Gallo Max - Los Romanos 1 - Espartaco La Rebelion de Los Esclavos

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  • Max Gallo

    Los ROMANOS

    Espartaco La rebelin de los esclavos

    Traducido del francs por Wenceslao Carlos Lozano

  • ndice

    15 Prlogo

    33 Primera Parte

    135 Segunda Parte

    173 Tercera Parte

    187 Cuarta Parte

    275 Quinta Parte

    345 Sexta Parte

    413 Sptima Parte

    465 Eplogo

  • REFERENCIAS CRONOLGICAS

  • 02.jpg ITALIA ANTIGUA

  • Para Arthur Koestler, por su Espartaco. Como homenaje y recuerdo.

    Espartaco, un tracio de origen

    meda, tena mucho valor y fuerza,

    pero su inteligencia y dulzura, sobre

    todo, lo elevaban por encima de su

    condicin y lo hacan ms griego de

    lo que ya era por nacimiento.

    PLUTARCO, Vidas paralelas, Craso, VIII, 3

  • PRLOGO

    Una noche del invierno del ao 71 antes de Cristo

  • En el extremo de Italia, en esa punta de tierra que un

    brazo de mar separa de Sicilia, ha cado una noche

    invernal.

    Llueve. Nieva.

    Aqu y all arden grandes fogatas cuyas llamas

    azuladas inclina el viento.

    Unos hombres caminan, armados. Otros per-

    manecen en cuclillas, espalda contra espalda, y extienden

    sus manos por encima de las brasas.

    Se oyen de cuando en cuando golpes sordos, voces

    aisladas, el spero sonido de las trompetas.

    Sobre una estrecha planicie dominada y protegida por

    un acantilado, dos troncos se consumen, uno encima de

    otro.

    Cerca de esa fogata, un hombre, de pie, cruzado de

    brazos, dice:

  • Yo, Espartaco, prncipe de los esclavos, voy a

    presentar batalla a las diez legiones romanas del pro-

    cnsul Licinio Craso!

    Lleva una capa de color prpura ceida al cuello por

    una cadena de oro. Le cubre parte de los hombros y el

    torso embutido en un chaleco de cuero. Le cae hasta las

    pantorrillas, cruzadas por correas de cuero atadas por

    encima de las rodillas que retienen unas sandalias de suela

    ancha. Las piernas estn al desnudo, fuertes, como

    gruesas ramas sarmentosas. De su cinturn claveteado

    pende una espada corta.

    Da un paso y se acerca an ms al fuego.

    Escchame, Posidionos, y t tambin, Jar...

    empieza.

    Se ha inclinado hacia ambos hombres, que, sentados

    ante las llamas, la cabeza erguida, miran fijamente la

    silueta de Espartaco.

    Se ve inmensa: un bloque que nada parece poder

    derribar.

    Volvers a vencer, Espartaco! murmura una

    voz surgida de una cavidad del acantilado.

    Una mujer medio oculta dentro de una piel de

    cordero, con su largo cabello rubio cayndole sobre los

    hombros, se aproxima al hogar, se yergue de repente,

    levantando los brazos por encima de la cabeza, arrojando

  • su piel, dejando ver su cuerpo esbelto bajo una tnica de

    lino.

    He consultado a Dionisos. Te protege. Me es-

    cucha. He bailado para l. Es hijo de Zeus, no lo olvides.

    Brinca, se arrodilla, estrecha los muslos de Espartaco.

    l pone su mano sobre la cabeza de la joven, le

    acaricia el pelo.

    Apolonia dice, Dionisos ya no habla por tu

    boca, como antao. Las palabras que pronuncias slo

    proceden de tu garganta y de tu vientre.

    Se vuelve hacia la noche sacudida por el viento.

    Os lo que yo...? murmura.

    Desde tierra adentro de esta pennsula llamada Brucio

    se oye un sordo redoble de tambores, trompetazos,

    chirridos, voces.

    Ah est Licinio Craso con sus legiones prosigue

    Espartaco. Ha mandado levantar una empalizada,

    cavar un foso. Nos encierra, nos acorrala. As se caza a las

    fieras y se apresa a los grandes atunes. Luego se los

    masacra y la tierra o el mar enrojecen. Eso es lo que nos

    tiene preparado Licinio Craso. La gloria de vencernos es

    su nico deseo. Ya posee todas las riquezas. Tiene la

    mayor fortuna de Roma, y el Senado le ha entregado

    todos los poderes. Pero le falta haber llevado a las

    legiones a la victoria. Somos su presa. Con nuestra sangre

    teir su capa y, as vestido de prpura, triunfar en

    Roma.

  • Mira a Posidionos, luego a Jar y aade con voz sorda:

    Lo sabis, as actan los romanos. Ningn pueblo,

    ni el nmida, ni el griego, ni el judo, ni el tracio debe

    seguir siendo libre. Somos esclavos. Hemos desafiado a

    Roma. No puede dejarnos vivir. Qu contestas a eso,

    Apolonia?

    Ella aparta los brazos, permanece de rodillas ante

    Espartaco.

    Recuerda, Apolonia prosigue. Era no lejos del

    mercado de esclavos de Roma, en aquella sala sombra

    del barrio de Velabre donde nos tenan aparcados,

    trabados. Al da siguiente debamos desplazarnos a

    Capua, al ludus de los gladiadores. Eramos una veintena

    de hombres observndonos, destinados a luchar en la

    misma arena, unos contra otros, o frente a fieras.

    Ninguno de ellos poda conocer su destino. Cada cual

    tema la suerte que imaginaba para otro. Me degollar

    este galo? Matar a este nmida, o el dueo del ludus, el

    lanista, me soltar sus tigres, sus osos, sus leones, o varios

    gladiadores, ese germano y ese dacio? Aquella noche tuve

    un sueo. Vi una serpiente enroscada en mi rostro, su

    boca pegada a la ma, su lengua ahorquillada rozando mis

    labios. Me despert y te cont esa visin. Me escuchaste

    con los ojos desencajados. Por entonces estabas poseda

    por el espritu de Dionisos. Te pusiste a temblar, a

    balancearte hacia delante y hacia atrs, a bailar. Me dijiste,

  • y tu voz era tan poderosa que no dud de la verdad de tu

    profeca: Espartaco, esa serpiente que te cie y abraza es

    la seal de un poder grande y terrible. Te hechizar,

    Espartaco! Har de ti un prncipe. Los hombres

    encadenados de todas las razas se unirn a ti para re-

    cobrar su libertad. Estars a la cabeza de un ejrcito.

    Vencers a las legiones. Te apoderars de los estandartes

    de los cuestores y de los cnsules, de las fasces de los

    lictores. Tomars ciudades. Hars temblar a Roma!.

    Espartaco se interrumpe, da unos pasos y, regresando

    hacia Apolonia, prosigue:

    Dionisos no te minti. Roma, s, Roma ha

    temblado ante m, el guerrero tracio, ante m, el desertor

    de su ejrcito, ante m, el esclavo, Espartaco el gladiador,

    convertido en prncipe de los esclavos!

    Levanta los brazos y su capa se desliza, dejando al

    descubierto sus hombros macizos.

    Doy las gracias al hijo de Zeus, Dionisos, y a todos

    los dioses por haberme concedido este gozo y esta gloria.

    Pone sus manos sobre la cabeza de Apolonia.

    Tambin me dijiste, Apolonia, que ese destino de

    prncipe me conducira a un final infausto. Jams he

    olvidado, ni siquiera ahora con las victorias a mis

    espaldas, esas ltimas palabras de tu profeca. Saba que

    llegara el momento. Aqu lo tienes, Apolonia, ser esta

  • noche o maana; dentro de poco nos encontraremos con

    l. Y nos doblegar, agacharemos la nuca bajo su puo...

    Apolonia gime. Se encorva, oculta la cabeza bajo la

    piel de cordero, luego retrocede, tropezando a cada paso,

    y la noche la va engullendo.

    Entonces Espartaco se sienta al otro lado de la fogata,

    frente a Posidionos y Jar.

  • Me llamo Gayo Fusco Salinator.

    He sido legado del procnsul Licinio Craso, el

    hombre ms rico y poderoso de Roma.

    El Senado le otorg los mximos poderes para que

    aniquilara al ejrcito de Espartaco, un antiguo gladiador

    tracio que haba reunido en torno a l a decenas de miles

    de esclavos sublevados y de menesterosos de la plebe.

    Desde haca casi dos aos, asolaba toda Italia con sus

    bandas, desde el Po hasta la pennsula de Brucio.

    Aplastaba, humillaba, mataba a los pretores, a los

    cnsules y sus soldados que se enfrentaban a l. Pareca

    invencible, las cohortes se desbandaban y Roma

    temblaba. sta acab poniendo su destino en manos de

    Craso, que me eligi para ser uno de sus legados.

    Nuestro ejrcito, compuesto por diez legiones, se

    puso en marcha.

  • Cabalgaba permanentemente cerca de Craso y

    admiraba su furiosa energa, su voluntad de vencer, a la

    vez que descubra su salvaje brutalidad.

    Pero estbamos cazando a fieras ms que a hombres.

    Al cabo de unas semanas de persecuciones y de

    combates, conseguimos obligar a Espartaco a refugiarse

    en esa pennsula de Brucio que conforma la extremidad

    de Italia. Ah era donde Craso haba elegido exterminar a

    sus hordas. Quiso impedir su huida levantando una

    empalizada alta como dos hombres y cavando un foso de

    ms de cinco pasos de ancho y tres pasos de profundidad.

    Dicho obstculo, ese muro que iba de costa a costa,

    del mar Jnico al mar Tirreno, deba ser infranqueable.

    As pues, las olas y nuestras legiones cercaban a

    Espartaco y sus fieras.

    Una noche de invierno, mientras recorra la em-

    palizada con dos centuriones, bajo la lluvia y la nieve,

    fuimos atacados por una decena de esclavos que nos

    estaban acechando tras haber matado sin duda a los

    centinelas. Ambos centuriones fueron degollados por

    unos hombres que se abalanzaron sobre ellos como

    tigres. No pudieron gritar ni defenderse.

    A m me hirieron, ataron y arrastraron hasta el

    campamento de los esclavos. Pens que mis insignias de

    legado me haban salvado la vida y que me reservaban

  • para una de esas ejecuciones pblicas cuya crueldad

    aprecian los hombres, sean quienes sean.

    Perd el conocimiento.

    Me despert el calor de una fogata.

    Estaba tumbado sobre la tierra, al pie de un acan-

    tilado, cerca de las llamas que consuman dos gruesos

    troncos.

    Una mujer bailaba alrededor del hogar, el pelo rubio

    cayndole sobre los hombros, el cuerpo oculto bajo una

    piel de cordero. De repente se detena, coga con ambas

    manos las asas de una pequea nfora y beba echando la

    cabeza hacia atrs. El vino caa de las comisuras de sus

    labios sobre su pecho.

    Haba tres hombres sentados no lejos de la fogata.

    Uno de ellos se levant y avanz hacia m. Llevaba una

    capa de color prpura atada al cuello por una cadena de

    oro. Era de gran estatura. Su prestancia, su orgullosa

    expresin, la intensidad de su mirada y hasta las

    despectivas arrugas alrededor de su boca revelaban al

    jefe.

    Desenvain una espada corta de centurin. Acerc la

    punta de la hoja a mi garganta, me roz la piel y sent la

    quemazn del tajo, la sangre que brotaba.

    Mira a Espartaco antes de morir me dijo. Luego,

    repentinamente, envain la espada y se sent a mi lado.

  • Eres joven para ser legado prosigui. Quin

    eres?

    No quera contestar a ese brbaro, a ese esclavo.

    Yo era magistrado de la Repblica Romana. Daba y no

    reciba rdenes. Era ciudadano. Espartaco no era ms

    que un animal parlante.

    Yo haba seguido con las legiones su rastro sangriento.

    Los cuerpos de ciudadanos degollados, mutilados, de

    mujeres destripadas, las villas reducidas a cenizas, los

    rboles frutales abatidos, las vias y las cosechas

    saqueadas jalonaban su camino desde los montes

    Abruzzos hasta Campania, desde Lucania hasta

    Bruttium.

    Pero el cerco se haba cerrado sobre l. bamos a

    traspasarlo con nuestros venablos como a un jabal

    acorralado en su madriguera.

    Y sin embargo, quiz para desafiarlo, para que midiera

    su indignidad de fiera y la grandeza de Roma, de esta

    Repblica que se haba atrevido a desafiar, cuyas leyes

    haba rechazado, acab dicindole que era Gayo Lusco

    Salinator, de la familia de los Pedanius, aristcratas de

    Espaa, ciudadanos de Roma, para la que habamos

    luchado generacin tras generacin, accediendo a los

    cargos ms elevados de la Repblica.

    Espartaco me mir con desprecio mientras una

    mueca le deformaba la boca.

  • Ya no eres nada dijo inclinndose hacia m.

    Ests atado por los tobillos y las muecas. Eres como un

    esclavo o un gladiador a punto de ser degollado por haber

    disgustado a sus amos. Esta noche, aqu mismo...

    Cogi un puado de tierra y la dej caer lentamente

    entre sus dedos.

    T, tus antepasados, tu vida valen menos que esto:

    un poco de arena y de grava.

    Se volvi hacia los dos hombres sentados al otro lado

    de la fogata.

    La joven segua bailando, rozndolos, levantando su

    piel de cordero, dejando ver su tnica de lino pegada a su

    cuerpo delgado y musculoso.

    Craso va a vencer prosigui Espartaco.

    Maana o dentro de pocos das. As lo han decidido los

    dioses que propiciaron el poder de Roma. Y voy a morir.

    Los dioses han sido generosos conmigo. Ahora reclaman

    mi vida, se la debo.

    Se levant y empez a deambular alrededor del fuego,

    hundiendo por momentos sus dedos en su larga melena

    negra, apretndose la cabeza con las manos. Luego se

    detuvo, puso una mano sobre el hombro de uno de los

    hombres, y la otra sobre el del segundo.

    Craso quiere que nuestra sangre oculte lo que

    hemos hecho. Quiere que slo se recuerde nuestro

    castigo, los suplicios que nos va a infligir. Nuestras

  • victorias deben olvidarse, para su grandeza y la de Roma.

    Que nadie sepa quin fue Espartaco. T, Posidionos...

    Se diriga al mayor de los dos hombres, el calvo de

    cara redonda cuyo cuerpo me imaginaba orondo bajo su

    largo manto.

    Me has ledo las historias de los griegos, cmo

    vencieron a los imperios. Has surcado el mar, enseado

    en Rodas, vivido en Delos y en Roma. Gracias a ti, los

    griegos no han muerto. En cuanto a ti, Jar...

    El otro hombre era delgado, de mejillas hundidas y

    mirada encendida; unas mechas rizadas cubran su frente

    huesuda.

    ... vienes de Judea. La historia de tu pueblo est

    compilada en un libro, segn me has dicho. Y por eso

    todos conocen a tu Dios, el valor y la fe de tus

    antepasados.

    Espartaco se acerc a m, me toc con la punta del pie

    y luego se acuclill.

    Aquel que es recordado no muere dijo.

    De repente, me agarr por el cuello y empez a

    apretar. Era como un collar de hierro.

    Si quieres vivir, legado... sigui diciendo.

    Abr la boca para intentar respirar. Sus pulgares me

    aplastaron la garganta y tuve la impresin de que mis ojos

    iban a estallar, a salirse de sus cuencas.

    El collar de dedos se fue aflojando.

  • Te perdono la vida, legado, si prometes a Zeus, a

    Dionisos, a todos los dioses que honras con sacrificios y

    oraciones, que protegers a Posidionos el griego, a Jar el

    judo y a Apolonia, que procede de Tracia, como yo. Te

    contarn la historia de Espartaco y la dars a conocer

    cuando te parezca oportuno. Puede que esperes, si eres

    prudente y lo eres, legado, lo huelo!, a que Craso

    haya muerto. Pero, si te niegas...

    Sent sus uas clavarse en mi carne.

    Elige, o mis manos te asfixiarn. Mis pulgares son

    duros como el metal, y capaces de arrancarte la cabeza del

    cuerpo, legado! Pero si prometes, te irs esta noche con

    ellos. Sern tuyos. Te identificars ante los centinelas

    romanos. Dirs que te han salvado la vida, ayudado a

    huir. Eres legado. Te creern. Se respetar tu decisin de

    perdonarles la vida. Sern tus esclavos. Los escuchars.

    Posidionos y Jar han sido maestros del saber de las letras.

    Los libros son su pan. En cuanto a Apolonia, habla con

    los dioses. Yo slo soy un guerrero tracio, pero mi linaje

    vale tanto como el tuyo: mis antepasados fueron

    hombres libres, reyes de sus tribus. Fueron romanos

    como t quienes los esclavizaron y me convirtieron en

    gladiador abocado a la muerte. Pero los dioses generosos

    me concedieron la gloria y la alegra de volver a ser un

    hombre libre al frente de un ejrcito de hombres tambin

    nuevamente libres. Quiero que todo esto se sepa!

    Me apret el cuello, con su frente apoyada en la ma.

  • Te arranco la cabeza, legado? Eleg

    salvar la vida.

    Acept la propuesta de Espartaco y, tras regresar al

    campamento romano, mand trasladar a Apolonia, a

    Posidionos y a Jar a mi villa de Capua.

    Luego volv a ocupar mi puesto junto a Craso.

    Libramos varias batallas en la pennsula de Brucio. Y

    vencimos.

    Vi morir a Espartaco y anduve con la espada em-

    puada entre los cadveres de sus partidarios.

    O a Craso dar la orden de levantar seis mil cruces a lo

    largo de la va Appia, entre Capua y Roma, para ajusticiar

    a los esclavos que no fueron degollados tras el combate.

    Los gritos y estertores de los hombres y mujeres

    crucificados no han cesado de atormentarme.

    Luego regres a Capua.

    Mi villa se encuentra no muy lejos de esa escuela de

    gladiadores, de ese ludus donde se inici la guerra de

    Espartaco.

    Lo que de ella y de l escribo al final de mi vida,

    cuando hace lustros que muri Craso y la Repblica anda

    desgarrada entre fieles y enemigos de Cayo Julio Csar,

    me lo han contado el griego Posidionos, el judo Jar y la

    tracia Apolonia, sacerdotisa de Dionisos y adivina.

  • PRIMERA PARTE

  • Ella y l, Apolonia y Espartaco, eran de Tracia, el pas

    de los hombres libres.

    Era el da de su casamiento.

    Se hallaban de pie el uno junto al otro en una sala

    redonda en cuyo centro haba una pila de bronce sobre

    un trpode y una estatua de Dionisos de mrmol veteado

    de rojo y negro.

    Un fuego arda dentro de la pila y las llamas

    alumbraban la corona de oro que cea la cabeza de

    Dionisos. De cuando en cuando se acercaban unas

    jvenes de tnica blanca para esparcir esencias sobre el

    fuego, y las llamas brotaban, haciendo visible en medio

    de la penumbra el largo collar de flores que bajaba por el

    pecho del dios hasta la verga erecta de la que colgaban

    dos racimos de uvas gordas.

    Se aproxim Cox, el orculo de aquel templo de

    Dionisos.

  • Era un anciano. Su demacrado rostro quedaba medio

    oculto por su barba y su larga melena.

    Agarr las manos de Apolonia y de Espartaco y las

    junt, apretndolas con sus huesudos dedos; luego dijo:

    Sed libres como estas llamas sagradas que arden

    por Dionisos! Ha venido a Tracia, ha encendido este

    fuego de libertad para que ningn hombre, ninguna

    mujer de este pas acepte el sometimiento, la

    servidumbre. Sed fieles a la voluntad de Dionisos! Que

    jams una cadena os espose las muecas! T, Apolonia,

    eres hija de Apolo, tu cabello tiene el color del sol. T,

    Espartaco, tienes la fuerza de los torrentes de tus

    montaas, eres hijo de rey.

    Se alej. Una de las jvenes le tendi una pequea

    nfora de plata. La levant, bebi, y luego la tendi a

    Espartaco y a Apolonia, quienes a su vez la llevaron a sus

    labios. Entonces las jvenes los rodearon y unos

    flautistas empezaron a desgranar sus trinos, a los que el

    viento de aquella temporada primaveral daba alas.

    La fiesta de los cuerpos se prolong, con la em-

    briaguez de la danza y del vino, mucho ms all del

    crepsculo.

    Unos jvenes guerreros colgaron sus antorchas de las

    columnas del templo. Alumbraban el suelo de tierra, los

  • matorrales, el pinar, y sus luces se reflejaban ms abajo

    sobre la cada vez ms negra extensin del mar.

    Cox se sent sobre los escalones del templo, cruzado

    de brazos, siguiendo con la mirada los corros de jvenes

    que desaparecan en el oquedal.

    Los flautistas se llevaron a Apolonia, las jvenes de

    blanca tnica a Espartaco. Se oan las risas y los cantos, se

    adivinaban los cuerpos entrelazados.

    En medio de la noche, Apolonia regres sola y se

    sent junto a Cox.

    El orculo pos su mano sobre la rodilla de Apolonia

    y le record que le puso ese nombre nada ms ver su pelo

    rubio, parecido al de los brbaros venidos del norte.

    Ella recordaba aquel primer encuentro.

    Haba huido del pueblo y caminado hasta el templo

    de Dionisos. El orculo la acogi y la condujo ante la

    estatua del dios. Le tendi la pequea nfora de plata y la

    invit a beber.

    Entonces el calor invadi el cuerpo de Apolonia y

    tuvo la impresin de que la alzaban antes de lanzarla a un

    abismo.

    Cuando volvi en s, estaba tumbada desnuda en la

    sala redonda alumbrada por el fuego sagrado que arda en

    la pila de bronce.

  • Cox estaba arrodillado a su lado y frotaba sus pechos

    y sus muslos con ramillas de las que colgaban pias.

    Apolonia se estremeci, experiment placer al sentir

    contra su piel esas escamas rugosas como races de rbol,

    de las que Cox le dijo que tenan poderes exclusivos de

    dioses.

    Se incorpor levemente apoyndose en sus codos y

    se dio cuenta de que sus muslos estaban manchados de

    sangre.

    Dionisos ha entrado en ti le murmur Cox.

    Ahora eres su sacerdotisa.

    Da tras da, y cada noche, le ense todos los juegos

    corporales que producen placer.

    La instruy para que supiera honrar a Dionisos,

    conocer los deseos y predicciones del dios.

    Ella vener su podero y, poco a poco, supo por una

    seal del cielo, un movimiento de ramas, el crepitar del

    fuego, adivinar el porvenir y leer el destino de aquellos

    que entraban en el templo para consultar al orculo.

    Ahora eres adivina le dijo Cox. Djate llevar

    por la voluntad de Dionisos. Escchalo: habla en ti!

    Un da, unos guerreros del pueblo meda que venan

    del este de Tracia, de la regin del Strymon, y se dirigan

    hacia la costa se detuvieron en el terrapln.

  • Apolonia se acerc con las dems sacerdotisas de

    Dionisos. Pero se neg a intervenir en las danzas y los

    juegos.

    Como ella, uno de los guerreros se mantena

    apartado. Era el ms alto de todos. Su cabellera negra le

    cubra la frente y las mejillas. Tena el tronco arqueado,

    sus msculos, que semejaban gruesas nervaduras,

    sobresalan en sus espaldas, su torso, sus brazos y piernas.

    A Apolonia le apeteci acariciar aquel cuerpo y fue

    hacia l con un nfora llena de aceite; empez vertiendo

    lentamente aceite sobre la nuca, el cuello, los muslos del

    hombre, y luego frot sus msculos que se endurecan

    bajo la palma de sus manos.

    Agarr su verga erecta, tan tensa como la de Dionisos.

    Pens que el dios se haba introducido en ese joven

    guerrero, al que estuvo besando apasionadamente

    durante toda la noche.

    Al alba, l se durmi y Apolonia se qued a su lado,

    sentada sobre sus talones, los brazos tendidos, las manos

    posadas, con los dedos abiertos, sobre el pecho del

    hombre, duro como la piedra.

    Quiso que cada detalle de ese rostro de rasgos puros,

    esculpido como el de la estatua de Dionisos, se le quedara

    grabado.

    Cuando el sol cubri su cuerpo con una luz rubia, el

    hombre abri los ojos.

  • Frunci el ceo, deslumbrado, y ella observ en-

    tonces cmo una arruga profunda le parta la frente en

    dos como una herida.

    Apolonia tuvo ganas de gritar, como si hubiera

    adivinado que, algn da, una cuchilla partira en dos ese

    rostro.

    Dijo:

    Yo, Apolonia, soy tuya como soy de Dionisos.

    l se incorpor y la agarr por las muecas.

    Mi nombre es Espartaco. Pertenezco al pueblo

    meda. Soy un guerrero de Tracia, hijo del rey de mi tribu.

    Te llevar conmigo todo el tiempo que dispongan los

    dioses.

    La atrajo hacia l, obligndola a pegar su cuerpo al

    suyo.

    Mientras me corra la sangre aadi, hasta

    que...

    Ella le sell la boca con sus labios para impedirle

    pronunciar el nombre del soberano de los muertos.

    Al da siguiente, Cox, el orculo de Dionisos, los uni.

  • Espartaco y Apolonia vivieron libres como lobos.

    Caminaban juntos y, a cada paso, sus hombros y sus

    caderas se rozaban.

    Una jaura compuesta por una decena de guerreros y

    tres jvenes sacerdotisas de Dionisos los seguan.

    Cuando Espartaco se detena, alzando el brazo, los

    guerreros se le acercaban. Les enseaba a lo lejos, sobre

    las alturas que dominan la costa del Ponto Euxino o la del

    mar Egeo, las empalizadas y los vigas de un campamento

    romano.

    Las legiones haban desembarcado en Tracia varias

    temporadas atrs, pero no se haban adentrado en los

    valles, y haban plantado sus tiendas, cavado fosos y

    trazado las calles del campamento a unos cientos de

    pasos de la orilla. Pero patrullas compuestas por varios

    hombres y un centurin se aventura-

  • ban lejos del campamento, y llegaban hasta los montes

    Haemos e Istranca.

    Apolonia era la primera, antes de que se les viera u

    oyera, en percatarse de su presencia.

    Agarraba la mueca de Espartaco para que no

    desenvainara la espada. Lo obligaba a ocultarse entre la

    maleza, a agazaparse tras los matorrales, a dejar pasar a

    esa pequea tropa cuyos escudos, venablos, espadas,

    armaduras brillaban.

    Su seguridad, su paso lento y regular, su armamento,

    los cascos y a veces los caballos fascinaban a Espartaco y

    a los guerreros. Seguan el caminar de los romanos al

    amparo de la maleza.

    Cuando caa la noche, observaban cmo el centurin

    elega con cuidado el lugar donde acampar, organizando

    su defensa, encendiendo grandes fogatas en torno a las

    cuales velaban los centinelas.

    Temen a los lobos de Tracia musitaba Apolonia.

    Nadie, aada, ni Daro el persa, ni Felipe el ma-

    cedonio, ni los atenienses ni los brbaros, haba podido

    vencer o domesticar al pueblo de Dionisos.

    Tampoco lo conseguiran los romanos.

    Apolonia se alejaba, se adentraba en el bosque, y

    Espartaco la segua a regaadientes.

  • Ella haba descubierto una cueva en un acantilado,

    lejos del campamento romano. Amontonaba ramas secas

    y las llamas no tardaban en surgir en el centro de aquella

    cavidad.

    Asaban un par de cabritos comprados a unos pas-

    tores. Apolonia descolgaba de su cuello un frasco para

    que todos se humedecieran los labios con ese lquido

    ardiente que ella fabricaba majando hierbas que luego

    introduca y dejaba macerar en agua hirviente.

    Tras aquello, los guerreros ofrecan el vino de sus

    nforas. Uno de ellos sacaba su flauta y las jvenes sa-

    cerdotisas de Dionisos empezaban a bailar. Sus cuerpos

    se desnudaban mientras se estiraban y cimbreaban antes

    de tumbarse y mezclarse unos con otros.

    Al igual que la primera noche, Espartaco y Apolonia

    se mantenan aparte, en el umbral de la cueva, y miraban

    fijamente las fogatas romanas que iluminaban, ms all

    del bosque, el horizonte.

    Ellos tienen la fuerza de los cazadores mur-

    muraba Espartaco. Nosotros tenemos el instinto de

    los lobos. Pero, al final, los cazadores matan a los lobos y

    los despellejan para hacerse ropa con sus pieles y su

    pelaje.

    Espartaco estaba sentado con las piernas cruzadas, la

    manos sobre las rodillas, la espalda recta, mirando a su

    alrededor.

  • No quiero correr la suerte de un lobo aadi.

    Entonces quieres convertirte en cazador? Agach la

    cabeza, hundiendo la barbilla en el pecho.

    Apolonia puso su mano sobre la nuca de Espartaco.

    Nunca sers romano le dijo. Seguirs siendo

    un lobo de Tracia. Los romanos te atarn de pies y

    manos. Sers su esclavo!

    Me convertir en soldado de sus legiones. Llevar

    su armadura. Ser ms valiente y fuerte que cualquiera de

    ellos. Reconocern en m al hijo de rey, al guerrero.

    Te tratarn como a una fiera. Y valdrs menos que

    un caballo.

    Espartaco sacudi la cabeza para que Apolonia

    retirara su mano.

    Ser uno de ellos repiti levantndose.

  • Lleg el invierno. Hubo que disputar los cabritos a

    los lobos. Las jauras famlicas se aproximaban tanto a la

    fogata donde se asaba la carne, que Apolonia crea ver sus

    ojos grises a pesar de las borrascas de nieve.

    Invocaba a Dionisos para que expulsara a esas fieras

    tan salvajes y crueles como los dacios, esos brbaros

    procedentes del norte, de allende el gran ro, que el glido

    viento pareca empujar hacia Tracia.

    Un da en que haca un fro tan riguroso que la nieve y

    la tierra helada crujan bajo sus pasos y las piedras

    estallaban con el ruido de un rayo, Apolonia abri los

    brazos y pidi a todos que se callaran para or mejor el

    choque de las espadas, los gritos de los heridos. Describi

    todo aquello, que nadie ms perciba, y es que Dionisos le

    haba otorgado el poder de prediccin, el de or ruidos

    lejanos y ver lo que an no haba ocurrido.

  • Espartaco deca que era como una loba que, aunque

    nada se mueva, aguza el odo y huele al enemigo.

    Los dacios! Van a vencer murmur ella con voz

    cansina.

    Saba que no podra retener a Espartaco y a los

    guerreros. Ya estaban desenvainando sus espadas y

    lanzndose en la direccin que Apolonia les sealaba con

    el brazo extendido.

    Corri tras ellos por la maleza. Rompan o doblaban

    las ramas con el hombro, y la nieve caa al suelo con un

    ruido de tejido rasgado. La capa blanca era tan espesa y

    dura que no se hundan en ella. La brillante superficie

    cruja bajo sus pasos y se estriaba sin romperse.

    Espartaco, rodeado de sus guerreros, surgi entonces

    en un calvero y vio a unos hombres enfrentados,

    blandiendo espadas y venablos. Reconoci a los dacios

    por su larga cabellera negra recogida sobre la nuca y se

    abalanz sobre ellos, la espada en alto. Los dacios eran

    varios centenares, pero ese ataque por detrs los pill de

    sorpresa.

    En ese instante, a pesar de la nieve que volva a caer,

    Espartaco advirti los emblemas romanos, las guilas, los

    cascos y las armaduras de los legionarios. Los dacios

    rodeaban a una centuria romana que formaba, con sus

  • escudos, una especie de caparazn contra el cual se

    estrellaban lanzas, venablos, chuzos acerados. Pero los

    brbaros eran tan numerosos, que la centuria iba a ser

    arrollada. Los dacios pisaban los cadveres de sus

    guerreros, que constituan alrededor de la centuria una

    suerte de escaln que permita, una vez arriba, lanzarse

    sobre los escudos en medio de los legionarios.

    Fue entonces cuando Espartaco y su tropa surgieron.

    Sus gritos eran tan potentes, su ataque tan violento, tan

    grande su impulso, que los dacios creyeron que los

    atacaban cientos de hombres.

    Empezaron pues a huir hacia el bosque a la vez que

    Espartaco y los guerreros de Tracia los perseguan,

    dndoles grandes estocadas en la garganta o en la nuca.

    Pronto no quedaron en el calvero, sobre la nieve, ms

    que las manchas negras de los cuerpos y las rojas aureolas

    de la sangre.

    Espartaco oy el fragor de una trompeta, y luego un

    martilleo sordo. Se dio la vuelta: los romanos avanzaban

    en doble lnea. Llevaban su escudo rectangular y plano

    colgado del brazo izquierdo y remataban a los heridos

    con su venablo o su espada. Un hombre de gran estatura,

    con el busto embutido en una coraza de reflejos

    plateados cuyo repujado reproduda los msculos de su

    torso, caminaba entre ellos. Un penacho remataba el

    casco de oreja a oreja.

  • Hizo una seal y los legionarios se detuvieron

    mientras l segua dirigindose hacia Espartaco.

    Se detuvo a pocos pasos, sorprendido al ver a

    Apolonia y a las tres sacerdotisas de Dionisos acercarse a

    Espartaco, al que sus guerreros rodeaban.

    Has luchado como un romano dijo el centurin.

    Hablaba griego.

    Los dioses os han enviado, a ti y a los tuyos, en el

    momento de mayor incertidumbre de la batalla

    prosigui. Has dado tajos en el cuerpo de esos

    brbaros como quien poda un rbol. Quin eres?

    Y t? pregunt Espartaco.

    Segua con la espada desenvainada. La nieve que caa

    por rfagas cubra a los legionarios romanos con un velo

    espeso y blanco. Pero la cota de mallas, los cascos y las

    armas perfilaban sombras oscuras.

    Soy el centurin primipilo al mando de la primera

    cohorte de la Sptima Legin de la Repblica Romana

    contest.

    Se volvi hacia sus soldados.

    Esto es todo lo que queda de mi centuria. Los

    dacios son tan peligrosos como los lobos de las montaas

    de Tracia, las fieras de frica y las serpientes de

    Macedonia.

    Dio un paso ms.

    Me llamo Nomio Cstrico.

  • Se hallaba ahora tan cerca de Espartaco que ste

    distingua la ancha cicatriz que cruzaba la mejilla derecha

    del centurin.

    Sigo sin saber nada de ti prosigui Cstrico.

    Slo que, y eso me satisface, has luchado por Roma

    contra los brbaros. Pero quin eres?

    Pertenezco al pueblo meda, uno de los que habitan

    Tracia.

    Golpe con el taln la tierra endurecida.

    Es nuestra tierra. Es libre, como los hombres que la

    poseen.

    Eres orgulloso observ Cstrico.

    El linaje de los Espartaco ha reinado sobre las

    tribus de Kerch, al borde del mar.

    Nomio Cstrico se mantuvo callado, contemplando a

    su alrededor esa nieve cubierta de muertos y de sangre.

    Luego, con gesto lento, empu su espada y dio un paso

    atrs, volvindose hacia sus hombres inmviles, que no

    dejaban de mirarlo, con sus venablos y espadas al

    hombro derecho, el cuerpo levemente inclinado hacia

    adelante, como dispuestos para abalanzarse contra esos

    guerreros tracios cuya actitud resuelta los asombraba, los

    preocupaba.

    Hasta hubo murmullos de impaciencia cuando

    sintieron que Nomio Cstrico vacilaba, quiz evaluando

    el tiempo que necesitaran sus hombres para alcanzarlo y

  • las posibilidades que tendra, golpeando el primero, de

    abatir a ese jefe tracio cuya arrogancia lo haba irritado.

    De repente, una de las mujeres, la de largos cabellos

    rubios, esboz un paso de danza, girando los brazos, y las

    otras tres jvenes formaron un corro a su alrededor.

    Parecan una flor abrindose, con sus cuerpos echados

    hacia atrs, los cabellos rozando la nieve.

    Nomio Cstrico cruz los brazos.

    Conoces el poder de Roma? pregunt. No

    hay ribera de este mar del que me hablas que no haya sido

    pisada y conquistada por sus legiones. No hay pueblo que

    se haya atrevido a alzarse contra ella y que no se haya

    arrodillado ante sus emblemas, que no haya reconocido la

    majestad y potencia de sus guilas.

    Cstrico lade la cabeza para ensear los estandartes

    de Roma cuyas astas haban clavado en la nieve unos

    legionarios.

    Roma es generosa con los pueblos que se con-

    vierten en aliados suyos prosigui Cstrico. Si

    quieres permanecer fuerte y altivo, tracio, s con ella tal

    como lo has sido hoy; no te salgas nunca de ese camino!

    Espartaco alz de repente su espada y Nomio

    Cstrico retrocedi, empuando su arma.

    Roma quiere mi espada y el brazo que la sostiene?

    dijo Espartaco.

  • Camin hacia sus guerreros. El crculo de las sa-

    cerdotisas de Dionisos se abri y Espartaco puso su

    mano sobre el hombro de Apolonia.

    Esta mujer va conmigo. Si quieres el arma y el

    brazo, tendrs que quedarte tambin con todos los que

    quieran acompaarme.

    Cstrico asinti con la cabeza, tendiendo el brazo

    hacia los emblemas de Roma.

    El tribuno Calvicio Sabinio, que est al mando de la

    Sptima Legin, ser quien conteste a esto. Le contar

    cmo has combatido por Roma. Siempre hay un lugar

    para guerreros intrpidos en el ejrcito de la Repblica.

    Cada cual puede servir en l segn su vala. Los cretenses

    son arqueros; los germanos, jinetes; los baleares,

    honderos. Mrame, guerrero tracio: nac lejos de Roma,

    en la Galia Cisalpina, y estoy al mando de la primera

    cohorte de la Sptima Legin. Roma honra el valor de

    quienes asumen sus leyes.

    Espartaco envain lentamente su espada. Los dioses

    haban atendido su deseo.

  • Espartaco no inclin la nuca ante el tribuno Calvicio

    Sabinio.

    Qu recompensa quieres, t que has luchado por

    Roma? le pregunt ste.

    Sentado sobre un estrado colocado en el cruce de las

    dos vas que dividan el campamento de la Sptima

    Legin, mantena alta la barbilla, con una mueca des-

    pectiva en la boca. Su voz era cansada y desdeosa.

    Unos legionarios custodiaban el estrado, con las

    piernas ligeramente abiertas, el puo izquierdo cerrado

    sobre su pecho, el derecho apretando el asta de su

    venablo. Un portaestandarte se hallaba al lado del

    tribuno.

    Al pie del estrado, el centurin Nomio Cstrico tena

    la mano puesta sobre la guarnicin de su espada como si

    temiese que Espartaco se precipitara sobre el estrado

    para intentar degollar a Sabinio.

  • Qu pide? repiti el tribuno, inclinado hacia

    Cstrico.

    Espartaco se dio la vuelta, recorri con la mirada esa

    va que divida el campamento de puerta a puerta. Con

    cada paso que haba dado tras haber franqueado el foso y

    luego el trecho que separaba la empalizada de las tiendas,

    penetrando as en el campamento, haba tenido la

    impresin de estar metindose en una ratonera de la que

    slo podra huir con la ayuda de los dioses.

    Mir a Apolonia. Pareca serena, sonriente, como si

    revoloteara sobre la nieve, seguida por las tres sa-

    cerdotisas de Dionisos. l haba entendido las preguntas

    del tribuno y la respuesta de Cstrico. Unos soldados

    auxiliares de infantera de origen tracio y griego estaban

    agrupados a unos cientos de pasos del campamento.

    Espartaco y los suyos podan unirse a ellos. Como era de

    linaje real, su actitud propiciara numerosos

    alistamientos. Ahora bien, el ejrcito necesitaba infantes

    para controlar ese pas de montaas y bosques, y para

    repeler las invasiones de los brbaros.

    Son valientes precis Cstrico.

    El tribuno se levant y baj del estrado, seguido por

    el portaestandarte. Se acerc a Espartaco, lo mir

    fijamente sin que ste agachara la vista, luego se plant

    ante Apolonia y examin detalladamente su cuerpo a la

  • vez que echaba, de cuando en cuando, una ojeada hacia

    Espartaco.

    Te la dejo acab soltando. Huele a cabra.

    Sonri, y se alej haciendo una seal a Cstrico.

    El centurin se volvi hacia Espartaco.

    Ya eres auxiliar del ejrcito romano dijo.

    Le apret el brazo por encima del codo.

    Tendrs que aprender. Hasta un ciudadano de la

    Repblica baja los ojos ante su tribuno. Y t slo eres un

    tracio, Espartaco.

    Espartaco liber su brazo con un movimiento

    brusco.

    Cstrico se apart vivamente. Nunca pongas la mano

    encima a un ciudadano de Roma! le dijo.

    Pero, desde aquel primer da, Espartaco tuvo ganas de

    agarrar por el pescuezo a esos legionarios romanos que

    mandaban a los auxiliares.

    Aullaban sus rdenes como si se estuvieran dirigiendo

    a perros.

    Desafiaban a los tracios y griegos ms dbiles para

    molerlos a golpes, luego obligarlos a arrodillarse, a pedir

    perdn, a jurar obediencia y fidelidad a Roma.

    A quienes se resistan demasiado les cortaban las

    orejas y la nariz, les cercenaban las manos, les saltaban los

    ojos para que todos, en Tracia y en Grecia, se enteraran

    de lo que les esperaba a los rebeldes. Otros, atados por el

  • cuello, con las piernas trabadas, estaban destinados a la

    esclavitud y los marcaban al rojo vivo en las mejillas y en

    la frente, como si fueran bestias de carga.

    As que esto era Roma!

    Antes muerto!

    Pero, cuando estaba a punto de saltar, Apolonia lo

    agarraba por la mueca y lo obligaba a volver a meter la

    espada en su funda.

    No pelees le susurraba. Los dioses, lo s, te

    tienen reservado otro destino. Dionisos nos ampara.

    Djame actuar!

    Se acercaba a los legionarios junto con las tres j-

    venes sacerdotisas de Dionisos. Se agarraba al cuello de

    uno de ellos, se lo llevaba. Peda que le dieran de beber.

    Las jvenes sacerdotisas empezaban a bailar. Ce-

    lebraban a Dionisos. Los romanos se olvidaban de

    Espartaco, que se alejaba y daba lentamente la vuelta al

    campamento, con los puos apretados, la rabia

    anudndole la garganta.

    Miraba el bosque, las cumbres nevadas, ms all del

    espacio talado por los soldados alrededor del

    campamento. Por qu los dioses lo haban ofuscado

    sugirindole que se pusiera al servicio de Roma cuando

    sta slo ofreca vergenza y servidumbre? Antes

    muerto!

  • Los centinelas lo conminaban a alejarse de los fosos y

    de las empalizadas. Si se negaba, alertaran a los

    legionarios romanos y Espartaco conocera la suerte que

    el centurin Nomio Cstrico reservaba a quienes

    intentaban huir. Los acusaban de traicin, a veces los

    mutilaban, siempre los convertan en esclavos; algunos de

    ellos haban sido crucificados ante la puerta del

    campamento para que todos los vieran y oyeran sus

    estertores, sus gritos y el aleteo de las aves rapaces que

    acudan a picotearles los ojos, el rostro.

    Espartaco regresaba a su tienda. Se encontraba con

    Apolonia acuclillada, trazando con una ramilla unos

    signos sobre la tierra, que luego borraba con la mano,

    mientras susurraba a Espartaco:

    Soy lisa como esta tierra: Dionisos borra lo que no

    debe permanecer en m. El vino dispensa alegra y olvido.

    Bebe, Espartaco!

    Le tenda un nfora, quiz el regalo de alguno de

    aquellos legionarios. Espartaco la apartaba de sus labios.

    Apretaba la nuca de Apolonia, doblegaba su cuerpo. Ella

    dejaba que la tomara y l tena la impresin de que lo

    arrastraba a una danza y a una ebriedad que no poda

    controlar, y que, en vez de agotarlo, le insuflaba fuerzas,

    la certidumbre de que los dioses iban a llevarlo de vuelta a

    los bosques, all donde fuera libre y nunca ms un

    soldado de Roma, tratado como un esclavo, un perro que

  • deba ladrar y morder cuando sus amos se lo ordenaran.

    Aspiraba a recuperar la libertad del lobo.

    Hay que regresar a los bosques murmur a

    Apolonia.

    Ella se levant; haba vuelto a trazar con la ramita

    unos arabescos sobre el suelo, los haba borrado,

    nuevamente dibujado otros, meneando la cabeza con un

    movimiento cada vez ms amplio.

    Finalmente lo abraz, estrechndole la verga con las

    manos, lamindole los labios y el cuello.

    Djate llevar le dijo.

    El slo supo cerrar los ojos.

    As fue como Apolonia le ense cada noche a

    dominar su cuerpo y su alma. Lo forzaba a abrir los

    puos que la ira cerraba como conchas. Le frotaba los

    dedos, deslizando sus propias manos por sus falanges,

    por la mueca y los brazos, acariciando los hombros, el

    cuello y la nuca.

    Pero Espartaco estaba rabioso como un perro.

    El centurin Nomio Cstrico lo haba vuelto a

    humillar, obligndolo a salir de las filas y a arrodillarse, l,

    descendiente de un linaje real, el de los medas de Kerch,

    ante el guila de Roma.

  • Espartaco haba vacilado. Pero Nomio Cstrico se

    encontraba a escasos pasos, rodeado de su guardia,

    desafindolo con la mirada. Y l se inclin ante la ensea,

    clavando sus rodillas en la nieve.

    Entonces Cstrico le solt:

    Vuelve a tu fila, tracio! Y jams olvides que un

    ciudadano de Roma tiene derecho de vida y muerte sobre

    los pueblos que ha sometido. Un ciudadano de Roma no

    lucha contra un esclavo o un brbaro. Castiga. Degella.

    Pero tambin sabe premiar.

    Luego, dndose la vuelta, grit:

    Baja los ojos, Espartaco, o mando que te los

    vacen!

    Te va poniendo trampas le explic Apolonia.

    Haba untado el pecho y los muslos de Espartaco con

    una fina capa de aceite y le acariciaba la piel, primero

    ligeramente, luego pellizcndole la piel, agarrando el

    msculo con sus uas.

    Si te resistes aadi, la cuchilla de la trampa se

    hundir dentro de ti, tu herida ser mayor y ms

    profunda, perders la sangre. Estars vencido.

    Aprende a tener paciencia, Espartaco. Dionisos te acecha

    y te observa. Te est poniendo a prueba. Quiere saber si te

    mereces el inters que siente por ti. Si sabes esperar, te

    ayudar.

  • Apolonia pona sus manos sobre los hombros de

    Espartaco, que se dejaba llevar, respiraba ms lenta-

    mente, las manos abiertas hacia el cielo.

    No te abalances sobre el placer, la venganza o el

    enemigo aadi ella. Deja que vengan a ti.

    A Espartaco le pareca que toda la sangre que tena en

    el cuerpo reflua ah, en su bajo vientre, sobre el que

    Apolonia se estaba inclinando con los labios

    entreabiertos.

    As transcurri el invierno.

    Una noche en que el viento soplaba borrascoso,

    Apolonia lo despert.

    Esta noche Dionisos nos enva la ltima tormenta

    dijo. Es la ms fuerte. Nos proteger.

    Se deslizaron fuera de la tienda, hundindose en la

    nieve que colmaba el foso. Los copos eran tan tupidos

    que amortiguaban los ruidos, borraban en pocos

    instantes todas las huellas.

    As se fueron acercando a la puerta llamada De-

    cumano.

    Acurrucado contra la empalizada, el centinela se haba

    cubierto la cabeza con su capa.

    Apolonia avanz hacia l y, en el momento en que ella

    pareca ofrecerse, abriendo los brazos, Espartaco derrib

    al hombre.

  • No lo mates susurr. Deja que Nomio

    Cstrico lo castigue.

    Espartaco arroj al centinela al foso.

    Cruzaron a la carrera, con la nieve abofetendoles la

    cara, el espacio talado que rodeaba los campamentos de

    la Sptima Legin y de su cuerpo de auxiliares.

    Slo se detuvieron tras haber caminado hasta la

    noche siguiente por el bosque. Apolonia era quien elega

    el camino, detenindose por momentos, invocando a

    Dionisos, alzando los ojos hacia la cima de los rboles

    para saber de dnde soplaba el viento.

    Hay que ir hacia el mar griego indic. All

    donde un da se apareci Dionisos.

    Espartaco la segua unos pasos atrs, al acecho.

    Al final del segundo da, mat un lobo que se haba

    lanzado sobre Apolonia. Descuartiz el animal, pesado y

    viejo. Su carne, que se comieron cruda, an tibia, era acre

    y correosa.

  • Cuando vio el mar, Apolonia se detuvo, tendi el

    brazo hacia el horizonte y se arrodill sobre el suelo antes

    de tumbarse, con el vientre y la boca pegados a la tierra

    reseca.

    La nieve se haba derretido desde haca tiempo y el

    cielo estaba azul.

    Los sombros y densos bosques del norte de Tracia

    que Apolonia y Espartaco haban recorrido da tras da

    dejaron paso ahora a los pinares.

    Espartaco se apoy en uno de esos rboles.

    Al mirar fijamente en la lejana, qued primero

    deslumbrado por la resplandeciente superficie del mar y

    luego distingui a slo unos cientos de pasos, sobre una

    eminencia, un templo de altas columnas esculpidas que

    sostenan un techo plano, hecho con bloques de mrmol

    blanco.

  • Apolonia se incorpor.

    Cibeles, la gran diosa, la gran Madre de todos los

    dioses, nos espera en su santuario dijo abriendo los

    brazos.

    De repente, oyeron gritos, el sonido acidulado de las

    flautas curvas, el seco repique de los tamboriles, el

    choque de los cmbalos, el sordo rumor del fraseo y de

    los cantos repetidos. Vieron salir del templo de Cibeles a

    hombres desnudos acompaados por mujeres apenas

    tapadas por una leve tnica blanca.

    A su alrededor se aglutinaba un pequeo gento que

    salmodiaba.

    Es el da de la sangre murmur Apolonia

    encaminndose hacia el templo.

    Espartaco la sigui, pero se detuvo cuando ella se

    mezcl con el gento.

    Los hombres desnudos gritaban. Espartaco los vio

    levantar sus brazos. Sus puos agarraban cuchillos,

    cascos de cermica. Se golpeaban el pecho, los brazos, los

    muslos y hasta el rostro. Sangraban.

    Algunos, agachados, se cortaban una parte del sexo,

    que esgriman gesticulando.

    El gento se apart y el cortejo ensangrentado dio una

    vuelta alrededor del santuario.

    Algunos hombres se arrodillaron, otros se tam-

    baleaban. Todos gritaban el nombre de Cibeles, la gran

  • Madre, por la que vertan su sangre para celebrar sus

    esponsales con ella.

    Espartaco se reuni con Apolonia. Estaba ento-

    nando, con los ojos desorbitados, los cantos de las dems

    mujeres.

    Se volvi hacia Espartaco y pareci asustada al notar

    su expresin de asco, y lo oy gritar que lacerarse de esa

    manera era un acto de pura locura.

    Slo se deba verter la propia sangre en los combates,

    para defender la propia libertad, la tierra, el linaje, pero no

    en esas danzas durante las cuales los hombres se

    mutilaban, orgullosos, ebrios de sus heridas y de sus

    sufrimientos, exhibiendo sus carnes sajadas como si

    fueran trofeos.

    Dio un paso adelante, apartando al gento con un

    movimiento de hombros, y alz el puo, amenazador,

    empujando a Apolonia, que intentaba retenerlo y le

    repeta:

    Es el da de la sangre! Hay que honrar a la gran

    diosa Cibeles, Madre de los dioses. Exige ese sacrificio.

    Se alimenta con la sangre de los hombres para parir a los

    dioses!

    Espartaco no pareci orla. Se diriga al encuentro de

    los hombres desnudos cuyo cuerpo no era ya ms que

    una llaga. Se golpeaban unos a otros, agarrndose por los

    hombros para permanecer de pie, abrazados,

    acuchillndose la espalda, luego intentando avanzar,

  • flaqueando de piernas, con los muslos enrojecidos. La

    sangre corra del mun de su sexo.

    Espartaco se coloc delante de ellos, con los brazos

    abiertos.

    No obedecis a los dioses de la vida, a los dioses

    protectores, a los dioses generosos les grit, sino a

    los poderes de las tinieblas y de los abismos! Sois los

    esclavos de las fuerzas ocultas. Tratis a vuestro cuerpo

    como si fuera el de un animal. Insultis a los dioses.

    Liberaos!

    Agarr su espada e intent desarmarlos, pero los

    hombres desnudos se debatieron y lo apartaron, al

    tiempo que el gento aullaba enloquecido.

    Algunas mujeres huan, otras se retorcan los brazos,

    se desplomaban sobre el suelo.

    La gran diosa, Madre de los dioses, no quiere esto!

    grit Espartaco. No seis esclavos de las divinidades

    de las tinieblas. Son enemigas de los dioses. Quieren

    destruir su obra. Devoran a los hombres, abrevan su

    sangre. Sed libres!

    Se precipit dentro del santuario, del que a poco

    huyeron gritando algunas mujeres con tnica blanca.

    Gritaban histricamente que un hombre haba

    apagado el fuego sagrado, destrozado las ofrendas,

    volcado las estatuas, profanado el santuario de la gran

    diosa. La desgracia iba a abatirse sobre los hombres, el

  • cielo iba a oscurecerse, los vientos a soplar

    tormentosamente, arrancando rboles y techos, lle-

    vndose a los nios, y ejrcitos invencibles iban a

    desembarcar para esclavizar a los pueblos de Macedonia

    y de Tracia.

    Aquellas enfurecidas mujeres rodearon a Espartaco,

    lo agarraron, arandole los hombros y las mejillas,

    aferrndose a sus muslos, mordindolo mientras se

    sacuda como una fiera atrapada en una malla y hostigada

    por los venablos de los cazadores.

    Apolonia se precipit hacia all, agarrando de los

    pelos a las mujeres, tirndolas al suelo, patendolas, al

    comprobar que Espartaco tena el rostro ensangrentado y

    una gran herida aquella de la que tuvo una visin

    durante su primer encuentro en medio de la frente.

    Lo arrastr tras ella mientras ste iba tambalendose,

    cabizbajo, desplazndose con torpeza. El gento se

    dispers y las pocas mujeres que quedaban se apartaron,

    insultndolos y luego dndoles la espalda, inclinndose

    sobre los cuerpos de los hombres desnudos, jadeantes,

    arrodillados o tumbados alrededor del santuario.

    Libres! repeta Espartaco, al que Apolonia

    segua empujando hacia el pinar. El hombre debe ser

    libre! Ellos son esclavos!

  • Ella musitaba, ms para s misma que para l, que

    someterse a los dioses, honrarlos, darles la propia sangre

    y hasta la vida no era ser esclavo. Cibeles era la Madre de

    los dioses del Olimpo. Al venerarla, al unirse a ella por la

    sangre, se acceda al reino de los dioses.

    Llegaron al lindero del bosque.

    Espartaco se dej caer, intentando apoyarse en un

    rbol. Objet que proceda de un linaje que jams se

    haba sometido, que slo veneraba a los dioses de alegra,

    de fuerza y de libertad. Nadie, ni los persas, ni los dacios,

    ni los romanos haba podido jams esclavizarlos. Ese

    deseo de ser tan libre como un lobo lo haba hecho huir

    del campamento de los auxiliares. Si se haba negado a ser

    humillado por el centurin Nomio Cstrico o el tribuno

    Calvicio Sabinio, no era para someterse a dioses an ms

    exigentes, deseosos por igual de encadenar a los

    hombres.

    Libre o muerto! enunci Espartaco.

    Agarr de repente su espada y levant la cabeza.

    Un hombre se hallaba ante l, con las manos abiertas

    y los brazos tendidos.

    Apolonia se aproxim a su vez, disponindose a

    abalanzarse sobre l.

  • El hombre pareca endeble bajo su hopalanda de lana

    gris. El rostro huesudo, las mejillas hundidas. Unos rizos

    negros le cubran la frente.

    Espartaco pidi con un gesto a Apolonia que no se

    abalanzase encima de aquel hombre desarmado que se

    haba acuclillado frente a l.

    Te han herido? susurr el desconocido.

    Apart los faldones de su hopalanda. Vesta una

    tnica blanca ceida a la cintura por un ancho cinturn

    de cuero del que colgaba un zurrn. Lo abri, sac un

    puado de hojas secas, se volvi hacia Apolonia, se las

    tendi y le pidi que las pusiera sobre la herida que

    henda la frente de Espartaco.

    Ella vacil, pero Espartaco se inclin para que

    pudiese aplicarle las hojas, que restaaron en un mo-

    mento la sangre, formando sobre la herida una costra

    rojo oscuro.

    El hombre se sent junto a Espartaco.

    Eres temerario dijo. Te plantaste en medio de

    una manada de hombres enloquecidos, ciegos, en pleno

    delirio.

    Se interrumpi, lade la cabeza.

    Conozco a todos los dioses. Mi tierra es Judea. Me

    llamo Jar, judo de Jeric. Tambin me llaman Jar el

    curandero.

    Contempl largamente a Espartaco.

  • Te he visto, te he odo. Quieres que el hombre sea

    libre? Sonri.

    Los romanos me hicieron esclavo. Luego des-

    cubrieron que conoca el arte de curar. Entonces me

    quitaron las cadenas y me convert en esclavo domstico.

    Cur al tribuno Calvicio Sabinio, que est al mando de la

    Sptima Legin. Te vi cuando te condujeron a empellones

    hasta l y no humillaste la cabeza. Pudieron y quiz

    debieron cortrtela. Supe que habas huido y abandon el

    campamento pocos das despus. Pero no he huido. Los

    romanos me dejan moverme a mi aire. Necesito libertad

    para recolectar las hierbas, las cortezas, las plantas, o para

    recoger el veneno de las serpientes. Siempre he regresado

    al campamento. Qu significa ser libre en un mundo

    sometido por entero? T la libertad la llevas en tu cuerpo

    y en tu mente. Est en el Libro. Algn da te hablar de la

    enseanza del Maestro de Justicia. Eres digno de

    conocerlo...

    Se volvi hacia Apolonia y tambin la mir lar-

    gamente.

    Tendrs que dejarlo todo dijo a Espartaco.

    Pues slo es libre aquel que vive en la indigencia, cuya

    nica riqueza es su pensamiento y cuyo nico poder es el

    que ejerce sobre su cuerpo. No para mutilarlo, como los

    hombres esclavos de las divinidades, sino para

    purificarlo, para que sea tan ligero que su espritu se

  • sienta libre como un pjaro, capaz de volar alto hasta

    rozar el pensamiento de Dios.

    Volvi a mirar a Apolonia, y luego aadi incli-

    nndose hacia Espartaco:

    Pero no ests dispuesto a renunciar. Quieres ser

    libre en este mundo encadenado. Entonces tendrs que

    combatir. Porque los romanos pretenden someter a

    todos los hombres. Has podido calibrar el poder de sus

    legiones. Emana de la fuerza de su deseo. Quieren

    conquistar el mundo. Convertir Roma en la mayor de

    todas las ciudades, drenando hacia ella todas las riquezas,

    el saber, el grano. El que no es ciudadano de Roma es

    esclavo. Yo lo soy. T lo has sido y, si permaneces en este

    mundo, lo sers. Eres vigoroso, audaz; los romanos te

    obligarn a combatir contra tus hermanos o contra fieras.

    Para ellos, un esclavo slo es un animal dotado de

    palabra. se es tu destino si permaneces en este mundo.

    Movi la cabeza.

    A menos que emprendas el largo viaje... Te indicar

    el camino de las cuevas de Judea donde escuchamos al

    Maestro de Justicia hablarnos del Dios nico. Nos

    pondremos en camino. Puede que jams lleguemos, pues

    los romanos y los hombres delirantes estn por todas

    partes. Pero a cada paso te sentiras ms liviano, ms puro.

    Te estars acercando a la verdadera y nica libertad. Ya no

    poseers nada, y sin embargo te sentirs ms fuerte,

    porque sers dueo de ti mismo, y tu riqueza ser infinita.

  • Se levant, se alej, luego cambi de opinin y

    regres hacia Espartaco.

    Si rechazas esta opcin, slo conocers la escla-

    vitud, aunque los romanos no te encadenen. Y aunque

    los combatas. Al final de este camino no alcanzars ni la

    libertad ni la verdad, sino la muerte ms cruel, aquella a la

    que los romanos te condenarn.

    Jar volvi a sentarse frente a Espartaco.

    He vivido en Sicilia con los pastores que no temen

    a los hombres ni a los lobos. Me contaron el destino que

    tuvieron los esclavos que se rebelaron contra sus amos.

    Quieres que te relate esas guerras serviles que causaron

    ms muertos que vivos hay en Roma? Y eso que dicen

    que son un milln!

    Espartaco agach la cabeza y Jar el judo, tambin

    llamado el curandero, habl.

  • Fue como el fuego o como esa plaga que azot

    frica... empez diciendo Jar el judo.

    Pero tras esas escasas palabras, se interrumpi y cerr

    los ojos. Slo prosigui tras un largo silencio:

    Los esclavos que cavaban la tierra, plantaban las

    semillas y recogan el trigo en propiedades tan vastas que

    no se conocan sus lmites, eran tan numerosos en Sicilia

    que ningn amo poda contar las cabezas de esos

    instrumentos parlantes que se reproducan, prolficos

    como animales, y cuyos hijos eran puestos a trabajar en

    cuanto eran capaces de andar.

    Los administradores azotaban, mutilaban, violaban,

    mataban a quienes les pareca. Nadie recordaba las

    palabras llenas de sabidura de Catn el Viejo, que dijo

    que el "celo en la labor de los instrumentos parlantes, de

    los esclavos, es mayor cuando se les maneja con modales

    liberales, concedindoles a diario un descanso en su

    trabajo". Pero quin iba a respetar esa razonable medida

    cuando estaban desembarcando en los puertos de Sicilia

    miles de esclavos, tracios, partos, sirios, judos, griegos,

    conducidos por las legiones como un ganado cautivo?

    Jar puso su mano sobre la rodilla de Espartaco.

    Ms adelante, fui uno de esos esclavos. Pero el

    recuerdo de las grandes batidas, en todos los pases que

    bordeaban el Mediterrneo, segua vivo, como si hubiese

    sido ayer cuando los legionarios y los tratantes de

    esclavos vendan o compraban a los presos, los

  • amontonaban en el fondo de la bodega como sacos de

    granos o tarugos insensibles y los embarcaban en navos

    que se dirigan a Sicilia. Porque all se encontraban las

    grandes propiedades en las que se sembraba y recoga el

    trigo que Roma, la Roma insaciable, necesitaba para

    alimentar a sus ciudadanos, enriquecer a sus senadores, a

    sus tribunos, para pagar a sus legiones.

    Desembarcaban tantos hombres y mujeres, nacan

    tantos nios, que los amos y sus administradores crean

    poder actuar como les pareciera, tratar esos cuerpos con

    mayor dureza que si fuesen los de animales de carga.

    Cuando escaseaban los brazos, se haca el encargo a

    los tratantes que, instalados en Delos, haban organizado

    el mayor mercado de esclavos de todo este sumiso mar en

    que se haba convertido el Mediterrneo...

    Jar ech la cabeza hacia atrs.

    Me vendieron en Delos susurr. Cada da, en

    el mercado de esclavos de esa pequea isla, se producan

    ms de diez mil ventas. Estbamos apretujados unos

    contra otros como un enjambre de abejas.

    Cruz los brazos y sonri.

    Te hablaba del fuego y de la plaga que azotaron

    frica. As fueron las guerras serviles. Los pastores, que

    eran nios cuando estallaron, seguan hablando de ellas

    con espanto, aunque sus ojos brillaran como los del

    borracho cuando le evocan el vino.

  • La revuelta se inici cuando cuatrocientos esclavos,

    cerca de la ciudad de Enna, se rebelaron porque se saban

    condenados a morir, y porque el que ya no teme por su

    vida ya no puede ser gobernado. Se unieron en torno a un

    sirio, un hombre gigantesco, segn los pastores, quiz tan

    grande y fuerte como t, Espartaco. Se llamaba Euno y se

    proclam rey.

    En pocos das, se encontr al frente de un ejrcito de

    veinte mil hombres, esclavos procedentes de toda la isla,

    pero tambin campesinos libres, veteranos del ejrcito

    famlicos, pastores, boyeros, mujeres. Pronto fueron

    doscientos mil. Tomaron ciudades: Enna, Agrigento,

    Taormina. La revuelta se extendi ms rpidamente que

    el fuego que, en temporada seca y con viento fuerte,

    engulle los bosques. Y los rebeldes se lanzaron como una

    plaga sobre campos y pueblos, como esas nubes de

    langostas que caan sobre las costas de frica, devorando

    las cosechas, las hierbas y sus races, las hojas y las ramas

    de los rboles, y hasta las cortezas amargas y la madera

    seca. S, Espartaco, las guerras serviles de Sicilia, hace de

    ello una generacin, fueron ese fuego devastador y esa

    plaga destructora. Cuando un cnsul consegua apagar un

    incendio, aplastar a esos insectos, otras llamas surgan,

    una nueva nube avanzaba.

    As, cuando Euno y sus seguidores no fueron ms

    que barro sanguinolento, cuerpos tan martirizados que ya

    no se saba dnde estaban los miembros, o la cabeza y el

  • tronco, otros se declararon reyes de los esclavos y

    encabezaron nuevas bandas de rebeldes. Tras Euno

    vinieron Salvio y Atenin, que, segn decan, eran,

    respectivamente, tracio y griego. Fueron an ms crueles

    que los ejrcitos de esclavos de Euno, porque saban la

    suerte que les reservaban las legiones del nuevo cnsul

    que iba tras ellos.

    El nmero de cadveres fue tan grande que de

    verdad te recordaban esos montones de langostas, ese

    cmulo putrefacto que se haba formado en las orillas de

    frica, cuando una ventolera lanz al mar africano la

    nube de insectos y la ahog. Y as, de sta, naci una

    nueva plaga. Miles de hombres sucumbieron a la

    corrupcin del aire provocada por el amasijo de insectos

    muertos.

    Lo mismo ocurri en Sicilia, Espartaco. La tierra, me

    contaron los pastores, estaba tan empapada de sangre,

    tan repleta de cadveres descompuestos, que las hierbas y

    el trigo se infectaron y quienes se alimentaban de carne o

    de harina moran. Por ello, los pastores aadieron al

    nmero de muertos en las guerras serviles las miles de

    vctimas de esa corrupcin del aire y del sol provocada

    por los cadveres de los esclavos.

    Jar el judo call.

  • Espartaco primero se mantuvo inmvil, pero luego se

    levant lentamente sin dejar de apoyarse en el tronco de

    rbol y mirando fijamente hacia delante.

    Conquistaron ciudades murmur. Reinaron

    sobre las tierras de aquellos que los trataban como

    simples animales dotados de palabra.

    Se volvi hacia Jar.

    Has dicho que la mirada de aquellos pastores

    brillaba al recordar esas revueltas?

    Ebriedad! contest Jar. Las revueltas fueron

    desbaratadas. Los esclavos fueron aplastados como

    saltamontes.

    Antes de ello observ Espartaco se vengaron.

    Jar se encogi de hombros.

    Saltamontes, cuerpos que se pudren... Y el mundo

    sigue siendo lo que era. Siguen vendiendo ms de mil

    hombres a diario en el mercado de Delos. Jams ha

    habido tantos esclavos en Sicilia y en los campos de Italia.

    A los sirios, los tracios, los partos, los nmidas y los

    judos, las legiones han aadido los galos, los dacios y los

    germanos.

    Espartaco no pareci estar oyendo.

    Los rebeldes murieron libres susurr.

  • Espartaco caminaba muy por delante de Apolonia.

    A veces, a media jornada, ella echaba a correr para

    alcanzarlo. Se colgaba de sus hombros, de su cuello, lo

    abrazaba, pretenda forzarlo a amarla entre las hierbas

    altas de un calvero. El le trababa los brazos, vacilaba,

    mirando a su alrededor, intentando traspasar la sombra

    de ese bosque del norte al que haban regresado porque

    bastaba con permanecer un rato al acecho para atrapar

    una presa o herirla con la espada o el venablo.

    Apolonia lo arrastraba, lo obligaba a pegarse a ella,

    anudaba sus piernas alrededor de su cintura. Sus cuerpos

    basculaban y l la penetraba, arqueando el tronco, la

    cabeza mirando al cielo, los ojos cerrados.

    Pero, las ms de las veces, la rechazaba con brus-

    quedad. Ella caa al suelo, y dejaba que Espartaco se

    alejara, volviera a adelantarse.

  • Slo se levantaba cuando vea a Jar el judo, que los

    segua a unos cientos de pasos, y que no se una a ellos

    hasta el anochecer, cuando Espartaco haba elegido el

    momento y lugar para acampar, y ya haba encendido un

    fuego, golpeando dos piedras de slex sobre ramillas y

    pequeos ramos secos.

    Jar no se acercaba al fuego, se sentaba all donde la

    luz de las llamas no haba mellado la noche. Cruzaba los

    brazos, la barbilla pegada al pecho, alimentndose con

    bayas recogidas a lo largo del camino, y a veces se oa

    crujir entre sus dientes el caparazn de algn insecto que

    masticaba lentamente, indiferente al crepitar y al olor de

    la carne que Apolonia haba colocado sobre las ascuas y

    de la que iba tendiendo trozos a Espartaco, pinchados en

    una rama fina. Este iba y vena, a menudo se detena ante

    Jar el judo, hasta que por fin se decida a sentarse frente

    a l. Jar tenda la mano hacia el rostro del tracio y rozaba

    con la punta de sus dedos la cicatriz que, cual arruga

    profunda, le parta la frente de arriba abajo.

    Es fcil curarse la piel, el cuerpo murmur

    Jar. Pero para sanar lo que corroe el pensamiento se

    necesitan varias temporadas, y a veces ni siquiera basta

    una vida entera.

    Se inclin hacia Espartaco.

    S que piensas en las revueltas de los esclavos de

    Sicilia. Sueas...

  • Se interrumpi, mene la cabeza.

    Jams, en ningn reino, ninguna provincia de la

    Repblica, y eso que los esclavos ya se haban rebelado en

    Italia, cerca de Roma, en tica y hasta en Delos, se haba

    visto semejante revuelta. Te lo he dicho: una plaga, que

    pareca capaz de apoderarse de toda Sicilia. Luego

    desembarcaron los cnsules con sus legiones. Y fue una

    hecatombe de langostas. Por qu quieres que te lo

    vuelva a contar? Te he visto mover los labios, no paras de

    darle vueltas durante todo el da mientras caminas. Si

    conocieras al Maestro de Justicia, te hablara de nuestro

    Dios, de lo que ensea a los hombres. Y por fin

    entenderas cmo hay que vivir.

    Jar el judo puso sus manos sobre los hombros de

    Espartaco.

    No hay esclavo ni amo. Uno obedece y otro

    manda, uno padece y el otro cree gozar, pero ambos

    mueren. Valen lo mismo cuando llega el juicio de Dios.

    Entonces el que fue amo no recibe mejor trato que el

    esclavo. Para el que sabe, los hombres son iguales. El

    amo puede ser esclavo, y el esclavo, amo. No hacen al

    esclavo la cadena o la marca al rojo, sino lo que piensa.

    Apoy sus palmas sobre los hombros de Espartaco.

    Aprende a pensar, Espartaco!

    Este se levant y escrut los jirones del cielo que se

    apreciaban entre las ramas de los rboles.

    Ya haba amanecido.

  • Dispers con la punta de su venablo las ascuas de la

    fogata.

    Entonces empez una nueva jornada de marcha.

    A veces, la larga sangradura de una va abra en el

    bosque una llaga viva. Los troncos talados se amon-

    tonaban sobre sus labios. Espartaco se ocultaba tras ellos

    y Apolonia se reuna con l. Jar se mantena a distancia,

    en el monte alto.

    Un da cruz una de aquellas vas, precedida por los

    portaestandartes y los centuriones, una cohorte romana

    que avanzaba con su paso inexorable.

    Ms adelante ya era el final del verano pas por

    otro camino un rebao escoltado por ladridos. Los

    perros que corran a su alrededor se detuvieron a pocos

    pasos de Espartaco y de Apolonia.

    Espartaco salt sobre el pastor y le puso la hoja de su

    espada en la garganta, a la vez que le haca preguntas.

    El hombre, atemorizado, dijo con voz cansada que las

    patrullas romanas estaban recorriendo todo el pas, que

    una nueva legin haba establecido su campamento no

    lejos del santuario de Dionisos. Los soldados saqueaban

    los pueblos, se apoderaban de los rebaos y de las

    mujeres. Haban crucificado a Cox, el orculo que quiso

    impedirles que penetraran en el templo de Dionisos.

    Encadenaban a los hombres ms jvenes y los llevaban

    hasta la costa, donde los embarcaban en galeras.

  • Para ellos no somos ms que animales re-

    funfu el pastor.

    Espartaco envain su espada e indic con una seal al

    pastor que poda seguir su camino. El hombre vacil,

    luego agarr un cabrito entre los corderos y las cabras

    que se apretujaban a su alrededor y se lo tendi a

    Espartaco.

    Mejor que te lo lleves t le solt. Eres tracio.

    Si eres el que abandon su ejrcito y apag el fuego

    sagrado en el templo de Cibeles, eres el que los romanos

    andan buscando. Azotaron a Cox, antes de ajusticiarlo,

    para que les dijera lo que saba de ti. Regresa al bosque,

    los romanos rastrean las vas. Les gusta la luz y temen la

    oscuridad del oquedal. All voy a ocultarme aadi el

    pastor silbando a sus perros y caminando hacia los

    rboles.

    Espartaco vio al pastor alejarse mientras los perros

    acosaban al rebao, que no se decida a penetrar en la

    frondosidad.

    Cuando la va volvi a quedar libre, reemprendi la

    marcha hacia el norte, colocando el cabrito sobre sus

    hombros y agarrndolo por las patas, en espera de que

    llegara la noche para degollarlo.

    Entonces Apolonia se precipit, recogi la sangre en

    una pequea nfora, arrebat el animal an palpitante de

    las manos de Espartaco, le abri el vientre con una larga

  • pualada, hundi sus manos en las vsceras, las extendi y

    las desparram por el suelo, humeantes, unas sobre otras

    como un nido de serpientes.

    Bebi un trago de sangre y luego separ con gestos

    lentos el corazn y el hgado de las tripas.

    Se acuclill, roz las vsceras con sus labios y volvi a

    beber un trago de sangre. Por ltimo, saj de un golpe

    seco el corazn y el hgado, tom cada parte de esos

    rganos en sus manos y las acerc hasta sus labios antes

    de echarlas al fuego. Cuando luego esparci las tripas

    sobre las llamas, stas parecieron apagarse, pero

    volvieron a brotar con mayor viveza.

    Entonces Apolonia se acerc a Espartaco.

    La muerte te acecha le dijo. La he visto. Vas a

    su encuentro. Puedes vencerla con ayuda de los dioses.

    Se arrodill ante l.

    Pero ella es hbil y tenaz. Aprtate de esta va, es su

    camino!

    Espartaco no contest, pero los das siguientes sigui

    adelante bordeando esa va, slo refugindose en el

    bosque cuando se oan los tambores y las trompetas de

    una centuria o una cohorte romanas.

    Entonces retroceda lentamente hasta la maleza, a

    regaadientes, como si le costara rechazar el reto,

    resistindose a Apolonia, que quera internarse ms an

    en el bosque.

  • Se zafaba con un movimiento de todo el torso, la

    rechazaba, se sentaba sobre un tocn, vea desfilar a unas

    cuantas decenas de pasos los emblemas de Roma, o bien

    esos carros cargados de metales que los esclavos extraan

    del norte de Tracia o sobre los cuales se amontonaban los

    tejidos de seda que los mercaderes procedentes de Asia

    vendan en las orillas del Ponto Euxino.

    Y cuando la va haba vuelto a despejarse, se apre-

    suraba a regresar a ella como si ese valle de luz lo atrajera

    irresistiblemente.

    Una maana, cuando las lluvias de otoo empezaban

    a convertir la va en torrente de barro, Espartaco oy el

    chirrido de un carruaje y, antes de haber podido o querido

    ocultarse, lo vio surgir ante l. Una decena de esclavos

    armados con largos palos claveteados escoltaban el

    vehculo largo y bajo, cubierto y cerrado.

    Espartaco se mantuvo un instante inmvil, no

    sabiendo si huir o luchar, y luego se arranc, venablo y

    espada en alto, gritando como si encabezara una tropa de

    guerreros.

    Los esclavos se imaginaron probablemente que

    haban cado en una emboscada, que iba a surgir del

    bosque todo un ejrcito. Huyeron a la vez que el boyero

    saltaba del carruaje y abandonaba su yunta.

    Espartaco se acerc y levant las pieles que cubran el

    techo y los lados del vehculo. Descubri, sentado sobre

  • alfombras, a un hombre rechoncho de cara oronda y ojos

    vivaces, que le tendi de inmediato una bolsa. Espartaco

    se la arrebat, la sopes, la abri. Meti la mano y sac

    unas monedas de bronce, de plata, de oro.

    Cuando viajo precis el hombre, es toda mi

    fortuna.

    Se incorpor y prosigui:

    Si eres esclavo, esa pequea fortuna te permitir

    comprar tu libertad. Respaldar tu peticin ante tu amo.

    Solicitar indulgencia si has cometido algn delito. S

    hablar. Enseo. Soy griego. Soy conocido y respetado.

    Perdname la vida y no tendrs que lamentar tu

    clemencia.

    El hombre era grueso, pero se ape con destreza del

    carruaje como si su peso no afectara para nada a sus

    movimientos, no restndole vivacidad ni agilidad.

    Se acerc a Espartaco y lo mir de hito en hito.

    Pero me he equivocado contigo. Eres un hombre

    libre, tienes la mirada de un guerrero. O sea, que ese

    dinero que te he dado, no digo que me lo hayas robado:

    no me has exigido nada, salo para alejarte de los

    romanos. Te lo dice un griego. Lo s todo de ellos. He

    impartido en Rodas filosofa a los jvenes aristcratas

    que suean con ocupar los ms altos cargos de la

    Repblica. He recorrido todo el Mediterrneo, desde

    Asia hasta Espaa. Slo he visto pueblos sometidos,

  • hombres marcados como bestias en la frente o en la

    mejilla. Escchame! Los romanos slo toleran a quienes

    los sirven. Eres de aqu, de Tracia? Abandona tu pas.

    Los que actan en nombre de Roma, ya sean tribunos,

    centuriones o simples ciudadanos de la Repblica, no

    pararn hasta convertirte en esclavo. Necesitan brazos

    vigorosos. Te emplearn en sus propiedades, tan vastas

    que hasta desconocen sus lmites. He vivido en Sicilia y

    en Numidia, en Espaa. He visto a hombres con el es-

    pinazo doblado, ms azotados que bueyes. Y si te libras

    de las labores del campo, te enterrarn en una de sus

    minas para que extraigas plata u oro. Ya no sers sino una

    rata. Te dejars el pellejo, los ojos, la vida.

    Lade la cabeza, calibr el cuerpo de Espartaco. O

    tambin, como eres fuerte, un lanista, un organizador de

    juegos te comprar y te soltar en

    medio de la arena. Hasta las ciudades ms pequeas

    poseen una. Harn que te enfrentes a fieras o a gla-

    diadores germanos o nmidas. Debers pelear, la

    muchedumbre te aplaudir o exigir tu muerte. Puede

    que sobrevivas a los primeros combates, pero tu destino

    estar sellado. Te degollarn o lacerarn en la arena, y

    arrastrarn tu cuerpo por el polvo antes de que alimente a

    leones y tigres.

    Con un movimiento de la barbilla seal la bolsa que

    Espartaco segua teniendo entre las manos.

  • Con lo que contiene, puedes sobrevivir, pero corre

    todo lo que puedas! Conozco a mis esclavos. Han debido

    de dar la alarma al puesto de vigilancia romano,

    esperando as que no los castiguen por haber huido. Van a

    venir a socorrerme, porque se sabe que soy amigo del

    tribuno Calvicio Sabinio. Qu podrs hacer contra una

    centuria? Te capturarn.

    Puso su mano sobre el brazo de Espartaco.

    Haz caso a Posidionos dijo. Como griego, soy

    hombre prudente.

    Espartaco liber su brazo y tir la bolsa a los pies de

    Posidionos.

  • Los legionarios surgieron del bosque.

    Apolonia grit, salt, pero ya se haban arrojado

    sobre Espartaco y lo haban derribado.

    Entonces ella se arrodill y empez a invocar, con los

    brazos alzados, a Dionisos para que protegiera a

    Espartaco.

    Los legionarios la ignoraron.

    Mantenan al tracio tumbado en el suelo, con la cara

    hundida en la tierra enlodada. Le ataron los brazos a la

    espalda por los codos. Le trabaron los tobillos y luego se

    apartaron para que el centurin Nomio Cstrico pudiese

    acercarse y apoyar su taln sobre la nuca de Espartaco. El

    centurin se agach, agarr a manos llenas el pelo del

    tracio y le levant la cabeza.

    Te avis!

  • Cstrico titube. Le habra bastado con dar un tirn

    seco del pelo sin dejar de apoyar su pie sobre la nuca de

    Espartaco para matarlo.

    No lo mates dijo Posidionos adelantndose.

    Ense su bolsa a Cstrico.

    Compro su vida.

    Hundi su mano en la bolsa, sac una pieza de oro,

    luego otra, sin que Cstrico se inmutara.

    Si lo matas, me quejar ante el tribuno Calvicio

    Sabinio.

    Cstrico retir su pie y solt el pelo de Espartaco,

    cuya cabeza cay; luego el centurin tom las monedas

    que Posidionos le tenda.

    Atac, hiri a uno de nuestros centinelas dijo

    Cstrico. Merece la muerte. El tribuno debe aplicar la

    ley.

    Me has vendido su vida replic Posidionos. Extrajo

    de la bolsa otras dos monedas. Te compro la mujer

    aadi sealando a Apolonia, que segua salmodiando.

    sa... empez Cstrico. Se encogi de hombros.

    Que se la quede quien la quiera. Es una perra. Hizo

    una mueca de asco.

    Pero eres griego prosigui. Vosotros los

    griegos, hasta t, retrico, sois todos unos perros.

    Qudate pues con la perra.

  • Lo que te he comprado es la vida del hombre

    repiti Posidionos.

    Se agach junto a Espartaco, cuyo rostro tumefacto,

    congestionado, haca muecas de dolor.

    Es una mercanca valiosa y la has maltratado.

    Nomio Cstrico se precipit, solt con todas sus

    fuerzas una patada en el costado de Espartaco, que

    intent encogerse.

    Te he vendido su vida dijo Cstrico, pero el

    tribuno debe juzgarlo. El ser quien decida.

    Hizo un gesto y dos legionarios levantaron a Es-

    partaco, que se tambale, luego se incorpor y de repente

    se lanz de cabeza contra Cstrico, que lo tumb de un

    puetazo. Los legionarios lo golpearon entonces con el

    asta de sus venablos, y el cuerpo de Espartaco qued

    pronto estriado con largas seales rojas.

    Detenlos dijo Posidionos. Ests perdiendo

    una fortuna.

    Cstrico orden con un gesto de la mano a los le-

    gionarios que se alejaran de Espartaco.

    Desert. Lo has vuelto a coger sigui Posi-

    dionos. Tienes derechos sobre l. Pero su vida tambin

    me pertenece. Si lo matas, tiras monedas de oro al mar.

    El centurin miraba a Posidionos sin parecer en-

    tenderle.

  • Haz que lo juzguen los dioses dijo el griego.

    Que luche en la arena. El tribuno estar de acuerdo. Si el

    tracio muere, habr sido castigado. Si vive, ser esclavo.

    No se librar en ninguno de los dos casos.

    Y t?

    Siento curiosidad por el destino de los hombres y

    por la eleccin de los dioses contest Posidionos.

    Como sealaste, soy griego.

  • Espartaco estaba tumbado, desnudo, con los ojos

    cerrados, los brazos pegados al cuerpo y las piernas

    ligeramente separadas.

    La sangre se haba secado sobre su cuerpo lacerado.

    Los legionarios que lo haban metido en esa jaula de

    madera instalada en medio del campamento de la

    Sptima Legin lo desataron y colocaron a su lado una

    escudilla con sopa de trigo y una jarra llena de agua.

    Espartaco deba seguir vivo y recuperar su fuerza, ya

    que el tribuno Calvicio Sabinio haba decidido que el

    tracio se enfrentara sin armas con Galvix, uno de los

    brbaros dacios al que haban perdonado la vida por ser

    su cuerpo tan gigantesco y su fuerza tan desmesurada que

    parecan proceder de un acoplamiento entre dioses. Se

    mereca una muerte particular, no un degello de animal

    en el campo de batalla. As pues, por orden del tribuno,

    se llevaron a Galvix hasta el campamento y lo

    encadenaron al pie de la tribuna del foro.

    Lo cur Jar el judo, Jar el curandero, que acababa de

    regresar al campamento con su zurrn lleno de hierbas,

    sus frascos de veneno, sus bolsitas con insectos majados.

    Y ahora el dacio tiraba de su cadena como un moloso

    furioso, y los legionarios le lanzaban de lejos pan y trozos

    de carne, y luego empujaban hacia l, con la punta del asta

    de un venablo, un recipiente lleno de agua.

  • Galvix grua, intentaba arrancar su cadena, y luego

    se dorma, hecho un ovillo, con el puo cerrado bajo su

    mejilla derecha.

    Ser un bonito combate decret el tribuno

    cuando le ensearon a Espartaco.

    Pero haca tres das que Espartaco no se mova y el

    centurin Nomio Cstrico estaba preocupado.

    Dio varias vueltas a la jaula, casi detenindose a cada

    paso para observar, entre las estacas que hacan las veces

    de barrotes, el cuerpo del tracio.

    Espartaco tena los labios apretados y su pecho

    permaneca inmvil.

    Con la punta de su espada, Cstrico le pinch dos

    veces el flanco sin que se moviera.

    En ese mismo instante, un perro solt un aullido de

    muerte.

    Cstrico vio al animal tumbado ante el altar donde se

    celebraba el culto a los dioses, donde se lean las seales

    de su voluntad y se descifraban los augurios.

    El perro alz su hocico, retando a Cstrico, y luego se

    alej con un trote oblicuo, aullando por intervalos

    regulares. Cstrico lo estuvo oyendo incluso una vez

    hubo desaparecido entre las tiendas.

    Entonces el centurin dio sus rdenes.

  • Que se buscara a Jar el curandero, y a esa perra

    supuestamente sacerdotisa de Dionisos y adivina.

    Que los llevaran junto al tracio.

    Respondan con sus vidas de la de Espartaco. Si el

    tracio mora antes del combate o durante ste, ambos

    seran degollados. Si Espartaco sobreviva, padeceran su

    suerte: los tres seran vendidos como esclavos.

    Dichas estas palabras, Nomio Cstrico mand

    sacrificar dos pollos sobre el altar de los dioses. La sangre

    de color rojo vivo se desliz en direccin de la jaula

    donde estaban introduciendo a Jar el judo y a Apolonia.

    Los hgados de los pollos eran consistentes y lisos, y

    tenan un bonito color vino.

    Cstrico se alej lentamente, rode la tienda del

    tribuno y se dirigi hacia la tribuna del foro.

    Vislumbr en la penumbra al dacio Galvix.

    Un collar de metal, sujeto por una cadena de gruesos

    eslabones al pie de la tribuna, le rodeaba el cuello. Estaba

    atado de muecas y tobillos. Cstrico se mantuvo alejado,

    pues el dacio, aunque acuclillado, pareca capaz de

    arrancar su cadena y de romper sus ataduras de un

    brinco.

    Su cuello era tan ancho que rodeaba la mandbula con

    una rosca de msculos.

    Sera necesaria la ayuda de los dioses para vencer y

    matar a ese hombre.

  • Eso fue lo que dijo Posidionos al tribuno cuando ste

    le ense al dacio.

    No ests organizando un combate, Sabinio

    protest, sino un sacrificio. El tracio est herido. Tus

    legionarios le han roto las costillas y lacerado la piel.

    Cmo quieres que resista ante esta bestia monstruosa?

    Este brbaro me recuerda a un inmenso pulpo que vi salir

    del agua no lejos de Sicilia. Sus brazos son largos como

    tentculos. Sus manos son tenazas. Le entregas una presa

    en vez de oponerle un adversario.

    Con sus manos ensortijadas enlazadas sobre el

    vientre, la espalda apoyada sobre unos cojines, las piernas

    estiradas sobre las alfombras que cubran el suelo de su

    tienda, Calvicio Sabinio mene la cabeza.

    Queras el juicio de lo