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Galilea Segundo - El Seguimiento de Cristo

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SAN PABLO

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Colección

COMUNIDAD Y MISIÓN AFECTIVIDAD Y VIDA RELIGIOSA

Autores varios APORTES DE LA SICOLOGÍA A LA VIDA RELIGIOSA

Alvaro Jiménez Cadena CAMINOS DE MADUREZ SICOLÓGICA PARA RELIGIOSOS

Alvaro Jiménez Cadena CAMINARE EN PRESENCIA DEL SEÑOR

Benigno Juanes, 3a. ed. CUANDO LOS SANTOS SON AMIGOS

Segundo Galilea, 2a. ed. DEJA SALIR A MI PUEBLO

Murilo Krieger EL RELIGIOSO EDUCADOR EN LA ESCUELA CATÓLICA

Miguel Lucas Peña ESPIRITUALIDAD MISIONERA

Luis Augusto Castro HACIA UNA SICOLOGÍA DE LOS VOTOS

Jaime Moreno Vmaíta LA SOMBRA DE DIOS ES TRANSPARENTE

Pablo L. De Marcos, 2a. ed. LOS RELIGIOSOS Y LA EVANGELIZACION DE LA CULTURA

Miguel Lucas Peña PRESENCIA DE MARÍA EN LA VIDA CONSAGRADA

Jean Galot. 2a. ed. SICOLOGÍA Y VIDA CONSAGRADA

Salvador López, 3a. ed. VIVIR CON CRISTO

Jean Galot, 2a. ed. LIBERACIÓN DE LA MUJER

Delir Brunelli SER MUJER: MÍSTICA. ETICA, SIMBOLOGIA, PRAXIS

Ana Roy EL SEGUIMIENTO DE CRISTO

Segundo Galilea, 6a. ed.

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Segundo Galilea

El seguimiento de Cristo

SAN PABLO

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Sexta Edición

© SAN PABLO 1993 Distribución: Departamento de Divulgación Carrera 46 No. 22A-90 Calle 170 No. 23-31

FAX (9-1) 2684288 A.A. 100383 - FAX (9-1) 6711278

Santafé de Bogotá, D.C. - Colombia

ISBN: 958 - 607 - 431 - 5

Presentación

F l - / s t a s paginas no quieren ser una sínte­

sis de cristología. Tampoco una presentación sis­temática de espiritualidad, ni de la mística cris­tiana que debe acompañdr la evangelización. Pero son un poco de todo eso: se trata más bien de conferencias espirituales, dadas aquí y allá, en dife­rentes lugares y ante diferentes auditorios. Estas conferencias están recopiladas bajo un tema central: el seguimiento de Jesús. Nos parece que esta noción nos lleva a la raíz del cristianismo, y debería estar en la base de los movimientos de renovación espiritual. Encontrar a Jesucristo desde el fondo de la desconcertante realidad que nos rodea, seguirlo por el camino del Evangelio hasta la contemplación del Padre, más allá de todas las realidades, son el desafío a la fe de nuestra generación. Dedico estas páginas a la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo privilegiado en el seguimiento de Jesús.

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Conversión y Seguimiento

kJimón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Sigúeme... cuando eras joven... ibas donde querías; pero cuando te hagas maduro... Otro te llevará donde no quieras".

(Jn 21).

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El cristianismo es sobre todo seguimiento de Cristo

Nos sucede a menudo que los árboles no nos dejan ver el bosque. Eso también suele acontecer en la espirituali­dad. Para muchos católicos, esta palabra evoca multitud de exigencias, de iniciaciones, de nociones teológicas, que terminan por encubrir su núcleo simple y esencial. Otros parecen confundir tal o cual "árbol" importante con el "bosque". Identifican la espiritualidad (y hablar de espiri­tualidad es hablar de vida cristiana), con la oración, o con la cruz, o con la entrega a los demás...

El Evangelio nos revela la raíz de toda espiritualidad, y nos devuelve la exigente simplicidad de la identidad cristiana. Nos enseña que ser discípulo de Jesús es seguirlo, y que en eso consiste la vida cristiana. Jesús exigió fundamentalmente el seguimiento, y todo nuestro cristianismo se construye sobre nuestra respuesta a esta llamada (cfr. Mt 8, 18-22; Mt 9,9; Mt 10, 38; Mt 17, 24; Mt 19,21,28; Me 1,17,18; Me 3,13,14;Lc 14,25-27; Jn l ,43 ;Jn8 , 12;Jn 10, l -6 ,27;Jn21, 15-22, etc.) . Desde entonces la esencia de la espiritualidad cristiana es el seguimiento de Cristo bajo la guía de la Iglesia.

Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Es Jesús quien nos pregunta si lo amamos, nosotros que responde­mos que sí, El quien nos invita a seguirlo. ("Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Entonces sigúeme..." Jn 21). Eso es todo. Así de simple. Ignorantes, llenos de defectos, Jesús nos conducirá a la santidad, a condición de que comence-

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mos por amarlo, y que tengamos el valor de ir en su seguimiento.

El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento. Sólo ahí se verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que es la raíz de todas las exigen­cias cristianas, y el único criterio para valorar una espiri­tualidad. Así, no existe una "espiritualidad de la cruz", sino del seguimiento; seguimiento que en ciertos momen­tos nos exigirá la cruz. No existe una "espiritualidad de la oración", sino del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la oración de Aquel a quien seguimos. No existe una "espiritualidad de la pobreza", sino del segui­miento. Este nos despojará, si somos fieles en seguir a un Dios empobrecido. No existe una "espiritualidad del com­promiso", pues todo compromiso o entrega al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió Jesús.

El seguimiento es conversión

Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de Cristo es hablar de conversión, de "venderlo todo", en la expresión evangélica, con tal de adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt 13,44-46). Sólo Dios puede exigir un seguimiento así, y es que seguir a Jesús es seguir a Dios, el único Absoluto.

Todo cristiano sabe lo que es la conversión: adecuarse a los valores que Cristo enseñó, que nos arrancan del egoísmo, la injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el fundamento de toda fidelidad cristiana, en la vida personal, en el apostolado o en los compromisos sociales, profesionales y políticos. Ella nos arranca de nuestros "encierros" y nos conduce "a donde no quería­mos", en el seguimiento de Cristo.

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Autonomía de la conversión

No siempre se tiene conciencia de la autonomía de la conversión. Esta exigencia evangélica, universal, no está ligada al grado de instrucción o de cultura, ni a ninguna posición social. No está ligada al poder, ni a la riqueza, ni al saber. Ni a ningún tipo de actividad, compromiso o ideología. No existen "profesionales" ni "clases" de con­vertidos. Ni aun el hecho de ser religioso, obispo o cardenal, supone necesariamente el hecho de la conversión, que tiene exigencias autónomas.

Todo cristiano, cualquiera sea su posición profana o eclesiástica, está llamado permanentemente al dina­mismo de su conversión, en el cual no hay privilegios o acepción de personas, y que depende radicalmente de una respuesta a la llamada de Cristo. Esta respuesta condi­ciona todo proyecto humano y eclesial, y es la única verificación auténtica de cualquier compromiso: "En el día del juicio muchos me dirán: Señor, Señor, profetiza­mos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos los demo­nios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Yo les diré entonces: no los reconozco. Aléjense de mí todos los malhechores".

"Pero el que escucha mis palabras y las practica, es como un hombre juicioso, que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca..." (Mt 7, 22-25).

Itinerario de la conversión

Tampoco somos siempre conscientes del itinerario de la conversión; de su dinamismo crítico. No hay una sola llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada una más exigente que la anterior, y envueltas en las grandes crisis de nuestro crecimiento humano-cristiano. La conversión

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es un proceso que nos interna en el radicalismo evangélico de nuestro "mundo" para vivir en el éxodo de la fe y del seguimiento del Señor.

El camino de conversión de Pedro

El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos de Jesús. Tal vez con más relieve que en otros en el éxodo espiritual de Pedro.

Podemos situar la conversión de Pedro al seguimiento de Cristo a partir de la pesca milagrosa que nos relata S. Lucas (5,1-11). El texto es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una gran multitud, desde una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre sus auditores estaban Pedro y algunos otros futuros Apóstoles. Hasta el momento habían seguido a Cristo de lejos, en medio de sus trabajos de pesca, sin haber sido llamados todavía a su seguimiento más radical (Jn 1, 35-42).

Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo han hecho durante la noche sin ningún éxito. Pedro, haciendo confianza en la palabra de Cristo que ya había aprendido a aceptar, vuelve al lago a echar las redes. La pesca es extraordinaria, y vuelto a tierra, Pedro se da cuenta de que tiene ante sí a alguien que es más que un sa­bio predicador. Esto contrasta con la conciencia de sus miserias, y desencadena en él un conflicto. Arrodillado ante Jesús le pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la conversión: "No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres".

Pedro se entrega a Cristo. El signo de su conversión y la de sus compañeros es que "lo dejaron todo y siguieron a Jesús" (Le 5, 11).

A primera vista parece la conversión total. Pero a través de las actitudes de Pedro en el transcurso de la vida pública de Jesús, podemos percibir que su itinerario como

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convertido estaba en sus comienzos. Hay en él mucha generosidad, entusiasmo, impulsividad y amor sensible al Señor. Pero también hay exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades. Su idea de Cristo y del Reino a los que se había entregado era aún superficial. Su compro­miso tenía la ambigüedad de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no era sólo un Maestro, un religioso, sino también el Mesías temporal que liberaría Palestina. Sólo al promediar los tres años de ministerio, Pedro reco­noce en Jesús al Hijo de Dios (Mt 16,16), pero la natura­leza del Reino se le escapa; "pescador de hombres" tuvo para él y sus compañeros la noción de una empresa tempo­ral, en la que ejercerían influencia y autoridad. Por eso discuten sobre los primeros puestos (Mt 20,21; Me 9,34), y hasta la hora de la Resurrección esperan la restauración de Israel (Hch 1,6).

Por eso Pedro experimenta una creciente dificultad en comprender la naturaleza del seguimiento. Cuando Jesús habla de la cruz, se escandaliza (Mt 16,22). Es incapaz de aliviar a los endemoniados, como su Maestro, porque aún no ha entendido el valor de la fe y la oración (Me 9, 14-29). Durante las horas de la Pasión, experimenta sus límites en forma dramática, y toda la precariedad de su compromiso y de su conversión. Lleno de fervor sensible, había anunciado que él no abandonaría al Maestro, aun­que los demás lo hicieran (Mt 26,33-35). Horas más tarde negaba y traicionaba a su Señor reiteradamente.

Para Pedro, ésta fue una grave crisis. Le hizo com­prender hasta qué punto su conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras humanas se derrumbaron.

Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a una conversión más madura y decisiva. La escena corresponde a los relatos de la resurrección, y la trae S. Juan en el cap. 21,1 -19. Es muy semejante a la del primer seguimiento. El lugar es el mismo —el lago de Galilea— y las circunstancias muy parecidas. Pedro y otros Apóstoles están de pesca, y no han cogido nada en

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toda la noche. Al amanecer, Jesús desde la orilla les ordena echar la red a la derecha, y pescan un número enorme de peces grandes. Luego se reúnen con El a la orilla para comer.

Al final de la comida Jesús se dirige nuevamente a Pedro, y le hace, al igual que años atrás, la llamada a seguirlo. Esta vez, en forma de una triple pregunta: "Simón, ¿me amas más que estos?... Sí, Señor, tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos" (Jn 21, 15-17).

Pedro ha sido capaz de superar sus crisis, y de decir "sí" a Jesús, pero éstas le han enseñado mucho. Le permi­ten una respuesta madura, más honda y cualitativamente diferente que tres años atrás. Aparentemente, ha perdido entusiasmo, y la generosidad sentida y espontánea de entonces. Ya no se atreve a afirmar —como lo hubiera hecho antes de la Pasión— que él quería a Cristo más que los otros.

Hay en él la conciencia acumulada de sus límites y fallas, lo cual lo ha hecho más humilde, y por eso su entrega ahora no se basa más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha llamado. Parece menos entusiasta y entregado, pero en realidad ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un Reino que no es de este mundo y que se construye en la fe. Pedro está maduro para seguir a Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la madurez y la profundidad de la vida de fe. Antes había dejado su casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había entregado a sí mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio: "Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas donde querías. Pero cuando te hagas maduro, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará donde no quieras" (Jn 21, 18).

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El proceso de conversión cristiana

El seguimiento de Pedro, desde la conversión superfi­cial e incipiente hasta la conversión madura de la fe, a través de la crisis, es un paradigma del proceso de la conversión de cada cristiano. Al igual que Pedro, nosotros también escuchamos en algún momento de nuestra vída una primera llamada a la conversión. Decidimos tomar en serio el cristianismo; en muchos casos seguir a Cristo con una dedicación total. Cada uno sabe cuándo fue la pri­mera conversión de su vida, a menudo en plena juventud.

Inicio del proceso de conversión

Como los Apóstoles, nos hicimos discípulos "dejando las barcas, las redes" y a veces la familia. Nos pareció entonces la mayor generosidad. Todo nos estimulaba al seguimiento, pues éste tenía un sabor sensible y realizador. La presencia del Señor era "sentida" y la oración nos aportaba un consuelo que equilibraba las dificultades de la acción, en la cual Jesús también era "sentido" como apoyo e inspiración.

El compromiso apostólico y social nos "llenaba". Aun con poca experiencia, al comienzo todo era una novedad, un fascinante descubrimiento del servicio a los demás. No queríamos poner límite a la caridad y al sacrificio, que nos "realizaba" y que tenía su propia recompensa. La pobreza evangélica tenía un sabor, incluso un cierto romanticismo. Si habíamos optado por la castidad, ésta siempre significó renuncia y dificultades, pero que se nos hacían llevaderas por la presencia de Cristo y de su ideal evangélico.

Comienza la crisis de la conversión

Con el tiempo, todo fue cambiando. Vino una especie de crisis, a veces repentina, las más de las veces progresiva

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y lenta. El momento en que se presentó, turbado el entu­siasmo del primer seguimiento, no fue igual para todos. Algunos meses, algunos años, varios años después. En todo caso, nuestra vida de fe es invadida por una creciente insensibilidad. Los valores evangélicos a los que nos habíamos convertido van perdiendo el sentido y la atrac­ción sensible que al comienzo ejercían sobre nosotros. La presencia de Cristo en nuestra vida, y particularmente en la oración, la sentimos cada vez menos; experimentamos más bien una aridez, una soledad, una oscuridad que nos hace lejano el rostro del Señor.

Crisis en la oración

La oración ya no nos aporta el apoyo sensible de antes; más bien se hace fatigosa y seca. No parece que influye en nuestra vida ni en nuestra acción. Nos parece que recemos o no recemos, todo seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la historia. Por eso una de las primeras tentaciones que nos sobrevienen es la de abandonar la oración personal.

Crisis en los compromisos apostólicos

Los compromisos apostólicos o sociales pierden su novedad. Se hacen rutinarios. Los trabajos y problemas que tenemos que abordar se van repitiendo con fatigosa similitud, y debemos hablar siempre de las mismas cosas. La naturaleza humana se nos revela parecida en todas partes. Comenzamos a experimentar desilusiones, fraca­sos, y vemos la relatividad de nuestro empeño. Las dificul­tades, obstáculos y persecuciones se van multiplicando, a veces de donde menos pensábamos; también de parte de compañeros de trabajo y de autoridades eclesiásticas. Sobreviene el cansancio, un deseo de independencia, de hacer algo más interesante, de "hacer nuestra vida". Un

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deseo de instalarse, de trabajar sólo lo indispensable, sin búsqueda, sin cambio, sin creatividad.

Crisis en el sacrificio y en la pobreza

La pobreza y el sacrificio se van haciendo duros. Han perdido su primer sabor, y además no han sido aplaudidos como creíamos. Somos mal interpretados, juzgados como "exagerados". Además, conforme pasan los años nos hacemos más exigentes, más "burgueses". Buscamos seguridad y un "mínimo de confort".

El primer impulso de la caridad y del servicio a los demás también se resiente. Al paso del tiempo advertimos la dificultad de esa exigencia, sobre todo cuando deja de estar apoyada en el sentimiento, y que no sabemos amar. Los límites del temperamento, que no hemos podido sacu­dir, se van acentuando al correr de los años, con el peligro que vayan ejerciendo sobre nosotros una tiranía creciente conforme llegamos a la madurez.

Crisis de la castidad

En los que optaron por el celibato, la castidad también se complica. Al llegar a nuevas etapas de la vida, se advierten nuevas dimensiones de exigencia, no entrevistas en la juventud. Debemos aceptar no sólo la renuncia a la intimidad con el otro sexo, sino también a prolongarnos en otros seres, al ambiente afectivo de un hogar... debemos aceptar una forma de soledad radical.

Crisis de conformismo y desaliento

La gran tentación de esta crisis es la transacción. Bus­car un acomodo entre el Evangelio y el "mundo", entre la santidad y la fidelidad indispensable, de manera que tras

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un exterior honesto, aparentemente "intacto", interior­mente nos hemos instalado, perdiendo el dinamismo del seguimiento y del amor. Tendemos a introducir en nuestra vida derivativos y compensaciones del Evangelio. Viene un conformismo, un deseo de "hacer carrera", de trans­formar el radicalismo cristiano en "prudencia política". Buscando cargos, prestigio exterior, sin preocuparnos si ello corresponde a las exigencias de Jesús sobre nuestra vida.

Es la tentación del desaliento. Tal vez comprendemos por primera vez, en todo sentido, la sentencia de Jesús a los Apóstoles: "Esto es imposible para los hombres, pero para Dios todo es posible" (Le 18, 27).

La crisis lleva a una conversión madura

Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la que nos prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como Pedro des­pués de la Pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad, Jesús nos vuelve a llamar.

Lo importante es saber abordar etapas normales, pro­pias del dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una vez más de frente a la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la mediocridad, u optar nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más lúcida y maduramente. Jesús nos conduce a la conversión en la fe, profunda y adulta, que va más allá del entusiasmo sensible de una primera conversión. No debemos comparar etapas en nuestra vida; normalmente la generosidad, la oración, el compromiso y la pobreza van evolucionando y purificán­dose. De un apoyo en el sentimiento, en la buena voluntad y en las capacidades personales, maduran para apoyarse en la palabra de Cristo y en las exigencias del Evangelio, asumidas en la fe.

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Esto nos llevará a otra forma de seguimiento más radicado en la causa del Evangelio y menos en los senti­mientos o en el deseo inconsciente de realizarnos y de tener influencia. A otra oración, menos "sentida" y bus­cada por motivos sicológicos, más fundamentada en el seguimiento de Cristo que nos incorpora a su oración liberadora. A otra pobreza, menos exterior y preocupada de "testimonio", y más de dura solidaridad con Cristo pobre y con los desposeídos.

La castidad, siempre difícil, irá madurando en la amis­tad universal y en la fidelidad del amor exclusivo al Señor. Seremos capaces de volver a empezar cada día en el aprendizaje del amor fraterno, no por la realización afec­tiva que nos aporta, sino por el servicio de Jesús que vive en el hermano.

Los sentimientos y la sensibilidad podrán reaparecer y ayudar más o menos intensamente nuestras convicciones evangélicas, pero quedarán más adheridas a las opciones de una caridad purificada y de una fe radical, que nos empujan, como a los Apóstoles, a ser "testigos del Evange­lio... hasta los límites de la tierra" (Hch I, 8).

Hay que saber evolucionar y crecer en las etapas de crisis que marcan las grandes conversiones de la vida. En el fondo se trata de redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo, bajo una nueva luz. Seguir orando, entregándose a los demás, trabajando y esperando, una cierta oscuridad y aridez, inspirados en las convicciones de la fe.

La verdadera conversión cristiana es en la fe. Sólo ella nos permite dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús. Como Pedro, podemos entregar nuestro trabajo y todas las cosas, pero reservarnos en nuestro fondo de egoísmo. Conservamos nuestra vida. ("...El que conserva su vida la pierde, y el que pierde su vida en este mundo la conserva para la vida eterna..." Jn 12,25).

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La conversión de la madurez no consiste tanto en "sentir" nuestro seguimiento, o en multiplicar actos de generosidad, sino más bien en dejarnos conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en la esperanza. "Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas donde querías. Pero cuando te hagas maduro, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará donde no quieras" (Jn 21, 18).

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El Rostro de Jesús

"Y 1 el Verbo se hizo carne y habitó entre

nosotros. Hemos visto su Gloria, la que corres­ponde al Hijo Único cuando el Padre lo glorifique. En El estaba la plenitud del Amor y la Fidelidad. Esa plenitud es la que todos recibimos".

(Jn 1,14.16).

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Jesús de Nazaret es el modelo del seguimiento de Cristo

La originalidad y la autenticidad de la espiritualidad cristiana consiste en que seguimos a un Dios que asumió la condición humana. Que tuvo una historia como la nuestra; que vivió nuestras experiencias; que hizo opciones; que se entregó a una causa por la cual sufrió, tuvo éxitos, alegrías y fracasos, por la cual entregó su vida. Ese hombre, Jesús de Nazaret, igual a nosotros menos en el pecado, en el cual habitaba la plenitud de Dios, es el modelo único de nuestro seguimiento.

Por eso, el punto de arranque de nuestra espiritualidad cristiana es el encuentro con la humanidad de Jesús. Eso le da a la espiritualidad cristiana todo su realismo. Al hacer de Jesús histórico el modelo de nuestro seguimiento, la espiritualidad católica nos arranca de las ilusiones del "espiritualismo", de un cristianismo "idealista", de valores abstractos y ajenos a experiencias y exigencias históricas. Nos arranca de la tentación de adaptar a Jesús a nuestra imagen, a nuestras ideologías y a nuestros intereses.

Nuestra espiritualidad tiene que recuperar al Cristo histórico. Esta dimensión a menudo ha quedado ensom­brecida en nuestra tradición latinoamericana. Esta tiene una tendencia a deshumanizar a Jesucristo; a asegurar su divinidad sin poner de relieve suficientemente su humani­dad, con todas sus consecuencias. Jesús "poder" extraor­dinario, milagroso, puramente divino, oscurece al Jesús como modelo histórico de seguimiento.

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Jesús de Nazaret es el único camino que tenemos para conocer a Dios, sus palabras, sus hechos, sus ideales y sus exigencias. En Jesús se nos revela el Dios verdadero: poderoso, pero también pobre y sufriente por amor; abso­luto, pero también protagonista de una historia humana.

Sólo en Jesús histórico conocemos realmente los valo­res de nuestra vida cristiana. Existe el peligro de formular estos valores a partir de ideas y definiciones: "la oración es esto... la pobreza consiste en esto otro... el amor fraterno tiene tales características...". Pero así como no sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través de Jesús, tampoco sabemos realmente lo que es la oración, la pobreza, la fraternidad o el celibato, sino a través de la manera como Jesús realizó estos valores. Jesús no es sólo un modelo de vida; es la raíz de los valores de la vida.

El seguimiento de Jesús como praxis de imitación

Así, todo seguimiento de Jesús comienza por el cono­cimiento de su humanidad, de los rasgos de su personali­dad y de su actuar, que constituyen de suyo las exigen­cias de nuestra vida cristiana.

Este conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor que seguimos "contemplativamente", con todo nuestro ser, particularmente con el corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no como un investigador. Aquí vemos otra vez lo original de la espiri­tualidad cristiana: no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos seguirlo. El rostro del Señor se nos revela en la experiencia de su seguimiento. Por eso la cristología católica es una cristología contemplativa que lleva a la praxis de la imitación de Jesús.

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El seguimiento de Jesús como don del Espíritu ;

Ahora bien, no pensemos que es fácil este conoci­miento contemplativo e imitativo de Jesús. Va más allá del análisis y de la razón. San Pablo nos habla de una "sabidu­ría escondida venida de Dios" (ICo 1, 30; Ef 1, 9), y nos habla también que le fue revelado el conocimiento del Señor (Ga 1, 16) de cara al cual tuvo todo lo demás por pérdida (Flp 3, 8). La revelación de Cristo en nosotros, la cristología contemplativa de que hablamos, es don del Padre. Requiere en nosotros, para ser recibida como sabi­duría y no sólo como ciencia, una gran pobreza de corazón y los dones del Espíritu Santo, que sopla donde quiere.

Podemos disponernos a esta revelación contempla­tiva de Jesús, adentrándonos con fe en el Evangelio, y disponiéndonos como discípulos a aprender lo que esta Palabra nos enseña del Señor. Podemos estaren posesión de una sólida cristología y de una exégesis, pero éstas nunca reemplazan a la contemplación del Evangelio. Este nos transmite lo que más intensamente impresionó a los Apóstoles y a los primeros discípulos, recogido en la tradi­ción de las primeras comunidades como el recuerdo más significativo para la fe y el corazón de los cristianos. "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es vida, les anunciamos..." (1 Jn 1, 1-2).

La cristología del Evangelio

Por eso el Evangelio es irremplazable. Encontramos en él la cristología como sabiduría, y la imagen de Cristo como mensaje inspirador de todo seguimiento. Encon­tramos una Persona susceptible de ser imitada por amor. Este amor contemplativo, de suyo y progresivamente nos lleva a la imitación de Jesús, que es la mejor garantía del seguimiento.

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Esto no implica caer en un "historicismo" literal en torno al Jesús del Evangelio, que olvide que nuestra imita­ción se refiere antes que nada al Cristo de la fe; tal como la Iglesia lo comunica. Precisamente este Cristo de la fe que transmite la Iglesia está en continuidad con el del Evange­lio, y a su vez garantiza la objetividad de nuestra contem­plación que con todo derecho quiere apoyarse en los Evangelios transmitidos por la Iglesia como estímulo de nuestra conversión.

Jesús de Nazaret

Cuando queremos precisar la imagen humana de Jesús y su mensaje cristológico, nos situamos ante una tarea imposible de llevar a una consecución definitiva. Por de pronto, la personalidad que nos transmiten los Evange­lios es imposible de comprender y abarcar. Es tan radi­calmente paradójica y contrastante para nuestras referen­cias, que escapa a cualquier clasificación. Cuando nos parece que ya lo conocemos, se nos vuelve a diluir con rasgos nuevos que no habíamos descubierto y que desdi­bujan nuestro esquema anterior. La contemplación de Cristo nos introduce en una personalidad inagotable.

Tenemos una imagen distorsionada de Jesús

Con todo, cada uno de nosotros tiene una imagen personal del Señor. Más o menos fundada, más o menos inconsciente, formando parte de una cristología que influye en nuestro ser y en nuestro actuar cristianos.

Aunque no nos damos cuenta, en esta imagen que nos hacemos de la personalidad de Jesús entra nuestro propio modo de ser, nuestra propia sicología y las formas de nuestro egoísmo. Estamos siempre en peligro de defor­mar, según nuestros propios condicionamientos, la verda­dera personalidad del Señor. Tendemos a hacer a Jesús a

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nuestra imagen y semejanza, a nuestra medida, justifi­cando nuestras mediocridades e infidelidades. A adaptar a nosotros el mensaje de la personalidad de Cristo, y no nosotros a él. La sola manera de escapar a esta perma­nente tentación será la vuelta continua a la contemplación del Cristo de los Evangelios. De otra manera transforma­remos la cristología en proyección personal, y la praxis cristiana en ideología, en la cual tomamos los aspectos del Evangelio que convienen a una posición personal o ideo­lógica ya tomada.

Dimensión religiosa de Jesús

¿Cuál es el mensaje del Evangelio sobre la personali­dad del Señor?

En primer lugar nos presenta la dimensión religiosa de Jesús. Una persona profundamente ligada al Padre, en comunicación con El, dependiente de su voluntad. Un hombre que cultivó permanentemente esta intimidad, y cuya oración es un signo evidente de ellos. La oración de Cristo es algo impresionante. En medio de su actividad, a menudo se retiraba a orar, y pasaba noches en oración (Me 1,35; Le 4,42, etc.). Los momentos cruciales de su vida, y en los que fue particularmente tentado, estuvieron marca­dos por largos momentos de plegaria (el ayuno de los cuarenta días, Getsemaní...). Jesús estaba enteramente entregado al Padre.

Esta entrega, expresada constantemente en su ora­ción, trasciende su propia situación personal o cultural. Jesús oró realmente, como una necesidad de su humani­dad de comunicarse con su Padre y de expresarle su amor. En ello es perfectamente hombre. Esta comunicación con el absoluto de Dios es propia de la naturaleza humana, y la posibilidad de realizarla no está ligada a formas de cultu­ras pretécnicas o a formas religiosas "rurales" (en que vivía la Palestina de entonces). La forma de relación de

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Cristo con su Padre es normativa y no cultural; trasciende las contingencias de una época y de una forma religiosa.

Dimensión humana de Jesús

Esta vida contemplativa de Jesús, que estuvo en el centro de su personalidad, no lo apartó ni hizo ajeno a los demás hombres, ni a los conflictos humanos, ni reemplazó la existencia de su misión. Así como Jesús es el hombre de Dios, es igualmente el hombre de los hombres, el "hom­bre para los demás". El Evangelio en este aspecto es tan significativo como en el anterior. Este profeta, este Maes­tro y taumaturgo, este hombre de Dios era absolutamente asequible. Las multitudes lo siguieron y lo envolvieron, y en los períodos que escapó de ellas se dio enteramente a los apóstoles y discípulos. No alejaba, no bloqueaba, no inhibía (Mt 9, 20ss). Daba confianza para acercarse en cualquier momento, hasta el punto que su actividad apa­rece más hecha de interrupciones y de imprevistos que de sus propios planes. Estos quedaron destrozados por su actitud de total entrega, hasta el punto que no le quedaba tiempo para comer, y a menudo tenía que huir (Jn 6, 15).

Jesús es maestro de equilibrio

Esta es la gran paradoja de Jesús, y en esto queda como norma inagotable del seguimiento. Porque en este aspecto todos somos algo desequilibrados, condicionados por nuestro carácter e ideología. Tendemos a hacer del cristianismo algo o marcadamente trascendente (relación a Dios) o encarnado (entrega al hermano), descuidando una u otra dimensión. No nos basta para solucionar el problema una teología de la unidad de las dos naturalezas de Cristo en su persona. Tenemos que contemplar imitati­vamente la praxis de Jesús, y esta imitación en el amor nos llevará al equilibrio, del cuál El es el único Maestro.

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Maestro de la síntesis de la contemplación y del compro­miso, de la absorción en el absoluto de Dios y de la entrega a los demás hasta el extremo (Jn 13, 1).

Pedagogía personalizada de Cristo

Jesús es también modelo de seguimiento en la calidad de su entrega. Esta en El es personalizante y reviste la forma del don de su amistad. Jesús no hizo de su pastoral algo masivo. Trató a todos y cada uno como una persona única e irrepetible (Le 4,40), y entregó a todos el beneficio de su simpatía y amistad. En forma universal. Su amistad protege a los niños (Me 10, 14), libera a la mujer (Jn 4, 1 ss.), y rompiendo los prejuicios de su época se ofrece a los pecadores, a los lisiados, a las prostitutas, a los publícanos, a los recaudadores de impuestos, a los soldados, a los funcionarios, a los pobres y a los esclavos... Al mismo Judas, que hacía tiempo no creía ya en El, lo trata como un amigo hasta el final ("Amigo, con un beso entregas al hijo del hombre..." Le 22,48). Esta expresión en los labios de Jesús no es una ironía.

La acogida fraternal que Jesús ofreció a todo hombre es normativa. Con realismo, sin ilusiones, ni ingenuidades, al modo del mismo Cristo, que "no se dejaba engañar porque sabía muy bien lo que había dentro de cada hom­bre" (Jn 2, 25), y que así y todo se entregó con caridad inagotable. Esta fraternidad de Jesús no tuvo para El grandes compensaciones. Quedó siempre un hombre radicalmente solo e incomprendido, hasta la resurrección. Supo equilibrar una vez más, en una síntesis admirable, la soledad del profeta con la fraternidad del hermano.

Jesús: hombre de impacto

Otro rasgo de personalidad humana de Jesús es la atracción de su mensaje. Esto es de gran significación para

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la pastoral de hoy y para la fuerza de la evangelización. No basta que el mensaje que entregamos sea verdadero; es necesario que atraiga a la conversión y lleve al segui­miento, como en el caso de Jesús. Después del Sermón del Monte, como lo relata San Mateo, todos quedaron asom­brados, porque hablaba no como los escribas y fariseos, sino "como quien tiene autoridad" (Mt 7, 29)... "Nunca nadie habló como ese hombre..." (Jn 7, 46).

Resulta bastante asombroso el impacto y la atracción de una palabra que ha perdurado por los siglos, que trans­formó nombres y sociedades, y que hoy es la fuente inspi­radora de millones de seres humanos. Resulta asombroso porque fue pronunciada por el hijo de un carpintero, en un contexto cultural muy simple, ajeno a las corrientes filosó­ficas y religiosas dominantes. Fue pronunciada en forma sencilla, utilizando ejemplos y parábolas de la vida diaria, en un tiempo en que los oradores políticos y religiosos se multiplicaban. Pero había "algo" en su mensaje que hacía decir que nadie antes había hablado como ese hombre. Esto era tanto más notable cuanto que Jesús rechazó explícitamente el liderazgo y la oratoria política, en cir­cunstancias en que ese liderazgo era fuente de prestigio ante la situación romana.

Jesús: hombre perfectamente coherente

Esta atracción del Señor se debía a la adecuación que existía entre su persona, sus hechos y sus palabras. Trans­parentaba una sinceridad y una lealtad que hacía que su palabra fuera decisiva, para bien o para mal, como acep­tación o como repulsa. Sin olvidar que el discurso de Jesús, como el de todo hombre, estuvo sujeto a la mala interpre­tación y a la ambigüedad. Su mensaje también fue "utili­zado", y aunque anunció el Reino de Dios, al fin de su vida el sanedrín y el poder romano lo acusarían de "político y subversivo". "Si este hombre sigue hablando así, todos se

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irán con él, y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra raza" (Jn 11,48). Es bien sabido que el anuncio del Reino —la pastoral— por su misma natura­leza tiene una vertiente de crítica social, y que ello para el pastor y para el profeta es fuente de conflictos y malos entendidos. Para el poder constituido, que quisiera reducir el mensaje a lo privado, éste se excede, es ambiguo, ilegí­timamente político. Jesús aceptó y asumió las consecuen­cias de la conflictividad social de su mensaje. En esto también nos comunica una sabiduría pastoral.

La fidelidad de Jesús a la misión

La personalidad de Jesús está también marcada por la fidelidad a su misión. Es de los rasgos más impresionantes del Evangelio. Jesús tiene una meta, un ideal, una entrega, y los sigue hasta el fin. Nada lo aparta de su misión, ni los fracasos, ni las incomprensiones, ni la soledad, ni el aleja­miento de sus amigos y discípulos, ni la cruz, ni —sobre todo— la tentación que lo acosó a través de su vida pública, de utilizar su poder divino en la realización de su misión, y no la vía de la kenosis (Flp 2, 6ss).

La fidelidad a su misión lo llevó a crisis sobre crisis, hasta culminar en la soledad oscura de la crucifixión. En Cafarnaúm, cuando el anuncio de la Eucaristía escanda­liza y muchos lo abandonan, busca apoyo en los doce, pero al mismo tiempo deja entrever que nada lo apartaría de su camino, y estaba dispuesto a seguir solo. "¿Acaso ustedes también quieren dejarme?". Pedro contestó: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios..." (Jn 6, 66ss.). Durante todo este proceso, en Jesús no hay rastro de amargura, de desaliento, de escepticismo. Está lleno de un ideal y transpasado por su entrega al Padre y a sus herma­nos, y este amor es más fuerte en El que el eventual apoyo de los demás, y que la dureza de corazón que advertía en

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los más cercanos a él. Por ellos fue aceptado, pero nunca plenamente comprendido. En Jesús, se une la universali­dad de una misión con la soledad del profeta. Sólo la luz de la contemplación cristiana, y el don del Espíritu que se nos da como sabiduría con el contacto con el Señor, nos puede hacer penetrar en esta actitud misteriosa y paradójica, de un anonadamiento fiel hasta la muerte. Intuimos que esto es esencial en el seguimiento y que la entrega de nuestra vida constituye la esencia del apostolado.

Jesús: buen pedagogo en la formación de sus misioneros

En su misión, Jesús supo esperar la hora de Dios para las personas y los acontecimientos. Esto es sabiduría y no ciencia pastoral. Cristo fue el maestro y pedagogo que esperó la madurez de las personas, con respeto, sin usar un poder indebido para convertir y hacer comprender. Su actitud con los doce apóstoles es norma luminosa de sabi­duría pastoral. Los aceptó en su lentitud, contradicciones y dureza, sin renunciar a su formación y preparación en vistas de un futuro. Nunca juzgó, nunca se impuso; más bien invitó: "Si quieres... si estás dispuesto...". No se apro­vechó ni de su liderazgo ni de su poder para forzar el normal desarrollo de las libertades.

Exigencias liberadoras del Evangelio

De ahí la paradoja de un Evangelio que aparece al mismo tiempo como duramente exigente y constante­mente comprensivo. Exigencia y comprensión se unen equilibradamente en Jesús. Por momentos aparece hasta inhumano el ideal propuesto; sólo Dios podía proponer o exigir esas cosas. "El que quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y que me siga... Si quieres seguirme, vende cuanto tienes... Nadie

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puede ser mi discípulo si no renuncia a todo lo que posee...: Si tu mano te escandaliza, córtatela... Si el grano de trigo no muere, queda solo... El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna... Amaos... Sed perfectos como vuestro Padre celestial... ¿Cuál de los tres fue prójimo del herido? Vete y haz tú lo mismo...".

Estas y otras exigencias nos enfrentan con una opción radical, globalmente abrumadora. Y sin embargo —y esto es lo paradojal— nadie que realmente contempló al Cristo de los Evangelios se sintió nunca aplastado y desanimado por estas exigencias. Están de tal forma impregnadas de amor, de confianza, de libertad y del ejemplo inspirador de Aquel que las vivió en primer lugar y se entregó para que las viviéramos nosotros, que son una constante invitación al crecimiento y a la superación. El Evangelio, con toda su fuerza y exigencia, nos da la impresión de una compren­sión y humanidad de tal calidad, que nos libera. Hasta el punto que los cristianos que huyen de otro tipo de exigen­cias en la medida que se sienten oprimidos por ellas, van al Evangelio y a Cristo, donde las exigencias son mucho mayores, pero nos llevan a amar más y a ser más li­bres. Ese es el secreto de la vigencia permanente de la ética cristiana. A veces aparece dura e inhumana, a veces sentimental. A veces aparece revolucionaria, hecha para las grandes cosas, a veces en cambio como un llamado de apoyo para los débiles y "pequeños". A veces inalcanza­ble, y a veces hecha para todos.

Si las exigencias evangélicas llevan a la libertad del amor, y a la pobreza del olvido de sí, es porque la persona que las propone es El mismo un libre y un pobre olvidado de sí. Libre porque pobre, Jesús aparece en esa postura ante el Padre, ante los demás y ante sí mismo.

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Jesús de Nazaret:

hombre pobre y libre

Su total y libre abandono en las manos del Padre, significadas en la fidelidad de su misión (Jn 10,18) y en su desprendimiento ante todo otro tipo de requerimiento. La aceptación humilde de su historia personal, del lugar y circunstancias de su vida, de los hombres que lo rodearon y siguieron. La aceptación de su camino de kenosis, de su figura de siervo, del abandono de los demás. Amigo uni­versal, no se dejó monopolizar por nadie, y tanto mayor era su don de sí, cuanto mayor era su libertad. Evita la lí­nea del liderazgo fácil, de lo maravilloso, de lo espectacu­lar, a pesar de sus milagros, los cuales procuró que pasaran inadvertidos.

La pobreza radical de su kenosis ha permitido a Jesús el liberar a los pobres, el comprender la verdadera pobreza y el declararla bienaventurada. El acoger a los pecadores y colmarlos con su misericordia. El privilegiar "a los más pequeños de nuestros hermanos" (Mt 25,40). Estas acti­tudes fueron en El posibles porque El mismo fue un Pobre que vivió bien las bienaventuranzas, y en la contempla­ción del Padre aprendió la verdadera sabiduría de Dios, "locura más sabia que la sabiduría de los hombres" (ICo 1, 25). Aprendió los caminos de Dios, ¡as predilecciones del Padre, y también sus antipatías (v. gr. por el fariseísmo y la hipocresía). "El que me ve a Mí, ve al Padre" (Jn 14, 9). En Jesús conocemos el designio de Dios en su expre­sión más humana y encarnada, y entramos a conocer los criterios de Dios: su misericordia, su búsqueda de la oveja perdida, su predilección por los "pequeños", su tendencia personalizante, su actitud misionera por encontrar lo que estaba perdido, sus exigencias...

Podríamos continuar inagotablemente contemplando los rasgos de aquel que llamamos con razón el Señor y el

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Maestro. Ellos no sólo forman parte de su personalidad, sino también de su forma de actuar, de su pastoral. Esta "cristología contemplativa" no sólo funda nuestro "ser" cristiano; también es la norma de nuestro seguimiento.

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Seguir a Jesús en mi hermano

""F J—/1 maestro de la Ley contestó:

"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu espíritu; y a tu prójimo como a ti mismo". Jesús le dijo: "Tu respuesta es exacta; haz eso y vivirás". Pero él quiso dar el motivo de su pregunta y dijo a Jesús: "¿Quién es mi prójimo?...".

(Le 10, 27-29).

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Jesús y la fraternidad humana

La predicación de Jesús, cuyo tema central es el Reino de Dios, tiene por objeto hacer de los hombres una fraternidad. Nos reveló que Dios es nuestro Padre, haciendo de esta paternidad común la raíz de nuestra hermandad. Esta es una posibilidad real desde que Cristo aparece en la historia como nuestro Hermano universal.

Al insistir absolutamente en el amor fraterno, y en que todos somos hermanos (Jn 13,34; Mt 23,8-9); y al subra­yar el segundo mandamiento de la Ley ("Amarás a tu prójimo como a ti mismo"; "amaos como yo os he amado" Le 10,27;Jn 15,12) ha hecho del amor al prójimo el signo de la identidad cristiana, y la prueba decisiva de su seguimiento.

Sus oyentes se plantearon sin duda la cuestión de saber quién era para el Maestro el prójimo; qué extensión le daba a esa idea y cómo había que concretarla en la vida diaria. Indudablemente Jesús iba más allá del concepto vetero-testamentario, en que el prójimo (el hermano) era el amigo, el que participaba de la religión y la nacionali­dad judía. La inquietud de precisar "quién es mi prójimo", al cual debemos amar en hechos y no en palabras, creo que es hoy igualmente importante para los cristianos, y para los que, sin serlo, aceptan esta exigencia básica de Jesús.

Porque en realidad, ¿quién es prójimo para nosotros, en lo concreto de nuestra historia personal? ¿Son nuestros amigos? ¿Los cristianos? ¿Nuestros ciudadanos? ¿O tam­bién los habitantes de otros países (a los que nunca vemos), es decir, todos los hombres?

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Esta pregunta que inquietaba especialmente a los oyentes de Cristo más críticos, emerge en los labios de un doctor de la Ley como un cuestionamiento y una prueba de la idea de prójimo que Jesús predicaba. "Para ponerlo en apuros" (Le 10, 25ss) el letrado lo interroga sobre el segundo mandamiento de la Ley, semejante al primero, "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Pero esa no era la pregunta decisiva. Lo que al doctor de la Ley le interesaba saber era la idea que Jesús se hacía del "prójimo", idea hasta ahora, al parecer, nunca explicitada claramente: "Queriendo dar el motivo de su pregunta, dijo a Jesús: ¿Quién es mi prójimo?" (Le 10, 29).

Jesús no responde con una definición, sino con una parábola. Con un relato en que todos nos sentimos aludi­dos. Lo propio de todo relato evangélico es que en los personajes que ahí aparecen, nos identificamos cada uno de nosotros. Por eso su valor universal y extratemporal. En este caso, el relato es la parábola del Buen Samaritano, y las consecuencias que ahí se desprenden sobre el concepto del prójimo, son válidas para todos. El "vete y haz tú lo mismo" (Le 10,37) es una exigencia también para mí.

La meditación de esta parábola (Le 10, 30-35) nos conduce al descubrimiento del prójimo según el criterio de Jesús.

El prójimo como pobre

Mi prójimo es aquel que tiene derecho a esperar algo de mí. Aquel que Dios pone en el camino de mi historia personal. En algún sentido todo hombre es potencial-mente prójimo (aunque viva en otro continente y yo nunca lo haya encontrado), pero prójimo real e históricamente es el que yo encuentro en mi vida, pues sólo en este caso hay derecho al acto del amor fraterno. La fraternidad cristiana es una disposición a hacer de cualquier persona (mi pró­jimo), si se presenta la ocasión.

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El prójimo es el necesitado. En la parábola del samari-tano, el necesitado es un judío expoliado y herido. En la parábola del juicio final (Mt 25,31 ss), es el hambriento, el sediento, el enfermo, el exiliado, el encarcelado. En forma muy especial, el prójimo es el Pobre, en el cual Jesús se revela como necesitado: "Lo que hicieron con algunos de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo" (Mt 25, 40).

Hay necesitados (pobres) "ocasionales" y "perma­nentes". No sabemos si el judío herido de la parábola era sociológicamente pobre; podemos incluso presumir que no lo era, ya que si fue robado era porque llevaba dinero. Pero en el momento del encuentro con el samaritano era un pobre y necesitado. Tenía derecho a ser tratado como prójimo. Los ricos y poderosos son mis prójimos cuando necesitan de mí, aunque sea ocasionalmente. Dar ayuda a un capitalista o un gobernante perseguido por cambios políticos, cualquiera que sea su ideología, es un deber cristiano; es tratarlo como prójimo.

Pero la mayoría son pobres y necesitados "permanen­tes". Son explotados, marginados y empobrecidos por la sociedad. Son los discriminados por las ideologías y por el poder. La opción por el pobre que nos ordena el Evangelio es servir a ese prójimo no sólo como personas, sino como situaciones sociales. Hoy nuestro prójimo es también colectivo. El judío herido y empobrecido es una situación permanente. Son los obreros, los campesinos, los indios, los sub-proletarios...

La opción cristiana no es por la pobreza, porque la pobreza no existe como tal. La opción es por el pobre, sobre todo el pobre "permanente", que está en mi camino y que forma parte de mi sociedad, el cual tiene derecho a esperar de mí. El hecho del pobre como prójimo colectivo le da a la caridad fraterna su exigencia social y política. Para el Evangelio, el compromiso socio-político del cris­tiano es la causa del pobre. La política es la liberación del necesitado.

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La exigencia de "hacerse hermano"

Al terminar de contar la parábola el doctor de la Ley, Jesús le dirige una pregunta que nos podría sorprender: "¿Cuál de estos tres se portó como prójimo (hermano) del hombre que cayó en manos de los salteadores?" (Le 10, 36).

Quiere decir que los tres no fueron hermanos del herido. Podrían haberlo sido, pero de hecho lo fue "el que se mostró compasivo con él" (Le 10,37). El sacerdote no es hermano del judío, y tampoco el levita. El samaritano sí. Para Jesús el ser hermano de los demás no es algo "auto­mático", como un derecho adquirido. No somos hermanos de los otros mientras no actuemos como tales. Debemos hacernos hermanos de los demás.

El cristianismo no nos enseña que "de hecho" ya somos hermanos. Querría decir entonces que enseña una irrealidad. La experiencia del odio, la división, la injusticia y la violencia que vemos cada día nos hablan de lo contra­rio. No somos hermanos, pero podemos serlo. Esa es la enseñanza y la capacidad que nos da el Evangelio: Jesús nos exige, y nos da la fuerza para "hacernos hermanos". Pero el serlo de hecho depende de nuestra actitud de "mostrarnos caritativos", comprometiéndonos.

El pecado del sacerdote y del levita no fue el no tener sentimientos de compasión. Habitualmente todo hombre los tiene. Fue el haber evitado el encuentro con el necesi­tado, poniéndose en situación de no tener que comprome­terse ("...al verlo pasó por el otro lado de la carretera y siguió de largo..."). (Le 10, 31). Esta actitud les impidió hacerse hermanos (prójimos) del judío herido.

El samaritano fue hermano del herido. No por su religión (el sacerdote, el levita y el judío tenían la misma re­ligión; el samaritano era un hereje), ni por su raza o nacionalidad o ideología (era precisamente el único de los tres que no la compartía con el judío), sino por su actitud caritativa.

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Mi prójimo no es el que comparte mi religión, mi patria, mi familia o mis ideas. Mi prójimo es aquél con el cual yo me comprometo.

Ños hacemos hermanos cuando nos comprometemos con los que tienen necesidad de nosotros, y tanto más, cuanto más total es el compromiso. El samaritano no se contentó con "salir del paso" a medias. Lo curó, lo vendó, lo cargó, lo llevó a una posada y pagó todo lo necesario (Le 10-3-35).

Fraternidad universal

El compromiso en el amor es la medida de la fraterni­dad. No somos hermanos si no sabemos ser eficazmente compasivos hasta el fin.

Para acercarse al judío, el samaritano tuvo que hacer un esfuerzo por salir de sí. Por aliviarse de su raza, su religión, sus prejuicios. "...Hay que saber que los judíos no se comunican con los samaritanos..." (Jn 4, 9). Tuvo que dejar de lado su mundo y sus intereses inmediatos. Aban­donó sus planes de viaje, entregó su tiempo y dinero. En cuanto al sacerdote y el levita, no sabemos si eran peores o mejores que el samaritano, pero sí sabemos que no salie­ron de "su mundo". Sus proyectos, que no quisieron tras­tornar interrumpiendo su camino, eran más importantes para ellos que el llamado a hacerse hermano del herido; sus funciones rituales y religiosas las consideraron por encima de la caridad fraterna.

La justicia universal

El hacerse hermano del otro supone salir de "nuestro mundo" para entrar en "el mundo del otro". Entrar en su cultura, su mentalidad, sus necesidades, su pobreza. El hacerse hermano supone sobre todo entrar en el mundo del Pobre. La fraternidad es tan exigente y difícil porque

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no consiste sólo en prestar un servicio exterior, sino en un gesto de servicio que nos compromete, que nos arranca de nosotros mismos para hacernos solidarios con la pobreza del otro. Del pobre que nos separa nuestro mundo de riqueza, de saber, y de poder. Nos separan también las formas'de convivencia y los prejuicios de una sociedad desintegrada, clasista y estratificadamente injusta.

La reconciliación universal

Hacerse hermano del otro en cuanto pobre y necesi­tado, como éxodo de mi mundo, adquiere las característi­cas de una reconciliación. Al tratar como prójimo al judío, el samaritano se reconcilia con él, y en principio con los de su raza. Cada vez que hacemos del otro nuestro prójimo y hermano, en circunstancias de conficto y división perso­nal, comunitario o social, nos reconciliamos con él. Que el rico se haga hermano del pobre significa que le hace justicia, estableciendo el proceso de una reconciliación social. Lo mismo habría que decir de los políticos separa­dos por ideologías, o de las razas y nacionalidades adver­sarias.

La noción de prójimo proclamada por Jesús en su respuesta al doctor de la ley conduce a la fraternidad universal, a la justicia y a la reconciliación. Hacernos prójimos del pobre y necesitado es la exigencia que nos plantea la interpretación que el mismo Cristo da al segundo mandamiento de la Ley. Esta exigencia es para cada uno de nosotros: "Vete y haz tú lo mismo" (Le 10, 37).

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Seguir a Jesús en el pobre

« o WJeñor, ¿cuándo te vimos ham­

briento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber, o forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cár­cel, y te fuimos a ver?"... "En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo".

(Mt 25, 37-40).

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La conversión al pobre es esencial al cristianismo

Según la parábola del Samaritano, el hermano se me revela como un necesitado, como un pobre. En la parábola del juicio final (Mt 25), Jesús confirma esta enseñanza, y le agrega un elemento decisivo: el hermano, y particular­mente el pobre, son su representación. El se identifica con ellos. Así, el cristianismo pasa a ser la única religión donde encontramos a Dios en los hombres, especialmente en los más débiles.

No hay cristianismo sin el sentido del hermano, y tampoco lo hay sin el sentido del pobre. El sentido del pobre es esencial al mensaje de Jesús, tan esencial como el sentido de la oración. Le aporta al sentido del hermano su realismo y concreción. Por otro lado, la exigencia de la fraternidad universal (el hermano), evita que la opción por el pobre, propia del Evangelio, se torne sectaria o clasista. Sentido del hermano, sentido del pobre, son exigencias dialécticamente complementarias.

Más aún, para Jesús el compromiso con el hermano pobre es uno de los criterios decisivos en orden a nuestra salvación. "Benditos de mi Padre, vengan a tomar pose­sión del Reino... Porque tuve hambre, y ustedes me alimen­taron"... etc. (Mt 25, 34ss). El sentido del pobre en el Evangelio va más allá de una predilección ético-humanista: verifica la autenticidad de nuestro segui­miento de Cristo.

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La conversión al pobre es inseparable de la conversión al hermano

Por eso en la espiritualidad católica, este sentido del pobre aparece como inseparable del sentido de Dios, de tal manera que convertirse al Señor envuelve siempre como dimensión capital el convertirse al pobre. (Lo cual no excluye otras dimensiones igualmente importantes en la conversión cristiana). Esta afirmación atraviesa toda la tradición y la enseñanza católica. Ya en los Profetas, particularmente los del Exilio, aparece la idea de que el mismo culto a Dios es vano sin la justicia y la misericordia con el necesitado; de que la verdadera conversión que Dios quiere se expresa en el servicio al hermano, sobre todo al oprimido (cfr. Is 1,10-17; 58,6-7; etc.... La Iglesia nos ofrece estos textos proféticos en abundancia en las lecturas de Adviento y Cuaresma, para disponernos a la verdadera conversión).

La predicación de Jesús, reforzó esta enseñanza, haciendo su seguimiento coherente con su llamado a comprometernos en el servicio liberador del pobre, en el cual El se hace misteriosamente presente. De ahí que los pobres son declarados bienaventurados, y que su evange-lización y liberación humana es un signo privilegiado de que la Salvación ya está presente entre nosotros. "Me envió a traer la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad y devolver la luz a los ciegos. A liberar a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor... Hoy se cumple esta profecía". (Le 4, 18-19)... "Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia la Buena Nueva a los pobres..." (Le 7, 22).

Y la Iglesia, a través de toda su historia, a través de su enseñanza más autorizada y constante, siempre y en todas partes inspiró en sus hijos el sentido del pobre como

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esencial a la vida cristiana. Es posible que en algunas épocas y lugares esta enseñanza se debilitara en la predi­cación ordinaria, o que los católicos en números significa­tivos no fueran coherentes, o que haya sido presentada en forma "espiritualista", sin llevar a las consecuencias sociales... Pero es innegable que la orientación más oficial del magisterio de la Iglesia fue siempre esa. Y los santos lo entendieron así. El santo, ese seguidor de Cristo con el cual la Iglesia se identifica y nos presenta como modelo de seguimiento, es un hombre que une siempre a un gran sentido de Dios, un agudo sentido del pobre y de su servicio.

Seguir a Jesús Pobre

La novedad del mensaje evangélico con respecto a la pobreza no termina aquí, Jesús no nos pide sólo tener el sentido del hermano-pobre, con el cual quiso identificarse. Jesús nos pide también que nosotros mismos nos hagamos pobres; que lo sigamos en su condición de Pobre. La bienaventuranza no es solamente una llamada a sentir con el pobre; es una exigencia a hacernos pobres. Nos encon­tramos ante el mandato de la pobreza evangélica, esencial para seguir a Jesús.

El seguimiento de Cristo Pobre es radicalmente la libertad del corazón. El desprendimiento de situaciones, personas y cosas para crecer en el amor, que es la conver­sión al "otro" y a la fraternidad a causa de Jesús.

La bienaventuranza de la pobreza libera en el amor. Como toda actitud cristiana, está empapada en él y en este caso la pobreza es una condición del amor. La liberación que produce está al servicio de un dinamismo de la caridad que tiende a hacerse más y más universal e ilimitado. No sería posible amar como Jesús quiere que lo hagamos sin tener verdaderamente un corazón pobre. Si la obediencia es la medida del amor y la castidad su signo, la pobreza es su condición.

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Es verdad que la pobreza sociológica no es la pobreza evangélica. Pero ambas están existencialmente relaciona­das. Si tenemos las disposiciones interiores, la pobreza material normalmente será una ayuda para la pobreza interior, evangélica. Por el contrario, la riqueza entraña siempre un peligro para nuestra libertad de corazón. Es posible también que haya pobres sociológicos cuya reac­ción ante las cosas y personas no sea evangélica, y ricos pobres de corazón. Pero la armonía entre ambas "pobre­zas" es evidente. Por eso mismo, una auténtica pobreza de espíritu tiende a expresarse siempre en forma visible, material. De otra forma sería una ilusión, y carecería de la necesaria expresión antropológica. En este sentido, todo cristiano que vive la bienaventuranza de la pobreza tiene que expresarla en alguna forma de desprendimiento exterior.

Esta pobreza interior que se expresa al exterior —y a esto llamamos en definitiva la pobreza evangélica— no es un consejo evangélico, como a veces se ha presentado. Es un llamado de Cristo a cada cristiano, una exigencia universal del cristianismo. "Nadie puede ser mi discípulo si no renuncia a todo lo que posee" (Le 14, 33). A este llamado, cada cristiano debe responder permanente­mente, cada día, según sus circunstancias. Esta respuesta no es estática, no está en modo alguno codificada. Variará según el tipo de función, la cultura, el temperamento, la salud, las circunstancias sociales... Pero cada cristiano debe estar consciente de buscar su forma personal a esta exigencia del Evangelio. El llamado es universal, la res­puesta hay que buscarla en cada caso, en la fe y en la oración.

En fin, la bienaventuranza de la pobreza, visiblemente expresada como profecía del Evangelio de la esperanza, no consiste sólo en una cierta carencia o desprendimiento del dinero o cosas materiales. Hay otros elementos de la pobreza mucho más hondos y significativos, que posible­mente en los umbrales de la vida cristiana no se capten

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bien —al comienzo siempre se insiste en la pobreza "material"— pero que al correr del tiempo, y en la madu­rez de la vida de fe descubrimos como dimensiones muy reales e inherentes a una verdadera pobreza de espíritu.

El desprendimiento ante el prestigio, ante la crítica, ante las diversas formas de "poder" y de "hacer carrera" son formas de pobreza a las que Dios llama al cristiano —y especialmente al apóstol— en las diversas etapas del itinerario de su misión. El "pobre", en definitiva, no se opone tanto al que "tiene" ciertas cosas, sino al suficiente, al orgulloso, al que ha puesto su centro de interés fuera de los valores del Reino.

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Jesús y las riquezas

"NT 1 i ingún servidor puede quedarse

con dos patrones, porque verá con malos ojos al primero y amará al otro, o bien preferirá al primero y no le gustará el segundo. Ustedes no pueden seguir al mismo tiempo a Dios y al Dinero".

(Mt 6,24).

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El discurso de Jesús sobre el pobre y la pobreza queda incompleto si no tomamos en cuenta lo que El ha dicho sobre el rico y la riqueza. Pues el Evangelio nos entrega esta constatación de cierta manera inesperada: Jesús dedicó tantos o más discursos a hablar de la riqueza y del rico, que de la pobreza y el pobre.

Una de las causas de la vigencia siempre actual del Evangelio es el hecho de no conformarse con las tenden­cias dominantes de la "opinión pública" o de las estadísti­cas. Paradójicamente, es también una de las causas de su poca efectividad visible en las mayorías.

Las intervenciones de Jesús en torno a las riquezas y al dinero están precisamente en esta línea. En los momen­tos en que las ideologías originadas en el capitalismo o en el marxismo privilegian lo económico y colocan el pro­blema de la producción y distribución de la riqueza como la piedra de toque de su éxito histórico, las palabras de Jesús aparecen como extemporáneas y condenadas a ser admiradas pero no imitadas.

El recuento de la enseñanza del Evangelio sobre la riqueza y los ricos no deja un balance optimista. Jesús no condena el dinero en sí. Esto está dentro de la orientación de su doctrina; El no condena ninguna realidad: condena o previene contra las actitudes del hombre ante las realida­des. En el caso del dinero y la riqueza, sus advertencias son tan sistemáticas, que un cristiano se ve obligado a revisar sus criterios y actitudes "espontáneas" sobre la cuestión.

Para Jesús, la ambigüedad radical de las riquezas consiste en su tendencia a transformarse en "señor" del

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corazón humano (Mt 6, 24). Este nuevo "dios" no deja lugar para otro. O servimos al Dios que libera o al dios que al enriquecer encadena a la tierra. Porque la opción entre Cristo y el dinero implica una visión de la vida y de la vocación humana. Servir al dinero es al mismo tiempo endiosar la tierra y pervertir el destino de sus bienes y del hombre que los utiliza. La advertencia de Cristo al res­pecto es clara: "No amontonéis riquezas" ...son precarias y fútiles... pervierten el corazón y la orientación de la exis­tencia... "Pues donde están tus riquezas, ahí también está tu corazón" (Mt 6, 19-21).

Por eso Jesús es tan severo con los ricos. Su enseñanza sobre la liberación humana no consiste sólo en declarar bienaventurados a los pobres y herederos privilegiados del Reino. Hay también una advertencia y un llamado a los ricos. Incluso sorprende al leer el Evangelio, el hecho de que Jesús dedicó tantos o más discursos a los ricos que a los pobres, con un contenido igualmente liberador, aunque diferente.

Para un rico "es más difícil entrar en el Reino de Dios, que para un camello pasar por el ojo de una aguja" (Le 18, 25). El que hace de la riqueza "su consuelo... después tendrá hambre... y llorará de pena" (Le 6,24-25). Delante de Dios, "es un infeliz, un pobre, un ciego, un desnudo que merece compasión" (Ap 3, 17).

En su discurso sobre la riqueza, Jesús para quien "todo es posible" (Le 18,27), y que "vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Le 19, 10), tiene una intención salvadora. El rico debe convertirse, dejando de "amonto­nar para sí mismo, en vez de hacerse rico ante Dios" (Le 12, 21), y recobrando para su riqueza y su dinero el significado profundo según el criterio de Cristo.

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SENTIDO CRISTIANO DEL DINERO

Signo del "fruto de la tierra"

Estamos tan sumergidos en la civilización del "tener", que ya no sabemos cuál es el sentido cristiano del dinero: ser un signo de los bienes de este mundo, que Dios entregó al hombre para que los explotara y se los repartieran todos. El dinero lo inventó el hombre para hacer más fácil el tras­lado y la distribución de los bienes. De suyo, debería ser vehículo para hacer llegar a los que no tienen lo que sobra a los que tienen. El dinero debería estar al servicio de la justicia, facilitando la redistribución y la igualdad de los bienes.

De hecho, el dinero se convierte en la gran fuente de injusticia y desigualdad. Al transformarse en "señor" del hombre, adquiere valor en sí mismo. Se pierde su relación de signo de los bienes de la tierra, de los que todos los hombres son dueños, sin excepción. Valor absoluto, el dinero se hace necesariamente fuente de poder, de explo­tación humana, de división.

La enseñanza de Jesús sobre la Providencia y la con­fianza en Dios, supone que el hombre respete el sentido cristiano de la riqueza. Cuando los hombres lo traiciona­mos, convertimos la palabra de Cristo en una ilusión y en una blasfemia.

La petición de Jesús en el Padre Nuestro, "danos hoy nuestro pan de cada día" (Mt 6,11), fracasa no por razón de que nos falten el amor y la justicia de Dios, que ya ha distribuido ampliamente el pan necesario para todos, sino por razón de los hombres "servidores de la riqueza", que lo acumulan en manos de pocos "construyendo graneros cada vez más grandes para guardarlo y reservarlo" (Le 12, 18) y arrebatándolo a los pobres (St 5, lss).

La misma promesa de Jesús —absolutamente cierta— de "no andar preocupados pensando qué vamos a

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comer para seguir viviendo, o con qué ropa nos vamos a vestir... ya queías aves del cielo no siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el Padre celestial las alimenta... y por eso hará mucho más con nosotros... que valemos más que las aves... y que por lo tanto busquemos primero el Reino y su justicia y esas cosas vendrán por añadidura" (Mt 6,25-33), queda reducida a retórica cuando el pecado de la injusticia institucionalizada conduce a millones de hombres a situaciones de miseria e inseguridad peor que a las aves del cielo.

Signo del "trabajo del hombre"

El dinero también es signo del trabajo del hombre. De sus sudores, de sus sacrificios y aun de su sangre. El capitalismo pervirtió esta significación, dando la primacía al lucro y poniendo el trabajo a su servicio. Ya no sabemos relacionar el dinero con el trabajo noble y duro de los campesinos, de los mineros, de los proletarios, o con el trabajo creador y agobiador de los intelectuales. El dinero se ha deshumanizado.

El dinero, signo "de los bienes de la tierra y del trabajo del hombre", en la perspectiva de Cristo, debería ser vehículo' de fraternidad y reconciliación entre ricos y pobres, medio para restablecer la igualdad y la justicia rotas por la explotación del trabajo y el lucro en una civili­zación que adora la riqueza.

Para Cristo, los que tienen más sobre una tierra que es de Dios y por eso de todos, no son sino servidores fieles y prudentes... "constituidos para repartir el alimento a su debido tiempo" (Mt 24, 45). Así como nadie es dueño absoluto de la tierra, nadie lo es del dinero. Este siempre se administra a nombre de Dios, como el poder y la auto­ridad.

Este fue el descubrimiento de Zaqueo, uno de los ricos a quien Jesús interpeló y convirtió. Al reconciliarse con

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Dios y con los hombres a los que explotaba, Zaqueo comparte su dinero con ellos como signo de esa reconci­liación y fraternidad restauradas (Le 19, 8).

La Iglesia siempre entendió que la reconciliación fra­ternal que ella está llamada a crear entre los hombres debe llevarlos a compartir las riquezas y a reivindicar el trabajo de los que las producen. Esta convicción eclesial se ha hecho enseñanza permanente y al mismo tiempo oración ferviente en la Eucaristía, la fuente de toda reconciliación.

En la Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo que se entregan para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, se ofrecen bajo los signos del pan y del vino, que representan "el fruto de la tierra y del trabajo del hombre" (oración del Ofertorio).

Para la Iglesia la reconciliación eucarística supone que esa reconciliación comience por hacer justicia con los bienes de la tierra y con el trabajo humano. Esta reconci­liación en la justicia significa que las riquezas se repartan para que alcancen y sirvan a todos, y que el trabajo recu­pere su dignidad y su primacía sobre el lucro.

"Aprovechen del maldito dinero para hacerse amigos" (Le 16, 9)

¿El dinero es de hecho fuente irremisible de iniquidad, a pesar de la intercesión eucarística de la Iglesia? ¿Las riquezas son malditas, como parecería desprenderse de las palabras de Jesús y de la actitud de muchos santos? Para el cristiano ello equivale a preguntarse sobre las condiciones de redención del dinero y la riqueza. Creemos en la posibi­lidad de liberación de toda realidad, a causa de Cristo que asumió toda la condición humana, no para condenarla sino para salvarla (Jn 3, 17).

Jesús no sólo condenó el señorío del dinero. En su enseñanza también se advierte la clave de su redención. Esta clave está en la misma línea de la liberación del

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poder, pues el dinero es una forma de poder, y como tal su uso no es legítimo si no está al servicio del designio de Dios de justicia y fraternidad. La riqueza se redime cuando está históricamente al servicio de los pobres y desposeídos. La riqueza privada, social o internacional, se legitima como medio de caridad fraterna y de liberación social.

Los ricos que en el Evangelio encontraron gracia delante de Jesús fueron los que pusieron su riqueza al servicio del hermano necesitado. El caso típico es Zaqueo, como ya lo mencionamos (Le 19, 8), cuyo encuentro con Jesús no es marginal en el Evangelio, sino que queda como modelo del rico convertido.

La parábola del Buen Samaritano nos trae el mismo mensaje. La caridad del samaritano con su hermano nece­sitado, que Jesús estableció como modelo de amor al prójimo, encierra enseñanzas muy ricas y complejas. En la parábola se nos ordena superar toda discriminación de personas (judío-samaritano); pasar de la compasión a los hechos: asumir todos los sacrificios de la caridad; des­prendernos gratuitamente del dinero para aliviar plena­mente al hermano oprimido. El samaritano contaba con recursos económicos (no sabemos hasta dónde), que pone al servicio del herido y despojado. "Cuídalo, lo que gastes de más yo te lo pagaré a mi vuelta" (Le 10, 35).

Igualmente en la misteriosa parábola del administra­dor astuto (Le 16, 1-9), Jesús nos hace ver cómo un hombre sin escrúpulos financieros tiene siempre posibili­dad de salvación si transforma su corrompida posición de poder económico en un servicio a los necesitados y explo­tados. Así, "el maldito dinero" se redime y "nos hace de amigos en las viviendas eternas" (Le 16, 9).

El dinero al servicio del Reino

El caso más deslumbrante de la redención de la riqueza es su utilización en el apostolado. La Iglesia, en el

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desarrollo de su misión, utiliza dinero, y a veces en grandes cantidades.

Esto plantea modernamente cuestiones graves en torno a la pobreza institucional de la Iglesia en la posesión y uso del dinero. La extensión, desafíos y complejidad de la evangelización en la sociedad contemporánea ha hecho que los medios de acción misionera sean cada vez más costosos. Por otra parte, la riqueza en la Iglesia mantiene su ambigüedad radical y su tendencia a constituirse en "señor" de los eclesiásticos, tal como Cristo lo previno en el Sermón del Monte. En la comunidad cristiana el dinero puede convertirse en fuente de poder, acumulación e injus­ticia. La riqueza en la Iglesia necesita también permanente redención.

La Iglesia es radicalmente pobre

En su ideal evangélico, la Iglesia es radicalmente pobre. Su única riqueza es Cristo y la misión por El encomendada. La Iglesia no tiene otra posesión que el apostolado, y los medios necesarios para su ejecución. Sólo así se justifica su uso; sólo el apostolado como minis­terio de reconciliación redime el dinero en la Iglesia.

En la pastoral contemporánea, la pobreza de la Iglesia no puede simplísticamente plantearse en términos de "tener o no tener", sino en otros términos más profundos y más exigentes. Tampoco se puede plantear en términos de "economía". Economizar, ante los desafíos del Reino de Dios, no siempre es pobreza. El criterio de "economizar" en la Iglesia, puede ser, una vez más, acumulativo. El apostolado no está al servicio del dinero ("no podéis servir a dos señores"), sino al contrario. Un criterio evangélico y pastoral del uso del dinero en la Iglesia es preguntarse en primer lugar cuál es el bien del Reino y la voluntad de Cristo, y gastar lo necesario. De cara a la gloria de Dios y el bien de los demás, dar con largueza es una forma de

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pobreza, pues en la Iglesia el dinero pertenece al Señor. Es la lección de Jesús a Judas Iscariote en la unción de Betania, escandalizado por el "derroche", pero en el fondo preocupado por una inversión más "rentable" del dinero (Me 14, 3ss).

Criterios de pobreza en la obra apostólica

¿Cuáles son los criterios para compaginar la pobreza, con el uso, a veces considerable, del dinero en el aposto­lado? ¿Para compaginar la posesión de recursos al servi­cio del Reino con la necesidad de redimir esas riquezas?

La comunidad cristiana tiene que confrontarse con ese problema, como parte de su fidelidad a Cristo, en cada lugar y época, sin darlo por resuelto "a priori". El pro­blema del dinero en el apostolado no hay que escamo­tearlo; hay que reconocer que existe y resolverlo evan­gélicamente.

Por de pronto la Iglesia dará testimonio, pidiendo a los miembros de sus comunidades, ricos y pobres, y a las mismas Iglesias locales (donde también hay ricos y pobres), aquello que pide para la humanidad: el hacer justicia y compartir, "los bienes de la tierra y del trabajo de los hombres". La Iglesia será levadura eficaz de fraterni­dad y reconciliación cuando sus mismas comunidades puedan ofrecer al mundo modelos realistas de comunión en los bienes y de valoración del trabajo pobre y humilde.

Pienso también que el apostolado, aunque deba recu­rrir al dinero para expandirse, debe tener un estilo institu­cional que testimonie la fuerza evangélica de los "medios pobres". Porque la Iglesia no es simplemente una sociedad que posee y administra recursos financieros, sino la comu­nidad que anuncia las Bienaventuranzas.

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El testimonio de los "medios pobres"

El testimonio de los "medios pobres" en el apostolado consiste en primer lugar en ser consecuente con la Palabra que nos advierte que "no podemos servir a dos señores". El autor del apostolado es sólo Cristo, y todos los medios materiales deben relativizarse ante la fuerza de su gracia. La Iglesia pone su confianza sólo en Cristo y no en sus recursos, y sabe que el efecto profundo de la evangeliza-ción escapa a los medios de acción.

En las actitudes concretas, en sus criterios y decisio­nes, la comunidad cristiana debe testimoniar que, por sobre cualquier recurso material, pone su confianza en la fuerza de la palabra del Evangelio, en la caridad y el compromiso con la justicia, en la pobreza, la oración y la cruz. Sabe que lo demás vendrá por añadidura. Es la forma más profunda de creer en la promesa de Jesús: no andar preocupados por las riquezas, ya que el Padre sabe de lo que tenemos necesidad; de buscar antes que nada la justi­cia del Reino (Mt 6, 25ss).

El testimonio de los "medios pobres" en el apostolado nos prohibe pensar que porque no hay recursos financieros "no se puede hacer nada"; pensar que el dinero condiciona la eficacia profunda de la Misión. Esta actitud no sólo es evangélica, sino que está corroborada por la experiencia pastoral, al menos en América Latina: muy a menudo las diócesis y las Iglesias más pobres son las más dinámicas, las más misioneras, las de mayor credibilidad en el pueblo, las más fieles al Concilio y a la Conferencia de Medellín. Por otra parte, muchas obras apostólicas que en sus comienzos fueron pastoralmente eficaces buscando una fidelidad a los criterios del Evangelio en cuanto a los medios pobres, decaen y aun se corrompen en cuanto a sus objetivos originales, al enriquecerse y desarrollarse mate­rialmente sus modelos de acción.

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"Estib pobre" en el uso de los medios de apostolado

El "estilo pobre" en el uso de los medios de aposto­lado también exige que éstos sean "solidarios" con el mensaje que se anuncia y con el ambiente en que se actúa. Si los recursos que se emplean en la evangelización con­trastan con su contenido —las Bienaventuranzas— y con los pobres que son sus destinatarios, somos "ricos" en el estilo misionero: utilizamos "medios ricos" en relación a un mensaje y a un pueblo determinado. El mensaje se hace oscuro y retórico; el pueblo no entiende y no se siente aludido.

El Evangelio no pasa. En el apostolado, los métodos no pueden separarse del contenido; los medios de transmi­sión ya condicionan la credibilidad del mensaje. No podemos anunciar creíblemente las Bienaventuranzas con medios y recursos que las desmienten; no podemos diri­girnos a los pobres con un estilo y unos métodos que les son extraños, y que nos catalogan en el "mundo de los ricos".

La consecuencia de éstos es que la evangelización, ya sea a ricos o a pobres, ya sea con más o menos recursos, si quiere dar fruto profundo y permanente de liberación para los pobres y de conversión para los ricos, debería hacerse siempre "desde los pobres". "Desde" no necesa­riamente como "lugar", sino como solidaridad y como opción por la causa de la justicia, que en América Latina es la causa de los pobres. Esto es lo que cualifica decisi­vamente los "medios pobres", redime el uso del dinero en el apostolado y hace creíbles para ricos y pobres todo discurso que sobre la riqueza pronuncie la Iglesia.

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Seguir a Jesús contemplativo

"¡Si tú conocieras el don de Dios! Si tú supieras quién es el que te pide de beber, tú misma me pedirías a mí. Y yo te daría agua viva"... "El que beba de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que bebe el agua que yo le daré, no volverá a tener sed. El agua que yo le daré se hará en él manantial de agua que brotará para vida eterna".

(Jn 4,10.14).

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El seguimiento de Jesús en su amor al hermano y al pobre, hasta estar dispuesto a entregar nuestra vida, no es el resultado de nuestro puro esfuerzo o de la decisión de nuestra voluntad. Ser fieles a este seguimiento, no sólo por un tiempo o impulsados por la juventud o el entusias­mo, sino por toda la vida, va más allá de nuestras posibili­dades. Pero "lo que es imposible para los hombres es posible para Dios".

El seguimiento de Jesús se nos revela así como un don de Dios. El don que Cristo ofreció a la samaritana en el pozo de Jacob, que se hace en nosotros como fuente de agua inagotable, que hace que no volvamos a tener más sed (Jn 4, 10.14); que nos hace nacer de nue-vo, en el Espíritu (Jn 3, 5ss), y que nos transforma de egoístas en seguidores. Hablar del seguimiento de Cristo es hablar de disponernos a recibir y a crecer en este don. Es hablar de la dimensión contemplativa de la vida cristiana, y del camino de nuestra oración.

El don de Dios se nos comunica privilegiadamente en la oración, en la cual nos revestimos de Cristo, que nos transmite de su plenitud. La oración nos comunica la experiencia de Jesús.

La oración como parte del seguimiento de Jesús

Esta experiencia, contemplativa, es necesaria para mantenernos siempre fieles a las exigencias de su segui­miento. Más aún, la oración es parte integral de este

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seguimiento: seguir a Jesús es seguirlo también en su oración y contemplación, en la cual El expresaba su abso­luta intimidad con el Padre y la entrega a su voluntad.

La oración es además inseparable del seguimiento por los motivos que a éste lo inspiran; por su mística. Lo que le da calidad a todo compromiso es la mística que lo anima, o los motivos de ese compromiso. Si no hay motivaciones profundas y una mística estable, el compromiso se seca. Esto es especialmente cierto en la espiritualidad cristiana, cuyas motivaciones no se extraen de la pura razón humana, o de los análisis e ideologías, sino de las palabras de Jesús, acogidas en la fe. Nutrir, hacer una experiencia personal de esas palabras en nuestra oración contempla­tiva, es nutrir nuestra mística, y hacer de nuestros motivos para seguirlas una "fuente de agua viva".

La mística de nuestro seguimiento es inseparable de la experiencia de nuestra oración.

La oración cristiana

El ponernos el problema de si la oración tiene aún sentido en el mundo de hoy es inútil. En la teoría y en la práctica muchos cristianos dudan de la eficacia y signifi­cación de su oración, en una cultura que se seculariza, donde las estadísticas y la técnica prevén el futuro cercano más y más, donde el hombre adquiere creciente responsa­bilidad y dominio sobre la naturaleza y sus leyes. Más aún, en este contexto la oración puede aparecer una evasión, una alienación...

En fin, a muchos les parece que la oración refuerza un dualismo (encuentro con Dios en la oración - Dios en el servicio a los hombres) hoy día ya superado.

En los principios de solución que aportamos en seguida, suponemos que la formulación de la oración cambia, aunque sea un valor permanente de nuestra vida cristiana. Se puede formular en modo muy diferente,

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según las culturas y según la sensibilidad de una época. No logramos integrar nuestra oración con nuestra vida, por­que es diferente el modo como debemos formularnos hoy la oración y la manera como nos formaron sobre la misma. Esto ha producido crisis. No se sabe cómo integrarla dentro de las exigencias sicológicas del momento actual.

La oración de Cristo y del cristiano

Tenemos en primer lugar un hecho impresionante: que Cristo, perfecto hombre y Cabeza de la humanidad, oró. Oró e hizo de la oración uno de los centros de su vida. Y Jesús —el mismo ayer, hoy y siempre— continúa hoy su vida de oración junto al Padre "siempre vivo interce­diendo por nosotros" (Hb 7, 25). Esta oración fue y es salvadora para los hombres, y actúa e influye en aquellos que ni la técnica ni el hombre pueden alcanzar: el pecado, la libertad, la fe, el amor y la redención. Por nuestra oración nos incorporamos a esta oración de Cristo y entramos muy realmente a colaborar con El en la salva­ción profunda de los hombres y de la historia. Dios quiere que colaboremos con El y en esta perspectiva la oración —tanto como la acción apostólica— nos hace entrar de lleno en la misión de Cristo más allá de los sentidos y del poder del hombre.

Dios como ser personal

Por otra parte, para dar todo el sentido a la oración cristiana es necesario estar convencidos de que nuestro Dios es un Dios personal, una Persona que oye, que se co­munica, con la cual podemos relacionarnos y entrar en inti­midad como con cualquier persona. El Dios que se nos revela en Jesucristo no es una causa primera o un abstracto filosófico. Es una persona real, con inteligencia y volun­tad, que ha decidido entrar en nuestra historia, llevarnos a la participación de su vida, escucharnos e introducirnos a

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su colaboración. Si estamos convencidos de todo esto, la oración no es una práctica o un "ritualismo", sino más bien una respuesta a la vocación cristiana, una necesidad del amor y una comprobación de que no hay verdadera amistad y colaboración con la Persona-Dios sin perma­nente diálogo y comunicación con El.

El hombre por su misma naturaleza y por el dina­mismo del germen bautismal, está llamado a encontrarse con Dios no sólo por mediaciones (el prójimo, el trabajo, los acontecimientos, etc.). Puede y debe encontrarlo tal cual es. Contemplar a Dios, la Verdad y el Bien, tal como es. Este es un valor al cual el hombre no puede renunciar.

Vocación contemplativa del hombre

Hay entonces, históricamente en el hombre, una vocación nata a contemplar a Dios cara a cara (vocación contemplativa). Si no lo logra, será un ser no realizado. Difícilmente podrá luego encontrar a Cristo en los demás. Y la oración esencialmente es la respuesta a esta vocación del hombre, es la única actividad que nos une a Dios "cara a cara", sin mediaciones, a no ser la oscuridad de la fe.' El tipo de encuentro con Dios en la oración es de otro nivel y calidad que los otros encuentros (prójimo, etc.) y no podemos renunciar a él sin cercenar nuestra realización y destino. Por lo mismo, la oración se constituye en la garantía de que realmente hallamos a Cristo en el prójimo y en la historia, y de que no nos quedamos en buenos deseos.

La capacidad del seguimiento de Cristo viene de Dios

La capacidad para encontrar a Cristo en los demás no proviene de nuestro esfuerzo sicológico, sino de una gra­cia que emerge de nuestra conciencia, fruto de la fe nutrida por la oración, que nos da la experiencia de Cristo en su fuente.

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La oración cristiana entonces está en otro nivel que el de las estadísticas, la sicología o el avance técnico. No entra en competencia con éstos, ni tampoco está en peligro por el progreso del hombre. Como igualmente Dios y la libertad o el progreso no se excluyen. Eso sí, con tal que la oración sea auténtica, es decir, expresión de un amor personal a Dios y a los demás. Al fin de nuestros días seremos juzgados por nuestro amor (no tanto por la ora­ción...), pero la oración precisamente es una prueba privi­legiada de nuestro amor a Dios, y nos lleva igualmente al amor de los demás, ineludiblemente, si es auténtica. La disyuntiva "o la oración o el servicio de los otros" es falsa, supone una "oración" que no es cristiana, alienada, sin referencia al mundo y a nuestros hermanos. La oración no es un refugio en Dios que nos aleja de nuestro compromiso con el hombre; es impulso progresivo que nos revela que a esa Persona que encontramos en la oración debemos igualmente encontrarla en los demás.

La oración es una convicción de fe

¿Y la oración de petición? ¿Tiene sentido cuando el hombre domina las leyes de la naturaleza? Ya dijimos que la oración cristiana nos hace participar de la oración de un Cristo que pide incesantemente por la conversión y el desarrollo del hombre. Y esta oración es lo único que puede influir en lo que el hombre tiene de trascendente sobre cualquier ley o progreso: su libertad. Oramos y pedimos porque sabemos que sólo Dios puede cambiar una libertad sin anularla, y que en definitiva de la libertad del hombre dependen las grandes decisiones personales e históricas. En el apostolado, en concreto, la oración va más allá de los límites de la acción. La misma experiencia nos demuestra que todo nuestro celo y organización se enfrentan al fin con una realidad que no podemos cam­biar: la libertad humana. Y ahí es donde la fe nos revela

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nuestra posibilidad de transformar esa libertad en colabo­ración con Dios, para salvar, convertir, hacer llegar la paz, llegar a las decisiones que preparen la justicia y la fraternidad.

Por todo lo dicho vemos que la oración no está en el nivel de lo empírico, no es una necesidad sicológica o sentimental. Es una convicción de la fe. Esto mismo implica las dificultades que encontramos para orar o para creer verdaderamente en la oración. Sus efectos, sociales, apostólicos o sicológicos, no se comprueban inmediata­mente. Se realizan a largo plazo, profundamente, envuel­tos en las decisiones de la libertad humana, y en la marcha de la historia. Pues Dios ha querido asociarnos a su Providencia para que colaboremos en el quehacer de la historia no sólo actuando sino también orando.

De ahí la necesidad de basar nuestra oración en firmes convicciones, enraizadas en la fe cristiana. De otro modo, si nuestra adhesión a ella es sólo sicológica o sensible, fácilmente abandonamos su práctica por cualquier activi­dad o cosa más o menos importante. Habitualmente el problema de la "falta de tiempo" para orar está ligado a esto.

Ciertos bienes sób bs obtiene la oracwn

Por último, y ahora desde el punto de vista de la vida, y de la vida cristiana y del apostolado, sabemos que hay ciertas exigencias evangélicas, sobre todo en el orden de la caridad heroica, de la generosidad y de la cruz, de la fidelidad a nuestra misión más allá de toda decepción, ante las cuales necesitamos gracias "sobrehumanas", una presencia muy especial de Cristo. Ahora bien, hay gracias y hay experiencias de Cristo en nuestra vida que Dios no nos da sino en la oración. Es ahí, en un encuentro con Jesús-Persona cada día renovado, donde desarrollamos la

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connaturalidad con Dios para ver las cosas, para juzgar, para reaccionar y amar según el Evangelio. La falta de oración necesaria en nuestra vida, si es culpable y habi­tual, nos conduce a una especie de anemia espiritual y apostólica, con la consiguiente impotencia de ser fieles a todas las exigencias del Evangelio.

La oración como respuesta del hombre al Dios que le habla

Otra característica de la oración cristiana estriba en que es una respuesta a la iniciativa de Dios, de Dios que habla. No es el hombre el que toma la iniciativa en la oración, es Dios quien le ha hablado primero, que lo ha llamado en el curso de su vida, llamado al cual responde el hombre con su actitud de oración. El cristianismo no es una religión como las demás, en que el hombre busca a Dios y satisface en su vida religiosa su necesidad natural de relacionarse con su Creador; el cristianismo es ante todo la religión de un Dios que busca al hombre, que ha tomado la iniciativa para amarlo, salvarlo y formar con El una unidad en la caridad.

La liturgia, maestra de la oración, se encarga de signi­ficar este misterio de llamada y de respuesta a través de su estructura misma: en la liturgia habitualmente la oración, (cantos, silencios, oraciones comunes, etc.) sucede a la proclamación de la palabra, es una respuesta del hombre que acaba de escuchar en primer lugar la Palabra de Dios que le ha hablado. Esta estructura de la liturgia revela todo el profundo sentido de la oración cristiana.

Antropología de la oración cristiana

Esta oración, que ha de ser una respuesta de Dios en Cristo, adquiere un carácter histórico y encarnado que

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también es característico del cristianismo. Si hubiera que hacer una distinción fenomenológica entre la oración de un budista y la de un cristiano, habría que hacer esta distinción en el nivel de la historia y la Encarnación: el diálogo del cristiano con su Dios forma parte de una Historia personal y colectiva, localizable en el tiempo y relacionada con experiencias y acontecimientos.

Por esto, la oración cristiana se caracteriza por tener una antropología. Toma en cuenta al hombre concreto, histórico, encarnado, con un cuerpo, con una existencia y un ser sensible a palabras y a signos. Este elemento antro­pológico de la oración cristiana ha sido a menudo olvi­dado por los pastores, no solamente en la oración litúrgica sino también en la oración privada. Para que la oración abarque la plenitud de una persona que se relaciona con su Dios, no podemos menospreciar las posturas, las actitudes corporales; la inteligibilidad y el valor afectivo de los signos religiosos, de las expresiones vocales, de los textos que nutrirán la oración... Esto, que es esencial a la liturgia, no debe ser tampoco descuidado en la educación de la oración personal.

Por eso el problema de nuestra oración está ligado a nuestro modo de vivir. Hay estilos de vida, sin ningún control ni disciplina personal, sicológicamente incompa­tibles con actividades que nos exigen el ejercicio de la fe, como la oración. Si ello no existe no tendremos la libertad necesaria para un encuentro con Dios auténticamente contemplativo.

Hace falta la disciplina de vida, es indispensable tener un mínimo de autocontrol para ser fieles a la oración y a sus leyes humanas.

El método ayuda a la oración

Otro elemento importante en esta antropología es el método. Desde el siglo XVI se insistió mucho en los méto-

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dos para orar. Aquí no nos referimos a la rigidez de esos métodos tradicionales, sino a la manera personal de ayu­dar a nuestras facultades para concentrarnos en Dios. Esto no hay que descuidarlo, si no se quieren multiplicar inne­cesariamente las dificultades prácticas, y las distracciones en la oración.

Nuestras distracciones no nos deben afectar. Lo que importa es la eficacia del trabajo que el Espíritu Santo hace en nosotros. Las distracciones tienen que ver con nuestra parte afectiva, y durante las mismas aflora todo aquello que nos ayuda a conocernos mejor. Afloran en esos momentos las motivaciones profundas de nuestro subconsciente, las personas y asuntos que nos preocupan. Todo eso hemos de entregar también al Señor; forma parte de la sinceridad de nuestra oración.

El sentido eclesial de la oración

Y en fin, toda oración cristiana tiene un sentido ecle­sial. Es decir, nunca el cristiano ora verdaderamente solo, aun en sus momentos de oración más privada. Siempre ora como parte de un todo que es la Iglesia, siempre es solida­rio con sus hermanos, siempre reza en cierta manera "con la Iglesia".

Reflexiones finales

Por último, debemos decir que las reflexiones que hemos hecho sobre la naturaleza de la oración nos llevan a redefinir al auténtico contemplativo cristiano.

La contemplación no es lo que teníamos como ima­gen tradicional. No es la fidelidad a prácticas de oración. Las prácticas son sólo un medio, no constituyen la con­templación de la fe.

El contemplativo hoy es aquél que tiene una expe­riencia de Dios, que es capaz de encontrarlo en la historia,

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en la política, en el hermano, y más plenamente a través de la oración.

En el futuro no se podrá ser cristiano sin ser un con­templativo, y no se puede ser contemplativo sin tener una experiencia de Cristo y su Reino en la historia. En este sentido, la contemplación cristiana garantizará la super­vivencia de la fe en el mundo secularizado o politizado del futuro.

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Seguir a Jesús fiel hasta la cruz

" T JL/legó Jesús con ellos a una propie­

dad llamada Getsemaní. Dijo a sus discípulos: "Siéntense aquí mientras yo voy más allá a orar"... Y comenzó a sentir tristeza y angustia. Y les dijo: "Siento una tristeza de muerte"... Y tirándose en el suelo hasta tocar ¡a tierra con su cara, hizo esta oración: "Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú".

(Mt 26, 36-37.39).

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Jesús, el hombre de la Fidelidad

La espiritualidad cristiana encuentra en Jesús no sólo un modelo de seguimiento, sino también un camino de fidelidad a este seguimiento. Jesús fue fiel. Absolutamente fiel a la misión que el Padre le había entregado; libremente fiel (Jn 10, 18); era "todo amor y fidelidad" (Jn 1, 14). Seguir a Jesús en su fidelidad al Padre es la cúspide del cristianismo.

La fidelidad de Jesús se desenvolvió en medio de una historia, de circunstancias concretas, en una sociedad y ante hombres como los de hoy, marcados por la mentira y el pecado. Por eso la fidelidad de Jesús es conflictiva y dolorosa: tuvo que llevar el peso del pecado y la fuerza del mal que se le oponían. Esta oposición fue tan tremenda, que lo llevó al fracaso aparente en su vida pública y lo pre­cipitó en el martirio de la cruz. La cruz es la prueba de la fuerza, siempre imperante, del mal, del pecado, de la injusticia en el mundo. Es también la prueba suprema de la fidelidad de Jesús. Su cruz —y la nuestra— no tienen sentido sino al interior de la fidelidad a una misión. Por eso hemos dicho que no existe propiamente una "espirituali­dad de la Cruz", sino una espiritualidad de la fidelidad y del seguimiento.

Esto nos lleva a entender la cruz cristiana a partir del seguimiento de Jesús y de su causa. Crucificado, Jesús enseñó a sus discípulos y a todas las generaciones una nueva manera de sufrir y de morir, al interior de una fidelidad a una Causa.

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El sentido liberador de ¡a Cruz

Pero la cruz tiene una significación particular para los sufrientes, los oprimidos y fatalmente resignados. Para ellos, el mensaje de la crucifixión consiste en que Jesús nos enseña a sufrir y a morir de una manera diferente, no a la manera del abatimiento, sino en la fidelidad a una causa llena de esperanza. "El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo" (Le 14, 27), ha dicho Jesús. No basta cargar la cruz; la novedad cristiana es cargarla como Cristo (seguirlo). "Cargar la cruz" no es entonces una aceptación estoica, sino la actitud del que lleva hasta el extremo el compromiso. "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos"... "Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (S. Juan).

Esa es la nueva manera de cargar la cruz que Cristo nos enseña con su muerte: transformarla en un signo y fuente de amor y entrega, en vista de una liberación siem­pre incompleta, pero asegurada por la Promesa.

La absoluta novedad del trágico destino histórico de Jesús es la promesa que encierra, promesa que encontrará toda su densidad en su resurrección y exaltación junto al Padre. Porque si la Cruz es la frustración aparente de una promesa, la suprema abyección de Jesús y el fracaso de su misión, paradójicamente es al mismo tiempo, el momento de arranque de su triunfo.

Los oprimidos y los sufrientes, de todas las categorías humanas y sociales, tenderán a proyectar en el crucificado su propia frustración. La cruz sería el fracaso de la causa de los justos, de los oprimidos y de los que luchan por la justicia; el fracaso de las bienaventuranzas; la cruz de Jesús es la de los abandonados; parece que los "pequeños" y débiles no pueden triunfar.

Pero si el martirio de Cristo es precisamente el momento en que el Padre asume su causa, dándole para siempre la plena libertad de su exaltación, y poniendo

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entre sus manos la libertad de todos los hombres, entonces el fracaso de los abandonados de este mundo es sólo aparente.

En la cruz de Cristo, el Padre asume y reconcilia a los que sufren el abandono y la desesperación como forma suprema de la impotencia y de la opresión. Les concede el don de sufrir no como vencidos, sino como actores com­prometidos con una causa, que es la misma causa de Cristo. La identificación de los oprimidos con la cruz no es su identificación con el abatimiento de Cristo, sino con su energía resucitante, que les llama a una tarea. No se trata de "superar la cruz", sino de hacer de la misma cruz energía para llevar a cabo las tareas que imponen la propia liberación y la de los demás.

Si el mensaje de la cruz es que podemos sufrir y aun morir de una manera nueva, es a causa de esta esperanza que nos comunica, pues si hemos sido llevados a la crucifi­xión, tenemos, en el Dios crucificado, la promesa cierta de que la energía de la Resurrección no dejará definitiva­mente frustrada la tarea de los que sufren y mueren a causa de la justicia.

La cruz es el signo de que la causa de los justos y oprimidos, aparentemente fracasada, es ya aceptada por el Padre, y que por lo tanto ellos ya no están abandonados, sino que deben entregarse con más fuerza y hacer reinar la justicia, tras las huellas de un Cristo crucificado pero nunca decisivamente abatido.

En Jesús la cruz es su misma misión de liberación de los hombres hecha tragedia a causa del pecado de estos mismos hombres, pero habitada con la energía de recrear una vez más esta misión de una manera transfigurada. La cruz de los oprimidos, de los sufrientes y abandonados, se da al interior mismo de su propia situación injusta, y en el proceso consiguiente de su liberación, hecho fracaso apa­rente por el egoísmo y el pecado, pero con la fuerza de prolongarse hacia adelante de una manera siempre nueva.

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La experiencia de la fidelidad de Jesús

La fidelidad de Jesús es el camino de nuestra propia fidelidad. La fidelidad de Jesús se dio en el tejido histórico de la experiencia humana de su entrega a la causa del Padre. Seguir a Jesús no es repetir las formas históricas de su fidelidad (absolutamente irrepetibles), sino redimir la experiencia de nuestra propia fidelidad, y en la experien­cia profética del Hijo de Dios encontramos la inspiración para nuestro profetismo: ser fieles a la causa del Padre en el tejido de nuestra historia. Para eso nos puede ayudar la contemplación del itinerario profético del Señor.

Popularidad de Jesús

En los comienzos de su misión, Jesús conoció momen­tos de prestigio popular, de influencia social, aun de poder. Al comenzar su actividad "anunciando la Buena Nueva a los pobres, a los cautivos la libertad, a los ciegos la luz, a los oprimidos la liberación y a todos la reconciliación" (Le 4, 18), Jesús responde a las expectativas mesiánicas del pueblo. Quiere manifestar con signos su poder liberador, y se entrega a sanar a los enfermos, los leprosos, los ator­mentados. Multiplica los panes, suministra vino en las fiestas. El pueblo lo busca, lo acosa; les basta con tocar su vestido para recuperar la salud (Me 3, 10). No le queda tiempo para comer (Me 6,31) y para poder orar tiene que huir en las noches a lugares solitarios (Le 4,42; Jn 6, 15).

Es la época de sus grandes discursos a las multitudes. Para hacerse oír tiene que subir a los cerros (Mt 5,1) o a las barcas (Le 5, 3).

Lo siguen por decenas de miles (Mt 14,21). Su visibi­lidad y prestigio alcanza su más alto grado; Jesús parece responder, como el mayor de los profetas, a las aspiracio-

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nes populares... aunque "El no se fiaba de la gente, porque sabía lo que hay en el hombre" (Jn 2, 25).

En este punto, quieren hacerlo rey (Jn 6,15). Para El este momento es el retorno de la tentación del desierto, ya que el demonio se había alejado "para volver en el momento oportuno" (Le 4, 13). La tentación que vuelve una y otra vez durante la actividad de Jesús consiste básicamente en institucionalizar su prestigio terrenal a costa del modelo de fidelidad encomendado por el Padre. Jesús la rechaza (Jn 6,15) y al advertir la ambigüedad de la imagen que proyectaba su ministerio en el pueblo, decide deshacer el equívoco radicalizando las exigencias de su seguimiento, consciente de la crisis que esto signifi­caría para el pueblo y para su misión. "Ustedes no me buscan por los signos que han visto sino por el pan que comieron hasta saciarse. Afánense no por la comida de un día, sino por otra comida que permanece y da vida eterna: es la que les dará el Hijo del Hombre" (Jn 6, 26ss). Y les habla de la fe. Fe en su Palabra, y en su Cuerpo como alimento, como condiciones para poder seguirlo y para llegar a la verdadera vida y a la verdadera liberación.

El empobrecimiento de Jesús

El pueblo no está preparado para esto. Sus expectati­vas eran otras: hay una masiva decepción. Jesús es criti­cado abiertamente (Jn 6, 41), y se hace controversial y conflictivo (Jn 6,52). Aun entre sus más cercanos algunos se alejan (Jn 6, 66-70). Y para Jesús, rodeado ahora de unos pocos, ha comenzado una nueva etapa. La etapa del "empobrecimiento". Es discutido, incomprendido y ha perdido algo que a primera vista parecía necesario para su acción: la popularidad. Con esto comienza la experiencia más decisiva de su vida, la verdadera pobreza del "Siervo de Yavé". Ya casi no hace milagros, y por mucho tiempo se margina de las multitudes. Su discurso cambia nota-

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blemente con su nueva experiencia. Habla menos de las expectativas mesiánicas y del poder del Reino, y más de su seguimiento y de la cruz que éste comporta. Anuncia su pasión, las persecuciones y su muerte que presiente cercana.

Para el Hijo de Dios, esto no es sólo una "estrategia pastoral". Es el fruto de las experiencias del "empobreci­miento", del rechazo, de la persecución, que han acumu­lado en el camino de su vida no sólo por la crisis provocada en el pueblo por las exigencias de su seguimiento sino por su conflicto, ya manifiesto, con los poderes. "No quería volver a Judea porque los judíos estaban decididos a aca­bar con él" (Jn 7, 1).

Autoexilio de Jesús

Jesús "se autoexilia", pues aún no había llegado su hora. Pero su suerte estaba echada. Desde el primer momento de su ministerio en que fiel a la voluntad del Padre había anunciado al verdadero Dios, y había puesto en cuestión el poder imperial y la teocracia religiosa judía, Jesús es subversivo para un poder que se cree endiosado, y blasfemo para una clase religiosa que propone un dios de la ley y la observancia.

El conflicto que ha creado Jesús es religioso, funda­mentalmente, aunque hay siempre latente una tensión con el poder civil (La masacre de Herodes, en su infancia, que lo obliga al exilio en Egipto; la situación creada por la ejecución de Juan Bautista, etc. Esta tensión estallará en el curso de su última estada en Jerusalén). Sus perseguidores son principalmente los jefes de los sacerdotes y los maes­tros de la ley. Esta teocracia religiosa, primero procura desprestigiarlo; más tarde deciden entregarlo a los "extranjeros", al poder romano, como única forma de eliminarlo (Me 10, 33). Desde entonces Jesús es un pró­fugo en su propia patria.

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Incomprendido por muchos, rechazado y perseguido por la clase dirigente, esta experiencia es la que prepara a Jesús para la cruz. Son las señales con que el Padre le indica que su hora ha llegado. Jesús vuelve entonces deci­didamente a Jerusalén, a la confrontación final. También los apóstoles presienten el desenlace (Jn 11, 16) y tienen miedo (Me 10, 32).

Jesús es fiel hasta el final

En este momento, sin embargo, el pueblo se muestra solidario con El. Aunque no siempre capaces de ir en su seguimiento, reconocían en El al Santo de Dios, que había predicado un Reino de fraternidad y de justicia, donde "los últimos serían los primeros" y los más abandonados eran los privilegiados. Sabían que esa era la causa de su rechazo y persecución por parte de la ocasional alianza de las clases dirigentes religiosas y políticas. De ahí que a su lle­gada a Jerusalén una gran multitud lo aclama y lo sigue, y la ciudad se alborota (Mt 21, 8ss). Y los dirigentes temen al pueblo (Me 12,12). Para poder desprestigiarlo y conde­narlo definitivamente ante las gentes, deciden acusarlo ante Pilato por motivos políticos.

La solidaridad del pueblo en torno a El revive en Jesús la tentación del desierto: la posibilidad de un mesianismo apoyado en el poder y no en la profecía. La tentación se presenta más fuerte y dramática que nunca. Agobiado por ella, Jesús, en su última noche, se aparta al huerto de los Olivos a orar al Padre y renovar su fidelidad a su voluntad. Al mismo tiempo, la experiencia angustiante de la persis­tencia del mal y de la fuerza del pecado, que en ese momento parecían haber triunfado, alcanza toda su inten­sidad. La crisis es tan grave, que El Hijo de Dios entra en agonía y transpira sangre (Le 22, 39-46).

Después de esto, la experiencia crucial de la muerte en el abandono de la cruz. La fidelidad de Jesús ha llegado

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al extremo, y su resurrección es la prueba de que no fue vana: desde entonces, los que lo siguen hasta el sacrificio de la cruz pueden transformar esa experiencia en fuente de liberación y santidad.

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El radicalismo del seguimiento de Cristo

A e seguiré, Señor, pero permíteme que me despida de los míos". Jesús le contestó: "Todo el que pone la mano al arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios".

(Le 9, 61).

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La palabra "radical" es una palabra sospechosa. Y hoy más aún, por sus connotaciones políticas. Un radical es un extremista. Un insensato, un imprudente. Lo contra­rio del equilibrado.

No así en la espiritualidad cristiana. En la línea del seguimiento de Cristo, el cristiano debe ser radical y, en cambio, un cierto "equilibrio" puede ser ambiguo.

En el lenguaje evangélico, radical es el que va a la raíz, el que asume la enseñanza de Jesús con todas sus consecuencias.

En este sentido es condición ineludible del segui­miento de Cristo, y el "equilibrio" puramente humano puede llevar fácilmente a la mediocridad y a la tibieza. El verdadero equilibrio evangélico implica el radicalismo de la entrega a Cristo, y por eso no puede identificarse con la "sensatez" y "prudencia" de los sabios y bienpensantes, según las puras categorías del actuar profano. La Palabra de Jesús rechaza este tipo de equilibrio y lo somete al radicalismo cristiano.

Ap 2, 3 reprocha el falso equilibrio de aquél que, bajo un actuar exterior honesto, ha perdido el radicalismo del amor y Ap 3, 15 ss denuncia la tibieza que se esconde bajo el falso equilibrio de la acomodación ("Ojalá fueras frío o caliente...").

Jesús fue un hombre radical

En términos cristianos, Jesús fue un radical. Replan­teó la conversión a Dios, el cambio de vida y las actitudes

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éticas y religiosas desde su raíz, estableciendo su Evange­lio como el único absoluto. Así fue percibido por la clase gobernante y sacerdotal, y también por sus discípulos. Para muchos de sus parientes, esto era un síntoma de locura (Me 3, 21). Su radicalismo le costó la vida.

Jesús fue radical en sus exigencias. Para El, el cris­tiano debe ser sal, y si la sal pierde su capacidad de dar sabor a otros, ya no sirve para nada (Mt 5, 13). El com­promiso cristiano debe ser como una luz capaz de ilumi­nar el mundo (Mt 5, 17-20).

Jesús exige un seguimiento radical

La opción por Cristo debe ser radical. Ocupa el pri­mer lugar, por sobre los padres, los hijos, y la propia vida (Mt 10, 37-39). Cualquier bien, cualquier valor ha de ser sacrificado cuando se hace incompatible con el radica­lismo de esta opción (Mt 18,8), a semejanza del que vende todo lo que tiene para adquirir una perla preciosa o un tesoro escondido (Mt 13, 44-46). Cristo quiere estable­cerse como el único compromiso absoluto del hombre, eliminando el falso equilibrio del "servicio a dos señores" (Mt6, 24; Le 12,21.34).

Jesús exige un seguimiento llevado hasta las últimas consecuencias. La puerta que lleva a su Reino no es ancha ni "equilibrada", sino estrecha (Mt 7, 13). Los que le siguen deben estar dispuestos a no tener dónde reclinar su cabeza, deben romper con los compromisos mundanos, y una vez en marcha no deben siquiera mirar atrás (Le 9, 57-62). Toda ganancia temporal no aprovecha de nada si nos separa de El (Mt 26, 25-26).

Jesús no oculta la violencia que hay que hacerse a sí mismo para seguirlo (Mt 11, 12), por un camino marcado necesariamente por la cruz (Mt 16, 21-24 a Mt 17, 15). Las exigencias de Cristo llegan hasta pedir a los hombres "que nazcan de nuevo" (Jn 3, 3), que se "hagan como

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niños" (Mt 18,4) y que "ocupen el último lugar" (Mt 20, 26), después de haber "perdido y triturado su vida como el grano de trigo" (Jn 12, 24-26).

El radicalismo cristiano crea conflictos

El radicalismo cristiano, sin buscarlo, puede llevar a conflictos y tensiones, fruto de la reacción que causa una fidelidad absoluta al Evangelio. A causa de Cristo, el cristiano será objeto de odio (Mt 10,22-25; Mt 18, 21; Jn 15, 19-25; Jn 16, 1), y de división (Mt 10, 34-35). Jesús mismo fue objeto de odio y división, signo de contradic­ción (Le 2, 34; Jn 7, 12-13) y frente a El es imposible mantener la falsa prudencia de la indefinición, pues se está con El o contra El (Le 11,23). "He venido a provocar una crisis en el mundo: los que no ven verán, y los que ven van a quedar ciegos" (Jn 9, 39). "Felices así los que al encon­trarme no se alejan desconcertados" (Mt 11,6).

Los radicalismos que pide Jesús

La crisis radical del Evangelio de Jesús está conden-sada en su ideal de felicidad, opuesto a la falsa dicha, según las bienaventuranzas de San Lucas (Le 6, 20-26). En contraste con las categorías de la sensatez del equili­brio mundano, los ricos, los satisfechos y los "bien consi­derados" son descalificados por Jesús. En cambio, los que para El están en la línea del equilibrio evangélico son los pobres, los hambrientos, los sufrientes, los expulsados, los insultados, y mal considerados a causa de su opción cris­tiana (Le 6, 23).

Igual falta de "mesura" muestra Jesús de cara a cier­tas exigencias específicamente evangélicas. El amor fra­terno que El reclama no es solamente la actitud "sensata" y "honesta" de los buenos sentimientos y relaciones

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humanas. Para El no somos diferentes a los "paganos", que siguen esa ética de relaciones, si no llegamos a perdo­nar las ofensas "setenta veces siete" (Mt 5, 22), si no aprendemos a no juzgar (Mt 7,1) y a amar y perdonar a los enemigos y a los que nos perjudican (Mt 5, 37-48; Mt 6, 14). El radicalismo del amor cristiano no tiene límite (Jn 13,34;Mcl2,33;Jnl5,13),exigelagratuidad(Lcl4,12; Le 17, 10), lleva a amar a todos sin discriminación de ningún género (Le 10, 25ss); más aún, exige optar por los débiles y "pequeños" (Mt 25, 40).

La fe que Jesús exige a su Persona y a su Palabra es radical. No es la de los "sabios y prudentes" (Mt 11, 25). Debe hacernos capaces de empresas sobrehumanas (Mt 14, 25ss). Bastaría "un grano de esta fe para trasladar las montañas" (Mt 17, 20; Mt 21, 21).

Por eso el Evangelio exige una confianza absoluta en la oración, como expresión del radicalismo de la fe (Mt 7, 7-11; Me 9, 23-29; Le l l ,5ss;Jn 15,16).

Jesús se aparta igualmente del "equilibrio humano" al plantearnos la actitud cristiana ante los bienes, la riqueza, el prestigio y el porvenir temporal. Su idea de la pobreza es radical: "no se puede ser discípulo si no se renuncia a todo lo que se tiene" (Le 14,33). Nos ordena buscar los valores del Reino por sobre todo, condicionando a ello todo lo demás (Mt 6, 33; Mt 6, 25-34). Igualmente radical es su crítica a la riqueza (Mt 19,23), a las formas confortables de la vida apostólica (Mt 10,10). Las circunstancias de su nacimiento en Belén (Le 2,7-8), y su identificación con el insignificante y discutido pueblo de Nazaret (Me ó, 2-3; Jn 1, 46; Jn 7, 15) son, en esta misma línea, opciones que cuestionan muchos criterios actuales.

De cara a la verdad, Jesús es igualmente absoluto (Mt 5,37). Su fidelidad a esta verdad lo llevó al enfrentamiento final con el poder establecido, y a la muerte. (Mt 26,64; Mt 27,11; Le 22,67 ss; Jn 18,73 ss). En su entrega a la causa de la verdad, Jesús será radical en su crítica a la hipocresía, a la exterioridad (Me 7,3-13) y a toda forma de fariseísmo

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Mt23, 1 ss; Me 2, 27; Mt 9, 14; 11, 16; 12, 1 ss; 15,7-11; 17-24).

En sus criterios de verdad, el Evangelio se aparta nuevamente de los criterios del "equilibrio mundano". Los que aparecen últimos serán primeros, y los primeros para el mundo, los últimos (Mt 19, 30; Mt 20, 12-15). Así, las prostitutas precederán en el Reino de los Cielos a muchos "bienpensantes" (Mt 21, 31), la fe de los pecadores vale más que la religión puramente exterior (Le 7, 36 ss), el óbolo de una pobre viuda tiene más valor que las dádivas de los opulentos (Me 12,41 -44) y la penitencia del publi­carlo pecador justifica más que la suficiencia del fariseo practicante (Le 18, 9). En esta criteriología evangélica, incluso la contemplación aparentemente inútil de María vale más que la productividad de Marta (Le 10, 38).

El radicalismo del Evangelio tiene su mejor encarna­ción en la actitud de Jesús al entregar su vida por los demás (Jn 10, 15-18; Jn 13, 1). La Cruz queda así como signo indiscutible del compromiso radical, de la fidelidad abso­luta al Padre (Le 2,49), de la caridad llevada al extremo (Jn 13,1), de la búsqueda del último lugar (Mt 3,14;Jn 13, 4 ss). De la renuncia al poder y a la violencia (Mt 26, 51; Mt 27, 12; Mt 27,40-44; Mt 4,1 ss; Me 14,61; Me 15,5).

El santo como radical

La naturaleza radical del seguimiento de Cristo se muestra igualmente por el testimonio de aquellos que más auténticamente se han identificado con el ideal evangé­lico: los santos. Para el cristianismo, el santo es la encar­nación del ideal proclamado y raramente vivido. Dentro de la naturaleza simbólica y profundamente humana del catolicismo, el santo es el símbolo del ideal evangélico visualizado y puesto al alcance de todos en un cierto momento y ante ciertos desafíos históricos. El santo es el comentario vivo del Evangelio escrito. El Evangelio

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anunciado por la vida de un hombre, en todo su radicalismo.

Esta identificación del santo con el Evangelio exige de aquél ir a la raíz del cristianismo, llevándolo a la imitación del Jesús histórico tal cual nos es comunicado por la fe de la Iglesia y a la fidelidad a su enseñanza evangélica "sin glosas". Así, la Iglesia tiene dos maneras de identificar el auténtico cristianismo: mediante las pro­posiciones doctrinales garantiza la verdad revelada (orto­doxia); proponiendo a los santos garantiza la verdad de la práctica cristiana (ortopraxis). La vida de los santos encarna aquello que el magisterio propone como verda­dero cristianismo.

El santo es un testigo radical y la Iglesia lo entiende de esta manera cuando exige, para identificar auténtica­mente a un cristiano como santo, la práctica de las exigen­cias del Evangelio "en grado heroico". El grado heroico radicaliza el compromiso cristiano, arrancándolo de la tentación de "un justo medio" o equilibrio puramente humano, que "mira la heroicidad cristiana" como "extre­mismos", "exageraciones" o "radicalismos" (cayendo una vez más en la ambigüedad de transferir categorías sociopolíticas al compromiso cristiano.

La Iglesia, que en su modo de proceder cuando se trata de cuestiones marginales a su misión esencial puede aparecer "moderada" y "políticamente equilibrada" (manejo de cuestiones de gobierno, tomas de posición temporales, etc.), a la hora de identificar la autenticidad cristiana es radical. No la identifica como ninguna de las formas de "equilibrio mundano" de sus representantes. La identifica con el heroísmo radical de los santos.

El radicalismo de la vida consagrada

El compromiso cristiano que suscita la Iglesia tiene también otra forma de revelar su radical dinamismo: en la

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manera de entender y realizar la vida consagrada. La vida consagrada, como modalidad profética de vivir el cristia­nismo a partir de ciertos valores radicalmente asumidos, es presentada por la misma Iglesia como testimonio privi­legiado de vida evangélica. Por eso, sus características y significación profética las podemos considerar como auténticamente representativas del seguimiento de Cristo.

No se trata aquí de agotar el profetismo o el contenido de testimonio eclesial de la vida consagrada. Para el caso que nos ocupa, queremos llamar la atención sobre un aspecto característico: su impacto crítico como testimonio del radicalismo cristiano.

La vida consagrada es una crítica radical a la Iglesia

Creemos que es propio de la vida consagrada el ser un cuestionamiento y eventualmente una santa protesta sobre la Iglesia y la sociedad. Sobre la Iglesia, en la medida que ésta es decadente, o ambigua, o ha perdido su dina­mismo radical. Sobre la sociedad, en la medida que se deshumaniza o descristianiza y, por lo mismo se hace fuente de opresión e injusticia.

En su origen, en los primeros siglos, encontramos ya esta forma de protesta cristiana. Las formas radicales de apartamiento de la sociedad y de las estructuras eclesiásti­cas imperantes (ya influidas por la decadencia postcons-tantiniana), propias de los primeros anacoretas y del monaquisino primitivo, son una muda protesta. Son un deseo de afirmar dialécticamente (y a menudo en forma chocante, en forma de ruptura con "lo establecido"), valo­res e intuiciones evangélicas que entraban en un proceso de "mundanización" y mediocridad. El radicalismo de su modo de vivir, cuestionaba.

Esta característica sigue siendo propia de las grandes fundaciones y reformas carismáticas en torno a la vida con-

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sagrada. Implican una crítica santa a la forma de sociedad y de Iglesia en que ellos viven. Si, por ejemplo, tomamos a san Francisco y su movimiento religioso como caso típico, no se puede negar que el estilo radical de vida franciscana implicaba un profundo cuestionamiento a la Iglesia tem­poralizada y clerical de su época, y al estilo de vida de los señores feudales y de los nacientes burgueses cristianos.

El radicalismo religioso frente a la mediocridad de los "instalados"

Esta característica radical de todo movimiento reli­gioso en su origen, tiende luego a perderse. La vida consa­grada se va haciendo "establecida", se asimila a las for­mas eclesiásticas "convencionales" y sobre todo a los estilos imperantes de la vida social, sin cuestionarlos. En ese caso estamos en plena decadencia. Ese movimiento religioso no será auténtico mientras no vuelva a la raíz de su profetismo. Su radicalismo es signo de vitalidad y de su derecho a continuar existiendo. Su ausencia es un vacío que cuestiona su razón de ser en la Iglesia y en la sociedad. Una de las causas de la actual crisis de la vida consagrada, descansa en que muchos de los que se han entregado a ella, han descubierto este vacío.

La vida consagrada auténtica implica una santa crí­tica a una Iglesia "instalada". En la medida en que los cristianos ya no son sal ni luz. En la medida en que hay un clero "establecido". Establecido en formas obvias o sutiles de "carrera eclesiástica". En formas de actuar guiadas por criterios "políticos" o "diplomáticos" y no evangélicos. En acomodación al "mundo" en cuestiones de poder y de recursos. Un clero que tiende a sustituir el radicalismo cristiano por el "equilibrio" del "justo medio" de los "bienpensantes".

Tal vez esto último es lo más radical del ideal reli­gioso como forma típica del seguimiento. El equilibrio

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cristiano no es el justo medio de la ética secular preva-lente. El equilibrio cristiano no está "en el centro", sino en la verdad, como lo entiende el Evangelio. La verdad de Jesús no siempre está "en el medio"; a menudo está en los extremos, es radical para un criterio "establecido". Ya abundamos más arriba sobre esto. En el fondo, en su intuición profunda, la vida consagrada quiere testimoniar precisamente eso: el radicalismo del seguimiento frente a la mediocridad de ciertos "justos medios".

La vida consagrada como crítica radical a la sociedad

La vida consagrada es también una crítica radical a la sociedad. Un estilo de vida que rompe con los criterios imperantes no-evangélicos. En nuestro caso concreto lati­noamericano, esta crítica es a las injusticias de la sociedad capitalista dependiente. En otras áreas, la vida consagrada cuestionará otros vicios de otros tipos de sociedad.

La vida consagrada critica la sociedad no "haciendo política", o análisis críticos socio-económicos. La critica proféticamente, asumiendo un estilo de vida y de organi­zación que en sí es un reproche a los vicios y criterios prácticos no cristianos de la actual sociedad. Los consa­grados no son radicales en categorías sociológicas, sino evangélicas. Su crítica brota de la pobreza y no del acti­vismo social. Pobreza, como renuncia a la mentalidad de "consumo". Como desinterés por el lucro. Como estilo fraternal de compartir los bienes materiales y espirituales. Como destierro de toda forma de acepción de personas y categorías sutilmente "clasistas" evitando las formas dis­frazadas de utilización de los otros. Como compromiso por la liberación de los "pequeños".

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La vida consagrada como crítica radical a las metas puramente humanas

En fin, la vida consagrada testimonia la contempla­ción, como compendio de la protesta contra las metas puramente materiales de los tipos concretos de sociedad, tanto capitalistas como socialistas. La oración y experien­cia contemplativa son el cuestionamiento más serio que la vida consagrada dirige al mundo de hoy. Al valorar y exhibir públicamente esta dimensión contemplativa, pro­pia del radicalismo evangélico, la vida consagrada anun­cia proféticamente lo que es ya propio de todo compro­miso cristiano: el absoluto de Dios, la gratuidad, y el amor a Dios por sobre todas las cosas.

De hecho, hoy día la "protesta social" a través del estilo radical de vida no es privativo de la vida consagrada o de otras formas de compromiso cristiano. Los diversos grupos, sobre todo jóvenes, que asumen una actitud de "anti-cultura" (hippies y otros), son en el fondo una cari­catura secularizada del radicalismo cristiano. En forma pacífica, y a veces también violenta, las anticulturas actua­les cuestionan la sociedad. Sus ambigüedades, que son también grandes (tendencias sectarias, viciosas, y evasivas de los compromisos socio-políticos...), se deben a que este profetismo secularizado no se nutre explícitamente del Evangelio.

Sin embargo, quedan como un desafío al confor­mismo actual de muchas formas de la vida evangélica. Esta está llamada a asumir la protesta social de los "anti­cultura" en un contexto y una motivación radicalmente cristiana. Ello le permite superar las ambigüedades de los "anti-cultura", y dar a su estilo de vida una significación verdaderamente profética.

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Page 48: Galilea Segundo - El Seguimiento de Cristo

Seguir a Jesús que nos hace libres

"TT \J stedes serán mis verdaderos dis­

cípulos si guardan siempre mi palabra; entonces conocerán la Verdad, y la Verdad los hará libres".

(Jn 8, 31-32).

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Como proceso de toda nuestra vida, el seguimiento de Cristo nos conduce a la libertad cristiana. La libertad que Jesús trajo al mundo se realiza también en nuestro interior; la liberación es también el éxodo de nuestras servidum­bres, esclavitudes y pecados. Por eso la libertad de espíritu es propia del camino evangélico, y coincide con la madu­rez del seguimiento.

La libertad como cualidad humana

La libertad es una cualidad en el hombre, que se adquiere a través de un crecimiento durante toda la vida. Por eso el ser maduro implica también el ser libre, e implica una constante superación. El problema es cómo crecer, cómo ir adquiriendo esa madurez en la vida. Nues­tro crecimiento como cristianos está condicionado a un humanismo, pasa por la mediación de la sicología y está fundamentado en el amor. En torno a él vamos creciendo. En el fondo, el cristianismo es reordenar nuestros valores humanos en torno al amor. El amor es el eje de nuestra vida y el que hace madurar nuestra libertad.

La madurez humana es señal de libertad

Debemos crecer y hacernos maduros en todos los aspectos. No solamente en uno solo. No sólo ser maduros en edad, en experiencia, en inteligencia. Se trata también de ser maduros afectivamente, socialmente, sexualmente, en la fe...

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Hay mucha gente madura físicamente y normalmente presentan también madurez intelectual. Pero no siempre tienen madurez social o afectiva.

Sabemos que en el hombre, su primera fase de madu­rez está en lo sexual y luego en lo intelectual, posible­mente. Después viene a la fase de la madurez afectiva. Es decir la capacidad para ser objetivo ante las cosas, para desprenderse de las situaciones y mirarlas desde fuera. La capacidad de comunicarse y de darse por sobre la necesi­dad de recibir siempre. Sabemos que esto no es fácil y a veces es posible que tome toda nuestra vida el llegar a ello.

La madurez social

Lo mismo vale para la madurez social. La madurez social la podemos considerar como la capacidad para ser uno mismo en cualquier grupo humano. Hay gente que es madura en muchos aspectos, pero socialmente no lo es. Es decir, cuando una persona llega a un grupo, a un equipo o se enfrenta a otras personas, deja de ser él mismo. Esto se revela por un exceso de timidez, de agresividad, de crítica, o por una tendencia a contradecir en todo lo que el grupo dice. En el fondo estamos frente a una persona que no se ha integrado normalmente. La madurez social supone la integración en cualquier grupo, sin sentirnos ni menos ni más de lo que somos: con nuestras cualidades y defectos, con lo que aportamos, con lo que no podemos aportar. Esto requiere haber recorrido un camino en la vida, haber llegado a la verdad de sí mismo.

La madurez humana integral

No basta ser libre o haber llegado a la madurez en un aspecto. Es necesario llegar a la madurez en todos los aspectos; porque uno solo que no sea absorbido por la libertad sería suficiente para que esa persona sienta dismi-

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nuida su personalidad. Habrá una repercusión en toda su persona.

Es el caso del que sufre del hígado. Es sólo un sector de la salud, pero repercute en todo el sistema, especial­mente en lo tocante a las relaciones humanas. Nuestro crecimiento debe ser armónico, cohesionado en el amor, que es el "lubricante" de un crecimiento permanente.

La madurez no se realiza sobre las ruinas de nuestras tendencias, aunque así se actuó de hecho en cierta educa­ción. Estas tendencias las tenemos, y son buenas, forman parte de nuestra personalidad. No se trata de destruirlas sino de organizarías en torno al amor, para que sirvan a nuestra vocación personal.

Parece mucho más simple formar la castidad, por ejemplo, eliminando el trato con la mujer o el hombre. El caso es que se trata de formar la castidad integrando al hombre y a la mujer en la vida. Y esto es verdadera libertad, verdadera madurez.

CARACTERIZACIÓN DE LA MADUREZ

Hechas estas consideraciones generales, ¿cómo podríamos nosotros caracterizar la madurez en nuestra vida? ¿Cómo adentrarnos más hondamente para ver la medida o las condiciones de nuestra libertad?

Es maduro el hombre de convicciones

La persona libre, madura, en primer lugar es una persona que vive de convicciones. Hay en ella una cohe­rencia en los valores y una interiorización de los mismos. Los valores están integrados y se es coherente con ellos. En el fondo la inmadurez consiste en que se dice una cosa y se hace otra. Cuando esto llega a ser grave, nos encon-

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tramos ante un caso de neurosis. Cuando más desinte­grada está una personalidad, más neurótica es.

La madurez consiste, por el contrario, en la coheren­cia de nuestros valores, en la interiorización y asimilación de ellos con referencia a la acción.

Es maduro quien conoce sus posibilidades y sus límites

La persona madura, libre, conoce sus posibilidades y sus límites. Es realista consigo misma, vive en la verdad, sabe qué puede hacer y qué no puede hacer. Por tanto, sabe decir que no y tiene también el valor de decir que sí.

Cuanto más tenemos el valor de decir que sí o que no, más libres somos y hacemos un compromiso más válido. Por eso no puede haber compromiso válido donde hay inmadurez. Igualmente en los compromisos con Dios.

En el trabajo con adolescentes, uno se da cuenta de que no puede contar mucho con los compromisos que pueden hacer, lo cual es propio de la adolescencia. Pero esto en una persona madura, adulta, es grave.

Es maduro quien no mezcla su vocación con valores incompatibles

Es signo de madurez y libertad, igualmente, la capa­cidad de renunciar a valores incompatibles con la voca­ción personal.

Estamos renunciando permanentemente a valores incompatibles. Uno se comprometió, por ejemplo, al celi­bato en un momento de su vida. Pero esto implica renun­ciar al matrimonio, que es un valor. Hacer esto lúcida­mente, consciente, sin volver atrás, es un signo de madurez y libertad.

El inmaduro, en cambio, quiere tener todos los valores al mismo tiempo. Escoge uno y lo deja luego para volver a

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tomar otro, sin proponerse metas definitivas. El maduro sabe que el matrimonio es un valor, y que lo es también el celibato, pero escoge uno u otro según su opción personal, de una manera definitiva.

La capacidad de elegir alternativas, pero sin conflic­tos, sin angustias, es signo de madurez y de libertad.

Es maduro quien acepta y obra según las normas de su propio grupo

El maduro, la persona libre, es capaz de situarse en un grupo sin sentir que las normas de ese grupo son un aten­tado contra su personalidad.

Esta característica es muy importante en la Iglesia: hay gente que pertenece a una diócesis, a una comunidad, a una Congregación, con la cual no está de acuerdo. Esto lo lleva a una crisis permanente y a una especie de sensa­ción de sentirse agredido y aplastado. Esto es inmadurez.

El hombre libre vive en cualquier institución en la cual tiene válidos motivos para permanecer, aun no estando de acuerdo en muchas cosas. Sabe que ninguna institución es perfecta, sea civil o religiosa. Pero no se siente abatido, porque tiene capacidad de vivir situaciones ambiguas y provisorias.

La Iglesia hoy vive en una gran transición en su Pastoral, en su vida religiosa, etc. Produce a veces una sensación de ambigüedad. El que no se siente realizado, no culpe a la Iglesia, sino a sus actitudes de falta de libertad y de madurez, que no le permiten sobrellevar situaciones ambiguas.

Esto significa también la capacidad de vivir en situa­ciones de tensión. Nosotros vivimos permanentemente en esta realidad. En nuestro trabajo pastoral, en la parroquia, en donde nos encontremos. También puede haber momentos de tensión con una persona, con un grupo, con una norma que no nos satisface... Y la capacidad de soste-

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nerse en una situación ambigua y tensa sin renunciar uno a sus ideas, pero tampoco sin llegar a situaciones de ruptura con los demás, es signo de libertad, de madurez.

Todos los hombres están llamados a la madurez en Cristo

Todos estamos llamados a esta madurez, a esta liber­tad, con ritmos diferentes. Dependerá de la fidelidad y de los acontecimientos en la vida de cada uno. Evidente­mente que el que haya experimentado una vida más dura, con tensiones, ambigüedades, experiencias diversas en diferentes grupos, el que haya tenido que liberarse de sí mismo para integrarse, etc., llegará posiblemente antes que otros a la madurez.

HAY QUE PASAR MUCHAS CRISIS PARA LLEGAR A LA LIBERTAD

Pero en todo caso, Dios no nos fuerza en este camino. Somos nosotros los que debemos ir aceptando el ritmo de nuestro crecimiento, al que Dios nos va orientando.

Sepamos que este crecimiento no se realiza sin crisis. Las crisis en nuestra vida son la condición para hacernos libres y para hacernos maduros. En nuestra vida hay una serie de etapas que tenemos que cruzar. En cada etapa creamos una síntesis de nuestros valores. Y la crisis no es otra cosa que la transición de una etapa a otra.

La crisis como una transición entre dos síntesis

Habíamos hecho una síntesis, por ejemplo, de nuestra vida religiosa, en el noviciado y los años siguientes. Des­pués evolucionamos religiosamente. Tenemos más expe-

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rienda, y llegamos a una situación tal, donde esta síntesis que ya no nos sirve, vemos que era insuficiente y tenemos que hacer otra síntesis mejor, superior. Mientras destrui­mos la anterior construimos la otra, es el período de crisis.

Vemos que la crisis en el fondo es la transición entre dos síntesis. Y cuando más nos cuesta hacer la nueva síntesis, más se acentuará la crisis. Hay aquí un problema pedagógico: no tenemos derecho a destruirle a alguien su síntesis, si no le damos una síntesis mejor. Corremos el riesgo de dejarlo en una crisis permanente que no se va a solucionar. Una crisis no solucionada es una ruptura y es el abandono definitivo de un valor.

No podemos crecer sin estar permanentemente, según las etapas de nuestra vida, rehaciendo síntesis. Una com­pleta estabilidad en nuestra vida, el nunca poner en cues­tión nada, quien lo aprendió en el noviciado y lo retiene como valor permanente de su vida es sumamente sospe­choso de inmadurez. Ahí hay sin duda una vida cristiana que no está creciendo. Para llegar a la libertad de la madurez hay que estar dispuesto a aceptar muchas crisis.

Aparentemente puede suceder lo contrario, pero la persona que afirma nunca haber tenido crisis, es sospe­chosa de una vida llena de inmadurez y de infantilismos. Cuando oímos a religiosos que nunca han tenido crisis, que han sido sumamente estables en su comunidad, gente "buena", que nunca puso en cuestión ninguna cosa, vemos que no son libres, porque no han pasado por las etapas que conducen a la libertad.

En una reunión donde participaba un obispo con una actitud muy libre, un sicólogo me decía: "Por cuántas crisis tiene que haber pasado este obispo para llegar a ser tan libre". Realmente cuando vemos que una persona es libre y vive responsablemente es porque ha pasado por una serie de rupturas y de crisis de las que a veces no tenemos ni idea.

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Las crisis nos llevan a la libertad

¿Por qué estas rupturas y estas crisis para llegar a la libertad? Porque todos, más o menos, vivimos esclavos: esclavos de seudo-valores. Pensamos que vivimos valores, pero vivimos ambigüedades. Nuestra vida está llena de valores ambiguos, y necesitamos purificarlos, para que sean evangélicos.

Por eso la crisis nos conduce a la libertad, al revelar­nos la ambigüedad de los valores que vivimos. A veces podemos tardar varios años para darnos cuenta de ello. Algunos ejemplos.

La crisis de obediencia

La obediencia es un valor en la vida religiosa. Pero hay un tipo de obediencia sin libertad, sin expansión, sin responsabilidad y sin fidelidad a la vocación personal. Ahora bien, este tipo de obediencia no es cristiano, inclu­yendo la obediencia, no debe sacrificar o cercenar otros valores legítimos coherentes con él. Si la obediencia es verdaderamente un valor, supone que no va a violar la libertad, la responsabilidad y la iniciativa. Cuando viola esto, es una obediencia ambigua.

Una religiosa puede decir: "Yo llevo 20 años de vida religiosa y nunca he tenido ningún problema con la obe­diencia", pero esta persona puede vivir en una obediencia infantil y, por tanto, no ser libre. Normalmente cualquier naturaleza cristiana sana, cualquier religiosa sana, debe tener en diversas etapas de su vida ciertas dificultades en la obediencia. De lo contrario no está creciendo. Y debe estar permanentemente rehaciendo su síntesis y redescu­briendo la misma obediencia evangélica, pero cada vez con una dimensión nueva, más libre. Y el que no lo hace, quiere decir que se ha quedado estancado. No "molestará" a nadie, pero no se ha hecho persona libre.

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Normalmente las personas que tienen más valor, más madurez, son las que tienen más dificultades con la obe­diencia. Lo cual es muy normal. No se llega a una obe­diencia libre, sin pasar por rebeliones. La obediencia con­siste en una síntesis entre la aceptación de la voluntad de Dios y una total libertad cristiana. Es sumamente difícil. Es una obra del Espíritu Santo. Y a eso no se llega sin pasar por muchas crisis, inclusive por errores.

La crisis de oración

La Oración. Hay personas que pueden tener en esta práctica cierta ambigüedad. Pueden pasar años practi­cando la oración y ciertas devociones, sin que hayan adquirido madurez y auténtica vida de oración. Porque, para que haya verdadera oración, oración libre y madura, es preciso que también haya libertad frente a las prácticas. Y para ello habitualmente uno tiene que pasar por muchas crisis, sin presiones. Y las crisis, por ejemplo, se producirán cuando uno sale de su cuadro, cambia de estilo de vida. Es el momento providencial para hacerse libre, recuperando los mismos valores en una nueva luz. Es el momento de purificar los motivos, pero no para dejar lo válido de la oración.

La libertad es un don evangélico

La libertad viene de una convicción interior, a causa del Evangelio, y supone la fidelidad. Pero a esto no se llega sin pasar por crisis, y por situaciones de transición, a través de las cuales hay que recuperar los valores, en otro con­texto diferente. Si no somos capaces de hacer esto, no estamos creciendo. Quedamos mediocres, porque muchos de los valores que creemos que estamos viviendo se puede demostrar que son ambiguos, que posiblemente no son tan puros como pensamos. Y la manera como se revela esa

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ambigüedad es mediante una crisis, que nos ponga en la línea de la verdad, y en la revisión de vida. Por eso Jesús decía: "La verdad os hará libres". Porque la verdad nos pone en la crudeza de la realidad y nos revela que lo que pensábamos que estábamos haciendo muy bien, en el fondo no era más que una esclavitud.

La crisis de castidad

Otra aplicación de lo mismo es la castidad. Hay una cierta castidad que no es en absoluto libre; por lo tanto no es cristiana. A menudo responde a una formación mono-sexual o a otras deformaciones. Es evidente que una per­sona formada en un ambiente puramente de mujeres o de hombres no podrá tener un crecimiento normal en la línea del celibato y de la castidad. Más adelante se pagan las consecuencias, porque no se puede cercenar ninguna ten­dencia. Y lo importante es formar en la castidad y en el celibato en la vida normal según el plan de Dios, es decir, en la relación de hombre y mujer. Hay que integrar al hombre y a la mujer en la vida cristiana célibe. Pero esto no se hace sin crisis, sin problemas, sin tentaciones. Y lo normal es que en este aspecto de nuestra vida haya crisis, y algunos problemas. Es la única forma de hacer que la castidad y el celibato cristianos sean libres. Yo puedo evitar las crisis; pero ciertamente voy a cercenar las capa­cidades de mi personalidad, que más adelante va a explo­tar brutalmente en busca de compensación.

Crisis en la fe y en la acción pastoral

Tomemos también la fe. Tiene que hacerse libre y no estar solo a la tradición, familiar o de la educación. Tiene que enfrentarse con la opción de tener o no tener fe. Con la libertad para que verdaderamente sea fe madura.

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Lo mismo puede suceder en la misma actividad en la pastoral. Fácilmente, en una etapa aún inmadura, no se advierten las ambigüedades de motivaciones humanas, de prestigio o de competencia. La falta de aprecio de los elementos sobrenaturales. La orientación no tanto a la construcción del Reino de Cristo, como de "nuestro" reino... De ahí impaciencias, desánimos, búsqueda de polí­tica eclesiástica, etc. Al fin puede producirse la crisis de ruptura y la ambigüedad se advierte. Diversas circunstan­cias, fracasos, pueden llevar a ello. Es el momento de crecer en madurez, de purificar la acción apostólica y de redescubrir lo más profundo del apostolado cristiano. De purificar el valor pastoral y de hacerse realmente libre.

Las crisis son necesarias

Por eso, si los valores que vivimos son ambiguos, los conflictos son también necesarios. Inclusive, a veces (y esto es delicado), los conflictos habrá que provocarlos. Porque la única manera de crecer, para una persona o un grupo, es pasando por esas crisis y desenmascarándonos a nosotros mismos, para vivir cada vez con mayor libertad.

Cuando un grupo está estancado, cuando no hay nin­guna "novedad", cuando una persona está estancada, hay que suscitarle sanamente estos conflictos (cuestionarlas) para que se logre progreso. En último análisis se trata de elegir nuevamente y cada vez más libremente los valores, porque en realidad aún no los hemos elegido con libertad total. Había una elección con libertad parcial.

Lo importante en la oración es que nosotros la elija­mos, sin importarnos nada, si ella es o no obligatoria. Se trata siempre de elegir todos nuestros valores, todos nues­tros compromisos, cada vez con mayor libertad, sin pensar en lo que está mandado.

Esto supone el valor de ponernos en la verdad y el valor de aceptar el ser desenmascarados. Porque en nues-

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tra vida hay muchas mentiras, que vivimos inconsciente­mente, ambigüedades que necesitan ser desenmascaradas y las crisis, los conflictos, los cuestionamientos, son acon­tecimientos que, si somos sensibles a ellos, nos van a ayudar en esto.

Revisar continuamente la vida

Esta es una de las ventajas de la revisión de vida. Al partir de lo concreto, de ciertos hechos, permite el diálogo a través de reacciones concretas. Nos permite cambiar, iluminando nuestros hechos y actitudes. Me cuestiono yo mismo para deshacer mis ambigüedades.

En la revisión de vida no vamos a darnos principios, a recordarnos doctrina. Eso ya lo sabemos. No hace falta recordarnos en teoría los valores del Evangelio. Debemos más bien ayudarnos en el cuestionamiento de nuestra vida, a fin de que veamos en nuestra conciencia lo que había de ambiguo y de mentiroso en nuestras actividades. De ahí que en nuestra vida tiene significación universal. Yo no debo esclavizarme a ninguna actitud unilateralmente. El día que yo me esclavice a una actitud, ese día perderé ya la posibilidad de crecer. Aunque tenga treinta años o menos, perderé la juventud. Quedaré instalado en un esquema de pensar y de actuar. Por eso debemos plantearnos con valentía los problemas y cuestionarnos permanentemente.

Hay quienes piensan que el tiempo lo arregla todo, porque no tienen el valor de abrirse a los conflictos. El tiempo a veces empeora las cosas. Dejar las cosas al tiempo, a veces será lo más sabio, pero en algunas hay que darse cuenta que los conflictos se van degradando, porque no se tiene el valor de abrirlos, para exponerlos a la verdad que nos hará libres. No hay que evitar artificialmente las crisis. Y tampoco lo contrario, provocar las crisis en los demás, sin tener probabilidad de que la persona esté dis­puesta a afrontarla y a crecer.

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índice

Presentación

CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO

El cristianismo es sobre todo seguimiento de Cristo El seguimiento es conversión Autonomía de la conversión Itinerario de la conversión El camino de la conversión de Pedro El proceso de conversión cristiana Inicio del proceso de conversión Comienza la crisis de la conversión Crisis en la oración Crisis en los compromisos apostólicos Crisis en el sacrificio y en la pobreza Crisis de la castidad Crisis de conformismo y desaliento La crisis lleva a una conversión madura

EL ROSTRO DE JESÚS

¿Jesús de Nazaret es el modelo del seguimiento de Cristo? El seguimiento de Jesús como praxis de imitación

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El seguimiento de Jesús como don del Espíritu 24 La cristología del Evangelio 24 Jesús de Nazaret 25 Tenemos una imagen distorsionada de Jesús 25 Dimensión religiosa de Jesús 26 Dimensión humana de Jesús 27 Jesús es maestro de equilibrio 27 Pedagogía personalizada de Cristo 28 Jesús: hombre de impacto 28 Jesús: hombre perfectamente coherente 29 La fidelidad de Jesús a la misión 30 Jesús: buen pedagogo en la formación de sus misiones 31 Exigencias liberadoras del Evangelio 31 Jesús de Nazaret: hombre pobre y libre 33

SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO 35

Jesús y la fraternidad humana 36 El prójimo como pobre 37 La exigencia de "hacerse hermano" 39 Fraternidad universal 40 La justicia universal 40 La reconciliación universal 41

SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE 43

La conversión al pobre es esencial al cristianismo 44 La conversión al pobre es inseparable de la conversión al hermano 45 Seguir a Jesús pobre 46

JESÚS Y LAS RIQUEZAS 49

Sentido cristiano del dinero 52 Signo "del fruto de la tierra" 52 Signo "del trabajo del hombre" 53 "Aprovechen del maldito dinero para hacerse amigos" 54

El dinero al servicio del reino 55 La Iglesia es radicalmente pobre 56 Criterios de pobreza en la obra apostólica 57 El testimonio de "los medios pobres" 58 El "estilo pobre" en el uso de los medios de apostolado 59

SEGUIR A JESÚS CONTEMPLA TIVO 61

La oración como parte del seguimiento de Jesús 60 La oración cristiana 63 La oración de Cristo y del cristiano 64 Dios como ser personal 64 Vocación contemplativa del hombre 65 La capacidad del seguimiento de Cristo viene de Dios 65 La oración es una convicción de fe 66 Ciertos bienes sólo los obtiene la oración 67 La oración como respuesta del hombre al Dios que le habla 68 Antropología de la oración cristiana 68 El método ayuda a la oración 69 El sentido eclesial de la oración 70 Reflexiones finales 70

SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ 73

Jesús, el hombre de la fidelidad 74 El sentido liberador de la cruz 75 La experiencia de la fidelidad de Jesús 77 Popularidad de Jesús 77 El empobrecimiento de Jesús 78 Autoexilio de Jesús 79 Jesús es fiel hasta el final 80

EL RADICAUSMO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO 83

Jesús fue un hombre radical 84 Jesús exige un seguimiento radical 85 El radicalismo cristiano crea conflictos 86 Los radicalismos que pide Jesús 86 El santo como radical 88 El radicalismo de la vida consagrada 89

Page 57: Galilea Segundo - El Seguimiento de Cristo

La vida consagrada es una crítica radical a la Iglesia 90 El radicalismo religioso frente a la mediocridad de los "instalados" . 91 La vida consagrada como crítica radical a la sociedad 92 La vida consagrada como crítica radical a las metas puramente humanas 93

SEGUIR A JESÚS QUE NOS HACE UBRES 95 La libertad como cualidad humana 96 La madurez humana es señal de libertad 96 La madurez social 97 La madurez humana integral 97

Caracterización de la madurez 98

Es maduro el hombre de convicciones 98 Es maduro quien conoce sus posibilidades y sus límites 99 Es maduro quien no mezcla su vocación con valores incompatibles 99 Es maduro quien acepta y obra según las normas de su propio grupo 100 Todos los hombres están llamados a la madurez en Cristo 101

Hay que pasar muchas crisis para llegar a la libertad 101 La crisis como transición entre dos síntesis 101 Las crisis nos llevan a la libertad 103 La crisis de obediencia 103 La crisis de oración 104 La libertad es un don evangélico 104 La crisis de castidad 105 Crisis en la fe y en la acción pastoral 105 Las crisis son necesarias 106 Revisar continuamente la vida 107