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G. Scerbanenco - Al Servicio de Quien Me Quiera

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SipnosisDuca Lamberti, investigador aficionado y doctor en medicina, juzgado por los tribunales por un caso de eutanasia, un hombre que en muchas ocasiones pisa la delgada frontera que separa la legalidad de lo criminal, se halla en esta ocasión ante un caso difícil de juzgar desde la conciencia de los protagonistas.Porque el paracaidista Ulisse Ursine; al que los militares habían convertido en una perfecta máquina de guerra, en una máquina de matar, tenía muchos motivos para sentirse frustrado. Le habían expulsado del ejército porque le gustaban las menores, le habían enseñado a matar sin pensar en las víctimas y ahora querían arrinconarle como a un cordero. Sólo necesitaba una guerra, cualquier clase de guerra, para volver a hacer lo que sabía hacer mejor: asesinar.

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Duca Lamberti, investigador aficionado y doctor enmedicina, juzgado por los tribunales por un caso deeutanasia, un hombre que en muchas ocasiones pisa ladelgada frontera que separa la legalidad de lo criminal, sehalla en esta ocasión ante un caso difícil de juzgar desde laconciencia de los protagonistas.Porque el paracaidistaUlisse Ursine; al que los militares habían convertido en unaperfecta máquina de guerra, en una máquina de matar, teníamuchos motivos para sentirse frustrado. Le habíanexpulsado del ejército porque le gustaban las menores, lehabían enseñado a matar sin pensar en las víctimas y ahoraquerían arrinconarle como a un cordero. Sólo necesitabauna guerra, cualquier clase de guerra, para volver a hacer loque sabía hacer mejor: asesinar.

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G. Scerbanenco

Al servicio de quien me quiera

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COLECCIÓN BEST-SELLERS

Dirección editorial: R: B. A. Proveeros Editoriales, S.A.

Título original: Al servizio di chi mi vuoleTraducción de Juan Giner© 1970 Longanese & Co..© Editorial Planeta, S. A., 1986, para la presente

edición Córcega, 273-277, 08008 Barcelona (España)Traducción cedida por Editorial Bruguera, S. A.Diseño de colección: Hans RombergDiseño de cubierta: Neslé SouléPrimera edición en esta colección: junio de 1986Depósito legal: B. 20071/1986ISBN 84-320-8687-8Printed in Spain — Impreso en España Distribución:

R. B. A. Promotora de Ediciones, S, A. Travesera deGracia, 56, ático l* 08006 Barcelona, Teléfonos (93) 20080 45 — 200 81 89 imprime: Cayfosa, Sta. Perpétua deMogoda, Barcelona

Al igual que en los siglos pasados, también hoyexisten los aventureros: ésta es la historia de uno deellos.

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Presentación de un paracaidista

—Paracaidista Ulisse Ursini, aquí tienes tu libreta delicenciamiento.

—Pero, cabo, yo he presentado una solicitud dereenganche...

—Sí, ya lo sé. Y siento de verdad que no haya sidoaceptada.

—¿Por qué motivo? ¿Puedo saberlo, cabo?—Desde luego, paracaidista Ulisse Ursini, tu filiación

no es buena.—¿Qué diablos hay de malo en mi filiación?—Varias cosas... Pero ¿qué te importa? ¿Es que no

estás contento de volver a casa?—Pues no, aparte de que no tengo casa. Además, me

gusta hacer de paracaidista y... Bueno, quiero saberexactamente por qué han rechazado mi petición dereenganche.

—Ya te lo he dicho. Por varias cosas.—Cabo, dímelo todo.—Paracaidista Ulisse Ursini, la filiación de un

soldado es confidencial, un secreto oficial.—Mira, cabo, no quiero enfadarme contigo. Así pues,

te pido por última vez que me digas por qué me hanrechazado.

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—Está bien, ya que me amenazas no me queda otrasalida que leerte tu filiación: eres alto, mides dos metros,rubio... y yo sólo peso cincuenta y dos kilos y soy una ratade oficina.

—Perdona, cabo, no quería amenazarte. Lo único quequiero es saber por qué me echan.

—No te echan, paracaidista. Es que, sencillamente, haconcluido tu período de servicio militar obligatorio, y nohan renovado tu alistamiento. Pero ésta es sólo una de lasrazones, pues aquí está escrito que tienes un caráctercerrado y difícil.

—¿ Y qué debo hacer para seguir siendo paracaidista?¿Quieren que sea como Alberto Sordi o Walter Chiari?

—No lo sé... El caso es que además aquí dice que tegustan las mujeres.

—¿Acaso quieren que me gusten las plantas?—La cuestión no es ésa, paracaidista Ulisse Ursini.

No se trata de quién te gusta, sino de la edad... Según estepapel te gustan las menores.

.-¡Ya! A los coroneles que han desestimado mipetición les deben gustar las abuelas...

—Muchacho, ya conoces el refrán: pega quien puede.Y tú no puedes... Mira, en estos dos años te has enfrentado,por una parte con todas las adolescentes de Pisa, Livorno ypueblos circundantes, y por otra con todos los oficiales deesta brigada aérea, que se han visto obligados a refrenar la

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indignación de las mejores familias de la comarca. Eres uncaso curioso, paracaidista Ulisse Ursini. Los demássoldados van con simples corrientes putas, mientras quetú... tú tienes el paladar fino. Si puedes, las buscas de buenafamilia, prometes casarte con ellas, te haces pasar por hijodel noble Ursini, a quien ni siquiera conoces, ni es tupariente, y luego vienes a esconderte al cuartel.

—Bueno, bueno. No lo volveré a hacer más, desdeahora iré sólo con putas y viejas. Pero debes decirte alcapitán que no puede negarme el reenganche.

—No hay nada que hacer, paracaidista. Además, noacaba todo ahí... Aquí dice que eres antipático con tuscompañeros.

—¿Cómo? ¿Por qué?-Pues porque siempre les ganas al póquer. Entre tus

compañeros te has hecho acreedor a tres calificativos distintos: para uno eres un cochino fullero, para otros tienesel culo tan grande como la mesa redonda del consejo de lasNaciones Unidas, y para los restantes sumas ambascaracterísticas a la vez: fullero y culón.

—De acuerdo, no jugaré más... Pero quiero quedarmeaquí.

—No puedes, paracaidista, no puedes. ¿Acaso no teacuerdas de que dejaste encinta a la criada del coronel? No,Claro, no tienes idea de la que organizaste con eso. ¡Con lodifícil que es hoy encontrar una buena muchacha de

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servicio! Esa chica era de lo mejorcito, trabajadora,respetuosa... La esposa del coronel estaba contentísimacon ella, y entonces vas tú y se la preñas... Has perdido a lapobre chica.

—¡Yo! ¿Por qué la he perdido?—Paracaidista, ya sé que tú quieres a las criadas sólo

desde un punto de vista limitado. Pero reconoce que lamujer de un coronel no puede tener a su servicio a unasirvienta que esté encinta, y que tú eres el responsable deque hayan despedido a la pobre chica, como acabo dedecirte. Por otra parte, el coronel no encuentra la forma desustituirla, y cada vez que viene al cuartel y te ve sientedeseos de mandarte ante un consejo de guerra. Deberíasagradecerle que se haya contentado con no renovar tualistamiento.

—Cabo, me parece que empiezo a comprender. Esoque me dices no son más que excusas. Te ruego, fíjate queno amenazo, te ruego que me digas la verdad de todo elasunto.

—Pero yo sólo soy un simple cabo, no puedo hacernada por ti. Lo siento. Me resultas simpático, lo mismo quea. los demás a pesar de que les hagas trampas en el juego—Amigo, no puedes imaginar las palabras que he oído decir alos paracaidistas de tu sección cuando se han enterado deque no te reenganchaban. Piensa que la víspera de tulicénciamiento te ahogarán en un mar de cerveza y te

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sepultarán bajo una montaña de chicas. Después lloraremostodos, pero ahora no se puede hacer nada, paracaidista

Ulisse Ursini. ¿Es que no sabes cómo funcionan estascosas?

—Bueno, cabo, ya estoy harto. O me dices la verdad ote estrangulo... No es posible que hayan rechazado misolicitud por todas esas estupideces que me has dicho. Estoes el CMP, el Centro Militar Paracaidista, no la Asociaciónde Sobriedad y Castidad. ¡No pueden echarme porproblemas de mujeres, de juego y de criadas encinta! Hablade una vez, porque si han de echarme de aquí, lo mismo meda ir a parar a Porto Azzurro por asesinato premeditado deun cabo... No tengo nada que perder.

—Si me dejas respirar, te lo digo todo.—De acuerdo.—Pues verás, se trata de tu oído.—¿Quién ha dicho esa burrada?—El médico, por supuesto. Aquí lo dice: como

consecuencia del ejercicio de lanzamiento número 29, quetuvo lugar el 12 de julio de 1965, aterrizaste en malascondiciones, sobre el lado izquierdo del rostro. No fuenada grave, pero al parecer el golpe lesionó en algunamedida el mecanismo del oído medio, según dice estepapel, y tu facultad auditiva quedó reducida en un treinta ycinco por ciento.

—De acuerdo, sí, eso es cierto. Reconozco que no

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puedo oír el tictac de un reloj de señorita pegado a mi orejaizquierda, y también que no podría ser crítico musical.¡Pero yo soy un paracaidista, y la voz de los sargentos deesta asquerosa sección la oyen incluso los que murieronhace diez años!

—En eso tienes razón, muchacho, pero el médico hadicho lo contrario y él decide.

—¡Pero bueno! Después de ese incidente, que ademássucedió hace un año, he ejecutado veintitrés saltos sin quetuviera el menor problema.

-Sí, ya lo sé, paracaidista...-Dos de esos saltos lo han sido desde cota cero.

¿Sabes lo que significa desde cota cero, cabo?-Desde luego: lanzarse desde menos de cien metros.—Y además he realizado once saltos de precisión. ¿Se

menciona en mi filiación que casi he batido el récordmundial?

—Sí, lo dice con toda claridad. Lograste caer a menosde nueve metros del blanco, lanzándote desde milquinientos metros de altura.

—¿Y qué más quieren, si puede saberse?—Voy a decírtelo, paracaidista. Quieren la perfección

física más absoluta. No basta con ser bello y fuerte comolos antiguos héroes griegos, con tener nervios de bronce,con demostrar que no dudas ni una milésima de segundocuando te enseñan a dejarte caer desde la torre de

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entrenamiento... Si no eres y haces esto, te mandan a casadesde el primer momento, pero si te admiten hay quedemostrar mucho más, hay que estar en posesión de lo queel coronel médico llama la perfección física total.Recuerdo que no hace mucho tiempo mandaron a casa a unmuchacho que tenía el pulgar del pie izquierdo sin uña porcausa de un accidente. Era el paracaidista más valiente,fuerte y atlé— tico que he visto nunca, después de ti... Peroya me dirás cómo es posible lanzarse cuando a uno le faltauna uña. El aterrizaje sin uña no es perfecto, ¿verdad queno? Bueno, dejemos ya esto. Y no te preocupes,paracaidista Ulisse Ursini: en tiempo de guerra te alistaríanaunque estuvieras completamente sordo, bizco o con unapierna enyesada.

—Sí, pero entonces yo no querría enrolarme.—No vale la pena que te lo tomes tan a pecho,

paracaidista. Todos sabemos cuál es el mayor problema quepuede crearte tu oído izquierdo.

—¿Y cuál es, vamos a ver?—Pues que si te metes en la cama con dos jovencitas,

una a tu derecha y otra a tu izquierda, cuando aquélla te pidaque la beses lo harás, pero cuando te lo pida la otra, comono la oirás porque estará en el lado izquierdo, pues no labesarás y se enfadará.

-¡Vaya, cabo, eres un buen amigo! ¿Acaso quieres queme ría con tus graciosas historias?

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—Toda la vida militar es como para reírse. Loscompañeros hemos reservado para el día veinte el salón delhotel de Pisa donde vamos siempre. Queremos despedirtecomo es debido, y hasta creo que algunos están buscando,para ofrecértelas, a todas las menores que hasta ahora se tehan escapado.

—Gracias, cabo, os lo agradezco mucho a todos. Peroyo me marcho en seguida, no espero al día veinte.

—No te lo tomes así, paracaidista Ulisse Ursini, en lavida hay muchas cosas para hacer además de tirarse desdeun avión.

—Gracias otra vez, cabo, pero a mí todas esas cosasno me interesan.

—¡Lástima, muchacho! Hubiera sido una gran fiesta,con todos reunidos...

—Sí, lástima, porque yo me largo...—¿Y adonde vas?—A Milán.—¿Tienes alguna razón especial para ir a Milán?

Porque tú eres del Friuli, ¿no? Aquí dice que naciste enLatisana, provincia de Udine.

—Sí, soy del Friuli, pero es que en Milán dejé unamaleta y voy a recogerla... Aparte de que en Latisana ya notengo a nadie, como no sea en el cementerio, donde estánlas tumbas de mi madre y mi padre, de mis tíos y hasta demi gato, sí, de mi gato. Has de saber que yo, de pequeño,

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tenía un gato y lo quería mucho. Pero se murió, y entonceslo enterré en el huerto de casa con la ayuda de mi padre,que le hizo una lápida y todo. La tumba del gato todavíadebe estar allí, o quizá ya no, porque hace— tiempo quevendimos la casa... He aquí un buen motivo para ir aLatisana: comprobar si aún existe la tumba del gato.

—Paracaidista Ulisse, no hables así. No hables detumbas. Sólo tienes veinticuatro años, ¿por qué no eresdiferente?

—Yo quería quedarme aquí, cabo, estar siempre convosotros. Soy paracaidista, no sé hacer nada más, ni siquiera de mandadero, y tampoco me gusta... Pero me echan.De acuerdo, pues me voy.

—Lo siento, paracaidista Ulisse Ursini. Lo sientotanto que me pongo enfermo.

—Nada. Me voy sin esperar nada más.Lo más doloroso fue quitarse las dos U de plata, las

iniciales de su nombre, cosidas al cinturón del uniforme degala. Por un momento pensó en llevarse el cinturón con lasdos U, como recuerdo, pero en seguida le horrorizó la idea.Los recuerdos le producían verdadero pánico, y sabía queéste sería el peor de su vida. Así pues, arrancó las dos Ucon no poco esfuerzo y las guardó en su billetero.

—Cabo, llama a un taxi y avísame para salir cuando nopuedan verme. No quiero saludar a nadie, no quierodespedirme ni tan siquiera de ti.

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—¡Eh, paracaidista! Esto no es el Gran Hotel, ni yosoy tu lacayo... Pero para que veas que te aprecio, lollamaré y puedes irte al infierno.

—Gracias, cabo.—Pero ¿por qué no te quedas con nosotros hasta el

día veinte?—Porque no.—Ya ha llegado el taxi, paracaidista... ¡Y vete al

infierno! Si te quedas, recuerda que en el hotel te estaránesperando cuarenta cabezas de chorlito como tú y unaveintena de chicas.

—Me largo, cabo. Y gracias por todo.—¡ Vete al infierno!—Gracias, cabo.

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- ¿Cuántos saltos ha realizado? ^Sesenta y dos. —¿Desde qué aparatos? —Sólo desde el Fairchild C119.—¿Nunca desde aparatos de turismo? —No.

- Pues bien, saltará desde un avión de turismo.

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No tenía ningún sentido ir a Milán para recoger unamaleta, pensó, mientras desde el pasillo del vagón en queviajaba veía perderse, a lo lejos y para siempre, la silueta dePisa recortada sobre el rojizo cielo del largo atardecer definales de mayo. Por la ventana abierta le llegaba, o almenos así se lo parecía a él, un poco de aquelcaracterístico olor del cuartel constituido por el olor de larecia y sudada ropa veraniega, por el terrible olor de losterribles cigarrillos y, mezclado con todo ello, el dulzarrónolor de judías cocidas procedente de la cocina. Sinembargo, existían dos buenas razones para dirigirse aMilán: la primera era que hacia algún sitio había que ir, y lasegunda que dentro de aquella maleta depositada en Milánestaba la más bonita Luger jamás fabricada por losalemanes. Era un arma que su padre le había quitadoprecisamente a un oficial alemán, después de darle muerteconcienzudamente, y que él había heredado poco antes delfallecimiento de su progenitor: ¿qué otra cosa podía legarun famélico profesor de idiomas a su hijo, un aspirante aparacaidista?

La Luger se encontraba dentro de una maleta, en elapartamento de la viuda Biraghi, sito en la avenida Brianza.Era el piso donde él había vivido durante once meses, en

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una pequeña habitación alquilada,, mientras duró la agoníade su padre en el hospital y hasta que recibió la oden deincorporarse al CMP, el Centro Militar Paracaidista. Nohabía querido llevar consigo la Luger, ya que sabía que enPisa se la requisarían, y por ello la había dejado en casa dela viuda.

—Buenos días, señora.—Pero... ¡Señor Ursini! Pase, pase. Mariolino, ven, ha

vuelto el señor Ursini.Lo terrible era que la señora Biraghi seguía teniendo

la habitación libre, como si la hubiese estado guardandodin-ante todo aquel tiempo, casi tres años, mientras él sehabía visto obligado a dormir en cualquier otra parte... Loterrible era que Mariolino, el hijo de la viuda, tenía ya ochoaños, era rubísimo, agradable, enternecedor, y se acordabade él a pesar de no haberle visto desde tres años antes.Ahora, a la llamada de su madre, el chico acudió corriendopara abrazarle y decirle «señor Ulisse» con una vocecitarayana en el llanto.

Así pues, se quedó a dormir en la casa, y antes deacostarse contempló su Luger gigante, bien conservadaentre los calcetines, los slips y las camisas de hacía tresaños. Era verdaderamente bonita, pensó, y casi hablaba porsí sola. Quien se viera apuntado con una pistola tanimpresionante no tendría la menor duda: se trataba de unarma que disparaba, y el que la llevaba en la mano no se

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limitaba a proferir amenazas.Luego llegaron los que hasta ese momento habrían áe

ser los días más largos de su vida: al igual que su» tres añosatrás, la señora Biraghi comenzó nuevamente a cortejarlo.Tenía sólo catorce años más que él, pero no estaba del todomal, y además le ofrecía tácitamente, fraudulentamente,todas las comodidades que podía desear... si se quedaba: ladirección de la lavandéría que su marido la había dejado, lacasa y, por la noche, ella. Aquello, por poco tiempo, estabamuy bien.

En los días que siguieron se sintió a gusto, aunquetenía miedo de la Luger. En la maleta guardaba también trescajas de municiones, y si enloquecía y salía corriendo a lacalle, con la pistola en la mano y disparando, ello noconstituiría ninguna hazaña. Sin embargo, no era fácil noacabar enloqueciendo, con aquella ardiente pero aburridaviuda siempre encima, y sin dejar de pensar en lo quepodría hacer cuando se le acabaran las ridiculas reservaspecuniarias que le quedaban de-su breve carrera deparacaidista.

Una noche telefoneó a la señora Dodina. Era un asuntoque databa de tres años antes, y quizá ya no existiera laseñora Dodina, ni tampoco la «casa» por ella regentada enun gran edificio de apartamentos del centro. A saber lasveces que la habrían pescado y encerrado en la cárcel, aella, a sus chicas y a sus administradores delegados. Pero,

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increíblemente, al igual que tres años atrás, como si sólohubieran transcurrido veinticuatro horas desde la última vezque habló con ella, la mismísima señora Dodina contestó alteléfono, con su inconfundible voz.

—Soy Ulisse, el friulano. ¿Se acuerda de mí, señora?—Ninguna mujer puede olvidarse de un rubio como

usted... Pero, ¡qué contenta estoy de que haya vuelto!—Gracias —le contestó, para añadir—: ¿Puedo

hacerle una visita?—Por supuesto que sí. Le espero.—En seguida estaré ahí.Todo permanecía igual. El portero chulo, a quien debía

preguntársele por la «¡ condesa de Bastiani» al mismotiempo que se ponía decididamente en su mano un billetede mil liras a la entrada, y otro igual a la salida delascensor: era la tarifa que garantizaba, o casi, a la señoraDo— dina, o condesa de Bastiani, una cierta seguridad conrespecto a las sorpresas de la policía y de los espías...además de proporcionarle al asqueroso portero un pingüesobresueldo cada mes.

Todo permanecía igual, incluido el serio y sobrioapartamento decorado con numerosos anaqueles llenos delibros, que aparecían hasta en el comedor, el lugar donde seefectuaba la presentación de las chicas. Todo tenía un tonoaustero, intelectual, y, después de tres años, los mismoslibros se encontraban en los mismos lugares, pues era

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difícil imaginar que alguien fuese allí para leer.—¡Señor Ulisse, pero si está usted aún más grande y

rubio! —exclamó la señora Dodina, que casi le abrazó.Seguidamente, en un tono íntimo y malicioso, añadió—:¿Siempre jovencísimas, o han cambiado sus gustos?

—Siempre jovencísimas.—Usted quiere verme en galeras, con ese capricho de

las adolescentes. ¡Pero no se da cuenta de que no sabennada! Para un hombre como usted se necesita una mujerexperta...

—No conoce usted la experiencia que tienen las mu—chachitas. Quizás más que usted misma.

—¡Qué tiempos, Señor, qué tiempos! —concluyó laseñora Dodina.

Le dejó en compañía de una enorme botella de Armag— nac y le propuso una trinidad de selectas jovencísimas,ninguna de las cuales sobrepasaba los diecisiete odieciocho años. La primera apareció envuelta en unprimaveral sobretodo, que se abrió al sentarse ella y, comoes obvio, no para descubrir otras prendas de vestir. Lachiquilla dijo que se llamaba Silvia y que quería un poco deArmagnac. Una vez hubo apurado la copa, lo cual hizo de unsolo sorbo, salió por el otro extremo de la habitación y...Al instante entró la siguiente, una vikinga castaña quellevaba encima un par de medias negras y un liguero: lodemás había olvidado ponérselo... Tenía los senos

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pequeños y altísimos, como una adolescente, lo que enrealidad era.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.—Qué te importa —repuso ella, aburrida.—De acuerdo. En ese caso, te llamaré Queteimporta.

La muchacha sonrió, pero no pidió beber ni tampocofumar. Aburrida, con el porte digno de una estatua, saliópara... dejar paso, un segundo más tarde y como si se tratarade un impecable desfile de modelos, a la tercera candidata.Era pequeña, intensamente rubia e iba «disfrazada» de niñade diez años, con sus dos trenzas, sus calcetines blancos, ysu bata escolar de cuello blanco. Le pidió un cigarrillo, ydijo que se llamaba Pierina.

—¿Vas a la escuela junto con Pierino? —la interrogóUlisse, sin mucho interés por conocer la respuesta.

—Sí —contestó ella.Y salió rápidamente, perdiendo en el camino la bata,

debajo de la cual no llevaba nada.Bien. Ahora había que reflexionar y escoger

cuidadosamente, porque dentro de pocos minutosaparecería la señora Dodina, condesa de Bastiani, parapreguntarle cuál le había gustado más. Y, en efecto, depronto apareció la señora de la casa y le preguntóexactamente eso.

—Quisiera alguna bebida que le guste a la muchachaque llevaba únicamente las medias y el ligUero.

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—Ya comprendo... Pero ésa no bebe, sólo come.Siempre tiene hambre, y yo le digo que debe tener lalombriz solitaria.

—Bueno, ¿y no puedo pedir que le preparen algo de loque le gusta comer?

—Por supuesto que sí. Huevos fritos. Vive de huevos.—Para mí, bastará con ésta...

Y subrayó sus palabras cogiendo la botella de Armag— nac, al tiempo que se levantaba. Llevaba la botella enbrazos, como si se tratase de un bebé, y de los dos litros defuerte licor que originalmente contenía, faltaba ya unacuarta parte. A Ulisse Ursini empezaba a pesarledulcemente la Luger que los pantalones oprimían contra sucintura.

La bonita y relajante habitación a donde le llevaron,decorada con estilizados apliques de color celeste,

pantallas celestes para atenuar la luz, y cubrecama celeste,era también la misma de tres años antes, así como elCándido y triunfal baño pompeyano con el teléfono de laducha igualmente celeste. Claro que todo aquello costabacasi un año de la paga de paracaidista. Pero valía la pena,absolutamente, pagar ese precio. Si algo valía la pena en lavida, era hacer una visita a la casa de la señora Dodina, aun acosta de robar.

La muchacha entró en la habitación mientras él estabaentregado a la ocupación de colocar en seguro equilibrio la

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enorme botella de Armagnac. Se había puesto un salto decama transparente y celeste, como es natural, pues laseñora Dodina cuidaba mucho la homogeneidad colorís—tica, y su aparición hacía pensar en Venus surgiendo alamanecer de las aguas de la mar, que en ese punto delnaciente día son tan celestes como el mismo cielo. Era unpoco menos alta que él, y se mostraba poderosa e indefensaa un mismo tiempo. Por cierto que esto último fue lo quele obligó a dejar de mirarla, pues comprendió que a ella nole gustaba el modo inquisitivo con que la había estadoobservando desde su entrada.

—Oye, Queteimporta. Si te soy antipático dilo, porfavor.

—¿Y por qué habrías de serme simpático? —dijo ellapor toda respuesta.

—De acuerdo. Por mi parte no quiero que te veasperjudicada. Así pues, voy a llamar a la señora Dodina paradecirle que he cambiado de idea, que quiero a otra de laschicas... Por ejemplo, a la Pierina...-En este punto no pudoevitar reírse, al pensar en aquella payasilla con trenzas, batade ir a la escuela y el culín al aire—. Sí, esa que va alcolegio con Pierino. A propósito, lo último que ella debehacerle a Pierino son los deberes de matemáticas,¿verdad?.

—¿Pero tú a qué has venido aquí, a contar chismesgraciosos?

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Era odiosa y arrogante, pero también ocultaba tantatimidez y se mostraba tan indefensa que no podía dejar desorprender aquella aspereza, más buscada que sentida,Ulisse la comprendía, aunque no por ello dejó de sentirseirritado ante su actitud, ni tampoco se privó de decirle, enun tono de voz un tanto rudo:

—Mira, Queteimporta, necesito estar tranquilodurante un rato. Tengo en la cabeza dos o tres ideas que meroen el cerebro como si fuesen ratas, y por lo tanto teagradecería que me dejases acostar pegadito a ti, que no mecontestases mal, que te pareciese bien todo lo que yo digay que tuvieses la gentileza de decirme que soy uno de losmejores hombres de cuantos han venido a acostarsecontigo. Hazme ese favor, ¿quieres? Yo estoy aquí para queme den eso. Si tú no tienes ganas de hacer de puta, meparece muy bien, lo comprendo. Desde luego que debe seralgo muy feo hacer de puta... Pero no es culpa mía si te hasvisto obligada a hacerlo...

Mientras hablaba, sin darse cuenta, había llenado unvaso con Armagnac como si lo hiciera con agua mineral y,lo mismo que si se tratase de agua mineral, no paró debeber hasta que la tos le obligó a ello. Su garganta era unabrasa de fuego. Ella, que lo había estado observando todo elrato, aprovechó el momento para decirle con evidentesinceridad:

—Perdóname.

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—¡Vaya! Te llamo puta y todavía me pides perdón —repuso Ulisse, sin parar de toser.

—Es lo justo, has dicho la verdad de lo que soy —replicó ella—. Sabes, a mí me gusta lo justo, las palabrasclaras: al pan pan... y a las putas putas.

La miró y sintió pena. Ya casi no tenía ganas de hacerel amor, y mucho menos después de esta última mirada.

Llamaron a la puerta. Cuando abrió se encontró conuna encantadora viejecita que traía consigo una bandeja deplata. Llevaba puesta sobre sus.grises cabellos una pequeñacofia, y un delantal adornado con finos encajes le protegíaparte del uniforme negro que vestía. —¿Puedo entrar?

Ulisse se apartó para darle paso y permitirle dejar labandeja sobre la mesa que había en la habitación, una vezhecho lo cual, y antes de que se retirase la anciana, le pusoen la mano una moneda de quinientas liras. Ante tal muestrade generosidad, la buena mujer reiteró una y otra vez sugratitud hasta que hubo salido.

En la bandeja había un recipiente transparente,conteniendo tres huevos que todavía estaban friéndose,algunas rebanadas de pan inglés sin tostar, y una copa llenade zumo de naranja.

—No irás a dejar eso ahora, ¿verdad? —le dijo Ulissea la muchacha—. Venga, come tranquila... Además, megusta contemplar a una chica tan bonita como tú, comiendo.

Dicho esto, se quitó la chaqueta. Ella, que había

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empezado a mojar un pedazo de pan en la yema de uno delos huevos,.se sorprendió mucho a la vista de la imponenteLuger que acababa de aparecer en la cintura de su ocasionaly desconocida pareja.

—Puedes estar tranquila. No pienso usarla aquí, encasa déla condesa-replicó Ulisse.

Pero no era miedo lo que reflejaba aquel rostro deniña hastiada, sino más bien una especie de intensasatisfacción, de oculto placer. Y sin dejar de proseguirconcienzudamente su quehacer alimentario, preguntó:

—¿Por qué la llevas?—Porque me gusta la guerra, me gustan las armas y

me gustan los uniformes militares. ¿A ti te parece que esuna buena indumentaria este traje de paisano que llevoahora? Esto es una porquería... Sabes, hasta hace pocos díasyo vestía el uniforme más hermoso del mundo. Sí, el deparacaidista... Pero ahora soy sólo un borracho, además deex paracaidista.

—También a mí me gusta la guerra —dijo ella, comosi no hubiera prestado atención a sus últimas palabras.

Ulisse fijó la mirada en el suelo, en actitud pensativa:estaba claro, ella decía eso para complacerle.

—¿Qué es lo que te gusta a ti, la guerra o losuniformes? —inquirió, búrlonamente.

—Las dos cosas, pero la guerra más —repuso ella, enun tono absolutamente normal—. Mi padre era capitán de

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los alpinos, y mi hermano es teniente... Ahora está en lasmontañas de maniobras.

—¡Los alpinos! ¡Vivan los alpinos! —exclamó él, congesto de admiración militar.

—Por favor, deja de beber —le pidió ella, como si nole hubiese oído ni visto y al tiempo que atacaba el segundohuevo.

, —¿Que deje de beber?-estalló Ulisse, levantando lacabeza para mirarla fijamente a los ojos—. ¿Sabes que pedíel reenganche y me lo negaron? ¿Sabes que a partir deahora vestiré siempre este maldito traje de paisano? ¿Sabesque tendré que buscarme un empleo?... Sí, yo que sólo sésaltar en paracaídas y hacer pum-pum con una metralleta, ocon ésta —y subrayó sus palabras agitando la Luger en sucintura—, tengo que buscar empleo. ¿Y tú quieres que dejede beber? Pues, mira, pienso vaciar tres botellas como ésta,o cuatro, o las que haga falta. ¡Quiero caer fulminado, paraque te enteres!

—¿Por qué no te concedieron el reenganche? —lepreguntó, intentando distraerle.

—Por esto... —contestó él, llevándose el dedo índicede la mano izquierda a la oreja de ese mismo lado—. Tengoun treinta y cinco por ciento menos de capacidad auditivaen este oído. Prueba a susurrarme «amor mío» aquí y verascomo ni me entero.

—Pues yo creo que oyes estupendamente.

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Pronunció estas palabras empezando a rematar elúltimo huevo frito.

Se había bebido ya la mitad del vaso de naranjada.—Pero, ya ves, ellos dijeron que no... Y aquí me

tienes, llorando en tu regazo.De pronto, Ulisse se levantó furioso, sacó la Luger de

su cintura, la empuñó apuntando a la lámpara de lahabitación, y soltó el seguro, al tiempo que decía:

—¡Pero yo no lloro, yo disparo!Mientras, ella había limpiado el plato de los restos del

último huevo aprovechando el trozo de pan que le quedaba.Iba ya a llevarse el bocado a la boca cuando, en un tonoincreíblemente sereno, dijo:

—Conozco a gente que puede satisfacer tus ansiasbélicas.

E inmediatamente empezó a masticar, como si talcosa, mirándole. Aquellas pocas palabras habían tenido dipoder de evitar que Ulisse disparase, haciéndole ademásbajar la mano y volver a colocar la Luger en su improvi* |sada funda, en la cintura del pantalón.

Se sentó sin decir nada, escrutando el rostro de lamuchacha, y apuró el vaso de Armagnac. Ella tambiénestaba bebiéndose el último sorbo de zumo de naranja.Ambos se miraban con curiosidad. Súbitamente, él sacudióla cabeza: no era un sueño, había oído sus palabras con todaclaridad... Pero no podía creerlas, y seguía meneando la

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cabeza.—Gracias, preciosa. Te lo agradezco mucho —le dijo

—, pero tú estás hablando de la Legión Extranjera, y yo soyun paracaidista. Pertenezco a la aristocracia de lossoldados. Además, no tengo ninguna necesidad deesconderme, ¿entiendes?

La muchacha se levantó para ir a hundirse en una granbutaca tapizada de color celeste.

—No me refiero a la Legión Extranjera —dijo.—¡Ah! ¿No es eso?—No, no es eso.Ulisse volvió a fijar su vista en el suelo. Luego

reflexionó, hasta que finalmente murmuró:—Mira, preciosa, cuando digo guerra quiero decir

guerra, guerra de verdad, donde se dispara y se mata hastaque uno de los adversarios cede. No esas porquerías como,por ejemplo, el contrabando de armas.

—No me refiero a porquerías, sino a la guerra guerra,como tú dices,

La miró de nuevo. Comprendía que ella hablaba tblemente en serio, pero ¿qué podía saber de la guerra? Erauna chiquilla, a pesar de su aspecto de vikinga... Claro que,si bien no debía tener ni siquiera diecisiete años, su rostrode estatua griega y sus puras facciones producían unainquietante impresión de fuerza. Se diría que comprendíamuchas cosas, y aunque apenas sonreía, todo lo más sólo

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con los ojos, emanaba una ternura, una feminidadauténticas.

—¿Y dónde está esa guerra que me ofreces?—Lo sabrás si te aceptan.Entonces Ulisse encendió un cigarrillo, se levantó y

atravesó lentamente la habitación. Una vez estuvo ante ellecho pecador, se puso a observarlo con atención, lomismo que a las celestes pantallas de los apliques y a la nomenos celeste persiana de la ventana. Luego regresó adonde estaba ella y, quedándose de pie frente a la butaca,dijo:

—¡Bueno! Te estás burlando de un pobre chicoborracho, ¿no es cierto?

—No. ¿Leíste lo que decía el periódico, la semanapasada, sobre aquellos anticastristas a los que sacaron treslitros de sangre antes de fusilarlos?

La miró. Sí, desde luego había leído aquello, y no erauna de esas noticias que se olvidan rápidamente.

—Sí, lo leí.—Uno de ellos era mi novio —explicó con calma,

con odio y desesperación fríos—. Cuando le conocí yotenía catorce años, y él decía siempre que nos casaríamosen cuanto hiera mayor. Sé que hubiese sido así... si no lehubieran matado. Hace tres años quiso volver a Cuba, paracombatir, pero a los pocos meses de estar allí le hicieronprisionero. Lo supe por sus amigos, y me volví loca.

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Incluso estuve internada durante seis meses en una clínica.Por agotamiento nervioso, dijeron, pero la realidad era queno deseaba otra cosa que morir y continuamente intentabamatarme. Luego, cuando salí de la clínica, me hice putapara vengarme... Es otro modo de suicidarse, ¿no te parece?

Ulisse dejó de mirarla y clavó nuevamente sus ojos enel suelo. Entonces ella concluyó su breve relato:

—Aquí, en Milán, todavía tengo amigos cubanos quequizá puedan proporcionarte la guerra que deseas.¿Supongo que ahora no pensarás que me estoy burlando deun joven borracho?

Desde luego que no lo pensaba, por ello dijo:—No, ya no lo pienso... Perdóname.—Sabes, mi madre se hizo amiga de una señora cubana

que tenía dos hijos de mi edad, gracias a los cuales conocía otros miembros de la colonia cubana de Roma, y entreellos a él. Pero ya ves qué porquería, qué asquerosaporquería es la vida. Lo desangraron, le quitaron tres litrosde sangre, antes de ponerle frente al pelotón de ejecuciónpara fusilarlo. Ya estaba casi muerto cuando lo ataron alposte para acribillarlo a balazos.

Ulisse intentó desviar aquella sorda explosión deamargura.

—¿Eres romana?Pero ella pareció no haber prestado la menor atención

a su pregunta.

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—Antes de emprender el viaje de vuelta a Cuba medijo: «Confío en que a mi regreso ya habrás crecido unpoco. Sabes, eres como un arbolito que me regaló mamá.Estaba plantado en un tiesto y todos me decían que se haríagrande, muy grande. Yo, que entonces era un niño, corríacada mañana hasta donde estaba el arbolito para ver si yahabía crecido. A veces permanecía delante de la plantadurante mucho rato, como si estuviera viéndola crecer...Ahora espero que crezcas tú. Crece aprisa, por favor, creceaprisa y así cuando vuelva serás ya una verdadera mujer.» —Hizo una pausa para proseguir diciendo—: Tres litros desangre, le sacaron tres litros de sangre al fusilarlo... Si teaceptan, también tú irás allá, y te harán prisionero y terobarán tres litros de sangre...

La interrumpió para decir, sencillamente:—Me gustaría ir allá. ¿Cuándo podré saber algo?—Lo ignoro... ¿Tienes teléfono?Sí, tenía teléfono, el de la viuda Biraghi. Pidió que le

trajeran la guía, lo cual no tardó en hacer la viejecita concofia y delantal, y anotó el número en un papel que entregóa la muchacha.

—Bien —dijo ella—. Ahora ve a sentarte junto alteléfono y espera. Pudiera ser que te llamase alguien.

Ulisse hizo exactamente eso: marcharse a casa de laviuda Biraghi, sentarse al lado del teléfono y esperar. Elaparato estaba clavado a una de las paredes del recibidor,

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encima de la consola y entre los dos silloncitos queamueblaban aquella habitación, bastante espaciosa y querecordaba la sala de espera de un médico privado.

Aquel asunto era demasiado importante como paracorrer el riesgo de que la viuda Biraghi o Mariolino, suhijo, respondieran a una llamada que seguramente nocomprenderían ni se la notificarían. Así pues, se sentódebajo del teléfono y esperó, no sin antes explicarle a laseñora Biraghi que aguardaba una comunicaciónimportantísima para él. Esperó, provisto de una baraja denaipes, y en tres días enseñó a Mariolino a jugar y hacertrampas al póquer. Al cuarto día, siempre en compañía deMariolino, la emprendió con el juego de damas. Perodespués de una docena de partidas, el chico se aburrió yquiso que le leyera algunas historietas ilustradas... y fuejusto mientras se encontraban en Téxas, con los personajesde uno de los cuentos, cuando sonó el teléfono. Pero estavez no era la lavandería de la viuda Biraghi, ni eladministrador de la viuda Biraghi, ni el matrimonioGambara, amigos de la viuda Biraghi. Esta vez era una vozque reconoció al instante. ¿Acaso puede olvidarse la vozdel infierno?

—Hola, Que te importa —le dijo, pues seguía sinsaber su nombre y desconocía todo acerca de ella, apartede las pocas cosas que le quiso contar.

—Baja en seguida al portal. Dentro de poco verás

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llegar un Alfa Romeo gris, y deberás subirte a él por lapuerta del asiento de atrás, no por la del lado del conductor.—Bien, de acuerdo.

Quiso decir algo más, pero ella había colgado. Elinfierno no habla mucho.

Dejó a Mariolino con sus historietas y bajó corriendolas escaleras. No había ningún Alfa Romeo gris. Eran lasonce y media de la mañana, y la avenida Brianza, ya siemprebastante concurrida, daba la impresión de ser un verdaderopandemónium. El sol calentaba como si hubiese llegado laplenitud del verano. Por ello, tras de haber vivido durantecuatro días ininterrumpidamente en un recibidor, jugandocon un niño hasta la saciedad, se sintió anonadado ante tantaluz y tanto movimiento urbano.

Pero se recobró rápidamente, tan pronto como vioaparecer el Alfa Romeo gris. Circulaba con mucha lentitud,y se paró cuando estuvo frente a él, justo el tiemponecesario para permitirle bajar de la acera, abrir laportezuela y sentarse detrás del conductor.

Nunca había visto a un cubano. Pero el hombre quemanejaba el volante, de quien solamente veía la partesuperior de las espaldas y, reflejados en el retrovisor, losnegros ojos y las espesas cejas, debía serlo. Ninguno de losdos pronunció palabra.

Después de dar la vuelta al gran anillo de la plaza Lo—reto, el Alfa Romeo se metió en la calle Porpora, detrás de

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un tranvía que seguía a un estruendoso camión conremolque. Y así fue como, casi al paso de los transeúntes,llegaron al Parque Lambro. El hombre que conducía hizorodar el coche por la calzada que flanqueaba el curso delrío. Luego giró a la derecha hasta que encontró un lugarconveniente para detenerse, a la sombra de un gran árbolcuyo follaje mecía la brisa.

—¿Tiene algún documento? —le interrogó, en unitaliano perfecto y sin apearse del automóvil ni volversehacia él.

Ulisse no contestó. Sacó su pasaporte del bolsillo delos pantalones y se lo dio. Hacía pocos días que lo tenía,por lo que en aquel momento recordó las palabras queacostumbraba a decir su padre: «Los documentos lo sontodo en la vida.»

El hombre le devolvió el pasaporte, tras haberloestudiado atentamente, casi palabra por palabra. Acontinuación prosiguió el interrogatorio:

—¿Tiene parientes a su cargo?—No. Mi padre y mi madre murieron.—¿No tiene ningún pariente?—En Latisana debe quedar una tía carnal, pero no

estoy seguro de que viva todavía.—¿Tiene novia? Quiero decir novia en serio, claro.—No.—¿Habla inglés?

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—Mi padre era profesor de idiomas y me enseñó, alos cinco años francés, a los once inglés y a los dieciséisalemán. Después me dejó curiosear en su biblioteca y asíaprendí, por mi cuenta/español, un poco de húngaro... ybasta.

En ei retrovisor, los ojos del cubano sonrieron uninstante, para volverse inmediatamente serios.

—Conociendo todos esos idiomas no le será difícilencontrar un buen empleo...

—Sí. Pe conserje en un hotel. Pero a mí no me gustalo más mínimo la idea de hacer de conserje.

—¿Y por qué no de traductor?—No soy hombre para estar sentado frenté a una

mesa. Su interlocutor se mantuvo callado por unosmomentos. Luego empezó a hablar en español.

—¿Cuántos saltos ha llevado a cabo?—Sesenta y dos.—¿Desde qué aparatos?—Sólo desde el Fairchild C 119.—¿Nunca desde aparatos de turismo?—No.—¿Qué tipo de saltos ha realizado? —Todos los que

se estipulan en el reglamento. A título histórico tambiénme hicieron practicar el salto del ángel, el que se usabadurante la guerra, ya sabe, brazos y pier-1 ñas abiertos,pecho fuera... Y la caída normal, en vertical, sin dar la

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vuelta de campana.—¿Cotas?—Todas. De los cuatro mil para abajo.—¿También desde cien metros?—Sí, también ésa, que llaman cota cero. Incluso he

hecho seis saltos a menos de sesenta metros.El hombre continuaba dándole la espalda, y ahora hasta

inclinó el espejo retrovisor a fin de que no pudiese verle.Aquella actitud resultaba irritante.

—Aun sin estar entrenado para ello, ¿sabría saltardesde un aeroplano de turismo?

—Creo que sí. Habría que ver cómo es el avión.—El más reducido biplaza que pueda imaginarse.Por las abiertas ventanillas del coche penetraba la

pestilente brisa provinente del Lambro, cuya corrientebajaba impregnada de los residuos químicos arrojados aella por las fábricas situadas en sus riberas. De la fraganciavegetal que emanaba del vecino parque, únicamente sepercibían débiles vestigios.

Ulisse asintió, con un movimiento de cabeza, y dijo:—Sí, creo que también podría saltar desde un avión de

turismo tan pequeño.—¿Con una ametralladora?El cubano encendió un cigarrillo y, naturalmente, no

le ofreció ninguno. Aquello era ya demasiado irritante,pero Ulisse tuvo paciencia: un paracaidista también sabe

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tener paciencia.Intentó dar una respuesta consciente a semejante

pregunta. Trató de imaginarse a sí mismo saliendo de lacabina de una de aquellas pulgas volantes que son lasavionetas turísticas, llevando en la mano una ametralladora,es decir, un peso de unos quince kilos, parte de la provisiónde cargadores. ¡Un poco más y el peso superaba al delpropio avión!

—Creo que sí, que lo podría hacer —dijo, para añadirseguidamente—: Incluso con dos ametralladoras.

Entonces encendió uno de sus cigarrillos, en vista deque aquel palurdo que seguía dándole la espalda no le habíaofrecido ninguno.

—Y para caer en el centro de un blanco de casitrescientos metros cuadrados, ¿desde qué altura deberíasaltar?

—Sobre ios quinientos metros, más o menos.El hombre se quedó callado por unos momentos, y

luego preguntó:—¿Y usted estaría dispuesto a llevar a cabo una

misión como ésa?—*-Si se trata de una operación de guerra, sí.Finalmente, el hombre volvió el rostro hacia él, un

rostro enjuto y durísimo, para decirle:—¿Por qué lo hace?—Ya se lo he dicho, a una persona que usted conoce

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—se refería a Queteimporta, pero no podía llamarla por sunombre, porque lo ignoraba—. Me gusta la guerra.

Nunca hubiese imaginado que podía hablar tan bien elespañol, pero cuando el padre de uno es profesor deidiomas, se hacen milagros, ¿no?

—Esta es una guerra de verdad —dijo el cubano—. Nose trata de ninguna película. Puede perder la vida.

—Al que tiene miedo de perder la vida rio le gustanlas guerras.

Ahora el cubano, que continuaba dándole la cara, leofreció un cigarrillo, antes de decirle:

—No puedo darle tiempo para qüe lo piense. Siacepta, debe hacerlo ahora mismo.

—Si hubiera reflexionado antes de hacer las cosas, leaseguro que no hubiera empezado nada de cuanto he hechoen la vida —replicó, con calma, pues Ulisse sabía tenercalma cuando quería.

—¿Le han explicado que puede caer prisionero de lastropas de Castro?

—Sí, me lo han explicado. Y también lasconsecuencias de ello.

Arrojó por la ventanilla su cigarrillo, para encender elque le había ofrecido el cubano.

No acertaba a comprender lo que se debía sentir contres litros de sangre menos en el cuerpo, pero tampoco seesforzaba mucho en ello.

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—¿Y le han explicado que puede ser arrestado por lapolicía de los Estados Unidos, e incluso llevado a la sillaeléctrica o a la cámara de gas?

Ulisse Ursini, sin pedir permiso, se apeó del coche.Tenía calor. Fuera, la peste provinente del Lambro era másaguda, sin duda bastante más aguda. Pero... paciencia.

—¿Qué tienen que ver los Estados Unidos en esto? —inquirió, mientras el cubano bajaba a su vez del Alfa Romeoy llegaba a su lado—. Yo estoy hablando de Cuba...

—También yo hablo de Cuba. Pero pudiera sucederque se vea obligado a matar a algún americano, y comoquiera que no somos tropas regulares, si le cogen loconsiderarán un asesino y le sentarán en la silla eléctrica...¿Está claro? —preguntó el cubano, que también estaba unpoco nervioso, antes de añadir—: ¿O quiere másexplicaciones? Por lo general, a los soldados no se les dantantas explicaciones.

—En el fondo, pensó Ulisse Ursini, era una estúpidanadería morir en una silla eléctrica, o fusilado, odesangrado, o... ¡Bah! Todo daba lo mismo. La cuestión eraotra.

—Lo único que quiero saber es si se trata de acciones,de guerra o, cuando menos, de guerrilla.

—Sí, le doy mi palabra. Se trata de acciones deguerrillas inspiradas por motivos ideológicos, sin ningúninterés material, se lo puedo asegurar.

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El cubano pronunció aquellas palabras en un tonoinesperadamente vehemente, con auténtico orgullo.

—Entonces, por mí de acuerdo.Y Ulisse lo dijo solemnemente, en un español tan

rotundo como grave.—Piénselo aún tres minutos. Va a arriesgar la vida por

un peso cubano al día, es decir, por un paquete decigarrillos y una copa de ron...

—Bueno, si usted lo quiere pensaré tres minutos más.Ulisse tiró al suelo la colilla, se apoyó en la

portezuela del coche y fijó sus ojos en las ramas de losárboles, iluminadas por el implacable sol. Pero no pensó enabsoluto en la decisión que ya había tomado, sino en cómodebía ser un salto desde una avioneta de turismo. Estabaseguro de que sería un aparato tan reducido que no podríallevar ni el paracaídas ventral de seguridad, y además, quizáse había precipitado al decir la altura mínima. Para caer enel blanco propuesto eran demasiados los quinientos metrosque antes había dicho. Sí, desde luego el salto debíaefectuarse desde una altura mucho menor para garantizar eléxito. Claro que sólo con el paracaídas dorsal la cosa eramenos segura. Aunque, por otra parte, en un biplaza no haymucho sitio, y realizar la operación con un para— caídasparecía mucho más oportuno que hacerlo con dos, Depronto, miró al cubano y le preguntó: —¿Han pasado ya lostres minutos? El cubano también le miró, pero con dureza,

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sin sonreír ni demostrar cordialidad. Con un gesto leordenó entrar en el automóvil, abriéndole la portezuelaanterior y sentándose luego a su lado, en el asientodelantero. Puso el motor en marcha, tras lo cual el AlfaRomeo arrancó suavemente, enfilando con lentitud elcamino que llevaba a la avenida Palmanova.

—Desde este momento está usted enroladovoluntariamente en el MCL, el Movimiento Cuba Libre,con el grado de sargento —dijo. Y volviendo su rostrohacia él, añadió—: Está usted hablando con el capitánFabricio Acuña.

Ulisse Ursini estrechó la mano que le tendía el capitánAcuña, y preguntó:

—¿Cuándo nos veremos de nuevo? —No hará faltaque volvamos a vernos, seguiremos viéndonos. Quierodecir que usted vendrá ahora conmigo, a mi casa, dondepermanecerá a mis órdenes. Y dentro de una semana, todolo más, ya podremos emprender viaje hacia Florida.

Estas palabras le hicieron una impresión muysatisfactoria a Ulisse. Así debía ser la vida... Estar todavíaen el Parque Lambro, entre aquella pestilencia de residuosquímicos, y escuchar cómo le decían a uno que antes deuna semana se encontrara en Florida.

—Nosotros recogeremos sus efectos personales —dijo el capitán Acuña—. Y otra cosa: me han dicho queusted siempre lleva consigo una Luger. ¿La trae ahora?

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—Sí, señor.Había contestado nerviosamente, pensando que la

Luger no deberían tocársela si querían que las cosasandaran a la perfección. Pero desabrochó su chaqueta paramostrársela.

—Si yo le dijese que es imposible llevarla hastaFlorida, atravesando tres aduanas internacionales, y quetendrá que dejarla aquí, usted me respondería que no,¿verdad?

—Sí, le respondería que no.El capitán salió del verdor del Parque Lambro y se

metió en el fragoso tráfico de la avenida Palmanova.—En ese caso, está bien —le dijo—, consérvela con

usted. Pero si la descubren tendrá que deshacerse de ella...—Capitán, tengo que pedirle disculpas —murmuró él

entonces—. Es la Luger con la que un oficial alemán tratóde matar a mi padre, y con la que él le mató al conseguirarrebatársela. Cuando la llevo conmigo me siento cerca demi padre, como si le tuviera a mi lado... ¿Usted mecomprende? No la llevé a Pisa porque pensé que me laconfiscarían o, peor aún, que me la robarían. Ahora bien, siusted la quiere, aquí está, téngala.

Mientras hablaba,. Ulisse había sacado la Luger de sucinturón para tendérsela al capitán. Un soldado debeobedecer las órdenes. Pero el capitán Fabricio Acuña nisiquiera la tocó, se limitó a mirarla por un instante. Estaban

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entrando en la ruleta infernal que era la plaza Loreto.—Guárdesela —le dijo—. En el avión se la dará a

Adela para que la esconda.—¿Quién es Adela?Hizo la pregunta con una cierta ansiedad, pensando si

sería la muchacha que trabajaba en casa de la señoraDodina, y al tiempo que colocaba nuevamente la Luger enel lugar donde siempre la llevaba:.

—Una auxiliar nuestra.—¿Es la chica que le habló de mí?—No.Acababan de adentrarse en el paseo Buenos Aires.

Circular por allí a aquella hora era como viajar en un trende mercancías.

—Perdone, capitán. ¿Cómo se llama esa chica?Deseaba saber a toda costa el nombre de

Queteimporta.—No se interese por lo que no le incumbe —le dijo,

por toda respuesta, el capitán Acuña.¡Vaya!, pensó Ulisse Ursini. ¡Menos mal que no se

vería obligado a llamarla No se interese por lo que no leincumbe! Trató de no pensar en ella. Centró sus ideas enFlorida.

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2

El capitán Acuña dijo:- Se nos ha encargado el cumplimiento de una

misión: entrar en Fort Marianna y apoderarnos delmayor número posible de armas y municiones.

La teniente Adela, en cambio, dijo:- ¿Sabe? Me han contado la historia de dos

americanas altas, muy altas... ¿Quiere oírla?«¿Y por qué no?», pensó Ulisse, que era muy

aficionado a las historietas picantes.

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1

Cuando se llega por primera vez a los países soleados,casi siempre llueve. Florida es un país soleado, pero a lostres días de la llegada de Ulisse Ursini todavía no habíacesado de llover. Florida es famosa por muchas cosas: porel cabo Kennedy, por Miami Beach, la playa de losmillonarios, los gángsters y las divas, por Daytona Beach,la playa donde los automóviles pueden correr a quinientoskilómetros por hora... Pero no es famosa por Marianna. Nose trata de una chica, sino de una pequeña ciudad que nisiquiera llega a los diez mil habitantes, y que está situada enla parte más periférica y oscura de Florida, a pocas decenasde kilómetros de los confines con Alabama y Georgia. Enella, a nadie se le ocurre nunca permanecer más tiempo delimprescindible para llenar el depósito de gasolina, y comerun bocadillo, una vez hecho lo cual uno sale de allí a todavelocidad; especialmente si, además, llueve... A no ser quealgún motivo concreto obligue a quedarse.

Llovía, caía un suave diluvio exento de, fuerza y deviento, que hacía pensar en alguien que estuvieraderramando sobre la cabeza de uno, suavemente, conexaspe— rante lentitud, una inacabable garrafa de agua*Llovía sjn cesar. Ulisse Ursini se encontraba en Marianna,o más exactamente en las afueras de aquella ciudad, casi a

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ocho kilómetros de distancia del centro de la misma,escuchando el rumor de la lluvia sobre el techosemicircular de un hangar y viendo la cortina de agua através de los ventanales, que no eran de cristal, sino de unplástico transparente y blando. Al fondo del hangar,colocados el uno junto al otro frente a la puerta de salida,había dos Duck 27B cuya presencia le producía a Ulisseuna intensa sensación de disgusto, pues no le agradaba ver alos aviones anclados en el suelo. Un avión parado es comoun piano cerrado: no significa nada.

En el otro extremo del énorme hangar había docecatres, más de la mitad de los cuales estaban ocupados porhombres que, como él, esperaban que se terminara de unavez aquella lluvia. Iban todos con el torso desnudo,vistiendo únicamente pantalones cortos de color arena.Dos jugaban a cartas, uno leía, otro dormía, o parecíadormir, y tres charlaban en voz baja, mezclando elmurmullo de sus voces al de la lluvia. Parecía increíble›verlos allí prácticamente en calzoncillos y con elsemblante de sus jóvenes rostros Remudado por elaburrimiento y lá irritación, hablando... de corbatas, de sison más elegantes Í£s de un solo color o las de fantasía, deque los americanos no tienen gusto para las corbatas. Sí,desde luego aquello era chocante, aunque a Ulisse noconsiguiera ni siquiera ha— cerle sonreír, tan abstraídocomo se hallaba en mirar a través del ventanal amarillento y

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nebuloso que tenía delante. Seguía lloviendó.Eran sólo las diez de la mañana, pero parecía llegada la

hora en que se acuestan las gallinas.La pista del aeródromo, una franja de cemento de un

kilómetro dé largo, estaba empapada de agua como si setratase de una esponja. No era muy ancha, apenas algo másque una calle normal, y quizá originariamente había sidouna calle. A ambos lados de la misma, y aproximadamente ala altura del hangar donde se encontraba Uli— ses, éstepodía distinguir desde el ventanal por donde miraba, de unaparte el cobertizo lleno de goteras que cobijaba los bidonesde gasolina, tan enormes como cochambrosos, y de la otrala casa prefabricada color ceniza que era, de hecho, elalojamiento de los oficiales, es decir de tres personas: elcapitán Acuña y los tenientes Morán y Casillas. Bueno,había un cuarto oficial, auxiliar, que era la teniente AdelaValdés. Pero el Estado Mayor no se atrevía a dejarla dormiren el aeródromo, y no sólo por cuestiones de rango oficial.En realidad no se podía decir que la teniente Adela Valdésfuera uña belleza, pues todo en este mundo tiene un límite,y Adela había sobrepasado los del estrabismo y la delgadez.En una palabra, nadie hubiese imaginado que fuese cubana.Ulisse, por lo menos, cuando estaba en Italia y soñaba conlas cubanas, oía música de rumba y veía lozanos yondulantes cuerpos femeninos... Todo lo contrario de lateniente Adela, cuyo aspecto hacía pensar más bien en un

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soldado del Ejército de Salvación. Y eso que era simpática,aparte de que hablaba un español tan personal comomusical, hasta el extremo de que a veces parecía tenercastañuelas en lugar de labios, Además, salpicaba sulenguaje con palabrotas y no perdía occisión de contarchistes obscenos. Total, que al final uno se olvidaba de suestrabismo y delgadez, e incluso acababa por desearla. Ycuando esto último sucedía, si uno se atrevía a meterlemano en el pecho o el muslo, ella le pegaba un bofetón ysalía corriendo.

Aquella mañana, mientras miraba a través del húmedoy nebuloso ventanal, a quien Ulisse vio salir de la casitacolor ceniza, vistiendo un impermeable blanco y con loscortos cabellos completamente empapados, fueprecisamente a la teniente Adela Valdés. La vio atravesar lapista como una centella y entrar en el hangar chorreandoagua por todas partes, abriendo y cerrando la puerta en unsantiamén. Ante su aparición, enmudecieron los tres quehablaban de corbatas, se despertó el que dormía, e inclusodetuvieron la partida los dos que jugaban a cartas.

—Dentro de una hora parará de llover —dijo lateniente Adela Valdés ^dirigiéndose a Ulisse y en un tonoque equivalía a afirmar: «He ordenado que dentro de unahora pare de llover.» Seguidamente añadió—: SargentoUrsini, el capitán Acuña quiere que prepare el avión B paraefectuar el reconocimiento. Lo pilotará el teniente

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Morán... ¿Hay algo con qué secarse?Se pasaba continuamente una mano por la cabeza y la

otra por el rostro, como si quisiera apartar el agua que elcielo le había arrojado encima. En respuesta a su pregunta,el primero en moverse fue aquel que había estadodurmiendo, el cual saltó de su catre, sacó de debajo de laalmohada una toalla extraordinariamente blanca, y llegócorriendo hasta donde se encontraba ella.

—Aquí lo tiene, teniente. Lleva perfume y todo —dijo.

Adela se secó la cara y la cabeza con gestos mórbidos,totalmente insólitos en un cuerpo tan huesudo ygeométrico como el suyo, y luego le arrojó la toalla a supropietario del mismo modo que lo hacen los boxeadoresen el cuadrilátero.

—¿Tienen un cigarro?Esta vez, el primero que llegó fue uno de los tres que

anteriormente dormían, el soldado Roque Filas. Traía unode los cigarros cubanos que la teniente Adela prefería.

—Oradas, Roque.Ulisse acercó una cerilla encendida al grueso y negro

cigarro que ella mordía por uno de sus extremos, y le dijo:—¿Debo cargar con las ametralladoras?—No es necesario, sólo se trata de un

reconocimiento.Puede ir tal como va ahora, aunque con toda esa

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pelambrera rubia que le cubre, no se puede negar que causaimpresión.

—En cuanto consiga un permiso me haré depilar.

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Siguiendo las órdenes de la teniente Adela, antes deuna hora cesó de llover, desapareciendo del cielo hasta elmenor indicio de nubosidad e irrumpiendo victorioso elsol, el famoso sol de Florida. En escasos minutos la pistade despegue quedó seca casi por completo.

El teniente Morán llegó antes que el sol, muy pocoantes, vistiendo su uniforme azul celeste que mostraba,sobre el pecho—, una divisa de color azul marino con lasiniciales MCL bordadas en blanco, mientras en la partesuperior derecha de la espalda lucía dos botones, tambiénblancos, que simbolizaban su graduación militar. Desdeluego, ningún policía americano podía imaginar que aquellofuese un uniforme, aunque en cierto modo tenía aspecto deello. Pero parecía más bien la indumentaria de un mozoempleado en una empresa de transportes, es decir,exactamente lo que los líderes del MCL querían que lespareciese a los americanos.

Tan pronto como dejó de llover, cuatro hombressacaron el Duck 27B a la pista, que daba la impresión defumar como consecuencia de la intensidad con que el solevaporaba el agua caída, y colocaron el aparato en laposición correcta. Una vez finalizadas todas estasmaniobras, el teniente Morán se instaló en la cabina y a

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continuación Ulisse hizo lo propio, sentándose a su lado.El Duck 27B es un biplaza dotado de un compartimientopara dormir, o por lo menos así titulan los chistosos alreducido espacio que alberga una no menos reducida litera,donde por lo general acaba instalándose un bar deemergencia que siempre resulta mucho más útil. Su mayorvirtud reside en la facilidad de su manejo, similar al de esascámaras fotográficas que, con sólo apretar el botón,proporcionan el recuerdo perpetuo, o casi, de la barca avela surcando el mar o de la mujer cubriéndose con un dospiezas. En el Duck basta con tirar de esa manecilla de metaly plástico que pomposamente llaman conmutador, y elaparato marcha solo. Por eso Ulisse, un par de nochesantes, no pudiendo conciliar el sueño a causa del rumor dela lluvia, había barruntado la posibilidad de introducirse enla cabina del pequeño avión y salir a dar un paseo en él.Deseaba comprobar sobre el terreno las probabilidades deéxito que ofrecía la otra característica sobresaliente delDuck, es decir, su portezuela corrediza por la que deberíasaltar dentro de poco. Después de todo, pensaba, aquél noera «el más reducido avión de turismo que imaginarsepueda», como le había dicho el capitán Acüña en Milán,sino algo mucho más interesante para un paracaidista de loque podía pensarse.

—¿Pero qué hace aquel imbécil? —dijo de pronto elteniente Morán, señalando al muchacho que trataba de

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poner en marcha la hélice, sin conseguirlo, y quedando encambio peligrosamente cerca de su radio de acción.

Ulisse abrió presto la ventanilla, se asomó con riesgoy, superando con su voz el fragor del motor, gritó:

—Aquiles apártate un poco más si no quieres que teafeitemos.

Aquiles era, desde luego, un auténtico cubano, de bajaestatura, con un color de piel fuertemente cetrino yabundante pelambrera por todo el cuerpo.

—¡No soy tan idiota, sargento! —vociferó,subrayando intencionadamente las sílabas con.sus carnososlabios, y echándose a un lado como una exhalación antes deque la hélice le afeitara de verdad.

Entonces el teniente Morán manipuló aquellamanecilla y el Duck comenzó a rugir, para ponerse enmovimiento de improviso. Luego, tras un recorrido de nisiquiera doscientos metros, el aparato se elevó casi comoun helicóptero, verticalmente. Ulisse pensó que aquél debíaser un sistema de despegue particular de los cubanos.

—Dentro de tres minutos sobrevolaremos el objetivo—anunció el teniente Morán—. A su espalda, en el cajón,hay unos prismáticos. Tómelos y permanezca atento, puesnos interesa que observe bien lo que voy a mostrarle.

Ulisse alargó un brazo hacia atrás, asió losprismáticos que había en el compartimiento-bar, y luegolos enfocó de acuerdo con las necesidades de su vista. Se

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hallaba ya a casi quinientos metros de altitud. A sus pies, elcolor verde de los prados había adquirido una intensidadcegadora por obra del lavado natural efectuado por la lluvia,y la red de carreteras que los cruzaban parecía un encajehecho con hilo plateado o dorado, según se tratase de lasasfaltadas vías principales o los polvorientos caminosvecinales. Los automóviles eran como diminutos destellosbajo el tórrido sol reinante.

—Él objetivo está allí, junto a aquellas colinas —señaló el teniente Morán.

Ulisse pensó que llamar colinas a algo en Florida eracasi una hipérbole, pues en aquella región lo máximo quehay son montículos de apenas doscientos metros, y no sepuede decir que abunden mucho. Miró hacia donde leindicaba el teniente Morán y pudo ver, a través de losprismáticos, tres montones de tierra que le recordaron lospromontorios formados por los detritus en las ciudadesbombardeadas durante la última guerra. Frente a estos tresmontículos había dos pequeñas casas de una sola planta,muy bien resguardadas entre los árboles de un pequeñobosque. El conjunto hubiera podido parecer perfectamenteidílico, si algo no hubiese desmentido en seguida estaprimera impresión. En efecto, de la base de las tres colinaspartían dos muros que Ulisse calculó tendrían al menostres metros de altura cada uno, y que además estabanseparados entre sí por una franja de tierra de unos dos

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metros de ancho. Aquello no tenía evidentemente Unaspecto muy idílico: parecía más bien una prisión.

—Eso es Fort Marianna —dijo el teniente Morán—.No podré sobrevolarlo más de dos veces, pues de locontrario sospecharían de nosotros. Ahora fíjese bien entodos los detalles. En la segunda pasada contestará a mispreguntas.

—Descienda un poco —solicitó Ulisse—, quieroverlo sin utilizar prismáticos.

El teniente Morán satisfizo su deseo, y lo hizo conuna maniobra que también debía ser típicamerfte cubana, yaque de improviso la avioneta encaró su morro hacia abajo,cayendo como una pera del árbol. Ulisse pudo observarcómo un muchacho salía de una de las dos villas situadasfrente a las colinas y, viendo que el aparato se le veníaencima, entraba otra vez en la casa precipitadamente.

—No, teniente. No tan bajo, por favor —le dijo alteniente Morán.

Aún tuvo tiempo de ver que la doble tapia estabarecubierta de una espesa proliferación de trepadoras, cuyashojas la ocultaban prácticamente. También observó lapresencia de tres faros, que dirigían sus rayos de luz sobretres aberturas practicadas en la colina. Luego, FortMarianna desapareció como consecuencia de unainesperada ascensión de la avioneta. Y Ulisse pensó que elmayor peligro no consistía en las acciones de guerra, sino

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en volar con el piloto Morán.—¿Ha visto? —preguntó el teniente Morán.—Sí, claro que he visto —repuso Ulisse. —Este es

uno de los más grandes depósitos de armas y municionesdel sur de Estados Unidos. Se llama Fort Marianna —explicó el teniente.

Desde luego ya había imaginado que aquello era undepósito de armas y municiones, sobre todo por el anillode las dos murallas distanciadas. Pero no se le ocurrió quepudiera llamarse Fort Marianna. No parecía una cosa seriaeso de que una fortaleza se llamase Fort Marianna. FortApache hubiera sido mucho más adecuado... Pero no sepuede tener todo en la vida.

—Aquí hay casi todo —prosiguió el teniente Morán,mientras guiaba la avioneta hacia el oeste, alejándose cadavez más de la fortaleza—. Desde lanzallamas hastabazokas..., ametralladoras, morteros, bombas de gases,.napalm...

A través de los prismáticos Ulisse miraba hacia atrás,en dirección a la fortaleza que, aun cuando se llamara FortMarianna, empezaba a gustarle.

El teniente Morán continuó diciendo:—Usted deberá lanzarse al interior de la fortaleza,

justo en mitad del claro, y aterrizar de manera que puedadominar las entradas de las cuevas excavadas en la colina,así como también las dos villas.

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Sí, lo había comprendido.—Dominar con una ametralladora, ¿no?—Sí, con una metralleta.La avioneta comenzó a virar hacia el este, ahora

suavemente, mientras el teniente Morán le decía:—Volvemos otra vez a la fortaleza. Fíjese bien.¡Cómo no iba a hacerlo! Ulisse miraba con extremada

atención, ora con los prismáticos ora a simple vista, endirección a Fort Marianna, cada vez más cercano: la doblemuralla verde por obra de las trepadoras de grandes hojas,las dos pequeñas casas y las colinas... Una superficie deapenas ciento cincuenta metros, bajo la que se encontrabanalmacenadas gran cantidad de armas y municiones.

—Esta es la segunda y última pasada que hacemos,fíjese bien —insistió el teniente.

¡Claro que se fijaba! Ahora ya sobrevolaban lafortaleza... Pero algo sucedía, porque en la pequeña plazaformada entre las tres casas y la entrada a las cuevas de lacolina, se habían congregado una media docena de hombresvestidos con pantalones militares. Corrían de un lado paraotro, como si acabaran de oír tocar a zafarrancho.

—¿No habremos llamado la atención más de lodebido? —preguntó Ulisse.

—No creo —dijo el teniente Morán—. Hacensiempre lo mismo, y no sólo ellos, sino también la gentedel pais. Aquí el cielo está plagado de avionetas de turismo.

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alquilan como si fueran patines... De vez en cuandoalguna estrella, y por eso ahí abajo se pasan el tiempocomentando si caerá o no ésta o aquélla. He pilotado deforma que hiciera también esos comentarios acerca denosotros.

Por un momento, un solo instante, Ulisse fijó sumirada en el teniente Morán, en su huesudo rostro demejillas chupadas, bigote negro y cabellos largos yoscuros. Debía de ser un hombre que actuaba en serio:

—¿Ha mirado también detrás de las colinas? —leinterrogó el teniente.

—Sí.—¿Y qué ha visto?, —Una ciénaga.—¿Y al este de Fort Marianna?—Un río.—Es el río Panamá —le informó el teniente Morán,

antes de preguntar nuevamente—: ¿Y al sur y al oeste de lafortaleza, qué ha visto usted?

—Ciénagas...Ulisse pronunció aquella palabra pensando en lo poco

variado del paisaje de la Florida, un país que tiene fama deser muy soleado, pero que también está poblado deciénagas..., aunque esto último lo ignore sistemáticamentela propaganda turística. Y con razón: ¿para qué habría dehablar de las ciénagas?

—Por lo tanto —prosiguió el teniente Morán—, si

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cuando se lance usted no cae exactamente en el espacioexistente entre la doble muralla, ¿dónde caerá?

Aquella pregunta le pareció un tanto burlona a Ulisse,que contestó:

—En las ciénagas... o en el río.Y se le ocurrió que en cualquiera de los dos casos era

más probable que se ahogara.—Bien, ahora que ha visto la posición y su extensión

—dijo entonces el teniente Morán—, deberá decirme cuáles la cota desde la que considera conveniente lanzarse paracaer en el objetivo.

—Quinientos metros —repuso Ulisse.Lo dijo sin pensarlo mucho y sin creer en absoluto

que aquélla fuera la cota exacta. Sabía que no existe unacota exacta, para ningún lanzamiento, y que quinientosmetros es una altitud buena para saltar en paracaídas y caeren el blanco o ahogarse en una ciénaga.

—Bueno, pues ya podemos volver a casa. El resto delas instrucciones se las dará el capitán Acuña —concluyóel teniente.

Volver a casa significaba regresar al aeropuerto, conel hangar prefabricado, la pequeña casa de los oficiales y eldepósito para los bidones de carburante. Porque unemigrado cubano un poco rico puede tener su pista deaterrizaje particular, ¿no? Si la tenían los gángsters deNueva York y de Chicago, también podían tenerla los

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cubanos emigrados. En este caso, el cubano en cuestión erael jefe absoluto del Movimiento Cuba Libre, y aun cuandoUlisse no sabía quién era, suponía que debía ser un hombreclaro, clarísimo que sabría querer claramente y que sabíaclaramente cómo tener aquello que quería. Ulisse Ursini lohabía comprendido así gracias a los hombres jóvenes, quedormían en los catres del hangar, lo mismo que él, y queparecían hermanos (le sus cámaradas de Pisa y de Livorno,pues hablaban poco, miraban con dureza y cuando reían eracasi como si quisieran morder con susjblancos dientes, tanal descubierto entre los labios.

—Por favor —dijo Ulisse, casi humildemente—¿Puede decirme cómo ha hecho para sabér con tantaprecisión que al cabo de una hora dejaría de llover?

Mientras hablaba le parecía ver a la teniente Adela quele contestaba: «He ordenado que dejara de llover,simplemente.»

—Cabo Kennedy-repuso el teniente Morán, al tiempoque se precipitaba como una flecha sobre la pista deaterrizaje, ya visible—. Tenemos 1 un amigo en CaboKennedy, en la División de Meteorología. Allí saben eltiempo que ¡hace en todo el planeta, minuto a minuto, eincluso lo preveen con una semana de anticipación.

Aterrorizado, Ulisse vio que el teniente Morán estabatomando tierra. Daba la sensación de que deseaba excavarun hoyo en la pista, pero de pronto el Duck comenzó a

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estremecerse y resoplar como si fuese una enamoradaentre los brazos del hombre de sus sueños, y al final Ulissese dio cuenta de que ya habían aterrizado.

—Por favor —le dijo el teniente Morán—.Preséntese inmediatamente al capitán Acuña.

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Presentarse al capitán Acuña, eso es. Había ido a lacasita próxima al cobertizo donde los enormes bidones degasolina parecían estar a punto de estallar a causa del.tórrido sol, para presentar su informe, allí, en una estanciabastante fresca y sombría, frente a dos botellas de aguamineral recién sacadas de la nevera y a un plato de cocidode carne, patatas y pimienta que había preparado la tenienteAdela. El capitán Acuña estaba a un lado de la mesa y él,Ulisse Ursini, al otro, comiendo ambos el sabroso cocido,mientras la teniente Adela iba y venía de la cocina,esperando que acabaran para llevarles el postre helado.

—Lo que ha visto es el objetivo —dijo el capitánAcuña, al tiempo que comía rápida y vigorosamente—. Yahora que lo ha visto tengo que darle algunas indicaciones,para que pueda comprender mejor de qué se trata. Porsupuesto que, si las indicaciones no le parecen bien, está ensu derecho negarse a participar en la acción.

Aquel cocido, hecho con abundantes pedazos de carneroja y picante, que se comía con el cuchillo, no era otracosa que una versión cubana del estofado italiano, unaversión explosiva a la vez que irresistible. Ulisse loencontraba acertadísimo.

—Gracias, mi capitán —dijo.

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El capitán Acuña se volvió hacia la cocina para decir:—Pon la radio más fuerte, Adela.—Sí, mi capitán —contestó Adela, elevando el

volumen del aparato de radio que había en la cocina.—¡Eso es! —exclamó el capitán Acuña—. Lo he

adivinado. Nancy Sinatra cantando Estas botas son paracaminar. Déjeme escucharla, sargento, y cuando termineseguiremos hablando.

Escuchó la joven y suave voz de Nancy Sinatra, con lamirada baja, dejando incluso de comer, y sólo cuandoNancy hubo terminado de cantar que aun cuando hubierahuelga de transportes ella podía ir donde quisiera porquetenía unas botas recias que estaban hechas para caminar,sólo entonces el capitán Acuña volvió a la vida, llevándosea la boca algunos pedazos de carne y diciendo finalmente:

—Como ya le he dicho, estamos aquí gracias a unemigrado cubano que nos hospeda y que es el principalaccionista de una de las mayores empresas de transportesde Estados Unidos. Tenemos a nuestra disposición estapista de aterrizaje, aviones, camiones y unos sesentahombres concentrados aquí, en la Alta Florida occidental.

Habían acabado ya el mortífero cocido, y la tenienteAdela estaba recogiendo las grandes escudillas vacías,mientras ellos bebían dos enormes vasos de reconfortanteagua mineral fría.

—Esta es la situación práctica —añadió el capitán

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Acuña tras haber apurado su vaso—. Ahora veamos cuál esla estratégica. Se nos ha encomendado el cumplimiento deuna misión: entrar en Fort Marianna y apoderarnos delmayor número posible de armas y municiones. Contamoscon seis camiones Ford Transcontinental para cargar enellos el material, que luego deberemos llevar hasta elpuerto de Pensacola y, una vez allí, meterlo todo en unbarco amigo que nos llevará fuera de las aguas territoriales,donde esperaremos...

Ulisse se quedó por un instante con el vaso entre loslabios, como paralizado, pero en seguida lo dejó sobre lamesa y dijo:

—¿Esperar qué?-Esperar a otro barco —explicó el capitán Acuña—.Un barco en el que irán cerca de ochocientos

voluntarios cubanos, a quienes se armará con el materialtomado de Fort Marianna para que, seguidamente,desembarquen en. Cuba. Hombres no nos faltan, tenemosmuchos. Pero no sucede lo mismo con las armas, y por esovamos a tomarlas de donde sabemos que están.

Este razonamiento era tan exacto como el teorema dePitágoras, la suma de los cuadrados de los catetos es igualal cuadrado de la hipotenusa. Es decir, cuando uno no tienearmas y municiones va a tomarlas de donde las hay, porejemplo de Fort Marianna. Ulisse se sintió incapaz inclusode pensar.

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—Esta es la situación estratégica —añadió el capitánAcuña—. Pero aún hay otra situación, la política. Paracombatir bien, un soldado debe conocer también la partepolítica de la cuestión, pues ningún hombre puede ir enbusca de la muerte sin saber el porqué. Y aquí el porqué esel siguiente...

En este punto el capitán se detuvo para sonreír a la,teniente Adela, que traía el postre de piña helada, y luegoprosiguió:

—Los americanos son nuestros amigos, pero yatienen bastante que hacer en el Vietnam. Por lo tanto nopueden ayudarnos, razón por la cual debemos ayudarnosnosotros mismos. Pero para hacerlo hemos de contar conhombres y con armas, debemos combatir... Luego esimprescindible que vayamos a Fort Marianna.

La piña helada no conseguía mitigar el candenterecuerdo del cocido cubano, pero Ulisse se sentíaigualmente feliz. Aquello no era como soñar, era un sueñovivido, lúcido, pletórico de luz, colores, palabras y sabores.Un sueño de verdad.

—Perdone, mi capitán —dijo, aunque sólo porbromear, como si quisiera provocarlo—, pero yo no creoque los americanos nos permitan coger las armas, llevarlashasta Pensacola, cargarlas en un barco y dejen salir a éstefuera de las aguas territoriales.

El capitán Acuña asintió ligeramente, con una sonrisa

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sarcástica, y comenzó a exponer su demostracióngeométrica, diciendo:

—Primero: puede ocurrir que se sorprendan tanto,que cuando empiecen a comprender lo que ha sucedidonosotros ya estaremos en alta mar. Segundo: aunque locomprendan un poco antes, puede ocurrir que no haganmucho para impedir la realización de nuestro plan. Sonnuestros amigos y es posible que finjan no enterarse de queles cogemos las armas de Fort Marianna.

Ulisse bebió casi de un trago un vaso lleno de aguamineral fría, y seguidamente dijo:

—¿Y el tercer punto?—Sí. Tercero —continuó el capitán Acuña,

encendiendo uno de sus puros cubanos y mirándolefijamente:

admitamos, de un lado, que los americanos se irritanpor nuestro asalto a un depósito de armas y municiones, ydel otro que para evitar complicaciones internacionalesintentan impedir a toda costa que lo consigamos.¡Admitámoslo!

Ulisse esperó, pero el capitán no decía nada más. Sehabía quedado mirando las largas aspas del ventilador quegiraba con una cierta lentitud por encima de sus cabezas.

—Bien, ¿y entonces? —dijo.—Pues entonces —ahora el capitán Acuña hablaba

parsimoniosamente— empezará la parte activa del plan.

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Moriremos allí, en Fort Marianna, todos. Una vez dentrotendremos armas para combatir de verdad, hasta el últimohombre. Sólo podrán desalojarnos con bombas atómicas...¿Conoce la historia suiza? ¿Se acuerda usted de aquellabatalla de...? Ahora no recuerdo el nombre, pero es igual.Algunos centenares de saboteadores se encerra— ron enuna pequeña fortaleza, obligaron a que les matasen a todos,uno tras otro, pero no se rindieron. Pues bien, en este casonosotros tendremos que hacer lo mismo. Lo importante esque el mundo sepa que existimos, ya que de lo contrarionadie nos ayudará. Está claro que debemos hacer algo: porejemplo, morir.

Matemáticamente exacto. Ulisse se prohibió planteardudas, pues el marmóreo rostro del capitán Acuña noadmitía preguntas, ni él tenía por lo demás muchas ganas dehacerlas. Ahora había comprendido, y le parecía perfecto.

—Ahora que ya le he explicado la situación en susdiversos aspectos, sólo queda que me diga si acepta o noparticipar en la acción —dijo el capitán Acuña.

Evidentemente aquello no era una propuesta devacaciones, de fin de semana en coche deportivo y con unachica que enseñara las rodillas, e incluso más, comocompañera de viaje. Desde luego, se trataba de algototalmente distinto, justo de lo opuesto a un fin de semana.Pero no se había enrolado en una excursión.

—Acepto, naturalmente —le comunicó al capitán.

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El capitán aplastó el puro en el cenicero y dijo:—Seis camiones llevando cada uno a diez hombres se

presentarán en la entrada de Fort Marianna e intimidarán alos centinelas para que abran el portón, que está precedidopor dos verjas. Tanto el portón como las verjas se abreneléctricamente, desde el interior de una de las dos villas, ylos centinelas no pueden abrirlas. Lo más que harán serátelefonear al control transmitiendo la intimidaciónrecibida.

Estaba clarísimo. Aquello parecía una lección detáctica como las que se imparten en las academiasmilitares.

—Y del control responderán naturalmente que no, queallí no se abre ninguna puerta —prosiguió el capitán Acuña,mirando fijamente a Ulisse, con sus duros y fríos ojos, demodo que éste comenzó a comprender. Y añadió—:Entonces aparece usted, es decir, llega usted en el avión...La idea es ésta: usted aterriza en la plazoleta del fortín yamenaza con su metralleta a los guardianes para obligarlesa que abran el portón. Tenga en cuenta que se trata de unaplancha de acero de al menos diez centímetros de grosor,que se desliza sobre un riel. O consigue usted que abrandesde el interior, o será imposible que podamos penetraren la fortaleza.

Ulisse había comprendido perfectamente, por lo quese limitó a decir:

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—Lo intentaré.Era obvio que el capitán Acuña, al no ser paracaidista,

no se había percatado de la posibilidad de que, mientras éldescendía con él paracaídas sobre la fortaleza, los hombresde la guardia podían convertirle en un colador con susmetralletas. O quizá lo obvio era que los capitanes no seocupan de estos pormenores.

—¿Y cuándo empezaremos? —preguntó Ulisse.El capitán Acuña se levantó, miró a través de la

ventana hacia la pista, que llameaba bajo el sol, y repuso:—Mañana, unos minutos antes de la puesta del sol.No dijo nada más, ni siquiera un breve saludo, y salió.

Ulisse pudo oír el elegante zumbido de su Ford Hawks.Luego, miró el vaso medio lleno de agua mineral.Finalmente, dijo:

—Mi teniente...En el umbral de la cocina apareció la teniente Adela,

con una expresión nerviosísima en el rostro.—Gracioso —dijo—. Muy gracioso.—Mi teniente —repitió Ulisse—. No quiero hacerme

el gracioso, sólo quiero saber si es posible beber algo másenérgico que esta agua mineral.

—Puede beber whisky.Se lo trajo, con una radiante sonrisa reflejada en su

anguloso rostro, de forma que hasta su estrabismo quedabaatractivo, y se sentó junto a él para encender un cigarrillo.

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—Usted lo sabía, ¿verdad, teniente? Usted sabía quemañana al anochecer saldremos... —le dijo Ulisse.

La teniente Adela asintió.—¿Y usted también viene?Asintió nuevamente, antes de decir:—Soy enfermera. Me diplomé en la escuela de

enfermeras eje Washington.Ulisse la miró, al tiempo que bebía un sorbo de

whisky. Se podía decir que nunca había visto una mujer muyfea...

Y sin embargo, había algo en aquellos ojos, auncuando estuvieran torcidos, había algo en aquella movilidadde la mirada, que no sólo convertía a aquella mujer ensimpática, sino que la hacía tremendamente femenina,deseable.

—¿Sabe? Me han contado la historia de dosamericanas altas, muy altas... —dijo Adela, encendiendo uncigarrillo—. ¿Quiere oírla?

¿Y por qué no? Era muy aficionado a las historietaspicantes.

—Eran dos americanas de Nueva York, altas, muyaltas, tal vez medían uno ochenta o más... —empezó Adela,con aquella expresión aguda y burlona que adquiría cuandocontaba sus obscenidades—. Están solas en su apartamentodel quincuagésimo segundo piso y desearían tener algunacompañía masculina. ¿ Comprende?

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¡Claro que comprendía! ¡No era tan tonto...! Resultabaextraordinariamente curioso estar allí, en aquellahabitación caldeada por el sol como si fuese un horno,junto a aquella cubana extraña que contaba obscenidades, yoprimido por la constante sensación de que repentinamentese despertaría en Milán, en casa de la viuda Biraghi, tal vezen la cama de la. viuda Biraghi, mirándola dormir a su ladoy pensando: «¡Ah! Claro. ¡Vaya cosas que se me ocurresoñar!» Pero no, no se despertaba. Y no sólo eso, sino queademás la voz de la cubana era chillona, penetrante.

—Las dos chicas empiezan a telefonear, por lamañana, a todos los muchachos que conocen —siguiócontando Adela—. Pero no los encuentran en casa oresponden que tienen otros compromisos. Cuando llega latarde ya están desesperadas. Incluso se han resignado aestar solas. Por la noche encienden el televisor y sedisponen, sumidas en la mayor tristeza, a mirar el programade turno. De pronto, inesperadamente, suena el timbre de lapuerta. Las dos van a abrir y se encuentran con unhombrecillo pequeñísimo, que mide poco más de un metro,o sea la mitad que ellas...

La teniente Adela explicó con voz gorjeante que setrataba de un agente de seguros y que, no sintiendo lamenor necesidad de ser aseguradas, las dos americanas lehicieron entrar: siempre es mejor un enano calvo y con elsemblante fatigado que nada. Así lo pensaron las dos

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chicas, y cuando ya eran alrededor de las once de la noche,después de haber bebido unas cuantas copas, una de ellas sellevó al hombrecillo, pequeñísimo a su habitación.

—«¡A ver si consigues encontrar una migaja!»,exclama la chica que se queda mirando la televisión...

Y la teniene Adela continuó la complicada y suciahistoria, hasta que Ulisse empezó a soltar sonorasrisotadas, pues aquélla era una historia tan bonita comosucia, todo lo sucia y graciosa que ha de ser una historietade este género. Ulisse reía, manteniendo una de sus manossobre la enorme Luger que llevaba sujeta al pantalón.

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- No sé quién eres... No sé quiénes sois —dijo élsargento Henry Claus—, y lo mismo me da que seáisgángsters o marcianos. Tampoco quiero saberlo. Laúnica cosa que me importa es ésta: ninguno de vosotrosse llevará nada, ni una pistola, ni siquiera un cartucho,de Fort Marianna.

El sargento Henry Claus se volvió y, dirigiéndose alcabo Aaron, añadió: —El cuchillo.

Luego, mirando a Ulisse, ordenó:- Tú, ven aquí... Y hazlo andancio de espaldas a mí.

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Dos horas antes de la puesta del sol llegaron los seisFord Transcontinental que se colocaron, en fila, en lacabecera de la pista de aterrizaje. Estaban pintados de colorceleste y eran enormes, tanto que cada uno de ellos podíacontener todo el mobiliario y demás enseres de unapartamento de seis o siete habitaciones. Sin embargo, loque más sorprendía de su aspecto era el hecho de que noostentaban divisa alguna, si se exceptúa una gran C blancasobre fondo azul que aparecía pintada a los lados y en laparte posterior de cada camión. Los seis mastodónticosparalelepípedos horizontales se detuvieron bajo el sol,distanciados medio metro el uno del otro, y de cada uno deellos descendieron una decena de hombres queinmediatamente se alinearon frente a su respectivotransporte;

Aquellos hombres ofrecían una curiosa imagen, consus uniformes de color celeste, lo mismo que loscamiones, y luciendo sobre el lado izquierdo del pecho unabanda azul con la inscripción MCL en blanco. Algunos, nomuchos, llevaban además dos franjas azules sobre la mangaizquierda.

El capitán Acuña salió del hangar, vistiendo también élsu uniforme, que llevaba tres filetes dorados en la manga

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izquierda, y ante su presencia los hombres adoptaron laposición de firmes. Acto seguido, el capitán pasó revista,mirando a cada uno a los ojos. Parecía una trivia— lísimaescena de cualquier noticiario cinematográfico, aun cuandohabía en ella algo que resultaba tan incomprensible comoamenazador, a causa, precisamente, de los uniformes. Enefecto, no se trataba de unos uniformes marciales, comolos habituales en estos casos, sino de unos simples monosde operario especializado, en los cuales aquellas tres letrasde las siglas MCL muy bien podían simbolizar la divisa deuna empresa comercial. Y esto contrastaba fuertementecon la expresión marcial y agresiva que se reflejaba en losrostros de aquellos hombres, en la que se ponía demanifiesto su inflexible voluntad de reaccionar contracualquiera que les contrariase.

El capitán Acuña llegó por fin al sexto camión, entrecuya dotación se encontraba el sargento que mandaba lacolumna.

—Bien. Ya pueden salir-les dijo, mirando su reloj—.Y apresúrense, pues deben llegar a la fortaleza antes de queoscurezca. —Luego le tendió la mano al sargento, en ungesto demostrativo de que la etiqueta militar estaba allí untanto suavizáda, y bajando la voz añadió—: Si es posible nomaten a ningún americano, pero si ello se hace necesario,no deben dudar en disparar.

Ulisse Ursini vio a través de una de las ventanas del

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hangar cómo los seis Ford la marcha, lentamente, hastadesaparecer por el fondo de la pista, al otro lado de la tapia.El capitán Acuña permanecía en el centro de la calzada,bajo el sol, de pie entre los tenientes Morán y Casillas.Ulisse les vio intercambiar algunas palabras y dirigirsedespués hacia el hangar, cuya puerta él se dispuso a abrir.

También Ulisse vestía uniforme, el mismo monoceleste con la banda azul y las iniciales MCL. Pero el suyoestaba algo más decorado que los demás, pues en primerlugar llevaba colgada de la cintura la Luger, y en segundo,además de las dos franjas distintivas de su grado, lucíasobre la manga izquierda, por encima de éstas y casi en laespalda, las dos U de plata que en Pisa llevara en elcinturón. Se había puesto ya el paracaídas, que era uno delos últimos modelos de la USAF, uno de esos que puedenabrirse facultativamente y con el que, según le aseguró elteniente Morán, que había visto cómo funcionaba, sedesciende sobre tierra como un pétalo de rosa y a muchamenos velocidad de la usual en un ascensor neoyorquino,

Ulisse se llevó la mano derecha a la sien, a guisa desaludo, y los tres oficiales hicieron lo propio, con rigidez.

—Teniente Morán —dijo Acuña—, le he hechociertas recomendaciones que quiero repita al sargentoUrsini. —Sí, mi capitán.

—En cuanto a las instrucciones para usted, sargentoUrsini, son éstas: dentro de cuarenta y cinco minutos se

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hallará usted sobre el objetivo y se lanzará. Bien, en elsupuesto caso de que no lograse caer dentro del recinto deFort Marianna, mis órdenes son que se deshaga del mono ydel paracaídas para regresar lo más pronto posible aquí...

Mentalmente, Ulisse pronunció todos los conjurosposibles, aunque lo cierto es que no estaba absolutamenteimprevisto, ni mucho menos, el que cayese fuera delobjetivo. Lo raro sería caer dentro de Fort Marianna.

—...Pero si el resultado es positivo —continuódiciendo el capitán Acuña—, entonces, tan pronto comohaya aterrizado en el interior de la fortaleza deberá ordenara los

americanos que abran la puerta blindada. Si noobedecen, ya sabe lo que tiene que hacer: dispare. Noquiero muertos, pero esa puerta debe abrirse a cualquierprecio.

Esta era la clase de órdenes que le gustaban a Ulisse:las cosas deben ser hechas a cualquier precio.

—Sí, mi capitán —repuso.El capitán Acuña le saludó con tal rigidez que trajo a

su memoria el recuerdo del teniente Parannaiizi, deLivorno, un hombre tan rigurosamente marcial que hastalos oficiales superiores le observaban para aprender suestilo. Luego, el capitán salió con el teniente Casillas,mientras él y el teniente Morán permanecían al amparo dela reconfortante sombra del hangar.

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—Probemos otra vez el motor —dijo el tenienteMorán.

—Sí, mi teniente.Cuando despegaron de la pista, cuarenta y cinco

minutos más tarde, el sol comenzaba a tomar un colormenos incandescente. Faltaba una hora para que se hicieráde noche. Llevaban apenas diez minutos de vuelo cuandoavistaron la columna de los seis Ford Transcontinental:desde lo alto, el celeste dé aquellos mastodontes destacabavivamente sobre el brillante negro del asfalto.

Ulisse miraba hacia abajo. De pronto, aquel celeste lerecordó a Queteimporta, a la habitación celeste donde lahabía conocido, a él mismo hablando con ella sobre laceleste... La veía en su memoria contándole la historia deaquel muchacho cubano y llorando, mientras él ni siquierase atrevía a tocarla. Aquello, estando con una mujer, no lehabía sucedido nunca.

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El sargento Henry Claus era, prácticamente, el jefe deFort Marianna. En. los textos de teoría militar delPentágono estaba escrito que un depósito de armas ymuniciones debe tener una guarnición de al menos ochentahombres, más cuatro oficiales y un oficial superior que,aun cuando no pernocte en el depósito, sin embargo ha deefectuar continuas inspecciones.

Allí, sobre el papel, estaba todo. Estaban los ochentahombres... de los cuales, no obstante, setenta y dos habíansido agregados momentáneamente a otros servicios, vagaexpresión que significa que se hallaban en casa, con sumujer, y sólo un par de veces al mes se dejaban ver por allí,principalmente para retirar su provisión de cigarrillos.Estaban los cuatro oficiales... de los cuales dos llamabanpor teléfono desde Miami preguntando si todo iba bien, yel sargento Henry Claus les respondía que sí, que todo ibaestupendamente, mientras que los otros dos ni siquierallamaban, ni tan sólo se dejaban ver jamás, aunque sobre elpapel constaran sus nombres y apellidos. Y, finalmente,también estaba el oficial superior, el coronel AnthonyAuruusinen, un militar de origen finlandés que sí, porsupuesto, cumplía con su deber y realizaba una visita deinspección a la semana... aunque, de todos modos, su

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residencia se encontraba en Tallahassee, la capital deFlorida, a más de doscientos kilómetros de distancia deFort Marianna.

Por lo tanto, en realidad el verdadero regidor ydéspota de Fort Marianna era el sargento Claus, mientrasque su brazo derecho, el cabo Aaron, hacía las funciones desegundo al mando. Los otros seis hombres que había allíeran jóvenes avispados que sabían cómo vivir: sólo teníanque ciarle siempre la razón al sargento Claus y cumplircada día con sus obligaciones, consistentes en hacer elturno de guardia en la verja exterior, o en ayudar al soldadoperpetuo, Teodore McDonald, encargado de la cocina, o encontrolar los aparatos de seguridad instalados en la CuevaIII, aquel auténtico polvorín repleto de municiones.

Una vez hechos estos servicios, la vida no podía sermejor para ellos: comían bien, bebían mejor, jugaban alpóquer... e incluso disponían de mujeres.

En la Cueva II el sargento Claus tenía lo que muy bienpodía considerarse como un verdadero casino personal. Dehecho, la idea de organizar aquello no había sido suya, sinode su predecesor, el sargento Miller, que lo concibió comouna idea nacida de la necesidad. Tiempo atrás, en laprehistoria de la fundaqjón de Fort Marianna, los soldadosdestacados en la fortaleza dedicaban sus horas libres atrasladarse hasta Marianna, la ciudad que tenían rtiás cerca,aunque a decir verdad parecía irónico emplear el término

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de ciudad a propósito de Marianna. Pero, por causas tandesconocidas como encomiables, allí el número demujeres de vida fácil era, y es todavía, reducidísimo yabsolutamente inadecuado para las exigencias de unosjóvenes que se habían pasado toda una semana soportandoel calor, la pestilencia de la pólvora y los miasmas delpaludismo en uno de los más infelices depósitos de armasy municiones de Estados Unidos. Por lo demás, aquellosmuchachos no podían ir más lejos, ya que sus doce horasde permiso no se lo permitían, ni tampoco podían disponerde permisos más largos, pues en tal caso Fort Mariannahubiese quedado prácticamente desguarnecido. Comoconsecuencia de todo esto alguien tuvo la feliz idea deimportar mujeres, ese género de mujeres que escaseabanen Marianna. La solución era sencilla: bastaba con efectuaruna llamada telefónica a la cercana Albany, en Georgia, porla mañana temprano, para que a última hora de la tardehiciera su aparición un gran automóvil en el que venían laschicas, en número de cuatro al menos, aunque por logeneral eran media docena.

Ante la presencia del coche con las mujeres, elcentinela de guardia en la caseta de la entrada abría la verja,y luego telefoneaba al sargento Claus para que pulsara, unotras otro y en el orden debido, los tres botones queaccionaban el mecanismo de apertura de la puerta blindada.A continuación, el gran automóvil entraba en la plazoleta a

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la que daban las tres cuevas, deteniéndose delante de laCueva II, que era donde se alojaba a las mujeres comosimple medida prudencial, en lugar de llevarlaslógicamente a cualquiera de las dos barracas que albergabanlos dormitorios, oficinas y demás servicios de la fortaleza.La razón de esta prudente falta de lógica residía en que elcoronel Auruusinen era un individuo lo suficientementeodioso como para presentarse en cualquier momento,incluso a las dos de la madrugada, a, inspeccionar FortMarianna. Y si después de hacer el viaje desde Tallahasseese encontraba con aquel panorama, más propio de una casade placer que de un cuartel, el coronel era muy capaz dedenunciarlos a todos y mandarlos ante un tribunal militar.De todas maneras, en la Cueva II se estaba estupendamente.Era un sitio fresco por excelencia, en el que podíancolocarse varios catres discretamente diseminados porentre las filas de cajas que contenían fusiles,ametralladoras, bazokas y demás armas. Sí, allí, con laayuda de un fonógrafo y de algunas botellas, se estabaseguro durante toda la noche, pues al coronel Auruusinennunca se le ocurriría inspeccionar la Cueva II; lo único quéatraía todo el interés de su exagerado pundonor profesionalera la Cueva III, donde se encontraban almacenadas lasmuniciones y en la que había instalado un complejodispositivo de seguridad, integrado por una hilera deresplandecientes termómetros conectados a un sistema de

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válvulas térmicas que, al mínimo aumento de latemperatura, ponían en marcha automáticamente el circuitoespumógeno, quedando la cueva, en pocos instantes,completamente inundada de espuma, como si se tratase deun baño turco.

Aquella tarde, cuando el soldado Douglas se presentóal sargento Henry Claus para advertirle de que un hombresuspendido de un paracaídas estaba descendiendo sobre elmismísimo Fort Marianna, el sargento salió de la Cueva II,miró hacia arriba y vio, efectivamente, a un hombre, unpunto celeste colgado de la gran campana de un para—caídas blanco, que se precipitaba en picado exactamenteencima de su cabeza. Siempre había deseado ver cómo seestrellaba uno de aquellos cretinos que alquilaban avionetasde turismo sin saber siquiera guiar un aeroplano 1Lteledirigido de juguete. Y he aquí que ahora, por fin se lepresentaba la ocasión de presenciar tan faustoespectáculo... aunque no acababa de comprender de dóndediablo habría sacado aquel sujeto el paracaídas. Sea comofuere, el sargento Claus permaneció mirando a lo alto conaire divertido y pensando en lo regocijante que iba aresultar la cosa si el individuo en cuestión llegaba a caer ensus dominios. De pronto, se le ocurrió que debía tratarsede un aficionado al paracaidismo realizando sus prácticassin ton ni son, y se sonrió complacido ante la idea deexplicarle a aquel señoritingo, a su modo, que está

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prohibido meter las narices en las bases militares. Asípues, continuó observando el descenso de aquel puntoceleste suspendido de la sombrilla blanquecina, mientras surostro denotaba una evidente alegría y también una ciertaimpaciencia agresiva, rasgo este último que definía suestado de ánimo más habitual.

Sin embargo, la alegría del sargento Claus, supredisposición a ver las cosas desde el ángulo mássuperficial y divertido, provenía de un hecho muy concretoacaecido aquella misma tarde. En efecto, apenas una horaantes había llegado de Albany el gran Ford negro con laschicas, en número de seis exactamente, y muy atractivaspor cierto, a las cuales él mismo había acompañado hasta lavilla de los oficiales para que tomaran un rápido baño,llevándolas luego a la Cueva H junto con el enorme paquetede discos nuevos adquiridos para la ocasión. Lo único quele quedaba por hacer después de esto era aguardar a queanocheciese para poder disfrutar de un merecidorelajamiento.

Ahora, los ocho soldados de guarnición en FortMarianna se hallaban en la plazoleta mirando descender elinsólito punto celeste, y lo mismo hacían desde el umbralde la Cueva II dos muchachas morenas y dé enorme busto.Pero la presencia de tan magníficos ejemplares de mujerpolarizaba la atención de la mayor parte de aquelloshombres, hasta el punto de que no parecían sentir tanta

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curiosidad por el aviador aficionado que caía del cielo yque sólo constituía un trivial acontecimiento, como por losatributos indiscutiblemente femeninos de las dos chicas.

Fue el soldado Aaron quien primero dio la alarma.—¡Lleva una metralleta! —exclamó.Aaron era un despierto y simpático judío, cuya vida

regía por dos principios básicos: la prudencia y ladesconfianza. Él fue el primero en intuir la verdad, siquieravagamente, el primero en comprender que no se trataba denada divertido, ni muchísimo menos.

En aquel preciso instante, poco antes de llegar a tierra,Ulisse Ursini empuñó la ametralladora y apretó el gatillo,impregnando el ambiente con el estruendo de lasdetonaciones.

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Naturalmente apuntó hacia arriba, ya que su intenciónno era herir a nadie, sino sólo hacer comprender que nodeseaba ser molestado. El sol se ocultaba ya, y la plazoletade Fort Marianna estaba roja como si llamease: veinteminutos más, media hora a lo sumo, y caería la noche.

A pesar de ser el último y mejor modelo de la USAF,el paracaídas boqueó pocos metros antes de llegar a tierra yUlisse creyó que iba a romperse una pierna por lo menos.Pero, de improviso, aquella especie de sombrilla gigante serecobró, depositándole suavemente en el suelo. Comohabía pronosticado el teniente Morán, el descenso nohubiera podido ser mejor en un ascensor.

Sin haber tenido apenas tiempo de incorporarse,Ulisse disparó de nuevo, apuntando al cielo como esnatural, de forma que los tres muchachos que se disponíana echársele encima salieron corriendo en tres direccionesdistintas. Por un momento se encontró solo, de rodillassobre el césped que nacía entre las grandes losas dispuestascon un sentido decorativo que parecía más propio de unjardín lujoso que de una plaza militar. El sol le daba delleno en el rostro y las rodillas le dolían un poco, noobstante lo cual consiguió deshacerse del paracaídas ylevantarse en escasos segundos. Pero aún no había

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terminado de ponerse en pie cuando llegaron hasta él,procedentes de la recoleta villa situada a sus espaldas, unaterna de disparos efectuados probablemente con unrevólver. UliSse sintió el silbido de las tres balas a sualrededor y se echó al suelo otra vez, colocándoserápidamente boca arriba con objeto de poder apoyar laametralladora sobre su vientre para responder a losdisparos. Descargó ráfagas contra la villa, cuyo aspectotambién era extremadamente lujoso, en contraste con laexplosiva realidad del lugar, y acto seguido se levantó de unsalto al mismo tiempo que fingía buscar algo en el bolsilloposterior de su celeste mono.

—Salid fuera o arrojo una granada —dijo en un suavey clarísimo inglés, digno de un presentador de la televisiónde Washington.

El tono calmoso de su voz, en absoluto excitada,sumado a las anteriores ráfagas de ametralladora y a suresuelto gesto, fue lo que acabó de convencer al soldadoque había disparado desde una ventana semioculta tras lashúmedas hojas de la trepadora. El muchacho apareció en lapuerta de la villá un tanto bobaliconamente, pues todavíallevaba en la mano el ecoñómico Kollner reglamentario,cuya sola vista estuvo a punto de hacer que Ulisse apretaraotra vez él gatillo de su metralleta. Pero no lo hizo, ya queinstantáneamente comprendió que al solda— ditoamericano el estupor no le dejaba siquiera percatarse de

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que se rendía teniendo en su poder aquel ridículo Kojlner.—Tira el revólver y levanta las manos —le gritó

Ulisse sin dejar de mirar atrás y en derredor suyo, pues nodescartaba la posibilidad de que intentaran atacarle por laespalda.

Estas palabras bastaron para que aquel pobre diablo, unsoldado negro llamado George Hattrutt, recobrase laconciencia de que en su mano tenía un Kollner y loarrojase inmediatamente lejos de sí, levantando luego losbrazos. Era un hombretón de casi dos metros de altura,desde luego más alto que él, y no podía decirse que tuvieramuy buen aspecto.

—Ven aquí, pero de espalda.El soldado George Hattrutt se puso en movimiento,

girándose y caminando de espaldas hacia el cañón de laametralladora que no dejaba de apuntarle.

—Pero, ¿qué quiere? —preguntó, en un tono quedenotaba una cierta rabia.

—Quiero que hagas correr la puerta blindada.Ulisse seguía mirando a su alrededor. Pero no había

nadie ni nada se movía en la mortecina luz del día quellegaba a su fin, una luz que tan pronto era rosa comoazulina, violácea o tendiente a un frío color gris, según adónde dirigiese su vista. La razón de tanta quietud era muysimple: ninguno de aquellos soldados que le habían vistollegar estaba armado en el momento de su aparición, y si no

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está armado, lo primero que hace cualquier hombre cuandooye hablar de bombas es ir a esconderse... Cualquieramenos el soldado George Hattrutt, que decidióintroducirse en la villa de los oficiales (donde, por cierto,nunca había oficial alguno) a sabiendas de que en el cajónde una mesa encontraría el revólver del teniente Lewis.Pero, del mismo modo que aquel soldado no sabía contraqué reaccionar, siendo el único que podía hacerlo porquedisponía de un arma, el resto de sus compañeros tampocosabían de qué se estaban escondiendo. Esta era la situación.

George, apremiado por la presión que el cañón de laametralladora ejercía sobre sus ríñones, obedeciómecánicamente y se encaminó hacia la otra villa, la quealbergaba el dormitorio y el comedor de los suboficiales,así como las oficinas de la fortaleza. Ulisse le seguía, ycuando penetraron en la casa dijo:

—Por favor, no cometas ninguna tontería.Luego entraron en la primera habitación que

encontraron, precisamente aquella donde se hallabainstalado el despacho del sargento Claus. Detrás de la granmesa aparecía el panel de mandos desde el que se hacíafuncionar la puerta corredera de la fortaleza.

—No hagas locuras, te lo ruego. No me obligues adisparar —insistió Ulisse, una vez dentro de la habitación.

George pulsó un botón y la lucecilla verde quepermanecía encendida en el panel se apagó, iluminándose al

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instante otra lamparilla, ésta azul e intermitente. Actoseguido, George accionó otro botón y la luz azul fuesustituida por otra roja, también intermitente. En esepreciso momento pudo oírse un agudo y continuo zumbido,indicador de que la gigantesca puerta de acero comenzaba aabrirse.

—Ahora tiéndete en el suelo boca abajo —ordenóUlisse.

Personalmente, no gustaba de emplear aquellosmétodos de los asaltantes de bancos, pero con unmuchacho como aquél, que podía tumbarle de un puñetazo,debía actuar sobre seguro. Todas las precauciones leparecían pocas.

Ulisse salió nuevamente a la plazoleta. La luz del díahabía menguado ostensiblemente y no se apreciaba elmenor movimiento. Dio un par de rápidos giros sobre símismo, sin dejar de empuñar la ametralladora, pero no vioabsolutamente nada. Todo estaba desierto. La fortaleza dabala impresión de que jamás hubiera sido habitada por nadie.Los cierres metálicos de las tres Cuevas aparecían bajados,detalle este que le chocó porque recordaba haber visto, alaterrizar, que el de la Cueva II estaba levantado. Y en cuantoal absoluto silencio reinante, quedaba explicado si se teníaen cuenta que aquel tipo de instalaciones militares estánsituadas siempre a considerable distancia de cualquiercentro urbano, por pequeño que sea, incluidas las casas

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aisladas y las factorías industriales.Súbitamente, el silencio se convirtió en un ronco y

suave ruido de motores, muchos motores. Ulisse fuecorriendo hasta la verja, dejando así totalmente libre elacceso a la plazoleta de la fortaleza, donde poco después sedetenían los vehículos, en fila y frente a las tres Cuevas.Instantes más tarde, todos los miembros de aquella pequeñaexpedición se habían apeado de los transportes, llevandocada uno su correspondiente ametralladora.

—Sargento Ulisse, ahora cierre el portón.Ulisse corrió hacia la villa. El soldado George se

había levantado del suelo y miraba a través de la ventana, sinalcanzar a comprender qué significaban aquellos seiscamiones con todos aquellos hombres armados. ;; —Cierrael portón —le ordenó Ulisse.

Y el soldado George obedeció, sintiendo que nuncallegaría a entender nada de cuanto estaba presenciando.Pulsó nuevamente los botones del panel y a continuación,como si estuviera despertando de un pesado sueño que lemantenía aún embotado, se volvió para preguntar:

—Pero, ¿qué queréis? Porque esto no es la guerra,¿verdad que no?

Esto último lo dijo con un cierto aire implorante y a lavez que sacudía la cabeza.

—No, no para ti, si no cometes ninguna tontería.Ulisse le hizo salir empujándole con la ametralladora,

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pues en la engañosa luz del crepúsculo era mejor estarprecavido. Miró en torno suyo en busca de algo o alguienque pudiese ampararse en la semioscuridad reinante, y porfin se dirigió hacia el extremo opuesto de la plazoleta,donde había podido distinguir al capitán Acuña gracias aque el teniente Casillas le encendió un cigarrillo. Cuandoestuvo frente a ambos oficiales dijo:

—Capitán, sólo he encontrado a éste. Los demás sehan escondido.

—Los buscaremos —repuso secamente el capitán.

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Los encontraron en seguida, aunque lo cierto es quese descubrieron ellos mismos al disparar con otro Kollner,recogido asimismo del alojamiento de los oficiales, y conun pequeño fusil que el soldado perpetuo, TeodoreMcDonald, cocinero de la fortaleza con más de treinta añosde servicio, llevaba siempre consigo... desde la guerra de laindependencia, según decían algunos. Dispararondirectamente sobre aquellos sesenta y tantos hombresvestidos todos con mono celeste y a los que el soldadoJanot Avoult (oriundo de la Luisiana y, al igual que muchosamericanos, con el fantasma de Pearl Harbor metido entreceja y ceja) consideró enseguida como rusos queposiblemente habían invadido y semidestruido ya losEstados Unidos... Dispararon tan sólo para demostrar queno cedían la fortaleza sin ofrecer resistencia, pero susbalas eran algo más que una simple demostración, razónpor la cual tres de ellas alcanzaron a otros tantos cubanos.Con el quejido de los tres heridos se apagó por completo laluz del día, sin que nadie encendiera la iluminaciónnocturna. Todo estaba sumido en la oscuridad de la noche.

La descarga de una decena de ametralladoras casipulverizó el techo de la villa, aunque para entonces loscuatro soldados que se cobijaban bajo el mismo ya habían

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saltado fuera precipitadamente. El primero en aparecer,con las manos levantadas, fue el soldado de primera claseWill Bergson, quien tuvo la enorme suerte de que los doscubanos que apuntaban hacia donde él estaba veían inclusoen la oscuridad, y por lo tanto pudieron darse cuenta atiempo de que quería rendirse, pues de no ser así hubieraterminado sus días allí mismo.

Una vez encendidas las luces, a excepción de los tresgrandes focos especiales la inspección de todos losrincones de la plazoleta y de ambas villas, los cubanos seencontraron con que habían capturado a cinco soldados:Harold Arkey, el centinela que montaba guardia en elexterior de la fortaleza, a quien hicieron prisionero tanpronto como la columna llegó a Fort Marianna; lossoldados rasos George Hattrutt, Teodore McDonald, elcocinero r y Janot Avoult, el luisianense; y, finalmente, elsoldado de primera clase Will Bergson. Ahora, los cincoamericanos se encontraban encerrados en el despacho delsargento Henry Claus y permanecían de pie, junto a lapared, mientras les interrogaba el capitán Acuña.

Según los informes del capitán Acuña, en FortMarianna no podía haber más de una decena de hombres, yasí se lo confirmaron los prisioneros. Por lo tanto, no huboninguna sorpresa en lo que a este extremo se refiere. Sinembargo, en adelante, la capacidad de estupor del capitánAcuña fue puesta seriamente a prueba. En efecto: él creía

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que al frente de aquellos hombres debía haber por lo menosun oficial, pero se equivocaba, pues no tardó en enterarsede que se trataba tan sólo de un sargento, cuyo ayudante eraun cabo. Y, además, ambos se habían atrincherado en laCueva II.

—También hay seis chicas —dijo el soldado deprimera clase Will Bergson.

—¡Seis chicas en la Cueva III —exclamó el capitánAcuña.

—Sí —afirmó Will Bergson.Decir que en un depósito de armas y municiones hay

seis mujeres parece una monumental tomadura de pelo.Pero Ulisse, que estaba sentado en el suelo, en uno de losángulos de la habitación, comprendió al instante dé-qué setrataba. Sí, en Pisa él también había sentido en algunaocasión el canallesco deseo de llevar a una chica alcampamento, aunque lo cierto es que nunca llegó a realizarsemejante propósito porque, aparte de la existencia de loque llaman el tribunal militar, pensaba que su pobre chicacorrería el riesgo de ser brutalizada por todo el cuerpo deparacaidistas.

—¿Y qué hacen esas chicas aquí, en la fortaleza?El capitán Acuña formuló esta pregunta sin demasiada

convicción, pues también él había comprendidoperfectamente la situación. Con todo, el soldado deprimera clase Will Bergson le explicó exactamente de qué

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se trataba, haciéndolo con palabras tan mesuradas comopúdicas. No en vano era un hombre profundamentecreyente y observante, de hecho el único que disfrutaba concierto remordimiento de aquella libertad que el sargentoClaus concedía de vez en cuando a sus muchachos.

—Sargento Ursini —dijo de pronto el capitán Acuña.Ulisse se levantó prestamente, echó por la ventana el

cigarrillo que estaba fumándose y fue a colocarse frente ala mesa que pocas horas antes había sido el puente demando del sargento americano.

—Sí, señor.Pronunció estas dos simples palabras con cierta

desgana, motivado sin duda alguna por el nerviosismo quehabía acabado adueñándose de su voluntad. Aquellaoperación, bastante difícil ya de llevar a cabo, secomplicaba terriblemente con la presencia de las seismujeres.

—Acompañe a este soldado hasta la entrada de laCueva II —ordenó el capitán Acuña— y hágale hablar consu sargento. Dentro de diez minutos debemos comenzar lacarga. No tenemos tiempo de pensar en diversiones.

—Sí, señor.Ulisse tomó por el brazo a Will Bergson, aquel

muchacho de origen alemán en quien todavía no habíahecho mella la democracia americana, y lo sacó fuera. Enla plazoleta, los faros de los seis camiones producían la

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suficiente iluminación como para impedir cualquiersorpresa. Ulisse, sin dejar de sujetar al soldado por uno desus brazos, se dirigió hacia la Cueva II.

—Habla —le dijo al llegar frente al cierre metálico—. Explícale que tienen que salir, él, las chicas y los otrosdos. Si salen no les haremos nada, si no... entonces nosportaremos como auténticos malos.

Will asintió. Estaba algo atemorizado por la presenciade los cuatro cubanos armados con sendas ametralladorasque montaban guardia frente a la Cueva n. Finalmente, seaclaró la voz y dijo:

—Soy yo, sargento. Soy Will Bergson. Mientrashablaba golpeó con el puño sobre la ondulada chapametálica de la puerta, sin recibir la menor respuesta a sullamada. El silencio más absoluto reinaba en el interior dela Cueva II. Transcurrido un instante, Will dio un par depuñetazos más sobre la puerta, que resonó como si fueseun gong, y repitió:

—Soy Will, sargento. ¿Me oye? Estamos esperandoque conteste... —y añadió, perdiendo definitivamente elcontrol por la emoción y el miedo—: Hay más decincuenta hombres provistos de metralletas y decididos atodo. Si no salen ustedes harán una carnicería. ¡Abra,sargento!

En ese punto, Will golpeó con todas sus fuerzas elcierre metálico. Lo hacía con sus dos puños rabiosamente

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apretados y sin cesar de repetir:—Abran, abran, abran... Nada.Sólo cuando dejó de dar puñetazos, cuando

nuevamente se hizo el silencio, pudo percibirse un ligerorumor al otro lado de la puerta. Luego, una calmosa voz,pues el sargento Henry Claus tenía una voz tan fuerte yprofunda como sosegada, dijo:

—¿Qué te han dicho que son esos mamarrachos? —Son cubanos y quieren armas —repuso Will Bergson,excitado por el tono autoritario del sargento—. Lo únicoque quieren son las armas... Si se las damos no harán nada.

Se produjo un silencio. Después, aquella voz dejóoírse de nuevo, aún más calmosa que antes:

—A ti pueden hacerte creer todo lo que quieran —dijo—, eres un pedazo de adoquín. Pero a mí no. ¿Sabes loque te digo? Quienes quiera que sean esos tipos, si deseanalgo que vengan a buscarlo. ¡Los bellacos como tú, que nohacen nada para detenerlos, sólo merecen ser fusilados porla espalda!

El soldado Will Bergson conocía perfectamente alsargento Claus y había previsto esta respuesta. Por elloprecisamente, porque la había previsto, se desesperó ycomenzó a vociferar:

—¡Sargento! ¡Somos cinco, y sin armas, contra másde cincuenta que tienen su metralleta cada uno! ¡Nos hanatrapado! ¡No podemos hacer nada en absoluto!

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—¿Cómo han entrado? —inquirió, desde el otro ladodel cierre metálico, la voz plácida y despectiva delsargento.

—El paracaidista nos ha obligado a abrir el portón...Los demás han entrado en seis Transcontinental... Sucomandante me ha dicho que se llevarán las armas quenecesiten y que no quiere hacernos nada...

Dentro de la Cueva II se oyó el estallido de una risa losuficientemente explícita como para que nadie dudararespecto al verdadero carácter del sargento Claus. Sí, larisa del sargento americano daba a entender con todaclaridad que no se trataba de un hombre tan sosegado comopudiera hacerlo creer su voz.

—Pues si tienen un comandante —dijo—, comunícaleesto: o te dejan telefonear a Tallahassee, al coronelAuruusinen, en cuyo caso antes de dos horas estará aquícon todos los marines que hay en Florida... o de locontrario haré saltar el depósito. ¡Anda, ve a decírselo!Explícales cómo reventará todo esto. Porque tú lo sabes,¿verdad que lo sabes?

Aquélla era una amenaza absurda, pensó Ulisse. Ytambién pensó que, a juzgar por la impresión que le habíacausado aquella voz, si bien estaba claro que el sargento nopodía hacer saltar la fortaleza, no lo estaba menos que noera uno de esos idiotas que van profiriendo amenazasimposibles. Evidentemente, el hombre al otro lado del

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cierre metálico era un hombre que intentaba comprender jgsituación... y era un autentico hombre. Así las cosas, Ulissese decidió a intervenir. Para ello, golpeó la puerta con elcañón de su ametralladora y gritó:

—Sargento, sólo quiero decirte una cosa: o levantas elcierre metálico, o dentro de tres minutos lo levantamosnosotros.

Nadie repuso a estas palabras. Aquel silencio resultabamucho más amenazador que cualquier contestación. PeroUlisse se mostró firme en su actitud y agarró al soldado deprimera clase Will Bergson por la muñeca donde éstellevaba el reloj. Él no había tenido nunca reloj.

—Ha pasado ya medio minuto, sargento —dijo Ulisse—. ¿Quieres abrir o no?

Entonces, por fin, se oyó un plácido murmullo:—No.Por un instante, Ulisse le admiró: aquel sargento,

pensó, era un verdadero sargento. Luego giró hacia uno delos cubanos y ordenó:

—Saca la amarra de arrastre.El gancho de la amarra de arrastre del camión fue

introducido por entre el umbral de la puerta y el bordeinferior del cierre metálico, al mismo tiempo que elTranscontinental daba un fuerte tirón. Por fuerte que fueseel cierre metálico, el motor del camión lo era aún más, yen consecuencia la chapa comenzó a estremecerse, luego

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se arrugó lo mismo que un papel, y al final se desencajóhasta que el gancho ya no pudo tirar más de ella,desprendiéndose. Cuando Ulisse se disponía a penetrar enla Cueva II por aquella especie de boquete, súbitamente vioque a través del mismo salía volando algo similar a unpedrusco: era una bomba incendiaria.

No cabía la menor duda de que el sargento Claus sehabía preparado. Y no sólo eso, sino que además hacíaalarde de una excelente puntería, porque la bomba cayóexactamente encima de uno de los camiones. Por uninstante no sucedió nada, pero en seguida pareció como siel sol surgiese de nuevo sobre Fort Marianna. En efecto,una lengua de napalm mitad blanca y mitad anaranjada selevantó hacia el cielo, cómo el surtidor de una fuente, paracaer nuevamente y envolver al Ford en un baño de espumaluminosa y rugiente. El Transcontinental estalló eñ un abriry cerrar de ojos.

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Eran las nueve y cinco minutos.El fuego había alcanzado también a los Ford que se

encontraban más cercanos al que acababa de estallar,aunque una decena de MCL consiguió sofocar rápidamenteel incendio. Un hombre había muerto quemado vivo,añadiendo otra víctima a la producida con anterioridad porlos americanos que dispararon desde el tejado de una de lasvillas. Mientras, un tercer MCL estaba muriendo en elelegante bar de los oficiales que nunca aparecían por allí,un salón lleno de divanes bajos y muelles en los que sehabía acomodado a los heridos, seis en total.

La teniente Adela parecía aún más fea con aquel monoceleste. No obstante, dado que el salón se hallaba suplidocasi en la penumbra, pues sólo se habían dejado encendidasdos de las numerosas lámparas dispuestas en sus paredes,aquella piadosa semioscuridad tenía la facultad de suavizarel óseo angulamiento de su rostro y de disimular en granmedida su acusado estrabismo.

La teniente Adela Valdés había distribuido algunas delas muchas pastillas que llevaba consigo, precavidamente,en un estuche pintado de blanco y con las letras MCLdibujadas sobre una banda azul. También había aplicadotodos los apósitos pertinentes; en cuanto al moribundo, el

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soldado voluntario Agustín Frías, agregado al MCL, lehabían sido inyectados ya los medicamentos necesariospara que pudiese morir sin darse cuenta de nada, sin dolor yseguro de la victoria.

En aquel momento, mientras los heridos y elmoribundo permanecían sumidos en una profunda modorray soñaban, todo ello por obra tanto de los calmantes comode la penumbra, la teniente Adela Valdés, enfermera quehacía las veces de médico practicante, se encontraba juntoa la ventana mirando, absorta, la plazoleta iluminada por losfaros de los Ford y obstruida por los restos del camióndestrozado, el reventado cierre metálico de la Cueva II ylos dos MCL armados de sendas ametralladoras que seencontraban apostados frente a la retorcida plancha...miraba, en fin, al hombre situado justo en el boqueteabierto en aquel cierre metálico, un hombre al quereconocía perfectamente por el color rubio de suscabellos, tan llamativos en medio del morenopredominante, un hombre que era otro de los voluntariosdel MCL: el voluntario extranjero sargento Ursini (oUrsiñi, como ella decía), cuya silueta se recortaba sobreuna hilera de enormes cajas colocadas a la entrada de laCueva II, hacia la cual mantenía apuntada su arma, como sifuese a perforar una oscuridad que era tanto más intensacuanto que a él le iluminaban de lleno los faros de losTranscontinental. La teniente Adela observaba todo aquello

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sin saber á ciencia cierta lo que había sucedido. Sí, sabíaque apenas hubieron penetrado en la fortaleza organizó enaquel salón su pequeño hospital provisional, considerandosobre todo que allí se encontraban dos grandes depósitosde agua potable conectados a un refreezer (enconsecuencia, había bastado con humedecer ligeramentelos paños destinados a los dos heridos que tenían fiebrepara que la extremada frialdad de aquel agua surtieseinmediatamente el esperado efecto), también lasimprescindibles botellas de whisky y ron (cualquiera sabeque los heridos suelen tener mucha sed). Sí, sabíaasimismo que desde que se encerrara en aquella habitaciónle habían traído de vez en cuando a alguien que lloraba y selamentaba, e incluso a un muchacho muerto que, en cuantofue posible, se lo llevaron a otra estancia... Pero, habiendopermanecido encerrada allí durante todo aquel tiempo, enrealidad no sabía casi nada sobre lo sucedido fuera. Yahora, cuando por fin había tenido un momento de respiro,cuando por fin los heridos habían dejado de gemir y no seoían ya explosiones ni disparos, permanecía mirando através de la ventana hacia los enormes Ford cuyas lucesiluminaban la plazoleta y las colinas, en cuya base se abríanlas cuevas que albergaban el formidable arsenal de armas ymuniciones. La teniente Adela observaba todo esto sinescuchar siquiera, con el pensamiento fijo en una sola idea:que no le trajeran a nadie más.

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—Teniente-oyó decir.El capitán Acuña había entrado silenciosamente. La

cruda luz de una de las lamparillas iluminaba de lleno surostro, cuyas rudas líneas parecían aún más duras.

—Perdone, capitán —dijo la teniente Adela.Hablaban en voz muy baja, no obstante lo cual uno de

los heridos abrió los ojos y reconoció al capitán.—¿Qué ha sucedido, capitán? —preguntó el

muchacho, antes de añadir—: He dormido tanto...—Todo va bien, Aquiles, todo va bien. Puedes dormir

de nuevo —le contestó el capitán. Y luego, dirigiéndose ala teniente Adela en un tono aún más quedo, inquirió—:¿Cómo están?

—Bien. Son chicos muy fuertes.Mientras hablaba, la teniente Adela miró al capitán

fijamente. Luego, desvió sus ojos hacia el soldado AgustínFrías e hizo un gesto negativo, pero no con la cabeza, sinoapenas con los ojos. Entonces el capitán Acuña se acercó alpequeño diván de color gris rojizo, y preguntó:

—Agustín, ¿cómo va?El capitán no tenía mucha práctica con los muertos.

Creía que un hombre con los ojos semicerrados y unamano cerca de la boca, como si estuviese disimulando unbostezo, era un hombre lleno de vida que despertaba de unprofundo sueño. Pero Agustín era un muerto adormecidopara siempre, un hombre que nunca más bostezaría.

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—Perdone, capitán —murmuró la teniente Adela.Su voz dio a entender con toda claridad que había

comprendido la situación. Acto seguido, y no disponiendode nada para cubrir el rostro de quien hasta poco anteshabía sido un MCL, Adela sólo pudo hacer por él una cosa:pasarle sus dedos por encima de los párpados para cerrarlelos ojos y quitarle la mano de la boca, para que dejase deparecer alguien que está despertando.

—Capitán, ¿qué ha sucedido?Mientras hacía su pregunta, la teniente Adela se alejó

del cuerpo inanimado de Agustín. Cuando uno ha muerto noes necesario permanecer junto a él, es inútil hacerlecompañía. Así pues, se acercó a la ventana y miró alexterior, como antes, intentando comprender lo ocurrido yesperando que el capitán Acuña le ayudase a lograrlo.

—Una bomba incendiaria —repuso el capitán,mirando también él al otro lado de la ventana. Y acontinuación, con su característico estilo geométrico,explicó—: En aquella Cueva, la Cueva II, hay tresamericanos: el sargento Henry Claus, que es el oficial demayor graduación de Fort Marianna en estos momentos, elcabo Moiske Aaron y el soldado de primera, el segundosoldado de primera clase con que cuenta la guarnición,Frank Canna— rano. No se han rendido, sino que estánatrincherados allí dentro.

La teniente Adela asintió a pesar de no haber

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entendido mucho qué tenía que ver aquello con losucedido, y después preguntó:

—Capitán, ¿quiere beber algo?—No, gracias.—¿Ni siquiera un vaso de agua?El capitán Acuña reiteró su negativa con un

movimiento de cabeza, antes de continuar explicando:—Naturalmente, esto no constituye ninguna dificultad

seria para nuestros planes. Sabemos que esos tres hombresno disponen de armas útiles, y si el sargento Claus haconseguido extraer una incendiaria de las cajas de bombasalmacenadas a la entrada de la Cueva, está en nuestrasmanos. Los faros de nuestros camiones la iluminan, tres denuestros hombres la vigilan, y el sargento Ursini, desdeaquí se le distingue perfectamente, está allí dentro paraimpedir que los americanos puedan coger más incendiarias.Por lo demás, en la Cueva II no hay ninguna munición, sinosolamente las armas, descargadas y guardadas en cajas.

De nuevo asintió la teniente Adela, aunque seguía sinentender bien aquel lío.

—Sí, esos tres hombres ya podrían ser nuestrosprisioneros, si no fuera... —dijo el capitán Acuña,pensativo.

—Si no fuera, ¿qué?—Pues que ahí dentro hay también seis mujeres. —Y

el capitán explicó en términos menos claros e incluso más

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vagos que los habituales en él, la razón por la que en laCueva II había seis chicas. Luego añadió—: No sé, no sé.Por un lado no puedo perder tiempo, pero por el otrotampoco puedo hacer nada contra seis mujeres. ¡Quién ibaa imaginar que encontraríamos mujeres en un depósito dearmas!

Tras un breve silencio, el capitán Acuña se volvió deespaldas a la ventana para mirar su reloj, que señalaba lasnueve y once, y antes de despedirse, dijo:

—Espero que no haya más heridos. Ahora le enviaré ados hombres para que se lleven a Agustín.

Seguidamente atravesó con paso decidido la plazoleta.Sus hombres ya habían abierto, reventándolos, los cierresmetálicos de las Cuevas I y III, y ahora estabanamontonando cajas de todas las medidas junto a la muralla,es decir, vaciaban el depósito de cuanto pudiera sertransportado.

Únicamente la Cueva II ostentaba un aire altanero,como si fuese una prima donna operática, frente a losfaros de los Transcontinental que la iluminaban como losreflectores de un teatro y ante aquellos hombres que latenían encañonada con sus ametralladoras.

—Felipe, releva al sargento Ursini y dile que venga averme —dijo el capitán Acuña al comandante de uno de losFord.

—Sí, mi capitán.

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Ulisse se alegró al oír las palabras de Felipe. Teníaganas de fumar y, además, después de permanecer durantemedia hora expuesto a la luz de los faros de un camión, sesentía un tanto fastidiado. Por tanto, cedió gustoso su lugara Felipe, encendió un cigarrillo y fue hasta donde se hallabael capitán Acuña, que también fumaba. Ulisse pensó queaquél era un verdadero hombre. Resultaba difícilencontrarse con hombres de una pieza, él lo sabía bien: loshay, qué duda cabe, pero abundan más los mamarrachos ylos bufones de todas las clases imaginables. Sin embargo,Acuña no era de éstos, sino todo lo contrario.

—¿Ha vuelto a hablar con. ellos? —le preguntó elcapitán.

Mentalmente, Ulisse soltó una carcajada antes decontestar:

—Sí, yo sí que he hablado. Pero ellos no, ni unapalabra. —Hizo una pausa para aspirar fuertemente el humodel cigarrillo y reparó en lo agradable que era aquellapenumbra después de tanta luz. Luego añadió—: Se oyemúsica. Muy lejos, porque se han refugiado en el fondo dela cueva, pero se oye. Debe ser un tocadiscos, la radio'nopuede funcionar.

—¿Un tocadiscos? —preguntó el capitán Acuña, auncuando su pensamiento estaba ocupado en otras ideas y porello repitió la palabra de un modo mecánico, sin tono deinterrogación—: Tocadiscos...

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—Creo que sí —dijo Ulisse—. Se oye poco, porqueestán al fondo...

—¿Y usted cree que de verdad están desarmados?—Will Bergson y los otros lo han dicho —repuso

Ulisse—. Por lo demás, van todos en calzoncillos... Claroque también pueden haber encontrado armas en la cueva.

—George, el negro, ha dicho que no —dijo el capitán—. Es el encargado de llevar el control y vigilar las cuevas,y por tanto debe de saberlo. Según dice él, a excepción delas cajas de bombas incendiarias, en la Cueva II no hay másarmas que los fusiles de precisión y las ametralladoraspesadas, pero todas ellas descargadas.

—Puede ser —comentó Ulisse—. Pero si le apuntan auno con una metralleta no resulta fácil saber si está o nocargada.

El capitán Acuña miró a sus hombres, que entraban ysalían de las Cuevas I y III llevando grandes cajas llenas dearmas, las cuales iban amontonando a uno y otro lado de lascolinas. Entonces Ulisse se puso a observar también todoaquel ajetreo, y de pronto su rostro reflejó un acusadogesto de sorpresa.

—Pero.,., ¿por qué no cargan las cajas directamenteen los Ford, en vez de amontonarlas en el suelo?

Formuló aquella pregunta con tono asombrado,pensando en que aquello significaba una fatiga doble y unadoble pérdida de tiempo.

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—Por el momento no haga preguntas, sargento —selimitó a decir el capitán Acuña, para añadir inmediatamente—: Perdone.

Ulisse se encogió de hombros. Los designios de lalocura son inescrutables. Hay quien dice que el hombre sedistingue de los demás animales en que es capaz de hablar,y Ulisse siempre había considerado esta definición comoverdadera, aunque también, como absolutamenteinsuficiente. Otros, en particular un filósofo, dicen que sisobre la arena de una playa vemos el trazo de un triángulo ocualquier otra figura geométrica, ello significa que la playaestá habitada por hombres o que han pasado por allí, pueséstos son los únicos seres capaces de abstracciones comolos triángulos, los cuadrados, los trapecios o los círculos.Y tampoco esta definición le parecía a Ulisse suficiente,porque nada nos asegura que las hormigas o los castores nopiensen en triángulos y en círculos: un hormiguero de tresmetros de altura requiere capacidad constructiva, lo cualimplica poseer unos conocimientos abstractos bastantecompletos, desde los geométricos hasta los mecánicospasando por los dinámicos.

No, según él, Ulisse Ursini, aquello que distingue alhombre de cualquier otro ser viviente es la capacidad parala locura: sólo el hombre puede ser loco, e incluso serlúcidamente, serenamente loco. El animal puede mostrarsefurioso de rabia, pero no loco, racionalmente loco. Y si él,

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Ulisse Ursini, sé había unido a aquellos hombres, er queestaban locos y porque lo que querían hacer era una locura.Nada más. Cuando se está en plena locura carece de todaimportancia el hecho de llevar las cajas de armas ymuniciones lejos de los camiones donde han de sercargadas, en lugar de meterlas directamente en dichosvehículos, con lo cual se podrían ahorrar tiempo yesfuerzos. La locura es el símbolo honorífico del hombre.Por esto, y sólo por esto, se encogió de hombros Ulisse.

—Son las nueve y veintiún minutos —dijo el capitánAcuña—, lo cual quiere decir que llevamos un retraso dediecinueve minutos. Todavía puedo perder, como máximo,once minutos más... Tenemos que entrar a toda costa en laCueva II. Mire, voy a ir a parlamentar con el sargento Clauspara decirle que su resistencia no tiene ningún sentido,sobre todo si se considera que carece de armas.

—Pero lleva siempre encima una navaja —intervinoentonces Ulisse—. Me lo ha dicho Will Bergson. Y, laverdad, no me fío lo más mínimo de un sargento que usanavajas. Además, ellos saben que nosotros no podemosemplear las metralletas por la presencia de todas esasmujeres... —Ulisse permaneció por un instante absorto enalgún pensamiento, antes de ponerse en pie y añadir—:Capitán, déjeme ir a mí á parlamentar... Iré desarmado —ysubrayó esta palabra depositando la ametralladora en elsuelo. A continuación extrajo la Luger de la cintura de sus

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pantalones, para tendérsela al capitán mientras decía—:Guárdeme usted la Luger, por favor.

El capitán Acuña se levantó también, tomó la Lugerque le entregaba Ulisse y, finalmente, le tendió la mano altiempo que afirmaba:

—Si dentro de diez minutos no está usted de vuelta,asaltaremos la Cueva II.

—No, capitán. Se lo ruego. Acabarían por matar aalguna de las chicas. Si no vuelvo, déjeme ahí dentro, conellos.

Ulisse volvió a mirar a los hombres que, comolaboriosas hormigas, de dos en dos, transportaban hasta elpie de las colinas las largas y cuadradas cajas conteniendoametralladoras, bombas, TNT, bazokas, cargadoreskilométricos, fusiles de alta precisión, pistolas, cartuchosde todas clases, bombas de esas que envuelven al enemigocomo en una red y lo queman vivo inmediatamente... y,sobre todo, excelentes y útiles bombas de mano que soncomo las hermanas de la excelente y útil metralleta.

—¿Puedo ir ya, capitán?El capitán Acuña, que por fin había conseguido sujetar

la Luger en su cintura, le miró y, sin siquiera responderle,se alejó en dirección a los hombres que trabajaban en laCueva I.

Por su parte, Ulisse se sonrió, se sumergió de nuevoen la cegadora luz de los faros y respiró profundamente

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como si quisiera inundar sus pulmones de todo el aire delmundo. Acto seguido, se dirigió a uno de los dos MCL quemontaban guardia a la puerta de la Cueva II para decirle:

—Voy a entrar ahí. No dispares ni hables. Y no dejessalir a nadie si no oyes mi voz. ¿Entendido?

Antes de entrar miró por enésima vez a los hombresque estaban sacando las armas de las otras dos cuevas.Ahora transportaban cajas de bombas de napalm y ya casihabían concluido su trabajo. Apenas si quedaban unaveintena de cajas para trasladar.

- Ciao. Acuérdate de no disparar, a menos que yo te lodiga.

—Sí, sargento-le contestó el MCL.Y Ulisse entró, es decir, traspuso la brecha abierta en

la puerta de la Cueva 13, profusamente iluminada por dosfaros, encontrándose de pronto sumido en la mayoroscuridad.

Un depósito de municiones construido en el seno deuna montaña, por pequeña que ésta sea, constituye casisiempre un laberinto: uno entra, anda a lo largo de unos dosmetros, encuentra un muro que le obliga a girar a derecha oizquierda, anda dos o tres metros más, encuentra otromuro... y así sucesivamente. De vez en cuando se nada a lacarga y descarga de las cajas. El alumbrado del laberintoacostumbra a ser regulable tanto desde el interior comodesde el exterior de la cueva, pero cuando éste se acciona

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desde el interior, encendiendo o apagando las luces, laorden no puede ser anulada desde el exterior. Finalmente, alo largo de todo el laberinto suele haber dispuestos, detrecho en trecho y según un orden previamente calculado,una serie de aljibes espumógenos adosados a la parte altade la pared y regulados por medio de un termostato queestá conectado a todos los termómetros existentes en lacueva.

En el caso de la Cueva II de Fort Marianna, sulaberinto era extremadamente fresco, mucho más fresco yseco que el exterior, y en él reinaba la más completaoscuridad, por lo menos en su tramo inicial.

—Estoy desarmado y vengo a parlamentar convosotros —gritó Ulisse, después de haber recorrido untrecho del laberinto.

El rumor del tocadiscos seguía llegando a él desde elfondo de la cueva, pero nadie contestó a sus palabras. Eranatural. Ulisse decidió entonces reemprender la marcha,que cada vez se hacía más lenta pues antes de dar un pasodebía tantear las paredes.

—Estoy desarmado, vengo a parlamentar con vosotros—repitió, antes de añadir—: Encended la luz o enviad aalguien a buscarme.

No oyó nada. De improviso, el cerebro pareciósalírsele por los ojos e instintivamente se cubrió la cabezacon los brazos.

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Pero una vez más, le pareció que el cerebro se le salíapor los ojos, la nariz, las orejas... Y ya no sintió ni entendiónada más.

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6

Por más aislado que se halle un depósito de armas ymuniciones, en un país grande y populoso dichoaislamiento es siempre relativo. Fort Marianna había sidoerigido en la zona menos poblada de la Alta Florida, y dehecho el lugar habitado más próximo estaba a treskilómetros de distancia: este lugar era la factoría (términosuperlativo con el que se designaba al conjunto integradopor un largo establo y una pequeña casa adosada al mismo)de la-familia Alien.

En todas las familias hay siempre un neurótico que,por lo general, es «el viejo»: el abuelo, el tío, el padre... Enla familia Alien el neurótico era, sin embargo, elprimogénito: un muchacho de dieciocho años llamadoUriah Alien, que a la edad de once había pasado ya un añoen el hospital, recuperándose de una enfermedad genérica ygenerosamente calificada de «agotamiento», aun cuando enla ficha clínica del centro facultativo, ignorada por suspadres y demás parientes, aparecía definida como«anomalías neuropsíquicas de heredosífilis».

Aquel día, a las siete y media Uriah Alien habíaterminado ya de comer, a las ocho y media había apagado eltelevisor, después de permanecer frente a él junto con todasu familia, compuesta en total por once miembros, y a las

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nueve menos un minuto se encontraba en el patio,propinándole la acostumbrada ración de puntapiés al perroatado a una estaca, «asiera como desfogaba sus instintossádicos», y pensando en dar un paseo hasta el motel deMarianna para ver a las dos chicas, «una de ellas cojeaba unpoco, por cierto», que solían deambular por susalrededores...

De pronto oyó la explosión y vio el resplandor.La verdad es que no podía decirse que el espectáculo

hubiese sido muy vistoso. A casi tres kilómetros dedistancia, una bomba incendiaria sólo produce un vagorumor. Pero se daba la circunstancia de que la bomba habíaido a caer encima del Ford, cuyo enorme depósito estallócon un profundo y sordo ruido acentuado, además, por lascrepitantes y altísimas llamas blancas teñidas de rojo por elnapalm, que resplandecieron llamativamente en el cerradocielo, perdurando a lo largo de casi un par de minutos, eltiempo empleado por los MCL para sofocarlas con losextintores.

Así pues, Uriah había podido ver y oír claramentetanto el fuego como la sorda detonación, quedando por ellosumido en un indescriptible temor que le impidió inclusoseguir maltratando al perro.

—¿Qué ha sido eso?La pregunta fue formulada por su tío paterno, Carlton

Alien, quien había salido de la cocina al oír también él

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aquel ruido. Y aquella voz le devolvió su habitual coraje aUriah Alien, cuya fantasía heredosifilítica comenzó adesencadenarse en la oscuridad de la noche.

—¡Fort Marianna ha volado! —gritó.El tío Carlton, en la oscuridad, apenas lograba entrever

su perfil. Conocía perfectamente a su sobrino y, auncuando no era un hombre de estudios, había intuido laimposibilidad de remendar un mecanismo cerebral tancompletamente arruinado. Por lo tanto, se limitó a proferirun lacónico «sí» y volvió a entrar en la cocina, pensandoque a lo sumo el ruido lo había producido un petardoantipedrisco disparado por los Delamare, sus vecinos máspróximos. Recientemente el representante de una marca deesta clase de petardos había visitado la zona ofreciendo sumercancía, pero Carlton Alien y su hermano no quisieronni hacerle caso: ellos eran muy chapados a la antigua, comosuele decirse, y para combatir los estragos de las tormentasno confiaban más que en el seguro y los créditos bancarios.

De pronto, Uriah entró en casa con aspecto frenéticoy atravesó rápidamente la cocina gritando:

—¡Fort Marianna ha volado!Se dirigió hacia el corredor, lugar donde se

encontraba el teléfono, y marcó el número de la centralitade Marianna.

—¡Con la policía, comuníqueme con la policía! ¡Esurgente! ¡Ha volado el polvorín! —dijo, antes de añadir,

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para ser más preciso—: Ha volado Fort Marianna.El muchacho de la centralita de teléfonos dejó de

respirar instantáneamente. Había nacido en Marianna, nuncasalió del pueblo, y no tenía ni la menor idea de queexistiese un Fort Marianna, un polvorín situadoexactamente a veintinueve kilómetros de donde él vivía.

—Pues yo no he oído nada —contestó ingenuamenteel telefonista, imaginando con razón que un polvorín debehacer mucho ruido cuando explota.

—¡Claro que no! Está demasiado lejos de la ciudadpara que usted pudiese oírlo. Pero nosotros sí que lohemos oído. Es necesario avisar a la policía, enviarambulancias...

—Sí, señor; en seguida le comunico con la policía.El vicesheriff adjunto de Marianna hacía apenas unos

minutos que había comenzado su turno de 9 de la noche a 3de la madrugada. Se llamaba «míster Dorney» einexplicablemente nadie le conocía por su nombre de pila,ni tan sólo su madre, que siempre le llamó «místerDorney». Era un hombre gordo y alto que no gustabaabsolutamente a nadie, incluida la mujer que se habíacasado con él. En efecto, tanto ella como los hijos nacidosdel matrimonio no se preocupaban lo más mínimo pordisimular la repugnancia que les producía el tener queconvivir con él, lo cual se exteriorizaba en disputas.

Cuando míster Dorney descolgó el teléfono y oyó que

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acababa de estallar Fort Marianna, reflexionó por uninstante con el cigarrillo colgado de los labios y pensó quesí, que verdaderamente existía Fort Marianna, pero quecuando salta por los aires un depósito de armas y municiones tan enorme como aquél, el resultado tiene que algomuy parecido a un terremoto. Luego, deduci

interlocutor sólo podía ser uno de esos psicópatascretinos que tanto abundan.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sosegadamente,dirigiéndose al aparato.

—Uriah Alien —repuso aquella voz queverdaderamente correspondía a la de un psicópata.

—¿Y desde dónde llamas?—Desde mi casa.—¿Y dónde está tu casa?El agente de policía Frich Hemery tomó nota de los

datos que le dictó míster Dorney, tras lo cual procedió averificar la llamada marcando el número de la factoríaAlien.

—¿Alien? —interrogó.—Sí, Alien.Ahora era el tío Carlton quien hablaba.—Le hablan de la comisaría de policía de Marianna.

¿Es usted quien ha llamado hace un momento diciendo quehabía explotado Fort Marianna?

—No, ha sido mi sobrino. Yo no quería, pero él ha

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llamado de todas formas...Carlton Alien era uno de los pocos miembros de la

familia que se mantenía sano de mente. Por ello, quizáconsideró oportuno disculparse con la policía,

—Lo siento, sheriff-dijo—. Pero es un chico dedieciocho años y al oír la explosión ha creído que era FortMarianna que saltaba por los aires. En realidad ha sido unapequeña explosión, y yo la he atribuido a uno de lospetardos antipedrisco que deben haber disparado los Dela— mare... Lo siento, de verdad que lo siento. Es sólo unmuchacho.

Míster Dorney escuchó el relato que su subordinadole hizo de la conversación con el tío del psicópata, yseguidamente se limpió la ceniza del cigarrillo que le habíacaído sobre la camisa color arena.

—Mira en el mapa dónde está la casa de esos cretinos.Si no queda demasiado lejos, mañana por la mañana iré averles y les diré cuatro cosas.

Dicho esto, míster Dorney dejó su sombrero encimade una de las repisas donde se amontonaban los legajos dedocumentos, y seguidamente se sentó con aire irritadofrente a su pequeña mesa, colocada justo al lado de laenorme escribanía del sheriff. Apenas se había sentadocuando sonó de nuevo el teléfono. El agente de policíaFrich Hemery descolgó el aparato y dijo:

—Sí, policía.

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Permaneció escuchando durante unos momentos paracontestar, finalmente:

—Espere un instante, no cuelgue. —Y a continuación,dirigiéndose al vicesheriff adjunto míster Dorney, explicó—: Míster Dorney, es un funcionario del aeropuerto deDothan que dice que esta noche, cuando volvía a Ala—bama para reintegrarse a su trabajo, después de unas cortasvacaciones en Pensacola, yendo por la carretera le hasorprendido ver un violento resplandor y oír una fuerteexplosión. Según él, debe haber sucedido algo en FortMarianna, y lo mismo han supuesto otros automovilistascon los que ha comentado el hecho.

Míster Dorney miró la punta del cigarrillo que teníaentre los dedos, mientras' pensaba, cabizbajo, que la cosaestaba tomando un cariz francamente sospechoso. Ahora yano se trataba de la imaginación de un psicópata, pues lacarretera de que hablaba aquel hombre transcurría a menosde un kilómetro de Fort Marianna duranteaproximadamente unos cien metros. Súbitamente learrebató el teléfono a su subordinado Frich, y gritó:

—Expliqúese con claridad. ¿Qué es lo que ha visto yoído?

El hombre que estaba al otro extremo del hilo erabastante meticuloso y repitió, concisamente pero con todasuérte de detalles, la historia de las dos explosiones: laprimera, acompañada de una llamarada y producida

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seguramente por algún explosivo, mientras que la segunda,de una tonalidad muy distinta, había sonado mucho másseca y percútante. Efectivamente, una correspondía a labomba incendiaria y la otra al depósito del Ford.

En el transcurso de los siguientes siete minutosmíster Dorney recibió otras cuatro llamadas deautomovilistas que viajaban por la carretera de Marianna aPensacola y que habían visto y oído..., etcétera, etcétera.Era evidente, pues, que algo había sucedido en FortMarianna.

—Ponme con Fort Marianna —le dijo míster Dorneyal agente Frich.

El teléfono emitió la señal de llamada durante unosirritantes y angustiosos instantes, hasta que por fin Frichoyó una voz que decía:

—Aquí Fort Marianna. ¿Quién habla?—La comisaría de policía de Marianna. Espere un

momento, no cuelgue.Frich le tendió el aparato a míster Dorney.—Soy el vicesheriff de Marianna —gritó éste,

nervioso—. ¿Quién había?Como es lógico, no se trataba del sargento Henry

Claus, sino del teniente Casillas, uno de los pocos cubanosque hablaba inglés a la perfección. Por esto, precisamente,se le había asignado la misión de permanecer junto alteléfono por si sobrevenía alguna eventualidad.

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—Sargento, he recibido un montón de llamadas degente que dice haber oído explosiones y visto llamas ahí.¿Ha sucedido algo? ¿Necesitan ayuda?

El teniente Casillas fijó sus ojos en el micrófono delaparato, como si buscara allí la inspiración que tantonecesitaba en aquellos momentos. Era un hombre dotadode una agudeza y fantasía extraordinarias, por lo queinmediatamente comprendió que no podía negar tamañaevidencia.

—Sí —dijo sosegado, o al menos ésa era la impresiónque dejaba traslucir el tono de su voz—. Estábamosrealizando uno de los controles rutinarios cuando hemosdescubierto una bomba de napalm defectuosa, que apenasnos ha dado tiempo para sacarla al exterior. Ya no hayningún peligro. Esté tranquilo, sheriff, y gracias por sullamada.

—Mejor que sea así, sargento. No vayan a volarmeustedes el condado, ¿éh?

—Esperemos que no.Míster Dorney colgó el teléfono. Su rostro reflejaba

la enorme satisfacción que sentía. Desde luego aquellasllamadas habían llegado a preocuparle. Menos mal que...Pero, de pronto, la fuerza de la costumbre adquirida entantos años de servicio hizo nacer en su espíritu unaconfusa ansiedad: su sentido del deber le decía que eranecesario hacer algo más. En definitiva, no había hablado

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más que con un simple sargento. Y él quería hablar con eljefe... Con la decisión de quien conoce exactamente cuál essu obligación, le ordenó a Frich:

—Llama a Tallahassee, al coronel Auruusinen.

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7

Aquella hora era la que la señora Auruusinen, esposadel coronel jefe de Fort Marianna, dedicaba a librar la durabatalla de meter en cama a las tres niñas increíblementerubias que cantaban, precisamente en aquellos momentos,una cancioncilla finlandesa aprendida de su papá y quedecía: «Duérmete contenta / duérmete cantando / ycuando vuelva el sol / despertarás cantando.» Lacamarera negra había traído el teléfono a la habitación delas niñas, y por ello lo primero que oyó el agente FrichHemery al otro extremo del hilo fue aquella festiva letaníacantada en una lengua absolutamente desconocida para él yque sonaba como si se tratase de un disco girando ensentido contrario al normal.

—Callad, niñas; mamá tiene que contestar a unallamada importante —gritó la señora Auruusinen, antes dedirigirse al aparato para decir—: Perdone, señor. Unmomento.

Contrariamente a lo que afirman las definiciones superficiales, los finlandeses, y sobre todo las finlandesas,tienen un temperamento ardiente e impulsivo, y aún más lasfinlandesas de dos, tres y cuatro años, que eran las edadesde aquellas tres niñas cuya alegría estaba claramentemotivada por la conciencia que tenían de que con su

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cancioncilla le impedían a su madre hablar por teléfono.«¡Esto es vida!», debían pensar las pequeñas al tiempo quesus voces entonaban por enésima vez aquello de que eranecesario ir a dormir contento, ir a dormir cantando, paradespertar cantando cuando el sol volviese a salir. Así pues,la conversación telefónica se desarrolló al son de tanfuribundo coro infantil.

—Perdone, señor. ¿Quién habla? —vociferaba laseñora Auruusinen.

—La comisaría de policía de Marianna.—Sí, sí, señor. Le he comprendido. La comisaría de

policía de Marianna... —Pero la señora Auruusinen noestaba segura de haberlo comprendido muy bien, y por ellose dirigió de nuevo a sus retoños—: Por favor, niñas, estadcalladas un momento.

Ahora hasta la doméstica negra colaboraba con ciertaenergía en el intento de calmar a las tres bacantesdesaforadas. Pero todo era inútil: «Duérmete contenta /duérmete cantando / y cuando vuelva el sol / despertaráscantando...» No había nada que hacer.

—Tenemos que hablar con el coronel Auruusinen —gritó míster Dorney.

—Mi esposo está dando su lección en el CírculoMilitar —gritó a su vez la señora—. ¿Se trata de algunacosa urgente?

—¿Cómo? ¿Qué dice?

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—Mi esposo está dando su lección... —repitió laseñora Auruusinen—. Pero, no sé... Si es urgente podríalocalizarle.

—No, no creo que sea nada urgente —dijo místerDorney,

Y lo dijo sin tener ya necesidad de gritar: la negra leshabía dicho a las tres niñas que le contaría aquel escándaloal doctor Michaelson, y de este modo logró hacerlas callar,pues el doctor Michaelson era el coco de las pequeñas, elque les daba los repugnantes jarabes y les ponía lasantipáticas inyecciones. La conversación prosiguió, pues,en un tono absolutamente normal.

—Sin embargo —añadió míster Dorney—, megustaría hablar con el coronel en cuanto sea posible.

—Su clase acaba a las diez y media —explicó laseñora Auruusinen, añadiendo—: Si le parece bien puedodejar aviso para que mi esposo le llame a esa hora. Medisgustaría interrumpirle en plena lección, pero si esurgente...

—No, señora; si me llama a las diez y media ya essuficiente. Pero dígale que sea a las diez y media, porfavor.

—Sí, señor. ¿Y quién le diré que desea hablar con él?—Dorney —repuso el vicesheriff.La señora Auruusinen entregó el teléfono a la

doméstica y besó a las tres niñas, que habían acabado por

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calmarse del todo, pues tras doce horas de vida vandálica seencontraban muertas de cansancio. Luego apagó la luz,cerró la puerta de la habitación y bajó al salón. Poco apoco, mientras hacía todo esto, su pensamiento se fueconcentrando en la gran A de los Auruusinen que debíanbordar en una docena de servilletas. Afortunadamente yahabía acabado el mantel, con sus trescientas pequeñas Aentrelazadas a lo largo de todo el borde. Pero ¿podríaestrenar la mantelería en el quincuagésimo primercumpleaños de su marido? Ese día, el primero desetiembre, estaba tan cerca que ella temía no acabar atiempo la labor. Doce grandes A cuestan lo suyo debordar... ¡y tenía tantasobli— gaciones como esposa queera del oficial de más alta graduación en Tallahassee!

La señora Auruusinen contaba sólo veintiséis años,pero era una mujer a la antigua usanza. Por esto,precisamente, la dominaba el ansia por su bordado cuandose sentó en el sillón de la sala de estar, con la servilletanúmero cuatro entre sus manos (¡todavía le faltaban ocho!)y frente a la mesilla donde estaba la caja rebosante demadejas de seda de todos los colores, desde los máspálidos hasta los más subidos de tono. Al poco rato dehaber comenzado su labor, la preocupación de la señoraAuruu. sinen por el bordado desapareció para dar paso aotra ansiedad, pues no en vano era una mujertremendamente sensible y propensa a las preocupaciones.

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¿Para qué necesitaría a su esposo la policía de Marianna?,se preguntó ¿Qué querrían de él a aquellas horas de lanoche? El¿ sabía perfectamente que la mayor preocupaciónde su esposo era Fort Marianna. Se lo había dicho enmuchas ocasiones: «El día que me releven de este puestorejuveneceré al menos diez años.» Otra vez fue másexplícito y le comentó: «Un ejército en el que mandan lossargentos no es un ejército. Sí, debería dar parte alPentágono. Pero ¿sabes cómo acabaría la cosa? Acabaría enque yo sería sustituido aduciendo incapacidad, mientras elsargento Henry Claus permanecería en su puesto, al mandodel depósito y de los oficiales en jefe...» ¿Qué podía habersucedido ahora para que la policía llamase a su esposo?¿Quizás había ocurrido algo en Fort Marianna?

Hasta que sonaron las diez y media de la noche, JeanAuruusinen permaneció bordando aquella gran A, para laque había escogido las más suaves gamas de azul, yhaciéndose a si misma un sinfín de ansiosas preguntas.Finalmente, tras haber mirado por trigésima ocuadragésima vez el precioso reloj de péndulo, pensó que1q mejor sería telefonear al Círculo Militar. Su esposohabría terminado ya la clase.

—Por favor, comuníqueme coñ el coronelAurtfüsinen. Soy su esposa.

—Sí, querida. Ignoro dónde puede estar tu coronel enestos momentos, pero intentaré encontrarlo —le contestó

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la profunda Voz del mayor Sanders, en tono jocoso. Yañadió—: El debe decirte que viene al Círculo a dar dase,aunque... ¡Sólo Dios sabe adónde irá!

—Perdona, pero es urgente lo qué tengo quedecirle...» Por favor, llámale en seguida.

—Sí, señora coronela —dijo tranquilizadoramente lavoz del viejo mayor, perfecto conocedor de su tendencia aJas preocupaciones.

—Hola, Jean. ¿Qué ocurre?Era él, su marido. ¡Gracias a Dios que le había

encontrado! Ansiosamente, ella dijo:—Kiko. Ha telefoneado el sheriff de Marianna... Ha

dicho que le llames en seguida, en cuanto puedas, y quepreguntes por el señor Dorney.

—¡Ah, Dorney! Es uno de los vicesheriff.—Ha dicho que le llames en seguida —reiteró ella,

con la misma ansiedad de antes—. No es que fuera urgente,ñero ha dado a entender que mientras antes le llames,mejor sería.

—Sí, querida. Le telefonearé ahora mismo, desde aquí—la tranquilizó el coronel Auruusinen—. Y las niñas,¿cómo están?

—Duermen desde hace ¿nás de una hora.». En cuantosepas algo, me lo dices. ¿Verdad que lo harás, Kiko?

«Kiko», así apodaba la señora Auruusinen al coronelpara reflejar su afecto de esposa.

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—¿Y si fuese un secreto militar? —bromeó él.El coronel Auruusinen acostumbraba a burlarse de la

ansiedad característica de su mujer. Pero en esta ocasión,cuando tras despedirse pidió a la centralita de teléfonosque le comunicaran» con la comisaría de Marianna, élmismo no estaba tan calmado como quería aparentar. Lomás seguro, pensaba, era que alguno de los hombres delpolvorín se hubiera emborrachado, importunando además aalguna muchacha del pueblo, por lo que el sheriff queríaquejársele. ¿A qué cerebro tan genial debía sunombramiento de comandante del roñoso Fort Marianna?

—Oficina del sheriff de Marianna. ¿Quién habla?—El coronel Auruusinen, de Fort Marianna. Por favor,

póngame con míster Dorney.—En seguida —dijo la desconocida voz, a la que

inmediatamente vino a sustituir la de Dorney, una voz tanpoco agradable como todo en él—. Buenas noches,coronel, soy el vicesheriff.

—Buenas noches, sheriff. ¿Qué sucede?—Nada, nada. Sólo he. querido informarle por ruting

—explicó, añadiendo—: Hace más de una hora han Ua.mado varias personas para comunicar que habían oídoexplosiones en Fort Marianna, y también visto unresplandor extraño. Entonces he telefoneado al depósito, alsargento Claus, quien me ha dicho que habían hechoexplotar una bomba incendiaria que estaba defectuosa. ¿Le

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han informado a usted de eso?Con cierto acaloramiento, el coronel Auruusinen

contestó que no, qüe no había sido informado, pues setrataba de una cosa normalísima. Precisamente el añoanterior había tenido que destruir una caja entera de balasfumígenas, de esas que se usan para crear cortinasprotectoras, lo cual provocó la alarma de mucha gente quecreyeron ver en aquella nube de humo el típico hongo deuna explosión atómica.

—De todos modos —concluyó el coronel—, ahoratelefonearé yo... e incluso puede que vaya a echar unaojeada.

Agradeció secamente su interés al vicesheriff, y actoseguido pidió que le pusieran al habla con Fort Marianna.Su ira iba en aumento. ¿Dónde diablos estaban el tenienteGunther y el capitán Wintley? Los papeles decían que allí,en la fortaleza, pero la realidad era otra; estaban siempre enel Pentágono, instalados en sus cómodas oficinas, y sóloabandonaban Washington una vez al mes como máximo,para ir de inspección a Fort Marianna. Pero aquellasinspecciones no servían de nada, pues en ellas se le dabanal sargento Henry Claus unas órdenes que éste se cuidabamuy mucho de cumplir, y a él, al coronel jefe de lafortaleza, se le enviaba un informe tan teatral comoridículo, cuyo significado era absolutamente nulo. En fin,lo peor era que ahora todo un coronel debía comportarse

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como el más estúpido de los cabos y llamar parainformarse acerca de si el depósito había reventado o no.

—¿Quién habla? —gruñó tan pronto como le dieron lacomunicación con Fort Marianna.

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8

—¡Por poco no le matas!El sargento Henry Claus profirió esta exclamación

con aquella enronquecida voz que, aun sin necesidad deelevar su volumen, ahogaba el murmullo del tocadiscos quesonaba al final de la última pared de cemento armado, justoallí donde se formaba la última estancia concebida parafacilitar la carga y descarga de las cajas de armas ymuniciones.

—Es casi el doble de alto que yo —dijo el cabo Aaron—. Si no lo tumbo rápido me tritura... Mira, Henry, ¿quétraje es ése?

Tendido boca abajo en el suelo, Ulisse Ursini parecíamucho mayor de lo que en realidad era. No estaba muerto,y comenzaba a oír y ver a través de sus semicerradospárpados. El sargento Claus le miraba con desprecio, elsentimiento más habitual que reflejaba su huesudo rostroademás de aquella característica expresión iracunda:desprecio para con los inferiores, los superiores y losiguales a él, desprecio para con todo el mundo.

—Eres un cobarde —profirió, insultante, dirigiéndoseal cabo Aaron—. Te alimentas sólo de miedo... Seguro quetú también te hubieras rendido a esos cerdos, lo mismo quelos de ahí fuera... Además, eres un perfecto adoquín. ¿No

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comprendes que si éste muere perdemos la únicaprobabilidad de salir de aquí?

—No estoy muerto —dijo de pronto Ulisse—. Dejadque me siente... He venido a parlamentar, sólo a eso.

Y al mismo tiempo que decía esto, se sentó en elsuelo sin esperar la autorización y a pesar de la presencia, ados centímetros de su rostro, de un largo cuchillo, unTalliner, que esgrimía el cabo Aaron.

—Levántate —ordenó el sargento Henry Claus.El americano no era tan alto como Ulisse, aunque en

un determinado sentido se le parecía bastante. Aparte de suinferior estatura, era más gordo, o mejor dicho, tenía másgrasa: tres años en Fort Marianna, comiendo el sustanciosorancho que preparaba especialmente para él Teo— doreMcDonald, el cocinero, le habían dado el aspecto de uncilindro a su figura, concretamente a la parte de su cuerpocomprendida entre el cuello y la ingle. Sin embargo, aquélera un cilindro coriáceo, contra el que se romperían lospuños que intentaran golpearlo, y que contrastabafuertemente con el rostro, el cual mostraba unos pómulosrecios y unas mejillas enjutas, ambas cosas, se entiende,más por efecto de la dureza y el desdén de la expresión quepor delgadez.

—No puedo levantarme, los pies no me sostienen —dijo Ulisse educadamente, pues venía de parlamentario ypor el momento debía conservar buenos modales.

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—¡El sargento te ha ordenado que te levantes! —gritóel cabo Aaron, a la vez que iniciaba el movimiento depropinarle un puntapié en pleno rostro.

Ulisse veía confusamente y sentía un fastidiosozumbido en sus oídos, lo cual no le impidió adivinar lasintenciones del cabo Aaron y aferrarse a su tobillo, deforma que le hizo dar una doble voltereta, con cuchillo ytodo, dejándole tendido frente a él, gimiendo sobre elcemento. Entonces se dispuso a intervenir el tercerdefensor de la Cueva II, el soldado Frank Cannarano, queiba armado de una metralleta descargada. Asió el arma porel cañón para levantarla y golpear con la culata al enemigo,es decir, a Ulisse, pero su acción fue detenida por laenérgica voz del sargento Claus, que dijo:

—Dejadle en paz, cretinos. Y llevadle dentro, ¿no veisque no se tiene en pie?

El soldado Cannarano y el cabo Moishe obedecieronal sargento. ¡Qué otra cosa podían hacer en la vida aparte deobedecer al sargento Claus! En consecuencia, tomaron aUlisse por debajo de los brazos y le ayudaron a levantarse.

—Gracias, sargento..., pero creo que ya puedovalerme por mí mismo —murmuró Ulisse.

—Andando, pues —ordenó el sargento Claus.Vacilante, con las rodillas que parecían querer

plegársele, Ulisse siguió al sargento a lo largo del pasilloen forma de L. Cada vez oía más claramente la música de

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aquel tocadiscos que sonaba al fondo de la cueva, y por fin,al doblar el último recodo, divisó una especie de sala quesus ojos se preocuparon de escrutar minuciosamente, puesen la vida hay que saber observar con atención las cosasextraordinarias... y aquélla era realmente una escenaextraordinaria. La vasta estancia estaba dividida en varioscompartimientos formados por cajas de armas que, a juzgarpor la etiqueta de una de ellas, Ulisse supuso contendríafusiles con bayoneta, anticuados pero muy útiles. Entre unay otra hilera de cajas dispuestas a la manera de paredes,había tres catres sobre los que aparecía el suave y rojizocubrecama facilitado por el abastecimiento militar. En elcentro, una bonita mesa de madera oscura, cuya elegancia ylimpieza denotaba que había sido requisada del dormitoriode uno de los oficiales, confería cierto aire de frivolidad allugar y ofrecía un fuerte contraste con aquel ambiente tanmarcial y explosivo. Las tres lámparas que colgaban deltecho, incluida la de emergencia, estaban encendidas eirradiaban una intensísima luz que cegó momentáneamentea Ulisse, quien, sin embargo, pudo volver en seguida aobservar cuanto le rodeaba. Allí vio a las chicas, tres de lascuales se encontraban sentadas en uno de los cátres,mientras que otras dos permanecían junto a la frivolamesita, sobre la que aparecía el tocadiscos y un vistosodespliegue de botellas de cerveza, whisky y ginebra. En elsuelo, casi debajo de la mesa, había un recipiente con hielo

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y algunos botellines de soda. La sexta chica estaba acostadaen otro catre y parecía dormir.

—Basta ya de música —dijo el sargento Claus.Una de las dos mujeres próximas a la mesita paró el

aparato, cesando al fin el mediocre quejido pseudoha—waiano, y Ulisse avanzó otro paso. Miró a las chicas una auna, pensando que aquellos tipos sabían cuidarse. Desdeluego, la idea de instalar un casino en un depósito de armassólo podía ocurrírsele a un americano... o a un francés: aeste respecto recordaba haber oído decir que en la líneaMaginot, durante la última guerra, y únicamente en losprimeros tiempos, se entiende, alguien organizó un antrosimilar a éste en una cueva blindada... Pero quizá no setratara más que de falsedades difundidas por los enemigos.Sea como fuere, lo cierto es que las mujeres que ahoratenía delante eran distinguidas y hasta iban correctamentevestidas, con tanto o más pudor que muchas virginales hijasde familia cuando asistían a sus fiestas sociales. Aparte delas dos cuyo rostro reflejaba con harta evidencia el carácterde su oficio, las demás, incluida aquella que parecía dormiry que ahora se había sentado súbitamente sobre la cama,hubiesen podido engañar a cualquiera con su aspecto deestudiantes.

—Es un ruso, sí, le reconozco —dijo de pronto estaúltima chica, levantándose y señalando con el dedo a Ulisse—. En Albany estuvieron los de la delegación comercial

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soviética y yo les conocía a todos... Algunos eran panzudos,se parecían a Kruschev. Pero los jóvenes eran como él,grandotes, fuertes, rubios, con los ojos claros y cara debestias... lo mismo que éste. ¡Son rusos! ¡Sí, los rusos hanllegado hasta aquí! ¿Y ahora qué, sargento? ¿Qué vas ahacer ahora?'¡Es un ruso, sí, un ruso!

La muchacha se había puesto histérica y gritabadesaforadamente. Con el brazo extendido hacia Ulisseavanzó unos pasos y le dijo:

—¡Eres ruso! Pazlüi mhiá, pazlüi mniá. ¿Entiendeslo que digo?

Ulisse la miró. Tenía los cabellos de color rubiooscuro, rubio sucio, rubio fango, y se agitaban como lasserpientes sobre la cabeza de Medusa. Estaba borracha,repulsivamente borracha, como podría estarlo cualquiermujer americana de profesión meretriz.

—Me lo decían todos... Los grasientos Kruschev y losgrandotes rubicundos como tú... Pazlüi mniá. Di, ¿qué

significa? Lo sabes, no disimules conmigo.Efectivamente, Ulisse lo sabía, conocía el exacto

significado de aquellas dos palabras. El hijo de un lingüistalo sabe casi todo, incluso algo de ruso.

—Sí, sé lo que quiere decir. No es necesario quearmes tanto escándalo...

—¿Y qué quiere decir? —preguntó el sargento Clausen un tono de amenazadora cortesía, mientras le cogía por

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un brazo y le llevaba hasta el catre libre para que se sentaray descansase.

—Significa: bésame.—¿Has visto? ¡Es un ruso, es ruso...!El sargento Claus hizo callar a la histérica con una

sola mirada, y luego dijo:—Ve con tus amigas y no bebas más...A continuación se sentó en el catre, junto a Ulisse, en

una actitud casi amistosa, y mirándole fijamente, con susgrandes y redondoá ojos que apenas si tenían córnea, lepreguntó casi con amabilidad:

—¿Eres ruso?Sentado allí, en aquella cama, al lado del sargento

americano, Ulisse intentaba reponer fuerzas y conservar lacalma. Pero comenzaba a ponerse nervioso, pues la idiotezle irritaba siempre.

—Sargento —explicó—, si fuésemos rusos, ¿ustedcree que hubiésemos enviado a un parlamentario para quese dejase dar garrotazos en la nuca? Si fuésemos rusos yahabríamos hecho una sabrosa mermelada con ustedes, contodos ustedes, hombres, mujeres e incluso niños... si loshubiese.

Ésta respuesta, dicha en un tono imprudentementeairado, tuvo, sin embargo, el efecto de sumir al sargentoClaus en una profunda meditación, hasta que a los pocosinstantes, y sin haber perdido del todo su expresión

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pensativa, preguntó de nuevo:—¿Y qué sois?Ulisse se lo explicó, y mientras hablaba se

aproximaron el cabo Aaron y el soldado Frank Cannaranopara oír mejor su relato, así como también una de laschicas, precisamente la que tenía menos cara de estudiante,pero tampoco parecía vulgar; aquella expresión y aquellamirada, pecaminosa aunque no grosera, mostraban unagentil dulzura.

El sargento Claus le dejó terminar sin interrumpirle,sin pronunciar ni una sola palabra, sin hacer el menor gestoy casi sin respirar siquiera, sumido nuevamente en unaprofunda meditación. Ulisse comprendía perfectamentecuán difícil debía resultarle al americano entender aquello.Tampoco Johnson, cogido tan de improviso, podría creeresta historia. Aquel hombre, Henry Claus, era un sargentoque prestaba servicio como simple guardián en un depósitode revólveres y demás artilugios similares, que vivíatotalmente inmerso en su pequeño mundo, anclado en unode los rincones más retirados y desapacibles de EstadosUnidos, que creía tener la suerte de haber nacido en una erade paz y progreso... y que no lograba imaginar, componeren su mente el cuadro de un asalto llevado a cabo contra sufortaleza por unos guerrilleros del Movimiento Cuba Libre.Lo intentaba, por supuesto que lo intentaba, pero se le hacíaduro.

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—, Ahí ¿Sí? —dijo de repente, pasándose una manopor la cara y restregándose la nariz, demasiado pequeñapara armonizar con su huesudo y alargado rostro. Y añadió—: ¿Cómo puedo saber que todo eso es cierto?

Ulisse pensó que sí que tenía toda la razón para dudarde sus palabras. Pero le dijo:

—Deberá creerme bajo palabra. No obstante, si salede aquí comprobará en seguida que se traba de cubanos.Mire, no queremos matar a ningún americano, lo único quebuscamos son armas.

El sargento Claus asintió, con un gesto tan increíblecomo irónico, y luego comentó:

—Claro, claro. Pero ¿por qué no las compráis en lugarde venir a robarlas aquí? Hay mucha gente a quienes lesgustaría venderos esas armas...

Y se pasó de nuevo la mano por la nariz, pero esta vezpara rascarse, demostrando con ello que comenzaba airritarse también él.

—Sargento, tenemos necesidad de armas potentes, node revólveres para jugar al western —dijo Ulisse, mientrasse levantaba para acercarse a la mesa porque tenía sed, unaterrible sed, y ninguno de aquellos malditos le ofrecía nadade beber—. ¿Sabe? Necesitamos armas modernas,necesitamos incluso bazokas... y las mejores armas queexisten no están a la venta, sino que se encuentranprecisamente aquí. ¿Entiende ahora por qué hemos venido?

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Suspendió por un momento su parlamento, dándosecuenta de que las dos mujeres que permanecían sentadasjunto a la pequeña mesa seguían atenta y desconfiadamentesus movimientos. A continuación prosiguió, dirigiéndoseahora a una de ellas:

—Por favor, ¿podrías darme una de esas botellas desoda? Yo no puedo agacharme. Uno de vuestros amigos meha roto el hueso del cuello.

Su voz no tenía casi nada de cortés y sonaba más biendensa, autoritaria. Una de las dos chicas, la más joven, selevantó entonces y cogió de debajo de la mesa un botellínde soda que humeaba a causa del frío. Luego la abrió con eltriángulo de hierro diseñado para tal fin, y tomando uno delos vasos que había encima de la mesita, vertió en él sucontenido.

—Límpiate un poco la boca —le dijo ella—. La tienessucia de sangre.

Rubia y con un aspecto muy grácil, aquella muchachaparecía una de esas muñecas que llaman «peponas», perocon ojos de pecadora.

Ulisse pensó que aquél no era el momento delimpiarse la boca y bebió el vaso de soda casi de un solotrago, a pesar de que estaba más fría que el mismísimohielo. Apenas había dejado el vaso sobre la mesa, dispuestoa regresar junto al sargento Claus, cuando al girarse vio queel soldado de primera Frank Cannarano le apuntaba con la

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metralleta y gritaba:—¡Sargento, nos toma por idiotas! Ese no es cubano...

No, ni muchísimo menos. ¡Es un spaghetti como yo!Y con una expresión tremendamente rabiosa en el

rostro, las facciones desencajadas por causa de la ira que leembargaba, le espetó:

- Ciao, paisa, mammeta come stá?

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9

La primera idea que tuvo Ulisse fue la deempequeñecer todavía más, de un puñetazo en la cabeza, alya de por sí bastante pequeño soldado de primera claseFrank Cannarano. Pero se contuvo, pues era unparlamentario y los parlamentarios no deben recurrir a laviolencia... aparte de que se trataba de un compatriota,aunque esto último sólo le afectase de una forma muyrelativa.

—¡Deja que sean los demás quienes te llamenspaghetti, no te lo llames tú mismo, tío mierda! —le dijo,antes de sonreír a la rubia muñequita disfrazada de meretrizy añadir dirigiéndose a ella—: Por favor, aún tengo sed.¿Quieres darme más soda?

—Eres un spaghetti, sólo eso.Ulisse sintió la boca del cañón de la metralleta contra

su espalda, pero no se volvió. Le tendía la mano a la rubiaque estaba llenando un segundo vaso de aquella soda cuyatemperatura debía ser por lo menos de diez grados bajocero. Cuando lo tuvo entre sus dedos, y antes de apurarlo,hizo un esfuerzo para poder decir, calmosamente:

—Sargento Claus, yo no hablo más que con oficialeso suboficiales. —Luego giró de golpe sobre sí mismo,encarándose con el soldado de primera Frank Cannarano y

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son— riéndole, al tiempo que añadía—: Todos sabemosque la metralleta está descargada. Los cargadores losguardáis en la Cueva III.

—Déjalo estar, Frank —ordenó el sargento.Permanecía sentado en el catre, parpadeando también

a causa de aquella cegadora luz digna de un quirófano.Encendió un cigarrillo mientras Ulisse, que aún no habíaterminado de beber el vaso de soda, volvía junto al catrepara sentarse a su lado.

—¿Eres italiano?-preguntó el sargento.—Sí, soy italiano —repuso Ulisse.—¿Y por qué has dicho que eras cubano?Ulisse apuró definitivamente la soda y depositó el

vaso en el suelo, antes de contestar:—Yo no he dicho que fuera cubano. He dicho que

pertenecía al Movimiento Cuba Libre, no que yo eracubano.

—¿Y qué hace un italiano en el Movimiento CubaLibre?

—Supongo que habrás oído hablar de los voluntarios,¿no?...

El sargento se sumió otra vez en sus reflexiones.Resultaba verdaderamente patético ver el esfuerzo quedebía hacer, así, sin previo aviso y después de tantos añosde placentera vida de cuartel, para afrontar una situaciónque debía parecerle tan confusa como increíble.

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—¿Y por qué te has hecho voluntario del Cuba Libre?¡Vaya ocurrencia! Si tenía que explicarle por qué se

había hecho voluntario estarían allí hasta que saliese el sol.Y el capitán Acuña tenía prisa, mucha prisa.

—Por las mismas razones —se limitó a decir— porlas que tú haces de sargento aquí. Por que me gusta eltrabajo.

Sentía que el sargento Claus le encontraba simpático,se daba perfecta cuenta de ello, pero también sentía queesta simpatía no significaba absolutamente nada. Elsargento Claus era de los que se cargan, si es necesario, almás simpático de sus amigos, al mejor de los padres.

Súbitamente, el sargento se levantó para acercarse a jla mesita y se sirvió una bebida, él solo, agachándose paracoger un botellín de soda cuyo contenido vació en un vaso.Bebía educadamente, a pequeños sorbos, y su rostroparecía aún más huesudo y anguloso bajo aquella intensaluz que lo iluminaba casi perpendicularmente.

—Nuestro único deseo es que no haya muertos,especialmente entre las mujeres —expuso Ulisse—. Nopodéis hacer nada, sargento. No podéis impedir que nosllevemos las armas que hemos venido a buscar. Deja salir alas chicas y sal tú también afuera, conmigo. Ya habéisdemostrado a todos vuestra valentía. Ahora no podéis hacernada más. Somos noventa —exageró un poco— y vosotrossois tres. Nosotros estamos armados y vosotros sólo

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tenéis el cuchillo del cabo Aaron... No disponéis siquierade un cartucho para escopeta.

El sargento Henry Claus pareció haber dejado demeditar, pues su rostro, en general tan poco agradable yafable, adoptó una expresión todavía más odiosa y dura paradecir, en respuesta al discurso pacifista de Ulisse, unaspalabras que a éste le sonaron muy concisas y lúcidamenteamenazadoras.

—No sé quién eres... No sé quiénes sois —dijo convoz ronca, pero serena, y en un tono de indeciblepresunción—, y lo mismo me da que seáis gángsters omarcianos. Tampoco quiero saberlo. La única cosa que meimporta es ésta: ninguno de vosotros se llevará ni siquieraun cartucho de Fort Marianna.

Acto seguido depositó el vaso encima de la mesa, singolpearla, suavemente, y volviéndose hacia el cabo Aaronañadió:

:-El cuchillo.Luego, en cuanto lo tuvo en su poder, miró a Ulisse

para ordenarle:—Tú, ven aquí. Y hazlo andando de espaldas a mí.Ulisse también le miró, sin hacer el menor gesto para

levantarse del catre. Sentía que aquella terrible soda detemperatura inferior a los diez grados bajo cero no sólo lehabía reconfortado físicamente, sino también moral—mente, devolviéndole la serenidad que se propusiera

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mantener cuando penetró en la Cueva II. Por lo tanto,haciendo un esfuerzo para que su voz sonara lo máscalmosa posible, arguyó:

—Aquí hay también seis mujeres, sargento HenryClaus. —Por primera vez se dirigía al americanollamándole por su nombre completo—. Y si permites quemueran esas chicas nunca llegarás a ser un héroe nacional,ni mucho menos... Además —añadió, después de respirarserenamente—, tan pronto como hagas algo contra mí, estaratonera saltará por los aires hecha cisco. Tú no conoces alos MCL, y trata de no conocerlos. Al menos hazlo porestas desgraciadas.

A Ulisse le sorprendió el silencio con que fueronacogidas sus palabras, tanto por parte del sargento HenryClaus como de las seis mujeres. No, aunque parecieseincreíble, ninguna de las seis chicas emitía el menor rumor.Las tres que se hallaban en el catre permanecían sentadasallí, muy juntas, silenciosas y quietas, casi inmóviles, aexcepción de una de ellas que en aquel momento fumaba uncigarrillo, mientras las otras dos tenían impresa en sumirada la acuosidad del miedo. Las dos de la mesita estabanasimismo quietas: habían cerrado el tocadiscos ycontinuaban fumando sin hablar, con los ojos llenos demiedo, sobre todo la rubia muñeca que le diera el agua fría.En cuanto a la sexta muchacha, aquella que le identificaracomo ruso y le dijera pazlüi mniá, había vuelto a sentarse

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en el mismo catre donde Ulisse la vio dormir al entrar, sinemitir ni siquiera un gemido. Todos se obstinaban enmantener su silencio, incluidos el cabo Aaron y FrankCannarano, cuyas miradas reflejaban tanta incertidumbrecomo miedo... Miedo, ésta era la causa de aquel.silencioinsoportable.

—Te he dicho que vengas aquí, ¿o es que no me hasoído?-dijo inesperadamente el sargento Claus—. Y hazlode espaldas, que quiere decir caminando hacia atrás hastaque sientas contra tus riñones la afilada punta de estecuchillo...

Mientras hablaba, el sargento extendió el brazo y agitóostensiblemente su mano, en la cual brilló la hoja deltemible Talliner. Lo tenía fuertemente sujeto entre elpulgar y los demás dedos.

—Vamos, de prisa —añadió, autoritariamente.Ulisse no se movió. Y no sólo desobedeció aquella

impaciente orden, sino que además tuvo que apretar loslabios para evitar que aflorara a ellos una malévola sonrisa.En efecto, por un absurdo juego de la memoria acababa derecordar, en aquel preciso instante, justo cuando elsargento Claus le apuntaba con el Talliner, una antigualectura que le había recomendado una muchacha muchotiempo atrás, antes siquiera de que se enrolase en losparacaidistas de Pisa. Recordó también el nombre de laautora, una tal Nina Farewell, que en un pasaje del libro

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explicaba cómo puede defenderse una mujer de losapremios de un admirador inflamado: «La mejor defensa —Ulisse se acordaba textualmente de aquellas palabras, auncuando su mirada estuviera fija en la afilada hoja queemergía del puño del sargento Claus— para una joven essentarse. Una mujer sentada y obstinada en permanecer asíresulta prácticamente inexpugnable.» ¡Se sentía como unavirgen en peligro! Casi no pudo reprimir aquella sonrisaque tan nefastas consecuencias le hubiese reportado, puessabía a ciencia cierta que a los tipos como el sargentoClaus no les gustan las personas que ríen.

—No me levantaré, sargento —dijo de pronto, en untono tranquilo y severo al mismo tiempo—. Dentro de unpar de minutos entrarán tres o cuatro cubanos y nosemplomarán a todos, incluso a mí, ya que seréis losuficientemente inteligentes como para apagar la luz. Asípues, morir por morir, no pienso tomarme el trabajo delevantarme. Vale más morir sentado... Por lo demás,sargento —concluyó Ulisse, mirando a su interlocutor conojos sinceros, de hombre a hombre—, si lo que piensas esllevarme afuera empujándome con el cuchillo para servirtede mí como un escudo, lamento decirte que no te serviráabsolutamente de nada. Tú no conoces a los cubanos.

—De todos modos vendrás aquí como te he dicho.El sargento Claus materializó la amenaza de aquellas

palabras y se dirigió directamente hacia él, para clavarle

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con resolución un milímetro de la punta del Talliner en lapiel del cuello. Mientras, el soldado de primera Frank Can— narano se había acercado también, empuñando lametralleta por el cañón y dispuesto a dejar caer la culatadel arma sobre su cabeza al menor movimiento que hiciera.

—Levántate ya, spaghetti —le gritó.Ulisse sintió entonces deslizarse un hilo de sangre a

lo largo de su cuello. El sargento Claus, decidido,firmemente decidido a todo, presionaba cada vez más conel cuchillo, de forma que éste, tras perforar los estratossuperficiales de la piel, ahora había alcanzado ya las capasgrasas y se abría camino, lenta pero resueltamente, hacia elcentro de su garganta. Si Ulisse intentaba moverse, lo másseguro era que le atravesase el cuchillo, o que le aplastasela culata de la metralleta, o que se le abalanzase encima elcabo Aaron, que le vigilaba desde la entrada.

La comparación entre una Gillette y un Tallinerresulta absolutamente ventajosa para este último, pues antetodo el Talliner es más antiguo que la Gillette: en lahistoria de Nueva Inglaterra aparece citado ya en 1699. Sinembargo, la principal razón de dicha ventaja estriba en que,mientras la Gillette corta sólo por dos de sus lados, elTalliner en cambio corta por todos ellos... inclusive por elextremo posterior del mango, una especie de recio punzónque los pioneros utilizaban para hacer agujeros en árbolesde la más dura madera, y sin necesidad de dar más de un

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golpe. En la actualidad, la estimación y fama de quegozaron los Talliner han disminuido algo por causa de Japroducción en serie. No obstante, lo mismo hoy que en lostiempos de los pioneros, con una cuchillada de Talliner sepuede matar a un lobo, fulminándolo.

—De acuerdo, me levantaré. Pero aparta el cuchillo—dijo Ulisse.

Intentar un diálogo con estúpidos no tiene ningúnobjeto, resulta absolutamente estéril, y el sargento Clauspertenecía a la peor especie de estúpidos: los atrevidos, losque hacen estupideces con resolución. Por lo tanto, lamisión parlamentaria de Ulisse había concluido. Ahorasólo le quedaba evitar que su sangre siguiese discurriendocuello abajo y salpicando el celeste del mono que vestía.Ciertamente, aquel cretino era un cretino decidido.

—Bien, levántate —le ordenó el sargento Claus, altiempo que extraía la punta del cuchillo, aunque sin alejarlademasiado de su garganta.

De acuerdo, se levantaría. Quizá iba a ser la última vezen su vida que se levantaba, pensó. Pero debía intentarlo, nopodía colocar a sus amigos cubanos en la embarazosadisyuntiva de verle convertido en un rehén. Se levantó,pues, normalmente, ni muy rápido ni demasiadolentamente, y cuando estuvo ya medio erguido aferró derepente la muñeca del sargento Claus a la vez que lepropinaba un fulminante y explosivo golpe de rodilla justo

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debajo del mentón, arrojándose a continuación sobre él. Suacción fue tan repentina que el culatazo de Frank Cannaranono le acertó en la cabeza, aunque sí sobre los ríñones, locual tampoco resultó muy agradable. Por fortuna, el caboAaron tuvo la genial ocurrencia de saltarle encima,impidiendo con ello que el spaghetti descargase un nuevoculatazo, ya que de hacerlo hubiera caído sobre aquél, yFrank Cannarano no era un idiota que dejara fuera decombate a uno de los suyos. Ulisse aprovechó aquelinstante de vacilación para, en una centésima de segundo,ponerse en pie y agarrar al cabo Aaron por el cuello,utilizándolo como escudo, mientras presionaba con uno desus pies el cuello del sargento Claus, quien por lo demásno sentía nada, ya que el rodillazo recibido le manteníatodavía inconsciente.

—Frank, por favor, no hagas idioteces —dijo Ulisse.Pero el soldado de primera clase Frank Cannarano

también pertenecía, al igual que el sargento Claus, a la razade los héroes convulsos. Su sargento estaba tendido en elsuelo, estertoroso, teniendo sobre la garganta un pie quemuy bien podía pesar algo así como noventa kilos; su cabo,un tipo más bien pequeño, estaba atrapado en la garra deaquel gigante que lo sujetaba ridiculamente a modo deescudo... y él mismo sólo disponía de la metralletadescargada que tenía entre sus manos. Pues bien, ensemejante situación Frank Cannarano no podía dejar de ser

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un soldado que no se rinde, y mucho menos cuando se lopiden «por favor». ¡Y es que la guerra no se hace a base dezalamerías!

—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Frank Cannarano, para repetirluego en aquel ridículo italiano suyo—: Ciao, paisa, mam— meta come stá?

Y alargando el brazo hacia atrás pulsó losinterruptores de las tres lámparas. Todo quedó sumido en laoscuridad más absoluta.

Súbitamente, en medio del silencio reinante, Ulissepudo percibir cómo bajo el pie que apoyaba sobre lagarganta del sargento Henry Claus, éste se debatía con unaintensidad proporcional al grado de conciencia que ibarecobrando. Presionó con más fuerza aún, pero en seguidapudo constatar que, mientras más apretaba, mayor era ladesazón del otro. No tenía alternativa posible: o manteníaen el suelo a aquel peligroso adversario, o dejabainmediatamente de llamarse Ulisse, Ursini o cualquier otronombre. Además, el cabo Aaron también comenzaba aagitarse peligrosamente, haciendo desesperados esfuerzospor desasirse suspendido, como estaba, en el aire poraquella garra que le atenazaba cada vez más la garganta. Ypor si esto fuera poco, allí delante, perdido en la oscuridad,había un loco furioso que sólo disponía de una metralletadescargada y que no cedería ni se avendría nunca a razones.

—Frank, escúchame. Dentro de nada vendrán los

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cubanos y, en esta oscuridad, nos emplomarán a todos,incluso a las chicas...

Ulisse dijo esto sin demasiada convicción y en unúltimo intento de hacer razonar al héroe. En el fondo leadmiraba, lo mismo que a los otros dos. Sí, admirabaprofundamente a aquellos hombres que, sin la menoresperanza, luchaban contra un enemigo veinte veces másnumeroso. No tenían ni tan sólo una pistola de fogueo conla que hacer pum: pero habían dicho «no os llevaréissiquiera un cartucho» y se mantendrían firmes en supropósito mientras no les matasen a los tres. Ulisseconocía muy bien a esta clase de individuos.

Luego, el miedo estalló entre las chicas por efecto dela oscuridad, y estalló como lo hace siempre en lasmujeres, con gritos agudísimos que perforaban lostímpanos. Ulisse las oyó agitarse en medio de aquellaoscuridad únicamente comparable a la existente en unacueva oscura, y chillar cual bestezuelas atrapadas, con unaintensidad que rozaba el ultrasonido. Una de ellas, la queparecía tener más práctica, gritaba agudamente y decía:«¡Enciende la luz, Frank!...» Otra, no cesaba de proferir:«¡Cerdos! ¡Asesinos!...» Las demás se limitaban a emitirsonidos estridentes, buscándose afanosamente con lasmanos tendidas hacia la oscuridad.

—¡Echaos al suelo! —vociferó de repente Ulisse,intentando superar con su voz aquella delirante chillería—.

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¡Echaos al suelo y esconderos debajo de los catres! ¡De unmomento a otro comenzarán los disparos!

Aun cuando no podía ver absolutamente nada, Ulissecomprendió que las chicas le estaban obedeciendo. Enpocos segundos cesaron por completo tanto los gritoscomo el enloquecido revoloteo, oyéndose entonces elrumor de los cuerpos que se arrastraban sobre el suelo enbusca, como él les había dicho, del refugio que ofrecían loscatres. ¡Bueno, algo se había logrado! Por lo menos lasmujeres estaban ya a salvo del inminente asalto, pues eraevidente que los cubanos del exterior entrarían disparandoen todas direcciones, movidos por el griterío anterior.

En cuanto a él, Ulisse Ursini, sólo le quedaba porhacer una cosa... Sí, por supuesto que le repugnaba tenerque actuar contra un enemigo que se hallaba en manifiestainferioridad de condiciones, herido... Pero no tenía másremedio que hacerlo, pues debajo de su bota sentíaremoverse con creciente energía al sargento Claus, y hastael pequeño Aaron, pequeño aunque también resuelto, sedebatía ansiosamente entre sus brazos. «Desde luego queesto es muy poco deportivo —pensó—. Es incluso sucio,pero el señor de la guerra sabrá perdonarme. No puedohacer otra cosa...» Si no, de un momento a otro, FrankCannarano le abriría la cabeza con la culata de la metralleta.

Pasando de la teoría a la práctica, del pensamiento a laacción, Ulisse levantó el pie para dejarlo caer

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inmediatamente sobre el rostro del sargento Claus, y luegoconcentró todas sus fuerzas en su puño derecho parapropinarle un tremendo golpe al pequeño Aaron, a quien yahabía casi estrangulado con su brazo izquierdo, arrojándoledespués al suelo como si se tratase de una colilla. Aquellosdos tardarían algún tiempo en volver a ser peligrosos.

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—Frank, ten en cuenta que el sargento y el cabo estándurmiendo... Anda, date por vencido y ven aquí, hacia mivoz.

Nada. No se oyó nada, ni siquiera un hálito. FrankCannarano no era de los que tienen miedo de quedarsesolos, sino todo lo contrario, y por tanto en aquel momentodebía sentirse feliz, verdaderamente feliz, porque leprotegía la oscuridad, tenía la metralleta empuñada por elcañón, y estaba dispuesto a abrirle la cabeza a su oponentetan pronto como pudiese averiguar dónde se encontraba.

Por su parte, Ulisse comprendía perfectamente cuánnecesario era para él obligarle a que se delatara,provocándole hasta conseguir que hiciera algún falsomovimiento. En consecuencia, se dispuso a llevar a cabo supropósito, no sin antes tener la precaución de levantar unode sus brazos y mantenerlo semidoblegado, a la manera deun escudo, con objeto de evitar que el posible culatazo delamericano le diera de lleno en la cabeza o el rostro, encuyo caso sabía que no podría resistir el golpe.

—Cretino, deja ya de jugar. De todos modos acabaréatrapándote —profirió Ulisse antes de añadir, dirigiéndosea las chicas, una de las cuales había reanudado sushistéricos chillidos—: No tengáis miedo. En seguida meto

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en vereda a este retrasado.Nada. El soldado de primera Frank Cannarano no

reaccionó en absoluto. Entonces Ulisse optó por emplearun tono todavía más insultante, a pesar dé lo poco agradableque le había resultado siempre el verse obligado a recurrira tales groserías, a métodos tan poco directos, en especialcuando se trataba, como ahora, de un valiente y... de un excompatriota. Pero debía obligarle por todos los medios aque se descubriera.

—¡Sal ya, spaghettü ¡Da la cara! —le dijo, sin dejarde avanzar tanteando el suelo con los pies y protegiéndosela cabeza con el brazo—. ¿O es que necesitas escudarte enla oscuridad y en un puñado de mujeres?

Por fin, los insultos e insinuaciones dieron resultado.Ulisse percibió una especie de resoplido e inmediatamentedespués sintió sobre el brazo con el que se protegía lacabeza un fortísimo golpe que, por más que lo esperaba,por más que había mantenido tenso y rígido aquel brazo, lehizo gritar de dolor. Sin embargo, a pesar de todo aún pudoasir con la otra mano la metralleta y, después de arrojarlalejos de sí, aferrar un buen mechón de los cabellos deFrank. No eran unos cabellos muy largos, pero sí espesos yrecios, razón por la cual Ulisse pudo dominar sin muchadificultad a su atacante y arrinconarlo contra la pared.Luego, mientras murmuraba para sí «Perdóname», le asestóun tremendo rodillazo en toda la cara› lo mismo que

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hiciera poco antes con el sargento. Y justo cuando sentíadesvanecerse al pobre Frank entre sus brazos, la Cueva IIcomenzó a vibrar y tremolar bajo las descargas de uñasametralladoras: era el signo evidente de que llegaban losMCL.

La mujeres comenzaron a gritar de nuevo. Dos o tresde ellas, aterrorizadas por los disparos, debían de habersalido de debajo de los catres y se movían en lá oscuridad,enloquecidas y ciegas.

Una de las mujeres, imposible de saber cuál, tropezócon él y se le abrazó chillando, mientras le arañaba

con desesperación.—¡No disparéis! ¡No disparéis! —gritó Ulisse,

intentando dominar con su voz el ruido de las ráfagas y loschillidos.

Pero su esfuerzo no sirvió de nada. Aunque lehubiesen oído, sus compañeros no podían saber si lesgritaba porque le obligaban a hacerlo, e incluso es posibleque estuvieran convencidos de eso: los cuatro MCL aquienes el capitán Acuña había ordenado reducir a todacosta la resistencia de la Cueva II, eran los hombres másinflexibles que imaginarse pueda, cuando disponían de unametralleta. Así pues, aun comprendiendo la inutilidad dehacerlo, Ulisse profirió nuevamente su ruego.

Los cuatro ametralladores se hallaban ya a punto dedoblar la última L del laberinto de la cueva, y el vibrar de

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las ráfagas resonaba por entre las paredes de cemento en uncuádruple eco de pavorosos efectos. Además, las mujereschillaban todas con absoluto descontrol, todas a excepciónde la que se había aferrado a Ulisse, la cual no hacía másque llorar convulsamente. La presencia más angustiosa erasin embargo la de la oscuridad, una oscuridad tan absolutaque parecía como si la luz todavía no hubiese sido-creada...Lo menos que podía pensarse en aquella situación era queapenas penetraran en la estancia los MCL, disparando aciegas en todas direcciones, resultaría inevitable queperdieran la vida la mayoría de los allí reunidos, yaestuvieran de pie o echados sobre el suelo, bien cayeranalcanzados directamente por las balas o víctimas de losproyectiles rebotados. Y es que, como acostumbra adecirse, uno puede defenderse de los enemigos y a veceshasta vencerles... pero con los amigos sólo se puedeperder.

Ulisse tapó con una mano la boca de la muchacha quelloraba abrazada a él, apretada contra su cuerpo cada vezcon más fuerza, y en un último intento por hacerse oír gritóde nuevo, con toda la potencia de su voz:

—¡No disparéis!Al mismo tiempo se arrojó sobre el suelo en medio

de la oscuridad, del griterío de todas aquellas mujeres, dela ahora ya lacerante lluvia de ráfagas... y se dispuso aesperar el inminente aluvión de balas, mientras cubría con

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su cuerpo el de la chica que se le aferrabadesesperadamente. De pronto se oyó un grito de mujer másagudo y fuerte que los demás, e instantáneamente se hizo laluz en las tres lámparas que allí había instaladas, incluida lade emergencia. La muñeca de ojos de pecadora y másridicula que provocadora, con su disfraz y su exageradoescote, apareció entonces de pie, junto a una de lasparedes, manteniendo todavía el brazo levantado y la manosobre los conmutadores de las lámparas. Ella había sido laúnica de entre todas aquellas chillonas que comprendió, talvez porque se sentía mucho más aterrorizada que suscompañeras, dónde estaba la sola posibilidad de salvarse:en encender las luces. Y con este fin se había arriesgado arealizar dicho objetivo, temblando de terror, arrastrándosey tanteando a ciegas las paredes, aun a sabiendas de queFrank podía aniquilarla en cualquier momento a golpes deculata. Finalmente, pudo encontrar los conmutadores yencender las luces, en el preciso instante en que llegó elaluvión de balas. Pero ella ni siquiera sabía lo que era unaluvión de balas, y por eso se limitó á proferir aqueldesgarrador grito al sentir un agudo dolor en el vientre,abajo, muy abajo, precisamente en aquel sitio de su cuerpo.

El cuadro que se ofreció al primer MCL quepenetróven la estancia, tras doblar la última L del laberinto,fue un montón de* gente diseminada por el suelo y cegadapor la imprevista aparición de la luz, y aquella muñeca,

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aquella especie de «pepona» que permanecía de pie, con unbrazo extendido hacia los conmutadores. Rápidamente,Ulisse se puso en pie, y dijo, ahora ya en un tono másnormal:

—No disparéis.El MCL recorrió el suelo con la vista y miró al

sargento Claus, al cabo Aaron y al soldado FrankCannarano, aquél con el rostro inundado de sangre y éstosrecobrándose ya de los golpes recibidos. A continuaciónentraron los otros tres MCL con sus metralletas dispuestaspara actuar ante la menor exigencia, y pudieron asistir alespectáculo de una resurrección imprevista: las chicasestaban levantándose del suelo, con sus rostrosabsolutamente lívidos y desencajados, pero todas ellasserenas y como si despertaran de una horrible pesadilla...Todas menos la que parecía una muñeca, la cual, lo mismoque una de verdad, se desplomó súbitamente, sin un grito nitan siquiera un lamento. El MCL que la tomó en sus brazosse volvió hacia sus tres compañeros y les dijo:

—Vosotros acompañad a los demás a la enfermería. Yno dejéis de estar atentos.

Dos MCL ayudaron al sargento, al cabo y a Frank paraque pudiesen levantarse, mientras que el tercero semantenía expectante, apuntando con la metralleta.

—Ahora ya basta, sargento. Has hecho mucho más delo que debías —dijo Ulisse.

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El sargento Claus, o mejor dicho, lo que quedaba delrostro del sargento Claus por debajo de la sangre y lainflamación, mostró una expresión de infinito desprecio y,a pesar de sus dientes rotos, sus labios partidos y su narizllena de sangre, tan llena que hablaba como si padeciese unfortísimo resfriado, profirió:

—Os acordaréis, sucios cerdos repletos de mierda.«De acuerdo, de acuerdo», pensó Ulisse, excusándole.

En su lugar, quizás él hubiese hablado también de aquelmodo.

—No sacaréis de aquí ni tan sólo un cartucho —dijoaún el sargento Claus, antes de abandonar la estancia.

Esto entraba dentro de lo posible, pensó Ulisse.Además, si había de,ser sincero consigo mismo debíareconocer que nunca creyó seriamente que los cubanoslograran sacar de aquella fortaleza lo que fuera, algunosquizá ni la piel, y precisamente por esto le habíacomplacido desde el principio aquel plan.

—Cerdos repletos de mierda...Ulisse le oyó farfullar, a gritos, con aquella voz

gangosa que sin embargo no mitigaba su infinito desprecio,mientras se lo llevaban hacia el exterior.

—Vamos, chicas-dijo él, al tiempo que recogía elTalliner del suelo—. No tengáis miedo, no vamos a hacerosnada.

Las miró a todas ellas como un hermano. En definitiva

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no eran más que unas pobres infelices que arriesgaban susvidas por ganarse algunas decenas de dólares... y con aqueltrabajo ya de por sí tan antipático.

Finalmente salió también él, detrás de las chicas, yrecorrió de nuevo el pasadizo de aquel laberinto, con susrecodos en forma de L y sus dos estancias intermedias parala carga y descarga, ahora todo ello vivamente iluminado.Una vez fuera le cegó la deslumbradora luz de los faros delos Transcontinental, y entrevió, a través de los destelloslumínicos, a la teniente Adela guiando a las mujeres haciauna de las dos villas. Luego, apenas hubo traspasado laparcela alumbrada por los faros, tendió el Talliner al primerMCL que encontró en su camino, diciéndole:

—Toma, botín de guerra.El otro le sonrió con los ojos, pero él casi no se

percató de ello porque buscaba su paquete de cigarrillos enlos bolsillos del mono. Apenas se había puesto el cigarrilloen la boca cuando, saliendo de la oscuridad, se le acercó lallama de un encendedor.

—Usted está herido, ¿verdad, sargento? —le preguntóla voz del capitán Acuña—. Vamos a la enfermería. Por elcamino puede contarme lo sucedido.

—Sí, capitán.Aspiró dos largas bocanadas del cigarrillo y en

seguida se dirigió de nuevo al capitán para decirle:—La Luger, por favor.

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Pero el capitán Acuña parecía haber previsto su peti—" ción, pues tenía ya su mano en la cintura, de donde extrajola Luger para entregársela.

Bien, ahora todo estaba en orden. Ulisse se sintió felizy acomodó la Luger en la cintura de su mono.

Eran exactamente las 21 horas y 59 minutos.

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4

- ¿Usted cree que lo conseguiremos? —Podría ser...Empresas más desesperadas que ésta han tenido éxito..

- Usted sabe que no puede salir bien, y yo tambiénlo sé. Lo sabemos todos, incluido el último de lossoldados. —Pero lo intentamos, y eso es importante. —Yseguiremos intentándolo hasta que lo logremos.

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1

—Pero, ¿qué le han hecho en la garganta? —lepreguntó la teniente Adela.

Se encontraban en un pequeño cuarto situado junto a lasala de estar de los oficiales, donde estaban acomodadoslos heridos. Allí había sido instalada la enfermería deemergencia.

—Nada, no es nada —repuso Ulisse.—Dirá usted que no es nada. Pero yo veo un agujero

considerable, y no me gusta nada... La cura le va a dolermucho.

De acuerdo, le haría mucho daño. ¿Y qué podía hacerél?

—¿Cómo está la chica que ha sido herida? —inquirió.—Mantenga el mentón levantado y no hable —

contestó la teniente Adela con una sonrisa ambigua en loslabios, como cuando contaba sus sucias chanzas.

Ulisse se irritó. Quería saber en qué había quedado laherida de aquella muchacha. ¿Acaso estaba muerta?

—Quisiera saber cómo está esa chica.—Bien —dijo la teniente Adela, sin perder su

expresión «ambigua—. El teniente Casillas le ha extraídoel proyectil...

Mientras hablaba, la teniente Adela prosiguió

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curándole aquella fea herida. A pesar de la gran delicadezaque ponía en ello, le hacía mucho daño: era obvio que elsargento Claus no se había limitado a clavarle el Talliner,sino que hurgó con la punta del mismo hasta excavar unauténtico agujero en su carne.

—¡En qué extraños sitios van a incrustarse a veces losproyectiles! —exclamó de pronto la teniente Adela.

—¿Por qué?—No, por nada... Lo digo por la cara que ha puesto el

teniente Casillas... Sólo pensar en ello me hace reír.Aplicó el aposito en el feo agujero y luego lo sujetó

con esparadrapo.—El proyectil fue a introducirse... sí, justo ahí, en la

ingle... Bueno, técnicamente en la parte superior delmuslo... Pero estaba tan cerca, tan cerca...

Bueno, de acuerdo, había comprendido cerca de dóndese alojó el proyectil. Estaba clarísimo. Sólo con mirarla ala cara podía comprenderse perfectamente a qué diablos serefería.

—Pues eso, estaba tan cerca que al principio el doctorCasillas no se atrevía a meter la mano allí para extraer labala...-prosiguió la teniente Adela, riéndose callada peroabiertamente—. El proyectil no le ha causado el menordaño a la muchacha, nada en absoluto. Pero se introdujoallí... ¿Cómo le diría...? Bueno, se escondió entre aquellosdobleces de carne y... Y bien, pues ha sucedido que el

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teniente Casillas ni siquiera me miraba mientras trabajaba,inclinado sobre el cuerpo de la chica... ¿Sabe? Es unhombre muy reservado, que no tiene intimidad con nadie. Yaquello era algo muy íntimo para él, a pesar de que atañíaexclusivamente a su condición de médico. ¿Curioso,verdad...? ¿Le hago daño?

La teniente Adela había dejado de reírse. Ahorapresionaba para sujetar el apósito y le hacía daño, sí,bastante daño. Pero Ulisse contestó:

—Sólo un poco.Cuando le aplicó otra tira de esparadrapo que acababa

de cortar lo hizo ya mucho más suavemente, intentandoevitar en lo posible el dolor que estaba segura le producía,y sin dejar de contar las peripecias ocurridas en la curaciónde la pobre chica herida»

—Entonces, y para que el teniente Casillas no sesintiese tan avergonzado, yo tiré hacia abajo de la camisetaque vestía la muchacha. Pero era tan corta que casi nocubría nada, de modo que el teniente tenía que seguirhurgando sin recato entre los dobleces de carne, en suempeño por asir el proyectil y sacarlo de allí. Y lo másgracioso de todo era que hacía aquello intentando por todoslos medios no tocar... Bueno, yo no podía resistir las ganasde reír, por más que quería contenerme.

Suspendió por un momento su historia para ir al salónbar donde estaban instalados los heridos, de donde regresó

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al instante trayendo una botella de whisky.—Pruebe a beber —le dijo, dándole la botella—, y

dígame si le duele mucho al engullir.Bueno, la chica no estaba muerta, ni siquiera herida de

gravedad, y el sorbo de whisky que bebió le llegó alestómago sin producirle dolor alguno... Evidentemente, nopodía decirse que hubiese salido muy malparado de sumisión. Satisfecho de ello, Ulisse se sentó relajadamenteen una de las pequeñas butacas que allí había y encendió uncigarrillo, antes de decir:

—Gracias, teniente. ¿Puedo quedarme un momentoaquí?

—También yo voy a fumarme un cigairillo —lerepuso la teniente Adela.

Y se sentó a su lado. Estaba cansada, verdaderamentecansada, pues no en vano llevaba dos horas sin parar un

solo instante. Además, la tensión nerviosa había hechomella en ella, ya que en realidad era una mujer mucho másfrágil de lo que pretendía aparentar con su aspecto duro ydescarado.

Ulisse la miró fijamente a través del humo de sucigarrillo para preguntarle, en voz muy queda:

—¿Conoce usted a los amigos del capitán Acuña enMilán?

—Desde luego que sí —repuso ella mirándoleasimismo con fijeza, un ojo aquí y el otro allí, a través de la

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fina columna de humo que producía su cigarrillo.—Entonces es probable que conozca a la persona que

me puso en contacto con el capitán.Hablaba en un tono calmo y sin esperanzas,

refiriéndose evidentemente a Queteimporta, aquellaimagen anónima que deambulaba con cierto dolor por suespíritu, como esas neuralgias que sin ser demasiadofuertes se hacen sentir siempre.

—¿Se refiere a la señorita que conoció en casa de lacondesa? —inquirió la teniente Adela, con una concisión yfrialdad sorprendentes en ella.

—Sí —dijo Ulisse sin comprender aque.l cambio detono—. Quisiera saber cómo se llama.

Bebió otro sorbo de la botella, mientras esperaba larespuesta.

—¿Por qué? —quiso saber la teniente Adela, sin dejardetener sus ojos clavados en él.

¿Por qué? ¿Y qué más daba cuál fuese la razón? Loúnico importante para él era el deambular de aquellaimagen anónima por su espíritu, lo mismo que un sordopero continuo dolor...

—Porque quisiera escribirle —explicó. La tenienteAdela no respondió en seguida, sino que aspiró un par debocanadas de su cigarrillo con la cabeza baja, y luego dijo:

—¿Y por qué quiere escribirle?Lentamente, sin demostrar desaire, Ulisse se levantó

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al tiempo que decía:—No, por nada. Es igual... Gracias de todos modos.Y ya iba a salir cuando ella le detuvo, interponiéndose

en su camino. Con aquel uniforme, con aquel monoceleste, resultaba un personaje todavía más curioso.Parecía una mujer disfrazada de hombre.

—Lo siento, lo siento mucho —le dijo con dulzura—.No puedo decirle nada. Pero si quiere escribirle una notase la remitiré cuando salgamos de aquí.

Claro, cuando salieran... Suponiendo que lograran salirde allí. Pero entonces él mismo podría mandar la carta. ¿Oes que Adela era la oficina de correos militar?

—Gracias. En realidad no es que quiera escribirle,sino que me gustaría saber su nombre. ¿Sabe? De vez encuando uno piensa en alguna persona y pronunciamentalmente su nombre. Es lo lógico, ¿no le parece? Asíse tiene la sensación de que esa persona está con nosotros,y el recuerdo resulta reconfortante. Pero yo no puedopensar en ningún nombre porque no lo sé. Cuando se lopregunté a ella me contestó: «Qué te importa.» Y luego memiró con odio, como diciendo: «¿Has venido aquí parasaber mi nombre o para...?» Entonces yo la llamé«Queteimporta» y así sigo llamándola, aunque no se puededecir que ése sea un bonito nombre... El capitán Acuñatampoco quiso decirme nada. Está bien, debe de haberbuenas razones para ello... Pero dígame al menos cuál es su

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nombre de pila. El apellido no me importa, ni tampocoquién es ni dónde nació...

La teniente Adela apretó sus labios y continuómirándole con fijeza. Luego, inesperadamente, dijo:

—Se llama Anna.—Gracias, teniente.Anna. Ahora ya podría decir de vez en cuando: Anna.—¡Sargento Ursini! ¡Sargento Ursini! —gritó un MCL

fuera de la casa.—Estoy aquí.Se acercó a la ventana para llamar la atención del que

le buscaba.—Preséntese al capitán, sargento. Eran las 22 horas y

21 minutos.

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El capitán Acuña le había hecho llamar solamente paraque atendiese al teléfono, pues el teniente Casillas estabaocupado con los heridos. Uno de éstos, el sargento Claus,presentaba un aspecto verdaderamente lamentable: tenía lamandíbula rota y había perdido la mayoría de sus dientes.No sufría mucho, ya que por fortuna disponían de una buenaprovisión de morfina para calmarle el dolor, pero existía elriesgo de que sobreviniera una infección y entonces suestado se agravaría considerablemente.

—Lo siento, capitán —dijo Ulisse—. De haberpodido evitarlo le aseguro que ni siquiera le hubiesearañado con el dedo meñique.

—Lo sé, lo sé —le tranquilizó el capitán—. Estabasolo, en la oscuridad y contra esos tres. No podía hacerotra cosa. O eso, o se lo cargaban a usted, y entonces quizáno hubiese quedado nadie para contar lo sucedido allídentro.

A continuación el capitán Acuña le explicó lo quedebía hacer. Seguramente telefonearía más gente, ya que elresplandor de la bomba de napalm y el estallido del Forddebían haber llamado la atención de otras gentes, ademásde la policía. Así pues, se trataba de contestar con habilidada dichas llamadas, si llegaban a producirse, para conseguir

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que nadie se diese cuenta de lo que estaba sucediendo en lafortaleza por lo menos hasta después del amanecer.

—Le dejo aquí a un soldado por si me necesitara poralgún motivo.

—Gracias, capitán.Se sentó frente al bello escritorio del sargento Claus,

sobre el que había incluso un pequeño cartel con sunombre, al igual que en los de los generales del Pentágono,así como también un enorme teléfono con el que se podíallamar, además de al exterior, a cualquiera de lasdependencias interiores de la fortaleza. Después le ofrecióun cigarrillo al MCL, quien lo tomó con la mano izquierdaporque en la derecha tenía la metralleta, encendió el suyo ycomenzó a pronunciar mentalmente el nombre de Anna.Seguro que el nombre de aquella muchacha le hubiesegustado lo mismo si en lugar de ser Anna hubiera sidoPetronila, pero lo cierto es que el nombre de Anna leresultaba particularmente agradable: era femenino y, almismo tiempo, cerrado, geométrico.

Luego pensó en aquella lejana noche en el gimnasiode Pisa, cuando peleó a seis asaltos con un hijo de puta deparacaidista, tan grande como él y que le propinó tantosgolpes como quiso y algunos más, llegando incluso atumbarle sobre la lona y echándole finalmente fuera delcuadrilátero, mientras todos los demás hijos de puta deparacaidistas que presenciaban el espectáculo se reían

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descaradamente, cubriéndole de una vergüenza que noolvidaría nunca, sucios hijos de sucias putas, porque deacuerdo, sí, le había tumbado a él, al gigante del CentroParacaidista, pero tampoco era necesario reírse de aquelmodo, ¿no...?

Evidentemente se estaba bien en aquella oficinaimpregnada de un característico olor a desinfectante y ahumo rancio. Por la ventana abierta penetraba, además delsuave frescor de la noche, un continuo rumor parecido, sipudiese oírse, al ocasionado por las hormigas cuando hanencontradó un montón de granos y cargan más peso del quepueden llevar. En realidad se trataba de la cincuentena deMCL que se afanaban en sacar de las cuevas

como inexorablemente. Aquel rumor, aquel empeño,le producían una sensación tan curiosa como grata. Y esque el sonido de la locura resulta siempre agradable ytonificante.

De pronto sonó el teléfono.Ocurría que eran las 22 horas y 49 minutos y que el

coronel Auruusinen quería saber qué estaba sucediendo enFort Marianna.

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—Sí, mi coronel, soy el sargento Claus —dijo Ulissesin esperanza, aunque era preciso intentarlo no obstantesaber que existen coroneles, por desgracia, que reconocenla voz de sus sargentos al otro extremo de una líneatelefónica.

En realidad el coronel Auruusinen era uno de esosmalditos, y por ello se apresuró a decir:

—No eres el sargento Claus, pero te aseguro quequienquiera que seas pronto estarás ante un consejo deguerra. ¿Quién eres?

—Sí, mi coronel. Soy el soldado Frank Cannarano.Ulisse pronunció este nombre pensando que si aquel

coronel era capaz de conocer también la voz de uno de sussoldados de primera clase, entonces mejor seríadesaparecer de la faz de la tierra. Pero, por fortuna, elcoronel no llegaba más allá de los sargentos.

—Bien, soldado Frank Cannarano. Ya sé quién eres, elsoldado de primera. Pero ten en cuenta que a partir de estemomento ya no lo eres. Y ahora ponme en seguida con elsargento Claus, quiero hablar con él.

—No está —le informó Ulisse.—¿Cómo que no está?—No está en la fortaleza, mi coronel.

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—¿Y dónde está?Dialogar con un coronel resulta ya bastante difícil

cuando se está perfectamente en orden... En aquellascondiciones resultaba, entonces, nada menos queprohibitivo.

—No sé, mi coronel... Creo...Ulisse titubeó con habilidad. Debía ganar tiempo,

impedir al menos por algunas horas que se llegase a intuirsiquiera lo que estaba sucediendo efectivamente en FortMarianna.

—Sé lo que piensas —dijo el coronel en un tonocalmo, pues había decidido tranquilizarse.

Sí, el coronel Auruusinen había comprendido ya loque sucedía. Y aunque Fort Marianna distaba más dedoscientos kilómetros de donde él se encontraba, iría hastaallí para estrangularlos a todos, uno por uno, moralmente,se entiende, pues aquélla era la gran ocasión que tanto habíaesperado. Por fin podría llevar a cabo la gran limpieza deFort Marianna, por fin podría barrer al sargento Claus y a suchusma.

—Sí, mi coronel —repuso Ulisse.—Tú... —continuó diciendo, calmosamente, el

coronel Auruusinen, mientras se pasaba por la cara eloloroso pañuelo que Jean le cambiaba tres veces al día,rociándolo con fresca lavanda—. Tú piensas que elsargento Claus ha salido, ¿verdad?

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—Sí, mi coronel.Desde luego el coronel no podía haber facilitado más

las cosas.—Y seguramente el cabo Aaron también ha salido, ¿no

es cierto?—Me parece que sí.El coronel Auruusinen guardó el pañuelo en el

bolsillo del pantalón, tras haberse enjugado el sudor de suira con la refrescante colonia de Jean, y prosiguió:

—Bien, muy bien. Ahora explícame qué ha sucedido.La policía me ha dicho que se había producido unaexplosión. ¿Qué es lo que ha explotado?

A pesar de su buena voluntad por permanecertranquilo, el coronel fue aumentando sin darse cuenta eltono de su voz, a medida que hablaba. Y era perfectamentecomprensible, ¿no? El sargento y el cabo se habían ido apasear, dejando Fort Marianna abandonado en manos decuatro retrasados mentales, que además encontrabandivertido hacer estallar las fumígenas y hasta las bombasincendiarias. ¡Bonito panorama!

Ulisse se detuvo a pensar por un instante y, aun cuandoignoraba lo que el teniente Casillas le dijera a la policía,siguió el mismo hilo racional y lógico, para contestar:

—Hemos descubierto una bomba incendiaria enestado defectuoso y hemos tenido que hacerla estallar.

El coronel Auruusinen apretó los dientes. ¡Pagarían

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muy caro aquel intento de burlarse de él! ¡Hacerle creerque a las ocho o las nueve de la noche, impulsados por uninverosímil exceso de celo, habían inspeccionado todas lascajas de bombas, descubierto una defectuosa y provocadouna explosión para evitar mayores males! Muy caro, muycaro pagarían aquello. Había llegado la hora de convertirFort Marianna en un auténtico fortín, de acabar con aquellapandilla de histriones y holgazanes.

—Voy inmediatamente —concluyó con sequedad—.Que nadie se acueste.

—Sí, mi coronel)Ulisse colgó el aparato y le dijo al MCL que fuese a

llamar al capitán. Instantes después, estando ya solo, pudopercibir un rumor distinto y más percútante que elproducido por los cubanos que vaciaban las cuevas: llovía.No le sorprendió, pues sabía que, a pesar de no ser aquéllauna región ecuatorial, en Florida los períodos de lluvia sonintermitentes y regularísimos, de forma que durante unmes, casi cada día llueve.

—Estupendo —dijo el capitán Acuña mientras entrabaen el despacho, empapado de agua—. Es justo lo previstopor el servicio meteorológico de Cabo Kennedy. Estalluvia va a sernos muy útil.

Bién. Si"él estaba contento debían estarlo todos, yaque por algo era el jefe.

—Ha telefoneado un coronel y ha dicho que viene

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inmediatamente —informó Ulisse, contándole lospormenores de la conversación.

El capitán terminó de secarse el mono con la palma dela mano y luego explicó:

—Es el coronel Auruusinen, comandante en jefe de lafortaleza. —Hizo una pausa para encender un gruesohabano, y luego prosiguió—: Está en Tallahassee, a más dedoscientos kilómetros de aquí. Por lo tanto, con estediluvio, tardará al menos tres horas en llegar. Es suficiente.Todo está saliendo bien.

Se sentó en la butaca que había frente al escritorio y,sin sonreír siquiera con la mirada, mostró una expresióntan abierta que Ulisse consideró llegado el momentooportuno para plantearle algunas cuestiones que leintrigaban. No es que le tentase una gran curiosidad, puesse sentía satisfecho de su participación en aquellaoperación, de su colaboración con aquella gente tansimpática, y estaba dispuesto a obedecer las órdenes sinpreocuparse lo más mínimo por el muro contra el queprobablemente acabaría rompiéndose la cabeza. Pero,como quiera que había tiempo de sobras y que el capitánAcuña parecía predispuesto, consideró que merecía la penaformular algunas preguntas. Y las formuló, con deferencia,naturalmente, pues en el fondo no le importabanabsolutamente nada las respuestas. Le gustaba preocuparsesólo de los hechos, y los hechos que allí acaecían le

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gustaban: con esto tenía más que suficiente. Pero disponíande tiempo y el capitán Acuña demostraba una vivasatisfacción, diciendo continuamente que todo iba muybien, mientras que él, el modesto sargento Ulisse Ursini,no podía dejar de pensar que dentro de pocas horas, apenasse percataran de la realidad los de fuera, la mitad de lasfuerzas armadas estadounidenses caería sobre ellos. Estaera la razón por la que deseaba formular algunas preguntas.

—Capitán, llegará un momento en que se darán cuentade lo que está sucediendo aquí.

—Cierto. Pero eso será como mínimo dentro decuatro o cinco horas. Nos basta con ese tiempo.

Evidentemente el capitán Acuña no necesitaba muchopara sentirse contento.

—Pero tan pronto como se den cuenta, se acabó.—Obvio.-contestó el capitán, mirando hacia la ventana

y escuchando complacido el rumor del agua, antes demurmurar con tono casi de masoquista—: Absolutamenteacabado.

—Entonces, ¿cómo haremos para llevar las armasdesde aquí hásta el puerto? Tenemos que recorrer casidoscientos kilómetros... —comenzó a argumentar Ulisse, aquien le interesaba menos saber que comprender. Por esoañadió—: Además, aunque lleguemos al puerto, ¿cómoharemos para cargar las armas en el barco con losamericanos encima nuestro? ¿Cómo haremos para salir de

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las aguas territoriales sin que nos detengan y nosdestruyan?

El capitán Acuña arrojó por la ventana el resto de suhabano y, levantándose calmosamente, concentró de nuevotodo su interés en el rumor de la lluvia. Parecía estarescuchando una música irresistible y fascinante.

—Si no tiene miedo de mojarse le mostraré ahoramismo cómo intentaremos hacer todo eso.

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Le condujo afuera, hacia el gran espacio iluminadopor los faros de los Transcontinental, bajo la intensa ycálida lluvia. Aún no había recorrido ni tan siquiera tresmetros cuando ambos estaban ya tan empapados como siacabaran de salir de una piscina, por lo que siguieroncaminando con paso normal, sin apresurarse demasiado,pues de nada hubiese servido correr. Atravesaron laplazoleta y tomaron una especie de sendero que transcurríaa los pies de las colinas, llegando hasta el doble muro deprotección de Fort Marianna.

Por este sendero desfilaban, plácida einconteniblemente, lo mismo que hormigas llevando entresus mandíbulas granos de trigo, toda una hilera de MCL quecargaban sobre sus espaldas las cajas de municiones oarmas, unas cajas tan grandes que a veces se requería a dosMCL para transportarlas, si no a cuatro de ellos, cuando setrataba de aquellos enormes y ultramodernos lanzagranadasde casi dos metros de altura, que ya iban provistos de unasasas de plástico especiales.

—Bien, hemos llegado —dijo de pronto el capitánAcuña, señalando el doble muro iluminado por los faros deuno de los Ford y recubierto de una capa de chorreantestrepadoras—. Como puede ver, hemos abierto una abertura

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en la muralla y los hombres transportan las armas hasta elotro lado de la misma.

Sí, Ulisse vio el gran agujero practicado en los dosmuros, a través del cual los hombres (¿o tal vez eranhormigas?) pasaban con sus granos de trigo explosivosobre sus espaldas o entre sus manos.

—¿Y adonde van?—Ya se lo he dicho: al otro lado.El capitán Acuña parecía no haber comprendido bien

la pregunta, pues es obvio que atravesando un muro se va alotro lado del mismo. O al menos así se lo parecía a él.

—Venga —añadió seguidamente—, se lo enseñaré. Esmuy importante que vea esto.

Ambos se introdujeron en la hilera de MCL y cruzaronla brecha bajo el creciente chorrear de la lluvia. ¡Menosmal que los cigarrillos estaban bien protegidos en losbolsillos impermeables de sus monos! Tan pronto comollegaron al otro lado les cegó la luz de unos potentes farosautomovilísticos, de cuyo radio de acción se apresuraron asalir para poder observar mejor, al mismo tiempo que porcentésima vez se secaban el rostro con la mano.

Y entonces, al fin, Ulisse vio. Contempló el másgrande camión que jamás viera, tan enorme que a su lado elFord Transcontinental parecía un modelo de juguete. Eramás alto que una casa de un piso, tan ancho como una calley largo, muy largo. La caja que constituía el carro estaba

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unida a una cabina de conducción que se asemejaba a lacabeza de un animal prehistórico, y de la parte posterior delmastodonte sobresalía una escalera mecánica o cinta sin finascendente, en la cual los MCL depositaban las cajas quetraían para que penetraran, plácida e irresistiblemente, en laenorme boca del camión, donde dos hombres las recibían yestibaban diligentemente.

Si embargo, lo que más satisfizo a Ulisse al observarcon admiración y casi con ternura aquel espectáculo, fue ladoble inscripción que aparecía en las altas paredes delcarro: US Army. Sí, aquello mereció su más absolutacomplacencia.

—Es el único sand truck, el J amp;B Giant —dijo elcapitán Acuña, explicándole a continuación—: El nombreoficial del modelo es «High Power Giant», pero losconductores lo han bautizado en seguida J amp;B, elnombre de la famosa marca de whisky, porque dicen quesólo un borracho puede haber ideado una bestia similar. Noobstante su aspecto de mole, lo cierto es que tiene muchode una verdadera joya. La tracción es por el sistema deoruga, y en consecuencia puede correr estupendamenteincluso fuera de las carreteras.

La lluvia estaba disminuyendo y caía ahora a gotas,normalmente, como debe caer la lluvia, no a chorros. Elsuave sonido del rítmico ronroneo de los Giants, cuyosmotores se mantenían en marcha para que pudieran

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funcionar las cintas sin fin, evocaba el palpitar de uncorazón vigoroso pero relajado.

—Tenemos aquí tres de estos Giants —prosiguiódiciendo Acuña— y son más que suficientes para cargarcon todo cuanto vamos a necesitar. Sería inútil llevarse másmaterial del que precisan nuestros hombres... Ahora loestamos cargando todo en estos HP, como puede ver.Cuando hayamos terminado los recubriremos de arena ofango, da lo mismo, y saldremos.

«¡Qué sencillo! —pensó Ulisse—: Dice que saldrán.Pero, ¿y los americanos? ¿Qué harían los americanos?»

—Me basta con que los americanos no lleguen acomprender lo que está sucediendo aquí hasta por lo menoslas cuatro de la mañana. A esa hora estaremos ya acincuenta kilómetros, a bordo de estos camiones y vestidostodos con el uniforme americano. ¿Comprende? Con laenseña de la US Army en los Giants y nuestros uniformesmilitares, ¿quién se atreverá a pensar siquiera enmolestarnos? Además, por aquí suelen verse Giants comoéstos, cargados con material para sanear las zonaspantanosas... Por otra parte, nosotros saldremos por ahí;por detrás de las colinas, mientras que ellos en todo casonos esperarán en el lado opuesto, es decir a la entrada de lafortaleza.

Ulisse se pasó las dos manos por la cara, todavíachorreante de agua, y pensó que si bien no había

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comprendido muy claramente aquel galimatías estratégico,tampoco podía aspirar a comprenderlo todo en esta vida,como ya había tenido ocasión de experimentar más de unavez. En cuanto al capitán Acuña, debió de intuir superplejidad porque súbitamente le dijo:

—Resumiendo, el mecanismo es éste: a las treshabremos cargado ya los tres Giants; a las tres y mediahabremos terminado de tapar el boquete del muro ysaldremos... En cada HP irán tres hombres, dosconductores y un suboficial u oficial: en total nueve...

—¿Y los demás? —le interrumpió Ulisse.Pero aún no había acabado de formular la breve

pregunta cuando comprendió que aquello era como en esoscrucigramas en que, llegado un momento, uno descubre queel gran filósofo griego es Aristóteles o que el anagrama esdomani nomadi...

—Los demás se quedarán aquí, en Fort Marianna. Hepensado un plan... —le contestó el capitan Acuña, con airesatisfecho—. Resistirán aquí lo más que puedan, hastadespués de las diez por ejemplo. Con eso será suficiente,pues a esa hora ya habré cargado las armas en el barco yestaremos fuera de las aguas territoriales.

«Ingenioso —pensó Ulisse—: Resulta un pocodelirante, pero la verdad es que con prudencia, evitandocaerse por las escaleras, nunca se vence ninguna batalla.»

—¿Y yo dónde estaré? —preguntó con disimulada

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indiferencia.—Aquí, en Fort Marianna —repuso el capitán—. El

mando de la columna que permanecerá en la fortalezaestará a su cargo. La teniente Adela también se quedará, porsi hubiera heridos. Pero el mando será totalmente suyo.

El capitán Acuña se sacudió el agua de encima lomismo que un perro recién salido del mar, y concluyódiciendo:

—Vayamos a secarnos a la cocina y le daré lasinstrucciones pertinentes.

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—Primero —dijo el capitán Acuña—. No matar aningún americano, o mejor dicho, dejarse matar antes quematar. No quiero muertos americanos.

Aquella cocina no tenía absolutamente nada que vercon una cocina militar, y mucho menos con las cocinas queilustran las revistas de menajes militares. Se trataba de laentrañable, sucia y práctica cocina típica en la vieja Floridaracista y comenegros, con su largo banco de hornilloshecho de burdos ladrillos, con su pila de leñosamontonados en un hueco de dicho banco y como únicopero imprescindible elemento discordante, una chimenea,que era en realidad un aspirador barnizado de un bermellóngastado, color que le daba cierto relieve. Al fondo, unanaquel de antigua y preciada madera mostraba todo elrepertorio de ollas, sartenes y cazos suministrados por elejército y fabricados con un desigual hierro de medio dedode espesor. Y en un rincón aparecía el usual tablero paracortar la carne y las verduras, un madero rugoso y desuperficie más irregular que la de la luna... Fue suficientecon poner un poco de leña en el hornillo mayor yencenderla, para que la cocina empezara a humear como sise hubiese declarado un incendio. Luego, un MCL extendiólos dos monos, el de Ulisse y el del capitán Acuña, sobre

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una silla que había colocado frente al fuego: dentro depocos minutos ambas prendas estarían completamentesecas.

—Segundo. Usted y sus hombres deberán dispararmucho, armar mucho ruido —continuó diciendo el capitán,mientras hurgaba con un tenedor en una lata de carne, hastaencontrar un pedazo que pareció complacerle—. Cuantomás ruido haga más útil me será usted, y no sólomaterialmente, permitiéndome alcanzar el mar y salir delas aguas territoriales, sino también moralmente. Quieroque América sepa, quiero que oiga y que vea.

La voz del capitán Acuña sonó tan enérgica como supuño al golpear la rugosa mesa: la lata de carne, vacía ya,saltó por los aires, cayó al suelo de lado y rodó, tintineandocomo una moneda de metal, sobre el pavimento de piedra.

—Perdón —murmuró el capitán cuando se hubohecho nuevamente el silencio.

Ulisse le sonrió. Y sonrió también al MCL, que ahorale traía a él otra lata de carne y un trozo de pan de galletasacado del enorme frigorífico, que ocupaba media pared yrebosaba exquisiteces como oca embuchada en lata o tarrosde mantequilla y de mermelada. Pero su sonrisa se debía aotros motivos. Sí, sonreía porque se veía a sí mismo y alcapitán casi desnudos y con sus bronceadas pielesiluminadas por los reflejos de las llamas. Sonreía, en fin,porque le gustaba hacer ruido y porque sabía que el capitán

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Acuña así lo había comprendido al confiar la misiónadecuada al hombre adecuado.

—Los monos están secos —dijo el MCL al tiempoque traía dos latas de cerveza empañadas por la bajatemperatura.

—Estamos mejor sin ellos —repuso Ulisse.—Desde luego... —corroboró el capitán, cubriéndose

el rostro con las manos antes de añadir—: Y si puede, hag^w que Adela se marche. Parece muy fuerte, pero si losamericanos me la encierran en la cárcel no resistirá. Dejeque se lo explique: mire, llega un momento en que el amora la libertad se convierte en una especie de enfermedad, seconvierte en claustrofobia, y entonces cualquier sitiocerrado resulta insoportable tanto material como moral—mente. Pues bien, el año pasado Adela tuvo que permanecercinco días encerrada en una clínica por causa de unatoracentesis, y hube de correr a sacarla de allí porque, auncuando mejoraba de la pleuresía, estaba volviéndose loca...—Hizo una pausa para morder un pedazo de pan de galleta—. Sí, ése es un grave defecto, pero no queda otro remedioque compadecer a quien lo tiene y ayudarle. Así pues, leruego que si ello es posible evite por todos los medios elque la encierren. Hágala huir, no deje que la arresten.

La carne de la lata era excelente, y lo era tanto máscuanto que ahora ya conocía todos los pormenores delprograma, sabía lo que debería hacer y, sobre todo, sabía

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que se trataba de cosas ciertamente extrañas, que legustaban intensamente por insólitas. Por fin comprendía larazón por la cual el capitán Acuña hacía amontonar las cajasen el exterior de las cuevas en lugar de cargarlasdirectamente sobre los Ford; porque, simplemente, nodebían transportarlas los Ford, sino los Giants quepermanecían fuera de la fortaleza. Y al fin comprendíatambién el motivo de aquella preocupación por losamericanos: no poder matarlos era evidentemente unalimitación fastidiosa, y que en el peor de los casos sólopodría acarrearles su propia muerte, pero precisamente poreso resultaba tan fascinante aquella peculiar guerra.

—Tercero —prosiguió el capitán, con voz todavía másdura—: Si algo no funciona, si llegan a descubrirnos antesde lo previsto, entonces nos quedamos todos aquí y nosaldremos si no es muertos... Todos, a excepción de usted,que deberá ponerse a salvo con Adela.

Aquella cerveza helada después de haber ingerido unalata entera de carne era una auténtica delicia. Ulisse pensóen la súbita simpatía que había experimentado hacia elcapitán Acuña desde que le viera por primera vez, allá, enaquel remotísimo país que era Italia, en la remota Milán, enel populoso y remoto Parque Lambro. Y se sorprendió alcomprobar que aquella simpatía se había convertido ahoraen admiración.

—Estas son todas las instrucciones que tengo para

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usted —concluyó el capitán—. Por el momento, le relevodel servicio. Puede ir a descansar un rato.

Y mientras decía esto último sonrió; aquelparacaidista italiano no daba en absoluto la impresión deser alguien que quiere descansar.

También Ulisse sonrió. Cerca de la lata de cerveza,sobre la mesa, se encontraba aquella Luger por la quesentía tanto cariño. Alargó una mano para hacerla girarcomo si se tratase de una peonza, y en respuesta a cuanto lehabía dicho el capitán, murmuró:

—Gracias.A continuación miró el reloj que aparecía colgado en

una de las paredes; eran las once y veinticuatro.De pronto se abrió la puerta y entró la teniente Adela,

quien dijo: ——Me han informado de que aquí se puede comer algo.

Tengo hambre.

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6

El MCL le sirvió a la teniente Adela una lata de pollo,otra de ensalada de zanahorias y una tercera de cerveza,mientras que el capitán Acuña, que ya iba a salir cuando ellaentró, se entretenía un par de minutos para preguntarlecómo estaban los heridos.

—Duermen todos como chiquillos, incluido elsargento Claus, que ronca silbando por entre sus dientesrotos y los labios hinchados.

—Bien. Voy a ver a los prisioneros —dijo el capitán,poniéndose el mono y mirando el reloj—. Ya casi hadejado de llover. De todos modos, no creo que el coronelAuruusinen llegue antes de la una como mínimo.

Cuando hubo salido el capitán Acuña, Adela preguntó,sin dejar de atender a su lata de pollo:

—¿Y quién es el coronel Auruusinen?—El café está listo —anunció el MCL, al tiempo que

desconectaba la cafetera eléctrica,—Es el comandante de Fort Marianna —contestó

Ulisse—. La policía le ha informado de que algo sucedíaaquí y por eso viene a echar un vistazo.

—Sí, dame mucho café —le dijo la teniente Adela alMCL, antes de añadir, dirigiéndose a Ulisse—: ¿Y ahoraqué haremos?

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—No lo sé.Eso únicamente lo sabía el capitán Acuña, como es

natural.La teniente Adela terminó con la ración de pollo,

bebió un sorbo de cerveza y exhaló un profundo suspiroantes de apurar de una sola vez el gran tazón de café. Sucabeza seguía manteniéndose baja.

—¿Puedo marcharme ya, sargento? —inquirió elMCL. Ulisse miró a Adela para preguntarle: —Teniénte,¿necesita algo?

Adela movió la cabeza en sentido negativo. Después,apenas cerró la puerta el MCL, se cubrió los ojos con unamano. Lloraba.

—Perdone —murmuró.—Tome —le dijo Ulisse tendiéndole un cigarrillo que

acababa de encender.Ella aceptó el cigarrillo, pero no se lo llevó en

seguida a los labios. El hornillo estaba apagado, aexcepción de algunas pocas brasas, y fuera llovía tanescasamente que ya no se oía ni siquiera el rumor del aguaal caer. Excluido el contraste de la cafetera eléctrica y deotros pequeños detalles, aquello parecía una estampa de laFlorida de 1902, en la época del gobernador Randie, unhombre que se atrevía a ir absolutamente solo, desarmado ysin un mal policía que le escoltase, hasta los pobladosdonde los negros se rebelaban, para insultarles («¡Idiotas,

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monos, infrahumanos!»), y amenazarles («¡Si no deponéisinmediatamente vuestra actitud haré destruir estas cuatrobarracas y os mandaré a trabajar a los pantanos!»), sin dejarde agitar su sombrero delante de sus narices con objeto dedarse aire y alejar el mal olor («¡Sois unos sucios negros yapestáis!»), y al tiempo que atravesaba la masa de negrosalardeando de lo que en cierto modo podía calificarse devalor, aunque él sabía perfectamente que ninguno deaquellos negros, ni aun estando locos, osaría tocarlo; todoseran conscientes de que si lo hacían los suyos seríanvíctimas de una terrible represalia... Por eso, por todo eso,el hecho de encontrarse en aquella cocina le parecía aUlisse tan sorprendente como triste y pintoresco, perotambién muy desazonador, porque si ver llorar a una mujerbella puede estremecer sin apesadumbrar, el ver llorar auna mujer fea, el contemplar el fluir de las lágrimas enunos ojos que su tío de Latisana, maestro de escuelaelemental, hubiese llamado abiertos, es algo que da unaprofunda sensación de dolor.

—¿Y esto para qué? —prorrumpió ella, aspirando unadesganada bocanada de humo—. Ahora empiezo a pensarque no lo conseguiremos, que nunca volveré a Hamalena...¿Sabe? Hamalena es un pueblucho de Cuba, conocido sólopor quienes han nacido en él, como yo. Las casas estánhechas de tierra y algunas piedras, muy pocas. Únicamentecuatro de sus habitantes saben leer y escribir: el cura, el

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policía, el viejo Quijote, que es el dueño de toda la tierra, yyo, claro, aunque hace ya seis años que falto de allí, con loque en realidad sólo son tres los instruidos. Y yo aprendí aleer y escribir porque a los cuatro años mi padre me envióa Victoria de las Tunas, a casa de unos señores que notienen hijos... Es decir, me vendió, y espero que le pagaranbien. Aquellos señores debían ser muy ricos, pues teníanuna gran casa en la que recuerdo que había muchísimosespejos... La señora Inés me ponía siempre delante de algúnespejo y me decía: «Mira qué guapa eres.» Pero nunca mehabló de mis ojos bizcos. Fue ella quien me hizo estudiar,de manera que la primera vez que volví a Hamalena ya sabíaleer y escribir. Recuerdo que, aunque me encontraba muybien en la ciudad, con la señora Inés, mis únicos días deverdadera felicidad eran aquellos que pasaba en Hamalena,seguramente el pueblo más raquítico de toda la isla. Peroen él está el país de las culebras...

Ulisse pensó por un instante que Adela había bebido.El alcohol, todo el mundo lo sabe, hace hablar mucho ymuy incongruentemente, además de estimular las lágrimas.

—... Es un sitio lleno de piedras y de culebras, queestá en lo alto de la colina, detrás de la iglesia. Las otraschicas no iban nunca allí porque tenían miedo de lasculebras, pero yo no sólo no tenía miedo, sino que por elcontrario me sentía orgullosa cuando volvía a casa llevandoen la mano a uno de aquellos bichos vivos mientras mi

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madre, que tenía tanto pánico como asco de ellos,comenzaba a gritar desaforadamente. Esto lo hacía yo deniña, porque recuerdo que una vez, cuando había cumplidoya dieciocho años, volví a Hamalena y quise ir a la colina,al país de las culebras. Entonces, apenas hube visto a una deellas, me sentí mal del estómago por causa de la aversión ysalí huyendo...

Adela se interrumpió para fumar, pero el cigarrillo sehabía apagado y Ulisse tuvo que encendérselo de nuevo,antes de que continuara con su historia.

—Ahora haría cualquier cosa para volver a verHamalena, para regresar a casa... Y cuando pienso, como hepensado esta noche, que quizá no saldremos de aquí...Cuando pienso eso siento como si todo hubiese terminado.

—Esto puede salir bien —dijo Ulisse.—¿Usted cree que lo conseguiremos?Sinceramente, no, no lo creía... En todo caso, lo

esperaba.|podría ser... —afirmó—. Empresas más difíciles queésta han tenido éxito.Ella sacudió la cabeza, para decir: —Usted sabe que

no puede salir bien, y yo también lo sé. Lo sabe el capitánAcuña, lo sabemos todos, incluido el último de lossoldados.

—Pero lo intentaremos, y eso es importante.Ella asintió, al tiempo que decía, con sordo

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apasionamiento:—Y seguiremos intentándolo hasta que lo logremos.Ulisse se levantó para ir hasta el frigorífico en busca

de una lata de cerveza.—¿Quiere? —le preguntó.—No, gracias —repuso ella, levantándose también y

sirviéndose un poco más del café que quedaba en elrecipiente de cristal de la cafetera—. También usted sentiránostalgia de su país, ¿verdad?

¿Eh? ¡Ah, sí! Claro, en cierto modo. De vez en cuandole venía a la memoria Latisana, con su puente sobre elTagliamento, por donde había corrido mil y una vez con labicicleta, de muchacho, para hacer a toda velocidad eldescenso hasta la campiña. ¡Ah, el color verde delTagliamento! En aquel momento se le inundaron los ojosde aquel verde, como cuando lo miraba cuando su padrepescaba y él se aburría. También recordó la pequeña casamedio derruida que había cerca del dique, donde llevó aaquella muchacha que después de haber dicho que sídurante toda la tarde, una vez estuvieron allí, en laoscuridad, se puso a decir que no, que tenía miedo a lasarañas, obligándole a él a tomarla por la fuerza y a calmarlacon besos y susurros: «Estáte quieta... Aquí no hay arañas,te lo aseguro.» ¡Quién sabe si había o no arañas! Sea comofuere, la cuestión es que no tardaron en olvidarse de ellas...Bueno, sí, aquello se podía llamar nostalgia.

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Bruscamente, Ulisse se levantó y dijo, cambiando deconversación y de clima:

—Si se da la vuelta, podré acabar de vestirme. No megusta hacerlo delante de las mujeres.

—De acuerdo, me volveré —contestó ella esbozandoal fin una sonrisa—. Pero que conste que no seria laprimera vez que viera vestirse a un hombre... A propósito,me parece que no le he contado aquel de la señora deMiami que por equivocación entra en una caseta que no esla suya... Ya sabe, de esas casetas de la playa de Miami conantecámara, saloncito, teléfono...

—No, no me lo ha contado —dijo Ulisse detrás deella.

La observaba y admiraba profundamente aquella fuerzasalvaje que le permitía autodominarse y contar chistescuando lo único que en realidad tenía era ganas de llorar.

—«¡Oh! Perdonen, me he equivocado de caseta», dicela señora, viendo en el saloncito a tres hombres en bañadorque juegan al póquer... ¿Puedo girarme ya?

—Sí-repuso, mientras acomodaba la Luger en lacintura del mono, completamente seco pero también muyrígido y ajado.

—«No, no. Es un placer, señora. Por favor, no sevaya», le dice uno de Jos tres jugadores. Y otro añade: «Yasabe usted que el póquer a tres resulta incómodo. Quédesea jugar algunas manos con nosotros.» La señora contempla

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a los tres hombres, tres altos y robustos muchachotes, ypor fin se decide: «Con mucho gusto. ¡Hace tanto calor ahífuera!» Cuando ya se ha sentado a la mesa recuerda depronto: «Pero ¿cómo haré para jugar? Tengo el bolso en micaseta.» Y entonces, el tercero de los jugadores explica:«No importa. Lo haremos así...»

Adela siguió con el chiste hasta que, al llegar al final,no pudo por menos que reírse sonoramente a pesar de notener muchas ganas. Era una historia de las más sucias quehabía oído nunca.

Pero la risa se le cortó súbitamente a Ulisse en cuantovio aparecer en la puerta de la cocina al capitán Acuña.

—¿Cuál es? —preguntó.—Aquel de la señora que entra por equivocación en

una caseta que no es la suya —explicó la teniente Adela.—¡Ah! Sí. Ya me lo has contado —dijo el capitán

sonriendo. Luego, dirigiéndose a Ulisse añadió—: Vengaconmigo. Tenemos que hablar del coronel Auruusinen.

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7

De Tallahassee a Fort Marianna hay cerca dedoscientos kilómetros de carretera ancha y en perfectascondiciones. El coronel Auruusinen, ciego de ira, habíasalido de Tallahassee a las once menos diez en el coche desu ayudante, el teniente McLouis, que era lo que se dice unconductor de los mejores.

—Quiero estar en Fort Marianna a las doce y media—le había dicho a McLouis.

—Sí, mi coronel.Por desgracia, había comenzado a llover apenas

salieron de Tallahassee, y durante más de media hora,McLouis no había podido superar los ochenta por hora. Sinembargo, tan pronto como hubo disminuido la lluviaalcanzó los ciento treinta, de forma que a la una menoscuarto se encontraban ya casi en su destino. El coche dejóla carretera, se adentró por el camino polvoriento en cuyocomienzo un vistoso letrero indicaba: «ZONA MILITAR —MANTÉNGASE ALEJADO — PELIGRO», y pasó aconsiderable velocidad por delante del segundo cartel, quedecía lo mismo que el primero, aunque era de mayortamaño y estaba iluminado por una potente lámpara.Cincuenta metros más lejos se encontraba la garita delcentinela.,

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—¡Está vacía, no hay nadie de guardia! —exclamóMcLouis, apeándose para ir a ver.

—¡Eso debe ser que están todos borrachos! —profirióel coronel Auruusinen—. ¡Se están buscando el pelotón defusilamiento!

El coronel podía imaginarlo todo, incluso unaborrachera colectiva. Todo menos la realidad.

—Levante las manos, coronel. Le está apuntando unaametralladora, lo mismo que a usted, teniente. Caminenhacia la entrada de la fortaleza. No les quitaré las armas sino oponen resistencia.

Los faros del coche estaban encendidos. Gracias a sudébil luz el coronel Auruusinen pudo distinguir, mirando dereojo hacia atrás, la alta figura de un hombre que empuñabauna metralleta. Al lado de éste, y también armado, habíaotro hombre más bajito que su compañero. Entonces,furioso, el coronel se giró y encarando a sus adversariosestalló:

—Pero, ¿qué es esta payasada? ¿Acaso estáis rodandouna película?

—No, teniente, no —dijo Ulisse, dirigiéndose aMcLouis y presionando con el cañón de la metralleta sobresu pecho, pues le había visto llevar una mano hasta la fundade su pistola.

Pero el teniente McLouis era un neurótico, y losneuróticos son valientes, ciegamente valientes. Por ello,

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haciendo caso omiso de la metralleta, que casi estabaagujereándole la camisa del uniforme, gritó de pronto:

—¡Pues sí!Y extrajo el revólver de la funda, disparando.A Ulisse le hubiese sobrado tiempo para detenerlo

con una descarga de metralleta, pero la orden de no matarle impidió llevar a término tan drástica medida, por lo quehubo de conformarse con propinar un violentísimo golpecon el cañón de su arma en pleno rostro del teniente, quecayó de lado, fulminado. Sin embargo, el disparo de pistolase había producido ya, y aunque Ulisse pudo esquivar labala, el pobre MCL que le acompañaba no tuvo esa suerte,de manera que fue alcanzado en mitad del pecho lo mismoque un pelele del tiro al blanco.

—Coronel, estése quieto.¡Maldición! Esta vez dispararía. Con órdenes o sin

ellas, dispararía. El MCL era el más joven de la compañía, ymientras esperaban apostados allí al coronel Auruusinen lehabía hablado casi incesantemente de electrónica, ytambién de que no le importaba gran cosa perder todasaquellas lecciones recibidas en la escuela nocturna, con talde poder volver a Cuba. Por su parte él había escuchado sincomprender demasiado sus explicaciones, pues no sabíagran cosa de electrónica, aunque sí era capaz de entender elentusiasmo, la inocencia de aquel muchacho que ahoraestaba muerto a sus pies.

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—No intente siquiera respirar, coronel.Dijo esto con rabia, mientras sujetaba la metralleta

con la mano derecha, y, doblando una rodilla, apoyaba laizquierda encima de la boca y la nariz del MCL, en unilusorio gesto por percibir en su palma el aliento delinfeliz. Pero nada, no merecía la pena mantener por mástiempo aquella ilusión. El muchacho estaba absolutamentemuerto.

—Adelante, coronel —dijo levantándose.El coronel Auruusinen no se movió. Sólo le miró a los

ojos. Intentaba comprenderlo, sin conseguirlo. La verdadsea dicha, tampoco era muy fácil comprender. Desdeluego, aquél no era ninguno de sus hombres. ¿Quizá setrataba de operarios que habían ido al depósito para realizaralguna reparación urgente? El mono tenía, sin embargo, unvago aspecto militar, y el del gigante que le apuntaba con lametralleta llevaba incluso los distintivos de un grado,probablemente sargento... El coronel llegó a pensar por unmomento, perdido ya en la vorágine de las suposicionesabsurdas, en la posibilidad de una invasión.

—Teniente, levántese. No tengo tiempo que perder —dijo Ulisse, con tono imperioso.

El teniente McLouis, con el rostro Heno de sangre ybarro, se levantó fatigosamente. Ahora va no cometería másinsensateces, al menos por el momento: la brutalidadrestablece en los neuróticos un cierto equilibrio, según el

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cual a la distonía sucede la eutonía.—Pero, ¿quiénes son? —inquirió el coronel.Había pensado incluso en que fueran gángsters que se

proponían robar armas, aunque ¿cómo podía ser quehubiese alguien que, por unas cuantas ametralladoras ytolas, por otra parte fácilmente adquiribles, se arriesgara averse sentado en la cámara de gas?

—Adelante —ordenó Ulisse—. Ya hablará con elcapitán.

Seguía lloviznando y la oscuridad era intensa fuera deltrapecio lumínico que dibujaban los faros del automóvil.Ulisse encendió la linterna eléctrica que llevaba colgada aun lado de su cintura, emprendiendo la marcha hacia FortMarianna detrás de los dos americanos, que caminabanfatigosamente bajo el gotear de los árboles y por entre elbarro del camino. Sin embargo, los prisioneros andabancon un cierto aire de dignidad, en particular el coronelAuruusinen, quien al fin se había hecho a la idea de que algoabsolutamente extraordinario estaba sucediendo aunque adecir verdad era absolutamente incapaz de imaginar de quése trataba.

De improviso, justo cuando hubieron llegado a unoscuarenta metros de la entrada de la fortaleza, se encendióuno de los tres enormes focos de la muralla y les iluminóde lleno.

—Caminen recto, por favor.

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Ulisse pronunció estas palabras en un tono deauténtico ruego. Se esforzaba por dominar sus deseos decegar a aquellos dos individuos, pero estaba dispuesto ahacerlo si intentaban escapar del haz de luz para refugiarseen la oscuridad circundante.

No lo hicieron, ni lo pensaron siquiera, y así llegaronhasta la entrada de la fortaleza, sobrepasando el raíl de lagran puerta corredera. El capitán Acuña les esperabaalgunos metros más allá, escoltado por dos MCL, armadoscon sendas metralletas.

Una vez se encontró frente a los tres hombres, elcoronel Auruusinen observó las tres tiras que adornaban lahombrera del mono celeste que vestía el del centro, ypensó: «Capitán.» Luego se fijó en los Ford con los farosencendidos que había en la plazoleta, en los hombres queentraban y salían de las cuevas llevando cajas llenas dearmas y municiones, en la C inscrita a los lados de cadacamión, en la MCL estampada en el pecho de laindumentaria de aquellos hombres... y no acertó acomprender exactamente el significado de todo aquello,aun cuando no estuviera muy lejos de la verdad. Era obvioque se trataba de un comando, militar sin la menor duda,que había engañado a la guarnición de la fortaleza, si podíallamarse así a aquel rebaño de alcoholizados y puteros, yestaba robando a placer cuanto querían... Ignoraba quiéneseran, pero había entendido perfectamente lo que pretendían

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llevar a cabo.—Coronel Auruusinen —dijo el capitán Acuña—,

usted y su ayudante son, desde este momento, prisionerosdel Movimiento Cuba Libre.

Ulisse se percató de pronto de que en aquel mar de luzque les inundaba no era necesaria la participación de sulinterna eléctrica, y la apagó.

—Sargento Ursini, haga cerrar el portón —le ordenóel capitán Acuña.

—Sí, mi capitán. Pero antes hay que enviar a alguienpara que recoja al muchacho que iba conmigo. Losprisioneros lo han matado.

Sí, el chico seguía allí, tendido cara al cielo bajoaquella fina lluvia, con los brazos y las piernas separadoscomo un muerto de teatro de aficionados. Había sidoabatido por un tiro justo en medio del pecho y permanecíaallí, en compañía de toda la electrónica estudiada, de todoslos deseos, las esperanzas y los sueños de su juventud, detoda una vida muerta con él.

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Adela le inyectó el estimulante. Después le dio laspíldoras y otro poco de whisky, diciendo:

- Ahpra estate quieto durante diez minutos y veráscómo en seguida te sientes más fuerte que aquel toronegro que estaba citado con una vaca blanca.

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1

El capitán Acuña se levantó enérgicamente del asientoque ocupaba en el reducido despacho. Acababa de explicartoda la verdad sobre aquella insólita situación y concluyó:

—Ahora, el sargento Ursini le acompañará algimnasio. Hemos alojado allí a los prisioneros, es decir, alos hombres que se encontraban en la fortaleza cuando laasaltamos. Todos ustedes permanecerán encerrados hastaque yo lo considere oportuno. Supongo que no necesitodecirle que es usted el jefe de los prisioneros y que meresponderá de la conducta de todos ellos... Tenga presenteque hay también seis mujeres...

Hasta aquel momento el coronel Auruusinen no habíapronunciado ni una sola palabra: estaba decidido a nodenigrarse dialogando con aquellos fanáticos. Pero ahora,la última frase del cubano le devolvió de golpe el sentidode la comunicabilidad humana, e instintivamente profirió:

—¿Seis mujeres?El capitán Acuña explicó asimismo el porqué de la

presencia de las seis mujeres, y luego, dirigiéndose aUlisse, dijo:

—Sargento, acompañe al coronel al gimnasio. —Seguidamente, ya en la puerta de la pequeña oficina, aña—dió—: Coronel, crea que lamento profundamente no poder

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alojarle en un sitio mejor.El coronel Auruusinen no respondió, ni tampoco

saludó al salir. Se limitó a seguir el camino que Ulisse leseñalaba con el brazo. Así salieron a la plazoleta,encaminándose hacia la otra villa, donde se hallaba elgimnasio. Ya no llovía. El gigante rubio caminaba a su ladocon la ametralladora colgada de una mano.

Aquella misma noche el coronel Auruusinen, en sulección trimestral en el Club Militar, había expuesto a losjóvenes oficiales que seguían su curso la diferencia que hayentre formaciones militares, paramilitares y anómalas. Unsoldado del U.S. Army forma parte de una organizaciónmilitar. Un partisano que combate en una formación alservicio del gobierno, aun cuando dicho gobierno esté en elexilio, pertenece a una organización paramilitar. Lasformaciones anómalas pueden ser aquéllas, tan numerosasen los distintos Estados de América Latina, que obedecenlas órdenes de un jefe que actúa y combate por cuentapropia, no sólo contra el gobierno legal, como por ejemplofue el caso en México durante algún tiempo, sino tambiéncontra el antigobierno, es decir, realizan una lucha personaly sin auténtica finalidad política. Ahora, mientras Ulisse leacompañaba a donde se encontraban los prisioneros, elcoronel Auruusinen meditó sobre cómo clasificar a loshombres que habían asaltado Fort Marianna. ¿Eranpartisanos, bandas armadas o tal vez puras y simples

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formaciones anómalas? Acabó decidiendo que se trataba deuna formación anómala, a la cual podían aplicarseperfectamente las leyes del código militar. Esta

conclusión le satisfizo poco, pues los cubanos leresultaban simpáticos; en Florida había muchísimos, lamayoría de ellos trabajando en las más humildesocupaciones, y eran seres bulliciosos, cargados de hijos,llenos de orgullo incluso cuando su viuda se reducía apasarse todo el día lavando platos en las cocinas de losgrandes hoteles.

En la puerta del gimnasio encontraron a dos MCL quemontaban guardia.

—Es un nuevo prisionero, el coronel Axiruusinen —dijo Ulisse—. El capitán Acuña le ha hecho responsable delo que pueda suceder ahí dentro, como jefe de losprisioneros que es.

—Sí, sargento.Uno de los MCL abrió la puerta del gimnasio mientras

el otro vigilaba atentamente los movimientos del coronel.Sin embargo, éste no entró en seguida en el recinto, sinoque se volvió hacia Ulisse para, con voz ronca y despectiva,interrogarle:

—¿Dónde han llevado al teniente McLouis?—A la enfermería, mi coronel. Le curarán y después

lo traeremos aquí —repuso Ulisse.El coronel le miró con irrisión y acto seguido cruzó

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el umbral de la puerta, que se cerró inmediatamente detrássuyo. Una vez dentro del gimnasio, dirigió su vista hacia laviolenta luz que caía sobre el pequeño ring, que aparecíavacío como es natural, y luego hacia la penumbra, dondepodían distinguirse algunas sombras.

—Vengan, señores —dijo en un tono cortante—. Sucoronel desea hablárles.

Sentía un verdadero odio por aquel gimnasio quehiciera construir su predecesor, un hombre a quien él habíadefinido como el más estúpido coronel de la historia de loscoroneles. ¡A quién si no se le podía haber ocurridoconstruir un gimnasio en Florida! Aparte del hecho de quelos galeotos que se enrolan en la infantería no muestran elmenor deseo de practicar la gimnasia o cualquier otrodeporte, si algo es necesario en Florida esto son piscinas,nunca gimnasios. De acuerdo con tal idea, él habíaintentado sustituir el gimnasio por una piscina al hacersecargo del mando de la fortaleza. Pero no le concedieronlos medios para llevar a cabo su propósito y por ello debióseguir tolerando aquel ridículo local, en el cual la veintenade sillas que rodeaban el pequeño ring constituían todo elcostoso mobiliario. A excepción de algunos breves yviolentos combates de boxeo o lucha, allí nunca se hacíanada, aunque a decir verdad esos combates ya erandemasiado, pues siempre acababan con la merma de losrufianes, ya escasos, que constituían la guarnición de Fort

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Marianna, alguno de los cuales iba a parar al hospital.—Sargento Henry Claus —dijo el coronel mientras se

acercaba a aquel hombre cuyo aspecto no podía ser másdeplorable, con el rostro y la cabeza todos llenos de tirasde esparadrapo.

—Cabo Moishe Aaron.—Soldado de primera Frank Cannarano.—Soldado de primera Will Bergson.—Soldado Teodore McDonald.—Soldado Janot Avoult.—Soldado Harold Arkey.—Soldado George Hattrutt.Esta era la ridicula guarnición de Fort Marianna.

¡Lástima que no pudiera fusilarlos a todos!Después de haber pasado aquella especie de lista, en

un ángulo, al fondo del gimnasio, el coronel pudocontemplar un espectáculo verdaderamente horroroso; lasseis mujeres, que permanecían sentadas en las sillas, decolor verde intenso, apretándose las unas contra las otras.

—¡Estad atentos, payasos! —rugió el coronelAuruusinen..

Y se cogió las manos por detrás de la espalda, al igualque acostumbraba a hacer en las lecciones de teoría militar,encarándose de nuevo con el sargento Claus.

—Usted era el militar de más alta graduación enMarianna —le dijo con irónica calma—. Y en lugar' gilar,

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¿qué hacía? ¡Entretener a un grupo de señorfeM según mehan dicho, aunque todavía no puedo

entretener a unas cuantas mujeres junto con sushombres, mientras un puñado de locos se apoderaban de lafortaleza y la vaciaban. ¿Dónde estaba usted cuando llegóesa gente? ¿Qué ha hecho usted para impedir que seadueñasen de Fort Marianna?

—Yo estaba en la Cueva II cuando, de pronto, hadescendido un hombre en paracaídas... —contestó elsargento Claus.

Su voz no sonaba ni a desaliento ni a humillación, nitampoco a temor, sino que por el contrario destilaba unaintensa rabia. Al coronel le sobraba la razón, por supuesto,pero él también tenía derecho a dejar bien sentado que nose había quedado mirando el desarrollo de losacontecimientos.

—¿En paracaídas? —Sí, mi coronel, en paracaídas. Yel sargento Claus contó lo sucedido. Cuando huboterminado, el coronel se acercó aún más a él y puntualizó:—Esto quiere decir, si he comprendido bien, que todosustedes se han dejado dominar por un hombre solo, por eseparacaidista, ¿no?

El sargento Claus se sintió atrapado al tener queresponder:

—Sí, mi coronel... Estábamos desarmados...—¡Cállese!

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La orden del coronel resonó terrible, en todo elgimnasio. En aquellos momentos hubiese deseado llorar...¡Toda una honorable carrera militar, la suya, iba a hundirseen el fango de semejante ridículo! Ya imaginaba lostitulares de la prensa: «Asaltan y desvalijan con la mayorfacilidad un depósito militar» — «Además de ser pocos,los hombres de la guarnición estaban divirtiéndose conmujeres procaces» — «Mientras, a doscientos kilómetros,el coronel en jefe del depósito daba clases de artemilitar»... Sí, el coronel Auruusinen deseaba llorar ymorder de rabia.

—¿Y quién ha abierto el portón corredizo?—Yo, mi coronel —repuso el soldado negro llamado

Hattrutt, intentando justificarse al añadir—: Me amenazabacon una metralleta...

—¡Silencio!El coronel Auruusinen no deseaba más que hacerlos

fusilar a todos, fusilarlos él mismo, con sus propias manos,aunque también reconocía que en cierto modo se habíandefendido, como lo probara el estado en que se hallaban lacara y cabeza del sargento Claus. Sí, desde luego eraevidente que se habían defendido en la medida de susposibilidades... De pronto, interrumpiendo estasreflexiones, el coronel volvió la espalda a sus ochosubordinados y se dirigió hacia una de las ventanas delgimnasio. Desde allí podía divisar tan sólo un Ford

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Transcontinental, así como a dos de aquellos hombresvestidos con mono celeste y hablando animadamente juntoal camión. Absorto en esta contemplación se sintiófrancamente infeliz. ¿Qué pensaban hacer aquellosmaníacos? ¿Hasta dónde podrían llegar con sus Fordcargados de armas robadas? ¿Por qué tenía que haberleocurrido a él esto?... Súbitamente se giró y, dirigiéndose asus hombres, dijo:

—Volved a vuestro sitio.Luego, fue a sentarse en la primera silla que vio,

reanudando sus reflexivas especulaciones. Estaba claro quelos asaltantes intentaban ganar tiempo, puesto que eranconscientes de que mientras más se tardara en saber queFort Marianna se encontraba en poder suyo, más armaspodrían cargar y más lejos podrían ir a esconderlas. El planno era del todo malo, dentro de su temeridad, y ademástenía visos rigurosamente racionales. Como siempresucede en la guerra, todo era cuestión de tiempo: loscubanos contaban solamente con las horas nocturnas yestarían perdidos tan pronto como amaneciera. Por esto,precisamente por esto, era necesario actuar contra ellosmientras aún fuese de noche.

—Mi coronel...Era el sargento Claus, que se le había acercado y lo

miraba con odio y simpatía a la vez.—¿Sí?

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—Querría proponerle un plan para que al menos unode nosotros pueda salir de aquí e ir en busca de ayuda.

—¡Ah! Bueno.El coronel seguía observando a través de la ventana,

aun cuando desde donde se encontraba no podía ver mucho,en realidad únicamente la difusa claridad que emanaba delos faros del Ford.

—Hable —le dijo al sargento.Y el sargento Claus habló, exponiéndole su plan.—De acuerdo, puede hacerlo —contestó cuando el

sargento hubo terminado, pensando que no era un gran plan,pero sí un plan valiente y que requería mucha suerte.Después añadió—: ¿Ya quién piensa confiar la realizaciónde esa fuga?

—Al soldado George Hattrutt, mi coronel. Si usted loaprueba, claro. Sabe saltar muy bien y corre de prisa.

El coronel Auruusinen miró el reloj y se levantó. Eranlas dos y catorce minutos. Si el negro conseguía huir, antesde media hora todas las fuerzas de la policía militar de loscontornos habrían rodeado Fort Marianna y los cubanos nopodrían llevarse nada.

—Aprobado —dijo—. Que salga inmediatamente.

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2

Los dos MCL que montaban guardia a la puerta delgimnasio oyeron llamar, con insistencia, desde el interiordel mismo.

—¿Qué sucede? —inquirió uno de ellos.—Es una de las chicas, que se encuentra mal —repuso

la voz del sargento Claus—. Ha vomitado sangre y habríaque llevarla en seguida a la enfermería.

El más viejo de los dos guardianes reflexionó uninstante y luego le indicó.al otro que abriese, con cuidado ysin dejar de tener la metralleta preparada. Al abrir, detrás

de la puerta apareció el sargento Claus, quien de unbrinco saltó sobre el MCL más joven al mismo tiempo queel soldado George Hattrutt salía corriendo como unaexhalación, con la cabeza baja y esquivando por muy pocoel puntapié que instintivamente le dirigió el MCL másviejo. Acto seguido, éste descargó algunas ráfagas contra elfugitivo, que corría en zigzag como un auténtico campeónde béisbol. Pero el soldado Hattrutt logró escabullirse enla oscuridad y llegar hasta la doble muralla cubierta detrepadoras que cerraba la fortaleza como un anillo.

En el momento de producirse los disparos, Ulisse sehallaba sentado frente al escritorio del sargento Claus,atento al teléfono. Súbitamente, como movido por un

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resorte, se levantó y en menos de veinte segundos llegó algimnasio acompañado de dos MCL. Apuntando con suLuger hacia el grupo de norteamerianos, interrogó sobre losucedido.

—Ha huido un prisionero, un negro-explicó un MCL.Ulisse miró a aquellos hombres con odio. Acababa de

ordenarles que se agruparan más allá del ring, en uno de losángulos de la amplia nave, y les miraba con un odio teñidode estupor. ¿Qué podía importarles a ellos si se llevabanalgunas armas de allí? ¿Por qué creaban tantos problemas?

—¡No! ¡Son dos los que han huido! —exclamó el otroMCL, en español y con la expresión avergonzada de quiensabe que no tiene excusa—. También se ha escapado elsargento, ése con la cara llena de esparadrapo.

Fácil, pensó Ulisse, muy fácil engañar a dosmuchachos que tan sólo habían recibido un cortoadiestramiento y algunas lecciones teóricas... Decidióponer a otros dos MCL de guardia en el interior delgimnasio, con la orden de disparar si los prisioneros semovían de donde él les había confinado, y poco despuésllegaba el capitán Acuña para informarse de lo ocurrido.

El capitán mandó que media docena de MCLrastrearan los contornos en busca de los dos fugitivos.Luego miró el reloj: señalaba las dos v veintiún minutos. Lasituación

era grave, ya que bastaba con que uno de los

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prisioneros evadidos lograse alcanzar la carretera para quetodo se perdiera, pues avisaría a la policía de Marianna y enpocos minutos, veinte como máximo, la fortaleza estaríarodeada sin haberles permitido a ellos abandonarla y huir.

—Capitán, déme a cuatro hombres —dijo Ulisse depronto—. Iremos hasta la carretera y esperaremos a esosdos. Está claro que, si consiguen saltar el muro, intentaránllegar allí para detener al primer vehículo que pase.

El capitán reflexionó por un instante y luegoconsintió:

—De acuerdo, tome a los hombres que le parezcanmejores.

Afuera, además del imperturbable ir y venir de loshombres que sacaban cajas de las tres cuevas, podíapercibirse ahora el ajetreo de aquellos que buscaban a losfugitivos. Los tres enormes focos de emergenciainstalados sobre la doble muralla estaban encendidos, y nohabía ni un centímetro cuadrado de oscuridad en toda lasuperficie de la gran plazoleta; la luz era tanta que aquellomás bien parecía la apoteosis final de una revista teatral.Así pues, no iba a resultarles muy sencillo a los dosprisioneros salir de Fort Marianna, porque para hacerlodeberían escalar aquel muro tan profusamente iluminado.

Sin embargo, el negro George era un atleta enpotencia y lo primero que hizo fue esconderse entre lastrepadoras, que le ocultaron incluso cuando se encendieron

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los tres focos. Después descubrió que debajo de los focosla luz era menor, razón por la cual se arrastró, centímetro acentímetro, sintiendo cómo pasaban junto a él los MCL,hasta la zona de penumbra existente bajo uno de los focos.Y entonces hizo su segundo descubrimiento importante: elcable que unía el foco a la toma de corriente, situada en unade las villas, estaba protegido por un tubo de hierroextendido a lo largo del trecho que separaba el suelo de lacima del muro. Esto, evidentemente, facilitaba mucho supropósito de escalar aquel obstáculo aprovechando lasramas de las trepadoras. Así pues, esperó agazapado entrelas grandes y goteantes hojas de la planta, hasta que los

MCL más próximos a donde él estaba se alejaron losuficiente. Entonces pensó: «¡Adelante simio, bosquimano,negro, salta ya!» Salió de su escondrijo con agilidad felina,se agarró al tubo de hierro y comenzó a trepar. Aunquealguien hubiese estado allí, mirando, lo más probable esque no le hubiera podido ver: tener la piel de color negroconstituye una gran ventaja cuando es de noche y es precisohuir.

Pero no tuvo suerte. Al llegar a lo alto del muro seaferró sin saberlo a. los hilos eléctricos del foco,confundiéndolos sin duda con las ramas de la trepadora, ylo hizo con tanta fuerza que los arrancó de cuajo con sushúmedas manos. Cayó fulminado, pero feliz. Debió morirpensando que había alcanzado su meta.

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Instantáneamente se apagaron los tres focos y laplazoleta quedó iluminada tan sólo por la mortecina luz delos Ford, lo cual le fue muy útil al sargento Claus. Enefecto, éste aprovechó la ocasión para salir de debajo delTranscontinental donde se había escondido, y corrió haciala base de la muralla, ahora sumida en la oscuridad. Desdeluego que él no era ningún atleta, ni siquiera en potencia,sino más bien todo lo contrario: un barrigón, comofamiliarmente le llamaban el cabo Moíshe Aaron y algunosde sus subordinados. Pero la furia y el odio pueden hacerque un elefante sea capaz de volar... Sea como fuere, lacuestión es que el sargento Henry Claus consiguió llegar alpie de la muralla y, más que pegarse a ella, pareció querercomérsela con trepadoras y todo. Luego comenzó a escalarel muro aferrando las ramas de dichas plantas, las unasrecias pero las otras tan débiles que se rompían bajo supeso. Sólo tenía un pensamiento en la mente: si lograbasalir de allí no tardaría en regresar para darles una lección aaquellos cubanos, para devolverles lo recibido,multiplicado por diez y para demostrarle al coronelAuruusinen que ni siquiera era un coronel, sino todo lo másun viejo chocho.

Cuando hubo llegado a la cima del muro se dejó caeren el hueco existente entre éste y el otro muro de la doblemuralla, sobre un pestilente barrizal. Le sangraban lasmanos y estaba agotado, pero su ánimo era inmejorable,

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pues ahora ya no tenía que preocuparse y podría escalar lasegunda pared con toda calma. Descansó durante un par deminutos en medio de la oscuridad, antes de iniciar el nuevoascenso. Sin embargo, allí las ramas de las trepadoras eranbastante menos recias, hasta el punto de que al llegar a unadeterminada altura se quebraban en cuanto se agarraba aellas. Así pues, tras algunos vanos intentos y varias recaídassobre los veintitantos centímetros de lodo que recubrían elsuelo de la fosa, el sargento Henry Claus decidióreflexionar. Era evidente que debía encontrar algún sitiodonde el muro fuese más fácilmente ex— pugnable, porquede lo contrario permanecería cogido en aquella trampadurante una semana, si no le descubrían antes los cubanos.Comenzó por tanto a caminar por el desagradable fangal,tanteando la pared en la esperanza de encontrar alguna zonadonde el follaje de trepadoras fuese lo bastante espeso yfuerte como para poder sostenerle.

De repente se echó al suelo, pues acababa de ver unafosforescencia lumínica, a lo lejos, en el interior mismodel foso que recorría. ¿Qué podía ser aquello? Primeropensó que se trataba de un cubano que le buscaba en elestrecho corredor de la doble muralla, y que la luz proveníade su linterna. Pero pronto se dio cuenta de que unalinterna no podía iluminar con tanta intensidad. Entoncesreanudó la marcha, lentamente, casi a rastras, yendo por ellado en que la oscuridad era mayor.

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Al principio no comprendió lo que sus ojos veían.Debía mantenerse agazapado contra la pared para evitar serdescubierto por ios cubanos que, uno tras otro, atravesabanla muralla cargados con cajas de armas. No obstante, al finlogró explicarse el misterio: aquellos cubanos habíanpracticado una abertura en la doble muralla de la fortaleza yestaban sacando por ella todo cuanto pensaban llevarse.Pero, ¿por qué no lo sacaban por la puerta principal?Resultaba difícil descifrar aquella incongruencia...

aunque de pronto le ayudó a ello un rumorparticularmente identificable. Sí, eran los motores de unoscamiones, y los oía con tanta claridad como aquel trepidarde cadenas que le recordaba el ruido típico de las escalerasmecánicas. Desde luego aquel rumor rio era el de losTranscontinental que había en la plazoleta. Más biencorrespondía a unos vehículos mucho más potentes, quizá aesos camiones con la caja tipo volquete, quizá a esos queincluso llevan una cinta sin fin para la carga... ¿quizá a losGiants?

No consiguió hacerse una clara idea de la situación,pero sí que intuyó cuán necesario era actuar rápido siquería evitar que aquellos tipos se saliesen con la suya.

A nadie se le podía escapar que los cubanos habíandemostrado una enorme astucia y seguían, paso a paso, uninteligente plan. Por lo tanto, era evidente que no habíanabierto aquella doble brecha en los muros por el simple

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placer de hacerlo.El sargento Henry Claus llegó a la conclusión de que

era preciso salir de allí e ir en busca de ayuda, para lo cualdebía salvar primero, a toda costa, la gran dificultad querepresentaba escalar la segunda pared de la muralla.

Como se sabe, la furia y el odio no conocenobstáculos ni suelen reflexionar mucho. Así pues, la ideaque se le ocurrió de pronto al sargento Claus no podía sermás descabellada.

Había observado que por la abertura practicada enambos muros iban y venían sin cesar los cubanos cargadoscon cajas de armas. Sin embargo, de vez en cuando seproducía una pausa durante la cual no pasaba nadie, y pensóque si lograba aprovechar uno de aquellos incisos y,ayudado por el factor sorpresa, conseguía cruzar la zonailuminada por los faros de los Giants sin dar tiempo a quereaccionasen los vigilantes, es decir, si acertaba a llegarhasta la oscuridad y refugiarse en la noche...

Lo pensó y lo hizo sin más consideraciones,convencido de que realizar esto era mucho más arriesgadopero también mucho menos difícil que escalar la muralla.Por lo tanto, en el momento oportuno salió disparado de suescondite, atravesó el cerco luminoso con la mismaseguridad que demuestra un tigre amaestrado cuando cruzael cerco de fuego, y una milésima de segundo después seencontró ya sumido en las tinieblas y rodando por el suelo,

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con las manos fuertemente entrelazadas sobre sus rodillasy el mentón apretado contra el pecho.

Finalmente se detuvo. Estaba empapado de fango,lleno de musgo y de golpes, pero había vencido.

Cuando oyó las ráfagas de metralleta ya se encontrabaa unos treinta metros de la carretera Marianna-Pensacola.

Ni siquiera disparaban en la dirección donde él estaba.«En seguida vuelvo», se dijo al tiempo que se dibujaba ensu rostro una mueca sarcástica.

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3

Ulisse y otros cuatro MCL se habían apostado a lolargo de un trecho de la carretera, tendidos en tierra y a uncentenar de metros de distancia entre sí. Ulisse no teníamuchas esperanzas de encontrar y capturar de nuevo a losdos prisioneros escapados, aunque lo cierto es quetampoco desconfiaba demasiado de poder conseguirlo,pues a aquélla hora, casi a las tres de la madrugada, nocirculaba mucha gente, es decir, no pasaban coches ni casitampoco camiones. Por otra parte, era posible que losprisioneros, al no encontrar ningún vehículo que les llevasea Marianna, optaran por hacer el recorrido a pie... Pero estono resultaba muy probable, ya que se trataba de casi unatreintena de kilómetros.

Sin embargo, y aun cuando sus esperanzas fuesen másbien inciertas, había aprendido a contentarse con lo quetenía incluso en las ocasiones en que, como entonces, yáestaba harto de esperar, de permanecer tendido sobreaquella ciénaga vegetal. De pronto Oyó las ráfagas demetralleta, a su derecha, justo del lado donde seencontraban los Giants, e intuyó inmediatamente lo quepodía estar sucediendo.

Se sintió feliz: los prisioneros intentaban escapar poraquella parte y al fin sabía en qué dirección buscarlos.

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Comenzó a caminar a gatas, recorriendo dos o tresmetros y parándose. La oscuridad era tan intensa que nisiquiera teniendo los ojos acostumbrados a ella podía versenada. El único sentido que podía guiarle, por tanto, era eloído, precisamente la menos desarrollada de susfacultades. Sí, en este aspecto se encontraba eninferioridad de condiciones y el enemigo tenía todas lasventajas, lo cual demostraba cuánta razón habían tenido losde Pisa al rechazar su petición de reenganche, a pesar deque ellos podían ir a bañarse siempre que lo deseaban, en elrío Arno, claro está.

Con todo, en un momento determinado pudo oírperfectamente el caminar de alguien por entre la anegadahierba, el rumor de unos pies chapoteando en el barrizal.Entonces avanzó hacia aquel ruido hasta que, incluso enmedio de tanta oscuridad, distinguió la silueta de unhombre. Empuñó la linterna eléctrica con la mano izquierday la metralleta con la derecha, y cuando encendió la luz dela linterna se encontró frente a los esparadrapos y vendajesque cubrían el rostro del sargento Henry Claus, cara a caracon aquella expresión de tiranosaurio y esos ojos turbiosde furor.

—No, sargento Claus, no me obligue a disparar —dijoUlisse con sincera amabilidad y no menos sinceraadmiración—. Sigamos siendo buenos amigos.

Pero, él ya lo había previsto, no se puede razonar con

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un animal prehistórico. El tiranosaurio Henry Claus, apesar de haber sido descubierto, a pesar de la ceguera quele producía la luz de la linterna, a pesar de tener unametralleta apuntándole al pecho... a pesar de todo esto seabalanzó sobre su enemigo, y más que abalanzarse parecí* ;una bala disparada por un potente cañón. Ulisse cayó alsuelo bajo el peso de aquel energúmeno, y mientras caía

no pudo hacer otra cosa que presionar el gatillo de suametralladora, descargando una serie de ráfagas al aire. Depronto le pareció que algo estallaba en su cabeza con unintensísimo resplandor. Y comprendió que todo habíaterminado para él.

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4

Cuando recobró el sentido, lo primero que vio fueronlos bizcos ojos de la teniente Adela. Debía de habertranscurrido un cierto tiempo, aun cuando a él le parecíaque sólo se trataba de un mínimo instante. Tambiéndistinguió, algo más lejos, los profundos ojos del capitánAcuña. Los rostros se le aparecían un tanto borrosos, peroen cambio podía oír perfectamente.

—Sargento Ursini —dijo el capitán Acuña.—Sí, mí capitán.Su vista se esclarecía muy rápidamente.—Sargento.Aquélla era la voz de la teniente Adela.—Sí,teniente.Súbitamente se dio cuenta de que le resultaba un tanto

fatigoso hablar, de que la lengua se movía con torpezadentro de su dolorida boca. Pero hizo un esfuerzo y siguióhablando.

—Capitán —añadió—, ¿y el sargento Claus?El capitán le contó lo sucedido con voz muy queda,

amablemente: las ráfagas de metralleta que dispararacuando el sargento Claus se le echó encima habían llamado,como es natural, la atención de los MCL que seencontraban con él en la carretera, quienes lograron reducir

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al sargento. En cuanto al otro fugitivo, el soldado negro,había muerto fulminado por la corriente al intentar escalarel primer muro.

—¿Puede levantarse? —le preguntó el capitán Acuñacuando hubo terminado su informe.

Ulisse lo intentó, con no pocas dificultades. ¿Quédiablos había ocurrido? ¿Qué le había hecho eltiranosaurio?

Viendo que no podía, Adela le ayudó pasándole suslargos y delgados dedos por debajo de uno de los brazos.Así consiguió incorporarse, hasta quedar casi sentado, yentonces pudo ver al teniente Casillas, un poco másapartado, mirándole con sus azules ojos de nórdico.

—¿Puede levantarse? —inquirió a su vez, con tonotímido, el teniente médico Casillas.

Lo intentó con todas sus fuerzas, mientras Adela losostenía por un codo. Al fin lo logró, muy a duras penas.

—Pruebe a quedarse en pie el mayor tiempo quepueda le dijo el teniente Casillas, ya con menos timidez.

Resultaba fácil decirlo, pensó Ulisse, pero no tantohacerlo. La verdad era que no podía estar siquiera sentado,aunque se esforzara en ello. El sargento Claus debíahaberlo machacado más que a una costilla de ternera.

—Si bebiese algo tal vez fuese más sencillo —replicó.

Adela le sonrió con los ojos dilatados por la ansiedad

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al mismo tiempo que se dirigía hacia la vecina estancia, elsalón bar.

—Antes de beber, escúcheme —dijo entonces elcapitán Acuña—. Son las tres menos tres minutos y vamosretrasados. No creo que podamos salir con los Giants antesde las cuatro... Bueno, la cuestión es que deseo saber siusted se siente capaz de quedarse aquí con los Ford cuandonosotros nos marchemos. Es decir, si se siente con lasfuerzas suficientes. El sargento Claus le ha golpeadoduramente en el rostro y la cabeza, tan duramente que elteniente Casillas opina que usted no está en condiciones demandar la columna Ford que hará la finta mientras nosotrossalimos con los Giants. El teniente Casillas es médico,pero quiero saber también el parecer del paciente.

Ulisse se miró los pies para mantener el equilibrio,aunque en la penumbra de la enfermería, donde en aquelmomento sólo había otros dos heridos, no podía verlosbien. Después de los batacazos dados al caer mal con elparacaídas, sabía por experiencia que lo primero que debehacerse para guardar el equilibrio cuando se vacila esjustamente, mirarse las botas. Y se las miró, maldiciendo alsargento Claus, mientras comenzaba a moverse, a avanzarun paso detrás de otro, con cautela. Así llegó hasta la paredque tenía enfrente, volviéndose luego otra vez.

—Sí, puedo mandar la columna Ford si así lo desea,mi capitán.

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Entonces intervino el teniente médico Casillas paraopinar, tímidamente pero con resolución:

—No, sargento. Usted no está en condiciones decomandar esa operación.

—Le digo que sí, mi teniente, que podré ha...El sargento Ulisse Ursini se precipitó al suelo: en su

interior todo era oscuridad y silencio, como si estuvieramuerto.

Al abrir de nuevo los ojos y encontrarse otra vez conlos de la teniente Adela, le pareció que había transcurridomuchísimo tiempo. En realidad, apenas si se habíanconsumido un par de minutos. Inmediatamente comprendiólo que acababa de suceder, enrojeciéndosele el rostro defuria.

—¿Qué me ha hecho Claus? No me oculten nada oempezaré a romperlo todo.

—Le golpeó la cabeza —dijo una voz, y al mirar haciadonde ésta provenía se encontró con los ojos del tenientemédico Casillas, quien añadió—: Sólo eso, pero no megusta nada ese golpe. Y lo peor es que aquí no tengomedios para calibrar sus repercusiones. De todos modos,el hecho de que siga desvaneciéndose me preocupa.

—Yo no me desvanezco —replicó Ulisse.Empeñó toda su voluntad en volverse a sentar, lo cual

logró hacer con relativa facilidad, y luego se apoyó con lasdos manos en el diván, intentando levantarse otra vez.

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—No lo haga —dijo el teniente Casillas, tímida ygentilmente, pero con resolución—. No lo haga, se loruego.

Podría sobrevenirle una embolia. Tiene usted unamandíbula rota.

Pero él lo hizo.—No me desmayo —replicó, de pie, respirando

profundamente—. Como pueden ver no me desmayo.Podré mandar la columna Ford.

Casi no tuvo tiempo de terminar lo que decía, puesperdió nuevamente el sentido. Y cuando abrió los ojos vioal capitán Acuña que le miraba gravemente.

—Le agradezco su ayuda, sin usted nunca hubiésemospodido entrar en esta fortaleza. Ahora debe permaneceracostado y no esforzarse más. Haré que le den un traje depaisano para que se cambie. Creo que lo mejor será que lellevemos en los Giants hasta la carretera, desde dondepodrá trasladarse usted a Marianna, a nuestra base. Allí seencuentra uno de nuestros hombres, que le facilitará susdocumentos para que pueda volver a Italia. Gracias,sargento Ursini. Quizá algún día pueda demostrarle mejormi reconocimiento.

Ulisse le miró sin pronunciar una sola palabra. La vidaera realmente asquerosa: también aquí le despedían, lemandaban a casa. Precisamente cuando la situación estabamás difícil, cuando quedaban más cosas por hacer,

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precisamente entonces resultaba que su persona no servíapara nada, que era un sonado que se desmayaba cada dosminutos. El maldito y puerco sargento Claus le habíadejado sonado, y ahora le enviaban a casa, a casa de la viudaBiraghi, en Milán, o a Latisana, a ver la tumba del gato.

—Lo siento mucho, sargento Ursini. Pero no se puedehacer otra cosa —añadió, concluyentemente, el capitánAcuña.

No le contestó.—Hasta la vista, quizá hasta mucho antes de lo que

usted cree.No le contestó.El capitán Acuña y el teniente Casillas salieron. Por su

parte, Ulisse cerró los ojos y no volvió a abrirlos más queal escuchar la voz de la teniente Adela, diciéndole:

—Aquí tiene el whisky, sargento.Seguidamente le pasó un brazo por detrás de la cabeza

y le ayudó a incorporarse un poco para que pudiese beber.Y él bebió del todo el contenido del vaso,

abandonándose después a sus pensamientos con los ojosnuevamente cerrados. Jamás había deseado morir ni lodeseaba tampoco en aquellos momentos, a pesar de quesentía algo muy parecido al estado de ánimo que debeacompañar al deseo de la muerte. ¡Iban a darle un traje depaisano! ¡Vaya final!

Abrió los ojos y murmuró «Adela», en voz muy baja

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para no molestar a los demás heridos, sin darse cuenta deque había omitido el «teniente». Al oírle, ella vino desde laestancia contigua trayendo el yaso, que había llenado otravez de whisky, y se lo ofreció.

—No quiero whisky —dijo Ulisse.—¿Y qué quiere, sargento?—Oye, Adela. Tú eres enfermera, ¿no?La había tuteado inadvertidamente, sin tener

conciencia de que en español el «tú» implica un grado deconfianza mucho mayor que en italiano, sobre todo entrehombre y mujer.

—Sí —repuso ella, dubitativa a la vez que angustiadaante la visión de aquel rostro tan deformado comoconsecuencia de los bestiales golpes que le habíapropinado el sargento Claus.

—Entonces debes tener alguna de esas inyeccionesque le hacen sentirse bien a uno en seguida... Seguro quehasta tienes pastillas de esas que dan fuerzas...

Ella le miraba, sin contestar.—Te he hecho una pregunta.Adela bajó la mirada, al tiempó que respondía:—Sí, tengo las dos cosas.—Bueno, pues quiero que me pongas una inyección y

que me des algunas pastillas. Yo quiero quedarme aquí, convosotros, no regresar a casa.

Sus palabras no recibieron otra réplica que un gesto de

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negativa con la cabeza y un lacónico:—No se puede.—¿Por qué? —inquirió él.—Te harían daño.El tuteo de Adela había sido perfectamente

consciente.—Bueno, ni falta que me hacen —estalló él de pronto,

levantándose del diván—. Pienso quedarme aquí sea comosea. Además, ando perfectamente.

Pero sólo pudo dar algunos pasos, pues súbitamentetodo pareció sumirse en la oscuridad. Sin embargo, en estaocasión el desvanecimiento duró muy pocas décimas desegundo.

—Perdona —le dijo ella cuando volvió en sí—. Estástendido en el suelo porque no puedo llevarte al diván.

Ulisse rió sin ganas, pensando que era un gordinflón,un buey al que la frágil y delicada Adela no podía levantarpara acostarlo en el diván. Y ella contempló cómo reía,aunque también vio sus labios manchados todavía de sangrey sus ojos nublados por una lágrima, que descendía a lolargo de aquella mejilla terriblemente hinchada. Estabaclaro que su risa era la de un hombre que sólo pretendehacer creer que ríe.

—Te pondré la inyección —resolvió ella de pronto,levantándose de un salto.

Probablemente él ni siquiera se había percatado de

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que estaba llorando. Sea como fuere; al oír aquellaspalabras sonrió contento, y su semblante expresó la mismafelicidad cuando ella le inyectó el estimulante, allí mismo,sobre el suelo, mientras a su lado uno de los heridosroncaba sonoramente, y afuera un MCL juraba rabiosoporque le había caído una caja encima del pie.

Después, ella le dio las pildoras y otro poco dewhisky, diciendo:

—Ahora estáte quieto durante diez minutos y veráscómo en seguida te sientes más fuerte que aquel toro negroque estaba citado con una vaca blanca.

Ulisse tomó una de las manos de Adela y la llevó hastasus ojos, dándose cuenta entonces de que había llorado. Asítranscurrieron los diez minutos, o quizá menos, antes deque él se levantase del suelo más fuerte que aquel famosotoro negro. Bueno, sí, de acuerdo: era un sargento drogado,jorobado... pero un sargento que podía hacer la guerra.

—Voy a ver al capitán Acuña para decirle que meencuentro bien.

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5

El coronel Auruusinen estaba sentado en el ángulomenee iluminado del gimnasio, lo más apartado posibletanto de sus hombres como de las chicas. Aquella situaciónle resultaba hasta tal punto desagradable que sólo quería nover ni pensar nada. ¡El depósito asaltado por un comandocubano! ¡Mujeres de vida ligera encerradas en un gimnasiocon él, el coronel de la fortaleza...! De vez en cuando seaferraba a la idea de que todo era una pesadilla, de querepentinamente volvería a la realidad y se reiría de sussueños. Pero no se trataba de ninguna pesadilla. Allíestaban, para demostrárselo, el ridículo ring con sus focosencendidos, el balón y el saco de hacer puños pendientesdel techo, lo mismo que la soga y la escalera de cuerda, laschicas amontonadas al fondo de la nave, ignorantes peroconscientes de la incongruencia que constituía su presenciaen aquel lugar y momento... y también estaban la totalidadde aquellos a quienes llamaba sus hombres, con la rabia y laimpotencia reflejadas en sus rostros atormentados por elremordimiento. Únicamente faltaba uno: el pobre GeorgeHattrutt, muerto carbonizado.

No se podía hacer ya nada más. El coronel Auruusinenhabía comprendido perfectamente, mientras escuchaba alsargento Claus referirle cuanto viera en su breve fuga,

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cuáles eran las intenciones de los cubanos: mientras unosse marcharían en los Giants cargados de armas ymuniciones, otros lo harían en los Ford, armando todo eljaleo posible para que nadie se fijara en los primeros, quepodrían llegar así a su destino sin ser molestados. Y cuandose descubriese el truco ya sería demasiado tarde.

Miró el reloj: señalaba las tres y diez. Fuera, el rumorde los cubanos que saqueaban las tres cuevas del depósitoseguía siendo implacablemente continuo, con la solasalvedad de algunas frases breves, risotadas u órdenes deapresuramiento, que lo perturbaban de vez en cuando. Y,como acompañamiento, el sordo zumbido de los motoresen marcha de los Ford.

No se podía hacer absolutamente nada, pensó. Sóloesperar y confiar. Claro que en lo único que podía confiarera en Jean,, su esposa, una mujer aprensiva y propensa a laangustia. Antes de salir para venir a Fort Marianna, ella lehabía hecho prometer que la llamaría por teléfono apenashubiera llegado y esclarecido los hechos, para decirle siregresaría o no a dormir a casa, y también para contarle quéhabía sucedido en realidad.

—Telefonéame de verdad, Kiko, te lo ruego —lehabía dicho—. Pondré el aparato junto a la cama. Si no mellamas no estaré tranquila.

—Claro que te llamaré —le había, respondido él,pensando que no debía llamarle Kiko porque si llegaba a

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divulgarse que su mujer le conocía por ese diminutivofinlandés, y no por su nombre serio, que era Anthony...¿Qué impresión podía causar un coronel a quien nombranKiko?

—No tengas miedo de despertarme, Kiko. Si notelefoneas me despertaré lo mismo, pero preocupada por lafalta de noticias.

—Bien, bien. Te prometo que llamaré, no estésinquieta.

Pero ahora se encontraba en la imposibilidad másabsoluta de cumplir su promesa, y obsesionado por la ideade que Jean debía haberse despertado ya, y se sentiríaangustiada al no tener noticias suyas... y una vez angustiadadebía haber empezado a hacer algo. Sí, Jean era una mujernorteamericana activa y concreta, en especial

cuando se hallaba bajo ios efectos de la angustia. Entales casos actuaba siempre con rapidez e inteligencia, alcontrario de lo que pudiera creerse. Seguro que a estasalturas habría hecho ya algo, segura que llegaría incluso aimpedir de algún modo que los cubanos pudiesenmarcharse tranquilamente de la fortaleza, o cuando menosque lograsen ir muy lejos. «;Despierta, Jean!», pensaba elcoronel Auruusinen. «{Despierta, si todavía no lo estás!(Despiértate y angustíate!»

Eran las tres y doce minutos.

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6

La señora Auruusinen continuaba trabajando en lacuarta A de la cuarta servilleta, y ya casi había terminado debordarla. Era muy tarde. Más que cansada se sentíatremendamente angustiada, o quizá las dos cosas a la vez,pues tenía la sensación, precisamente por causa delcansancio, de que debería rehacer todo el rabo azul oscurode la letra.

Kiko no había telefoneado. Ella, hasta la unaaproximadamente no se había alterado demasiado, sabiendoque su mando aún no podía haber llegado. Trabajó en su bor—, dado, miró un rato la televisión, hasta que concluyeronlos programas, y luego volvió a trabajar, dando incluso unascabezadas en el mismo sillón de la sala de estar donde sesentaba para hacer su labor. Por cierto que ahora se dabacuenta de que le había mentido a Kiko diciéndole que seacostaría, cuando en realidad nunca pensó hacerlo; aquelprecipitado e imprevisto viaje nocturno hasta FortMarianna le había alterado los nervios desdé el primermomento. Claro que todo la alteraba siempre con muchafacilidad... Pero en esta ocasión era distinto, y noprecisamente porque le preocupara la posibilidad de algúnaccidente, pues el teniente McLouis era un hombre queconducía con tanta rapidez como seguridad. Sin embargo,

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hacia las dos comenzó a sentirse verdaderamente alarmada.Conocía a Kiko y sabía cuánto se esforzaba por evitarle aella angustias innecesarias. En buena lógica ya debía haberllegado a Fort Marianna, ya debía haberle telefoneado paradecirle: «No te preocupes, querida. No pasa nada. Volveréen seguida.» Pero no telefoneaba. ¿Por qué? ¿Acaso habíaocurrido algo verdaderamente grave? ¡Oh, no! ¡Pobre Kiko!Bastantes quebraderos de cabeza le daba ya aquella malditafortaleza. «Esperemos que no sea nada, confiemos en quetodo se solucione bien», se había dicho la señoraAuruusinen.

Absorta en estos pensamientos, la esposa del coronelrecogió su labor y, mientras lo hacía, convino en que desdeluego debería rehacer el rabo derecho de la A.Seguidamente se dirigió hacia la cocina, donde tomó unanaranja del refrigerador, la exprimió en el aparatoautomático destinado a tal fin y, finalmente, se bebió elzumo de fruta en el mismo recipiente del exprimidor, sinañadirle azúcar y ni siquiera agua. Cuando estaba sola noacostumbraba a tener muchos miramientos formales paraconsigo misma.

Eran las dos y treinta y cinco cuando oyó,sobresaliendo del continuo rumor que producía aquelladiluviante lluvia, el estrepitoso golpe dado por una de laspuertas del salón al cerrarse. Poco después apareció lacriada negra diciendo que se había despertado con aquel

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ruido, que no conseguía volver a dormirse y que no habíaoído llegar al señor coronel ni tampoco sonar el timbre delteléfono. ¡Estaba visto que la ocupación de la vieja y gordanegra era espiar cuanto acontecía en la casa!

—Te agradezco mucho tu interés, Baby. Pero no tepreocupes, no me pasa nada —dijo la señora JeanAuruusinen, con un tono de fría cortesía apenas suavizadopor la familiaridad de aquel sobrenombre, Baby, con que lallamaba desde hacía años.

—Si quiere, telefonearé a Fort Marianna-replicóBaby.

¡Vaya! Según aquella estúpida, a ella ni se le habíaocurrido pensar en llamar por teléfono a Fort Marianna.¡Pues claro que lo había pensado, y por lo menos un millónde veces! Pero sabía que a Kiko no le gustaría en absolutoque lo hiciera, porque no en vano le había advertido desdeel principio, casi desde que fueron novios, sobre lasobligaciones y sacrificios a los que está expuesta la esposade un oficial superior. Y saber esperar era uno de esossacrificios, evidentemente.

—Te lo ruego, Baby, vuelve a la cama.Pero Baby no volvió a la cama y ella, tras una dura

lucha interior que se prolongó algunos minutos, decidiópor fin telefonear a Fort Marianna.

Mientras marcaba el número su angustia era yaconsiderable, aunque lo cierto es que aumentó muchísimo

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más, hasta casi sumirla en la desesperación, cuando hubocontado al menos una docena de veces la señal de llamadasin que nadie contestara.

—No contesta nadie —le informó a Baby, sudorosa ygélida.

—Es natural, duermen-repuso Baby—. Es muy tarde.Sin embargo, esto no era posible y ella lo sabía. Quizá

en la fortaleza tuvieran la mala costumbre de irse a dormirtodos, sin hacer el menor caso del teléfono. Pero sumarido, si es que estaba allí, no podía haberse acostadotranquilamente, olvidándose de ella. Quizá Kiko había ido ainspeccionar las cuevas y no había dejado a nadie de guardiapor si telefoneaban...

—Siga llamando, señora. Verá como acaban porcontestar —profirió Baby, interrumpiendo el hilo de suspensamientos.

Así lo hizo hasta que dieron las tres de la madrugada ysin que recibiera respuesta ninguna de las innumerablesllamadas que realizó durante aquella media hora. Interi— itaba mantener la serenidad y altivez propias, según ellacreía, de la esposa de un coronel. No obstante, en realidad,se sentía a un paso de la más vulgai* crisis de llanto.

—Eso es que ha sucedido algo.—Sí, debe de haber ocurrido algo —corroboró Baby,

despiadadamente y con aire de sabihondez—. Yo en sulugar telefonearía al mayor Sanders.

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El mayor Sanders era el mejor amigo del coronelAuruusinen así como también el más simpático asiduo de lafamilia. El mayor hubiese podido ser coronel fácilmente,incluso antes que Kiko, de no existir en su contra dosfactores decisivos; era soltero y tenía líos con mujeres entodos los estados del país, cosas ambas que habían frenadolamentablemente su carrera. Claro que en la guerra estehobby le había servido, o por lo menos así constaba en suhoja de servicios del Pentágono, para facilitar la conquistade Sicilia por parte de los aliados. En efecto, gracias a suscontactos con las campesinas que seducía en los pueblospor donde pasaban las tropas, lograba obtenerinformaciones que los agregados al servicio de espionajeno conseguían averiguar recurriendo a los métodos depersuasión oficiales. Y así, ayudado de algo de whisky y desu habilidad para maniobrar por entre los intrincadosvericuetos del vestuario femenino, fue como pudo saber delabios de una morena siciliana cuántos alemanes habíanquedado de guarnición en Pisciatello: ninguno, lo cualdesmentía flagrantemente a los del servicio de informaciónde Pisciatello, plaza demasiado bien defendida por losalemanes, según ellos. Gracias a él se pudo entrar en aquelpueblo sin disparar un solo tiro.

En resumen: si había alguien a quien la señoraAuruusinen podía recurrir a aquella hora de la noche, esealguien era justa y únicamente el mayor Sanders.

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Como es natural, antes de oír su voz en el receptor delteléfono Jean tuvo que aguardar unos segundos. La fama delmayor Sanders, o mejor dicho de Kim, no se cimentaba, nimuchos menos, en la levedad de su sueño. Pero al fincontestó.

—Sí, Jean —dijo en cuanto reconoció su voz.—Kim, escúchame bien. Es posible que haya sucedido

algo grave.Joachim Sanders, mayor de infantería, escuchó bien ycompletamente despierto, pues una voz de mujer, aun

cuando fuese la de la mujer de su mejor amigo, ledesvelaba siempre y reclamaba toda su atención. Otrapersona que hubiese conocido a Jean tan bien como laconocía él no le habría dado demasiada importancia al tonoangustiado de su voz tan próxima a estallar en sollozos. Enel fondo sólo se trataba de que Su Majestad el coronelAuruusinen había ido a Fort Marianna y no se habíaacordado de telefonear a su esposa. Claro que tambiénestaba el hecho de que nadie contestaba al teléfono en lafortaleza, según decía Jean, pero en su larga experienciamilitar el mayor había conocido pocos depósitos,fortalezas o guarniciones en los que se diera respuesta alteléfono a aquella hora. A las tres de la madrugada hasta loscentinelas duermen.

Sin embargo, él sí que le dio importancia. Conocía laaprensión de Jean, pero también conocía la meticulosidad

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del coronel y su preocupación constante por calmar lasangustias de su mujer. En consecuencia, si el coronel nohabía llamado a Jean para tranquilizarla, ello significaba queno había podido hacerlo. ¿Y por qué no podía telefonear?¿Qué o quién se lo impedía? ¿Acaso había reventado laCueva III con todas las municiones que contenía? Sólocabía hacer una cosa: actuar.

—Escúchame atentamente, Jean. Si no quieresacostarte, tiéndete al menos en el sofá e intenta relajarte.Ahora mismo me pongo en movimiento. Déjalo en mismanos y no pienses en nada. No te preocupes. Lo másprobable es que alguno de esos cretinos de la fortaleza hayaorganizado un buen lío, y nada más. Ya verás como sólo eseso. De todos modos, te llamaré en cuanto sepa algoconcreto.

Con aquellas palabras el mayor consiguió su propósitode calmarla suficientemente. Luego, colgó el aparato,encendió un cigarrillo y tosió, haciendo todo esto sin dejarde pensar. Estaba sentado en la cama, vestido únicamentecon el pantalón del pijama, y pensaba en que ir él mismo aFort Marianna desde allí, desde Tallahassee, significabaperder un tiempo que podía ser precioso. Había casi doshoras de viaje, forzando al máximo el automóvil, y eraurgente enterarse cuanto antes de lo que pasaba en lafortaleza... Sí, cuanto antes, pero también sin organizarningún escándalo.

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Súbitamente, después de un acceso de tos más fuerteque los anteriores, un nombre afloró a sus labios en eldenso silencio de la noche: Ton. ¡Claro, Ton era la personaindicada!

Ton Paulsen, llamado Ton por su corpulencia, era unviejo y mastodóntico amigo suyo que tenía un poste degasolina a una decena de kilómetros de Fort Marianna.Hacía años, cuando todavía no pesaba tantos kilos, habíasido chófer suyo, y por cierto un chófer de una resistenciaexcepcional, capaz de conducir durante veinticuatro horassin demostrar el menor cansancio. Después le habíaperdido de vista, hasta que un día, algunos años más tarde,se lo encontró al detenerse a comer de vuelta de FortMarianna, tras haber acompañado a Su Majestad el coronelAuruusinen. Aquel gigantón del poste de gasolina era elmismísimo Ton Paulsen, mucho más gordo aún que en losviejos tiempos.

El mayor Sanders se levantó para buscar el número dela gasolinera. Le sorprendió la prontitud con que Toncontestó al teléfono, como si en lugar de ser más de lastres fuese el mediodía de una intensísima jornada festiva.

—Gasolinera Marianna-Pensacola —dijo la voz.Ton dormía muy poco, a lo sumo tres horas cada

noche, se levantaba a las dos y media, se rasuraba la barba yluego apagaba la luz del letrero luminoso que indicaba:«Abierto toda la noche — Llame al timbre». Hecho esto,

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encendía el resto de las luces de la instalación, incluido elfaro que alumbraba la arcada de banderitas, desayunaba doshuevos pasados por agua y un tazón de café, e iba a sentarsepara esperar que amaneciera. He aquí la explicación de porqué contestó tan pronta y despiertamenteá la llamada delmayor, quien no tuvo que repetir ninguna parte de su relatopara hacerle comprender cuál era la situación.

—¿Y qué quiere que haga, mayor? —preguntó Ton conpremura.

—Deberías ir a Fort Marianna y decirle al coronelAuruusinen que telefonee en seguida a su esposa.

—De acuerdo. Voy ahora mismo, mayor—Avísame en cuanto hayas hablado con el coronel.—Así lo haré, mayor.Aquello colmó a Ton de alegría. En lugar de

permanecer allí sentado como de costumbre, esperando elalba o la aparición de algún cliente ocasional, tenía unaimportante misión que cumplir: averiguar qué estabasucediendo en Fort Marianna. Así pues, se apresuró enapagar todas las luces, en cerrarlo todo con llave y enponerse en marcha con su modernísimo jeep-camioneta. Sureloj señalaba las tres y veinte: en diez minutos, todo lomás, estaría en su destino.

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Llegó antes de lo previsto; eran las tres y veintiochocuando se detenía con su jeep delante de la garita delcentinela. Le extrañó no ver luz y, mucho más aún, el hechode que no hubiera nadie en ella. Descendió del jeep yentonces pudo distinguir, por encima de la muralla, unaconfusa claridad que le hizo prestar mayor atención. Seencontraba a poco más de diez metros de la entrada de lafortaleza, pero percibía claramente un apagado y continuorumor que muy bien podía ser producido por los motoresde algunos camiones. Entonces, acuciando el oído, lepareció escuchar unas raras voces que no hablaban eninglés. Sí, desde luego eran voces, pero ¿en qué idioma seexpresaban? ¿Eran portorriqueños o cubanos? Debía haberoído mal, aunque también podían ser operarios queestuvieran realizando algún trabajo urgente.

Dudó un momento. La ausencia del centinela le hacíasospechar, pues aun cuando conocía las relajadascostumbres de los muchachos de la fortaleza, por una parteestaba seguro de que el relajamiento no había podido llegarhasta el extremo de que faltase de su puesto incluso elcentinela de la entrada. Además, resultaba muy extraña lapresencia de una barrera compuesta por tres filas decaballetes coronados por alambre espinoso y situados justo

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en el trecho que le separaba del portón, de forma queimpedían el paso de cualquier vehículo. Anteriormentehabía estado en Fort Marianna dos veces, para llevar latasde aceite, y nunca había visto nada similar. Aquello eranverdaderos útiles de guerra, inexpugnables incluso por él.

Se encontraba frente al haz de luz que irradiaban losfaros de su jeep, con las manos en la cintura, mirando enactitud pensativa hacia la muralla de la fortaleza, cuando depronto sintió una fuerte presión en los riñones y oyó unavoz que decía:

—No te muevas o disparo.Estas palabras fueron dichas en un inglés horrible,

precisamente el inglés que suelen hablar losportorriqueños, lleno de escalofriantes rrr. «No temuevas...», luego era fácil imaginar que la causa de aquellapresión en los riñones era como mínimo un fusil, o másprobablemente una corta y sólida metralleta.

—Levanta las manos —le ordenó la voz.Pero Ton, en lugar de hacer lo que le mandaban, se

giró de golpe, aferró la metralleta por el cañón y le propinóun terrible golpe en la cara al muchacho que empuñaba elarma. Comprendió que le había destrozado el rostro, locual hizo estremecer a todo su enorme cuerpo. Despuésdejó caer la metralleta y miró en torno suyo, presa de unmiedo y un malestar tan auténticos que se le retorcieron lasentrañas desde los intestinos hasta la garganta. El

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muchacho había proferido un grito apenas le golpeó, ungrito atroz, inmediatamente ahogado por el barbotear de lasangre que manaba abundantísima de su boca. Y aquel grito,aunque breve, perduró con toda su intensidad en los oídosde Ton, quien jamás había supuesto que poseyera tamañafuerza en sus brazos.

Le acometió un conato de vómito al contemplar elestado en que se hallaba aquel hombre tendido a sus pies, yse sintió incapaz de moverse. Pero algo le obligó no sólo amoverse, sino a huir lo más aprisa que pudo.

Se trataba de ráfagas de ametralladora disparadassucesivamente por dos hombres que habían aparecido, alescuchar el grito, por detrás de la barrera de obstáculossituada frente al portón corredizo, ahora entreabierto. Losdos hombres, muy parecidos al que él había abatido, puesvestían idénticos monos celestes y lucían las mismasbandas azules sobre el pecho, hicieron blanco primero enlos faros del jeep, luego en las ruedas, pero no le acertarona él, lo cual le pareció tanto más absurdo cuanto que lasorpresa y el malestar no le habían dejado moverse duranteal menos dos interminables segundos. No obstante, altérmino del segundo, comprendiendo el peligro que corríasi permanecía allí quieto, se había arrojado al suelo paraempezar a rodar por sobre el fango hasta que le detuvo unárbol. Entonces se incorporó y emprendió una desesperadacarrera que hubiera sorprendido a cuantos hubiesen podido

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verla, aunque no tanto como le sorprendió a él mismo. Enefecto, a pesar de que nunca había practicado deportealguno, corrió con insospechada velocidad y durante largorato, sin detenerse ni siquiera al llegar a la carretera.Continuó corriendo sobre el asfalto, más rápido aún si esque ello era posible, mientras sentía cómo la humedad queprecede al amanecer se le metía en los huesos, y sólo separó cuando el cansancio ya no le permitió dar una zancadamás, cuando el corazón o el estómago, no sabía conexactitud qué, se le hinchó en el pecho hasta bloquearle lagarganta e impedirle respirar. Y en ese momento se dejócaer pesadamente con objeto de reponer sus agotadasfuerzas.

Tenía miedo, le dominaba el frío y todavía no le habíaabandonado aquella angustia que produce la necesidad devomitar. Con todo, transcurridos tres o cuatro minutosrecobró lentamente la facultad de pensar. Debía telefonearcuanto antes al mayor Sanders, debía dar la alarmainmediatamente. Pero el teléfono más cercano era el suyo,el de su gasolinera, y no disponía del jeep para llegar hastaallí. Ir a pie le llevaría como mínimo más de dos horas, sino tres... Así pues, no le quedaba otra solución que hacersellevar por alguien, aunque a aquella hora no acostumbrabana circular muchos coches.

Esperó. Verdaderamente era la hora sombría queprecede al alba, como decía el proverbio árabe. Ninguna

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luz, ninguna estrella brillaba a todo lo largo y ancho delalcance de su vista, a excepción de un confuso resplandorque se vislumbraba a lo lejos, en dirección a Marianna, sies que aquello podía calificarse de resplandor. Y ni elmenor indicio de vehículos en la carretera.

A las cuatro y once minutos oyó aproximarse uncamión que, a juzgar por el zumbido del motor, debía ser elcamión-cisterna que abastecía de carburante a sugasolinera. Se plantó en mitad de la calzada y agitó losbrazos en cuanto los faros del camión iluminaron la curva.Los muchachos que conducían el vehículo le reconocieronen seguida y frenaron suavemente, pues no iban a muchavelocidad.

—¿Qué sucede, Ton? —le preguntó uno de ellos.—Llévame enseguida al poste, Brick-repuso él,

mientras los dos camioneros le ayudaban a subir a la cabina—. No, no estoy borracho, no he bebido absolutamentenada. Lo que pasa es que hace diez minutos han vaciadocontra mí al menos un cargador de metralleta.

Se llevó la mano a la boca para reprimir un nuevoconato de vómito y entonces se dio cuenta de que temblabatodo él. Su aspecto no era en absoluto el de un borracho.

—Pero, ¿qué ha sucedido?—Fort Marianna —dijo Ton—. Aquello está lleno de

hombres que no son de los nuestros y que además me hanrecibido a tiros... ¡Corred, llevadme cuanto antes al poste!

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Debo telefonear en seguida al mayor Sanders.El enorme camión-cisterna con remolque gruñó

clamorosamente, por causa de la brusca aceleración que leimpuso su conductor, y a los pocos minutos se deteníadelante de la gasolinera, cerrada y con todas las lucesapagadas.

—¡Maldición, las llaves!-exclamó Ton.En efecto, las llaves de la caseta del poste de gasolina

se habían quedado junto con las del jeep, frente a la entradade Fort Marianna. A Ton le sabía muy mal tener quedemoler su palacete, como él lo llamaba, pero no veía dequé otro modo podría llegar hasta el teléfono, situadodentro de la minúscula morada. No obstante, procuró nodar un empellón demasiado fuerte al precipitarse contra lafrágil puerta, para evitar en lo posible causar grandesdestrozos. Una vez dentro, se dirigió con premura hacia elteléfono, en el que marcó el número del mayor Sandersmientras los dos camioneros encendían sendos cigarrillos.Ahora el cielo comenzaba a teñirse de una luz grisácea, queformaba como un arco en la lejanía, pareciendo unirMarianna y Tallahassee.

—Soy yo, mayor —dijo Ton en cuanto el mayorcontestó a su llamada.

—¿Cómo ha ido, Ton? —le preguntó el mayorSanders, con tono alegre.

—Me han disparado tan pronto como me han visto.

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—¿Qué?El mayor Sanders escuchó atentamente el relato de

Ton. Aquello era increíble y parecía más bien el productode una imaginación desbordada, aunque por otra parteresultaba tan impresionante que se le pasó de una vez portodas la tos producida por el cigarrillo;

—Ton, escúchame bien —dijo al término de laexposición de su ex chófer—. ¿De verdad que no me hasexagerado nada? ¿Las personas que te han disparado estabande verdad dentro de la fortaleza?

—Sí, mayor. He podido verlo claramente antes de quehicieran blanco en los faros del jeep.

—¿Y estás seguro de que fueron ráfagas demetralleta? ¿No podía tratarse de disparos de revólver, porejemplo?

—No, mayor. Eran metralletas.—Gracias, Ton —concluyó el mayor Sanders—. Nos

has prestado un gran servicio. No te preocupes por el jeep,ya te daremos otro. Ahora quédate ahí y avísame a la menornovedad que se produzca. Yo estaré pendiente de tusnoticias.

Cuando el mayor colgó el aparato no podía decirseque hubiese comprendido muy bien cuanto acababa dereferirle Ton. Pero a pesar de todo, lo poco quecomprendía le pareció más que suficiente como para saberque ante todo debía movilizar a los marines. Precisamente

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en las afueras de Marianna había una cincuentena de ellosque disfrutaban de lo que se llama unas vacaciones deconvalecencia. Estaban bajo las órdenes del capitán Hardy,un buen amigo suyo, y se alojaban en barraconesprefabricados. El único inconveniente era que sólodispondrían, con toda probabilidad, de las navajas provistasde abrebotellas con que cada uno de ellos se habríaavituallado para poder destapar las botellas de vino de laFlorida. De todos modos, eran marines y ya sabríanencontrar las armas necesarias.

—Quiero hablar con el capitán Hardy. Soy el mayorSanders —profirió, con tono furibundo, cuando por fincontestaron a su llamada. Había tenido que esperar más decinco minutos y estaba furioso.

—El capitán duerme, mi mayor.—¡Ya lo sé que duerme! —gritó Sanders—. Por eso

tú irás a despertarle ahora mismo... Te has ganado un mesde arresto. ¡Vamos, apresúrate!

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- El señor Santiago Batabano dice que los MCL lesobligarán a matarlos, antes que dejarse coger.

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—Creo que no está usted tan bien como quiere hacercreer-dijo el teniente Casillas—.O mejor dicho, creo queestá usted demasiado bien.

Se encontraban en la oficina del sargento Claus y justoen aquel momento sonó el teléfono. El capitán Acuña, queestaba sentado frente al escritorio, lo dejó sonar.

—Desde las dos y media no han dejado de llamar —dijo, mirando el aparato con aire dubitativo, vagamentedubitativo para ser más exactos—. Supongo que al norecibir respuesta creerán que aquí todos duermen, o almenos que acabarán por creerlo quienes quiera que seanlos que llaman a esta hora.

El teniente Casillas dejó transcurrir un segundo yluego insistió:

—Capitán, el sargento Ursini no está en condicionesde ponerse al mando de la columna Ford. Es evidente quese mantiene en pie porque se ha drogado.

—¿Cómo?—Sí, tengo la impresión de que la teniente Adela le ha

atiborrado de estimulantes.—¿Es eso cierto? —inquirió el capitán.—Sí —repuso Ulisse—. No quería hacerlo, pero la

obligué a hacerlo.

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—¿Y cómo, si puede saberse?El capitán Acuña no podía dar crédito a lo que oía.

Nunca había tomado en consideración la posibilidad de quealguien pudiera «obligar» a la teniente Adela.

—Me he puesto a llorar y no lo ha resistido —explicóUlisse, con tono tan serio como sincero.

A ninguno de los tres se le ocurrió ni siquiera sonreír,y el embarazoso silencio que reinaba en la estancia sólo sevio alterado por el timbre del teléfono, que sonó durantelargo rato sin que ellos se inmutaran.

—Teniente —dijo entonces el capitán Acuña,dirigiéndose a Casillas—, ¿cuánto puede durar el efecto deesos estimulantes?

—No más de un par de horas.El capitán Acuña miró su reloj, que señalaba las cuatro

y veinte minutos, y luego añadió:—Y una vez pasado el efecto, ¿pueden tomarse más

estimulantes?—Es desaconsejable hacerlo.—Pero si se toman, ¿hacen efecto? ¿Y cuánto puede

durar el efecto la segunda vez?—Sí, hacen efecto, un efecto mayor que la primera

vez. Hasta tres e incluso cuatro horas. Pero después puedeproducirse un colapso mortal —explicó el teniente—. Lerepito que la herida en la cabeza del sargento Ursini es muypeligrosa. Debería estar acostado y bajo tratamiento de

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sedantes, no atiborrado de estimulantes.EÍ capitán Acuña se levantó, nervioso ahora ya por el

timbre del teléfono que comenzaba a sonar nuevamente. Seacercó a la ventana para buscar con la mirada algún, indiciodel inminente amanecer, v lo vio. Sí,.muy a pesar suyodistinguió el despuntar del alba al fondo del horizonte. Eratarde, tarde, tarde...

—Sargento, ya ha oído usted el parecer del médico.—Sí, mi capitán.—¿Y mantiene usted su.deseo de tomar el mando de lá

columna Ford?—Si usted da su permiso, mi capitán, estoy dispuesto

a hacerlo.Era preciso decidirse cuanto antes. El capitán Acuña

fijó sus ojos en la figura del gigante friulano, comointentando encontrar en ella algo que le ayudase a tomaruna u otra resolución. Pero lo único que encontró sumirada fue un rostro cubierto de parches de esparadrapo, dehematomas y de costras de sangre. La cabeza aparecíacompletamente oculta tras un sinfín de vendajes, aexcepción de una oreja, que confiaba fuese aquella con laque el sargento Ulisse oía mejor. Y en cuanto al resto delcuerpo, daba pena verlo luciendo aquel uniforme plagadode manchas oscuras, de sangre, prueba evidente de que elsargento Henry Claus, cuando pegaba, pegaba fuerte.

—De acuerdo —dijo súbitamente el capitán—, le

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confío el mando de la columna Ford. Le ayudará elsargento Guerra.

—Gracias, capitán.El teniente Casillas meneó tímidamente la cabeza, con

gesto preocupado y sin atreverse a decir palabra. Tampocohubiera podido hacerlo, pues el capitán Acuña ya habíacomenzado a hablar de nuevo, dirigiéndose a Ulisse:

—Ahora voy a exponerle la situación. Dentro de cincominutos nosotros saldremos de aquí con los Giants. Yaestán tapando la brecha abierta en la muralla, que quedarácerrada del todo tan pronto como la hayamos cruzado yo yel teniente Casillas... Pero hace un rato ha ocurrido un fatalimprevisto que usted ignora. Además del teléfono, que noha dejado de sonar durante la última hora y media, lo cualsignifica que en el exterior está comenzando a cundir laalarma, hace un rato se ha presentado un desconocidoconduciendo un jeep. Evidentemente, le han enviado paraque se informase de lo que está sucediendo en la fortaleza.Por desgracia, el muchacho apostado para vigilar en elexterior no ha sido capaz de cogerle, y no sólp eso, sinoque además el intruso le ha malherido y al final ha logradoescapársenos. ¡Y yo que mandé a dos hombres con órdenesde matarle si ello era necesario...!

Esto sí que era grave, verdaderamente grave, pensóUlisse. Ahora andaba suelto un hombre que iría a dar laalarma, contando que en Fort Marianna le habían recibido a

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tiros unos tipos vestidos con monos celestes.—Después de esto —prosiguió el capitán—, es fácil

suponer que antes de media hora, como máximo, lafortaleza estará rodeada por los americanos, que vendránincluso en helicópteros, y entonces usted no podrá hacerabsolutamente nada para ponerse a salvo con sus hombres.Por lo tanto, hay que evitar a toda costa que tal cosa lleguea ocurrir.

El capitán Acuña hablaba en un tono suave, como siestuviese contando un cuento. Nadie hubiese podidoimaginar que era un oficial impartiendo órdenes a sussubordinados.

—He pensado el siguiente plan —dijo, tras una brevepausa y sin alterar su voz.

Ulisse escuchó con atención. De vez en cuandoasentía dando a entender que sí, que sin duda alguna aquélera un plan tan bueno... como podía serlo un delirio.

—Y ahora venga a despedirnos —concluyó el capitánAcuña.

Salieron los tres a la plazoleta, primero el capitán,luego el teniente Casillas y finalmente él. Todavía era denoche, pero por oriente empezaban a vislumbrarse ya losalbores del nuevo día. Los Ford seguían con sus farosencendidos, a pesar de que había cesado ya por completoaquel ajetreo de hombres-hormiga que fuera la constante alo largo de toda la velada. Caminaron hasta llegar a la

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abertura practicada en la muralla y cruzaron por ella, no sinalgunas dificultades, pues los MCL casi la habían tapadodel todo, dejando tan sólo un resquicio por el que apenas sipodía pasar un hombre.

Los tres Giants tenían los faros apagados. Con todo, lamortecina luz dimanante del cielo iluminaba ya losuficiente como para poder leer la blanca y enormeinscripción US Army que ostentaban las cajas de loscamiones. Ulisse detuvo por un instante su atención en losuniformes americanos que lucían el capitán Acuña, elteniente Casillas y los seis MCL, y pensó que sí, queprobablemente saldría todo bien, que tal vez conseguiríanllevar las armas y municiones hasta Pensacola, cargarlas enel barco, llegar hasta fuera de las aguas territoriales yencontrarse allí con el otro barco cargado de hombresansiosos por entrar en combate... «En la boca del lobo —pensó—. Vais a meteros en la boca del lobo.» Por su parte,él debía representar el papel de la retaguardia que retrasa elavance del enemigo, aunque a decir verdad, sordo y con lacabeza rota, tampoco podía hacer mucho más.

—Gracias, sargento Ursini —le dijo el capitán Acuña,tendiéndole una mano que él estrechó conmovido.

—Gracias, sargento Ursini —le reiteró el tenienteCasillas.

- Buen viaje —les deseó Ulisse.Les vio entrar en la monstruosa cabeza-locomotora de

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los Giants, saludó cuando el capitán Acuña sacudió la manodesde la cabina del primer HP, y finalmente se quedómirando cómo se alejaban aquellos mastodontesmecánicos hasta perderse en la confusa atmósfera de lanoche que estaba convirtiéndose en día. Cuando ya no. pudodistinguir nada regresó a la fortaleza a través de la brecha.Los dos MCL que esperaban para terminar de tapar eldesperfecto de la muralla le sonrieron, con susblanquísimos dientes en rotundo contraste con lapenumbra, al mismo tiempo que levantaban sus puños alcielo y se abrazaban ensuciándose de cal.

—¡Se han ido, sargento! ¡Se han ido! ¡Lo hemosconseguido! —gritaban, gozosos.

—Sí, se han ido —corroboró Ulisse.Sin decir nada más volvió a cruzar la plazoleta,

pensando que ahora era él quien mandaba en la fortaleza,suponiendo que todo aquello tuviese algún sentido y quepudiese hablarse de «mando». Fuera como fuese, eraevidente que tenía que actuar. Así pues, buscó al sargentoGuerra y no tardó en encontrarlo, ocupado en cargar uno delos Ford con metralletas y municiones,

—Deje que hagan esto los otros y seleccione a seishombres —le dijo—. Debemos ir al gimnasio para ver quéhacen los prisioneros.

—Sí, sargento. En seguida.Pero antes de movilizarse para cumplir la orden, el

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sargento Guerra le mostró también sus blanquísimosdientes, inquiriendo con cierta ansiedad: —¿Se hanmarchado ya? —Sí, se han marchado.

Entonces el sargento cubano dejó que la sonrisa desatisfacción se desbordara de su boca hasta inundarle todoel rostro, y con tono burlón concluyó:

—¡Vayamos a ver a los señores prisioneros!

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2

Era preciso mantenerse muy alerta, pues entrar en elgimnasio era como entrar en una jaula de tigres furiosos.Tres MCL se quedaron afuera, junto a la puerta, mientraslos otros tres entraban acompañando a Ulisse y al sargentoGuerra. Una vez dentro, Ulisse se dirigió hacia el coronel,o mejor dicho hacia aquel que creyó debía ser el coronel,ya que los prisioneros habían roto las bombillas y en laoscuridad no se precisaban las fisonomías.

—Coronel Auruusinen —dijo.En aquel momento el sargento Guerra encendió su

linterna. Sí, aquel hombre que Ulisse tenía delante era elcoronel, no cabía la menor duda. Estaba sentado, cerca delring, con las piernas cruzadas pero sin haber perdido lacompostura. En su macilento rostro se reflejaba Iexpresión, irónica y despreciativa. No se molestó enresponder.

—Vamos a marcharnos —prosiguió Ulisse — y lesllevaremos a ustedes con nosotros. Así pues, le invito a quehaga uso de su autoridad para impedir que se produzcaninútiles intentos de fuga mientras les traslademos a loscamiones. Tenga presente que he dado órdenes de dispararsin aviso previo.

Era preciso llevarse también a los prisioneros: sabían

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que las armas y las municiones habían sido cargadas en losGiants, no en los Ford, y debía evitarse que alguno de ellospropagase la noticia si conseguía escapar. ¡Por qué diabloshabía complicado tanto las cosas el sargento Claus!

Las palabras de Ulisse no inmutaron en absoluto alcoronel Auruusinen, quien permaneció sentado y nisiquiera se dignó mirarle cuando le dijo:

—Dentro de pocas horas todos ustedes seránarrestados, y pueden estar seguros de que acabarán en unacámara de gas, en Tallahassee. Sin embargo, si dejan deempuñar esas metralletas y terminan con esta absurdacomedia, les doy mi palabra de que utilizaré toda miinfluencia para salvarles.

Ahora fue Ulisse el que no se molestó en contestar.Se apartó del coronel y pasó por delante del sargentoClaus, pudiendo comprobar que el norteamericano tambiénhabía quedado en bastante mal estado. Estaba de pie,apoyado de espaldas en las cuerdas del ring con uncigarrillo entre sus hinchados labios, y sin dejar de mirarlefijamente. En sus ojos se apreciaba con toda evidencia unaintensa satisfacción («Qué, pequeño! ¡Sí que te he hechodaño!») que tenía perfecto derecho a manifestar, porinsultante que resultara. Pero Ulisse no se detuvo. Suobjetivo era el rincón del gimnasio donde se hallaban laschicas, y hacia allí se dirigió. Entre ellas, tendida sobre unacolchoneta, estaba la muñeca que recibiera un balazo casi

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«allí», sí, precisamente allí.—¿Cómo te encuentras?La muñeca continuó fumando, sin responder, y fue

otra de las chicas, que permanecía sentada junto a ella enotra colchoneta, quien dijo:

—Cerdo.«De acuerdo, gracias», pensó él.—Pagaréis caro esto —añadió la muñeca.Naturalmente. Nada se obtiene sin dar algo a cambio.—Lo siento, pero debo llevarte con nosotros —

explicó Ulisse—. En el camión no irás mal. De cualquierforma, antes del mediodía te aseguro que estarás en unaclínica.

—¿Sabes? Tu madre era más puta que yo —le insultóla muñeca.

—No le hagas caso —intervino entonces la otra chica—, está corroída por la sífilis. Tan pronto quiere matar auno como matarse por él.

Ulisse calló durante unos instantes, antes de insistiren tono conciliador:

—Quiero que entendáis, especialmente vosotras, queno se os hará daño alguno si no intentáis huir o agredirnos.Al mediodía, tal vez antes, seréis libres. Os lo aseguro.

—Y tú estarás entre rejas, spaghetti —profirió elsargento Claus.

Los prisioneros rieron todos, pero no así las

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prisioneras. En la grisácea oscuridad del alba el cono de luzde la linterna del sargento Guerra se paseó por el recintodel gimnasio, como para reprimir cualquier falsomovimiento, mientras Ulisse, sin inmutarse, le decía alcubano:

—Comencemos por la que está herida.Bastaron cinco minutos. En un Transcontinental se

acomodó a la muñeca, junto con sus demás compañeras ydos MCL, hecho lo cual el furgón fue cerrado por fuera.Con la luz y el aire que se filtraba a través de las rendijashabía más que suficiente para resistir allí como mínimo unmes, y sólo estarían unas pocas horas. Al coronelAuruusinen, el teniente McLouis y el sargento Claus, se lesinstaló en otro Ford, con tres MCL de guardia. Y el restopasaron a ocupar un tercer furgón.

—Me parece una buena distribución —comentó elsargento Guerra.

«Así sea», pensó Ulisse. Luego ordenó colocar cincoenormes ametralladoras Harpey sobre los techos de loscinco Ford. El sexto yacía, carbonizado, con sus hierrosretorcidos e irreconocible, al mitad de la plazoleta, al ladode las vacías cajas de municiones. Era necesario que todoel mundo viese y comprendiese que estaban armados, queno vacilarían en disparar: nadie debía tener la menor dudasobre esto. Evidentemente nadie podría dudarlo alcontemplar encima de cada Ford una enorme Harpey y dos

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muchachos acurrucados junto a ella, con las cintas de balaspreparadas.

Tardaron casi media hora en realizar los preparativospara la marcha, en el curso de la cual amaneció un díalóbrego, con el cielo cubierto de sucias nubes grises. Depronto, Ulisse asió la mano del sargento Guerra y miró lahora en el reloj de éste: las cinco menos doce. Perfecto.Los Giants ya debían estar por lo menos a treintakilómetros de allí, y eso era lo más importante.

—Distribuya el resto de los hombres en los Ford —ledijo al cubano—, y seleccione a cuatro de ellos para que semantengan alerta. No creo que tarden mucho en presentarselos americanos.

Los MCL subieron a los Ford, a excepción de loscuatro que se quedaron en tierra, al igual que los dossargentos. La acuosa y grisácea aurora de aquella húmedaalborada permitía ver ahora con claridad el panorama queofrecían los reventados cierres metálicos de las Cuevas I, IIy III, el lodazal formado en torno al Ford destruido por lamezcla de la espuma del extintor de incendios y el agua deJa lluvia, las cruces erguidas en el jardincillo situado frenteal barracón de los oficiales... Hasta ahora estas cruces, seisen total, habían pasado completamente desapercibidas,perdidas en las sombras de la noche. Ellas indicaban ellugar donde fueran devotamente enterrados los muertoshabidos durante aquella azarosa velada, cinco MCL y el

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soldado negro George Hattrutt, y en cada una había sidocolocada una bolsa de plástico conteniendo losdocumentos del caído.

—Ve a abrir la puerta corrediza —le ordenó Ulisse aun MCL.

El muchacho corrió hacia el interior del barracóndonde se encontraban los mandos del portón blindado,mientras los Transcontinental ultimaban sus maniobras paraenfilar la salida de la fortaleza. En muy pocos segundos,quedó abierta la maciza puerta.

—Despejad el caminó —ordenó de nuevo Ulisse.Se quedó observando cómo los cuatro MCL se

afanaban en apartar los caballetes provistos de alambreespinoso, y cuando hubieron terminado les dijo:

—Ya podéis subir a los Ford. Y usted, sargento —añadió, dirigiéndose á Guerra—, suba también.

Por su parte, él se colocó delante del primer camióny, empuñando la metralleta en la mano derecha, con laizquierda indicó al chófer que se pusiese en marcha. Así lohicieron los cinco mastodontes, uno tras otro, siguiendocon docilidad su lento caminar y rodeando, tras cruzar elportón, los restos del jeep de Ton Paulsen. Finalmente, a laluz siempre creciente del nuevo día, los Transcontinentalllegaron a la carretera. Allí Ulisse ordenó el camino deTallahassee, es decir, Seguir la dirección contraria a la quehabían emprendido los Giants.

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—Sargento —le dijo a Guerra, tras haber echado unvistazo a la carretera—, ordene a todos los hombres que nodeban vigilar a los prisioneros que se acomoden sobre lostechos de los Ford y estén preparados para disparar a lamenor indicación.

El sargento Guerra le miró con atención, pensandoque una cuarentena de hombres armados, ostentosamenteinstalados en lo alto de los Ford constituían un espectáculomás que vistoso: una provocación pura y simple. Pero lacabeza completamente vendada de Ulisse, su cuellorodeado por una gasa empapada de sangre que había manadopor el agujero que le hiciera Claus con el Talliner, surostro invisible debajo de un sinfín de tiras de esparadrapo,y sobre todo su firme mirada, todo esto convenció alcubano de que aquello era lo más acertado que se podíahacer y de que las cosas marchaban bien, como decía elsargento Ursini.

Fueron necesarios más de cinco minutos para que losMCL se distribuyeran sobre el techo de losTranscontinental. Mientras lo hacían, a la luz delimplacable amanecer, se detuvieron junto a ellos unpequeño coche y un Dodge antiquísimo cuyos ocupantescomenzaron a observar, con tanta curiosidad comoincertidumbre, lo que parecía ser una escena típica de lasmaniobras militares no obstante el aspecto militarciertamente pero también desacostumbrado de aquellos

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monos azules que no se parecían en absoluto al uniformeusual. Quizá se trataba de una nueva indumentaria detrabajo.

—¡Sigan su camino! ¡Rápido, vamos! —vociferóUlisse. —¿Qué? ¿Secreto militar...?-comentó el enjutoconductor del Dodge, en tono de amistosa confidencia,mientras se ponía en marcha seguido por el diminutocoche.

Entonces se acercó a Ulisse el sargento Guerra, paranotificar:

—Los hombres están ya todos en sus puestos. Ulissepasó revista a la formación de los Ford, encima de cada unode los cuales había, además de los dos encargados de laHarpey, media docena de MCL abrazados a sus respectivasmetralletas y sonriendo como boy scouts a punto de salirde excursión. «Esperemos que todo vaya bien, amigos»,pensó Ulisse, mirando la carretera, en la que ahora no seencontraba absolutamente nadie. El cielo aparecía cada vezmás nublado y, en consecuencia, la luz iba disminuyendo enlugar de aumentar. Era evidente que en cuanto el solestuviese más alto su calor haría reventar las nubes como sifuesen vejigas llenas de agua. De cualquier modo, debíanproseguir. Así pues, Ulisse se encaramó en el estribo delFord que abría la marcha como primer paso para alcanzar lacabina, y desde allí hizo un gesto con la mano que sujetabasu metralleta, para indicar al resto de la columna que se

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pusieran en movimiento.Acto seguido entró en la cabina y se sentó al lado de

Adela, mientras afloraba a su memoria aquel nombre quetantas veces había evocado desde que lo conociera, aquelnombre que para él era algo tan suyo como lo es para otrosla fotografía de la mujer, la madre o los hijos.

—Hacia Tallahassee —dijo, antes de añadir—: Esraro, muy raro que todavía no hayan dado señales de vida.

«Anna», susurró mentalmente al tiempo que lacolumna comenzaba a circular. Por el lado opuesto de lacarretera les adelantó un camión cuyos ocupantes, viendola formación de los Ford con todos aquellos soldadossobre el techo, aminoraron la marcha para distinguir mejorde qué se trataba. Uno de los MCL agitó una manoexuberantemente festiva a los del camión, quienescorrespondieron al saludo antes de alejarse.

—¿Cómo se siente? —le preguntó Adela, mirándole yacabando por sonreír picaronamente.

Sí, desde luego que había comprendido su sonrisa: sesentía ni más ni menos que como aquel toro negro que...etcétera. Pero no dijo nada, sino que se limitó a devolverlela sonrisa y responder:

—Bien, muy bien.Después le cogió con gentileza la mano para ver qué

hora era: las cinco cuarenta y cuatro.Justamente en aquel instante vieron aparecer por el

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fondo de la carretera, dirigiéndose hacia ellos, doscamiones de marines.

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Que se trataba de marines lo ponía claramente demanifiesto el casco, idéntico al usado durante la segundague— rra mundial a excepción de algunos pequeñosdetalles. Pero si alguien no lo comprendía así, tan sólotenía que.v fijarse en el banderín que flameaba débilmentepor

cima del faro derecho de cada camión, signo más queevidente de su identidad. Ulisse les miró acercarse y pensóque no tenía ni dos segundos para tomar una decisión, pueslos marines ya debían haber visto todo aquel despliegue defuerzas en lo alto de los Transcontinental, comprendiendoque eran ellos, aquellos a quienes buscaban.

—Son marines —dijo el MCL que conducía el Ford.Era un muchacho llamado Perico, y aunque su voz no

manifestara miedo, no habló en aquel tono suave, cálido yseguro que le había caracterizado durante toda la noche. Eralógico: para él la palabra marines tenía un ancestralsignificado equivalente a salvajismo, y recordaba haberleído en cierta ocasión en el Reader's Digest que un solomarine había mantenido a raya a dos mil racistas iracundos.

—Sí, son marines —confirmó Ulisse. Y añadió—: Site indican que te pares, debes pararte.

Y lo indicaron, claro que lo indicaron. Se podía decir

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de ellos cualquier cosa menos que fuesen idiotas.Atravesaron el primer camión en la carretera, parabloquearla, y del mismo se apeó uno de ellos, un sargentoexactamente, armado de una larga pistola. Detrás de ésteapareció un oficial: era el capitán Hardy, que vestíauniforme ligero y llevaba la camisa medio desabrochada.

—Frena, Perico, si no quieres que te saque de ahí apuntapiés —gruñó Ulisse.

El joven cubano no salía de su asombro, pues para élcarecía de toda lógica detenerse frente a dos camionesllenos de marines. No obstante, obedeció, y lo mismohicieron los otros cuatro Ford que iban detrás, en medio deun estruendoso chirriar.

Ulisse puso pie en tierra antes de que elTranscontinental se hubiese detenido del todo, mientrasdos MCL saltaban desde el techo del camión con objeto deescoltarle y protegerle. Acto seguido, a la fangosa luz delborrascoso cielo, los tres rodearon el Ford por delantehasta encontrarse frente a frente con el capitán Hardy y susargento. Por cierto que éste mostraba una cara que era lomás parecido a la de un perro rabioso, como debe sercaracterística en todo sargento de marines.

—Sargento Ursini, del Movimiento Cuba Libre —sepresentó Ulisse, mientras esbozaba un saludo militar.

El capitán, mirando a través de él como si no lehubiese visto, preguntó:

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—¿Qué hacen todos esos hombres armados encima delos camiones?

—Están preparados para disparar sobre todos sushombres, mi capitán —repuso Ulisse, pronunciando condificultad las palabras a causa de su mandíbula rota, peroesforzándose lo más posible en hablar un inglés correcto,pues los norteamericanos acostumbran a pretender de losextranjeros que hablen perfectamente su lengua, o de locontrario se mofan de ellos—. Le ruego que me escucheantes de dar alguna orden —añadió, mientras respirabaprofundamente y observaba la durísima expresión delcapitán de marines dominada por la tensión—. Somos másy estamos mejor armados que ustedes.

A pesar de ser un marine, el capitán Hardy demostrótener una gran paciencia al preguntar:

—¿Vienen de Fort Marianna?—Sí —contestó Ulisse.En aquel momento aparecieron en la carretera un par

de automóviles procedentes de Tallahassee, que sedetuvieron detrás de los camiones ocupados por losmarines. Los viajeros de ambos vehículos se apearon paracontemplar la escena, sin comprender nada de aqueldespliegue de marines y de extraños soldados armadoshasta los dientes.

—Sí —repitió Ulisse—. Pertenecemos alMovimiento Cuba Libre, hemos retirado de Fort Marianna

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una determinada cantidad de armas que necesitamos, yahora estamos transportándolas en estos Ford hasta KeyWest. Somos una organización patriótico-militar y nosconsideramos amigos vuestros. Nada está más lejos denuestro pensamiento que el tocaros un solo pelo avosotros, norteamericanos. Pero no impidáis quetransportemos estas armas y municiones a Key West,porque entonces no tendremos más remedio que matarlos atodos.

El capitán. Hardy, que además de poseer unaconsiderable serenidad estaba dotado de gran inteligencia,observó a su interlocutor, un hombre que parecía reciénsalido de una enfermería tras una dura lucha con un búfalo,y hubo de reconocer que no era capaz de comprender muybien todo aquello. En consecuencia se limitó a proferir sindemasiada convicción:

—¿Cubanos?—Cubanos —repuso Ulisse, explicando a

continuación—: Necesitamos armas, sólo eso. Loshombres ya los • tenemos. Están dispuestos para entrar encombate, pero carecen de armas y municiones. Nosotros selas llevamos ahora.

Sí, el capitán Hardy era un tipo inteligente de verdad,como lo probaba el hecho de que comprendióinmediatamente cuál era la situación e incluso sintió, porun instante, cierta cálida simpatía por aquellos hombres.

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Sin. embargo, evidentemente un capitán norteamericano nopodía tolerar que fueran desvalijadas las fortalezas de supaís, así, a placer, por los emigrantes de tal o cual país. Porlo tanto comprendió tambiónque aquélla iba a ser una durapolémica, y decidió comenzarla con blandura.

—¿Es usted el jefe de la columna? —preguntó.—Si, mi capitán.—¿Y de quién recibe las órdenes?—Las he recibido del capitán que está al mando de

esta operación para el aprovisionamiento de nuestroshombres, y las estoy cumpliendo al pie de la letra.

De pronto, mientras hablaba, Ulisse intuyó lamanióbra del capitán y añadió:

—No pueden ser modificadas en ningún caso. Entrelas muchas cualidades del capitán Hardy destar!; caban suhabilidad y su poder de persuasión, pero no en el sentidopeyorativo, de diplomático, sino en el buen sentido dehacer comprender a unchiquillo, por ejemplo, que t nodebíaponerse pesado con sus caprichos. Así pues, dijo:

—Escúcheme, sargento... Supongo que es ustedsargento, ¿me equivoco? Escúcheme. Estoy convencido deque tendrá usted algún modo de comunicarse con sucapitán. Una radio...

—No tenemos radios —le interrumpió Ulisse— y notenemos ningún modo de comunicarnos con el capitán.

El capitán Hardy fingió no prestar atención a las

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primeras gotas de lluvia que le cayeron sobre el rostro, ycon tono indiferente le indicó a su sargento:

—Dé orden para que alguien haga circular a losautomóviles que están ahí parados. No podemosinterrumpir el tráfico.

Efectivamente, a pesar de la temprana hora variosvehículos se habían detenido, bien detrás de los Ford o biendetrás de los camiones descubiertos de los marines,atraídos por la presencia de todos aquellos hombresarmados que despertaban más curiosidad que alarma. Peropronto se acabó el espectáculo, pues cuatro marinesfueron destacados a ambos extremos de la hilera decamiones, dos por cada lado, y con enérgicos gestosobligaron a los automóviles a ponerse en marcha yproseguir su camino.

Tanto el capitán Hardy como Ulisse tuvieron queapartarse para permitir el paso dé los vehículos. Ulisse lohizo aproximándose al Ford del que había descendido,seguido por el capitán Hardy, quien dijo:

—Sargento, quizá podría ayudarle yo a ponerse encontacto con su capitán.

El tono del capitán Hardy era apacible, tranquilo, pueshabía calculado ya que las dos metralletas y la decena defusiles reunidos de prisa y corriendo en Marianna, tanpronto como le despertó el mayor Sanders, eranverdaderamente insuficientes frente a las Harpey de los

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cubanos y al racimo de hombres provistos de metralletasque se agolpaban en el techo de los Ford. Sí, del todoinsuficientes, inclusive tratándose de marines.

—¿Y cómo podría usted ayudarme? —interrogóUlisse.

Estaba claro que el capitán norteamericano queríaperder tiempo, lo mismo que él, por lo demás. Pero Ulissequería perderlo en su terreno, no en el escogido por elenemigo, pues también él había considerado el valor de latreintena de marines, de las dos metralletas y de losdiversos fusiles prácticamente inofensivos.

—Por ejemplo, podría hacer acompañar a uno de sushombres hasta el primer teléfono —explicó, con cortesíael capitán Hardy— y conseguir que le pusieran al hablainmediatamente con su capitán.

—Lo siento, pero no es posible —contestó, consequedad, Ulisse.

Haciendo caso omiso de aquel tono casi cortante, elcapitán Hardy mantuvo su cortesía rayana en la afabilidad aldecir, mientras observaba el paso de dos automóvilesaguijoneados por los gestos enérgicos y nerviosos de losmarines:

—Sargento, la propuesta que debo hacer sólo puedeser tratada entre oficiales. ¿Verdad que me comprende?

—Sí, le comprendo —concedió Ulisse, no menoscortés y pacientemente—. Pero ahora las cuestiones

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formales no tienen ninguna importancia. Además, le hagosaber que en uno de esos Ford, viajan algunos prisionero^,todos los miembros de la guarnición de Fort Marianna aexcepción de uno, que ha muerto.

—¿Le han matado? —preguntó el capitán Hardy,abandonando toda cortesía.

—No, mi capitán. Ha intentado huir y cuando escalabael muro de la fortaleza, al cogerse a los cables eléctricosde los focos, ha muerto carbonizado.

—Ya veremos eso —profirió el norteamericano—.¿Y qué más?

—En el otro Ford llevamos prisioneros al coronelAuruusinen y a su ayudante, el teniente McLouis, así comoal sargento Henry Claus.

—¡Cómo! ¿Hay más?La voz cortante del capitán Hardy contrastaba

fuertemente con el rictus de estupor que se reflejaba en surostro. Se sentía furioso, aunque no tanto contra suadversario como contra lo estúpido e irritante de lasituación. Él y sus muchachos habían ido a Florida devacaciones, para descansar, no para enfrentarse a un grupode locos como aquéllos...»

—Sí, mi capitán —dijo Ulisse, interrumpiendo lospensamientos del norteamericano y levantando la miradahacia el cielo, aparentemente para ver qué aspecto teníanlas nubes. Pero lo que realmente hizo fue dirigirle un

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significativo guiño al sargento Guerra, que se encontrabasobre el techo del primer Ford. Luego, encarándose denuevo con el oficial de los marines, prosiguió diciendo—:También tenemos a seis chicas que hemos encontrado en lafortaleza, exactamente en el interior de la Cueva II.

—¿Que han encontrado a seis mujeres dentro de FortMarianna? —exclamó el capitán Hardy, frotándose la narizcon la mano izquierda y temeroso de imaginar siquiera quéclase de mujeres debían ser aquéllas.

Pero Ulisse se lo explicó: se trataba justamente de esaclase de mujeres. Así se comprendía cómo era posiblehacerse con una fortaleza tan fácilmente, pensó el capitánHardy, quien sin embargo dijo, engullendo estoicamente untorrente de ira:

—Bien, sargento. Comprenderá que se trata de unasituación muy particular...-Su voz tenía un tono casi jovial,aun cuando sentía que se le dilataba el hígado por causa delfuror contenido. Hizo una pausa, esperando el asentimientode su interlocutor, y añadió—: Tan particular, que quieropedir instrucciones al mando superior antes de tomar unadecisión. —Volvió a interrumpirse, esta vez para sacar supaquete de cigarrillos, y ofreciéndole uno a Ulisseconcluyó—: Ahora enviaré al sargento para que telefoneemientras nosotros fumamos un pitillo.

«Ah», pensó Ulisse. Simplemente «Ah»; unpensamiento brevísimo, si es que podía calificarse de

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pensamiento. Pero ese «Ah», para él, lo expresaba todo. Alparecer, el capitán de los marines no le tenía en muchaconsideración y pretendía mantenerle bloqueado conaquella burda estratagema, así, engatusándole y sin dispararun solo tiro.

—Desde luego que sí —dijo, casi con premurasargento puede ir a telefonear donde mejor le parezca

Pero... —Levantó nuevamente su mirada al cielo, es decirhacia el sargento Guerra, y subrayando sus palabras con ungesto del brazo que sujetaba su metralleta, gritó.

Pero nosotros no le esperaremos., Dio un salto atrás,para resguardarse de las balas tras la portezuela de la cabinadel Ford, y desde allí vociferó de forma que pudiera oírletoda la columna: —/Apuntad sólo a los neumáticos y almotor! Instantáneamente, en medio de un diluvio dedisparos, los Transcontinental se pusieron en marcha caside un — salto, como caballos de carreras espoleados, altiempo que los dos camiones descubiertos de los marinesquedaban reducidos a la impotencia más absoluta.

Como es natural, los norteamericanos respondieronde inmediato disparando sus fusiles, que por cierto demos—, traron ser más eficaces de lo previsto. Del techo de losFord cayeron cuatro MCL, gritando de dolor, mientras otramedia docena de cubanos, heridos también, lograbanmantenerse a pesar de todo en sus puestos. Ulisse, de pieen la cabina del primer camión y con medio cuerpo fuera,

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pudo ver cómo quedaban atrás aquellos muchachos, dos deellos retorciéndose aún agonizantes sobre el asfaltoencharcado por una fina lluvia que no se decidía a arreciar,en aquel amanecer poblado de nubes negras y que no se^convertía en día. ¥ viéndolos, no le fue posible apartar desu mente la idea de que eran los mismos muchachos quemuy poco antes, en la plazoleta de Fort Marianna, se habíanabrazado como futbolistas que acaban de marcar un gol,gritando casi con lágrimas en los ojos: «¡Se han ido! ¡¡Lohemos conseguido!»

Ulisse se metió por completo dentro de la cabina y ledijo al muchacho que conducía:

—Ve de prisa, Perico. Lo más rápido que puedas.Seguidamente, poniendo una mano encima de la rodilla deAdela, añadió:

—Estoy bien, no te preocupes.Por el espejo retrovisor veía a los otros cuatro Ford

siguiéndoles a toda velocidad. En ellos debía haberbastantes heridos, pero no podían detenerse para curarles,puesto que ahora no podían perder ni un segundo. Aunqueya no se oían disparos, pues los marines habían quedadomuy atrás y sin medios de locomoción, nada aseguraba queno detuvieran algunos automóviles particulares paraperseguirles y tirotearles hasta que en el techo de losTranscontinental no quedara un solo MCL vivo. Sí, lo másprobable era que hicieran exactamente eso: los marines no

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toleran que nadie se mofe de ellos así como así.Sin embargo, el capitán Hardy no les persiguió por la

sencilla razón de que pronto comprendió que aquél era unasunto muy delicado, un asunto en el que interveníanfactores que no podían resolverse únicamente por la fuerza.Detuvo automóviles, claro que los detuvo, a todos los quepasaban por allí en aquellos momentos. Pero no paraperseguir a la columna de los Ford, sino para seguirjustamente la dirección opuesta y dirigirse con sushombres hacia Fort Marianna. Una vez allí comprobó,satisfecho, que todos los marines estaban sanos y salvos,sin mostrar ni siquiera rasguños, a pesar del aluvión defuego descargado por los cubanos. Y este hecho intensificóaún más su habitual escrupulosidad en el cumplimiento deldeber, pues le hizo ver con claridad que los cubanos nohabían querido hacer una carnicería con ellos. Por algosería, reflexionó.

Tan pronto como llegaron a la fortaleza, y tras tomarposesión de la misma, Jo primero que hizo el capitán Hardyfue efectuar dos llamadas telefónicas. La primera alaeródromo de Mariañna› para ordenar que despegara álinstante un helicóptero militar con objeto de buscar portodas las carreteras de la zona sur a la columna de cincoFord Transcontinental, fácilmente reconocibles por sucolor celeste y la C pintada a ambos lados de cada camión.Además, quería que el aparato estuviese en todo momento

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én contacto con la torre de control, de forma que élpudiese ser constantemente informado, por radio, de laposición de dicha columna.

En cuanto a la segunda llamada, fue una conferenciacon Washington. Eran las seis y tres minutos.

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Las seis y cuarenta es una hora muy temprana enWashington, como lo ponían claramente de manifiesto lossemblantes de los personajes congregados en la pequeñaoficina, una estancia verdaderamente pequeña, que sólotenía dos ventanas, cuya existencia carecía en cierto modode sentido porque daban a un muro situado a pocos metrosde distancia, y que no ostentaba en sus paredes ni la banderade rigor, así como tampoco cuadros, fotografías o mapaalguno. El mobiliario se reducía a una gran mesa y algunassillas de diversos tipos, desde un taburete hasta una butaca.Precisamente en la butaca se hallaba sentado en aquellosmomentos el general Van Dort, mientras que las dos sillastapizadas acogían al coronel de marines Faulkner y elsenador George Miller, de la Comisión de AsuntosExteriores, amén de especialista en política cubana. En lacabecera de la mesa, aunque sobre una silla corriente, sesentaba el jefe de la reunión, el secretario delvicepresidente, un hombre muy poco amante de lasblanduras.

El resto de los presentes lo integraban dos gallardosjóvenes, sargentos de infantería, que permanecían de piefrente a unos aparatos que constituían lo más detacable dela oficina. En efecto, sobre la larga mesa había cuatro cosas

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con una vaga apariencia de teléfonos, o al menos esaimpresión daban por cuanto había algo en ellas con aspectode receptor, y también porque los dos jóvenes tenían en susrespectivos oídos derechos un auricular como los queutilizan las telefonistas. Además, junto a los mencionadosaparatos había una caja provista de un mando que se movíasolo, expulsando de vez en cuando una hoja de papel, y quequizá representaba algo intermedio, entre el teletipo y lacalculadora electrónica. Finalmente había, asimismo, uncurioso altavoz cuya forma recordaba la-de las antiguasbocinas gramofónicas.

¡Ah! Y también había, junto a una ventana, un tabureteen el qué se sentaba el señor Santiago Batabano, uno de losprincipales dirigentes de la OEC, Oficina de EmigraciónCubana, además de consejero para asuntos cubanos delsenador George Miller. Santiago Batabano representaba ala perfección el papel de lo que los norteamericanoséntienden por un cubano, y tal vez por eso mismo habíasido elegido para el cargo que ocupaba y llamado aquellamañana a tan temprana, hora. Iba vestido de blanco casisiempre,,incluso entonces, a excepción de la camisa, queera azul oscuro, y del pañuelo, también oscuro, que lucía enel bolsillo superior de la chaqueta; tenía el rostro cetrino ybastante carnoso, coronado por unos cabellos negros muytupidos y brillantes; y, naturalmente, lucía un sutil yazabachado bigote. Lástima que no fumase, pues si algún

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realizador de Hollywood le hubiese visto con un grancigarro puro entre sus labios, seguro que no se hubierapodido resistir a incluirle en alguna película de ambientecubano.

Santiago Batabano se mantenía apartado, y cortés,mirando la pared que había más allá de la ventana, por la queno entraba ninguna luz en aquella mañana extraña queparecía presagiar un ciclón, o bien observando de vez encuando, cortésmente, claro, al enjuto coronel Faulkner,quien se había levantado para hablar y todavía seguíahaciéndolo. Aparte de éstos, los demás puntos de ladiscreta y cortés atención del cubano eran el señorsecretario, o el senador Miller, o los dos gallardos jóvenesque, de pie y con aquellos auriculares pegados al oído,vigilaban el funcionamiento de los aparatos a su cargo,poniendo buen cuidado en entregar al coronel Faulkner,con gesto rígido, la hoja de papel que la misteriosa máquinavomitaba regularmente.

—Esto es lo que me ha comunicado el capitán Hardycuando, hace cuarenta minutos, me ha telefoneado desdeFort Marianna —dijo el coronel Faulkner—. Les agradezcola celeridad con que han respondido a mi llamada, y lespido disculpas tanto por lo insólito de la hora como por lomodesto de la oficina donde he tenido que recibirles. Perosucede que éste es el centro de comunicaciones con losEstados sureños, y sólo desde aquí podemos estaren

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contacto permanente con Fort Marianna, con el aeropuertode Marianna y con el helicóptero que sigue losmovimientos de la columna cubana. El radio-registradortraduce inmediatamente en mensajes escritos todas lascomunicaciones, como ya habrán podido apreciar. En estemomento el helicóptero informa —y el coronel Faulknerhizo una páusa para coger la hoja de papel que le tendía unode los jóvenes— que la columna de los Ford cubanos hadejado atrás Tallahassee, por una carretera secundaria, y sedirige a gran velocidad hacia Monticello y Lake City.

El coronel Faulkner hizo una nueva pausa, durante lacual dejó caer encima de las anteriores la hoja de papel conla última comunicación recibida, y luego se sentópesadamente en su tapizada silla. Era un hombre recio ybastante alto, tan alto que incluso sentado sobrepasaba casila altura del señor Santiago Batabano de pie. Tras unosinstantes de silencio añadió:

—Dada la excepcionalidad del caso y lo delicado desus repercusiones, que podrían afectar a nuestrasrelaciones internacionales, he considerado oportuno ynecesario informarles antes de adoptar medidas drásticas.Por lo mismo, también me ha parecido convenientesolicitar la opinión del señor secretario con respecto atodo esto.

Desde el otro lado de la mesa, donde estaba sentado elseñor secretario, éste dirigió una interrogativa mirada al

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señor Batabano. El secretario del vicepresidente era uncuarentón de aspecto deportivo, tez curtida y ojos saltones,que en el Senado era conocido con el sobrenombre de LaRana.

—Señor Batabano —dijo, con su profunda y mórbidavoz— Según la exposición del coronel Faulkner, se trata deuna organización militar integrada por emigrados cubanos.Por lo tanto es de suponer que usted, como dirigente de laOEC, estará mucho mejor informado que nosotros sobreesa organización, digamos militar, de la que hasta ahora noteníamos la menor noticia.

Santiago Batabano se había levantado en cuanto ledirigió la palabra el secretario, depositando sobre eltaburete su sombrero de paja, que hasta entonces habíamantenido en su regazo.

—Sí, señor secretario. Se trata del MCL.—¿Y qué significa eso? —inquirió el secretario.—Movimiento Cuba Libre.—¿Y es una organización militar?—Sí.—¿Armada?—Sí.El rostro del secretario adoptó un rictus amargo, lo

mismo que su voz, al decir:—La OEC hubiera podido informar a nuestra

secretaría sobre la existencia de esa organización, ¿no le

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parece, señor Batabano?Santiago Batabano podía aparentar ser un cubano de

Hollywood cuando quería, pero en realidad era un hombredotado de gran inteligencia y prudencia.

—Le ruego me disculpe, señor secretario —dijo—.Sin embargo, he de notificarle que la OEC no estáoficialmente informada de la existencia del MCL.

—¿Qué quiere decir usted con eso de «oficialmente»?—interrogó de nuevo el secretario, en voz tan baja quepareció como un gruñido. Y añadió, con palabras realmentepoco corteses—: ¡Si la organización existe, vosotros, loscubanos, habéis sido los primeros en saberlo y teníais laobligación de notificarlo...! Pero ahora, señor

Batabano, no es el momento de discutir el valor de laspalabras. No hay tiempo para eso.

¡Cuánta paciencia hay que tener con losnorteamericanos cuando están nerviosos y atemorizados!Santiago Batabano lo sabía bien. Por eso contestó, en tonocasi afable:

—Si me lo permite, señor secretario, quisieraexplicarle cuál es exactamente la situación.

—Bien, hable —murmuró el secretario, un tantoarrepentido de su anterior exabrupto.

—Verá. Ante todo deseo recordar algunosprecedentes históricos, que quizá aclaren un poco lasituación. Concluida la Segunda Guerra Mundial, en

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Palestina se formaron diversas organizaciones con elpropósito de crear el Estado de Israel. Unas eran oficiales,mientras que otras actuaban en la clandestinidad, como porejemplo el Irgún Zvai Leumi o \os Lochamé CherüthIsrael, es decir, los Combatientes para la Libertad deIsrael, más conocidos como Grupo Stern. Bien, la cuestiónes que dichas organizaciones no contaban ni siquiera con laaprobación de los mismos hebreos, aunque debereconocerse que, de no haber sido por ellas, quizá losingleses estarían aún hoy en Palestina y el asunto de lacreación del Estado de Israel seguiría siendo discutido enalgún departamento de las Naciones Unidas.

Ante la evidencia de aquellas palabras, el secretario nitan sólo se inmutó, al contrario del senador George Miller,que incluso sonrió abiertamente.

—Recuerdo que en cierta ocasión —prosiguióSantiago Batabano—, un camión cargado de trilita fuecondúcido por dos miembros del Irgún Zvai Leumi hasta elpatio de un cuartel inglés, a toda velocidad, para convenceral gobierno británico de que debía marcharse y dejar a loshebreos hacer lo que quisieran en su tierra.

—Así pues —le interrumpió el secretario, con tonosevero—, ¿debo deducir de sus palabras que usted, en sucalidad de alto representante de la OEC, aprueba esosmétodos terroristas?

—No, no. Claro que no —repuso en seguida Santiago

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Batabano, mientras el senador Miller volvía a sonreír—. Esmás, oficialmente los ignoro. Pero nadie en la OEC tieneel poder de impedir que muchos cubanos se enrolen en elMCL, o que otros lo sostengan con sus ahorros.

De vez en cuando, el secretario escribía algo con unlargo lápiz; amarillo, de punta perfectamente afilada, en ungrueso cuaderno blanco. O quizá lo único que hacía eratrazar monigotes.

—Más tarde hablaremos de esto, y quizá con elmismo vicepresidente —amenazó casi el secretario, antesde expresar—: Lo que desearía ahora es que me contestaraa determinadas preguntas.

—A su entera disposición, señor secretario.—Supongo que usted sabrá, aunque sólo sea

aproximadamente, la entidad numérica de esa formación,digamos, militar.

—Sí, lo sé.—Diga, pues, señor Batabano. Quisiera tener una idea

de cuántos son.—Le ruego me disculpe, señor secretario, pero no

estoy autorizado para hacer esa clase de revelaciones.El secretario se irritó nuevamente, y esta vez incluso

levantó la voz al proferir:—Pero, ¿pero se da usted cuenta de las

complicaciones de todo orden, inclusive internacional, quepuede provocar la existencia de una organización como ésa

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en nuestro país? ¡Debe usted ayudarnos! Si lo hace,nosotros les ayudaremos tan pronto como se presente laocasión, en cuanto los tiempos estén maduros.

Aquella expresión: «tiempos maduros», no podía pormenos de provocar la sonrisa del senador Miller. Sí, a él,que había sido un buen periodista, aquel modo de hablarsiempre le parecía lo más cómico del mundo. ¿Quésignificaba tiempos maduros? ¿Acaso el tiempo es comouna pera para que haya de esperarse su maduración? ¿Es queno son los hombres quienes hacen, o no, madurar lostiempos?

—Dígame al menos si conoce a los cabecillas de esaorganización —insistió el secretario, intentando calmarse.

—Conozco a todos los cubanos que hay en losEstados Unidos —repuso el señor Batabano—, o cuandomenos sus nombres, pues figuran en los ficheros de laOEC.

—Intente comprender, señor Batabano. Haga unesfuerzo... —Ahora el tono del secretario era paternalista yseductor—. Únicamente le pido que me ponga encomunicación con esos cabecillas, no que me facilite susnombres. Lo que pretendo es buscar con ellos una soluciónque evite el recurso a la fuerza.

Santiago Batabano bajó la cabeza, en un gesto deimpotencia, para decir:

—Créame, señor secretario. Me siento humillado.

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Aunque quisiera ponerle en contacto con los jefes delMCL, no sabría cómo hacerlo... Además, nada hace suponerque permanezcan durante mucho tiempo en el mismo lugar.

—Pero es que tampoco quiere hacerlo, ¿no es cierto?—intervino el senador Miller.

—Sin embargo —continuó diciendo SantiagoBatabano, como si no hubiese oído las palabras del senador—, lo que sí puedo es dar mi opinión con respecto a loshombres del MCL, cualquiera que sea la decisión que elseñor secretario piense tomar.

—¿Y cuál es su opinión? —inquirió agriamente elsecretario.

—Esos hombres seguirán adelante con su empeño, odeberán ustedes matarlos a todos.

La firmeza con que Santiago Batabano pronuncióaquellas palabras provocó una súbita densificación de laatmósfera, ya cargada, que se respiraba en la reunión.Durante algunos segundos, el secretario hizo girar su lápizsobre la superficie de la mesa, y luego manifestó:

—Señor Batabano: le agradezco que haya aceptadoparticipar en nuestra reunión. Más tarde, en cuantohayamos resuelto esta cuestión, me veré obligado allamarle de nuevo a mi despacho.

Y el secretario se levantó, tendiéndole una mano aSantiago Batabano en señal de despedida. El cubanoestrechó aquella mano, saludó con una inclinación a los

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presentes y finalmente abandonó la pequeña oficina, condignidad, pero sin dureza.

—Quizá él mismo forma parte del Irgú Zvai Leumi... -comentó el senador George Miller en cuanto se hubocerrado la puerta—. ¡Oh! Perdón, quiero decir del MCL.

Pero aquel juego de palabras no divirtió a nadie, apartede su autor, porque muy bien podía considerarse comodentro de lo posible. El general Van Dort, que hastaentonces había permanecido absolutamente callado, nisiquiera pudo reprimir su franca irritación y dijo:

—Lamento no compartir su jocosidad, senador. Perola situación no resulta ni divertida ni honrosa. En estosmomentos, una banda de exaltados anda suelta por Florida,después de haber desvalijado una de nuestras fortalezas ydisparado contra nuestros marines, cubriéndonos deridículo. —Hizo una pausa, para dar mayor solemnidad a suvoz, y añadió—: Yo, por lo menos, no me siento alegre.

No, desde luego que no estaba alegre, y nadie podíadudarlo viendo su larga y lastimera cara, que ofrecía la vivaimagen de la tristeza. Van Dort era un joven general decuarenta y ocho años, a quien habían humillado relegándolea comandar la IME, es decir, la Intervención Militar deEmergencia, una división que actuaba sólo en casos deterremotos, inundaciones, huelgas o tumultos raciales, enfin, una especie de Cruz Roja armada. Por esta razón,precisamente, los más malintencionados de sus colegas le

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apodaban El Melancólico Enfermero.—Le ruego me disculpe, general. Bromeo demasiado.

Discúlpeme, ¿quiere? —se excusó el senador Miller, en untono correctísimo y consciente de que si al general se leocurría tomar aquello como una burla personal, entonces¡adiós reunión!

Pero no se le ocurrió, y el secretario suavizó latensión del momento volviendo a centrar la conversaciónen el tema que Ies había congregado allí.

—Coronel Faulkner-dijo—, desearía saber si tienealguna idea concreta que exponer para resolver del modomás rápido posible esta situación.

—Pues sí, señor secretario —comenzó a decirFaulkner, mientras se levantaba de la silla. Hizo una pausapara leer rápidamente el contenido de una hoja que acababade entregarle uno de los jóvenes sargentos, y prosiguió—:La columna de cubanos continúa su marcha haciaMonticello y Lake City, según dice este últimocomunicado del helicóptero. Bien. Justamente en LakeCity tenemos un pequeño destacamento de infantería, uncentenar de hombres más o menos, quizá no tantos, ypienso que quizá deberíamos utilizarlos. No para quelucharan contra los cubanos, señor secretario, sino para quebloquearan la carretera antes de la entrada de la ciudad, demodo que la columna se viera obligada a detenerse,circunstancia que los nuestros podrían aprovechar para

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rodear a los hombres del MCL e invitarles a rendirse.—En pocas palabras: una especie de asedio, ¿no? —

puntualizó el secretario.—Sí, señor secretario —corroboró el coronel

Faulkner—. Pienso que, vista la imposibilidad de seguiradelante con su cargamento de armas y municionestomadas en Fort Marianna, esos hombres acabarán porrazonar.

El secretario se quedó unos instantes en actitudpensativa, antes de decir:

—El señor Batabano, sin embargo, ha dicho que sedejarán matar todos.

Estas palabras tuvieron la virtud de provocar en elcoronel Faulkner, un hombre con fama de no reír jamás,cierta mueca hecha con los labios que no podía ser otracosa que una sonrisa.

—No quiero poner en duda —explicó— elconocimiento que el señor Santiago Batabano pueda tenerde sus compatriotas y de los hombres del MCL enparticular. Lo que sí sé, en cambio, es que resulta muchomás fácil hablar de muerte que morir. En consecuencia,pienso que si el señor secretario aprueba este proyecto deacción, lograremos solucionar el problema sin disparar unsolo tiro. Y creo que esto es lo que desea, ¿verdad, señorsecretario?

Claro que sí: eso era precisamente lo que deseaba.

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—¿Puedo conocer tu opinión, George? —le preguntóamablemente el secretario al senador Miller.

Y entonces el senador George Miller se levantó parahablar.

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—Aún no tengo formada ninguna opinión, pero teagradezco que me hayas dado la ocasión de examinar elproyecto del coronel Faulkner —comenzó a decir elsenador.

Era un hombre pequeño, más bien grueso y queinspiraba una inmediata sensación de vitalidad, de energía,de simpatía. Era, como decían de él en el Senado, «un sexyde las public relations».

—Desde un punto de vista lógico, no veo otrasolución que la propuesta por el coronel Faulkner —continuó—. Todos sabemos que para detener a esa columnaes necesario contar con los soldados; seguro que nopararán por invitación de la policía de tráfico. Además, paranosotros es lo más sencillo del mundo bloquear a los Fordy rodear a los MCL, con un pequeño contingente desoldados. No obstante, quisiera examinar con ustedes,brevemente por supuesto, las consecuencias que podríatener esa acción.

El secretario asintió con un gesto y luego, previendoque el discurso iba a ser largo, musitó:

—Puedes sentarte, George.—Gracias, Fred, pero estoy de pie porque deseo

impresionaros incluso con mi estatura —contestó Miller,

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jocosa y, naturalmente, sólo sonrió el secretario.Seguidamente prosiguió—: Admitamos que sea cierto loque ha dicho el señor Batabano, es decir, que los cubanosdisparen apenas se vean rodeados por los soldados.

—Perdone, senador —le interrumpió el coronelFaulkner—, pero he de recordarle que el encuentro entrelos cubanos y el capitán Hardy ha demostrado que los MCLno disparan sobre los norteamericanos, sino sólo contralos neumáticos de los camiones. Resumiendo, que loscubanos no tienen nada contra nosotros y no se atreven amatar norteamericanos. Eso es todo.

—Entiendo, coronel —dijo el senador Miller—.Admitamos entonces que los cubanos, una vez bloqueadosy rodeados en la carretera, disparen sólo contra losneumáticos de nuestros camiones y al aire. ¿Qué sucederíaen tal caso? Pues lo mismo que ha sucedido con el capitánHardy, o sea, que nuestros hombres responderán en serio ymatarán cubanos. Veamos ahora qué consecuencias puedetener esto —y levantó, delicada y teatralmente, el índice dela mano derecha—: Aunque los cubanos no se dejen matartodos, como ha afirmado el señor Batabano, es evidenteque muchos de ellos morirán en la refriega, mientras queotros quedarán heridos, siendo incluso muy probable quealguno de nuestros soldados siga esa misma suerte. Cuandose comienza a disparar contra los neumáticos de camionesnorteamericanos, nadie puede garantizar que no se dispare

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también, quizá involuntariamente, contra losnorteamericanos que ván en esos camiones.

Estaba claro que tenía que decir. Sí, el senador GeorgeMiller acostumbraba a dar siempre un tono enfático a suspalabras, ya fuera para contar un chiste a sus amigos,presentar un informe al Senado o litigar con un adversario.Pero lo hacía con gracia, como si pretendiera granjearse lacomplicidad del auditorio y dijera: «¿Verdad que declamobien?» Por eso apoyó ahora las dos manos sobre la ampliamesa para proseguir:

—Y no quiero referirme a los prisioneros encerradosen los Transcontinental, comprendidas las seis mujeres. Nocreo que las paredes de esos Ford, por robustas que sean,detengan el impacto de los Berk 8d de nuestros soldados.Aun cuando el tiroteo durase sólo un minuto, corremos elriesgo de matar a algunos prisioneros, posiblemente alpropio coronel Auruusinen o a las muchachas, con lo quetoda la prensa nos tacharía de sanguinarios.

En ese punto el senador Miller volvió a hacer unapausa, para arrugar la frente como en un acto inmerso en lapasión de su mejor monólogo, mientras dirigía con losojos una sonrisa a Fred, el secretario, que era la máximaautoridad entre los presentes.

—Tampoco quiero referirme siquiera —siguiódiciendo— a la eventualidad de que alguno de losproyectiles de los Berk 8d, una vez atravesada la pared de

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un Ford, haga impacto en una caja de bombas o de esostubos explosivos... ¿Cómo los llaman ustedes, coronel?

—El nombre técnico es «eyector anticarro» —explicó secamente el coronel Faulkner.

—Ah, sí. No logro retener ese nombre —bromeó else— nador—. Sin embargo, los soldados los llaman«baronet», ¿no? Sí, su cabeza es exactamente igual aaquellos sombreros de copa...

—Sí, George, ya sabemos a qué te refieres —leinterrumpió el secretario—, pero te ruego que trates decomprender lo urgente de la situación. De acuerdo,pasemos por alto la posibilidad de que mueran algunosprisioneros o exploten algunas cajas de «baronet»... Di deuna vez qué te preocupa, en el caso de que los cubanos nosdisparen.

—Creo que ya me has comprendido, Fred —dijoGeorge, haciéndose cargo de la amistosa reconvención delsecretario y adoptando súbitamente un inesperado tono deseriedad—. Diez minutos después de la refriega apareceráen el lugar un periodista, al que media hora más tarde sehabrán unido otros cinco o seis, acompañados defotógrafos, y así hasta que cuando hayamos terminado deevacuar a los muertos y heridos estaremos rodeados de unaverdadera manada de ellos. Te verás obligado a difundir uncomunicado de prensa. ¿Y qué dirás? ¿La verdad? ¿Teimaginas explicando a la nación que un grupo apenas mayor

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de cincuenta exiliados ha logrado desvalijar Fort Ma»rianna y hacer prisionera a toda su guarnición, incluido elcoronel jefe de la fortaleza? ¿Cómo justificarás lapresencia de las seis señoritas? ¿Qué pensará de ti tusuperior, el vicepresidente Humphrey, cuando sepa quehasta hace tan sólo cinco minutos ignorabas por completola existencia del MCL? Sí, ya sé que todos nosotrosignorábamos eso, por ejemplo, pero yo no soy más que unsimple senador a quien no pueden licenciar de su cargo.

—¡George! —le cortó el secretario, con el semblantedemacrado—. Habla en serio, te lo ruego. Esto no meconcierne a mí solo. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Procuro hablar siempre con mucha seriedad, aunqueno adopto aires de enterrador para que me tomen en serio.Por lo demás, en seguida acabo. El coronel Faulkner hahablado de asedio y ha propuesto la hipótesis de que loscubanos no disparen una vez bloqueados en la carretera, asícomo tampoco nuestros soldados, de suerte que, como porencantamiento, tras una serie de coloquios ynegociaciones, el mando del MCL convenga en deponer lasarmas y devolver tanto los prisioneros como el materialtomado déla fortaleza.

El silencio de los presentes en la reunión era ahoraabsoluto, pues todos habían comprendido perfectamente.

—Evidentemente esta hipótesis es peor que la de quelos cubanos empiecen a disparar, al menos en lo que se

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refiere a sus resultados —prosiguió George Miller—.Porque, coronel, ¿imagina el embotellamiento queprovocaría una interrupción del tráfico que durara horas ymás horas en la carretera Marianna-Lake City? Pongamosque el «asedio» se prolongara más de lo previsto, porejemplo hasta el mediodía, o incluso hasta la noche. ¿Quésucedería entonces? Pues, simplemente, qué apareceríanhasta cámaras de televisión, ya que ninguna emisora, ningúnnoticiario querrá perderse un «servicio» como ése, puedenestar ustedes seguros. En suma: si aceptamos el proyectodel asedio deberemos estar preparados para ver esta noche.en todas las cadenas de la televisión, la filmación endirecto de los cubanos de la columna mostrando su orgu—lio por la hazaña realizada, así como también elsorprendido rostro del oficial norteamericano encargadode capitanear el «asedio». ¡Bonitoespectáculo!

Nuevamente se produjo un embarazoso silencio. Elsecretario se acariciaba los cabellos de sus sienes, grises,casi blancos, que relucían bajo la gélida iluminaciónartificial de la estancia. Afuera, el cielo estaba cada vezmás oscuro y encapotado: a juzgar por la luz que penetrabaa través de la ventana, más bien parecía estar anocheciendoen lugar de hacerse de día.

—No tengo ningún plan que proponer, señores —concluyó George Miller—. O al menos todavía no, y por lotanto únicamente confío en poder serles útil con algunas

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ideas. Pero en cambio lo que sí quiero es plantear unapregunta, y voy a formularla para que la tengamos en cuentatodos nosotros, incluyéndome a mí mismo. Hela aquí —yla voz del senador se hizo dramáticamente áspera al añadir—: ¿Existe algún medio para salir de esta situación,verdaderamente desagradable y peligrosa, no ya sinprovocar más víctimas, sean del lado que sea,norteamericanas o cubanas, sino también sin crear unaserie de complicaciones de orden internacional de lascuales, creo, los Estados Unidos no teneiños la menornecesidad?

Súbitamente, sin esperar siquiera la autorización delsecretario, el general Van Dort se puso en pie de un salto yprorrumpió:

—Absolutamente, no.

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El general se dio cuenta en seguida de que había idodemasiado lejos y se excusó:

—Le ruego me disculpe, señor secretario, lo mismoque

usted, senador.George Miller volvió a sentarse y, dibujando en sus

labios la mejor de sus sonrisas dijo:—Ya había terminado, general. No hay nada que

disculpar.—Prosiga usted general —le instó, cortésmente, el

secretario.El Melancólico Enfermero se mantuvo erguido, pero

no altanero, y en su mirada podía apreciarse una expresiónde cordialidad y comprensión que resultaba realmenteinsólita.

—No quisiera que ustedes pensaran que yo no tengoen cuenta las consecuencias descritas por el senador Millerhace un instante —comenzó a decir, casi con afabilidad,aunque en seguida su voz se endureció—. Son exactas: siintentamos detener a los cubanos sucederá exactamente loque prevé el senador Miller. El que disparen o no cárece deimportancia, pues de cualquier forma esta noche latelevisión ofrecerá, quizá en transmisión directa a toda la

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nación, un programa especial dedicado al saqueo de FortMarianna. Pero ¡qué vamos a hacerle, si no existe ningúnmodo de evitarlo! —En este punto el general alzóenfáticamente la voz—. Han sucedido hechos realmentegraves: una de nuestras fortalezas se ha visto saqueada en lamayor impunidad; hemos descubierto de improviso unaorganización militar clandestina, similar al Irgún ZvaiLeumi, radicada en nuestro país no obstante la presuntainfalibilidad de nuestros organismos de seguridad ydefensa, como el FBI o la CIA, los cuales también perderánbuena parte de su prestigio a raíz de todo este asunto; unacolumna de Ford Transcontinental cargados de municionesy armas está recorriendo una parte de nuestro país,disparando sobre quienes intentan detenerla... ¿Acasopiensan ustedes que todos estos hechos, gravísimos,pueden ser anulados? ¿Quieren ustedes ocultarlos? ¿Cómo?A estas horas ya se deben contar por centenares losciudadanos que han visto esa columna de camiones» contodos esos hombres armados y esas Harpey sobre sustechos, apuntando en todas direcciones. Sí, ya sé quehabrán pensado que se trataba de nuestros soldados,realizando un ejercicio táctico especial. De acuerdo, pero¿qué pensarán los ciudadanos cuando vean que disparamoscontra esos hombres? Convendrán ustedes conmigo en queno existe medio alguno para ocultar o sofocar la resonanciaque sin duda tendrán tan graves hechos. —Y el general Van

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Dort, que en el fondo tenía un cierto parecido con DeGaulle, añadió con solemnidad—: Aparte de que eso seríaabsolutamente contrario a nuestro espíritu democrático.Porque nosotros, los norteamericanos, no acostumbramosocultar nuestros errores, nuestros fracasos, nuestrastonterías.

»¡No! Al contrario, los publicamos en los periódicos,hacemos que la nación entera participe en su corrección,convertimos a todos los ciudadanos de los Estados Unidosen corresponsales de cuanto sucede en este país... Es obvioque, si alguien asalta y desvalija una de nuestras fortalezas,en este caso un comando clandestino, la culpa esabsolutamente del comandante-jefe de la fortaleza, en estecaso el coronel Auruusinen y sus oficiales. Es obvio que, sien alguna de nuestras fortalezas, aparte del hecho de que suguarnición esté compuesta por una décima parte de losefectivos ordenados, se encuentra también a media docenade mujerzuelas traídas de otro Estado, para colmo demales, con objeto de que satisfagan los pequeños placeresde la tropa, entonces el responsable de todo esto siguesiendo el comandante-jefe de la fortaleza. Pero, preguntoyo, ¿acaso no son también responsables las autoridades queorganizan o permiten que se organicen así las fortalezas,que toleran el mantenimiento de tales anomalías orgánicas?¿Y acaso no son asimismo responsables la totalidad de losciudadanos que han votado y elegido a esas autoridades?

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Nuestra fuerza está, precisamente, en que recabamossiempre la ayuda de todos los ciudadanos, su colaboración,tanto en las grandes como en las pequeñas dificultades.Para eso tenemos una prensa libre, una opinión pública ytodo lo demás. Así pues, a mi entender, es absolutamenteimposible ocultar los hechos acaecidos

en Fort Marianna. Es más, aunque ello fuese posible,yo les diría a ustedes un rotundo: no.

El senador Miller pensó que aquello era más bien undiscurso y que le recordaba el estilo de Jefferson oWashington, e incluso, por alguna que otra frase cargada dereprobación, el de las catilinarias. Sin embargo, como estural, no lo dijo.

Por su parte, el general Van Dort continuó, luego deuna corta pausa y en un tono tan bajo como amargo,diciendo:

—Y cuando esta noche veamos en la televisión el«servicio informativo sobre Fort Marianna», con lacolumna de los Ford cubanos, con el coronel Auruusinenentrevistado por la UP, con alguna de las mujerzuelascontando ante las telecámaras lo bien que las trataronnuestros soldados, primero, y luego esos cubanos... ¡Puestanto mejor para los Estados Unidos! Jamás hemosocultado nuestros fracasos y fallos en los lanzamientosespaciales, sino todo lo contrario: les hemos dado enormepublicidad. En este orden de cosas, ¿por qué íbamos a

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ocultar ahora el accidente de Fort Marianna, que tienemucha más importancia que cualquier lanzamientoabortado? ¡No, señores, no veo por qué habríamos dehacerlo!

El senador Miller, mientras levantaba airosamente unamano para pedir la palabra, pensó que el general Van Dortera, antes que nada, un perfecto masoquista: sentirsesatisfecho de ver en la televisión al coronel Auruusinenentrevistado por la UP y a las muchachas del burdelcontando su aventura era una pura y simple autoinjuria. Sinembargo, consideró el senador, a pesar de todo, a pesarincluso del gusto del general Van Dort por recibir esputosen pleno rostro, no podía negarse que se trataba de unhombre honesto y un buen dialéctico. Sí, él había sabidollegar hasta la fibra más sensible de la conciencia de todociudadano norteamericano: el temor a la verdad.

—Diga, diga, senador —exclamó el generalinterrumpiendo su parlamento.

—Verá, general —comenzó el senador Miller,levantándose y hablando sin el menor énfasis, sin vestigioalguno de la simpatía que había infundido a su tono cuandose dirigiera, a Fred, el secretario—. Me veo en la necesidadde pedir excusas, porque es evidente que en las pocaspalabras que he dicho antes no han quedado claramenteexpuestas mis ideas, aunque más bien debería decir queparece como si sólo hubiese proferido estupideces. El

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caso es que en ningún momento he pretendido ni siquierainsinuar que hubiésemos de ocultar o sofocar hechos tangraves como los que han tenido lugar en Fort Marianna.,.

—¿ Ah, no? —le interrumpió El MelancólicoEnfermero, es décir, el general Van Dort, que era lo que sepodría llamar un militar de pura raza. Y añadió, en tonosarcás— tico—: ¿Y qué pretendía decir su retóricapregunta de si existía alguna solución que salvase tanto lasvidas humanas como el prestigio de Norteamérica y de susrelaciones internacionales, en una palabra, alguna soluciónque lo salvase todo? ¿Es que se pueden salvar lasconsecuencias sin enfocar u ocultar los hechos y las causasque les dan origen? ¿Cómo lo hace usted, senador? Sientoverdadera curiosidad por saberlo.

Con los fanáticos resulta difícil discutir, y el senadorlo sabía bien. Además, si había algo en el mundo queexasperase a George Miller, haciéndole incluso perder elcontrol de sí mismo, ese algo eran los fanáticos.

—Yo no quiero ocultar nada, general, nunca heocultado nada —estalló el senador, reforzando la ira de suspalabras con un fuerte manotazo sobre la mesa, quesobresaltó a los jóvenes sargentos, atentos sólo a susaparatos—. Lo único que quiero es evitar, si puedo, el quemañana o pasado mañana, todo lo más, sea convocada laasamblea de las Naciones Unidas para discutir el caso delos terroristas cubanos «acogidos» en los Estados Unidos,

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país notoriamente imperialista y pródigo en ayudas a lospaíses más retrógrados y fanáticamente reaccionarios.¿Usted quiere que suceda esto? Pues yo no, no lo quiero.—George, cálmate por favor —intervino el secretario.

—Es fácil decirlo, Fred —contestó el senador Miller,sentándose.

Los arrebatos de ira de George Miller, por otra partepoco frecuentes, no tenían nada de vulgar ni altisonante,sino que más bien resultaban simpáticos, dignos encualquier caso de «un sexy de las public relations» ,desprovistos en suma de todo rencor o animadversión. Enrealidad, el senador podía gritar contra un adversario hastaaturdirlo por completo, sin dejar en ningún momento de daruna impresión de sinceridad, como si dijera: «Te estoyaturdiendo, pero nada de odio.» No obstante, en este casoestaba a punto de sentir un auténtico odio hacia el generalVan Dort.

—Si no adoptamos la solución justa —dijo el senador,a modo de conclusión— haremos estallar un polvoríncuyas proporciones ni siquiera imaginaremos.

El general Van Dort, que permanecía de pie, erguido yaltanero, ofreciendo una imagen que ahora todavíarecordaba más a De Gaulle, profirió en tono jactancioso:

—Jamás he buscado soluciones justas; no soySalomón. Yo sólo busco soluciones necesarias y lógicas.

—La despiedad «lógica» de los germanos fue lo que

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arruinó a Alemania —replicó, cortante, el senador Miller.—Basta ya, George —dijo el secretario, añadiendo—:

Continúe, general.«Escuchemos lo que tiene que decirnos esa sucia

lógica», pensó el senador.—No puedo aprobar de ningún modo el plan del

coronel Faulkner —comenzó a exponer el general VanDort—: está exento de energía y provocaría todas esasconsecuencias que acertadamente ha profetizado el senadorMiller.

«¡Madre mía! ¿Dónde habrá aprendido la palabraprofetizar?», pensó George Miller. ¿Qué desgraciado plan«enérgico» iría a proponer aquel masoquista? ¿Habríasubestimado, tal vez, la inteligencia del general Van Dort?

—Conozco las carreteras de ese Estado —prosiguióVan Dort— y, desde luego, efectuar en ellas un bloqueoque se prolongase durante horas y horas significaría, apartedel caos, un horroroso motivo de publicidad: kilómetros ykilómetros de automóviles parados, las carreterassecundarias bloqueadas... Ni siquiera nosotros, losmilitares, conseguiríamos sacar de allí a los cubanos,aunque ellos se entregaran. Así pues, un «asedio» no es loadecuado en este caso.

—¿Y cuál es? —preguntó súbitamente el secretario,con vivo interés.

—Pues es menester una acción relámpago —dijo,

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solemne, el general—. Propongo que un centenar demarines, distribuidos en dos grupos motorizados, vayan alencuentro de la columna de los cubanos para atacarla conexacta simultaneidad, el primer grupo frontalmente y elsegundo sorprendiéndoles por la espalda. Una vez que hayasido detenida la marcha de los cubanos, el comandante-jefede nuestros marines exigirá la inmediata rendición detodos ellos, así como la liberación de los rehenes, en elplazo máximo de un minuto. Si transcurrido ese tiempo losMCL no han cumplido la orden, entonces abriremos fuegodesde nuestras posiciones sobre ambos extremos de lacolumna. Permítaseme subrayar el hecho de que la acciónno durará más de dos o tres minutos en total. En cuanto a laposibilidad de que los cubanos, como ha dicho el señorBatabano, se muestren decididos a dejarse matar todos, enese caso lo siento mucho pero llegaremos hasta el final:precisamente en previsión de este supuesto podemosorganizar una pequeña flota de ambulancias que siga a lostransportes de nuestros marines, de la forma que altérmino de la operación los muertos y heridos seancargados en ellas con la mayor rapidez, dejando libre lacarretera en cuestión de segundos. Puedo afirmar quecuando todo haya terminado, la interrupción del tráficorodado no se habrá prolongado más de cinco o seisminutos, lo cual contradice rotundamente los temores delsenador Miller, ya que cuando lleguen los periodistas, si es

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que llegan y encuentran a alguien que sea capaz deexplicarles congruentemente lo sucedido, no encontraránnada en absoluto: marines, ambulancias, muertos, heridos ymujerzue— las, todo habrá desaparecido, incluso los Ford.A partir de ese momento les corresponderá a los políticosel explicarle a algún periodista lo sucedido, si es que hasucedido algo. Mi deber consiste tan sólo en facilitar elque ustedes puedan deshacerse de esos cubanos en elmenor tiempo posible.

El general Van Dort miró con gesto dramático el relojy concluyó:

—Son exactamente las siete horas y doce minutos.Bien. Si el señor secretario se decide a aprobar mi planpuedo asegurarle que cuarenta minutos después de que hayaotorgado su conformidad verá resuelta esta enojosacuestión.

«O sea que a las ocho ya podremos estar todosdesayunando», pensó el senador George Miller.

Comenzaba a sentir deseos de comerse aquel revoltijode espinacas con leche que preparaba uno de los cocinerosdel restaurante del Senado, llamado afectuosamente Ha—rriet Stowe, en homenaje a la autora de La cabaña del tíoTom. Era su manjar matutino preferido... Luego pensótambién en que el general Van Dort tenía toda la razón. Sí,era un hombre odioso, pero en aquel caso tenía razón: lasalvación podía consistir en la rapidez, y Van Dort era

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precisamente uno de esos tipos que lo resuelven todo enpocos minutos, aun cuando se trate de. la situación máscomprometida... Como en esta ocasión, en que lo másprobable era que se produjesen treinta o cuarenta muertoscubanos, además de una media docena de cadáveres demarines como mínimo. Pero, eso sí: antes de las ocho lacarretera de Lake City estaría limpia de indeseables, decubanos vivos o muertos, de mujerzuelas, de... Y en cuantoa los periodistas, suponiendo que fueran a enterarse de losucedido instigados por lós rumores que recogiesen de losciudadanos, no encontrarían absolutamente nada, ni tansiquiera una colilla de cigarro cubano, porque el generalVan Dort se habría preocupado incluso de que susmuchachos barriesen la carretera, al igual que hacían losrusos durante la guerra, al principio, cuando se retiraban ytransportaban hasta su retaguardia muertos, heridos, latasvacías de carne americana, en fin, todo lo que pudierainformar a los alemanes de que habían estado allí pocoantes. De este modo las altas autoridades podrían inventartranquilamente la versión que más les conviniera, a ellas y alos intereses de la nación, por supuesto. ¿El MCL? Jamásoímos hablar de eso... ¿Fort Marianna? Ah sí, explotó unabomba incendiaria, sin que por fortuna sucediera nada departicular... ¿El tiroteo entre una columna de camionerosFord y dos agrupaciones de marines al que asistieron losautomovilistas en la carretera de Lake City? Bueno, verán

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ustedes, señores periodistas: en realidad no teníamosprevisto divulgarlo, pues se trataba de una maniobra deataque por sorpresa encuadrada en el vasto plan deejercicios proyectados por el alto mando de nuestroEstado, cuyos resultados no han podido ser mejores... ¿Losmuertos y heridos que aseguran haber visto los testigospresencialés? Oh, no, señores periodistas, nada de eso. Losnuestros son rigurosos ejercicios militares, no escenas deguerra para el cine, con fingidos muertos y fingidosheridos. Es cierto que ha habido un herido, pero uno sólo, yque ha gritado por el dolor que le producía su pierna, rota alefectuar mal el salto desde su unidad motorizada. Así pues,ha habido un grito, pero nada de sangre. Ya saben ustedes,señores de la prensa, cuán propensos a exagerar son lostestigos.

El senador George Miller dirigió su mirada hacia lossaltones ojos del secretario y sintió miedo: la idea delgeneral Van Dort complacía a Fred, era indudable. Claroque ¿quién sería capaz de rechazar una solución que cortabael tumor de raíz y en pocos minutos? Clavó sus persuasoresojos en los de su amigo, como último intento de hacerlecomprender que no debería gustarle la idea del general VanDort, y rememoró algunos viejos recuerdos: sus juegos,cuando niños; sus problemas higiénicos, a los dieciochoaños, por causa de pérfidas muchachas; su viaje a Corea,con la Comisión de las Naciones Unidas, donde juntos

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aplaudieron a Marilyn Monroe, cuando cantó allí para lossoldados; su riña, que les mantuvo apartados durante un parde años, sin que se saludaran siquiera al coincidir en losdiversos centros oficiales de Washington... y, un buen día,su reconciliación. Sí, para el senador Miller no cabía lamenor duda: su amigo Fred votaría a favor del proyectopropuesto por el general Van Dort.

—Bien. Creo que podríamos pasar a la votación deestos dos proyectos —dijo de pronto el secretario.

—Un momento. ¡Por favor, un instante! —irrumpió lavoz del coronel Faulkner, en tono ansioso, mientras leíauna hoja de papel que acababa de tenderle uno de losjóvenes sargentos—. ¡La columna se ha detenido! —Yañadió dirigiéndose al sargento—: Conecte el fono.

Entonces, de aquella especie de bocina de viejogramófono emergió una voz que, en medio de un estrépitode chasquidos, informó:

«BQ Florida 46 repite: detenido objetivo enmovimiento. Repito: habla BQ Florida 46: continúovigilancia completando vuelta sobre objetivo.»

—Dígale que describa todo lo que ve y sin tantomisterio, pues de lo contrario ni nosotros entenderemosnada —le ordenó el coronel Faulkner al joven sargento.Luego, dirigiéndose al secretario, explicó—: Ese que hablaes el piloto del helicóptero.

Instantes después, la voz se hizo oír nuevamente: «BQ

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Florida 46, recibido. La columna se ha detenido a unosnoventa kilómetros de Lake City, se ha detenido apenashace unos segundos. En este momento se están apeando delos Ford algunos hombres...»

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- Saltarás como el tapón de una botella dechampán, esta misma mañana, tan pronto como elinexorable general Van Dort haya descargado sobre tuescritorio una treintena de muertos... Y por más grande yespaciosa que sea tu mesa de trabajo, te aseguro que noencontrarás cajones suficientes donde esconder a todosesos muertos.

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Quizá fuese un error; en la guerra no se pueden tenerflaquezas. Sin embargo, desde hacía un cuarto de hora nocesaba de oírse aquel zumbido que él, Ulisse, sabía que noera tal, al igual que lo sabían cuantos podían oírlo. Habíasacado la cabeza por la ventanilla de la cabina y distinguíaperfectamente el sibilante grito de dolor proferido por unhombre herido en la garganta, por un MCL que permanecíatendido sobre el techo del tercer Ford, entre otros MCLque nada podían hacer por él. El muchacho lo sabía, eraconsciente de que nadie podía ayudarle, v en consecuenciase limitaba a procurar seguir respirando, en medio de undolor bestial y haciendo un esfuerzo que precisamente erael causante de aquel zumbido intenso, ululante.

—Para, Perico —dijo Ulisse, al tiempo que sacaba elbrazo por la ventanilla para dar el alto a los cuatroTranscontinental que iban detrás.

Ulisse comprendía que aquella orden resultabatotalmente incongruente, dadas las circunstancias, y porello Consideró que los conductores de los camiones teníanperfecto derecho a tomarse un poco de tiempo, acerciorarse de que se trataba de una orden y de que debíancumplirla aun cuando no les pareciera lógica.

—Sargento, si nos detenemos nos bloquearán en

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seguida-argumentó, estupefacto, el joven Perico—. Unsolo automóvil puede cortarnos la carretera...

—¡Te ha dicho que pares y vas a parar! —gritó Adela,con los nervios completamente alterados por aquellamento desgarrador que se introducía hasta la cabina delFord.

—Sí, teniente —asintió Perico.La columna se detuvo y entonces, al cesar el rumor dé

los motores, el grito se oyó todavía más inténso yespantoso. Cuando Ulisse descendió del Ford lo primeroque vio fue al sargento Guerra, que se acercaba corriendodesde el último camión.

—¿Qué sucede? —le preguntó el sargento en cuantohubo llegado donde él se encontraba.

—Sargento, haga que se apeen de lós Ford todos losheridos-dijo Ulisse—. Yo, mientras, pararé a algunosautomóviles civiles para que los lleven al hospital máscercano.

El sargento Guerra le miró, con aquellos profundosojos que realzaban la belleza de su rostro cuadrado, yadvirtió:

—Es posible que el helicóptero aproveche esto paraaterrizar en la carretera y bloquearnos el paso, lo cual nopuede hacer cuando circulamos.

Cierto, muy cierto. Probablemente fuese un gran erroraquella improvista parada.

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—Ordene a dos hombres que estén preparados conbombas de napalm: si aterriza lo destruiremos.

—Sargento —dijo Guerra— los pilotos de loshelicópteros son militares norteamericanos.

—Lo siento, pero si el helicóptero aterriza en lacarretera ordenaré destruirlo.

—Sí, sargento.Ulisse se apostó delante del primer Ford para detener

a los vehículos que llegaran por ese lado de la carretera,tras de haber enviado a dos MCL al otro extremo de lacolumna, con el mismo propósito. Pero no pasaba nadie. Elcielo estaba cada vez más oscuro, como si se hiciera denoche en lugar de amanecer, y la radio había anunciado quese acercaba a Florida una perturbación atmosférica,procedente del Atlántico Norte o más exactamente deGroenlandia, la llamada fábrica del mal tiempo, aunque talvez había llegado ya, a juzgar por el intenso color marróndel cielo y por las todavía débiles gotas de lluvia que caían.La radio también había asegurado insistentemente que nose trataba de ningún ciclón, pero los aborígenes de Floridasabían que tales previsiones iban destinadas sólo a losturistas, para que no se alarmasen, y por lo tantopermanecían todos en sus casas, los más prudentesencerrados incluso en sus bodegas con objeto de que elviento no les cogiese desprevenidos. Sin embargo, elviento no aparecía por parte alguna, así como tampoco los

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vehículos que esperaba Ulisse, y el silencio reinante erainsoportablemente denso y amenazador. Los únicossonidos que podían percibirse eran los gritos desgarradoresdel herido y el sordo rumor del helicóptero, que volaba enestrechos círculos por encima de la columna e intentabaacercarse lo más posible a la superficie del suelo, no sesabía si para curiosear mejor o porque pretendía aterrizaren mitad de la calzada.

Finalmente, por el horizonte aparecieron dos faros enlos que Ulisse no tardó en reconocer a un vulgar ydestartalado Dodge tipo furgoneta, más digno de descansaren un cementerio de coches que circular por las carreteras.Esperó su llegada, erguido imperturbablemente, y cuandoel vehículo estuvo lo bastante cerca comenzó a agitar losbrazos para indicarle a su conductor que se detuviera. ElDodge frenó produciendo un sinfín de extraños ruidos, traslo cual se apeó del mismo algó totalmente imprevisible: unmuchacho que no debía contar más de quince años, si esque no tenía diez o doce, moreno y delgado, que vestía uncalzón corto, llevaba el torso desnudo e iba con los piesdescalzos. Era el único ocupante 4el desvencijado Dodge.

—Pero, ¿a ti quién te ha dado permiso de conducir?—te preguntó Ulisse, irritado por la aparición.

¡El único automóvil que pasabay lo conducía un bebéde teta!

—Este trasto nos lo prestaron los Anders —explicó el

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flacucho, que quizá le había tomado por un miembro dealguna nueva policía de tráfico; y, se sentía indudablementeimpresionado por todas aquellas metralletas que veía sobreel techo de los Ford-• Ya teníamos que habérselo devueltoayer, pero se nos hizo tarde porque papá quiso hacer uncargamento más de patatas, y esta mañana él debía llevarloa los Anders, pero anoche bebió demasiado y por eso nopodíá conducirry entonces mamá me ha dicho que lo llevarayo porque ya sé conducir y además lo hago mejor que papácuando há bebido.

Persuasivo y conmovedor, pensó Ulisse, aunque a éltoda aquella historia no le interesaba lo más mínimo.

—Escúchame bien, caro —le dijo, sin siquiera ocurrír— sele llamarlo chico o muchacho—. Ahora cargaremosaquí a unos heridos para que les lleves al hospital máscercano. No te preocupes, también irá con vosotros uno denuestros chóferes, así es que no tendrás más que indicarleel camino. ¿Me has comprendido?

—Sí —repuso el chico con seriedad de adulto—. Yasé que sois soldados y que estáis de maniobras, lo hecomprendido muy bien. También he visto algunos soldadosen el condado de Dangerine. ¿Ha sucedido algo?

Ulisse casi no le escuchaba. Se.giró para mirar hacialos MCL que ayudaban a los heridos a bajar del techo delos Ford, preocupado por la intensidad que ahora habíaalcanzado aquel terrible grito. Luego, con paciencia pero

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en un tono claramente apremiante, dijo:- Sí, estamos haciendo maniobras. Uno de los

camiones se ha salido de la carretera y han resultadoheridos algunos hombres.

—Bueno... Yo los llevaría con mucho gusto, pero ¿porqué no les llevan ustedes mismos? Es que... mire, sargento—sin duda alguna el muchacho era observador,» pues sehabía fijado en las franjas que lucía en el brazo, además delas dos U de plata que evidentemente le tenían fascinado—,si no devuelvo el Dodge antes de las ocho los Andersorganizarán un buen jaleo... —Súbitamente, el chicolevantó la cabeza y exclamó—: ¡Oh! ¿El helicópterotambién es suyo?

—Sí, es nuestro —contestó, seco, Ulisse.En aquel momento Adela, que tan pronto como todos

los heridos estuvieron en el suelo había ido a echarles unvistazo; cruzó la calzada para comunicarle:

—Todo a punto.Pero apenas había pronunciado estas dos palabras

cuando sucedió algo, aunque en realidad, para expresarlocon mayor precisión, dejó de suceder algo. El cielo era deun marrón todavía más oscuro, similar al del caviar decalidad inferior, y el helicóptero seguía girando encima dela columna, como si fuese una mancha gris desplazándosepor todo aquel marrón, apuntando de vez en cuando sumorro hacia abajo, dudando en aterrizar o no en mitad de la

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carretera, en fin, comportándose igual a una gigantesca yrepugnante abeja prehistórica. Sin embargo, a pesar de oquizá gracias al rumor, ahora más intenso, que producíaaquella especie de pájaro de mal agüero, de pronto se sintióla ausencia de aquella cosa, del grito continuado delherido^ que había cesado por completo.

Tanto Ulisse como Adela comprendieron en seguidade qué se trataba y cruzaron corriendo Ja calzada. Losheridos, á quienes habían hecho bajar del techo de los Ford,estaban todos tendidos sobre la sucia superficie de lacarretera, empapada de aquella lluvia que no se decidía aser verdadera lluvia. Uno de ellos, el primero, fumaba uncigarrillo y, a pesar de tener una mano negra por laabundante sangre coagulada que la cubría, sonrió a Ulissecoa amarga deferencia; el segundo se lamentaba y no dejabade sacudir la cabeza, aquí y allá, con contenidadesesperación; el tercero parecía dormir y no daba laimpresión de que tuviese el menor mal; el cuarto estabaevidentemente rpuerto, ya que Adela le había cubierto elrostro, sin disimulos, con uno de esos trapos que seutilizan para limpiar los cristales de los automóviles; elquinto y último...

Acababa de morir, por eso había dejado de gritar. Alllegar junto a él, la teniente Adela se arrodilló en el suelo yapoyó la cabeza sobre el pecho de aquel que hasta hacíamuy pocos segundos había estado gritando sin cesar,

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mientras que con una de sus manos le tomaba el pulso.Pero el muchacho ya no tenía pulso ni tampoco respiraba.Se llamaba Carlos Menocal, contaba diecinueve años, eraascensorista en el Majestic de Miami y hubiese podidohacer una fortuna con las «maduras» adineradas que leofrecían billetes de cien para que las acompañase a sushabitaciones, so pretexto de que temían a las víboras.¿Acaso la Florida no era un país infestado de víboras? Yhabía muerto allí, sobre el asfalto de la carretera Marianna-Lake City.

Ulisse ayudó a Adela a incorporarse. Luego, miróhacia los MCL acurrucados sobre el techo de los Ford, queeran cómo manchas celestes recortadas contra el fondocada vez más marrón del cielo, y echó un vistazo a lacarretera para ver si se aproximaba algún vehículo, bienfuese por el norte o por el sur. Pero no venía nadie: apartede lo temprano de la hora, el tiempo no incitaba a lasgentes a salir, a moverse, y sólo aquel retrasado mental delhelicóptero seguía allí, trazando estúpidos círculos enderredor suyo, por orden de unos superiores todavía másidiotas que él. Resumiendo, que estaban absolutamenteaislados en un lugar como el Estado de Florida, donde eltráfico solía ser siempre intensísimo, y la causa de ello eraun miedo tan intenso que hacía mantenerse a la gente comomuerta: el miedo a algo que podía convertirse de improvisoen uno de aquellos terribles ciclones que hacen volar a los

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coches para dejarlos caer, destrozados, algunas decenas demetros más lejos. Finalmente Ulisse volvió a dirigí1" sumirada hacia lo alto de los Ford, hacia sus hombres, y dijo:

—Necesito un voluntario para conducir la furgonetahasta el primer hospital, con los heridos.

Tuvo que agitar la metralleta, que no había soltado niun solo instante, en un gesto claramente indicativo de quedeseaba verles bajar a todos.

—Quiero que sepáis exactamente el riesgo que vais acorrer —profirió, intentando exponer la realidad de loshechos, en toda su crudeza, a los seis MCL que se habíanalineado frente a él—: seréis apresados por los americanosy no ós considerarán prisioneros de guerra, sino bandidos.Es posible que acabéis en la cámara de gas. Pensadlo bien.

Sin embargo, apenas había terminado de hablar cuandointervino Adela, señalando a uno de los seis muchachos.

—Envíe a éste, sargento —dijo.—¿Por qué?-preguntó Ulisse.Sus fuerzas estaban muy menguadas, pero aún fue

capaz de advertir que la teniente Adela no le tuteaba delantede los demás.

—Está tuberculoso —explicó la teniente antes deañadir, dirigiéndose al muchacho—: Incluso te han hecho latoracoplastia, ¿no es cierto?

El MCL asintió y sonrió satisfecho, tanto por estartuberculoso como porque le habían hecho la toracoplastia.

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Pero sé veía bien a las claras que le costaba un granesfuerzo mantenerse de pie.

—Sube-le dijo Ulisse, señalando el Dodge—.El chicote guiará hasta el primer hospital.

Los heridos y los dos muertos fueron alojados sobreel piso del Dodge, que en realidad, más que el piso de wmfurgoneta, parecía un estercolero; estaba lleno de restos depatatas en fermentación, tierra mezclada con burrajos, pajapodrida, mondaduras de naranjas, trozos de papel deperiódico en descomposición, etcétera, etcétera.

—¡En marcha! —le gritó Ulisse al tuberculoso, que sehabía sentado ya al volante—, ¡Y rápido!

E inmediatamente el Dodge arrancó, suave y veloz—mente, como si fuese un automóvil nuevo.

—Ulisse, mira allí —dijo de pronto Adelá, tuteándoleotra vez.

Miró y vio acercarse, a lo lejos, una caravana devehículos. A través de la atmósfera cargada de humedad, através de aquella luz de crepúsculo nocturno^ se distinguíauna larga hilera de faros encendidos que parecíancorresponder, si la distancia no engañaba, a enormescamiones. Rápidamente, llamó al sargento Guerra.

—Sargento —le ordenó—, si esa columná intentabloquear la carretera tendremos que disparar. Disponga alos hombres y tenga las incendiarias a punto. Délhelicóptero se encarga la Harpey de nuestro Ford.

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Subieron todos de nuevo a los Ford y la columnareemprendió la marcha a-toda velocidad. Por el ladoopuesto, la otra columna seguía avanzando hacia ellos.Tanto los MCL éncargados de las Harpey como los derpáspermanecían expectantes y apuntaban hacia la larga hilerade camiones, que se acercaba con soprendente rapidez.Aquella columna era bastante más, importante que-la suya,pues en total debíañ componerla una veintena de vehículos.Bastaba con que el primer camión se cruzase en lacarretera para que ellos tuvieran que detenerse por fuerza,viéndose inmediatamente rodeados.

—No disparéis si no lo hacen ellos —gritó 'Ulisse, depie, con casi todo el cuerpo fuera de la cabina, dirigiéndosea los MCL que se encontraban sobre el techo dé los Ford.

Pronto pudieron distinguir con claridad a loscamiones que se les acercaban, en realidad, con bastañtelentitud. El primero llevaba una bandera aparentementedemasiado grande, aun cuando el hécho de no ver)a flamearal viento, que soplaba muy débilmente, pocha falsear laapreciación de sus verdaderas dimensiones. Sea comofuere, lo cierto es que Ulisse ya se disponía a dar la ordende atacar cuando, súbitamente, le acometió undesenfrenado acceso de risa.

—¡No disparéis! —gritó otra vez, antes de metersepor completo en la cabina del Ford y añadir, tras habertomado asiendo junto a Adela, miehtras se pasaba una mano

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por la dolorida boca-vfis el Big Circus.En efecto, se trataba de la caravana del Baxter

International Great Circus, compuesta por Una treintena deenormes camiones. Iban de gira y circulaban a no más deveinte kilómetros por hora, llevando todos ellos los farosencendidos— Uno de los vehículos llamó particularmentela atención de Ulisse y Adela: era un Giant HP, el mismotipo de camión que éllos habían despedido apenas treshoras antes, en número de tres, viéndoles emprender lamisma dirección que ahora llevaba aquél.

—¡Eh! ¡Las jirafas!-exclamó Perico con entusiasmo,sin dejar de conducir el Ford, a casi cien por hora, hacia elsiniestro horizonte negro que comenzaba a iluminarse yacon algunos relámpagos.

Sí, de uno de los camiones emergían los largoscuellos de las famosas jirafas bailarinas del Big Circus. Suaparición fue celebrada por todos los MCL instaladossobre el techo de los Ford con tin jubiloso griterío, al cualcorrespondieron los miembros, del circo saludandofestivamente. A los ojos de la troupe circense aquellosmuchachos eran pobres reclutas camino de unasmaniobras..

—¿Cómo estás? —le preguntó Adela a Ulisse encuanto hubo pasado la caravana.

Ulisse Sin dejar de palparse la boca y tocarse losdientes.Sobre todo los incisivos, que le dolían atrozmente,

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contestó:—Como aquel toro negro que no encontró a la vaca

blanca en el lugar de la cita.

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2

El altavoz con forma de bocina de viejo gramófonoprofirió:

«La columna ha reemprendido la marcha y continúapor la carretera que va hacia Lake City. Espero el relevodesde Marianna. Ha empezado a soplar un poco de viento.Espero instrucciones para el caso de que se produzcanfuertes perturbaciones atmosféricas.»

—¡Dígale que permanezca en el aire en tanto noordenemos lo contrario! —gritó el general Van Dort.

—Mi general —le contestó el coronel Faulkner—, hedado ya órdenes para el relevo. El primer helicóptero casino tiene reserva de gas.

El senador George Miller, que permanecía sentado ensu silla tapizada, murmuró, casi dirigiéndose a sí mismoque a los otros presentes:

—Por lo menos ya hemos aprendido dos cosas, y laprimera es que no han disparado contra el helicóptero.

—¿Y por qué habrían de dispararle? —inquirió, conextraordinaria indiferencia, el coronel Faulkner.

—Podían pensar que el aparato está armado deametralladoras, ¿no? Podían pensar que intenta aterrizarpara bloquearles el camino y arrasarles uno tras otro,perspectiva más que suficiente para hacer disparar a

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cualquiera, y no digamos a ellos, que disponen de armascomo las Harpey, capaces de derribar hasta un bombardero.—El senador hizo una pausa, para añadir—: En suma, que lológico sería que hubiesen disparado contra el helicóptero,haciéndolo caer fuera de la carretera para que noobstaculizase su camino. Pero no lo han hecho, y no sóloeso, sino que tampoco le han prestado la menor atención,como si no le hubiesen visto volar sobre sus cabezas. Yesto no es un buen indicio.

Quien ahora intervino fue el general Van Dort, a quienle gustaba muy poco oír de labios de un civil como aquél,que hacía reír apenas abría la boca, especulaciones queincumbían por completo al arte militar.

—¿Por qué? —preguntó el general—. ¿Por qué no esun buen indicio?

—Pues, sencillamente, porque significa que mientrasles dejemos en paz ellos no harán nada, aunque enviemosdetrás de ellos a una división de marines y a diezescuadrillas de cazabombarderos, pero también que estándispuestos a disparar tan pronto como intentemosdetenerles, —El senador Miller miró fijamente a Fred, paraproseguir—: La segunda cosa que hemos aprendido es quesu paso no despierta la alarma de los ciudadanos. Lo dicenlos comunicados del helicóptero, lo hemos escuchado enla propia voz del piloto: los automovilistas que se cruzancon la columna de cubanos les saludan sin la menor

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reticencia, y hasta con entusiasmo, como han hecho losmiembros del Big Circus, creyendo que son soldados dealgún servicio especial, quizá de Cabo Kennedy. Viéndoles,ningún norteamericano con sentido común puede imaginarque esos muchachos de la columna de Transcontinentalvayan a disparar contra nadie. Concluyendo: no despiertanninguna alarma, y esto es un buen indicio.

El senador Miller se cubrió el rostro con las manos yreflexionó intensamente sobre todo aquel asunto. Desdeluego sabía adónde debía llegar, sabía que tenía la solución,y sin embargo no lograba encontrar el modo de vislumbrarel blanco. Se sentía como un Guillermo Tell en laoscuridad, consciente de que en algún lugar cerca de élhabía un hombre con una manzana sobre la cabeza, pero sinpoder ver al hombre ni apuntar a la manzana.

—Son las siete y veintinueve, si mi reloj no estádescompuesto-dijo Van Dort, que no era famosoprecisamente por la cortesía de sus maneras—. Sicontinuamos discutiendo sobre el número de ángeles quepueden bailar en la punta de un alfiler, los cubanosconseguirán de verdad hacer lo que se proponen.

—El general tiene razón —concedió, amable, elsecretario—, debemos tomar una decisión lo más prontoposible, antes de que los cubanos lleguen a zonasintensamente pobladas como Lake City. —Se pasó unamano por las sienes, tan cinematográficamente plateadas,

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añadiendo—: Pero antes de pasar a la votación quisierahacer una breve observación —y el secretario, sinlevantarse, enderezó su postura en la silla—. Creo que eneste episodio interviene un aspecto que no hemosconsiderado hasta ahora. Pongámonos en el lugar de loscubanos: ellos deben llevar las armas que han cargado ensus Ford hasta Key West, para armar a unos hombres queluego desembarcarán en Cuba, y lo más probable es que sehayan hecho absurdas esperanzas de conseguir supropósito, porque saben que nosotros simpatizamos con sucausa, llegando a pensar incluso que les dejaremostranquilos y nos limitaremos a exclamar: «¡Bueno,arreglaos como queráis, nosotros no sabemos nada!» Ensuma, su teoría podría ser ésta: si nos hubiesen pedido lasarmas se las habríamos negado, pero como nos las hanrobado, nosotros refunfuñamos un poco para guardar lasapariencias y no les molestamos. Es una teoría un tantosimplista, aunque nada irracional. ¿Por qué no habríamos detener semejante esperanza? ¿Por qué no habríamos dedejarles que solucionasen nuestros problemas en elexterior?

Las naturalezas como la del secretario, caracterizadaspor un hiperfuncionamiento tiroideo, poseen doscualidades notables: gran inteligencia y profunda intuición,además de ser por lo general sensibles, ansiosas, atentas yprudentes.

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Quizá fuesen todas estas preocupaciones las quemovieron al secretario a continuar hablando.

—Sin embargo —dijo—, a juzgar por sucomportamiento hasta ahora es evidente que, si noconsiguen llegar hasta Key West, cosa que no lograrán,entonces su objetivo será "obtener publicidad, disparando,haciéndose matar todos, creando en resumen una«cuestión» que muy posiblemente sólo podrá ser tratada anivel internacional.

Mientras más se dispare, más muertos habrá y a mayornivel deberán de ser analizados sus problemas, esto estáclaro. Por lo tanto, de la decisión que tomemos depende elque la cuestión de Fort Marianna pueda ser solucionada pornosotros, porque si la decisión no es la adecuada, resultaobvio tendrá que intervenir el vicepresidente o incluso elpresidente. En este sentido el análisis del senador Miller esirrefutable: si nos equivocamos, antes de dos días lacuestión será planteada con carácter de urgencia en laAsamblea de las Naciones Unidas, sin duda alguna, porcualquiera de los muchos Estados «amigos» que tenemosen este planeta a la espera de hacer nuevos «amigos» en laLuna y demás puntos del vasto universo.

Esta vez, el mismísimo Van Dort no pudo evitar unasonrisa al oír la amarga frase del secretario.

—De cualquier forma, hay un par de cosas que nocomprendo —prosiguió el secretario, mirando hacia la

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ventana y comprobando que por ella ya no penetraba sinooscuridad, como si fuese de noche, aunque al menos nollovía—. Los prisioneros, por ejemplo. ¿Por qué no los hanliberado?

—Rehenes —se apresuró a contestar el general.Ante aquella rotunda respuesta, el coronel Faulkner no

pudo por menos que bajar la mirada avergonzado, puescomprendió que su superior acababa de decir una sandez.

—General, no puedo creer que los cubanos deseenhacerse odiosos ante la opinión pública, sirviéndose de los,prisioneros como arma de represalia en el caso de que lesdetengamos —explicó el secretario—. Es más, aunque lesdetengamos, estoy seguro de que no sólo no harán nadacontra los prisioneros, sino que hasta pondrán el mayorcuidado en protegerlos, tanto de nuestras balas como de lassuyas. Por otra parte, están las mujeres, que si bien nopueden considerarse precisamente como virtuosasseñoritas, pues por algo las han encontrado acompañando anuestros soldados, sí que son ciudadanas norteamericanas apesar de todo... y si por casualidad muriese alguna de ellas,los cubanos se con vertirian en monsttuos que utilizan a lasmujeres como escudo. Está claro que lo más convenientepara ellos hubiera sido no tener a ningún prisioneroconsigo mientras llevaban a cabo una operación tandelicada como es la fuga hacia Key West, ya que losprisioneros sólo pueden crearles problemas, aparte de que

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son una especie de enemigo potencial. ¿Por qué los tienen?¿Por qué no los han abandonado en Fort Marianna? Tieneque haber alguna razón, alguna explicación que dé respuestaa estas dos interrogantes.

Las dos preguntas que se planteaba el secretarioestaban perfectamente planteadas, pero ninguno de los allípresentes podía darles la respuesta adecuada. Únicamenteel capitán Acuña hubiese podido explicarles que losprisioneros sabían, porque se lo.había dicho el sargentoHenry Claus al volver a ser encerrado tras su intento defuga, que las armas y municiones obtenidas en la fortalezano se hallaban en los Ford, camino de Key West, comolospropios cubanos intentaban simular, sino én unos Giantsque habían sido estacionados fuéra de Fort Marianna ycargados a través de un boquete abierto en la doble muralla,los cuales, en aquellos precisos momentos, se dirigíanhacia Pensacola, justo en la dirección opuesta a Key West.

—Y hay otra cosa que me desorienta —continuódiciendo el secretario.

La oscuridad y el silenció, sobre todo el silencioreinante en el exterior, le resultaban totalmenteinsoportables alsecretario. Hubiese preferido mil vecesque tronase y lloviese como suele hacerlo en Florida, hastavér entrar el agua por la ventana, antes que aquellaoscuridad ámenazadoramente muda. No obstante, centró denuevo sus pensamientos en el engorroso asunto de los

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cubanos, y añadió:—En Florida existen, y no creo que vaya a desvelar

ningún secreto militar, otros dos grandes depósitos dearmas y municiones. Uno de ellos, Fort Duke, se halla amenos de ciento ochenta kilómetros de Key West y nisiquiera tiene murallas protectoras, sino que está rodeadopor una simple alambrada de espinos. Además, en esedepósito las armas se encuentran almacenadas envulnerables barracones prefabricados, y en cuanto a lasmuniciones, sólo las protegen sacos de arena. ¿Por qué,pues, han ido a buscar las armas a un lugar que dista más demil kilómetros de Cay West? ¿Por qué no han aprovechadola circunstancia de que, tomándolas de Fort Duke, podíancargar, trasladar y embarcar el material en menos de treshoras? Señores, yo nunca pienso que el enemigo sea unestúpido, y por ello creo que la elección de Fort Mariannaresponde a alguna razón inteligente.

Naturalmente que había una razón inteligente, pero pormás que pensaran no podrían dar con la respuesta exacta.Sólo el capitán Acuña hubiese podido ayudarles, de haberestado presente en la reunión, aclarándoles que era inútil ira buscar las armas a un depósito próximo a Key West, apesar de ser éste el puerto que más cerca estaba de Cuba,pues en tal caso no habrían podido hacer la finta de las doscolumnas. En efecto, los Giants y los Ford no hubierantardado en verse embotellados en alguna de las estrechas

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carreteras que cruzan la larga cadena de islotes por dondese llega a Key West. El plan elaborado por los dirigentesdel MCL consistía en asaltar, precisamente, un depósito dearmas que estuviese en la zona más alejada de Cuba y que,al mismo tiempo, permitiese cargar el material con lamayor celeridad en un barco, con objeto de salirrápidamente de las aguas territoriales. Fort Marianna y elcercano puerto de Pensacola eran los puntos ideales parallevar a cabo este plan, pero el secretario delvicepresidente no podía saberlo, aun cuando, a decir verdad,su intuición y su hiperfuncionamiento tiroideo le habíanllevado a intuir alguna sospecha impresa, a formularaquellas interrogantes.

—Ahora —prorrumpió de pronto el secretario, trasuna pausa durante la cual había estado dibujando másmonigotes en su cuaderno de notas—, antes de que elgeneral me recuerde que estamos discutiendo sobre elsexo de los ángeles mientras los bárbaros asolan elimperio.

—No, Fred-le interrumpió el senador Miller—. Elgeneral ha dicho que discutíamos sobre el número deángeles que pueden bailar en la punta de un alfiler. No teconfundas.

—¡Ah! Sí, es cierto —exclamó el secretario,sonriendo con sus grandes y saltones ojos—. Pasemos,pues, a la votación de las propuestas... Aunque tú, George,

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no has hecho ninguna.—Cierto. Sólo he criticado las de los demás. Sin

embargo, ahora tengo una para presentar.—Habla, George. Y sé breve —le recomendó el

secretario, mirando el reloj—, vamos retrasados.

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3

—Escucha, Fred. La idea me la han dado tus palabras—comenzó a exponer el senador Miller, con calma y sinénfasis—. Tú has dicho antes que el objetivo de loscubanos es, naturalmente, llevar las armas a Key West paraentregárselas a sus hombres. También has dicho que, si nologran tener éxito en esto, entonces sú objetivo seráobtener la mayor publicidad posible antes de rendirse, paralo cual organizarán tiroteos por toda Florida, conmoverán ala opinión pública con sus muertos, etcétera, con elexclusivo propósito de llevar su caso ante las NacionesUnidas, en un momento en el que, de verdad, nosotros notenemos ninguna necesidad de acumular problemasinternacionales sino todo lo contrario.

—Bien, ¿y qué? —preguntó con escaso interés elsecretario, mientras miraba de nuevo el reloj.

—Pues que —continuó el senador Miller, con tonoabiertamente jactancioso-si apruebas mi plan los cubanosno alcanzarán ninguno de sus dos objetivos. Se quedarán sinarmas y también sin publicidad.

—¡Ah! ¿Sí? —se sorprendió el secretario, quien aligual que los demás empezaba a sentir la fascinación quesolía ejercer el pequeño senador, aunque quizá por esomismo se mantenía receloso, y en consecuencia preguntó

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—: ¿Y cómo?El senador Miller silabeó su respuesta:—Dejándolos hacer.—¿Qué quieres decir? —inquirió el secretario.Había comprendido la idea, pero quería que George se

explicase mejor, pues así el general también lacomprendería y hasta es posible que estallase.

—Quiero decir lo siguiente —y el senador expuso suplan pronunciando cada palabra como si fuese un profesorde dicción—. Veamos. ¿Qué quieren hacer los cubanos?¿Llegar a Key West? De acuerdo, déjales que lleguen a KeyWest. Sabemos con certeza que si nosotros no lesdetenemos ellos no dispararán, y que si no disparan nohabrá publicidad. ¿Qué quieren hacer en Key West? ¿Cargaren un barco las armas que han robado de Fort Marianna? Deacuerdo, déjales que las carguen. Un barco es la trampaideal. Lo único que tienen que hacer es esperar a que loscubanos se hayan metido en erbarco con las armas, y luegosólo quedará aislar el barco y actuar por sorpresa paracogerlos en las bodegas como topos, sin que ni siquiera lesquede tiempo para disparar un tiro o huir. Además, elescenario no puede ser mejor: en esa especie de callejónsin salida que es Key West no habrá testigos niinterrupciones del tráfico. Nada. Aparte de que laoperación tendrá lugar de noche, pues a la velocidad quevan no creo que lleguen a Key West antes del anochecer.

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Dichp esto, el senador calló y se sentó, cubriéndosesimbólicamente la cabeza para protegerse de la trombaverbal que presumía iba a venírsele encima.

El primero en reaccionar fue, naturalmente, el generalVan Dort, quien acaso por primera vez en su vida seexpresó con brillantez. Mirando fríamente a Miller,estalló:

—Si fuese tan chistoso como algunos senadores diríaque usted, senador Miller, es un miembro del MCL. —Hizouna pausa y se levantó lentamente para añadir, no menoslentamente—: Eso no es un pian contra los cubanos, sinopara los cubanos. Me resulta de todo punto imposibleimaginar siquiera que un puñado de fanáticos y ladronespuedan permitirse atravesar un Estado norteamericano entoda su extensión, llevando prisioneros a oficiales,suboficiales y soldados nuestros, aunque mejor sería hacerjusticia a su condición de forajidos y decir que ios llevancomo rehenes, y realizar todo esto impunemente, sin quenosotros, aun sabiéndolo, hagamos nada para detenerloskunedialtamente.

El senador Miller extendió sus dos manos hacia elgeneral Van Dort, implorante casi, en un gesto tandramático como el resto de su voz al decir:

—¡General! Yo también quiero detenerlos, pero ¿quédiferencia existe entre hacerlo antes de Lake City o en KeyWest? Lo importante es que los detengamos sin efectuar

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un solo disparo, sin que haya muertos, sin que surjancomplicaciones internacionales, ¿no le parece, general?

La respuesta del general Van Dort fueextremadamente solemne.

—Si esos cubanos no han sido detenidos dentro deuna hora —dijo—, presentaré mi dimisión comocomandante— jefe del IME.

—Por favor, señores —intervino el secretario,agradeciendo en su fuero interno la suave brisa que ahorapenetraba por la ventana y le traía el murmullo de una lluviaque aún debía ser muy débil, pues sonaba como aguafluyendo de un manantial—. Creo que ahora ya podemosiniciar la votación. Primero el plan presentado en primerlugar,el plan del coronel Faulkner, al que titularemos «delasedio».

—Señor secretario —dijo el coronel, levantándose enseñal de respeto— Con su permiso desearía retirar mipropuesta.

—Aceptado —repuso el secretario, a quien elmadrugón y la violenta discusión de hacía un momento lehabían alterado los nervios, hasta el punto de que sussaltones ojos comenzaban a parecer inyectados en sangre—. Entonces pasemos a votar el plan del general Van Dort—añadió—, el del «ataque relámpago». ¿Usted, coronel?

Como era de esperarse, el coronel Faulkner levantó lamano, en señal de aprobación.

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—¿Tú, George?El senador Miller sacudió la cabeza y dijo:—No, Fred. Te lo dejo a ti.Y fijó sus ojos en Fred. Quedaba él, la decisión estaba

en manos del señor secretario. Si votaba no, el proyectodel general Van Dort estaría condenado, relegado al olvidoy a la inoperancia. Pero si votaba sí, entonces... entoncestodo habría terminado.

Ninguno de los demás presentes miraba al secretario.Se mostraban discretos y no querían acosarle o distraerleen aquel momento tan difícil de decisión. El continuo yfluido rumor de la lluvia ahogó aquel otro, que produjo ellápiz amarillo del secretario al rodar sobre el planoligeramente inclinado de la mesa: por eso nadie lo oyó,como tampoco oyeron su caída al suelo.

—General, ¿considera usted que nuestroshelicópteros podrán volar y vigilar a la columna cubana coneste tiempo?-inquirió, finalmente, el secretario.

—Sí, señor secretario. En Vietnam vuelan y combatenen condiciones meteorológicas mucho peores.

—Y suplan, ¿considera usted que nuestros hombrespodrán realizarlo, a pesar del mal tiempo, sin el menorretraso o dificultad?

—Sí, señor secretario, se lo garantizo plena yformalmente. La lucha durará poco, apenas cinco minutos.En tan breve tiempo ni un auténtico ciclón podría influir...

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Y ya ve usted que esto no es un ciclón, sino sólo unapequeña cascada del.Niágara: simple agua, sin viento.

En el curso de aquel sucinto interrogatorio se habíaproducido en el rostro del general un curioso fenómeno.En efecto, al igual que un escolar que espera pasar elexamen porque supone haber sido convincente con susrespuestas, el general Van Dort había ido ruborizándoseprogresivamente.

«No, Fred, no lo hagas», pensó el senador Miller contoda lá intensidad de que fue capaz.

Fred levantó una mano y se la llevó a la sien paraalisarse los cabellos, que alli eran casi blancos. Al verlo,George Miller tuvo un estremecimieto que, sin embargo,en seguida se convirtió en un suspiro: el secretario nopodía aprobar el plan del«ataque relámpago» propuesto porel general Van Dort, el secretario no había hecho más quealisarse los cabellos de las sienes, el plan de Van Dort eralo más rudo y lo menos sensible a las exigenciasinternacionales que imaginarse pueda... No, Fred no podíadar su consentimiento a una política tan brutal. V con unnuevo suspiro de alivio, el senador Miller dirigió su miradahacia la ventana.

—Apruebo la propuesta del general Van Dort.Era la voz de Fred, del señor secretario del

vicepresidente. No cabía la menor duda.El senador George Miller volvió sus ojos rápidamente

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y pudo ver la mano de su viejo, de su estimado amigo Fred,aún levantada. ¡Votaba sí!

—George, debes comprender —dijo el secretario,tras bajar la mano—. No puedo dejar correr por todaHonda, cruzando las carreteras más concurridas de losEstados Unidos, atravesando los más populosos centrosurbanos, a esa columna de camiones atestados de armas yde municiones y conducidos por una chúsma de exaltados.—Era evidente que se sentía culpable, y quizá por ello nopudo evitar que se elevase el tono de su voz al inquirir—:¿Comprendes?

El senador George Miller se levantó, en cierto modocon solemnidad, y no es que de pie fuese mucho más altoque sentado, como suele decirse, pero su gesto resultóhasta tal punto solemne que, contra toda previsión, leconfirió mucha más grandiosidad de la que hasta entonceshabía ostentado el general Van Dort con sus casi dosmetros de estatura.

—Sí, comprendo. Claro que comprendo —profirió—.Lo que tú tienes es miedo, miedo de parecer débil.

—No abuses, George. No te excedas —le interrumpióel secretario, cuyos salientes ojos aparecían ahora casitotalmente tojos de la ira.

—¡Pues claro que abuso! —gritó Miller, acercándosea la puerta—. Tienes miedo de parecer débil y de perder tupuesto si dejas a los cubanos hasta Key West. Quieres

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demostrar que eres fuerte y joven, que puedes frenarinmediatamente a esos, fanáticos del MCL con tu puño dehierro. Pues bien, Fred, eres débil y viejo, sí, y por esotienes tanto miedo. Pero saltarás lo mismo, perderás tupuesto de todas maneras. ~ Saltarás como el tapón de unabotella de champán, esta misma mañana, tan pronto comoel ine— xórable general Van Dort haya descargado sobre tuescritorio una treintena de muertos cubanos y,posiblemente, también norteamericanos. Y por más grandey espaciosa qüe sea tu mesa de trabajo, te aseguro que noencontrarás en ella cajones suficientes donde esconder atodos esos muertos a los ojos de Humphrey y de losperiodistas.

—¡George! —le increpó el secretario—. Acaba yacon esto, ¿quieres?

La voz del secretario había sonado extremadamenteangustiada. Conocía bien al senador y en más de unaocasión le había oído clamar, en el Senado, incluso conmayor dureza que ahora. Pero esto era distinto: estabanreunidos en pequeño comité, en aquel cuartucho, y sehallaban presentes dos simples sargentos que fingían noatender sino a sus complicados teléfonos.

El senador George Miller no le contestó siquiera.Salió sin saludar á nadie, con precipitación y

solemnidad, pensando: «Idiotas, cretinos, imbéciles.»Luego del largo silencio que siguió, el secretario

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profirió:—General: le ordeno que ponga en práctica su plan a

partir de este mismo instante.El general Van port miró el reloj y dijo:—Son las siete y cuarenta y cuatro minutos. Hacia las

ocho y media habrá quedado definitivamente zanjadacuestión.

Asá lo espero-coocluyó «¿secretario. Y lo esperaba,sí, lo esperaba fervientemente, aunque por otra parte nopodía arrancar de su pensamiento la picaresca imagentrazada por George: tal vez el general Van Dort le arrojaríasobre su escritorio, alrededor de las nueve y media, unatreintena, de muertos para los que no encontraría cajonesdonde esconderlos.

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4

La teniente Adela le mostró su reloj a Ulisse: señalabalas ocho. La lluvia persistía, copiosísima, aunque el cielose estaba aclarando y, por ello, los faros comenzaban a serya inútiles. También persistía el sordo y odiosamentemonótono rumor del helicóptero. Perico conducía a granvelocidad, pero seguro, de forma que el Ford más bienparecía la lancha capitana de una reducida flotilla, contodos aquellos Ford que lo seguían levantando altassalpicaduras de agua a su paso por la carretera, totalmentedesierta» —Es la hora de telefonear —dijo Ulisse. Enefecto, el capi tán Acuña le había ordenado que a las ochollamase a Pensacola para informarle.

—En ese chalet de ahí es posible que tengan teléfono—comentó Adela.

La pequeña casa se hallaba a pocos centenares demetros, casi junto a la carretera. Ulisse sacó el brazo por laventanilla para indicar al resto de la columna que iban adetenerse. Se apeó prácticamente delante del chalet, cruzóla calzada corriendo bajo la intensa lluvia, saltó la exiguaempalizada que rodeaba la casa y fue a refugiarse debajo dela coqueta pero casi inútil marquesina que cubría el dintelde la puerta, la cual se abrió poco después.

Le recibió un hombre vestido sólo con un pantalón de

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baño, quien viéndole tan vendado y cubierto de esparadrapo,le preguntó:

—¿Han tenido algún accidente?—Sí, ha volcado un camión. Estamos de maniobras —

explicó Ulisse, saludando al hombre como un endurecidoveterano de la milicia. Luego añadió—: ¿Tiene teléfono?

—Sí. Por aquí, sargento —le indicó el hombre conbañador—. Ha recibido usted unos cuantos golpes, ¿eh?

—No, no es nada. Llevamos enfermería en uno de loscamiones y he podido curarme en seguida —contestó,viendo por fin el teléfono adosado a la pared en el pequeñoy oscuro pasillo. Sonrió y dijo—: Debo llamar a Pensacola.

—Yo mientras iré a preguntarle a mi mujer si tienecafé hecho —dijo el hombre, discreto, al tiempo que sealejaba.

—Oiga, ¿Pensacola?—Sí. Pensacola.—He dicho Pensacola dos veces —profirió Ulisse, de

acuerdo con lo convenido previamente como contraseña.—Pensacola, Pensacola —era la respuesta correcta

—. ¿Quién es?.—Sargento Ulisse —dijo, reconociendo en la voz de

su interlocutor al teniente Morán, que después de lanzarlo aél sobre Fort Marianna había ido a Pensacola, en el avión,para preparar tanto la recepción de los Giants como laulterior operación de cargar el material en el barco con la

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máxima celeridad posible. Por eso le preguntó ansioso—:¿Han llegado?

—Hace ya más de una hora que están aquí, sargento —respuso Morán—. Sin embargo, vamos retrasados, puescon esa lluvia no es fácil hacer el traslado. Y a ustedes,¿cómo Ies ha ido?

—rr-Muy bien. No hemos tenido ningún contratiempo—le informó Ulisse, ocultándole lo de los MCL perdidosapenas hubieron abandonado la fortaleza, así como tam—Jbién lo de aquel muchacho que gritaba... ¿Para quéangustiar a los amigos que están lejos? Seguidamente, trasuna pausa, añadió—: La única anomalía es un helicópteroque nos viene siguiendo.

—Sí, lo sábemos.—¿Y cómo se las han arreglado para saberlo?—Además les van a atacar —prosiguió el teniente

Morán, sin responder a su pregunta.—Pero, ¿cómo lo sabe? —reiteró Ulisse,

interrogándose sobre la profundidad que debían alcanzar lassubterráneas redes de información del MCL.

—Les atacarán frontalmente y también por la espalda,con dos columnas de camiones atestados de soldados. Supropósito es destruirles si no se rinden en cuanto lesbloqueen.

¡Vaya! Interesante decisión, sobre todo para quien noformara parte de los destructores, pensó Ulisse.

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—Sargento, ¿no oye? — —Sí, teniente.—Necesitamos aún una hora, sargento —le indicó el

teniente Morán—. Por lo menos una hora, antes de queacabemos de cargarlo todo y salgamos de aquí. Después yano podrán detenernos, aunque los prisioneros les informen.

—De acuerdo, una hora —dijo Ulisse.—Sargento, ¿puede aguantar uná hora más?—Sí,teniente. Claro que sí.Se apoyó en la pared, sintiendo que todo él se

tambaleaba. Era evidente que el efecto de las pastillas y lasinyecciones había llegado a su fin. Lo notabaperfectamente, sobre todo en la cabeza, allí donde lé habíarematado el sargento Claus y allí donde, debajo dé lasvendas, hubiera jurado que tenía un agujero en el que untopo se estaba hartando de carne viva.

—Haga lo que pueda, sargento —añadió Morán convoz enronquecida—. Si résiste, conseguiremos llegar hastael final.

De pronto, a Ulisse le pareció como si el aire deldiminuto pasillo en el que se encontraba resplandeciera lomismo que si acabase de estallar uná bomba incendiaria.Seguidamente cayó al suelo, arrastrando consigo elteléfono, el cual se desprendió de la pared con un secocrujido.

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5

Cuando abrió los ojos se encontraba de nuevo en ladiminuta cabina del Ford, que marchaba, ó mejor dichonadaba bajo la torrencial lluvia. Y esto era lo másImportante: marchar, correr.

—Me he desvanecido, ¿verdad? —preguntó, pensandoen que aquélla era una pregunta de auténtico cretino.

—Te hemos traído en seguida aquí. No te preocupes.Su visión era todavía nublada, pero a pesarle ello pudo

distinguir que Adela tenía una jeringa en la mano.—¿Qué es?—No te interesa. Estate quieto.Y Adela le inyectó en el muslo, a través del pantalón

del mono, todo el contenido.Ulisse tuvo un ligero, estremecimiento. Luego sonrió,

abrió la ventanilla y pudo oír, aún más intenso que antes, elestrepitoso rumor del helicóptero. «Fiel moscardón —pensó—, cumple con, tu deber», y se acordó de losmuchachos que permanecían en el techo de los Ford desdehacía más una hora..De pronto le distrajo de suspensamientos la aparición, por el horizonte de la carretera,de uno de los escasos automóviles que se habían decidido acircular en aquel día. El vehículo se acercaba lentamente ycon los faros apagados, ya que por donde transitaba el cielo

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aparecía, a pesar del diluvio que a ellos les seguía cayendoencima, radiante de sol.

—Adela, mira cuánto falta para el desvío deMónticello —dijo, señalando el mapa que se hallaba sobrela repisa del parabrisas, ya que él no se sentía con fuerzaspara cogerlo.

—Llegaremos dentro de cinco minutos, sargento-indicó Perico.

Dentro de pocos minutos, pensó, y él seguía estandohecho una verdadera piltrafa. Si no se recuperaba pronto...

—¿Tienes algo para beber, Adela?Ella buscó en el reducido armario situado en la parte

posterior del habitáculo, repleto de paquetes de algodón,frascos de alcohol, tubos de pastillas, etcétera, y por finencontró un botellín de whisky. Se lo pasó, ya abierto.

—Gracias-dijo él.E inmediatamente se llevó el botellín a la boca para

beber un sorbo tras otro, casi sin detenerse a respirar, hastaque Adela se lo arrebató de las manos. Pero él ni siquierase percató, pues tenía toda su atención fija en el espejoretrovisor, donde pudo ver reflejada la columna, el resto deaquellos cuatro Ford que navegaban en medio de la intensalluvia, y también las pálidas pero inflexibles figuras de losMCL que se amontonaban sobre su techo. Luego desvió lavista y todavía tuvo tiempo de leer el cartel que anunciaba, aun lado de la carretera: «A Monticello 1 milla.»

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—Pásame el mapa, ¿quieres?-solicitó.Adela se lo dio desplegado ya por la zona que les

interesaba, y él miró: Monticello era un interesante nudode comunicaciones. Antes de entrar en la ciudad, lacarretera se dividía en cinco ramificaciones que llevaban,una a Monticello, como es natural, otra al oeste, a St.Augustine, la tercera al este, a Honey, la cuarta hacia el sur,costeando hasta Brooksville, y la última, que era unaespecie de camino por el que se llegaba a Lake City.

Ulisse comenzó a sentirse mejor. Sonrió y luego agitóel brazo, fuera de la ventanilla, para indicar al resto de lacolumna que se detuvieran: habían llegado a la encrucijadade caminos. Continuaba lloviendo torrencialmente pero,sin embargo, el surco abierto en el cielo por el sol, allá alfondo, se estaba haciendo cada vez más ancho y luminoso,de forma que la húmeda superficie de la carretera brillabaahora con un resplador que ya podía considerarse comodiurno.

—Quédate aquí, Adela. En seguida reanudaremos lamarcha —dijo.

Se apeó y, llevándose una mano a la frente paraproteger sus ojos de la lluvia, miró al helicóptero. ¡Quéadmirable ejemplo de constancia!... Si al menos disparase,pensó. Pero no, se limitaba a vigilarles, a seguirles y adescender sobre ellos en cuanto se detenían, como siquisiera comprender el porqué de aquellas paradas

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imprevistas.El sargento Guerra se le acercó corriendo y preguntó,

inquieto:—¿Sucede algo?—No, sargento. Todo va bien —repuso Ulisse—.

Vamos a empezar la parte final del plan. Divida a sushombres entre los cuatro Ford y ordene que cada uno deellos siga una carretera distinta: el primero haciaMonticello, sin entrar en la ciudad, sino rodeándola ysiguiendo adelante; el segundo hacia Saint Augustine; eltercero en dirección a Honey; y el último haciaBrooksville. Dé las órdenes inmediatamente, que vamos aser atacados.

Era exacto: las dos columnas que el general Van Dorthabía enviado sobre ellos estaban a menos de diezkilómetros, la una proveniente del sur y la otra deTallahassee.

—Ordene que, si les atacan, resistan. Que disparen alos neumáticos, al aire, adonde quieran, pero no contra losnorteamericanos —continuó explicando Ulisse al tiempoque hacía una breve reflexión sobre lo absurdas que sonalgunas órdenes-fi Que arrojen bombas de humo, no de lasincendiarias, que organicen todo el escándalo que quieran ypuedan: debemos ganar tiempo. Dígales a los hombres quenecesitamos aún una hora y que es preciso retrasar almáximo el descubrimiento de que nuestros Ford están

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vacíos, así como la revelación por los prisioneros de quelas armas y municiones viajan en los Giants.

De pronto Ulisse se percató de que había cesado dellover. Además, se sentía ya bastante mejor. Y entoncesfijó su atención por un momento en el sargento Guerra, quehabía despertado su admiración al escuchar todas aquellasinstrucciones con la mayor impasibilidad del

mundo, como si fueran rigurosamente lógicas ynaturales.

—Sí —contestó lacónicamente el sargento Guerra.—Otra cosa: después de las nueve ya pueden quitarse

todos el mono y desaparecer, uno por uno, como haordenado el capitán Acuña.

—Sí —reiteró el sargento Guerra.—Y en cuanto a los prisioneros, antes de ponerlos en

peligro es preferible rendirse. Esto es lo más importante:que no les suceda nada a los prisioneros, ¿entendido?

—Sí.Ulisse le tendió la mano y concluyó:—Buen viaje.—Buen viaje —le deseó a su Vez el sargento Guerra.En el transcurso de la conversación se había detenido

al otro lado de la carretera un-anticuado Chevrolet, unvehículo que se hallaba muy lejos de estar en buenascondiciones y a través de cuyas ventanillas curioseaban unracimo de rostros de hombres', mujeres y niños. Ulisse se

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dirigió hacia el automóvil tan pronto.como se hubodespedido del sargento Guerra, e hizo tan enérgicasindicaciones a sus ocupantes, instándoles a proseguir sucamino, que éstos se pusieron en marcha sin replicar,como si fuesen obedientes escolares. Después, élpermaneció de pie en mitad de la calzada, notando querecóbraba sus fuerzas con inusitada celeridad. Asistió á lamaniobra de los Ford y dirigió a cada uno de ellos un gestode saludo, al verles enfilar las distintas carreteras. Aquelladispersión muy bien podía parecer una desbandada, y ésaera la impresión que debía dar. Finalmente elevó sus ojos alcielo para mirar qué hacía el helicóptero: le vio dibujarcírculos más amplios y a, mayor altura, en un intento dedominar la situación y comprender adónde se dirigían losFord.

—Buen viaje también a ti —le deseó Ulisse,, agitandoun brazo y pensando que por más valiente y fiel que fueseno podría seguir cinco direcciones distintas.

En aquel mismo instante^ en Washington, el, generalVan Dort escuchabá el informe del piloto y comprendíacon toda claridad que había perdido la batalla,, así comotambién su prestigio. Aunque hubiese tenido a sudisposición regimientos enteros, cuando los hubierareunido y expedido hacia Monticello, Brooksville, Honey...habrían pasado ya un montón de horas, la televisión y laprensa estarían enteradas de todo» y Su promesa de liquidar

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el asunto en cuarenta minutos no sería más que una puerilfanfarronada... Sí, era obvio que había perdido. Pero, ¿cómoiba a imaginar él que la columna se dispersaría de aquelmodo? ¿Adónde llevaban los Ford las armas y municionesque tanto trabajo les había costado obtener?

Ulisse se acercó a su Ford para decir:—Perico, déjame conducir a mí.Y se sentó al volante, notando que otra vez empeoraba

su estado físico. No le dijo nada a Adela, más bien leaseguró que se encontraba perfectamente. Ahora el cieloestaba despejándose con mucha rapidez para dejar paso alsol, lo cual le obligó a bajar la visera protectora del para*brisas. Echó un vistazo al espejo retrovisor y comprobóque se hallaban absolutamente solos, pues hasta elhelicóptero había desaparecido. ¿Cuánto duraría aquellatranquilidad? ¿Hasta cuándo daría resultado aquellaartimaña estratégica? Él sabía que los norteamericanosnecesitarían al menos una hora para adaptarse a la nuevasituación... si es que acertaban a digerirla siquiera. Sinembargo, era mejor no hacerse ilusiones y pensar en laforma de abandonar lo antes posible la ruta de Lake City.Esto era lo primero que debía hacer, pues no tardarían enaparecer las dos columnas de transportes atestados demarines, que pretendían empanarles literalmente. Sí, eraevidente que debían salir de la carretera y esconderse.

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6

Salir de la carretera en los tiempos modernos no escosa fácil pi muchísimo menos: a los lados de la calzada,flanqueándola, acostumbra a haber fosos, guardarraíles oredes metálicas que impiden descender libremente a losprados... No obstante, ellos tuvieron la suerte de que allí aohabía prados ni nada por el estilo, sino un magnífico campode naranjos. En Florida, los naranjales son tandesmesurados como en California, y consisten enkilómetros y más kilómetros cuadrados de una geométricajungla arbórea en la que a veces se pierden los niños, razónpor la cual en los inmensos tableros que son los plantíoshay instalada una red de teléfonos adosados a pequeñospostes, y los capataces, en la época de la recolección defrutos, se ven obligados a usar walkie talkies. Por otraparte, cada uno de esos campos, que se asemejan a enormestableros de ajedrez, está dividido en cuadrados decuatrocientos o quinientos metros separados entre sí porestrechos caminos que facilitan la circulación de loscamiones y que van a dar todos directamente a la carretera.

Así pues, no se vieron en la necesidad de aventurarsecampo a dentro para esconderse, porque les bastó conforzar una de las modestas, débiles y desvencijadas barrerasde madera que prohiben la entrada en los naranjales.

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Después, sólo tuvieron qiie borrar las huellas, dejarlo todocomo estaba y recorrer un centenar de metros para hallarsecompletamente a cubierto. Nadie podría descubrirles desdela carretera, estaban seguros de ello, pero sin embargocontinuaron avanzando lentamente por entre la altatrinchera vegetal, en la que todavía no se apreciaba elmenor indicio de frutos aunque sí que se percibía aquelcaracterístico, delicado y amargo aroma de las naranjas.

Ulisse detuvo y apagó el motor del Ford. El caminoseguía hasta perderse en el horizonte, en medio de laespesura de naranjos, como si fuera un surco bordeado porlas dos rectas hileras de árboles iluminados con los rayos,del espléndido sol que ahora lucía en el cielo. Lo másprobable era que desembocase, allá al fondo, en otracarretera secundaria.

—Bajad —gritó Ulisse, dirigiéndose a los hombresque se encontraban sobre el techo del Ford—. Descargad laHarpey y todo lo demás y metedlo dentro.

Respiró, notando que le resultaba penoso aspirar elaire, sin saber muy bien por qué.

—Siéntate —le dijo Adela, pensando que losexcitantes ya no surtían efecto, después de tantas horas,como él mismo comprendía muy bien—. Siéntate en elsuelo y apoya la cabeza en esa estaca.

En los límites de cada uno de los cuadrados en que sedividían los enormes tableros de naranjos había, como si se

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tratase de mojones, unas pequeñas estacas con un carteldonde se indicaban las coordenadas del cuadrado, por asídecirlo. El cartel de la estaca en la que Ulisse apoyó sucabeza rezaba, por ejemplo: «R2 (B136 Sun)». ¡Qué bellapalabra aquella, sol, aun estando rodeada de números ysiglas!

Los MCL descargaron, obedientes, la Harpey, lasmetralletas y las municiones, para volver a cargarlo todoseguidamente en el interior del vacío Ford.

—Ahora quitaros el mono —les dijo Ulisse cuandohubieron terminado, sin dejar de apoyarse en la estacadonde estaba escrito aquel «R2 (B136 Sun)», inscripciónque parecía emerger de los vendajes de su cabeza,ofreciendo una curiosa estampa de conjunto.

¡Qué bien se encontraba allí, junto a Adela, tomando elsol e impregnándose de aquel calor benefactor que secabala humedad de la tierra y esparcía un agradable aroma defrescura!

Los muchachos, ocho en total, incluido Perico, secolocaron en fila y se despojaron todos del mono con nopoco disgusto. Sus cuerpos, extraordinariamentebronceados por el sol, aparecieron entonces vestidos conlas más dispares indumentarias, aunque por supuestoninguno de ellos hubiera podido ser confundido con uncampeón de la elegancia... ¡Con decir que uno sólo llevabauna especie de calzoncillos! Claro que tampoco era el

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momento adecuado para tener en cuenta las sutilezas...—Dispersaros y permaneced escondidos hasta la

noche —concluyó Ulisse—. Después, amparaos en laoscuridad e intentad llegar a Lake City... Ya sabéis dóndetenéis que ir. Todo está preparado... ¡Ah! Y no vayáis másde dos juntos ni tampoco os dejéis ver, aunque os muráisde sed. Si queréis beber hacedlojen los charcos,¿entendido? Buen viaje.

—¿Usted no viene? —fe preguntó Perico, quien seprotegía los ojos del sol usando de una mano a modo devisera.

—No, yo no voy —repuso Ulisé, sintiendo que u›dosu ser gozaba de aquel perfume amargo y picante a la vez,que además de procurarle un indecible bienestar parecíaregenerar las fuentes de sus perdidas energías. Y tras unabreve pausa añadió—: Marchaos ya, muchachos. En estosinstantes el barco con las armas estará zarpando del puertode Pensacola, y en consecuencia no tenemos nada más quehacer aquí. Ya habéis cumplido Inmisión que osencomendaron y demostrado cuánto valéis. Vuestrocomandante puede estar orgulloso de teneros a su servicio.Andad, marchaos de una vez.

Durante unos segundos la duda les mantuvo a todosquietos, como estáticos. Pero en seguida se recobraron y,sin saludar, sin sonreír siquiera, comenzaron a dirigir susinciertos pasos hacia la carretera, por entre los naranjos.

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—No, no, muchachos. Por ahí no —gritó Ulissesúbitamente—. Debéis esparciros ponía plantación yesperar a que caiga la noche... Os aseguro que nadie alveros tendría la impresión de que sois precisamente unoscolegiales que regresan de una excursión.

Obedecieron, tan vacilantes como antes, y no tardaronen perderse todos en la selva de naranjos, cuyas hojas,cargadas de gotas de agua, producían un vago murmullo delluvia al pasar ellos y sacudirlas. Ulisse hubiera jurado enaquel momento que se marchaban disgustados y frustrados,en una palabra, decepcionados porque todo hubieraterminado. Y es que él mismo se sentía así.

—Duerme —le dijo Adela en cuanto se quedaronsolos—. Si consigues dormir te encontrarás mejor.

Sí, claro que lograría dormirse al amparo de aquellaatmósfera de sol y sombra que sabía a naranja amarga, ymirando el celeste cielo, que le llenaba los ojos porencima del intenso verdor de las plantas, como si se tratasede un salto de cama celeste... No, no se llamabaQueteimporta, su nombre era Anna y le había dicho quepara una mujer existe otro modo de morir: hacer de puta, elmedio que ella había elegido. Pero, ¿por qué lo habíaelegido? No lo sabría nunca. Y ahora, sumido en el sopordel sueño, se daba cuenta de ello, así como también de queno podía preguntar nada más, de que debería conformarsepara siempre con aquel nombre que se repetiría a sí mismo

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de vez en cuando, sí, ocasionalmente, como en estosmomentos. Sólo le quedaba un nombre.

—¿Qué hora es? —preguntó de pronto.—Las diez y cuarto —contestó Adela.Se despertó súbitamente, sin parecerle que hubiera

dormido, y sintió, el sol quemándole como si fuera acocerle vivo. Por fortuna, el penetrante aroma de frutaverde seguía allí, impregnándolo todo, y lo mismo podíadecirse de la mirada de Adela. Los ojos de ella habíanvigilado su sueño y ellos fueron lo primero que vio al abrirlos suyos.

—Prueba a levantarte —le dijo ella.Supuso que podría hacerlo sin demasiadas dificultades

pero cuando lo intentó tuvo que apoyarse con ambas manosen el suelo para conseguirlo.

—¡Ya está! —exclamó» una vez se halló en pie.Palpó el bolsillo del mono donde debía estar lo que

buscaba y lo encontró: la Luger seguía allí. Luego sedesvistió sin pedirle a Adela que se volviera de espaldas,como había hecho cuando aún no tenía confianza con ella, ysu magullado cuerpo quedó cubierto sólo con una camisetablanca y unos calzoncillos azules. Cuando se hubo puestolos pantalones que previamente había preparado, y guardadola Luger en el bolsillo posterior de los mismos, dejó que leinvadiera el desértico silencio del naranjal, pensandocuántos días podrían pasar sin que los capataces fueran a

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inspeccionar en sus motocicletas el estado de losincontables naranjos que superpoblaban aquellos campos.Finalmente se acordó del motivo por el cual estaban allí, ély Adela, solos, y sin darse cuenta mencionó aquello.

—Quizá ya han llegado —dijo.Y, efectivamente, habían llegado ya. Sí, en aquel

mismo momento un barco cargado de armas y municionessuficientes para equipar a un millar de hombres, navegabafuera de las. aguas territoriales de los Estados Unidos. Elasalto a Fort Marianna había sido un éxito total y absoluto:nadie podría impedir que las armas llegasen a su destino, nisiquiera el general Van Dort, que si bien consiguióbloquear a dos Ford Transcontinental, aún seguía buscandoa los otros dos y había perdido la esperanza de poderencontrar el quinto, precisamente aquel que se hallabaoculto entre los naranjos.

—Ahora quítate tú también el mono —dijo Ulissedirigiéndose a Adela-...Y espero que lleves algo debajo.

—Por desgracia, sí que llevo —replicó ella.Se despojó del mono y, cubriendo sucintamente su

cuerpo, aparecieron una camiseta de algodón celeste y unslip. Así vestida se dirigió hacia la cabina del Ford, dedonde salió instantes después luciendo una falda negra.

—¿Te acuerdas de aquella canción que le gustaba alcapitán Acuña? —le preguntó—. La cantaba Nancy Sinatray se titulaba Estas botas son para caminar, ¿recuerdas?

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Sí, naturalmente que la recordaba.—Debemos andar mucho —contestó Ulisse—. Hasta

Lake City. También nosotros tenemos que ir allí siqueremos estar a salvo.

Y pensó que las botas eran para caminar, ¿no?

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