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ALMERÍA Y GRANADA. RECUERDOS DE VIAJE

Allá en 1903, visité por primera vez Al-mería y de mis impresiones y recuerdos dije en las páginas de esta revista –en ella reúno los dispersos materiales que para escribir una crónica de Granada y

aún de su reino, intentaría, si pudiera yo dedicarme al completo a esos delicadísimos trabajos- varios artículos y notas.

En la Crónica del núm. 135, hablé por primera vez de las impresiones que en mí produjera Almería. Entonces, como ahora, había allí Comisión de mo-numentos, pero ni se reunía, ni se recogían los restos arqueológicos que casualmente hallábanse en las exca-vaciones que para la construcción de casas hacíanse, ni había museo de antigüedades, ni se declararon enton-ces ni después monumento nacional las importantísi-mas ruinas de la Alcazaba y del cerro de S. Cristóbal.

Esta idea de declaración de monumento nacional para las ruinas tuvo eco entre las personas ilustradas y amantes de la historia, y el erudito arqueólogo Mar-tínez de Castro y algún otro almeriense recogieron la iniciativa y trabajaron para conseguirlo; pero Martínez de Castro que firmaba entonces con el pseudónimo de “Moore da Tiaa”, del Moral y el que esto escribe, fuimos tratados de ilusos y visionarios, y todo quedó lo mismo; los muros tronchados, las torres sostenidas por milagros de equilibrio, la ruina enseñoreada de aquellos alcázares y fortalezas; y adosada a uno de los

1912Francisco de Paula VALLADAR Y SERRANO

Francisco de Paula Valladar (Granada, 1852-1924), de quien ya dimos una ligera reseña biográfica en 1903, visita de nuevo Almería con motivo de su nombramiento como responsable de la catalogación de monumentos y obras de arte de la provincia, recordando los esfuerzos de su apreciado amigo Martínez de Castro y aportando algunas notas históricas de la ciudad: “Almería y Granada. Recuerdos de viaje”, en La Alhambra, XV, nº 349, (30-IX-1912); pp. 409-411.

gruesos murallones de la Alcazaba una pobre torrecilla que sostiene sonora campana que se llama “de la Vela” -como la nuestra de la Alhambra- y que con sus tristes tañidos regula las horas de riegos y recuerda que llama-ba a la defensa a los habitantes de Almería y sus con-tornos en la época de la guerra de los moriscos y en las posteriores, en que había que defenderse de los piratas y sus barcos de guerra. Esa campana es el único resto de pasadas épocas en que aquel fortísimo alcázar, des-truido y muerto hoy, recuerda la Alhisana, la fortaleza que tanto elogió Aljatib y que el Edrisi (siglo XII) dijo que era famosa por su fuerte posición, aunque agrega después estas desconsoladoras palabras: “En la época en que escribimos la presente obra, Almería ha caído en poder de los cristianos; sus encantos han des-aparecido; sus habitantes han sido reducidos a la esclavi-tud; las casas y los edificios públicos han sido destruidos y ya nada subsiste de todo ello”… (Descripción de Espa-ña, versión española de Blázquez, pp. 36-37).

Aspecto ruinoso de la ermita de San Sebastián y la campana de la Vela de la Alcazaba.

El erudito local Juan Antonio Martínez de Castro (1880-1955).

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Simonet comenta estas palabras, coligiendo que el Edrisi, escribía por los años 1150, en cuya época el em-perador D. Alfonso VII, estaba apoderado de Almería, y a este respecto dice que “en ello sin duda hay exageración; pero sea lo que quiera -continúa- como Almería, no tardó en ser recobrada por los musulmanes, que la poseyeron hasta los últimos tiempos de su dominación en el reinado de Gra-nada, pronto debió repararse el daño sufrido en la conquista de Alfonso VII, recuperando Almería mucha parte, aunque nunca el todo de su antigua importancia”. (Descripción del Reino de Granada, pp. 141 y 142).

Quizá sean razonables estas consideraciones, pero conviene tener en cuenta que Rodrigo Méndez de Sil-va en su famoso libro de Población general de España, escribe estas sustanciosas palabras: “Ganola primera vez a Moros Don Alonso Octavo de Castilla, dicho Empera-dor, en compañía de Don Ramón Berenguer, Conde de Barcelona, cuñado suyo, a diez y siete de Octubre, año mil ciento y cuarenta y siete, sacando ricos despojos, que llevaron los catalanes, dando principio con ellos el tesoro afamado de aquella ciudad; entre ellos se halló el plato donde Jesu Christo cenó el Cordero Pascual la víspera de su Pasión, tan capaz que le coge entero: es una fina piedra verde de seis puntas, de valor inestimable, que cupo en suerte a Ginove-ses”. Este debe ser el plato o ánfora de cristal verde a que se refiere mi erudito amigo Jover en el interesantísimo artículo “Almería y el escudo de la ciudad”, publicado en el número anterior de La Alhambra.

Sea de ello lo que fuere, es seguro, que en esa con-quista, Almería y sus monumentos padecieron mucho, y no menos cuando ya en poder de los monarcas espa-ñoles, el terremoto tremendo de comienzos del siglo XVI, arrasó casi por completo la ciudad.

Estas ligerísimas consideraciones, que voy a am-pliar en otros artículos, servirán de pretexto para la solicitud que creo debe de hacer la Comisión de Monumentos de Almería a las Reales Academias de la Historia y de San Fernando, pidiendo la declara-ción de monumento nacional para esas veneradas ruinas, que no son obra de Fenices, como asegura Méndez Silva, pero que tal vez guardan entre sus desmoronados murallones restos romanos y aún griegos, como quizá nos revelen antiguas historias de esos pueblos.

Y bendigo, por las vehementes simpatías que sentí siempre por la ciudad hermana, que el Ministerio de Instrucción pública y Bellas Artes, a propuesta de la Comisión organizadora de las provinciales de Monu-mentos, me haya honrado por Real orden, confián-dome la difícil misión de catalogar los monumentos y objetos de arte que en la provincia almeriense se conservan; empresa erizada de tremendas dificultades, pues esa provincia es más bien ancho campo de inves-tigaciones arqueológicas que tesoro artístico que quepa en los preciosos límites de un catálogo.

Vista de la Alcazaba y parte de la ciudad tomada desde la torre de la catedral. (Reproducida del libro La Almería perdida, postales coloreadas, 1900-1936, de J. Grima y N. Espinar; La Voz de Almería, 2005).

1912Francisco de Paula VALLADAR Y SERRANO

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1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

A comienzos del s. XX, determinados individuos de la élite social, económica y cultura de los Vélez eran especialmente aficionados a organizar recorridos y giras campestres con el doble objetivo de expansionarse con los amigos y, en ocasiones, reconocer lugares de interés histórico y/o natural. Posteriormente, alguno de los componentes con recursos literarios relataba sus impresiones sobre estos itinerarios rupestres.

A continuación vamos a reproducir el texto resultante de la excursión realizada el día 15 de abril de 1912 a la fuente de los Molinos y la Cueva de los Letreros, protagonizada por el grupo de redactores de El Ideal Velezano: Julián Llamas, José Soriano, César Gi-ménez de Cisneros, Fernando Morales, Miguel García Alcaraz, Juan Córdoba, Antonio Pérez y Juan Gea. El más destacado, como impulsor, animador y organizador fue Andrés Chico de Guzmán: “El Sr. Chico nos obsequió espléndidamente con un almuerzo y una comida, en donde demostró el gusto que tiene para estas giras y en la que no faltó el detalle más minucioso”, por lo cual se le daban efusiva y cariñosamente las gracias “por el grato día que nos proporcionó y, al mismo tiempo, porque merced a su iniciativa pudimos conocer el importante monumento protohistórico”.

Desde la aparición del libro de Manuel Góngora Martínez en 1868206, la Cueva de los Letreros se había difundido ampliamente por el mundo científico, despertando un gran interés entre los anticuarios. Muestra de ello fueron los trabajos de localización de nuevos vestigios por parte del farmacéutico local Federico de Motos y el artículo del erudito F. Palanques en la prensa almeriense en 1909207, donde habla de la postura de los investigadores Heide y Hübner acerca de la interpretación de los dibujos del abrigo velezano. El año anterior a la excursión (1911), una Comisión científica de anticuarios había visitado el paraje, llamados, sin duda, por el entusiasmo de F. de Motos y dirigidos por el famoso abate francés H. Breuil208. Los trabajos que darían el espaldarazo definitivo en la comunidad científica a las inscripciones del abrigo, serían publicados poco después por Breuil con la inestimable colaboración de F. de Motos209.

De manera que, como el propio semanario velezano nos confirma, esta excursión estuvo motivada fundamentalmente por el interés de los hallazgos arqueológicos que tanto interés ha despertado en el mundo de la ciencia, y el reciente viaje de la citada Comisión: “Los datos recogidos de nuestra visita a la mencionada Cueva, aunque carecen de originalidad por haber sido ya descubiertos por la Comisión del Instituto Antropológico de París, tienen para nosotros sumo interés por haber aparecido a nuestra vista un sinnúmero de inscripciones que don Manuel de Góngora no advirtió, sin duda, por las concreciones terrosas que depositaron sobre ellas las aguas pluviales”210.

El autor del texto, Miguel García Alcaraz, era un eficaz colaborador de El Ideal Vele-zano, que solía firmar con el seudónimo “Gonzalo Migaral”, y que mantenía una sincera preocupación por los temas sociales.

206 Antigüedades prehistóricas de Andalucía. Madrid, 1868.

207 La Independencia, 3-II-1909.208 A este respecto véase nuestro artículo

“D. Federico de Motos Fernández. Imágenes y testimonios de un célebre arqueólogo velezano”; en Revista Velezana, nº 9 (1990), p. 35-44.

209 H. BREUIL, “Trabaux en Espagne. Region de Vélez Blanco”; en Rapport sur trabaux 1913, IPH, París, XXV (1914), p. 241-243; “Las pinturas de la cueva de los Letreros”, en Pinturas rupestres esquemáticas de España. Los descubrimientos ant iguos , Barcelona, 1924; Les pintures rupestres squematiques de la Peninsule Iberique, París, 1935; en colaboración OBERMAIER, “Rapport sur trabaux 1912”, IPH, París, XXV (1913), p. 8-9; en colaboración con MOTOS, “Les roches a figures naturalistes de la region de Vélez Blanco”; en L’Antropologie, IPH, XXXIV (1924); p. 332-336; F. de MOTOS, “Rocas y cuevas pintadas de Vélez Blanco”, en Boletín de la RAH, Madrid (1915), p. 408-413.

210 El Ideal Velezano, nº 31, abril, 1912.

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EXCURSIÓN A LA CUEVA DE LOS LETREROS, ABRIL DE 1912 A LA SIERRA

Cuando nació esta idea el viento invernal con silvo triste sacudía los esqueléticos árboles, el frío helaba todavía los purísi-mos cristales de las fuentes y la nieve, en la cumbre más alta de la sierra, lucía su

nítida blancura como ingente sudario de fabuloso atle-ta. Fue hija de esas conversaciones hueras y andariegas que todo lo recorren sin detenerse en nada, de esas que alegran el ánimo con su polífona amenidad mientras transcurren las horas silentes de la noche.

La placidez de ese día de gira palpitaba en los pechos con anhelo indescriptible, sólo faltaba darle realidad y ésta se la dio nuestro ex-director, el querido amigo D. Andrés Chico de Guzmán, animándonos con el entusiasmo que siente por esta clase de sport y ofreciéndose a sufragar los gastos que se ocasionasen.

El día 15 de abril verificamos la ascensión a las agrestes laderas de la montaña brava del Maimón los siguientes señores: don Julián Llamas, don José Soriano,

don César Giménez de Cisneros, don Fernando Mora-les, don Juan Córdoba, don Antonio Pérez, don Juan Gea y el que suscribe estas despergeñadas líneas. El día acompañó nuestro entusiasmo y el Sr. Chico de Guz-mán contribuyó, con su esplendidez y buen gusto, al felicísimo encanto de la excursión que se reseña y cuyo recuerdo perdurará eternamente en nuestra memoria.

LA PARTIDA

La mañana abrileña que había sido designada para la caminata nos sonreía dulcemente, traía al rostro so-plos de brisas otoñales y destellos purísimos de un sol estival. El camino se abría ante nosotros con ansias de vida. El paisaje, con la dulce somnolencia de un beso, nos brindaba su rara alegría. El sol, que lentamente ascendía sobre las cresterías altísimas del horizonte, daba a la vega con sus rayos un aspecto fantasmagóri-co. El ambiente poético y la riente flora se presentaban a la vista con el encanto fascinador de una eterna pri-mavera.

Con la delectación que produce el embeleso, continuamos por la pendiente carretera haciendo

En esta extraordinaria foto de estudio podemos ver la redacción de EL IDEAL VELEZANO al completo en 1911, y al autor del texto de la excursión a la Cueva de los Letreros en 1912. Sentados, de izda a dcha: José Soriano González (administrador), Andrés Chico de Guzmán y López (director) y Julián Llamas Moreno (redactor jefe). De pie: César Jimé-nez de Cisneros, Fernando Morales, Miguel García Alcaraz (Gonzalo Migaral), Juan Córdoba López y Jesualdo Jiménez de Cisneros. (Gentileza de Juan García Alarcón Córdoba).

1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

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insensible la fatiga con francas y amigables hablillas. La Naturaleza invadió el tema al comienzo de nuestra parla, el arte la sostuvo después y, por último, y como cumplida pleitesía a nuestros pocos años, la mujer, esa ilusión o realidad incognoscible que atesora el divino nombre de madre, revolvió la volcánica imaginación de los viajeros con consideraciones, como ellas, de ca-rácter variadísimo, unas veces elevado y otras un tanto pueril.

En uno de los cortijos de la Rivera hicimos alto para almorzar. La mayor alegría reinó en todos los corazones durante el tiempo que permanecimos allí. Terminado el yantar, reanudamos de nuevo la tarea por el tortuoso sendero que bordea el barranco, bajo la protectora sombra de los altos chopos.

Con paso lento subimos por la Cuesta del Judío hasta escalar las últimas casas que se asientan en la austera falda de la majestuosa sierra, a la altura de la rica fuente de los Molinos. Allí se nos ofrecieron para servirnos de guías, Fermín Lizarán y José Ros, mecá-nicos respectivamente de las fábricas de luz eléctrica e hilado, y que habían acompañado en días anteriores a una Comisión del Instituto Antropológico de París. Aceptamos gustosos el ofrecimiento, y una vez repara-das nuestras fuerzas, comenzamos la ascensión sierra arriba hasta llegar a los acantilados en que se recuesta voluptuosa la ingente concavidad que recibe el nom-bre de “Cueva de los Letreros”.

Trepando rocas y saltando breñas conseguimos escalar la vetusta vivienda del hombre troglodita. Al poner las plantas en ella la fatiga cesa y el espíritu se cree elevado sobre sí. La vista no quiere permanecer quieta oteando la faja azul del infinito. El vacío atrae irresistiblemente. Los raros caracteres que generacio-nes ignotas depositaron en la piedra recaban también nuestra atención. Todo, todo evoca en nosotros un cúmulo de encontradas emociones. La imaginación se siente ebria de gozo ante el imponente caos que la Naturaleza presenta.

La contemplación de tanta grandeza lleva a la mente la visión ilusoria de aquellas razas primitivas, cuya cultura dejó huellas misteriosas en la risca y ven-ció con el carácter indeleble de su escritura a la demo-ledora mano de los siglos que no la pudo borrar.

LA CUEVAEstá situada la “Cueva de los Letreros” en la falda

noroeste de la fragosa mole del Maimón a kilómetro y medio de Vélez-Blanco y unos cuatro de Vélez-Rubio. Fue descubierta por el eminente arqueólogo almerien-se D. Manuel de Góngora y Martínez, quien le dedicó un merecido espacio, en su meritísima obra Antigüeda-des prehistóricas de Andalucía.

Su conformación es irregular y el piso tiene un marcado declive hacia la entrada, debiéndose segu-ramente su oquedad a desprendimientos de grandes masas de piedra. Limita al frente con un cortado inex-pugnable que sólo ofrece fácil acceso por un estrecho conducto que forma la escarpadura de las rocas hacia el suroeste de la caverna.

La superficie de la piedra es concrecionada y angulosa, encontrándose pulimentada por la mano del hombre. Puédese por tal motivo asegurar que la “Cueva de los Letreros”, oquedad natural en su cons-titución, es artificial en lo que respecta al concepto arqueológico de monumento.

Los caracteres que en ella aparecen son de un color rojo indeleble y algunas de las figuras más determi-nadas, como acontece con las del grabado número 2, se encuentran unidas por otras líneas de tinta rúbrica también, que la planta del hombre y las concreciones terrosas depositadas por las aguas pluviales han hecho casi imperceptibles.

Dibujo de la cueva de los Letreros tal como la vio y representó Manuel Góngora y Martínez hacia 1868.

1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

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Los signos que representan seres reales están co-locados de perfil, carecen de perspectiva y debieron ser trazados por un instrumento rústico o por el dedo de la mano que los impulsara, a juzgar por su tosquedad.

Grande ha sido la importancia que el arcaico mo-numento ha despertado en el mundo de la ciencia, y no en balde se la concede, pues ¡quién sabe si todos esos jeroglíficos que cubren su pétrea armazón valvi-forme, encerrarán la ignorada clave de alguna civiliza-ción primitiva!

Respecto al interés despertado por estos letreros baste decir que su estudio ha merecido un lugar pre-

ferente en la incansable lucubración de los arqueólo-gos más ilustres. El mismo Sr. Góngora, hablando de su valor histórico, dice: “me proporciona la gloria de ser el primero en España que da a conocer una escritura prehistórica, completamente nueva y desconocida”. La seguridad del ilustre profesor ha venido a ser com-probada por el felicísimo hallazgo de otras grutas con idénticos o parecidos caracteres a éstos de Vélez-Blanco.

Hay, sin embargo, quien no duda al asegurar que se trata de simples pictografías depositadas sobre la piedra por una mano caprichosa; quien, haciendo gala de una fantasía privilegiada, ha creído ver en todos los signos de la cueva ocultos esquemas de la figura humana; y quienes, como ocurre con la Comisión del Instituto Antropológico de París, no dicen nada en concreto, cometiendo al mismo tiem-po yerros gravísimos, imperdonables en sus alabados magines de doctos. El célebre epigrafista alemán D. Emilio Hübner no concede importancia alguna a estos letreros, pero su opinión no es posible te-nerla en cuenta; Heide, de la escritura cuneiforme dijo otro tanto antes de ser conocida como tal, y, a más, el sabio arqueólogo no ha conocido diseño completo de los dibujos211, ni el importante descu-brimiento de las cercanas cuevas de la Tía Polonia que merecen, en mi concepto, un estudio profundo y detenido.

Las cosas obvias a la razón dan pábulo a la temeri-dad y he aquí lector el por qué yo, sin autoridad para discernir en estas cuestiones de verdadera trascenden-cia, rompo una lanza y emito mi opinión.

D. Manuel de Góngora, el eminente catedrático, no dijo de esta cuestión todo lo que debiera por recaer en él la gloria del descubrimiento y por su caracte-rística modestia, que le llevó a decir con grave error que era el último soldado de la ciencia. Otros que se ocuparon de este mismo asunto no hicieron más que recopilar distintos y contradictorios pareceres, y todos ellos con el desconocimiento del objeto, causa de tan-tas discusiones.

(...)

Núm. 1. Dibujo que representa a un hombre con una rama en los brazos y un penacho en la cabeza; se halla a la entrada de la cueva, completamente aislado. Núm. 2. Inscripciones que ocupan el testero de la izquierda. Núm. 3. Otras que aparecen entre el piso y la pared del fondo. Núm. 4 y 5. Inscripciones del techo. Núm. 6. Figuras que resaltan de los innumerables dibujos que cubren una piedra semiesférica y de superficie irregular enclavada en el centro del piso. Dibujos realizados por el autor.

211 La lámina más completa publicada hasta la fecha es la que se adjunta en este artículo y, sin embargo, no posee ni la mitad del número de los dibujos de la Cueva. La causa de estar incompleta es la debilidad de color de la mayoría de las figuras que no se determinan con perfección ni haciendo mojar la piedra de antemano.

1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

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La ciencia sigue laborando por iluminar los abis-mos de la verdad con la antorcha potentísima de su luz. Mientras tanto, siga la oscuridad entenebreciendo los abismos del origen y del mundo, que bien puede ser que llegue un día en que no haya misterios para el hombre.

CUEVAS DE LA TÍA “POLONIA”

En la parte suroeste de la sierra, a la misma altura que la “Cueva de los Letreros” y no muy distante de ella, se hallan enclavadas cuatro grutas conocidas con el nombre que encabeza estas líneas, y que por la con-formación especial que ofrecen y por la lápida inscrip-ta que posee la mayor de ellas, merecen especialísimo estudio.

El Sr. Góngora no tuvo la fortuna de descubrirlas y la Comisión del Instituto Antropológico de París, que hacen mención de ellas, no apuntan particulari-dad alguna, considerándolas como naturales, siendo así que la mayor de ellas presenta vestigios indubita-bles de la intervención que en su forma actual tuviera la mano del hombre.

Son circunstancias de notar que abonan este aser-to: la perfección del arco rebajado de la entrada; la regularidad de sus paredes y aristas; la de presentar una especie de plazoleta cercada de piedras, (de la que quedan tres) a manera de valla, muy comunes en las viviendas protohistóricas212; la de encontrarse en el suelo de la cueva una fosa mortuoria; y la de aparecer en la parte superior del frontón y un poco a la derecha un letrero de líneas rojas dentro de un rectángulo im-perfecto de pulimentada superficie.

La acción del sol y el desgaste producido por las aguas pluviales han hecho casi imperceptible el im-portante epígrafe lapidario, que acaso esconda en las lobregueces de su incógnito el difícil y arduo problema de su origen y que allí, fijo sobre el mausoleo donde repose el jefe de alguna tribu troglodita, o la morada mortuoria del grabador de los intrigantes jeroglíficos, queda desafiando la inclemencia del tiempo, mientras cubre el misterio con el velo profundo de su bermejo color...

A vosotros, hijos del mañana, está encomendada la gloria de su traducción que, aunque no traiga una fórmula redentora para el hombre, traerá sin embargo la sublime satisfacción del enigma descubierto, del misterio desvanecido por la fuerza enérgica y potente de la inteligencia humana...

UNA NECRÓPOLIS PROTOHISTÓRICA

En el cerro del Judío, a unos 790 metros de la “Cueva de los Letreros”, subsisten vestigios de pobla-ción romana213 que, el derrocamiento paulatino en el transcurso de los años, ha hecho imperceptibles. Sobre ese sitio, en la angosta planicie que se extiende entre el Judío y el Maimón, existe un cementerio antiquísimo cuyas fosas están abiertas en la roca, siendo sus dimen-siones: 28 centímetros de anchas por 1’49 metros de largas.

El Sr. de Góngora hizo desenterrar algunos cadáve-res que se encontraron en la misma posición: el cuerpo puesto de costado, vuelto el rostro hacia el sur y rectos los brazos. De los seis cráneos que pudieron extraerse incólumes, cinco pertenecían al tipo dolicocéfalo y tenían un marcado prognatismo, y el otro era braqui-céfalo y de un agnatismo exagerado.

La contemplación de esa tierra yerma y seca, de esa mansión de muerte que abraza en duro y eterno lazo a los hijos de aquellas razas fabulosas, ofrece un espectá-culo triste y melancólico.

Aquella cueva grande de pintados muros quizá sea el templo que guarde los ritos de sus creencias religio-sas; acaso la homogénea posición de sus cadáveres esté acusando la existencia de unas prácticas funerarias.

¡Cruentos siglos que todo lo borran con despiada-da saña!

¡Mísero aspecto el de la grandeza humana en el muladar de la muerte!

En la arcaica necrópolis ya no queda nada, sólo existe la sublime elevación del silencio; el silencio ma-

212 En la parte baja de las laderas y en el barranco se han encontrado grandes piedras llenas de letreros que, quizás, pertenecieran a esta clase de murallas pro-tectoras o menhires que las aguas arrastraron con los aluviones.

213 En el desmonte que se hizo para instalar la rueda motriz de la fábrica harinera “El Fénix Español” se encontraron platos, jarros y otras vasijas pertenecientes a la época de la dominación romana.

1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

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cabro de la muerte que aterra el alma del observador y que llena la majestad de la sierra...

Como ofrenda cariñosa, como reliquia, por la tie-rra ardiente se extienden abrojos y jaras, cual si fueran coronas tejidas por aves, cual si fueran diademas que orlasen sus fosas.

EL DESCENSO

Distraído con estas consideraciones, harto difíciles para mis pocos años, habíame olvidado de mis com-pañeros y amigos que allá quedaron asomados bajo el soberbio dosel de la cueva, al grandioso mirador que domina la inmensidad del valle.

La constitución del terreno puede apreciarse desde aquella altura de manera magistral: al frente, el extenso llano que, en suave declive, formara en épocas remotas silenciosa playa; a la derecha, el cerro del Judío de te-rreno de sedimentación plagado de fósiles que, situado en el centro de la agreste ensenada, demuestra la exis-tencia regresiva de inundadas zocas batimétricas; y el abrupto acantilado que en línea horizontal se extiende por las laderas de la sierra, formado probablemente

por el incansable lameteo de las rizadas olas de algún mar arrogante, verde, que reposara durante las edades geológicas en el pintoresco lecho que limitan las Es-tancias, Maimón y Montraviche...

Henos otra vez de camino, paciente lector. Un vientecillo fresco nos animaba en la jornada. En las cuevas de la tía “Polonia” descansamos breves instan-tes, oteando con los gemelos los abigarrados tonos de la tarde.

Una nube ligera, como bruma del Támesis, pasó sobre la villa descargando una llovizna de perlas cris-talinas que en mil cambiantes se irisaban con los rayos del sol. Amarillo era el color predominante en aquel extraño y encantador tejido en aquella mezcla afrodi-síaca que parecían flechas de oro entre fina cordelería de rielante plata...

Llegamos a los primeros cortijos; en el que nos sir-vió de posada a la subida dimos obscuro alojamiento a la magnífica comida que nos tenían preparada.

Cuando el aromático moka esparcía su delicado y sutil perfume, una ovación supo agradecer lo exce-lente del banquete al Sr. Chico de Guzmán, que con nuestro amigo D. Antonio quedó charlando, mientras nosotros, en la vecina casa de uno de los guías, for-mamos una fiesta memorable. Nuestro impresor, el célebre guitarrista D. Juan Gea, arrancó del cordaje de una guitarra las notas valientes de la danza y las notas tiernas de la malagueña.

Por largo rato imperó en el callado ambiente de la sierra la dulce algarabía del tañer de la vihuela que semejaba reidora charla de purísimo manantial. Una chiquilla de cara redonda y ojos azules como el cielo, lanzó al viento un cantar sentido, que, en armonioso concierto con la música, diríase que era voz misteriosa que llegaba al alma como divino aliento de su espíritu.

Cuando los rayos oblicuos del sol se alzaban queda-mente, recatando con sombras los verdes tapices de la vega, tornamos a emprender la caminata de regreso...

...Y cuando la jornada acabó, las últimas briznas de la luz crepuscular perdíanse en el infinito, y de la tierra mojada, como de griego pebetero, se emanaba, henchiendo los pulmones con gentil sutileza el perfu-me sublime de las tragedias pluviales, el penetrante y grandioso olor a búcaro.

Representación de algunas de las pinturas de la cueva de los Le-treros por el abate H. Breuil hacia 1911.

1912Miguel GARCÍA ALCARAZ, “Gonzalo Migaral”

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1913A. TEIXEIRA

De Teixeira ni tan siquiera conocemos su nombre. Sí sabemos, por que lo apunta en el texto, que viajó a Sierra Almagrera partiendo en tren desde Madrid hacia Pulpí y allí tomó un coche hacia la sierra. El objetivo de su visita era conocer las instalaciones del desagüe, aunque en aquel momento estaba paralizado. Tras el descenso al pozo “Encarnación” parten para Cuevas de Vera, lugar que no le resulta agradable por el calor sofocante y la cantidad de polvo que cubre sus casas y calles; aunque reconoce que posee un hermoso Casino, un teatro bonito y unas preciosas mujeres. En su descripción hace referencia a una Asamblea de mineros que se celebró en el Teatro. El texto que a continuación re-producimos, denominado “Las minas de Sierra Almagrera” lo publicó en El Imparcial de Levante (Cuevas), los días 18 y 25 de octubre de 1913.

LAS MINAS DE SIERRA-ALMAGRERA

El viaje es penoso. Se sale de Madrid a las ocho y treinta de la noche y se llega a Al-cantarilla en las primeras horas de la maña-na del día siguiente. Desde dicha estación a Pulpí (que es donde se toma el coche que

conduce a las minas) se tienen que hacer tres cambios de tren; el material de ferrocarril es detestable, sucio, viejísimo; las esperas en las estaciones de trasbordo son largas; el paisaje del trayecto, netamente africano. Casas mochas cuadradas, sobre las que se inclina el airón de una palmera, blancuzca de este polvo cernido como harina que lo recubre todo: camino, casas, pitas, chum-beras. Esta región podría titularse la “tierra del polvo”. Hace años que no llueve. Alguna vez que llovió, llovió con violencia de catarata, arrasando, inundando, destru-yendo… La tierra, gredosa, conserva endurecida las res-quebrajaduras que abrieron los torrentes; un viejo árbol sin copa alza entre los terrones calcinados las astillas de su tronco que resistió la corriente devastadora, y quedó allí erguido como una maldición; las copas desmedradas de otros árboles que arrasó la avalancha y quedaron su-midos, asoman entre la grava blanquecina amontonada entre los recodos de las vertientes que van al río…; un río que ya no lo es, que lo fue allá en otros años; un río del que sólo queda el nombre y el cauce seco, rugoso, polvoriento, sin una adelfa que ponga la nota roja de su flor en las riberas tristes, sin juncos que las refresquen, sin mastranzos que las perfumen, ni pájaros que las ale-gren… ¡Qué tristes paisajes, abrasados de sed, ahogados

en polvo, ceñudos, hostiles, que punzan con sus cardos crepitantes, con sus chumberas, que tienen en los bor-des gibosos de las hojas las verrugas de su fruto dulzón erizado de púas...!

Avanza nuestro coche lentamente, fatigosamente, a través del desierto blanco... Sudan las bestias ja-deantes. Alguna vez se detienen resoplando, sacuden las orejas y vuelven a arrancar, lentas. Y así, una hora, dos horas... y tres. Al fin, allá en la falda de la sierra imponente que ciñe el paisaje, se divisa una mancha verde rodeando un grupo de edificaciones risueñas, ¡el Desagüe!

EL DESAGÜE

Mi acompañante me va indicando con el dedo el objeto a que se destina cada uno de dichos edificios… Aquella es la galería de calderas... aquella otra el taller y las oficinas; la nave de motores exteriores… Nos vamos aproximando… sonríe ya la civilización... yér-guense árboles esbeltos a los lados de la carretera bien cuidada; las caballerías del coche trotan adivinando el pienso próximo; una brisa fresca con olor a jardín re-gado nos acaricia… Se detiene el coche; descendemos. Pisan grava limpia nuestros pies blancos de polvo. (Un oasis... grandes cactus, palmeras verdes, macizos de raygras sedoso; al fondo un chalet moderno)... De una mecedora se levanta, sorprendido y amable, salacot en mano, el ingeniero Director de la explotación.

(...)

(Reproducida del libro Memoria visual del siglo XX, 1901-2000, de E. Fernández Bolea y Juan Grima Cer-vantes, 2000).

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-Esto es un paraíso imprevisto, un oasis en el desierto de polvo, la transición es agradabilísima, el contraste en-cantador…

Mr. Cousin, que es un enamorado de su obra, sonríe, sonríe siempre… La tierra de aquel jardín tuvo que traerse de muy lejos; aquellos árboles, aquellos cactus, aquel ray-gras, él los plantó...

-Ahora verán algo de la instalación...

Trepida un motor: el de las aguas frías... Los demás motores callan, apagadas las calderas alineadas como fila severa de combatiente, inmóviles los volantes enormes, los émbolos bruñidos, las palancas podero-sas, todo lo que constituía el alma, la fuerza, la vida del desagüe (que era la vida toda de la sierra y que se detuvo hace meses). Su quietud, que entristece a Mr. Cousin, nos entristeció a todos...

Una leve vedija de humo se rizaba en la alta chi-menea, deshaciéndose en el viento... Un soplo de vida Y bajamos en el ascensor a más de 300 metros de profundidad. Y cuando tras la noche de horror en el descenso sombrío por el pozo “Encarnación” (cuyos muros trasudan agua reflejándose en ellos la luz del candil minero), llegamos al fondo del abismo, experi-mentamos una impresión de asombro admirativo… No era la primera vez que bajábamos al fondo de una mina, en el cual habíamos visto la boca negra de las galerías; habíamos andado mucho bajo las bóvedas angostas como camino de infierno apartándonos para dejar paso a las vagonetas empujadas por hombres des-

nudos, sudorosos, negros también, que nos miraban un instante con curiosidad… y se hundían en las ti-nieblas… Esto era otra cosa…. Ni angosturas, ni tinie-blas, ni hombres desnudos…, luz eléctrica por todas partes, techos altos, pavimentos de salón, y sobre ellos, destellando como joyas con sus aceros y sus cobres refulgentes, las grandes bombas, los tornos accionados por cilindros de vapor, maquinaria moderna, gigantes-ca, milagrosamente bajada hasta allí, milagrosamente encerrada allí bajo las bóvedas del enorme palacio sub-marino de mampostería, dentro del cual el genio de la industria disputa al mar tesoros de plata, sorbiéndose las olas con sus tuberías y devolviéndolas, impotentes a la playa para que besen vencidas los pies de la sierra…

La sierra, hosca, huraña, sombría, alza tras del pa-lacio encantado del desagüe sus cerros calvos y pedre-gosos, sin una brizna de hierba, sin un pájaro, sin una flor. Acá y allá sobre las cimas, en las laderas, por todas partes, se ven casitas; al lado de las casitas una chi-menea; cerca de la chimenea el armazón y las ruedas de hierro de un torno elevador… Son minas que no trabajan ya… Trabajaron… el mar las inundó y están así hasta que el desagüe funcione y vuelva a animarse la sierra con el trajín del trabajo, y se la sienta respirar por sus centenares de chimeneas empenachadas de llama en la noche, y cante con el silbido de las sirenas de vapor y tiemble bajo la trepidación de los enormes motores del desagüe metidos en sus entrañas, a cente-nares de metros bajo la extensión azul por la que rue-dan las olas del mar…

Ricos, muy ricos los mineros de Sierra Almagrera, porque poseen tal vez las minas de plata más fértiles del mundo y la instalación más hermosa de desagüe que se ha implantado en Ingeniería; son a la vez tan pobres, que no cuentan para impulsar la explotación con medios suficientes… Han convocado a los finan-cieros pidiéndoles ayuda, y va a celebrarse la Asamblea General minera que examinará las proposiciones de aquellos. El ambiente es de zozobra, de expectación…

En nuestro viaje nos acompañan el Duque de Tetuán (uno de los concursantes), prócer tan amable como ilustre, hombre mundano al cual todo le parece bien; los transbordos, los coches del ferrocarril, hasta el polvo. Es, además de aristócrata y hombre de nego-cios, coronel de caballería… Desde los campos africa-nos de Almería, piensa partir para los otros… Y fuma, fuma sin cesar, odiosas tagarninas, y con su gesto un poco soliento de hombre vivido, nos preguntó alguna

1913A. TEIXEIRA

Trabajo en el interior de la mina. (Reproducida del libro Los orígenes del siglo minero en Murcia, de M. Guillén, 2004).

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vez cuánto duraría la jornada y donde podría proveerse de tabaco como aquél, precisamente, que era el que fumaba su cochero…

CUEVAS DE VERA

Cuevas de Vera es grande, de 30.000 habitantes, según me dicen (aunque me parecen muchos), y no es peor ni mejor que otros pueblos españoles, gran-des, feos y mal urbanizados como él… No puede ser un pueblo limpio, porque le rodea el polvo por todas partes. Sus calles, sin empedrar en su mayor número, tienen un palmo de polvo. El polvo asfixiante se posa en sus rejas, en las molduras de las puertas; sobre los zaguanes; sobre las aceras formando costra… Un soplo de aire lo levanta en torbellinos, y ciega y asfixia y se mete por los oídos y por las narices, y entre el tejido de las ropas… Polvo y mosquitos… Una delicia… Pero, en cambio, hace en él un calor que se achicharran los pájaros, lo cual ya es una compensación. Por lo demás, tiene un hermoso Casino, un teatro muy mono y unas mujeres más bonitas aún que el Casino y el Teatro.

En el teatro Echegaray es donde se celebró la Asamblea de mineros. Ocupaba el escenario el Sin-dicato, presidido por el señor Pérez de la Cuesta, abogado, de claro entendimiento y grandes prestigios en la región; insustituible en su puesto, en el que ma-ravillosamente le secunda como secretario D. Antonio Bachiller, persona finísima y culta, de aspecto prócer y gran laboriosidad…

Presentó el Duque de Tetuán su proposición para que se le adjudicara el desagüe de Sierra-Almagrera, y se discutió ampliamente, artículo por artículo, defen-diendo en nombre del Duque su abogado, señor Soto Reguera, impugnándola el Marqués de San Eduardo, alma de la minería de la Sierra, habilísimo y elocuente, con elocuencia razonadora de Ministro, (como me decía el Duque de Tetuán, admirando la formidable dialéctica con que aquél argumentaba…), tomando parte asimismo en la discusión otros inteligentes mi-neros de la región y de Madrid; algunos, como el Sr. González Bernabé, con extraordinaria competencia y con un entusiasmo consolador, conociendo como nadie el problema minero, a cuyo estudio dedica los esfuerzos de una labor diaria, inteligente y desinteresa-da sobre todo.

El ingeniero D. Andrés Herrero intervino varias veces en la polémica, aportando a ella luminosísimas

observaciones técnicas y presentando otra proposición a nombre de una casa alemana representada por él; proposición que, por razones circunstanciales que le honran mucho retiró, tal vez con la vista puesta en un porvenir no lejano… El Sr. Herrero conoce la sierra; el Sr. Herrero tiene una gran fe en su riqueza fabulosa, casi virgen aún; el Sr. Herrero tiene planes sabiamente meditados que habrá de desenvolver allí… Cuando él hablaba, la Asamblea oía con religioso silencio, y la confianza se metía dentro de los espíritus, apoderán-dose de ellos.

Dos días duraron las sesiones de la Asamblea. La última terminó a las cinco de la madrugada. La proposición del Duque de Tetuán se aceptó con ligeras modificaciones… Habrá desagüe. Corrió la frase taumatúrgica de boca en boca… El cansancio de aquellos dos días interminables no se reflejaba en los rostros alegres de los que salían del teatro a la calle, vagamente iluminada con la tibia luz del ama-necer…

Se despedían mutuamente concursantes, mineros, curiosos, con efusivos apretones de manos. Todos es-taban de enhorabuena, los unos realizarían un negocio pingüe, jugoso, seguro, de muchos millones; los otros podrían sacar también producto de sus minas hoy inundadas; los obreros trabajarían, desistiendo de la emigración en proyecto…

Se tiñó en rosa el ancho fanal del cielo, y tras las lejanas cumbres desoladas, la vida alzó su hostia de luz… El Sol.

Fachadas del Casino y el Teatro Echegaray en Cuevas de Vera, en las primeras décadas del s. XX. (Gentileza de E. Fernández Bolea).

1913A. TEIXEIRA

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1920 y 1933Gerald BRENAN

(Sliema, Malta, 1894 - Alhaurín el Grande, Málaga, 1987) Su infancia transcurrió en la India, Sudáfrica e Inglaterra. Concluida la primera guerra mundial y recién licenciado como oficial del ejército británico, Gerald Brenan decide huir de la hermética sociedad inglesa y de una monótona profesión que le agobia para ampliar su nivel cultural y realizar su propia autoeducación como escritor. Elige España sólo porque imaginaba que la vida en este país resultaría más barata, y en 1919 desembarca en la Coruña. Tras recorrer Galicia durante unos días viaja a Madrid en un tren mixto, viaje que le resulta descorazonador. Finalmente se instala en Yegen (Granada) en 1920, trayendo como único equipaje unas libras y dos mil libros. A su llegada es un joven caballero inglés de veinticinco años apasionado por los viajes, idealista, observador y aspirante a escritor. En la Alpujarra encuentra la paz necesaria para escribir, pero también el amor de Juliana, una sensual adolescente del pueblo. En 1934 se trasladó a Churriana con su mujer Gamel y, semanas después de estallar la guerra civil, a Gibraltar. Andalucía le abre los ojos a otra manera de ver la vida. La alegría de vivir de sus habitantes y su pasión por la literatura española marcarán para siempre su vida y su obra. Desde el fin de la IIª Guerra Mundial viaja incesantemente y escribe la Biografía de San Juan de la Cruz, el libro Al sur de Granada, sobre sus días en el pueblo alpujarreño, y la Historia de la literatura española, obra que transmite el entusiasmo del autor al ir descubriendo los autores hispanos. Mantuvo estrechas relaciones con el grupo de Bloomsbury, del que se distanció con el paso de los años. Partidario del bando republicano, no pudo regresar a España hasta 1953, año en que reanudó su vida en La Alpujarra hasta su muerte. En 1968 muere su mujer y conoce a Linda, con la que se traslada a Alhaurín el Grande (Málaga), en donde escribe Pensamientos en la Estación Seca y fallece.

España le ofrece al joven Brenan la otra cara de la moneda respecto a la forma de vida a la que estaba acostumbrado; encuentra paz, tranquilidad, humanidad, cariño, un suceder diario que le subyuga y en el que su fina capacidad de observador penetra agudamente, reflejándolo en sus libros de forma magistral.

Artífice material de medio centenar de libros, de millares de páginas de su diario y de millones de palabras que componen su correspondencia, es autor de diversos estudios fundamentales sobre la vida y la cultura en España, entre los que destaca El laberinto espa-ñol. Viajero curioso y atento siempre tanto al detalle como a la reflexión más iluminadora, Brenan cultivó, además del género memorialístico, la ficción y la poesía.

Mucho se ha escrito sobre su vida y su obra de don Gerardo, como se le llamó fami-liarmente en España, él mismo escribió su autobiografía en dos obras: Una vida propia y Memoria personal; Jonathan Gathorne-Hardy escribió una extraordinaria biografía en 1992, más tarde (febrero 2003) traducida al español y editada por El Aleph como Gerald Brenan El Castillo Interior. Biografía. Basándose en la apasionante trayectoria de este autor, Fernando Colomo dirigió en 2003 la película Al sur de Granada, en la que se relata la historia de amor entre Juliana y el escritor.

Su relato es muy distinto a las narraciones de viajes ingleses tradicionales, no en vano se le considera un pionero de la antropología social y su obra Al sur de Granada una mono-

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grafía antropológica. En este libro relata su paso por Almería, lugar del que él mismo dice “solía ir cuando quería cambiar mi vida de aldea”. En él recoge sus dos viajes a Almería y uno a Adra. En el primero, realizado en 1920, describe la Almería anterior a la guerra civil a través de una sucesión de tipos descarnados que conoce en su visita a los burdeles de las Perchas. Su segunda descripción es mucho más serena, destacando curiosas obser-vaciones y reflexiones sobre la monotonía de la vida cotidiana en la ciudad y su visita a los pueblos del levante de la provincia: Níjar, Sorbas, Mojácar, Vera, Cuevas del Almanzora y especialmente su entrevista con Luis Siret en 1933. En ambas narraciones también dedica su atención a la historia, la economía, la religión, la botánica y la arqueología.

El texto se ha recogido de la segunda edición en español de Al Sur de Granada, Madrid, Siglo XXI de España editores, 1976; páginas 160-163 y 229-271214.

No pasaba todo mi tiempo en casa, leyendo y hablando. También solía viajar. Puesto que tenía poco dinero para autobuses y me gustaba caminar, viajaba, por lo general, a pie. De esta

manera llegué a puntos tan lejanos como Murcia y Cartagena, exploré las montañas de mi aldea y de la comarca. En verano, a veces bajaba hasta el mar.

El punto costero más cercano a Yegen es Adra, un pequeño puerto situado en la desembocadura del río que discurre por la mitad oriental de La Alpujarra. El camino más agradable para llegar hasta allí era seguir la rambla que se iniciaba inmediatamente por debajo de la aldea. A trompicones se bajaba por el arroyo has-ta que éste se convertía en un amplio lecho, bordeado de álamos y adelfas, tamariscos y agnus castus. Este último es un arbusto con un tallo de flores azules pare-cidas a las de la buddleia, y de cuyas hojas se dice que tienen la propiedad de hacer casto a quien las come. Sin embargo, no puedo dar fe de esto, pues jamás supe de nadie que hiciera el experimento.

(...)

Adra es una blanca ciudad situada en un mar verde de caña de azúcar. Aquí el pulso de la vida es distinto. El aire es lánguido y pesado, la vegetación es pujante y lujuriosa, y una pequeña y esbelta planta, la Oxalis cernua, una acedera originaria de Sudáfrica, cubre las lindes y las orillas de los campos con sus pálidas flores amarillas. En la larga calle principal podía olerse el abandono. Paredes desconchadas, moscas bullendo por doquier, enjambres de niños medio desnudos, tufo a orina y excrementos. Y allí, donde terminan los cam-pos, más allá de la última línea de cañas empenechadas,

yacía el mar. Monótono, sin mareas, golpeando y gol-peando sobre su orilla arenosa; hermoso como la adelfa.

Un año bajé a Adra con un joven amigo, Robin John, hijo del pintor. Dormimos en una pequeña cho-za de cañas, en la orilla de la playa sobre las que crecía, lo recuerdo, una enorme planta de calabaza. Durante el día nos bañábamos, observábamos a los pescadores halar sus redes barrederas y teníamos siempre los ojos abiertos para las pescadoras. Por las noches oíamos el punteo de una guitarra y el lamento del cante jondo, mientras la luna ascendía sobre el horizonte marino como otra calabaza. De las zanjas y albercas surgía un coro de ranas, como en protesta por tanta lujuria y vicio.

Adra tiene una larga historia. Al parecer, fue una factoría griega (su nombre primitivo, Abdera, sugiere

De izquierda a derecha: un cubano desconocido; Gerald Brenan; Ralph Patridge, su mejor amigo; Juliana Pelegrina, su amante; en un merendero de la playa de Adra en 1929.

1920 y 1933Gerald BRENAN

214 La primera edición en español, se publicó en enero de 1974. La primera edición en ingles, con el título original: South from Granada, en Penguin Books, Hamis Hamilton, 1957.

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una fundación jonia) tomada luego por los cartagine-ses en el año 535 a. de C., cuando se hicieron con las rutas marítimas españolas, arrebatándoselas a los feni-cios. Los cartagineses la convirtieron en una colonia dedicada a la salazón del pescado. Sus monedas mues-tran un templo cuyos pilares son atunes. Su principal exportación, además del pescado salado, era la famosa salsa garo (en latín garum), tan alabada por los autores griegos y romanos. Se obtenía a partir de las huevas de caballa y de los intestinos del atún, batido todo con huevo y puesto en salmuera, tras lo cual se dejaba en remojo durante varios meses en una mezcla de vino y aceite.

El barrio comercial de Adra se sitúa a lo largo de la carretera de la costa y termina en el puerto. La ciudad antigua, que ocupa el lugar de la ciudad árabe –la ciu-dad cartaginesa estaba un poco más allá, hacia oriente-, está situada sobre una colina baja al borde del delta del río. Exceptuando unos cuantos cascos y monedas púnicos y las tumbas de dos niños judíos muertos du-rante el reinado de Augusto, nada se ha encontrado de sus tres mil años de historia, si bien el santuario de la Virgen de Mar, reconstruido tras su destrucción por los piratas en 1610, perpetúa de una manera casta los ritos de Astarté-Afrodita. A diferencia de Grecia y Sici-lia, en España es la Virgen la que ha absorbido lo que constituyó la antigüedad pagana. Pero remontando la escarpada pendiente de la montaña, que en esta parte es tan pelada y desnuda como si estuviera hecha de metal, se goza una vista panorámica absoluta. El delta verde, verde, la ciudad blanca, blanca, y desde ella, extendiéndose, el mar, tan tranquilo y tan brillante, y tan moderno como si Picasso lo acabara de pintar.

Si uno avanza desde Adra hacia el Oeste siguiendo la carretera de la costa, encuentra una torre vigía cada pocos kilómetros. Algunas son cuadradas, hechas de una especie de cemento y muy antiguas. Tito Livio se refiere a ellas con el nombre de turres Hannibalis y dice que fueron construidas por los cartagineses, pero según el profesor Schulten muchas de ellas pertenecen a un periodo anterior, a Tartessos. Las torres redondas, más numerosas, fueron construidas por los árabes, pero mantenidas en uso por los cristianos hasta el final del siglo XVIII, para prevenir los movimientos de los corsarios. Cuando se atisbaban barcos sospechosos se encendían fogatas en ellas y la milicia montada, cono-cida como la caballería de la costa, acudía rápidamente al punto de peligro. La frase ”Hay moros en la costa” se convirtió en un proverbio.

(1920)

BERJA/CAMPO DE DALÍAS

La ciudad de cierta importancia más próxima a Yegen es Almería. La distancia por carretera es de unos noventa kilómetros, que se podían hacer a pie o en autobús. La primera ocasión en que la visité fue en febrero de 1920, cuando, como ya he dicho, fui allí a comprar muebles. Como conservo de esta ocasión un vivo recuerdo y un relato escrito de ella, empezaré por ahí.

Todavía era de noche cuando me senté cerca del fuego de la cocina para tomar mi café. Las estrellas tachonaban el cielo y el canto del gallo se escuchaba en la distancia como un largo brazo estirado sobre las colinas. El silencio se rompió con el ruido de unas herraduras en la calle. Me pasé la mochila al hombro y, mientras se filtraba la primera luz desde Oriente, me dejé caer por las terrazas de las pendientes cubiertas de olivos y por las suaves cuestas sin árboles que descen-dían hasta Ugíjar. Desde aquí, la carretera zigzagueaba endemoniadamente hacia Berja por encima de unas colinas pedregosas donde había numerosas hierbas aromáticas y finos olivos. Berja es un pueblo de cierta importancia, situado bajo la Sierra de Gádor, y cons-tituye un centro importante de la industria de la uva. Las uvas verdes, de piel dura, que son enviadas cada otoño desde Almería hasta Londres, crecen en parras que dan al paisaje, o más bien a la parte por ellas cu-bierto, un extraño aspecto de aplastamiento, como si estuviera cubierto por una lona verde. En torno a estos viñedos se alzan pequeñas colinas de caliza, blancas y

Entrada a la población de Adra.

1920 y 1933Gerald BRENAN

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casi completamente desnudas, pues llueve muy poco en esta región.

Cuando entré en el pueblo el sol se ponía. Una masa de nubes de color rosado, suaves y voluminosas como cojines amontonados, flotaban por el cielo sobre las montañas de cimas aplanadas y lanzaban sus refle-jos sobre las casas aportaladas. Las palomas surcaban el aire, las voces de los niños sonaban más agudas y descendía la vehemente irrealidad del atardecer, Había un café en el mercado y allí pude ponerme a salvo del tedio y la tristeza que se enseñorea de las posadas des-pués de la cena.

A la mañana siguiente, después de haber caminado unos dieciséis kilómetros, llegué a la carretera de la costa. La visión que se me ofrecía era muy deprimen-te. Durante unos veinticinco kilómetros la carretera discurría en una línea perfectamente recta a través del desierto pedregoso, sin que se pudiera ver ni una sola casa ni un árbol en el camino en todo lo que abarcaba mi vista. La carretera aparecía y desaparecía en peque-ñas ondulaciones entre la tierra blancuzca del desierto hasta que se unía con el horizonte. Este desierto es conocido por el Campo de Dalías. Es un delta de pie-dra y escombros, empujado a lo largo de doce kilóme-tros hacia el mar por la erosión de la Sierra de Gádor, descendiendo hacia él suavemente. Hoy, sin embargo, su aspecto ha cambiado. Los manantiales subterráneos que en el pasado alimentaban la colonia romana de Murgi han sido abiertos y la llanura que una vez fue árida está plagada de blancas casas entre el verdor de los cereales y árboles frutales. Cuando lo ví por prime-ra vez podía ser el desierto del Sinaí. Mientras arras-traba mis pies a lo largo de la enervante atmósfera de la costa, la cortina de hierro de las montañas brillaba monótonamente a mi izquierda y deseaba vanamente encontrar una venta donde tomar un trago.

ALMERIA

De repente, la llanura terminó: las montañas caían desnudas y a pico sobre el mar y la carretera se recorta-ba entre ellas. Pronto rodeé un escarpado y vi ante mí la ciudad blanca, de tejados planos, de Almería. Los barcos de pesca estaban saliendo para las faenas de la noche y el sonido de los remos y de una voz cantando me llegó a través del agua tranquila.

Almería es como un cubo de cal arrojado al pie de una desnuda montaña gris. Un pequeño oasis –el delta

del río Andarax- se extiende más allá de ella, verde y plantado de boniatos y alfalfa, con palmeras de dátiles y caña, y más allá comienza de nuevo el paisaje desnu-do, pedregoso. A lo lejos se alzan las montañas, lila y ocre. Como la lluvia solamente cae uno o dos veces al año, el riego es indispensable.

El castillo árabe y sus fortificaciones exteriores se yerguen sobre una piedra desnuda que domina la ciudad, como si fuera un guardián que la defendiera del desierto. En este país el enemigo es la sequía, no el hombre. Debajo del castillo se alzan la catedral y la plaza con los soportales, con que los conquistadores cristianos buscaban restaurar las glorias del pasado, y entorno a éstos las estrechas callejuelas que todavía siguen el trazado del barrio árabe. Pero el carácter oriental del lugar es más reciente y lo dan las calles de casas azules y blancas con tejados planos, construidas el siglo pasado. La principal entre ellas es el Paseo, un bulevar amplio que baja lentamente hacia el mar entre los árboles de hojas oscuras y brillantes. Una calle inquietante, una calle cargada, como todo en esta ciudad, de sugerencias peculiares, aunque para el observador superficial tenga simplemente un aspecto decimonónico y provinciano.

Encontré los muebles que buscaba y me dispuse a esperar el dinero que había pedido. Para ahorrar más me instalé en una pensión barata, en las cercanías de la plaza del mercado, llamada la Giralda. Daban cama y comida completa por once reales, es decir, dos pesetas y setenta y cinco céntimos diarios. Pero el lugar era sórdido. Había seis o siete hombres más en mi habitación y las sábanas que me dieron estaban sucias y manchadas de sangre. No me dormí fácil-mente. Durante todas las noches pasé largas horas

Vista general de Almería desde la entrada por el Cañarete. Fotografía de Lucien Roisin Besnard (Andalucía, 1920-30. Memoria recuperada, 2002).

1920 y 1933Gerald BRENAN

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tumbado, escuchando los extraños ruidos que hacían mis compañeros. Uno hacía gargarismos y arcadas, otro roncaba, otro se rascaba con un ruido muy fuerte, como si estuviera rascando sobre una lona, mientras un cuarto –un muchacho de tímido aspecto que estaba tumbado con su abrigo remendado, roto por las sisas- suspiraba con aliento anhelante. Pero existía un cierto placer en este descenso a la pobreza y en los contrastes que presentaba. Desde el pequeño patio encalado, en el que la puerta del retrete estaba siempre abierta, venía el hedor repugnante de los de-sagües y de la orina rancia, pero la luna hinchaba las paredes con su luz y creaba con su brillo una especie de silencio. Luego, a medida que pasaban las horas, el canto de los gallos se hacía más alto e insistente. Estaban guardados en jaulas de madera sobre los teja-dos planos de las casas y, a través de la blanca ciudad cubierta por la luna, se retaban y se contestaban unos a otros. Sus voces preguntonas, anunciadoras, profé-ticas, ascendían como cohetes en la noche y, al morir, dejaban tras de sí un hálito de felicidad y seguridad. De alguna manera, en algún tiempo, en algún lugar, ellos parecían decir, el mundo se salvaría, y todos, incluyéndome a mí y a la gente que me rodeaba, nos salvaríamos con él. Un futuro tan misterioso como el canto de los gallos nos esperaba a todos.

Pasé una semana caminando desanimado por la ciudad o dando paseos por la lujuriante vega de las afueras, al cabo de la cual me ocurrió una aventura que describiré. Una tarde, mientras comía en el lúgu-bre comedor de La Giralda, con el acompañamiento del ruido ensordecedor y del griterío del vecino merca-do, se sentó a mi lado un hombre delgado, harapiento, que debía tener alrededor de cuarenta años. Vestía un traje no muy limpio que le sentaba muy mal, con los

zapatos rotos, pero lo que había de notable en él era su rostro, surcado de profundas arrugas, con pesadas bolsas bajo los ojos que parecían como si las golon-drinas hubieran hecho sus nidos en ellos. Empezamos a hablar y me dijo que era corrector. Al saber que yo hablaba francés me preguntó si le haría el favor de servir de intérprete entre él y un vendedor árabe que acababa de llegar de Orán y traía cierta cantidad de contrabando del que debía deshacerse. Le dije que sí y cuando terminó el negocio entramos en una taber-na para tomar un trago. Allí, de pronto, se puso muy confidencial. Su nombre, me dijo, era Agustín Pardo y estaba a mi disposición; luego, señalando su cara arrugada y sus ojos hinchados, hartos de ver, me in-formó que su salud estaba arruinada y que el médico le había dicho que no tenía mucho tiempo de vida. La naturaleza le había proporcionado una constitución excelente, pero su vida viciosa había minado aquella fortaleza. No podía mantenerse alejado de las mujeres, explicándome que las circunstancias lo habían conver-tido en agente de los burdeles principales de la ciudad y que, con la ayuda de unas cuantas palabras en inglés y en noruego, esperaba a los barcos que llegaban y se llevaba a los marineros a los lugares donde podían conseguir lo que querían. Así fue como empezó su vida de vicio y por lo que no podía dejarla. Luego, al ver que yo tenía curiosidad por conocer estos lugares –ya que nunca había visitado un burdel- se ofreció a llevarme a una gira por ellos. Contesté que aunque me gustaría aceptar su oferta no podía hacerlo, pues no me sentía atraído por las prostitutas, a lo que contestó, quitándole importancia, que si yo iba con él no tenía ninguna obligación en absoluto. Las prostitutas eran buenas chicas, muy tranquilas, llenas de respeto hacia sus clientes. El espectáculo era interesante y para un hombre de cultura y educación, como yo, resultaría instructivo. En cuanto a los gastos, él se encargaría de todo, y si yo dejaba una pequeña propina, digamos dos reales, a la muchacha que se sentara a mi lado, habría hecho todo lo necesario. Con dos reales se que-daría encantada.

Agustín era un hombre jactancioso, aunque no era de sus buenas cualidades de lo que se jactaba, sino de sus fracasos. Si uno fuera a creerle, tenía una mujer y cuatro hijos, a los cuales amaba con todo su corazón, pero vivían abandonados porque todo lo que ganaba lo utilizaba para pagar sus vicios. Su salud, su dinero todo lo gastaba con las mujeres y, como el destino le había dado aquella naturaleza, no podía hacer otra cosa.

El Paseo de Almería, entonces, Avenida Príncipe de Asturias. (Reproducida del libro La Almería perdida, postales coloreadas, 1900-1936, de J. Grima y N. Espinar; La Voz de Almería, 2005).

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-Aquí me tiene usted –exclamaba-. Algunos hom-bres son victimas de las circunstancias, pero yo soy una victima de mi temperamento, es decir, de mi estrella. Esa perra de Venus estaba en una de sus conjunciones cuando yo llegué a este mundo, y por eso tuve que ser un hombre de grandes vicios. No vale la pena que luche; no vale la pena que tome decisiones; estoy hundido en ello hasta los ojos. Soy un crápula hasta la médula de los huesos. No tiene que preguntar qué es lo que hago; se puede ver en mi cara a una milla de distancia. Cualquier persona que no me conozca podría tomarme por un marqués. Pero le digo a usted que si no fuera por esas mujeres sería uno de los hombres más ricos de la ciudad, ya que tengo un gran sentido de los negocios. Mi padre, que en paz descanse, tenía una tienda de ultramarinos y yo solía viajar para él y hacer sus compras. Nadie puede arreglar un asunto privado mejor que yo, porque tengo muchísimo tacto y, además, todo el mundo se fía de mí. <<Agustín –se les oye decir- puede que tenga sus defectos, pero de todas maneras es un caballero.>> Y así, porque les gusto y soy apreciado, tengo buenos amigos en todos los senderos de la vida: amigos entre los guardias de la costa, amigos en las aduanas, amigos en la policía y, con esas ventajas, podría estar metido en una línea de contrabando de pri-mera categoría con Orán y Melilla. Pero, ¿para qué si no me levanto hasta la tarde y dejo que todo el dinero que gano se me vaya entre los dedos? Por eso digo que soy un desgraciado, un hombre imposible. Un hombre que puede ver sufrir a su mujer y a sus hijos (fíjese: dos de ellos se están consumiendo de tuberculosis) es una calamidad. No hay otra palabra para definirlo –se tomó otro trago de vino y se frotó la nariz con el dedo-. Si no fuera por esas benditas muchachas no me quedaría el menor respeto hacia mí mismo. Me metería una bala en la cabeza ¡pim, pum! y acabaría de una vez. Pero ellas me comprenden. Saben que estamos embarcados en el mismo barco y que, algunas veces, es la gente más noble la que cae. La gente más generosa. Esta noche podrá usted comprobar cuánto me aprecias y con qué alegría me reciben. Cuando no tengo dinero me dejan dormir con ellas lo mismo y, algu-nas veces, cuando ven que tengo solamente unas cuantas pesetas, no las aceptan; me dicen que se las lleve a mi mujer y a mis hijos, que no tienen nada para llevarse a la boca. Son putas, por supuesto; esa es su profesión, ésa es la forma con que se defienden contra el mundo; pero son mujeres también. Algunas de ellas, lo crea usted o no, tienen el corazón de oro. Y no es por mi cara bonita por lo que les gusto. Claro que no. Pero ellas saben que me he arruinado la salud a su servicio, y esto les hace ver que soy una víctima de la fatalidad, como ella. Como dice el refrán, del árbol caído todos hacen leña.

LOS BURDELES

El barrio de los burdeles, si uno puede llamarle con un nombre tan ambicioso, está inmediatamente detrás de la plaza Vieja. Es ésta una pequeña plaza con soportales, encalada y plantada de árboles, y durante la mayor parte del día está desierta. Hace un siglo o más alojaba a la crema de las familias comerciantes, pero hoy los ricos se han mudado a barrios más espa-ciosos, de manera que, aunque todavía se alza en ella el Ayuntamiento, está ocupada en su mayor parte por pequeños talleres y bodegas. Caminando bajo los fres-cos soportales, mirando los verdes jardines, se podría pensar que se está en un claustro, si no fuera por el ruido de los niños que juegan allí entre las horas del colegio. Desde esta plaza parte un camino adoquina-do, una pronunciada cuesta que desemboca en los pa-rapetos árabes. A ambos lados se alzan filas de casas de una planta, pobres, incluso de aspecto escuálido. Aquí, en las tardes apacibles –y todas las tardes son apacibles en Almería- pueden verse mujeres enormes, pintadas con colorete y untados de brillantina los negros cabe-llos, que caen blandamente sobre los hombros. Toman el sol en sillas bajas, mientras los niños pequeños las despiojan. De vez en cuando una mujer joven, vestida con una bata descolorida y calzada con zapatillas de andar por casa, mirará a la calle y vaciará una bacinilla. Una vez, al tomar un atajo, bajo la cálida luz de atar-decer que caía del castillo, me encontré a dos chicas morenas y casi desnudas, con los vestidos abiertos por delante, haciendo señas a un soldado. Sin embargo, cuando uno se recuperaba de la primera impresión, esta callejuela no parecía siniestra ni mala. Si un cierto

Niños frente a la plaza del Mercado. Reproducida del libro Almería entre dos siglos, La Voz de Almería).

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orgullo aparecía en estas amazonas sentadas, si lo mi-raban a uno fijamente mientras pasaba, permanecían de hecho tranquilas y pacíficas como gatas tomando el sol. Estas casas no eran de las que asustarían a uno al entrar a medianoche con el billetero lleno.

Llegó la tarde y Agustín y yo nos encontramos des-pués de la cena, como habíamos acordado. Bebimos un vaso de vino en una taberna para llevar el espíritu dispuesto y luego nos fuimos a la que él llamaba calle de la Esperanza.

-Yo la llamo así –dijo- porque nunca sabes lo que vas a encontrar. Estos sitios son como la lotería. Pero, de todas formas, verá usted el vicio verdadero. Algunas de estas chicas estás completamente gastadas al llegar a los veinti-cinco años. A los veintisiete son verdaderas tarascas.

Llegamos a la plaza y subimos por el camino ado-quinado, a la luz de la luna. Llegamos a una puerta y entramos. Nos encontramos en una pequeña habitación donde no había nadie más que una mujer vieja extre-madamente gorda –el ama- que estaba sentada en una mecedora, abanicándose. Llevaba una especie de peina-dor o bata sobre la braga, ceñía su pelo tras la nuca con

una cinta escarlata y llevaba una flor roja de papel en la oreja. Sobre la pared, detrás de ella, colgaba un cuadro pintarrajeado de la Patrona de Almería, la Virgen del Mar. Concha, pues deduje que éste era su nombre, sa-ludó a Agustín con un movimiento de cabeza y con un apretón de manos que parecía dado a un familiar al que se ve todos los días. Me presentó. Luego entraron desde una habitación interior dos chicas muy pintadas que habían dejado de ser bonitas hacía bastante tiempo y se sentaron a nuestro lado. Una de ellas llevaba una blusa blanca que pretendía, de una manera bastante pobre, ser transparente, mientras que la otra, que se llamaba Lola, llevaba una bata amplia de algodón, no demasiado cui-dadosamente abrochada por delante. Encima de la mesa pusieron una garrafa de vino y algunos vasos.

-¿Qué tal va el negocio, Concha? –preguntó Agustín.

-Escaso, hijo, escaso –contestó la mujer gorda, boste-zando detrás de su abanico-. Desde las Navidades parece que nada se mueve en esta bendita ciudad. Si no hay bar-cos, todo está muerto, y, además, la mayoría de los clientes se van a la casa de Teresa. Nadie tiene dinero para gastarse aquí, pero eso al recaudador de impuestos no le importa; viene a cobrar. Tampoco al cara de mono de la luz eléctri-ca. Ellos tienen que cobrar aunque nadie cobre.

-Bueno, toma un trago.

-Gracias, Agustín; pero esta noche no. Ando a vueltas otra vez con lo de los riñones. Me viene cuando hay luna llena. ¡Ay, madre mía! –dijo la vieja, agarrándose un costado-. Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo, que este dolor se vaya porque no lo aguanto.

Y santiguándose se besó el pulgar ruidosamente. -¿Por qué no pruebas con los polvos de la Madre Celesti-na? –dijo Agustín, mirándola irónicamente-. Te harán mucho más bien que todas esas bobadas de sacristía. Y vosotras –dijo mirando a las chicas y alzando el vaso-, a vuestra salud. Conservad vuestras caras bonitas un poco más y os casaréis con un marqués.

-Mejor es casarse con un inglés.

-Eso es justamente lo que os he traído, guapas; so-lamente que no podéis casaros con él. Tiene mujer y dos niños con caras de angelitos esperándole en su país. Ade-más, no os excitéis con él porque no hay nada que hacer. No le interesa.

Una calle típica del barrio de San Cristóbal hacia 1920-30. Dibujo de Béd-mar.

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-Entonces, ¿Por qué ha venido?

-Porque le he traído conmigo. Quiere ver las cosas de España para poder contarlas al volver a su casa.

-¿Querrán saber algo de nosotras?

-Por supuesto, idiota. Esta casa es tan típica, tan típicamente típica como el Palacio de la Alambra, o las procesiones de Semana Santa, en Sevilla. Es un trocito de folklore genuino. Viene de los moros. Vosotras, chicas, no sabéis lo interesantes que sois para los extranjeros.

-¿Y no hay putas como nosotras en su país?

-Sí; pero no metidas en casa así.

-¿Y cuánto ganan?

-Entre veinte y treinta pesetas cada vez.

-Eso es entre ochenta y cien reales. ¡Bendita sea la Virgen Purísima! ¿Por qué seguimos viviendo aquí? ¿Sabe lo que ganamos nosotras? Dos miserables pesetillas si tene-mos suerte.

Agustín inició un discurso sobre la situación del país.

-Oiga, Agustín –dijo Concha, cuya voz, que antes era amable, se fue endureciendo poco a poco-, un poco de calma si ni le molesta. Se puede disfrutar como Dios manda sin meterse en política. Usted tiene todo el día por delante para menear la lengua hablando de esto y de aquello. ¿No puede pensar en otra cosa cuando viene aquí? Ya debería saber que a nosotras las mujeres no nos gusta esta clase de conversaciones. Mire usted a esas pobres chicas que están aquí para quitarle sus penas, ¿no es hora ya de que les haga un poco de caso? Además, permítame que le diga que nada bueno le va a venir de esas ideas. Esos republicanos, como se llaman ellos mismos, no respe-tan ni a Dios. Y eso no es en lo que nos educaron ni a mí ni a mis chicas. Todos los años, por San Martín, en mi casa, se mataba un cerdo y hacíamos morcillas y, aunque no llegábamos a tanto como a ir a misa, no nos perdía-mos una novena a la Purísima. Y hasta que se murió la mula no le debíamos un céntimo a nadie. Pero, como dice el refrán, quien calla otorga, y quien anda con lobos aprende a aullar. Y por eso le digo que un poco más de respeto para todos y así todo andará bien. Abre la puerta, Lola; hay alguien llamando.

Entró un hombre alto, con barba de una sema-na. Un mulero. Se sentó y enseguida surgió otro tema de conversación: el precio de las cebollas y de las patatas. Todo andaba muy mal. Con los precios que había no se sabía como podía vivir la gente. Lo s grandes comerciantes se lo chupaban todo y dejaban al pequeño morirse de hambre. Sí, hacía falta un cambio. Pero en todos los cambios pasaba lo mismo, el rico se colocaba arriba. Entonces, ¿para qué cambiar? No había vergüenza en el país, ningu-na vergüenza; pero él no creía que los republicanos fueran mejores que los otros. No, él no estaba de acuerdo con la política y las revoluciones. Todos los gobiernos eran parecidos; nada bueno venía nunca de ellos. Como dice el refrán, es mejor lo malo co-nocido que lo bueno por conocer: luego, apurando su vaso, hizo señas a una tercera chica que había entrado en la habitación –hasta entonces no había mirado a ninguna- y pasó con ella a uno de los pe-queños dormitorios que había al lado. Agustín, que ya había bebido un par de vasos, se levantó y pagó la cuenta.

-¿No tienes un momento para mí esta noche? –dijo Lola, alzando su mano y acariciando la hirsuta barba de Agustín, a la vez que hacía un gesto con la otra-. Sabes que estoy loca por ti.

-Otra vez será, preciosa. Ahora no puedo quedarme.

-Sí, por favor, aunque sólo sean diez minutos. Tú eres el único hombre que me dice algo, ¿sabes?

Vista de las azoteas y del cerro de San Cristóbal hacia los años 20-30.

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-No, Lolita; ahora no. Me gustas mucho, pero esta noche no es posible. Me espera alguien.

-¿Otra persona esperándote? Eso es lo que dices siem-pre. Yo creo que ya han pasado por lo menos tres meses sin que hayas estado con una mujer. Todos los hombres que presumís y habláis de política sois iguales. Me gustaría saber por qué has venido.

-Dale un regalito, hijo, para calmarla un poco –dijo Concha-. Es muy sensible, la pobrecita. Al fin y al cabo es una huérfana. Si no fuera por mí no tendría nada: el día y la noche y el agua en el cántaro.

-Está bien, toma eso para comprar golosinas. Sé bue-na hasta que volvamos a vernos.

-Un sitio de segunda categoría –me dijo Agustín tan pronto como salimos-. No hay ninguna animación. Huele a sacristía. Este barrio es como una aldea. Sola-mente voy a esa casa por no ofender a Concha. Debería haberla visto antes de que envejeciera y se hiciera beata; era una mujer maravillosa. Hemos pasado juntos muchos buenos ratos.

-¿Y por qué están tan gordas estas amas? -pregunté.

-¡Oh! Tiene que ser así. Tienen que ocupar muchísi-mo espacio. De otra manera las chicas no las respetarían. En estas casas tiene que haber mucho respeto. Al fin y al cabo, esas mujeres ocupan el lugar de las madres, desde luego, la mayor parte de ellas son mujeres muy bondado-sas. Concha tiene un corazón de oro. Además, tenga en cuenta que tienen que tratar con la policía. La policía respeta a las mujeres gordas, las respeta muchísimo. Nun-ca he visto a una mujer gorda en la cárcel. Las gordas saben hacerse respetar.

Llamamos a la puerta de una casa que estaba a corta distancia. En el pequeño salón, dos hom-bres, sentados, estaban bebiendo con tres chicas, y Agustín, que los conocía, los saludó cordialmente. Tenían el aspecto de ser clientes habituales, y efecti-vamente, como me contó mi amigo más tarde, eran tenderos del mercado que venían todas las semanas. La política volvió a surgir, y aquí todos, incluida el ama, que era un poco menos gorda que Concha, es-taban por la república. Si Lerroux fuera presidente, decían, mandaría a los curas y a los jesuitas que se metieran en sus asuntos. Pero los hombres empeza-ron a dar muestras de haber bebido demasiado. Sus

voces broncas y elevadas se encrespaban, y las chi-cas, para calmarlos y llevarlos a la cama, empezaron a provocarlos, actuando desvergonzadamente. Al final tuvieron éxito. Los hombres se fueron tamba-leando por dos puertas, tras las cuales pude vislum-brar sendas camas sucias, presididas por un cuadro de la Virgen. Agustín, que después de haber discuti-do de política enérgicamente se había hundido en el silencio, pidió la cuenta. La chica que quedaba, que al principio dirigía su atención hacia mí, hizo pocos esfuerzos para detenernos porque los dos únicos dormitorios de la casa estaban ocupados.

-No es lugar muy edificante –dijo Agustín, cuyo lenguaje se iba haciendo más refinado a medida que bebía-. Ningún orden, ningún respeto. El vicio tiene sus reglas, como todas las demás cosas. Dignidad; debe haber dignidad; muchísima dignidad. Conozco a esos dos hom-bres; no son gente muy recomendable. Uno de ellos me debe dos duros setenta y cinco céntimos y no me los devol-verá. Un ladrón, de veras.

-¿Adonde vamos ahora? –pregunté.

-Pues podemos ir al establecimiento de Jesusa. Tiene algunas chicas simpáticas, pero conviene recordar que la tía materna de Jesusa trabaja como mujer de la limpieza en el Palacio Episcopal. Eso deja un mal gusto de boca, ¿no es cierto? Además, puede estar seguro de que cada palabra que se diga allí va directamente al obispo.

-Pero él no estará muy interesado en lo que se diga en lugares semejantes, ¿no?

-¿Y en qué otra cosa va a estar interesado? La Iglesia y la policía tiene por estas amas toda la información de lo que sucede. Suprima usted los burdeles y a los seis meses habrá una revolución, porque las autoridades habrán perdido contacto con lo que se dice en el país.

-En ese caso...

-No, la verdad; No vamos a ir a casa de Jesusa. No quiero ver a una chica santiguándose antes de acostarse en la cama, como si la fueran a operar de apendicitis. Iremos a la de Teresa. Es muy diferente; es un lugar de recreo internacional donde van los marineros ex-tranjeros. Allí verá usted el vicio verdadero, sin tener que comprar un billete para Paris. Bueno, si está de acuerdo, dejaremos este barrio de casitas. Antes eran algo, pero ahora son sitios aburridos, establecimientos

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que decaen por falta de dirección. Si tuviera algo de capital los compraría y los pondría en condiciones. Pero la de Teresa es una casa completamente distinta. Allí encontrará usted chicas que se le comerán por dos alfileres, y otras, recién llegadas del pueblo, con caras como angelotes de azúcar. Venga, vamos a darnos pri-sa. No perdamos más tiempo pensando en lo que nos está esperando –pero enseguida se detuvo de nuevo-. ¡Oh, esta vida! –exclamó, abriendo los brazos con un gesto teatral-. Esta vida acabará conmigo. ¡Mujeres, mujeres!, mujeres todo el tiempo! No puedo dejarla y, sin embargo, me está matando. Don Juan Tenorio, ¿sabe usted quién era? Un inocente, comparado con-migo. ¿Qué sabía del vicio? Tres o cuatro seducciones, cuatro o cinco falsas promesas de matrimonio; eso no es nada cuando se tiene dinero. Yo hago mucho más, todos los meses y no tengo un céntimo –se volvió, me miró mientras que con una mano me cogía por la manga y con la otra hacía movimientos en el aire-. No; le digo a usted que aquel hombre no era nadie, absolutamente nadie. Hay jóvenes como él en todos los pueblos de España, que se pasan la vida limpiándose los zapatos y acicalándose la cara y luego tienen que gastar tres meses para embobar a una sirvienta. ¿Qué hay de notable en eso? En el verdadero vicio hay una obsesión, abandono completo. Te hundes, te hundes, olvidas tu orgullo, te dejas ir como en una ola de gene-rosidad. Lo dejas todo y no te agarras a nada. Mueres, te destruyes, desciendes hasta la verdad última de las cosas. Vuelves a ser como Dios te hizo. Yo digo que hay más religión verdadera en esa vida que en todos los sermones que se oyen en las iglesias, porque nada te guardas ni hay hipocresía –soltó la manga de mi abri-go y volvió a caminar.

Enseguida, al torcer una esquina, nos encontramos con una calle larga y estrecha, cortada profundamente, como por un cuchillo, entre las fachadas de las casas. Había terminado la corriente habitual de gente pasean-do, las últimas parejas de novios se habías ido a casa. No había luces en las ventanas. De vez en cuando pasa-ba a nuestro lado una figura apresurada cuyas alpargatas hacían un suave ruido sobre el pavimento. Tan sólo la luna, lanzando sus brillantes placas de luz sobre los pi-sos altos, mientras la calzada permanecía hundida en la sombra, parecía plenamente viva y activa.

Bajo la influencia del aire fresco y del vino ingeri-do, Agustín se fue excitando progresivamente. Con la cabeza alzada hacia el cielo, las bolsas de sus ojos cen-telleaban hasta parecer dos enormes lágrimas.

-Mire esa luna –exclamó repentinamente, aga-rrando mi brazo-. Nos arrastramos por la tierra como insectos, pero ella gira allá arriba y lo mira todo. ¿Qué es lo que ve? Vicio en los pueblos, vicio en las ciudades, vicio, vicio y vicio y ninguna vergüenza. Míreme, tengo todas las enfermedades que un hombre puede pillar de una mujer, pero no me matan. Al contrario, me crezco con ella. Son como un tónico para mi sistema. Me esti-mulan a nuevos esfuerzos. Aquí, tome usted mi pulso –y extendió su muñeca-. ¿ve usted? Está saltando. Mi pulso está saltando. Tengo una salud espléndida. Sólo por el día me siento enfermo. Mi tiempo es la noche. Mi hora suena cuando brilla la luna. Venga, le digo, vamos aprisa a lo de Teresa. Vamos a probar a aquellas mujeres feroces. Esta noche especialmente debemos terminar bien.

Llegamos. Una casa sólida, con llamador de hierro y ventanas enrejadas. Del interior venía un sonido de voces y de risas. Llamamos y un par de ojos nos inspeccionaron a través de una mirilla; luego, alguien tiró de una cuerda y la puerta se abrió. Pasamos a un pasillo embaldosado donde una mujer corpulenta, excesivamente pintada, estaba de pie junto a una me-cedora. Encima de la mesa que había a su lado había un enorme gato negro durmiendo, y, contra la pared, una maceta con aspidistras.

-¡Vaya, Agustín! –exclamó la mujer, alargándole distraídamente la mano-. Ya estás aquí otra vez. ¿A quién has traído contigo esta vez? ¿A otro alemán?

-No, no Teresa; éste es un inglés. Un literato y cientí-fico que ha viajado por todo el mundo viendo cosas nue-vas. Está escribiendo un libro sobre las mujeres españolas y por eso le traje a verte. Le dije que en tu casa encontra-ría la flor del mujerío de Almería. ¿No es verdad? Pero ésta es una visita de información y exploración, nada más. El está esperando de un día a otro una orden de pago de su tío millonario, y, como puedes comprender, su interés es puramente teórico.

-Está bien. Ya sabes el camino. Todos los extranjeros son bien venidos.

Pasamos al salón, si esa es la palabra adecuada: una habitación grande, amueblada con mesas pequeñas, un sofá y un grupo de sillas diversas. En la pared había un cartel de toros y un anuncio donde se veía a una mujer tocada con sombrero negro cordobés y bebiendo una copa de jerez. Había un biombo en un rincón y a su

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lado estaba una muchacha de aspecto enfurruñado y aburrido a la que acompañaba un hombre delgado, melancólico, vestido de negro. Tenía un vaso de vino en la mano y, de vez en cuando, miraba a su alrededor y decía:

-A su salud, caballeros.

Evidentemente, estaba totalmente borracho, y Agustín me susurró que estaba siempre así desde que se le murió la mujer, hacía poco tiempo.

Pedimos vino; aparecieron otros hombres y otras chicas que se sentaron a las mesas. En el in-terior se oía el tintineo de unos vasos y el ruido de una animada conversación. Procedían de un grupo que había alquilado un reservado; para los clientes ordinarios, el salón era suficiente; aquí se sentaban y bebían hasta que se armaban de valor para llevar su visita un paso adelante, o se marchaban. Excep-tuando que las muchachas iban ligeras de ropa, la atmósfera no podía ser más decorosa. Los hombres hablaban entre sí, manteniéndose juntos como para afirmarse, haciendo poco caso a las figuras capri-chosamente vestidas que se sentaban bostezando a su lado. Cuando les dirigían la palabra lo hacían en un tono medio paternal, medio desdeñoso, como si quisieran dejar bien claro que el hecho de elegir-las como compañeras para ciertas ocasiones no las situaba a su mismo nivel. Tan sólo aquellos que te-nían la suficiente edad como para tener hijas mayo-res se comportaban de forma sencilla y natural.

Agustín estaba todavía en vena eufórica.

-Mírales –dijo señalando a dos chicas que se ha-bían sentado a nuestro lado-. No se ven mujeres así to-dos los días. Ojos como faros, pechos que te apuntan como un cañón, pies como patitas de paloma. Y son tigres. Te comerán en cuanto te miren.

-¿De qué ánimo estás esta noche? –dijo la mayor de las dos-. ¿Qué te ocurre? Normalmente no escuchamos discursos tan elocuentes.

-De mí, sí. Cada vez que vengo aquí te digo cosas bonitas, porque cada vez estás más guapa.

-Puedes guardarlas para tu amiga si es qué la tienes. Quizá a ella la puedas engañar. Y ahora, dime si has podido ver a aquel marinero alemán otra vez.

-Todavía no; pero lo veré pronto, preciosa.

-Bueno, pues asegúrate de que lo traes si llegas a verle. Me prometió un par de pendientes de oro y todavía lo estoy esperando. ¿Y quién es este extranjero que has recogi-do por ahí? Parece una persona tranquila.

-Le he contado cosas tan terribles de ti que te tiene miedo.

-Supongo que es un maricón, como tú. ¿Sabe algo de español?

-Más que tú, idiota. Ha leído el Quijote entero dos veces.

-¿Qué es eso? ¿Una historia de amor?

-Don Quijote –dijo un hombre de especto apo-pléjico que se sentaba en la mesa vecina- es la gloria nacional de España. Quien no lo conozca no tiene derecho a llamarse español. Tiene un monumento en Madrid y todos los años la Academia Española, los miembros del gobierno y todas las autoridades de la ciudad le llevan flores. Fue nuestro primer revolucio-nario.

-Ese es un policía –me susurró Agustín-. De la rama política.

-¿Habla usted inglés? –me preguntó el policía.

-Sí –contesté-. ¿Y usted?

Me miró sin contestar.

-Yo soy de la policía –dijo luego en español-. Un oficial de la policía debe hablar todos los idiomas, hasta el de los moros. ¿Le gusta a usted nuestra ciudad?

-Muchísimo, desde luego –contesté-. Me encanta.

-Bueno, pues déjeme decirle con toda franqueza que esta ciudad es una desgracia para España. He nacido aquí y quiero a mi ciudad, pero nadie me puede negar que no es una desgracia. ¿Sabe usted cómo la llaman los otros españoles? El culo de España, y aunque lo considere como un insulto personal, porque está dirigido a mi ciu-dad, tengo que admitir que no están demasiado equivo-cados. Porque, ¿sabe usted que el setenta por ciento de la población no sabe leer ni escribir? Puedo decirle que los

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almerienses que tenemos conciencia de esa situación esta-mos profundamente avergonzados.

-¿Por qué no dice que todos los españoles están pro-fundamente avergonzados?

-Sí, se podría decir eso también. España es hoy en día una calamidad nacional. La que una vez fue gloria y orgullo del mundo es hoy uno de los países más atrasados. Nuestro suelo es el más rico de Europa; nuestras montañas están llenas de hierro, cobre, oro, plomo, plata, aluminio, manganeso, mercurio, rubíes, ágatas y carbunclos. Sobre todo, carbunclos. La gente es seria, valerosa, sana, noble, franca, honesta y tra-bajadora y, sin embargo, vivimos como usted ve. Yo digo que eso es una desgracia y los responsables deben responder por ello.

-Los políticos y los curas, por supuesto –dijo Agustín-, mantienen al pueblo en la ignorancia.

-Yo no nombro a nadie –dijo el policía-. Estoy al servicio del Estado y no me concierne a mí fijar responsa-bilidades. Yo obedezco órdenes. Si me dicen que detenga a un revolucionario, lo hago. Si me dicen que cierre los ojos hasta colocar una bomba yo mismo, lo hago también, Un servidor del Estado puede que tenga sus opiniones, pero si las tiene debe guardarlas para él. Aquí, encerradas en su pecho.

Y golpeando esa parte de su cuerpo miró alrededor como si fuera a recoger un aplauso y escupió silencio-samente bajo la mesa.

-Ven acá, Manolo –dijo la muchacha que estaba con él, cogiéndole por el hombro-; hay una habitación desocupada.

-Pero algún día, señor –dijo levantándose lenta-mente-, habrá un cambio, y entonces se verá lo que puede hacer España. Y cuando esto llegue será algo ex-traordinario.

Y salió del salón con el paso cansino de un hombre que abandona una habitación llena de amigos para atender a una llamada telefónica de negocios.

-Un buen hombre –comentó Agustín-. Se puede ver que tiene el corazón de republicano. Y sabe cómo expre-sarse. Algún día, cuando venga la revolución, tendrá un puesto importante. Es de esa clase de hombres que, cuan-

do uno menos lo piensa, son nombrados gobernadores o incluso ministros.

-Pero escupe como una mujer –dijo la chica que es-taba conmigo-, debajo de la mesa.

-¡Ah!, eso demuestra que ha sido educado correcta-mente. Tiene un verdadero refinamiento.

Ahora Agustín empezó a cambiar. Se sentó miran-do apagadamente hacia el extremo del salón y no decía nada. Al mismo tiempo, las muchachas que estaban sentadas con nosotros se marcharon. Yo no había ani-mado a la que estaba a mi lado y ninguna de las dos parecía interesada en absoluto en mi compañero. Ha-bía otros clientes en la habitación que daban más espe-ranzas de requerir sus servicios. Lo mismo podíamos haber estado sentados en un café, ya que los hombres estaban hablando entre sí, sin mostrar más que un interés esporádico por las chicas que se sentaban con sus ligeros vestidos junto a ellos.

-Vámonos –dije a Agustín, pero él no demostró el menor interés en moverse. Había caído en una especie de estupor y solamente se levantaba lo suficiente para decir:

-Nada, nada; es todavía temprano.

De repente se oyeron fuertes golpes en la puerta de la calle, seguidos de alboroto en el pasillo. Entró un grupo de cuatro jóvenes, apuestos y bien vestidos, con las caras enrojecidas por la bebida, y pidieron pasar al reservado. Pero aquella habitación estaba ocupada. Después del jaleo de una larga discusión, durante la cual el ama braceaba en su mecedora como si estuviera remando, los jóvenes consintieron en sentarse a una mesa y pidieron ver a la nueva muchacha que acaba-ba de llegar. Hubo nuevas discusiones, pero al final trajeron a una moza delgada, con cara de muñeca, de alrededor de dieciocho años, vestida con una bata limpia de color rosado y adornada con una flor roja en el pelo. Ya me habían contado su historia. Proce-día de Tabernas, un pueblecito situado en la carretera de Murcia; un viajante se la había llevado de su casa, abandonándola después, y para poder comer no le había quedado más solución que venir a quella casa. Atravesó paseando la habitación, con la tensa y enfu-rruñada expresión de una colegiala a la que la maestra acaba de reprender, por no mostrarse dispuesta a cola-borar, y enseguida los chicos se pegaron a ella y a otras

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dos chicas un poco mayores que estaban con ella, ini-ciando una conversación ruidosa y animada.

De repente, Agustín se despertó y empezó a de-mostrar interés por lo que pasaba en la mesa de los chicos.

-Mire –me dijo-. Ya le dije que vería algo bueno si esperaba. La flor de la morería. Mejor decir, tres perlas orientales. No encontrará usted bellezas semejantes en ningún otro lugar. La nueva le costará diez pesetas por media hora, pero las otras cuestan sólo cinco pesetas. Y el precio es tirado, porque recibirá usted más de lo que valen en dinero. Después de una noche con una de ellas no podrá ir andando a casa; tendrán que llevarle en coche. ¿Le he dicho que el año pasado murió un hom-bre en esta casa? Acababa de ganar un premio en la lotería y pensaba que se lo podría gastar aquí todo. La mayor de las muchachas con las que hablábamos antes lo mató.

-¿De verdad?

-Sí. Un hombre muy respetable que iba todas las tardes al casino: don Indalecio Buzón. Bajito, fuertote y bastante calvo. Era el dueño de la pastelería de la plaza San Martín. Dejó una mujer y tres hijas ya crecidas. Se podría haber esperado que la policía arreglara el asunto y contase a la familia que se había muerto mientras realizaba un acto de caridad con un pobre lisiado, por lo cual iría directamente al paraíso. Pero no fue así. Le tenían inquina porque se negaba a pagar ciertas cantidades y le soltaron todo de sopetón a la viuda. Ella lo recibió muy mal. En su indignación no podía conte-nerse y decía a todo el mundo: <<Fíjense, aquel marido mío nunca me dijo que había ganado la lotería. Espero que ahora esté sufriendo por haberme engañado.>> Por aquel entonces, la hija mayor, Satisfacción, estaba pro-metida con el hijo del dueño de una tienda de imágenes religiosas. Pero cuando el padre, a quien dicho sea de paso, he visto varias veces en esta casa, se enteró de lo que había pasado, obligó a su hijo a romper las relacio-nes por temor a que el escándalo afectara a su negocio. Sin embargo, como para compensar este contratiempo, la pastelería empezó a marchar muy bien, porque todo el mundo iba a ella a oír cómo doña María Josefa con-taba la historia, y muchos de los que fueron se convir-tieron en clientes habituales. Antes no iba mucha gente porque el viejo, al que le gustaba estar siempre en el mostrador, tenía un aliento malísimo. Y eso es malo en una pastelería. Pero ahora eran las muchachas quienes

servían, y ellas huelen a colonia y a pastillas para la garganta. A Satisfacción le salió un novio nuevo, hijo del peluquero del paseo, que, por supuesto era un parti-do mucho mejor que el anterior. El peluquero aprobó el noviazgo porque, como es anticlerical, quería desairar al dueño de la tienda de imágenes y, por otra parte, su mujer, a la que le gustan mucho los pasteles, pensó que estaba muy bien relacionarse con el lugar donde los hacían. El chico del peluquero estaba enamorado de Satisfacción desde hacía mucho tiempo, pues su cabello le volvía loco. La chica tiene un pelo muy fino, de color castaño pálido, y el muchacho, desde que dejó el colegio, soñaba con pasar el resto de su vida peinándolo y aca-riciándolo y haciendo con él nuevos y extraordinarios peinados. Incluso había escrito poemas sobre él, y uno se llegó a publicar en El Eco de Almería. Pero aquí no acaba la buena racha de la familia. En la animación general que se produjo con el asunto, las otras chicas, que no tienen nada de atractivas, encontraron novio también, y, para dar el último toque a tanta felici-dad, se descubrió que el viejo no había tenido tiempo para gastar más que una parte del dinero ganado en la lotería. Incluso después de que el ama y la policía se apoderaran de lo que creían honrado, quedaban en el billetero casi cien mil pesetas en billetes. Como com-prenderá, aquello fue una sorpresa muy agradable. Des-pués de pagar el funeral y algunas misas para ayudar al viejo en sus problemas del otro mundo, quedaba para pagar el ajuar y aún más. Como se ve, todo el asunto se resolvió con bien para todo el mundo, menos para don Indalecio, e incluso él se puede decir que murió feliz. Realmente, murió de felicidad.

Los jóvenes de la mesa vecina se reían y hablaban animadamente, y apenas parecían notar que la nueva muchacha no hacía caso de sus ocurrencias. Con su pequeña boca fruncida y la expresión enfurruñada pa-recía la imagen misma de la adolescencia arrinconada y resentida. Se veía claramente que no era su presencia física, sino la palabra <nueva>, la que los había atraí-do. Durante algunas horas yo había estado bebiendo sin parar y el vino empezaba a producir sus efectos. Es-cuchaba las voces, veía las caras, pero no podía captar claramente lo que estaba ocurriendo. Agustín también, tras su estallido de locuacidad, había vuelto a caer en un silencio pesado y miraba lúgubremente hacia la pared de enfrente. Más tarde, sin que me sea posible saber el tiempo que pasó, el sonido de las voces altas y el ruido de las sillas arrastrándose por el suelo me des-pertó. El grupo que estaba en el reservado había salido y estaba discutiendo el precio con el ama. Cuando por

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fin se fueron, el salón quedó vacío, pues los jóvenes y las muchachas se habían metido en el reservado.

Me levanté y puse en pie a Agustín. Estaba tan borracho como yo e hipaba ruidosamente.

-Muy bien –dijo-; ahora que la fiesta de la belleza ha terminado nos iremos. Enseguida. Ciertamente. Dígales que llamen a mi carruaje.

En aquel momento pasó por allí una chica.

-¿Todavía esperándome, cariño? –Le dijo de manera burlona a Agustín, y le vertió por el cuello los restos de un vaso de vino. El no pareció darse cuenta de su existencia.

En la entrada, el ama dormitaba tranquilamente, con el gato negro a su lado. Las líneas azules de pintura que cubrían sus párpados me sugirieron las sombras de mon-tañas cubiertas de pinos, quizá de los Cárpatos, pero an-tes de que yo pudiese acordarme ella bostezó y su bostezo me desilusionó. Pagué las bebidas y nos marchamos. Un cuarto de hora más tarde yo estaba en mi habitación.

A la mañana siguiente desperté tarde. La ha-bitación donde estaba tumbado se había quedado vacía y el olor del retrete en el patio se filtraba hacía mí, junto con el griterío del mercado y la luz del sol. Pero mi cabeza estaba clara y después de tomar una taza caliente de malta y unos buñuelos saqué un cuaderno y me puse a escribir los acontecimien-tos de la noche anterior. El día pasó sin que viera a Agustín. Sin embargo, a la mañana siguiente entró en La Giralda, se sentó a la mesa donde yo estaba escribiendo y pidió un vaso de vino. Parecía estar con el humor bajo, y, después de permanecer un rato en silencio, me empezó a hablar en un tono no muy convincente del maravilloso negocio que le habían ofrecido. Podría ganar muchos cientos de pesetas dentro de pocos días si ahora podía aportar con cuenta. ¿Podría yo dejarle la mitad de esa can-tidad, es decir, veinticinco? El juraba por su honor devolvérmelas y además se las arreglaría para que yo pudiera estar con la chica nueva –ya había notado que yo me sentía muy atraído hacia ella- a un precio excepcionalmente bajo. En la casa de Teresa estaban siempre dispuestos a complacerle.

Por entonces, mi dinero casi se había agotado, de modo que me negué a dejarle nada, pero insistió tanto

que le di dos pesetas y le hice la promesa de que le da-ría más cuando hubiera llegado el dinero. Se embolsó el dinero sin hacer comentarios y se marchó.

-Veo que ha hecho usted un amigo –me dijo el due-ño de La Giralda cuando se hubo marchado Agustín.

-Sí. ¿Quién es?

-¡Oh! Un pobre diablo arruinado por la bebida. Pro-cede de una buena familia. Su padre tenía una tienda de ultramarinos en la calle de Granada.

-Creo que tiene mujer y cuatro hijos.

-Mujer sí; pero no hijos. No es la clase de persona para tenerlos.

-¿Por qué?

-Bueno, mire usted, yo solamente digo lo que dice la gente. Pero es un rumor general que no es un hombre completo. ¿Me entiende?

Aquella tarde, al contar mi dinero, me di cuenta de que no me quedaba casi nada. Cuando hubiera pagado la cama y la cena me quedaría menos de una peseta. Sin embargo, al llamar a Correos me dijeron que la carta esperada tan impacientemente había llegado por fin. Al abrirla me enteré de que mi pa-riente me negaba el dinero pedido. Esto iba a poner las cosas difíciles para mí y también para Agustín. Creía que le debía mucho, no por haberme llevado a los burdeles, que eran totalmente aburridos, sino por haberme revelado su notable personalidad. Cuando me encontrara con él en alguna ocasión futura, pro-bablemente me sentiría menos generoso.

Mientras estaba en cama aquella noche, mezclan-do, a la manera de Baudelaire, la brillantez de la luna llena con el hedor del cubo del retrete, creí que iba a titular el cuento que iba a escribir <Un don Juan de nuestro tiempo>. Porque, ¿quién más don Juan que un hombre dispuesto a superar toda clase de obstáculos para satisfacer su pasión dominante? En el pasado, los obstáculos estaban en el exterior, en las defensas de una sociedad llena de dueñas, de ventanas enrejadas y de hombres armados con espadas, pero hoy esos peligros se habían vuelto tan insignificantes que el hombre que quería ser un héroe amoroso debía ven-cerlos dentro de sí. Nadie puede creer que alguien se

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ha convertido en un héroe de ese tipo porque haga demostraciones amorosas a lo Casanova. Me dije que la situación peculiar de Agustín estribaba en que como él no podía superar su obstáculo en un sentido prác-tico y normal, podía al menos sublimarla, elevándola a esa otra dimensión de la imaginación. Con su don de la impotencia podía evocar una región maravillosa donde el hombre ordinario se purificaba y se ennoble-cía por el vicio, al igual que don Quijote hacía de su intrínseco prosaísmo y vulgaridad, su noble carrera de caballero andante.

Estaba yo metido en esas casuísticas reflexiones, que parecían explicar por qué un hombre como Stendhal, cuya vida había sido una sucesión de fracasos amorosos, había llegado hasta nosotros como uno de los grandes exponentes del arte de amar, cuando me dormí. Pero la luz del día me trae siempre ideas más positivas. Mientras caminaba a lo largo del interminable camino que corre, tan derecho como la cinta de un topógrafo, a través del Campo de Dalías, decidí que toda mi concepción era absurda. Nadie, ni siquiera Dostoievski, hubiera podido escribir con éxito una historia de amor cuyo protagonista fuera un impotente. Hasta la musa de la comedia se negaba a ello.

(1933)

ALMERÍA Y LA ARQUEOLOGÍA

PASEO DE ALMERÍA

Durante los años que siguieron llegué a conocer bastante bien Almería. Era tan fácil llegar –tan sólo nueve o diez horas de viaje- que solía ir cuando quería cambiar mi vida de aldea. Incluso el viaje en autobús era entretenido. Este botaba entre una nube de polvo a lo largo de la extensa llanura pedregosa, abrazada por los riscos amarillentos que caían hacia el mar y, de repente, se veía abrirse al frente la ciudad blanca, como una ilustración de un libro de viajes a Oriente. Luego, después de lavarme y cepillarme en el hotel, me sentaba frente a uno de los cafés del paseo. La gen-te iba de arriba a bajo, de abajo a arriba, deambulando ociosamente, sin fin. Terminé por reconocer a la ciega conducida por un niño, al ciego guiado por una vieja, al enérgico hombre de una sola pierna, a la chica con cara de sonámbula, de modo que al cabo del tiempo la mitad de la gente que pasaba por la calle me resultaba familiar.

Cada momento del día tenía un rasgo diferente. Por las mañanas, por ejemplo, al salir del hotel, podía oírse un ruido como de una cascada, que procedía del mercado. Al acercarse se podían distinguir las voces nasales, gimoteantes, de los vendedores callejeros, que hacían vibrar el aire al pregonar sus mercancías y se elevaban por encima del murmullo general de la gente. Había algo excitante en este chisporroteo de sonidos exóticos (hoy ya no se escuchan, pues han sido prohibidos todos los gritos en el mercado), al salir de este lugar se tenía la impresión de haber recibido un masaje de corrientes eléctricas. Luego, alrededor de las dos, la ciudad se vaciaba para ir a comer, y después de este intermedio venía el espectáculo de una población sentada, compuesta enteramente por hombres que ocupaban todas las sillas de los cafés. Un poco más tarde empezaba la procesión de que he hablado. Crecía y crecía, hasta que al atardecer la calzada entera estaba ocupada por una corriente en suave movimiento; las chicas paseaban en grupos con sus vestidos de flores, contoneándose, y sus ojos negros, que levantaban oleadas de excitación en el aire en torno a ellas y sus perfumes, que dejaban una estela a su paso. Aunque, individualmente pocas de ellas, pienso, eran realmente bonitas, si se elegía una nariz aquí, un cuello allí y más allá una cabeza adornada por una centelleante cabe-llera que caía en forma de cascada, se podía componer un deslumbrante retrato colectivo.

Dos cosas se combinaban para dar a Almería su carácter especial: la animación y la monotonía. Era un organillo. Todas las mañanas y todas las tardes se representaba el acto milagroso, que era siempre igual. El patrón cultural español es tan rígido y ajustado,

El Paseo del Príncipe en dirección a la Puerta de Purchena.

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que en una capital de provincias como ésta no podía haber ninguna variación. El noviazgo debía terminar en matrimonio, el matrimonio en hijos, los cuales hacían que sus padres se metieran en un círculo de estrecheces económicas de las cuales no había esperanza de salir jamás. La monotonía que descendía como la luz del sol, ni siquiera atemperada por el fantasma de alguna histo-ria de amor ilícito. De este modo, el individuo, con sus esperanzas y con sus sueños, se había marchitado a los treinta años, un eslabón en la cadena de nacimientos y muertes, y a los cuarenta era como un helecho prensado entre las páginas de un álbum. Los únicos que ganaban algo eran los niños, porque los padres ponían en ellos sus propias ilusiones de juventud y los trataban como a los herederos de un reino. El espectáculo de una vida intensa y animada, que impresionaba tanto al recién llegado de un pueblo, era un espejismo. La rutina del campesino, con su tranquila variación de siembras, cose-chas y estaciones, era mucho más satisfactoria que la de un trabajador de cuello blanco en esta ciudad del ritour-nelle, aunque el campesino era el último en saberlo.

De todos modos puedo decir que siempre que bajé a Almería sentí una animación que Granada, con ser una población mayor y por lo tanto de vida más compleja, nunca me dio. Era como una feria o una ópera, y todo lo que ocurría en ella había ocurrido muchas veces an-tes. ¿Era esto lo que daba a sus matices una variedad tan curiosa? Ciertamente, el mar parecía aquí doblemente Mediterráneo, y la ciudad, extendida en la luz brillante y coloreada, llevaba en sí ecos de lejanas civilizaciones.

Otro sentimiento que me asaltaba, al llegar de las montañas, y que encontraba difícil de resistir, era que un delicioso vicio corrupción yacían ocultos bajo la superficie. El clima era tan disolvente que cuando me había paseado un par de veces a lo largo del paseo, me sentía gozoso de hundirme en una silla. Si un exceso de energías me llevaba a pasear por la vega, notaba una suculencia y lozanía en la vegetación, una abun-dancia de savia en las plantas sin nervio que aleteaban y se arrastraban por el suelo, que parecía infectar mi propio sistema. Luego, cuando volvía al atardecer por las calles llenas de gente, entre el polvo que subía por los caminos y una nube purpúrea flotando en el cielo, pasaba al lado de las mujeres que estaban en las puer-tas de sus casas o esperando para llenar sus cántaros en la fuente. Sus ojos oscuros y aterciopelados, sus cuer-pos morenos escasamente cubiertos por los vestidos de algodón, sus posturas y sus lánguidos gestos no podían ser otra cosa, pensaba uno, sino una invitación deli-

berada. Sin embargo, estas suposiciones carecían de fundamento. Cuanto más subversivo es el clima, más cuidadosamente guardadas y cercadas están las mujeres y menos oportunidades hay para las aventuras amoro-sas casuales.

EL CASTILLO DE SAN CRISTOBAL

Sobre los planos tejados de la ciudad está el Al-cázar árabe, con sus fortificaciones exteriores. Este gran edificio, que data de los siglos X y XI, y que ha sido convertido en museo y parque público, estaba en aquel tiempo ocupado por una estación de señales del ejército, pero el castillo de San Cristóbal, que corona otra colina y es de la misma época, estaba abierto a cualquiera que quisiera visitarlo. Había que trepar, pa-sando entre chabolas, chumberas y excrementos secos, para llegar aun lugar llano que daba a la ciudad, al mar y a las distantes montañas de color ocre y rosa.

El castillo, o lo que de él quedaba, consistía en una larga pared almenada revestida de yeso amarillo des-conchado y reforzada a intervalos por unas torres cua-dradas. En la cámara alta de una de estas torres vivía una vieja acartonada que se sostenía mendigando. El acceso a aquella cámara era difícil y, como ella era coja y ciega, no tenía manera de bajar. Poca gente, con la excepción de los niños del barrio, que subían a jugar o a comer la fruta de las chumberas, visitaba aquel lu-gar, por lo cual era sorprendente que la vieja ganara lo suficiente para sobrevivir. Conseguía hacerlo gracias a que tenía el sentido del oído muy desarrollado. Cuan-do éste le advertía que alguien pasaba, salía cojeando

Fuente de abastecimiento público en la zona de San Antón.

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sobre sus muletas a una pequeña plataforma que había fuera de su habitación y llamaba con voz plañidera:

Por el amor de Dios, una limosnica. Por el amor de Dios y de María Santísima, una limosnica, caballero, una limosnica.

Los chicos se burlaban de ella. <No hay ningún caballero, estamos nosotros solamente y no tenemos nada para darte.> Esto la hacía callar y escuchar de nuevo. Luego, en un tono más desanimado y gimo-teante, sin creer ya que sus oídos le hubieran dicho la verdad, empezaba de nuevo:

Caballero, una limosnica. Dé a una pobre anciana una limosnica.

Cuando alguien le daba algo –y había que subir por una escalera rota para hacerlo- dejaba caer un to-rrente de bendiciones.

-<Que la Virgen Bendita le dé todo lo que desea. Que le dé a usted y a sus padres una larga vida. Luego, después de contar las monedas: <Que San Miguel y el coro santísimo de los ángeles bajen por el aire y le suban al cielo.>

Bendiciones semejantes traían buena suerte y, a menudo, pienso, la gente le daba las monedas no tanto por bondad como por obtener la baraka que ayudaría a uno a elegir el número ganador en la lotería. De la miseria de la vieja puede dar idea el hecho de que una perra chica le inspiraba un torrente de palabras que,

según las normas de los mendigos de la ciudad, valdría por lo menos tres perras gordas. Pero tal vez ese des-cuento era rentable. No me sorprendería que tuviera una considerable clientela de jugadores que subían la escarpada colina para visitarla, pues podían hacer sus buenas obras por menos de la mitad de lo que costa-ban las que se hacían con los mendigos de las iglesias de la ciudad.

Un día subí la escalera de piedra rota que ascendía al final del muro y llegué a su madriguera. Me encon-tré que olía horriblemente y que no había nada en ella sino un jarro de agua y un montón de paja y harapos. Como se había olvidado de la manera de conversar y solamente gruñía gritos y gemidos, era imposible que contara nada de su vida. Más tarde, sin embargo, me encontré con una niña harapienta que le llevaba se-manalmente una ración de pan, que compraba con el dinero mendigado, y una lata de agua. Por hacerlo, la vieja le daba de vez en cuando una perra chica. Quién era ella o cuánto tiempo llevaba allí, la niña no lo sa-bía, pero me dijo que en la torre vecina había un viejo que no podía ni moverse.

-Van a dejarle morir allí –dijo-. Ha vivido ya bas-tante tiempo.

Entré y le vi: estaba tumbado sobre la paja y no me respondió más que con murmullos incoherentes. Al día siguiente le llevé un poco de pan y vino, pero no pare-cía comprender de lo que se trataba y supongo que los niños, que también vivían en un estado permanente de hambre, se lo tomarían en cuanto me marchara. Como había dicho la niña, no parecía que valiera la pena pro-longar una existencia semejante. Sin embargo, la vieja vivió muchos años. Cada vez que iba a Almería la visita-ba, y su alta y aguda voz sonando en la torre en ruinas a la puesta del sol, mientras las nubes se teñían de púrpura, era siempre una experiencia misteriosa y macabra.

Durante la Dictadura del general Primo de Rivera fue construido un gran monumento al Sagrado Corazón en aquella colina, el cual se iluminaba por las noches y dominaba la ciudad y el puerto. Estaba hecho de mate-riales tan precarios que empezó a desmoronarse casi in-mediatamente después de ser inaugurado, y cuando llegó la República, todas las cabezas de los santos modeladas en yeso que había en el monumento, con la excepción de la de la Virgen, fueron mutiladas. Durante la guerra civil fue derribado, pero actualmente ha sido reconstruido a escala mucho mayor y con mejores materiales.

Vista parcial de la ciudad de Almería, con la ermita de San Cristóbal y las murallas al fondo. (Reproducida del libro La Almería perdida, postales coloreadas, 1900-1936, de J. Grima y N. Espinar; La Voz de Almería, 2005).

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HISTORIA DE ALMERÍA

Almería ha tenido una historia típicamente orien-tal, con un corto periodo de opulencia en la línea de las Mil y una noches, seguido por un declive largo y lento. La ciudad fue fundada durante los primeros años del siglo X. Una confederación de marinos mer-cantes hispano-árabes, que habían puesto una factoría en la costa africana cerca de Orán, decidieron trasladar su cuartel general a Pechina, sobre el río Andarax, unos cuantos kilómetros tierra adentro de Almería y cerca del viejo pueblo romano e ibérico de Urci. Pero el río no era navegable, excepto para barcos pequeños, por lo que su flota se vió obligada a anclar en la cos-ta, al abrigo de la Sierra de Gádor. Allí construyeron arsenales y creció una población que tomó el nombre de Almería o <<Atalaya>> (y no, como se dice habi-tualmente, <<Espejo del mar>> de una vieja torre de la costa. Rápidamente sobrepasaría a Pechina. Abd al-Rahman III le dio un puerto, una mezquita y un casti-llo, y cuando cayó el califato de Córdoba, en 1008, se convirtió en un reino independiente, gobernado por la dinastía de los <<Reyes Eslavos>>, procedentes de las que más tarde serían llamadas jenizarías del Califa.

Aquel fue el breve período de esplendor de Alme-ría. Sus cinco mil telares abastecían de ricos tejidos –camelotes, cendales georgianos, damascos, el costoso tiraz- y de gasas de finos colores, llamadas almajares y alguexis, a Europa y Africa. Poseía astilleros, una mari-na poderosa, fundiciones de hierro y cerámicas, mien-tras que su comercio con el extranjero era tan amplio que se jactaba de tener mil posadas y baños públicos para acomodar a los negociantes que la visitaban. Con una población que quizá alcanzara las trescientas mil personas, fue durante una época la ciudad más rica y de comercio más activo de Europa, después de Cons-tantinopla. Pero esta prosperidad no duró mucho. Los ejércitos cristianos empujaban desde el Norte, y para rechazarlos los pequeños reinos en los cuales se había fragmentado la España musulmana invitaron a la dinastía sahariana de los almorávides, que acababan de conquistar Marruecos, a cruzar el estrecho y venir en su ayuda. Los almorávides lo hicieron y, tras alcan-zar una gran victoria, decidieron quedarse. En el año 1091 desfilaron por Almería batiendo su tam-tam, y los grandes días de la ciudad terminaron.

Durante los siguientes cuatro siglos, Almería se mantuvo como una ciudad de tamaño medio, dedi-cada a la manufactura de la seda. Luego, en 1489, se

rindió a los Reyes Católicos, que acababan de ocupar Baza, y su decadencia se acentuó aún más. Expulsada su población morisca, afectada la ciudad por dos terre-motos y, ya sin comercio, se hundió definitivamente y se convirtió en un pueblo que se sostenía gracias al contrabando. Más tarde, a finales del siglo XIX, revivió merced a la construcción de un ferrocarril y un puerto. Surgió una considerable industria minera con la ayuda de capital belga y británico, y cuando ésta declinó, la industria de la uva ocupó su lugar. La ciudad, tal como se ve hoy, data de las últimas décadas del siglo pasado, y su típica arquitectura con casas de una o dos plantas (casi el doble de lo normal), con las molduras de yeso que adornan las ventanas y las puer-tas, lleva el sello del reinado de Isabel. Realmente, la mala arquitectura urbana no empieza en España antes de 1890, cuando, desde Viena, llegó el estilo del art nouveau.

NÍJAR Y CABO DE GATA

Al este de Almería se extiende una enorme región semidesértica que llega hasta Murcia y Cartagena. Los romanos la llamaban Campus Spartarius, debido a que en ella sólo crecía el esparto. El suelo es realmente bueno, pero la lluvia es escasa e incierta, ya que a veces no llueve durante varios años. La mayor parte de la población masculina emigra a Barcelona, mientras que las mujeres se ganan penosamente la vida haciendo encajes. Sin embargo, el viajero que tiene sentido del paisaje aprecia en ésta una de las regiones más bellas de la Península. Está compuesta de pequeñas llanuras, atravesada por filas bajas de colinas desnudas tan llenas

Vista general de la población de Níjar.

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de cárcavos y barrancos, originados por los temporales, que parecen sus propios esqueletos. Según la hora y el terreno, las colinas cambian de color, desde el cromo o cadmio amarillo al rosa, del violeta al azul; con aquella luz, seca y engañosa, parecen a veces casi transparen-tes, como si estuvieran hechas de vidrio o de cristal fundido. Se llega de pronto a una pequeña escarpa-dura y se ve abajo el lecho de un río, donde el verde profundo y refrescante de los naranjos y de la alfalfa contrasta fuertemente con los tonos ligeros y fuertes de las llanuras y de las montañas. Oasis y desierto, aldeas de cuevas y palmeras de dátiles: uno podría imaginarse en África, si este país no estuviera hecho a una escala mucho más pequeña, con los detalles más perfilados y mejor definidos, y la composición del con-junto no fuera más pictórica que todo cuanto se pueda encontrar en aquel continente ondulante y borracho de espacio.

Níjar, a unos treinta y dos kilómetros al este de Almería, es un buen punto de partida para la explo-ración de esta región. Es un lugar de cierta conside-ración, que yace como una gran vaca blanca sobre la falda pelada de un alcor, y tiene una buena posada. Vive de sus cerámicas, que, con las de Sorbas, en las cercanías, son las únicas en España que no utilizan los tintes de anilina. Los hombres hacen las vasijas y las mujeres las pintan en los tres colores primitivos del manganeso, del óxido de cobre y del cobalto. Como el brillo del plomo es blando y se desgasta rápidamente se venden a muy bajo precio entre las clases trabajado-ras. Por esta misma razón, y porque los pobres espa-ñoles son descuidados y destructivos por naturaleza, es

raro encontrar piezas que tengan más de unos cuantos años, aunque en Níjar algunos de los dueños de las cerámicas hayan guardado ejemplares antiguos.

Estas vasijas, tan despreciadas en su propio país, algunas veces ocupan lugares de honor en las coleccio-nes extranjeras debido a su diseño y factura oriental. Hasta 1936 en el Museo Británico se exhibían una jarra de vino y un tazón que eran bastante modernos, y estaban marcados Samarra, siglo VIII, y Egipto, siglo XVIII. Cuando señalé este error a mi amigo William King, fueron –lamento decirlo- eliminadas. Pero parte de la loza de Níjar es atractiva. Yo mismo poseo dos ja-rras de vino, que tal vez tengan un siglo, que cualquier museo de arte oriental estaría encantado de poseer, con la condición de que desconociera su procedencia.

A unos veinte kilómetros al sur de Níjar está el cabo de Gata, un cabo que protege la bahía de Almería de los vientos del Este. Su nombre es, en realidad, una corrupción del cabo de Agata. Sus rocas rojas, resecas, son de origen volcánico y desde los tiempos de los fenicios han sido famosas por sus reservas de piedras preciosas y semipreciosas, como los carbunclos y las amatistas. Sobre la costa, un poco más al oeste del cabo, en un lugar llamado Torre García, se alza una pequeña capilla que señala el lugar donde la Virgen del Mar, que es la patrona de Almería, se apareció a unos marineros en 1502 y les enseñó el lugar donde yacía su imagen enterrada en las dunas de arena. Pero, realmente, el culto de esta Virgen data de mucho antes, porque se nos cuenta que la confederación de mercaderes del mar que fundó la ciudad en el siglo IX montó su estatua sobre las puertas de Pechina. Como es evidente que la mayor parte de aquella gente era musulmana, podemos suponer que asumió el papel de Isis, como protectora de los marineros y pescadores del Mediterráneo. Desde luego, incluso hoy, la devoción a la Virgen trasciende los credos, pues, en los años anteriores a la guerra civil, los pescadores andaluces, que eran casi sin excepción, de filiación anarquista, y por tanto violentamente anticatólicos, la invocaban en los temporales, y cuando fueron quemadas las iglesias respetaron una donde se veneraba su imagen.

El Cabo de Gata es también interesante para los botánicos debido a la rareza de su flora. En las dos-cientas cincuenta hectáreas aproximadamente de tierra de marisma que hay al pie del promontorio se en-cuentran alrededor de veinte plantas que no existen en ningún otro lugar de Europa. La mayoría de ellas son

La torre de la ermita de Torre García en un día de fiesta religiosa.

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bastante comunes, aunque no para el ojo experto; una de ellas, de pequeño tamaño, agradará a los amantes de lo raro. Es la Melanthium punctatum, una especie de cólquico con pétalos rayados azules y blancos que florece en diciembre. Sin embargo, se puede decir que, en conjunto, esta costa es muy árida y tiene una flora que es más africana que europea. Como la costa atlán-tica de las cercanías de Agadir, depende tanto del rocío como de la lluvia.

La botánica de los climas extremos posee un poder de fascinación especial. Las plantas que supe-ran grandes obstáculos de la naturaleza, sobre todo cuando lo hacen con exceso y con coraje, producen una viva emoción. Por eso nunca me olvidaré de una tarde en que subía una colina yerma no muy lejos de Almería. La tierra apenas podía sostener más que a una sola planta leñosa, casi sin hojas, cada pocos metros, pero de repente me encontré con un grupo de largos pedúnculos inclinados de flores de color de rosa, cada uno de ellos de un tamaño de unos setenta centímetros de largo, que estaban rodeados de hojas finamente cortadas. Esta planta pertenece a un grupo que tiene un nombre muy apropiado: insignis. También podría mencio-nar a la coloquíntida, la fruta del mar Muerto de la Biblia. Si uno se pasea por la costa al principio del otoño, puede dar con unos pequeños melones amarillos casi al borde de las olas. Parecen no per-tenecer a nadie y uno imagina delicioso quitarse la sed probándolos. Sin embargo, corte el más maduro de ellos con un cuchillo y deje que su lengua toque el jugoso interior e inmediatamente la boca entera se encogerá como si hubiera gustado una solución de ácido clorhídrico. La coloquíntida es la cosa más amarga que puede imaginar y sería un veneno mor-tal si se encontrara la forma de tragarlo.

El botánico puede que tenga interés en dos plantas más bien insignificantes que crecen a lo largo de esta costa. Una es un arbusto espinoso de flores blancas, de la misma familia que el bonetero, y llamada Catha euro-pea. Está emparentada muy de cerca con la Catha edu-lis, en árabe kat, cultivada en Yemen y Abisinia debido a su riqueza en cafeína. Se hace de ella una bebida deli-ciosa, a medias entre el café y la manzanilla, pero según me han dicho, con un ligero sabor a estiércol de aves-truz. Pensando que el precio del café en España es en la actualidad de trece chelines la libra, uno se pregunta porqué ningún químico emprendedor ha pensado en dar a este arbusto, actualmente inútil, alguna utilidad.

La segunda planta que debe ser reseñada es una especie enana y leñosa, sin hojas, que crece sobre los acantilados de la costa y se llama Efedra. De ella se extrae la droga llamada efedrina, y además posee notable interés botá-nico. Sus órganos primitivos de floración demuestran que pertenece a la familia, antes muy extensa pero hoy muy reducida, de las gnetáceas, que forma el eslabón entre las que florecen, y las gimnoespermas, y en la cual se da una de las más sobresalientes extravagancias vege-tales, la welwitschia, del sudoeste de África.

Hay otras plantas interesantes a lo largo de la costa, aunque las que mencionaré no son ni raras ni peculiares de la provincia de Almería. A cualquier persona que se pasee entre las dunas de arena en el mes de agosto, le sorprenderá gratamente un grupo de grandes, blancas y fragantes lilas con pétalos escarolados. Su nombre es Pancratium maritimum. Aún más bonita, en mi opi-nión, es la Urginea scilla, que florece en septiembre. Su tallo largo, ahusado, de flores blancas, delicadamente marcado con rayas lilas, sube directamente de la tierra, sin follaje alguno alrededor, debido a que sus hojas ver-des, semejantes a correas, muy visibles en invierno, se marchitan antes de que aparezca el tallo. Se parece mu-cho a aquella alta planta del Himalaya, la Eremurus, que se ve a veces en los jardines ingleses, pero es más corta y más elegante. Uno de sus rasgos más característicos son sus enormes bulbos, como de papel, a flor de tierra, que en España son conocidos como cebollas albarranas. Desde los tiempos clásicos han servido como poderosa medicina contra la tos y como estimulante cardíaco, y la invención del ojimel de cebollas albarranas se atribu-ye a Pitágoras. Durante los períodos romano y árabe,

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Vista de las huertas de naranjos a la altura de Santa Fé de Mondújar. (Foto de L. Cara).

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la recolección de cebollas albarranas dio lugar a una importante industria española, especialmente en la isla de Ibiza, pero en la ignorante Edad Media cristiana el bulbo fue buscado principalmente como afrodisíaco y para usos caseros.

No hay mucho más que decir de las plantas de esta costa, excepto que la mayor parte de ellas son un tanto siniestras. Aquel tomate amarillo de hojas punzantes es el Solanum sodomaeum o manzana de Sodoma, y le matará a uno si se le usa como ingrediente en una ensalada, mientras que aquel arbusto alto, con peque-ñas flores amarillas y hojas glaucas, que a nadie llama la atención, es la Nicotiana peruana, o tabaco, que se aclimató aquí desde el siglo XVIII. Es mejor no fumarlo. Las plumas escarlata de la planta del ricino son familiares a la mayoría de la gente, y casi todas aquellas amarillas umbelíferas tienen una larga historia medicinal, que procede de Teofrasto. Concluyo estas notas con el áloe. El áloe indígena, en español zádiva, tiene flores amarillas, y escasea debido a que ha toma-do su lugar la especie escarlata, más vistosa, de África del Sur. Pero en un tiempo fue una planta importante. Los árabes la trajeron del Oriente. Su importancia ra-dicaba no sólo en sus virtudes medicinales, sino en que su capacidad de vivir durante largos períodos sin agua la convirtieron en un símbolo de la paciencia. Por esta razón se plantaba en las tumbas: los muertos que es-peran el día del juicio necesitan de todo el ánimo que pueda dárseles. En tiempos cristianos su valor comer-cial era tan grande que Fernando de Aragón descubrió que podía sufragar el mantenimiento de la Alcazaba de Málaga con un impuesto sobre su cultivo.

CUEVA DE ALMANZORA

Más allá de Níjar y del cabo de Gata, la provin-cia de Almería se extiende hasta el Almanzora, el único río, con un poco de humedad, en casi tres-cientos kilómetros de costa. Sorbas, que está sobre la carretera principal, es un lugar de aspecto salvaje, que se yergue en el ángulo de dos gargantas, y Mo-jácar, en una colina cerca del mar, es un pequeño refugio de corsarios, donde las mujeres todavía lavan la ropa al estilo moro, pisándola, y ocultan parcial-mente sus rostros con velos.

Luego se llega a Vera, la romana Baria, y unos cuantos kilómetros más allá a las Cuevas del Almanzo-ra, que hasta hace sesenta años se llamaba Cuevas de Vera. Estos dos pueblos se odian mutuamente, y uno de los motivos es que el nombre de Cuevas sugiere que este pueblo era simplemente un barrio de cuevas de su rival. Finalmente, después de años de agitación, las Cortes tuvieron piedad de sus sufrimientos y, median-te un acuerdo especial, decidieron que el pueblo se llamara en lo sucesivo Cuevas de Almanzora.

Tengo recuerdos tristes de este lugar porque, una vez, poco antes de su muerte, pasé una tarde y una noche en él con Roger Fry. Grandemente im-presionado por el castillo moro y el barrio de cuevas estuvo pintándolos hasta que el sol se puso y la luz se desvaneció, y luego, de repente, como siempre le ocurría a esta hora, su interés por el mundo visible se desvaneció. Aunque era hondamente sensible al paisaje y tenía un sentido casi griego para captar el genius loci, era demasiado pintor para pensar en la naturaleza como algo más que un tema de cuadros y, a menos que uno quisiera oírse llamar romántico, no se le podía pedir que mirara nada a la luz de la luna. Se pasó la tarde jugando al ajedrez en el casino, rodeado por un grupo de aficionados gozosos que esta-ban entusiasmados de tal manera por la presencia de un nuevo jugador que, al poco tiempo, el maestro, que había estado una semana en Paris y hablaba un poco de francés, le rogó que se quedara e hiciera su casa entre ellos. Esta hospitalaria sugerencia fue bien acogida por todo el grupo, y como prueba de que iba en serio, un señor mayor que estaba sentado y mor-disqueaba la plateada cabeza de su bastón, le ofreció enseguida una casa. De regreso hacia nuestra posada nos llevaron a verla: era una villa lujosamente decora-da con arcos de herradura y azulejos seudo-moriscos, y la lucha de Roger Fry por combinar la verdad con

Barrio troglodita de Cuevas del Almanzora.

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la educación –porque era un hombre que, a pesar de su gran urbanidad, era incapaz de decir algo que no sentía- resultó divertida de escuchar.

Unas millas más abajo del río, en un lugar llamado Herrerías, vivía un ingeniero belga llamado Louis Siret, que era un famoso arqueólogo. Había trabajado como director de unas pequeñas minas de plata y su conoci-miento de la metalurgia les permitió a él y a su herma-no, que había muerto algún tiempo antes de mi visita, hacer algunos sorprendentes descubrimientos sobre las Edades del Cobre y del Bronce. Como mi mujer y yo teníamos ganas de conocerle y de ver sus colecciones, fuimos en coche a su casa una tarde, en 1933.

HERRERÍAS. LUIS SIRET

La carretera pasaba por una región desértica de tierras amarillas y rojas, hollada y cicatrizada por los milenios de minería insultante, y terminaba en un so-litario bosque de eucaliptos en el que se habían dado cita todos los gorriones del vecindario, con un guiri-gay ensordecedor. En medio de aquel bosquecillo se alzaba el bungalow de Siret. Franqueada la puerta, nos condujeron a una habitación en la cual todo rincón disponible estaba ocupado por bandejas de pedernal y tiestos, así como por libros y papeles con apariencia de confuso montón. Pronto su dueño se reunió con nosotros y nos habló, en francés, sobre sus descubri-mientos. Era un hombre que a primera vista recordaba una caricatura de Punch que representaba aun profesor extranjero. Alrededor de su cara danzaban mechones de pelo plateado, blancos mechones descuidados de su barba y un mostacho níveo, y todo esto, unido a unos ojos salientes y brillantes y un hablar rápido y nervioso, configuraba un cuadro en el que había un ligero pálpito de extravagancia. Pero pronto descubrimos que no ha-bía nada de loco ni de crédulo en él. Su voz se deslizaba con facilidad hacia el tono irónico y sus ojos tenían un duro destello. En los intervalos, al enseñarnos su museo y hablar de sus descubrimientos, nos contó algo de su vida. Resultó que llevaba viviendo en aquella casa, que construyera él mismo, cincuenta años: veinticinco con su hermano Henry y los otros veinticinco solo. ¡Cin-cuenta años en Herrerías! Era difícil de imaginar.

Siret era un hombre inteligente y educado, cuya vida solitaria le había dado tiempo para pensar mucho. Era un devoto de España, de la que decía era la tierra originaria de las sirenas. Aquellos que habían sentido su encanto alguna vez –decía- nunca podrían acostum-

brarse a vivir en otro sitio. Pero se quejaba de la clase media española, a la que llamaba ignorante y perezosa, y hablaba solamente bien del pueblo. Este tenía gran-des cualidades, pero que nadie creyera que podía ayu-darle a mejorar su suerte, porque su mérito estribaba en permanecer igual que estaba. En todos los intentos de elevar su nivel de vida veía la mano de Moscú.

Su obra, por supuesto, había sido muy notable. Po-día decir que con el pequeño sueldo de un ingeniero de minas, sin la ayuda financiera de nadie, él y su hermano habían excavado más terreno que todos los arqueólogos españoles de su tiempo juntos y que, al hacerlo, habían encontrado, encajada en su lugar, una pieza enteramente nueva del rompecabezas de la prehistoria. Aquí, en el remoto tercer milenio, los hombres del Mediterráneo oriental habían poseído una especie de Potosí, en el que fundían el cobre y extraían la plata por un complicado procedimiento de calentar juntos dos minerales obteni-dos separadamente. En su opinión, la mayoría de la plata usada en Minos y Micenas se había obtenido aquí, lo que demostraba lo pronto que se habían abierto los caminos del comercio en Occidente. Pero él mismo ensombrecía el valor de sus descubrimientos al insistir en que todo esto había sido la obra de los fenicios. El mundo de la erudi-ción mantenía que por aquel tiempo los fenicios vivían en el golfo Pérsico, negándose a aceptar su punto de vista e incluso dudando, durante algún tiempo, de la autenti-cidad de sus excavaciones. Me di cuenta de que esto aún le molestaba. Su cólera estalló mientras paseaba por su museo y coronaba alegremente una calavera neolítica con una pantalla rosa o acariciaba un huevo de avestruz gra-bado. Dijo que denigrar a los fenicios se había convertido en la manía de ciertas personas. Se podría decir que era

Imagen muy conocida del belga Siret tratada por José Ballestrín en 1934. (Reproducida de Axarquía, nº 4, p. 46).

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el antisemitismo de los sabios. Y era inútil discutir. Los únicos hechos que merecían la atención de los arqueólo-gos eran sus propias envidias y celos: <<Ce n’est pas une science, l’archéologie, c’est un combat à mort.>>

Cuando lo hubimos mirado todo, Siret salió con nosotros hasta el porche para despedirnos. Gritaba para hacerse oír en medio del guirigay de los gorriones.

-Esto es lo que ocurre –dijo, agitando la mano en dirección a los pájaros- cuando uno piensa que ha con-seguido enterrarse en un lugar tranquilo y solitario. Cada año empeoran y cada año decido destruirlos. Mais que voulez vous? Cuando se vive solo no es tan fácil pelear con el único vecino que se tiene.

Al cabo de un año volvimos a Cuevas a ver a Louis Siret. El había prometido visitarnos en Yegen y hacer algunas excavaciones en Piedra Fuerte y en Ugíjar, y yo quería recordárselo. Pero al entrar en la calle mayor nos detuvo una procesión funeral. El ilustre anciano había muerto el día anterior.

La campiña que rodea a Cuevas constituye una de las más ricas regiones arqueológicas de Europa y ha sido continuamente explotada en busca de cobre y plata desde la mitas del III milenio a. de C. hasta hoy. Pocos kilómetros por debajo de la casa de Siret, por donde el Almanzora desemboca en el mar, se puede llenar todavía una cesta con trozos de cerámica de Samos y caminar sobre los emplazamientos de las ciudades púnicas, romanas, bizantinas y árabes en esta costa, en la cual hoy no se ve ni una sola edificación, ni una brizna de hierba. O, si se prefiere, se pueden visitar, en las cercanías de la aldea de Antas, las esta-ciones neolíticas de El Gárcel o El Argar, de la Edad de Bronce, o algunas otras –El Oficio, Gatas, Fuente Alamo, Fuente Bermejo- situadas en un radio de unos diez kilómetros. Pero al viajero fortuito hay que ad-vertirle que hay muy poco que ver en la superficie de estos lugares, y sin una ojeada a los planos y descrip-ciones de Siret, es probable que saque poco en limpio. La única excursión que yo recomendaría a un no pro-fesional es de tipo puramente sentimental. Le aconse-jaría que llegue hasta El Gárcel, como yo hice en una ocasión, y que contemple el paisaje desde la llana cima de la colina pelada; allí, con toda seguridad, se celebró un acontecimiento que, aunque parezca increíble a la mayor parte de la gente, marca el principio de la histo-ria inglesa.

Dése marcha atrás a la máquina del tiempo, hasta alcanzar una remota fecha de hace cuatro mil años, más o menos. Acaba de ser construida la gran pirámi-de de Kheops, el pueblo de Creta pasa del neolítico a la primera cultura minoica. Sobre esta colina, en una colonia amurallada, viven unas gentes de pequeña es-tatura, de rostros alargados y pelo oscuro (los hombres

Piezas arqueológicas de la colección de los hermanos Siret.

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miden menos de un metro cincuenta y dos centíme-tros de altura y las mujeres don dos o cuatro centíme-tros más altas), siembran y cosechan cereales, funden un poco de cobre, cuidan cabras, ovejas, perros y un ganado pequeño de larga cornamenta. Visten ropas hechas de lino y hacen vasijas lisas, oscuras, de base redonda, de un tipo semejante al que se había hecho en el delta del Nilo mil años antes. Pero los pastos son pobres y siguen afluyendo de África nuevos inmigran-tes, por lo que, un día, un pequeño grupo de aquellas gentes marchan con sus sacos de esparto llenos de semilla de cereal y sus animales domésticos en busca de tierras mejor regadas. Siguiendo la costa oriental pasan a Francia, tuercen luego hacia el Norte por los bosques de robles, habitados por una escasa población de cazadores cavernícolas, y llegan, después de errar tal vez durante generaciones, hasta el canal de la Mancha. Este era más estrecho de lo que es hoy, y, empujados quizá por la esperanza de encontrar un país virgen, al amparo de las flechas de los habitantes de los bosques, lo cruzaron con su ganado en sus canoas de cuero. Allí, por fin, terminaron sus andanzas. Se establecieron en un territorio cretácico y erigieron pequeñas aldeas con empalizadas, y se dedicaron a cultivar la tierra, hilar sus vestidos de lino, cocer sus vasos redondeados, apacentar sus ovejas y ganado y, de vez en cuando, observadas determinadas ceremonias, comerse unos a otros. Así introdujeron las artes de la vida civilizada en Inglaterra. ¿Cuánto tiempo, se pregunta uno, mientras se sentaban en sus húmedas cabañas, mirando caer la lluvia continuamente, perduraría entre ellos el recuer-do de que sus padres habían viajado hasta allí desde un país de sol perpetuo? ¿Soñarían alguna vez con volver?

El sol se puso mientras yo me encontraba entre las ruinas de las cabañas, en la cima de la colina. Las largas sombras desaparecieron, y un brillo frío, rosado, inundó la parte occidental del cielo. Del pueblo venía el sonido rápido, duro, de una campana de iglesia y, de repente, la tarde se convirtió en un cuadro de Ingres y tomó el aspecto del cadáver de una joven en su cámara mortuoria. Corrí por la pendiente hacia el seco lecho de un río y subí hasta la carretera donde estaba mi co-che. Muy lejos me encontraba, entre aquel aire cálido y lechoso y aquella luz clara y marmórea, de las tierras cretácicas y de los olmos de Inglaterra.

Hay otra zona arqueológica en la provincia de Alme-ría de la que me gustaría hablar. Es el refugio rocoso co-nocido como la Cueva de los Letreros, donde se encuen-tras algunas de las más interesantes pinturas prehistóricas

de tipo estilizado que hay en Europa. Para visitarla se debe ir a Vélez Blanco, un pueblo al lado de la carretera de Granada a Murcia, en el que, como ya he dicho, se encuentra un castillo del Renacimiento que, a pesar de la pérdida de sus mármoles, vale la pena contemplar. La cueva está muy alta, sobre la aldea, justamente debajo de la cima de la montaña, y se piensa que sus pinturas son más o menos contemporáneas de las de El Gárcel, aun-que realizadas por un pueblo diferente. Lo más notable de las pinturas, situadas sobre un pequeño panel de roca, es la figura de un mago enmascarado, con cuernos, como Pan, que sujeta una hoz con ambas manos y de uno de cuyos cuernos cuelga lo que parece ser una fruta grande o una flor. Representa claramente a un espíritu de la vege-tación, análogo a los que aparecen en los sellos del minoi-co antiguo, y la ceremonia que está haciendo es la reco-gida de una rama sagrada. Algunas de las pinturas que la acompañan parecen repetir en forma más abstracta o abreviada el mismo tema, mientras que otras emplean distintos símbolos. Cualquier interesado en estas extrañas pinturas puede consultar los volúmenes que les dedica el abate Breuil en su obra L’art rupestre schématique de la Péninsule Ibérique (4 vols., 1933).

Dibujo del célebre hechicero o brujo visto por el abate H. Breuil en la cueva de los Letreros hacia 1911.

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