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Johann Wolfgang von Goethe, Poesía y Verdad. En: –, Obras completas. Trad. de Rafael Cansinos-Assens. 7 vols. Madrid: Aguilar/Santillana, 2003, vol. V, pp. 210-212 (libro VIII). Harto prolija resulta ya, en verdad; la exposición de lo que por aquella época me afectaba, movía y ocupaba; pe- ro debo, no obstante, insistir nuevamente sobre aquel in- terés que las cosas suprasensibles me inspiraran y mi propósito de formarme de una vez para siempre, en cuan- to fuere posible, una idea de ellas. Gran influjo ejerció sobre mí en este respecto un importante libro que hubo de caer en mis manos, y que no fue otro que la Historia de la Iglesia y de las herejías, de Arnold. No es este un his- toriador que simplemente se limite a reflejar los hechos, sino que es, al mismo tiempo, piadoso y sensible. Sus ideas concuerdan mucho con las mías, y lo que más pla- cer me produjo de toda su obra fue el poderme formar una idea más ventajosa de más de un hereje que hasta allí pareciérame un loco o un ateo. El espíritu de la contra- dicción y el gusto por la paradoja los llevamos todos den- tro. Yo estudiaba con aplicación todas las distintas opi- niones, y habiendo oído decir más de una vez que, al fin y a la postre, cada hombre tenía su religión particular, en- contré naturalísimo el que yo también pudiera tener la mía, y así lo hice con mucha frescura. En la base de todo estaba el neoplatonismo; aportaban también su contribu- ción el hermetismo, la mística y la cábala, y de esa suerte edifiquéme un mundo que resultaba bastante peregrino. No me costaba trabajo alguno imaginarme una Divi- nidad que, desde la eternidad acá, hubiérase producido a sí misma; pero como producción no puede pensarse sin multiplicidad, por fuerza había de aparecer enseguida como una segunda Persona, que nosotros reconocemos con el nombre del Hijo; estos dos debían continuar luego el acto de creación, y al punto aparecía un tercero, que era desde entonces tan vivo y eterno como el todo. Con esto cerrábase el ciclo de la Divinidad, y a Ellos mismos habíales sido imposible producir nuevamente otra perso- na enteramente igual a ellos. Pero como el impulso pro- ductor continuaba, creaban una cuarta persona, pero que ya llevaba dentro de sí una contradicción, pues era incon- dicionada como ellos; pero al mismo tiempo tenía que es- tar contenida en ellos y por ellos limitada. Era esta cuarta persona Lucifer, al cual se le transfería desde entonces todo el poder creador, y del que debía emanar ya toda la demás existencia. Inmediatamente demostraba su activi- dad infinita creando a los ángeles, todos a semejanza su- ya, libres pero en él contenidos y por él limitados. De semejante gloria circuido, olvidóse Lucifer de su superior origen, y creyó encontrar1o en sí mismo; y de esta in- gratitud primera derivóse cuanto no nos parece compagi- narse con los designios de Dios. Cuanto más se con- centraba en sí mismo, tanto peor debía pasarlo, lo mismo que todos aquellos espíritus en los que coartaba la dulce elevación a su origen. Y de esa suerte se produjo lo que llamamos caída de los ángeles. Parte de ellos concentróse con Lucifer; los otros tornaron nuevamente a su origen. De esta concentración de la creación entera, pues había salido de Lucifer y le debía seguir, derivábase cuanto percibimos baja la forma de 1a materia, lo que concebi- mos como pesado, sólido y oscuro; pero que procedien- do, como procede, si no inmediatamente, cuando menos por afiliación, de la divina esencia, resulta tan incondi- cionalmente poderoso y eterno como el padre y los abue- los. Pero todo aquel desastre, si lo debemos llamar tal, prodújose por culpa de la dirección unilateral de Lucifer; faltóle ciertamente a esa creación la mejor mitad, pues todo lo que se gana por la concentración, la posee; pero, en cambio, carece de cuanto puede obtenerse mediante la expansión, y así habríase consumido ella sola la crea- ción entera, por efecto de la concentración incesante, aniquilándose juntamente con su padre Lucifer y podido perder todas sus pretensiones a una eternidad igual a la de Dios. Presenciaron ese estado algún tiempo los elohim, y hubieron de elegir entre aguardar a aquellos eones, en los que de nuevo se hubiera purificado el campo, quedándoles espacio para una creación nueva, o intervenir en la presente y suplir su deficiencia, según su infinitud. Optaron por lo último, y en un instante suplie- ron con su simple voluntad toda la deficiencia a que el éxito de Lucifer diera principio. Confirieron al ser infi- nito la facultad de extenderse, de moverse hacia ellos; volvió a restablecerse el verdadero pulso de la vida y ni el propio Lucifer pudo sustraerse a esa acción. Esa fue la época en que se produjo aquello que conocemos como luz, y en que comenzó aquello otro que solemos desig- nar con el nombre de creación. Ahora bien: por mucho que ésta, por efecto de la fuerza vital, siempre operante, de los elohim, se fuese gradualmente diversificando, fal- taba, sin embargo, todavía una esencia que fuere capaz de restablecer la primitiva unión con la Divinidad, y así fue creado el hombre, que había de ser semejante, mejor dicho, idéntico a Dios; pero que también, por ello mis- mo, había de encontrarse en el caso de Lucifer, siendo a un tiempo mismo libre y limitado, y como esta contra- dicción había de manifestarse en él a través de todas las categorías de la existencia y de acompañar a sus estados una conciencia perfecta, así como también una resuelta voluntad, era de prever por anticipado que tendría que ser la criatura más perfecta y la más imperfecta, la más feliz y la más desdichada de todas las criaturas. No tardó mucho tiempo en representar exactamente el mismo pa- pel que Lucifer. El retraimiento respecto al bienhechor es la verdadera ingratitud, y así fue inminente aquella segunda caída, aunque toda la creación no sea ni haya sido otra cosa que un caer y un tornar a lo primitivo. Fácilmente se ve cómo la salvación no sólo estaba decidida desde la eternidad, sino que se la pensaba como forzosamente eterna; mejor dicho, que debía renovarse siempre a lo largo de todo el tiempo del devenir y del ser. Nada más natural en este sentido sino que el propio Dios tomase figura de hombre, que ya se hubiera aperci- bido a adoptar una envoltura y que compartiera por un tiempo la suerte del hombre, al objeto de, mediante este asemejamiento, acrecentar lo apetecible y mitigar lo do- loroso. La historia de todas las religiones y filosofías nos enseña que esa gran verdad, imprescindible para el hombre, ha sido transmitida por diversas naciones, en épocas diversas, de múltiples maneras, y envuelta en ra- ras fábulas y cuadros, culpa de la limitación; en una pa- labra con sólo reconocer que nos hallamos en un estado que, aunque parezca rebajarse y oprimirnos, nos brinda la ocasión y hasta nos impone el deber de elevarnos y cumplir de ese modo los designios de Dios, de suerte que, mientras de una parte, vémonos obligados a ensi- mismarnos [sich verselbsten], no dejemos, de otra, de desensimismarnos [entselbstigen] en pulsaciones regula- res.

GOETHE - Poesía y Verdad

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GOETHE - Poesía y Verdad

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  • Johann Wolfgang von Goethe, Poesa y Verdad. En: , Obras completas. Trad. de Rafael Cansinos-Assens. 7 vols. Madrid: Aguilar/Santillana, 2003, vol. V, pp. 210-212 (libro VIII). Harto prolija resulta ya, en verdad; la exposicin de lo que por aquella poca me afectaba, mova y ocupaba; pe-ro debo, no obstante, insistir nuevamente sobre aquel in-ters que las cosas suprasensibles me inspiraran y mi propsito de formarme de una vez para siempre, en cuan-to fuere posible, una idea de ellas. Gran influjo ejerci sobre m en este respecto un importante libro que hubo de caer en mis manos, y que no fue otro que la Historia de la Iglesia y de las herejas, de Arnold. No es este un his-toriador que simplemente se limite a reflejar los hechos, sino que es, al mismo tiempo, piadoso y sensible. Sus ideas concuerdan mucho con las mas, y lo que ms pla-cer me produjo de toda su obra fue el poderme formar una idea ms ventajosa de ms de un hereje que hasta all parecirame un loco o un ateo. El espritu de la contra-diccin y el gusto por la paradoja los llevamos todos den-tro. Yo estudiaba con aplicacin todas las distintas opi-niones, y habiendo odo decir ms de una vez que, al fin y a la postre, cada hombre tena su religin particular, en-contr naturalsimo el que yo tambin pudiera tener la ma, y as lo hice con mucha frescura. En la base de todo estaba el neoplatonismo; aportaban tambin su contribu-cin el hermetismo, la mstica y la cbala, y de esa suerte edifiqume un mundo que resultaba bastante peregrino.

    No me costaba trabajo alguno imaginarme una Divi-nidad que, desde la eternidad ac, hubirase producido a s misma; pero como produccin no puede pensarse sin multiplicidad, por fuerza haba de aparecer enseguida como una segunda Persona, que nosotros reconocemos con el nombre del Hijo; estos dos deban continuar luego el acto de creacin, y al punto apareca un tercero, que era desde entonces tan vivo y eterno como el todo. Con esto cerrbase el ciclo de la Divinidad, y a Ellos mismos habales sido imposible producir nuevamente otra perso-na enteramente igual a ellos. Pero como el impulso pro-ductor continuaba, creaban una cuarta persona, pero que ya llevaba dentro de s una contradiccin, pues era incon-dicionada como ellos; pero al mismo tiempo tena que es-tar contenida en ellos y por ellos limitada. Era esta cuarta persona Lucifer, al cual se le transfera desde entonces todo el poder creador, y del que deba emanar ya toda la dems existencia. Inmediatamente demostraba su activi-dad infinita creando a los ngeles, todos a semejanza su-ya, libres pero en l contenidos y por l limitados. De semejante gloria circuido, olvidse Lucifer de su superior origen, y crey encontrar1o en s mismo; y de esta in-gratitud primera derivse cuanto no nos parece compagi-narse con los designios de Dios. Cuanto ms se con-centraba en s mismo, tanto peor deba pasarlo, lo mismo que todos aquellos espritus en los que coartaba la dulce elevacin a su origen. Y de esa suerte se produjo lo que llamamos cada de los ngeles. Parte de ellos concentrse con Lucifer; los otros tornaron nuevamente a su origen. De esta concentracin de la creacin entera, pues haba salido de Lucifer y le deba seguir, derivbase cuanto percibimos baja la forma de 1a materia, lo que concebi-mos como pesado, slido y oscuro; pero que procedien-do, como procede, si no inmediatamente, cuando menos por afiliacin, de la divina esencia, resulta tan incondi-cionalmente poderoso y eterno como el padre y los abue-los. Pero todo aquel desastre, si lo debemos llamar tal, prodjose por culpa de la direccin unilateral de Lucifer; faltle ciertamente a esa creacin la mejor mitad, pues todo lo que se gana por la concentracin, la posee; pero,

    en cambio, carece de cuanto puede obtenerse mediante la expansin, y as habrase consumido ella sola la crea-cin entera, por efecto de la concentracin incesante, aniquilndose juntamente con su padre Lucifer y podido perder todas sus pretensiones a una eternidad igual a la de Dios. Presenciaron ese estado algn tiempo los elohim, y hubieron de elegir entre aguardar a aquellos eones, en los que de nuevo se hubiera purificado el campo, quedndoles espacio para una creacin nueva, o intervenir en la presente y suplir su deficiencia, segn su infinitud. Optaron por lo ltimo, y en un instante suplie-ron con su simple voluntad toda la deficiencia a que el xito de Lucifer diera principio. Confirieron al ser infi-nito la facultad de extenderse, de moverse hacia ellos; volvi a restablecerse el verdadero pulso de la vida y ni el propio Lucifer pudo sustraerse a esa accin. Esa fue la poca en que se produjo aquello que conocemos como luz, y en que comenz aquello otro que solemos desig-nar con el nombre de creacin. Ahora bien: por mucho que sta, por efecto de la fuerza vital, siempre operante, de los elohim, se fuese gradualmente diversificando, fal-taba, sin embargo, todava una esencia que fuere capaz de restablecer la primitiva unin con la Divinidad, y as fue creado el hombre, que haba de ser semejante, mejor dicho, idntico a Dios; pero que tambin, por ello mis-mo, haba de encontrarse en el caso de Lucifer, siendo a un tiempo mismo libre y limitado, y como esta contra-diccin haba de manifestarse en l a travs de todas las categoras de la existencia y de acompaar a sus estados una conciencia perfecta, as como tambin una resuelta voluntad, era de prever por anticipado que tendra que ser la criatura ms perfecta y la ms imperfecta, la ms feliz y la ms desdichada de todas las criaturas. No tard mucho tiempo en representar exactamente el mismo pa-pel que Lucifer. El retraimiento respecto al bienhechor es la verdadera ingratitud, y as fue inminente aquella segunda cada, aunque toda la creacin no sea ni haya sido otra cosa que un caer y un tornar a lo primitivo.

    Fcilmente se ve cmo la salvacin no slo estaba decidida desde la eternidad, sino que se la pensaba como forzosamente eterna; mejor dicho, que deba renovarse siempre a lo largo de todo el tiempo del devenir y del ser. Nada ms natural en este sentido sino que el propio Dios tomase figura de hombre, que ya se hubiera aperci-bido a adoptar una envoltura y que compartiera por un tiempo la suerte del hombre, al objeto de, mediante este asemejamiento, acrecentar lo apetecible y mitigar lo do-loroso. La historia de todas las religiones y filosofas nos ensea que esa gran verdad, imprescindible para el hombre, ha sido transmitida por diversas naciones, en pocas diversas, de mltiples maneras, y envuelta en ra-ras fbulas y cuadros, culpa de la limitacin; en una pa-labra con slo reconocer que nos hallamos en un estado que, aunque parezca rebajarse y oprimirnos, nos brinda la ocasin y hasta nos impone el deber de elevarnos y cumplir de ese modo los designios de Dios, de suerte que, mientras de una parte, vmonos obligados a ensi-mismarnos [sich verselbsten], no dejemos, de otra, de desensimismarnos [entselbstigen] en pulsaciones regula-res.