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Confesiones de un alma bella Goethe Obra reproducida sin responsabilidad editorial

GOETHE – Confesiones de un alma bella

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Confesiones de unalma bella

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Hasta que cumplí los ocho años fui una ni-ña enteramente sana, pero de aquella épocaconsigo acordarme tan poco como del día de minacimiento. Nada más comenzar mi octavo añotuve un vómito de sangre y al instante fue mialma todo sensibilidad y memoria. Las máspequeñas circunstancias de este azar están aúnante mis ojos, como si hubieran sucedido ayer.

A lo largo de los nueve meses que la enfer-medad me hizo guardar cama, que soporté conpaciencia, nació también, así me lo parece, elfundamento de toda mi forma de pensar, puesse le brindaron entonces a mi espíritu los pri-meros medios para desarrollarse de acuerdocon su específica forma de ser.

Sufría y amaba, y ésa era la auténtica figurade mi corazón. En medio de las más violentastoses y de una fatigante fiebre estaba tranquilacomo un caracol que se retira a su concha. Tanpronto como tenía un poco de aire, deseabasentir algo agradable, y como todos los restan-tes deleites me estaban vedados, buscaba resar-

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cirme con ojos y oídos. Me traían juegos demuñecas y libros ilustrados, y quien desearatener un sitio junto a mi lecho tenía que na-rrarme alguna historia.

De mi madre escuchaba con gusto historiasbíblicas; mi padre me distraía con objetos de lanaturaleza. Poseía un buen gabinete; en ocasio-nes me bajaba de allí algún cajón, me mostrabalas cosas que contenía y me las explicaba ve-razmente. Plantas secas e insectos y toda suertede preparados anatómicos, piel humana, hue-sos, momias y cosas semejantes llegaban al le-cho enfermo de la pequeña; pájaros y animales,que él mismo cazaba, me eran enseñados antesde que pasaran a la cocina; y para que el prín-cipe del universo también tuviera voz en estareunión, mi tía me contaba historias de amor ycuentos de hadas. Todo era aceptado y todoarraigaba. Tenía momentos en los que me en-tretenía vivamente con los seres invisibles; yaún recuerdo algunos versos que por aquelentonces dicté a mi madre.

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A menudo volvía a contar a mi padre lo quede él había aprendido. No tomaba fácilmenteuna medicina sin preguntar dónde crecen lascosas de las que está hecha, qué aspecto tienen,cómo se llaman. Pero las narraciones de mi tíatampoco caían en terreno baldío. Me imaginabaa mí misma con los más bellos vestidos y meencontraba con los príncipes más encantadores,que ni descansaban ni tenían paz hasta quesabían quién era la bella desconocida. Unaaventura semejante, con un ángel pequeño ydelicioso, el cual, con blancos ropajes y alas deoro, por mí bebía los vientos, fue tan lejos quemi imaginación elevó su imagen y la convirtiócasi en una aparición.

Pasado un año estaba bastante restablecida;pero no me había quedado en resto nada delcarácter revoltoso propio de la infancia. Ni si-quiera podía jugar con muñecas y exigía seresque respondieran a mi amor. Me satisfacían enextremo perros, gatos y pájaros, y seres seme-jantes de todas las clases que criaba mi padre;

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pero ¡qué no habría dado yo por poseer unacriatura que desempeñaba un papel muy im-portante en uno de los cuentos de mi tía! Setrataba de un corderito que una campesinahabía atrapado en el bosque y había alimenta-do; pero en este precioso animal habitaba ocul-to un príncipe encantado, que finalmente vol-vía a mostrarse como un bello muchacho y re-compensaba a su bienhechora con su mano.¡Con qué deleite habría poseído yo un corderitosemejante!

Pero como ninguno quería mostrarse, ypuesto que junto a mí todo discurría de formaenteramente natural, se me desvaneció, poco apoco, la esperanza de poseer un bien tan pre-cioso. Entretanto me consolaba, pues leía esoslibros en los que se describen acontecimientosmaravillosos. De todos ellos mi preferido era elHércules cristiano alemán, cuya piadosa historiade amor era enteramente de mi agrado. Siem-pre que le ocurría alguna cosa a su Valiska, y leocurrían cosas terribles, rezaba antes de apre-

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surarse en su ayuda, y las oraciones constabandetalladamente en el libro. ¡Cuánto me gustabaesto a mí! Mi inclinación a lo invisible, quesiempre sentía de una forma oscura, sólo seacrecentaba con ello, pues desde entonces ypara siempre también Dios debía ser mi confi-dente.

Sólo el cielo sabe lo que seguí leyendo, todorevuelto, según fui creciendo. Pero estimabapor encima de todas mis lecturas la Octavia ro-mana. Las persecuciones de los primeros roma-nos, noveladas, despertaban en mí el más vivointerés.

Ahora bien, mi madre comenzó a protestarpor la constante lectura; mi padre, por amor aella, me quitó un día los libros de una mano yme los puso de nuevo en la otra. Era suficien-temente listo para darse cuenta de que no iba aconseguir nada, y sólo me apremió para queleyera la Biblia con igual diligencia. No meopuse, y leí los Libros Sagrados obteniendobuenos dividendos. Mi madre siempre estaba

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atenta para que no cayeran en mis manos libroslicenciosos, y yo misma habría apartado de mivista cualquier escrito pernicioso, pues mispríncipes y princesas eran todos extremada-mente virtuosos; por lo demás, sabía de la his-toria natural de la especie humana más de loque dejaba traslucir, y la mayoría de estos co-nocimientos los había obtenido de la Biblia.Confrontaba los pasajes delicados con palabrasy cosas que sucedían ante mis ojos y, gracias ami curiosidad y al don que tenía para establecerrelaciones, entresacaba felizmente la verdad. Sihubiera oído hablar de brujas, también mehabría familiarizado con la brujería.

A mi madre y a esta curiosidad tengo queagradecer que a pesar de esta vehemente incli-nación a la lectura aprendiera sin embargo acocinar; pero es que aquí había cosas que ver.Para mí era una fiesta partir una gallina o unlechón. Llevaba a mi padre las vísceras y élhablaba conmigo sobre ellas como con un jovenestudiante y con íntima alegría acostumbraba a

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llamarme su hijo malogrado.Tenía ya doce años. Aprendí francés, danza

y dibujo, y recibí la acostumbrada enseñanzareligiosa. Esta última suscitaba en mí sensacio-nes y pensamientos, pero nada que se hubierapodido referir a mi estado. Escuchaba conagrado hablar de Dios, estaba orgullosa de po-der hablar de Él mejor que mis iguales. Leí en-tonces con celo algunos libros que me permitie-ron charlotear sobre religión. Pero nunca caí enla cuenta de pensar si el asunto iba conmigo, simi alma también estaba conformada de estemodo, si se asemejaba a un espejo que pudierareflejar el sol eterno; pues todas estas cosas yalas había presupuesto de una vez por todas.

El francés lo estudiaba con mucha avidez.Mi maestro de idiomas era un buen hombre.No era un empírico superficial, ni un seco gra-mático; sabía ciencias, había visto el mundo. Almismo tiempo que las lecciones de idioma, sa-tisfacía de diversas maneras mi curiosidad. Loamaba tanto que siempre aguardaba su llegada

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con el corazón palpitante. El dibujo no me eradifícil, y habría llegado más lejos con él si mimaestro hubiera poseído cabeza y conocimien-tos; pero sólo tenía manos y destreza.

Al principio la danza era sólo la más pe-queña de mis alegrías; mi cuerpo era demasia-do sensible y sólo aprendía en la compañía demis hermanas. Pero gracias a la idea de nuestromaestro de ofrecer un baile para todos sus dis-cípulos y discípulas se avivó el interés por esteejercicio.

Entre los muchos muchachos y muchachasdestacaban dos hijos del Mayordomo Mayor dela Corte: el mas joven de mi misma edad, elotro dos años mayor, ambos de tal belleza que,según confesión general, sobrepasaban todo loque en belleza infantil pudiera uno haber visto.Tampoco yo, apenas los vi, tuve ojos para nadiemás de todo el grupo. En ese mismo instantecomencé a bailar con esmero y deseé bailar be-llamente. ¿Cómo fue que también estos mucha-chos, entre todas las demás, se fijasen preferen-

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temente en mí? En cualquier caso, al pocotiempo éramos ya los mejores amigos, y aún nohabía finalizado la pequeña diversión cuandoya habíamos concertado dónde volveríamos avernos próximamente. ¡Qué gran alegría paramí! Pero quedé totalmente embelesada cuandoa la mañana siguiente, ambos, en muy galantesbilletes, acompañados de un ramo de flores, seinteresaban por mi situación. ¡Nunca me hevuelto a sentir como me sentí entonces! Aten-ciones fueron respondidas con atenciones, carti-tas con cartitas. Iglesias y paseos se convirtie-ron desde ese momento en lugares de cita;nuestros jóvenes conocidos nos invitabansiempre a los tres juntos, pero éramos lo sufi-cientemente astutos para disimular el asunto,de tal modo que nuestros padres sólo veían deél lo que nosotros estimábamos oportuno.

Tenía, pues, dos enamorados a la vez. Nome decidía por ninguno de ellos, ambos megustaban y como mejor estábamos era los tresjuntos. Repentinamente, el mayor cayó grave-

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mente enfermo; yo misma había estado confrecuencia muy enferma y supe alegrar al pa-ciente enviándole cumplidos y exquisitecesadecuadas para un enfermo. Sus padres agra-decían estas atenciones, escucharon los ruegosde su amado hijo y, tan pronto como éste aban-donó la cama, me invitaron, junto con mi her-mana, a visitarlo. La ternura con la que me reci-bió no era infantil, y a partir de aquel día medecidí por él. Me advirtió al instante de guardardiscreción ante su hermano, pero nuestro fuegono se podía ocultar y los celos del más jovencompletaron la novela. Nos hizo mil malas ju-garretas, con placer destruía nuestra alegría, ycon ello aumentaba la pasión que buscaba des-truir.

Había encontrado realmente al deseadocorderito y esta pasión, como antaño la enfer-medad, tuvo el efecto en mí de volverme silen-ciosa y alejarme de las alegrías bulliciosas. Es-taba solitaria y conmovida, y de nuevo me vol-vió Dios a la memoria. Siguió siendo mi confi-

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dente, y bien sé las lágrimas que en oraciónderramé por el muchacho, que continuaba en-fermo.

Aunque había mucho de infantil en el pro-ceso, ese mismo proceso contribuía a la forma-ción de mi corazón. En lugar de las traduccio-nes habituales, teníamos que escribir diaria-mente para nuestro maestro de francés cartasinventadas por nosotras mismas. Hice públicami historia de amor bajo los nombres de Philisy Damon. El viejo supo leer entre líneas, y paragranjearse mi confianza alabó mucho mi traba-jo. Fui cada vez más atrevida, destapé mi cora-zón y fui fiel a la verdad hasta en los detallesmás pequeños. Ya no recuerdo en qué pasajetomó entonces pie mi maestro para decir: «¡Quegentil, qué natural! Pero la buena de Philis debetener cuidado, pues pronto puede el asuntovolverse serio».

Me disgustó que no considerara que elasunto era ya serio y le pregunté ofendida quéentendía por serio. No se hizo repetir la pre-

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gunta una segunda vez y se explicó con tantaclaridad que apenas si pude ocultar mi horror.Pero como al instante se declaró en mí el enojoy le tomé a mal que pudiera albergar tales pen-samientos, me serené, quise justificar a misenamorados y con las mejillas rojas como elfuego dije: «Pero, señor mío, Philis es una mu-chacha decente».

Pero era lo suficientemente malvado paraburlarse de mi decente heroína, enrabietándo-me con ella, y mientras hablábamos francésjugar con la honnêté, para conducir la decenciade Philis a través de todos sus significados.Sentía lo ridículo de la situación y estaba ex-tremadamente turbada. Él, que no quería des-pertar mis recelos, interrumpía la conversación,pero la retomaba aprovechando cualquier otraoportunidad. Comedias y pequeñas historiasque leía y traducía con él le brindaban a menu-do la ocasión para mostrar qué débil proteccióncontra las exigencias del amor es la así llamadavirtud. No lo contradecía, pero siempre me

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enojaba en secreto, y sus advertencias se mehicieron pesadas.

Poco a poco iba rompiendo toda relacióncon mi buen Damón. Las triquiñuelas del her-mano más pequeño habían erosionado nuestrotrato. Poco tiempo después murieron los dosflorecientes adolescentes. Me hizo daño, peropronto estaban ambos olvidados.

Philis crecía deprisa, estaba totalmente sanay comenzaba a ver el mundo. El Príncipe Here-dero se casó y poco después de la muerte de supadre tomó posesión del gobierno. Corte y ciu-dad conocían un vivo movimiento. Mi curiosi-dad encontraba, pues, donde alimentarse.Había comedias, bailes y todo lo que se siguede ello, y aunque nuestros padres nos contení-an tanto como les era posible, había sin embar-go que dejarse ver en la Corte, donde fui intro-ducida. Los extranjeros afluían a chorros, entodas las casas estaba el gran mundo, a noso-tros mismos nos habían recomendado algunoscaballeros y presentado a otros, y en la casa de

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mi tío se daban cita todas las naciones.Mi honrado mentor continuaba advirtién-

dome de una forma discreta y, sin embargo,acertada, y yo, secretamente, continuaba to-mándomelo a mal. No estaba convencida enmodo alguno de la verdad de sus afirmaciones,y quizá por aquel entonces tuviera yo razón yquizá estuviera él equivocado, cuando bajotodas las circunstancias consideraba tan débilesa las mujeres. Pero al mismo tiempo hablaba deforma tan insistente, que en cierta ocasión medio miedo de que pudiera tener razón, pues ledije muy vivamente: «Puesto que el peligro estan grande y el corazón humano tan débil,quiero pedirle a Dios que me proteja».

La ingenua respuesta pareció alegrarle yalabó mi propósito; pero yo, entonces, no lohabía dicho en serio y en aquella ocasión setrataba tan sólo de palabras vacías, pues el sen-timiento para lo invisible casi se había extin-guido en mí. El gentío por el que estaba rodea-da me dispersaba y me arrastraba como si fuera

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una impetuosa corriente. Fueron los años másvacíos de mi vida. Todo se reducía a pasarmedías enteros hablando de nada, sin albergarpensamiento sano alguno, tan sólo revolotean-do. Ni siquiera me acordaba de mis amadoslibros. Las gentes por las que estaba rodeada notenían ni idea de las ciencias; se trataba de cor-tesanos alemanes, y esta clase de individuos notenía por aquel entonces la más mínima cultu-ra.

Podría pensarse que tales compañías ten-drían que haberme conducido al borde de laperdición. Vivía tan sólo en una sensual alegría,no me concentraba, no rezaba, no pensaba ni enmí ni en Dios. Pero considero como un destinoel que no me gustara ninguno de aquelloshombres, bellos, ricos y bien vestidos. Eranindividuos de vida desordenada y no lo oculta-ban; esto me asustaba y me echaba para atrás.Adornaban su conversación con ambigüedades,lo cual me ofendía y me mostraba fría anteellos. En ocasiones, sus malas costumbres so-

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brepasaban todo lo imaginable y yo me per-mitía ser descortés.

Además, en cierta ocasión mi viejo maestrode idiomas me había dicho confidencialmenteque con la mayoría de estos desagradables mu-chachos no sólo corre peligro la virtud de unamuchacha, sino también su salud. Comencé atemerles y me llenaba de inquietud cuandoalgunos de ellos, de la forma que fuera, se meacercaba en exceso. Me andaba con cuidado conlos vasos y las tazas, así como con las sillas enlas que se hubiera sentado alguno de ellos. Deesta forma, tanto desde un punto de vista moralcomo físico me encontraba muy aislada, y todaslas galanterías que me decían las interpretabaorgullosamente como incienso que me era de-bido.

Entre los extranjeros que por aquel entoncesandaban entre nosotros, destacaba particular-mente un hombre joven, al que en broma lla-mábamos Narciso. Había adquirido prestigioen la carrera diplomática y, dadas las diversas

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transformaciones que tenían lugar en nuestranueva Corte, abrigaba esperanzas de ser venta-josamente colocado. Entró pronto en contactocon mi padre y sus conocimientos y su conduc-ta le abrieron camino en la cerrada sociedad delos hombres más dignos. Mi padre hablaba mu-cho en su favor, y su bella figura habría causa-do aun mayor impresión si todo su ser nohubiera mostrado una especie de vanidosa pre-sunción. Lo había visto, pensaba bien de él,pero nunca habíamos conversado.

En un gran baile, en el que también se en-contraba él, bailamos juntos un minueto, perosin entrar en mayores familiaridades. Cuandocomenzaron los bailes más agitados, que yoacostumbraba a evitar en atención a mi padre,que estaba preocupado por mi salud, me retiréa un cuarto contiguo y conversé con antiguasamigas, que se habían puesto a jugar.

Narciso, que durante un rato había estadodando vueltas, entró también finalmente en elcuarto en el que yo me encontraba, y después

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de recuperarse de una hemorragia nasal que lehabía sorprendido bailando, comenzó a hablarconmigo de toda clase de cosas. Al cabo de me-dia hora era tan interesante la conversación, apesar de que en ella no se entremezclaba ni lamás mínima huella de afecto, que ninguno delos dos podía soportar más el baile. Pronto fui-mos objeto de las bromas de los demás, sin quelograran desconcertarnos. A la noche siguientepudimos reanudar de nuevo nuestra conversa-ción y velar por nuestra salud.

Ya habíamos trabado conocimiento. Narcisonos asistía y nos ofrecía sus respetos, a mí y amis hermanas, y comencé a darme cuenta denuevo de que sabía qué había pensado, quéhabía sentido y qué quería expresar en la con-versación. Mi nuevo amigo, que desde siemprehabía frecuentado la mejor sociedad, ademásde las materias históricas y políticas, que domi-naba enteramente, poseía muy amplios cono-cimientos literarios, y ninguna novedad le eradesconocida, particularmente las que provení-

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an de Francia. Me proporcionaba y me enviabaalgún libro agradable, pero esto tenía que man-tenerse más en secreto que si se tratara de unarelación amorosa prohibida. Se ridiculizaba alas mujeres ilustradas, y ni siquiera se queríasufrir a las que habían recibido algún tipo deeducación, probablemente porque se conside-raba descortés avergonzar a tantos varonesignorantes. Incluso mi padre, que había acogi-do muy favorablemente esta nueva ocasión deformar mi espíritu, exigía expresamente queeste comercio literario permaneciera en secreto.

De esta forma continuó nuestro tratoaproximadamente un año, y no puedo decirque Narciso me hubiera manifestado de algunamanera amor o cariño. Permanecía atento yservicial, pero no mostraba ningún afecto. Pa-recía, más bien, que no le dejaban indiferentelos encantos de mi hermana pequeña, que poraquel entonces era extraordinariamente bella.Bromeando le daba todo tipo de nombres jovia-les en lenguas extranjeras, muchas de las cuales

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hablaba muy bien y cuyos giros peculiares gus-taba entremezclar en la conversación alemana.Ella no respondía a sus galanterías de formaespecial; estaba apresada en otras redes, y comoera muy impulsiva y muy susceptible no eraextraño que disintieran en pequeñeces. Con mimadre y con las tías sabía comportarse bien, yasí, poco a poco, fue convirtiéndose en miem-bro de la familia.

Quién sabe cuanto tiempo habríamos conti-nuado viviendo de este modo, si por un extra-ño azar nuestras relaciones no hubieran expe-rimentado una súbita modificación. Fui invita-da junto con mi hermana a cierta casa donde nogustaba ir. La sociedad estaba excesivamentemezclada, y con frecuencia se encontraban allíhombres de la condición si no más grosera, sí almenos del talante más vulgar. En aquella oca-sión Narciso también estaba invitado, y porconsideración a él me inclinaba a ir, pues estabasegura de encontrar a alguien con el que poderrecrearme a mi manera. Ya en la mesa tuvimos

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que soportar varias impertinencias, pues algu-nos hombres habían bebido en exceso. Tras lacomida bebimos y tuvimos que jugar a lasprendas. El juego transcurría rápido y vivaz. Letocó a Narciso rescatar una prenda y a tal fin sele ordenó que musitara al oído de todos lospresentes algo que les resultara agradable. Sedetuvo largo tiempo junto a mi vecina, la mujerde un capitán. De pronto, le dio éste tal bofeta-da que a mí, que estaba sentada justo al lado, seme llenaron los ojos de polvos cosméticos. Asíque me hube restregado los ojos y repuesto enalguna medida del sobresalto, vi a ambos hom-bres con las espadas desnudas. Narciso san-graba y el otro, fuera de sí por el vino, la ira ylos celos, apenas si podía ser sujetado por elresto de los presentes. Cogí a Narciso del brazoy lo conduje a través de la puerta, por una esca-lera que subía, a otro cuarto, y como no creía ami amigo seguro frente a su furioso adversarioeché de inmediato el cerrojo a la puerta.

Ninguno de los dos consideró que la herida

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fuera cosa seria, pues sólo vimos un ligero cortesobre la mano. Pero pronto descubrimos un ríode sangre, que le corría por la espalda, y unaherida tremenda en la cabeza. Me asusté. Corríentonces al vestíbulo para pedir ayuda, pero nopude ver a nadie, pues todos se habían queda-do abajo para amansar al enfurecido individuo.Finalmente, subió corriendo una hija del dueñode la casa, y me acongojó su regocijo, pues sereía hasta casi morir de aquel loco espectáculoy de aquella maldita comedia. Le pedí urgen-temente que me proporcionase un médico, yella, a su manera salvaje, bajo corriendo lasescaleras para buscarlo.

Volví con mi herido, le até alrededor de lamano mi pañuelo, y una toalla, que colgaba enla puerta, se la ceñí en la cabeza. Seguía san-grando abundantemente, palidecía y parecíaestar a punto de desmayarse. No había nadiecerca que hubiera podido ayudarme. Lo tomécon mucha naturalidad en mis brazos y concaricias y lisonjas traté de reanimarlo. Pareció

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obrar el efecto de un remedio espiritual: nollegó a perder el conocimiento, pero estaba sen-tado allí, pálido como los muertos.

Finalmente llegó la diligente dueña de lacasa, y cómo se asustó cuando vio al amigo, ental estado, yaciendo en mis brazos y a ambosrebosantes de sangre, pues nadie se imaginabaque Narciso estuviera herido: todos pensabanque yo lo había rescatado felizmente.

Allí había en abundancia vino, agua de co-lonia y todo aquello que sólo puede aliviar yrefrescar; llegó también el médico y, entonces,bien podría haberme retirado, pero Narciso measió fuertemente de la mano aunque yo, sinnecesidad de ser retenida, habría permanecidoallí. Mientras lo vendaban continué friccionán-dolo con vino, y apenas si me percaté de quetodos se habían congregado a nuestro alrede-dor. El médico finalizó su tarea, el herido sedespidió silenciosa y cortésmente de mí y fuellevado a su casa.

La dueña de la casa me condujo a su dormi-

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torio; me hizo desnudarme del todo y no puedocallar que yo, una vez que me hube lavado susangre de mi cuerpo, por vez primera, por azar,en un espejo, me percaté de que también sinvestidos podía considerarme bella. No pudevolver a vestirme ninguna de mis ropas, y co-mo todas las personas de la casa eran más pe-queñas o más gruesas que yo, regresé a casa,para gran sorpresa de mis padres, extravagan-temente ataviada. Estaban muy enojados pormi sobresalto, por las heridas del amigo, por lasinrazón del capitán, por todo lo ocurrido. Pocofaltó para que mi propio padre, para vengar asu amigo, desafiase en duelo al capitán. Censu-ró a los caballeros presentes no haber castigadoen ese mismo momento una conducta tan ale-vosa, pues era de todo punto evidente que elcapitán, tras haber golpeado a Narciso, habíasacado la espada y lo había herido por detrás;el rasguño en la mano se había producido aldesenvainar Narciso su espada. Yo estaba in-descriptiblemente alterada y afectada, o como

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quiera decirse. El afecto, que descansaba en lomás hondo del corazón, se había desatado deimproviso, como una llama atizada por el aire.Y si el placer y la alegría tienen buenas manospara engendrar primeramente el amor y luegoalimentarlo en silencio, aquel que es por natu-raleza resuelto es muy fácilmente llevado por elespanto a decidirse y a aclararse. Le dieron a lahijita una medicina y la acostaron. A la mañanasiguiente, muy temprano, mi padre se apresuróa visitar a su amigo herido, que yacía grave-mente enfermo con una fuerte fiebre productode las heridas.

Mi padre me dijo muy poco de lo que habíahablado con él e intentó tranquilizarme respec-to a las consecuencias que este incidente pudie-ra tener. Sus comentarios versaron sobre si ca-bía satisfacerse con una excusa o si más bienhabía que conducir el asunto por vía judicial, yotras cosas semejantes. Pero yo conocía muybien a padre como para creer que él desearaponer fin a este asunto sin un duelo. Permanecí,

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sin embargo, en silencio, pues desde muy tem-prano había aprendido de mi padre que lasmujeres no tienen que entremezclarse en estosasuntos. Por lo demás, no parecía que entre losdos amigos hubiera acontecido nada que meconcerniera; ahora bien, mi padre no tardó enconfiarle a mi madre el contenido de su largaconversación. Narciso, dijo, estaba extremada-mente conmovido por la ayuda que yo le habíaprestado, lo había abrazado, se había declaradomi eterno deudor y había expresado que nodeseaba felicidad alguna si no la podía compar-tir conmigo: le había solicitado permiso paraconsiderarlo como a un padre. Mamá me contótodo esto fielmente, pero me recordó con lamejor intención que no hay que hacer muchocaso de algo dicho así, al calor de la primeraimpresión. «Sí, ciertamente», le respondí conuna frialdad ficticia, y sólo el cielo sabe qué ycuánto sentí en esos momentos.

Narciso estuvo enfermo dos meses. A causade la herida en la mano derecha ni tan siquiera

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podía escribir; sin embargo, entretanto, me ex-presaba sus recuerdos mediante la más obse-quiosa atención. Todas estas más que habitua-les cortesías las relacionaba con lo que sabía pormi madre, y mi cabeza estaba constantementellena de ideas extravagantes. Toda la ciudadhablaba de lo sucedido. Se hablaba de elloconmigo en un tono peculiar, y se sacaban con-secuencias que, por mucho que intentara recha-zarlas, me eran cada vez más cercanas. Lo queantes había sido galanteo y costumbre se con-virtió en seriedad e inclinación. La intranquili-dad en la que vivía era tanto más enérgicacuanto más cuidadosamente buscaba yo ocul-tarla ante todos los hombres. La idea de perder-lo me horrorizaba y la posibilidad de una rela-ción más estrecha me hacía temblar. Ciertamen-te, para una muchacha medianamente lista laidea del matrimonio tiene algo de espantoso.

Gracias a estas violentas conmociones habíavuelto a acordarme de mí misma. Las multico-lores imágenes de una vida desperdiciada, que

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antaño flotaban día y noche ante mis ojos, habí-an sido barridas, de pronto, como por un soplo.Mi alma comenzó de nuevo a hacerse sentir.Tan sólo no fue fácil reemprender el muy inte-rrumpido trato con el amigo invisible. Conti-nuábamos aún bastante alejados; nacía de nue-vo algo entre nosotros, pero había una grandiferencia frente a lo de antaño.

Sin que yo me enterara se celebró un duelo,en el curso del cual el capitán resultó grave-mente herido. La opinión pública estaba entodos los aspectos del lado de mi amado, elcual, finalmente, volvió a salir a escena. Antesque cualquier otra cosa, se hizo llevar a nuestracasa con la cabeza vendada y el brazo en cabes-trillo. ¡Cómo me palpitaba el corazón en estavisita! Toda la familia estaba presente; por am-bas partes todo quedaba en agradecimientos ycumplidos formales, mas él encontró la ocasiónde ofrecerme algunas señales secretas de sucariño, con lo cual mi inquietud fue en aumen-to. Después de que él se hubo recuperado total-

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mente nos visitó a lo largo de todo el inviernode la misma manera que antaño y a pesar de lasmuchas silenciosas señales de emoción y deamor que me dio, todo quedó sin discutir.

De esta forma estaba yo en constante ejerci-cio. No podía confiarme a ningún ser humano yde Dios me había alejado mucho. A lo largo deestos cuatro años salvajes lo había olvidadototalmente; ciertamente, de vez en cuando vol-vía a pensar en él, pero el trato amistoso sehabía enfriado. Sólo le hacía visitas ceremonio-sas, y como además de ello, cuando me presen-taba ante él iba siempre bellamente vestida, yante él mostraba con satisfacción mi virtud,decencia y otros méritos que frente a otros creíatener, él, entre tantos adornos, parecía que nose apercibía de mí.

Un cortesano quedaría muy intranquilo sisu príncipe, del que espera su felicidad, secomportase así frente a él; pero yo no me sentíacontrariada. Tenía lo que necesitaba: salud ycomodidades. Si Dios se dignaba acoger mi

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recuerdo de él, bien estaba; y si no, pensaba quehabía cumplido con mi obligación.

Ciertamente, en aquella época yo no pensa-ba así de mí; pero tal era sin embargo la verda-dera imagen de mi alma. Pero también poraquel entonces ya habían tomado forma misdeseos de cambio y purificación.

Llegó la primavera y Narciso me visitó deimproviso en un momento en el que yo acos-tumbraba a encontrarme totalmente sola encasa. Se presentó entonces como amante y mepreguntó si quería darle mi corazón y tambiénmi mano, cuando se hubiera labrado una posi-ción sólida y bien remunerada.

Ciertamente, ya estaba al servicio de nues-tra Administración, pero al principio, temiendosu ambición, más se le había postergado queencumbrado. Además, como tenía capital pro-pio, percibía unos emolumentos pequeños.

A pesar de toda mi inclinación hacía él, yosabía que no era hombre con el que se pudieraproceder de forma totalmente directa. Me con-

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tuve, pues, y a pesar de que quiso que accedie-ra de inmediato, lo remití a mi padre, de cuyoconsentimiento él no parecía dudar. Finalmentedije sí, si bien puse como condición necesaria elasentimiento de mis padres. Habló él entoncesformalmente con ellos; mostraron su satisfac-ción y empeñaron su palabra para el caso, quecabía esperar para muy pronto, de que avanza-ra en su carrera. Las hermanas y la tía fueroninformadas del asunto y se les ordenó queguardasen el más estricto secreto.

Así pues, de pretendiente pasó a ser novio.Las diferencias entre ambos estados resultaronser muy grandes. Si alguien pudiera transfor-mar los pretendientes de todas las muchachasdecentes en novios, habría realizado una granacción en beneficio de nuestro sexo, aun el casode que de esta relación no se siguiera ningúnmatrimonio. El amor entre las dos personas nodisminuye por ello, pero se hace más razona-ble. Desaparecen de inmediato innumerablespequeñas locuras, toda coquetería y todo des-

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varío. Si el novio nos dice que le gustamos máscon una toquilla mañanera que con los másbellos vestidos, a toda muchacha decente leserá indiferente el peinado; y nada es más natu-ral que cuando él piensa sólidamente y másdesea formar para sí un ama de casa que unamuñeca para el mundo. Y así sucede en todaslas materias.

Si además tal muchacha tiene la suerte deque su novio posea entendimiento y conoci-mientos, aprende más de lo que pudieran ofre-cerle altas escuelas y países extraños. No sóloacepta con agrado toda la formación que él leda, sino que ella también intenta llegar por estecamino tan lejos como le es posible. El amorhace posibles muchas cosas imposibles y final-mente solicita del sexo femenino esa sumisióntan necesaria y tan decorosa. El novio no domi-na como el marido; tan sólo pide, y su amadabusca darse cuenta de lo que él desea, para rea-lizarlo incluso antes de que él lo pida.

De este modo, la experiencia me ha enseña-

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do lo que por muchos motivos no querría habersabido. Fui feliz, verdaderamente feliz, como sepuede serlo en este mundo, esto es, por brevetiempo.

El verano se fue entre estas silenciosas ale-grías. Narciso no me daba ni el más mínimomotivo de queja; seguía conservando todo miamor, toda mi alma pendía de él y él lo sabía ysabía valorarlo. Entretanto, sin embargo, a par-tir de aparentes pequeñeces nacía algo que de-terioraba poco a poco nuestra relación.

Narciso me trataba como novio y nunca searriesgó a solicitar de mí aquello que aún nosestaba prohibido. Sin embargo, en lo que hace alos límites de la virtud y de la moral éramos deopiniones muy distintas. Yo deseaba ir segura yno permitía absolutamente ninguna libertad, ano ser aquellas que en cualquier caso todo elmundo hubiera podido saber. El, acostumbradoa las golosinas, encontraba esta dieta muy es-tricta. Surgía aquí una constante contradicción:alababa mi conducta y buscaba socavar mi de-

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cisión.Me volví a acordar de la seriedad de mi vie-

jo maestro de idiomas y al mismo tiempo delremedio que yo, por aquel entonces, había indi-cado en contra de ella.

Con Dios me había familiarizado de nuevoun poco más. Él me había dado un novio tanamado, y sabía darle las gracias por ello. Elmismo amor terrenal concentraba mi espíritu ylo ponía en movimiento, y mi trato con Dios nolo contradecía. De una forma totalmente natu-ral me quejaba ante él de aquello que me in-quietaba, y no me daba cuenta de que yo mis-ma deseaba y codiciaba lo que me inquietaba.Me hallaba muy fuerte y no rezaba diciendo,por ejemplo, «protégeme de la tentación». Conmis pensamientos dejaba atrás la tentación.Revestida con el vacío oropel de la propia vir-tud me presentaba osadamente ante Dios y élno me rechazaba; al más mínimo movimientohacia él, dejaba una dulce impresión en mi al-ma y esta impresión me movía a buscarlo de

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nuevo.Excepto Narciso, el mundo entero estaba

muerto para mí, y nada, excepto él, tenía paramí aliciente. Incluso mi afición a los atavíos yadornos tenía el único fin de gustarle; si sabíaque él no había de verme no ponía ningún cui-dado en arreglarme. Me gustaba bailar, pero siél no estaba me parecía que no podía soportarel movimiento. Para una brillante fiesta a la queél no asistiera, no podía ni comprar algo nuevo,ni arreglarme con modas ya pasadas. Me dabaigual lo uno que lo otro, o mejor dicho, lo uno ylo otro me resultaba molesto. Creía haber pasa-do una velada agradable cuando podía organi-zar un juego con personas de edad, para locual, sin embargo, no tenía ni las más mínimasganas. Y así me sucedía con los paseos y contodas las diversiones sociales que puedan ima-ginarse:

Sólo a él estaba con-sagrada,

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sólo para él parecía haber nacido,no otra cosa que su favor deseaba.

De este modo, aun en compañía, me encon-traba sola y la completa soledad era lo que másapetecía. Pero mi activo espíritu no podía nidormir ni soñar; sentía y pensaba y buscabapoco a poco una destreza para hablar con Diosde mis sensaciones y pensamientos. Se des-arrollaban entonces en mi alma sensaciones deotro tipo, que no contradecían las anteriores,pues mi amor por Narciso era conforme a todoslos planes de la creación y no chocaba nuncacontra mis deberes. No se contradecían y eran,sin embargo, infinitamente diferentes. Narcisoera la única imagen que tenía presente, a la quese dirigía todo mi amor; pero el otro senti-miento no se dirigía a ninguna imagen y eraindeciblemente delicioso. No lo tengo ya y no lorecuperaré nunca más.

Mi amado, que conocía todos mis secretos,nada sabía de ello. Pronto me di cuenta de que

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él pensaba de otra manera. Con frecuencia mepasaba escritos que con armas ligeras y pesadascombatían todo lo que pudiera tener algunarelación con lo invisible. Leía estos libros, por-que venían de él, pero al final no me quedabani una palabra de ellos.

En lo que se refiere a las ciencias y a los co-nocimientos tampoco estaba nuestra relaciónlibre de contradicciones. Él hacía como todoslos varones: se burlaba de las mujeres ilustra-das y me ilustraba incesantemente. Excepto dematerias jurídicas, acostumbraba a hablar con-migo sobre todas las cosas, y a la par que cons-tantemente me traía libros de todos los tipos,me repetía con frecuencia la grave doctrina deque una mujer de su hogar debe mantener ensecreto su saber, al igual que el calvinista su feen tierras católicas. Y mientras que yo, de unaforma totalmente natural, no acostumbraba amostrarme al mundo más inteligente y másformada que antes, él era el primero que nopodía resistir la vanidad de exhibir mis perfec-

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ciones.Un hombre de mundo famoso y por aquel

entonces muy apreciado por su influencia, sutalento y su ingenio, era muy bien aceptado ennuestra Corte. Apreciaba particularmente aNarciso y lo tenía constantemente a su lado.Discutían también acerca de la virtud de lasmujeres. Narciso me confiaba detalladamentesus conversaciones; yo no me quedaba atráscon mis observaciones, y mi amigo me pidióque las pusiera por escrito. Yo escribía francéscon mucha fluidez: mi viejo maestro de idiomasme había dado una sólida base. La correspon-dencia con mi amigo estaba redactada en esteidioma, y por aquel entonces sólo con la lecturade libros franceses podía obtenerse una forma-ción más selecta.

Mi escrito gustó al conde y tuve que hacerlellegar algunos pequeños poemas que habíaescrito hacía poco. Brevemente, parece queNarciso hizo alarde sin reservas de su amada ypara gran satisfacción suya la historia terminó

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con una aguda carta en versos franceses, que élenvió al conde a su partida, y en la que se re-flexionaba sobre su amistosa disputa; al final dela carta se celebraba felizmente que mi amigo,tras muchas dudas y errores, experimentasequé sea la virtud en los brazos de una esposabella y virtuosa.

Esta carta me fue mostrada a mí la primeray luego a todo aquel que hubiera querido leer-la, y cada cual pensó de ella lo que quiso. Asísucedió en varios casos y de este modo todoslos extranjeros que él apreciaba tuvieron queser introducidos en nuestra casa.

Una aristocrática familia, atraída por nues-tro hábil médico, se detuvo un tiempo entrenosotros. También en esta casa Narciso era con-siderado como un hijo. Me introdujo allí, dondeentre estas dignas personas se encontraba unagradable entretenimiento para el espíritu y elcorazón; incluso los habituales pasatiempos desociedad no parecían en aquella casa tan vacíoscomo en otros lugares. Todo el mundo sabía

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cuál era nuestra situación y nos trataban comolo exigían las circunstancias, sin mencionar elasunto principal. Aludo a estas relaciones por-que en el curso de mi vida tuvieron alguna in-fluencia sobre mí.

Había transcurrido casi un año de nuestronoviazgo y con el año también había quedadodetrás nuestra primavera. Llegó el verano ytodo se tornó más serio y caliente.

Debido a algunos fallecimientos inespera-dos quedaron vacantes algunos cargos a losque Narciso podía aspirar. Estaba próximo elmomento en el que tendría que decidirse todomi destino, y mientras Narciso y sus amigos seesforzaban al máximo en la Corte por acallarciertas impresiones que le eran desfavorables yprocurarle el empleo deseado, yo me dirigíacon mis ruegos al amigo invisible. Fui tan amis-tosamente aceptada que regresé a él con agra-do. Con entera libertad le confesé mi deseo deque Narciso alcanzara el cargo; pero mi ruegono fue impetuoso, ni en modo alguno pretendía

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que lo alcanzase gracias a mis oraciones.El cargo fue ocupado por un competidor

muy inferior. Me asusté intensamente al leer lanoticia en el periódico y fui corriendo a micuarto, que cerré firmemente tras de mí. Elprimer dolor se disolvió en lágrimas; el siguien-te pensamiento fue: «No ha sucedido por ca-sualidad», y de inmediato surgió la resoluciónde tomármelo a bien, porque también este malaparente enriquecería mi bien verdadero. Aflu-yeron las dulcísimas sensaciones que disipantodas las nubes de la preocupación; y sentíaque con esta ayuda todo lo podía soportar. Mesenté risueña a la mesa, para asombro de misfamiliares.

Narciso tuvo menos fuerza que yo, y tuveque consolarlo. En su familia le acontecieroncontratiempos que también le afligieron muchoy, dada la verdadera confianza que reinabaentre nosotros, me lo confió todo. Tampocotuvieron éxito sus negociaciones para ir a serviral extranjero; todo lo sentía yo profundamente,

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por él y por mí, y todo lo llevaba finalmente allugar donde sabía que mis demandas eran tanbien recibidas.

Cuanto más suaves eran estas experiencias,tanto más a menudo intentaba renovarlas, ysiempre buscaba el consuelo allí donde tan amenudo lo había encontrado. No siempre lohallaba: me sucedía como a aquel que deseacalentarse al sol y encuentra algo en el caminoque le hace sombra. «¿Qué es?», me preguntabaa mí misma. Indagué con vehemencia el asuntoy me di cuenta con toda claridad de que tododependía de la disposición de mi alma. Cuandoésta no miraba a Dios por la dirección más ab-solutamente recta, permanecía fría; no sentía suefecto retroactivo y no podía percibir su res-puesta. Había una segunda cuestión: ¿qué obs-taculiza esta dirección? Aquí me encontrabaante un basto territorio y me enredé en unainvestigación que duró casi todo el segundoaño de mi historia de amor. Podría haberla fi-nalizado antes, pues pronto encontré el rastro;

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pero no lo quería reconocer y buscaba miles desubterfugios.

Encontré muy pronto que la dirección rectade mi alma se perturbaba por las insensatasdistracciones que me dispersaban y por ocu-parme de cosas indignas; el cómo y el dóndepronto lo tuve suficientemente claro. Ahorabien, ¿cómo escapar de un mundo donde todoes indiferente o loco? Con gusto habría aban-donado el asunto y habría vivido a la que salga,como hacen otras personas, que yo veía que sesentían enteramente bien. Pero no podía: miinterior me contradecía con excesiva frecuencia.Aunque quisiera alejarme de la sociedad ycambiar mis relaciones, no podía. Estaba ence-rrada en un círculo. No podía deshacerme deciertas relaciones, y en el asunto en el que esta-ba yo tan empeñada se agolpaban y se amonto-naban las fatalidades. Con frecuencia me iba ala cama con los ojos llenos de lágrimas y tras-pasar la noche en vela volvía a levantarme de lamisma manera. Necesitaba un apoyo poderoso

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y Dios no me lo prestaba cuando correteaba deun lado a otro ataviada como los locos con ungorro de cascabeles.

Se trataba, pues, de sopesar todas y cadauna de las acciones. En primer lugar, reflexionésobre la danza y el juego. Nada se ha dicho,pensado o escrito a favor o en contra de estosasuntos que yo no investigara, consultara, leye-ra, sopesara, acrecentase, rechazase y me tras-tornase. Si me abstenía de la danza y el baileestaba segura de ofender a Narciso, pues éltemía en extremo el ridículo que ante el mundosupone la apariencia de una conciencia escru-pulosa. Y como aquello que yo considerabatontería, dañina tontería, ni tan siquiera lo hacíapor gusto, sino sólo por él, todo se me hizo es-pantosamente difícil.

Sin molestos rodeos y repeticiones no po-dría exponer los esfuerzos que tuve que hacerpara realizar aquellas acciones, que ni siquierame distraían y que además perturbaban mi pazinterior, de modo tal que, en ellas, permanecie-

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ra abierto mi corazón a la influencia del serinvisible, ni con cuánto dolor hube de sentirque de este modo no cabía poner término alconflicto. Pues tan pronto como me revestía conlos ropajes de la tontería, no quedaba el asuntoen mera mascarada, sino que la locura me pe-netraba de inmediato más y más.

¿Puedo en estos momentos transgredir laley de una exposición meramente histórica yrealizar algunas consideraciones sobre aquelloque acontecía en mí? ¿Qué pudo ser aquelloque transformó mi gusto y mi mentalidad demodo tal que yo, a mis veintidós años, inclusoantes, no encontrara ninguna satisfacción encosas que a la gente de esta edad divierten ino-centemente? ¿Por qué para mí no eran inocen-tes? Ciertamente, puedo responder lo siguiente:porque precisamente para mí no eran inocen-tes, porque yo, a diferencia de lo que le sucedea otros, no era una desconocida para mi alma.No, yo sabía por experiencias que tuve sin bus-carlas, que hay sensaciones más elevadas que

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nos proporcionan verdaderamente una satis-facción que en vano se busca en las fiestas ydiversiones, y que en esta alegría más elevadase guarda al mismo tiempo un tesoro secretoque nos fortalece en la desgracia.

Sin embargo, las diversiones y pasatiempossociales de la juventud necesariamente teníanque producir en mí un fuerte aliciente, pues nome era posible hacerlos como si no los hiciera.¡Cuántas cosas no podría hacer yo ahora conentera frialdad, con sólo que lo quisiese, cosasque antaño me desconcertaban, que inclusoamenazaban con esclavizarme! No cabían ca-minos intermedios: tenía que abstenerme o biende los seductores placeres o bien de las confor-tantes sensaciones internas.

Pero el conflicto ya estaba decidido en mialma sin que yo fuera plenamente consciente deello. Aunque también había algo en mí quehacía que anhelara los placeres sensuales, nopodía sin embargo disfrutarlos. Incluso aquelque amara el vino por encima de todo, perdería

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todas las ganas de beber si se encontrara en unabodega llena de barriles, pero en la que el aireviciado amenazara con ahogarlo. El aire puroes más que el vino: así lo sentía yo con todavivacidad y, ciertamente, desde el principio mehabría costado poca reflexión preferir lo buenoa lo placentero, si el miedo a perder el favor deNarciso no me hubiera retenido. Pero final-mente, después de mil conflictos, tras reflexio-nes una y otra vez repetidas, cuando eché unaaguda mirada al vínculo que me ataba a él, des-cubrí que sólo era débil, que podía romperse.Reconocí de golpe que se trataba tan sólo deuna campana de cristal que me encerraba en unespacio sin aire. ¡Un poco de ímpetu y estássalvada!

Dicho y hecho. Me quité la máscara y actuéen toda ocasión como me lo dictaba el corazón.Continuaba amando tiernamente a Narciso;pero el termómetro, que antes estaba metido enagua caliente, colgaba ahora al aire libre. Nopodía subir más allá de lo que le permitía el

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calor de la atmósfera.Desgraciadamente, se enfrió mucho. Narci-

so comenzó a retraerse y a comportarse comoun extraño. Era muy libre de hacerlo, pero mitermómetro caía tanto como él se retraía. Mifamilia se daba cuenta de ello, me preguntaban,se sorprendían. Yo les explicaba con obsti-nación masculina que bastante me había sacri-ficado hasta entonces, que estaba dispuesta aseguir compartiendo con él, y hasta el fin de mivida, todas las contrariedades, pero que exigíacompleta libertad para mis acciones, que mihacer y dejar de hacer tenía que depender demis convicciones, que, ciertamente, nuncahabía persistido obstinadamente en mis opi-niones, sino que más bien me gustaba escuchartodas las razones, pero que como se trataba demi propia felicidad, la decisión tenía que de-pender de mí, y que no toleraría ninguna clasede presión. Así como los razonamientos delmás afamado médico no me moverían a comerun alimento quizá muy sano y muy apreciado

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por todos los demás, si mi experiencia me de-mostrase que siempre me resulta perjudicial,como sucede, por ejemplo, con el café, delmismo modo y aun menos habría de dejarmeconvencer por alguien de que una acción, queme perturbara, sería sin embargo moralmentesaludable para mí.

Como me había preparado tanto tiempo ensilencio, los debates a este respecto me eranantes gratos que engorrosos. Yo aireaba mi co-razón y sentía todo el valor de mi decisión. Nocedía ni un ápice, y a aquel al que no debía unrespeto filial, lo despachaba ásperamente. Enmi casa triunfé pronto. Mi madre había tenidodesde su juventud inclinaciones semejantes, sinbien en ella no habían llegado a madurar: no laobligó ninguna necesidad, ni le avivó el valorpara hacer prevalecer sus convicciones. Se ale-gró de ver realizados a través de mí sus calla-dos deseos. Mi hermana más pequeña parecíaestar de mi parte; la segunda estaba atenta y ensilencio. Mi tía era la que oponía más reparos.

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Las razones que aducía ante ella le parecíanconcluyentes y en efecto lo eran, pues eran ab-solutamente comunes. Me vi finalmente obli-gada a mostrarle que en este asunto no tenía deninguna manera ni voz ni voto, y sólo en rarasocasiones hacía notar que persistía en su opi-nión. También ella fue la única que vivió decerca estos acontecimientos y que permanecióimpasible. No la hago mucho de menos si digoque era pusilánime y de las más limitadas lu-ces.

Mi padre se condujo totalmente de acuerdocon su forma de pensar. Decía poco, perohablaba a menudo conmigo sobre el asunto, ysus razones eran comprensibles e irrebatiblesen tanto que eran sus razones. Sólo el profundosentimiento de mi derecho me daba fuerzaspara disputar con él. Pero pronto cambió laescena: tuve que apelar a su corazón. Forzadapor su inteligencia me lancé a la más emotivade las representaciones. Di rienda suelta a milengua y a mis lágrimas. Le mostré lo mucho

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que amaba a Narciso y a qué presión había es-tado sometida los últimos dos años, lo ciertaque estaba de actuar rectamente, que estabadispuesta a sellar esta certeza con la pérdidadel amado novio y de la aparente felicidad, másaun, si fuera necesario, con la de todos mis bie-nes y pertenencias; que antes prefería abando-nar patria, padres y amigos y ganarme el panen tierras extrañas, que actuar en contra de misconvicciones. Mi padre ocultó su emoción, callódurante un tiempo y finalmente se declaróabiertamente a mi favor.

Desde aquel entonces Narciso evitaba nues-tra casa, y mi padre renunció a la tertulia se-manal que aquél frecuentaba. El asunto causóescándalo en la Corte y en la ciudad. Se hablabade ello como es habitual en esos casos en losque el público suele tomar vehemente partido,porque está acostumbrado a tener alguna in-fluencia sobre las decisiones de los ánimos dé-biles. Conocía suficientemente el mundo y sa-bía que es frecuente que las mismas personas

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que nos aconsejan algo nos critiquen despuéspor haber seguido el consejo, y aun al margende esta consideración todas esas pasajeras opi-niones habrían valido menos que nada en miánimo más íntimo.

Sin embargo, no me concedí abandonar miafecto por Narciso. Se me había hecho invisibley mi corazón no se había modificado frente a él.Lo amaba tiernamente, por así decirlo, de unaforma nueva y mucho más asentada que antes.Si estaba de acuerdo en no trastornar mi con-vicción, era suya; pero sin esta condición habríarechazado un imperio y a Narciso con él. Estu-ve varios meses dándole vueltas en mi cabeza aestas sensaciones y pensamientos y cuando fi-nalmente me sentí suficientemente tranquila yfuerte para ponerme manos a la obra tranquilay serenamente, le escribí un billete cortés, noexento de cariño, y le pregunté por qué no mevisitaba con más frecuencia.

Como conocía su tendencia a no explicarseen asuntos fútiles, sino a hacer calladamente lo

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que le parecía bien, lo apremié a propósito paraque me contestase al instante. Obtuve una largarespuesta y, así me lo pareció, insípida, escritaen un estilo de circunstancias y con frases vací-as: que sin una posición mejor no podía esta-blecerse y ofrecerme su mano, que yo sabíamejor que nadie los muchos contratiempos quehasta entonces había tenido que arrostrar, quecreía que unas relaciones tan largas y tan sinfruto podían dañar mi renommée, y que, en con-secuencia, había de permitirle permanecer ensu actual alejamiento; tan pronto como estuvie-ra en condiciones de hacerme feliz, haría honora la palabra que me había dado.

Le respondí de inmediato: que puesto queel asunto era conocido por todo el mundo, qui-zá fuera algo tarde para preocuparse de mi re-nommée, y que a este respecto mi conciencia ymi inocencia me resultaban los fiadores másseguros; pero que con la presente le devolvíasin vacilación su palabra y que esperaba hacerlefeliz con ello. A las pocas horas recibí una breve

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respuesta que en lo esencial decía exactamentelo mismo que la primera. Repetía que en cuantoobtuviera una posición volvería a preguntarmesi querría compartir su felicidad con él.

Era lo mismo que no decir nada. Expliqué amis familiares y a mis conocidos que el asuntohabía concluido, y así era también en realidad.Pues cuando nueve meses después fue promo-vido al puesto deseado, volvió a ofrecerme denuevo su mano, ciertamente con la condiciónde que en calidad de esposa de un hombre quedeseaba formar un hogar tenía que cambiar miforma de pensar. Le di las gracias cortésmentey me apresuré con todo mi corazón y mis sen-tidos a dar por finalizada esta historia, al igualque se abandona el teatro cuando cae el telón. Ycuando poco tiempo después, como por otraparte había de serle muy sencillo, encontró unpartido rico y de buena presencia y lo supe feliza su manera, mi tranquilidad fue totalmentecompleta.

No puedo dejar de decir que algunas veces,

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tanto antes de que él obtuviera su empleo comotambién después, se me hicieron importantesofertas de matrimonio, que yo rechacé sin vaci-lar, por mucho que mi padre y mi madrehubieran deseado una mayor docilidad por miparte.

Después de un marzo y un abril tan tor-mentosos, me parecía que me estaba deparadoel mayo más hermoso. Junto a una buena saluddisfrutaba de una indescriptible tranquilidadanímica. Si miraba hacia atrás, veía que a pesarde mi pérdida había sin embargo ganado. Joveny llena de sensibilidad como era, la creación meparecía mil veces más bella que antes, cuandotenía que hacer vida social para que no se mehiciera excesivamente largo el instante en elbello jardín. Puesto que ni siquiera me aver-gonzaba de mi piedad, tenía valor para no ocul-tar mi amor por las artes y las ciencias. Dibuja-ba, pintaba, leía y encontraba suficiente genteque me apoyaba. En lugar del gran mundo, quehabía abandonado, o más bien que me había

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abandonado, se formaba en torno a mí unmundo más pequeño, que era mucho más rico einteresante. Yo tenía inclinación a la vida social,y no niego que cuando me deshice de mis anti-guas amistades temía a la soledad. Pero meencontraba suficientemente resarcida, inclusoen exceso. Mis amistades eran amplias, no sólocon los naturales del país cuya forma de pensarcoincidía con la mía, sino también con extranje-ros. Mi historia se había hecho pública, y habíamuchos hombres curiosos por ver a la mucha-cha que apreciaba más a Dios que a su novio.Por aquel entonces era perceptible en Alemaniauna cierta disposición religiosa. En muchascasas de príncipes y de condes estaba viva lapreocupación por la salvación del alma. Nofaltaban los nobles que alimentaban el mismointerés y en los estratos sociales más bajos estadisposición estaba muy extendida.

La familia aristocrática que he mencionadomás arriba me acogió entonces más íntimamen-te en su seno. Entretanto había engrosado, pues

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algunos de sus familiares habían regresado a laciudad. Estas apreciables personas buscaban mitrato, al igual que yo el suyo. Estaban emparen-tados con gente muy principal, y en aquellacasa conocí a gran parte de los principes, con-des y señores del Imperio. Mi forma de pensarno era un secreto para nadie y ya se la alabase otan sólo se la respetase, obtenía yo mi fin y noera impugnada.

Sin embargo, aun tuve que regresar almundo de otra manera. Justo en esta época sedetuvo largo tiempo entre nosotros un herma-nastro de mi padre, que antes nos había visita-do sólo de pasada. Había abandonado el servi-cio de su Corte, donde era apreciado y gozabade influencia, sólo porque no marchaba todosegún su criterio. Su inteligencia era precisa ysu carácter estricto, y en esto era muy semejantea mi padre, sólo que éste poseía además uncierto grado de ductilidad gracias al cual le eramás sencillo pactar en sus negocios y, cierta-mente, no hacer nada en contra de sus convic-

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ciones, pero sí dejar que las cosas sucedieran ya continuación dejar que su indignación seevaporara o bien calladamente para sí, o bienen la confianza del ámbito familiar. Mi tío eramucho más joven, y su aspecto exterior corro-boraba no menos su carácter independiente.Había tenido una madre muy rica y aún podíaesperar un gran capital de sus parientes próxi-mos y lejanos. No necesitaba, pues, ningún so-bresueldo, a diferencia de padre, el cual, dadosu moderado capital, estaba muy atado a suempleo por el sueldo.

Mi tío se había vuelto aun más inflexibledebido a las desgracias que habían acontecidoen su hogar. Había perdido pronto a una espo-sa a la que amaba y a un hijo en el que habíadepositado todas sus esperanzas, y desde en-tonces parecía querer alejar de sí todo aquelloque no dependiera de su voluntad.

En ocasiones, en la familia se murmurabacon cierta presunción que probablemente novolvería a casarse y que nosotros los niños po-

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díamos considerarnos como los herederos de sugran capital. Yo no prestaba atención a estashabladurías; sin embargo, la conducta de losdemás estaba determinada no poco por estasesperanzas. A pesar de la firmeza de su carácterse había acostumbrado a no contradecir a nadieen la conversación, más bien a escuchar amiga-blemente la opinión de otros e incluso a apoyarél mismo con argumentos y ejemplos el puntode vista desde el cual esos otros abordaban unasunto. Quien no lo conocía pensaba siempreser de la misma opinión que él, pues era muyinteligente y era capaz situarse en todas lasperspectivas.

Conmigo no le era tan sencillo, pues esta-ban en juego sensaciones de las que él no teníani idea y por muy cauta, participativa e inteli-gentemente que hablara conmigo sobre miforma de pensar, era para mi chocante que,evidentemente, no tuviera ni la más remotaidea de aquello donde residía el fundamento detodas mis acciones.

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Por muy misterioso que fuera en todo lodemás, al final, después de un tiempo, se pusode manifiesto el motivo de su inusual estanciaentre nosotros. Pudo descubrirse finalmenteque entre nosotras había escogido a la hermanamás pequeña para buscarle esposo según sucriterio y hacerla feliz; y, ciertamente, por susdotes físicos y espirituales, y particularmentecuando a ello se añadía la envoltura de un capi-tal considerable, podía aspirar a los principalespartidos. Sus sentimientos para conmigo los dioa conocer, por así decirlo, en forma de panto-mima, pues me proporcionó una canonjía, de laque muy pronto también obtuve los ingresos.

Mi hermana no estaba tan contenta y tanagradecida con su intervención como yo lo es-taba. Me descubrió un asunto amoroso, quehasta entonces había ocultado muy sabiamente,pues temía, como en efecto sucedió, que yo ledesaconsejase de todas las formas posibles unarelación con un hombre que no tendría quehaberle gustado. Hice todo lo posible y lo logré.

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Las intenciones de mi tío eran demasiado seriasy demasiado claras, y el panorama que se abríapara mi hermana, dada su comprensión delmundo, era demasiado estimulante como parano tener fuerzas para rechazar una inclinaciónque incluso desaprobaba su inteligencia.

Puesto que ella, a diferencia de lo que habíasucedido hasta entonces, ya no rehusaba lasuave dirección del tío, pudo éste trazar rápi-damente su plan. Mi hermana sería dama enuna corte vecina, donde él podía entregársela,para que la vigilara y la educara, a una amigasuya, que en calidad de primera dama de honorera muy respetada. La acompañé al lugar de sunueva residencia. Las dos quedamos muy con-tentas con el recibimiento del que fuimos obje-to, y en ocasiones tuve que reírme disi-muladamente del personaje que como canone-sa, como joven y piadosa canonesa, interpreta-ba en el mundo.

En épocas anteriores tal circunstancia mehabría desconcertado mucho, incluso me habría

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hecho perder la cabeza; pero ahora estaba muyserena frente a todo lo que me rodeaba. Medejaba peinar con gran calma durante doshoras, me ataviaba y no pensaba que en miscircunstancias fuera culpable por vestirme estalibrea de gala. En los rebosantes salones habla-ba con todos y con cada uno, sin que ningunafigura o persona me produjese una fuerte im-presión. Cuando regresaba a casa, el cansanciode mis piernas era por lo general el único sen-timiento con el que volvía. Las muchas perso-nas a las que veía eran de provecho para miinteligencia; y como ejemplo de todas las virtu-des humanas y de modales buenos y noblesconocí a algunas mujeres, especialmente laprimera dama de honor con la cual tenía mihermana la suerte de educarse.

Sin embargo, a mi regreso no sentí que esteviaje me hubiera proporcionado consecuenciascorporales tan felices. A pesar de vivir en lamayor sobriedad y de seguir la más estrictadieta, en la Corte vecina no era señora ni de mi

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tiempo ni de mis fuerzas. Alimentación, ejerci-cio, horas de levantarse y de acostarse, vestidosy paseos no dependían, como en casa, ni de mivoluntad ni de mis sensaciones. En el curso dela vida social uno no puede detenerse sin serdescortés, y yo hacía con agrado todo lo que eranecesario, porque lo consideraba mi deber,porque sabía que pasaría pronto y porque mesentía más sana que nunca. Pero sin darme decuenta de ello, esta vida intranquila y extrañatuvo que haber influido en mí más fuertementede lo que pensaba, pues apenas si había regre-sado a casa y había alegrado a mis padres conun relato satisfactorio de lo sucedido me sor-prendió un vómito de sangre que aunque nofue peligroso y cesó rápidamente, dejó sin em-bargo tras de sí una notable debilidad que durólargo tiempo.

Tenía de nuevo que aprender una lección.Lo hice alegremente. Nada me ataba al mundoy estaba convencida de que en él nunca encon-traría lo justo, y así me encontraba yo en el es-

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tado más apacible y más tranquilo y, en la me-dida en que había renunciado a la vida, en lavida me mantuve.

Tuve que soportar un nuevo examen, puesmi madre se vio sorprendida por una pesadaenfermedad que aún le duró cinco años antesde que pagara su deuda con la naturaleza. A lolargo de este tiempo hubo momentos de prue-ba. A menudo, cuando la zozobra se le hacíamuy fuerte, nos citaba por la noche a todos entorno a su cama, para que al menos nuestrapresencia, si no la mejorase, sí al menos la dis-trajese. Más grave, apenas soportable, fue lapresión cuando mi padre también comenzó adeclinar. Desde su juventud había padecidoviolentos dolores de cabeza, pero como muchosólo le duraban treinta y seis horas. Ahora sehicieron crónicos y cuando alcanzaban unafuerte intensidad, sus lamentos me desgarrabanel corazón. En medio de estas tormentas sentíayo al máximo mi debilidad corporal, porqueme impedía cumplir mis deberes más sagrados

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y más amados o me dificultaba máximamentesu ejercicio.

Así pues, podía ponerme a prueba, saber siel camino que había seguido era verdad o fan-tasía, si quizá era todo mera repetición de loque otros habían pensado o si el objeto de mi fetenía realidad; y para mi gran amparo siempreencontré lo último. Había buscado y encon-trado la dirección recta de mi corazón, el tratocon el beloved one, y esto es lo que hacía quetodo me resultara más ligero. Como el cami-nante entre las sombras, así se apresuraba mialma hacia ese refugio cuando todo lo exteriorme atenazaba, y nunca regresaba vacía.

En tiempos recientes, algunos defensores dela religión, que parecen tener para la mismamás celo que sentimiento, han invitado a suscorreligionarios a hacer públicos ejemplos deoraciones realmente atendidas, probablementeporque desean tener pruebas tangibles y porescrito para arremeter contra sus adversarioscon medios diplomáticos y judiciales. ¡Qué des-

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conocido debe de serles el verdadero senti-miento y qué pocas experiencias auténticas handebido realizar ellos mismos!

Puedo decirlo: nunca regresé de vacíocuando urgida por la presión y la necesidadbusqué a Dios. Se ha dicho infinitas veces y, sinembargo, ni puedo ni debo decirlo más. Cuantomás importante fue para mí la experiencia enlos momentos críticos, tanto más descolorida,insignificante e inverosímil resultaría la narra-ción, si quisiera aducir casos aislados. ¡Qué felizera yo de que miles de pequeños procesos, to-mados en conjunto, me demostrasen, con lamisma certeza con la que la respiración es signode mi vida, que no estaba en el mundo sinDios! Él me era próximo, yo estaba ante Él. Estoes lo que puedo decir con máxima verdad, evi-tando expresamente toda terminología teológi-ca sistemática.

¡Cuánto habría deseado yo haberme encon-trado también antaño totalmente sin sistema!Pero ¿quién alcanza temprano la felicidad de

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ser consciente de su propio yo, sin formas ex-trañas, en pura conexión causal? Yo me tomabaen serio mi propia bienaventuranza. Humilde-mente confiaba en la autoridad externa. Mesometí enteramente al sistema de conversión deHalle, pero mi ser no encajaba en ningún cami-no.

De acuerdo con este plan de estudios, latransformación del corazón debe comenzar conun profundo horror ante el pecado. El corazón,consciente de su indigencia, debe reconocer enmayor o menor grado el castigo adeudado ypaladear el sabor anticipado del infierno, queamarga el placer del pecado. Finalmente, debesentirse una seguridad muy notable en la gra-cia, pero que a continuación se oculta con fre-cuencia y tiene que ser buscada de nuevo conseriedad.

Nada de esto se me podía aplicar, ni de le-jos ni de cerca. Cuando buscaba a Dios con rec-titud y sinceridad, Él se dejaba encontrar y na-da se me reprochaba. Ciertamente, yo miraba

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hacia atrás, allí donde había sido indigna, ysabía también dónde lo seguía siendo; pero elreconocimiento de mis imperfecciones no esta-ba acompañado por el temor. Ni por un instan-te me vino a la mente el miedo ante el infierno;más aun, la idea de un espíritu malo y de unlugar de castigo y tormento nunca pudo encon-trar acomodo en el círculo de mis ideas. A laspersonas que vivían sin Dios, cuyo corazónestaba cerrado a la confianza y al amor a lo in-visible, las encontraba ya tan infelices, que elinfierno y las penas exteriores más parecíanprometerles un alivio del castigo que amena-zarles con una agudización del mismo. Yo sólopodía ver personas que en este mundo alberga-ban en su pecho sentimientos aborrecibles, quese ocultaban frente a lo bueno de cualquier ti-po, y que a sí mismos y a los demás queríanendosarles lo malo, que preferían cerrar los ojosa la luz del día tan sólo para poder afirmar queel sol no ofrece rastro alguno de sí. ¡Qué inex-presablemente desgraciadas me parecían estas

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personas! ¡Quién habría podido crear un infier-no para empeorar su estado!

Esta disposición anímica permaneció en mí,un día tras otro, a lo largo de diez años. Perdu-ró a través de muchas pruebas, también en eldoloroso trance del fallecimiento de r-ni amadamadre. Tenía la suficiente franqueza como p iraen esta ocasión no ocultar mi apacible disposi-ción anímica a personas piadosas, pero entera-mente escolares y doctrinarias, y por ello tuveque soportar algunas amistosas reprimendas.Estas personas querían hacerme comprender atiempo qué celo hay que emplear para, en losdías de salud, colocar un sólido fundamento.

Por falta de celo no había de quedar. Me de-jé convencer por el momento y con gusto habríaestado triste y llena de horror por mi vida. Peroqué maravillada me quedé cuando me di cuen-ta de una vez por todas que no era posible.Cuando pensaba en Dios estaba serena y satis-fecha; y tampoco en el dolorosísimo trance delfin de mi amada madre quedé horrorizada ante

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la muerte. Sin embargo, en estos momentosdecisivos aprendí muchas cosas y muy diferen-tes de las que creían enseñarte esos maestrosque habían acudido sin ser llamados.

Poco a toco comencé a dudar de las opinio-nes de tales individuos, por muy famosos quefueran, y en silencio conservaba mis conviccio-nes. Cierta amiga, a la que al principio habíaotorgado demasiada confianza, siempre queríaentremezclarse en mis asuntos; también me viobligada a deshacerme de ella y en cierta oca-sión le dije totalmente resuelta que dejara detomarse la molestia, que no necesitaba su con-sejo; yo conocía a mi Dios y sólo a Él queríatener por guía. Se sintió muy ofendida y creoque nunca me lo ha perdonado del todo.

Esta decisión de rehuir los consejos y la in-fluencia de mis amigos en asuntos espirituales,tuvo la consecuencia de que también en lasrelaciones externas me animara a seguir mipropio camino. Sin la ayuda de mi guía fiel einvisible podría haberme malogrado, y aún me

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sorprendo de esta sabia y feliz dirección. Nadiesabía realmente qué es lo que me sucedía, ni yomisma.

La cosa, la aún no aclarada cosa mala, quenos separa del ser al que debemos la vida, delser del cual tiene que alimentarse todo aquelloque debe ser llamado vida, la cosa a la que sellama pecado, me era totalmente desconocida.

En el trato con el amigo invisible sentía yoel más dulce deleite de todas mis fuerzas vita-les. El anhelo de disfrutar siempre de esta feli-cidad era tan grande, que con gusto prescindíade lo que estorbaba este trato, y en ello la expe-riencia era mi mejor maestra. Pero me sucedíacomo a los enfermos que carecen de medicinasy buscan ayuda en la dieta. Hace algo, pero a lalarga no es suficiente.

No podía permanecer siempre en soledad, apesar de que en ella encontraba el mejor reme-dio contra esa dispersión del pensamiento queme era tan propia. Cuanto más presa era de laagitación, tanta mayor impresión causaba en

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mí. Mi auténtica ventaja consistía en que en mídominaba el amor al silencio y al final siempreacababa regresando a él. Como en una especiede crepúsculo, reconocía mi miseria y mi debi-lidad, y yo buscaba ayuda cuidándome, no ex-poniéndome a ningún peligro.

Puse en práctica mi cautela dietética a largode siete años. No me consideraba mala y encon-traba mi estado digno de ser deseado. Si no sehubieran producido una serie de extraordina-rias circunstancias y relaciones, me habría que-dado estancada en este nivel, y sólo seguí ade-lante por un camino peculiar. Contra el consejode todos mis amigos entablé una nueva rela-ción. Al comienzo me desconcertaron sus obje-ciones. Pero de inmediato me dirigí a mi guíainvisible, y como El me lo permitiera, continuémi camino sin vacilar.

Un hombre de espíritu, corazón y talento sehabía afincado en nuestra vecindad. Entre losextranjeros que yo conocía también se encon-traban él y su familia. Coincidíamos mucho en

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nuestras costumbres, economías domésticas yhábitos, y fue por eso que pronto pudimos en-tablar amistad.

Philo, así deseo llamarlo, era un hombre decierta edad, y en algunos negocios le era degran ayuda a mi padre, cuyas fuerzas ya co-menzaban a declinar. Fue pronto amigo íntimode nuestra casa, y como él, según decía, encon-tró en mí una persona que no tenía ni la extra-vagancia y vacuidad del gran mundo, ni la se-quedad y el recelo de la paz campestre, fuimospronto amigos de toda confianza. Me resultabamuy agradable y muy útil.

A pesar de no tener ni la más mínima dis-posición ni inclinación a mezclarme en los ne-gocios mundanos, ni buscar influencia alguna,me gustaba oír hablar de ello y me agradabasaber lo que sucedía cerca y lejos. Sobre losasuntos mundanos me gustaba tener una clari-dad impasible; el sentimiento, la ternura, elafecto, los reservaba para mi Dios, para misfamiliares y para mis amigos.

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Estos últimos, si se me permite expresarlode este modo, estaban celosos de mi nueva re-lación con Philo y, desde más de un punto devista, tenían razón cuando me advertían a esterespecto. Yo sufría mucho en silencio, pues nopodía considerar sus objeciones enteramentevacías o interesadas. Estaba acostumbrada des-de siempre a subordinar mis ideas, pero estavez, sin embargo, no quería ceder en mi convic-ción. Imploré a mi Dios para que también enesta situación me aleccionase, me detuviese, meguiase, pero como mi corazón no me disuadía,proseguí confiada mi senda.

Philo, tomado en conjunto, se parecía remo-tamente a Narciso, sólo que una educación pia-dosa había vivificado y había dado mayor co-herencia a su ánimo. Tenía menos vanidad, máscarácter, y si en los negocios mundanos aquélera sutil, exacto, persistente e infatigable, ésteera claro, agudo, rápido y trabajaba con unaincreíble ligereza. Gracias a Philo tuve noticiade las relaciones más íntimas de casi todas las

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personas prominentes, cuya fachada exteriorhabía conocido en sociedad, y yo estaba conten-ta de ver el tumulto desde mi atalaya, a lo lejos.Philo no podía disimular conmigo: poco a pocome confió sus relaciones externas e íntimas.Temía por él, pues preveía ciertas circunstan-cias y complicaciones, y el mal llegó más rápi-damente de lo que ya había supuesto. Puessiempre había guardado para sí ciertas confe-siones, e incluso al final sólo me descubrió losuficiente como para que pudiera suponer lopeor.

¡Qué efecto tuvo esto en mi corazón! Vivíexperiencias que me resultaban totalmentenuevas. Veía con indescriptible tristeza a unAgatón, que, educado en los bosques de Delfos,aún adeudaba el precio de la lección y lo salda-ba con fuertes intereses de demora; y este Aga-tón era mi amigo más próximo. Mi complicidadera viva y completa; sufría con él y ambos nosencontrábamos en el más extraño estado.

Después de que me hube ocupado largo

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tiempo de la disposición de su ánimo, se dirigiómi reflexión a mí misma. El pensamiento: «Túno eres mejor que él», crecía como una pequeñanube ante mí, se ensanchaba poco a poco y os-curecía toda mi alma.

Ya no me limitaba meramente a pensar: «Túno eres mejor que él»; lo sentía, y lo sentía detal manera que no quería volver a sentirlo. Y nose trató de un rápido tránsito. Más de un añotuve que sentir que, si una mano invisible nome hubiera trabado, habría podido ser unGirard, un Cartouche, un Damien, o cualquierotro ser monstruoso que se quiera nombrar:sentía claramente en mi corazón la predisposi-ción, el germen de ello. ¡Dios, qué descubri-miento!

Si hasta ese momento ni siquiera de la for-ma más queda podía notar en mí, por experien-cia, la realidad del pecado, ahora se me habíapuesto en claro de la manera más horrenda elpresentimiento de la posibilidad del mismo, y,sin embargo, no conocía el mal, sólo lo temía;

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sentía que podía ser culpable y no tenía nadade qué acusarme.

Aunque estaba profundamente convencidade que una disposición espiritual como teníaque reconocer que era la mía no era apta para lareunificación con el Ser Supremo, que yo espe-raba tras la muerte, no temía con todo caer enuna separación semejante. A pesar de todo lomalo que descubría en mí, amaba al Ser Su-premo y odiaba lo que sentía, más aun, deseabaodiarlo con mayor rigor y celo, y todo mi deseoera redimirme de esta enfermedad y de estapredisposición a la enfermedad; y estaba segu-ra de que el gran médico no habría de negarmesu ayuda.

La única pregunta era: ¿qué sana estos ma-les?, ¿los ejercicios de virtud? En ellos ni tansiquiera podía pensar, pues a lo largo de diezaños no había hecho otra cosa que ejercitar lavirtud y a pesar de ello las atrocidades queahora descubría habían quedado profunda-mente ocultas en mi alma. ¿No podrían haber

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estallado, como le sucedió a David al ver a Bet-sabé, y no era éste también un amigo de Dios, yno estaba yo convencida en lo más íntimo deque Dios era mi amigo?

¿Se trataba de una inevitable debilidad de lahumanidad? ¿Tendríamos, pues, que aguantarcon el hecho de que sólo de vez en cuando te-nemos la sensación de dominar nuestras incli-naciones, y que a pesar de nuestra mejor volun-tad no nos resta otra posibilidad que detestar lacaída para en circunstancias semejantes volvera caer?

De la moral no podía extraer ningún con-suelo. No me eran suficientes ni su carácterestricto, con el que quiere dominar nuestrasinclinaciones, ni su condescendencia, con la quebusca convertir nuestras inclinaciones en virtu-des. Los conceptos fundamentales que el tratocon el amigo invisible me había infundido, te-nían para mí un valor mucho más decisivo.

Mientras estudiaba los salmos que Davidhabía compuesto después de aquella odiosa

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catástrofe, me llamó mucho la atención que elmal que habitaba en él lo viera ya en la materiade la que estaba hecho y que, sin embargo, qui-siera purificarse del pecado y clamara de laforma más apremiante por un corazón puro.

¿Mas cómo llegar a ello? Yo conocía bien larespuesta que ofrecen los libros simbólicos; meresultaba también una verdad bíblica que lasangre de Jesucristo nos purifica de todos lospecados. Ahora bien, me di cuenta por vezprimera que no había entendido nunca esa sen-tencia tan a menudo repetida. Las preguntas:¿qué significa esto?, ¿cómo sucede?, me remo-vían día y noche. Finalmente, creí vislumbrarque aquello que yo buscaba había que buscarloen la encarnación del Verbo divino, por la cualtodo y también nosotros ha sido creado. Que elser absolutamente primigenio había habitadoantaño en las profundidades en las que esta-mos, que él abarca y penetra con su mirada,recorrido gradualmente, desde la concepción yel nacimiento hasta la sepultura, por nuestra

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condición; y que él, mediante este extraño ro-deo, ha vuelto a elevarse a las luminosas altu-ras donde nosotros también tendríamos quevivir para ser felices: esto es lo que se me reve-ló, envuelto en una crepuscular lejanía.

¡Oh! ¿Por qué para hablar de tales cosas te-nemos que utilizar imágenes que sólo denotanestados externos? ¿Dónde están para él lo alto olo profundo, la oscuridad o la claridad? Sólonosotros tenemos un arriba y un abajo, un día yuna noche. Y precisamente por ello se hizo élsemejante a nosotros, pues de lo contrario nohabríamos podido participar de él.

¿Pero cómo podemos participar de este in-calculable beneficio? Mediante la fe, nos res-ponden las Escrituras. ¿Qué es, pues, la fe? Te-ner por verdadero el relato de un acontecimien-to, ¿en qué puede ayudarme esto? Tengo quepoder apropiarme sus efectos, sus consecuen-cias. Esta fe apropiadora tiene que ser un esta-do propio, inhabitual en el hombre natural, delánimo.

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«Así pues, Todopoderoso, dame fe», supli-caba yo antaño con el corazón lleno de congoja.Yo estaba reclinada sobre una pequeña mesa,en la que estaba sentada, y ocultaba entre mismanos mi rostro bañado en lágrimas. Me en-contraba en la situación en la que se debe estarpara que Dios preste atención a nuestras oracio-nes, y en la que raramente se está.

Sí, ¡quién podría siquiera describir lo quesentía en esos momentos! Un tirón llevaba mialma hacia la cruz en la que Jesús había expira-do; se trataba de un tirón, no puedo llamarlo deotra manera, totalmente semejante a aquel me-diante el cual nuestra alma es conducida a unamado ausente, un aproximarse que presumi-blemente es mucho más esencial y verdaderode lo que sospechamos. Así se aproximaba mialma al que se había encarnado y muerto en lacruz, y al instante supe lo que era la fe.

«¡Esto es la fe!», dije, y di un salto comomedio asustada. Buscaba estar cierta de mi sen-sación, de mi intuición, y al poco tiempo estaba

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convencida de que mi espíritu había alcanzadouna capacidad de alzar el vuelo que le era to-talmente nueva.

Cuando suceden estas sensaciones nosabandonan las palabras. Podía distinguirlas contoda claridad de cualquier fantasía; no habíafantasía alguna en ellas, ninguna imagen, y sinembargo ofrecían exactamente la misma certezadel objeto al que se referían que la que ofrece laimaginación cuando nos pinta los rasgos de unamado ausente.

Cuando hubo pasado el primer arrebato,me di cuenta de que este estado del alma ya meera conocido de antes; pero nunca lo había sen-tido con tal intensidad. Nunca lo había conser-vado, nunca había podido hacerlo mío. Creoque, en general, todas las almas humanas hansentido algo de ello en una u otra ocasión. Sinlugar a dudas Él es esto, lo que a cada cual en-seña que existe un Dios.

Hasta el momento yo había estado muy sa-tisfecha con esa fuerza que desde antiguo me

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asaltaba de tiempo en tiempo, y de no ser por-que un extraño destino me hacía volver a expe-rimentar desde entonces el inesperado tormen-to, de no haber ido mi poder y mi capital másallá de todo crédito, quizá habría permanecidosiempre satisfecha con aquel estado.

Ahora bien, desde aquel maravilloso instan-te yo había recibido alas. Podía volar por enci-ma de aquello que antes me amenazaba, aligual que un pájaro sobrevuela sin esfuerzo,cantando, la corriente más impetuosa, ante laque el perro se detiene ladrando temeroso.

Mi alegría era indescriptible, y aunque nodescubrí nada de ello a nadie, mis familiaresnotaban sin embargo en mí una inusual sereni-dad, sin que pudieran explicarse cuál era lacausa de mi satisfacción. ¡Si hubiera permane-cido siempre en silencio y hubiera buscadomantener en mi alma aquel sentimiento puro!¡Si no me hubiera dejado conducir por una seriede circunstancias a poner a la vista mi secreto!Podría haberme ahorrado entonces un gran

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rodeo.Puesto que en mis precedentes diez años de

cristianismo esta fuerza necesaria no habitabami alma, me encontraba entonces también en elmismo caso que otras personas de buena fe. Meayudaba llenando mi fantasía con imágenesque guardaban alguna relación con Dios, locual también resulta verdaderamente útil, puesasí se mantienen a distancia las imágenes dañi-nas y sus perversas consecuencias. A continua-ción, una u otra de estas imágenes religiosasconmueve nuestra alma, que, entonces, se agitaun poco hacia las alturas, al igual que un pájarojoven aletea de rama en rama. Mientras no setenga nada mejor, este ejercicio en modo algu-no es del todo rechazable.

Las instituciones eclesiásticas, campanas,órganos y cánticos, y muy especialmente lossermones de nuestros maestros, buscan pro-porcionarnos tales imágenes e impresiones queapuntan a Dios. De ellas estaba yo indecible-mente deseosa. Ninguna tormenta, ninguna

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debilidad corporal, me impedía visitar las igle-sias, y sólo el repique dominical de las campa-nas me causaba alguna impaciencia en mi lechode enferma. Escuchaba con gran afición a nues-tro predicador, que era un hombre excelente;también apreciaba a sus colegas y sabía entre-sacar la manzana dorada de la palabra de Dios,a partir de la corteza arcillosa, de entre las fru-tas comunes. A estos ejercicios públicos se aña-dían todos los ejercicios posibles de edificaciónprivada, como suele llamárselos, pero tambiéncon ellos se alimenta sólo la fantasía y una mássutil sensibilidad. Estaba tan acostumbrada aesta andadura, la respetaba tanto, que tampocoahora se me ocurría que pudiera haber algomás elevado. Pues mi alma sólo tiene tentácu-los, no ojos; sólo palpa y no ve. ¡Ojalá tuvieraojos y pudiera ver!

También ahora acudía anhelosa a los ser-mones. ¡Mas, ay, qué me pasaba! Ya no encon-traba lo que antes había encontrado. Estos pre-dicadores se desmochaban los dientes con las

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cáscaras, mientras que yo disfrutaba el fruto.Pronto me cansé de ellos. Estaba, en efecto,demasiado acostumbrada a atenerme sólo aaquello que yo podía encontrar. Deseaba tenerimágenes, necesitaba impresiones externas ycreía sentir una necesidad pura y espiritual.

Los padres de Philo habían estado en rela-ción con la comunidad de hermanos moravos;en su biblioteca aún se encontraban muchosescritos del conde. En alguna ocasión él mehabía hablado muy clara y muy razona-blemente de ello y me había rogado que ojearaalgunos de estos escritos, aunque sólo fuerapara conocer un fenómeno psicológico. Yo con-sideraba al conde un hereje totalmente maligno;y, así, me olvidé también del misal de Ebers-dorf, que mi amigo, con intención análoga, mehabía instado a aceptar, por así decirlo.

Careciendo totalmente de cualquier estímu-lo externo eché mano como por azar del men-cionado misal y para mi sorpresa encontré en élauténticos salmos, que, ciertamente bajo formas

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muy extrañas, parecían referirse a aquello queyo sentía; también me atrajo la originalidad y laingenuidad de la expresión. Las sensacionespropias parecían estar expresadas de un modopropio; ninguna terminología escolar me recor-daba algo envarado o común. Me convencí deque había gente que sentía lo que yo sentía, yme sentí muy feliz memorizando aquellos ver-sículos y abandonándome algunos días a ellos.

Desde el instante en el que me fue regaladala verdad se me evaporaron de este modoaproximadamente tres meses. Finalmente, toméla decisión de descubrírselo todo a mi amigoPhilo y pedirle que me informara sobre aque-llos escritos, que ahora despertaban en mí unacuriosidad desmedida. Y, en efecto, así lo hicerealmente, sin percatarme de que algo en elcorazón me lo desaconsejaba seriamente.

Le conté a Philo toda la historia detallada-mente, y puesto que él mismo representaba enella un personaje principal, y mi narracióntambién encerraba para él la más severa exhor-

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tación a la penitencia, se sintió extremadamenteconcernido y sacudido. Se deshizo en llanto.Me alegré y creí que también en él se habíaproducido una completa transformación.

Me abasteció con todos los escritos que yodeseara, y tuve, pues, alimento de más para miimaginación. Hacía grandes progresos en laforma zinzendorfiana de pensar y de hablar.No se crea que en la actualidad no sé apreciarla forma de ser del conde; con gusto le hagojusticia: no es un hombre extravagante y vacío,dice grandes verdades, la mayoría de las vecescon atrevidos vuelos de la imaginación, y losque lo denostaron no supieron ni valorar nipercibir sus cualidades.

Se ganó mi más indescriptible amor. Sihubiera sido dueña de mí misma, habría aban-donado patria y amigos y lo habría seguido.Indefectiblemente, nos habríamos entendido ydifícilmente nos hubiéramos soportado largotiempo.

¡Gracias le sean dadas a mi Genio, que por

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aquel entonces me mantuvo tan limitada a miámbito domestico! Ir tan sólo al jardín de lacasa era ya un gran viaje. El cuidado de mi an-ciano y débil padre me daba suficiente trabajo yen los momentos de recreo la noble fantasía erami pasatiempo. El único ser humano al queveía era Philo, al que mi padre estimaba mu-cho. Sin embargo, debido a las últimas explica-ciones, la sincera relación conmigo se habíadeteriorado en alguna medida. La emoción nohabía penetrado en él profundamente, y comono tuvo éxito en algunos intentos de hablar milenguaje, evitaba esta materia, tanto más fácil-mente cuanto que gracias a sus amplios cono-cimientos siempre sabía introducir nuevos te-mas de conversación.

Así pues, yo era una hermana morava pormi propia cuenta, y tenía que ocultar este nue-vo giro de mi ánimo y de mis inclinaciones,especialmente ante el primer predicador de laCorte, al cual, en su calidad de director espiri-tual mío, tenía muchos motivos para apreciar, y

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cuyos muchos meritos no habían mermado amis ojos a pesar de su extrema animadversióncontra la comunidad de los hermanos moravos.Desgraciadamente, este digno hombre tuvo quesufrir muchas tribulaciones por mi causa y porla de otros muchos. Hacía ya varios años que elprimer predicador de la Corte conocía a uncaballero honrado y piadoso y mantenía con él,en calidad del alguien que busca a Dios concelo, una correspondencia ininterrumpida.¡Qué doloroso tuvo que ser para el directorespiritual, cuando este caballero se pasó a lasfilas de la comunidad de hermanos moravos yestuvo largo tiempo entre ellos! ¡Qué grato, sinembargo, cuando su amigo se enemistó con loshermanos, se decidió a vivir en su proximidady pareció abandonarse de nuevo enteramente asu dirección!

El recién llegado fue presentado a todas lasovejitas del pastor, especialmente a las másqueridas, por así decirlo, como si fuera untriunfo. Solamente en nuestra casa no fue pre-

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sentado, porque mi padre ya no acostumbrabaa recibir a nadie. El caballero encontró granaprobación; poseía los buenos modales de laCorte y el atractivo de la Comunidad, así comootros muchos bellos y naturales atributos ypronto se convirtió en un gran santo para todosaquellos que lo conocían, de lo cual se alegrabaextremadamente su director espiritual. Desgra-ciadamente, sólo se había enemistado con laComunidad por motivos externos y en su cora-zón seguía siendo todo un hermano moravo. Élestaba verdaderamente apegado a la realidadde la cosa; pero también le venía a la medida laparafernalia que el conde había construido entorno a ella. Estaba acostumbrado a aquellasformas de representación y a aquellas manerasde hablar, y si bien ahora se tenía que ocultarcuidadosamente ante sus antiguos amigos, jus-to por esto mismo, tan pronto como divisaba asu alrededor un grupo de personas de confian-za, le era tanto más necesario regresar a susversículos, letanías e imágenes, y encontraba,

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como puede suponerse, gran aprobación.Yo no sabía nada del asunto y seguía jugue-

teando a mi manera. Estuvimos mucho tiemposin trabar conocimiento.

Entonces, en unas horas libres, visité a unaamiga enferma. Me encontré con varios conoci-dos y pronto me di cuenta de que mi presenciaestorbaba la conversación. No dejé que se menotara nada, pero observé, para mi gran asom-bro, que de la pared colgaban algunos cuadrosmoravos graciosamente enmarcados. Rápida-mente me di cuenta de lo que había sucedidoen el tiempo que yo no había estado en esa ca-sa, y di la bienvenida a este nuevo fenómenocon algunos versos adecuados.

Piénsese la sorpresa de mi amiga. Nos ex-plicamos y en ese mismo instante quedamos deacuerdo y en confianza.

Busqué entonces más a menudo ocasionespara salir. Desgraciadamente, sólo las encon-traba cada tres o cuatro semanas; conocí al no-ble apóstol y, poco a poco, a toda la Comuni-

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dad secreta. Visitaba, cuando podía, sus reu-niones y, dado mi carácter sociable, me era in-finitamente grato escuchar de otros y comuni-car a otros aquello que hasta el momento sólohabía elaborado en mí y conmigo misma.

No estaba yo tan embargada como para nodarme cuenta de que sólo unos pocos sentían elsignificado de aquellas sutiles palabras y expre-siones, y de que tampoco se veían más alenta-dos por ellas de lo que antes lo habían estadopor el lenguaje simbólico eclesiástico. No obs-tante, seguía con ellos y no me dejaba engañar.Pensaba que no había sido elegida para investi-gar y examinar los corazones. Sin embargo,gracias a algunos inocentes ejercicios estabapreparada para algo mejor. Yo escamoteaba miparte: cuando hablaba, insistía en el sentido,que a propósito de objetos tan sutiles las pala-bras antes ocultan que manifiestan, y con tran-quila afabilidad dejaba a cada cual a su suerte.

A estos tranquilos tiempos de secreto dis-frute social siguieron pronto las tormentas de

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las discusiones y contrariedades públicas, queprodujeron gran agitación en la Corte y en laciudad, incluso, casi podría decirse, algún es-cándalo. Llegó el momento en el que nuestroprimer predicador de la Corte, ese gran enemi-go de la Comunidad de hermanos moravos,tuvo que descubrir, para su santa humillación,que sus mejores y en otras ocasiones más devo-tos oyentes se inclinaban en conjunto del ladode la Comunidad. Se puso enfermo, en los pri-meros momentos perdió toda moderación y acontinuación, incluso aunque hubiera querido,no pudo retroceder. Hubo violentos debates, enlos que por suerte no fui mencionada, puestoque yo sólo era un miembro ocasional de tanodiada Asamblea, y porque nuestro celoso guíano podía prescindir ni de mi padre ni de miamigo en asuntos civiles. Mantuve mi neutra-lidad con tranquilo sosiego, pues me resultabaingrato conversar de tales sensaciones y temasincluso con personas de buena voluntad, siellas no podían aprehender su sentido más pro-

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fundo y sólo permanecían en la superficie. Másaun, me parecía inútil, incluso pernicioso, dis-cutir con adversarios sobre aquello de lo queuno apenas si consigue entenderse con los ami-gos. Pues pronto pude darme cuenta que per-sonas afectuosas y nobles, que en este caso nopodían mantener su corazón libre de aversión yodio, muy pronto se pasaban al bando de lainjusticia y por defender una formalidad exter-na casi destruían lo mejor de su interioridad.

Por mucho que aquel hombre digno hubie-ra sido injusto en este caso, y por mucho que setrató de que me enojara contra él, nunca puderehusarle un cordial respeto. Lo conocía bien,podía ponerme equitativamente en el punto devista desde el cual él consideraba estos asuntos.Nunca había visto a ningún ser humano que notuviera alguna debilidad; sólo que ésta resultamás llamativa en los hombres superiores. Perodeseamos y queremos de una vez por todas queaquellos que son tan privilegiados, no paguentampoco absolutamente ningún tributo, ningún

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impuesto. Yo lo respetaba como a un hombresuperior y confiaba en utilizar la influencia demi tranquila neutralidad, si no para conseguirla paz, sí al menos para lograr una tregua. Nosé lo que tendría que haber hecho; Dios captó elasunto con mayor rapidez y lo acogió en suseno. Todos aquellos que poco antes habíandisputado con él por unas palabras lloraronsobre su féretro. Nadie dudó jamás ni de surectitud ni de su temor de Dios.

Por este tiempo tuve también que dejarmede niñerías, las cuales, debido a estas discusio-nes, se me habían mostrado, en cierta medida,bajo otra luz. Mi tío había llevado a cabo silen-ciosamente sus planes para mi hermana. Lepresentó como novio suyo a un joven de buenaposición y buen capital y la exhibió con un ricoajuar, tal y como cabía esperar de él. Mi padrelo aprobó con alegría. Mi hermana era libre yestaba preparada y cambió con placer de esta-do. La boda se celebró en el castillo del tío, es-taba invitada la familia y los amigos y todos

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acudimos con ánimo festivo.Por vez primera en mi vida me produjo

admiración la entrada en una casa. Había oídohablar con frecuencia del gusto de mi tío, de suarquitecto italiano, de sus colecciones y de subiblioteca. Pero yo comparaba esto con lo queya había visto y me hacía de ello, en mi pen-samiento, una imagen abigarrada. Qué maravi-llada quedé ante la solemne y armónica impre-sión que sentí al entrar en la casa, y que se re-forzó en cada sala y en cada cuarto. Si hastaentonces la pompa y el ornamento sólo mehabían dispersado, aquí me sentía recogida yreconducida a mí misma. En todas las disposi-ciones tomadas con vistas a las celebraciones ylas fiestas, la solemnidad y la dignidad produ-cían también un tranquilo sentimiento, y taninconcebible me resultaba que un solo hombrehubiera podido idear y ordenar todo aquello,como que varios hubieran podido coordinarsepara cooperar en la obtención de un sentido tangrande. Y a pesar de todo ello, el dueño de la

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casa y los suyos parecían tan naturales, que noera posible percibir ni el menor rastro de rigi-dez o de vacuo ceremonial.

El mismo enlace nupcial se celebró inespe-radamente y de una manera entrañable; nossorprendió una excelente música vocal y el sa-cerdote supo dar a la ceremonia toda la solem-nidad de la verdad. Estaba junto a Philo y, envez de felicitarme, me dijo con un profundosuspiro: «Cuando vi a tu hermana dar su mano,fue como si me hubieran regado con agua hir-viendo». «¿Por qué?», le pregunté. «Siempreme sucede lo mismo cuando presencio una có-pula», me replicó. Me reí de él, pero después hetenido que pensar muy a menudo en sus pala-bras.

La alegría de los asistentes, entre los quehabía mucha gente joven, era muy brillante,mientras que todo lo que nos rodeaba era dignoy grave. Los enseres de la casa, la vajilla, el ser-vicio y los centros de mesa estaban conjuntadoscon el todo, y si en otras ocasiones el arquitecto

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y los pasteleros parecen haber ido a la mismaescuela, aquí parecía que el pastelero y el servi-cio de mesa habían aprendido del arquitecto.

Dado que íbamos a pasar juntos varios días,el ingenioso y juicioso dueño de la casa se habíapreocupado de procurar a los presentes diver-sos entretenimientos. No repetí aquí la tristeexperiencia, que tan a menudo he sufrido a lolargo de mi vida, de lo mal que se siente ungrupo de individuos grande y variado, que,abandonado a su suerte, tiene que acudir a lospasatiempos más vulgares y más insípidos, desuerte que son más bien los buenos sujetos quelos malos los que sienten la falta de distracción.

Mi tío había organizado las cosas de formamuy diferente. Había mandado buscar dos otres mariscales, si así puedo llamarlos. Uno deellos tenía que estar al tanto de los placeres dela juventud: inventaba bailes, paseos y peque-ños juegos que quedaban bajo su dirección, ycomo a la gente joven le gusta vivir al aire librey no teme sus efectos, se había puesto a su dis-

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posición el jardín y el gran salón anexo, junto alcual aún se habían construido para este fin al-gunas galerías y pabellones, ciertamente sólode tablones y lonas, pero de tan nobles propor-ciones, que ante ellos sólo se podía pensar enpiedra y mármol.

¡Qué rara es una fête en la que aquel que haconvocado a los huéspedes siente también eldeber de preocuparse de todas las maneras desus necesidades y comodidades!

Para las personas de más edad se habíanpreparado partidas de caza y de juegos, brevespaseos, ocasiones para confiadas y solitariasconversaciones, y aquel que se iba a la camatemprano también estaba seguro de alojarsetotalmente alejado del ruido.

Gracias a este buen orden, el espacio en elque nos encontrábamos parecía un pequeñomundo y, sin embargo, visto más de cerca, elcastillo no era grande, y sin el exacto conoci-miento del mismo y sin el espíritu del dueño dela casa, difícilmente se habría podido alojar a

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tanta gente, ni haber agasajado a todos segúnsu gusto.

Tan agradable nos resulta el espectáculo deun ser humano bien formado, como una orga-nización en la que es perceptible la presencia deun ser racional e inteligente. Entrar en una casaclara y nítida es ya un placer, aunque esté cons-truida y adornada sin gusto, pues nos muestrala presencia, al menos, de una parte de unhombre educado. ¡Qué doblemente agradable,pues, nos será cuando a partir de una viviendahumana nos habla el espíritu de una culturamás elevada, aunque sólo sea sensual!

Todo esto se me hizo evidente con muchaviveza en el castillo de mi tío. Yo había escu-chado y leído mucho sobre arte. El mismo Philoera un gran aficionado a las pinturas y teníauna bella colección; y yo misma también habíadibujado mucho. Pero, por un lado, estaba de-masiado ocupada con mis sensaciones, y sólointentaba aclarar lo único que es necesario; y,por otro, todas las cosas que había visto me

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dispersaban, al igual que los restantes asuntosmundanos. Sin embargo, por vez primera, algoexterior me reconducía a mí misma y, para migran asombro, aprendía la diferencia entre elcanto natural, insuperable, del ruiseñor y unaleluya a cuatro voces salido de gargantashumanas de llenas de sentimiento.

La alegría que me producía esta nueva in-tuición no se la oculté a mi tío, el cual, cuandotodos los demás se retiraban a sus aposentos,acostumbraba a conversar conmigo. Hablabacon gran modestia de aquello que poseía yhabía producido, y con gran seguridad del cri-terio con el que lo había coleccionado y expues-to; y, ciertamente, pude darme cuenta de quehablaba conmigo con la debida precaución,pues, de acuerdo con su viejo estilo, parecíasubordinar lo bueno de lo que creía ser señor ymaestro a aquello que, según mi convicción, eralo justo y lo mejor.

«Si nosotros», dijo en cierta ocasión, «pu-diéramos pensar como posible que el Creador

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del mundo hubiera adoptado la forma de sucriatura y a su modo y manera hubiera estadoun tiempo en el mundo, entonces esta creacióntendría que aparecer ya como infinitamenteperfecta, puesto que el Creador podría unificar-se muy íntimamente con ella. Así pues, en elconcepto de hombre no puede haber contradic-ción alguna con el concepto de divinidad; y sinosotros también sentimos a menudo una ciertadesemejanza y alejamiento frente a ella, justopor ello es tanto más nuestra obligación no mi-rar siempre, como el abogado del espíritu malo,a las flaquezas y debilidades de nuestra natura-leza, sino más bien buscar todas aquellas per-fecciones mediante las cuales podemos ratificarlas pretensiones de nuestra similitud con Dios».

Yo reí y le repliqué: «¡No me humille ustedtanto, querido tío, con la amabilidad de hablaren mi lenguaje!. Lo que usted tiene que decirmees de tanta importancia para mí, que desearíaescucharlo en el lenguaje que le es más propio ya continuación intentaré traducir lo que de él

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no pueda apropiarme del todo».«Proseguiré a mi manera», dijo, «sin cam-

biar de registro. Ciertamente, el mayor méritodel hombre sigue siendo determinar las cir-cunstancias tanto como le sea posible y dejarsedeterminar por ellas lo menos que le sea posi-ble. Todo el ser del mundo reside ante nosotros,al igual que una cantera está delante del arqui-tecto, el cual sólo merece este nombre cuando apartir de esta fortuita masa de naturaleza plas-ma, con la mayor economía, utilidad y solidez,una imagen originaria surgida en su espíritu.Todo lo que está fuera de nosotros es sólo ele-mento, más aun, me atrevo a decir, tambiéntodo lo que está en nosotros. Pero en lo másprofundo de nosotros se encuentra esa fuerzacreadora que nos permite producir aquello quedebe ser, y que no nos deja parar ni descansarhasta que la plasmamos fuera de nosotros o ennosotros, de una u otra manera. Usted, queridasobrina, ha escogido quizá la mejor parte; habuscado hacer coincidir consigo misma y con el

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ser supremo su ser moral, su profunda y amo-rosa naturaleza, pero nosotros, los demás, tam-poco merecemos censura cuando buscamosconocer al hombre sensible en toda su exten-sión y llevarlo activamente a su unidad».

Gracias a estas conversaciones fuimos ga-nando poco a poco en confianza y obtuve de élque me hablara sin condescendencia, comoconsigo mismo. «No crea usted», me dijo mi tío,«que la lisonjeo cuando alabo su forma de pen-sar y de actuar. Admiro al individuo que sabelo que quiere, avanza sin cesar, conoce los me-dios para su fin y sabe agarrarlos y utilizarlos;en qué medida su fin es grande o pequeño,digno de alabanza o de censura: esto sólo lotomo en consideración en un segundo momen-to de la reflexión. Créame usted, querida mía,la mayor parte de las desgracias del mundo yde aquello que se llama mal, surgen simple-mente porque los seres humanos descuidan enexceso el recto conocimiento de sus fines y por-que cuando los conocen no trabajan con ahínco

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y seriedad por ellos. Se me aparecen como in-dividuos que tienen el concepto de que se pue-de y se debe construir una torre y que, sin em-bargo, no emplean en los cimientos más pie-dras y trabajo del que en todo caso se necesitapara construir una cabaña. Si usted, mi queridaamiga, cuya máxima exigencia era alcanzarclaridad a propósito de su naturaleza moralíntima, en lugar de los grandes y audaces sacri-ficios se las hubiera apañado entre su familia,un novio y quizá un esposo, habría vivido enuna eterna contradicción consigo misma y nun-ca habría podido disfrutar ni un instante desosiego».

«Emplea usted», le repliqué, «la palabra sa-crificio y yo he pensado en ocasiones que ofre-cemos en holocausto lo de menos importancia,aunque nos toque el corazón, en aras de unpropósito superior, por así decirlo, como a unadivinidad, al igual que uno conduciría gustosay libremente al altar a un cordero muy queridoen beneficio de la salud de un venerado padre».

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«Sea lo que sea», replicó, «sea el entendi-miento o el sentimiento lo que nos hace entre-gar lo uno a cambio de lo otro, escoger una cosaantes que otra, la decisión y su resultado son,de acuerdo con mi opinión, lo más digno dealabanza que hay en los seres humanos. ¡No sepuede tener al mismo tiempo la mercancía y eldinero!, y les va igual de mal, tanto al que se leantoja la mercancía pero no tiene valor parasacrificar el dinero, como al que se arrepientede la compra cuando tiene la mercancía en lasmanos. Pero me encuentro muy lejos de censu-rar a los seres humanos por esto, pues ellos noson realmente los culpables, sino la enredadasituación en la que se encuentran y en la que nosaben gobernarse. Así, por ejemplo, usted en-contrará por término medio menos hostelerosmalos en el campo que en las ciudades, y en lasciudades pequeñas menos que en las grandes.¿Por qué? El ser humano ha nacido para unaposición limitada, puede discernir fines senci-llos, próximos, determinados, y se habitúa a

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utilizar los medios que, por así decirlo, están asu mano. Pero tan pronto como sale al vastomundo no sabe ni lo que desea ni lo que debe, yes exactamente lo mismo tanto si se dispersaentre la multitud de objetos como si por la ele-vación y dignidad de los mismos se pone fuerade sí. Siempre acaba labrándose su infelicidadcuando se ve inclinado a aspirar a algo con loque no puede unirse mediante una actividadregular de sí mismo».

«Verdaderamente», continuó, «sin celo y se-riedad nada es posible en el mundo y entreaquellos a los que llamamos hombres con for-mación, realmente cabe encontrar muy pocaseriedad. Se ponen manos a la obra al trabajo,aunque más bien habría que decir contra eltrabajo, contra el trabajo y los negocios, contralas artes, incluso contra las distracciones, sólocomo una especie de autodefensa. Se vive comoquien lee un legajo de boletines, sólo para des-embarazarse de ellos. Y a este respecto meacuerdo de aquel joven inglés que visitaba Ro-

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ma y que por la noche contaba muy satisfechoen una tertulia que ese mismo día se había des-pachado seis iglesias y dos galerías. Se deseansaber y conocer muchas cosas, y precisamenteaquello que menos incumbe a uno, y uno no seda cuenta de que el hambre no se calma respi-rando aire. Cuando conozco a una personapregunto de inmediato: ¿en qué se ocupa?,¿cómo y con qué consecuencias?, y con la res-puesta a estas preguntas queda también deci-dido de por vida mi interés por ella».

«Quizá sea usted, querido tío, excesivamen-te estricto, y prive a algunos buenos hombres, alos que podría serles útil, de su auxiliadoramano», le contesté.

«¿Hay que agradecérselo», respondió, «alque tanto tiempo ha trabajado en vano junto aellos y por ellos? ¡Cuánto tiene uno que sopor-tar en la juventud de hombres que creen invi-tarnos a una agradable fiesta cuando prometenllevarnos en compañía de las Danaides o deSísifo! Gracias a Dios, me he desembarazado de

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ellos y cuando por desgracia alguno se acerca ami círculo, intento expulsarlo del modo máscortés: pues precisamente de estas personas seescuchan las más amargas quejas sobre la des-quiciada marcha del comercio mundial, la este-rilidad de las ciencias, la frivolidad de los artis-tas, la vacuidad de los poetas y todo lo que sequiera añadir. No piensan ni por asomo quejustamente ellos mismos, y la muchedumbreque es igual a ellos, no leerían el libro quehubiera sido escrito como ellos lo exigen, que lapoesía auténtica les es ajena y que incluso unabuena obra de arte sólo gracias al prejuicio po-dría obtener su aprobación. Pero no hace faltacontinuar; no es el momento ni de censurar nide quejarse».

Dirigió mi atención a los diversos cuadrosque estaban colgados en la pared; mis ojos sedetuvieron en aquellos cuyo aspecto era atrac-tivo o cuyo objeto era significativo. Dejó pasarun rato y dijo entonces: «Conceda también al-guna atención al genio que ha producido estas

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obras. Los individuos de buen corazón gustanver el dedo de Dios en la naturaleza. ¿Por quéno conceder también alguna atención a la manode sus imitadores?». Me hizo reparar entoncesen algunos cuadros poco vistosos e intentóhacerme comprender que sólo la historia delarte puede ofrecernos el concepto del valor y ladignidad de una obra de arte, que hay que co-nocer primero los fatigosos niveles del meca-nismo y del oficio, en los que los individuoshábiles trabajaron a lo largo de siglos, paracomprender cómo es posible que el genio semueva libre y alegre en esa cumbre cuya meravisión nos produce vértigo.

Desde este punto de vista había reunidouna bella colección y mientras me la enseñabano pude evitar ver aquí, ante mis ojos, una re-presentación alegórica de la educación moral.Cuando le expresé mis pensamientos, me repli-có: «Tiene usted toda la razón, y ello nos per-mite ver que no está bien entregarse a la educa-ción moral en soledad, encerrado en uno mis-

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mo; encontraremos, más bien, que aquel cuyoespíritu se esfuerza por conseguir una culturamoral tiene todos los motivos para educar almismo tiempo su más refinada sensibilidad,para no caer en el peligro de resbalar desde sualtura moral, en tanto que se entrega a la relaja-ción de una fantasía sin reglas y cae en el casode rebajar la dignidad de su más noble natura-leza mediante el disfrute de fruslerías sin gusto,si no en algo peor».

No sospeché que se estuviera refiriendo amí, pero me sentí aludida cuando recordé queentre los salmos que me habían edificado po-dría haber habido mucha banalidad y que, cier-tamente, los cuadritos asociados a mis ideasespirituales difícilmente habrían encontradoindulgencia ante los ojos de mi tío.

Entretanto, Philo se demoraba con frecuen-cia en la biblioteca y a la misma me condujomuchas veces. Me maravillaba la selección y,dentro de ella, la cantidad de libros que había.Estaban reunidos según el criterio que mi tío

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había manifestado en sus conversaciones con-migo, pues casi todos los libros que cabía en-contrar en ella eran de aquellos que nos condu-cen a un conocimiento claro y preciso o nosindican un orden recto y justo; de aquellos, enfin, que o bien nos proporcionan rectos mate-riales o bien nos convencen de la unidad denuestro espíritu.

A lo largo de mi vida yo había leído lo in-decible, y en ciertas materias casi ningún librome era desconocido; así pues, aquí me era tantomás agradable hablar del panorama total yapercibirme de lagunas, allí donde antes sólohabía visto un caos localizado o una extensióninfinita.

Al mismo tiempo, conocimos a un hombretaciturno y muy interesante. Era médico y natu-ralista y más parecía formar parte de los pena-tes de la casa que de sus habitantes. Nos enseñóel gabinete de historia natural, que, al igual quela biblioteca, en armarios de cristal cerradosadornaba las paredes de la habitación y, al

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mismo tiempo, ennoblecía el espacio sin estre-charlo. Me acordé con alegría de mi juventud ymostré a mi padre varios objetos que él, antaño,había llevado al lecho enfermo de su hija, quepor aquel entonces apenas si había visto elmundo. En esta ocasión, el médico disimuló tanpoco como en ulteriores conversaciones queestaba muy próximo a mí en lo que hace a sen-timientos religiosos, y alabó extraordinaria-mente a mi tío por su tolerancia y por su valo-ración de aquello que mostraba y fomentaba elvalor y la unidad de la naturaleza humana; cier-tamente, él reclamaba lo mismo de todas lasdemás personas, y nada acostumbraba a con-denar o rehuir tanto como la oscuridad indivi-dual y la estulticia exclusivista.

Desde la boda de mi hermana mi tío des-bordaba alegría, y en distintas ocasiones hablóconmigo sobre aquello que pensaba hacer porella y por sus hijos. Poseía muchas propieda-des, que él mismo administraba, y que espera-ba traspasar a sus sobrinos en el mejor estado.

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A propósito de la pequeña propiedad en la quenos encontrábamos parecía abrigar ideas pecu-liares: «Sólo se la cederé», decía, «a una personaque sepa conocer, valorar y disfrutar lo quecontiene, y que comprenda los muchos moti-vos, particularmente en Alemania, que unhombre rico y distinguido tiene para erigir algomodélico».

La mayor parte de los invitados ya se habíaido marchando poco a poco; nos disponíamosnosotros a despedirnos y creíamos haber vividola última escena de las festividades cuando nossorprendió de nuevo con la deferencia de pro-porcionarnos un digno esparcimiento. Nohabíamos podido ocultarle la fascinación quesentimos cuando en la ceremonia nupcial de mihermana escuchamos un coro de voces huma-nas sin ningún tipo de acompañamiento ins-trumental. Le sugerimos con bastante claridadque nos volviera a proporcionar tal placer, peroél pareció no darse cuenta de ello. Qué sor-prendidos quedamos entonces cuando una tar-

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de nos dijo: «Los jóvenes y fugaces amigos noshan abandonado; la misma pareja nupcial tieneun aspecto más serio que hace unos días y se-pararnos en un momento tal, puesto que quizánunca volveremos a vernos o, al menos, nosveremos de otra forma, nos hace sentir un esta-do de ánimo solemne que no puedo alimentarde forma más noble que con una música cuyarepetición ustedes parecían desear».

Hizo entonces que el coro, que entretanto sehabía reforzado y había ensayado en secreto,cantara para nosotros a cuatro y ocho voces, locual, debo decirlo, nos hizo paladear anticipa-damente el sabor de la beatitud. Hasta ese mo-mento sólo conocía esos cánticos piadosos conlos que las buenas almas, a menudo con roncasgargantas, como los pajarillos del bosque, creenalabar a Dios, porque se producen a sí mismasuna agradable sensación; conocía también lainsubstancial música de los conciertos, en laque en todo caso nos maravilla el talento de laejecución, pero que raras veces nos proporciona

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un placer aunque sea pasajero. Pero ahora per-cibía una música surgida a partir del más pro-fundo sentimiento de las más excelentes natu-ralezas humanas, que mediante determinados yentrenados órganos volvía a hablar, en armóni-ca unidad, al más profundo y mejor sentimien-to de los seres humanos y que realmente hacíasentir con toda viveza, en ese instante, su seme-janza con Dios. Todos eran cánticos latinos es-pirituales, que refulgían como joyas en el anillode oro de una sociedad mundana y civilizada, yque a mí, sin las exigencias de la así llamadaedificación, me elevaban de la forma más espi-ritual y me hacían feliz.

A nuestra partida todos fuimos obsequia-dos de la forma más noble. A mí me entrego lacruz de la Orden de mi canonjía, mucho másbellamente trabajada y esmaltada de lo que seacostumbra a ver. Colgaba de un gran brillante,con el que al mismo tiempo se sujetaba a la cin-ta, y que mi tío consideraba la piedra más noblede una colección de historia natural.

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Mi hermana se retiró junto con su marido asus posesiones; todos los demás regresamos anuestros hogares y parecía, en lo que se refierea nuestras circunstancias exteriores, quehabíamos regresado a una vida totalmente vul-gar. Habíamos sido arrojados a la lisa y llanatierra desde un castillo de hadas y de nuevoteníamos que conducirnos y arreglárnoslas anuestra manera.

Las extraordinarias experiencias que habíarealizado en aquel nuevo círculo me habíandejado una bella impresión; sin embargo, noquedó largo tiempo en toda su vivacidad, apesar de que mi tío buscaba mantenerla y reno-varla enviándome de tiempo en tiempo susmejores y más elegantes obras de arte, que yo,cuando las había disfrutado suficiente tiempo,volvía a cambiarlas por otras.

Estaba demasiado acostumbrada a ocupar-me conmigo misma, a poner en orden los asun-tos de mi corazón y de mi ánimo y a conversarde ello con personas de inclinaciones parecidas,

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como para poder considerar con atención unaobra de arte sin regresar pronto a mí misma.Estaba acostumbrada a contemplar un cuadro oun grabado como si fueran las letras de un li-bro; ciertamente, una bella impresión tipográfi-ca agrada, ¿pero quién tomará un libro en susmanos por la tipografía? De este modo, unarepresentación plástica también tenía que de-cirme algo, enseñarme, conmoverme, mejo-rarme. Y dijera lo que dijera mi tío en las cartasen las que explicaba sus obras de arte, en mítodo quedaba como antaño.

Pero más aun que mi propia naturaleza,fueron circunstancias externas, transformacio-nes en mi familia, las que me alejaron de estasconsideraciones y durante un tiempo incluso demí misma; tuve que sufrir y actuar más de loque mis débiles fuerzas parecían soportar.

Mi hermana soltera había sido hasta esemomento mi brazo derecho; sana, fuerte e in-descriptiblemente bondadosa, había echadosobre sus hombros todo el peso de la casa,

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mientras que yo me ocupaba del cuidado per-sonal de nuestro anciano padre. Cayó enfermade un catarro, que acabó convirtiéndose en unapulmonía y a las tres semanas yacía en el ataúd;su muerte me produjo heridas cuyas cicatricesni tan siquiera ahora me resulta agradable con-templar.

Caí enferma en cama antes de que la hubie-ran enterrado; los antiguos males de mi pechoparecían volver a despertarse, tosía violenta-mente y estaba tan afónica que no podía hablaren voz alta.

El espanto y la congoja hicieron que mihermana casada abortara. Mi anciano padretemía perder a la vez a sus hijas y sus esperan-zas de descendencia. Sus justas lágrimas au-mentaban mi desolación. Supliqué a Dios queme diera una salud pasable y le pedí que meprorrogara la vida tan sólo hasta la muerte demi padre. Me restablecí y quedé bien a mi ma-nera y pude cumplir de nuevo con mis deberes,si bien sólo de una manera escasa.

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Mi hermana volvió a quedar en estado debuena esperanza. Me hizo participe de ciertaspreocupaciones que en tales casos les son con-fiadas a las madres; no era totalmente feliz consu marido, lo cual debía quedar oculto a mipadre. Tuve que actuar como árbitro y pudehacerlo tanto más cuanto que mi cuñado teníaconfianza en mí y ambos eran realmente bue-nas personas, sólo que, en lugar de disculparseel uno al otro, discutían mutuamente y, por lamisma avidez de vivir en completa armonía,nunca se ponían de acuerdo. Aprendí, pues, aacometer con celo los asuntos del mundo y aponer en práctica aquello que hasta el momentosólo había cantado.

Mi hermana dio a luz un hijo. Las indispo-siciones de mi padre no le impidieron viajarpara conocerlo. Al ver al niño se puso increí-blemente contento y feliz, y en el bautizo mepareció, contra su forma de ser, como extasia-do, casi me atrevería a decir: como un geniocon dos caras. Con una de ellas miraba conten-

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to hacia delante, hacia aquellas regiones a lasque esperaba arribar pronto; y con la otra haciala nueva vida terrenal, llena de esperanzas, quehabía surgido en el niño que provenía de él. Enel camino de regreso no se cansaba de hablarmedel niño, de su figura, su salud y su deseo deque pudieran cultivarse felizmente las disposi-ciones de este nuevo ciudadano del mundo. Susreflexiones a este respecto continuaron cuandollegamos a casa, y sólo después de algunos díasse le declaró una especie de fiebre, que se mani-festaba después de comer, sin escalofríos, me-diante un calor algo fatigante. Sin embargo, nose acostó, salió en coche a la mañana siguientey cumplió fielmente sus deberes oficiales, hastaque finalmente unos síntomas persistentes ygraves se lo impidieron.

Nunca olvidaré la tranquilidad de ánimo, laclaridad y la precisión con las que con el mayororden se ocupó de los asuntos de su casa y delas disposiciones de su sepelio, como si se trata-ra de cuestiones que incumbieran a otro.

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Con una alegría que nunca le había sidopropia y que crecía hasta llegar a ser una vivajovialidad me dijo: «¿Dónde ha ido a parar esetemor a la muerte que otras veces he sentidocon tanta fuerza? ¿Debo tener miedo a morir?Tengo un Dios misericordioso, la tumba nodespierta en mí ningún horror, tengo una vidaeterna».

Evocar las circunstancias de su muerte, quetuvo lugar poco después, es en mi soledad unode mis entretenimientos más agradables y na-die me hará renegar de afirmar que aquí semanifestaban los efectos visibles de una fuerzamás elevada.

La muerte de mi querido padre transformóla forma de vida que había llevado hasta enton-ces. De la más estricta obediencia, de las másseveras limitaciones, pasé a la mayor libertad, yla disfrutaba como si se tratara de un manjardel que se ha estado privado largo tiempo. An-tes, raras veces estaba fuera de casa dos horas;ahora, apenas si pasaba un día en mi cuarto.

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Mis amigos, a los que antes sólo podía visitarintermitentemente, deseaban disfrutar de mitrato constante, así como yo del suyo. A menu-do era invitada a comer; vinieron también pa-seos en coche y pequeños viajes de placer, y yonunca me quedaba a la zaga. Pero cuando reco-rrí todo el círculo, me di cuenta de que la ines-timable dicha de la libertad no consiste en hacertodo lo que se puede y a lo que las circunstan-cias nos invitan, sino en hacer sin obstáculos niimpedimentos y por el recto camino aquelloque se considera justo y pertinente; y yo erasuficientemente mayor para, en este caso, llegara esta bella convicción sin pagar precio algunopor el aprendizaje.

A lo que no pude negarme, tan pronto co-mo me fue posible, fue a reanudar y a anudarmás firmemente el trato con los miembros de laComunidad de hermanos moravos; me apresu-ré a visitar una de sus organizaciones máspróximas: pero tampoco aquí encontré lo queme había imaginado. Era suficientemente since-

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ra para expresar mi opinión, e intentaron incul-carme de nuevo que esta organización no eranada en comparación con una comunidad regu-larmente establecida. Lo acepté como bueno,pero de acuerdo con mi convicción el espírituverdadero puede entreverse tan bien en unaentidad pequeña como en una grande.

Uno de sus obispos, que estaba presente yera discípulo directo del conde, se ocupó mu-cho de mí; hablaba inglés perfectamente y co-mo yo también lo entendía un poco, él pensóque se trataba de una señal de hermandad. Pe-ro yo no lo pensaba en absoluto; su trato no megustaba ni lo más mínimo. Era un cuchillero,nativo de Moravia, y su manera de pensar nopodía ocultar su origen artesanal. Me entendíamejor con el señor de L*, que había sido co-mandante al servicio de Francia; pero nunca mesentí capaz de aquella subordinación que élmostraba frente a sus superiores. Más aun,cuando veía a la mujer del comandante y aotras señoras más o menos distinguidas besar

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la mano del obispo, era como si me dieran unabofetada. Entretanto, se convino hacer un viajea Holanda, que, para mi suerte, nunca se llevó acabo.

Mi hermana dio a luz una hija y ahora eranuestro turno, de las mujeres, de estar satisfe-chas y pensar cómo educarla para que algúndía llegara a ser como nosotras. Mi cuñado, sinembargo, quedó muy disgustado cuando al añosiguiente volvió a nacer una niña; él, dadas susgrandes propiedades, deseaba verse rodeadode muchachos que algún día pudieran ayudarleen su administración.

Dada mi débil salud me mantenía tranquilay mantenía un cierto equilibrio gracias a unrégimen de vida sosegado; no temía a la muer-te, incluso, deseaba morir, pero sentía callada-mente que Dios me daba tiempo para investi-gar mi alma y llevarla cada vez más cerca de Él.En las muchas noches insomnes sentí algo queno soy capaz de describir con claridad.

Era como cuando mi alma pensaba sin la

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compañía del cuerpo; mi alma veía al mismocuerpo como si se tratara de un ser ajeno a ella,como se contempla, por ejemplo, un vestido.Me presentaba con extraordinaria vivacidadtiempos y sucesos pasados y a partir de ellossentía lo que en el futuro iba a suceder. Todosestos tiempos han quedado atrás; lo que sigatambién pasará: el cuerpo se desgarrará comoun vestido, pero Yo, el bien conocido Yo, Yosoy.

A dejarme llevar lo menos posible por estossentimientos grandes, sublimes y consoladores,me enseñó un noble amigo, cada vez más estre-chamente unido conmigo. Se trataba del médi-co que había conocido en casa de mi tío y quese había informado muy bien acerca de la cons-titución de mi cuerpo y de mi espíritu. Me mos-tró lo mucho que esas sensaciones, cuando lasalimentamos en nosotros independientementede objetos externos, nos ahuecan en cierta me-dida y socavan el fundamento de nuestra exis-tencia. «Mantenerse activo», decía, «es la pri-

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mera determinación del ser humano, y todosaquellos tiempos intermedios en los que se veobligado a descansar debe emplearlos en ad-quirir un conocimiento claro de las cosas exte-riores, que luego facilitará todavía más su acti-vidad».

Como mi amigo conocía mi costumbre decontemplar mi propio cuerpo como un objetoexterno, y como sabía que yo conocía bastantebien mi constitución, mis males y los remediosmédicos, y que realmente, debido a los incesan-tes padecimientos propios y ajenos, me habíaconvertido en medio médica, condujo mi aten-ción desde el conocimiento del cuerpo humanoy de las plantas medicinales a los restantes ob-jetos vecinos de la creación y me llevó como enrededor del paraíso y sólo finalmente, si se mepermite seguir con mi metáfora, me dejó vis-lumbrar, desde la lejanía, al creador paseandopor el jardín al fresco de la noche.

¡Con qué placer veía entonces a Dios en lanaturaleza, pues ya lo portaba con una certeza

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semejante en el corazón! ¡Qué interesante meresultaba la obra de sus manos y qué agradeci-da le estaba por haberme querido dar vida conel soplo de su boca!

Mi hermana estaba de nuevo embarazada yesperábamos que diera a luz ese muchacho quemi cuñado deseaba tan ardientemente y cuyonacimiento, desgraciadamente, no pudo pre-senciar. El buen hombre murió de las conse-cuencias de una desgraciada caída del caballo ymi hermana lo siguió después de haber dado almundo un bello muchacho. Sólo con tristezapodía mirar a los cuatro niños que había deja-do. Y si tantas personas sanas habían fallecidoantes que yo, la enferma, ¿no habría de vercaer, quizá, algunas de estas flores llenas deesperanzas? Conocía suficientemente al mundopara saber rodeado de cuántos peligros creceun niño, particularmente en las clases altas, yme parecía que desde los tiempos de mi juven-tud éstos no habían hecho sino aumentar. Sen-tía que yo, debido a mi debilidad, poco o nada

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podía hacer por los niños; y, así, tanto másoportuna me pareció la decisión de mi tío, que,naturalmente, surgía de su forma de pensar, deemplear toda su atención en la educación deestas gentiles criaturas. Y ciertamente se lo me-recían desde todos los puntos de vista: estabanbien formados y, a pesar de las grandes dife-rencias que había entre ellos, todos prometíanllegar a ser personas buenas y juiciosas.

Desde que mi buen médico me había hechoreparar en ello me gustaba fijarme en los pare-cidos de familia entre los niños y sus parientes.Mi padre había conservado cuidadosamente losretratos de sus antepasados, había hecho quemaestros pasables lo retrataran a él y a sushijos, y tampoco mi madre y sus parienteshabían sido olvidados. Conocíamos con exacti-tud los caracteres de toda la familia, y como loshabíamos comparado a menudo, volvíamosahora a buscar en los niños las similitudes in-ternas y externas. El hijo mayor de mi hermanaparecía asemejarse a su abuelo por parte pater-

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na, del que había expuesto un retrato juvenil,muy bien pintado, en la colección de nuestrotío. El niño, al igual que su abuelo, que siemprese había distinguido por ser un bravo oficial, denada gustaba tanto como de las armas, de lasque siempre se ocupaba tan pronto como mevisitaba. Pues mi padre tenía una armería muybella y el pequeño no descansó hasta que leregalé un par de pistolas y un fusil de caza ylogró aprender cómo montar un gatillo alemán.Por lo demás, ni en sus acciones ni en su modoser era rudo, sino más bien dulce y juicioso.

La hija mayor se había ganado todo mi afec-to, y bien pudiera ser porque se me parecía yporque era la que más me trataba de entre loscuatro. Pero puedo decir que cuanto más laobservaba, mientras crecía, tanto más me aver-gonzaba, y no podía contemplar a la niña sinadmiración, casi me atrevería a decir: sin vene-ración. No era fácil ver una figura más noble,un ánimo más sereno y una actividad másconstante, que no se limitaba a ningún objeto

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concreto. En ningún momento de su vida esta-ba desocupada y en sus manos cualquier asun-to se convertía en una actividad digna. Todoparecía darle igual con tal de poder hacer loque había que hacer y en el momento en el quehabía que hacerlo, e igualmente podía estarsetranquila, sin impaciencia, cuando no encon-traba nada que hacer. Esta actividad sin nece-sidad de una ocupación no he vuelto a verla enla vida. Inimitable fue desde su juventud suentrega a los necesitados y a los indigentes.Concedo gustosa que nunca tuve el talento deconvertir la caridad en una ocupación. No eramezquina con los pobres, y, ciertamente, te-niendo en cuenta mis posibilidades, a menudoles daba demasiado, pero en cierto modo sólolo hacía por redimirme, y para que alguien seganara mi atención tenía que serme muypróximo. Exactamente lo contrario alabo en misobrina. Nunca le vi dar dinero a un pobre, y loque obtenía de mí para este fin siempre lotransformaba en medio para satisfacer la si-

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guiente necesidad. Nunca me parecía tan gentilcomo cuando me desvalijaba mis armarios devestidos y de ropa blanca; siempre encontrabaalgo que no me ponía o no necesitaba, y su ma-yor felicidad consistía en recoser estas cosasviejas y acomodárselas a algún niño andrajoso.

El carácter de su hermana era muy diferen-te; tenía mucho de su madre, desde muy prontoprometía ser muy grácil y bella, y parecía que-rer cumplir su promesa. Se ocupaba mucho desu aspecto externo y desde tiempos muy tem-pranos sabía arreglarse y vestirse de un modoque entraba por los ojos. Aun recuerdo con quéembeleso, siendo todavía una niña pequeña, semiró en el espejo cuando le puse alrededor delcuello las bellas perlas que mi madre me habíadejado y que ella había encontrado por casuali-dad.

Cuando reflexionaba sobre estas diversasinclinaciones, me resultaba agradable pensarcómo, después de mi muerte, se repartiríanentre ellos mis pertenencias, que así volverían a

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la vida. Volvía a ver las escopetas de caza de mipadre recorrer los campos a hombros de misobrino y haciendo caer de nuevo perdices ensu morral de caza; veía todo mi guardarropasalir de la iglesia en el día de su ConfirmaciónPascual, límpidamente acomodado a una pe-queña muchacha y a una virtuosa muchachaburguesa adornada con mis mejores telas en eldía de su boda, pues Natalia sentía una pecu-liar inclinación a pertrechar a tales niños y amuchachas pobres y honradas, a pesar de queella, debo decirlo aquí, en modo alguno dejabaentrever ningún tipo de amor ni, si puedo de-cirlo así, necesidad alguna de apego a un servisible o invisible, tal y como se había mostradotan vivamente en mi juventud.

Así pues, cuando pensaba que la más joven,exactamente el mismo día, luciría mis perlas yjoyas en la Corte, veía con tranquilidad misposesiones, al igual que mi cuerpo, reintegra-das a los elementos.

Los niños han crecido y para mi alegría son

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criaturas sanas, bellas y honradas. Soporto conpaciencia que mi tío los mantenga alejados demí y los veo raras veces, incluso cuando se en-cuentran en las proximidades o incluso en lamisma ciudad.

Un varón admirable, al que se tiene por sa-cerdote francés, sin que se sepa con seguridadcuál es su origen, se encarga de vigilar a losniños, que se educan en distintos lugares y es-tán de pupilos tan pronto aquí como allá.

Al principio no podía ver ningún plan enesta educación, hasta que finalmente mi médicome lo descubrió: mi tío se había dejado conven-cer por el abate de que si se desea hacer algopor la educación de los seres humanos, hay quever a dónde apuntan sus inclinaciones y deseos;a continuación, hay que ponerlos en la situa-ción de satisfacer tan pronto como sea posibleaquéllas y de alcanzar éstos tan pronto comosea posible, para que el ser humano, si se haequivocado, sea consciente lo antes posible desu error, y si ha encontrado lo que le conviene,

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tanto más diligentemente se atenga a ello y tan-to más aplicadamente continúe formándose.Deseo que este peculiar intento se vea coronadopor el éxito; quizá sea posible con naturalezastan buenas.

Pero lo que no puedo aprobar en estos edu-cadores es que intenten alejar de los niñosaquello que pudiera conducirles al trato conellos mismos y con el amigo invisible, el únicofiel. Sí, a menudo me enoja con mi tío el hechode que justamente por ello me considere peli-grosa para los niños. ¡En la práctica nadie estolerante! Pues aunque asegure que dejará debuen grado seguir a cada cual según manera yforma de ser, busca sin embargo excluir de latarea a aquellos que no piensan como él.

Esta forma de alejar a los niños de mí meentristece tanto más cuanto más estoy conven-cida de la realidad de mi fe. Y si en la prácticase muestra tan eficaz, ¿por qué no ha de tenerun origen divino, un objeto real? Si, en efecto,alcanzamos certeza de nuestra propia exis-

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tencia por medio de la práctica, ¿por qué nohemos de convencernos por el mismo caminode la existencia de aquel ser que nos tiende lamano para todo lo bueno?

Que siempre vaya hacia delante, nuncahacia atrás, que mis acciones se asemejen cadavez más a la idea que me he hecho de la perfec-ción, que diariamente sienta una mayor facili-dad para hacer lo que considero justo, inclusodada la debilidad de mi cuerpo, que tantas co-sas me prohibe, ¿cabe explicarse todas estascosas a partir de la naturaleza humana, de cuyaperversión he podido percatarme tan profun-damente? Para mí, definitivamente no. Apenassi me acuerdo de un mandamiento, nada se meaparece bajo la forma de una ley; me guía unimpulso y siempre me conduce rectamente.Sigo con libertad mis sentimientos y desconoz-co tanto las restricciones como el arrepenti-miento. Gracias a Dios reconozco a quiénadeudo esta felicidad y sé que sólo debo pensaren estos privilegios con humildad. Pues nunca

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correré el peligro de estar orgullosa ni de mipoder ni de mis capacidades, puesto que tanclaramente he llegado a saber qué atrocidadespueden producirse y alimentarse en cualquierpecho humano, si una fuerza más elevada nonos protege.