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FÁBULAS DE LA FONTAINE Ilustradas por Doré

Fábulas de La Fontaine - Doré

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FÁBULAS DELA FONTAINEIlustradas por DoréLa fábula es un género literario muy antiguo. Aparecieron hace miles de años en Grecia y en la India, y desde entonces no ha habido siglo en no se volvieran a escribir y contar. La mayoría de sus personajes son animales, pero no es extraño que también aparezcan personas, dioses, plantas e incluso utensilios. Estos cuentos tienen como finalidad enseñar cómo es el comportamiento de los hombres y para ello utilizan a los animales como espejo donde verno

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FÁBULAS DE

LA FONTAINE Ilustradas por Doré

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Selección y diseño: Rafael Montilla

La fábula es un género litera-rio muy antiguo. Aparecieron hace miles de años en Gre-cia y en la India, y desde entonces no ha habido siglo en no se volvieran a escribir y contar. La mayoría de sus personajes son animales, pero no es extraño que tam-bién aparezcan personas, dioses, plantas e incluso utensilios. Estos cuentos tienen como finalidad ense-ñar cómo es el comporta-miento de los hombres y pa-ra ello utilizan a los animales como espejo donde vernos. Por eso en muchos casos suelen acabar, y a veces empezar, con una moraleja.

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EL LOBO Y EL PERRO

Era un lobo, y estaba tan flaco, que no tenía más que piel y hue-sos: tan vigilantes andaban los perros del ganado. Encontró a un mastín, rollizo y lustroso, que se había extraviado. Acometerlo y des-trozarlo es algo que hubiese hecho el lobo de buen grado; pero había que emprender singular batalla y el enemigo tenía trazas de defenderse bien.

El lobo se le acerca con la mayor cortesía, entabla conversación con él y le felicita por sus buenas carnes.

-No estáis tan lucido como yo, porque no queréis- le dice el pe-rro- dejad el bosque; los vuestros que en él viven, son unos desdicha-dos, muertos siempre de hambre. ¡Ni un bocado seguro! ¡Todo a la ventura! ¡Siempre al acecho de lo que caiga! Seguidme y tendréis mejor vida!

-¿Y qué tendré que hacer?- preguntó el lobo -Casi nada- repuso el perro- acometer a los pordioseros y a los

que llevan bastón y garrote; acariciar a los de casa y complacer al amo. Con tan poco como esto tendréis buena pitanza, las sobras de todas las comidas, huesos de pollos y pichones; y algunas caricias por añadi-dura.

El lobo que lo oye se imagina un porvenir que le hace llorar de gozo.

De camino advirtió que el perro tenía en el cuello una peladura. -¿Qué es eso?-preguntó. -Nada. -¡Cómo nada!. -Poca cosa. -Algo

será. -Será la señal del collar a que estoy atado. -¡Atado!-exclamó el lobo-¿No vais y venís a donde queréis?. -No siempre, pero eso ¿qué importa? -Importa tanto que renuncio a vuestra pitanza y renunciaría a ese precio al mayor tesoro.

Dijo y echó a correr. Aún está corriendo.

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LAS RANAS PIDIENDO REY

Se cansaron las ranas de vivir en república, y tanto clamaron, que Júpiter les dio la monarquía que solicitaban. Hizo caer del cielo un rey tan pacífico que no podía serlo más. Pero produjo tal estruendo al ca-er, que aquella gente anfibia, medrosa y asustadiza se ocultó corriendo bajo el agua, entre los junco y las cañas, en el fondo y en los escondri-jos del estanque, sin atreverse en mucho tiempo a mirar cara a cara al que juzgaban terrible gigantón.

El gigantón no era más que un poste que asustó a la primera ra-na que salió de su madriguera; pero al poco rato, se acercó temblando todavía, y como otra la siguiese, y otra después, se reunió un tropel de ranas, y perdiendo el miedo saltaron familiarmente sobre el temido monarca. Su majestad lo consintió sin dar señales de vida y en el acto comenzó Júpiter a sentir nuevos clamores.

-Dadnos- decía el pueblo de la charca- un rey de veras.

Y el rey de los dioses le envió una voraz grulla que comenzó a atrapar y engullir súbditos a su antojo.

¡Qué lamentos entonces los de las ranas! Pero Júpiter les con-testó:

-Basta ya de cambios. ¿Ha de estar acaso mi voluntad pendiente de vuestro capricho? Debisteis conservar vuestro primer gobierno y en caso de mudanzas daros por contentas de que vuestro rey fuese pacífi-co y manso. Puesto que a aquel no lo quisisteis, aguantad ahora a éste aunque no sea más que por miedo a que os envíe otro peor.

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EL ÁGUILA Y EL BÚHO El águila y el búho pusieron fin a sus querellas y se dieron un

abrazo. Juró cada cual respetar los polluelos del otro.

-¿Conoces a los míos?- preguntó el ave de Minerva.

-No- contestó el águila.

-¡Malo!- replicó el pájaro fúnebre- temo por su pellejo; milagro será que se salven. Como sois rey en nada reparáis: los monarcas y los dioses todo lo miden por el mismo rasero. ¡Adiós mis hijuelos, si dais con ellos!

-Enséñamelos, o explícame como son, y estad seguro de que no he de tocarlos.

-Mis polluelos son monísimos, gallardos, elegantes, no los hay más lindos en todo el reino de las aves. Con estas señas no podéis equivocaros. Recordadlas bien.

Tuvo cría el búho, y una tarde que estaba de caza, vio nuestra águila en el hueco de una roca o en el agujero de una pared ruinosa, que de ello no estoy seguro, unos animalejos monstruosos, repugnan-tes, de aire hosco y voz chillona.

-No pueden ser estos los hijos de mi camarada- dijo el águila- adentro pues.

Y los engulló sin más ni más. Al volver a su casa el búho sólo encontró las patas. Se quejó a los dioses; les pidió que castigasen al bandido causante de sus desgracias. Y alguien le dijo:

-Cúlpate a ti mismo, o por mejor decir, a la ley natural que nos hace ver a los nuestros hermosos, esbeltos y encantadores. Ese retrato hiciste al águila de tus hijos: ¿cómo había de conocerlos?

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EL CHARLATÁN

Nunca han faltado charlatanes. La charlatanería es la ciencia más fecunda en profesores.

Uno de ellos se vanagloriaba de ser maestro tan perito en el arte de la elocuencia, que convertiría en orador a un majadero, a un igno-rantón, a un papanatas.

-Sí, señores- decía- a un papanatas, a un cernícalo, a un jumen-to; traedme al punto un jumento, y lo veréis trocado en otro Cicerón.

Súpolo el Príncipe, y mandó llamar al pedante.

-Tengo en mis caballerizas- le dijo- un hermoso rucio de Arcadia y quisiera hacerlo orador.

-Señor lo podéis todo- dijo nuestro hombre.

Le dieron cierta cantidad, y se comprometió a que dentro de diez años pondría al rucio en disposición de asistir a las aulas, bajo pe-na de ser colgado en medio de la plaza, llevando a la espalda su retóri-ca y en la cabeza las orejas del jumento.

Uno de los cortesanos le dijo que él iría a verle en la horca, y que para ahorcado no tenía malas trazas, recomendándole que se acordase de dirigir a la concurrencia un buen discurso. Pero el charlatán le cerró inmediatamente la boca.

-Antes de cumplirse el plazo- le dijo- el Rey, el asno o yo habre-mos muerto.

Tenía razón: es una tontería contar con diez años de vida. Por sanos y buenos que estemos, de cada tres ha de morir uno de nosotros en ese plazo.

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LA ENCINA Y LA CAÑA

Dijo la encina a la caña:

-Tienes razón para quejarte de la naturaleza: un pajarillo es para ti mucho peso; la brisa más ligera, que riza la superficie del agua, te hace bajar la cabeza. Mi frente, parecida a la cumbre del Cáucaso, no sólo detiene los rayos del sol sino que desafía también a la tempestad. Para ti todo es vendaval, para mi, céfiro. Si nacieses al menos al abrigo de mis ramas no padecerías tanto, yo te defendería de la borrasca. Pero casi siempre brotas en las húmedas orillas de los vientos. ¡Injusta ha sido contigo la naturaleza!

-Tu compasión –respondió la caña– prueba tu buena naturaleza, pero no te apures. Los vientos no son tan temibles para mí como para ti. Me inclino y me doblo, pero no me quiebro. Hasta el presente has podido resistir las mayores ráfagas sin inclinar el espinazo; pero hasta el fin nadie es dichoso.

Apenas dijo estas palabras, de los confines del horizonte acude furibundo el más temible huracán que engendró el septentrión. El árbol resiste, la caña se inclina; el viento redobla sus esfuerzos, y tanto porfía que al fin arranca de cuajo la encina que elevaba la frente al cie-lo y hundía sus pies en los dominios de la Tierra.

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LA GATA TRANSFORMADA EN MUJER

Cierto sujeto quería con delirio a su gata: la encontraba hermosa, elegante, aristocrática; sus maullidos le extasiaban. El pobre había per-dido el seso.

Aquel sujeto a fuerza de súplicas y lágrimas, de sortilegios y hechizos, consiguió del destino que su gata se trocara en mujer y, sin espera, se casó con ella. Estaba loco de amor. Nunca una dama más hermosa ejerció tal dominio sobre su amante como aquella nueva es-posa sobre su estrambótico marido. Mimábala él y ella le correspondía. No encontraba el esposo en su consorte ni el menor resto de su origen gatuno, y, ciego a no poder más, la juzgó como mujer perfecta hasta que unos pícaros ratoncillos, que roían las esteras destruyeron la dicha de los recién casados. La esposa se levanta de pronto, y los ratones echan a correr. Pero vuelven a poco y acude ella de nuevo, a tiempo esta vez, porque el cambio de figura hizo que no la reconociese la gen-te roedora.

Siempre fueron cebo para ella los ratones: ¡tanta es la fuerza de lo que viene de la naturaleza! A cierta edad no caben ya mudanzas: lo que se mamó en la cuna se deja en la tumba. No podréis desprenderos jamás de lo que está en vuestro carácter; si le cerráis la puerta entrará por la ventana.

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FEBO Y BOREAS

Febo y Boreas vieron a un viajero que se había armado bien contra el mal tiempo. Era a la entrada del otoño, cuando son más ne-cesarias las precauciones. Tan pronto llueve como hace sol y el bello arco iris avisa a los perspicaces que en esta estación no está demás la capa. Nuestro hombre, pues, esperaba lluvia y se proveyó de un capo-te fuerte y grueso.

-Ha creído éste -dijo Boreas- que lo ha previsto todo, pero no ha pensado que si comienzo a soplar se irá al diablo su soberbia capa. Será cosa divertida ver sus apuros. ¿Queréis que probemos?

-Apostemos sin gastar tanta saliva -contestó Júpiter- quién de los dos arrancará más pronto ese abrigo de los hombros del satisfecho jinete. Comenzad vos, os permito oscurecer mis rayos.

No hubo que insistir más porque Boreas en el acto se hinchó como un globo y haciendo un estrepito de mil diablos silbó, bramó, sopló y produjo tal huracán que por todas partes derribó casas y echó barcas a pique: ¡no más que por una capa!

El jinete puso todo su ahínco en evitar que el viento hiciese pre-sa de la capa. Y esto lo salvó. Boreas perdió el tiempo, cuanto más se esforzaba, mejor se defendía el combatiente caballero, bien arropado en su capote. Cuando el soplador perdió la partida, Febo disipó el nu-blado, acarició e hizo entrar en calor al caminante, y al poco rato, su-dando y trasudando, se despojó del molesto abrigo.

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EL LOBO Y EL CORDERO

La razón del más fuerte es siempre la mejor: ahora lo veréis.

Un corderillo sediento bebía en un arroyuelo. Llegó en esto un lobo en ayunas, buscando pelea y atraído por el hambre.

-¿Cómo te atreves a enturbiarme el agua? -dijo malhumorado al corderillo-. Castigaré tu temeridad.

-No se irrite vuesa majestad -contestó el cordero- considere que estoy bebiendo en esta corriente veinte pasos más abajo y mal puedo enturbiarle el agua.

-Me la enturbias -gritó el feroz animal- y me consta que el año pasado hablaste mal de mí.

-¿Cómo había de hablar mal si no había nacido? No estoy deste-tado todavía.

-Si no eras tú, sería tu hermano.

-No tengo hermanos, señor.

-Pues sería alguno de los tuyos porque me tenéis mala voluntad todos vosotros, vuestros pastores y vuestros perros. Lo sé de buena tinta y tengo que vengarme.

Dicho esto el lobo lo coge, lo lleva al fondo de los bosques y se lo come sin más auto ni proceso.

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GRAN CONSEJO CELEBRADO POR LAS RATAS

Micifú, gato famoso, hacía tal estrago entre las ratas que apenas se veía alguna que otra, la mayor parte estaba en la sepultura. Las po-cas que quedaban vivas, no atreviéndose a salir de su escondrijo, pasa-ban mil apuros; y para aquellas desventuradas, Micifú no era ya un ga-to, sino el mismísimo diablo.

Cierta noche que el enemigo tuvo la debilidad de ir en busca de una gata, con la cual se entretuvo en largo coloquio, las ratas supervi-vientes celebraron consejo en un rincón para tratar de los asuntos del día.

La rata decana, que era rata de pro, dijo que cuanto antes había que poner a Micifú un cascabel al cuello: así cuando fuese de caza le oirían venir y se meterían en la madriguera. No se le ocurría otro me-dio. A todas les pareció excelente. No había más que una dificultad: ponerle el cascabel al gato. Decía la una:

-Lo que es yo, no se lo pongo; no soy tan tonta.

-Pues yo tampoco me atrevo -replicaba la otra.

Y sin hacer nada se disolvió la asamblea.

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EL GALLO Y EL ZORRO

Estaba de centinela en la rama de un árbol cierto gallo experi-mentado y ladino.

-Hermano -le dijo el zorro con voz mimosa- ¿para qué hemos de pelearnos? Haya paz entre nosotros. Vengo a traerte noticias nuevas; baja y te daré un abrazo. No tardes, tengo que correr mucho todavía. Bien podéis vivir sin zozobra, gallos y gallinas, somos ya hermanos vuestros. Festejemos las paces, ven a recibir mi abrazo fraternal.

-Amigo mío -contestó el gallo- no pudieras traerme nueva mejor que la de estas paces; y aún me complace más por ser tú el mensajero. Desde aquí diviso dos lebreles que sin duda son correos de la feliz no-ticia, van aprisa y pronto llegarán. Voy a bajar, serán los abrazos gene-rales.

-¡Adiós! -dijo el zorro- es larga hoy mi jornada; dejemos las feli-citaciones para otro día.

Y el bribón, contrariado y mohíno, tomó las de Villadiego. El gallo se echó a reír al verlo correr tan azorado, porque no hay gusto mayor que engañar al engañoso.

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EL LEÓN ENFERMO Y LA ZORRA

Estaba enfermo en su cueva el rey de los animales y mandó hacer un pregón a todos sus vasallos para que cada especie enviase una embajada a visitarle con la certeza de que serían bien tratados, tanto los mensajeros como la gente de su séquito, con la promesa del león.

El edicto del príncipe recibió exacto cumplimiento; cada especie de animales le envió mensajeros, pero los zorros no se movieron de casa y uno de ellos explicó el motivo.

-Las huellas señaladas en el camino de los que van a rendir homenaje al enfermo, todas sin exceptuar una, están en dirección de su caverna. No hay ninguna que indique regreso. Esto da que pensar. Dispénsenos su majestad, muchas gracias le damos por su salvocon-ducto, no le ponemos tacha, pero en la sala real vemos muy bien la entrada y no vemos la salida.

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EL LEÑADOR Y MERCURIO

Un leñador perdió lo que le daba de comer que era su hacha, y buscándola en vano se lamentaba de tal suerte que daba lástima oírlo. No tenía objeto alguno que empeñar ni que vender, su único tesoro era aquel pobre instrumento. Falto ya de toda esperanza inundaban las lágrimas su rostro.

-¡Hacha mía! ¡Pobre hacha! -gritaba- ¡Devuélvemela, oh Júpiter poderoso y te deberé otra vez la vida!

Escuchó el Olimpo sus lamentos. Acudió Mercurio.

-No se habrá perdido -le dijo- ¿la reconocerías? He encontrado una aquí muy cerca.

Y le presentó un hacha con mango de oro. Respondió el leñador:

-No es la que busco.

Después le hizo ver otra hacha con mango de plata; la rehusó también. Le dio en fin una tercera hacha con mango de madera.

-Esta es la mía -exclamó entonces- dámela y quedo satisfecho.

-Las tres serán para ti -dijo el dios- tu buena fe merece recom-pensa.

-Si es así -repuso el leñador- yo las acepto.

Cundió la noticia y era de ver como perdían sus hachas los leña-dores para que se las devolviesen los dioses. Júpiter no sabía a quien atender y envió a Mercurio que a cada uno les enseñó un hacha de oro. Todos gritaban al punto:“ Esa es la mía”. Y Mercurio les dio un hachazo en la cabeza

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Las cuentos que componen esta selección fueron escri-tas en verso por Jean De La Fontaine (1621-1695) y for-man parte de los seis prime-ros libros de fábulas que es-cribió. La mayoría de estas fábulas eran conocidas des-de hacía cientos de años pero él les dio nueva forma en su idioma, el francés. Fueron tan famosas que pronto se tradujeron a otros idiomas, entre ellos el caste-llano. Las ilustraciones que acompañan a las fábulas forman parte de los graba-dos que Gustave Doré (1832-1883) realizó para la edición de 1867.

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Día del libro 2011

Biblioteca escolar Eduardo Lucena