apre-

5 Locución francesa. En tránsito, de paso o de pasada.

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tada isla donde el ser conocido requiere de un mérito más alláde lo común. Su espíritu se animó ante la invitación del mexi-cano, el me habló a mí, y entonces respondió que nada nosharía más felices, sólo que no teníamos caballos.

Don Miguel sonrió.

“Ustedes no han de tener mucho por estas partes”, el dijo.“Los caballos por aquí se deben de pedir. Hemos de verlosequipados ”.

La oferta fue aceptada, y los arreglos se hicieron en pocotiempo. El grupo habría de comenzar a las cinco de la maña-na siguiente, bajo la guía del pastor.

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La cacería

No empezamos hasta que se hizo de día, aunque desayu-namos a la luz de las velas. La salida del patio, en el que enmedio de la confusión y el remojar mientras hervíamos variasborrascas en una sucia olla de té, se dio cuando los últimospreparativos fueron hechos, y todo era como una carga decaballería sin entrenar; no se podría decir quiénes estabanmás emocionados, si los caballos o los hombres. Durante unamilla o más, después de la salida, hubo una carrera furiosa através de una densa nube de polvo. Cuando al fin cabalga-mos todos a la par e hicimos alto para que el guía fuera pordelante, nos dimos cuenta que éramos un grupo de veintepersonas, todos mexicanos excepto el coronel y yo. Mr. Rothhabía declinado la diversión.

“¿Quiénes son éstas personas?”, pregunté yo. Don Miguelmiró hacia la multitud colorida. “Quien sabe, señor” (Whoknows, sir) Llamé a Santos y le hice la misma pregunta. Elbuen hombre cabalgó de aquí a allá entre ellos, y regresó consu respuesta:

“Hay rancheros —todos”. (“They are all rancheros”)

Un ranchero es un hijo independiente de la tierra mexica-na, generalmente un arrendador de tierras, siempre dueñode un caballo, sobre el que se dice que vive y tiene un mismoser. Hoy es ganadero, mañana soldado, esta semana un ju-gador de apuestas, la siguiente un asaltante—aún con todossus pecados, que son tantos como el número de sus cabellos,

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tiene una suprema virtud: como jinete no tiene comparaciónalrededor del mundo, al menos no hasta que lo hagas compe-tir contra los más incomparables de los caballeros con tur-bante del jereed. Una vez tuve la fortuna de ver a mil ranche-ros, con trajes de fiesta y montados, deslizarse cuesta abajoen carrera para encontrarse con el Presidente Juárez, en eseentonces en rumbo a su campaña final en contra del desven-turado Habsburgo. Literalmente resplandecen en plata—plataen la silla de montar, en la brida, plata en sus pantalones,plata en sus sombreros, plata en los tacones, y, con vivas lar-gos y estridentemente entonados, y atajando con sus espue-las sin piedad y con coraje, cabalgaron sus mustangs—lo másescogido de las hordas salvajes—cabeza hacia delante; el es-pectáculo era lo suficientemente agitador que hubiera vueltoal más viejo de los jinetes cosacos joven otra vez. No es deextrañar que Kleber nunca dejara de admirar a los mamelu-cos que se lanzaban a la carga con sus escuadras sobre lasarenas amarillas al pie de las pirámides. Aunque mis compa-ñeros en la cacería, no estaban ataviados para fiesta. Susropas eran de simple piel color bronceado, pero cabalgabancomo mil, y cuando miré sus caras no hubo error en relacio-narlos tribalmente. Los rancheros del desierto de Durangoson linealmente parecidos a los rancheros de Tamaulipas y asus hermanos de Sonora.

Mi amigo y yo íbamos bien montados —Don Miguel habíacabalgado justamente con nosotros— pero, no podía mon-tar como los mexicanos. Su sistema es esencialmente diferen-te al nuestro; mientras nosotros usamos la rienda para cual-quier movimiento del caballo —adelante, izquierda, derecha,atrás, revisar— ellos cabalgarán todo el día manteniéndolasuelta sobre el dedo chico; una presión de la rodilla, una incli-nación del cuerpo, una oleada de la mano de la brida, y encasos extremos un hundimiento de la espuela, son sus recur-sos. Un estirón en alguna de las embocaduras del freno, un

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estirón como el que nuestros jockeys están acostumbrados alfinal de una carrera, haría que las bestias enloquecieran, si noes que antes convertiría sus mandíbulas en astillas finas.

En relación con las excelencias de mis camaradas, estaríabien añadir que sus armas eran de cada variedad desde unaSharpe de repetición hasta una escopeta, siendo esta últimaidéntica a los trabucos con cañón de campana de la buenaReina Bess. Yo noté una de estas que tenía en ella la estampade la Torre; estaba forjada con una devoradora lepra deherrumbe, y parecía como si Raleigh o uno de los últimosbucaneros la hubiera tomado del arsenal y la hubiera arroja-do por la borda, mientras navegaba y navegaba. En verdad,preferiría ser un búfalo al que se le disparara con semejantepieza, en vez de ser el cazador que tuviera que disparar.

Nos movimos rápidamente a lo largo de un camino llano;después de una legua o más, el camino se desvaneció en unsendero borroso; otra legua más y estuvimos en el medio deldesierto. Movido por la novedad de la situación, yo dejé queel grupo me pasara, para que pudiera estar solo.

Mira! Un mundo de pasto, cada hoja café o amarillecién-dose en la caña, no tanto muriendo sino como curándose a símisma—justo lo suficientemente lejos, crujiendo al tacto delos vientos zarandeantes; había un mundo de pasto sin unaflor, ni siquiera una pequeña. Los árboles son pocos y varia-dos en número. De ahí es originaria una solitaria palma-re-pollo, alta, fronda, coronada con un rayo de bayonetas ver-des;6 y se sostiene inmóvil, como la imagen de un vigilanteatento. Aquí y allá hay matas delgadas que cubren la vastasuperficie café sobre la que se sostienen, adornando el airecon la apariencia de ser manzanales abandonados. Son ár-boles de mezquite, a los cuales admiro en parte, no por su

6 La palma o planta conocida comúnmente como yuca.

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belleza, sino por su coraje. La idea y la palabra, tal y como seusa aquí, podrá alarmar al lector, aunque yo a veces me plaz-co en pensar que en el reino de las plantas hay una jerarquíade calidad nobiliaria. El liquen, en el dominio de los renos, yel sauce, que sobrevive un largo enterramiento bajo las nieveseternamente blanqueadoras de las costas sin ecos del mar deLincoln, deben ser más valientes que la palma en el Nilo o elárbol rojo del Amazonas. Lo mismo lo es el mezquite del de-sierto. Ah, aquí está uno cerca—anudado, retorcido, empe-queñecido, quebradizo, negro de corteza, más vasto de raízque de la cresta, aunque con cierta gracia derivada de suspequeñas hojas esmeralda, tan delicadamente puestas sobrefrondas temblorosas. Sólo tengo que mirarlo para reconoceren él a un héroe, no de muchos lances con tormentas, sino deuna batalla interminable contra el seco y ardiente sol, vivien-do durante algunos años con nada más que con lloviznasdesfallecientes. ¿No es maravilloso que haya crecido desde elsuelo enramándose casi sin tronco? ¿O el que sus extremida-des tan separadas desde el principio, y que débilmente hanescalado abriéndose más y más cada día de su vida, tan odio-sos uno del otro y del humilde tallo que los generó? ¿O que alfinal, cuando plenamente crecidos, aunque sea comparativa-mente un arbusto de bajo nivel, delgado y con escaso follaje,no tiene una sombra suficiente para enfriar a los roedoresque anidan profundamente bajo sus raíces extendidas, o a losgrillos resollando mientras cantan sobre musgos grises deincierta infusión de vida, como remiendos punzados en sulado aclimatado?

A pesar de todo, el árbol estaba dispuesto a servirme: mien-tras yo lo miraba pensando en su lucha por la vida, yo estabaconsciente de una advertencia—¿Qué tal si yo me perdiera?

Miré al sol, primera brújula de los primeros cazadores, yme levanté de una vuelta, tratando de ensayar como dar con

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la casa de Zuloaga. Era tan fácil como el señalar la localiza-ción de la Fuente de la juventud de los españoles. ¡Oh, uste-des podrían decir que la brecha por venir era plana! Sí, pero—como me di cuenta antes de que el día terminara— la bre-cha era una entre millones que daban vuelta hacia el interiory el exterior, y no precisamente una frazada de seda hechadesesperadamente hecha nudo—hacia el interior y el exte-rior, tan imposibles de seguir linealmente para un novatocomo yo, al igual que muchas vidas que hemos conocido—caminos empleados por lobos galopando y aullando en gru-pos siguiendo la luna del sur—brechas de venados, y brechassolamente conocidas por los desagradables niños rojos del TíoSamuel, que por siempre siguen esa ruta buscando escalpar amujeres y niños así como para saquear ranchos indefensos;7

brechas que se extendían ahora a lo largo de la pradera, aho-ra a lo largo del chaparral, desviándose e interconectándosecuando se pierde una vez mientras vuelan las golondrinas.Oh, si tan sólo supiera el camino correcto entre los muchoszigzagueantes, y mantenerlo visible y bajo la sombra—y man-tenerme sobre él ante las tentadoras promesas de seguir esteo el otro que parece tan familiar, entonces sin duda algunallegaría a la casa. Sin querer hacer ese viaje, y menos el vermeen la necesidad de emprenderlo, tomé la rienda y espoleé ami caballo dispuesto.

El galope fue sobre una gran pastura, uno de los lugaresde las ovejas de nuestro pequeño guía. No me gustaba la vidaque llevaba el muchacho—siguiendo el grueso del rebaño díacon día, sin otra compañía que la de su perro o su burro, debeser muy solitaria—aunque no está del todo desprovista de

7 El “Tío Sam”. Aquí el autor hace referencia a las tribus bárbaras deindios, que al ser desplazadas de su territorio por el gobiernonorteamericano y por los anglosajones, solían incursionar en territoriomexicano cometiendo depredaciones y sembrando terror entre lospoblados al sur del Río Bravo.

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encanto. Las glorias de la encantadora distancia se le mues-tran por todas partes. ¿Si entre los pastos crujientes bajo supie, y los pequeños y escasos árboles apenas vigorosos paracubrir la desnudez de su follaje, él mirara por encima de to-dos ellos, quién más vería un horizonte con una plenitud tan,tan grande? ¡Si en lo más alto del cielo—sin adentrarse deltodo en el mismo—viera como aquél tazón azul invertido sehace más grande y profundo mientras el ojo claro observa sincesar, a través de una a otra profundidad sin medida! ¡Y mi-rando, abajo! Fuera de ellos, por obra de alguna magia sor-da—fuera del horizonte que se desplaza o las profundidadesañadidas del cielo—uno tiene ilusiones muy seguramente pro-vocadas por la atmósfera absolutamente purificada—o fuerade todas ellas, pudiera ser, que el Encantador desenvuelvepara mí todos los efectos del espacio. ¿Acaso sería lo mismopara él? ¿ Y acaso percibiría estas cosas al igual que yo?

Llegamos en la distancia hasta un cuerpo de agua que losmexicanos llaman el estanque, y en inglés, un pond. Desde unpequeño camino, una manada de ovejas y de cabras, que eranmiles en número, habiendo apagado su sed, se dirigían lenta-mente hacia terrenos frescos donde pudieran alimentarse. Unhombre, cuidador copartícipe junto con nuestro guía, se sen-tó a la orilla para preparar su humilde desayuno. Entoncessupe como el estanque hace posible la vida lejana en unatierra tan afligida. El radio de migración del rebaño y de lospastores puede ser lo suficientemente amplio como para to-mar la montaña que se asoma a nuestra derecha, como unbrochazo de pigmento púrpura. Cualquiera que sea su lími-te, sin embargo, éste era su centro—esta hoja ondeante, losuficientemente clara y brillante como para vivir en mi mentecomo otro diamante del desierto.

Mientras los caballos bebían, y algunos de los rancherosmás cuidadosos rellenaban las alforjas de agua que habitual-

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mente cargan en sus fustes, Don Miguel y el Coronel entre-vistaban al pastor, cuyas respuestas fueron muy satisfacto-rias. Nuestro juego había pasado la noche en la proximidad;el agua del otro lado de estanque estaba lodosa con sus moscos;incluso tuvo que encender fuegos para espantarlos, y se fue-ron hasta que salió el sol, yéndose a las montañas.

“Ve usted aquellos árboles”, él dijo; “bien, pues dos torosestaban ahí, no hace más de una hora, peleando, puede queestén ahí ahora.

“¿Quién sabe, señores?”

“Está tan sólo a un minuto a caballo —¿iremos?”,dijo DonMiguel al Coronel. Este último me llamó; al siguiente momen-to estábamos en camino, dejando al grupo a que nos siguieramientras muchos se alistaban.

Recuerdo aún la emoción de aquella cabalgata, la ansie-dad y la expectación con la cual nos acercamos al nudo deárboles, nuestra llegada hasta ahí, pistola en mano. En horassilenciosas escuché el grito con el que el Coronel nos trajojuntos. En un claro a escasas veinte millas a la redonda yacíaun toro moribundo. Era de tamaño prodigioso, y estaba cu-bierto de la cabeza a los hombros por un abrigo de pelo bron-ceado que avergonzaría a un león. Tenía largos mechonesenredados, afelpados, con lodo y daba quejidos, golpeandosus piernas delanteras hasta las pezuñas. La ponderosa cabe-za del bruto descansaba inevitablemente sobre el tronco po-drido de una palma; la lengua colgaba de sus labios sangrien-tos; sus ojos eran obscuros; y su aliento iba y venía con pode-rosos jadeos. La herida mortal estaba en su costado, era unatajada horrible y trastornante. Toda la tierra alrededor fuetestigo de la furia del duelo. Por largo tiempo confrontó a suadversario, y lo retuvo con los cuernos atorados; al final eldeslizó la guardia—esa amplia frente con su corona de me-

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chones rizados como de un Júpiter—y estuvo perdido. ¿Quiénpodría dudar que el vencedor valía la pena ser perseguido?

Ayudamos al desafortunado a tener una muerte más rápi-da, y lo observamos. Sus viajes habían sido largos, empezan-do sin duda “En la tierra del Dakotah” donde el invierno lollevó junto con toda su manada bajando el lóbrego Missouri.En alguna parte del Platte pasó seguramente su segundo ve-rano; entonces, de las acechanzas de los Sioux y de sus fierosjinetes, escapó hacia Colorado; después de un año de espe-rar, en busca de mejores pasturas, se dirigió rumbo al sur otravez, permaneciendo en los campos cercanos a la fuente de lasaguas del Arkansas; ahí los jinetes calvos de los comancheslo encontraron; y zafándose de ellos, desapareció por un tiem-po en las afueras frías llamadas los Llanos Estocados; de ahíhasta el Río Grande, cruzando hasta Chihuahua con el per-seguidor todavía en sus talones; y ahora había un fin al viajey la persecución. Mientras regresábamos del rastreo, lo vi denuevo, tirado donde lo encontramos, sería un banquete paralos lobos sollozantes. Ya estaba hasta despojado de sulengua.

El incidente, como puede pensarse, aumentó el ardor delgrupo hasta el límite más afilado. Un amplio intervalo acota-do entre nosotros por la montaña hacia donde los animaleshabían desaparecido; en algunos de los largos terrenospantanosos más adelante era donde sabíamos que se estabanalimentando; posiblemente, podremos sorprenderlos antes delatardecer; nadie se sentía cansado. Santos cabalgó adelante amedio galope; lo seguimos a un cuerpo de distancia, hablan-do poco, pero nunca antes tan observantes. Dos millas másquedaban atrás. De repente, mientras el mozo hacía el ascen-so por una pendiente, se detuvo, y dando la vuelta en su sillay señalando al frente, gritó: “¡Ola, los búfalos!”

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No hubo un hombre que no sintiera un gran latir en sucorazón y una emoción que lo golpeara de la cabeza a lospies. Como si fuera una orden, levantamos armas, que repo-saban sobre las sillas de montar frente a nosotros. Como sifuera una orden, también, rompimos en galope. Santos, comoamigo sensible, regresó para encontrarse con nosotros.

“¿En donde están?” todo el mundo preguntó en unsuspiro.

“Justo sobre la colina” , él respondió, conteniendo suemoción.

“¿Hay muchos de ellos?”, yo pregunté.

“¡Caramba, señor! No podemos matarlos a todos antes queanochezca.

Ganamos para la cima del nivel, y ahí estaban—ni a uncuarto de milla de lejos, pastando lentamente al frente—losdemonios del Norte.

Hacia la izquierda, bajo un árbol bien crecido, logré cap-tar a uno, solemne, sedado, magnífico en proporción, magní-ficamente envuelto en vellones. El solo ocupaba su lugar in-móvil y con la frente completamente hacia nosotros, era laimagen perfecta de la confianza, el autocontrol, y el poder deendurecidos músculos en alertado reposo. En cada grupo decosas vivas hay un centinela que vigila, un filósofo que pien-sa, un legislador que ordena, un rey que gobierna; y ahí seencontraban todos reunidos en uno—y aún más, el era el ven-cedor del duelo de esta mañana. Lo supe todo por la certezaque da la intuición.

La excesiva pasividad de la escena no se diluyó en mí, y elmonitor de la voz baja murmuró algo; pero—mi sangre co-rría como en carrera. El corazón latía en mi garganta, y elardiente abrasamiento de la fiebre del cazador lo sentía en mi

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lengua. Lástima que no hay forma para medir la emoción delespíritu; algo similar debería de ser el la próxima aportaciónde los sabihondos; y entonces, si la invención fuera felizmen-te sencilla de explicar y fácil de portar como un lápiz o uncuchillo, siempre podríamos tener a un doctor que nos salva-ra de padecer apoplejías, y un guardián que marcara el alto anuestros placeres cuando la conciencia tiene el hábito de obs-truirlos, como el fantasma en un banquete.

No teníamos pensada ninguna estrategia—dispersándo-se, flanqueándose, o encaminándose no era una idea en nues-tras cabezas, y sin una pesquisa de nuestra parte el vientocontinuó soplando bastante. Un impulso común se apoderóde todo hombre y se comunicó en todo caballo. Un grito, unfiero avance espoleando, y nos lanzamos atropelladamente,con las armas en la mano, y Don Miguel en la delantera. Lamanada espantada, al ejecutar un disparo en la retaguardia,se mantuvo un momento en un flanco. El rey bajo el árbolsacudió su cabeza coronada, y nos miró con recelo. ¡Ja, ja!¿Estaría atemorizado? ¿O, como un general veterano, se en-contraba fríamente contando las posibilidades antes de deci-dirse a la batalla? ¡Si, dando una señal, su ejército se hubieracerrado en masse8 y se hubiera lanzado contra nosotros conlos cuernos hacia abajo, que apresurada y escurridiza retira-da hubiera habido por parte nuestra! Pero no—ya había es-cuchado el grito de ataque anteriormente, y conocía todo susignificado. La pausa era por curiosidad, tan habitual paralos de su especie tanto como para una dama bien educada.Escuchamos su bramido, lanzado como si fuera el mote deuna trompeta mexicana; entonces se dirigió directamente; conlo que se dio una estampida—un ciego sauve qui paute,9 queinterpretado literalmente, significa que el diablo se lleve al

8 Loc. Fr. En masa.9 Loc Fr. Sálvese quien pueda.

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último. Allá huyeron, todos parecidos, el rey olvidándose desu dignidad, y todas las reinas por una vez al menos por supropia cuenta.

Ahora, si un lector pensara en un búfalo como si fuerauna máquina e hiciera estudio de sus capacidades locomoto-ras, observará que no está hecho para la velocidad. Tiene ex-tremidades inferiores demasiado débiles y es demasiado pe-sado en las superiores; y como si la joroba gruesa sobre sulomo no fuera suficiente desventaja para el pobre bruto, lanaturaleza amoldó su cabeza con el molde del tronco de uncerdo, y la hizo colgar lo suficientemente baja como para quetopara directamente con sus patas delanteras—lo opuesto aun caballo o a un venado. A fortiori,10 como suelen decir losabogados, no salta cuando se lanza al vuelo, sino que rueda yse arroja, como una marsopa que juega. En corto, hubierahabido vergüenza eterna en la casa de Zuloaga si nuestrosmustangs, corredores de los vientos del desierto, hubieranfallado en dar alcance a los demoledores fugitivos, y sí losalcanzamos, y en menos de media milla.

Yo no sé lo que mis compañeros hicieron—una rápidaconcentración de confianza se apoderó de mi, al grado queme convertí par el resto del mundo en la mera cáscara de unsolo propósito; las circunstancias de la carga, aquellas que elojo advierte y que el oído escucha, miradas, acciones, pala-bras, gritos, incluso hasta el revuelto rataplán de los caballostamboreando sus cascos y el profundo y bajo temblor de latierra de la manada en vuelo multitudinario—todos huyeronde mi percepción; pues mientras nos acercamos más durantela persecución un objeto aislado capto mi atención—una no-villa, de limpia constitución y a la vista. Corría libremente, yhubiera podido hacerlo con mayor velocidad si no fuera porlos lentos bultos en su camino. Se me ocurrió que debía de

1 0 Locución latina. “Por una razón más fuerte”.

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tener mejores carnes que los especímenes más grandes, y ade-más, podría ser matada más fácilmente; y para matarla em-pleé toda mi facultad.

El mustang sintió la espuela; más adelante—cerca—máscerca—al inclinarme en la silla podría haber puesto manosobre mi presa, entonces, consciente de que se había quedadosola, ¡Cómo luchó para escapar! ¡Cómo los músculos de suscostados se extendían y se anudaban, en un esfuerzo deses-perado! Llegó el momento de usar mi Winchester. Seleccionéel lugar donde disparar—justo detrás del lomo—y bajé el ri-fle. ¡Por Dios! Había quedado fuera del juego cuando, siendodiestro, debí de haber de ir hacia la derecha. Tres veces inten-té apuntar, pero en vano. Puse el arma en medio de la silla, ysaqué una pistola—Smith & Wesson, el mejor de los revólve-res en aquél entonces, aunque ni siquiera tan bueno comoahora; para ello ya estaba en mi sitio. Al frente otra vez, cer-ca—más cerca—ahora, ¡fuego! La bala se alojó en el lomo.Disparé otra vez, y en el corazón; ¡Hurra! Mi caballo reculó;el rifle cayó al suelo; y apenas escapé tambaleándome des-pués; la víctima bramó, se agitó, se desplomó y cayó. Ay, cuen-ten uno de mi parte; y, aún mejor, ¡cuéntenme el primero detodos!

En el mismo instante—observen todas las palabras—des-monté, y en el acto recogí mi arma. La conducta del hombrenunca ha sido más puramente instintiva, tal como lo fue lamía en ese momento. Confieso sin pena, pues no soy de aque-llos que piensan que el pensamiento debe de gobernar y diri-gir todo lo que hacemos, pues de lo contrario lo anterior notendría crédito. En casos de un peligro de bala repentino, elesperar para reflexionar significa morir. El instinto nos mue-ve; obedecemos, y vivimos. El pensamiento implica condicio-nes, un juicio final respecto a las mismas. El instinto implica

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acción instantánea—algo que los hombres lerdos son incapa-ces de hacer.

Déjenme hacer a un lado el orgullo y la alegría de aquélmomento de triunfante. El pescador que ha sacado la tradi-cional trucha de algún riachuelo famoso, o un salmón dora-do de diez libras de las orillas doradas del Kankakee, podráexplicar mi sentir; y para habilitar a un cazador para que meexplique, sólo habrá que pedirle que se embolse un ganso sal-vaje y bien emplumado del Ártico.

El mustang al fin quedó quieto; entonces miré alrededor.Los cazadores y la manada estaban fuera de alcance en unclaro tierra adentro; gritos y disparos frecuentes señalabansu paradero. Ninguna otra res se divisaba; yo había hecho laprimera captura, ¿Y si acaso fuera la única?

Mientras esto pensaba—un débil semblante de deseo egoístase extendía bajo esta reflexión—de pronto cesó el ruido. ¡Queextraño! Seguramente algo había ocurrido. Me columpié so-bre mi silla; de pronto, desde el llano cabalgó un ranchero,dirigiéndose hacia mi para decirme algo, supuse yo; pasó comoun disparo rebotado. Otros aparecieron; la misma prisa losposeía, solo que ellos gritaban: “¡Priésa, señor!¡Los indios, losindios! (Make haste, sir! Indians, Indians!).

¡Ah, los malditos apaches!

Tal interrupción no era una agradable; de hecho, el efectode la misma era decididamente escalofriante; a pesar de esto,logré controlarme y cabalgué adelante. El último de los ran-cheros pasó en vuelo; sólo el Coronel, Don Miguel, y los mo-zos, Santos y Teodora, permanecieron. Me los topé mientrassubían del llano.

“¿Y ahora qué sucede?”

El Coronel respondió fríamente.

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“Los amigos dicen que se toparon con indios en el pastizalmás abajo. Yo creo que están mintiendo”.

Don Miguel encogió los hombros casi hasta la altura de sucabeza, y justamente susurró:

“No se trata de nada, señor” con una expresión de con-tento que no tendría equivalente en inglés.

Santos se tocó el sombrero, indicando un deseo de hablar.

“¿Qué pasa?” Le pregunté.

“No hay indios allí.”

“¿No?”

“Detuve a uno de los hombres para que me enseñara endonde estaba la emboscada”, y el rió con ganas.

“¿ Y Bien?” Dije impacientemente.

“Y los búfalos ya habían pasado por encima del lugar”.

Nos miramos los unos a los otros con curiosidad. DonMiguel sugirió que fuéramos a ver por nosotros mismos, yel coronel lo apoyó a él con una declaración rotunda deque habían tomado diez u ocho vacas buenas y gordas, y quea él no le gustaba huir sin ellas, mucho menos para darle gus-to a un apache salteador. Se tomo la decisión de hacer unreconocimiento.

Cabalgamos hacia la hondonada y subimos por ella, cui-dadosamente siguiendo el rastro de la manada.

“¡Hist!”Gritó Santos, un poco más adelante.

“¡Miren ahí!”

Miramos, y nos quedamos perplejos. A no más e veinteyardas de distancia se encontraba un pony color alazán ru-damente amarrado al estilo indio. Al avistarnos levantó su

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cabeza y relinchó estruendosamente. Santos se dirigió haciaél, y se detuvo para tomar el lazo alrededor de su cuello.

“¡Jesu Christo!” gritó como si le hubieran disparado. Yopensé que iba a resbalar de su silla.

“Por el amor de Dios, caballeros, vengan a ver”, exclamódespués.

No nos detuvimos ante la orden de ir.

“¡Caramba!” dijo Don Miguel, reculando.

Entonces el Coronel dio un largo silbido de disgusto, tantocomo pudo. Un guerrero indio yacía con la cara hacia abajoen el pasto al pie del pony—¡muerto! Esto explicaba la estam-pida de los rancheros.

Un cuchillo prendado, del tipo de un carnicero; un hachacomo la que usan los yeseros; un arco de madera corto peroamplio, y variadamente pintado por detrás; una alforja deflechas; una lanza, de tipo mexicana; una sucia pipa de ba-rro, dentro de una bolsa de tabaco crudo, eran las pertenen-cias del hombre muerto.

En la repartición de los despojos, mi amigo el Coronel tomódos plumas de la banda que tenían en la frente, lo que indica-ba, puesto que así le complacía creerlo, el alto rango del falle-cido. Un par de mocasines, tomados de la silla, fueron paramí; estaban sin usar, y eran suaves como un guante de castor.Los tengo aún, y los conservo porque fueron adornados conel amor del guerrero, la hija de un forjador de flechas quevive en un tepee11 por encima de las Sierras, cerca del muycantador, pero solitario, Gila.12 Un visitante viene de vez en

1 1 Tienda de campaña típica de los indios norteamericanos.1 2 Río que le da nombre a una región ubicada al norte de Chihuahua, entre

Nuevo México y California.

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cuando y arroja una duda respecto al cuento de los mocasines;pero siempre me deja en desventaja.

Acordamos el atribuir el fin del salvaje tanto a su fealdad,en conjunto con el pecado original. Cuando a los pastores seles habló sobre él, se pusieron pálidos, y se persignaron. Ellossabían el por qué se encontraba a la espera donde la muertelo encontró, apiadándose de ellos.

Sólo queda por decir que el descubrimiento terminó la ca-cería. Nos regresamos, y tuvimos éxito en regresar a los ran-cheros al frente; pero el ardor estaba muerto en ellos, aún ycuando el juego no había sido tan lejos.

El pony del indio, siete soberbias pieles de búfalo, y cual-quier cantidad de carne, eran nuestros trofeos. El vivaque juntoal estanque aquella noche estaba aderezado por el olor dejunturas rostizadas, y al día siguiente, cuando dijimos adiósa Don Miguel y a sus amigos en la puerta de la casa deZuloaga, todos los patios estaban bellamente adornados porguirnaldas, que, al final de la semana, fueron quitadas, pesa-das, y repartidas. Ninguno había probado mejor carne seca.

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México Insurgente. 1914John Reed (EUA, 1887-1920)

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¡A Torreón!

Yermo es un lugar desolado: kilómetros y kilómetros dearenoso desierto, cubierto aquí y allá por mezquites, chapa-rros y raquíticos nopales, que se extienden al occidente hastaunas montañas morenas, dentadas, y al oriente, una llanuradonde oscila el horizonte.

El pueblo está formado por un tanque de agua, averiado,con un poquito de ésta, sucia y alcalina, una estación de fe-rrocarril demolida, hecha trizas por los cañones orozquistashace dos años, y un cambiavías. No había agua ni para reme-dio a menos de sesenta kilómetros; tampoco forrajes para losanimales. Durante los tres meses de frío agudo y en los co-mienzos de la primavera, soplaban vientos secos que arras-traban un polvo amarillento, azotando al poblado.

En medio de este desierto estaban enfilados sobre una solavía diez largos trenes, en torno de los cuales se levantabancolumnas de fuego por la noche y de humo negro por el día,que se extendían atrás, hacia el norte, más allá de donde al-canzaba la vista. A su alrededor, en el chaparral, acampabannueve mil hombres, sin techo para cobijarse, cada uno de elloscon su caballo amarrado de un mezquite, donde colgaban susarape y unas tiras de carne roja expuestas al aire y al solpara que pudieran secarse. De cincuenta carros se estabandescargando mulas y caballos. Un soldado andrajoso cubier-to de polvo y sudor entró en uno de los carros de ganado;montó en un caballo y le metió rudamente las espuelas, lan-

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zando un alarido. En el acto se oyó un terrible repiqueteo decascos de los animales asustados; súbitamente brincó un ca-ballo por la puerta abierta ordinariamente hacia atrás, va-ciándose el carro de los caballos y mulas que en gran canti-dad llevaba. Reuniéndose al salir, emprendieron la huida pre-sas del terror, resoplando por las abiertas narices al oler elcampo abierto. Inmediatamente se convirtieron en vaquerosnumerosos soldados que vigilaban, levantando de entre elpolvo sofocante sus reatas de lazar, mientras los animalessueltos circulaban en torno, echándose encima unos de otrosposeídos de pánico. Oficiales, ordenanzas, generales con susEstados Mayores y simples soldados, galopaban, corrían y secruzaban en una intrincada confusión, con sus cabezadas ybuscando sus monturas. Al fin, las mulas fugitivas fueron lle-vadas a los furgones. Los soldados que habían llegado en losúltimos trenes vagaban en busca de sus brigadas. Por allá,adelante algunos le tiraban a un conejo. De los techos de loscarros-caja y de los de plataforma, donde habían acampadopor centenares, las soldaderas y sus enjambres de chiquillossemidesnudos, miraban hacia abajo, dando sus informes agritos preguntando a todo el mundo si habían visto a JuanMoñeros, Jesús Hernández, o cualquiera que fuera el apellidode su hombre... Un soldado que arrastraba un rifle, iba deaquí para allá gritando que no había comido hacía dos días,porque no podía encontrar a su mujer que le hacía las torti-llas, opinando que lo había abandonado”, largándose con al-gún... de otra brigada. Las mujeres, en los techos de los ca-rros, decían: “¡Válgame Dios!” y se encogían de hombros, arro-jándole algunas tortillas de hacía tres días y pidiéndole, porel amor que le tuviera a Nuestra Señora de Guadalupe, queles prestara un cigarrillo.

Una tumultuosa y sucia muchedumbre asaltó la locomo-tora de nuestro tren, pidiendo agua a gritos. Cuando el ma-quinista los detuvo, revólver en mano, les dijo que había bas-

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tante agua en el tren correspondiente; se fueron y dispersa-ron, sin objetivo, al parecer; pero no tardó en venir otro gru-po a ocupar sus puestos. Mientras tanto, una aguerrida masade gentes y animales bregaba por un sitio ante las pequeñasllaves, de donde salía agua sin cesar, de los doce enormescarros-tanque del tren que conducía el precioso líquido.

Arriba se levantaba, en la calma del aire caliente, una es-pesa nube de polvo, que medía como cinco kilómetros de lar-go y cerca de uno de ancho y que, mezclada con el humonegro de las locomotoras, hacía pensar y preocupaba a lasavanzadas federales, a más de treinta kilómetros de distanciasobre las montañas atrás de Mapimí.

Cuando Villa salió de Chihuahua para Torreón, clausuróel servicio de telégrafos al norte, cortó el de trenes a CiudadJuárez y prohibió, bajo pena de muerte, que nadie llevara otransmitiera informes de su salida a los Estados Unidos. Suobjeto era sorprender a los federales y su plan funcionó amaravilla. Nadie, ni aun en su Estado Mayor, sabía cuándosaldría Villa de Chihuahua; el ejército había demorado tantoallí, que todos creíamos que tardaría dos semanas más en sa-lir. Todos quedamos sorprendidos al levantarnos el sábadoen la mañana, y saber que el telégrafo y los ferrocarriles ha-bían sido cortados y que tres grandes convoyes, llevando a labrigada González Ortega, ya habían salido. La Zaragoza sa-lió al día siguiente, y las propias fuerzas de Villa, en la maña-na subsiguiente. Moviéndose siempre con la celeridad en élcaracterística, Villa concentró todo su ejército al día siguienteen yermo, sin que los federales supieran que había salido deChihuahua.

Hubo un tumulto en torno al telégrafo portátil, de campa-ña, que fue instalado en las ruinas de la estación. Adentrosonaba el aparato. Soldados y oficiales, mezclados seapretujaban en las ventanas y la puerta; cada vez que el

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telegrafista gritaba algo, resonaba una estruendosa algarabíay risas. Al parecer el hilo telegráfico, por un mero accidente,se había conectado a un alambre que no habían destruido losfederales, un hilo que se conectaba con el militar, federal, deMapimí a Torreón.

—¡Oigan! —gritó el operador. ¡El coronel Argumedo, quemanda a los cabecillas colorados en Mapimí está telegrafian-do al general Velasco en Torreón. Dice que ve humo y unagran nube de polvo al norte, y cree que algunas tropas rebel-des se están movilizando al sur de Escalón!

Anocheció con un cielo nublado y un viento creciente quecomenzó a levantar el polvo. Resplandecían en los techos delos carros-caja las fogatas de las soldaderas, a lo largo de losvarios kilómetros de trenes. Afuera, en el desierto, tan lejos,que parecían puntas de alfiler en flama, al final, se extendíanlas incontenibles hogueras del ejército, medio oscurecidas porlas oleadas de tupida polvareda. La tempestad nos ocultócompletamente de los centinelas federales.

—Aún Dios —hizo notar el mayor Leyva— ¡aun Dios estádel lado de Francisco Villa!

Cenamos en nuestro carro-caja transformado, con el jo-ven, membrudo e inexpresivo general Máximo García y suhermano, el todavía más alto y cara colorada Benito García,y un mayor bajito de cuerpo, Manuel Acosta, dotado con lasbellas maneras de su raza. García había estado bastante tiem-po al mando del avance en Escalón. Él y sus hermanos —unode los cuales, José García, ídolo del ejército, había sido muer-to en combate— eran apenas hacía cuatro años ricos hacen-dados, dueños de enormes latifundios. No obstante, se suma-ron a Madero... ¡Recuerdo que nos trajo una botella de whis-ky, negándose a discutir la revolución y declarando que lu-chaba por un whisky mejor! Mientras yo escribía lo anterior,

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llegó un informe de su muerte, ocasionada por una bala en labatalla de Sacramento…

Afuera, entre la tempestad de polvo, en su carro platafor-ma, inmediatamente delante del nuestro, están tendidos al-gunos soldados alrededor de su hoguera, con las cabezas enel rezago de sus mujeres, cantando “La Cucaracha”, la quedescribe en centenares de versos satíricos, lo que harán losconstitucionalistas cuando les quiten Juárez y Chihuahua aMercado y a Orozco.

A pesar del viento, se sentía el inmenso y tétrico murmulloejército y, de vez en cuando, se oía el grito agudo de un cen-tinela marcando el alto:

—¿Quién vive? —y la respuesta:

—¡Chiapas!

—¿Qué gente?

—¡Chao!...

Durante toda la noche resonaron a intervalos los impo-nentes silbidos de las diez máquinas, haciéndose señales, en-tre sí, adelante o atrás.

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La primera sangre

El tren del agua salió primero. Yo iba en el botaganado dela máquina, el que ya me encontré ocupado permanentementepor dos mujeres y cinco criaturas. Habían hecho una peque-ña fogata con ramas de mezquite en la estrecha plataformade hierro para hacer las tortillas; flotaba sobre sus cabezas untendido de ropa, que se secaba con el aire agitado que salía dela caldera...

Era un hermoso día, un sol tibio alternaba con grandesnubes blancas. El ejército se movilizaba hacia el sur en dosgruesas columnas; una a cada lado del tren. Flotaba una in-mensa nube de polvo sobre ellas; hasta donde la vista podíaalcanzar, caminaban pequeños grupos de jinetes rezagados,poco a poco, apareciendo de cuando en cuando una granbandera mexicana. De los trenes, que se movían lentamente,salían columnas de humo a cortos intervalos, decreciendohasta que en el norte sólo quedaba una mancha vaporosa.

Me fui al vagón del conductor para tomar agua, encon-trando a éste echado en su litera leyendo la Biblia. Estaba tanabsorto y divertido, que no se dio cuenta de mi presencia du-rante un buen rato. Cuando lo hizo, exclamó encantado:

—Oiga, encontré una gran historia sobre un mozo que sellamaba Sansón, que era muy hombre, y su mujer. Ella eraespañola, creo, por la mala partida que le jugó. ¡Empezó sien-do un buen revolucionario, un maderista, pero ella lo convir-tió en un pelón!

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Pelón quiere decir, literalmente, “cabeza rapada” y es eltérmino de la jerga aplicado a un soldado federal, porque eseejército se reclutaba, en su mayor parte, entre gente de lasprisiones.

Había gran excitación en el tren. Nuestra avanzada deguardia, con su telegrafista de campaña, había salido de Co-nejos la noche anterior, a causa de lo cual se había derrama-do la primera sangre de la campana; fueron sorprendidos ymuertos atrás de una saliente de la montaña que está al orien-te, unos cuantos colorados que exploraban al norte deBermejillo. El telegrafista, además, tenía otras nuevas. Conectóotra vez con el alambre federal y envió un mensaje al coman-dante federal en Torreón, firmado con el nombre del capitánmuerto y solicitando órdenes, en virtud de que parecía se acer-caba una gran fuerza rebelde del norte. El general Velascocontestó que el capitán debía sostenerse en Conejos y man-dar avanzadas para descubrir el número de hombres que te-nía la fuerza citada. Al mismo tiempo, el telegrafista habíaoído un mensaje de Argumedo, que tenía el mando federalen Mapimí diciendo que ¡todo el norte de México estaba avan-zando sobre Torreón, junto con el ejército gringo!

Conejos era exactamente lo mismo que Yermo, con la úni-ca diferencia de que no tenía tanque de agua. Salieron casi enseguida mil hombres a caballo, a la cabeza de los cuales iba elanciano general Rosalío Hernández, el de la barba blanca,siguiéndolos el tren de reparaciones hasta unos cuantos kiló-metros del ferrocarril, en un lugar donde los federales habíanquemado dos puentes unos meses antes. Afuera, más allá delúltimo pequeño vivac del inmenso ejército, sé extendía enderredor nuestro el desierto, que dormía silencioso entre susoleadas caliginosas. No soplaba viento. Los hombres se re-unían con sus mujeres en los carros plataforma; aparecieron

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las guitarras, oyéndose toda la noche centenares de voces quecantaban, procedentes de los trenes.

A la mañana siguiente fui a ver a Villa en su carro. Era unvagón rojo, con cortinas de saraza en las ventanas; el famosoy reducido carro, que Villa ha usado en todas sus andanzasdesde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en doscuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeñahabitación, poco más de tres por siete metros, era el corazóndel ejército constitucionalista. Allí, donde había escasamenteespacio para los quince generales que se reunían, se celebra-ban todas las juntas de guerra. En dichas juntas se discutíanlas cuestiones vitales inmediatas de la campaña; los generalesdecidían lo que debía hacer, pero Villa daba entonces las ór-denes que más le convenían. Estaba pintado de un gris oscu-ro. En las paredes, había fotografías de mujeres artistas enposturas teatrales; un gran retrato de Carranza, uno de Fie-rro y el del mismo Villa.

Dos literas doble ancho de madera, plegadas contra lapared, en una de las cuales dormía Villa y el general Angeles;en la otra, José Rodríguez y el doctor Raschbaum, médico decabecera de Villa. Era todo...

—¿Qué desea, amigo? —dijo Villa, sentándose al extremóde la litera, en paños menores color azul. Los soldados queholgazaneaban en torno, indolentes, me, hicieron un sitió.

—Quiero un caballo, mí general

—¡Caray! ¡Nuestro amigo aquí, quiere un caballo! —son-rió Villa sarcásticamente, entre un diluvio de carcajadas delos otros. ¡Vaya, ustedes los corresponsales, pedirán la próxi-ma vez un automóvil! Oiga, señor reportero: ¿sabe usted quecerca de mil de mis hombres no tiene caballo? Aquí está eltren. ¿Para qué quiere usted un caballo?

—Porque así puedo ir con las avanzadas.

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—No —sonrió. Hay demasiados balazos; vuelan demasia-das balas en las avanzadas...

Se vestía rápidamente mientras hablaba, a la vez que to-maba tragos de café, de una sucia cafetera que tenía a sulado. Alguno le dio su espada con empuñadura de oro.

—¡No! dijo —desdeñosamente. Este será un combate, nouna parada militar. ¡Deme mi rifle!

De pie en la puerta de su carro, miró pensativo duranteun momento las largas hileras de jinetes, pintorescos, consus cartucheras cruzadas y su variado equipo. Dio entoncesunas cuántas órdenes rápidamente y montó en un hermososemental.

—¡Vámonos! —gritó Villa. Las cornetas resonaron tritu-rantes y un repiqueteo argentífero, domeñado, seco, repercu-tió al formarse las compañías y salir trotando hacia el sur,entre el polvo...

Y de esa manera desapareció el ejército. Durante el díanos pareció oír un cañoneo del sudoeste, de donde se decíaque bajaría Urbina de las montañas para atacar a Mapimí.Ya entrada la tarde, llegaron noticias de la captura deBermejillo, y un correo de Benavides dijo que éste había to-mado Tlahualilo.

Nosotros teníamos una impaciencia febril por salir. Al caerla tarde, el señor Calzada anunció que el tren de reparacio-nes saldría dentro de una hora; de modo que cogí una cobijay caminé cerca de un kilómetro hacia adelante de la hielerade trenes para tomarlo.

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A las puertas de Gómez Palacio

Habíamos tomado Bermejillo la tarde del día anterior. Elejército irrumpió en un galope furioso cinco kilómetros al nortedel poblado, entrando por allí a toda carrera, arrollando a lasorprendida guarnición, que se desbandaba hacia el sur. Fueuna pelea que se prolongó más de ocho kilómetros, hasta lahacienda de Santa Clara, matándose ciento seis colorados.Pocas horas después se avistó a Urbina arriba de Mapimí.Entonces los ochocientos colorados que estaban allí, informa-dos de las asombrosas noticias de que todo un ejércitoconstitucionalista lo estaba flanqueando a su derecha, eva-cuaron la plaza y huyeron precipitadamente a Torreón. Entoda la campiña circunvecina los federales, aturdidos, se reti-raban presa de pánico hacia la ciudad.

Ya entrada la tarde vino por la vía angosta, del rumbo deMapimí, un trencito de volteo, del que salían los sonoros acor-des de una orquesta de cuerda de diez ejecutantes que toca-ban “Recuerdos de Durango”, a cuyo compás había yo baila-do con frecuencia, juntó con la tropa. Los techos, las puertasy las ventanas estaban atestadas de gente que cantaba y mar-caba el compás de la música con los pies, en tanto que losrifles disparaban al aire saludando su entrada a la ciudad.Este curioso cargamento desembarcó en la estación, saliendoentre ellas ¡nada menos que Patricio, el valiente cochero delgeneral Urbina, a cuyo lado tantas veces había yo viajado ybailado! Me echó los brazos al cuello gritando:

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—¡Juanito! ¡Aquí está Juanito, mi general!

Nos preguntamos y contestamos recíprocamente en pocosminutos un millón de cosas. ¿Iba yo a la batalla de Torreón?¿Sabía yo del paradero de Don Petronilo? ¿Y de Pablo Sáenz?¿Y de Rafaelito? Y cuando conversábamos así, alguien gritó:

—¡Viva Urbina!

El mismo general, el héroe, corazón de león, de Durango,se puso de pie en lo alto de los escalones. Estaba cojo, se apo-yaba en dos soldados. Tenía un rifle en una mano —unSpringfield viejo, de desecho, con las miras bajas— y llevabauna cartuchera doble en la cintura. Permaneció allí un ins-tante, sin expresión en absoluto, taladrándome con sus ojillosduros, inquisitivos. Creí que no me había reconocido, de pron-to, gritó súbitamente con su voz chillona:

—¡Esa no es la cámara que usted tenía! ¿Dónde está laotra?

Estaba a punto de contestarle, cuando prorrumpió:

—Ya sé. La dejó en La Cadena ¿Corrió usted muy deprisa?

—Sí, mi general.

—¿Y viene usted a Torreón para correr otra vez?

—Cuando eché a correr de La Cadena —le hice notar, irri-tado—, ya Don Petronilo y las tropas iban a más de un kiló-metro adelante.

No contestó, pero bajó cojeando por los escalones del ca-rro, mientras que se oía un alarido de risas de los soldados.Llegando hasta mí, puso la mano sobre mi hombro y me diouna palmadita en la espalda.

—Me alegro de verlo, compañero... —dijo.

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Habían empezado a llegar, por el desierto, los heridos re-zagados de la batalla de Tlahualilo, al tren hospital, que esta-ba lejos, casi al principio de la fila de trenes. Sobre la superfi-cie de la árida llanura, hasta donde podía verse, había sola-mente tres cosas con vida: un hombre sin sombrero, cojean-do, la cabeza atada con un trapo sanguinolento; otro, tamba-leándose junto a su caballo, también vacilante; y muy atrás,una mula sobre la cual iban dos individuos vendados. Y enmedio de la silente y calurosa noche, oíamos desde nuestrocarro los quejidos y los gritos de los que sufrían.

Ya entrada la mañana del domingo estábamos otra vezsobre “El Niño”, a la cabeza del tren de reparaciones, que semovía lentamente en la vía delante del ejército. “El Chavalito”,otro cañón montando en la plataforma, iba acoplado detrás;después venían dos carros blindados y luego los carros detrabajo. Ahora no había mujeres. El ejército tenía un aire di-ferente, avanzaba serpeando en dos grandes columnas, unaa cada lado nuestro; había pocas risas o gritos. Ahora ya es-tábamos cerca, solamente a doce kilómetros, de Gómez Pala-cio; y nadie sabía lo que habían planeado los federales. Eraincreíble que nos dejaran cercar tanto sin haber alguna resis-tencia. Al sur de Bermejillo entramos inmediatamente en unnuevo paisaje. Después del desierto veíamos ahora camposbordeados con canales para irrigación, a lo largo de los cua-les crecían inmensos álamos verdes, gigantes columnas de fres-cura después de la calcinada desolación que acabábamos depasar. Aquí eran campos de algodón cuyas borlas blancas,sin pizcar, se pudrían en sus tallos; o maizales con escasashojas verdes, que apenas se veían. En los grandes canales co-rría ligero un buen volumen de agua a la sombra. Los pájaroscantaban. Las infecundas montañas occidentales se aproxi-maban más, a medida que avanzábamos al sur. Era tiempode verano: cálido, húmedo, tal como el de nuestro hogar. So-bre nuestra izquierda había una planta despepitadora aban-

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donada; centenares de pacas blancas tumbadas al sol, asícomo deslumbrantes pilas de semilla de algodón, que estabancomo las habían amontonado los trabajadores meses antes.

Las columnas compactas del ejército hicieron alto en San-ta Clara, y empezaron a desfilar a derecha e izquierda; algu-nas filas ligeras de soldados sofocados por el sol iban despa-cio; se refugiaban bajo la sombra de los grandes árboles, has-ta que fueron desplegados en un gran frente los seis mil hom-bres, a la derecha, sobre las sementeras y cruzando los cana-les, más allá del último cultivado; y a la izquierda, al travésdel desierto, hasta la misma base de las montañas, sobre lalisura de todo el terreno plano. Sonaron los clarines, unosdesde lejos y otros cerca, y el ejército, avanzó en una sola ypoderosa línea sobre toda la región. Por encima de sus cabe-zas se levantaba una esplendente columna de polvo dorado,que tenía más de ocho kilómetros de anchura. Ondeaban lasbanderas. En el centro, alineado también, venía el carro delcañón, y a su lado marchaba Villa con su Estado Mayor. Enlos pequeños villorios a lo largo del camino, los pacíficos, consus sombreros altos y blusas blancas, observaban maravilla-dos y silenciosos el paso de los extraños huéspedes. Un viejopastor arreó sus cabras para su casa. La ola espumante desoldados se le echó encima, gritando por una mera travesurapara que las cabras corrieran en diversas direcciones. Kiló-metro y medio de ejército se reía a gritos, mientras las cabras,asustadas, levantaban una gran polvareda con sus mil pezu-ñas al huir. En el poblado de Brittingham hizo alto la enormecolumna, mientras Villa y su Estado Mayor galopaban haciaunos peones, que observaban desde sus pequeños terrenos.

—¡Oyes! —dijo Villa. ¿Han pasado algunas tropas por aquíúltimamente?

—¡Sí, señor! —contestaron varios a la vez. Algunos de lagente de Don Carlos Argumedo pasaron ayer muy de prisa.

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—¡Hum! —meditó Villa. ¿Han visto a ese bandido de Pan-cho Villa por aquí?

—¡No, señor! —contestaron en coro.

—¡Bien, ese es el individuo a quien yo busco! ¡Si pesco a esediablo, le irá mal!

—¡Le deseamos que tenga todo éxito! —le gritaron los pa-cíficos, con toda urbanidad.

—¿Ustedes nunca lo han visto, o sí?

—¡No, ni lo permita Dios! —dijeron fervorosamente.

—¡Bueno! —sonrió Villa. ¡En lo sucesivo, cuando la genteles pregunté si lo conocen, tendrán que admitir el vergonzosohecho! ¡Yo soy Pancho Villa! —Y diciendo eso, espoleó su ca-ballo, seguido de todo, el ejército...

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Reaparecen los compañeros

Tal había sido la sorpresa de los federales y habían huidocon tanta precipitación, que las vías ferroviarias estaban in-tactas en muchos kilómetros. Pero ya cerca del mediodía em-pezaron a encontrar pequeños puentes quemados, humean-do todavía, así como postes de telégrafo cortados con hacha,actos destructivos mal y apresuradamente realizados, demodo que eran fácilmente reparables. Pero el ejército ya ibalejos, adelante. Al caer la tarde, como a trece kilómetros deGómez Palacio, llegamos a un lugar donde estaban levanta-dos ocho kilómetros de vía. En nuestro tren no había alimen-tos; sólo teníamos una manta para cada uno, y hacía frío. Lacuadrilla de reparaciones empezó a trabajar, bajo el resplan-dor de las antorchas y fogatas. Gritos y martilleo sobre el ace-ro, golpes amortiguados de los durmientes que caían... Erauna noche oscura, había pocas estrellas, medio apagadas. Noshabíamos instalado en torno a una fogata, hablando, soño-lientos, cuando de pronto el aire se estremeció con un sonidoextraño, más pesado que el de los martillos y más hondo queel del viento. Resonaba y hacía enmudecer. ¡Después vino unredoble persistente, como de tambores lejanos y, en seguida,la conmoción! ¡El estruendo! Los martillos quedaron inmóvi-les, las voces callaron, estábamos helados... En alguna parte,fuera del alcance visual, en la oscuridad —había tal calmaque el aire transportaba todos los sonidos— Villa y su ejércitose habían arrojado sobre Gómez Palacio; la batalla había em-pezado. El sonido se agudizó, persistente y lento, hasta que

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los estampidos de los cañones se confundían uno con otro, yel fuego de fusilería sonaba como lluvia de acero...

—¡Ándele! —gritó una voz áspera desde el techo de uncarro con un cañón. ¿Qué están haciendo? ¡Éntrenle a la vía!¡Pancho Villa está esperando los trenes!

Se arrojaron furibundos a la obra cuatrocientos fanáticos.

Recuerdo cómo suplicamos al coronel comandante, quenos permitiera ir al frente. No quiso. Las órdenes eran estric-tas: nadie podía salir de los trenes. Le rogamos, le ofrecimosdinero, casi nos arrodillamos ante él. Al fin se ablandó unpoco.

—A las tres en punto —dijo—, daré a ustedes el santo yseña y les permitiré irse.

Nos enroscamos desalentados en torno a una pequeñahoguera que teníamos, tratando de dormir o, por lo menos,de calentarnos. Alrededor nuestro y adelante, danzaban loshombres a lo largo de la vía destruida; cada media hora, mása menos, avanzaba el tren unos treinta metros y se deteníaotra vez. La reparación no era difícil; los rieles estaban intac-tos. Se usaba un carro de auxilio, al cual se ataba una cadenacon el riel a la derecha y se arrancaba de su sitio, con todo ydurmientes hechos pedazos. Pero encima de todo siempre seoía el monótono e inquietante sonido de la batalla, que se fil-traba al través de la oscuridad, más allá. Era fatigoso oír siem-pre lo mismo, aquel sonido; y, sin embargo, yo no podíadormir…

Como a medianoche llegó galopando un soldado de lasavanzadas, a la retaguardia de los trenes, para informar quea una gran fuerza de caballería, que venía del norte, se lehabía marcado el alto, pero decían que era la gente de Urbinaque venía de Mapimí. El coronel no sabía de ninguna fuerzade tropa que fuera a pasar a esa hora de la noche. En un

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minuto todo era frenesí de preparativos. Por acuerdo del co-ronel salieron al galope veinticinco hombres, como locos, parala retaguardia, con instrucciones de detener a los recién lle-gados durante quince minutos si eran constitucionalistas; perosi no eran, detenerlos a toda costa, lo más que fuera posible.Los obreros fueron llevados al tren rápidamente y les dieronsus rifles. Se apagaron todas las fogatas y luces, menos diez.Nuestra guardia de doscientos hombres se deslizó sin ruidoentre la espesura del chaparral, cargando sus rifles al cami-nar. El coronel y cinco de sus hombres tomaron sus puestos acada lado de la vía, desarmados, con antorchas levantadassobre sus cabezas. Y entonces empezó a salir de la negra os-curidad la cabeza de la columna. Estaba formada, por hom-bres distintos a los bien vestidos, comidos y equipados del ejér-cito de Villa. Eran hombres escuálidos, harapientos, arrebu-jados en sarapes descoloridos, hechos jirones, sin zapatos,tocados con sombreros pesados, típicamente del campo. Col-gaban, enrolladas en sus sillas, duras reatas de lazar. Sus ca-balgaduras eran flacas, caballitos medio salvajes de las mon-tañas de Durango. Caminaban adustos, desdeñosos. No sa-bían el santo y seña ni les importaba saberlo. Cantaban, alavanzar, las monótonas y anticuadas melodías que compo-nen y cantan los peones para sí cuidando el ganado por lanoche en las enormes planicies de las tierras altas del Norte.

Y, de pronto, estando yo de pie a la orilla de la línea alum-brada, un caballo que pasaba sentándose, sobre sus patas tra-seras y una voz que gritaba:

—¡Hola, Míster!

El sarape que lo cubría voló por el aire; el hombre saltó delcaballo, y acto seguido me abrazaba Isidro Amaya. Detrás deél se oyó un diluvio de gritos:

—¡Qué tal, Míster! ¡Oh, Juanito, cuánto nos alegramos deverte! ¿Dónde has estado? ¡Dijeron que te habían matado en

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La Cadena! ¿Corriste de prisa ante los colorados? ¿Mucho susto,eh?

Echaron pie a tierra, agrupándose en derredor; llegaroncincuenta hombres a la vez para darme palmaditas en la es-palda; ¡todos mis amigos más queridos en México, los compa-ñeros de la tropa en La Cadena!

De la enorme hilera dé hombres bloqueados en la oscuri-dad, se levantó una gritería en coro:

—¡Vámonos! ¿Que sucede? ¡Aprisa! ¡No podemos estaraquí toda la noche!

Y los otros contestaron gritando:

—¡Aquí está el Míster! ¡Aquí está el gringo de quien lescontábamos que bailó en La Zarca!

¡El que estaba en La Cadena!

Entonces los otros avanzaron, agolpándose también, ha-cia adelante.

Eran mil doscientos por todos. Silenciosos, adustos, ansio-sos, olfateaban el combate más adelante, desfilaban ante lalínea doble, de antorchas que alumbraban en alto. A uno decada diez hombres lo había conocido antes. Al pasar, el coro-nel les gritaba;

—¿Cuál es la contraseña? ¡Levanten hacia arriba el ala desus sombreros por delante! ¿No saben la contraseña?

Enronquecido, exasperado, se desgañitaba gritándoles.Pasaban serena y altivamente, sin prestarle la menoratención.

—¡Al diablo con su contraseña! —gritaron en masa, rién-dose de él. ¡No necesitamos ninguna contraseña! ¡Sabran bas-tante bien de qué lado estamos cuando empecemos a pelear!

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Estuvieron pasando despacio durante horas; desvanecién-dose, así lo parecía, en la oscuridad; sus caballos volvían lascabezas, nerviosos, para oir el estampido lejano de los caño-nes; los, hombres, con los ojos fijos adelante, en las tinieblas,avanzaban para entrar al combate, con sus viejos riflesSpringfield, que habían servido durante tres años, con su es-casa dotación de diez cartuchos para cada uno. Y, cuandotodos habían entrado a la batalla, pareció que ésta se acelera-ba adquiriendo nueva vida...

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Sangriento amanecer

El continuo estruendo de la batalla se escuchó toda la no-che. Las antorchas danzaban, los railes resonaban, los mazosgolpeaban los pernos, los hombres de las cuadrillas de repa-raciones gritaban frenéticos mientras trabajaban. Eran másdel las doce. Desde, que habían llegado los trenes donde co-menzaba la vía inutilizada, habíamos avanzado menos deun kilómetro. De vez en cuando llegaba un rezagado del grue-so de las tropas a la hilera de trenes, apareciendo en la clari-dad con su rifle sesgado al hombro y desapareciendo en laoscuridad hacia el delirio del estruendo en la dirección deGómez Palacio. Los soldados de nuestra guardia, acuclilladosen torno a sus pequeñas hogueras en el campo, mitigaban sutensa expectación; tres de ellos cantaban una cancioncita encompas de marcha, que decía así:

No quiero ser porfirista,no quiero ser orozquista,¡pero sí quiero ser voluntarioen el ejército maderista!

Curiosos y excitados, recorrimos los trenes, arriba y abajo,preguntando a la gente lo que sabían y lo que pensaban. Yonunca había oído un verdadero sonido destinado a matargente; esto me hacía sentir un frenesí de curiosidad y excita-

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ción. Éramos como perros encerrados en un patio cuando hayun pleito de perros afuera. Al fin cedió el acceso y me sentíprofundamente cansado. Caí en un sueño pesado sobre unpequeño borde abajo de la boca del cañón, donde los obrerostiraban sus llaves de tuercas, mazos y barretas cuando el trenavanzaba unos treinta metros amontonándose ellos mismosallí con sus gritos y payasadas.

Desperté al amanecer con la mano del coronel sobre elhombro; el frío se dejaba sentir.

—Usted puede irse ahora —me dijo. La seña es “Zarago-za” y la contraseña “Guerrero”. Nuestros soldados se reco-nocen por sus sombreros levantados al frente. ¡Que le vayabien!

Hacía un frío horrible. Nos envolvimos en nuestras man-tas como si fueran sarapes y cruzamos trabajosamente entreel vértigo de las cuadrillas de reparaciones que martilleabansin cesar bajo las flamas oscilantes de las hogueras; pasamosfrente a cinco hombres armados, que dormitaban alrededorde su fogata a la orilla de la oscuridad.

—¿Salen para la batalla, compañeros? —gritó uno de lascuadrillas. ¡Cuídense de las balas! —Con lo que se echaron areír todos. Los centinelas exclamaron:

—¡Adiós! ¡No los maten a todos! ¡Dejen unos cuantos pe-lones para nosotros!

Más allá de la última antorcha donde estaban desencajan-do la vía, y echándola sobre los cimientos del camino, nosesperaba, una figura tenebrosa.

—Vámonos juntos —dijo, escudriñándonos En la oscuri-dad, tres son un ejército.

Caminamos dando traspiés sobre la vía destrozada, sólopara conseguir verlo de cerca. Era un soldado algo regordete,

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con un rifle y una cartuchera medio vacía sobre el pecho.Expresó que acababa de traer a un herido del frente al trenhospital, y que regresaba para allá.

—Toquen esto —dijo, extendiendo el brazo. Estaba húme-do. No podíamos ver nada.

—Sangre —prosiguió sin inmutase. Su sangre. Era mi com-padre, de la Brigada González ortega. Él como muchos otros,fue hoy en la noche allá; nos cortaron por la mitad.

Era lo primero que habíamos oído o pensado, acerca de losheridos. Escuchábamos el estruendo de la batalla, la quehabía continuado; el estrépito era monstruoso, monótono.El fuego de rifle nos llegaba como si estuvieran rasgandouna lona fuerte; el de cañón tronaba como un martinete cla-vando pilotes. Estábamos ahora solamente a cerca de diezkilómetros.

Salió de la oscuridad un grupito de hombres, cuatro, lle-vando algo pesado e inerte en una manta que colgaba entreellos. Nuestro guía levantó su rifle y marcó el alto, la contes-tación fue un quejido prolongado desde la manta.

—Oiga, compadre —dijo uno de los camilleros, secamen-te— ¿Dónde está el tren hospital? ¡Por el amor de la Virgen!

—Como a una legua...

—¡Válgame Dios! ¡Cómo podremos nosotros... !

—¡Agua! .¿Tienen un poco de agua?

Estaban parados con la manta tirante entre ellos; escurríaalgo de ella; goteaba, sobre las traviesas de la vía.

La pavorosa voz volvió a gemir:

—¡Qué beber! ...

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Y cayó en una serie de quejumbres y estremecimientos. Di-mos nuestras cantinas a los camilleros, quienes silenciosa,bárbaramente, las vaciaron, sin acordarse del herido. Des-pués, hoscos, siguieron en la oscuridad...

Aparecieron otros, solos, o en pequeños grupos. Eran som-bras vagas, sencillas, vacilantes, en la noche; parecían ebrios;eran hombres indescriptiblemente cansados. Uno se arrastra-ba entre dos que lo sujetaban; se detenía con los brazos alcuello de los otros. Un mero niño tambaleaba con el cuerpoinerte de su padre a la espalda. Pasó un caballo con la narizpegada al suelo; colgaban atravesados de la silla dos cuerpos;caminaba detrás un hombre azotando el animal en el trasero,renegando a chillidos. Pasó, pero oíamos su voz aguda, diso-nante, a la distancia. Unos se quejaban, con el terrible gemi-do mortal, del dolor postrero, un hombre, colgado de la sillade una mula, gritaba mecánicamente, a cada paso de la acé-mila. Junto a un canal de irrigación, debajo de dos enormesálamos, brillaba una pequeña fogata. Tres hombres dormíana pierna suelta, con sus cartucheras vacías, sobre el suelodisparejo; al lado del fuego estaba sentado un individuo quesostenía con ambas manos su pierna cerca del calor. Era unapierna perfecta hasta la rodilla, Pero desde allí comenzabauna mezcla de trapos saguinolentos, tiras de calzones, Y pe-dazos de carne. El hombre sentado, simplemente la contem-plaba. No se movió siquiera al acercarnos; sin embargo, supecho se levantaba y caía, con una respiración normal, y suboca estaba entreabierta, como si soñara en pleno día. Al ladodel canal estaba otro arrodillado. Una bala, de plomo le ha-bía perforado la mano entre los dos dedos de en medio, ex-pandiéndose después hasta hacerle una profunda cavidadsangrienta interna. Había envuelto en su trapo un pedacitode madera que mojaba indiferente, en el agua, a fin de medirla herida.

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Pronto estuvimos cerca de la batalla. Apareció una luzdébil, gris, en el oriente, al través de la vasta llanura plana.Los nobles álamos se erguían apretados en hileras gruesas,siguiendo los canales hacia occidente; abundaban los trinosde los pájaros. Iba aumentando el calor; sentíase el agradableolor de la tierra mojada, de la yerba y del maíz en desarrollo;un tranquilo amanecer de verano. Rompiendo la quietud,como una locura insensata, estalló el estrépito de la batalla.El histérico rechinar del fuego de rifle, parecía llevar un con-tinúo grito en voz baja, aunque al escucharse, con atención,se esfumaba. El nervioso y mortífero tableteo de las ametra-lladoras, como el de un gigantesco picamaderos. El estampi-do del cañón, como el profundo resonar de las grandes cam-panas, y el silbido de sus granadas. ¡Bum! ¡Tras Juí-í-í-e-e-a-á-a-a!

El enorme y cálido sol se hundió en el ocaso entre una ne-blina sutil de la tierra fértil; sobre las áridas montañas deloriente comenzaban a culebrear las oleadas de calor.

La luz solar iluminó los nacientes y verdes penachos de losaltísimos álamos que orlaban el canal paralelo al ferrocarril anuestra derecha. La arboleda terminaba allí; más allá, todo elmuro de las áridas montañas se tornaba color de rosa, amon-tonándose cordillera sobre cordillera. Estábamos ahora, otravez, en el estéril desierto, cubierto por numerosos y polvo-rientos mezquites. Con excepción de otra alameda que ibadel oriente al occidente, cerca de la ciudad, no se veían otrosárboles en toda la llanura, a no ser dos o tres desparramadosa la derecha. Tan cerca estábamos ¡ya, a menos de cuatrokilómetros de Gómez Palacio, que veíamos, siguiendo la víalevantada, hasta la propia ciudad, así como el depósito deagua, negro y redondo, atrás del cual estaba la Casa Redon-da y al través de la vía, frente a ellos, las paredes bajas, deadobe, del Corral de Brittingham. Se levantaban a la izquier-

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da las chimeneas, los edificios y los árboles de La Esperanza,la fábrica de jabón, rosa claro, tranquila, como, una ciudadpequeña. Casi directamente, a la derecha de la vía del ferro-carril, así parecía, el rígido y pedregoso pico del Cerro de laPila, empinado hasta la cumbre que lo coronaba, asiento deldepósito del agua, y que se extiende en declive hacia el occi-dente, en una serie de picos más pequeños, una serranía difí-cil de más de kilómetro y medio de largo. La mayor parte deGómez Palacio se extiende atrás, del cerro, y hacia la parteextrema occidental de éste las residencias y huertas de Lerdo,que constituyen un alegre oasis en el desierto. Las grandesmontañas grises del occidente forman un gran declive circu-lar, atrás de las dos ciudades, cayendo al alejarse al sur otravez en pliegues y repliegues de una desolación incolora. Ydirectamente, al sur de Gómez Palacio, se extiende sobre labase de esta cordillera, Torreón, la más rica de las ciudadesdel norte de México.

El tiroteo no cesaba, pero parecía estar circunscrito a unlugar determinado en un mundo de desorden, fantástico. Ve-nían por la vía a la luz de la mañana tibia, extraviados, un ríode hombres heridos, despedazados, sangrantes, envueltos ensucios y sanguinolentos vendajes, inconcebiblemente agota-dos. Pasaban frente a nosotros; uno llegó a caerse, permane-ciendo inmóvil entre el polvo y, no obstante; no le hicimoscaso. Los soldados, sin cartucheras, vagaban a la ventura fueradel chaparral, arrastrando sus rifles, precipitándose entre lamaleza otra vez al otro lado del ferrocarril, negros por la pól-vora, manchados de sudor, sus ojos, vacuos, hacia el suelo.Un polvo delgado, sutil, se levantaba en nubes lentas a cadapaso, envolviéndolo todo, abrasando los ojos y la garganta.Un reducido grupo de jinetes salió despacio de la espesura ala vía, mirando hacia la ciudad. Uno de ellos bajó de su ca-balgadura y se acuclilló junto a nosotros. —Fue terrible— dijode pronto. ¡Caramba! ¡Entramos allá anoche a pie. Estaban

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dentro del tanque del agua; habían hecho agujeros en éstepara los rifles. Tuvimos que subir y meter los cañones de losrifles nuestros por los agujeros; los matamos a todos; ¡unatrampa de muerte! ¡Y después el Corral! Tenía dos hileras demiradores: uno para los que estaban rodilla en tierra, y paralos que se hallaban de pie. Allí estaban tres mil rurales; teníancinco ametralladoras para barrer el camino. Y la Casa Re-donda, con sus tres hileras de trincheras afuera y pasos sub-terráneos, de modo que se podían arrastrar bajo el fuego ycazarnos por detrás. Nuestras bombas fallaron, ¿y qué po-díamos hacer con los rifles? ¡Madre de Dios! Pero fuimos tanrápidos, que los tomamos por sorpresa. Capturamos la CasaRedonda y el depósito del agua. Pero esta mañana llegaronmiles y miles —refuerzos de Torreón— y su artillería, y nosdesalojaron otra vez. Subieron hasta el tanque de agua y me-tieron los caños de los rifles por los mismos agujeros matandoa todos. ¡Los hijos de los diablos!

Veíamos el lugar a medida que hablaba; oíamos el estruendoinfernal y los chillidos; no obstante ninguno se movió —y nohabía señales de tiroteo— ni humo siquiera, excepto cuandoestallaba una granada de metralla con su ruido mortífero, enla primera hilera de árboles distante kilómetro y medio y arro-jaba una humareda blanca. El crepitante rasgar del fuego derifle y el tableteo de las ametralladoras, e incluso el martilleodel cañón, no se manifestaban todavía. La polvorienta y pla-na llanura, las arboledas y chimeneas de Gómez Palacio y supedregoso cerro, permanecían silenciosos en el caluroso am-biente. Se oía el inferente gorjeo de los pájaros, que venía delos álamos, a la derecha. Uno podía tener la impresión de quesus sentidos estaban mintiéndole. Era un sueño increíble, através del cual se filtraba, como fantasmas entre el polvo, lagrotesca caravana de los heridos.

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La batalla

Volvimos a lo largo de la tortuosa vereda entre losmezquites; cruzamos la vía levantada y salimos por un llanopolvoriento rumbo el sudoeste. Volviendo atrás, dirigiendo,la vista a lo largo del ferrocarril, podía verse el humo y elfrente redondo del primer tren, distante varios kilómetros;hormigueaba frente a éste, por la derecha, una multitud depuntitos activos, contorsionados, igual que las cosas, que seven sobre un espejo movedizo. Seguimos caminando entreuna bruma de polvo fino. Fuimos dejando atrás el mezquitegrande, hasta que apenas nos llegaba a las rodillas. A la dere-cha, el cerro alto y las chimeneas de la ciudad se perfilabantranquilas en el sol ardiente; el fuego de rifle casi había cesa-do, por un momento; solamente los deslumbrantes estallidosde nuestras granadas, de vez en cuando, marcaban el paso alo largo de la cordillera, con su espeso humo blanco. Veíamosa nuestros cañones parduscos ir brincando hacia abajo, en elllano desparramarse a lo largo de la primera hilera de ála-mos, donde los cascos penetrantes de las granadas enemigaslos buscaban incesantemente. Se movían aquí y allá, en eldesierto, pequeños grupos de caballería, así como algunos re-zagados a pie, arrastrando sus rifles

Un viejo peón, encorvado por los años, y vestido de an-drajos, estaba agachado recogiendo remas de mezquite entrelos pequeños arbustos.

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—Diga, amigo —le preguntamos. ¿Hay algún camino pordonde podamos acercarnos para ver el combate?

Se enderezó y se nos quedó mirando.

—Sí ustedes hubieran estado aquí tanto tiempo como yo—dijo—, no les interesaría verlo. ¡Caramba! Los he visto to-mar Torreón siete veces en tres años. Algunas veces atacandodesde las montañas, otras desde Gómez Palacio. Pero siem-pre es lo mismo: guerra. Hay algo interesante en esto para lajuventud, pero en cuanto a nosotros los viejos, estamos can-sados de la guerra. Hizo una pausa y clavó la mirada sobre lallanura.

—¿Ven ustedes este canal sin agua? Bueno, si se meten, enél y la siguen, los llevará hasta dentro de la ciudad.

Pero después, como si lo pensara mejor, agregó sincuriosidad:

—¿A qué partido pertenecen ustedes?

—A los constitucionalistas.

—Bien. Primero fueron los maderistas, después los oroz-quistas, y ahora los... ¿Cómo dicen que se llaman? Soy muyviejo, ya no tengo mucho de vida; pero esta guerra me pareceque todo lo que logra es hacernos ir hambrientos. Vayan conDios, señores...

Y se inclinó otra vez para seguir con su pausada tarea,mientras nosotros bajábamos al canal. Era una zanja de irri-gación abandonada, que corría un poco del sur al oeste; sufondo estaba cubierto de raíces polvorientas y, al final de surecta longitud, oculto para nosotros por una especie de espe-jismo, parecía un estanque de agua reluciente.

Un poco agachados, de modo que no nos vieran de fuera,seguimos adelante, al parecer durante varias horas; el fondo

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resquebrajado y los polvosos márgenes del canal reflejabantan terrible calor sobre nosotros, que nos sentimos desfalle-cer. Pasó un jinete, muy cerca, a nuestra derecha; sus enor-mes espuelas de hierro tintineaban; nos agachamos más, has-ta que pasó, ya que no queríamos correr ningún peligro. Aba-jo de la zanja, apenas si se oía el estruendo de la artillería, y seoía muy lejana; pero al fin, saqué cautelosamente la cabezapor arriba de la orilla y descubrí que estábamos muy cerca dela primera hilera de árboles. Las granadas estallaban a lo lar-go de ella; incluso podía ver la neblina que vomitaba furiosa-mente la boca del cañón nuestro, así como sentir la rompien-te de las oleadas sonora llegarme cuando disparaba. Estába-mos como a medio kilómetro frente a nuestra artillería queevidentemente, preparaba la toma del tanque de agua, situa-do a la misma orilla de la ciudad. Nos agachamos otra vezporque las granadas pasaban arriba de nuestras cabezas,zumbando horrorosamente y, de pronto, cruzaban el arcodel cielo, interrumpiéndose bruscamente, hasta que sonabael tétrico ¡buff!, sin eco, de su explosión. Allá adelante, dondecruza el arroyo el caballete del ferrocarril sobre la línea prin-cipal, había un pequeño racimo de cuerpos abandonadosdesde el primer ataque. Casi ninguno mostraba huellas desangre; sus cabezas y cuerpos estaban perforados con los di-minutos y limpios agujeros de las balas del máuser. Yacíantransparentes, con la calma ultraterrenal y las caras afiladasde los muertos. Alguien, quizá sus propios aprovechados com-pañeros, los habían despojado de armas, zapatos, sombrerosy la ropa útil. Un soldado que dormía, recostado a un ladodel macabro montón, con su rifle entre las piernas, roncabaprofundamente. Estaba cubierto de moscas; los muertos te-nían un hervidero de ellas. Otro soldado, apoyado contra elmargen de la zanja que daba a la ciudad, descansaba sus piessobre un cadáver; tiraba metódicamente a distancia sobre al-guna cosa que había visto. Bajo la sombra del caballete esta-

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ban cuatro hombres jugando a las cartas. Lo hacían sin ha-blar, indiferentes; tenían los ojos enrojecidos por la falta desueño. El calor era sofocante. De cuando en cuando llegabasilbando una bala perdida.

—¿Dónde estás?...

El extraño grupo tomó nuestra aparición como cosa co-rriente. El tirador certero lo hizo dos veces fuera del blanco ypuso cuidadosamente otro cargador en su rifle.

—¿No tienes un poco de agua en esa cantina? preguntó.¡Adió! ¡No hemos comido ni bebido nada desde ayer!

Sorbió el agua, observando furtivamente a los jugadoresde cartas, por si se les ocurría, también, tener sed.

—Dicen que vamos a atacar el depósito de agua y el corralotra vez, cuando la artillería esté en posición de apoyarnos.

—¡Chi-huahua, hombre! ¡Pero eso estuvo duro en la noche!Hicieron con nosotros una carnicería en las calles allá...

Se limpió la boca con el revés de la mano y comenzó adisparar otra vez. Nos tendimos a su lado y observamos denuevo. Estábamos como a ciento ochenta metros del mortífe-ro tanque de agua. Al cruzar la vía y la calle ancha más allá,están las morenas paredes de adobe del corral de Brittingham,que ahora aparentaba ser inofensivo, a no se por la hileradoble de puntos negros, que denunciaban las troneras.

—Allí están las ametralladoras —dijo nuestro amigo. Lasves, ¡aquellos son los cañones delgados que asoman por losbordes!

No los veíamos. El tanque del agua, el corral y la ciudaddormían en el calor. El polvo revoloteaba en la quietud delaire, formando una delgada bruma. Como a cuarenta y seismetros frente a nosotros había una zanja con poca agua; fue

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seguramente una trinchera federal, porque la basura se ha-bía apilado a nuestro lado. Doscientos soldados parduscos,polvorientos, estaban tirados allí ahora, mirando hacia la ciu-dad; era la infantería constitucionalista. Se extendían en elsuelo, en todas las actitudes del agotamiento; unos dormíanbocarriba, cara al sol quemante; otros, usando las manos comopalas de achicar, transportaban la suciedad de atrás al fren-te. Tenían amontonadas pilas desiguales de piedras delantede ellos. Ahora bien; la infantería, en el ejército constitucio-nalista, es simplemente caballería sin caballos; todos los sol-dados de Villa van montados, menos los de artillería y aque-llos para los cuales no pueden obtenerse.

De pronto la artillería, en nuestra retaguardia, abrió el fue-go simultáneamente; sobre nuestras cabezas pasaban chillan-do una docena de granadas, dirigidas al cerro.

—Esa es la señal —dijo el hombre a nuestro lado. Se bajó ala zanja y dio de patadas al que dormía.

—Vámonos —le gritó. Levántate. Vamos a atacar a lospelones.

El que roncaba gruñó y abrió los ojos lentamente. Bostezóy levantó su rifle sin decir palabra. Los jugadores comenza-ron a disputar por sus ganancias. Pero se originó una peque-ña trifulca acerca de quién era el dueño de la baraja. Refun-fuñando y alegando todavía, salieron detrás del tirador cer-tero hasta la orilla de la zanja.

Rompió el fuego de rifle a lo largo del filo de la trincherade enfrente. Los que dormían se echaron bocabajo, detrás desus pequeños abrigos; sus codos trabajaban incesantementecon el cerrojo de sus rifles. En el tanque de agua, vacío, reso-naba una lluvia de balas; volaban pedazos de adobe de lapared del corral. Instantáneamente la pared se erizó de caño-nes brillantes y los dos despertaron lanzando un fuego crepi-

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tante, oculto, irregular. Las balas cruzaban el firmamento conel acero que silbaba —tamborileando al humo y polvo—, has-ta que una cortina amarilla, de una nube que se arremolina-ba, nos ocultó las casas y el tanque. Podíamos ver a nuestroamigo corriendo agachado por el suelo seguido por el dormi-lón, que todavía se restregaba los ojos, pero que caminabaerguido. Atrás venían los jugadores, uno tras otro, disputan-do todavía. El tirador certero que corría al frente se paró depronto, bamboleando, como si hubiera tropezado, con unagran pared. Se dobló su pierna izquierda y se sumió increíble-mente, hasta quedar sobre una rodilla, expuesto en el llano;levantó en lo alto su rifle al mismo tiempo que daba un grito:

¡...Los puercos, desgraciados!, gritó, disparando rápida-mente al polvo. ¡Les enseñaré a los... Pelones! ¡Presidiarios!

Sacudió la cabeza, impaciente como un perro cuando leduele un oído. Saltaron de ella gotas de sangre. Bramando deira, disparó el resto de su cargador; se hundió en el suelo y sesacudió de un lado a otro durante un minuto. Los otros pasa-ron frente a él casi sin mirarlo. La trinchera hervía de hom-bres que andaban a la rebatiña, como los gusanos al voltearuna troza de madera. El fuego de fusilería, agudo, penetran-te, aturdía. Vinieron por atrás de nosotros, hombres que co-rrían con huaraches y mantas sobre los hombros; llegabancayéndose, y se tiraban en la zanja; en el otro lado, una alga-rabía, centenares de ellos, al parecer...

Casi nos quitaron la vista del frente; pero al través del pol-vo y los espacios entre los que corrían, veíamos a los soldadosen la trinchera saltar su barricada, semejantes a una ola quelo arrolla todo. El polvo impenetrable se aplacó entonces, paraque la feroz aguja de las moras uniera el poderoso revoltijode sonidos. Con una ojeada al través de una rendija en lanube, abierta por una súbita ráfaga de aire caliente, pudimosver la primera fila de hombres tambaleando en conjunto como

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borrachos, así como las ametralladoras en la pared vomitan-do su intenso, pesado fuego rojo a la luz del sol. Llegó co-rriendo entonces un hombre por detrás de la pared; su rostroestaba bañado de sudor, sin rifle. Corría veloz; medio cayén-dose se tiró a nuestra zanja y, al fin, al otro lado. Asomaronotras vagas siluetas entre el polvo allá adelante.

—¿Qué pasa? ¿Cómo va eso? —grité.

No contestó, pero siguió corriendo. De pronto, terrible elmonstruoso estampido y el chillido al estallar la granada en-tre la baraúnda allá adelante. ¡La artillería enemiga! Mecáni-camente esperé oír nuestros caños. Los que a no ser por un¡bum!, esporádico, permanecían silenciosos. Nuestras grana-das domésticas fallaban otra vez. Dos granadas más de me-tralla. De la nube de polvo llegaron retrocediendo los solda-dos —solos, por pares, en grupos— en una turbamulta des-pavorida. Cayeron encima y alrededor nuestro, ahogándo-nos entre un río humano y gritando:

—¡A los álamos! ¡A los trenes! ¡Ya viene la Federación!

Nos revolvimos entre ellos y corrimos, también, derecho ala vía del ferrocarril... Detrás de nosotros rugían las granadasbuscando en el suelo, y el desgarrador tronar de la fusilería.Entonces nos percatamos de que todo el anchuroso caminode adelante estaba lleno de jinetes que galopaban, lanzandoagudos gritos salvajes y empuñando los rifles. ¡Era la colum-na principal! Nos hicimos a un lado mientras pasaban comohuracán; eran como quinientos; se ponían de pie en sus mon-turas y comenzaron a disparar. El ruido de los cascos de suscaballos semejaba un trueno.

—¡Es mejor que no vayan allá! ¡Está que quema! —gritóuno de la infantería riéndose.

—Bueno; apuesto a que yo quemo más —contestó unjinete.

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Todos nos reímos. Caminamos tranquilamente a lo largode la vía, mientras que el tiroteo detrás cobraba ímpetu hastaoírse un estruendo continuo. Un grupo de peones —pacífi-cos— con sombreros altos, cobijas y blusas de algodónblanco, con los brazos cruzados, venían por la vía hacia laciudad.

—Amigos: miren para allá —dijo en broma un soldado.Pero no se detengan allí, porque les dará una bala.

Los peones se miraron unos a otros sonrieron débilmente.

—Pero, señor —contestó uno—, aquí es donde nos para-mos, siempre que hay una batalla.

Un poco más adelante tropecé con un oficial —un ale-mán—, que vagaba por allí, llevando su caballo de la brida.

—Ya no puedo montarlo —me dijo muy serio. Está muycansado. Temo que muera si no duerme.

El caballo, un hermoso semental castaño, se tambaleó y sefue de lado al caminar. Enormes lágrimas se escurrían de susojos entrecerrados, y corrían por sus narices...

Yo estaba muerto de fatiga, vacilante, por falta de sueño yalimento y el terrible calor solar. Miré hacia atrás, a poco másde tres cuartos de un kilómetro, y vi las granadas del enemigopegaban en la hilera de árboles con más frecuencia. Parecíanhaber logrado el blanco perfecto. Y precisamente entoncesme percaté de que la hilera gris de cañones eran engancha-dos a sus mulas, comenzando su arrastre de la arboledahacia atrás, en cuatro o cinco puntos distintos. Nuestraartillería había sido arrojada de sus posiciones... me tiré alsuelo, para descansar bajo la sombra de un gran matojo demezquites.

Casi inmediatamente pareció efectuarse un cambio en elsonido del fuego de fusilería, como si hubiera sido cortado

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súbitamente a la mitad. Resonaron al mismo tiempo los to-ques de veinte cornetas. Incorporándome, noté una fila dejinetes que corrían rápidamente por la vía, gritando algo. Si-guieron otros, galopando por el paraje donde pasaba el ferro-carril más allá de la arboleda, en su ruta para la ciudad. Lacaballería había sido rechazada. Enseguida todo el llano her-vía de hombres a caballo y a pie; todos corrían hacia atrás, enretirada. Uno tiró su cobija, otro su rifle. Aumentaban en elcálido desierto, levantando el polvo, hasta que la llanura que-dó rebosante de ellos. Precisamente frente a mí emergió de lamaleza un jinete, gritando:

¡Ya viene la Federación! ¡A los trenes! ¡Vienen precisamen-te detrás! ¡Todo el ejército constitucionalista estaba derrota-do! Cogí mi manta y me eché a correr. Un poco más adelanteencontré un cañón abandonado en el desierto, con los tiran-tes cortados; las mulas habían desaparecido. Ibamos pisandorifles, cartucheras y docenas de sarapes. Era una desbanda-da. Al llegar a un espacio abierto, vi adelante una gran mu-chedumbre: eran soldados que huían, sin rifles. De pronto, seles plantaron tres hombres a caballo, obstruyéndoles el paso,levantando los brazos y gritando:

—¡Vuélvanse! —les imploraban. ¡No han salido! ¡Regre-sen, por el amor de Dios!

A dos no los pude reconocer. El otro era Villa.

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Una avanzada en acción

El martes en la mañana, muy temprano, el ejército se mo-vilizaba otra vez hacia el frente, dando tumbos por la vía y acampo traviesa. Cuatrocientos demonios rugían y martillea-ban sobre la desmantelada vía; el tren que iba adelante habíaavanzado poco más de medio kilómetro en la noche. La ma-ñana de ese día abundaban los caballos; compré uno, contodo y silla, por setenta y cinco pesos; unos quince dólares enmoneda americana. Al pasar trotando por San Ramón, tro-pecé con dos jinetes mal encarados, con grandes sombreros,en que llevaban pequeñas efigies impresas de Nuestra Señorade Guadalupe, cosidas en la copa. Dijeron que iban a un pues-to avanzado sobre el ala extrema derecha, cerca de las mon-tañas arriba de Lerdo, donde su compañía estaba destacadapara defender un cerro. ¿Por qué deseaba ir con ellos? ¿Quiénera yo, al fin de cuentas? Les mostré mi pase, firmado por elgeneral Francisco Villa. Siguieron mostrándose hostiles.

—Francisco Villa no es nadie para nosotros —dijeron. ¿Ycómo sabemos si ese nombre fue firmado por él? Nosotrossomos de la brigada Juárez, de la gente de Calixto Contreras.

No obstante, después de un breve conciliábulo, el más altogruñó:

—¡Venga!

Abandonamos la protección de los árboles, cortandodiagonalmente, al través de los bordados campos de algodón,

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al poniente, en dirección recta hacia un empinado y alto ce-rro que ya palpitaba en el calor. Entre nosotros y los subur-bios de Gómez Palacio se extendía una llanura árida plana,cubierta con mezquite bajo y cortada por canales de riego. ElCerro de la Pila, con su mortífera artillería oculta, estaba per-fectamente tranquilo, menos a un lado; tan limpia estaba laatmósfera, que distinguíamos a un grupo de gente que arras-traba lo que parecía un cañón. Precisamente afuera y en de-rredor de las casas más próximas andaban algunos jinetes;inmediatamente cortamos al norte, haciendo un gran rodeoy vigilando cuidadosamente, ya que en este paraje interme-dio abundaban los piquetes de guardia y los exploradores.Como a tres cuartos de kilómetro, más allá, casi a todo lolargo de la base del cerro, corría la carretera del norte a Ler-do. Hicimos un minucioso reconocimiento de esto desde lamaleza. Pasó un campesino silbando y arreando un rebañode cabras. A la misma orilla del camino, debajo de un mato-rral, había un jarro de leche. Sin la menor vacilación, el pri-mer soldado sacó su pistola y disparó la vasija voló en cente-nares de pedazos, desparramándose la leche por todos lados.

—Envenenada —dijo secamente. La primera compañía es-tacionada aquí, bebió algo de esa pócima. Murieron cuatro.

Seguimos adelante.

Arriba, en la cumbre del cerro, se acuclillaban unas figu-ras negras; tenían los rifles apoyados en las rodillas. Mis com-pañeros los saludaron con la mano, y doblamos al norte a lolargo de la orilla del pequeño río que había dado vida a unaangosta faja de pasto verde en medio de aquella aridez. Elpuesto avanzado acampaba a ambos lados del agua, en unaespecie de vega. Pregunté dónde estaba el coronel y al fin loencontré tendido a la sombra de un toldo, que había improvi-sado con su sarape, colgado sobre las breñas.

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—Bájese de su caballo, amigo —me dijo. Tengo gusto endarle la bienvenida aquí. Mi casa —señalando burlonamentea lo alto de su toldo— está a su disposición. Aquí hay cigarri-llos. Se está cocinando la carne en el fuego.

Por la vega, ensillados, pastaban los caballos de la tropa;eran como cincuenta. Los hombres, tirados sobre el pasto a lasombra de los mezquites, charlaban y jugaban a los naipes.Era una especie diferente de hombres, en comparación conlos bien armados y bien montados, así como relativamentedisciplinados de las tropas de Villa. Eran peones sencillos quese habían levantado en armas, como mis amigos de la tropaen la Cadena: una raza feliz de montañeses, rudos vaqueros,entre los cuales había muchos que antaño fueron bandidos.Sin paga, mal vestidos, indisciplinados —sus oficiales lo eranmeramente por ser los más valientes— armados sólo con vie-jos Springfield y un puñado de cartuchos para cada uno,habían venido peleando casi continuamente durante tres años.Fueron ellos, así como las tropas irregulares de los jefes gue-rrilleros, como Urbina y Robles, los que por espacio de cuatromeses habían sostenido el avance alrededor de Torreón, lu-chando a diario con las avanzadas federales y sufriendo to-das las penalidades de la campaña, mientras que el gruesodel ejército guarnicionaba en Chihuahua y en Juárez. Esoshombres harapientos eran los más bravos del ejército deVilla.

Permanecí allí recostado como quince minutos, observan-do el chirriar de la carne asándose en las brasas y satisfacien-do la curiosidad de un grupo acerca de mi profesión, cuandosonó el ruido de un galope y una voz:

—¡Ya están saliendo de Lerdo! ¡A caballo!

Los cincuenta hombres, de mala gana, pausadamente, seencaminaron a sus caballos. El coronel se levantó bostezan-do. Se estiró.

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—¡Animales de federales! —rezongó. ¡Los tenemos siem-pre fastidiando! ¡No tiene uno tiempo para pensar en cosasmás agradables! ¡Es una vergüenza que ni siquiera nos dejendisfrutar de nuestra comida!

Pronto estuvimos a caballo, trotando por la margen co-rriente abajo. A lo lejos resonaba en el frente la aguja de per-cusión de la fusilería. Instintivamente, sin orden, rompimos acorrer al galope, pasando por las calles del poblado, dondelos pacíficos, de pie en los techos de sus casas, nos veían par-tir al sur, teniendo a su lado pequeños bultos, sus pertenen-cias, listos para emprender la huida si el resultado de la bata-lla nos era adverso, ya que los federales castigaban cruelmen-te a los pueblos que daban albergue al enemigo. Más allá elpedregoso cerrito. Nos bajamos de los caballos, y tirando lasriendas sobre sus cabezas, subimos a pie. Ya había allí comodoce hombres, disparando a ratos en dirección de la verdearboleda, tras de la cual estaba Lerdo. Rompían el silencioalgunos disparos aislados en el vacío desierto que nos separa-ba. A una distancia como de un kilómetro se escondían entrelas breñas algunas figuras oscuras. Una nube delgada de pol-vo mostró dónde marchaba, lentamente, otro destacamento,a su retaguardia.

—Ya aseguramos a uno, y a otro en la pierna —dijo unsoldado escupiendo.

—¿Cuántos calculas que sean? —preguntó el coronel.

—Como doscientos.

El coronel, de pie, enhiesto, miraba negligente a la asoleadaplanicie. De pronto se sintió una andanada de disparos. Silbóuna bala por arriba de nuestras cabezas. Ya los soldados sehabían puesto a la obra, desordenadamente. Cada uno bus-caba un lugar plano para tirarse y hacían un montoncito depiedras enfrente para guarecerse. Se echaban al suelo refun-

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fuñando, soltándose los cinturones y quitándose las chaque-tas para estar más cómodos, y comenzaban a dispararmetódicamente.

—Ahí va otro —anunció el coronel. Es tuyo, Pedro.

—Ningún Pedro —interrumpió otro hombre, malhumora-do. Yo me lo eché.

—Sí, tú te lo echaste, y no —saltó Pedro. Empezaron adisputar...

El fuego casi se había generalizado en el desierto y veía-mos a los federales deslizarse hacia nosotros, bajo la protec-ción de cada matojo y barranco. Nuestros hombres hacíanfuego despacio y cuidadosamente, apuntando largo tiempoantes de apretar el disparador; los meses pasados en torno aTorreón, con municiones limitadas, les habían enseñado aeconomizarlas. Ya para entonces, cada altura y matojo a lolargo de nuestra línea, tenía su núcleo de tiradores certeros y,mirando atrás, sobre la ancha planicie y las sementeras entreel cerro y el ferrocarril, vi una cantidad considerable de hom-bres a caballo, solos, o en pelotones, que espoleaban a suscabalgaduras al través del breñal. En diez minutos tendría-mos encima a quinientos hombres del enemigo.

El fuego de fusilería creció en toda la línea y se intensificóhasta que era casi de un kilómetro a lo ancho. Los federales sehabían detenido; las nubes de polvo comenzaron a moversehacia atrás en dirección a Lerdo. El fuego en el desierto habíaaflojado. Y entonces, sin saber de dónde, vimos aparecer depronto a las grandes aves de rapiña que volaban serenas, casiinmóviles a ratos en el azul del cielo...

El coronel, sus hombres y yo almorzamos democráticamen-te a la sombra de las casas del poblado. Nuestra carne, porsupuesto, era asada; de modo que hubimos de contentarnoscon esta carne seca y pinole, que parece ser acemita y canela,

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finamente molidos. Nunca disfrute tanto una comida... Y cuan-do me iba, los hombres me hicieron el presente de un puñadodoble de cigarrillos.

El coronel me dijo:

—Amigo, siento que no hayamos tenido tiempo para con-versar. Hay muchas cosas que desearía preguntar a usted,acerca de su país. Si es cierto, por ejemplo, que en sus ciuda-des los hombres han perdido el uso de sus piernas y no andana caballo por las calles, sino que son transportados a todaspartes en automóviles. Yo tenía un hermano que trabajabaen la vía del ferrocarril, cerca de Kansas City, y me contabacosas maravillosas. Pero un día, un hombre lo llamó grasien-to y lo mató de un tiro, sin que mi hermano le hubiera hechonada. ¿Por qué es que su gente no quiere a los mexicanos? Amí me agradan muchos americanos. Usted me gusta. Aquíhay un obsequio para usted.

Se deshebilló una de sus enormes espuelas de hierro, in-crustada de plata, y me la ofreció.

—Pero nunca hemos tenido tiempo para hablar aquí. Esos...siempre nos molestan y tenemos que salir y matar a unos cuan-tos antes de tener un momento de reposo...

Encontré debajo de uno de los álamos a uno de los fotó-grafos y a otro de películas cinematográficas. Estaban tiradosboca arriba cerca de una fogata, en torno a la cual se acucli-llaban veinte soldados, engullendo vorazmente tortillas deharina, carne y café. Uno de ellos mostró orgulloso un relojpulsera de plata.

—Ese era mi reloj explicó el fotógrafo. No habíamos comi-do durante dos días, y pasábamos por aquí nos llamaron es-tos muchachos y nos dieron la comida más espléndida quejamás hayamos disfrutado. ¡Después, no pude menos que ha-cerles un obsequio!

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Los soldados lo habían aceptado comunalmente y conve-nido que cada uno lo llevaría dos horas, desde que lo recibie-ron hasta el fin de la vida...

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El asalto de los hombres de Contreras

Era miércoles; mi amigo el fotógrafo y yo andurreábamospor una cementera cuando llegó Villa a caballo. Parecía can-sado, sucio, pero contento. Refrenó frente a nosotros; los mo-vimientos de su cuerpo eran tan naturales y de tanto donairecomo los de un lobo; se río y dijo:

—Bueno, muchachos ¿cómo va esto ahora?

Le contestamos que estábamos perfectamente satisfechos.

—No tengo mucho tiempo para pensar en ustedes; demodo que deben tener cuidado de no desafiar el peligro. Esmalo resultar herido. Hay centenares. Son valientes aquellosmuchachos; los más bravos del mundo. Pero —prosiguió com-placido—, ustedes deben ir a ver el tren-hospital. Allí hay algoadmirable sobre lo cual deben escribir para sus periódicos.

Y realmente era una cosa maravillosa, digna de verse. Eltren-hospital estaba ahora inmediatamente detrás del tren detrabajo: cuarenta carros-caja esmaltados por dentro, con gran-des cruces azules en el exterior, así como el letrero “ServicioSanitario”, atendía a los heridos tan pronto como los traíandel frente. Estaban provistos con el equipo quirúrgico másmoderno, manejado por sesenta doctores competentes, mexi-canos y norteamericanos. Todas las noches salían trenes rá-pidos para transportar a los heridos graves a los hospitales debase en Chihuahua y Parral

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Nos fuimos, cruzando San Ramón y más allá de la hilerade árboles para atravesar el desierto. Ya picaba el calor. ¡Sedesató enfrente un tiroteo de rifles a lo largo de la línea, se-guido del tableteo de una ametralladora! Al salir a campoabierto, empezó a disparar un máuser solitario hacia algunaparte, a la derecha. Al principio no le hicimos caso; pero prontonotamos un pequeño sonido a plomo sobre el suelo en derre-dor nuestro, y también volaban como soplos de polvo a cor-tos intervalos.

—¡Por Dios! —dijo el fotógrafo. ¡Algún desgraciado nosestá tiroteando!

Por instinto, ambos echamos a correr. Los disparos del ri-fle menudearon. Era larga la distancia para cruzar el llano.Después de un momento, disminuimos el ritmo a un paso detrote. Finalmente seguimos caminando, aunque el polvo sal-taba como antes, pensando que, después de todo, no nos ser-viría de nada correr. Y, entonces, lo olvidamos...

Media hora más tarde nos deslizábamos entre la maleza amenos de medio kilómetro de las afueras de Gómez Palaciohasta llegar a un pequeño rancho de seis u ocho cabañas deadobe, con una calle que corría entre ellas. En la parte deatrás de una de las casas, regados, tendidos a la bartola, esta-ban unos sesenta de los andrajosos combatientes de Contreras.Jugaban a la baraja y hablaban perezosamente. En la calle, aldoblar la esquina, que apuntaba derecho como un dedo a lasposiciones de los federales, azotaba una incesante lluvia debalas, levantando una polvareda. Esos hombres habían he-cho guardia en el frente toda la noche. La contraseña habíasido “sin sombrero”, y ellos no los llevaban todavía a pesardel sol tórrido. No habían dormido ni comido, y no había aguaen cerca de un kilómetro a la redonda.

—Hay un cuartel federal allá adelante, que es de dondeestán disparando —explicó un muchacho como de doce años.

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Nosotros tenemos órdenes de atacar cuando llegue laartillería.

Un viejo, que estaba en cuclillas contra la pared, me pre-guntó de dónde era. Le dije que de Nueva York.

—Bueno —prosiguió—, no sé nada acerca de Nueva York;pero le apuesto a que no ve usted tan buen ganado por lascalles como el que se ve en las de Jiménez.

—Usted no puede ver ningún ganado en las calles de Nue-va York —le respondí.

Me miró con aire incrédulo.

—¿Cómo, no hay ganado? ¿Quiere usted decirme que alláno arrean ganado por las calles, o borregos?

Ya dije que no lo hacen.

Me miró como si pensara que yo era un gran mentiroso;después volvió sus ojos al suelo y se quedó reflexionandohondamente.

—¡Bien —agregó finalmente—, entonces no deseo ir allá!

Los muchachos que chacoteaban, iniciaron un juego demanos; en un momento había veinte adultos persiguiéndoseunos a otros en derredor, plenos de alborozo. Los jugadoresde naipes tenían una baraja a la que le faltaban unas cartasya viejas, y había cuando menos ocho que deseaban jugar ydiscutían sobre las reglas en voz alta. Buscando la sombra dela casa, se habían colado cuatro o cinco que cantaban cancio-nes satíricas amorosas. Durante todo este intervalo no decre-ció el incesante e infernal estrépito arriba; las balas caían enel suelo como si fueran gotas de copioso aguacero. De cuan-do en cuando uno de los soldados salía agachándose, sacabasu rifle a la vuelta de la esquina y disparaba.

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Estuvimos allí como medía hora. Después llegaron dos ca-ñones grises, que venían rápidamente desde la maleza queestaba detrás y tomaron posiciones en una zanja sin agua, aunos sesenta metros de distancia, a la izquierda.

—Creo que nos vamos en seguida— dijo el muchacho.

En aquel momento llegaron tres hombres galopando des-de la retaguardia; eran oficiales, evidentemente. Quedaronexpuestos al fuego de fusilería sobre los techos de las chozas,pero hicieron saltar sus caballos, mientras les zumbaban lasbalas por todos lados sin inmutarse. El primero en hablar fueFierro, el soberbio, el gran animal de hombre que había mata-do a Benton.

Miró burlonamente desde su silla a los haraposossoldados.

—Bien; este es un precioso grupo para tomar una ciudad,—exclamó. Pero no tenemos a nadie más aquí. Ustedes en-tran cuando oigan los toques de cornetas.

Tirando, barbáramente del freno para contener su caballoy hacerlo sentarse sobre las patas traseras, Fierro partió des-pués al galope hacia la retaguardia, diciendo al irse:

—Inútiles estos zoquetes, imbéciles, de Contreras...

—¡Muera el carnicero! —dijo un hombre colérico.

¡Ese asesino mató a mi compadre en las calles de Durangosin haberlo insultado ni cometido ningún crimen! Mi compa-dre estaba muy borracho, paseando frente al teatro. Le pre-guntó por la hora, y Fierro le contestó: “—¡Tú...! ¡Cómo teatreves a hablarme antes de que yo te hable!”.

Pero repercutían los ecos de las cornetas; los hombres selevantaron cogiendo sus fusiles. Se trató de poner fin al juego

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de los muchachos, pero fue imposible. Los jugadores de nai-pes, furiosos se acusaban unos a otros de robarse.

—¡Oiga, Fidencio! —gritó; un soldado. Le apuesto mi sillaa que regreso y usted no! Esta mañana le gané un bonito fre-no a Juan...

—¡Muy bien! ¡Juego! Mi nuevo caballo pinto...

Riendo, bromeando, jugueteando salieron del refugio delas casas al diluvio de acero. Echaron a correr, torpemente,por la calle, como si fueran animales pequeños que no estu-vieran acostumbrados a correr. Las ondas de polvo y un in-fierno de explosiones los cubrieron.

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Un ataque nocturno

Dos o tres de nosotros teníamos una especie de campa-mento junto a una zanja entre los álamos, retirado. Nuestrocarro, con su abasto de alimentos, ropas y mantas estaba to-davía a más de treinta y dos kilómetros atrás. La mayor partedel tiempo nos quedábamos sin comer. Cuando podíamosarreglarnos para obtener unas cuantas latas de sardinas o unpoco de harina del tren-comisaría, teníamos suerte. El miér-coles, uno del grupo se ingenió para apoderarse de salmónenlatado, café, galletas y un gran paquete de cigarrillos; mien-tras cocinábamos nuestra comida, pasaban soldados tras sol-dados en camino hacia el frente, desmontaban comían connosotros. Después del más primoroso intercambio de corte-sías, en el que teníamos que persuadir a nuestros huéspedes aque comieran bastante de la comida que con tanto trabajohabíamos logrado agenciar para nosotros, a lo que ellos, parano desairarnos, tenían que acceder, montaban y se iban sinagradecerlo, pero eso sí, muy amistosamente.

Nos echábamos a la orilla del canal a fumar, en el áureocrepúsculo. El primer tren, que encabezaba un carro-plata-forma sobre el cual iba montado un cañón, “El Niño”, habíallegado a un punto opuesto al extremo de la segunda hilerade árboles, escasamente a tres cuartos de kilómetro de la ciu-dad. Allá adelante de la hilera de árboles, hasta donde alcan-zaba a verse, divisábase a la cuadrilla de reparaciones traba-jando en la vía. De pronto, se oyó un terrífico ¡bum!, y se

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elevó un pequeño soplo de polvo frente al tren. Escuchóse unlejano eco de vítores aislados entre los árboles y los campos.“El Niño”, el predilecto del ejército, se había puesto al fin, atiro. Ahora debían andarse con cuidado los federales y tomarnota. La pieza era un cañón de tres pulgadas, el más grandeque teníamos... Más tarde supimos, que una máquina explo-radora, que salió de la Casa Redonda de Gómez Palacio, fuevíctima de un disparo de “El Niño”, que le dio de lleno en lamitad de la caldera y la hizo volar en pedazos...

Íbamos a atacar aquella noche, dijeron, mucho después deoscurecer; monté en mi caballo “Bucéfalo” y me dirigí al fren-te. La seña era Herrera y la contraseña “Chihuahua númerocuatro”. De modo que para estar seguro de reconocer a unode los nuestros, el comando ordenaba prender los sombrerospara arriba en la parte de atrás.

Se habían girado las órdenes más estrictas a todas partes,para que no se hicieran hogueras en la zona de fuego, y paraque quienquiera que encendiese una cerilla antes de comen-zar la batalla, fuera fusilado por los centinelas.

“Bucéfalo” y yo nos fuimos caminando despacio en la no-che completamente callada y sin luna. No se veía una luz niun movimiento sobre toda la inmensa planicie ante GómezPalacio; la única excepción era el lejano martilleo de la incan-sable cuadrilla de reparaciones, trabajando sobre la vía. En laciudad propiamente dicha brillaban con profusión las luceseléctricas, y aun pasó un tranvía eléctrico, que iba para Ler-do, perdiéndose tras del Cerro de la Pila.

Oí a la sazón un leve murmullo de voces en la oscuri-dad, en el canal cercano, más adelante; seguramente unaavanzada.

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—¡Quién vive! —oí gritar. Y antes de que pudiera contes-tar, ¡pum! hicieron fuego. La bala pasó cerca de mi cabeza.¡Por poco! ...

—No, no, idiota —dijo despacio una voz exasperada. ¡Nodispares al mismo tiempo que das el alto! Espera a oír la res-puesta incorrecta! ¡Escúchame, fíjate!

Esta vez los requisitos fueron satisfactorios para ambaspartes y el oficial dijo:

—Pase usted.

No obstante podía oír al centinela equivocado rezongar:

—Bueno, qué más da. Nunca le doy a nadie cuandodisparo...

Seguí a tientas mi camino con más cuidado, en la oscuri-dad, hasta que tropecé con el rancho San Ramón. Sabía quetodos los pacíficos habían huido, por lo que me sorprendióver luz debajo de una puerta. Tenía sed y no quería confiar-me en la zanja. Llamé. Apareció una mujer, con cuatro chi-quillos colgados de sus faldas. Me trajo el agua y, repentina-mente, me espetó lo siguiente:

—Oh, señor, ¿no sabe usted dónde están los cañones de labrigada Zaragoza? Mi hombre está allá, y hace siete días queno sé de él.

—Pero, entonces, ¿usted no es pacífica?

—En verdad, no lo soy —contestó indignada, señalando asus hijos. Pertenecemos a la artillería.

Allá en el frente, el ejército se había extendido a lo largodel canal, al pie de la primera hilera de árboles. Los soldadosse hablaban entre sí, cuchicheando, en medio de una comple-ta oscuridad, esperando a que la orden de Villa a la avanza-

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da de guardia, a cosa de medio kilómetro adelante, precipita-ra los primeros disparos de rifle.

—¿Dónde están sus rifles? —pregunté.

La brigada no usa rifles esta noche —contestó una voz.Allá, sobre la izquierda, donde van a atacar las trincheras,están los rifles. Nosotros vamos a capturar esta noche el Co-rral de Brittingham, y los rifles no sirven para eso. Somos delos hombres de Contreras, la brigada Juárez. ¡Mira, tenemosinstrucciones para escalar paredes y arrojar estas bombasdentro!

Sacó la bomba. Estaba hecha de una especie de cartuchode dinamita, cosido con una tira de cuero, con una mechadentro de uno de los extremos. Prosiguió:

—La gente del general Robles está allá sobre la derecha.Ellos tienen granadas también, además de rifles. Van a asal-tar el Cerro de la Pila...

Y ahora, con el calor de aquella noche silenciosa llegó derepente el sonido de un fuerte tiroteo del rumbo de Lerdo,donde estaba entrando Maclovio Herrera con su brigada. Casisimultáneamente sonó el chisporroteo del fuego de fusileríadel callado frente. Llegó un hombre recorriendo la línea conun cigarro puro encendido, que brillaba como una luciérna-ga en el hueco de sus manos.

—Enciendan sus cigarrillos con esto —dijo—, y no pren-dan fuego, a sus mechas hasta que estén al pie de la pared.

—¡Caramba, capitán! ¡Eso va a estar muy, muy duro!¿Cómo vamos a saber el tiempo exacto?

Otra voz áspera, habló en la oscuridad

—Yo les diré cómo. Vengan conmigo nomás.

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Un grito ahogado, más bien un susurro de ¡Viva Villa!,surgió entre ellos. A pie, con un cigarro puro encendido enuna mano —porque nunca fumaba— y una bomba en la otra,el general subió al borde del canal y se perdió entre la maleza,siguiendo detrás los otros como un torrente...

A todo lo largo de la línea rugía el fuego de fusilería, aun-que yo no podía ver nada del ataque, por estar detrás de losárboles. La artillería callaba; las tropas estaban demasiadocerca, dentro de la oscuridad, para el uso de granadas porambos lados. Volví sobre la derecha, donde subí mi caballopor el empinado borde del canal. Desde allí podía ver lasmenudas llamas oscilantes de los cañones de Lerdo, así como,los destellos dispersos, que parecían un cordón de joyas a todolo largo del frente. Sobre la extrema izquierda un nuevo yprofundo estruendo, indicando desde dónde saludabaBenavides a Torreón, en forma apropiada, con cañones detiro rápido. Yo estaba de pie, tenso, esperando el ataque

Éste llegó con la fuerza de una explosión. En la direccióndel Corral Brittingham, que no podía ver, el ritmo combinadode cuatro ametralladoras y la incesante e inhumana ráfagade descargas de rifle, hacían que el ruido anterior pareciera elmás profundo silencio. Un resplandor repentino enrojeció lacomba del cielo, y después se oyeron las retumbantes detona-ciones de la dinamita. Podía imaginar la gritería salvaje inun-dando como tromba hasta la calle contra aquella llama vaci-lante; el vaivén, pausas, otra vez luchas; con Villa al frente,hablándoles precisamente por encima del hombro, como lohacía siempre.

El fuego más intenso que ahora se oía sobre la derecha,indicaba que el ataque contra el Cerro de la Pila había llega-do al pie del mismo. Y, en seguida, simultáneamente, se vie-ron resplandores, sobre el alejado extremo de la colina hacíaLerdo. ¡Maclovio Herrera lo había tomado! Mas he aquí que

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apareció de pronto un espectáculo de encantamiento. En loalto del escarpado declive del cerro, en su derredor y por treslados, se elevó lentamente un círculo de luz. Era la llama in-cesante del fuego de fusilería de los atacantes. La cima, tam-bién se vio circuida por el fuego que se intensificaba a medidaque el círculo convergía hacia ella, más áspero ahora. Brillóun intenso resplandor de lo alto; después otro. Un segundodespués, llegó el atérrador estampido del cañón. ¡Abrían elfuego con artillería sobre la pequeña fila de hombres que su-bían el cerro! Sin embargo, ellos seguían ascendiendo por elnegro pedregal. El círculo de llamas se había roto en muchoslugares, pero no cedía. Así se sostuvo hasta que pareció unir-se con la maligna ráfaga que procedía de la cima. Pero enton-ces, repentinamente, todo pareció extinguirse casi completa-mente, quedando sólo luces individuales, que iban cayendocuesta abajo; aquellos que habían logrado sobrevivir. Y cuan-do pensé que todo se había perdido, maravillándome ante elheroísmo inútil de aquellos peones que subían por el cerrofrente a la artillería, he aquí que el flameante círculo empezóa subir otra vez, poco a poco, lamiendo el cerro...

Aquella noche atacaron el cerro siete veces a pie, y en cadaataque murieron setenta y ocho de los atacantes... Durantetodo este lapso, no cesó el infernal estruendo y el lanzamien-to de luz roja ígnea sobre el corral. De vez en cuando parecíacalmarse todo, para reanudarse en forma más terrible. Lan-zaron ocho asaltos sobre el corral... La mañana que entré aGómez Palacio, aunque los federales habían estado incine-rando cadáveres durante tres días, había tantos todavía en-tre el amplio espacio delante del corral de Brittingham, quedifícilmente se podía pasar a caballo; y en torno al cerro ha-bía siete montones de muertos de los rebeldes...

Los heridos empezaron a arrastrarse cruzando la planiciey evadiendo ser descubiertos en la oscuridad. Sus gritos y

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quejidos podían claramente, no obstante que el estruendo dela batalla ahogaba cualquier otro ruido; podía percibirse in-cluso el susurro de las ramas entre la maleza a su paso mien-tras serpeaban entre ella, así como el de sus pies arrastrándo-se sobre la arena. Pasó un jinete por la vereda, abajo de don-de yo estaba, renegando colérico porque debía retirarse delcombate debido a que tenía un brazo roto; lloraba y renegabaa ratos. Después vino otro a pie, que se sentó en la base delbordo y que se atendía una mano herida hablando sin cesarsobre toda una serie de cosas, para alejar la crisis nerviosa.

—¡Qué valientes somos los mexicanos —dijo festivamente.Nos matamos unos a otros, como esto!...

Volví rápidamente al campamento, enfermo de tedio. Unabatalla es la cosa más fastidiosa del mundo si dura un ciertoperiodo de tiempo. Todo es igual... En la mañana fui al cuar-tel general. Habíamos capturado Lerdo, pero el cerro, el co-rral y el cuartel estaban todavía en poder del enemigo. ¡Todaaquella carnicería había sido inútil!

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La caída de Gómez Palacio

“El Niño” estaba a poco menos de un kilómetro de la ciu-dad, y los trabajadores de la cuadrilla de reparaciones labo-raban en el último tramo de vía, bajo el nutrido fuego de lasgranadas de cañón. Las dos piezas al frente de los trenes so-portaron todo el peso de la artillería enemiga, contestandotan valientemente el fuego, tan bien, de hecho, que despuésque una granada federal mató a diez obreros, el capitán de“El Niño” puso fuera de combate a dos cañones del cerro. Detal manera, que los federales optaron por dejar en paz a lostrenes, concentrando su atención en cañonear a Herrera parahacerlo salir de Lerdo.

El ejército constitucionalista estaba terriblemente despeda-zado. Habían muerto como mil hombres en cuatro días decombate, y unos dos mil mas estaban heridos. Aun el exce-lente tren-hospital resultaba inadecuado para atender a losheridos. En la vasta planicie donde estábamos, el hedor de loscadáveres lo penetraba todo. En Gómez Palacio debe habersido horrible. El jueves se teñía el cielo con el humo ¿de veintepiras funerarias. Pero Villa estaba más resuelto que nunca.Gómez Palacio debía tomarse, y rápidamente. No tenía mu-niciones ni abastecimientos para un sitio y, sin embargo, sunombre era ya legendario para el enemigo, para el cual eraun hecho que un combate debía darse por perdido, dondequiera aparecía Pancho Villa. Asimismo, el efecto sobre sus

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propias tropas era lo más importante. Por eso planeó otroataque nocturno.

—Toda la vía está reparada —informó Calzada, el super-intendente de los ferrocarriles.

—Bien —dijo Villa. ¡Traiga todos los trenes de la retaguar-dia esta noche, porque vamos a entrar a Gómez Palacio en lamañana!

Cayó la noche; sin aire, silenciosa; cantaban las ranas enlos canales. De una parte a otra frente a la ciudad, los solda-dos esperaban, descansando, la orden de ataque. Heridos,agotados, con los nervios destrozados, se dirigían desparra-mados al frente, excitados hasta el límite de la desesperación.No podían ser rechazados esta noche. Tomarían la ciudad omorirían en su puesto. Al aproximarse las nueve, la hora se-ñalada para el ataque, la tensión, se hizo peligrosa.

Dieron las nueve y pasó la hora fijada: ni un sonido, ni unmovimiento. Por alguna razón la orden había sido suspendi-da. Las diez de la noche. De pronto, hacia la derecha, rompióuna andanada de disparos desde la ciudad. De todo lo largode nuestra línea vino la respuesta; pero después de unas cuan-tas salvas más, el fuego de los federales cesó por completo.Pero venían de la ciudad otros sonidos más misteriosos. Lasluces eléctricas se apagaron, y se percibía en la oscuridad unaagitación y un movimiento sutiles, indefinibles. Al fin se diola orden de avanzar; pero al ir arrastrándose nuestros hom-bres en la oscuridad, surgió repentinamente de las filas delfrente un vocerío; se extendió a todos y hacia el campo laverdad, que se exteriorizó con un inmenso grito de triunfo,¡Gómez Palacio había sido evacuado! El ejército se desbordóhacia dentro de la ciudad, en medio del escándalo y la charlaa grandes voces. Sonaron unos cuantos disparos aisladoscuando nuestras tropas sorprendieron a algunos federalessaqueando, porque el ejército federal había robado desenfre-

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nadamente en la ciudad, antes de abandonarla. Pero enton-ces dio comienzo el saqueo de los nuestros. Sus gritos y canta-res báquicos, así como el sonido de puertas cerrándose, llega-ban hasta nosotros en el llano abierto. Empezaron a flamearpequeñas lenguas de fuego, donde los soldados quemabanalguna casa que había servido de fortaleza a los federales.Pero el saqueo de la gente victoriosa se limitaba, como ocurrecasi siempre, a las cosas de comer, beber o ropa para vestirse.No molestaban a ninguna casa particular.

Los jefes del ejército hacían la vista gorda sobre todo esto.Villa dictó una orden concluyente, estableciendo con clari-dad que cualquier cosa que tomara un soldado era suya, yque no debía quitársela ningún oficial. Hasta el momento nose daban muchos casos de robo en el ejército —por lo menosen cuanto a nosotros se refería. Pero la mañana de la entradaa Gómez Palacio se operó un cambio curioso en la psicologíade los soldados. Cuando me levanté en nuestro campamento,junto al canal, me encontré; con que mi caballo había des-aparecido. “Bucéfalo” fue robado en la noche y no lo volví aver. En el curso de nuestro desayuno llegaron algunos solda-dos a compartir nuestra comida; cuando se fueron, habíadesaparecido también un cuchillo y un revólver. Lo que ocu-rría era que a todos les había entrado la fiebre del saqueo. Demanera que yo también robé lo que necesitaba. Había unagran mula gris pastando en el prado contiguo, con una reataal cuello. Le puse mi silla y me encaminé hacia el frente. Erauna animal noble, que valía lo menos cuatro veces más que“Bucéfalo”, de lo que pronto hube de darme cuenta. A todoel que me encontraba le gustaba la mula. Un soldado que ibacon dos rifles me saludó:

—Oiga, compañero, ¿dónde consiguió usted esa mula?

—La encontré en el campo —le contesté imprudentemen-te.

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—Precisamente es lo que me figuraba —exclamó. ¡Esa esmi mula! ¡Bájese y entréguemela en seguida!

—¿Y esta es su silla? —Le pregunté.

—¡Por la Madre de Dios, Nuestro Señor, que sí!

—Entonces mientes acerca de la mula, porque la silla esmía.

Seguí mi camino y lo dejé gritando en medio del campo. Acorta distancia, un poco más adelante, un viejo peón que ibapor el camino, corrió repentinamente y echó los brazos al cuellodel animal.

—¡Ah, al fin! ¡Mi preciosa mula que había perdido! ¡Mi“Juanita”!

Lo sacudí de le mula, a pesar de sus ruegos, pero dijo que,al menos, le pagara como compensación cincuenta pesos porella. Ya en la ciudad, un soldado de caballería se me atravesóexigiendo la devolución de su mula inmediatamente. Era másbien feo y portaba pistola. Salí del apuro diciendo que eracapitán de artillería y que la mula pertenecía a mi batería. Acada pocos metros surgía un dueño de la mula y me pregun-taba ¡cómo me atrevía a montar a su querida “Panchita”,“Petrita” o “Tomasita”. Por último, salió un soldado de uncuartel, con una orden escrita de un coronel, que había vistola mula desde la ventana. Pero le mostré mi pase firmado porel general Francisco Villa. Lo que fue suficiente...

Al través del ancho desierto, donde habían peleado tantotiempo con los constitucionalistas, se concentraba de todasdirecciones el ejército, formando largas columnas que pare-cían serpientes y levantando una polvareda sobre ellas. Entoda la longitud de la vía, hasta donde podía verse, veníanlos trenes, uno después de otro, lanzando silbatazos de triun-fo, repletos de soldados y mujeres que vitoreaban sin cesar.

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Dentro de la ciudad, el nuevo día, había traído una absolutatranquilidad y orden. Con la entrada de Villa y su EstadoMayor, había cesado completamente el saqueo; los soldadosrespetaban nuevamente la propiedad. Mil de ellos estabanafanosamente dedicados a recoger los cadáveres y conducir-los a las orillas de la ciudad, donde eran incinerados. Otrosquinientos estaban comisionados al servicio de policía de lapoblación. La primera disposición dictada era que cualquiersoldado que fuese sorprendido bebiendo licor, fuera pasadopor las armas.

Nuestro carro estaba en el tercer tren: un carro-caja, adap-tado especialmente para los corresponsales, fotógrafos ycinematografistas. Por fin, teníamos nuestras literas, mantas,y a Fong, nuestro querido cocinero chino. El carro estaba enuna desviación cercana a la estación del ferrocarril, precisa-mente al frente de los trenes. Al reunirnos en su interior agra-dable, acalorados, polvorientos y agotados, cayeron cerca denosotros unas cuantas granadas, que, lanzaron los federalesdesde Torreón. Yo estaba parado en la puerta del carro enaquel momento; oí el ¡bum! del cañón, pero no le puse aten-ción especial a aquello. De pronto vi un objeto en el aire, comosi fuera un enorme escarabajo, remolcando una pequeña es-piral y humo negro detrás. Pasó la puerta del carro con unzumbido y fue a estallar como a quince metros más allá conuna espantosa detonación: ¡crey-juí-í-íí-eea!, entre los árbolesde un parque donde acampaba una compañía de soldadosde caballería con sus mujeres. Saltó un centenar de hombres,presas del pánico, precipitándose sobre sus caballos, y galo-pando frenéticos hacia la retaguardia, seguidos por un grupode mujeres. Parece que murieron dos mujeres y un caballo.Quedaron abandonados en la huida mantas, alimentos y ri-fles. ¡Poo! Otro estallido al lado opuesto del carro, muy cercade éste. Detrás de nosotros, en la vía, había veinte trenes car-gados con mujeres que gritaban y chillaban, pidiendo que se

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retrocediera fuera del patio del ferrocarril inmediatamente, ytodo esto en medio de un monstruoso e histérico diluvio depitazos y silbidos. Siguieron dos o tres granadas más, perodespués oímos la contestación de “El Niño”.

El efecto en los corresponsales y periodistas había sido asazpeculiar. No bien explotó la primera granada, alguno sacó labotella de whisky en forma absolutamente espontánea, pa-sándola entre los presentes. Nadie dijo una palabra, pero to-dos tomaron un buen trago al llegarles su turno. Cada vezque explotaba una granada por allí cerca, todos respingába-mos y saltábamos, pero después de un rato no nos ocupába-mos más de ello. Entonces comenzamos a congratularnosmutuamente por ser tan bravos. Nuestra valentía aumentó amedida que los disparos se hacían y haber permanecido en elcarro bajo el fuego de la artillería, más parcos hasta, final-mente, no oírse más, así como también por haberse ido ago-tando el whisky. Nadie se acordó de la comida.

No olvidaré a dos belicosos anglosajones que desde la os-curidad de pie en la puerta del carro, daban el ¡quién vive! alos soldados que pasaban, injuriándolos con el lenguaje másgrosero. Nosotros también teníamos buenas piezas entre losnuestros: uno de ellos casi estranguló a un viejo baboso, ton-to, que andaba con el equipo cinematográfico. Ya tarde, en lanoche, estábamos tratando todavía, seriamente, de persuadira dos de los muchachos para que no salieran sin el santo yseña a practicar un reconocimiento de las líneas federales enTorreón.

—Ah, ¿qué hay allí para tener miedo?, —exclamaron ¡Unmexicano grasiento no tiene riñones! ¡Un norteamericano pue-de pagarle a cincuenta mexicanos! ¿No viste cómo corrieronesta tarde al caer las granadas en aquel bosquecillo? ¿Y cómonosotros, bravamente, permanecimos en el carro?

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Descubrimientos en México. 1945Egon Erwin Kisch (Praga, 1885-1948)

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Reparto de tierras algodoneras

Esta carretera por la que ahora corre el auto nos lleva jun-to a un problema que ya en 1936 hacía gritar a la prensa deEuropa: “¡Robo de tierras ordenado por el gobierno!” “¿Triun-fa el bolchevismo en México?”.

Para México, la Comarca Lagunera, situada en el nortedel país y que pronto se desplegará a derecha e izquierda dela carretera que nos conduce, no es precisamente un hervide-ro de amenazadores signos de interrogación y de angustiosossignos de admiración, como lo era para ciertos periódicos deEuropa por aquellos días. La Comarca Lagunera era, en Méxi-co, la pesadilla de los ricos y el rayo de esperanza de los po-bres. Y esta esperanza no era del todo infundada. El repartode las tierras algodoneras de La Laguna fue seguido por laentrega a los campesinos de los latifundios henequeneros deYucatán, por la colectivización del territorio de los indiosyaquis, por la asignación de tierras a los peones y, finalmen-te, por la nacionalización de la riqueza petrolera.

La expropiación de los latifundios de La Laguna no fueobra de la violencia, sino la aplicación reflexiva y responsablede una ley, una reforma agraria, aunque la más tajante quepueda concebirse dentro del sistema de economía imperante.Detrás de ella se vislumbra la figura de Emiliano Zapata, elgran líder del campesinado de México. ¿Cuáles han sido susresultados? Si oímos a los economistas, funcionarios y políti-cos de la capital llegaremos a la conclusión de que esta audaz

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obra de gobierno ha fracasado lamentablemente, pues segúnellos los antiguos jornaleros sólo han conseguido perder susjornales fijos y seguros para convertirse en esclavos financie-ros de los bancos y hundirse en la miseria. En estos medios senos asegura, que los nuevos poseedores de la tierra suplicande rodillas a sus antiguos patrones que se hagan cargo nue-vamente de sus fincas y vuelvan a tomarlos a su servicio comojornaleros; pero los latifundistas se resisten a hacerlo, espe-rando a que el gobierno les restituya la tierra en bloque.

La carretera que vamos siguiendo se llama carreteraInteroceánica, pues está llamada a unir, en plazo no lejano,el Pacífico con el Atlántico, a establecer aquel enlace entre losdos grandes mares del mundo con que, en su vejez, soñabaGoethe. La imaginación del gran poeta soñaba con un grancanal que atravesara el istmo de Tehuantepec. Esta gran obrano ha sido aún realizada; el istmo de Tehuantepec sigue sintaladrar, pues el Canal de Panamá le tomó la delantera. En elsur, es un pequeño ferrocarril el encargado de salvar la cortadistancia que allí separa a los dos océanos. El gran enlace loestablecerá la carretera Interoceánica, cuyo trecho industrialestá ya abierto al tráfico y une la ciudad algodonera de To-rreón, con la ciudad petrolera de Tampico, pasando por laciudad metalúrgica de Monterrey.

Nos cruzamos con camiones cargados de piezas de ma-quinaria, con autobuses que hacen el trayecto de San Pedro aTorreón y con los coches de sanidad del Servicio de HigieneRural y Medicina Social de La Laguna. Este servicio médico,conquista popular indiscutible, se ha convertido en uno delos blancos de ataque de la reacción en la campaña electoralque ahora llega a su apogeo. “¿Vas a permitir que te sigansacando del bolsillo el dinero ganado con el sudor de tu fren-te, para pagar a médicos y funcionarios de sanidad?”. Cadacabeza de familia paga 48 pesos al año y la Secretaría de Sa-

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lubridad contribuye con otro tanto por cada familia; los gas-tos de sostenimiento del hospital y las ambulancias asciendena millón y medio de pesos anuales.

Ayer visitamos en Torreón el hospital de La Laguna y ha-blamos con su director, nombrado por el gobierno a propues-ta de los campesinos laguneros. Los enfermos insistieron atoda costa en acompañarnos de sala en sala, y los que no sehallaban en condiciones de hacerlo nos explicaban desde lacama el funcionamiento de todos los servicios sanitarios.Quien conoce los hospitales públicos de México, comprendesin dilación la suerte que representa para los campesinos deLa Laguna contar con una institución así, y se explica el or-gullo con que lo enseñan. Enseguida se advierte que los enfer-mos aquí hospitalizados no se sienten súbditos de la benefi-cencia pública, sino propietarios soberanos del establecimiento.

Cuando las decenas de miles de trabajadores del campolagunero pertenecían aún como jornaleros a unos cuantosgrandes hacendados, no tenían derecho a ocupar una camaen el hospital, y sus mujeres no podían permitirse el lujo dedar a luz con asistencia médica. Ahora, la Comarca Lagunerase halla dividida en dieciocho distritos médicos; cada UnidadMédico-Ejidal tiene sus médicos, sus parteras, sus enfermerasy sus ambulancias sanitarias, que atienden de diez a quincepueblos. Además, un servicio sanitario volante que tiene sucentro en Torreón se encarga de vigilar las condiciones de lavivienda, de investigar el estado de salud de los niños de lasescuelas, de organizar cursos y conferencias de divulgaciónsanitaria.

La carretera pasa por delante de un campamento militar ydeja a un lado de un silo gigantesco y una fábrica de desmon-tar, término menos romántico que la palabra española“despepitadora” y menos práctico que la expresión inglesagin. Allá a lo lejos, a la izquierda, invisible desde la carretera,

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corre el río Nazas; lo único que se ve desde la carretera es unaancha planicie.

Por último, desembocamos en la tierra algodonera. Prime-ro, el auto rueda a lo largo de un canal. Mejor dicho, de doscanales. Son dos canales paralelos, cuyos bordes casi se to-can. Estas vías de agua proceden de la época de los latifun-dios. Las obras de irrigación de los hacendados eran algo muycurioso: en vez de llegar a un acuerdo con el vecino (que,además de ser vecino, era, naturalmente, el competidor y, portanto, el enemigo mortal), preferían construir un nuevo canalal lado del suyo.

Son nuevos, en cambio, los puentes de cemento tendidossobre los canales. Antes, no hacían falta para nada. Los peo-nes cargaban o descargaban los pesados sacos en la carrete-ra, los transportaban a cuestas haciendo verdaderos equili-brios para cruzar el canal sobre un tablón o, sencillamente, lovadeaban con el agua hasta la cintura, prosiguiendo luego lamarcha con las espaldas encorvadas bajo el peso, hasta lalejana plantación algodonera, o al revés. Ahora, los camionesllegan con su carga o la recogen en el lugar de destino o pun-to de partida.

A derecha e izquierda, hasta la línea del horizonte, verdeanlos campos de algodón; las plantas forman hileras tan tupi-das que no se ven los senderos que dividen las plantacionesen cuadriláteros. Entre el compacto verde relucen bolasestriadas de violeta y amarillo: son las flores. Sobre el marverde emergen y se mueven las caras tostadas de los trabaja-dores, resguardadas del sol por el ancho sombrero mexicano.Hablamos con ellos de las faenas del campo.

—¿Mucho trabajo?

—Mucho. Mucho más que el año pasado.

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Es el destino de todos los campesinos del mundo: cada añotrabajan más que el anterior.

—Hace más calor que el año pasado y las plantas tienenmás gusanos. Tenemos que espolvorear siete kilos de venenopor hectárea para combatir el gusano rosado. Y además, la-var el polen. Mucho trabajo, señor.

El ejido tiene 1200 hectáreas y lo trabajan doscientos hom-bres, sin contar los que se contratan especialmente para lapizca. Cada planta da, por término medio, 40 capullos, unosdos kilos de algodón. Antes, ninguna planta rendía más deun kilo.

—Pero esto nos da mucho más trabajo y no sabemos sipodremos conseguir la gente necesaria para la recolección.Todos quieren irse a Estados Unidos de braceros. Allí paganen dólares.

—¿Cómo se presenta la cosecha?

—Regular. Este año hemos cultivado un cincuenta por cien-to más de tierra que el año pasado.

—¿Y los precios?

—El precio del algodón ha subido el 21 por ciento.

Pero tenemos que ir pagando nuestras deudas al BancoEjidal, a pesar de que nos harían falta nuevos créditos paraabonos y maquinaria. Pero lo principal es el agua. ¡Ojalá queEl Palmito, la nueva presa, nos proporcione la cantidad quenecesitamos!... De eso depende todo.

—¿No podrían arreglarse con pozos artesianos?

—Eso de los pozos se ha puesto difícil. De Europa ya nollegan los motores Diesel, ni de Estados Unidos nos mandanmotores eléctricos. Hace un par de años, una noria mecánica,

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es decir, una bomba costaba unos 35 000 pesos; ahora saldríapor 80 000, suponiendo que pudiéramos conseguirla.

Los hacendados no dejan de abrir nuevos pozos en las fin-cas que aún les quedan.

—¿Y por qué no ustedes?

—Porque no disponemos del capital necesario. Por cadauno de los viejos pozos enclavados en las tierras ejidales losantiguos propietarios recibieron como indemnización el pre-cio de inversión íntegro, 35 000 pesos. Se han quedado conlas mejores tierras y cambian sus parcelas por otras mejores,pues saben por donde pasarán los nuevos canales de riego...En los siete años que llevamos en Posesión de la tierra, noso-tros los ejidatarios, sólo hemos podido abrir trescientos pozosnuevos en toda la Comarca Lagunera. Los latifundistas hanabierto muchos más. A pesar de que ellos no son más queunos cuantos y de que nosotros somos muchos. Demasiadospara la cantidad de tierra de que tenemos que vivir...

Aquí está el meollo de uno de los problemas. Toda estatierra perteneció primero a uno solo, luego a unos pocos, ahorapertenece a muchos. Sólo cuando todo pertenezca a todoscesarían las amargas quejas que acabamos de oír y las eter-nas discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes delreparto de la tierra.

Contemplamos los campos, verdes, salpicados de amarilloy violeta purpúreo, sin que nada se interponga ante la mira-da más acá del horizonte. Antes de que empezara la historiade México, toda esta extensión que abarca nuestra mirada ymucho más, era tierra de nadie. Los animales salvajes pacíanlibremente en la Comarca Lagunera y los peces nadaban enlas aguas del río Nazas, esperando servir de pasto a los indiosnómadas. De vez en cuando, los pieles rojas de las tribusapaches irrumpían desde el norte y extendían a estas prade-

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ras sus correrías de caza. ¡Quién sabe si en este mismo sitio enque ahora nos encontramos montaría la guardia, en lejanostiempos, un antepasado de Winnetou, esperando la llegadadel enemigo o de la bestia salvaje! Hasta que un día se presen-tó el hombre de rostro pálido, el conquistador.

Todo el territorio de Nueva España estaba dividido en po-sesiones de los monasterios y encomiendas adjudicadas porla corona a los señores españoles. El marqués de Ordiñola deAguayo recibió en feudo la Comarca Lagunera con todos loshombres que vivieran en ella o a los que pudiera echar el guan-te encima. El marqués cazaba animales por pasatiempo yhombres para mandarlos a las minas a que le llenaran susbolsillos de dinero.

En las tierras bañadas por el río Nazas se sembró maízpara que los ganados del marqués apacentaran en ellos. Ha-cia 1800 ya no había entre el peonaje ningún indio puro, sólomestizos: los señores blancos habían velado por la transfor-mación de la raza haciendo hijos a las muchachas indias,como nos cuentan los libros parroquiales.

El triunfo de la guerra de independencia puso fin a lostrescientos años de dominación de los gachupines, de los ha-cendados españoles; acabó con la era de los virreyes y losvirreyecillos extendidos a lo largo del país. Empezó la era delmexicano, el sacerdote apegado a las cosas de la tierra, y elburgués. Cuando estas tres cualidades se reunían en una solapersona, como ocurría con el párroco de Monclova, el felizmortal podía hacerse dueño de casi toda la ComarcaLagunera.

El acto siguiente del drama, el del algodón, corrió ya a car-go de un nuevo director de escena: el capital financiero. Losbancos de la capital concedían a los hacendados los créditosnecesarios sobre el algodón, que era enviado en pacas a losfabricantes de percales, de lienzos y de enaguas de Alsacia-

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Lorena, o se embarcaba para Lancashire, vía Liverpool. Losbancos, a través de sus operaciones de crédito, no tardaronen hacerse dueños de toda la comarca, que regentaban pormedio de sus arrendatarios y administradores, cuando nopreferían vender las tierras a otros.

Cuanto más se enriquecían los hacendados, más algodóncultivaban; a medida que se extendía la superficie de cultivo,necesitaban más mano de obra y más tiempo de trabajo; yconforme aumentaba el volumen de mano de obra y de tiem-po de trabajo, empeoraba la situación de los jornaleros. Es lahistoria de siempre, sobre todo cuando se trata de cultivosindustriales. Lo único que hay de común entre el obrero in-dustrial y el jornalero empleado en estos cultivos, es que nin-guno de los dos posee, como el campesino, las aves, la vaca oel cerdo y el pequeño huerto con que éste apuntala un pocosu economía doméstica. El jornalero de las plantaciones dealgodón no puede comer cruda, cocida ni molida la plantaque cultiva. Otras plantas de México, el maguey por ejemplo,crían gusanos que puden utilizarse como alimento. Pero elgusano del algodón no es más que una plaga. Se le arrasa yenvenena como a una maldición, para que no reaparezca alaño siguiente. Desgraciadamente, casi siempre reaparece sucría.

El jornalero de las plantaciones algodones es en todas par-tes una paria, ya se trate de un negro tuareg de Sudán, de unfelah de Egipto, de un hindú de Haiderabad o de un negro deArkansas adornado con la ciudadanía estadounidense. Lospeones de La Laguna vivían poco mejor que el gusano delalgodón. No poseían organización alguna, no leían “prensaincendiaria”, no conocían líderes ni demagogos. Y, sin em-bargo, a cada paso estallaban en la Comarca Lagunera moti-nes y rebeliones, hijos de la desesperación.

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Fue en La Laguna donde comenzó la Revolución de 1910,que de allí se extendió a todo México. El movimiento revolu-cionario triunfó y trajo consigo una ley agraria de caráctersocial. Pero, aunque parezca paradójico, esta victoria sólo sir-vió para empeorar, si es que podía empeorarse, la situaciónde los trabajadores laguneros. La ley agraria disponía, porejemplo, que cada pueblo de tantas o cuantas almas, teníaderecho a tantas o cuantas hectáreas de tierras colectivas, queformaban un ejido. En los confines de La Laguna vivían, dis-persos en chozas y en cuevas, gran número de peones que,agrupados, habrían tenido derecho a reclamar sus ejidos. Perono hicieron valer sus derechos. Bastó, sin embargo, el hechode que estos peones tuvieran el derecho a solicitar tierras paraque los terratenientes los dispersaran. Emplearon para estefin la astucia y la violencia, las armas del despido y del des-ahucio, provocaron conflictos, recurrieron a la detención y alasesinato. Viendo que por estos medios no conseguían su pro-pósito, los terratenientes echaron mano de una nueva arma:las inundaciones provocadas con refinada técnica, para obli-gar a los peones a desalojar sus cuevas y sus chozas. Veinti-séis años duró esta guerra sorda de los hacendados contrauna parte de sus jornaleros.

—Y como recompensa por estos servicios, al repartir lastierras se respetaron a los hacendados los edificios de sus ha-ciendas —dice un trabajador del grupo que se ha formado entorno a nosotros— y se permitió que se quedaran tambiéncon la maquinaria y con el pequeño ferrocarril que atraviesaesta comarca. Todavía hoy no podemos competir con ellos.

—Nadie tiene la culpa más que nosotros, pues habríamosdebido prever esto —dice otro.

—¿Pues qué, no formabas tú mismo parte del comité dehuelga?

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—Sí, es verdad, pero nuestro programa se limitaba a con-seguir un poco de tierra. No sabíamos una palabra acerca decómo llevar a cabo esta reivindicación. Ninguno de nosotrostenía la menor idea de lo que es una cooperativa agrícola. Deotro modo, habríamos reclamado ante todo los cascos, losedificios de las haciendas, y la maquinaria.

Antes de la gran huelga de 1936, los jornales percibidospor estos trabajadores oscilaban entre 50 y 80 centavos. Lamayor parte de sus ingresos iban a parar a la tienda de rayaes decir, a la tienda de monopolio regenteada por un socio oprestanombre del hacendado, que funcionaba en todas lashaciendas, a pesar de estar prohibido por la ley. En la épocade la recolección, el peón trabajaba día y noche con su mujery sus hijos por un tanto que no pasaba de 30 pesos a la sema-na. Pero esta coyuntura sólo duraba dos meses al año. Losotros diez meses ganaba para él y su familia solamente la sex-ta parte, y pasaba hambre y frío en su choza. Las chozas delas plantaciones algodoneras son más pequeñas y más pobrestodavía que las chozas corrientes. El algodón es casi tan ava-ro para dar albergue a quien lo cultiva como para darle ali-mento. Si, a pesar de todo, el jornalero se empeña en utilizarsus tallos y hojas para tener donde guarecerse, se obtienencomo triste resultado las chozas de La Laguna.

El corazón algodonero no era tan duro, ni mucho menos,para los grandes terratenientes de la comarca. Eran los hom-bres más ricos de México, lo mismo bajo el imperio que bajo larepública, pues los magnates del petróleo y de la plata esta-ban en Estados Unidos. Tampoco aquéllos vivían en el terru-ño, también ellos eran extranjeros, pero jamás perdían el con-tacto con los poderosos de México. Cuando en La Laguna seplanteaba una huelga pidiendo aumento de jornales, los lati-fundistas presentaban a las autoridades tarifas de salarios delas que resultaba que sus jornaleros ganaban seis veces más

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que la mayoría de los obreros agrícolas de México. Huelgadecir que aquellas tarifas correspondían a los salarios de losdos meses de vacas gordas... Los jornaleros, ignorantes de lamaniobra, no podían defenderse de ella.

En 1935, año en que subió al poder el presidente LázaroCárdenas, empezaron los trabajadores laguneros a organi-zarse sindicalmente y formularon sus reivindicaciones: con-trato colectivo, un peso 50 centavos de salario, e intervenciónde un representante del sindicato en la operación de pesar elalgodón recolectado.

Los hacendados rechazaron todas las peticiones de sus jor-naleros, incluso la última, con lo que venían a confesar tácita-mente el fraude que hacían contra sus míseros peones.

La primera huelga organizada estalló en la haciendaManila. Al extenderse a otras plantaciones, intervino el go-bierno cerca de los terratenientes. Pero éstos se mantuvieronen sus trece, declarando que no aumentarían los jornales enun solo centavo, ni accederían tampoco al control de los jor-naleros en las pesadas del algodón que recolectaban. Cual-quiera de estas innovaciones los obligaría a invertir en susfincas nuevo capital y no disponían de reservas. Si el gobier-no fallaba el pleito en contra de sus intereses, responderíaninmediatamente con el cierre de las plantaciones, lo que trae-ría como consecuencia automática la ruina de la producciónalgodonera y de la industria basada en ella. Como ya es cos-tumbre en estos casos, la gran prensa y las radiodifusorasdaban aliento a sus bravatas.

Al mismo tiempo, estos grandes hacendados carentes derecursos fomentaron a fuerza de dinero un sindicato blancoy atrajeron a La Laguna un ejército de esquiroles con ofertasde salarios de seis y hasta siete pesos por día. Muchos de estosrompehuelgas fueron transportados en avión. Se dio la cir-cunstancia de que durante la huelga trabajaron en La Lagu-

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na hasta diez mil obreros más que en las faenas normales dela recolección. (Parece casi una mala broma, pero es verdad:al repartirse las tierras de la Comarca Lagunera fueron in-cluidos también en el reparto estos esquiroles, afiliados casitodos ellos al movimiento fascista de los Camisas Doradas y alas organizaciones sinarquistas).

Los grandes terratenientes, siempre al amparo de su ca-rencia de recursos, instalaron una radiodifusora para La La-guna y apenas hubo peón, huelguista o no, al que no envia-ran gratis a su choza un aparato receptor. Era necesario quellegaran a oídos de todos, aunque fuera en forma tosca y pri-mitiva, las tesis que los economistas conservadores están em-peñados desde hace tanto tiempo en demostrar, a saber: que,visto el problema desde un punto de vista elevado y no en unbajo sentido materialista, todo aumento de salarios represen-ta, en realidad, una baja de salarios, y todo mejoramientode las condiciones de vida, supone, en realidad, un empeora-miento de las condiciones de vida, las reivindicacionesde cualquier clase formuladas a los patronos, una falta la-mentable de patriotismo y el resultado de exóticas corrientesde materialismo, ajenas al alma y al modo de ser del pueblomexicano.

Pero antes de que las baterías de la radio pudieran dar porterminada esta campaña de ilustración de los espíritus, losgrandes terratenientes tuvieron que enfrentarse con una nue-va fuerza: el proletariado industrial. Los obreros fabriles deTorreón, se pusieron al lado de los obreros agrícolas de LaLaguna, movidos por la solidaridad de clase e indignados porlas maquinaciones de los grandes hacendados. Exigieron quela ley agraria, votada hacía más de veinte años, se pusiese deuna vez en ejecución, procediéndose al reparto de las tierraslaguneras. El 22 de agosto de 1936 se inició en Torreón lahuelga de solidaridad, compartida por 38 000 obreros. Enca-

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bezaba el comité de huelga un joven obrero de tez morena yfisonomía india. Apenas habrá en la Comarca Lagunera unsolo votante que no acuda mañana a las urnas para emitir susufragio a favor de Dionisio Encina, el hombre que dio el triun-fo a los trabajadores de La Laguna.

Columnas de huelguistas se presentaban en las haciendasy exigían que el latifundista o su administrador se retiraraninmediatamente. Sobre el tejado era izada la banderarojinegra, estandarte de huelga, aviso a los trabajadores paraque se mantuvieran alejados de este sitio.

Piquetes de tropas motorizadas se encargaron de instalarde nuevo en sus haciendas al terrateniente o a su administra-dor y de arriar la bandera de huelga; en cada hacienda seapostó una patrulla de soldados. Poco después, volvieron losobreros huelguistas con una ametralladora, desarmaron ymandaron a su casa a la guardia, alejaron nuevamente allatifundista e izaron otra vez la bandera de huelga.

Sólo se produjeron choques armados entre huelguistas yesquiroles, verdaderos combates que arrojaron un saldo devarios muertos. Al cabo de ocho días, el comité de huelga fuellamado a la capital por el Presidente de la República. LázaroCárdenas prometió a los laguneros poner en vigor en el mesde octubre la ley agraria de 1917, es decir, repartir las tierrasde La Laguna entre los que las trabajaban, a condición deque levantaran inmediatamente la huelga, que ponía en peli-gro la industria textil y toda la economía del país. Los obrerosaceptaron y el 3 de septiembre de 1936 se reanudó el trabajo.

Ahora, ya no se trataba simplemente de salarios ni de vi-das humanas; estaba amenazado algo más serio: la propie-dad. Los latifundistas comunicaron su pánico vertiginosamen-te al mundo. Fueron movilizados el púlpito, la ciencia, la ra-dio y la prensa, incluyendo los de Estados Unidos, para pre-sionar al presidente Cárdenas, hacerle desistir de la palabra

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dada y salvar a México de la hecatombe “bolchevique”. Lospropietarios ingleses de los dos latifundios de Tlahualilo yPurcell amenazaron con la intervención del gobierno británi-co. Los hijos de los grandes terratenientes se pusieron a lacabeza de los Camisas Doradas, provocaron levantamientoslocales en diversos sitios e intentaron poner en pie una insu-rrección para derribar el gobierno.

Por su parte, las organizaciones campesinas y los sindica-tos de obreros industriales abogaban unánimemente por laimplantación del reparto de tierras. Lázaro Cárdenas demos-tró que estaba resuelto a dar al trabajador mexicano lo que enjusticia le pertenecía. En octubre se trasladó a Torreón e hizoentrega de 180 000 hectáreas de tierra para su explotación ydisfrute colectivos, a unos 30 000 obreros agrícolas.

La zona colectivizada se compone de trescientos ejidos; elmás pequeño de ellos está formado por 30 familias, el mayorpor 400. Pero esta zona no abarca, ni mucho menos, toda laComarca Lagunera. Los antiguos terratenientes conservaronuna extensión de 50 000 hectáreas, es decir, casi una terceraparte de la tierra adjudicada a 30 000 peones y sus familias.

Además, se concedieron seis hectáreas de tierra para sucultivo individual a cada uno de los 600 obreros agrícolas,entre los que figuraban los esquiroles de la última huelga. Y,finalmente, quedan aún 1500 propietarios privados, cada unode los cuales posee hasta 20 hectáreas de tierra, adquiridapor herencia o por compra.

Después de recorrer los campos, pasamos a visitar los lo-cales administrativos y otras dependencias de este gran cen-tro algodonero. Vemos las espaciosas cuadras en que se al-bergan los caballos y el ganado; el cobertizo en que se limpiany reparan las máquinas, un campo de maíz de la colectividady los huertos de legumbres, en que sus miembros cultivan in-dividualmente chile y frijol; las oficinas del Crédito Ejidal, a

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cuyo cargo corre todo lo referente a la administración; la tien-da, o sea la cooperativa de consumo, con café y billar, perosin bebidas alcohólicas; el campo deportivo, en el que se jue-ga beisbol, adaptación ortográfica castellanizada de este jue-go del pelota, muy popular en México e inventado en EstadosUnidos.

Por las calles del pueblo corren las gallinas; detrás de suredil, gruñen los cerdos. Preguntamos el nombre de unos ar-bustos de llores rojas plantados delante de una casa. Son“higuerillas”, nos dice una mujer que, está de pie junto a laempalizada. “Les saco cien pesos al año” añade. La higueri-lla es la planta que da el aceite de ricino.

Bajo un cobertizo vemos un montón de aperos de labran-za que han sido desechados por anticuados o inservibles en eltranscurso de estos años: chatarra. Recordamos haber leídoen Marx, que las reliquias de instrumentos de trabajo son tanimportantes para conocer las formas de sociedad ya fenecidas,como los descubrimientos de huesos para estudiar las comu-nidades animales del pasado. Lo que distingue a unas épocaseconómicas de otras, no es lo qué se hace sino el cómo y conqué se hace. Los instrumentos de trabajo no indican solamen-te el grado de desarrollo del trabajo humano, sino tambiénlas condiciones sociales en que trabaja el hombre.

Las herramientas que vemos aquí amontonadas como hie-rro viejo eran ya anacrónicas cuando prestaban servicio enestas tierras. Hace dieciséis años vimos a los negros de CottonBelt, en Estados Unidos, manejar aperos mucho más moder-nos que éstos. La necesidad de sacar su pleno rendimiento alos salarios pagados allí, hacía que no se emplearan aradosde madera, agotadores, manejados a mano, ni estos cubosque los laguneros utilizaban hasta hace poco para esparcir avoleo el abono, como si esparcieran simiente.

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—Esto fue lo que nos dejaron como herencia los hacenda-dos —me explica uno de mis acompañantes—. Con esto te-níamos que trabajar. No podía hacerles mucha sombra nues-tra competencia.

Otro de los que me acompañan apunta con el pie a la cha-tarra y dice:

—No hemos podido utilizar, siquiera la chapa de hierro.

Y otro:

—Claro está que tenían también maquinaria moderna, Perono se decidían a jubilar los aperos antiguos. Siempre habíaalgún rincón en que ponían a trabajar con ellos a los que noservían para otra cosa.

Pero lo peor de toda la herencia eran las obras de irriga-ción. En 1936, en plena época de riego, los hacendados pro-hibieron que fuesen reparados los canales y las acequias. Notenemos ningún interés en ello —pensaban—, pues la próxi-ma cosecha ya no será para nosotros. Aprovechemos el pocotiempo que nos queda de ser dueños y señores para hacernuestra santísima voluntad.

Junto al cementerio de chatarra está el taller de reparacio-nes: cuatro estacas con un techo de tablas. Preguntamos a losherreros cuánto ganan.

—Hay quien saca 2 000 pesos al año, por ejemplo Pedro.Pero todos ganamos más que los que trabajan en el algodón.

—¿Y no son ustedes objeto de envidias por parte de losdemás?

—Al principio hubo sus envidias y conflictos. Pero luegocada cual fue acoplándose al trabajo para el que tenía mejo-res aptitudes. Además, aquí hay más trabajo que en los cam-pos. Fíjese usted en todas las herramientas y piezas que aquí

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se reparan: herraduras, machetes (los machetes son las hocesde México), rejas de arado, ruedas, calderas, los volantes parael arado de motor, tractores. En este ejido, trabajamos seisherreros.

En un carro tirado por caballos vienen del campo unoscuantos ejidatarios y tras ellos, en un camión de carga, ungrupo más numeroso. Es la hora del relevo. Quieren saberquién es y qué trae por aquí a este visitante desconocido lle-gado al ejido: ¿Tal vez un propagandista electoral? ¿Tal vezun investigador del gobierno? Se forma un corro a nuestroalrededor. La conversación va animándose, poco a poco,

—¿Qué tal se vive por aquí?

—¿Cómo quiere usted que se viva? Bastante mal.

—¿Mal? ¿Por qué? Los campos están hermosos y el algo-dón tiene ahora un buen precio en el mercado.

—Sí, pero los beneficios no llegan a nosotros. Por bien quevayan las cosas, no sacamos más que peso y medio al día.

—Pero tengo entendido que eso no es más que un antici-po. ¿No se reparten los beneficios al venderse la cosecha?

—Así debía ser, por supuesto, pero en la práctica nuncahay nada qué repartir.

—¿Cómo es eso?

—Porque tenemos que saldar todavía las deudas que veni-mos arrastrando del primer año, en que apenas recogimosnada. Tenemos que pagar al Banco Ejidal, para que éste pa-gue a los latifundistas.

¿Será cierto lo que nos aseguraban los licenciados y lospolíticos de la capital y nosotros nos resistíamos a creer: queel reparto de tierras sólo ha servido para convertir a los traba-jadores algodoneros en siervos financieros de los bancos? Por

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otra parte, las gentes que nos rodean no tienen las caras ni latraza de los campesinos indios con que solemos encontramosen los campos y en las carreteras, con las mejillas hundidas yenvueltos en harapos. Su aspecto parece más bien el de obre-ros industriales de cualquier país de Europa.

—Ayer visité el hospital que tienen ustedes en Torreón —les dije.

—Sí —intervino un muchacho joven—, el hospital es muyhermoso. Pero, aunque uno esté malo, no es tan fácil ir a me-terse en él.

—¿Cómo? ¿No admiten a todos los enfermos de estosejidos?

—Y si todos nos vamos al hospital, ¿quién se encarga desacar adelante los trabajos?

—Yo no he estado nunca en el hospital —dice una mujervieja, con tono malhumorado, como si formulara una acusa-ción.

—Ni yo tampoco —exclaman otras.

—También he visto las casas nuevas junto a la carretera —añadimos, sin dejarnos desanimar.

—Sí, precisamente, junto a la carretera, usted lo ha dicho.Pero vaya usted, señor, dos o tres kilómetros hacia el sur yverá cómo vive la gente en chozas y en cuevas.

—¿Es que ya no se construyen casas? Por todas partes hevisto terrenos para edificar.

—Cuente usted las que están construyendo —replica eljoven ejidatario, con tono sarcástico—. No llegan a la cuartaparte los que tienen una casa en qué vivir.

—Y el que tiene casa, no tiene muebles —completa la mu-jer de gesto y tono malhumorados.

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—El construir casas para todos al mismo tiempo costaríaseguramente muchos millones de pesos, solamente en La La-guna.

—Si el Banco Ejidal quisiera, podría pagarlo sin ningunadificultad, pues gana dinero de sobra.

—¿Que gana dinero de sobra? Yo tengo entendido que elBanco Ejidal es una institución del Estado, creada para el in-terés común.

Grandes risas.

—Sí, pero los funcionarios que lo manejan no son una ins-titución del Estado ni de interés común, como usted dice. Sellevan muy bien con los latifundistas y hacen buenos nego-cios con los representantes de las fábricas de maquinaria ycon los compradores del algodón.

—Me han asegurado que se ha hecho una buena limpia yque todos esos funcionarios a que se refieren han sido elimi-nados del banco.

—Han sido expulsados algunos, muchos, pero no todos.

Nuestros argumentos se han agotado. Pero no, aún nosqueda uno. Es un argumento que no tiene nada que ver conla economía ni con el algodón, pero sí con el porvenir y elprogreso y que tal vez el joven ejidatario que lleva la voz can-tante no rechazará. Nos dirigimos a él con esta pregunta:

—¿Y las escuelas, las nuevas escuelas?

Mi interlocutor se alza de hombros:

—Estaría muy bien si los niños no tuvieran que ayudarnosen las faenas, sobre todo en la época de la cosecha. No pue-den trabajar e ir a la escuela al mismo tiempo. Además, notenemos bastantes maestros.

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Nos resignamos a dar la batalla por perdida. Nuestro opti-mismo se desmorona. No nos queda sino decir:

—¿Entonces, vivían ustedes mejor antes...?

Las murmuraciones y las conversaciones en voz baja, ce-san para convertirse en un silencio que es como un grito deprotesta. La primera voz que lo rompe es la de la mujer detono y gesto malhumorados, para decir:

—¡Por el amor de Dios, señor! ¿Cómo puede pensar seme-jante cosa?

Todos intervinieron, casi a coro:

—No es eso lo que hemos querido decir, no interprete malnuestras palabras.

—Antes —aclara uno— vivíamos como bestias. Ahora, porlo menos, somos hombres y a medida que aumenta la cose-cha ganamos más.

—¿Cómo? ¿No me han dicho que ganan peso y medio,por bien que vayan las cosas.

—Sí, pero eso no es más que un anticipo, señor. Ya le he-mos dicho que, al hacer cuentas, nos abonan lo que nos co-rresponde.

—¿Pero no quedamos en que, en la práctica, nunca les re-parten nada?

—Sí, naturalmente, porque tenemos que saldar las deu-das. Pero estas deudas, que vamos saldando, proceden delprimer año, en que apenas recogimos nada; ya se lo hemosdicho, señor.

—Solamente nuestro hospital —dice la mujer de tono ygesto malhumorados— nos hace sentimos como personas.Antes, jamás podíamos llamar al médico, por falta de dineropara pagarle. Mi madre me dio a luz en pleno campo, en

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medio de las plantas, y mi marido murió junto a las plantasde un vómito de sangre. Ahora, cuando estamos enfermos,tenemos nuestro hospital.

—¿Pero, quién se encarga de trabajar, si todos se van alhospital?

—¡Qué cosas tiene usted, señor! No se pone enfermo todoel mundo al mismo tiempo. Al que le duelen las muelas, porejemplo, se va a la policlínica a que lo vea el dentista, por latarde, después de salir del trabajo. Además, nos visitan perió-dicamente los médicos de la Campaña Sanitaria.

—¿Y nuestras casas? —exclama otro—. ¿No ha visto us-ted junto a la carretera las nuevas casas, señor?

—¡Sí, junto a la carretera! —decimos nosotros, en tono pro-vocador—. Para que las vean los que circulan por allí en co-che. Pero dos o tres kilómetros más al sur la gente vive enchozas y en cuevas.

—Pero eso se acabará pronto —interviene otro, en tono dereproche—, pues están construyendo casas para todos. Lacuarta parte de los ejidatarios tienen ya casa propia.

Nosotros:

—No es mucho decir, la cuarta parte.

Ellos:

—Según como se mire. Tenga usted en cuenta, señor, queantes ningún jornalero tenía casa.

—Y no puede hacerse todo de golpe —añade otro—. Elconstruir casas para todos los laguneros al mismo tiempo cos-taría sesenta millones de pesos. El Estado no puede gastarsesenta millones en cada distrito, solamente para casas.

—¿Y el Banco Ejidal?

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—El Banco Ejidal no dispone de fondos para estas atencio-nes. Adelanta el dinero de las cosechas y se ocupa de venderel algodón. Pero este banco, como usted sabe, no puede lu-crar con sus operaciones.

—¿Y sus funcionarios?

—Es cierto que aún quedan algunos que se dedican a ha-cer negocios. Pero esto no tiene nada que ver con el plan deconstrucción de casas.

—¿Y el estadio, señor? ¿Ha visto el estadio, nuestro campode beisbol? —pregunta la mujer del tono y el gesto malhumo-rados con tal entusiasmo que parece como si en toda su vidano hubiera hecho otra cosa que jugar al beisbol, y como si nohubiera en el mundo ningún campo más apropiado que elsuyo para hacer jonrones—. Venga usted, señor, si quiereverlo.

El joven ejidatario se dirige a nosotros, con palabras pau-sadas. Se dispone a emplear un argumento que no guardarelación alguna con la economía ni con el algodón, pero sícon el porvenir y el progreso y que tal vez nosotros no recha-zaremos:

—Además ahora tenemos escuelas.

—Sí, es cierto —replicamos—, pero eso estaría muy bien sisus niños no tuvieran que ayudar en las faenas de la recolec-ción. No pueden trabajar e ir a la escuela al mismo tiempo.Aparte de que no tienen ustedes bastantes maestros.

—Es una pena, realmente, que los niños tengan que saliral campo con nosotros en la época de la cosecha. De momen-to, no puede evitarse, pues escasea la mano de obra eventual,porque todos se van a Estados Unidos de braceros. Pero, des-pués de todo, la cosa no es tan grave, pues los chicos sólopierden dos o tres meses de clases al año. Peor era antes, que

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no se veía una sola escuela por estos contornos. En cuanto alos maestros, van viniendo poco a poco.

—¿Entonces, quedamos en que viven ustedes mejor queantes?

Quien crea que nuestros interlocutores se apresuraron acontestar afirmativa y gozosamente, no sabe lo que son loscampesinos.

—No crea usted que vivimos bien, ni mucho menos —nosdicen, alzándose de hombros.

Temerosos de que la conversación vuelva a su punto departida, nos despedimos de los ejidatarios. Después de vein-tiocho horas de tren, llegamos a la capital. Aquí, volvemos aencontrarnos con los licenciados y los políticos y les conta-mos lo que hemos visto y oído en la Comarca Lagunera, leshablamos de las nuevas máquinas, de las nuevas casas, de lasnuevas escuelas; les decimos que la vida allí es mucho mejorque en las demás regiones que hemos tenido ocasión deconocer.

—¡Qué ingenuo es usted! —me dicen los licenciados y lospolíticos—. No conoce usted México. A los visitantes no lesenseñan más que las cosas destinadas expresamente a impre-sionar a la gente de fuera.

—Pero hemos hablado con más de cien ejidatarios y todosellos nos han asegurado que viven incomparablemente mejorque antes.

Los licenciados y los políticos se sonríen irónicamente:

—Sí los tienen bien amaestrados. No cuentan a quien va averlos más que lo que a los sindicatos les conviene. ¡Pobre deaquel que diga la verdad! ¿Y usted, señor, ha sido tan cándi-do que se lo ha creído?

¿Dónde hemos oído antes esto?

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Bosquejo económico sobre Torreón

En Torreón, centro, algodonero, todo gira alrededor delalgodón. Lo mismo que en Alejandría. Con la diferencia deque en Alejandría los árabes no emplean la palabra arábigaal goton (algodón), sino el término inglés cotton, derivado degoton.

En alemán el algodón se llama baumwolle, que quiere de-cir, literalmente, lana de árbol. Esta palabra tiene su raíz enla creencia, difundida hasta el siglo XVIII, de que el algodónera la lana de unos corderos escitas que se criaban en los ár-boles. Algunos viajeros europeos aseguraban haberlos vistocon sus propios ojos en los campos de Rusia. Lo que en reali-dad habían visto, eran crías de carneros. Los campesinos,avergonzados de arrancar al vientre materno las crías antesde nacer, engañaban a los extranjeros diciéndoles que aque-llos carneros pequeñitos (los baranetz) crecían en los árboles,como frutos de éstos. En realidad, la piel rizosa de aquellos-corderitos no se destinaba a hilarse y tejerse, sino a convertir-se en gorros o en guarniciones de las capas de los cosacos.

Desde luego, en Torreón el algodón no se cría en los árbo-les en forma animal, sino que crece en la tierra en forma vege-tal, y la simiente viene de Menphis. Esto parece justificar unpoco la sensación que tengo de encontrarme en Alejandría.Hasta que me dicen que no se trata precisamente del Menfisegipcio, sino de una ciudad del estado de Tennessee, Estados

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Unidos del mismo nombre, que monopoliza la simiente detodo el algodón sembrado en esta comarca.

Estoy seguro de que el lector se hará, al llegar aquí, la mis-ma pregunta que yo formulé cuando me dijeron esto: ¿porqué no emplean como simiente las semillas del mismo algo-dón aquí cosechado?

Me dicen que no puede ser. Si se hiciera así, las plantas secruzarían entre sí y esta endogamia produciría la degenera-ción del cultivo. He aquí por qué la simiente se trae de Esta-dos Unidos, donde se seleccionan las mejores plantas con estefin, se cultivan true to type, se envuelven las flores en museli-na o en papel celofán, y se desarrolla bajo control el procesode fructificación.

—Son sólo los campos mexicanos los que utilizan simienteespecialmente cultivada en criaderos?

—No, todos los campos de algodón del mundo hacen lomismo. Incluso los de Estados Unidos.

—Sin embargo, hace quince años vi en la Unión Soviéticacómo se sembraban campos algodoneros. Y es casi seguro,que los rusos no tenían en aquel entonces criaderos especialesde simiente.

—Ellos probablemente se pasaron largos años experimen-tando. Los rusos no necesitan apresurarse, pues no se hallanespoleados por la concurrencia ni trabajan para la exporta-ción. Todo el algodón que producen se destina a cubrir lasnecesidades de su propio pueblo.

Muchas de las firmas comerciales de los anuncios de To-rreón las recuerdo también de Alejandría, Los exportadoresde algodón Anderson Clayton & Co., McFadden y William,Woodworth, dominan, lo mismo en el norte de México queen el norte de Africa y en el sur de Estados Unidos, los merca-

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dos locales que, reunidos, forman el mercado mundial. Y loscentros de venta de las máquinas recolectoras y desmotadoras,de las sustancias para combatir las plagas y de los abonosquímicos ostentan, allá y aquí, los mismos nombres en las eti-quetas de sus productos.

Hay además —ojo con olvidarse— el ejército de los hom-bres encargados de sembrar, cuidar y recolectar el algodón.Pero su campo de acción no es la ciudad de Torreón, sino lacampiña de la Laguna. Por aquellos campos corre el Nilo mexi-cano, el río Nazas. En ellos trabajan las bombas que aquí con-servan todavía el nombre arábico de norias, mientras que losárabes las conocen desde hace ya mucho tiempo por el nom-bre inglés de wells. En ellos laboran los felas de este país, losejidatarios.

El nombre de La Laguna parece indicar la existencia deagua abundante. Nada de eso. Son tierras áridas y secas, enlas que sólo abunda el agua una vez al año, cuando el ríoNazas se desborda y lo inunda todo. A veces, como ocurrióen 1917 y poco después de mi visita a esta región, en 1944, enproporciones verdaderamente catastróficas, ahogando a lagente y al ganado, destruyendo las carreteras, los caminos ylos graneros. Después, el río vuelve a su cauce, como si nohubiera pasado nada. Deja las tierras inundadas cubiertas delimo, y sobre ellas crece el algodón, regado por el sudor de lafrente de 100,000 laguneros.

La estación de ferrocarril de Torreón se parece mas al puer-to de Alejandría que a una estación de ferrocarril. En los al-macenes delante de las prensas hidráulicas y ante las pilas depacas de algodón, resuena el tráfago de los comerciantes,Aunque la guerra haya cortado este centro de producción delos mercados de Europa y Japón, reina buena coyunturaalgodonera. La guerra supone un gran consumo de piroxilinao pólvora de algodón, y absorbe cantidades fabulosas de al-

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godón en rama; esto, sin hablar de la tela de algodón emplea-da en confeccionar uniformes.

Resulta asombroso ver sobre el terreno la diversidad deindustrias (aparte de la textil) que da vida la planta algodo-nera, y la influencia que este arbusto ejerce sobre la economíay la política mundiales.

Una de las primeras fue la de jabón. Un estadounidensellamado John Brittingham, de Saint Louis, Missouri, montóen tierras de La Laguna, y con base en un contrato a largoplazo, una gigantesca fábrica de jabón.

Hasta entonces, las plantas desgranadoras separaban dela fibra las cápsulas del algodón, simplemente porque la se-milla entorpecía el proceso del hilado. Las semillas, miles detoneladas, eran quemadas o enterradas. No podían emplear-se siquiera como abono, porque eran consideradas como ve-neno, lo mismo para el hombre que para las bestias.

Pero llegó mister Brittingham y ofreció 15 pesos por tone-lada del inútil y peligroso desecho. El negocio era ventajosopara los plantadores algodoneros de Torreón, y sobre todopara mister Brittingham. En Estados Unidos habría tenidoque pagar, solamente por la semilla de algodón, o sea por lamateria prima, doce veces más, de lo que en México le costa-ba el jabón ya elaborado. Mister John Brittingham había de-jado de ser mister Brittingham para convertirse en el señorJuan Brittingham: vendía el jabón fabricado por él en Méxicoy, libre del pago de impuestos de importación, podía desalo-jar del mercado el jabón estadounidense importado.

A fines de siglo, el ministro de Hacienda de México,Limantour, se propuso consolidar la deuda exterior del país.Un grupo de banqueros de París se mostró dispuesto a reali-zar la operación, a cambio de lo cual los competidores fran-ceses del trust sueco Nobel obtuvieron el monopolio de la di-

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namita para México. La Société Centrale de Dynamite, presi-dida por Paul Clemenceau, hermano del líder de la oposi-ción, George, instaló su fábrica de dinamita cerca de Torreón.

¿Por qué cerca de Torreón, precisamente?

Porque Torreón era, en primer lugar, el centro algodoneroy, en segundo lugar, la sede de la industria del jabón. Delaceite extraído de la semilla de algodón, no sólo se obtiene elácido butírico para el jabón, sino también la glicerina para lanitroglicerina. Para convertirse en dinamita transportable, lanitroglicerina necesita mezclarse con un producto adicional,que es a su vez algodón bajo cierta forma, el cual, combinadocon el salitre y el ácido sulfúrico, da la piroxilina.

Las instalaciones fabriles que se alzan en los aledaños dela ciudad de Torreón constituyen, a su vez, una ciudad, laciudad de la dinamita. Esta ciudad no pertenece ya a los fran-ceses. Sus antiguos propietarios pusieron dinamita en los con-flictos internos de México y saltaron hechos añicos, en 1913,con los planes reaccionarios del golpe de Estado.

Actualmente, la ciudad de la dinamita se halla bajo la fé-rula de los Dupont de Nemours, que poseen, además de suaristocrático nombre francés, la ciudadanía estadounidensey los derechos de soberanía sobre la industria química de Es-tados Unidos. Desde el punto de vista de los derechos de au-tor, la dinamita no es obra de los Dupont de Nemours, loscuales no hacen más que continuar, así, la tradición familiar.Tampoco el fundador de la dinastía fue, si nos atenemos alpunto de vista de los derechos de autor, el creador de susdescubrimientos químicos. Durante la Revolución Francesase trasladó a Estados Unidos con las fórmulas químicas de suamigo Lavoisier, fabricando con base en ellas la pólvora paraproyectiles, y con base en ésta muchos millones de dólares. Alentrar Estados Unidos en la primera guerra mundial y apo-derarse entre otras de las patentes de la industria química

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alemana I.G., al amparo del Alien Property Act, Dupont seconvirtió en el mayor consorcio químico del mundo. Se hizocargo, además de otros negocios gigantescos, del de los ex-plosivos de todos los países americanos.

Torreón surte de dinamita las minas de todo México. Laescuela de una de las aldeas de La Laguna no lleva el nombrede Emiliano Zapata, el de Pancho Villa, ni el de ninguna delas figuras conocidas de la Revolución campesina, sino el deHéroe de Nacozari. Pregunto quién fue este héroe y me ente-ro de lo siguiente:

Un tren, formado por la locomotora y tres vagones carga-dos de dinamita, se detuvo en la estación de Nacozari, colo-nia campesina y obrera del estado de Sonora. Un ferroviariollamado Jesús García, situado junto al tren, observó que elaceite de la lubricación, inflamado por el calor de los ejes,empezaba a arder. De un momento a otro, la carga explota-ría y reduciría a escombros el pueblo. Jesús García, en vez desalir corriendo, saltó a la locomotora, la puso a toda marchay salió disparado con el tren. Minutos después, volaba hechotrizas con el tren y el cargamento, pero los vecinos de Nacozarise habían salvado. Jesús García es el héroe de Nacozari.

Ya han sido recogidas del basurero las semillas de algodóny convertidas en pastillas de jabón cuidadosamente envuel-tas en papel de plata, pero no por ello ha terminado este cuen-to de la Cenicienta.

El cultivo. de algodón había ido extendiéndose tanto des-de los días de míster Brittingham, que las fábricas de jabónsólo podían asimilar una parte de las semillas sobrantes. Elresto se acumulaba y formaba montañas enormes. Hasta que,un buen día, los italianos dieron en la idea de añadir, sigilosa-mente, a su aceite de oliva el aceite extraído de la semilla dealgodón. Los primeros ensayos dieron resultado positivo y,

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en vista de ello, Italia importaba más y más semilla de algo-dón, cargamentos enteros de ella.

De pronto, los estadunidenses descubrieron que el aceitede oliva importado de Italia consistía, casi exclusivamente,en aceite extraído de las semillas de algodón exportadas aItalia desde América.

¿Cómo era posible esta trasmutación? ¿Cómo se las arre-glaban para quitar al aceite de las semillas de algodón aquelgusto peculiar que lo hacía indeglutible? Inmediatamente sepusieron en acción los espías industriales, salieron hacia Ita-lia y especialmente hacia Trieste, sede de las fábricas de acei-te más importantes, detrás de las huellas del gran secreto.

Pronto averiguaron el procedimiento. Tratando el aceitede semillas de algodón con sosa carbonatada y sometiéndololuego en el vacío a la acción del vapor, pierde su sabor carac-terístico y puede ampliarse con él la solera del aceite de oliva,sin que sea posible distinguirlo de éste.

¡Magnífico! Esto permitía emplear el aceite de algodón paracocer y asar. No así, en cambio, para freír, por ser demasiadobajo su grado de fusión. Pero los químicos no tardaron endescubrir, para suplir este defecto, el método de lahidrogenización, consistente en añadir a las combinacionesno saturadas de glicerina de los ácidos butíricos, polvo de ní-quel primero y luego hidrógeno. De este modo se conseguíaun punto más alto de fusión, revolucionando así el mundo dela sartén y de las frituras. Gracias a ello se hizo posible freírcon mantequilla vegetal, con grasa vegetal y margarina, cuan-to deseaba freírse.

Surgieron en Estados Unidos fábricas gigantescas de acei-te ante las que palidecían las italianas. Y, mientras en los tiem-pos de crisis se quemaba la fibra de algodón, las semillas de

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éste mantenían su cotización firme, como materia prima parala fabricación de aceite.

Desgraciadamente, se metían de por medio, como un es-torbo, las hijas de la Cenicienta, los línters, o sea los pelillosdiminutos que recubrían la semilla, los cuales no eranaprovechables para el hilado y además, echaban a perder elaceite. Era necesario retirar y limpiar cuidadosamente estapelusilla y, después de desprendida, tirarla.

Pero también a las hijas de la Cenicienta les llegó la horade la rehabilitación. Fueron rescatadas solemnemente de sucondición de desechos y se les encomendó un gran papel. Loslínters son una fuente de celulosa con posibilidades de aplica-ción, que difieren entre sí tanto como las medias de señora ylas materias explosivas: el relleno de colchones y la seda arti-ficial.

Sobre el trono de los línters de Torreón, relleno por decirloasí de materia explosiva y tapizado de seda artificial, campeadesde hace veinticinco años mister Pegram-Dutton, un inglésde talla superdimensional. Cuando entré en su oficina, que esal mismo tiempo la del consulado de su majestad británica, elcónsul salió a recibirme y, apuntando hacia su despacho, medijo en voz baja:

—Tengo ahí en este momento a dos señores del ministerio.Procuraré terminar cuanto antes.

La conferencia terminó pronto. Ahora estamos sentadosen su vivienda, donde mister Pegram-Dutton, convertido decónsul en un señor particular, me cuenta que los dos funcio-narios de su gobierno habían encontrado en los aranceles deexportación los línters y querían saber, en primer lugar, quétasa debía aplicárseles en los nuevos aranceles y, en segundo,si esta materia prima no podría emplearse industrialmentedentro del mismo México.

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Mister Pegram-Dutton llevaba un cuarto de siglo residien-do en Torreón. Al buscar trabajo en el puerto algodonero deLiverpool, de vuelta de la primera guerra mundial, siendotodavía joven, aceptó un empleo para Torreón. Lo único queentonces sabía de esta ciudad era que estaba en el mismo paísen que había un volcán llamado Popocatépetl.

—En realidad —aclara mister Pegram-Dutton— Torreónempezó a incrementarse en 1936, desde que Cárdenas repar-tió las tierras entre los peones algodoneros. En estos ocho añosha aumentado en más del treinta por ciento el número dehabitantes de Torreón, y se han construido varios miles decasas.

Le pregunto si en realidad estos resultados guardan algu-na relación con el reparto de tierras.

—Los grandes terratenientes —me dice— eran extranje-ros, españoles en su mayoría, residentes en la ciudad de Méxicoe incluso en Madrid, donde invertían o gastaban sus ganan-cias. Antes, un hacendado poseía hasta 75 000 hectáreas; hoy,el límite máximo fijado por la ley son 150. Claro está que si hatenido la precaución de poner a tiempo sus bienes a nombrede su mujer y de sus hijos, puede llegar a poseer, en unión desu familia, 150 hectáreas de tierra multiplicadas por tres ocuatro. Pero, aún así, no es más que una fracción insignifi-cante de lo que poseían los antiguos hacendados. Para recu-perar las ganancias de los viejos tiempos, los actuales cultiva-dores han implantado el cultivo intensivo, y sobre todo hanrenunciado al absentismo; ya no viven en la ciudad, lejos delterruño, sino que regentan personalmente la explotación desus tierras. Y aunque los antiguos hacendados dicen pestesdel reparto de tierras, como es natural, en la intimidad reco-nocen que no sienten gran nostalgia por los viejos tiempos, nipor los litigios con los peones y sus luchas y exigencias, pues

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todo aquello era a veces muy desagradable. ¿Comprendeusted?

Comprendo perfectamente, aunque es la primera vez queoigo a alguien de la acera de enfrente reconocer que el repar-to de tierras no ha perjudicado en nada a los “despojados”, yque la ciudad ha alcanzado, gracias a él, una prosperidadinsospechada. Si esto lo dijera yo por mi cuenta, me expon-dría a ser acusado de la más burda propaganda. Por esopregunto:

—¿Me autoriza usted a que publique esto como una opi-nión suya, míster Pegram?

—No tengo ningún inconveniente —dice el cónsul británi-co—, pero añada usted que, en principio, no estoy de acuer-do con la política agraria de Cárdenas.

El director de la Oficina de Insecticidas y Fertilizantes, conquien converso, me aturde con las cifras que maneja ante mí,con las cantidades de algodón destruidas por el gusano queanida en la cápsula, por el gusano rosado, etc., etc. Vienenluego las cifras, más elevadas, del dinero invertido en adqui-rir los medios para combatir estas plagas. Estos elementos seimportan de Estados Unidos y se pagan en dólares, a pesarde que México podría perfectamente, con sus propios recur-sos, organizar la guerra química contra los enemigos del al-godón. El mismo cráter del Popocatépetl, del que ya los con-quistadores sacaban el azufre para fabricar sus municiones,guarda aún, seguramente, bastante cantidad de él para fu-migar a todas las alimañas en campo abierto.

La peor de las plagas del algodón es el gusano rosado, nom-bre vulgar del Pectinophora gossypilas. En el fondo, la únicamanera de combatirlo es ganarle por la mano: conseguir quela planta florezca antes de que la polilla se desarrolle.

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Hay otro saboteador del algodón, el boll-weevil, al que eldirector con quien converso se refiere con el nombre de MísterBoll-weevil, queriendo aludir con ello a que esta plaga de loscampos algodoneros es un regalo procedente de Estados Uni-dos. Es curioso. Por su parte, los obreros de las plantacionesestadunidenses de algodón de Cotton Belt, cantan una can-ción alusiva al boll-weevil, en que acusan a este gusano de seruna alimaña procedente de México:

The boll-weevil is a little bugfrom Mexico they say.He came to try the Texas soiland thought he’d better stay,just looking for a home,Just looking for a home.*

Para no dejarme arrastrar a discusiones sobre el odio derazas y la xenofobia, procuro desviar la conversación del temade los insecticidas y encauzarla hacia el de los fertilizantes.

Con los abonos químicos ocurre, según me dice el directorde este departamento, lo mismo que con los insecticidas. Méxi-co, me explica, no es un país industrial, y se ve obligado aimportar caro lo que podría producir barato. La mayoría delos productos de México van a parar al extranjero, inclusoaquellos que México necesita para sí mismo. Tal ocurre, porejemplo, con las tortas de aceite, o sea, la masa prensada quequeda después de exprimir el aceite de las semillas de algo-

* El boll-weevil es un bichitoque dicen que es mexicano.Vino a probar el suelo texanoy pensó que mejor se quedaba,nomás buscando un hogar,nomás buscando un hogar.

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dón. Es un pienso oleaginoso y muy digerible, pero este pien-so no lo digiere el ganado que pasta en las praderas de Méxi-co, sino que se exporta para que alimente al de los paísesescandinavos.

En México quedan sólo los excrementos: es decir, ni siquie-ra éstos, a pesar de que el país siente una necesidad apre-miante de abono animal.

Hay, sin embargo, un abono animal específico de Méxicoy por el que en Estados Unidos ofrecen precios muy tentado-res: la murcielaguina, bat guano o excremento de murciélago.Desde las noches del diluvio, se alojan en las cuevas de lasmontañas de Durango, Coahuila y Chihuahua generacionesde murciélagos, haciendo allí sus necesidades. Por mucha fan-tasía que tuvieran estos animales, jamás podrían llegar a ima-ginarse que sus deyecciones habrían de ser codiciadas a lavuelta del tiempo por la agricultura estadunidense.

Pregunto al director de Insecticidas y Fertilizantes si tienetambién en el almacén existencia de ese guano de murciéla-go. El director, por su parte, se asombra de que yo tenga noti-cias del bat guano, pero, por otra parte, añade que los sietesabios de la Grecia burocrática habían descubierto también laexistencia de este abono animal. Una ley federal incluyó elguano de murciélago, con el oro y el petróleo, entre los teso-ros de la tierra de propiedad de la nación, para cuya explota-ción se necesita contar con el permiso de la autoridad. Sinembargo, por el momento no hay ninguna empresa privadaque cuente con la concesión minera para explotar los precio-sos excrementos de los murciélagos.

Hay en la zona de Torreón industrias de primera impor-tancia que no guardan relación alguna con el algodón, aun-que se aprovechen de la red de carreteras y ferrocarriles, cons-truida en esta región al servicio de la industria algodonera.Por ejemplo, la del guayule.

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El guayule es una planta que se cría en las zonassemidesérticas en que termina el cultivo del algodón. En estaszonas marginales de la botánica, la tierra es todavía más ári-da y quebradiza que la de las comarcas algodoneras, y el sue-lo se eleva formando colinas y montañas. En estas tierras cre-ce silvestre la planta del guayule. Los indios precolombinoshacían pelotas de goma con la savia de esta planta. De vez encuando, algún vaquero (versión mexicana del cowboy, ymascador de goma como todos los americanos) que pasabapor ahí a caballo, arrancaba una rama de la planta y se entre-tenía en mascarla.

Ahora es la guerra la que masca el guayule, al devorartoda la goma del mundo. Es cierto que la savia del guayule noestá hecha de goma pura, pues contiene un veinte por cientode resina. Sirve, sin embargo, para muchos artículos de cau-cho, y principalmente para las aleaciones de que se hace elcaucho sintético. En Torreón existe una fábricatransformadora del guayule, propiedad de la Mexican RubberCo., la cual, como indica el mismo nombre de “Mexican”, notiene nada que ver con México, sino que es una compañíaestadunidense con capital holandés. Lo único que procede deMéxico es la materia prima, la cual es manipulada con baseen salarios mexicanos por las plantas de la Euzkadi, el Gene-ral Popo y otras empresas cuya razón social no es más que unpseudónimo mexicano de los grandes consorcios de cauchode Estados Unidos.

Los amigos de Torreón me preguntan si deseo visitar eledificio más antiguo de la ciudad. Claro que lo deseo. Misojos, cansados ya de ver tantos edificios modernos, quierendescansar viendo algo de épocas pasadas, una pirámide o,por lo menos, una de esas construcciones macizas de la épo-ca colonial.

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Me llevan, pues, a visitar el edificio más antiguo de la ciu-dad. Está en la parte vieja de ésta y es una torre que da sunombre —Torreón— a la villa circundante. Fue durante al-gún tiempo la única vivienda humana visible en muchos kiló-metros cuadrados a la redonda, en unión dé la haciendaadosada a ella. Su antigüedad es relativa, pues esta torrecilladata de hace unos sesenta años.

Las fincas de esta zona de la ciudad fueron compradas enla década del ochenta del siglo pasado, por las empresasAgostin Gutheil y Rapp, Sommer & Co., que eran bancos ale-manes establecidos en la capital del país. Estos bancos envia-ron a sus posesiones de Torreón como administrador a un talAndreas Eppen, hijo de un emigrado alemán de Fuerth(Baviera). El administrador construyó en las tierras de losbancos aquella sólida torre, en torno a la cual fue levantandoel algodón una gran ciudad, una ciudad políglota.

En el centro de Torreón se oye hablar casi tanto inglés comoespañol. Con la dinamita francesa vinieron a Torreón —¡cosacuriosa!—, una serie de extranjeros, italianos en su mayoría,pues la Société Centrale de Dynamite tenía una planta filialen Avigliana, cerca de Turín, donde la mano de obra salíamás barata. Muchos de los franceses regresaron a su país,pero los italianos se quedaron en Torreón. Se dedicaron des-de el primer momento a la cría del gusano de seda, y cultiva-ban y cosechaban su vino. Más tarde, se dedicaron funda-mentalmente a la viticultura y a la transformación del aceitede algodón en aceite de oliva. Los chinos de Torreón formanuna colonia aparte, que tiene en sus manos las tiendas decomestibles. En 1911 estalló en Torreón una matanza de chi-nos, en la que perecieron 300 hombres amarillos. En la indus-tria textil marchan a la cabeza los franceses. En Torreón seinstalaron a vivir provisionalmente representantes de todas

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las naciones, que luego establecieron su residencia permanenteen estas tierras mexicanas.

Ya estoy sentado en el tren que ha de llevarme de Torreóna la capital, cuando oigo que alguien grita mi nombre en elandén. Es el señor Utulnik, de Nimburg, en Bohemia. Su mujerestuvo por la mañana en Torreón y oyó decir que un checos-lovaco que había venido de visita a la ciudad regresaba aMéxico en el tren de las once. Telefoneó esta noticia sensacio-nal al rancho en que vive su marido, lejos de la ciudad, cercaya del trópico de Cáncer. Su marido tomó el auto y vino vo-lando para llegar a tiempo de conocer a su paisano checo ycambiar con él unas cuantas palabras en su lengua natal. Mecuenta por la ventanilla del vagón de ferrocarril que llevaveinte años viviendo en Torreón. Al principio montó aquí unasalchichonería al estilo de Praga, a cuyo frente estuvo hastaque un yerno suyo, español, compró una hacienda algodonera.Al venir el reparto de tierras, su hacienda fue dividida y aho-ra sólo podía tener 150 obreros.

Los empleados pasan cerrando las portezuelas del tren.

—¡Qué lástima, paisano —me grita el salchichero checo—que se vaya usted.

—Cuando venga usted por México —le grité desde arri-ba—, ya tendremos ocasión de charlar.

—No sé cuándo será —me dice—; no he estado nunca enla capital.

—¿Nunca? —le digo yo—. No me lo explico.

—Mientras fui salchichero no tenía dinero para hacer elviaje; ahora, con el rancho, no tengo tiempo. Desde que re-partieron las tierras, no puedo moverme de aquí.

Estas palabras, bien elocuentes como testimonio de que elabsentismo de los antiguos hacendados se acabó para siem-pre, fueron las últimas que escuché en Torreón.

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El R. Ayuntamiento de Torreón, através de la Dirección Municipal

de Cultura, llevó a cabo laimpresión de esta obra en los

talleres de Sistemas Gráficos en laciudad de Torreón, finalizando el

día 30 de septiembre de 2004.El tiro constó de 500 ejemplares; elcuidado de la obra estuvo a cargo

del Consejo Editorial presididopor el Profr. Luis Azpe Pico.

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