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Alfonso Clenin, el vigilante de Twann, encontró, en la mañana del 3 de noviembre de 1948, un "Mercedes" azul estacionado en la orilla del camino, allí donde la carretera de Lamboing (uno de los pueblos de Tessenber) sale del bosque del barranco de Twannbach. Había niebla, como es frecuente en el otoño tardío, y, en realidad, Clenin se volvió cuando ya había pasado por al lado del coche. Le pareció al pasar, luego de haber mirado rápidamente por los cristales empañados, que el conductor yacía sobre el volante. Supuso que el hombre estaba borracho, pues como toda persona ordenada pensó en lo más frecuente. Por eso no deseaba acercarse al extraño en forma oficial sino como hombre. Se aproximó al auto con intención de despertar al durmiente, conducirlo a Twann y reanimarlo en el hotel Baren con café negro y una sopa de harina. Si bien estaba prohibido conducir en estado de ebriedad, no estaba vedado dormir borracho en un automóvil estacionado a la vera del camino. Clenin abrió la portezuela y colocó su mano paternalmente sobre el hombro del extraño. En ese mismo instante se dio cuenta de que el hombre estaba muerto. Había recibido un balazo en la sien. También en ese momento advirtió Clenin que la portezuela derecha estaba abierta. En el coche no había mucha sangre y el abrigo gris claro del muerto no parecía manchado. En el bolsillo del abrigo asomaba el borde de una cartera amarilla. Clenin la sacó y pudo comprobaren el acto que el muerto era Ulrico Schmied, teniente de la policía de Berna, Clenin no sabía muy bien qué debía hacer. En su calidad de policía de pueblo nunca se le había presentado un caso tan sangriento. Comenzó a pasear por la orilla de la carretera. Cuando los rayos del sol naciente atravesaron la niebla e iluminaron al muerto, el espectáculo le resultó desagradable. Regresó al automóvil, recogió el sombrero gris que yacía a los pies del cadáver y se lo encasquetó hasta que la herida de la sien quedó cubierta; entonces se sintió mejor. El policía volvió al otro lado de la carretera, el que mira hacia Twann, y se secó el sudor de la frente. Luego tomó una decisión. Empujó al muerto hacia el otro asiento delantero, lo sentó bien erguido, sujetó el cuerpo inanimado con una correa que encontró en el interior del auto y se sentó ante el volante. El motor no funcionaba, pero no le resultó difícil hacer descender el coche por la empinada calle hacia Twann, hasta el hotel Baren. Allí cargó nafta, sin que nadie pudiera advertir que la distinguida e inmóvil figura

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Alfonso Clenin, el vigilante de Twann, encontró, en la mañana del 3 de noviembre de 1948, un "Mercedes" azul estacionado en la orilla del camino, allí donde la carretera de Lamboing (uno de los pueblos de Tessenber) sale del bosque del barranco de Twannbach. Había niebla, como es frecuente en el otoño tardío, y, en realidad, Clenin se volvió cuando ya había pasado por al lado del coche. Le pareció al pasar, luego de haber mirado rápidamente por los cristales empañados, que el conductor yacía sobre el volante. Supuso que el hombre estaba borracho, pues como toda persona ordenada pensó en lo más frecuente. Por eso no deseaba acercarse al extraño en forma oficial sino como hombre. Se aproximó al auto con intención de despertar al durmiente, conducirlo a Twann y reanimarlo en el hotel Baren con café negro y una sopa de harina. Si bien estaba prohibido conducir en estado de ebriedad, no estaba vedado dormir borracho en un automóvil estacionado a la vera del camino. Clenin abrió la portezuela y colocó su mano paternalmente sobre el hombro del extraño. En ese mismo instante se dio cuenta de que el hombre estaba muerto. Había recibido un balazo en la sien. También en ese momento advirtió Clenin que la portezuela derecha estaba abierta. En el coche no había mucha sangre y el abrigo gris claro del muerto no parecía manchado. En el bolsillo del abrigo asomaba el borde de una cartera amarilla. Clenin la sacó y pudo comprobaren el acto que el muerto era Ulrico Schmied, teniente de la policía de Berna, Clenin no sabía muy bien qué debía hacer. En su calidad de policía de pueblo nunca se le había presentado un caso tan sangriento. Comenzó a pasear por la orilla de la carretera. Cuando los rayos del sol naciente atravesaron la niebla e iluminaron al muerto, el espectáculo le resultó desagradable. Regresó al automóvil, recogió el sombrero gris que yacía a los pies del cadáver y se lo encasquetó hasta que la herida de la sien quedó cubierta; entonces se sintió mejor. El policía volvió al otro lado de la carretera, el que mira hacia Twann, y se secó el sudor de la frente. Luego tomó una decisión. Empujó al muerto hacia el otro asiento delantero, lo sentó bien erguido, sujetó el cuerpo inanimado con una correa que encontró en el interior del auto y se sentó ante el volante. El motor no funcionaba, pero no le resultó difícil hacer descender el coche por la empinada calle hacia Twann, hasta el hotel Baren. Allí cargó nafta, sin que nadie pudiera advertir que la distinguida e inmóvil figura

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era un cadáver. Esto le pareció muy conveniente a Clenin, quien odiaba el escándalo, y por ello calló. Cuando iba costeando el lago hacia Biel, volvió a cerrarse la niebla y el sol desapareció. La mañana se puso oscura como el día del Juicio Final. Clenin fue a parar en medio de una larga caravana de automóviles, un coche detrás de otro, que por alguna causa inexplicable avanzaba más despacio de lo que obligaba la niebla; casi un cortejo fúnebre, pensó Clenin sin querer. El muerto estaba inmóvil a su lado y sólo asentía con la cabeza como un anciano chino, en las desigualdades del camino, por lo que Clenin cada vez se atrevía menos a pasar a los otros coches. Llegó a Biel con gran retraso. Mientras en Biel se iniciaba la investigación, se comunicaba la triste nueva al comisario Bärlach, quien también había sido jefe del difunto. Bärlach había vivido mucho tiempo en el extranjero y se había destacado como criminalista en Constantinopla y luego en Alemania. Había estado adscripto a la policía secreta de Francfort del Meno, pero regresó a su ciudad natal en el año 1933. El motivo de su regreso no había sido tanto su amor por Berna, a la que solía llamar la "tumba dorada", sino más bien una bofetada que propinara a un alto funcionario del entonces nuevo gobierno alemán. En Francfort se habló mucho de este acto de violencia y en Berna se lo calificó según el estado de la política europea; primero como indignante, luego como censurable aunque comprensible, y finalmente como la única posición posible para un suizo, pero esto sólo a partir de 1945. Lo primero que hizo Bärlach en el caso Schmied, fue ordenar que el asunto se mantuviera en secreto los primeros días; orden que sólo pudo hacer valer mediante el empeño de toda su personalidad. "Se sabe demasiado poco, y los diarios son lo más superfluo que se ha inventado en los últimos dos mil años, opinaba. Bärlach parecía tener grandes esperanzas en este proceder secreto, contrariamente a su jefe, el doctor Lucio Lutz, quien también dictaba cátedra de criminología en la universidad. Este funcionario, en cuya estirpe bernalesa había intervenido bienhechoramente la herencia de un tío de Basilea, había regresado recientemente a Berna de una visita a la policía de Nueva York y Chicago y estaba apabullado por el estado prehistórico de la defensa contra la delincuencia en la capital de Suiza,

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como se lo manifestara abiertamente al director de policía Freiberger mientras volvían a sus casas en tranvía. En la misma mañana, y no sin antes haber telefoneado nuevamente a Biel, Bärlach fue a casa de la familia Schonler, en la calle Bantiger, donde Schmied había vivido. Cruzó la ciudad antigua y el puente del Nydeck a pie, pues sostenía que Berna era una ciudad demasiado pequeña para "tranvías o cosas por el estilo". Subió con bastante dificultad por las escaleras de Haspel, pues tenía más de sesenta años y le pesaban en esos momentos; pero pronto se encontró ante la casa de Schonler y llamó. La propia señora Schonler le abrió la puerta, una dama pequeña, gorda y no carente' de distinción, la que inmediatamente lo hizo pasar, pues lo conocía. -Schmied tuvo que ausentarse anoche por motivos de trabajo -dijo Bärlach-; tuvo que irse muy repentinamente, y me pidió que le enviara algunas cosas. Le ruego me conduzca a su cuarto, señora. La dama asintió y caminó por el corredor, pasando por delante de un gran cuadro con pesado marco dorado. Bärlach lo miró: era La isla de la Muerte. -¿Y dónde está el señor Schmied? – preguntó la gorda, mientras abría la puerta del cuarto. -En el extranjero -dijo Bärlach mientras miraba el techo. El cuarto estaba en la planta baja y por la puerta se veía un pequeño parque en el que había viejos abetos de color castaño, que debían tener alguna enfermedad, porque el suelo estaba cubierto con una espesa capa de hojas. Debía ser la mejor habitación de la casa. Bärlach fue hasta el escritorio y miró a su alrededor. Sobre el diván había una corbata del difunto. -El señor Schmied está en los trópicos, seguramente, ¿no es verdad, señor Bärlach? -le preguntó la señora Schonler, curiosa. Bärlach estaba un poco asustado. -No, no está en los trópicos, está mucho más arriba. La señora Schonler abrió unos ojos redondos y se agarró la cabeza. -¡Dios mío!, ¿en el Himalaya? -Más o menos -dijo Bärlach-, usted casi lo ha adivinado.

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Abrió una carpeta que estaba sobre el escritorio y se la puso bajo el brazo. -¿Encontró lo que tiene que enviarle al señor Schmied? -Sí, lo tengo. Volvió a echar una ojeada a su alrededor, pero evitó mirar nuevamente la corbata. -El es el mejor inquilino que hemos tenido; nunca hay historias con señoras o cosas por el estilo -aseguró la señora Schonler. Bärlach fue hasta la puerta: -De vez en cuando enviaré a un empleado o vendré personalmente. Schmied todavía tiene algunos documentos importantes aquí, que quizá necesitemos. -¿Recibiré tal vez una postal del señor Schmied desde el extranjero? - quiso saber la señora Schonler -Mi hijo colecciona estampillas. Pero Bärlach frunció el entrecejo y contestó, mientras contemplaba pensativamente a la señora Schonler: -Es difícil, pues de esos viajes oficiales no se suelen mandar postales. Está prohibido. La señora Schonler volvió a agarrarse la cabeza y manifestó desesperada: -¡Todo lo que prohíbe la policía! Bärlach se marchó, contento de haber salido de la casa.

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Contra su costumbre, no almorzó en la cantina de Schmied sino en el "Du Théatre", hojeando y leyendo atentamente el contenido de la carpeta que retirara de la habitación de Schmied. Luego de un breve paseo por la Bundesterrasse regresó a su oficina, a eso de las 2. Allí lo esperaba la noticia de que el cuerpo de Schmied había llegado procedente de Biel. Sin embargo, desistió de ir a ver el cadáver de su ex subalterno, porque no le gustaban los muertos, razón por la que generalmente los dejaba en paz. También le hubiera gustado omitir la entrevista con Lutz, pero tuvo que someterse. Guardó bajo llave la carpeta de Schmied en su escritorio sin volver a hojearla, encendió un cigarro y entró en la oficina de Lutz, sabiendo que indefectiblemente éste se molestaba por la libertad que se tomaba con su cigarro. Una vez, años atrás, Lutz se había permitido una insinuación, pero Bärlach había contestado con un despectivo movimiento de mano y diciendo que, entre otras, había servido durante diez años a la administración turca y que siempre había fumado en la oficina de su superior; un comentario que era tanto más importante porque no podía ser comprobado. El doctor Lucio Lutz estaba nervioso cuando recibió a Bärlach, pues, según su opinión, no se había emprendido nada todavía, y le señaló un sillón cómodo cerca del escritorio. -¿Nada todavía de Biel? -preguntó Bärlach. -Nada todavía - contestó Lutz. -Es extraño, pues están trabajando mucho. Bärlach se sentó y miró rápidamente los cuadros de Traffelet, que había en las paredes, dibujos a pluma coloreados en los que marchaban soldados bajo una gran bandera flameante, con general o sin él, de derecha a izquierda ó de izquierda a derecha: -Nuevamente –comenzó diciendo Lutz-, se puede comprobar cuán atrasada está la ciencia criminalista en este país. Dios sabe que estoy acostumbrado a muchas cosas de esté cantón, .pero esta investigación, que parece contemplarse como natural, tratándose de un teniente de policía, da mucho que pensar de la capacidad de nuestra policía rural, por lo que todavía estoy alterado. -Tranquilícese, doctor Lutz -contestó Bärlach-, nuestra policía rural es tan capaz como la de Chicago, y ya hemos de encontrar al que mató a Schmied. -¿Sospecha de alguien, comisario Bärlach?

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Bärlach lo contempló largamente y dijo por fin: -Sí, tengo sospechas de alguien, doctor Lutz. -¿De quién? -Eso no puedo decírselo aún. -Eso sí que es interesante -dijo Lutz-; yo sé que usted, comisario Bärlach, siempre está dispuesto a disimular un paso en falso de los grandes axiomas de la moderna ciencia criminalista. Pero no olvide que el tiempo sigue su marcha, y que no se detiene ni ante el más renombrado criminalista. He visto delincuentes en Nueva York y en Chicago, de los que en nuestra querida Berna todavía no pueden hacerse una idea. Pero ahora ha sido asesinado un teniente de la policía, señal inequívoca de que también aquí empieza a derrumbarse el edificio de la seguridad pública por lo que es necesario intervenir sin contemplaciones. -Seguramente; eso es lo que estaba haciendo -replicó Bärlach. -Entonces todo está muy bien - contestó Lutz y tosió. Desde la pared sonaba el tictac de un reloj. Bärlach colocó cuidadosamente su mano izquierda sobre el estómago, mientras que con la derecha apagaba el cigarro en el cenicero que Lutz le había puesto delante. Comenzó a decir que, desde hacía bastante tiempo, ya no se sentía sano del todo, y que el médico le ponía mala cara. Agregó que sufría de frecuentes molestias estomacales y que por ello solicitaba al doctor Lutz que le diera un ayudante que pudiera realizar las tareas principales, él mismo quería tratar el asunto más desde el escritorio. Lutz estuvo de acuerdo. -¿En quién ha pensado usted como ayudante? -Tschanz - dijo Bärlach -, todavía está de vacaciones en la meseta de Berna pero se lo puede llamar. Lutz aseveró: -Estoy de acuerdo en que sea él; Tschanz es un hombre que siempre se ha preocupado de mantenerse al día en lo referente a adelantos criminalísticos. A continuación, Lutz se puso a mirar por la ventana al patio del orfelinato que estaba lleno de niños. De repente, sintió un deseo irreprimible de discutir con Bärlach sobre el valor de la moderna ciencia criminalista. Se volvió, pero Bärlach ya se había marchado.

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A pesar de que ya eran cerca de las cinco, Bärlach decidió ir aquella misma tarde a Twann, al lugar del hecho. Se llevó a Blatter, un policía corpulento e hinchado que nunca hablaba, por lo cual era querido por Bärlach, quien también conducía el automóvil. En Twann fueron recibidos por Clenin, quien puso cara de pocos amigos, pues esperaba una amonestación. El comisario se mostró, no obstante, amable, le dio enfáticamente la mano y le dijo que le alegraba conocer a un hombre que sabía pensar por su cuenta. Clenin se sintió orgulloso por estas palabras, si bien no sabía cómo interpretarlas. Condujo a Bärlach por la calle que sube al Tessenberg, hacia el lugar del hecho. Blatter trotando detrás se sentía contrariado porque había que ir a pie. Bärlach se mostró sorprendido por el nombre de Lamboing. -En alemán se llama Lamlingen - le aclaró Clenin. -Bien, bien, eso está mejor -manifestó Bärlach. Llegaron al lugar del hecho. El costado derecho de la calle estaba orientado hacia Twann y bordeado por una pared. -¿Dónde estaba el coche, Clenin? -Aquí -dijo el policía mostrando la calle-, casi en el medio del camino - y como Bärlach apenas mirara, prosiguió-: Quizá hubiera sido mejor que dejara el coche con el cadáver donde lo encontré. -¿Por qué? - dijo Bärlach mirando los picos jurásicos-. A los muertos hay que llevarlos lo más pronto posible; ya nada tienen que hacer entre nosotros. Usted hizo muy bien en llevarse a Schmied a Biel. Bärlach se acercó al borde del camino y miró hacia Twann. Sólo había viñedos entre él y el viejo pueblo. El sol ya se había puesto. La calle se retorcía como una víbora entre las casas y en la estación se había detenido un largo tren de carga. -Dígame, Clenin, ¿no se oyó nada allá abajo? -preguntó-. El pueblo está bastante cerca y tiene que oírse un tiro. -No se oyó más que el motor del auto en la noche, pero nadie pensó en algo malo. -Claro, ¿cómo había de pensarlo? Miró nuevamente las viñas y dijo: -¿Cómo está el vino este año, Clenin? -Está bueno, podemos probarlo luego. -Es cierto, tomaría con gusto un vaso de vino nuevo.

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Con el pie derecho tropezó con algo duro. Se agachó y sostuvo entre sus dedos enjutos un pequeño trozo de metal alargado, achatado por delante. Clenin y Blatter miraron con curiosidad. -Es una bala de revólver - dijo Blatter. -¿Cómo pudo encontrarla, señor comisario? –se maravilló Clenin. -Pura casualidad - dijo Bärlach. Después bajaron a Twann.

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El vino nuevo de Twann no pareció haberle sentado a Bärlach, pues al día siguiente dijo que había estado con vómitos toda la noche. Lutz, quien tropezó con el comisario en la escalera, se mostró seriamente preocupado por su salud y le aconsejó visitar al médico. -Lo haré, lo haré -gruñó Bärlach, y acotó que quería tan poco a los médicos como a la moderna ciencia criminalista. En su oficina se sintió mejor. Se sentó tras su escritorio y sacó la carpeta del muerto que tenía bajo llave. Todavía estaba absorto en el estudio del contenido de la carpeta cuando, cerca de las diez, se anunció Tschanz, quien había regresado la noche anterior de sus vacaciones. Bärlach se sobresaltó, pues en el primer momento creyó que se trataba del difunto Schmied. Tschanz vestía el mismo abrigo que Schmied y un sombrero de fieltro muy parecido. Sólo el rostro era distinto: era una cara llena, bonachona. -Qué bueno que esté aquí, Tschanz - dijo Bärlach-. Tenemos que hablar del caso Schmied. Usted deberá encargarse de lo más importante, yo no me siento bien de salud. -Sí, estoy enterado - dijo Tschanz. Tschanz se sentó luego de haber arrimado la silla al escritorio de Bärlach, sobre el que apoyó el codo izquierdo. Sobre el escritorio estaba abierta la carpeta de Schmied. Bärlach se recostó en su sillón. -A usted puedo decírselo - comenzó-. Entre Constantinopla y Berna he visto miles de policías, buenos y malos. Muchos de ellos no eran mejores que la pobre chusma con que poblamos las cárceles de todo tipo, sólo que casualmente estaban del lado de la ley. Pero de Schmied hay que decir que era el más talentoso. Podía meternos a todos en el bolsillo. Tenía una mente clara, sabía lo que quería y callaba aquello que sabía para hablar tan sólo cuando era necesario. Debemos tomarlo como ejemplo, Tschanz, estaba por encima de nosotros. Tschanz volvió lentamente la cabeza hacia Bärlach, pues había estado mirando por la ventana. -Es posible. Bärlach notó que no estaba convencido. -No sabemos mucho sobre su muerte – prosiguió el comisario-, esta bala es todo -y colocó sobre la mesa la bala encontrada en Twann.

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Tschanz la tomó y la examinó. -Proviene de un revólver de las fuerzas armadas -dijo, y devolvió la bala. Bärlach cerró la carpeta. -Ante todo, no sabemos qué andaba haciendo Schmied por Twann o Lamlingen. No estaba en acto de servicio cerca del lago Biel, yo hubiera sabido de su viaje. Nos falta hasta el más mínimo indicio que haga comprensible su viaje. Tschanz sólo escuchaba a medias lo que Bärlach decía y cruzando una pierna sobre la otra, comentó: -Sólo sabemos cómo fué asesinado. -¿Cómo puede saberlo usted? - dijo el comisario, no sin sorpresa, después de una pausa. -El automóvil de Schmied tiene el volante a la izquierda y usted encontró la bala en la orilla izquierda del camino, mirando desde el coche. También se escuchó en Twann el ruido del motor. Schmied fue detenido por el asesino cuando bajaba de Lamboing a Twann. Seguramente conocía al matador, pues de lo contrario no habría parado. Schmied abrió la portezuela derecha para que subiera el asesino y volvió a sentarse ante el volante. En ese momento fue muerto de un tiro. Schmied no debía tener ni la más leve sospecha de las intenciones del hombre que lo mató. Bärlach reflexionó unos instantes y dijo luego: -Ahora voy a encender otro cigarro -y luego de haberlo encendido prosiguió-. Tiene razón, Tschanz, algo parecido debe haber ocurrido entre Schmied y su asesino, se lo creo. Pero eso tampoco explica nada de lo que Schmied andaba haciendo en la carretera entre Twann y Lamlingen. Tschanz recordó que Schmied llevaba un traje de etiqueta debajo de su abrigo. -De eso no sabía nada -dijo Bärlach. -¿No vio usted acaso al muerto? -No, no me gustan los difuntos. -Pero es que también estaba en el acta. -Las actas me gustan mucho menos. Tschanz calló. Bärlach prosiguió, afirmando: -Eso no hace más que complicar aún más el caso. ¿Qué hacía Schmied en traje de etiqueta en el barranco de Twannbach?

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-Eso quizá facilita el caso- contestó Tschanz-. Seguramente que en la región de Lamboing no vive mucha gente que esté en condiciones de ofrecer reuniones para las que se use un frac. Extrajo un pequeño calendario de bolsillo y explicó que se trataba del de Schmied. -Lo conozco- asintió Bärlach-, no dice nada importante. Tschanz lo contradijo: -Schmied anotó una G en el miércoles 2 de noviembre. Ese día fue asesinado poco antes de medianoche, según asegura el médico forense. Hay otra G anotada en el miércoles 26 y una más el martes 18 de octubre. -G puede significar cualquier cosa -dijo Bärlach-, un nombre de mujer u otra cosa. -Es difícil que sea un nombre de mujer –replicó Tschanz-; la amiga de Schmied se llama Ana y Schmied era un hombre formal. -De ella tampoco sé nada - admitió el comisario y como viera que Tschanz se sorprendía por su falta de documentación, dijo -: Lo que sucede es que a mí sólo me interesa quién es el asesino de Schmied, Tschanz. Este dijo cortés: -Naturalmente - moviendo la cabeza y riendo-. ¡Qué hombre tan raro es usted, comisario! Bärlach habló muy seriamente: -Soy un gran gato negro al que le gusta comer ratones. Tschanz no supo qué contestar y explicó finalmente: -En los días marcados con una G, Schmied se ponía su frac y salía con su “Mercedes”. -¿Cómo lo sabe? - Por la señora Schonler. -Bien, bien - contestó Bärlach y calló. Pero luego dijo-: Sí, ésos son hechos concretos. Tschanz miró atentamente la cara del comisario, encendió un cigarrillo y dijo vacilando: -El doctor Lutz me dijo que usted tenía una cierta sospecha. -Sí, Tschanz, la tengo. -Ya que me he convertido en su reemplazante en el asunto del asesinato de Schmied, ¿no sería mejor que me dijera contra quién está dirigida su sospecha, comisario Bärlach?

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-Vea - contestó Bärlach eligiendo sus palabras con igual cuidado que Tschanz -, mi sospecha no es válida desde el punto de vista científico-criminalista. No tengo motivos que la justifiquen. Usted ha visto qué poco sé. En realidad sólo tengo una idea de quién puede ser tomado en consideración como posible asesino. Pero aquel de quien se trata todavía tiene que producir las pruebas de su culpabilidad. -¿Cómo hay que entender eso, comisario?-preguntó Tschanz. Bärlach sonrió: - Bueno, tengo que esperar hasta que aparezcan los indicios que justifiquen su detención. -Si he de trabajar con usted tengo que saber hacia quién tengo que orientar mis investigaciones - explicó Tschanz cortésmente. -Ante todo debemos seguir siendo objetivos. Eso es válido para mí, que tengo una sospecha, y para usted, que ha de investigar el caso. No sé si mi sospecha se confirmará. Esperaré su investigación. Usted debe descubrir el asesino de Schmied sin tomar en consideración mi sospecha. Si aquel de quien sospecho es realmente el asesino, usted ha de descubrirlo; claro que, contrariamente a mí, de una manera científica. Si no lo es, usted habrá hallado al verdadero asesino, y no habrá sido necesario saber el nombre de la persona de la que sospeché falsamente. Callaron un rato; luego preguntó el viejo: -¿Está de acuerdo con nuestro modo de trabajar? Tschanz vaciló un instante antes de contestar: -Bien, estoy de acuerdo. -¿Qué va a hacer ahora, Tschanz? El interrogado fue hasta la ventana. -Schmied había señalado el día de hoy con una G. Iré a Lamboing y veré qué puedo averiguar. Iré a las siete, la misma hora a la que solía hacerlo Schmied, cuando iba al Tessenberg. Se volvió nuevamente y preguntó con amabilidad, aunque en son de broma: -¿Viene usted, comisario? -Sí, Tschanz, voy con usted - contestó éste, inesperadamente. -Bueno -dijo Tschanz un poco confundido, pues no había contado con ello-. Entonces a las siete. Al llegar al umbral de la puerta, se volvió:

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-Usted también estuvo en lo de la señora Schonler, ¿verdad, comisario? ¿No encontró nada allá? El viejo no contestó en seguida, sino que guardó la carpeta en su escritorio y se guardó la llave. -No, Tschanz -dijo finalmente -, no encontré nada. Ahora puede retirarse.

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A las siete, Tschanz fue a Altenberg a buscar a Bärlach, quien vivía desde hacía treinta y tres años en una casa junto al río Aare. Llovía y el rápido coche policial patinó en la curva del puente del Nydeck, pero Tschanz en segunda logró estabilizarlo. Avanzó lentamente por la calle Altenberg pues no había estado nunca en casa de Bärlach, y a través de los vidrios mojados trató de ver la numeración, que finalmente adivinó penosamente. A pesar de sus reiterados toques de bocina, nada se movía en la casa. Tschanz abandonó el coche y corrió bajo la lluvia hacia la puerta de entrada. Después de corta vacilación movió el picaporte, pues en la oscuridad no pudo encontrar el timbre. La puerta no tenía cerrojo y Tschanz se encontró en un vestíbulo. Se vio frente a una puerta medio abierta, por la que pasaba un haz de luz. Dirigió sus pasos hacia la puerta y golpeó, pero no obtuvo respuesta, por lo que la abrió del todo. Miró la estancia. Las paredes estaban cubiertas de libros y tendido sobre un diván estaba Bärlach. El comisario dormía, aunque parecía listo para partir hacia el lago Biel, pues llevaba sobretodo. Sostenía un libro en la mano. Tschanz oía su respiración tranquila y se sentía confuso. El sueño del viejo y los muchos libros le resultaban inquietantes. Lo miró todo detenidamente. El cuarto no tenía ventanas, pero en cada pared había una puerta que seguramente conducía a otras habitaciones. En el centro había un gran escritorio. Tschanz se asustó al mirarlo, pues sobre el mismo había una gran serpiente embalsamada. -La traje de Constantinopla -oyó que decía una voz tranquila que venía del diván, Bärlach se levantó-. Como ve, Tschanz -dijo-, tengo el sobretodo puesto, podemos partir. -Discúlpeme - repuso Tschanz -, usted dormía y no me oyó llegar. No encontré el timbre en la puerta de entrada. -No tengo timbre. No lo necesito, la puerta nunca está cerrada con llave. -¿Tampoco cuando usted está ausente? -Tampoco cuando estoy ausente. Siempre es interesante volver a casa y ver si han robado algo o no. Tschanz rió y tomó la serpiente de Constantinopla. -Casi me mataron una vez con ella –comentó el comisario, un poco burlón. Sólo entonces Tschanz advirtió que la cabeza del animal servía de mango y el cuerpo tenía el filo de un acero. Confundido observó los

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extraños ornamentos que brillaban sobre la terrible arma. Bärlach estaba a su lado. -Sed astutos como la serpiente -dijo, y contempló largamente y pensativo al otro. Luego sonrió y suave como una paloma... -y rozó a Tschanz en el hombro-. He dormido, por primera vez desde hace días... El maldito estómago. -¿Está tan mal? - preguntó Tschanz. -Sí, estoy muy mal - contestó el comisario con sangre fría. -Usted debería quedarse en casa, señor Bärlach, el tiempo está frío y llueve. Bärlach volvió a mirar a Tschanz y rió. -Tonterías, se trata de encontrar a un asesino. ¡Eso le vendría bien a usted, que yo me quedara en casa! Cuando pasaban con el coche por el puente de Nydeck, dijo Bärlach: -¿Por qué no toma por el Aargauerstalden hacia Zollikofen, Tschanz?; es mucho más corto que atravesar toda la ciudad. - Porque no quiero ir a Twann por Zollikofen-Biel, sino pasando por Kerzer-Erlach. -Es una ruta poco común, Tschanz. -No es tan poco común, comisario. Callaron nuevamente. Las luces de la ciudad pasaron por su lado, pero al llegar a Bethlehem, Tschanz preguntó: -¿Anduvo usted alguna vez en auto con Schmied? -Sí, frecuentemente. Era un conductor cuidadoso -dijo Bärlach mirando el velocímetro que ya marcaba casi ciento diez. Tschanz moderó un poco la velocidad. -Yo fui una vez con Schmied, iba despacio como el diablo; y me acuerdo que le había dado a su coche un nombre muy extraño. Lo nombró cuando tuvo que cargar nafta. ¿Se acuerda usted de ese nombre?, se me ha olvidado. -Llamaba a su coche, "Caronte azul" –contestó Bärlach. -Caronte es un nombre de la mitología griega, ¿no es cierto? -Caronte conducía a los muertos hacia el más allá, Tschanz.

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-Schmied tenía padres pudientes y pudo cursar el Gimnasio(1). Nosotros no hemos podido darnos ese lujo, por eso sabía quién era Caronte y nosotros no lo sabemos. Bärlach metió las manos en los bolsillos del sobretodo y contempló nuevamente el velocímetro. -Sí, Tschanz; Schmied era culto, sabía griego y latín y tenía un gran porvenir; a pesar de todo, yo no conduciría a más de cien. Pasando a Gummenen, el coche se detuvo en una estación de servicio. Un hombre se acercó para atenderlos. -Policía - dijo Tschanz -; necesitamos una información. Vieron un rostro borroso, curioso y algo asustado, que se inclinaba por la ventanilla. -¿Paró aquí hace dos días un automovilista que llamó a su coche "Caronte azul"? Sorprendido, el hombre movió negativamente la cabeza, y Tschanz prosiguió. -Preguntaremos al siguiente. En el surtidor de Kerzer tampoco sabían nada. Bärlach gruñó: -Lo que usted se propone no tiene sentido. En Erlach, Tschanz tuvo más suerte. Sí, había parado un automovilista así el lunes por la noche, le dijeron. -¿Lo ve usted? - dijo Tschanz cuando doblaban por el camino que va de Neuenburg a Biel-. Ahora sabemos que Schmied fue por la ruta Kerzers-Ins, el lunes por la noche. -¿Está seguro? - preguntó el comisario. -Le he presentado la prueba más perfecta. -Sí, la prueba es perfecta. Pero, ¿para qué le sirve, Tschanz?- quiso saber Bärlach. -Así es, nada más. Todo lo que sabemos nos ayuda a seguir -fue la contestación. -Ahí está en lo cierto -dijo el viejo y desvió la mirada hacia el lago Biel. Ya no llovía. Hacia Neuveville se veía el lago por entre las nubes desganadas. Entraron en Ligerz. Tschanz guiaba despacio y buscaba el entroncamiento del camino a Lamboing.

(1) Gimnasio; Ciclo secundario que incluye griego y latín (N. de la T.)

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Ahora el auto subía las cuestas de los viñedos. Bärlach abrió la ventanilla y miró el lago, allá abajo. Por encima de la isla de Pedro había algunas estrellas. Las luces se reflejaban en el agua y una lancha de motor corría por el lago. "Tarde, para esta época del año", pensó Bärlach. Delante de ellos, allá abajo, estaba Twann, y, detrás de ellos, Ligerz. Tomaron una curva y enfrentaron el bosque que intuyeron al frente, en la noche. Tschanz parecía un poco inseguro y opinaba que tal vez ese camino sólo condujera hasta Schernelz. Cuando apareció un hombre caminando en sentido contrario, paró: -¿Por aquí se va a Lamboing? -Siga derecho y cuando llegue a la hilera de casas blancas por la derecha al borde del bosque, entre en él -contestó el hombre que vestía chaqueta de cuero y que silbó a su perrito que bailoteaba en la luz de los faros. -¡Ven, Ping-Ping! Abandonaron las viñas y pronto estuvieron en el bosque. Los abetos, como innumerables columnas, se deslizaban a su encuentro, en la luz. El camino era angosto y malo, de vez en cuando una rama golpeaba los vidrios. A la derecha había un precipicio. Tschanz guiaba tan lentamente que se podía oír el murmullo del agua en la profundidad. -Este es el barranco de Twannbach –explicó Tschanz-. En el otro lado está la calle de Twann. A la izquierda había rocas que subían hacia la noche y que reverberaban. Todo lo demás estaba oscuro, porque acababa de pasar la luna nueva. El camino ya no subía y el arroyo murmuraba ahora al lado de ellos. Doblaron a la izquierda y pasaron un puente. Ante ellos había un camino, el que va de Twann a Lamboing. Tschanz detuvo el coche. Apagó los faros y se quedaron en la más absoluta oscuridad. -¿Y ahora? - preguntó Bärlach. -Ahora esperaremos, son las ocho menos veinte.

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Como se hicieran las ocho y nada sucediera, Bärlach dijo que era hora que Tschanz le comunicara sus planes. -Nada especial, comisario. Todavía no he avanzado lo suficiente en el caso Schmied, y también usted aún está desorientado, si bien tiene una sospecha. Yo hoy apuesto todo a la posibilidad de que allí donde fue Schmied el miércoles pasado, haya hoy también una reunión a la que lleguen algunos invitados por este camino. Porque una reunión en la que hoy en día se lleve frac tiene que ser bastante importante. Esto es sólo una suposición, naturalmente, pero las suposiciones existen en nuestra profesión para seguirles la pista, comisario Bärlach. A estas reflexiones de su subordinado, el comisario opuso con bastante escepticismo que las investigaciones realizadas por la policía de Biel, Neuenstadt, Twann y Lamboing sobre la presencia de Schmied en el Tessenberg, no habían dado ningún resultado. Tschanz contestó que Schmied había caído víctima de un asesino más hábil que la policía de Biel y Neuenstadt. Bärlach gruñó: -¿Cómo puede saberlo? -No sospecho de nadie -dijo Tschanz -, pero siento respeto por quien mató a Schmied, si es que se puede sentir respeto en este caso. Bärlach escuchaba inmóvil, con los hombros un poco encogidos. -Y, ¿usted quiere atrapar a ese hombre por el que siente respeto, Tschanz? -Así lo espero, comisario. Callaron nuevamente y esperaron. El bosque se iluminó por el lado de Twann. Un buscahuellas los bañó con luz deslumbradora. Un automóvil cerrado pasó junto a ellos, en dirección a Lamboing, y se perdió en la noche. Tschanz puso el motor en marcha. Se acercaban otros dos automóviles oscuros y grandes, llenos de gente. Tschanz los siguió. El bosque se acababa. Pasaron frente a un restaurante cuyo letrero se leía a la luz que salía de una puerta abierta frente a casas aldeanas, mientras adelante de ellos brillaban las luces traseras del último de los coches.

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Llegaron a la gran planicie del Tessenberg. El cielo estaba limpio de nubes. Enorme brillaba la descendente Vega, la Capella ascendente, Aldebarán y la llamarada de Júpiter, en lo alto. El camino doblaba hacia el norte, y, delante de ellos, se dibujaban las oscuras líneas del Spitzberg y del Chasseral, a cuyos pies relumbraban algunas luces: los pueblos de Lamboing, Diesse y Nods. De pronto, los automóviles que los precedían doblaron por un camino rural, hacia la izquierda y Tschanz se detuvo. Bajó el vidrio de la ventanilla para poder asomarse. En medio del campo alcanzaron a divisar, en forma imprecisa, una casa rodeada de álamos, cuya entrada estaba iluminada. Delante de ella se detenían los coches. Se oyeron algunas voces, pero luego todos penetraron en la casa y reinó el silencio. Se apagó la luz de la entrada. -No esperan a nadie más - dijo Tschanz. Bärlach se apeó del auto y respiró el frío aire nocturno. Le hizo bien y observó cómo Tschanz sacaba el coche del camino, pues el camino a Lamboing era angosto. Ahora también Tschanz descendió y se reunió con el comisario. Marcharon por el camino de tierra hacia la casa que estaba en medio del campo. El suelo era arcilloso y se habían formado charcos; también allí había llovido. Llegaron a una pared baja. El portón estaba cerrado. Sus herrumbrados barrotes sobrepasaban la altura de la pared, por encima de la cual contemplaron la casa. Entre los álamos, en el jardín desnudo, los automóviles parecían grandes animales acostados. No había luces a la vista y todo causaba una impresión de soledad. En medio de la oscuridad observaron a duras penas que en el portón había un cartel. Debía tener una punta desclavada, pues pendía inclinado. Tschanz encendió la linterna que había traído del coche: en el cartel se veía una letra G. Nuevamente a oscuras, dijo Tschanz: -¿Lo ve usted?, mis suposiciones eran ciertas. Tiré al aire y acerté el blanco -luego agregó complacido-: Déme ahora un cigarro, comisario, me lo he ganado. Bärlach le ofreció uno. -Ahora nos falta averiguar qué significa la G. - Eso no es ningún problema: Gastmann.

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-¿Cómo? -He mirado en la guía telefónica. Sólo hay dos G en Lamboing. Bärlach se rió confuso, pero después dijo: -¿No puede ser la otra G? -No, es la gendarmería. ¿O quizá cree usted que algún gendarme está mezclado en el asesinato? -Todo es posible, Tschanz - contestó el viejo. Tschanz encendió un fósforo, pero le costó trabajo encender su cigarro en el fuerte viento que sacudía los álamos.

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Con sorpresa Bärlach manifestó no comprender cómo la policía de Lamboing, Diesse y Ligniere no había descubierto a este Gastmann, ya que su casa estaba en medio de una pradera, a la vista de Lamboing, por lo que era casi imposible ocultar una reunión, la que, por el contrario, debió llamar la atención, especialmente en una localidad tan pequeña. Tschanz contestó que tampoco él se lo explicaba. A continuación, resolvieron dar la vuelta a la casa. Se separaron y cada uno tomó una dirección distinta. Tschanz desapareció en la noche y Bärlach quedó solo. Fue hacia la derecha. Se subió el cuello del sobretodo, pues tenía frío. Sentía nuevamente el peso en el estómago, las fuertes punzadas y el sudor frío en su frente. Siguió la pared y dobló hacia la derecha, igual que ella. La casa seguía sumida en la más completa oscuridad. Se detuvo nuevamente y se recostó contra el muro. Pudo distinguir las luces de Lamboing a la salida del bosque; luego siguió andando. La pared se extendió ahora hacia el oeste. La parte posterior de la casa estaba iluminada: de una hilera de ventanas del primer piso brotaba viva claridad. Percibió las notas de un piano y, al escuchar con mayor atención, comprobó que alguien interpretaba a Bach. Siguió caminando. Según sus cálculos, debía encontrarse con Tschanz, por lo que se esforzó por mirar el campo inundado de luz. Sin embargo, advirtió demasiado tarde que a pocos pasos había un animal. Bärlach era un buen conocedor de animales, pero nunca había visto un ser tan gigantesco. Si bien no reconoció detalles sino que sólo vio la silueta que se destacaba sobre el suelo claro, la bestia parecía ser de una especie tan horripilante que Bärlach no se movió. Vio cómo el animal volvía lentamente, como por casualidad, la cabeza y lo miraba con fijeza. Los ojos redondos parecían dos superficies claras pero vacías. Lo inesperado del encuentro, el tamaño del animal y lo extraño de la aparición, lo paralizaron. No lo abandonó la sangre fría, pero sí olvidó la necesidad de actuar. Miró al animal sin miedo, pero como fascinado. Así lo malo siempre lo había atraído en la siempre renovada tentación de resolver el gran acertijo. Cuando por fin el perro atacó repentinamente -una sombra enorme que se precipitó sobre él, un monstruo forzudo y sediento de sangre- se sintió arrastrado al suelo por el ímpetu de la bestia furiosa y apenas pudo protegerse la garganta con el brazo izquierdo; pero el viejo no profirió

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ningún sonido, ningún grito de espanto, tan natural y tan de acuerdo con las leyes de este mundo le pareció todo. Pero antes de que el animal le destrozara el brazo que le protegía la garganta, se oyó el estampido de un tiro; el cuerpo que lo oprimía se contrajo y sangre caliente se derramó sobre su mano. El perro estaba muerto. La bestia yacía pesadamente sobre él, y Bärlach pasó la mano por una piel sudorosa y lisa. Se levantó con dificultad y, temblando se limpió la mano en el pasto ralo. Tschanz se acercó y guardó el revólver en el bolsillo del sobretodo. -¿Está herido, comisario? - preguntó mirando con desconfianza la destrozada manga izquierda. -Estoy bien, el engendro no alcanzó a morderme. Tschanz se inclinó y volvió la cabeza mal hacia la luz, la que se reflejó en los ojos muertos. -Dientes de carnicero -dijo, y se estremeció-, el bicho lo hubiera destrozado, comisario. -Usted me ha salvado la vida, Tschanz. Este volvió a inquirir: -Pero... ¿no lleva usted nunca un arma? Bärlach tocó con el pie la masa inmóvil tendida ante sí y contestó: -Muy pocas veces, Tschanz. Luego callaron. El perro muerto estaba tendido sobre la tierra yerma y sucia y ellos lo contemplaban. Se había formado a sus pies una gran superficie negra: era sangre del animal, que manaba de su garganta como una oscura corriente de lava. Cuando levantaron la vista, el cuadro que se les brindaba había cambiado completamente. Ya no se oía la música, las ventanas iluminadas habían sido abiertas de par en par y por ellas se asomaban personas vestidas de gala. Bärlach y Tschanz se miraron, pues les resultaba penoso estar, en cierto modo, como ante un tribunal, y todo eso en medio del Jura dejado de la mano de Dios, en una región donde el zorro y el conejo se dan las buenas noches, como pensó el comisario en medio de su disgusto.

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En la ventana del centro, de las cinco que había, se destacaba un hombre solo, separado de los demás, quien inquirió con voz extraña y clara qué andaban haciendo por allí. -Somos de la policía- contestó Bärlach tranquilo, y agregó que necesitaban hablar con el señor Gastmann. El hombre replicó que se extrañaba de que fuera necesario matar un perro para hablar con el señor, Gastmann, y que, por otra parte ahora, tenía ganas y oportunidad de escuchar a Bach, con lo que volvió a cerrar la ventana con movimientos seguros y mesurados. Había hablado sin indignación, más bien con una gran indiferencia. Desde las ventanas llegaba una confusión de voces. Se oyeron exclamaciones como "inaudito", "qué me dice usted, señor director", "escandaloso","increíble, esta policía, señor consejero mayor". Luego la gente se retiró al interior y las ventanas se fueron cerrando una tras otra, quedando todo en silencio. Los dos policías no tuvieron otro remedio que retirarse. Delante de la entrada los esperaba alguien. Era una persona que se paseaba allí nerviosamente. -Rápido, la luz -susurró Bärlach, y en el relampaguea de la linterna se vio claramente un rostro gordo y congestionado, si bien algo simple, sobre un elegante traje de gala. En su mano brillaba un pesado anillo. Obedeciendo a una orden de Bärlach, la luz volvió a extinguirse. -¿Quién es usted, por todos los diablos? – retumbó el gordo. -Soy el comisario Bärlach. ¿Usted es el señor Gastmann? -Consejero nacional von Schwendi, coronel von Schwendi. Por todos los demonios del infierno, ¿qué se ha creído usted para andar a los tiros por aquí? -Estamos realizando una investigación y necesitamos conversar con el señor Gastmann, señor consejero nacional -contestó Bärlach con serenidad. Pero el consejero nacional no quería tranquilizarse. Tronó: -Conque separatista, ¿eh? Bärlach decidió llamarlo por el otro título y opinó, cuidadosamente, que el señor coronel estaba en un error, pues él nada tenía que ver con el problema del Jura. Pero antes que Bärlach pudiera proseguir, el coronel se enardeció aún más que el consejero nacional. Conque era comunista, aseveró; por mil

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centellas, como coronel no podía permitir que anduvieran a los tiros mientras se tocaba música. No consentiría ninguna clase de demostración contra la civilización occidental. De lo contrario, ¡el ejército suizo pondría orden! Como el consejero nacional estaba evidentemente desorientado, Bärlach tuvo que volverlo a la realidad. Tschanz, lo que dice el señor consejero nacional no lo ponga en las actas - ordenó objetivamente. El consejero nacional volvió a la sobriedad en un instante. -¿De qué acta me está hablando? Como comisario de la policía secreta de Berna, ilustró Bärlach, debía realizar una investigación en torno al asesinato de un teniente de policía llamado Schmied. En realidad, era su deber incluir en las actas todas las contestaciones de las distintas personas sobre determinados tópicos, pero como el señor -titubeó un momento antes de decidirse por uno de los dos títulos - coronel evidentemente no apreciaba bien la situación, no iba a hacer constar en actas las palabras del señor consejero nacional. El coronel estaba consternado. -Ustedes son de la policía - dijo -, eso es otra cosa. Prosiguió pidiendo disculpas: aquel día había almorzado en la embajada turca, por la tarde había sido elegido presidente del círculo de coroneles Heisst ein Haus zum Schweizerdegen, a continuación de lo cual había tenido que concurrir a un refrigerio en su honor en la tertulia de Helveter; además, había estado en una reunión especial de su fracción partidaria por la mañana y ahora esta fiesta en casa de Gastmann, con un pianista de fama mundial. Estaba muerto de cansancio. Bärlach volvió a preguntar si no sería posible hablar con el señor Gastmann. -¿Qué es lo que quieren realmente de Gastmann? -contestó von Schwendi-; ¿Qué tiene que ver él con el teniente de policía asesinado? -Schmied fue su huésped el miércoles pasado y fue asesinado en el camino de regreso, a la altura de Twann. -Ya tenemos un lío - dijo el consejero nacional-, lo que pasa es que Gastmann invita a todo el mundo y entonces ocurren estos accidentes. Luego calló y pareció reflexionar.

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-Yo soy el abogado de Gastmann - siguió diciendo finalmente.-. ¿Por qué tenían que venir precisamente esta noche? Por lo menos podían haber telefoneado. Bärlach explicó que acababan de descubrir qué relación tenía el asunto con Gastmann. El coronel no se dio por satisfecho todavía. -Y, ¿qué es eso del perro? -Me atacó y Tschanz tuvo que dispararle. -Eso está bien - dijo von Schwendi no sin cortesía-. Es realmente imposible hablar ahora con Gastmann. También la policía debe respetar alguna vez las convenciones sociales. Mañana iré a su oficina y aun hoy hablaré rápidamente con Gastmann. ¿Tienen ustedes, tal vez, una foto de Schmied? Bärlach extrajo una fotografía de su billetera y se la dio. -Gracias - dijo el consejero nacional. Y, después de saludar con una inclinación, entró en la casa. Bärlach y Tschanz se encontraron de nuevo solos delante de los hierros herrumbrados del portón del jardín. La casa estaba igual que antes. -Contra un consejero nacional no se puede hacer nada- dijo Bärlach-, y menos si es coronel y abogado. Aquí estamos con nuestro buen asesinato y sin poder hacer nada. Tschanz calló y pareció reflexionar. Finalmente dijo: -Son las nueve, comisario. Creo que lo mejor que podríamos hacer es ir a ver al agente de policía de Lamboing y conversar con él sobre este Gastmann. -Está bien - contestó Bärlach-, puede hacerlo. Trate de aclarar por qué no se sabía nada en Lamboing de la visita de Schmied a casa de' Gastmann. Yo iré al pequeño restaurante que está a la entrada del barranco. Tengo que hacer algo por mi estómago. Lo espero allá. Volvieron al coche por el camino de tierra. Tschanz se fue y llegó a Lamboing en pocos minutos. Encontró al agente de policía en la taberna con Clenin, quien había venido de Twann. Ocupaban una mesa separada de los labriegos, pues evidentemente tenían algo que discutir.

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El policía de Lamboing era pequeño, gordo y pelirrojo. Se llamaba Jean Pierre Charnel. Tschanz se sentó con ellos y la desconfianza que les causó el colega de Berna desapareció pronto. Sólo que a Charnel no le gustaba tener que hablar en alemán, un idioma que no terminaba de agradarle, en vez de hacerla en francés. Tomaban vino blanco y Tschanz comía pan y queso. No les dijo que venía de la casa de Gastmann y, aún más, les preguntó si ya tenían una pista. -No - dijo Charnel-, ni rastro del asesino. On a rien trouvé, no se encontró nada. Siguió diciendo que había un sola persona en aquella región que podía ser tomada en consideración, un tal señor Gastmann, el de Rolliers, cuya finca había comprado, que siempre recibía muchos invitados y que también el miércoles por la noche había dado una fiesta. Pero Schmied no había estado allí, el propio Gastmann no sabía- nada, ni siquiera conocía el nombre: -Schmied n'était pas chez Gastmann, impossible. Totalmente imposible. Tschanz escuchaba el galimatías y acotó que también deberían ser interrogadas otras personas que asistieron a la fiesta aquel día. Eso lo había hecho él, aseguró Clenin. En Schanelz, sobre Ligerz, vive un escritor que conoce bien a Gastmann y que suele ir a menudo a su casa; también el miércoles por la noche había sido de la partida. Tampoco él sabía nada de Schmied, ni había oído nunca el nombre y no creía que alguna vez hubiera estado un policía en casa de Gastmann. -Así que un escritor -dijo Tschanz y arrugó la frente -, creo que tendré que tomar ese ejemplar por mi cuenta. Los escritores son siempre dubois, pero ya he de arreglar a este superculto. -Y, ¿a qué se dedica este Gastmann, Charnel? -siguió interrogando. -Un monsieur tres riche –contestó el policía de Lamboing entusiasmado-. Tiene dinero a montones y es très noble. Le da propina a mi fiancée –e indicó orgulloso a la camarera- comme un roi, pero no con intenciones de tener algo con ella. Jamais! -Pero, ¿qué profesión tiene? -Filosofía. -¿Qué entiende bajo ese concepto, Charnel? -Un hombre que mucho pensar y nada hacer.

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-Pero, ¡tiene que ganar dinero! Charnel sacudió la cabeza: -El no ganar dinero, él tener dinero. El pagar impuestos para todo el pueblo de Lamboing. Eso basta para nosotros, Gastmann es el hombre más simpático de todo el cantón. -Creo que será necesario estudiar bien a fondo a este Gastmann –decidió Tschanz. -Entonces atención con un perro grande – recomendó Charnel-. Un chien très dangereux. Tschanz se levantó y palmeó el hombro del policía de Lamboing: -Con ése ya me las arreglaré.

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Eran las diez cuando Tschanz dejó a Clenin y a Charnel para dirigirse al restaurante del barranco, donde esperaba Bärlach. Al llegar al cruce con el camino de tierra que conduce a casa de Gastmann, detuvo el auto. Se bajó y se dirigió lentamente hacia el portón de entrada y luego a lo largo del muro del jardín. La casa seguía oscura y solitaria como antes, rodeada por los inmensos álamos que se doblaban con el viento. Los automóviles seguían en el parque. Tschanz, sin embargo, no dio la vuelta completa a la casa, sino que llegó solamente hasta una de las esquinas desde la que dominaba el contrafrente. De vez en cuando se dibujaban las siluetas de los invitados sobre los vidrios amarillos y Tschanz se apretaba contra la pared para no ser visto. Miró hacia la pradera. El perro ya no estaba en la tierra yerma, alguien debía haberlo quitado de allí; sólo quedaba el charco de sangre negro brillando a la luz de las ventanas. Tschanz regresó al coche. Bärlach ya no estaba en el restaurante "Zur Schluchte". La patrona le informó que había abandonado el lugar hacía una media hora, luego de haber tomado una copa de aguardiente, para dirigirse a pie a Twann. Apenas había permanecido cinco minutos en la posada. Tschanz pensó qué podía tener entre manos el viejo, pero no pudo seguir reflexionando por más tiempo, ya que el angosto camino demandaba toda su atención. Pasó por el puente cerca del cual habían esperado, y luego por el bosque. Vivió un extraño y misterioso acontecimiento que lo dejó pensativo. Andaba a buena velocidad cuando de pronto vio brillar el lago en la profundidad, un espejo nocturno entre rocas blancas. Debía haber alcanzado el lugar del hecho. De repente, una figura oscura se separó de la pared de roca e hizo una señal clara para que el automóvil se detuviera. Tschanz paró involuntariamente y abrió la portezuela derecha del coche, si bien se arrepintió en seguida de ello, pues se dio cuenta de que lo que ahora venía a su encuentro también le había sucedido a Schmied pocos segundos antes de que lo mataran. Su mano se precipitó al bolsillo del sobretodo, aferrando el revólver, cuyo frío lo tranquilizó. La figura se acercó. Entonces reconoció a Bärlach, pero su tensión no se aflojó, sino que se puso blanco de espanto, sin poder darse razón de la causa de su terror. Bärlach se inclinó y se miraron a la cara, largamente. Ninguno habló y sus ojos eran de piedra. Bärlach se sentó a su lado y entonces soltó el arma oculta.

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-Sigue, Tschanz -dijo Bärlach, y su voz sonó indiferente. El otro se estremeció al oír que el viejo lo tuteaba, cosa que a partir de entonces siguió haciendo el comisario. Sólo después de Biel, quebraron el silencio. Bärlach preguntó qué era lo que Tschanz había podido averiguar en Lamboing. Ante la afirmación de que tanto Clenin como Charnel creían imposible una visita del difunto Schmied a casa de Gastmann, no hizo comentario. Con referencia al escritor de Schernelz, mencionado por Clenin, dijo que él mismo iría a hablar con él. Tschanz informaba con más vivacidad que de costumbre, aliviado porque volvía a hablar y porque necesitaba dominar su extraña excitación. No obstante lo cual, al llegar a Schupfen callaron los dos nuevamente. Poco antes de las once pararon en casa de Bärlach, en Altenberg, y el comisario descendió. -Te doy las gracias de nuevo, Tschanz – dijo apretándole fuertemente la mano-. Si bien es incómodo hablar de ello, pero me has salvado la vida. Permaneció de pie unos instantes y siguió con la vista las luces del auto que partía rápidamente. -Ahora puede manejar comoquiera. Entró en la casa, siempre abierta, y, al llegar al escritorio, metió la mano en el bolsillo del sobretodo y extrajo un arma que depositó cuidadosamente sobre la mesa al lado de la serpiente. Era un revólver grande, pesado. Luego se quitó lentamente el sobretodo. Cuando lo hubo hecho, apareció su brazo izquierdo envuelto en gruesos paños, tal como se usa para adiestrar perros de presa.

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A la mañana siguiente, el viejo comisario esperaba tener algún disgusto, como llamaba a las disidencias con Lutz; lo sabía por experiencia. "Ya sabemos lo que son los sábados", se dijo mientras caminaba por el puente de Altenberg; "los funcionarios muestran los dientes sólo porque tienen la conciencia intranquila, pues durante la semana no han hecho nada que valga la pena". Estaba vestido solemnemente de negro, pues el entierro de Schmied estaba anunciado para las diez. No podía dejar de ir, y era eso lo que lo disgustaba. Von Schwendi apareció un poco después de las ocho, pero no fue a ver a Bärlach sino a Lutz, a quien Tschanz acababa de informar lo sucedido la noche anterior. Von Schwendi era del mismo partido que Lutz, el partido Agrupación Conservadora Socialista-Liberal de los Independientes, y lo había favorecido fervorosamente; se tuteaban desde la última comida en común y la subsiguiente reunión de comisión, aunque Lutz no había sido elegido gran consejero, pues en Berna, según explicaba von Schwendi, era algo completamente inconcebible que hubiera un representante popular con el nombre de Lucio. -Es realmente notable -empezó a decir, no bien su gorda figura apareció en el hueco de la puerta -cómo se las gasta tu gente de la policía de Berna, estimado Lutz. Matan a tiros el perro de mi cliente Gastmann, de una raza rara de Sudamérica, y perturban un acto cultural de Anatol Kraushaar-Raffaeli, pianista de fama mundial. El suizo no tiene educación, ni mundo, ni sombra de pensamiento europeo. Tres años de escuela de reclutas es el único medio de mejorarlo. Lutz, a quien la aparición de su correligionario resultaba violenta y que temía sus interminables peroratas, invitó a von Schwendi a tomar asiento. -Estamos enredados en una investigación delicadísima -comentó intimidado -. Tú mismo lo sabes, y el joven policía que la realiza puede ser considerado bastante talentoso, de acuerdo con el módulo suizo. El viejo comisario que también estaba allí pertenece al viejo cuño, lo admito. Lamento la muerte de tan raro ejemplar sudamericano; yo mismo tengo perros y soy amante de los animales. Me preocuparé de realizar una severa investigación. Lo que pasa es que la gente no tiene idea de nada, desde el punto de vista criminalista. Cuando pienso en Chicago, nuestra situación me parece totalmente desesperante.

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Hizo una breve pausa, y comprobó que von Schwendi lo miraba de hito en hito, silenciosamente, y, prosiguiendo luego ya inseguro, quiso saber si el asesinado Schmied había estado de visita el miércoles por la noche en casa del cliente de von Schwendi, Gastmann, tal como la policía suponía de acuerdo con ciertos indicios. -Querido Lutz -contestó el coronel-, no nos engañemos. Eso lo saben ustedes, los de la policía, muy bien. Yo conozco mucho a los muchachos. -¿Qué está diciendo, señor consejero nacional? -preguntó Lutz confundido, volviendo involuntariamente al tratamiento de usted, pues con el tuteo no se sentía del todo cómodo. Von Schwendi se recostó en el respaldo, juntó las manos sobre el pecho y mostró los dientes, una pose que, en el fondo, cabía tanto al coronel como al consejero nacional. -Doctorcito - dijo -, yo quisiera saber por qué exactamente lo mandaron a Schmied para que espiara a mi bravo Gastmann. Lo que ocurre allá en el Jura, no le importa a la policía un ardite; nos falta mucho para tener aquí a la Gestapo. Lutz parecía haber recibido una ducha de agua fría. -¿Por qué habíamos de enviar a Schmied como espía a casa de tu cliente que nos es completamente desconocido? - preguntó desamparado-. ¿Y por qué no ha de importamos un asesinato? -Si no saben que Schmied asistía a las reuniones que Gastmann ofrecía en su casa de Lamboing, bajo el nombre de doctor Prantl,- docente libre de Historia Americana ante la universidad de Munich, toda la policía tiene que renunciar por absoluta incapacidad criminalista- manifestó von Schwendi, tamborileando con los dedos de su mano derecha sobre el escritorio de Lutz. -No sabíamos nada de eso, querido Oscar – dijo Lutz con alivio por haberse acordado en ese instante del nombre de pila del consejero nacional-. Me acabo de enterar de una gran novedad. -¡Ajá! -exteriorizó von Schwendi secamente, y calló, lo que hizo que Lutz tomara conciencia cada vez más intensamente de su inferioridad de condiciones y sospechara que ahora habría de ceder paso a paso a todo lo que el coronel se propusiera alcanzar. Dirigió su mirada desamparada hacia los cuadros de Traffelet, a los soldados marchando, a las flameantes banderas suizas, a los generales a caballo. El consejero nacional advirtió la confusión del juez de instrucción con cierto

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sentimiento triunfal y, finalmente, agregó a su "¡Ajá!", aclarándolo al mismo tiempo: -La policía se entera de una gran novedad; otra vez la policía no sabe nada. Por más desagradable que fuera y por más que su situación se hiciere insoportable por el proceder desconsiderado de von Schwendi, el juez de instrucción debía admitir que Schmied no había estado en misión oficial en casa de Gastmann y que tampoco tenía la policía la más mínima idea sobre esas visitas a Lamboing. Schmied había actuado en forma absolutamente personal, y con esto Lutz cerró su desairada explicación. Por qué había adoptado un nombre falso era un misterio para él, en ese momento. Von Schwendi se inclinó hacia delante y miró a Lutz con sus ojos irritados y vagos. -Eso lo explica todo - dijo -, Schmied era espía de una potencia extranjera. -¿Cómo se te ocurre eso? - preguntó Lutz más desamparado que nunca. -Se me ocurre - dijo el consejero nacional que la policía debe investigar, antes que nada, las causas por las que Schmied fue a casa de Gastmann. -La policía debería saber primeramente algo sobre Gastmann, querido Oscar - contradijo Lutz. -Gastmann es completamente inofensivo para la policía - contestó von Schwendi - y tampoco me gustaría que tu te ocuparas de él o lo hiciera cualquier otro miembro de la policía. Este es su deseo, él es mi cliente y yo estoy aquí para velar por el cumplimiento de sus deseos. Esta descarada contestación aplastó de tal forma a Lutz, que no supo qué contestar. Encendió un cigarrillo, olvidando en su confusión ofrecer uno a von Schwendi. Sólo entonces se acomodó en su sillón y contestó. - El hecho de que Schmied haya estado en casa de Gastmann, obliga desgraciadamente a la policía a ocuparse de tu cliente, estimado Oscar. Von Schwendi no se dejó desconcertar. - Ese hecho obliga a la policía a ocuparse de mí, pues yo soy el abogado de Gastmann – dijo-. Puedes alegrarte, Lutz, de haber tropezado conmigo: yo no sólo quiero ayudar a Gastmann sino también a ti.

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Naturalmente que todo el asunto es muy desagradable para mi cliente, pero para ti es mucho más violento ya que la policía no ha sacado nada en limpio hasta ahora. Dudo que alguna vez consigan echar luz sobre este asunto. - La policía ha descubierto casi todos los crímenes -contestó Lutz-, las estadísticas lo demuestran. Acepto que hemos tropezado con algunas dificultades en el caso Schmied, pero también hay que admitir que ya hemos alcanzado - y aquí se cortó un poco- apreciables resultados. Hemos dado con Gastmann por medios propios y también somos la causa por la que Gastmann te ha enviado a verme. Las dificultades las opone Gastmann y no nosotros; él es quien debe hablar sobre el caso Schmied y no nosotros. Schmied estuvo con él, si bien lo hizo con nombre falso. Pero justamente este hecho obliga a la policía a ocuparse de Gastmann, pues el extraño comportamiento del occiso lo convierte en un testigo importantísimo. Nosotros debemos interrogar a Gastmann y sólo podremos dejar de hacerla bajo la condición de que tú puedas explicamos con absoluta claridad, por qué Schmied fue de vista a casa de tu cliente varias veces, según hemos comprobado, bajo nombre falso. -Bien - dijo von Schwendi -, hablemos sinceramente. Verás que no soy yo quien tiene que dar una explicación sobre Gastmann, sino que son ustedes quienes tienen que explicamos qué andaba buscando Schmied en Lamboing. Ustedes son aquí los acusados, no nosotros, estimado Lutz. . Diciendo estas palabras extrajo una hoja de papel blanco, grande, que desplegó y depositó sobre el escritorio del juez de instrucción. -Estos son los nombres de las personas que frecuentan la casa de mi buen Gastmann - dijo-. La lista está completa. He hecho tres columnas. La primera podemos descartarla, son los artistas. Naturalmente que no digo nada de Kraushaar-Raffaeli, él es extranjero; no, me refiero a los de aquí, los de Utzenstorf y Merlingen. O bien se dedican a escribir dramas sobre la batalla del Morgarten o sobre Nicolás Manuel, o si no pintan nada más que montañas. La segunda columna la forman los industriales. Verás los nombres: son gente de prestigio, hombres que considero como los mejores exponentes de la sociedad suiza. Digo esto sin tapujos, aunque tengo sangre campesina por mi abuela materna. -¿Y la tercera columna de los visitantes de Gastmann? -preguntó Lutz, porque el consejero nacional calló de repente, y poniendo nervioso al

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juez de instrucción con su tranquilidad, cosa que von Schwendi, naturalmente, hacía de propósito. -La tercera columna - prosiguió finalmente von Schwendi - convierte al asunto Schmied en algo desagradable, para ti y para los industriales, lo admito. Tengo que hablar de ciertas cosas que, en realidad, deben ser mantenidas en secreto delante de la policía. Pero como ustedes, los de la policía de Berna, no pudieron dejar de espiar a Gastmann, y como ha resultado que Schmied estuvo en Lamboing, los industriales se ven obligados a encargarme que informe a la policía, en la medida que sea necesario para la pesquisa del caso Schmied. Lo desagradable para nosotros reside en que debemos descubrir acontecimientos políticos de gran importancia, y lo desagradable para ustedes, es que el poder que tienen sobre los suizos y los no suizos que viven en el país, no lo tienen sobre las personas que figuran en la tercera columna. -No entiendo una palabra de lo que estás diciendo -comentó Lutz. -Lo que pasa es que nunca entendiste nada de política, querido Lucio – contestó von Schwendi -. Se trata de que las personas de la tercera columna, son miembros de una delegación extranjera, que de ninguna manera querrían aparecer asociados a cierta clase de industriales.

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Ahora Lutz entendía al consejero nacional, y reinó un largo silencio en la oficina del juez de instrucción. Sonó el teléfono, pero Lutz se limitó a descolgarlo y gritar "conferencia" en el auricular, después de lo cual volvió a enmudecer. Finalmente opinó: -Por lo que sé, están en tratativas para concretar un nuevo acuerdo comercial con esa potencia. -Ciertamente, se discute -contestó el coronel-. Se discute oficialmente, los diplomáticos desean tener algo que hacer. Pero más se discute extraoficialmente y, en Lamboing, se negocia privadamente. Al fin y al cabo, en la industria moderna hay negociaciones en las que el Estado no tiene por qué inmiscuirse, señor juez de instrucción. -Naturalmente - admitió Lutz, amedrentado. -Naturalmente - repitió von Schwendi -, y a esas negociaciones secretas asistió el teniente de la policía de Berna Ulrico Schmied, con nombre fraguado. Von Schwendi comprendió que había calculado bien por la silenciosa perplejidad del juez de instrucción. Lutz estaba tan desarmado que el consejero nacional podía hacer con él lo que quisiera. El imprevisto desenlace del caso de homicidio de Ulrico Schmied irritaba al funcionario, como suele ocurrirle a la mayoría de las personas un poco simples: se dejaba influir y hacía concesiones que una investigación objetiva del affaire podía poner en duda. Trató una vez más de restar importancia a su situación. -Querido Oscar - dijo-, no creo que todo tenga tanta trascendencia. Naturalmente que los industriales suizos tienen derecho a negociar con quienes se interesan por ello, aun tratándose de aquella potencia. Eso no lo discuto y la policía tampoco se mezcla en ello. Schmied estuvo en casa de Gastmann en forma absolutamente privada, lo repito, y deseo disculparme oficialmente porque, en verdad, no está bien que haya dado un nombre y una profesión falsas, si bien como policía se tienen muchas veces ciertas limitaciones. Pero él no estaba solo en aquellas reuniones, también había artistas, querido consejero nacional. -La necesaria decoración. Vivimos en un país culto, Lutz, y necesitamos propaganda. Las tratativas tienen que mantenerse en secreto y eso se consigue fácilmente con los artistas. La fiesta, los manjares, el vino, los cigarros, y las mujeres, la conversación se hace general y los artistas se aburren; se reúnen y beben y no advierten que los capitalistas

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y los representantes de aquella potencia están reunidos a su vez. Tampoco desean notarlo, pues no les interesa. Los artistas se interesan únicamente por el arte. Pero un policía que esté allí, puede enterarse de todo. No Lutz, el caso Schmied da que pensar. -Lamentablemente no puedo hacer más que repetir que las visitas de Schmied a casa de Gastmann, nos resultan completamente incomprensibles, hasta el presente - contestó Lutz. -Si no fue enviado por la policía, fue por encargo de otra organización -contestó von Schwendi -Hay potencias extranjeras, querido Lucio, que se interesan por lo que sucede en Lamboing. Eso es política internacional. -Schmied no era un espía. -Tenemos todo fundamento para suponer que lo era. Para el honor de Suiza es preferible que haya sido un espía y no un soplón. -Ahora está muerto - suspiró el juez de instrucción, quien hubiera dado cualquier cosa por haber podido preguntárselo a Schmied personalmente. -Eso no es asunto nuestro - aseveró el coronel-, yo no quiero sospechar de nadie, pero sólo esa determinada potencia extranjera puede tener interés en mantener en secreto las conversaciones de Lamboing. Nosotros lo hacemos todo por dinero, pero para ellos se trata de principios de política partidaria. En esto vamos a ser sinceros. Pero justamente en este sentido es sumamente difícil avanzar para la policía. Lutz se levantó y fue hacia la ventana. -Todavía no veo claramente qué papel desempeña tú cliente Gastmann - dijo lentamente. Von Schwendi se daba aire con la hoja de papel blanco y contestó: -Gastmann pone su casa a disposición de los industriales y de los representantes de la embajada, para la realización de las conversaciones. -¿Por qué precisamente Gastmann? Su distinguido cliente, gruñó el coronel, era un hombre lo suficientemente importante. Como embajador argentino en China durante largos años, gozó de la confianza de la potencia extranjera y como ex presidente administrativo del trust de la hojalata, la de los industriales. Además, vivía en Lamboing. -¿Por qué dices eso, Oscar? Von Schwendi sonrió socarrón:

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-¿Habías oído nombrar a Lamboing antes del crimen? -No. -Justamente por eso - aseguró el consejero nacional-. Porque nadie conoce Lamboing. Necesitábamos un lugar desconocido para nuestras reuniones. Puedes dejar entonces a Gastmann en paz. Debes comprender que no tiene interés en tener contactos con la policía, y que no le gustan vuestros interrogatorios, vuestros husmeos, vuestro eterno preguntar. Eso está bien para pandilleras como Luginbuhl y von Gunten, cuando vuelvan a portarse mal, pero no para un hombre que rehusó ser miembro de la Academia Francesa. Por otra parte, tu policía de Berna se ha portado harto torpemente; no se mata a tiros un perro mientras se ejecuta a Bach. No es que Gastmann esté ofendido, más bien le es indiferente; tu policía puede bajarle la casa a tiros y a él no se le moverá un pelo. Pero ya no tiene sentido seguir molestando a Gastmann, ya que tras el asesinato hay poderes que no tienen nada que ver, ni con nuestros buenos industriales suizos, ni con Gastmann. El juez de instrucción se paseaba delante de la ventana. -Deberemos orientar nuestras investigaciones especialmente hacia la vida de Schmied – declaró-; con respecto a la potencia extranjera informaremos al fiscal federal. No sé hasta qué punto se encargará del asunto, pero de cualquier manera nos confiará el grueso de la labor. Accederé a tus demandas de respetar a Gastmann. Naturalmente que también prescindiremos del allanamiento. Si a pesar de todo fuera necesario hablar con él, te rogaré que nos pongas en contacto y que estés presente en la entrevista. De esta manera podré liquidar la parte formal con Gastmann sin afectación. No se trata, en este caso, de una pesquisa, sino de una formalidad dentro de la investigación, que podría exigir que también se interrogue a Gastmann, aun cuando esto no tenga sentido. Pero una investigación debe ser completa. Hablaremos de arte para darle la forma más inocente posible, y no efectuaré preguntas. Si a pesar de todo tuviera que hacer alguna, por pura formalidad, te la comunicaría primero a ti. También el consejero nacional se había levantado y los dos hombres estaban de pie, frente a frente. El consejero palmeó el hombro del juez de instrucción. -Estamos de acuerdo entonces - dijo -. Dejarás a Gastmann en paz, te tomo la palabra. La carpeta te la dejo; la lista ha sido confeccionada

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con exactitud y está completa. Me pasé la noche telefoneando a todas partes y la excitación es grande. No se sabe si la embajada extranjera todavía tiene interés en las negociaciones después de enterarse del caso Schmied. Hay millones en juego, doctorcito, ¡millones! Te deseo suerte en tus investigaciones; la necesitarás. Con estas palabras, von Schwendi se marchó.

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Lutz tuvo el tiempo justo de leer la lista del consejero nacional y dejarla caer, gimiendo por la celebridad de los nombres anotados. "En qué desgraciado asunto estoy enredado", pensaba cuando entró Bärlach, naturalmente sin llamar. El viejo iba decidido a solicitar los medios legales para ir a conversar con Gastmann en Lamboing, pero Lutz dilató el asunto hasta la tarde. -Ahora es tiempo de ir al entierro - dijo, y se levantó. Bärlach no se resistió y abandonó la oficina con Lutz, quien se sentía cada vez más arrepentido de haber prometido dejar en paz a Gastmann y esperaba una tenaz oposición por parte de Bärlach. Estaban en la calle, sin hablarse, ambos con sobretodo negro, cuyas solapas levantaron. Llovía, pero no abrieron los paraguas para trasponer los pocos pasos que los separaban del coche. La lluvia caía ahora en verdaderas cascadas, golpeando oblicuamente contra las ventanillas. Ambos permanecían inmóviles en su rincón. "Ahora tengo que decírselo", pensaba Lutz y miraba el tranquilo perfil de Bärlach, quien, como de costumbre, tenía las manos puestas sobre el estómago. -¿Tiene dolores? - preguntó Lutz. -Siempre - contestó Bärlach. . Luego volvieron a callar y Lutz pensó: "Se lo diré por la tarde." Blatter conducía lentamente. Todo se diluía tras una pared blanca, tal era la intensidad de la precipitación. Tranvías y automóviles nadaban en alguna parte de aquellos enormes mares. Lutz no sabía dónde estaban, pues los empañados y chorreantes vidrios no permitían distinguir nada. Se hacía cada vez más oscuro dentro del coche. Lutz encendió un cigarrillo y exhaló el humo pensando que no entraría en ninguna clase de discusión con el viejo por el asunto Gastmann. Luego dijo: -Los diarios hablarán del crimen; fue imposible seguir ocultándolo. -Es que ya no tendría sentido - contestó Bärlach-; tenemos una pista. Lutz apagó su cigarrillo y dijo: -Nunca tuvo sentido. Bärlach calló, y Lutz gustoso hubiera discutido. Volvió a espiar por la ventanilla. La lluvia había amainado un poco. Ya habían llegado al camino de entrada. El cementerio de Schlosshalden apareció por entre los troncos humeantes de vapor, unos muros viejos y grises. Blatter entró al patio y se detuvo. Abandonaron el coche, abrieron

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los paraguas y marcharon por entre las hileras de tumbas. No necesitaron buscar mucho. Las lápidas y las cruces quedaron atrás. Creían haber llegado a una obra en construcción, pues había muchas fosas abiertas recientemente con tablones puestos encima. La humedad del pasto impregnaba el calzado al que se pegaba la tierra arcillosa. En el medio del lugar, rodeado de todas estas tumbas aún vacías, en cuyo fondo se juntaba la lluvia hasta formar un charco sucio, entre cruces provisorias de madera y montículos de tierra cubiertos de coronas y flores marchitas, se agrupaban algunas personas junto a una fosa. El ataúd aún no había sido bajado y el sacerdote leía un pasaje de la Biblia; a su lado, sosteniendo un paraguas para ambos, estaba el enterrador, con un ridículo traje de faena con reminiscencias de frac, muerto de frío, apoyándose a ratos sobre una pierna, a ratos sobre la otra. Bärlach y Lutz se pararon junto a la fosa. El viejo oyó que alguien lloraba. Era la señora Schonler, informe y gorda bajo aquella lluvia interminable; a su lado estaba Tschanz, sin paraguas, con las solapas del impermeable subidas y el cinturón colgando, y un sombrero negro, duro, en la cabeza. A su lado, una muchacha pálida, sin sombrero, con cabellos rubios que le colgaban en mechones mojados: era Ana, como pensó involuntariamente Bärlach. Tschanz se inclinó, Lutz asintió con la cabeza y al comisario no se le movió ni un pelo. Miraba a los otros que rodeaban la tumba, todos policías, todos de civil, todos con los mismos impermeables, con los mismos sombreros negros, duros, los paraguas como espadas en sus manos, fantásticos guardianes de la muerte, traídos por el viento, irreales en su probidad. Detrás de ellos, en hileras escalonadas, la banda municipal, reunida precipitadamente, con sus uniformes rojinegros, tratando desesperadamente de proteger sus instrumentos amarillos bajo los sobretodos. Así estaban todos en derredor del ataúd que yacía en el suelo, un cajón de madera, sin corona, sin flores y, no obstante, lo único cálido y acogedor en medio de la lluvia interminable que caía con chasquido monótono, siempre más, más interminable. Hacía rato que el sacerdote había dejado de hablar. Nadie lo advirtió. Sólo se advertía la lluvia, sólo se oía la lluvia. El sacerdote tosió. Una vez. Luego varias veces. Entonces comienzan a aullar los bajos, los trombones, los cornos, las cornetas, los fagotes, orgullosos y solemnes, relámpagos amarillos en las olas de lluvia. Pero luego también ellos se hunden, se pierden y renuncian. Todos se cobijan bajo los paraguas, los sobretodos. Llueve cada vez más. Los zapatos se hunden en el barro y el agua entra a raudales en la fosa vacía.

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Lutz, inclinándose, se adelantó. Miró el ataúd mojado y volvió a inclinarse. -¡Amigos! - exclamó en alguna parte en la lluvia, inaudible, por entre los velos de agua-. Amigos, !nuestro camarada Schmied ya no existe! Lo interrumpió un canto salvaje y grosero:

"Der Tüfel geit um, der Tüfel geit um, er schlat die Menscher alli krumm!"(1)

Dos hombres de frac cruzaban el cementerio haciendo eses. Estaban expuestos a la lluvia, sin paraguas ni sobretodo, con las ropas pegadas a sus cuerpos. Llevaban chisteras, desde las cuales la lluvia resbalaba sobre sus rostros. Traían una gran corona de laureles, cuya cinta colgaba hacia abajo y rozaba la tierra. Eran dos tipos gigantescos, carniceros con frac, completamente borrachos, a punto de caerse en cualquier momento, pero como nunca tropezaban al mismo tiempo, siempre podían sostenerse entre ellos, mediante la corona de laureles, que cabeceaba como una nave en mar agitado. Ahora entonaban otra canción:

"Der Müllere ihre Ma isch todet; d'Müllere läbt, sie läbt, d'Müllere het der Chnecht ghürotet, d'Müllere läbt, sie läbt."(2)

Corrían hacia la fúnebre reunión, se precipitaron en medio de ella, irrumpiendo entre la señora Schonler y Tschanz, sin que alguien tratara de impedírselo, pues todos estaban atónitos; ya se alejaban vacilantes por el césped mojado, apoyándose el uno en el otro, agarrándose mutuamente, cayendo sobre las tumbas, volteando cruces en su gigantesca ebriedad. Su canto se perdió en la lluvia y todo quedó como antes.

"Es geht alles vorüber, es geth alles vorbeil"(3)

fue lo último que se oyó de ellos. Sólo quedaba la corona, tirada sobre el ataúd; en la cinta sucia se leía en caracteres ya borrosos: “A nuestro querido doctor Prantl." Cuando la gente que rodeaba la tumba salió de su

(1) Anda el diablo, anda el diblo, deja a la gente torcida a golpes (2) El marido de la molinera está muerto, ¡bis, ¡ la molinera se casó con el gañan, ¡la molinera vive, ¡ vive (3) Todo se acaba, /todo pasa

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estupor y quiso empezar a indignarse por el incidente; cuando la banda municipal, para salvar la solemnidad del momento, empezó a soplar furiosamente, la lluvia arreció hasta convertirse en temporal, castigando los árboles, y todo el mundo huyó; quedaron sólo los dos enterradores, negros espantapájaros en el ulular del viento y el crepitar del aguacero, ocupados en bajar por fin el ataúd.

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Cuando Bärlach y Lutz estuvieron nuevamente sentados en el auto y Blatter enfilaba hacia la entrada por entre los fugitivos policías y miembros de la banda, el doctor dio rienda suelta a su disgusto: - Inaudito este Gastmann - exclamó. -No entiendo - dijo el viejo. -Schmied frecuentaba la casa de Gastmann con el nombre de Prantl. -Entonces esto ha de ser una advertencia – contestó Bärlach, pero no siguió preguntando. Iban hacia Muristalden, donde vivía Lutz. En realidad, éste era el momento de hablar con el viejo sobre Gastmann, decirle que había que dejarlo en paz, pensó Lutz, pero calló nuevamente. En Burgernziel se apeó y Bärlach quedó solo. -¿Lo llevo a la ciudad, comisario?- preguntó el policía desde el volante. -No, llévame a casa, Blatter. Blatter manejaba más de prisa ahora. Ya no llovía tanto y, repentinamente, en Muristalden, Bärlach se vio envuelto por momentos en una luz deslumbrante. Era el sol que por un instante había quebrado las nubes, desapareciendo nuevamente en el juego de los bancos de niebla y nubes que se acercaban como monstruos desde el oeste y se amontonaban contra las montañas, arrojando funestas sombras sobre la ciudad junto al río, como un cuerpo sin voluntad desplegado entre bosques y colinas. La mano cansada de Bärlach se deslizó por el sobretodo mojado, sus ojos entrecerrados brillaron, absorbiendo ansiosos el espectáculo: la tierra era hermosa. Blatter se detuvo. Bärlach le agradeció y abandonó el coche oficial. Ya no llovía, sólo quedaba el viento, el viento húmedo y frío. El viejo esperó hasta que Blatter diera vuelta con el pesado automóvil y saludó nuevamente cuando éste partía. Luego se puso a mirar el río Aare. Venía crecido y de color castaño sucio. Un viejo y herrumbrado cochecito de niño llegaba flotando; ramas, un pequeño abeto; luego, danzando, un barquichuelo de papel. Bärlach contempló largo rato el río, lo amaba. Luego se dirigió a su casa, cruzando el jardín. Bärlach se cambió de zapatos antes de entrar en el escritorio. Permaneció de pie en el umbral. Tras el escritorio estaba sentado un hombre que hojeaba la carpeta de Schmied. Su mano derecha jugueteaba con el cuchillo turco de Bärlach. -Así que eres tú - dijo el viejo.

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-Sí, yo - contestó el otro. Bärlach cerró la puerta y se sentó en su sillón frente al escritorio. En silencio observaba al otro, quien, tranquilamente, continuaba hojeando la carpeta de Schmied; era un tipo casi aldeano, tranquilo y cerrado, con ojos profundos en un rostro huesudo pero redondo, con el cabello corto. -Te llamas Gastmann, ahora - dijo el viejo finalmente. El otro sacó una pipa y la cargó sin dejar de mirar a Bärlach; la encendió y, golpeando con el dedo índice la carpeta de Schmied, dijo: - Lo sabes muy bien desde hace algún tiempo. Tú me endilgaste al muchacho; estas anotaciones son tuyas. Luego cerró la carpeta. Bärlach miró el escritorio sobre el que todavía estaba su revólver, con la empuñadura vuelta hacia él; no tenía más que estirar la mano. Entonces dijo: -Nunca dejo de perseguirte. Alguna vez he de poder demostrar tus crímenes. -Tienes que apresurarte, Bärlach - contestó el otro -; ya no te queda mucho tiempo. Los médicos te dan un año si te operas ahora. -Tienes razón - dijo el viejo -, un año todavía. Y no puedo hacerme operar ahora, tengo que quedarme, es mi última oportunidad. -La última - confirmó el otro, y luego volvieron a callar; un tiempo infinito estuvieron sentados allí, callando. -Hace más de cuarenta años - comenzó a decir nuevamente el otro- que nos encontramos por primera vez en una taberna perdida cerca del Bósforo. Una luna informe y amarilla como un pedazo de queso suizo estaba colgada entonces entre las nubes y nos iluminaba la cabeza por entre los tirantes podridos, lo recuerdo muy bien. Tú, Bärlach, eras entonces un joven especialista policial, suizo, contratado y al servicio turco para reformar no sé qué, y yo, bueno, yo era un aventurero perseguido, como todavía lo soy, ávido de conocer esta mi única vida y este igualmente único y enigmático planeta. Nos amamos a primera vista, al estar sentados uno frente al otro entre judíos de caftán y sucios griegos. Pero cuando los endiablados aguardientes que entonces tomamos, esos zumos fermentados de quién sabe qué dátiles, y aquellos mares ardientes de extraños trigales cercanos a Odesa se adueñaron de nosotros hasta hacer que nuestros ojos brillaran como carbones

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encendidos en la noche turca, nuestra conversación se acaloró. Oh, ¡cómo me gusta recordar ese momento, que determinó tu vida y la mía! Se rió. El viejo seguía sentado y lo miraba en silencio. -Te queda un año de vida – prosiguió el otro- y cuarenta años me has perseguido valientemente. Esa es la cuenta. ¿Qué era lo que discutíamos entonces, Bärlach, en el tufo de aquella taberna del arrabal de Tophane, envueltos en el humo de cigarrillos turcos? Tú sostenías la tesis basada en la imperfección humana, en el hecho de que no es posible predecir el modo de actuar de otra persona con certeza y asegurabas que la casualidad, que se mezcla en todo, y que no acertamos a ubicar dentro de nuestras reflexiones, es la causa que irremisiblemente saca a la luz la mayoría de los delitos. Dijiste que cometer un delito era una tontería, pues es imposible operar con las personas como si fueran piezas de ajedrez. Yo, en cambio, opuse la tesis, más por contradecirte que por convencimiento, de que justamente lo intrincado de las relaciones humanas posibilitaba cometer delitos que no podían ser reconocidos como tales y que, por esta causa, la mayoría de los delitos no solamente quedaba sin sanción sino que ni se sospechaba su existencia, ya que fueron cometidos a escondidas. Más adelante, seducidos por los infernales ardores de los aguardientes que el tabernero judío nos servía, impelidos por nuestra juventud, concertamos una apuesta, justo cuando la luna se ocultaba tras la cercana Asia Menor, una apuesta que tozudamente colgamos del cielo, como una broma terrible, aunque fuera una blasfemia, sólo porque nos excitaba el efecto inesperado, como tentación diabólica del espíritu al espíritu. -Tienes razón - dijo el viejo tranquilo-, concertamos esa apuesta entonces. -No pensaste que yo la, cumpliría - rió el otro-, cuando despertamos a la mañana siguiente con la cabeza pesada en la solitaria taberna, tú sobre un banco semipodrido y yo bajo una mesa todavía húmeda de aguardiente. -Yo no pensé - contestó Bärlach- que una persona podía cumplir semejante apuesta. Callaron. -No nos dejes caer en tentación - empezó a decir nuevamente el otro-. Tu probidad nunca estuvo en peligro de caer en tentación, aunque

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tu probidad me tentó a mí. Cumplí la apuesta audaz de cometer en tu presencia un delito sin que te sea posible probarlo. -Tres días después - dijo el viejo en voz baja y hundido en sus recuerdos-, cuando cruzábamos el puente de Mahmud en compañía de un comerciante alemán, lo empujaste al agua ante mis ojos. -El pobre tipo no sabía nadar y tú eras tan poco ducho en ese arte que luego de un desgraciado intento de salvamento, tuvieron que sacarte medio ahogado de entre las olas sucias del Cuerno de Oro - contestó el otro, imperturbable-. El crimen se desarrolló en un radiante día de verano turco con una agradable brisa que soplaba desde el mar, en un concurrido puente, a la vista de parejas de enamorados de la colonia europea, musulmanes y mendigos del lugar, y, sin embargo, no pudiste probarme nada. Me hiciste detener; en vano. Interrogatorios interminables, para nada. El tribunal creyó mi versión: suicidio del comerciante. - Pudiste demostrar que el comerciante estaba en quiebra y que había querido salvarse en vano mediante una estafa - admitió el viejo amargamente, más pálido que de ordinario. -Elegí mi víctima cuidadosamente, amigo mío - rió el otro. -Así te convertiste en un delincuente - dijo el comisario. El otro jugaba distraídamente con el cuchillo turco. -Que soy algo parecido a un delincuente no puedo negarlo, en verdad - dijo finalmente con negligencia-. Yo fui cada vez mejor delincuente y tú cada vez mejor criminalista. Pero el paso que te había sacado de ventaja nunca pudiste recuperarlo. Siempre he vuelto a aparecer en tu itinerario como un fantasma gris; siempre me llevaba el deseo de cometer, bajo tus narices, delitos más audaces, más desenfrenados, y nunca pudiste probar mis delitos. Pudiste vencer a los tontos pero yo te vencí a ti. Luego prosiguió, observando al viejo atentamente y divertido: -Así, pues, vivimos. Tú, una vida subordinada a tus superiores, en tus distritos de vigilancia y en oficinas mohosas, ascendiendo uno a uno los peldaños en la escalera de tus modestos éxitos, peleando con ladrones y falsificadores, con pobres tipos que no llegaron a disfrutar de la vida, o cuanto más con miserables asesinitos; en cambio yo, ya en las tinieblas, en la jungla de vicios de la gran ciudad, ya en la luz de brillantes posiciones, cubierto de condecoraciones, haciendo el bien de puro contento cuando tenía ganas, o amando el mal por otro capricho. ¡Qué aventura tan divertida! ¡Qué pasatiempo tan lleno de emoción! Tu ansia era destruir mi

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vida y la mía era vivir a pesar tuyo. Verdaderamente, ¡una noche nos encadenó por siempre! El hombre sentado tras el escritorio de Bärlach golpeó las manos; fue un solo golpe cruel. -Ahora estamos al final de nuestro camino - exclamó-. Tú has vuelto a tu Berna, medio derrotado, a esta ciudad dormida y llena de probidad, de la que nunca se sabe bien cuánto de vivo y cuánto de muerto hay en ella, y yo he regresado a Lamboing, aunque sólo por capricho. Me gusta redondear las cosas, pues en este pueblo dejado de la mano de Dios me parió alguna vez una mujer, enterrada ya hace mucho tiempo, sin pensarlo mucho y bastante absurdamente; y de ese mismo modo me escapé a los trece años, una noche de lluvia. Estamos de vuelta. Entrégate, amigo; ya no tiene sentido. La muerte no espera. y arrojó con un movimiento apenas perceptible el cuchillo, que pasó rozando la mejilla de Bärlach para introducirse profundamente en el respaldo del sillón. El viejo no se movió. El otro rió: -¿Tú crees que yo maté a ese Schmied? -Tengo que investigar este asunto – contestó el comisario. El otro se levantó y tomó la carpeta. -Me la llevo. -Algún día lograré probar tus delitos – dijo Bärlach por segunda vez- y ahora es la última oportunidad. -En la carpeta están las únicas, aunque escasas pruebas, que Schmied recogió en Lamboing para ti. Sin esta carpeta estás perdido. Copias o fotocopias no las posees, te conozco. -No, no tengo nada de eso - admitió el viejo. -¿No quieres servirte del revólver para impedírmelo? - preguntó burlón el otro. -Tú quitaste las balas - contestó el viejo, inmóvil. -Justamente - dijo el otro y le palmeó la espalda. Luego pasó al lado del viejo, la puerta se abrió, volvió a cerrarse, afuera se oyó golpear una segunda puerta. Bärlach seguía sentado en el sillón, apoyada la cara contra la hoja fría del cuchillo. De pronto tomó el revólver y lo revisó. Estaba cargado. Se levantó de un salto, corrió al vestíbulo y luego a la puerta de entrada, la abrió de un tirón, el arma en la mano, pero la calle estaba vacía.

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Luego vino el dolor, monstruoso, furioso, punzante, un sol que salía en él y lo arrojaba encogido sobre la cama, ardiendo de fiebre, temblando. El viejo se arrastraba de un lado a otro, tirado en el piso, revolcándose por la alfombra, para quedar luego quieto, en cualquier parte, entre las sillas de su habitación, cubierto de sudor frío. "¿Qué es el hombre?", gimió despacio."¿Qué es el hombre?"

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Pero volvió a levantarse. Después del ataque se sintió mejor, libre de dolores después de mucho tiempo. Tomó vino caliente en tragos pequeños y prudentes, y nada más. No renunció a su paseo acostumbrado por la ciudad y por la Bundesterrasse, iba medio dormido, eso sí, pero cada paso en el aire límpido le hacía bien. Lutz, frente a quien pronto estuvo sentado en la oficina, no advirtió nada, pero quizás estaba demasiado ocupado con sus remordimientos como para advertir algo. Había decidido informar a Bärlach sobre la conversación mantenida con von Schwendi, en el curso de la tarde y no al anochecer; había adoptado una postura fría y positiva, con el busto echado hacia adelante, como el general del cuadro de Traffelet colgado encima de su cabeza, para informar al viejo en enérgico estilo de telegrama. Para su enorme sorpresa, el comisario no tuvo nada que objetar, estuvo de acuerdo con todo y opinó que realmente era lo mejor esperar la decisión del fiscal federal y concentrar entretanto las investigaciones sobre la vida de Schmied. Lutz estaba tan sorprendido que abandonó su postura y se volvió afable y parlanchín. -Naturalmente, me he orientado sobre Gastmann - dijo- y sé lo suficiente de él como para estar convencido de que de ningún modo puede considerársele como posible asesino. -Naturalmente - dijo el viejo. Lutz, quien había recibido algunas informaciones de Biel durante el mediodía, jugaba al hombre seguro. -Es oriundo de Pockau, en Sajonia; hijo de un comerciante mayorista en cueros, primero ciudadano argentino, de cuyo país fue embajador en China (debe haber emigrado a Sudamérica en su juventud), luego francés, ha pasado la mayor parte del tiempo en prolongados viajes. Le fue concedida la Cruz de la Legión de Honor y su nombre se hizo conocido por publicaciones sobre temas biológicos. Es significativo el hecho de que rechazara ser miembro de la Academia Francesa. Eso me impone respeto. -Un rasgo interesante - dijo Bärlach. -Sobre sus dos sirvientes aún se están haciendo averiguaciones. Tienen pasaportes franceses, pero parecen ser oriundos del valle de Emmen. Se permitió una broma bien pesada con ellos, durante el sepelio. -Esa parece ser la forma habitual de hacer bromas de Gastmann -dijo el viejo. -Seguramente le da rabia la muerte de su perro. Sobre todo el caso Schmied es enojoso para nosotros. Estamos en una posición muy

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desairada. Podemos hablar de suerte por el hecho de ser yo amigo de von Schwendi. Gastmann es un hombre de mundo y goza de la absoluta confianza de los empresarios. -Así debe ser - dijo Bärlach. -Su personalidad está por encima de cualquier sospecha. -Decididamente - asintió el viejo. -Desgraciadamente ya no podemos decir lo mismo de Schmied - dijo Lutz, y se hizo comunicar con la fiscalía federal. Mientras esperaba en el aparato, el comisario, que ya se había vuelto para marcharse, dijo repentinamente: -Tengo que pedirle una semana de licencia por enfermedad, doctor. -Está bien - contestó Lutz, poniendo la mano sobre el auricular, pues ya le contestaban-, el lunes no necesita venir. Tschanz, que esperaba en la oficina de Bärlach, se levantó cuando el viejo entró. Quería parecer tranquilo, pero el comisario sentía que el policía estaba nervioso. -Vamos a casa de Gastmann - dijo Tschanz-, ya es hora. -A casa del escritor - contestó el viejo, poniéndose el sobretodo. -Rodeos, todos rodeos - refunfuñaba Tschanz, mientras bajaba por las escaleras detrás de Bärlach. El comisario se detuvo en la salida. -Ahí está el "Mercedes" azul de Schmied. Tschanz dijo que lo había comprado en mensualidades. A alguien tenía que pertenecer el coche ahora, ¿no?, y subió. Bärlach se sentó a su lado y Tschanz pasó la plaza de la estación hacia Bethlehem. Bärlach gruñó: -Nuevamente vas por Ins. -Me gusta este camino. Bärlach miró los campos recién lavados. Todo estaba sumido en una luz clara y serena. Un sol cálido y suave colgaba del cielo y se inclinaba ya levemente hacia el ocaso. Los dos callaron. Solamente una vez, entre Kerzers y Müntschemier, preguntó Tschanz: -La señora Schonler me dijo que usted había retirado una carpeta de la habitación de Schmied. -Nada oficial, Tschanz; únicamente cosas privadas. Tschanz no replicó nada, no preguntó nada más; sólo que Bärlach tuvo que golpear el velocímetro cuando ya marcaba ciento veinticinco.

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-No tan rápido, Tschanz; no tan rápido. No es que tenga miedo, pero mi estómago no anda bien. Soy un hombre de edad.

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El escritor los recibió en su cuarto de trabajo. Era una habitación vieja y baja, lo que obligó a los dos visitantes a doblarse como bajo un yugo en la entrada. Afuera, todavía ladraba el perrito blanco de cabeza negra, y en alguna parte de la casa lloraba una criatura. El escritor estaba sentado cerca de la ventana gótica,- nevaba puesta una chaqueta de cuero castaño. Se dio vuelta en su silla al entrar los visitantes, sin abandonar el escritorio cubierto de papeles. No se levantó, apenas si saludó y preguntó qué deseaba la policía de él. "Es desatento", pensó Bärlach; "no le gustan los policías; sí, los escritores nunca gustaron de los policías." El viejo se propuso tener cuidado y tampoco Tschanz las tenía todas consigo. "De cualquier manera, no hay que dejarse observar, de lo contrario todavía nos veremos en un libro", pensaron más o menos los dos. Pero cuando, por indicación del escritor, estuvieron sentados en mullidos sillones, notaron con sorpresa que les daba la luz de la ventana, mientras que el rostro del escritor se perdía entre los muchos libros en este cuarto bajo y verde, tan artero era el reflejo. -Venimos por el asunto Schmied - empezó a decir el viejo -, el que fue asesinado cerca de Twann. -Sí, ya sé. Es el asunto del doctor Prantl, que espiaba a Gastmann - contestó la oscura figura entre la ventana y ellos-, Gastmann me lo contó. Por unos instantes, el rostro se iluminó, pues encendió un cigarrillo. Los dos visitantes vieron cómo el rostro se deformaba en una mueca irónica. -¿Quieren conocer mi coartada? -No -dijo Bärlach. -¿No me creen capaz de cometer un crimen? -preguntó el escritor, visiblemente desilusionado. -No – contestó Bärlach secamente-, Usted no. -¡Siempre lo mismo!- gimió el escritor-, ¡Los escritores son tristemente menospreciados en este país! El viejo rió. -Si quiere usted saberlo, a pesar de todo, le diré que ya conocemos su coartada, A las doce y media de la noche del crimen se encontró usted con el aduanero entre Schernelz y Lamlingen y volvió a casa con él. Llevaban el mismo camino. El aduanero dijo que usted estaba muy alegre. -Sí, ya sé, el policía de Twann ya interrogó dos veces al aduanero sobre mí. Y a toda la gente de aquí; hasta a mi suegra. ¿Así que yo les era

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sospechoso? –porfió el escritor con orgullo-, ¡También es un tipo de éxito literario! Bärlach pensó que era la vanidad del escritor la que lo hacía desear ser tomado en serio. Los tres callaban y Tschanz se esforzaba por verle la cara al escritor. Pero con aquella luz no era posible. -¿Qué más quieren? - bufó finalmente el escritor. -¿Tiene mucha relación con Gastmann? -¿Es un interrogatorio?- preguntó la masa oscura y se acomodó más delante de la ventana-. Ahora no tengo tiempo. -Por favor, no sea usted tan despiadado – dijo el comisario-; ¡sí nosotros no deseamos más que charlar un rato! El escritor gruñó y Bärlach volvió a la carga: -¿Se trata usted mucho con Gastmann? -De vez en cuando. -¿Por qué? El viejo esperaba otra contestación airada, pero el escritor se rió solamente, sopló grandes volutas de humo sobre el rostro de los dos y dijo: -Una persona muy interesante, este Gastmann, comisario. Es de un tipo que atrae a los escritores como a las moscas. Sabe cocinar maravillosamente, magníficamente, ¿oye usted? Y ahora el escritor empezó a explayarse sobre las habilidades culinarias de Gastmann, a describir un plato tras otro. Durante cinco minutos escucharon, y luego durante otros cinco. Pero cuando el escritor ya había hablado quince minutos seguidos de la habilidad culinaria de Gastmann y nada más que de su talento culinario, Tschanz se levantó diciendo que lamentablemente no habían venido por el arte de la cocina, pero Bärlach lo contradijo con mucha frescura, asegurando que eso le interesaba, y también él empezó a hablar. El viejo revivió y habló por su parte de la cocina de los turcos, rumanos, búlgaros, yugoslavos y de los checos, y ambos se arrojaban platos como si fueran pelotas. Tschanz transpiraba y maldecía interiormente. Los otros dos no podían apartarse del tema de la comida pero, finalmente, después de tres cuartos de hora, pararon exhaustos, como después de una copiosa comida. El escritor encendió un cigarrillo. Todo estaba silencioso. Al lado nuevamente empezó a llorar el chico. Abajo, ladraba el perro. Entonces Tschanz dijo de repente, en medio de la habitación:

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-Y, ¿mató Gastmann a Schmied? La pregunta era realmente primitiva; el viejo movió la cabeza y la oscura masa ante ellos dijo: -¡Usted sí que no anda con rodeos! -Le ruego que me conteste -dijo Tschanz decidido y se inclinó hacia adelante, pero la cara del escritor permaneció irreconocible. Bärlach sentía curiosidad por saber cómo reaccionaría el interrogado. El escritor permaneció tranquilo. -¿Cuándo fue muerto el policía?- preguntó. Tschanz contestó que había sido después de medianoche. Expresó el escritor que no sabía si las leyes de la lógica eran válidas también para la policía, lo cual dudaba, pues, tal como la policía había averiguado con diligencia, él se había encontrado con el aduanero a las doce y media en el camino a Schernelz y, según ello, se había despedido unos diez minutos antes de Gastmann, por lo que Gastmann difícilmente podía ser el asesino. Tschanz quiso saber si quedaban otros invitados a esa hora con Gastmann. El escritor contestó que no. -¿Se despidió Schmied juntamente con los demás? -El doctor Prantl solía ser el penúltimo en despedirse -contestó el escritor no sin burla. -Y el último, ¿quién era? -Yo. Tschanz no cedía. -¿Estaban presentes los dos sirvientes? -No lo sé. Tschanz quiso saber por qué no podía darle una contestación clara. El escritor replicó que pensaba que la contestación era lo suficientemente clara. No solía fijarse en sirvientes de ese tipo. Tschanz preguntó con una especie de desesperación, que hizo sentir al comisario como sobre ascuas, si Gastmann era una buena o una mala persona. "Si no nos pone en la próxima novela, será un milagro”, pensó. El escritor exhaló tal nube de humo sobre la cara de Tschanz que éste tuvo que toser. Hubo un largo silencio en la habitación, ni siquiera se oía gritar al chico.

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-Gastmann es una mala persona - dijo finalmente el escritor. -Y, sin embargo, lo visita usted a menudo, ¿sólo porque cocina bien? -preguntó Tschanz, indignado, después de un nuevo acceso de tos. -Sólo por eso. -No lo comprendo. El escritor rió. Dijo que él también era una especie de policía, pero sin poder, sin ley y sin cárcel que lo respaldaran. También era su profesión fijarse en lo que hacía la gente. Tschanz calló confuso, y Bärlach dijo: -Comprendo - y luego, después de un rato, cuando el sol moría en la ventana, prosiguió-: Mi subordinado Tschanz, con su celo exagerado, nos ha hecho entrar en un desfiladero, del que no sé si podré salir sin dejar jirones de piel. Pero la juventud también tiene algo bueno, y así es que gozamos de la ventaja de que un buey nos abra el camino (Tschanz se puso rojo de rabia al oír estas palabras del comisario). No nos salgamos de las preguntas y de las respuestas que se han hecho, en nombre de Dios. Tomemos la oportunidad por los cabellos. ¿Cómo se imagina usted, señor, el asunto? ¿Se puede tomar a Gastmann en consideración como posible asesino? La habitación se había oscurecido rápidamente, pero al escritor no se le había ocurrido encender la luz. Se sentó en el alféizar de la ventana, haciendo que los dos policías se sintieran como prisioneros en una cueva. -Creo que Gastmann es capaz de cualquier delito -se oyó que decía brutalmente desde la ventana una voz que no carecía de alevosía-, pero estoy convencido de que no cometió el asesinato de Schmied. -Usted conoce a Gastmann - dijo Bärlach. -Me hago un retrato de él -dijo el escritor. -Usted se hace su retrato de él -corrigió el viejo fríamente a la oscura figura que estaba delante de ellos en el marco de la ventana. -Lo que me fascina en él no es tanto su arte culinario, si bien es difícil que otra cosa me entusiasme más, sino la posibilidad de que exista una persona que realmente sea un nihilista -dijo el escritor-. Es siempre emocionante encontrarse con una frase hecha verdadera. -Es emocionante, antes que nada, escuchar a un escritor -dijo el comisario secamente. -Quizá Gastmann hizo más cosas buenas que nosotros tres juntos –prosiguió el escritor-. Cuando digo que es malo, lo digo únicamente porque

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hace el bien por capricho, porque tiene ganas, de la misma manera que lo creo capaz de hacer el mal. Nunca hará el mal para alcanzar un fin, como todos los demás, para poseer dinero, para conquistar una mujer, o ganar poder, lo hará aun cuando no tenga sentido, pues, para él, siempre hay dos posibilidades, el bien y el mal, y la casualidad decide. -Usted deduce eso como si se tratara de un problema matemático- replicó el viejo. -Y es matemático. Se podría construir su contraparte en el mal como se construye una figura geométrica como réplica de otra y estoy seguro de que en alguna parte existe una persona así; quizá usted tropiece también con él. Si se encuentra con uno, también ha de encontrarse con el otro. -Eso suena como un programa - dijo el viejo. -Bueno, es que es un programa, ¿por qué no? - dijo el escritor-. Me imagino la réplica de Gastmann como una persona que fuera un delincuente, cuya moral y cuya filosofía fueron constituidas por el mal, que él practicaría con la misma perseverancia que otros el bien. El comisario opinó que sería mejor volver a Gastmann, así lo prefería. -Como usted quiera - dijo el escritor-, volvamos a Gastmann, comisario, a este polo del mal. En él el mal no es expresión de una filosofía o de un impulso sino de su libertad: de la libertad de la Nada. -Por esa libertad no doy un céntimo – contestó el viejo. -Tampoco debe usted dar un céntimo por ella –respondió el otro-, Pero se podría dar la vida por estudiar a este hombre y a esta su libertad. -Su vida -dijo el viejo. El escritor calló. Parecía no querer decir nada, mas. -Tengo que vérmelas con un Gastmann verdadero -dijo el viejo, finalmente -. Con una persona que vive en Lamlingen, en la llanura del Tessenberg y ofrece reuniones sociales que costaron la vida a un teniente de policía. Yo necesito saber si la figura que usted me ha mostrado es la de Gastmann o lo de sus sueños. -La de nuestros sueños - dijo el escritor. El comisario permaneció en silencio. -No lo sé - concluyó el escritor, acercándose a los dos para despedirse, aunque tendiéndole la mano únicamente a Bärlach, sólo a él-.

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Nunca me preocupé por ello. Al final, es deber de la policía analizar este asunto.

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Los dos policías volvieron a su automóvil, perseguidos por el perrito blanco que les ladraba furiosamente, y Tschanz se sentó al volante. -Este escritor no me gusta nada -dijo. Bärlach arregló los pliegues del sobretodo antes de subir. El perrito se había trepado a un murete cubierto de vid y seguía ladrando. -Ahora, a casa de Gastmann - dijo Tschanz y arrancó el motor. El viejo movió la cabeza. -A Berna. Fueron bajando hacia Ligerz, por un paisaje que se les abría en tremenda profundidad. Bien separados aparecían los elementos: piedra, tierra, agua. Ellos iban por la sombra, pero el sol, hundido tras el Tessenberg, todavía iluminaba el lago, la isla, las colinas, las estribaciones de las montañas, los glaciares en el horizonte y los montones de nubes nadando en los azules mares del cielo. Abstraído contemplaba el viejo este cambiante tiempo de los primeros días del invierno. Siempre lo mismo, pensaba, por más que cambie, siempre lo mismo. Pero cuando el camino cambió de rumbo y el lago, cual escudo abovedado, quedó debajo de ellos, Tschanz detuvo el coche. -Tengo que hablar con usted, comisario –dijo agitado. -¿Qué quieres? - preguntó Bärlach, bajando la mirada por los peñascos. -Tenemos que ir a ver a Gastmann, no queda otro camino para seguir adelante, eso es lógico. Ante todo tenemos que interrogar a los sirvientes. Bärlach se recostó en el respaldo y, con su aspecto de señor encanecido y pulcro, observó al joven que estaba a su lado con la mirada tranquila de sus ojos entrecerrados. -Por Dios, Tschanz, no podemos hacer siempre lo que es lógico. Lutz no quiere que veamos a Gastmann. Ello es comprensible pues tiene que someter el asunto al fiscal federal. Esperemos su decisión. Nos las tenemos que ver con extranjeros importantes. El modo negligente de Bärlach, enardeció a Tschanz. -Esas son pamplinas - gritó -, Lutz sabotea la investigación por excesivas consideraciones políticas. Van Schwendi es su amigo y es abogado de Gastmann, entonces uno puede imaginarse el resto. Bärlach ni siquiera cambió la expresión de su rostro.

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-Es bueno que estemos solos, Tschanz. Lutz actuó quizá un poco precipitadamente, pero con buenos fundamentos. El secreto está en Schmied y no en Gastmann. Tschanz no se dejó desconcertar. -¡No tenemos más que buscar la verdad! – exclamó desesperado en dirección a las montañas de nubes que se acercaban-, ¡la verdad y nada más que la verdad de quién es el asesino de Schmied! -Tienes razón - repitió Bärlach, pero sin patetismo, más bien con frialdad-, la verdad de quién es el asesino de Schmied. El joven policía puso su mano sobre el hombro izquierdo del viejo y le miró el rostro impenetrable. - Por eso tenemos que actuar con todos los medios a nuestro alcance contra Gastmann. Una investigación tiene que ser completa. Usted dice que no se puede hacer siempre lo que es lógico, pero aquí tenemos que hacerla. No podemos saltear a Gastmann. -Gastmann no es el asesino- dijo Bärlach secamente. -Existe la posibilidad de que Gastmann haya ordenado el crimen. ¡Debemos interrogar a sus sirvientes! -replicó Tschanz. -No veo el más mínimo motivo que pudiera haber impulsado a Gastmann a asesinar a Schmied -dijo el viejo-. Tenemos que buscar al autor allí donde el hecho hubiera podido tener alguna finalidad, y esto solamente puede importarle al fiscal federal -siguió diciendo. -También el escritor cree que Gastmann es el asesino- exclamó Tschanz. -¿También tú lo crees el asesino? – preguntó Bärlach, acechando. -También yo, comisario. -Entonces tú solo - concluyó Bärlach-. El escritor sólo lo cree capaz de cualquier crimen, hay una diferencia. El escritor no dijo nada sobre los actos de Gastmann, sino solamente sobre sus actos potenciales. El otro perdió la paciencia y agarró al viejo por los hombros. -Durante años permanecí en la sombra, comisario -jadeó-. Siempre se me postergó, se me menospreció, se me utilizó como la última basura, como mandadero. -Lo admito, Tschanz - dijo Bärlach, mirando fijamente e inmóvil el rostro desesperado del joven-, durante años estuviste a la sombra de aquel que ahora fue asesinado. - ¡Sólo porque él tuvo mejor escuela!, porque sabía latín.

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-Eres injusto - contestó Bärlach -, Schmied era el mejor criminalista que he conocido nunca. -Y ahora - gritó Tschanz - que por fin tengo una oportunidad, todo ha de ser para nada, ¡mi oportunidad para ascenderse hunde en un estúpido juego diplomático! Solamente usted todavía puede cambiar esto, hable con Lutz, sólo usted puede hacer que acceda a que yo vaya a ver a Gastmann. -No, Tschanz -dijo Bärlach-, no puedo. –El otro lo sacudió como a un colegial, lo sostuvo entre sus puños, gritó: -¡Hable usted con Lutz, hable usted! Pero el viejo no se dejó ablandar. -No puede ser, Tschanz - dijo -, ya no estoy para estas cosas. Soy viejo y enfermo. Necesito mi tranquilidad. Tienes que ayudarte solo. -Está bien - dijo Tschanz soltando de pronto a Bärlach y tomando nuevamente el volante, aunque pálido como un muerto y temblando-. Entonces no, no puede usted ayudarme. Bajaron nuevamente hacia Ligerz. -¿Estuviste en Grindelwald en las vacaciones? ¿En la pensión Eiger? -preguntó el viejo. -Así es, comisario. -¿Tranquilo y no demasiado caro? -Tal como usted dice. - Bueno, Tschanz, mañana iré allá para descansar. Necesito subir alto. Me he tomado una semana de licencia por enfermedad. Tschanz no contestó en seguida. Sólo cuando doblaron por la calle que une Biel y Neuenburg comentó: -La altura no es siempre buena, comisario. Y su voz sonó como de costumbre.

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Aquella misma noche Bärlach visitó a su médico, el doctor Samuel Hungertobel, que vivía en la plaza del Oso. Las luces ya estaban encendidas y minuto a minuto caía una noche oscurísima. Bärlach contempló la plaza desde la ventana de Hungertobel, y la fluctuante marea de gente. El médico reunió sus instrumentos. Bärlach y Hungertobel se conocían desde hacía mucho tiempo, habían sido compañeros en la escuela secundaria. -El corazón está bien - dijo Hungertobel-. ¡Gracias a Dios! -¿Tienes anotaciones sobre mi caso clínico? -preguntó Bärlach. -Un cartapacio repleto - contestó el médico, e indicó un montón de papeles sobre el escritorio -. Todo sobre tu enfermedad. -¿No hablaste a nadie de mi enfermedad, Hungertobel? -preguntó el viejo. -Pero, Hans - dijo el otro anciano -, eso es secreto profesional. Abajo, en la plaza, apareció un "Mercedes" azul y se detuvo entre otros automóviles allí estacionados. Bärlach se fijó mejor. Tschanz se apeó y, con él, una muchacha de impermeable blanco, sobre el que se derramaba el cabello rubio en cascadas. -¿Alguna vez te entraron ladrones, Fritz? – preguntó el comisario. -¿Cómo se te ocurre eso? -Por nada. -Una vez encontré mi escritorio revuelto y tu historia clínica estaba encima de todo – admitió Hungertobel-. Dinero no faltaba, a pesar de que había bastante dentro del escritorio. -¿Y por qué no lo denunciaste? El médico se rascó la cabeza. -Como ya te dije, no faltaba dinero, a pesar de ello quise hacer la denuncia, pero después me olvidé. -¡Ajá! - dijo Bärlach-, lo olvidaste. Por lo menos contigo tienen suerte los ladrones - y pensó: “Así es como o supo Gastmann”. Volvió a mirar la plaza. Tschanz entraba ahora con la muchacha en el restaurante italiano. "En el día de su entierro", pensó Bärlach, y se alejó definitivamente de la ventana. Miró a Hungertobel que estaba sentado ante el escritorio, escribiendo. - ¿Cómo me encuentras? -¿Tienes dolores? El viejo le contó su ataque.

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-Eso es malo, Hans - dijo Hungertobel-, tenemos que operarte dentro de tres días. No puede ser de otra manera. -Ahora me siento tan bien como nunca. -Dentro de cuatro días tendrás otro ataque, Hans - dijo el médico-, y ése no podrás sobrevivirlo. -Tengo, entonces, todavía dos días de tiempo. Dos días, y en la mañana del tercero me operarás. El martes por la mañana. -El martes por la mañana - dijo Hungertobel. -Y, después ¿tendré un año más de vida, no es cierto, Fritz? - dijo Bärlach, y miró impenetrable como siempre a su compañero. Este se levantó de un salto y se paseó por la habitación. -¿Cómo se te ocurren esas pamplinas? -Me las dijo el que leyó mi historia clínica. -¿Eres tú el ladrón? - exclamó el médico, agitado. Bärlach movió la cabeza. -No, no soy yo. Pero, de cualquier manera, es así, Fritz: solamente un año más. -Solamente un año más- contestó Hungertobel, se sentó junto a la pared de su consultorio y miró desarmado a Bärlach, quien estaba en medio del cuarto, en un aislamiento frío, inmóvil y humilde, y ante cuya mirada perdida el médico bajó la vista.

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Cerca de las dos de la mañana, Bärlach se despertó de repente. Se había acostado temprano y había tomado un somnífero, por consejo de Hungertobel - por primera vez -, así que atribuyó su violento despertar a esas desacostumbradas precauciones. Sin embargo, creyó haber sido despertado por algún ruido. Tal como suele ocurrir cuando nos despertamos de golpe, se sentía despejado y extraordinariamente clarividente; no obstante lo cual tuvo que orientarse primero y sólo después de unos instantes, que le parecieron siglos, pudo ubicarse. No estaba en el dormitorio, como era su costumbre, sino en el escritorio. Esperaba una mala noche y había decidido leer un rato. Pero un profundo sueño debió vencerlo de golpe. Sus manos recorrieron su cuerpo: estaba vestido y sólo se había cubierto con una manta. Aguzó el oído. Algo cayó al suelo: era el libro que había estado leyendo. La oscuridad del cuarto sin ventanas era profunda, pero no total. Por la puerta abierta del dormitorio entraba una luz débil; desde allí venía el reflejo de la noche tormentosa. Escuchó el aullido del viento. Después de un rato reconoció la silueta de un estante de libros y de una silla, también el borde de la mesa, sobre la que – como pudo comprobar trabajosamente- aún estaba el revólver. De pronto sintió una corriente de aire, en el dormitorio se golpeó una ventana, luego se cerró la puerta con un violento golpe. Inmediatamente, el viejo escuchó un leve rumor proveniente del corredor. Comprendió. Alguien había abierto la puerta de calle y había entrado al corredor, sin contar, sin embargo, con la posibilidad de una corriente de aire. Bärlach se levantó y encendió la luz de la lámpara de pie. Tomó el revólver y le quitó el seguro. En ese momento, también el otro encendió la luz del corredor. Bärlach, quien vio la lamparilla encendida por la puerta entreabierta, quedó sorprendido, al no comprender el sentido de ese acto del desconocido. Lo supo cuando era demasiado tarde. Vio la silueta de un brazo y de una mano que tomaban la lamparilla, luego hubo una llamarada azul y las tinieblas. El desconocido había arrancado la lamparilla, provocando un corto circuito. Bärlach estaba en la más absoluta oscuridad. El otro había reanudado la lucha y había impuesto las condiciones: Bärlach debía luchar en la oscuridad. El viejo apretó el arma entre sus dedos y abrió la puerta del dormitorio con precauciones. Entró en el cuarto. Por las ventanas entraba una luz incierta, casi imperceptible al principio, aunque más notable al acostumbrarse la vista. Bärlach se recostó contra la pared, entre la cama y la ventana que daba al río. La

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otra ventana estaba a su derecha y daba a una casa vecina: Así permaneció de pie rodeado de espesas sombras, con la desventaja de no tener escapatoria, pero con la esperanza de no ser visto. La puerta que miraba al escritorio quedaba en la débil luz de la ventana. Tenía que ver la silueta del desconocido cuando la traspusiera. Vio brillar el delgado haz de luz de una linterna en el escritorio, deslizarse por las hileras de libros, luego sobre el piso, por el sillón, finalmente sobre el escritorio: en el haz de luz estaba el cuchillo de serpiente. Nuevamente Bärlach vio la mano frente a él, por la puerta abierta. Estaba enfundada en un guante de cuero, color castaño, se deslizó por la mesa y se cerró en torno del mango del cuchillo de serpiente. Bärlach levantó el arma y apuntó. La linterna se apagó. Sin haber logrado su propósito, el viejo bajó el revólver; esperaba. Desde su puesto podía mirar por la ventana, presentía la oscura masa del río deslizándose interminable, la ciudad amontonada al otro lado, la catedral, como una flecha pinchando el cielo y, por encima de todo, las nubes flotando. Permaneció inmóvil, esperando al enemigo que había venido a matarlo. Su mirada taladraba la incierta abertura de la puerta. Esperaba. Todo estaba tranquilo, sin vida. Entonces, el reloj del pasillo dio la hora: las tres. Escuchó. Percibía el lejano tic tac. En alguna parte, se oyó la bocina de un auto, luego pasó de largo. Gente de un bar. Una vez creyó oír una respiración, pero debió equivocarse. Así estaba de pie y en alguna parte de su casa estaba el otro y la noche entre ellos, aquella noche paciente y cruel que escondía bajo su manto la mortal serpiente, el puñal que buscaba su corazón. El viejo apenas si respiraba. Permanecía de pie, apretando el arma, sin sentir que por la nuca se deslizaba un sudor frío. Ya no pensaba en nada, ni en Gastmann, ni en Lutz, tampoco en la enfermedad que roía su cuerpo, hora tras hora, destruyendo la vida que se disponía a defender, lleno de codicia de vivir y nada más que de vivir. No era más que un ojo que penetraba la noche, sólo un oído que examinaba el menor rumor, sólo una mano que se cerraba sobre el fresco metal del arma. Finalmente percibió la presencia del asesino de manera distinta a lo que pensara: sintió sobre su mejilla una extraña frialdad, una pequeña modificación del aire. Por largo rato no supo explicárselo hasta que adivinó que la puerta que iba del dormitorio al comedor se había abierto. El extraño había desbaratado sus planes por segunda vez, había llegado al dormitorio dando un rodeo, invisible, inaudible, incontenible, con el puñal de serpiente en la mano. Bärlach supo que tenía que comenzar la batalla,

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que debía actuar primero; él, el hombre viejo y mortalmente enfermo, debía empezar la lucha por una vida que podía durar un año más, si todo iba bien y Hungertobel operaba bien. Bärlach dirigió el revólver hacia la ventana que daba al río Aare. Tiró, y luego otra vez, tres veces en total rápida y seguramente por el vidrio roto hacia el río; luego se dejó caer. Sobre él se oyó un silbido; era el puñal que ahora se balanceaba clavado en la pared. Pero el viejo había logrado lo que quería. En las otras ventanas se encendieron luces, la gente de la casa vecina se asomaba ahora por las ventanas abiertas. Muertos de miedo y confundidos, miraban la noche. Bärlach se incorporó. La luz de la casa vecina iluminó el dormitorio. Confusamente, alcanzó a ver la sombra de una imagen en la puerta del comedor, luego se golpeó la puerta de calle, más tarde, la puerta de la biblioteca y la del comedor, por efecto de la corriente de aire; un golpe tras otro, la ventana también se golpeó, luego reinó el silencio. La gente de la casa vecina todavía miraba fijamente la noche. El viejo no se movió de su pared, el arma todavía en la mano. Estaba allí, inmóvil, como si no sintiera ya el paso del tiempo. La gente se retiró, las luces se apagaron. Bärlach permaneció de pie junto a la pared, en la oscuridad, confundido con ella, solo en la casa.

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Después de una media hora fue al pasillo y buscó su linterna. Telefoneó a Tschanz para que viniera. Luego cambió los tapones quemados por otros nuevos y la luz se hizo nuevamente. Bärlach se sentó en su sillón y escuchó los ruidos de la noche. Un automóvil se acercó y frenó delante de la casa. Nuevamente oyó abrirse la puerta de calle, nuevamente se oyeron unos pasos. Tschanz entró en la habitación. -Alguien trató de matarme - dijo el comisario. Tschanz estaba pálido. No llevaba sombrero y el cabello revuelto le colgaba sobre la frente. Debajo del sobretodo asomaba el pijama. Se dirigieron juntos al dormitorio. Tschanz retiró trabajosamente el puñal de la pared pues había penetrado profundamente en la madera. -¿Con esto? - preguntó. -Con eso, Tschanz. El joven policía observó el vidrio astillado. -¿Usted tiró sobre la ventana, comisario?- preguntó sorprendido. Bärlach le contó todo. -Es lo mejor que pudo hacer - murmuró el otro. Fueron al corredor y Tschanz levantó la lamparilla del suelo. -Inteligente - comentó, no sin admiración, y volvió a dejarla. Luego volvieron al escritorio. El viejo se tendió sobre el diván, se cubrió con la manta y se quedó allí, desamparado, repentinamente viejísimo y. desmoronado. Tschanz seguía sosteniendo el puñal de serpiente en la mano. Preguntó: -¿No pudo reconocer al intruso? -No. Fue cuidadoso y se retiró rápidamente. Sólo pude ver una vez que llevaba guantes de cuero color castaño. -Eso es poco. -Eso es nada. Pero si bien no pude verlo, y apenas si pude oír su respiración yo sé quién era. ¡Lo sé, lo sé…! Todo esto lo dijo el viejo en voz casi inaudible. Tschanz sopesó en su mano el puñal y miró esa figura gris, yacente, ese hombre viejo y cansado, esas manos que pendían a los lados del frágil cuerpo, como flores marchitas al lado de un muerto. Luego vio los ojos de Bärlach, que, tranquilos, impenetrables y claros, lo observaban. Tschanz colocó el puñal sobre el escritorio.

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-Mañana debe irse usted a Grindelwald, está enfermo. ¿O prefiere no irse? Quizá no sea lo indicado..., la altura. Allí es invierno, ahora. -Sí, me voy. -Entonces debe dormir un poco. ¿Quiere que me quede de guardia con usted? -No, puedes irte, Tschanz - dijo el comisario. -Buenas noches -dijo Tschanz y salió lentamente. El viejo no contestó, parecía estar ya dormido. Tschanz abrió la puerta de calle, salió, y volvió a cerrarla. Lentamente caminó los pocos pasos que lo separaban de la calle y también cerró la verja del jardín que estaba abierta. Se volvió enfrentando la casa. Todavía era noche cerrada. Todas las cosas estaban perdidas en la oscuridad, también las casas vecinas. Sólo muy arriba ardía un farol de la calle, un estrella perdida en medio de las tinieblas, llena de tristeza, llena del rumor del río. Tschanz estaba allí y, repentinamente, lanzó una maldición en voz baja. Su pie volvió a abrir la verja y con paso decidido cruzó el jardín hasta la puerta de la casa, volviendo sobre sus pasos. Empuñó el picaporte y apretó. Pero ahora la puerta estaba cerrada con llave. Bärlach se levantó a las seis sin haber dormido. Era domingo. Se lavó y se cambió de ropas. Telefoneó a un taxi; quería comer en el salón comedor. Tomó el abrigo y abandonó la casa. Salió a la mañana gris. Pero no llevaba valija consigo. El cielo estaba claro. Un estudiante fracasado pasó vacilante, oliendo a cerveza, saludó. "Es Blaser", pensó Bärlach, "ya lo bocharon por segunda vez en el Physikum(1), pobre tipo. Entonces se comienza a beber." Llegó el taxi y se detuvo. Era un coche grande, americano. El chófer llevaba el cuello subido, Bärlach apenas si pudo verle los ojos. El chófer le abrió la portezuela. -Estación - dijo Bärlach, y subió. El coche se puso en movimiento. -Bueno - dijo una voz a su lado -, ¿cómo estás? ¿Dormiste bien? Bärlach volvió la cabeza. En el otro rincón estaba Gastmann. Llevaba un impermeable claro y tenía cruzados los brazos. Llevaba puestos unos guantes de cuero de color castaño. Sentado allí parecía un aldeano viejo y

(1) Physikum: Examen que se rinde en las universidades europeas al promediar la carrera. La segunda reprobación

inhabita al estudiante para proseguir sus estudios en la misma universidad. Puede intentarlo una vez más en otra (N. de

la T.)

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burlón. El chófer volvió la cara y sonrió irónicamente. Ya no tenía el cuello subido, era uno de los sirvientes. Bärlach comprendió que había caído en una trampa. -¿Qué es lo que quieres otra vez de mí? –preguntó el viejo. -Todavía me sigues rastreando. Estuviste en casa del escritor -dijo el otro desde su rincón, y su voz sonó amenazante. -Es mi profesión. El otro no dejaba de mirarlo. -Todos los que se ocuparon de mí perecieron, Bärlach. El de adelante subía con velocidad diabólica por el Aargauerstalden. -Todavía estoy con vida y siempre me he ocupado de ti -contestó el comisario, serenamente. Callaron los dos. El chófer conducía a gran velocidad hacia la plaza Viktoria. Un viejo cruzaba renqueando la calle y pudo salvarse a duras penas. -Tengan cuidado - dijo Bärlach, disgustado. -Más rápido - exclamó Gastmann cortante, y contempló burlón al viejo -. Amo la velocidad de las máquinas. El comisario se estremeció. No le gustaba la sensación de dejar un vacío tras de sí. Pasaron volando por el puente, al lado de un tranvía, y, por encima de la cinta plateada del río, se acercaron como una flecha a la ciudad, que se les abría gustosa. Las calles todavía estaban solitarias, el cielo sobre la ciudad, vidrioso. -Te aconsejo que abandones el juego. Sería hora que admitieras tu derrota -dijo Gastmann, y cargó su pipa. El viejo miró las oscuras bóvedas de fronda que pasaban, las figuras espectrales de dos policías que estaban de pie delante de la librería de Lang. "Greissbühler y Zumsteg", pensó; "debería pagarle por fin a Fontane." -Nuestro juego - contestó finalmente – no podemos darlo por terminado. Tú te hiciste culpable, Gastmann, en aquella noche de Turquía, porque ofreciste la apuesta y yo porque la acepté. Pasaron por delante de la casa de gobierno. -¿Todavía crees que yo maté a Schmied? –preguntó el otro. -Ni por un momento lo creí -y prosiguió, enseguida, mirando indiferente cómo el otro encendía la pipa:

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-No me ha sido posible hacerte condenar por los delitos que cometiste, pero ahora he de hacerte condenar por uno que no cometiste. Gastmann examinó al comisario. -No había pensado en esa posibilidad- dijo -. Tendré que tener cuidado. El comisario calló. -Quizás eres un tipo más peligroso de lo que imaginaba, viejo - opinó Gastmann desde su rincón, pensativo. El coche se detuvo. Estaban en la estación. - Es la última vez que hablo contigo, Bärlach -dijo Gastmann -; la próxima vez te mataré, en el supuesto caso de que sobrevivas a tu operación. -Te equivocas - dijo Bärlach, de pie en la plaza, viejo y con un poco de frío -, tú no has de matarme. Soy el único que te conoce y por eso soy el único que puedo condenarte. Yo te he condenado, Gastmann, te he condenado a muerte. No sobrevivirás al día de hoy. El verdugo que he elegido ha de visitarte hoy. El ha de matarte, porque eso es lo que hay que hacer, en nombre de Dios. Gastmann se estremeció y miró fijamente y sorprendido al viejo, pero éste entró en la estación, las manos hundidas en el sobretodo, sin volverse. El oscuro edificio se llenaba lentamente de gente. -¡Estúpido! - gritó Gastmann de repente, tras el comisario, en voz tan alta que algunos transeúntes se dieron vuelta -. ¡Estúpido! Pero Bärlach ya se había ido.

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El día que se iniciaba era brillante. El sol, una bola sin mácula, proyectaba sombras largas y duras, que luego iba enrollando y acortando lentamente. La ciudad estaba allí como una caracola blanca, absorbiendo la luz, tragándola en sus calles, para volver a escupirla de noche en sus mil luces; un monstruo que siempre pare nuevos seres y entierra a los ya descompuestos. La mañana se hacía cada vez más brillante, un escudo luminoso sobre el sonido de las campanas, extinguiéndose; Tschanz esperó, una hora entera, pálido en la luz que se refractaba en las paredes. Se paseaba inquieto en las arcadas de la catedral y también miró las figuras de las fuentes, de cuyas bocas brotaba agua, muecas salvajes que miraban fijamente el empedrado iluminado por el sol. Por fin se abrieron los portales. Había mucha gente, había predicado Luthi, pero en seguida distinguió el impermeable blanco. Ana acudió a su encuentro. Dijo que se alegraba de vedo y le dio la mano. Siguieron por la calle Kessler, en medio del enjambre de personas que salían de la iglesia, rodeados de ancianos y jóvenes, aquí un profesor, allá una panadera endomingada, más allá dos estudiantes con una chica, algunas docenas de empleados, maestros, todos limpios, todos lavados, todos hambrientos, todos contentos por la comida dominical. Llegaron a la plaza del Casino, la cruzaron y bajaron al Marzili. En medio del puente se detuvieron. -Señorita Ana - dijo Tschanz -, hoy desenmascararé al asesino de Ulrico. -Y, ¿sabe usted quién es? - preguntó ella, sorprendida. La miró. Allí estaba ante él, pálida y delgada. -Creo saberlo- dijo -. Cuando lo haya desenmascarado -vaciló un poco antes de preguntar-, ¿quiere ser mi novia? Ana no contestó en seguida. Se arrebujó en su abrigo como si tuviera frío. Una leve brisa se levantó y enmarañó su cabellera rubia; luego dijo: -Así ha de ser. Se dieron la mano y Ana fue a la otra orilla. El la siguió con la vista. Su abrigo blanco brillaba entre los troncos de los abedules, se perdía entre los paseantes, aparecía nuevamente; por fin desapareció. El fue a la estación donde había dejado el auto. Se dirigió a Ligerz. Era cerca de mediodía cuando llegó, pues había andado despacio, parando algunas veces; caminó fumando por los campos, volvió al coche, siguió. Se detuvo delante de la estación de Ligerz y subió por la escalera de la

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iglesia. Reinaba gran tranquilidad. El lago era de un azul profundo, las vides perdían el follaje, y la tierra entre ellas, era parda y liviana. Pero Tschanz no veía nada ni se preocupaba de nada. Ascendía regular e inconteniblemente, sin volverse, ni detenerse. El camino era escarpado, montaña arriba, marginado de paredes blancas. Uno a uno dejaba atrás los viñedos. Tschanz subió cada vez más alto, tranquilo, lento, firme, con la mano derecha en d bolsillo del abrigo. Algunas veces, una lagartija cruzaba su camino, algún águila ratonera levantaba vuelo, el campo temblaba en el sol como si fuera verano; él subía incesantemente. Más tarde, penetró en el bosque, abandonando los viñedos. Se hizo más fresco. Entre los troncos relucían los peñascos blancos, jurásicos. El seguía subiendo, siempre con el mismo paso, adelantando camino con el mismo ritmo, hasta penetrar en los campos. Eran campos de labranza y de pastoreo. El camino ascendía en pendiente más suave. Pasó por un cementerio, un rectángulo rodeado por una pared gris y con el portón abierto de par en par. Mujeres vestidas de negro transitaban por los caminos interiores y un viejo encorvado se quedó mirando al que pasaba, siempre adelante, con la mano derecha en el bolsillo del abrigo. Llegó a Preles, -pasó por delante del hotel Baren y se dirigió hacia Lamboing. El aire de la meseta estaba inmóvil y sin vapor. Los objetos, hasta los más alejados, se recortaban con extraordinaria nitidez. Sólo la cresta del Chasseral estaba cubierta de nieve, lo demás era de un suave color castaño, interrumpido por el blanco de las paredes, el rojo de los techos y las negras cintas de los labrantíos. Acompasadamente Tschanz seguía caminando. El sol le daba en la espalda y arrojaba su sombra delante de él. El camino bajaba ahora y él se dirigió hacia el aserradero; ahora el sol le daba de costado. Siguió andando sin pensar, sin ver, impulsado por un deseo, dominado por una pasión. Un perro ladró en alguna parte, luego se acercó y olfateó al que avanzaba, para alejarse nuevamente, Tschanz siguió, siempre caminando por el lado derecho del camino, un paso después de otro, ni más rápido, ni más despacio, rumbo a la casa que ahora aparecía en medio de los campos, enmarcada por los álamos pelados. Abandonó el camino y caminó a campo traviesa. Sus zapatos se hundieron en la tierra caliente de un campo arado; siguió caminando. Llegó al portón. Estaba abierto y entró. En el patio había un automóvil americano. Tschanz no se fijó en él. Fue a la

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puerta de entrada. También estaba abierta. Penetró en un vestíbulo, abrió una segunda puerta y entró en un salón que ocupaba la planta baja. Se detuvo. Por las ventanas, frente a él, entraba viva luz. Delante de él, a cinco pasos de distancia, estaba Gastmann y, a su lado, gigantescos, los sirvientes, inmóviles y amenazantes, dos carniceros. Los tres llevaban abrigos, había valijas amontonadas a su lado, estaban dispuestos para partir. Tschanz se detuvo. -Así que es usted -dijo Gastmann, y miró algo sorprendido el rostro pálido y tranquilo del policía y, detrás de él, la puerta aún abierta. Después empezó a reír. -¡Esto es lo que quiso decir el viejo! ¡Nada tosco, no deja de ser hábil! Los ojos de Gastmann estaban muy abiertos y una alegría fantasmal brillaba en ellos. Tranquilo, sin decir una palabra y casi pausadamente, uno de los guardaespaldas extrajo un revólver del bolsillo y disparó. Tschanz sintió un golpe en el hombro izquierdo, arrancó su diestra del bolsillo y se arrojó a un costado. Luego disparó tres veces sobre la risa de Gastmann que parecía retumbar como en un gran salón vacío.

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Informados telefónicamente por Tschanz, llegaron Charnel desde Lamboing, Clenin desde Twann y, de Biel, el retén de urgencia. Tschanz yacía sangrando al lado de los tres cadáveres; un segundo tiro lo había alcanzado en el antebrazo izquierdo. El encuentro debió ser corto, pero cada uno de los tres muertos había disparado. Cada uno tenía un revólver y uno de los sirvientes mantenía el suyo fuertemente aferrado. Lo que había ocurrido después de la llegada de Charnel no podía precisarlo Tschanz. Mientras el médico de Neuveville lo vendaba, se desvaneció dos veces. Pero las heridas resultaron poco peligrosas. Más tarde, acudieron habitantes del pueblo, aldeanos, trabajadores, mujeres. El patio estaba repleto y la policía puso vallas. Una muchacha consiguió, no obstante ello, entrar eh el salón, donde se arrojó sobre Gastmann gritando. Era la camarera, la novia de Charnel. Este estaba a su lado, rojo de ira. Luego llevaron a Tschanz al coche, pasando entre los aldeamos. -Allí yacen los tres –dijo Lutz por la mañana siguiente; indicando los muertos, pero su voz no sonaba triunfante sino más bien triste y cansada. Van Schwendi asintió consternado. El coronel había ido a Biel con Lutz, por encargo de sus clientes. Había penetrado en el recinto donde estaban los cadáveres. Por una pequeña ventana enrejada entraba un inclinado haz de luz. Ambos estaban allí de pie, con los sobretodos puestos, pero con frío. Lutz tenía los ojos irritados. Toda la noche había estado ocupado con los diarios de Gastmann, con documentos escritos en taquigrafía, de difícil lectura. Lutz metió sus manos profundamente en los bolsillos. Empezó a hablar nuevamente en voz baja: -Los seres humanos organizamos Estados por temor los unos de los otros, von Schwendi, nos rodeamos de guardianes de todas clases, de policía, de soldados, de una opinión pública: pero, ¿de qué nos sirve? La cara de Lutz se distendió en una mueca, los ojos saltones, y rió con una risa hueca y quejosa en medio del recinto pobre y vado que los rodeaba. -Un cabezahueca al frente de una gran potencia, consejero, y ya nos vemos arrastrados, un Gastmann, y ya nuestros cerrojos están rotos, los centinelas vencidos. Von Schwendi comprendió que lo mejor era volver al juez de instrucción al terreno de las realidades, pero no sabía cómo hacerlo. Finalmente arriesgo:

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-Nuestros círculos se ven aprovechados por toda clase de gente. Es violento, muy violento. -Nadie lo sospechaba- lo tranquilizó Lutz. -¿Schmied?- preguntó el consejero nacional, contento de haber dado en la palabra clave. -Hemos encontrado en casa de Gastmann una carpeta que pertenecía a Schmied. Contenía datos sobre la vida de Gastmann y suposiciones sobre sus delitos. Schmied trataba de desenmascarar a Gastmann. Lo hacía por su cuenta. Un error que pagó caro; pues quedó demostrado que Gastmann también mandó matar a Schmied. Debió haber sido asesinado con el arma que uno de los sirvientes tenía en la mano cuando Tschanz lo mató. El peritaje lo confirmó en seguida. También la causa de su muerte es clara: Gastmann temía ser descubierto por Schmied. Debió comunicárselo. Pero era joven y ambicioso. Bärlach entró en la cámara mortuoria. Cuando Lutz vio al viejo se puso melancólico y escondió nuevamente las manos en los bolsillos. -y bien, comisario - dijo, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a la: otra-, es bueno que nos encontremos aquí. Usted ha regresado a tiempo de su licencia y tampoco yo he llegado demasiado tarde con mi consejero nacional. Los muertos están servidos. Nos hemos peleado mucho, Bärlach; yo estaba por una policía científica, con todos los elementos; me hubiera gustado dotarla con la bomba atómica, y usted, comisario, estaba por algo más humano, una especie de Guardia Civil de rectos abuelos. Enterremos la disputa. No teníamos razón. Ninguno de los dos. Tschanz nos ha refutado muy poco científicamente, con su revólver. No quiero saber cómo. Bueno, fue en defensa propia, tenemos que creerle y podemos creerle. La presa valía la pena, los difuntos merecían mil veces la muerte, como se dice vulgarmente. Si hubiera sido por la ciencia, estaríamos olfateando ahora a los diplomáticos extranjeros. Tendré que ascender a Tschanz. Pero aquí estamos los dos, como asnos. El asunto Schmied está terminado. Lutz bajó la cabeza, confundido por el misterioso silencio del viejo; se hundió en sí mismo, volvió a ser de repente el funcionario correcto y cuidadoso, carraspeó y se sonrojó al advertir al confundido von Schwendi. Luego, acompañado por el coronel, se marchó lentamente hacia la oscuridad de algún corredor y dejó a Bärlach solo. Los cadáveres estaban sobre camillas, cubiertos con paños negros. El estuco se desprendía de las

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paredes grises. Bärlach se acercó a la camilla del medio y descubrió al muerto. Era Gastmann. Bärlach permaneció ligeramente inclinado, sosteniendo todavía el paño negro con la mano izquierda. En silencio, contempló el rostro cerúleo del muerto, el gesto todavía jovial de los labios, pero las órbitas eran ahora más profundas y ya nada terrible se agazapaba en aquellos abismos. Así se, encontraron por última vez, el cazador y la presa que ahora yacía liquidada a sus pies. Bärlach barruntaba que la vida de ambos estaba terminada y una vez más su mirada volvió al pasado, su espíritu volvió a transitar el laberinto que fueron las dos vidas. Ahora no quedaba entre ellos más que la inconmensurabilidad de la muerte, un juez cuya sentencia es el silencio. Bärlach todavía permanecía inclinado y la lívida luz de la celda bañaba su rostro, sus manos, y también al difunto; igual para los dos, creada para ambos, reconciliándolos. El silencio de la muerte cayó sobre él, se metió dentro de él, pero no le dio paz como a los otros. Los muertos siempre tienen razón. Lentamente, Bärlach cubrió la cara de Gastmann. Era la última vez que lo veía. De ahora en adelante, su enemigo pertenecía a la tumba. Un solo pensamiento lo había dominado durante años: aniquilar a aquel que ahora yacía a sus pies en el recinto gris y vacío, cubierto de pedacitos de yeso como si fuera nieve muy fina. No le había quedado al viejo más que un cansado ademán de cubrir, un humilde ruego de olvido, la única gracia que puede suavizar un corazón consumido por un fuego voraz.

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Luego, aquel mismo día a las ocho en punto, llegó Tschanz a casa del viejo, en Altenberg, citado urgentemente para esa hora. Una sirvienta joven, con delantal blanco, le abrió la puerta para su sorpresa, y cuando llegó al pasillo oyó el burbujeo y gorgoteo de comidas y agua, el tintineo de vajilla. La sirvienta le quitó el sobretodo de los hombros. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. A pesar de ello, había venido en el coche. La muchacha le abrió la puerta que conducía al comedor y Tschanz quedó alelado: la mesa engalanada, estaba puesta para dos. En un candelabro ardían las velas y en uno de los extremos de la mesa, sentado en un sillón, iluminado por la rojiza y serena luz de las llamas, como un cuadro imperturbable de la tranquilidad, estaba Bärlach. -Toma asiento, Tschanz - exclamó el viejo al ver a su huésped, señalando un segundo sillón que había sido arrimado a la mesa. Tschanz se sentó, atontado. -No sabía que venía a una comida – dijo finalmente. -Tenemos que celebrar tu triunfo - contestó el viejo, ladeando un poco el candelabro para poder mirarlo de lleno a la cara. Luego golpeó las manos. La puerta se abrió y apareció una mujer esbelta, bastante rellena, trayendo una fuente repleta hasta el borde de sardinas, cangrejos, ensaladas de pepinos, tomates, arvejas, ocupada con montañas de mayonesa y huevos; en el medio había fiambres, ave y salmón. El viejo se sirvió de todo. Tschanz, quien veía la gigantesca porción que el enfermo del estómago apilaba, sólo se hizo servir un poco de ensalada de papas, de puro sorprendido. -¿Qué beberemos?- dijo Bärlach-. ¿Vino de Ligerz? -Bueno, vino de Ligerz - contestó Tschanz, como soñando. La sirvienta entró y llenó las copas. Bärlach empezó a comer, tomó pan y devoró el salmón, las sardinas, la carne roja de los cangrejos, el fiambre, las ensaladas, la mayonesa y el asado frío; golpeó las manos y pidió que le sirvieran nuevamente. Tschanz, como entumecido, todavía no había terminado con su ensalada de papas. Bärlach se hizo llenar la copa por tercera vez. -Ahora los pasteles y el vino tinto de Neuenburg -exclamó. Los platos fueron cambiados. Bärlach se sirvió tres pasteles rellenos de hígado de ganso, carne de cerdo y trufas.

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-Usted está enfermo, comisario -dijo finalmente Tschanz, vacilante. -Hoy no, Tschanz, hoy no. ¡Festejo el haber desenmascarado, finalmente, al asesino de Schmied! -Tomó el resto del segundo vaso de vino tinto y comenzó a comer el tercer pastel; comía sin pausas, devorando ávidamente los alimentos terrenos, moliéndolos entre las mandíbulas, como un demonio que saciara un hambre infinita. Sobre la pared se dibujaba, dos veces más grande, su imagen en sombras salvajes, los enérgicos movimientos de los brazos, la inclinación de la cabeza, como la danza de un victorioso jefe negro. Tschanz contemplaba, lleno de espanto, el lúgubre espectáculo que brindaba el enfermo. Permanecía sentado, inmóvil, sin comer, sin probar ni el más pequeño bocado, sin siquiera mojar los labios en la copa. Bärlach se hizo traer costillas de ternera, arroz, papas fritas y ensalada de lechuga; para beber, champaña. Tschanz temblaba. -Usted finge -jadeó -. ¡Usted no está enfermo! El otro no contestó en seguida. Primero se rió, luego se ocupó de la ensalada, gozando cada una de las hojas por separado. Tschanz no se atrevió a preguntar por segunda vez al horroroso viejo. -Sí, Tschanz -dijo Bärlach finalmente; y sus ojos refulgían salvajemente -, he fingido, nunca estuve enfermo -y empujó un pedazo de carne dentro de la boca, y siguió comiendo interminablemente, insaciable. Entonces Tschanz se dio cuenta de que había caído en una trampa sutil, cuya puerta se cerraba tras él, en ese instante. Un sudor frío brotó de sus poros. El espanto lo atenaceaba con brazos cada vez más fuertes. El reconocimiento de su situación llegó demasiado tarde; ya no le quedaba salvación posible. -Usted lo sabe, comisario - dijo en voz baja. -Si, Tschanz, lo sé -: dijo Bärlach firme, y serenamente, pero sin levantar la voz, como si hablara de algo indiferente -. Tú eres el asesino de Schmied-, luego tomó la copa de champaña y la vació de un trago. -Siempre sospeché que usted lo sabía- gimió el otro, casi en forma inaudible. El viejo no se inmutó. Era como si no le interesara nada más que aquel comer. Despiadadamente, volvió a llenarse el plato de arroz, derramó salsa por encima y colocó una costeleta de ternera arriba.

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Nuevamente trató de salvarse Tschanz, de defenderse del diabólico comensal. -La bala provenía del revólver que se le encontró al sirviente -explicó tercamente. Pero su voz sonaba insegura. Por los ojos apretados de Bärlach pasó un relámpago de desprecio. -Pamplinas, Tschanz. Sabes muy bien que era tu revólver el que el sirviente tenía en la mano cuando lo encontraron. Tú mismo se lo pusiste entre los dedos cuando ya estaba muerto. Sólo el descubrimiento de que Gastmann era un delincuente impidió ver tu juego. -Eso no podrá demostrármelo jamás - se defendió Tschanz, desesperado. El viejo se irguió en su asiento, ya no estaba enfermo ni consumido, sino poderoso y serenó, encarnación de una superioridad sobrehumana, un tigre que juega con su víctima; se tomó el resto de champaña. Luego se hizo servir queso por las servidoras que interminablemente iban y venían; para acompañado comió rabanitos, pepinos en vinagre y cebollitas encurtidas. Seguía ingiriendo siempre nuevos alimentos, como si probara sólo una vez más, la última, lo que la Tierra brinda a los seres humanos. -¿Todavía no lo comprendiste, Tschanz –dijo por fin-, que me demostraste tu delito hace mucho ya? El revólver es tuyo; porque el perro de Gastmann, al que mataste para salvarme, fue muerto por una bala que procedía del mismo revólver que dio muerte a Schmied: el tuyo. Tú mismo aportaste las pruebas que yo necesitaba. Te vendiste cuando me salvaste la vida. -¡Cuando yo le salvé la vida! Por eso no encontré luego a la bestia - contestó Tschanz, mecánicamente -. ¿Sabía usted que Gastmann poseía un perro de presa? -Sí. Me había envuelto el brazo izquierdo en una manta. -Entonces me tendió también allí una trampa -dijo el asesino, casi sin voz. -También allí. Pero la primera prueba me la diste cuando el viernes por la noche fuiste conmigo a Ligerz pasando por Ins y me representaste la comedia del "Caronte azul". Schmied había ido el miércoles por Zollikofen, eso, lo sabía pues esa noche paró en el garaje de Lyss. -¿Cómo pudo usted averiguarlo?-preguntó Tschanz. -Simplemente,- telefoneé. Quien aquella noche pasó por Ins y Erlach fue el asesino: tú Tschanz. Tú venías de Grindelwald. La pensión Eiger

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posee también un "Mercedes" azul. Desde hacía semanas venías observando a Schmied, habías espiado cada uno de sus pasos, celoso de su capacidad, de su éxito, de su cultura, de su chica. Tú sabías que se ocupaba de Gastmann, hasta sabías cuándo lo visitaba, pero no sabías por qué. Entonces fue cuando, casualmente, encontraste sobre su escritorio la carpeta con los documentos. Determinaste hacerte cargo del caso y matar a Schmied para tener éxito alguna vez. Pensabas, acertadamente, que resultaría fácil cargarle una muerte a Gastmann. Cuando en Grindelwald viste el "Mercedes" azul, supiste la solución. Alquilaste el coche por la noche del miércoles al jueves. Yo fui a Grindelwald para cerciorarme. Lo demás es fácil: fuiste por Ligerz hasta Schernelz y dejaste el coche en el bosque de Twannbach, cruzaste el bosque por un atajo del barranco, con lo que llegaste al camino que une Twann con Lamboing. Cerca de los peñascos esperaste a Schmied, te reconoció, y paró, sorprendido. Abrió la, puerta y entonces tu lo mataste. Tú mismo me lo contaste. Ahora tienes lo que tanto deseabas: su éxito, su puesto, su coche y su amiga. Tschanz escuchaba al inexorable jugador de ajedrez que le había dado jaque mate y que ahora concluía su horrorosa cena. Las velas ardían inquietas y su luz flameaba sobre el rostro de los dos hombres; las sombras se espesaban. Reinaba un silencio mortal en aquel infierno nocturno; las sirvientas ya no venían. El viejo estaba inmóvil, ni siquiera parecía respirar, la luz flameante lo envolvía con renovadas olas de rojo fuego, que se quebraban en el hielo de su frente y de su alma. -Usted jugó conmigo - dijo Tschanz, lentamente. -He jugado contigo -contestó Bärlach con terrible seriedad-. No podía hacer de otro modo. Tú me habías matado a Schmied y entonces tenía que tomarte a ti. -Para matar a Gastmann -completó Tschanz, quien comprendió de golpe toda la verdad. -Tú lo has dicho. He empleado la mitad de mi vida para desenmascarara Gastmann y Schmied era mi última esperanza. Yo lo azucé sobre el diablo en persona, un animal noble contra una bestia salvaje. Pero entonces viniste tú, Tschanz, con tus ridículos y delictivos celos y me destruiste mi única oportunidad. Entonces te tomé a ti, al asesino, y te convertí en mi más terrible arma, pues te perseguía la desesperación, el asesino tenía que encontrar otro asesino. Yo convertí mi meta en tu meta.

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-Fue el infierno - dijo Tschanz. -Para los dos fue el infierno - prosiguió el viejo con horrible calma -, La intervención de von Schwendi te llevó al colmo de la desesperación: tenías que descubrir de alguna manera a Gastmann, como asesino; cualquier desviación de la pista que indicaba a Gastmann podía conducir a la tuya. Sólo podía salvarte la carpeta de Schmied. Sabías que estaba en mi poder, pero no sabías que Gastmann me la había quitado. Por eso me asaltaste en la noche del sábado al domingo. También te inquietaba que me fuera a Grindelwald. -¿Usted sabía que fui yo quien lo asaltó? –dijo Tschanz, casi sin voz. -Lo supe desde el primer momento. Todo lo que hice sucedió con la intención de llevarte al colmo de la desesperación. Cuando tu desesperación llegó al máximo, fuiste a Lamboing para buscar de alguna manera una decisión. -Uno de los sirvientes de Gastmann tiró primero -dijo Tschanz. -El domingo por la mañana le dije a Gastmann que mandaría a alguien a matarlo. Tschanz se tambaleó. Sintió un escalofrío. -¡Entonces usted nos azuzó a Gastmann y a mí como a animales! -Bestia contra bestia -oyó decir inexorablemente desde el otro sillón. -Entonces usted fue el juez y yo el verdugo -jadeó el otro. -Así es -contestó el viejo. -¡Y yo, que solamente realizaba sus deseos, quisiera o no, soy ahora un delincuente, un ser al que se ha de perseguir! Tschanz se levantó, se afirmó con el brazo derecho sano sobre la mesa. Sólo una vela ardía aún. Tschanz trataba de reconocer, con ojos ardientes, los contornos del viejo, en medio de la oscuridad, pero sólo vio una sombra irreal y negra. Tanteando, inseguro, hizo un movimiento hacia el bolsillo de la chaqueta. -Deja eso - oyó que decía el viejo -, no tiene sentido; Lutz sabe que estás conmigo y las mujeres están todavía en la casa. -Sí, no tiene sentido - contestó Tschanz en voz queda. -El caso Schmied está terminado - dijo el viejo a través de la oscuridad del recinto -. No te voy a descubrir. Pero, ¡vete! Vete a alguna parte. No quiero verte nunca más. Es suficiente con que haya juzgado a uno. ¡Vete! ¡Vete!

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Tschanz bajó la cabeza y salió lentamente, confundido con la noche. Cuando la puerta se cerró y poco después se oyó partir un auto afuera, la vela se apagó, bañando por última vez con la luz chillona de la llama al viejo que había cerrado los ojos. Bärlach permaneció toda la noche sentado en el sillón, sin alzar la mirada, sin levantarse. La monstruosa, ávida ansia de vivir que una vez más había llameado poderosa en él, se consumía, amenazaba con extinguirse. El viejo había ensayado una vez más un temerario juego, pero sobre un punto le había mentido a Tschanz. Por la mañana, cuando Lutz se precipitó en la habitación informando acongojado que Tschanz había muerto al ser embestido su coche por el tren entre Twann y Ligerz, encontró al comisario mortalmente enfermo. Penosamente, ordenó el viejo que se comunicara a Hungertobel que hoy era martes, que hoy había que. operarlo. -Nada más que un año más - oyó Lutz que decía el viejo, mirando fijamente la mañana de cristal-. Nada más que un año.

FIN

Terminóse de imprimir el día 17 de julio de 1962, en los Talleres Gráficos de la Compañía General Fabril Pittanciera S. A.

Iriarte 2035, Buenos Aires