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Fundación. Revista en Línea, núm. 11

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Revista de la comunidad de escritores jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas.

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Jorge Gutiérrez Reyna, José Miguel Barajas: Octavio Paz // Alejandro Arteaga: Gabriel García Márquez // Nayeli García: José Revueltas // Vicente Alfonso: Federico Campbell // Ramón Castillo: Emmanuel Carballo // Jesús Francisco Conde: José Emilio Pacheco // Daniel Orizaga: Andrés Caicedo // Patricia Arredondo: Elegía // Arturo Loera: Dinosaurio // Leonardo Teja: Efecto Coriolis // Javier Márquez: Los ojos de la reina // Ingrid Solana: Retrato involuntario, de Marina Azahua // Giorgio Lavezzaro: De cómo fluye el alma, de Frédéric-Yves Jeannet y Vicente Gandía // Rodrigo García Bonillas: Roger Casement // Ana Laura Magis: Gelimer

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Fundación. Revista en línea de la #ComunidadFLMNueva época, número 11, marzo - mayo de 2014Consejo editorial: Antonio Deltoro ∫ Eduardo Langagne ∫ David Olguín ∫ Vicente Quirarte ∫ Bernardo Ruiz Editor: Pablo MolinetFundación para las Letras Mexicanasflm.mx | Liverpool 16, colonia Juárez. Ciudad de México

contenido

José Miguel Barajas: Octavio Paz y Stéphane Mallarmé [ir]

Nayeli García: José Revueltasy la utopía de su literatura [ir]

Ramón Castillo: Emmanuel Carballo,deportista extremo [ir]

Daniel Orizaga: Andrés Caicedo,el mito del escritor joven [ir]

Jorge Gutiérrez Reyna: Octavio Paz y sor Juana Inés de la Cruz [ir]

Alejandro Arteaga: El otoño del patriarca.La dictadura del autor [ir]

Vicente Alfonso: La composición de lugarde Federico Campbell [ir]

Jesús Francisco Conde: En la muertede José Emilio Pacheco [ir]

Portada: Ana Laura Magis Weinberg

NUEVA COLUMNA Bitácora del extravío, de Sigifredo Esquivel [ir]

Todas las imágenes de Flickr se utilizan bajo licen cias de Creative Commons; las del Metropolitan Museum of Art son de acceso abierto (Open Access for Scholarly Content, OASC). Imágenes tomadas de otros sitios web son de dominio público.

CuARTO De eNSAYO

eSCRITOR CON CÁMARA

ReSeÑAS

Ana Laura Magis: Los mismos ojos,la misma tarde (tras las la huellade Paz en los recuerdos de mi abuela) [ir]

Ingrid Solana: Retrato involuntario [ir]Giorgio Lavezzaro: De cómo fluye el alma [ir]

Javier Márquez: Los ojos de la reina [ir]

Leonardo Teja: Sta. María Bayres [3]Efecto Coriolis [ir]Arturo Loera: Dinosaurio [ir]Patricia Arredondo: Elegía [ir]

Rodrigo García Bonillas: Las gayas ciencias [ir]Ana Laura Magis: Noticias del imperio [ir]

eL CABRITO De DON DIONISIO(teatro)

COLuMNAS

FALSíA Y DeSMeSuRA(relatos y poemas)

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En 1692 se imprimió por primera vez el poema de sor Juana Inés de la Cruz que, según ella, había sido el único escrito por gusto y no por encargo, ese “papelillo” al que los lecto-

res del siglo XVII llamaban el Sueño. Más de trescientos años des-pués, el Primero sueño, como ha venido a conocerse, sigue siendo una pieza clave de la poesía mexicana. Para Octavio Paz, el poema representa una ruptura brutal entre los usuales viajes del alma en la literatura occidental y los que se verán en la era moderna: “algo acaba en este poema y algo comienza”, asegura en Las trampas de la fe (1982). La verdadera originalidad del Sueño, dice, consiste en hacernos ver que el alma del hombre está sola ante el universo. En su viaje, el alma de sor Juana navega solitaria, nadie la guía, no hay demiurgo: ni Virgilio ni Beatriz. Al final, no le espera una revelación sino una no-revelación: el alma de sor Juana comprende, luego del viaje onírico, que el pretender el conocimiento de “todo lo crïado”, el saber universal, no puede sino resultar en un estruendoso fraca-so. En este sentido, el poema, según el propio Nobel, inaugura una tradición en la que se enfilarán notables composiciones posteriores de la poesía occidental:

OCTAVIO PAZ Y EL PRIMERO SUEÑO

Jorge gutiérrez reyna

Cuarto de ensayo

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Primero sueño se parece a Le Cimitiére marin y, en el ámbito hispa-no, a Muerte sin fin y Altazor. Se parece, sobre todo y ante todo, al poema en que se resume toda esa poesía: Un Coup de dés. El poe-ma de Juana Inés inaugura una forma poética que se inscribe en el centro mismo de la Edad Moderna; mejor dicho, que constituye a la tradición poética moderna en su forma más radical y extrema.

A Paz le interesa, naturalmente, esta tradición del viaje nocturno del alma inaugurada por el Sueño. Entre sus empresas literarias juveniles, encontramos un tríptico de silvas,1 publicados en A la orilla del mundo: “Al sueño”, “Al tacto”, “Al polvo”. La primera, fechada en 1937, se encamina en la tradición de silvas dedicadas al sueño, en la que también se inscribe Quevedo, con “El sueño”, y sor Juana, por supuesto.

Aunque los tres poemas son sumamente distintos (el de Quevedo es un soliloquio en medio de un insomnio lastimero; el de sor Juana, una búsqueda del saber; el de Paz, un canto a las orillas de la amada dormida), comparten, además del título y la forma, algunas otras cosas, por ejemplo, el sueño como imagen de la muerte. Quevedo se queja del sueño: “…no te busco yo por ser descanso, / sino por muda imagen de la muerte”; sor Juana habla de que sus sentidos interrumpieron sus funciones, “…cediendo al retrato del contrario / de la vida…”; Paz escribe que el sueño nos da “una muerte que es vida más viva que la vida”. Hay una imagen compartida por sor Juana y Paz que no aparece en Quevedo: la del sueño que vence, a pesar de su pesantez. La jerónima escribe: “cobarde embiste y vence perezoso / con armas soñolientas”; el Nobel: “Oh vencedor espeso”.

“El desconocido” sería el segundo intento de Paz por sumarse a la tradición del Sueño. El poema está dedicado a Xavier Villaurrutia y no es casualidad: fue este uno de los primeros editores moder-

1. Estas silvas no están elaboradas a la usanza tradicional. Paz propone una reinvención: prescinde de la rima e introduce uno que otro verso que no es ni de siete ni de once.

nos de sor Juana y, junto con Jorge Cuesta, quien introdujo a Paz en la lectura de la monja. “El desconocido”, relativamente breve, fue incluido en Libertad bajo palabra y se compuso entre 1937 y 1947. Como en la silva de sor Juana, se ostenta ante nosotros una introducción en la que se describe la caída de las tinieblas sobre el mundo. En ambos poemas la noche se engalana con ramas de os-curidad: en el Sueño, “negro laurel de sombras mil ceñía”; en “El desconocido”, “Sombríos ramos húmedos / ciñen su pecho y su cintura”. En la silva de la jerónima se habla también de que la pe-numbra no permitía que hubiera en el mundo más ruido que los murmullos de las aves nocturnas; pero son estos tan lúgubres, que no llegan siquiera a interrumpir el silencio:

sumisas sólo voces consentíade las nocturnas aves,tan oscuras, tan gravesque aun el silencio no se interrumpía.

Lo mismo dice Paz de la noche en “El desconocido”: “No la puebla el silencio: rumores silenciosos”. Hay, además de estas dos, otra imagen que ambos poetas comparten a propósito de la caída de la noche: la del venado vigilante. Dice sor Juana:

tímido ya venado,con vigilante oído,del sosegado ambiente,al menor perceptible movimientoque los átomos muda,la oreja alterna aguda y el leve rumor sienteque aun le altera dormido.

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Paz, por su cuenta, compara a la noche con el mismo asustadizo animal: “Detenida al borde del alba como un venado a la orilla del susurro o del miedo.”

Después de esta introducción, el poeta nos conduce, en un zoom cinematográfico, hasta el lecho de un insomne angustiado. Las dos cosas que Paz remarcará del Sueño décadas después están ya pre-sentes en este poema. La soledad del alma del durmiente es una. El poeta dice a la noche: el insomne “cruza tus soledades, a solas con su alma”. La otra es la no-revelación. Como el alma en el Sueño, este durmiente no da con su objetivo, pero no importa, sigue in-tentando, alza el vuelo, aunque sepa que le espera un final trágico, como el de Faetón:

Su pensamiento recorre siempre las mismas salas deshabitadas,sin encontrar jamás la forma que agote su impaciencia,el muro del perdón y de la muerte.Pero su corazón aún abre las alascomo un águila roja en el desierto.

Finalmente, Paz nos echa fuera de la habitación, de la mente del insomne, y nos regala la imagen astronómica de un mundo que gira y gira sin detenerse: “marcha solo, infatigable, / encarcelado en su infinito, / como un fantasma que buscara un cuerpo.” El Sueño también cierra con una observación astronómica. No gira el mun-do, pero sí el sol alrededor de éste. Así, mientras de un lado es de día, del otro es de noche:

[la sombra] en la mitad del globo que ha dejadoel sol desamparada,segunda vez, rebelde, determinamirarse coronada,mientras nuestro hemisferio la doradailustraba del sol madeja hermosa.

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“El desconocido” presenta, además de algunas imágenes afines, una estructura tripartita y circular idéntica a la del Sueño: caída de la noche, el sueño (en este caso el insomnio) y el regreso del día (que queda implícito en el girar del planeta).

Otro poema en la tradición del Sueño es “Repaso nocturno”, fe-chado en 1950 y escrito en París. Por ese tiempo Paz empieza a interesarse de veras por la figura de sor Juana: termina El laberin-to de la soledad, escribe la “Introducción a la historia de la poesía mexicana” y publica su artículo “Sor Juana Inés de la Cruz”. En los tres textos toca el tema del Sueño y lo destaca de entre toda la producción de la poeta virreinal. Los versos de la silva debían revo-lotear en su cabeza.

“Repaso nocturno”, como “El desconocido”, tiene una estructura tripartita. La primera parte nos pinta a un insomne que da vueltas en su cama, carcomido por su pensamiento. En algún punto, sin embargo, consigue dormir y su alma se halla de pronto “al lado de su cuerpo abandonado”. Allí empieza un repaso mental, un sueño, que constituye la segunda parte del poema (puesta en cursivas y en-tre paréntesis), en la cual el durmiente imagina a otros soñadores en sus camas. Unos sueñan cansados y “…muerden el racimo de su propia fatiga”; otros no consiguen dormir del todo, como el asesino que “se precipita en su dormir sin sueño…”. En la tercera parte fi-nalmente amanece, “…el sol tocó la frente del insomne”, y nuestro personaje regresa a su cuerpo: “volvió a su cuerpo, se metió en sí mismo”. Las similitudes con el Sueño son evidentes.

Hay tres imágenes que nos hacen saber que Paz tenía muy en cuenta la obra maestra de sor Juana para escribir este “Repaso noc-turno”. La primera, la del cuerpo del soñador que se debate entre la vida y la muerte. Sor Juana dice en su silva que el cuerpo en reposo es un “cadáver con alma, / muerto a la vida y a la muerte vivo”. En su poema, Paz repite tres veces este verso: “ni vivo ni muerto”; y una vez estos dos: “vivo para la muerte / muerto para la vida.”

La segunda imagen, y esta es clave, tiene que ver con el obelisco, esa construcción egipcia que aparece al inicio del Sueño:

Piramidal, funesta, de la tierranacida sombra, al cielo encaminaba de vanos obeliscos punta altiva,escalar pretendiendo las estrellas.

El Nobel nos dice del soñador: “Su pensamiento mismo, entre los obeliscos derribado / fue piedra negra tatuada por el rayo.”

La última es la de la mente del soñador como un espejo. Sor Jua-na escribe que, mientras dormía, la fantasía pintaba imágenes en su mente con un pincel invisible; estas imágenes eran tan claras como aquellas reflejadas en el gran espejo del faro de Alejandría. Al despertar, estas “fantasmas” “en fácil humo, en viento convertidas / su forma resolvieron”. De igual manera, la mente del soñador en el poema de Paz, al amanecer, se convierte en “un espejo que no refleja ya ninguna imagen”.

Por supuesto hay otros poemas de Octavio Paz que caminan por el sendero de la tradición inaugurada por Primero sueño. Piedra de sol es sin duda uno de estos. Se trata de un poema maduro y en el que la relación con el de sor Juana ya no es tan transparente. De hecho, hay muchísimos menos ecos del Sueño en los endecasílabos blancos de Paz que los que hay, por ejemplo, en Muerte sin fin. El análisis comparativo detallado de los máximos poemas de sor Juana y de Paz rebasa por mucho los alcances de este ensayo breve; baste por ahora con dejar en claro que los dos son un recorrido noctur- no por los caminos del pensamiento que empieza al caer la noche y termina al amanecer con la revelación de una no-revelación.

Otro de los grandes poemas de Octavio Paz enfilados, a mi ver, en la tradición del Sueño es el Nocturno de San Ildefonso. En esa “caminata nocturna” hay, en primer lugar, un “cono de sombra”

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al inicio del poema, recuerdo lejano de aquella sombra piramidal y funesta. En segundo lugar, hacia el final del Nocturno, entre los tinacos y las azoteas de la ciudad, puede verse la luna. De ella dice Paz: “fue diosa y hoy es claridad errante”. ¿Recordaría esos versos del Sueño que hablan de la luna como una “…diosa / que tres veces hermosa / con tres hermosos rostros ser ostenta”?

Pero, al margen de la tradición inaugurada por este, los poetas leen el Sueño para tomar como modelo alguna imagen admirable. Es el caso de Octavio Paz, en cuya poesía podemos hallar algunos ecos aislados de la obra maestra de la jerónima.

Hay algunos que tienen que ver con el inicio y el final del Sueño, versos tan contundentes y memorables que a muchos poetas a lo largo de los años han llamado la atención. En la prosa-poesía de ¿Águila o sol?, el poeta nos habla de cómo intenta quedarse dor-mido mientras contempla los muebles de su habitación, los cuales, comidos por la sombra, se le figuran pirámides, conos, construc-ciones egipcias. En este pasaje hay dos recuerdos del Sueño: uno tiene que ver con la sombra piramidal y funesta que abre el poe-ma; el otro, con ese verso afortunado que define al cuerpo dormido (“muerto a la vida y a la muerte vivo”). He aquí el fragmento de ¿Águila o sol?: “Me quedo quieto en medio de la gran explanada egipcia. Pirámides y conos de sombra me fingen una inmortalidad de momia. Nunca podré levantarme. Nunca será otro día. Estoy muerto. Estoy vivo”.

En “Conscriptos USA”, poema raro que no se parece ni al Sueño ni al grueso de su obra, Paz seguramente recuerda la silva de sor Juana cuando dice: “el alba es un ejército de pájaros”. No olvide-mos lo que dice la monja del ejército matutino de la Aurora, que se bate en contra de la noche al amanecer:

…la bella precursorasignífera del sol, el luminosoen el Oriente tremoló estandarte,

Imágenes. ross Pollack: obelisco de Heliópolis en la Piazza del Popolo, Roma | edillalo: obelisco en Es-tambul | steve Harris: obelisco de Luxor en la Place de la Concorde, París. Todas: flickr.com

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tocando al arma todos los süavessi bélicos clarines de las aves.

En el Sueño hay un pasaje en el que el alma de la durmiente deci-de no tratar de comprender todo lo creado de golpe, sino ir paso a paso, de lo más simple a lo más complejo. Es entonces cuando apa-rece la llamada cadena del ser, que asciende desde lo más bajo, los minerales, a lo más alto, el Hombre. El pasaje en donde se elogia a este último es, en palabras de Paz, “uno de los más hermosos de Primero sueño”. Tiene toda la razón. El ser humano, dice sor Juana, es una

bisagra engazadorade la que más se eleva entronizadanaturaleza puray de la que, criaturamenos noble, se ve más abatida.

El Hombre, un puente entre lo divino y lo terreno. Lo mismo, más o menos con las mismas palabras, dice el poeta mexicano en “La casa de la mirada”, poema de Árbol adentro: “los hombres somos la bisagra entre el aquí y el allá…”.2

Casi al final de su gran poema, el alma de sor Juana se da cuenta de que, por mucho que lo intente nunca podrá saberlo todo. Es allí donde se compara con el joven Faetón que, no obstante el peligro, se atrevió a gobernar los caballos del sol, su padre. No podía ser de otra manera: el joven cayó desplomado, pero alcanzó la gloria de haber intentado su hazaña. Puede deducirse, a partir de lo dicho en

2. “Bisagra” era palabra prosaica y poco frecuente en la poesía castellana hasta que Góngora le dio algo de legitimidad poética. En la Soledad primera habla el poeta de un barco que, después de navegar por cuatrocientos días, encontró el estrecho de Magallanes, el cual es “de fugitiva plata / la bisagra (aunque estrecha) abrazadora / de un Océano y otro…”. Esta bisagra gongorina, como se ve, nada tiene que ver con las altas meditaciones de sor Juana y Paz acerca del Hombre.

Las trampas de la fe, que el pasaje de Faetón en el Sueño es el predi-lecto de Octavio Paz:

Faetón es un arquetipo porque determinó “eternizar su nombre en su rüina”, verso memorable y ejemplo insigne de las que llamaba Breton metáforas ascendentes […] Recobrado el arrojo, el alma de-safía a la inmensidad y “las glorias deletrea / entre los caracteres del estrago”. Este pasaje, uno de los más bellos del poema...

Su gusto por el fragmento de Faetón es palpable en unos versos suyos, relativamente tempranos (1948), insertos en un poema lla-mado “Máscaras del alba”:

El prisionero de sus pensamientosteje y desteje su tejido a ciegas,escarba sus heridas, deletrealas letras de su nombre, las dispersa,y ellas insisten en el mismo estrago.

Vuelve sobre la imagen de Faetón en “Reputación de los espejos”, poema de Árbol adentro dedicado a Lezama Lima, otro gran aman-te del Barroco:

Sí, tú eres la gran boa de la poesía de nuestra lengua que al enros-carse en sí misma se incendia y, al incendiarse asciende como el ca-rro de llamas del profeta y al tocar el ombligo del cielo se precipita como el joven Faetonte, el avión fulminado del Sueño de sor Juana.

Octavio Paz leyó por primera vez a sor Juana alrededor de 1930 y el primer eco del Sueño data de esas fechas; los últimos provienen de la década de los 80. Desde A la orilla del mundo hasta Árbol aden-tro: una conversación de cincuenta años con el Primero sueño.

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Cuarto de ensayo

Desde el segundo número de Fundación me he ocupado de proponer versiones de y sobre la obra de Stéphane Mallar-mé. Con motivo de los cien años del nacimiento de Octavio

Paz he hallado pertinente, para celebrarlo. una revisión de algunas de las afinidades que podría haber entre ambos poetas. Mi pun- to de fuga, entonces, es el segundo epígrafe del poema Blanco: “avec ce seul objet dont le Néant s’honore”, uno de los versos del “Soneto llamado en ix”, de Mallarmé, que Octavio Paz tradujo.

La versión completa del soneto se encuentra en Versiones y diver-siones. En ella sobresale la “espiral espirada de inanidad sonora” que Paz utiliza para el “aboli bibelot d’inanité sonore”. Esta decisión de-riva de haber trasladado como “conca” el “ptyx” de Mallarmé. Jorge Luis Borges, en una de las charlas televisadas que tuvo con Octavio Paz y Salvador Elizondo, halla “infinitamente superior” la imagen de la “espiral espirada” frente al “abolido bibelot” pues fonética-mente le resulta “muy mezquino”. Sin embargo, precisamente por su reiteración –para él eufónica– Salvador Elizondo encuentra que Mallarmé funciona, además, a base de disociación y de negación de atributos y de cualidades como el Shakespeare de “to be or not to be”. Si asumimos la postura de Elizondo, “ptyx”, “bibelot” y “ob-

BLANCO: CON ESE SOLO OBJETO NOBLEZA DE LA NADA

José Miguel BaraJas garcía

jeto” describe a lo escrito por negación, de modo que la “conca”, la “espiral” y el “objeto” que Paz sugiere es, en palabras del propio poeta, una traducción infiel, pero en cierto modo fiel:

Salón sin nadie ni en las credencias conca alguna /Espiral espirada de inanidad sonora,(El maestro se ha ido, llanto en la Estigia capta/Con ese solo objeto nobleza de la Nada)./

Sur les crédences, au salon vide: nul ptyx /Aboli bibelot d’inanité sonore,(Car le Maître est allé puiser des pleurs au Styx/Avec ce seul objet dont le Néant s’honore)./

La rima “ix” que concentra el sentido y armoniza los sonidos del poema junto con “or” desaparecen mientras la imagen de la “con-ca” y la “espiral” se revelan en nuestra lengua. Traducir es, a veces, sacrificar una parte por el todo. Los comentarios de versiones ex-ponen el criterio elegido y cifran su valor en su coherencia. Las de la traducción son también las fases del proceso: solve et coagula y cada traductor obtiene así su piedra. Me interesa, por lo tanto, no detenerme en la elección del criterio de Paz sino en su desarrollo consecuente dentro de su propia obra. Si el epígrafe de Blanco es

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Mallarmé, en una carta a André Gide sobre Un Coup de dés, dice:

El poema se imprime, en este momento, tal como lo he concebido; en cuanto a la paginación, donde está todo el efecto. Tal palabra, en grandes caracteres, sólo para ella, domina toda una página en blanco y creo estar seguro del efecto. Le enviaré a Florencia, de donde puede seguirlo otra parte, la primera prue-ba conveniente. La constelación sobresaltará ahí, según leyes exactas y tanto como es permitido a un texto impreso, fatalmente, un halo de constelación.

“Mallarmé” –señala Octavio Paz en El arco y la lira– “compara esa distribución a una partitura: la différence de ca-ractères d’imprimerie… dicte son importance à l’emission orale. Al mismo tiempo, advierte que no se trata propiamente de versos –traits sonores réguliers– sino de subdivisions prismatiques de l’Idée. Música para el entendimiento y no para la oreja; pero un entendi-miento que oye y ve con los sentidos interiores.”

De estas afirmaciones quiero resaltar dos aspectos: a) que la mú-sica de Mallarmé, según Octavio Paz, es para el entendimiento y no para la oreja; b) que la propia advertencia inicial de Igitur re-forzaría esta idea: “Este cuento se dirige a la Inteligencia del lector que monta las cosas en escena, por sí misma.” Sin embargo, ¿qué relación cabe entre el cuento como un teatro –según nos recuerdan Mauclair y Bonniot– y la “inanidad sonora” del objeto del que la “Nada se honora”? Es decir, asumamos que el sonido en Mallarmé se ve y es adentro donde se oye, ¿cuál o cuáles son, en consecuen-cia, esos sentidos interiores para apreciar su poesía? Cada cual su Mallarmé poeta y maestro. En Blanco, en todo caso, Octavio Paz parece seguir lo que de Un Coup de dés él se representa:

asumido en español como “Con ese solo objeto nobleza de la Nada” advertimos que, en nues-tra lengua, el calambur de “le Néant s’honore/le Néant sono-re” desaparece, de modo que la Nada sólo se ennoblece y ya no es sonora. Esto, en francés, se refuerza con el verso del “Abo-li bibelot d’inanité sonore”, es decir, con la “Espiral espirada de inanidad sonora” que es la “conca” en español y el “ptyx” en francés: la versión de Octavio Paz, en este caso, sacrifica el so-nido por la imagen. En Blanco, sin embargo, el verso original se mantiene de modo que, en principio, la Nada, además de ennoble-cida, sonaría. ¿Esto es así? Si no, ¿de qué manera afecta el verso de Mallarmé, sinécdoque de su obra, al poema de Octavio Paz?

Para no afirmar desde la especulación, retomemos las ideas de Octavio Paz sobre su obra y la de Mallarmé. En el caso de Blanco –dejó escrito–

me propuse diseñar un libro cuyas páginas y tipografía fuesen la pro-yección física de una experiencia mental: la lectura de un poema que se despliega, simultáneamente, en el espacio y en el tiempo. Estas búsque-das desembocaron en el obvio reconocimiento de las insospechadas e inexploradas posibilidades de la cinta cinematográfica y de la pantalla de televisión. Ambas son el equivalente de la página del libro. Páginas sueltas, como quería Mallarmé pero, asimismo, dotadas de un atributo que nunca soñó: el movimiento. Páginas móviles y en las que aparece un texto móvil. Espacio que transcurre: tiempo. (Obras completas, La casa de la presencia).

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y ese solo objeto nobleza de la Nada. Otra afinidad es la idea del libro como instrumento espiritual, como teatro interno, aquello de lo que Mauclair nos habla ampliamente en su necrología sobre la influen-cia de Wagner y la obra total en las búsquedas de Mallarmé.

Ahora hay para el iPad una aplicación del poema Blanco de Octa-vio Paz como hace algunos años El Colegio Nacional y las Edicio-nes del Equilibrista hicieron una versión audiovisual, un video, del poema. Así se desarrolla y desenrolla todavía la poesía de Blanco según su proyecto inicial, de 1966, pero también atenta a los ha-llazgos estéticos que la renuevan.

Imágenes. Concha de mármol. Grecia, 400 n.e. The Metropolitan Museum of Art (metmuseum.org)

La Idea no es un objeto de la razón sino una realidad que el poema nos revela en una serie de formas fugaces, es decir, en un orden temporal. La Idea, igual a sí misma siempre, no puede ser contemplada en su tota-lidad porque el hombre es tiempo, perpetuo movimiento: lo que vemos y oímos son las “subdivisiones” de la Idea a través del prisma del poe-ma. Nuestra aprehensión es parcial y sucesiva. Además, es simultánea: visual (imágenes suscitadas por el texto), sonora (tipografía: recitación mental) y espiritual (significados intuitivos, conceptuales y emotivos). La poesía tiene su propia música: la palabra. Y esta música, según lo muestra Mallarmé, es más vasta que la del verso y la prosa tradiciona-les. De una manera un poco sumaria, pero que es testimonio de su luci-dez, Apollinaire afirma que los días del libro están contados: la typogra-phie termine brillamment sa carrière, à l’aurore des moyens noveaux de reproduction que sont le cinéma et le phonographe. No creo en el fin de la escritura; creo que cada vez más el poema tenderá a ser una partitura. La poesía volverá a ser palabra dicha.

De la cita de Apollinaire recuperada por Paz, resalto su cercanía con las ideas de Ulises Carrión que aparecen en el libro Un tiro de dados jamás abolirá el azar (Taller Ditoria, 2010): “No creo que todo el mundo exista para desembocar en un libro (Mallarmé), aunque acepto que esta idea es estimulante. Sin embargo, creo que todo libro existente desaparecerá finalmente.” Esta afirmación, de entrada, comprueba las varias aristas desde las que la obra de Ma-llarmé puede ser leída, estudiada y tomada como punto de partida para desde ella proponer nuevas formas.

Mallarmé, Apollinaire, Tablada, los poemas tántricos, están pre-sentes en la concepción y realización de Blanco de Octavio Paz. ¿Qué de todos ellos? Aquello que el poeta trasmutó en obra propia. En el caso de Mallarmé, llamar “conca” y no “ptyx” a ese solo objeto nobleza de la Nada encierra una coherencia con la etimología griega “pliego” que Emilie Noulet advierte, y que está ligada a la imagen de los rollos y emblemas tántricos que si los desenrollamos se desplie-ga con ellos un ritual, que quizás sea también esa “espiral espirada”

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EL OTOÑO DEL PATRIARCA. LA DICTADURA DEL AUTOR

aleJandro arteaga

Cuarto de ensayo

Debió ser el vertiginoso año de 1994 cuando, en la oscuridad de una librería de la calle Donceles, hallé en un libro titulado Los sandinistas —que contenía lo mismo documentos,

declaraciones y comunicados históricos del FSLN—, una excelente crónica de Gabriel García Márquez: “Crónica del asalto a la casa de los chanchos”, texto que cuenta con detalle y aderezo la preparación y ejecución de dicha avanzada guerrillera, el asalto y secuestro en 1978 del Palacio Nacional en Managua, dirigida con magros recursos pero gran pericia y mucha suerte por el “Comandante 0”, Edén Pastora. He de confesar que aunque había leído ya El coronel no tiene quién le escriba y el libro de relatos Ojos de perro azul, hasta la lectura de aquella crónica comencé a aficionarme, como tantos adolescentes, a la literatura de García Márquez. Y si la lectura de ese texto me había mostrado la faceta literaria de un tipo de relato que yo procuraba por aquel tiempo para hacerme de armas –o eso pensaba yo– frente a los sucesos de mi realidad política inmediata, me acerqué tal vez de torpe manera a las novelas mayores del autor en busca del resumen amable y la discusión humana del “pulso histórico-político latinoamericano”; en suma, el debate que me diese luces sobre la situación del presente. Y en todo esto, desde

luego, había una trampa que entonces se me escamoteaba bajo la sombra de una ingenuidad bárbara, pues ante esa necesidad lo más sencillo, se sabe, es adentrarse no en relatos y poemas sino en libros duros de historia. Lo comprendí más tarde: el objeto de mi búsqueda no era una cauda de información sino un preciado motivo, hacerme de un mito. El germen de una reflexión primitiva. Acopiar burda información no es prestigioso. Portar un secreto sí lo es. Y, por lo regular, la literatura lo otorga.

Y el secreto del relato envolvente, tramposo, mareador de Gabriel García Márquez es que se asemeja demasiado a la narración oral tan propia de las provincias latinoamericanas, un relato que tal vez tenga su ejemplo más claro en la forma de un cuento paradigmático: “Los funerales de la Mamá Grande” (1962), donde luego de un suceso apoteósico en Macondo, la muerte de la matriarca eterna seguida de sus multitudinarios servicios fúnebres, “sólo hacía falta que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia”. Y allí, en ese relato que para mí funda el estilo del autor, hallo el espejo y el vínculo a modo para hablar de su novela perfecta: El otoño del patriarca (1975), una historia que, si se quiere, podría decir mucho sobre nuestra “alma latinoamericana” relatada oralmente, incluso

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más que su celebrada novela fundacional Cien años de soledad, pues se trata de una historia de doble juego, una novela que traiciona la interpretación fácil o políticamente correcta y entraña una crítica feroz no a la figura del dictador sino a la de sus “víctimas”, aquellos que sin duda ayudaron a entronizarlo.

La trama de la novela es relativamente sencilla pero abrumadora y puede resumirse describiendo su primera escena. Una mañana, algunos curiosos se introducen a las ruinas de la casa presidencial, y tras comprobar y asombrarse del abandono reciente de los guardias, las armas, el lujo y el derroche, la decadencia de las habitaciones carcomidas y los salones devorados por el tiempo, el ganado y los gallinazos, encuentran el cadáver de Zacarías, el eterno dictador de ese país caribeño, saqueado y vendido al por mayor; el iletrado hombre del mal dormir y la edad imprecisa, el del testículo herniado, la potra cantora y los amores difíci- les; el hombre del poder desmedido que alcanza para calendarizar a voluntad las fiestas patronales o desaparecer la luna; el que

canoniza a su madre y devora en ostentosos banquetes a sus enemigos políticos, y el que un día, en la cumbre de su ignorancia y su miedo, vende el mar de la nación a los Estados Unidos para que la marina enemiga no pueda llegar a sus costas. Como se ha dicho hasta el hartazgo, la historia común de los países latinoamericanos de los últimos siglos y a la que cualquiera podría añadir detalles y anécdotas.

Eso que ocurre con cada uno de los integrantes del fenómeno editorial y luego literario del tan celebrado y vilipendiado boom latinoamericano sucede con García Márquez: el estilo es lo que ayuda a construir su mito, pues aquel que se acerque a las páginas de este libro sospechará en breve y comprobará al final que las formas de su discurso obedecen a un capricho que torna redondo su trazo: la dictadura del autor. Sólo seis párrafos enormes conforman el texto –cada uno es un capítulo–, párrafos construidos a base de larguísimas frases que en su extensión extravían su principio y su final pero no su sentido, oraciones que cambian de narrador y de persona, de tiempo o de historia en una sola línea, o de una palabra a otra, secuencias apuntaladas en una escasa puntuación, una enumeración exhaustiva, una adjetivación premeditadamente irregular y una clara intención morbosa: dominar al lector, atraparlo, cerrarle las salidas y exigirle toda su atención si acaso desea comprender el texto a cabalidad. Es decir, una condena consentida, pues curiosamente, como un espejo horrible y hermoso de nuestra realidad, embebido de la prosa envolvente y chancera del colombiano, el lector, cual presa fácil, sucumbe, se deja seducir –así como el gobernado se somete al dictador– mediante la promesa y la amenaza, la magia y el terror. El universo, literal y literario, en función de una sola voluntad. El resultado: una obra sorprendente e inabarcable.

Existe una máxima difundida pero no escrita del periodismo, y que quizá nuestro autor aprendió en el arte de su oficio. Acá una paráfrasis: “tu materia prima es una buena historia, y para ello

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debes ir en su busca o, en último caso, inventarla.” Se podrá acusar a Gabriel García Márquez de cualquier cosa –podría incluso añadir motivos a una lista tentativa– menos que adolezca de capacidad de fabulación. Y su método consiste en elaborar una fábula a partir de sucesos reales, conocidos por todos, una mezcla de las dos ca- ras de esa máxima: buscar e inventar sobre lo hallado, método que define al realismo mágico en su conjunto, pues si bien –como afirma Alejo Carpentier–, su antecedente, lo real maravilloso americano, consiste en añadirle connotaciones mágicas a un hecho real, aquel suceso comprobable que a base de fe se le agrega un razonamiento sobrenatural, y cuya percepción gráfica trazaría una ruta de ida y vuelta: parte de la realidad a la fantasía y vuelve nuevamente a la realidad: lo insólito cotidiano; en su caso, el realismo mágico también parte de la realidad a la fantasía pero no regresa al punto de partida, se vuela como Remedios la bella, su base es cotidiana pero su realización escapa de lo comprobable y no vuelve más. Por

tanto, y si hiciéramos un ejercicio de psicología cuyo diagnóstico no deja bien parada a nuestra cultura local, descubriremos que lo real maravilloso es en gran medida un síntoma de ignorancia, y, por su parte, el realismo mágico, una evasión ante lo cotidiano en América Latina. Corramos, pues, un tupido velo...

Curiosamente, lo que se critica a menudo a los escritores del boom es su popularidad, popularidad que no gozaron en su tiempo sus precursores –Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Roberto Arlt, Miguel Ángel Asturias, etcétera–. Sin embargo, como tantos escribas atrapados en el remolino bíblico del éxito, su obra ha merecido más fama que lecturas. Más epígonos que escuela. Nadie es ajeno al drama y al fenómeno. Los hijos idiotas de García Márquez se reproducen con entusiasmo, y desde hace décadas, apuntalados por las casas editoras, inundan las mesas de novedades como rémoras grises de su padre, embebidos de la consigna de copiar sin reparo sus recursos pero sin la capacidad de tornarlos literatura, pequeño detalle que en el terreno mercantil no hace falta porque no necesariamente libro que se vende se lee y mucho menos importa. Vayamos al grano: si algo le otorgó el boom a la narrativa latinoamericana fue rentabilidad, nos han dicho con números y tablas de venta. Si es así, me pregunto, ¿por qué se vende tanto la obra de García Márquez y no las novelas de golpe bajo también perfectas de Juan Carlos Onetti? ¿Por qué merecen tantas reediciones las novelitas de folletín de Isabel Allende o Laura Esquivel y tan pocas las de José Donoso? Es un misterio a medias. Hoy resulta obvio, el boom sólo le otorgó una rentabilidad acotada a la narrativa de estos lares. Sencillo sería pensar que el mercado se inclina hacia la distribución del producto ligero y fácilmente asimilable, no obstante, la suspicacia y la extrañeza nos invaden de inmediato ante el texto que nos ocupa, pues si bien García Márquez cuenta una historia entretenida y reconocible en El otoño del patriarca, su trasfondo es atroz, el lúgubre espejo de nuestra

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estupidez y nuestra desidia, el claro reflejo de la monstruosidad y la medianía que nos invade. Por tanto, pregunto otra vez: ¿se podría afirmar que la narrativa del realismo mágico es un intento de escapada de la realidad circundante con el fin de crear un mito malsano y pintoresco? ¿Erigir de nuevo lo sobrenatural como base fundadora de toda cultura? Y aún más: ¿con el éxito de las obras del colombiano se vende copiosamente la fabulación del fracaso político de nuestras sociedades latinoamericanas? ¿Acaso exagero?

De entre la multitud de motivos y aristas del texto de marras guardo para mí una imagen recurrente. Cada noche, antes de dormir, el general recorre la casa presidencial –sinécdoque de la nación– para comprobar que todo se halla en su lugar, las luces apagadas, el servicio en sus habitaciones, el ganado en sus establos, los gallinazos completos, los guardias en sus puestos y el país en orden. Al cruzar el salón principal alumbrado con sus velas, el patriarca mira por las ventanas como en una tira de celuloide, primero las luces de la ciudad, luego el mar, y por último el desierto en que se ha transformado. “No había más ruido en el mundo, él solo era la patria”, nos dicen. En su última noche, antes de que aparezca Nicanor a anunciarle su muerte, durante su recorrido nocturno, en medio de los salones halla algunas vacas y gallinazos perdidos, señal inequívoca de que su gobierno declina. Y en esa narración postrera, donde el dictador comprende lo que ya sabía –“había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico”–, en esa narración, repito, el lector se identificará con el hombre destruido, común, el hombre menor que a base de circunstancias ajenas fue entronizado en el poder, y acaso ese mismo lector concluya que ningún gobernante criminal y autoritario se sostiene sin la voluntad, la apatía o el sadomasoquismo de su pueblo, que los dictadores latinoamericanos no son el villano

Imágenes. sergio luBezky: “Not so nice anymore” (centro histórico de la Ciudad de México) | eneas de troya: vecindad en el centro histórico de la Ciudad de México | sergio luBezky: “See ya at the palace, darling” (Palacio de Minería, centro histórico de la Ciudad de México). Todas: flickr.com

puro sino el ejemplo más acabado y ruin de la sociedad de la que provienen; pues si esta novela no guarda entre muchas esta lectura, no habrá valido la pena su fábrica; una novela que ejerce el poder que fabula contra su lector, y el mismo lector que sufre y se reconoce con melancólica alegría escribe estas líneas hasta hallar lo que busca, pues esa pregunta romántica, ingenua, aquella que secreta, inconsciente y primitivamente me hacía en el año de 1994, frente a la falsa disyuntiva de leer libros de historia o novelas, se ha respondido ya, es ésta: ¿si el lector busca armas para enfrentar su presente, las hallará en la literatura?

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José Revueltas y la utopía de su literatura

nayeli garcía sáncHez

Cuarto de ensayo

Ante la falsa disyuntiva entre el pensamiento y la acción, José Revueltas propone con su obra literaria una concilia-ción práctica en la cual escribir y leer implican interrogar

las estructuras que sostienen al mundo, es decir, el trabajo inte-lectual es una acción encarnada. Si entendemos la escritura como un trabajo en soledad que deviene en acción comunitaria, esto es, si damos por buena la capacidad transformadora de la palabra, la obra literaria será parte de los esfuerzos revolucionarios. Una renuncia a la distinción entre labores intelectuales y labores prác-ticas amplía el campo de batalla del activismo. En el entendido de que el libro es un objeto público, en cuanto comienza a circular en un ciclo provocado por el placer o el azar, es posible considerarlo también un quehacer político, acción que ocurre en la polis y la modifica.

Revueltas se propuso crear una conciencia íntima que pudiera volverse colectiva y, por tanto, generosa. Esta conciencia activa, actante, se vuelve también un gesto revolucionario: gesto por lo que hay de movimiento y expresión en la palabra, y revolucionario porque sería imposible pensar que una relación dinámica del sujeto con el entorno sea perpetuadora del estado de las cosas.

La meta que el escritor adivina en el acto creativo, sin embargo, no es la felicidad humana: las revoluciones, podría decir Revueltas, no suceden para que el hombre sea feliz; buscan, en cambio, que sea libre. El ejercicio de su libertad consistirá en algo que descansa más allá de la movilidad social o de la capacidad de acceder a bienes privados, y tendrá una relación estrecha con la posibilidad de cuestionar y criticar los esquemas que la costumbre llega a imponer. Para Revueltas, la libertad es una acción continua que se perpetúa en la búsqueda constante del hombre por ser libre, no un bien privado que se obtiene de una vez y para siempre.

Esta idea de libertad se erige sobre la base de la creación, por lo que hay en ella de duda y de periplo. En el artista nace una toma de conciencia activa que lo ayuda a entender el mundo desde otro tiempo, desde otro espacio. Es decir, el arte permite imaginar el mundo como no es, a partir de lo que sí es. En el transcurso que une estos extremos descansa la libertad.

Esta unión artística entre lo que es y lo que puede ser, el hecho de que el futuro potencial se haga presente en el momento en que se nombra, son concepciones cercanas al pensamiento utopista. Cuando se entiende la utopía como una proyección que se origina

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en el acto de describir, como un cruce entre el presente fáctico y el futuro posible de una colectividad, vemos que los supuestos del pensamiento de Revueltas sobre la creación literaria funcionan en coordenadas muy cercanas a ella. La utopía implica descubrimiento e invención: despertar y sueño lúcido. El autor de El apando sugiere que en el conocer haya una militancia inconforme con lo aprendido. La ausencia de la comodidad deviene en transformación humana. Su pretensión de que ese cambio ocurra en el espacio público evoca la necesidad de que ocurra entre, por lo menos, dos individuos que son capaces de verse mutuamente y reconocer el derecho a la dignidad del otro. La inconformidad permite la crítica; la crítica, la duda; la duda, la libertad; la libertad; la condición humana; la condición humana, el arte. Como resultado, el hombre podrá ser feliz o ser desdichado, pero seguirá siendo hombre.

Leer a José Revueltas es enfrentarse a la idea de que el ser humano no debe perseguir la felicidad. En su narrativa, el autor logra desautomatizar las expectativas del lector puestas en que la conciencia de los problemas históricos implicará un bienestar ingenuo y transparente. El hombre que dibuja el escritor en sus relatos incluye en su ser la atrocidad y la ternura, ansía la libertad pero no escapa de lo terrible. Revueltas parece un romántico de la cepa de Victor Hugo cuando niega que sólo lo bueno es bello. En su narrativa, el ser humano es complejo: cruel y bondadoso. La belleza está tan cerca de lo terrible como de lo placentero. El autor no dispone de respuestas contundentes para los conflictos que enuncia, se conforma con la puesta en escena de la capacidad crítica que evita la animalización del hombre.

En la visión del autor, esta dialéctica crítica no alcanza nunca un final, su sentido emerge sólo mientras la acción ocurre. Poseer el espíritu infatigable de quien siempre busca es la única condición de posibilidad para subir al barco que Revueltas navega en su obra. De este modo, su escritura no es, en modo alguno, una serie

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de arribos a puertos seguros. Cuando termina la lectura de algu- na de sus piezas, queda la sensación de una angustia poderosa que, lejos de inmovilizar, incita al cambio.

Por ejemplo, cuando el autor toca el tema de la autoges- tión académica, habla de la urgencia de cambiar la actitud y la acción participativa de los estudiantes en el funcionamiento de la Univer- sidad y, en última instancia, de la sociedad mexicana. Sus pala- bras tienen la capacidad de mostrar una situación apremiante que requiere de cambios verdaderamente revolucionarios, que dependen de una actitud frente a las instituciones reguladoras entre individuos. Con ello, Revueltas gira el foco de la visión polarizada que organiza a los hombres en verdugos y oprimidos, y llama a una toma de conciencia que ayude a ejercer el poder de transformación, pasivo hasta ese momento. Cuando el discurso sale a la luz, el movimiento estudiantil de 1968 tenía sorprendido al gobierno mexicano, encabezado por Gustavo Díaz Ordaz, y tomaba cada vez más fuerza con la adhesión de grupos civiles a las protestas públicas de los disidentes. Surgido en este ambiente, el texto de Revueltas no es precisamente un canto celebratorio a los logros que implicaba en términos revolucionarios el movimiento estudiantil, sino más bien una exigencia mayor. Revueltas parece apuntar a la necesidad puntual de su propuesta y, a la vez, muestra cómo ya está todo dispuesto para que ella ocurra con la adquisición de una nueva conciencia. La libertad no admite descansos o regocijos.

Como pocos autores, Revueltas logra construir un sistema de pensamiento coherente que crece y se desarrolla a lo largo de sus libros. Si bien varios lectores han percibido un parteaguas en su narrativa a partir de la publicación de Los días terrenales (1949), su pluma sigue un camino con estancias definidas en sus obras. Ello no implica que sea un autor falto de contradicciones.

Una de ellas, quizá la que más lo marcó, fue retirar de circulación su novela del 49 ante las opiniones crueles de sus excamaradas del

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Partido Comunista Mexicano, decisión que revocaría años más tarde. Tras el tardío reconocimiento que él mismo hizo de Los días terrenales, Revueltas propuso nombrar toda su obra narrativa con ese título, hecho que consolidaría sus ideas acerca del compromiso político de la literatura posrevolucionaria con la sociedad mexicana. En una lectura general de su obra, es posible perseguir una línea congruente de pensamiento sobre la responsabilidad del escritor, del hombre en última instancia, frente al mundo. En pocas palabras: es visible que Revueltas halló la manera de seguir un programa ético de acción que no se contradijera con su poética narrativa, es decir, logró que su modo de vivir y de pensar no traicionara su manera de escribir. Para Revueltas decir, escribir, es hacer.

Esta visión de la palabra actante, que podría parecer casi mítica, tiene todo que ver con la forma en que el autor comprendía la labor de los intelectuales y de los artistas y comenzó a configurarse desde muy temprano. En 1941, año en que apareció su primera novela, Los muros de agua, el panorama cultural de México crecía bajo las sombras del moribundo Ateneo de la Juventud y bajo los alcances de varios grupos: por un lado, estaban los Contemporáneos; por otro, los cada vez menos visibles estridentistas, y un poco más allá, los escritores de literatura proletaria, sin un foco definido. Una de las disputas estéticas que regía este campo intelectual/cultural era, como podría esperarse, la dicotomía entre el arte “vanguardista/experimental”, de aspiraciones cosmopolitas, o el arte nacionalista que “reflejara la realidad” del mexicano y se concentrara en denunciar los problemas que quedaron sin resolver tras la conclusión de la Revolución armada de 1910.

Mientras el capitalismo voraz continuaba en avanzada por el siglo, a mediados del XX, se derruía estrepitosamente la alternativa económica que había significado el comunismo, como vía para atender a las demandas sociales que el progreso industrial mantenía ocultas y en silencio. Conforme fueron destapándose los horrores

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del stalinismo en Rusia: las persecuciones, las torturas, los gulags… el desencanto frente al comunismo fue creciendo, cuestión que permitió la perpetuación de instituciones y burocracias en países como México, bajo la bandera de una democracia moderna.

Revueltas se enfrentó a este conflicto desde las barricadas del arte con un trabajo de escritura que no titubeó en mostrar la represión brutal ejercida en su país contra los presos políticos, muestra de ello se escucha Los muros de agua, y mucho menos en mostrar las condiciones de vida en el campo, bien descritas en El luto humano.

Existe un pequeño texto, “Visión del Paricutín”, que camina entre la crónica y el cuento, donde esta conjunción del político, que conoce el funcionamiento del estado en la urbe, y el viajero, que ha podido convivir con la gente pobre de las montañas y llanuras, se mezcla con un tercer elemento: el artista. En poco más de veinte páginas, se logra dibujar una imagen de la realidad mexicana que, aunque nacida en papel, comparte muchas características con la gemela viva a la que refleja.

El breve ensayo narra un viaje al lugar donde nació el Paricutín en 1943. A partir del relato de las consecuencias nefastas que tuvo la aparición del volcán para los campesinos de la zona, Revueltas habla del problema agrario, bastión ignorado de las revoluciones sociales en México. Por medio de un recorrido por las injusticias cometidas contra los indios desde los tiempos de la Conquista, el lector puede darse cuenta de la deuda histórica que el vanagloriado progreso tiene con la población rural del país. A pesar de que la denuncia social es eje del texto, el tratamiento verbal del relato está realizado con exactitud lírica. El cuidado literario está al servicio del mensaje, las palabras alcanzan una fuerza poderosa que mueve a la empatía al lector. La retórica vuelve a la política.

Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para

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vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza. (201)

He allí el inicio de la crónica: un hombre es dueño de un pedazo de tierra, símbolo de su desposesión. La descripción puebla de significado histórico el cuerpo de Pulido, cubierto de ese color oscuro cuando, líneas más adelante, trenza esta primera historia con la lectura de una biografía de Francisco Pizarro, conquistador del Perú y explica: “todo eso humillado que tenemos, proviene de cómo fue hecha la conquista, de quiénes vinieron para hacerla y del modo como les fue otorgada a los conquistadores la merced de conquistar” (208). Revueltas, por medio de su narrador, dispone el texto de manera que lo que parecería un mero accidente geográfico hable de la historia de América: la gente del campo michoacano tiene los ojos rojos:

un terrible, siniestro y tristísimo color rojo. Parecen como ojos de gente perseguida, o como de gente que veló durante noches interminables a un cadáver grande, espeso, material y lleno de extensión. O como de gente que ha llorado tanto. Rojos, llenos de una rabia humilde, de una furia sin esperanza y sin enemigo. Dicen que es por la arena, el impalpable y adverso elemento que penetra por entre los párpados, irritando la conjuntiva. Quién sabe. Creo que nadie lo puede saber. (203)

Las interpretaciones del origen de esas miradas bermejas abren campos semánticos que sugieren una interpretación política de la tristeza y el dolor: “ojos como de gente perseguida”, “gente que veló”, “llenos de una rabia humilde”. A través de la concatenación de símiles (ojos que son como ojos...) Revueltas devela la relación

que existe entre el cuerpo y la historia. Parece que los hombres llevan en su carne las huellas de los caminos recorridos. Es imposible negar la presencia de elementos poéticos en estas conexiones de sentido. El escritor toma una postura frente a la historia de nuestros pueblos desde el bastión de la literatura y con ello muestra que no hace falta el proselitismo burdo para sostener una idea contraria a la del discurso hegemónico.

Así como el cuerpo de los hombres, la tierra también guarda su propia historia y la lleva consigo, la erupción del volcán provocó la diáspora de ese pasado escondido: “Un polvo negro, que no pica en la nariz, un polvo singular, muy viejo, de unos diez mil años. Con ese polvo tal vez se hizo el mundo; tal vez las nebulosas estén hechas de él. Y los peces también, quizá, aquéllos de los primeros grandes mares”. (212)

La crónica sobre el volcán termina de configurar el discurso subterráneo, el que aparece aludido, el que habla de algo más que el nacimiento del volcán, con una comparación entre las luces de la ciudad que se observan desde la entrada por la carretera y las ascuas de lava: “Ahora hay que preguntarnos: esa pedrería, esa arena luminosa de los palacios de nuestros viejos y nuevos ricos, ¿no extinguirá, como aquella otra, los campos y la tierra, agostando las flores, cubriendo de ceniza improrrogable la tremenda patria”. (224)

“Visión del Paricutín”, texto menor en el conjunto de la obra de Revueltas, contiene su poética concentrada. El cuidado verbal, la elección del tono y la creación de imágenes, está al servicio del sentido y el argumento de los textos, las variaciones de intensidad y el ritmo de la prosa buscan filtrarse en el lector y crear surcos que permitan el nacimiento de conciencias renovadas.

Carátulas. Fundación de Investigaciones Materialistas José Revueltas | fimjoserevueltas.org.mx

José Revueltas: “Visión del Paricutín”, En el filo, prólogo de Juan Cristóbal Cruz Revueltas, compilación de Andrea Revueltas, México, UNAM-Era, 2000, págs. 201-224.

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Composición de lugar

vicente alfonso

Cuarto de ensayo

Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte.Dolores Preciado en Pedro Páramo

Si algo recuerdo de los trece años que pasé estudiando con los jesuitas, son las jornadas de reflexión que conocíamos como “retiros” porque los hacíamos en lugares tan apartados

como la sierra de Chihuahua o una hacienda en Jalisco. De estos retiros, que no eran otra cosa que los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, recuerdo especialmente una dinámica que conocíamos como “composición de lugar”.

Aunque era diferente cada año, en general se trataba de una experiencia estrujante que podía comenzar sin aviso. Cuando tenía catorce o quince años, durante uno de estos retiros en el desierto de Coahuila, uno de los sacerdotes nos despertó a media noche –a mí y a un par de compañeros– para dar un paseo por el desierto. Caminábamos en silencio entre mezquites y polvo cuando, entre los ruidos de la noche distinguimos una respiración adolorida que no parecía humana. Alguno de nosotros preguntó qué podía ser, pero el padre no respondió. En la oscuridad, el resuello le imprimía a la situación una potente dosis de violencia. Conforme avanzamos fue posible vislumbrar que las quejas provenían de un becerro herido: la sangre le empapaba las patas, manchaba la tierra. Una nube de moscas se apiñaba sobre el animal. Por fin, el sacerdote habló: nos

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pidió que imagináramos que en lugar de un becerro estábamos frente a un conocido que hubiera sido golpeado, escupido, torturado. Imaginen que es su papá, alguno de sus hermanos, sugirió. Cuando teníamos bien conformada la visión, nos pidió que lo rematáramos. Acercándome una piedra, el padre me ordenó se la arrojara. Me negué en silencio, impresionado por los ruidos del becerro, por su mirada cuajada de espanto. Mis compañeros también se negaron. ¿Si no lo hacen con un animal, por qué lo hacen entre ustedes, porqué lo hacen con él?, preguntó el religioso mientras tomaba un crucifijo de madera.

He olvidado muchas de las experiencias que viví durante aquellos años de niñez y adolescencia, pero aquellas jamás se borrarán de mis recuerdos. Y no se borrarán porque todo estaba dispuesto para ello, pues ese es el fin de la composición de lugar: inducir un estado que permita tomar por asalto la memoria.

Aunque durante mucho tiempo creí que aquella era una estrategia exclusiva de los jesuitas, con el tiempo me he dado cuenta de que no es así: por diferentes razones, y en muy distintos ámbitos, me he topado una y otra vez con prácticas que pretenden lo mismo que los ancianos religiosos: propiciar el recuerdo. Cuando elegimos el destino para un viaje, cuando preparamos la comida o la música para una reunión, cuando escogemos la indumentaria para una boda, de algún modo estamos llevando a cabo una composición de lugar. Disponiendo el sitio, nos preparamos a nosotros mismos para experiencias que aspiramos a calificar como inolvidables. No obstante, ignoramos qué momento, cuál comentario, cuál imagen quedará grabada en nuestra memoria como un estímulo encadenado para siempre al hecho, tal como aquel panecillo remojado en té catapultaba a Proust a una escena de su infancia. Porque más que reproducir, la memoria inventa. Recategoriza. Reorganiza. “La memoria de un hombre no es una suma, es un desorden de posibilidades indefinidas”, escribió Borges. De allí que

jamás coincidan del todo los recuerdos de quienes atestiguaron un hecho común. Del mismo fenómeno cada quien guarda su propia experiencia. Este misterio cotidiano es una de las claves de la obra –y acaso de la vida– de Federico Campbell.

En la medida que lo fue para Luigi Pirandello, para Proust o para Leonardo Sciascia, la memoria es el centro en la obra de Federico Campbell. Aunque sus libros tocan una constelación de temas muy amplia –el padre, la justicia, el poder, la identidad– es imposible hablar de estos tópicos sin hablar de la memoria. No en vano tres de sus títulos más emblemáticos son Padre y memoria, La memoria de Sciascia, La ficción de la memoria.

En varios niveles, sus libros funcionan con la dinámica de la composición de lugar: el nivel más evidente se debe al ejercicio que el escritor hace al construir obras de ficción. Como en la dinámica jesuita, es preciso disponer un escenario. A partir de sitios conocidos, Federico Campbell construía un andamiaje que reforzaba lo que quería contar: describía, por ejemplo, un desierto habitado por cactus y extraños conejos rojos que saltan de pronto a la orilla de la carretera. O una casa abandonada donde los hermanos habrían de contrastar sus memorias de la infancia. O una vieja iglesia convertida en cuartel de operaciones del aparato de inteligencia gubernamental. Sólo hasta que conseguía el entorno deseado, empujaba a los personajes a interactuar.

En Transpeninsular, novela que le valió el premio Bellas Artes de Narrativa en 2000, ese espacio es la Península de Baja California. Resulta interesante el contrapunto entre las dos líneas que construyen esta novela. Esteban emprende un viaje por la penín- sula para olvidarse del periodismo, mientras Fernando Jordán la recorre para iniciarse en él. Esteban viaja de sur a norte, Jordán al revés. Pero ambos lo hacen convencidos de que sólo en el desierto hallarán lo que buscan. Cito los párrafos que cierran el capítulo 8:

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Me bastaría con la composición de algunas imágenes, ciertas características del terreno, colores, una luz allá en la lejanía espejeante de las cordilleras, y sobre todo el mar solitario (…) para fijar mejor la atención, sin interferencia de nadie ni intercambio de palabras con persona alguna. Esa composición de lugar me hacía mentalmente, como los soldados de San Ignacio de Loyola, mientras esperaba en el transbordador de Mazatlán tomándome una cerveza (…) pensaba también que en algún tramo del camino del tiempo había cometido un error de navegación sentimental y que una oscura fuerza me hacía volver a casa, a la tierra, como un pasajero sonámbulo que a los cincuenta años cae de pronto en el vértigo pasajero de la circularidad.

Para forjar un recuerdo no sólo se requiere un sitio físico: también es preciso disponer las ideas en un orden que propicie el efecto deseado. Eso hermana a los escritores con los músicos, pues ambos ejercen su oficio combinando sonidos y silencios: la frase necesaria en el momento justo detona en el lector determinada pregunta o conclusión. Campbell lo sabía. Sea en sus libros o en su columna semanal La hora del lobo, combinaba sonidos y silencios invitándonos a entrar en el ritmo mental del otro, a debatir con él, a calzarnos los zapatos ajenos para hacer más amplio el lugar donde vivimos. Para hacerlo utilizaba las herramientas de la retórica: “si de algo sirve la literatura es de herramienta para establecer conexiones, organizar los pensamientos y las ideas. No tiene otro propósito”, señala en La memoria de Sciascia.

Consciente de que la duda es mucho mejor anzuelo que la certeza, en muchas de sus ficciones y ensayos sembró un enigma como punto de entrada. Un misterio que actúa como eje gravitacional. Este misterio no es necesariamente un crimen: puede tratarse de un recuerdo familiar, de las expectativas que despierta la mujer soñada o la búsqueda de identidad durante la juventud. Bajo las preguntas

que desvelan a sus personajes, subyace la interrogante esencial: ¿Quién soy, qué hago aquí? Como Juan Preciado en Pedro Páramo, los habitantes de las novelas de Federico Campbell suelen retornar a los espacios que habitaron en la niñez, como un ritual propiciatorio que les ayude a comprender cuál es su lugar en el mundo.

Así ocurre con Sebastián, el protagonista de La clave Morse. Volver a la casa de los abuelos en Navojoa detona ciertas preguntas que lo invitan a hacer un recuento de su infancia y a contrastar sus recuerdos con las versiones del pasado que guardan sus hermanas. Cito dos fragmentos del capítulo 5:

El viejo sillón de terciopelo guinda en la sala, el comedor de caoba, las mecedoras en los pasillos, los ventiladores eléctricos llenos de polvo, la recámara en el tocador de luna que había comprado mi madre, los roperos con la llave colgando del cerrojo, constituían el escenario intacto de los abuelos (…) la oscuridad me consentía distraerme y pensar por otro lado que hay voces internas que uno va guardando: las voces que le enseñaron a uno a hablar, a aprender una cierta lengua, a nombrar las cosas, y se quedan grabadas para siempre dándonos una cierta idea del mundo, una composición de lugar.

Para Federico Campbell, la frase composición de lugar sugería también una acción de corte militar: el inventario después de la batalla. Con decenas de libros publicados, da la impresión de que todo lo que el Maestro hacía tenía que ver directa o indirectamente con la literatura. El recuento nos habla de un periodista y escritor que buscó, cuartilla tras cuartilla, su lugar en el mundo. Que a cada paso seguía haciéndose preguntas, que olfateaba buenas historias donde otros vemos sólo la cáscara engañosa de la cotidianidad. Se preguntaba cómo funcionan las cosas, hallaba conexiones subterráneas. Dignificaba el oficio de periodista, y no lo digo por retórica. Hace unos días recordaba una entre las muchas,

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muchísimas conversaciones que tuvimos: luego de tallerear un texto en su estudio, me pidió que le acompañara con su relojero. Mientras caminábamos por la Condesa me preguntó si me había fijado en que casi todos los relojes que aparecen en los anuncios de periódicos y revistas marcan las 10:10. Yo nunca había notado ese detalle. Nos detuvimos a comprar algunos impresos, y allí mismo comprobé lo dicho por el Maestro. ¿Cómo yo nunca lo había notado? Estuvimos días barajando explicaciones, formulando cuentos alrededor de ese tema. Pero entonces salió otro tema, y luego otro. ¿Cómo no sentirse agradecido por convivir con alguien así? ¿Cómo explicarse el mundo de la misma manera? Cito un párrafo de Padre y memoria: “tiene uno necesidad de referir historias, de contar para ser, porque por alguna enigmática razón sólo el trabajo de la memoria trastocada en narración es la que nos da la idea de quiénes somos: atañe esta labor narrativa a nuestra identidad personal. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy para mí mismo? ¿Cómo soy para los demás?”.

Es probable que cada uno de sus lectores respondiéramos de distinta forma a la última de esas preguntas. Para unos será siempre el hijo del telegrafista, otros lo recordarán como Fede

Erratas, otros lo seguirán evocando como Campbell (pronúnciese como él lo hacía: acentuando la primera sílaba y diluyendo con aires anglófonos la segunda). En el corazón de Carmen Gaitán, su queridísima compañera, será siempre Fede adorado. Para los amigos de su generación será Federico. Para mí siempre será El Maestro, así, con mayúsculas, pues no es esta la primera vez que afirmo que fue el mentor más generoso que pudiera existir. Cada uno de nosotros recordará frases y aspectos diferentes del autor, de la persona y de la valiosísima obra que nos legó. La figura del padre. Los aviones. La fotografía. Tijuana. El periodismo como tema literario. La máscara. La máquina de escribir… No fue el mismo para todos y no lo será, por supuesto: autor de novelas magistrales, periodista que con su ejemplo formó a muchas generaciones de reporteros, ensayista certerísimo, crítico de los laberintos del poder y la justicia… Ha llegado el momento de reconstruir esas historias, de contárnoslas unos a otros, de darles vuelta para sacarle la cáscara a la cotidianidad como él lo hacía. Su memoria es ahora la memoria de quienes le recordamos, quienes le queremos y le admiramos …esas diferentes lecturas coincidirán sin duda en la admiración que su obra y su persona despertarán siempre en nosotros.

Imágenes. Wonderlane: cementerio de Santa Rosalía, Baja California Sur | 3doM: Baja California | Bill gra-cey: ”Motivated Seller - Make an Offer” (en el desierto entre Bahía de los Ángeles y Bahía de San Rafael, Baja California) | Bill gracey: “A Shrine to the Lost Fishermen”, Bahía de San Rafael. Todas: flickr.com

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CARBALLO, DEPORTISTA EXTREMO

raMón castillo

Cuarto de ensayo

Más que un trabajo, la crítica es una forma de vida. Sin embargo, esta labor se ha visto con sospecha o franco desprecio. Recuerdo frases de particular encono sobre

ella. Una de Steiner es por demás sintomática. Parafraseo: castrados, los críticos señalan con desdén aquello que les falta, talento.

No podemos ser demasiado exigentes al respecto ya que abundan dichos que despotrican contra cualquier cosa y aceptamos que no pueden ser definitivos, si bien les otorgamos el beneficio de la duda suponiendo que no todos carecen de verdad. Ni una golondrina hace verano, ni un crítico puede tener la última palabra y, mucho menos, ningún apotegma circunscribe al universo.

Criticar es un ejercicio que se escapa de la simpatía de la gente; de los criticados, con mayor énfasis. Esto tiene particulares implicaciones al vivir en este país. En el genoma patrio la simulación es un cromosoma más. Respetar el canon, observar el listado de buenas costumbres son, lo muestra Carreño, materia de conservadoras genuflexiones. Levantar la voz, decía Vasconcelos, se mira con desconfianza y terror en México.

Así pues, la muerte de Emmanuel Carballo es por demás lamentable. No sólo porque en territorios como el nuestro la práctica

profesional, constante y meticulosa de la crítica ha sido escasa sino que, en algunos momentos, es más fruto del capricho que de un ejercicio llevado a plenitud.

No por deseo, más bien porque así lo perfiló la necesidad, la costumbre y luego el oficio, Emmanuel Carballo llegó a convertirse en miembro de esa tribu rara y poco atendida. Al obtener la etiqueta de reconocido crítico literario, de manera obvia, también ganó la de ser uno de los personajes más confrontados y descalificados del medio. Esto lo asumió con plena consciencia, aceptando el papel que paulatinamente le tocó interpretar en la república de las letras y dando juego a las veleidades que acarreaba su trabajo. Él sabía que la crítica literaria no era una vía particularmente eficaz de ganar amigos.

Me imagino que en sus peores pesadillas, los escritores suelen ver a sus críticos como el invitado que llega a su casa, sube los pies en la mesa de centro, fisgonea cada uno de sus muebles, se toma su vino, se termina su comida, hurga su basura, para luego amonestar los alimentos, la bebida y hasta al perro mientras hace énfasis en el pésimo gusto de su anfitrión. Por supuesto, se va sin agradecer.

La evidencia sugiere que no es una tarea modesta, ni fácil, frecuentar de forma consistente el ejercicio de crítico literario.

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Pasar por la vida haciendo esto es, para algunos, tan fácil que llega a convertirse en medio de subsistencia. Otros, en sentido inverso, pueden vivir una auténtica tortura al mostrar las malas costuras del traje del rey. Se necesitan arrestos para enfrentar con estilo la

faena. Un crítico es un torero bizco, a veces atina, a veces ni siquiera ve venir la cornada, pero ciertas gloriosas tardes sale en hombros. Sin duda, no teme jugarse el pellejo. Todo crítico precisa de coraje, también olfato, oído e intuición. Eso lo tuvo Emmanuel Carballo,

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un torero asaz arrojado, cuya ocasional intemperancia era resuelta por la honestidad de su entrega en el ruedo.

La práctica de este deporte extremo, sin embargo, en el país vecino allende al Río Bravo es constantemente sangrienta, mordaz, ausente de misericordia. Norman Mailer recordaba con auténtico espanto la carnicería que hicieron con algunas de sus obras y el consiguiente periodo oscuro que le sobrevino tras los juicios de sus lectores profesionales. Luego, con la sabiduría de los años, recalca que ni siquiera era tan importante hacerles caso. Algo de justicia tenían sus observaciones, cierto; no eran maledicentes, por fortuna; y, en el caso de que así lo fueran, eso es parte del negocio. Se toma o se deja.

Cuando se confunde la crítica con la afrenta, el comentario fuerte con la grosería y la honestidad con el desacato la importancia de tener practicantes de este oficio es relevante. Su figura es necesaria para crecer tanto en el nivel de la discusión como en la apertura de los miembros de los círculos letrados a saberse un poco menos que mortales.

Con regularidad son los escritores quienes suelen realizar la lectura, halagadora o desdeñosa, de sus colegas. Esa veta ha sido rica en análisis elegantes y fecundos. Sin embargo, practicantes de tiempo completo no los ha habido en número abundante o, al menos, no con el suficiente reconocimiento. En uno de sus Párrafos para un libro que no publicaré nunca Carballo escribió una breve lista de autores y textos que alimentaron la crítica literaria nacional. Comienza con Altamirano y termina con Beristáin, pasando por Reyes, Gorostiza, Paz, Revueltas, entre otros. Destaca que “de los diecisiete críticos que menciono sólo cuatro ejercen o ejercieron la crítica como vocación y profesión casi única: imagino que el dato algo significa”.

En efecto, es llamativo pues si el crítico es “un cronista de un momento de la literatura de un país”, pareciera que estamos condenados a no saber mucho de nosotros mismos. En virtud de tal

consigna, Emmanuel Carballo y su función fueron indispensables. No necesariamente fue el mejor o el único, aunque sin duda, su trabajo otorgó un sentido a las páginas del tiempo que vivió. Es posible discutir si sus observaciones fueron justas, si el tiempo le dio razón o más bien evidenció sus limitaciones, pero no se le puede escamotear el hecho de que abrazara ese ejercicio de cronista de las letras con ejemplar miramiento.

Tuvo en claro que la mayoría de las veces la crítica partía de principios teóricos y técnicos tan provectos, tan actuales como el “cuatachismo”, el “nebulismo”, el “doctrinarismo”, el “diletantismo” o el “impresionismo” y no de un sustento argumentativo basado en estudios literarios o un andamiaje académico.

Fue combatiente y tenaz, no siempre dio en el blanco aunque siguió arrojando saetas con terca voluntad y amor por las palabras. Pero sostuvo en todo momento su deseo de imprimirle un carácter profesional y serio a la labor del crítico. A partir de esto se entiende la aseveración de que su obra más conocida, Protagonistas de la literatura mexicana, era más que un libro de entrevistas una historia de las letras del país.

Sabemos que el volumen recibió los beneficios de la fortuna y varias ediciones. Como toda historia o empresa, sus virtudes y defectos emanan de un solo núcleo: ser obra de un hombre. La subjetividad forzosamente selecciona e imprime su cadencia en los resultados. Siempre ha sido así. Extraño de menos determinadas figuras ausentes en el conjunto, hasta la fecha no me queda claro el porqué de su falta; si bien reconozco agradecido que en mis primeros avances fue un vehículo que me dejó pasmado al presentarme de manera cercana y accesible a algunos personajes que luego aprendí a admirar.

“En este país –como crítico literario– los juicios de valor duran cuando mucho 25 años. Sé que mis juicios van a morir conmigo.

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Cuando eso suceda –si fuiste congruente– te van a perdonar la vida, van a decir: este hombre por lo menos era sincero.” En efecto, su honestidad puede ser el boleto con el que se le recuerde en una no muy lejana posteridad, pero todavía falta tiempo para que podamos saberlo. Al leer el índice del libro Narrativa mexicana de hoy, publicado en 1969, llama la atención que los nombres ahí reunidos sean presencias actuales, escritores que hablan hoy a través de sus obras. Esto sugiere que en tanto intérprete de su tiempo poseyó

buen pulso. Sucede lo mismo con aquel célebre conjunto de Autobiografías precoces que editó, también en los sesenta, para que Leñero, Elizondo, Pitol, Monsivaís, García Ponce, del Paso y varios jóvenes más se presentaran, desde una faceta eminentemente personal, ante sus lectores.

Será bueno recordar que la marcha de Carballo no se redujo a ser un crítico, aunque fue uno de los más ubicuos, sino que fue antes que nada un apasionado amante de la lectura, un activo conversador literario sobre la literatura. Me quedo con ese Carballo animador y propulsor, con el artífice en sus mocedades, junto con Carlos Fuentes, de la Revista Mexicana de Literatura. El arrebato de sus aseveraciones se comprende a la luz de su obsesivo entusiasmo ante la palabra y lo que se puede construir con ella.

En el último libro suyo que le tocó ver impreso rescató varios apuntes escritos a lo largo de su carrera, dichas memorias surcan temas diversos, disímiles, arrojados a la manera de pequeñas islas o trozos desmembrados de un continente. Este dietario es llevado por un sesgo entusiasta, íntimo, a ratos juguetón, en apariencia azaroso; en él vierte recortes de su pensamiento, que no son más que un postrero intento de autorretrato, una tentativa final por revisar sus inicios, juzgar sus aportes y dar paso, sin tragedias ni lamentos, al ocaso de su vida.

Recupera en este volumen un texto que escribió a los 37 años: “Cuando envejece, el crítico debe comportarse como se comportan los verdaderos poetas marchitos: si tiene suerte retirarse a tiempo de la vida profesional y engrosar las huestes de los lectores de tiempo completo. Ya no entiende lo que pasa y ya no lo entienden”.

Quizá sea esta la hora de volver a preguntarnos sobre lo que él entendió de la literatura y lo que nosotros hemos entendido de él.

Imágenes. Básculas pesa-cartas. donovan Beeson, José fernando Melero | Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias del Trabajo de la Universidad de Sevilla. Todas: flickr.com

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Charcutería y ultramarinosCuarto de ensayo

En esta hora tan muda. A la muerte de José Emilio Pacheco

Jesús francisco conde de arriaga

De los esponsales de Tetis y Peleo no sólo nació el de los pies ligeros, quien arrastraría el cuerpo del domador de

caballos en la batalla de Troya, sino también la furia de Eris, madre del dolor, la pena, el olvido y la ruina. Al no ser invitada, del jardín de las Hespérides tomó una manzana dorada que arrojó a la fiesta con una inscripción: “para la más bella”. Hera, Atenea y Afrodita se disputaban para sí el epíteto con tal vehemencia que el Crónida intervino, y dejó que Paris resolviera la querella. El juicio del priámida devino guerra por los ardides de Afrodita, quien fue la elegida y también quien engendró en el pecho del de la hermosa figura un amor irrefrenable por Helena. El rapto, la guerra y la caída de Troya han sido ya cantados por Homero y venturosamente conocidos por nosotros.

Del mismo modo, esa manzana ha rodado del monte Pelión hasta nuestros terruños, y lleva ya mucho tiempo entre nosotros. Su inscripción, Juicio de Paris. Colección Ludovisi, Palazzo Altemps. Museo Nazionale Romano. Foto: MMarftreJo flickr.com

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acaso difuminada por el paso de las centurias, no es ya descifrable, pero aun despierta la codicia de quien la ve o la presiente, de quien incluso estando lejos de ella la quiere para reconocerse en sus miedos y fracasos. ¿Qué forma tomó Eris para dejar caer el fruto de las Hespérides en nuestros apetitos?, ¿quién fue aquel que deseó para sí una inscripción ya olvidada y provocó una nueva guerra y nuevos ritos funerarios?

La voracidad se despierta rezumando envidias y vanidades para hacerse de esa poma áurea que rueda y rueda ante nuestros ojos. Esa discordante manzana es también la que envilece a vergonzantes especímenes que sin asomo de pudor claman que la muerte les hizo un favor al cubrir con su manto a quien sí es poeta, a quien cantó con voz única a la memoria, a la historia, a la ciudad, al hombre.

La muerte de José Emilio Pacheco es, como toda muerte, imprevisible, abrupta, asaz impensable. El poeta nacido en 1939 en la ciudad de México conoció la literatura mexicana y a sus protagonistas desde las redacciones de revistas como la de la Universidad de México y suplementos como México en la Cultura. En su largo peregrinar por las páginas de la literatura mexicana se vislumbra un compromiso con la palabra y el estudio minucioso de la historia. Su Antología del modernismo sorprende por su erudición y cuidado; sus artículos periodísticos encierran correspondencias inusitadas; su narrativa esplende por su atemporalidad y permanencia, y su poesía va en buscas míticas que apuntan a la memoria y a la contemplación.

Para José Francisco Conde Ortega, “una permanencia poética como la de José Emilio Pacheco no pasa inadvertida. Ha leído la historia de su casa, de su país, de su mundo. (...) Pacheco sabe que en el canto colectivo, en el poema, la memoria de los hombres –acaso su pesar– tiene visos de permanecer”. Esa memoria de los hombres es la que se trasluce conciencia cuando el poeta se reconoce en su ínfima existencia, en su relación con el mundo en el que habita y se sabe desolado. Baste citar un poema de Siglo pasado:

LA LENGUA DE LAS COSAS

La lengua de las cosas debe ser el polvo donde se comunican sinHablarse.El polvo o la sombra que proyectan.Demencia de las cosas cuando su voluntad se rebelaY se esconden frenéticas o se niegan a funcionar obstinadas.Únicos medios de rebelión a su alcance,Únicas formas de decirnos que no somos sus amos,Aunque tengamos el poderDe destruirlas y olvidarlas.

El hombre no es dueño o señor de su cotidianidad ni de su existencia, acaso tampoco lo sea de sus sueños y alcances. En realidad, lo que permanece es la voluntad de ser parte de ese río heraclitiano “adonde entraba / (y no lo hará jamás, nunca, dos veces) / la luz de octubre rota en la espesura”. La desazón por el agua que es pura para los peces pero que no podrá jamás saciar la sed del hombre llevó a Pacheco a buscar en la poesía una respuesta para el desconsuelo. Y otra vez sentirse perdido. El mundanal ruido, la carga de la supervivencia son acicates en su pluma, en la contemplación de una vida que muestra velada y sombría.

TIERRA DE NADIE

En la ignorancia a medias de un idioma,Ya que el dominio es imposible,Las palabras demuestran estar hechasDe la esencia del mundo y la poesía.Pienso en diré, por ejemplo:“barro, lodo, tierra,Polvo, suelo, mugre,

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Suciedad, obscenidad,Bajeza, vileza”.(...)Extraño llamar “Tierra” al planeta erranteEn donde navegamos siempre en tinieblasY a la materia de la que sale todoY todo regresa.La tierra baldía, la tierra prometida,La tierra de nadie.

Sin embargo, para José Emilio no es el “asco de ser ni pesadumbre de estar vivo: / Extrañeza / De hallarse aquí y ahora en esta hora tan muda”. Es la extrañeza que precede al asombro, a la creación. A esa creación a la que JEP consagró hora tras hora de su venturosa escritura con riguroso oficio. Como ya lo consignó otro poeta mayor, Jorge Fernández Granados, el trabajo acucioso de escritura y reescritura con cada nueva edición de alguno de sus libros lleva al lector a descubrir “un diálogo y hasta una lucha entre el poeta joven y el poeta maduro”. Como escribiera el mismo Pacheco:

¿Qué pensaría de mí si entrara en este momento y me encontrara en donde estoy, como soy aquel que fui a los veinte años?

Fernández Granados sabe que “en esta continua tarea de relectura y corrección parece haber un requerimiento estético y, más aún, uno ético. No se clausuran los poemas de José Emilio Pacheco en su primera versión: la fidelidad no es a un original, (...) sino al rito no culminado de la lectura y la escritura”. Es este rito el que ofició JEP con cada uno de sus libros. La búsqueda incansable por encontrar la

síntesis, el canto certero que comunique y desnude la voz del hombre. Para seguir con Conde Ortega: “El hallazgo de la palabra que no puede ser sustituida, en la designación de una realidad, supone una decantación angustiosa. Los adjetivos [de Pacheco] completan, iluminan, cercan al sustantivo para establecer una realidad poética única e inviolable”.

Será acaso esta realidad única la que permitió a José Emilio Pacheco mirar con recelo la manzana dorada que ha llevado a la ignominia a tantos otros. Será que su mirada gentil y sabia conocía e los entresijos que conlleva la apetencia por la celebridad. José Emilio se dedicó a contemplar la palabra, la voz, el canto, su memoria, su mar, aquel “que no tiene comienzo”, “el que sale al encuentro por todas partes”. Con su muerte queda un resabio doloroso en quienes aprendimos a leer con sus líneas. El veneno de Eris no acarició la mano franca de José Emilio Pacheco, aprendamos de su gentileza y erudición. Qué “triste que todo pase / Pero también qué dicha este gran cambio perpetuo”.

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Andrés Caicedo o del mito del escritor joven

daniel orizaga doguiM

Cuarto de ensayo

Un bailarín experto de bigotillo mexicano lanza como frase de seductor: “¿y para qué ser joven otra vez? Como si no se hubiera pasado por hartas para llegar a la edadcita ésta?”.

El pasaje está en una novela de Andrés Caicedo.Me parece imposible escribir sobre Caicedo sin caer en los lugares

comunes—biografemas, dirían otros—que lo convierten en star. En contra tenemos demasiado: el encanto de precursor kurtcobeniano, la incontestable salida dramática del personaje, la sombra de la genialidad precoz y el ser propio enemigo de su promesa. Parece cuento, en verdad: el autor sólo vería publicada ¡Que viva la música! (1977), una de las novelas de culto por la juvenilia de América Latina a partir de entonces. Fuera de sus críticas de cine, la obra de Caicedo es un montaje póstumo. De sus cuentos, artículos y novelas se han encargado Sandro Romero Rey y Luis Ospina.

El gusto por Caicedo (Cali, Colombia, 29 de septiembre de 1951 – 4 de marzo de 1977) está infectado por la leyenda y el mito, porque, claro, la rebeldía, como la melena, son los atributos de la eterna juventud. Parte de su audiencia enloquecida parece olvidar el respeto que tenía hacia sus viejos escritores, como Melville o Poe, y las aficiones por las drogas, la pasión por la música, lo oscuro,

la epístola confesional que ya habían hecho tradición en Colombia. Allí está José Asunción Silva. Pero Caicedo no puede, ni quiere, ser un padre edificante, un fundador o renovador de nada. Fue un radical consciente, que ya es distinto. La de Caicedo es una velocidad energética de nombres propios, de canciones, bares y amigos perdidos.

En ¡Que viva la música!, dos en vínculo psicodélico escuchan tronar en la radio a la infaltable Grand Funk y la omnipresente “Llegó borracho el borracho”, en un viaje “entre ceibas y samanes [a] la hora de más ajetreo de las chicharras”. Y es que, escribe Caicedo, “Sabido es que a las chicharras les rasca el sol y cantan para olvidarse. Cuando no cantan, duermen un sueño tonto. Cuando cantan en exceso, revientan”.

En su cohorte de juventud, la rumba adquiere los nombres y las calidades de quien propone la cita en Cali:

Había que huirle a las malas presencias de parientes y enemigos. Tener en cuenta que eran todos muchachos psicodélicos, que unos llegaban a la cita ya bajando, pretendiendo que la compañía de la gente bella les hiciera menos hiriente el cese de velocidad, ese

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peso en el estómago que a la vez va subiendo... Siempre había colas ante el baño de los hombres, los muchachos que intentaban ponerse livianos y más plácidos defecando al fin de cada viaje.

A Caicedo lo caracteriza un vigor peculiar y también, una propensión a la entropía en vísperas del desastre. Cine, teatro, música, escritura, todo a tope, como si el dictum de Cyrill Conolly –a quien seguramente no leyó– lo amenazara. No escribió su obra maestra, pero logró algo más escaso todavía: una corriente eléctrica, un latido. “No es el mix lo que le da sobrevida a [la narrativa de] Caicedo sino el ritmo de su prosa: leerlo es afiebrarse”, escribe alguno.

Un ritmo duro, eso sí, el de Pepito Metralla que corre el soundtrack con la música de los sesenta más queridos, el de los Stones y su “I can’t get no satisfaction”. Pero con Héctor Lavoe haciendo la segunda—y a veces primera—voz. Porque Cali es rock y salsa, un remix burgués y lumpen...como pudo serlo la Acapulco de Se está haciendo tarde, final en la laguna, de José Agustín. No extraña la hermandad que existe entre Caicedo y la Onda. Tanto el anhelo cosmopolita y la preferencia por lo popular se encuentran en ambas narrativas. Y si el cine es ya nuestro lenguaje común, ellos nos dieron el fraseo de las próximas generaciones. Caicedo tenía un ojo al cine, otro a la calle y los diez dedos sobre el teclado.

Uno se pone a pensar en el blog que mantendría, y nos damos cuenta de que sería tan anacrónico como una poética del tuit para un Mick Jagger. Sus referentes esenciales vienen de un vago hippismo, caleño, que incluye a Cortázar, a la marihuana y el frenesí por la experiencia. Y la lectura chic de los tomos de El capital. Pero el imaginario retro tampoco logra contenerlo. Vive por su época, pero su sensibilidad suele guardar matices que se alimentan de su ambiente; la transforma en energía para su escritura. Por eso una parte de sus textos se queda allá, con su momento, con cierta farandulería.

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El cuento de mi vida es una autobiografía precoz, un relato tierno de formación. Lo que aquí acontece puede resumirse en el subtítulo: son las Memorias inéditas de un joven asustadizo, de un autor inteligente, de un cinépata deslumbrado. Claro, está la infancia, los viajes con los amigos, una estancia en Los Ángeles a causa de un guión, amores –femeninos, los de Nellie y Rosario Caicedo–. Los otros hechos del anecdotario, como la precariedad económica, el regreso a casa de los padres, el hospital, los cigarrillos y las botellas también se desvanecen. Poco he dicho sobre los episodios, y es que lo importante está en otra atmósfera.

Dos rasgos kafkianos más, la angustia ante el padre y el modo epistolar de relacionarse con Patricia, su novia, se añaden al fervor de los buenos pocos amigos que rescatan su obra. El tono es lo que cambia todo. El humor, la ironía, el sentido del ridículo son propios de Caicedo; suya una prosa deslumbrada e inmadura –casi adolescente– y de acento coloquial, de altura antropofágica. En ella está la tensión entre lo no dicho, su compulsión verbal, su ingenuidad y brillantez. Es la prosa caníbal que se traga su vida. Nos dice: “Que un muchacho aparecía tal día con la piel cuarteada, con menos pelo, con el equilibrio un tanto descuadrado, ¿un muchacho de 15 años? No importaba. Había una actividad en todos ellos (yo no sé si era la ropa a la moda) que hacía un espectáculo feliz de ese desperdicio. Reían con prevención.”

Y es que El cuento de mi vida (Norma, 2008) es un libro en peda-zos, de recuentos y de cartas a amigos, algunas fotos y documentos. Ni siquiera son diarios de la exaltación de una década. Alberto Fu-guet tiene razón: Caicedo nació en el tiempo errado, aunque sospe-cho que los dos daríamos explicaciones distintas. Algo en él aparece melancólico, tan dieciochesco, y sin embargo, por su extravagante lucidez explora vanguardias hacia la narrativa actual, haciéndolo nuestro contemporáneo, nuestro semejante. Andrés Caicedo, su majestad endemoniada, el tiempo está de su lado.

Imágenes. MalcHico BruJerizMo: flyer para fiesta tributo Andrés Caicedo | ricardo HincaPié: “Cali Panorá-mica” | ale arango-g: El Lido, Cali. Todas: flickr.com

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LOS OJOS DE LA REINA

Javier Márquez

Los ojos de la reina se estrenó el 23 mayo de 2008 en una coproducción de Compañía Teatral Muppets y Grupo Editorial Antropófagos en el Auditorio Ibarrola de la Escuela Cristóbal Colón en el marco del XI Congreso Huma-nitas con el siguiente reparto:

Liz: Ana Karen Lara.Ely: Paloma Velázquez.Mamá: Alejandra Ariza.

Escenografía: Compañía Teatral Muppets.Vestuario y utilería: Compañía Muppets y Grupo Editorial Antropófagos.Efectos especiales: Javier Márquez, Iván Arizmendi.

Dirección: Javier Márquez

Liz, la menor. CamisónEly, la mayor. CamisónMamá

Liz sentada en una silla cepillándose. Tararea una canción.

Ely, desde fuera musita: Liz, Liz.

liz, acercándose: ¿Qué?

Entra Ely con una bolsa.

liz: ¿Qué es?

Ely: Trae la silla.

Liz obedece. Ely saca de la bolsa un oso de peluche. Lo pone en la silla.

El cabrito de don Dionisio

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liz: Ely, mamá dice que no juguemos con…

Ely: ¡Cállate! Si no, no juegas.

Liz guarda silencio. Ely avienta la bolsa.

Ely: Ayúdame con lo otro.

Un juego de té. Un sombrero de mujer para el oso. Se sientan. Ríen.

Ely, sirve el té: ¿Cómo ha estado últimamente, señor oso?... Me da gusto… nosotras también bien, gracias.

liz: Dentro de lo que cabe.

Ely: Sí, dentro de lo que cabe.

liz: ¿Quiere azúcar para su té?

Ely: Usted sabe, con esto que le ha sucedido a la reina.

liz: Una tragedia.

Ely: El que lo haya hecho deberá pagarlo muy caro.

liz: Dicen que fue el joto de corazones.

Ely: Sí, yo también oí eso. Ese desgraciado. Nunca le tuve mucha confianza.

liz: Ni yo tampoco.

Ely: ¿Y usted, señor oso? Yo me acuerdo que usted era muy allegado a la familia de corazones. Usted deberá saber más del asunto…

liz: Sí, claro, entendemos que la reina no ha sido del todo buena.

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Ely: Pero es nuestra reina y todo aquel que atente contra ella lo hace contra nosotras.

liz: De hecho, dice la gente que lo vieron a usted reunirse con el joto de corazones un día antes de los sucesos.

Ely: ¿Es cierto eso?

liz: ¿No?

Ely: Pero si existen fotos. No puede negarlo. Será mejor que confiese…

liz: No le conviene quedarse callado.

Ely: Para nada…

liz: De acuerdo, si no quiere hablar del asunto.

Ely: No nos deja otra opción.

Avientan bruscamente el juego de té. Le quitan el sombrero al oso. Liz lo toma de las manos por detrás de la silla.

Ely: Debió de hablar cuando pudo. ¿Dónde están los ojos de la reina?... ¡Confiese! Confiese o se le acusará de traición a la patria, encubrimiento y extracción de ojos… ¿Nada qué decir?... Tal vez necesite algo de ayuda. ¿Soldada?

liz: Sí, tal vez un poquito de ayuda. Golpea al oso. Contéstele.

Ely: Creo que no fue suficiente. Liz golpea más fuerte al oso. ¿Nada? Creo que usted no comprende su situación del todo. El atentado que sufrió la reina es de una atrocidad innombrable y aquel que resulte responsable de tan asquerosa acción lo pagará con su cabeza. Así que como ve, le conviene hablar…

liz: Si me permite, generala, tendremos que utilizar otros métodos de persuasión.

Ely: Proceda como más convenga, soldada.

Ríen en complicidad. Liz toma dos lazos. Uno lo ata a las manos del oso y al respaldo de la silla. Otro a los pies del oso y ella lo sostiene.

Ely: Usted no nos deja otra opción. Sostiene el respaldo. Podría ser que antes de que nosotras tengamos que ejecutar tan penosa tarea, usted nos conteste ¿¡dónde están los ojos de la reina!?... Bien, si no le interesa hablar. ¡Tire soldada! Ely tira del lazo y estiran al oso. ¡Tire un poco más…! Parece que el prisionero es tontamente leal a su causa… Soldada, prepare la silla de clavos.

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Liz suelta el lazo. El oso cae al suelo. Liz toma la charola del juego de té y la voltea. Está llena de clavos. La pone sobre el asiento.

liz: Listo, generala.

Ely: Se dice que usted actuó en combinación con un soplón muy allegado a la reina: Su amigo, el joto de corazones; quien, para su conocimiento, se encuentra en el estado de prisionero con el cargo en su contra de traición a la patria. ¿Fue él su cómplice? ¿El le pasó la información de la reina?...

liz: Generala, tal vez si traemos a su amigo a presenciar el interrogatorio, alguno de los dos entienda que lo más pertinente es confesar.

Ely: De acuerdo. Traiga al otro prisionero.

Liz saca del bote de basura una jaula donde está el naipe del joto de corazones.

Ely: Ahora, uno de ustedes tendrá que hablar. Al joto de corazones. Se dará cuenta que de usted depende el bienestar de su compañero, para lo cual es necesario que diga los nombres de todos los que participaron en el atentado… Ni el ver a su amigo en problemas le mueve el corazón. ¡El oso a la silla! Sientan al oso en la silla. Se creen muy valientes. No aguantarán mucho. Al oso. Entienda que su vida está en nuestras manos. Nosotras somos las únicas que lo podemos ayudar. No tiene caso que guarde fidelidad a los suyos. De cualquier modo, van a morir. Así que ¿qué dice? ¿Coopera con nosotras?... Lo hunde más en la silla. ¡Contésteme!

liz: ¿Sabe qué, señora?

Ely: ¿Qué?

liz: A mí se me figura que el oso se comió los ojos de la reina.

Ely: Ah, ¿sí?

liz: Y no quiere hablar porque sabe que todavía trae aliento a ojos.

Ely: ¿Es cierto lo que dice la soldada? ¿Se comió los ojos de la reina?... ¡Al menos afirme o niegue con la cabeza!...

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liz: El que calla otorga, señora.

Ely: Muy bien. Entonces, si se comió los ojos de la reina no creo que tenga problema en pagarlos con los suyos. ¿Soldada?

Liz toma un estuche lleno de diferentes tipos de pinzas. Se lo muestra a Ely. Ely elige una y se la da a Liz.

Ely: Es su última oportunidad. Confiese. Si lo hace, le ofrecemos una muerte rápida, de lo contrario, tendrá que recibir un baño de aceite hirviendo junto con su cómplice… Proceda. Liz extirpa un ojo. Ni una muestra de dolor. Hasta eso nos niega. El placer de verlo retorcerse. Siga con el otro. Liz obedece. Muy bien, tal vez sea hora de poner a calentar el aceite.

Ruidos de llaves y tacones fuera de escena. Ambas se voltean a ver nerviosas.

liz: ¿Qué hacemos?

Ely: Escóndelo.

Ocultan la charola con clavos y las pinzas. Guardan al oso en la bolsa, Ely la esconde tras su espalda cuando entra Mamá.

MaMá: Hola, niñas. Ya vine. ¿Cómo se portaron?

liz y Ely, nerviosas: Bien.

MaMá: Que bueno, me da gusto. Nota el nerviosismo. ¿No vienen a darle un abrazo y un beso tronadote a su mamita?

liz y Ely: Sí. No se mueven.

MaMá: ¿Y luego? ¿Por qué no vienen?

Ely hace crujir la bolsa. Liz la voltea a ver.

MaMá: ¿Qué tienes atrás, Ely?

Ely: Nada, mamá.

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MaMá: ¿Segura?

liz: Sí, Ely no trae nada.

MaMá: Ah. Se acerca a Ely quien hace lo posible por esconder la bolsa. Mamá termina por quitársela. ¿Qué hacen con esto?... Les he dicho muchas veces que no jueguen con la…

Ely: Fue idea de Liz, mamá.

liz: No es cierto. Fue idea de Ely.

Ely: No, fue tuya.

MaMá: Niñas, niñas.

liz: Tú trajiste el oso al cuarto. Mira, tu chancla está manchada de/

Ely: Tú te tocas tu parte a cada rato y dices que te gusta mucho.

liz: ¡No es cierto!

MaMá: Niñas, ¡basta!

Liz, llorando: No es cierto, mamá, yo no me toco mi parte.

MaMá: Ya, ya, tranquila. Ven. Carga a Liz y se sientan en la silla. No te preocupes, eso es normal. A todas nos pasa. Sólo no me gusta que jueguen con eso. Señala al oso. No lo van a volver a hacer, ¿verdad?

liz, todavía llorando y Ely: No.

MaMá: Bueno, entonces ya no llores. Liz se seca las lágrimas. ¿Ves? Así te ves bien bonita. Sin llorar. Ya todo pasó ¿OK? Liz asiente. Bueno, ¿qué quieren hacer? ¿a qué quieren jugar?

Ely: Matatena.

liz: No, eso es muy aburrido.

Ely: No es cierto.

liz: Mejor a las escondidas.

Ely: ¿Para qué? Siempre te quedas dormida donde te escondes.

liz: Entonces a las trais.

Ely: No, porque vas a llorar si pierdes.

liz: Yo no lloro.

Ely: Sí, eres una llorona.

liz, casi llorando: No es cierto. ¿Verdad, mamá?

MaMá: No, no es cierto.

Ely: Ya sé.

MaMá: ¿Qué?

Ely: Cuéntanos cómo nacimos.

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liz: Sí, sí, eso.

MaMá: ¿Seguras quieren que les vuelva a contar eso?

liz y Ely: Sí, sí.

MaMá: Pero si ya se lo saben de memoria.

liz: No importa.

Ely: Otra vez.

Liz: Ahora toca mi historia primero.

Ely: Pero si yo nací antes.

liz: Ay, Ely, siempre cuentan tu historia primero.

MaMá: Sí, Ely, hoy empezaremos con Liz.

Ely, de mala gana: OK.

MaMá: Bueno. Con ternura maternal. Pues resulta que un día yo estaba haciendo el quehacer de la casa y entonces me di cuenta que el agua se encharcaba en la regadera porque algo estaba tapando el caño. Fui por la bomba para destaparlo y entonces bombeé y bombeé y nada que se destapaba el caño/

liz: ¿Y luego?

Ely: Déjala hablar.

MaMá: Y luego pues dije; qué raro que no se destapa. Entonces lo hice más fuerte y más fuerte hasta que sentí que algo se pegó a la bomba. La levanté y ¿qué creen que era?

liz y Ely: ¿Qué?, ¿qué?

MaMá: ¡Una bebé! Una bodoquito que estaba tapando la coladera.

Ely: ¡Era Liz!

Liz se ruboriza.

MaMá: Sí, sí, era Liz. Mi pequeña y hermosa Liz.

liz: Qué bonito.

Ely: ¿Y qué hiciste luego?

MaMá: Pues la despegué de la bomba y la limpié con cuidado y le di un besototote.

Ely: Y se puso a chillar.

MaMá: Sí, porque la había despertado.

Ely: ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Cómo nací?

MaMá: Pues tú naciste una vez que yo… estaba haciendo del baño.

Ríen Liz y Mamá.

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Ely, indignada: No es cierto.

MaMá: No, no es cierto, chiquita. Tú naciste de un boquete en la pared.

Ely: ¿Cómo?

MaMá: Lo que pasa es que ya llevaba varios días que oía ruidos en las paredes y supuse que eran ratas…

liz: Ely es una rata. Ely la observa enojada.

MaMá: Entonces le hablé a un exterminador de plagas para que viniera a matar a las ratas. Ubicó el lugar donde se oía el ruido y golpeó alrededor para hacer un hoyo y que todos esos animales salieran para que él los aplastara. Y cuado abre el boquete que nos encontramos a una bebecita hecha bolita y la cargué y la abracé y le di un beso bien tronado. Le da un beso a Ely.

Ely, presumiendo: Yo no lloré.

liz: ¿Y qué?

Se sacan la lengua. Ríen.

Ely: ¿Y qué hiciste cuando nos tuviste a las dos?

MaMá: Uy, pues estaba muy feliz porque me había encontrado dos monstruitos hermosos. Las abraza. Y tan tan. Se acabó la historia. Las niñas aplauden. Gracias, gracias… ¿No tienen hambre?

liz y Ely: Sí.

MaMá: Porque yo me comería a un león entero. Espérenme aquí. Voy por el plato y por un cuchillo. Mientras recojan su cuarto. Sale.

Mientras recogen.

liz: Que buena es nuestra mamá.

Ely: Sí. Es la mejor del mundo.

liz: Del universo.

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Regresa Mamá con un plato muy grande que pone al centro. Se sienta en la silla.

MaMá: A ver, pásenme la bolsa. Se la pasan. Saca el oso. Mmh, se ve bien rico. Clava el cuchillo en la panza del oso y lo abre. Del oso caen vísceras crudas al plato. Ahora sí, a comer.

Empiezan a comer con las manos del mismo plato. La comida es deliciosa. Liz encuentra algo.

liz: Mira.

Ely, con la boca llena: ¿Qué?

liz: El oso sí se había comido los ojos de la reina. Aquí están.

Ely: Sí es cierto. Tenías razón.

liz: ¿Los compartimos?

Ely: ¿Uno y uno?

liz: Sale.

Ely: ¿Pero mamá?

MaMá, que ha estado pendiente de la situación: No, no. Ustedes coman.

liz: Bueno. ¿A la de tres?

Ely: OK.

liz: Una.

Ely: Dos.

liz: Tres.

Comen los ojos. Mamá sonríe.

BUEN PROVECHO

Imágenes. steven greenBerg | Bernat casero | gorun26| louise ferrari | farrukH | Beatrice MurcH | connor treacy. Todas: flickr.com

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50Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

Tras rescatar mi veliz guinda de la banda transportadora, declarar en la aduana y verme desfavorecido con el tipo de cambio, salí al encuentro de una pequeña multitud que sitia-

ba la puerta de llegadas internacionales; nadie ocultó la desilusión al verme. Algunas adolescentes ahogaron su júbilo en la garganta, la mayoría apretaba contra sus senos los carteles, y otros afiches, en donde pude reconocer el rostro multiplicado del alemán con el que había compartido vuelo. Rajá, turrito, rajá,1 me gritó una mu-chachita linda como una venana que da al parque; no debía pesar más que un retrete, pero la potencia con la que batía el brazo y ha-cía chasquear la yema de los dedos me hizo hervir las orejas de ver-güenza. Apreté la marcha para salir de aquel arco voltaico. No me pareció justo que alguien capaz de provocar tal expectación debiera viajar en vuelos chárter junto a personas como yo. Antes de dar el primer paso fuera de Ezeiza, escuché el estallido de euforia a mis

1. Cf. Roberto Arlt, Los siete locos: El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamo ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:—Rajá, turrito, rajá.Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó.

espaldas; seguramente el alemán había hecho su entrada triunfal para deleite de sus admiradoras.

En el único rostro donde pude adivinar cierta alegría al verme fue en el del taxista, quien interrumpió la rutina de calistenia que

The torture never stops.The tortureThe tortureThe torture never stops.

Frank Zappa

STA. MARÍA BAYRES [3] EFECTO CORIOLIS

leonardo teJa

Falsía y desmesura

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51Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

desarrollaba junto a su vehículo. Le entregué el veliz guinda, y al ver el esfuerzo maquinal con que lo tomaba para encerrarlo en la cajuela, sentí un burbujeo que la gente que viaja mucho debe tener ya queratinizado en el asombro; una certeza, tan grande como una casa, de que al día siguiente despertaría en un sitio distinto al del día inmediatamente anterior. Che, pero qué tanto empacaste, pesa como el ataúd de mi vieja; no habrás traído todo lo que te hizo venir acá.

Esquivé la pregunta metiéndome al auto. Cuatro segundos des-pués me alcanzó el chofer, frotaba las manos cerca de la boca; la es-

piral del vaho me recordó los faroles que había comprado en México durante mi último simulacro de nostalgia. Busqué en mis bolsillos hasta encontrar el paquete. Lo contemplé con suficiencia y despren-dí el celofán con ademanes exagerados. El chofer me miraba con profunda desaprobación. –¿Usted fuma?– Le pregunté dispuesto a que una experiencia transcontinental nos hermanara durante el trayecto, y se le suavizara lo torvo de la mirada. De ningún modo, eso hace mal; a la larga afecta la capacidad de intimar. Entonces se acomodó en la orilla del asiento y tomó el volante con severidad injustificada, hacía rechinar el recubrimiento con sus manazas. Es-tuve seguro de que recordaba los detalles de su mentada intimidad y regresé los cigarrillos a mi pantalón.

¿Hacia dónde vamos? Al hostal Santa María Bayres.Y, pero, eso no me dice nada ¿A cuál de todos se refiere? Daría lo

mismo si me dijera que va al hotel San Martín Libertador. Está en el barrio del Caballito; en la esquina que forman Lo-

bos y Díaz Vélez. Mirá, te voy a tratar de vos, porque es un camino largo y va a pasar

de cualquier modo, pibe. ¿Vos no te das cuenta de que sonás como un idiota cuando decís “el barrio del caballito”? Vos vas a “caballito”, nada del “barrio del”. No sé cómo sea en Colombia, che, pero acá no es así. A ustedes se les hace un pícnic cruzarse la frontera con el cuen-to del Mercosur; y bueno, se ganan dos mangos sudando el culo aden-tro de los kioskos. Lo mismo pasa con los chilenos y los bolitas y los brazucas y los que se anexen esta semana al tratado, y no hablemos de los chinos que le dan laburo a todos los que te mencioné; todo para que ni en la hora de la siesta estén cerrados sus almacenes. Recuerdo cuando era chico, y mi vieja me mandaba a lo de Don Fermín; ese sí era un almacenero de los de antes: las medias lunas calientitas y la cerve siempre fría; no como estos chinos que en verano te cobran un extra sólo porque la cerveza estuvo dos minutos en la heladera: “tré-

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peso-má, tre-peso-má”, no se saben otro verso... Además, ¿Lobos y Díaz Vélez en dónde hacen esquina?

Oiga, pero yo no sé cómo sea nada en Colombia.¿Lo qué? ¿De dónde sos entonces? De México.¡Ah!, mirá, vos. Che, ¿y cómo está Roberto Gómez Bolaños? Es un

capo. De chico yo lo veía actuar, y cada vez que le prometían la fa-mosa torta de jamón al Chavo yo no entendía nada. ¿Cómo que una torta de cumpleaños hecha con jamón? Me re partía del asco, boludo. Después caí redondo cuando supe que se trataba un sangüichito de fiambre.

¿Puedo fumar?No. Pero mirá, te llevo a Díaz Vélez. Es una avenida grande, ¿viste?

Y yo no conozco todas sus esquinas; capaz que sí cruza con Lobos y encontrás lo de San Martín Libertador.

Santa María Bayres.Lo que sea; de una te digo que yo no conozco la ciudad; no hará una

semana que llegué de Santiago del Estero, ahí nació Hugo Díaz, alto de la armónica y la milonga. Mi vieja, que tenía cada vinilo que salía del chabón, nos llevaba los sábados, muy temprano, para escucharlo en lo de la tía Juana; ella era la única que le reemplazaba la aguja diamantada al winco…

Antes de que el auto se pusiera en marcha, pensé en bajarme y so-licitar otro, pero hacía veinte minutos que un contingente armado con afiches había agotado la disponibilidad de transporte público en el aeropuerto; la punta de la caravana era capitaneada por los cuartos traseros de una limosina negra, antiquísima y lustrosa, cu-yas banderitas ancladas al cofre lucían los colores de la Alemania unificada.

Al entrar a la ciudad, mi conocimiento sobre el chofer incluía por-menores con los que tendré que lidiar el resto de mi existencia: vida, obra, futuro, pasado y presente, todo mezclado en la licuadora in-

fernal de su charla. Traté de hacerle preguntas sobre la ciudad, las rutas, dónde comer, los recovecos no autorizados para turistas; sin embargo, cada intento era repelido con la cantaleta de que él había llegado hace una semana de Santiago del Estero; mea culpa. Lo único en lo que me pudo ayudar fue en darme la ubicación exacta de la Feria de San Telmo, y del Mercado de Liniers, lugar donde no sólo podía encontrar un ternero al destete por un precio justo, sino también una buena variedad de chiles, ajíes putaparió, venidos del Perú, con los que yo no tendría problema alguno, porque sos mexi-cano, y en la mitología conosurita, nuestro duodeno estaba acos-tumbrado a un atosigamiento continuo, esto debido a la cercanía geográfica con los shankees; es de joda, che.

Según pude leer en la señalización de la vialidad, el taxi andu-vo gran parte del trayecto por Rivadavia, luego dobló al norte por Acoyte hasta desembocar en Díaz Vélez. Era como cualquier otra avenida cuando está cayendo la noche; estábamos al 5200 y el flujo nos favorecía en la búsqueda del 4996.

Fijate, vos, que yo no traigo el catalejo.

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Mientras se estacionaba frente a la puerta de aluminio de un edifi-cio rojo sin otra indicación más que la numérica, el chofer apuntaló los argumentos de una discusión unilateral sobre las diferencias ta-jantes entre los países, y sus temperamentos. El fulcro de sus hipó-tesis era la línea imaginaria del Ecuador, y cómo el efecto Coriolis, factor determinante en la concepción del mundo, operaba en mi-niatura en todos y cada uno de los retretes del orbe.

Por eso los pueblos originarios tienen una visión re diferente a no-sotros; porque no tenían en casa bidés ni retretes que les machaca-ran el asunto de la aceleración relativa; y, paralelamente, nosotros tenemos diferencias pequeñas, pero importantes, entre nosotros, por una razón inversamente proporcional; ¿me entendés? la falta de entendimiento entre los mexicanos y los argentinos es la misma entre los sudafricanos y los ingleses.

Después de liberar el veliz guinda de la cajuela, el chofer me ex-tendió una tarjeta negra con sus datos impresos en dorado; resultó llamarse Roberto Impala; “Servicios profesionales en transporte y plomería (salvaje)”; por si ocupás, che. Con mis pertenencias sobre la banqueta me dirigí a los barrotes de aluminio; intenté ver algún movimiento en el interior pero una escalera y su descanso, que do-blaba a la derecha, fue todo lo que pude mirar. Apenas toqué el in-terfón, el taxi avanzó hasta confundirse con otros autos que forma-ban un rebaño bajo la luz roja del semáforo. Al no tener respuesta toqué por segunda vez. La idea de hallarme lejos de todo lo que conocía me hizo pensar, un poco tarde, en la viabilidad del viaje. El canal de comunicación se abrió, y una voz atiplada por la estática preguntó mis intenciones entre ahogos y risitas. Pegué los labios al micrófono y un burbujeo me sacudió las tripas: “Efecto Coriolis”, pensé mientras balbuceaba una respuesta.

Tengo una reservación con ustedes.Ok. Ahí te abro, querido. Empujá la puerta después del timbre.

Imágenes. frank Black noir: “Coriolis, What the Hell is the Coriolis Effect?” | ignacio sanz: “Horizonte de sucesos” | PHiliP cHaPMan-Bell: “4-Sided Coriolis Bowl” | ray: “Neon Coriolis”. Todas: flickr.com

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54Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

(Verde)

Yo no te quiero verde, Federico. Yo no te quiero ver en el follajede los nogales, muertocomo mi padre que en un suspirose perdió entre burócratas colores.

Yo no te quiero ni a las cincoen punto de la tarde, jugando entre poemas y granadas: infiernos de cáscara blanda.

No te quiero a ti ni a mi padreen esta noche. No te quiero.

Mas he de volver, lo aseguro y lo sabes, porque Nueva York y los gitanos nada tienen que ver con el desierto, padre inexistente, que murió entre las piedras acongojadas de Chihuahua.

DINOSAURIO

arturo loera

Protégeme, poemaSano sólo me queda este odio a la desdicha

Félix Grande

Falsía y desmesura

(Blanco)

Aquí no hay Paz. Este blanco no es el Blancoevocador de otras virtudes. Esta ausencia de color es sólo mía. Es mi padre.

Blanco, no ausencia, blanco.

¿Servirá que lo mencione?¿Servirá decir que me he postradoen las intenciones del perdón?

¿Qué perdón? ¿Qué intenciones?

(Soñé que el infierno era una pared enorme y mi deber era pintarla toda de blanco sólo para mirar hacia abajo

(Cacería a tres voces)

y darme cuenta que no había pintado un solo centímetro.

Soñé que el infierno era posible y me alegré mucho y dormí tranquilo porque si bien algo que no existe habita lo que no existe entonces el infierno es una cucaracha, el cielo, una flor.)

Imagen. sassy Bella Melange flickr.com

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55Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

(Rojo)

El otro día anduve en Chihuahua. Quien no ha ido a Chihuahuano ha ido a las estrellas…

Gonzalo Rojas

¿Viste a mi padre, Gonzalo?Chihuahua no es muy grande, segurolo viste de traje, esquivando palomas, lo viste abandonado a su escritorio, otra vezcomo abandonado el lecho de mi madre, como abandonada la concepción del núcleosocial e inaccesible de una mesa repleta.

(No traigas la política a la mesa, dice mi madrepero no se da cuenta de que la mesa se vacíapor la política.)

¿De qué color es el mar rojo, Gonzalo?¿De qué color era mi padre?

Mi padre diputado, mi padre vencedor,mi padre muerto hace años.

Nada hay en su figura y su sombraque yo pueda reconocer como mío.

Padre poesía, aléjalo y que muera por fin con estas palabras.

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56Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

Dejamos a los muertos en sus tumbas.Pintamos la casa de negro.Todos los días era de noche.Nos quedamos dentro, mirándonos unos a otros.Nos negamos al polvo.Fuimos olvidando las palabras, nuestros nombres.

La casa fue enterrada por el aire, y como en un túnel a través del que ni la luz ni el tiempo pasan, se fueron pudriendo las habitaciones, el riñón izquierdo, la escalera, el hígado, la cocina...

El número 72 seguía intactoen la fachada, los recibos llegabancon puntualidad. Cortaron

los servicios. Se murieron los canarios y los conejos. Se secaron el limonero, el jitomate y las orquídeas.

Dejamos de mirarnos en el espejo. Creímos que estábamos a salvo, pero la piel se nos cayó en trozos. Sobre el piso se formó una alfombra de pelo. De tanta oscuridad las retinas se pusieron amarillas. Dejamos de sentir hambre.La casa nos dolía.

El reino que era nuestronos reclamaba el silencio.La lengua era una piedra que nos tallaba los labios quebrados por la sequía.

Falsía y desmesura

Elegía

Patrica arredondo

para mi padre

Imagen. sassy Bella Melange flickr.com

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57Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

Los ojos se nos saltaron del rostro,y las fotografías eran un espejoy a la vez un libro que nos decíaquiénes éramos, ¿quiénes habíamos sido?

Teníamos esta casa. Nos pertenecíay nos aferramos a ella. En nuestra mitología la casa era el principio.La construimos con nuestras manos.Erigimos un reino que contuvieranuestra sangre. La dibujamos desde antes.Levantamos las paredes sobre la tierra,conforme al dibujo repartimos el espacioque iríamos llenando. La vimos labradaen el aire.

Queríamos un lugar donde pudieran encontrarnos dentro de un mapa.Que la gente supiera que teníamos una casay que la habíamos construido con nuestras manos.Que la gente supiera que las manos se nos habían acabado por construir una casaque sería nuestra y de nuestros hijos.

Una casa para escondernosdel hambre, del polvo y del frío.

enero de 2014

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58Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

Reseñas

la fotografía no es únicaMente un oBJeto sino un acto social, ésta es la premisa central de Retrato in-voluntario: el acto fotográfico como forma de violencia de Marina Azahua. Si la fotografía es un acto, trasciende la mera referencialidad y se convierte en una forma de ser el mundo. A partir de seis ensayos sobre con-textos en los que la fotografía fungió como instru-mento de violencia, el lector pasea por escenarios en los que las imágenes son desmembradas a través del lenguaje para sumergirnos en lo visible e invisible de la violencia representada: escudriñar el escenario de los linchamientos en Estados Unidos, la dictadura de la Kampuchea Democrática en Camboya, el sinies-tro regocijo ante la tortura que los soldados nortea-mericanos infligieron a los prisioneros iraquíes en la guerra iniciada en 2003, la mirada hosca de las mujeres argelinas retratadas por la cámara de Marc Garanger, los paparazzi de J.D. Salinger, los secre-tos de la tribu selk’nam develados por las fotografí- as de Gusinde, y algunos otros paradigmas de la crueldad y belleza de los cadáveres fijados en tiem-po y espacio mediante la imagen: Evelyn McHale, las fotografías del cadáver de Susan Sontag, aquellas im-borrables y terribles consignas de los suicidas de las torres gemelas en NY el 11 de septiembre de 2001, la mirada de Manuel Álvarez Bravo en un hermoso muerto tehuano, etcétera; historias que confabulan en este libro emocionante y profundo.

Las discusiones se plantean dentro de una reflexión que, decididamente, ocupa un plano medular en las interrogantes de la teoría estética reciente sobre fotografía, pero también en un campo ideológico y político que medita la violencia. Es interesante la vuelta de tuerca en torno a una de las expresivi-dades más importantes del siglo XX, la fotografía, convertida en la manera en que las colectividades occidentales transmiten su vida cotidiana a través de registros de una amplia gama de momentos; las fotografías se han vuelto un elemento sustancial de la comunicación, y reflejan nuestros imperantes pa-trones de convivencia. Mediante la reflexividad en torno la fotografía podemos concebir cómo la pe-netración de la intimidad humana ha conmociona-do la lente de los dispositivos digitales al punto de convertir sus resultados en violaciones de los acon-tecimientos privados más significativos, entre ellos, el nacimiento, la muerte, la guerra, la violencia. Y, por supuesto, vivimos en una cultura que promueve y festeja la invasión, a través de las fotografías, de la vida privada de determinados individuos para captar una intimidad profusa mediante la reconstrucción de imágenes que nunca dan en el blanco. Lo más interesante de Retrato involuntario es el te-

jido de dos clases de hilos discursivos: uno corres-ponde al análisis de antropología teórica; en éste se discuten aspectos sobre fotografía y violencia y otro, en el que se agrupan los ejemplos particulares y el sistema de apropiación de las obras concretas. Los primeros ensayos, “Retrato involuntario”, “Souvenir del linchamiento” y “La cámara de Nhem En” son es-pléndidas piezas que nos muestran un andamiaje de acontecimientos distintos temporal y espacialmente, por ejemplo, en “Souvenir del linchamiento” se medi-

tan algunas fotografías de los linchamientos en Esta-dos Unidos y el material fotográfico producido por algunos miembros del ejército norteamericano en la guerra en Iraq en un contexto de tortura; éstos están tejidos por medio de intervenciones teóricas en las que se discuten sus similitudes y los términos que pueden definir los fenómenos. La noción misma que da título al libro y el concepto que articula toda la propuesta, es resultado de este mismo tejido plantea-do en los ensayos. La idea de “retrato involuntario”1 como una “fotografía producida sin el consentimien-to del retratado”, nos sumerge en la discusión que la coloca como instrumento de la huella, como testi-go, tal y como el propio Roland Barthes la considera cuando entiende que lo más valioso de la fotografía es la cosa representada. Es curiosa la reflexión con-traria cuando se toma en cuenta que la fotografía está mediada por una máquina que la produce (la fotogra-fía analógica), y se torna aún más sugestiva cuando tomamos en cuenta que la fotografía digital modifica lo representado. Por lo tanto, la fotografía no es la representación fidedigna de la cosa. ¿Por qué entonces puede ser un instrumento de

violencia, que la autoriza a ello? Es claro que el análisis de Azahua no es sobre las fotografías y sus aspectos o elementos representados, es decir, su

1. Pese a que la mayoría de las fotografías abordadas en el libro son efectivamente “retratos”, el concepto abarca otro tipo de materiales, las fotografías de los soldados norteamericanos en Iraq eran “de recuerdo”, es decir, instantáneas, de “turistas”, esto hace diferir la recepción de la fotografía en su propio contexto y la mirada teórica que lo reconstru-ye atiende todos esos matices y diferencias. Es importante advertir las singularidades de un retrato y una instantánea que plasma un pedazo de realidad extraída de su contexto, mientras que el retrato fija la imagen de un rostro precisamente descontextualizado, en este caso, retratos que servían a fines políticos e ideológicos, pero el retrato en sí, es un rostro extraído de su realidad.

FOTOGRAFíAS Que MueRDeNIngrid Solana

Marina Azahua: Retrato involuntario: el acto fotográfico como forma de violencia, Tusquets, México, 2014

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59Fundación, 11 ∫ marzo - mayo 2014

composición. Lo que analiza no son los retratos in-voluntarios plasmados allí en archivos policiacos o en acervos antropológicos, no son las huellas de esos cadáveres como material fidedigno de una rea-lidad engañosa lo que suscita atención, porque la representación descontextualizada tiende a “men-tir”. No son los rostros conmovedores de las muje- res argelinas que muerden la cámara con su mirada, cuando son violentadas por sus enemigos los france-ses, ni siquiera la belleza del muerto tehuano, siem-pre subjetiva y cambiante, lo que testifica el material. Lo que se profundiza no es el testimonio visual, sino su contexto de producción. El análisis del entorno histórico, antropológico y social en el que se gene-raron los archivos fotográficos es el que permite di-mensionar las implicaciones de la fotografía como un espacio de violencia. La aportación de este libro, al menos dentro del debate teórico de la fotografía como instrumento de huella, de realidad o falsedad, como testimonio, en suma, se orienta hacia la pos-tura deleuziana y quizá, siguiendo a Bajtin, “dialó-gica”, en las que es posible retomar el campo social e histórico del que surgieron las imágenes, produ-ciendo una verdad invisible no expuesta en lo re-presentado, pero que se puede reconstruir a partir de él. Lo que Retrato involuntario nos hace ver es la atmósfera oculta, histórica, social, política e ideoló-gica que late debajo de las escenas crudas, posible-mente olvidables en el marasmo de la cultura occi-dental que genera imágenes sin control para todo cuanto existe en su imaginario. La representación despojada de contexto, extraída

de la luz que le da razón de ser, es incomprensible culturalmente, aquel pulgar que los miembros del ejército norteamericano izaban junto a los muertos

iraquíes en sórdidos escenarios de tortura, apenas si permiten entrever el cruento contexto al que aluden: una normalización brutal de la violencia, la ausencia de humanidad frente al “enemigo”, la capa-cidad de tortura y la ausencia de legalidad en terri-torio en guerra. Universos en los que la voracidad del triunfador ha marcado territorio a través de las imágenes de los muertos como si hubiesen clava-do su bandera en suelo conquistado. La fotografía no es entonces un espacio inocente porque ningu-na mirada lo es, por más que estemos habituados a sus representaciones. Sujetos y miradas maquínicas, preservados en archivos digitales: vidas enteras fal-seadas por los filtros de sistemas como Instagram y, a la vez, innumerables y breves escenas consig-nadas en imágenes que las orillan a la permanencia: “Si hay un acto de dominación implícito en todo uso de la cámara, quizás esto se exacerba cuando el acto se ejerce a través de un aparato, y no directamente por la mano humana.” Y así adquirimos determinado poder sobre los muertos cuando la fotografía trans-grede sus espacios de descanso y los fija en imáge-nes egoístas que pretenden alargar su existencia para alivio de los vivos: “las imágenes de nuestros muer-tos no se pueden retratar, se quedan plasmadas en la memoria, con materiales que no tienen equivalencia en el mundo físico, son experiencias imposibles de concentrar sobre un trozo de papel y plata.” Como Tiempos líquidos de Zygmund Bauman, Re-

trato involuntario nos suscita una serie de cuestiona-mientos sobre la contemporaneidad y la aparente y libre utilización de las imágenes. Mundo ilusorio encriptado en sistemas de seguridad que aumentan el miedo y la incertidumbre, instantes que se nos desvanecen entre los dedos, tiempo líquido y mu-

tante de valores e ideas que perecen pronto. Es ver-dad que el retrato involuntario es una realidad de nuestra cultura, algo que insiste en preservar actitu-des y comportamientos incluso censurables como la violencia, pero también nos orilla a preguntarnos si efectivamente la muerte es una violencia, tal y como se plantea en el último ensayo, “La soledad de los cadáveres”, y es que cuando la cámara consigna el instante de la muerte, la trivializa, la convierte en un acontecimiento sin profundidad, le “saca el alma a los muertos”, tal y como sucede en las creencias de algunas culturas. Nacer también es morir y merece la misma profundidad cotidiana que el pensamiento de la muerte y, sin embargo, las imágenes instantá-neas no alcanzan a mostrar las hondas fisuras vitales de esos guiños. Durante las conferencias ofrecidas como parte de

la cátedra Olivier Debroise en el MUAC/UNAM en 2014, André Rouillé señaló que nos entregamos con singular alegría al escrutinio de sistemas cada vez más rigurosos de vigilancia a través de compar-tir, voluntariamente, numerosas imágenes que de-finen nuestras vidas cotidianas en las redes sociales. La fotografía ha cambiado nuestra concepción del mundo, de la vida, de la violencia, de la muerte, por eso es apremiante meditarla en un contexto que trascienda, precisamente, los espacios de aparente rendición en los que las clases medias entregan, sin resistir, su privacidad, en los que las clases pobres son instrumento de dominación, una vez más, me-diante una máquina con la que los individuos tienen una relación doble: de deseo y de temor. Retrato involuntario es un punto de partida y tam-

bién la culminación de una serie de indagaciones rigurosas. Las preguntas permanecen abiertas; ha-

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cia el final, Azahua cuestiona el morbo y la moral, esbozando un trabajo futuro en el que es necesario meditar la ética y atender qué sucede con nuestras maneras colectivas para procesar la muerte y la vio-lencia. La fotografía es una voz fundamental en la contemporaneidad, pero no porque su belleza, su fealdad o su violencia permanezcan alejadas y dis-tantes en sus universos inexplicables, sino porque como Azahua descubre, la fotografía –y vuelvo al principio– es un acto social y no sólo un pedazo de papel reverberando vacío.

LO Que QueDA eN LA MeMORIAGiorgio Lavezzaro

Frederic-Yves Jeannet y Vicente Gandía: De cómo fluye el alma (conversaciones 1994-2009), Conaculta / ediciones Sin Nombre / Secretaría de Cultura de Morelos, México, 2013

Muy a menudo confundo la vida con la pintura y viceversa, creo que se llama esquizofrenia.Vicente Gandía

una entrevista es, taMBién, un diálogo. Por eso, acaso, Platón haya sido uno de los primeros entre-vistadores, imaginario o no del todo, en la historia. Un género poco frecuentado, al menos con serie-dad, por aquellos que producen literatura –un gé-nero menor, se escucha decir, como si fuera posi-ble mesurar el tamaño de los recursos textuales–. Vicente Quirarte dice que la entrevista es como un lenguaje amoroso: provocar que surja algo que antes no estaba, hacer que el autor diga cosas que no hu-biese dicho de no ser por el entrevistador (sobre su obra, sobre su vida).De cómo fluye el alma es, fundamentalmente, un

discurso amoroso. Palabras que se construyen desde una relación entre hermanos –relación que, en este caso, se va consolidando conforme el trato pasa de “usted” a “tú”–. El diálogo recorre algunos años, los últimos, que el pintor respiró esta tierra. Comienza en 1994 y termina, con la paradoja del título, en el año en que muere Vicente Gandía, 2009. La conver-sación –en redondas cuando aparece la voz de Gan-día, en cursivas cuando Frédéric-Yves Jeannet toma la palabra– intenta abordar la vida y la obra del ar-

tista pero, como éste dice, a menudo se confunden: “Pinto, luego existo. Si no, siento que no soy perso-na. No sabría qué hacer si no pudiera pintar.” Una existencia definida, fabricada, a partir de la pintura o viceversa, lienzos pintados desde la respiración; pero no el aliento todo, sino aquel que se hace fiebre con los demonios personales: “El arte, para eso lo he usado, para solucionar mi problemática […] He invertido más tiempo en salud mental que en dedi-carme a la pintura. He hecho más sacrificios por po-nerme en orden, por ser mejor persona que mejor pintor. Me importa más.” Jeannet acota de memo-ria, en su voz –pues se apropia de la frase– que “‘La empresa más difícil de esta vida es intentar ser una persona. Es tremendo…’”. Esa es la línea que sigue todo el diálogo De cómo fluye el alma, la trayectoria de una persona, antes que la de un pintor. Persona que dimensiona, desde su ínfima medida frente a la vastedad del mundo y sus tragedias, el tamaño de su “drama personal”; donde, al medirse, intuye lo que persigue con su obra, lo que desea transmitir al mundo “Vicente Gandía proporciona a quienes mi-ran su pintura un bálsamo y un viático para la exis-tencia”. “Eso es lo que quiero dejar a los demás. El drama personal es eso: personal […] lo único que puedo controlar es el cambio en mí mismo. Si estoy bien, lo que está a mi alrededor estará mejor. Y no pretendo más. ¡Es pretender mucho!”. El arte de convertirse en persona. Por eso la entrevista revela que Gandía no tiene “pretensiones” con su pintura, sólo la consciencia de que cuenta la historia desde su agujero o su lugar, que desde ese sitio ha adquirido “un poco de color y de luz” y “cierta gracia” –como decía García Lorca– pero nada más y, más impor-tante, que no busca nada más:

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Siempre he pensado que es más importante ser una persona que ser pintor. No he sacrificado a nadie a mi pintura. De repente pienso: “Bueno, ¿me haré viejo?” Y todos esos fantasmas: llegar a pintar bien, a hacer el cuadro… Estoy consciente de que acabo unos cuadros y pienso que están bien, y enseguida tengo otra vez el mismo problema, porque nunca llegas a hacer el cuadro que quieres. Eso va a ser has-ta que me muera. La otra parte mundana, de hono-res y premios y eso, j’m’en fous pas mal! Ya no. Lo que quiero es estar en orden, porque me doy cuenta que cuando estoy en orden con mis hijos y con mi mujer, estoy bien.

Fantasmas. Espectros que asedian a entrevistador y entrevistado, en la existencia y la conversación, y que cada uno enfrenta a su manera, cada uno en el trabajo o la vida, que a veces se enredan, banda de Möbius, sin que logren diferenciarse entre sí, como la vigilia y el sueño, como los pensamientos y la voz en alto; justo como sucede en este diálogo pues, en momentos, parece que Frédéric-Yves Jeannet está pensado algo, que transcribe, y Vicente Gandía le contesta, como si leyera el pensamiento, o como si la oralidad permeara la escritura y de vuelta –inten-ción deliberada en la edición–:

Es que últimamente se agudizó en mí la sensación (no sé si por puritanismo, por inmadurez o al con-trario, por el paso del tiempo y la edad que se acu-mula) de que son tantos los proyectos, las cosas que quiero hacer, que la vida no me va a alcanzar si quiera para empezar a decir lo que quiero decir…Sí, ese sentimiento lo tengo, pero también dentro de mi programa está vivir.

Una y otra vez durante la entrevista, Frédéric intenta convencer a Vicente de que hable sobre su proceso al crear –cuestiones técnicas y menesteres de la pintu-

ra– pero Gandía evade los tecnicismos, el lenguaje especializado, y aborda los temas desde la sencillez, nada fácil de conseguir, de una persona más en el orbe –ahora una más en la memoria–. Así, cuando el entrevistador le pregunta si siente que, como Álvaro Mutis, está cumpliendo un destino, si la pintura se expresa a través de él, como si fuese un instrumento, Gandía responde “Sí, tengo el don, pero un don no significa nada si no lo suda uno […] lo que intento ha-cer es eso, comprar corales, jugar con las muchachas y disfrutar del viento y del mar, porque ya sé que el vacío enorme no lo llenaré jamás y que se trata del tránsito, no de la llegada…”, evocación voluntaria de “Ítaca” de Konstantinos Kavafis. El trayecto, todos los tientos, las cosas malogradas, la frustración y los incendios: “Antes hacía grandes fogatas… Quemaba cosas, pero no por eso desaparecen. Todo fue necesa-rio para llegar a este momento”. Saber que los fraca-sos y los tanteos aran la tierra tanto como las semillas o las raíces o los cimientos. Por este tipo de cosas, el entrevistador también lo dice, el diálogo se vuel-ve lección de sabiduría, enseñanza humana. Como cuando Gandía le dice a Jeannet: “Ya lo aprenderás. A estas alturas del juego, me doy cuenta de que unos cuadros más o menos no es ninguna gran cosa… No es tan importante lo que hago como para que el mun-do se vaya a perder de mis cosas, ya no pienso en eso. Quiero hacer lo que razonablemente puedo hacer. Definitivamente, necesitas ir al súper para vivir, pero no necesitas comprar una pintura”, enseñanza con-tra marea para alguien que, como Butor, tiene obra como para un siglo: la lección de la parsimonia en la prisa, la calma frente al desastre. Ahí donde se intuye el genio creativo del pintor, éste revela, con la mayor franqueza, los móviles de su trabajo; cuando el entre-

vistador le pregunta “¿De dónde nace la necesidad de cambiar de temática e innovar?”, Gandía contes-ta, con la simplicidad de un gesto en el rostro: “Para no aburrirme, para intentar mejorar lo anterior. […] me niego [a las etiquetas, a seguir una sola línea] porque es muy aburrido, y además no puedo renun- ciar a vivir todas las líneas de mi cuerpo.” Una pre-tensión que, por humilde, parece inconmensurable: “Creo que tienes que caer en la locura para producir una obra de arte, pero también creo que el 99.9% de las cosas que se hacen cuando estás en la locura son malas. Regresar, cerrar el círculo, esta es la sencillez que me interesa.”El esbozo de la vida/obra de Vicente Gandía que

logra extraer de la conversación Frédéric-Yves Jeannet queda no sólo en las palabras impresas sino, como el pintor quería, en la memoria, lo que resta en el corazón, adentro. Huellas mnémicas que soca-van los recuerdos, que se meten a fuerza de insistir entre las circunvoluciones del cerebro, imágenes o improntas que atraviesan los recuerdos pictóricos (muestra de trabajo del pintor que se incluye en esta edición: unos veinte cuadros) y llegan, como intuye Jeannet en su lectura de los cuadros de Gandía, hasta el abismo que habita detrás de la superficie de los cuadros, el nivel profundo de lectura, el raigambre del levantamiento; porque en los cuadros de Vicen-te Gandía hay, desde su construcción, al menos dos posibles lecturas, aquella que emana del color en sí, el acomodo de figuras y líneas y trazos de luz, y otra que viene del fondo, de la problemática que invade al cuadro y al autor.De cómo fluye el alma es un ejercicio que obliga al

lector a conocer su propio reflejo en el agua, a mi-rar, efectivamente, cómo se desborda el espíritu.

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[Primera bitácora]

sigifredo esquivel MarínBITÁCORA DEL EXTRAVÍO

Columna

Nada permanece, ni siquiera la soledad que nombra el silencio.

El jardín de la memoria, sólo reverdece en el recuerdo, y éste en la memoria de los otros.

Un poema es una forma de estar en el mundo abriendo una pequeña puerta hacia una eterni-dad fugitiva.

Una escritura no escrita, una escritura que no deja de estarse re-escribiendo. La reinscripción es la memoria del tiempo humano: su terca ne-cedad de hacer perdurar lo innecesario vuelto necesario.

La roca y el agua guardan el destino del univer-so en el silencio hierático e indescifrable para el hombre.

En la cima de la nada el hombre construye un espejismo que lo sostiene. Y sin embargo, todo es aire, sólo el viento en el susurro permanece.

Digo y me contradigo, hago y deshago, sueño, caigo y me levanto para caer cada vez más hon-do. Qué importa! Toda empresa humana está condenada a perecer sin huella y sin dignidad.

Uno puede escribir cualquier cosa, empero nun-ca deja de escribir una sola sentencia descono-cida que sólo la muerte podría volver legible, empero ya es demasiado tarde para comunicarlo.

Nombrar la vida como nombrar a Dios como nombrar el lenguaje que nombra las cosas: nombrar lo innombrable. Lo que no tiene nom-bre es lo único que merece nombrarse, lo de-más es cháchara.

La amistad, el amor y la justicia: nombres de una misma experiencia innombrable –acaso im-posible.

Guardo la imagen de Nietzsche en Sils-María, instante de extrema lucidez que lo precipita en la locura. La lucidez, atroz e imposible, irrespi-rable; ningún humano la soporta sin enloquecer. Se requiere un poco de locura y estulticia para sortear la vida cotidiana.

¿Por qué temer o luchar contra el olvido si es el destino último de todo lo viviente, empezando por el hombre?

No es la nostalgia sino la melancolía el estado de ánimo que describe el estado preciso de los seres mortales. En la melancolía la ausencia cava un abismo en el tiempo presente. Y ese abis mo cobra cuerpo de fantasma, tan real como imposible. La melancolía: finitud en un éxtasis distanciado y distante de sí mismo.

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Sodomías en el Putumayo (Sobre el irlandés Roger Casement)

RodRigo gaRcía BonillasLAS GAYAS CIENCIAS

[Diario negro de Roger Casement: Amazonia pe-ruana, 9 de septiembre de 1910]De dos a cuatro, algunos soldados cholos descargan el “América” bajo sol abrasante. Casi todos indios, algu-nos mestizos, todos jóvenes espléndidos. Un muchacho mitad blanco, exhibición magnifica, & un cholo joven con erección mientras carga caja pesada. Baja por la pierna izquierda como 6-8 pulgadas. Son demasiado buenos para su destino.

Estas líneas y otras de mayor candela homoeró-tica fueron las culpables de que casi nadie inter-cediera por el rebelde irlandés Roger Casement para que fuera indultado de la pena capital. Por traición al Imperio Británico fue a la horca el 3 de agosto de 1916. Días después de ese día su verdugo aseguró no haber conocido hom-bre más bragado a la hora de su muerte. Joseph Conrad, a su vez, coincidió con el verdugo en lo bragado de Casement, y añadió, en un esbozo de su personalidad, lo claro y el brío:

Puedo asegurar que es de una personalidad límpida. También hay en él un toque de conquistador; porque lo he visto partir hacia la espesura inenarrable ba-lanceando en la mano como única arma una vara de

cabeza curva, con dos perros bulldog, Paddy (blanco) y Biddy (moteado), pisándole los talones, y un sirviente de Luanda que llevaba un fardo por toda compañía. Algunos meses después lo vi aparecer de nuevo, algo más bronceado, con la vara, los perros y el sirviente de Luanda, con tanta placidez como si hubiera estado paseando por el parque.

Ignoro de dónde provengan las palabras que Conrad escribió sobre Casement. Las encontré citadas, hace tiempo, en un libro de Peter For-bath que historia la vida del río Congo desde los primeros reyes lusitanos hasta las pugnas posco-loniales de las décadas recién pasadas.

Los dramas que en el gran Congo han ocurri-do, se sabe, son atroces: por una parte, la voraci- dad de la naturaleza; por otra, la fiereza de algu-nas de las tribus nativas; y más tarde, colisionan-do con ambas, la barbarie blanca de los euro-peos. Siguiendo el flujo de esta barbarie blanca, Casement y Conrad llegaron, cuando declinaba el siglo XIX, a esa zona de grosera explotación colonial, aunque por motivos distintos. De am-bas experiencias salieron, pocos años después, dos textos que darían a conocer al mundo la sordidez que ahí pululaba blanqueada de filan-

tropía: El corazón de las tinieblas y el Informe Ca-sement sobre las masacres en la colonia personal de Leopoldo II, rey belga.

El Informe Casement le valió a su autor ser envia-do a investigar años más tarde si eran ciertos los abusos que, se rumoraba, ocurrían en la Ama-zonia por la feroz extracción del caucho. Este comercio atañía a los intereses de Inglaterra. Ca-sement observó que la Peruvian Amazon Com-pany, de capital inglés, cuyo sádico vicario era el peruano Julio César Arana, cometía atrocidades en el río Putumayo, afluente del Amazonas. [Diarios blancos: La Chorrera, Amazonia perua-na, 6 de noviembre de 1910]Los tres hombres de Barbados, Sidney Morris, Augus-tus Walcott y Preston Johnson, que subieron a Sabana para conseguir que les devolvieran sus cosas, regresaron –junto con Fonseca. Bajaron por el camino de Atenas la tarde pasada y los vi y envié una canoa para que los trajeran. Fonseca llegó justo después de que Chase había hecho ante mí su declaración final acerca de este terrible desgraciado que asesinó a un hombre en el cepo, en Último Retiro, al golpear con un palo grueso sus testículos y partes privadas –un pobre indio joven que sólo había escapado de trabajar el caucho. (360)

Tras pasar la experiencia en el Amazonas y di-vulgar la noticia de que ahí también se replicaba la barbarie, Casement entonces abrazó la causa de la independencia de Irlanda, a pesar de haber simpatizado en un inicio con el Imperio Británi-co y de haber ofrecido hasta 1912 sus servicios como diplomático en África y Sudamérica.

En 1916 los irlandeses organizan una conspi-ración para rebelarse durante el domingo de Pascua. Casement acude con los alemanes, que como se sabe entonces estaban en guerra con-tra Inglaterra, para pedir que se apoye militar-mente la liberación irlandesa. Fracasa. Regresa a las Islas, ahí lo capturan y tres meses después lo ahorcan.

Toda voz de peso que hubiera podido interce-der por Casement para que no fuera colgado fue acallada con una pérfida sordina: durante el jui-cio de Casement y antes de su ejecución se dis-tribuyeron entre todas esas voces fragmentos de un diario que, supuestamente, fue escrito por Casement. En él se desglosaban los encuentros sexuales de Casement con hombres, algunos de ellos nativos, que encontraba a su paso por la Amazonia. Se describían con reticencia sus en-cuentros sexuales, pero no había ninguna reser-

Columna

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va para hablar del tamaño del pene (un blanco obsesivo) que en cada ocasión le tocaba, y aña-dir descripciones sobre las extremidades y los rasgos del rostro de indios, negros y mulatos; a veces, si había transacción, anotaba cuántas libras había pagado por el placer, así como las circunstancias del servicio.

Del lado británico no había duda sobre la au-tenticidad de los diarios sexuales de Casement, que pasaron más tarde a la historia como los Diarios negros y que sirvieron para afrentar, con la misma moral con que unas décadas antes Wil-de fue a la cárcel, a su autor. Del lado irlandés, se trataba de una falsificación que tenía el pro-pósito de desprestigiar al que fue, durante el tiempo de su actividad política, el hombre que con mayor ahínco luchó contra la brutal opre-sión colonial de las potencias europeas, y que también dio la espalda a una nación opresora para intentar liberar a otra que, como los ne-gros de África o los indios de Sudamérica, sufría a su manera esclavitud ante el látigo de Londres.

La única consecuencia que se puede deducir de ello –concluye W. G. Sebald en el quinto capítulo de Los anillos de Saturno– es que posiblemente fuera la homosexualidad de Casement lo que lo capacitó, pa-sando por alto las barreras de las clases sociales y las razas, para reconocer la constante opresión, explota-ción, esclavización y destrucción de aquellos que más alejados estaban de los ejes del poder.

Hace doce años se hizo un estudio para verificar la autenticidad de los Diarios negros, con el fin de zanjar de una vez la discusión sobre la sodomía de Casement y dar la razón a quien la mereciese –al menos esa era la intención–; aún hoy sigue esa polémica. El gobierno inglés prestó los Dia-rios negros a especialistas irlandeses. La prueba de autenticidad, mediante examen grafológico, dio positivo. Esa es la información que Sebald recogió y ubicó en el fragmento de Los anillos

de Saturno, después de haber visto una emisión de la BBC sobre el caso Casement, del que has-ta entonces ignoraba todo. Sin embargo, según Colin Dickey, la perspectiva de Sebald lija todas las aristas del asunto y se traga, como si el caso ya se hubiera resuelto, toda la tiniebla que rodea el origen de estos diarios y, más importante, su repercusión en el destino de un hombre que, chueco o derecho, fue excepcional, así como sus efectos en el conflicto anglo-irlandés.

Yo, que había sido seducido por la teoría de Sebald hasta simpatizar con él, percibí, después del artículo de Dickey y del extenso prólogo que Angus Mitchell escribió para su edición de The Amazon Journal de Casement (los Diarios blancos), que el asunto privado de la supuesta sodomía de Casement y sus repercusiones en la política mundial, y a la larga en la historia, pertenecía a esa tantálica zona donde habita el misterio. Como señala Mitchell, para que sean ambos dia-rios de la autoría de Casement es necesario que este hombre hubiera sido una especie de Doctor Jekyll y Mister Hyde, con un ahínco por liberar a los parias oprimidos que fuera tan intenso como el gusto por sus penes oscuros.

Los casi noventa años que nos separan de la ejecución de Casement sufrieron un giro en la visión de la homosexualidad, al menos para Occidente, de varias decenas de grados. La so-domía entre mayores no es un delito hoy, aun-que podría, en algunos casos, ser agravante en la opinión pública, por lo general moralina, para apoyar o no a un hombre público en controver-sia. Incluso con consentimiento de ambas partes, la interacción de Casement con algún indio pe-ruano, a través de la prostitución, ya no sería un hecho reprobable, ni mucho menos ilegal, pues Dickey asienta que las edades que se desprenden del diario no son tan tempranas como para incri-minar a Casement de pederastia. Al deslindar-se nuestra mentalidad en los últimos años de la criminalización de la sodomía, con la que antes

se mancillaba la dignidad de un hombre, ahora el estado de la cuestión ha movido sus coorde-nadas. (No obstante, como bien señala Dickey, algunos de los que hablan hoy de Casement lo hacen en términos muy estirados, como el caso de Mario Vargas Llosa en la novela El sueño del celta, donde el personaje protagonista Roger Casement se inflama de pudicia ante su propia inclinación sexual). [Diario negro: Amazonia peruana, 4 de octubre de 1910]Lluvia tupida la última noche y tarde. El río sube de nuevo. A las 9 a bañarse y encontrar a Andokes, el muchacho claro & un jovencito en su hamaca afuera del baño, ¡todos haciendo lo que Condenhor una vez dijo de los muchachos de Roma, & Johnston de los de Nyasalandia, sin ocultamiento! ¡Los otros sirvientes prácticamente observan mientras esos tres muchachos juegan entre sí, con carcajadas y bromas!

Casi noventa años atrás las supuestas sodomías de Casement en el Putumayo con indios incas o con mulatos del Brasil fueron la gota que derramó el vaso en un juicio que involucró la historia acia-ga de Inglaterra (y de Bélgica) en varios de sus dominios marinos y ultramarinos, y que puso en entredicho, después de varias décadas de explo-tación, el sentido de la torcida aventura colonial. El misterio sobre los Diarios negros no tiene visos de esclarecerse, pero al menos este hombre que luchó y murió por la libertad con tanta agalla ya carece de motivos, entre la gente libre, para ser vituperado. Quizá por vez primera en la opinión pública de varias sociedades, el amor de Case-ment por la libertad de los hombres oprimidos no está en pugna con el amor por su hermosu-ra, incluso si esto último fue una invención muy puerca para llevarlo más rápido a la horca.

Fuentes. Peter Forbath, El río Con-go. Descubrimiento, exploración y explotación del río más dramático de la Tierra (Madrid/México, Turner/FCE, 2002); W. G. Sebald, Los anillos de Saturno (Barcelona, Anagrama, 2008); R. Casement, The Amazonian Journal of Roger Casement, ed. y pról. de Angus Mitchell (Londres, Anaconda Editions/The Lilliput Press, 1997); Colin Dickey, “Black Pages”, The New Inquiry (versión digital); R. Casement, The Black Diaries of Ro-ger Casement (versión digital tomada del website de Angus Mitchell: aquí). Las traducciones de los diarios de Casement son mías.

Imagen. WE Hardenburg: The Putumayo, The Devil's Paradise. [“...Account of the Atrocities Committed upon the Indians ... Together with Extracts from the Report of Sir Roger Casement ... ”], T. Fisher Unwin, Londres, 1912 | gutenberg.org

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Gelimer

ana laura Magis WeinBergNOTICIAS DEL IMPERIO

Columna

Dicen los que saben (y que yo leo en fo-ros) que el mérito de El caballero de la noche fue Heath Ledger por la sencilla

razón de que un superhéroe es tan bueno como sus adversarios. Un buen adversario permite al héroe desenvolverse hasta su máxima capacidad, y una de las cosas que más me atrajo a Belisario, el general del siglo VI al que le escribo una nove-la, fue su falta de antagonistas. Belisario no es el Batman que fue Alejandro Magno ni el Hombre Araña que fue César, pues ambos tuvieron bata-llas épicas y enemigos de sobra. Una de las crisis que sufren los estudios para llevar a Supermán al cine es que resulta que al público no le interesa: Supermán es, básicamente, Dios. Omnisciente, omnipresente, omnipotente, sin amenazas que nos haga dudar su victoria: muchas de las tramas de las historietas giran en torno a situaciones que le quitan sus poderes a Supermán para que poda-mos creer que es vulnerable a algo.

Flavio Belisario no tuvo un enemigo que lo dig-nificara, pero tampoco fue un superhombre al que nadie se pudo enfrentar. Es, si acaso, un Su-permán subvertido: si no tuvo adversarios reales no fue por su gran poder sino por lo patético de su carrera. No es que haya sido un mal general:

si analizamos su carrera nos damos cuenta de lo mucho que logró con tan poco, de lo gran estra-tega que fue, de lo benévolo que se mostró con los vencidos. Mi interés por el general se disparó al encontrarme con una frase: “Belisario no fue César, no tuvo el respeto de sus hombres.” Es-cribo de un general que se hunde en sus fracasos porque no son propios: ¿cómo sabrá el mundo, y sobre todo la posteridad, lo talentoso que fue si el destino nunca le dio oportunidad de probarlo?

El personaje del que escribo viene de una gran tradición de héroes, pero resulta que cada uno de ellos tuvo un adversario casi tan genial como el primero. Alejandro Magno tuvo a Darío III, Aníbal tuvo a Escipión, César se enfrentó con Pompeyo, y Agripa derrotó a Marco Aurelio (en nuestra propia narrativa de la historia, el Chur-chill de los libros no hubiera sido nada sin un Hit-ler villano de película, y Napoleón hubiera caído en el olvido de no ser por Nelson). En cambio el pobre Belisario no tuvo sino a un puñado de enemigos poco dignos de él que no lo dejaron brillar como hubiera podido. El personaje que describo imagina que el Cielo es juntarse con su adversario y pasar el resto de la eternidad en una lucha de ingenios.

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Belisario se enfrentó a Perozes de Mihrán en Persia, al que derrotó una vez pero que logró ganar una batalla decisiva y con ella la guerra. Después de esto el emperador lo mandó a re-conquistar Cartago y Roma, el norte de África y la Península Itálica. Aquí se enfrentó a distintos reyes bárbaros, pero su verdadero enemigo fue la burocracia imperial que no lo dejó hacer exac-tamente lo que quería. Del puñado de hombres con los que se enfrentó quizá el más interesante es Gelimer, rey vándalo, no por su destacada ca-rrera militar sino porque de todos es el persona-je más complejo.

Gelimer nació en el 480. Entre las invasiones bárbaras que tiraron al Imperio Romano de Occidente, quizá la peor fue la de los vándalos, quienes tomaron el Norte de África en el 429 (y pasaron a la inmortalidad teológica porque San Agustín murió en su sitio de Hipona un año des-pués). Si hoy todavía usamos la palabra “vánda-

lo”, con connotaciones negativas, es porque una vez establecida en Cartago la tribu germana se dedicó a asediar la península itálica hasta que en el 455 saquearon Roma. Para la época de Beli-sario, por ahí del 530, los vándalos ya se habían asentado en África y el Imperio Bizantino, que no podía hacer nada al respecto, los había tenido que tolerar como una especie de inquilinos a los que no tenía los recursos para correr. Hilderico reinaba Cartago bajo la protección

oficial de Constantinopla, pero cuando su primo Gelimer lo derrocó en el 530 el Imperio Bizan-tino vio su oportunidad y su justificación para atacar Cartago. El emperador Justiniano mandó embajadores a que negociaran con Gelimer al tiempo que representantes de Hilderico rogaban por su gobernante en la corte. Mientras tanto, el Patriarca del Este tuvo una visión donde Dios decía que iba a hacer a Justiniano soberano de África, y ante el designio divino el emperador no tuvo opción más que mandar a su general Belisa-rio a que se ocupara del asunto.Cuando empezó la invasión bizantina Gelimer

mandó a su hermano Ammatas a que los enfren-tara en Cerdeña y él huyó a la isla de Hermione, pero al morir Hilderico la guerra se volvió una competencia para ver quién llegaba primero a Cartago, si los vándalos o los bizantinos. El 14 de septiembre del 533 el grupo comandado por Ammatas atacó a un ejército accesorio de Beli-sario y perdió. Belisario y Gelimer, por su par-te, se apresuraban a ser los primeros en llegar a Ad Decimus. Al enterarse de que su hermano había muerto, Gelimer se detuvo, sobrecogido por la pena, y decidió enterrarlo (hay que recor-dar que estos bárbaros eran cristianos) y perdió así la ventaja que había ganado. Belisario tomó la ciudad, atacó a las tropas vándalas y triunfó rápidamente. Mientras él entraba en una Carta-go apaciguada, Gelimer huyó al desierto. Pero mientras Belisario organizaba un gobierno, éste se preparaba para volver a atacar: el 16 de di-

ciembre un campamento romano en Tricamaron (cerca de un acueducto) fue atacado por el ejér-cito de Gelimer, quien al volver a verse derro-tado huyó dejando tras sí un campamento lleno de mujeres y riquezas que Belisario pasó toda la noche defendiendo de sus propios hombres.Después de esto Gelimer se internó en el de-

sierto donde fue acogido por un grupo de moros errantes; logró evadir la captura pero se volvió profundamente infeliz. En una carta a Pharas, ge-neral de Belisario encargado de sitiar al vándalo, Gelimer pidió tres regalos insólitos: un pedazo de pan (pues había vivido muchos meses sin este manjar), una esponja (para curar una herida), y sobre todo una lira (para poder cantar sus des-gracias en un poema escrito por él). Pharas le preguntó si no sería más fácil rendirse, pero por respeto a la noble línea vándala cumplió con las peticiones del ex-rey cartaginés. Un día Gelimer presenció cómo su sobrino, noble heredero del linaje familiar, fue golpeado y sometido por un niñito bárbaro que le quería quitar un pedazo de comida, y la imagen le causó tanto dolor que de-cidió capitular antes de seguir sufriendo tales ve-jaciones. Cuando Belisario lo entrevistó en la pri-sión el antiguo rey vándalo no hizo más que reír. Cuando un general ganaba una guerra impor-

tante Roma lo reconocía por medio de un triun-fo: un desfile alrededor de la ciudad donde se mostraban a los más fieros (y más guapos) cau-tivos además de los mejores tesoros obtenidos. Durante muchos siglos el triunfo fue reservado para los emperadores, pero el primero de enero del 535 Belisario tuvo el gran honor de ser el primer civil en tres siglos en marchar por la ciu-dad, ya no Roma sino Constantinopla (por azares del destino, éste también fue el último triunfo que se celebró el en Imperio, a pesar de haber durado nueve siglos más). El triunfo de Belisario tenía dos grandes atractivos: el primero, la me-norah de plata que Vespaciano se había robado de Jerusalén en el año 70 y que fue puesta en Roma

como adorno del Templo de la Paz. Cuando los vándalos saquearon la ciudad se la llevaron como botín, y el hecho de que Belisario la hubiera re-cuperado parecía simbolizar que pronto se res-tauraría todo el antiguo imperio. La segunda joya del desfile era el propio Gelimer, aún vestido del púrpura imperial, que marchaba tras Belisario.Este hombre, filósofo y poeta, desafiante has-

ta el último minuto, no dispuesto a concederle nada de la gloria a Constantinopla, fue más ene-migo simbólico de Justiniano que un soldado meritorio de los mayores esfuerzos de una de las grandes mentes militares de la historia. Al final del recorrido, Belisario se postró a los pies del emperador y la emperatriz como símbolo de su devoción y respeto. Éstos le pidieron que se ir-guiera, lo nombraron cónsul, y dejaron que un montón de vándalos lo llevaran en alto mientras él echaba monedas de plata entre la multitud. Gelimer, por su parte, también se postró ante los emperadores, pero más a regañadientes que con el convencimiento de Belisario. Sus palabras más famosas fueron las que dijo al ver toda la fara-malla de oro y perlas que era la corte bizantina: “¡Vanidad de vanidades…todo es vanidad!” pare-ce haber exclamado. Después de esto se quedó con una pensión pero bajo arresto domiciliario en la capital del imperio, y murió en 553.

Imágenes. Cofre con guerreros y figuras mitológicas (detalle). Constantinopla, X-XI n.e. The Metropolitan Museum of Art (metmuseum.org) | kevin dooley: “Someone’s great, great, great... great grandfather” (Jean-Baptiste Stouf, “Belisarius”, ca. 1785–1791, Getty Museum) flickr.com

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