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¿Qué define nuestra apariencia? Joan Fontcuberta Para responder, algunos historiadores han recogido la anécdota del retrato protocubista de Gertrude Stein, realizado por Picasso. En 1906, Picasso, que a sus 26 años ya se desenvolvía como pez en el agua en los ambientes intelectuales y artísticos parisinos, pidió a Stein que posara para él. Después de más de ochenta sesiones y cuando parecía que el lienzo ya estaba terminado, Picasso, insatisfecho, borró bruscamente el rostro y dejó el trabajo abandonado. Quienes habían tenido la oportunidad de contemplar las fases anteriores del retrato se habían mostrado muy complacidos con el resultado, pero para Picasso no era suficiente. Emprendió entonces un viaje a Barcelona y pasó una temporada en los Pirineos, en Gósol y en Horta de Sant Joan, donde su estilo empezó a cambiar influido por las esculturas ibéricas arcaicas y por los frescos del románico catalán. De vuelta a París, Picasso retomó el lienzo y siguió pintando de memoria la cara de Stein, sin encontrarse de nuevo con ella. Sus facciones aparecían ahora desproporcionadas, afiladas e inmóviles como una máscara, mientras que las manos y el resto del cuadro seguían más angulosos y suaves. El rostro había evolucionado hacia un nuevo concepto de abstracción. Cuenta Stein en sus memorias que cuando vio el cuadro exclamó desconcertada: “No me parezco en nada” y Picasso replicó: “Ya te parecerás”. Con anterioridad otros importantes pintores que se atrevieron a desafiar las convenciones de la representación padecieron experiencias similares. En La ronda de noche (1642), unos militares parlotean mientras empuñan sus armas y se preparan para un desfile. Los patricios de Ámsterdam que habían encargado a Rembrandt este cuadro rechazaron indignados el resultado porque no se reconocían en las figuras pintadas. La escena además demostraba ser una alteración de la realidad: Rembrandt no sólo había introducido personajes en la composición que no habían estado presentes en las sesiones de pose sino que la utilización insólita de luz y sombra desfiguraba la identidad de aquellos militares engalanados en sus mejores trajes de armas. Como cada uno de los dieciocho militares retratados en la pintura (y cuyo nombre se encuentra en un escudo en la puerta) había pagado 100 florines al maestro para inmortalizar su rostro, la cosa no estaba para bromas y exigieron que el pintor se ajustase a su deber de fidelidad a la realidad visual. Aunque una compañía estaba compuesta por un número mucho mayor de miembros, sólo los que pagaban tenían derecho a aparecer en el retrato (a excepción del tamborilero, que podía aparecer gratis). Pero Rembrandt añadió el resto de los personajes al colectivo para obtener mejor ambientación. Y la aplicación de la técnica del claroscuro, a costa de renunciar a una nítida delineación de las figuras, le permitía trascender el estatismo de un mero retrato de grupo para captar una vívida instantánea que evoca el movimiento y el bullicio de la situación. Ambos ejemplos manifiestan la problemática de la semejanza. Tanto desde la filosofía del arte como desde la semiótica se ha producido un esfuerzo para diagnosticar los rasgos que en una imagen permiten identificar al objeto representado. ¿Se trata de patrones basados en una mímesis gráfica objetiva y universal o por el contrario

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¿Qué define nuestra apariencia?

Joan Fontcuberta

Para responder, algunos historiadores han recogido la anécdota del retrato protocubista de Gertrude Stein, realizado por Picasso. En 1906, Picasso, que a sus 26 años ya se desenvolvía como pez en el agua en los ambientes intelectuales y artísticos parisinos, pidió a Stein que posara para él. Después de más de ochenta sesiones y cuando parecía que el lienzo ya estaba terminado, Picasso, insatisfecho, borró bruscamente el rostro y dejó el trabajo abandonado. Quienes habían tenido la oportunidad de contemplar las fases anteriores del retrato se habían mostrado muy complacidos con el resultado, pero para Picasso no era suficiente. Emprendió entonces un viaje a Barcelona y pasó una temporada en los Pirineos, en Gósol y en Horta de Sant Joan, donde su estilo empezó a cambiar influido por las esculturas ibéricas arcaicas y por los frescos del románico catalán. De vuelta a París, Picasso retomó el lienzo y siguió pintando de memoria la cara de Stein, sin encontrarse de nuevo con ella. Sus facciones aparecían ahora desproporcionadas, afiladas e inmóviles como una máscara, mientras que las manos y el resto del cuadro seguían más angulosos y suaves. El rostro había evolucionado hacia un nuevo concepto de abstracción. Cuenta Stein en sus memorias que cuando vio el cuadro exclamó desconcertada: “No me parezco en nada” y Picasso replicó: “Ya te parecerás”. Con anterioridad otros importantes pintores que se atrevieron a desafiar las convenciones de la representación padecieron experiencias similares. En La ronda de

noche (1642), unos militares parlotean mientras empuñan sus armas y se preparan para un desfile. Los patricios de Ámsterdam que habían encargado a Rembrandt este cuadro rechazaron indignados el resultado porque no se reconocían en las figuras pintadas. La escena además demostraba ser una alteración de la realidad: Rembrandt no sólo había introducido personajes en la composición que no habían estado presentes en las sesiones de pose sino que la utilización insólita de luz y sombra desfiguraba la identidad de aquellos militares engalanados en sus mejores trajes de armas. Como cada uno de los dieciocho militares retratados en la pintura (y cuyo nombre se encuentra en un escudo en la puerta) había pagado 100 florines al maestro para inmortalizar su rostro, la cosa no estaba para bromas y exigieron que el pintor se ajustase a su deber de fidelidad a la realidad visual. Aunque una compañía estaba compuesta por un número mucho mayor de miembros, sólo los que pagaban tenían derecho a aparecer en el retrato (a excepción del tamborilero, que podía aparecer gratis). Pero Rembrandt añadió el resto de los personajes al colectivo para obtener mejor ambientación. Y la aplicación de la técnica del claroscuro, a costa de renunciar a una nítida delineación de las figuras, le permitía trascender el estatismo de un mero retrato de grupo para captar una vívida instantánea que evoca el movimiento y el bullicio de la situación. Ambos ejemplos manifiestan la problemática de la semejanza. Tanto desde la filosofía del arte como desde la semiótica se ha producido un esfuerzo para diagnosticar los rasgos que en una imagen permiten identificar al objeto representado. ¿Se trata de patrones basados en una mímesis gráfica objetiva y universal o por el contrario

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dependen de sistemas de representación culturales y subjetivos? Una multiplicidad de hipótesis ha dado respuesta a estas cuestiones que en el fondo vienen impregnadas de una incertidumbre más profunda: la que atañe a nuestros modelos de construcción de la realidad. El filósofo Karel Kosik se plantea: “¿Puede ser que la realidad no sea conocida con exactitud a no ser que el hombre se reconozca en ella? Esta opinión implica que el hombre se conoce y sabe qué aspecto tiene y qué es, independientemente del arte y de la filosofía. Pero, ¿cómo el hombre sabría todo esto? ¿De dónde obtendría la certeza de que lo que sabe representa correctamente la realidad y no constituye sólo una mera representación?”7 Rembrandt y Picasso y tantos otros apuntaron con su obra al corazón de esa disyuntiva. Pero ¿sería hoy posible diseccionar el concepto de semejanza según un criterio de lógica matemática? Renato Roque responde afirmativamente con un estudio titulado Espejos

Matriciales, con el que obtuvo su maestría en Multimedia por la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Oporto (www.renatoroque.com). ¿Qué tenemos en común y qué nos distingue de los demás para que alguien nos perciba como una individualidad? ¿Cuánta analogía y cuánta información nueva hay de un rostro a otro? Roque partió de las teorías de percepción visual que se ocupan de las relaciones entre originalidad y redundancia en la forma como el cerebro optimiza la comprensión de un rostro, llegando a la conclusión de que los humanos podemos reconocer caras con una gran economía de componentes: nos basta una veintena de coordenadas. Llevó entonces la investigación a una aplicación empírica con una muestra estadística de la población estudiantil de su universidad. Cada rostro fue mapeado y descompuesto en unos datos matriciales, como si fuese posible aislarlos confeccionando un alfabeto de unas pocas imágenes fundamentales. A diferencia de la construcción de los retratos arquetípicos por capas (como los analógicos de Galton o los digitales de Burson), Roque diseñó un algoritmo capaz de calcular el grado de repetición o singularidad de un componente, para acto seguido aislarlo y aplicarlo a la construcción de un rostro virtual. Además, sobre el banco de datos obtenido estableció unas “clases” o categorías según unos criterios de discriminación maximizados que simplificaban su identificación (hombre/mujer, joven/viejo, blanco/negro, etc.) y en el contexto de esos espacios matriciales podía interpolar los respectivos coeficientes identificatorios para generar determinadas tipologías cruzadas. Estéticamente las imágenes parafotográficas que derivan de ese procedimiento ostentan una frialdad límpida y una pureza tonal que entronca con las experimentaciones minimalistas de la Generative Fotografie que desde 1968 impulsaron autores como Gottfried Jäger y Karl Martin Holzhäuser. Roque, en efecto, prosigue, con una conceptualización ejemplar, la estela marcada por la estética generativa de Max Bense en la que la información, las matemáticas y la tecnología sentaron la base de una nueva creación artística.

Joan Fontcuberta in La Câmara de Pandora Eugenésicos sin Fronteras - 2010