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Daniel es argentino, tienen más de cuarenta años y vive en estado de movilización permanente. Es un abogado que no ejerce su profesión, un judío que perdió su religión, un argentino que vive en el destierro. Daniel es el corredor. Corre para escribir, escribe para olvidar y olvida para sobrevivir. Hijo menor de un importante representante de la comunidad judía en Argentina y una mujer adicta al alcohol y las pastillas, vivió su infancia y juventud en un hogar inestable, donde el amor y la violencia se manifestaban con igual intensidad y de manera aleatoria. Y, viviendo como un integrante más de esa caótica familia: la enfermedad, sea locura, adicción, alzhéimer, cáncer o ambición.Por eso, ahora, en el pantano en el que se refugió para forjarse un futuro mejor, y nuevamente parado en un territorio inestable, lucha con su pasado e intenta construir un presente. Pero para Daniel las cosas no son tan sencillas. Nada le es gratis en este mundo. Cree que hay una culpa que él está pagando, aunque no sepa ni entienda cuál fue el error, ni si hubo o no un pecado que la originase. Pero de algo sí está seguro, aunque tal vez nunca llegue a descifrarlo. Para él algo pasó, algo tiene que haber pasado, para que su familia explotara en mil pedazos. Y, mientras reflexiona, escribe. Cuando entrena –nada, corre o hace spinning– escribe; en la oficina, esperando al inspector, escribe; en sus ratos libres, escribe; aún cuando cree que no hace nada, él escribe. Prueba de ello son estas más de 300 páginas que nos cuentan, de forma fragmentada, en fotogramas o postales, su historia. Su pasado de pesadilla, su presente en stand by.El caso Steimberg es una historia para recomponer.

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LA MALA SANGRE

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Gabriel Goldberg

LA MALA SANGRE

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Goldberg, GabrielLa mala sangre. - 1a ed. - Buenos Aires : Interzona Editora, 2014.368 p. ; 21x13 cm.

ISBN 978-987-1920-84-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. TítuloCDD A863

Gabriel Goldberg, 2014

interZona editora, 2014Pasaje Rivarola 115(1015) Buenos Aires, [email protected]

Coordinación: Victoria VillalbaDiseño de maqueta: Gustavo J. IbarraComposición de interior: Hugo PérezComposición de tapa: Victoria VillalbaFotografía de tapa: Shutter Stock

ISBN 978-987-1920-84-6

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y es-crito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

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A mi adorada madre y a mis amados hermanos,

gracias a quienes este libro ha sido posible.

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Advertencia:

cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué?

—¿Y entonces, qué hay que hacer?

—…

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1La taquicardia me retumba sorda en la yugular.

Hace eco sobre el lado izquierdo de mi pecho. Un frío seco, he-

lado, corre lento hasta la punta de mi nariz. Empiezo a disfrutar. El

hormigueo en las mucosas se impone, vence a esa molesta aprensión

que me mantenía tensionados los dedos de las manos y de los pies.

Miro hacia la ventana. El cielo está más que azul; las nubes blancas

lo vuelven perfecto. Si esto fuera la muerte, la elegiría así, dulce y

viciosa. Y este sería el cielo al que me entregaría el día de mi partida.

Un hilo de saliva me cae desde el labio adormecido. Sonrío por la

sensación. Suelto toda la espalda contra el respaldo y me dejo abrazar

por esas nubes esponjosas que vienen a mi encuentro. Justo cuando

me voy elevando, descubro a la luna que, disimulada por los restos

de luz, aparece en uno de los ángulos de la ventana. Está llena, como

ayer, cuando a punto de sumergirme en el agua tibia, la alcancé a ver

reflejada sobre la superficie turquesa de la piscina.

2 Sesiones tortuosas e interminables.

Así es la historia con mis dientes. Como un cáncer crónico. Todo

se remonta a los trece años. Más exactamente, al comenzar los prepa-

rativos para la celebración de mi Bar Mitzvá. Decía mi madre que yo

debía estar más que espléndido para la fiesta y, como no le gustaba

ni la forma ni el color de mis dientes, dio la orden para que me los

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reconstruyeran en la clínica odontológica que mi papá le había rega-

lado. Debí someterme a largas y dolorosas sesiones, en las cuales me

hacían varios tratamientos de conducto al mismo tiempo, de manera

de quitarles vitalidad a mis piezas dentarias. Los odontólogos asigna-

dos a mi caso debían turnarse para cubrir los extensos horarios. Per-

foraban, escarbaban, capturaban y extirpaban uno a uno los filamen-

tos nerviosos que llegaban hasta las raíces. El nombre de esa práctica

dio lugar a un equívoco de mi parte, ya que entendí que me la hacían

como consecuencia de supuestos problemas serios en mi conducta

social y familiar. Una tarde, regresando de la clínica, reventado de

dolor y de cansancio, torpe y con los labios todavía dormidos, le far-

fullé a mi madre, por qué no me dejaba ser un chico normal, con los

dientes como los tenía. Ella no estuvo de acuerdo y me lo hizo saber

con un cachetazo. Luego, me miró fijo, se acercó hasta que sus pesta-

ñas tocaron mis mejillas y con una sonrisa me dijo que yo no entendía

nada, que en unos meses ya sería un hombrecito y que debía estar

espléndido, que la consigna era ser mejor que una familia normal.

Luego, una vez que los especialistas anularon la sensibilidad de mi

dentadura, pasaron días enteros tallando mis muelas y dientes; por

último, y después de muchas pruebas y contrapruebas para satisfacer

los gustos exigentes de mi madre, me colocaron esas porcelanas que a

ella tanto la deleitaban. Pero antes debí quedarme encerrado en casa

sin poder ver a nadie, pues mis dientes eran pequeños postes de den-

tina y metal sin ningún tipo de presentación estética provisoria. Por

ellos falté al colegio durante más de dos meses, y perdí la regularidad

escolar. Para no repetir el año, en cuanto terminó la fiesta, en la que

estrené mi flamante sonrisa vistiendo un frac de terciopelo azul, tuve

que estudiar día y noche para rendir exámenes de todas las materias

ante un tribunal examinador.

Pero la peor parte fue, sin duda, la del dolor: no importaba cuántas

ampollas me inyectaran, no me hacían efecto. Años más tarde, descu-

brí que la clínica de mi madre compraba lidocaína vencida o rebajada

con agua destilada.

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3Había comenzado a levantar temperatura.

Sospechaba que debía haber algún problema con los implantes

que sostienen el puente. Ojalá hubieran estado flojos los tornillos,

porque entonces sólo se hubiera tratado de ajustarlos. Igualmente no

me hice demasiadas ilusiones; eso hubiera explicado la movilidad y el

mal gusto en la boca, pero no el intenso malestar, mucho menos la fie-

bre. Era como si me estuvieran pellizcando el hueso. También podría

haberme engañado con una gripe pasajera, pero tenía casi la certeza

de que había un proceso infeccioso calando bien hondo en mi maxilar

inferior. El mecánico de bicicletas con aires de entrenador olímpico,

venía insistiendo con su preocupación: las infecciones en la boca pue-

den ser letales para los corredores de larga distancia. Me explicó que

el corazón debe trabajar exigido para enviar mucho volumen de san-

gre a los músculos y, al estar tan cerca del foco infeccioso, el proceso

puede terminar en una peligrosa miocarditis. Por eso y más que nada

por el dolor, me hice revisar por un odontólogo general. Me sacó una

panorámica y una buena cantidad de placas comunes. Como parece

ser habitual, no se molestó en darme un diagnóstico concreto, pero, al

menos, me recetó antibióticos y arregló él mismo desde su consulto-

rio una cita urgente con un cirujano maxilofacial: el doctor McClane,

según él, de lo mejor que puedo encontrar en estas latitudes.

4Son las dos y cinco de la tarde.

Hipnotizado por la impaciencia, miro fijo el reloj que cuelga de

una de las paredes del consultorio. El sillón está demasiado horizon-

tal; tensando el vientre y haciendo extraños malabares con las pier-

nas trato de permanecer lo más erguido posible. Cerca del reloj se

despliega un ventanal. Afuera hay un sol enceguecedor. Parece que el

tiempo mejora, hoy amaneció más tibio, y tal vez ya no regresen los

frentes fríos. En dos semanas comienza la primavera. Este invierno

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fue demasiado largo, incluso para los que vivimos en este pantano.

Una asistente de uniforme rosado apenas me pide permiso y, sin

sonreír ni saludar, me levanta los brazos uno por vez y me cubre con

una sábana descartable verde clarito, la cual me tapa por completo

desde el cuello hasta debajo de las rodillas. La asistente tiene una

cabellera exuberante, pelirroja, llena de rulos pequeños. Su cara revo-

cada de blanco, los ojos delineados con un violeta exagerado. Luego,

abre y cierra histéricamente varios cajones hasta encontrar lo que

busca; lo acomoda dentro de una de las bandejitas llenas de instru-

mentos de metal. Espío de reojo, alcanzo a ver una jeringa y varias

hojas de bisturí. Sonrío buscando su complicidad, pero ella esquiva

mi mirada. Algún comentario me ayudaría a relajarme. La noto tensa.

No puedo controlar mi compulsión y le miro directo a la entrepierna.

La imagino totalmente depilada. Llena un vasito con agua y le agrega

un chorrito de Listerine turquesa. Tiene las manos marchitas, los de-

dos largos y flacos, el esmalte de las uñas saltado, las cutículas arran-

cadas. Sabe que la miro. Deja el vaso sobre la bandeja alta que está a

mi costado; mirando a lo lejos por la ventana, me avisa que el doctor

estará conmigo en cualquier momento. Creo que sale del consultorio,

pero cuando volteo a mirar para asegurarme de que me he quedé

solo, la veo cruzada de brazos, estudiándose los dedos de una mano,

con la cintura apoyada sobre la mesada del consultorio. Respiro hon-

do y exhalo de manera exagerada. Me siento incómodo. Relajo los

músculos del abdomen y me dejo caer hasta casi recostarme. Escucho

pisadas de goma que se aproximan por el corredor. Giro la cabeza

hacia la asistente. De inmediato, descruza los brazos y se acomoda

el pelo. Se aleja del mueble sobre el que se apoyaba y se para ergui-

da, con los pies paralelos y las rodillas pegadas, casi una cadeta en

posición de saludo militar. Los pasos que se acercan ahora entran al

consultorio. Me incorporo sobre el sillón forzando mis abdominales.

Viene hacia mí un tipo grandote con ropa verde de cirugía, se quita

el barbijo y con una sonrisa de película, que brilla estratégica en los

colmillos, me extiende la mano derecha.

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—Mucho gusto, soy el doctor McClane, el cirujano.

Le estrecho la mano y me presento. Con voz de comandante de un

cuerpo de ingenieros, le pide mis placas a la pelirroja. Sumisa, ella le

alcanza un sobre manila. McClane debe estar en los sesenta, tiene la

piel bronceada y el aspecto de disfrutar de un muy buen pasar.

—Estoy perfectamente al tanto de su caso, esta mañana hablé un

largo rato con el odontólogo general —me dice, mientras con atención

observa la placa panorámica contra la luz que entra por la ventana. Y

agrega—: No va a ser fácil, vamos a intentar entrar por arriba, perfo-

rando el puente justo donde sospecho que están los tornillos, pero no

tengo idea de con qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos aba-

jo. Lástima que estemos a ciegas, no hay manera de rastrear la cabeza

de esos tornillos; son de los viejos, de cuando todavía no les ponían

marcadores. Pero no se preocupe, el primer implante lo coloqué en el

año 67, cuando estuve en Vietnam con el cuerpo de cirujanos de la ma-

rina. Ahora mi hijo hace lo mismo, pero en otro infierno: Irak —una

mueca mezcla de orgullo y espanto lo hace callar por un instante—.

Hace catorce meses lo despacharon para la recaptura de Fallujah.

Frunzo la frente y lo miro extrañado. Al ver mi expresión, McClane

continúa:

—Sí, operábamos todo lo que estuviera por arriba del cuello. Los

muchachos venían despedazados y había que hacer lo que se pudiera.

Pero respecto a su caso…, todas las semanas tengo que lidiar con este

tipo de implantes. Se usaron hace muchos años, les ponían un poco de

teflón para darles flexibilidad. Después descubrieron que los postes

se partían adentro del implante, justo a la altura del tramo de plástico.

McClane le devuelve las placas a la asistente, me mira atento y

sonríe mientras se frota las manos. Yo no digo nada.

—A ver, déjeme que lo revise. Por favor, recuéstese y abra bien gran-

de la boca —McClane se me acerca, se coloca los guantes de látex y

enciende la luz halógena. Con una mano me agarra el mentón y con la

otra mueve el puente que sostiene apenas entre dos dedos. Siento un

dolor agudo y forcejeo tratando de retirar la cara. Maldice y murmura

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algo casi sin separar los labios. Retira los dedos de mi boca y hace una

seña pidiendo que apaguen la lámpara. Rezonga y se aleja de la butaca

para poder hablarme—. Lamentablemente es peor de lo que me ima-

ginaba y el protocolo cambia; la zona está toda infectada, voy a tener

que operarlo de inmediato. Necesito su consentimiento en algunos

papeles adicionales. Si no logro dar con los tornillos, tendré que volar

el puente por completo y cortar la encía para retirar los implantes;

deberemos trabajar dentro del hueso.

Un frío me recorre la espalda. Lo miro y asiento con la cabeza. No

esperaba un diagnóstico mejor.

—¿Va a preferir que le demos un sedante inyectable? —me pregunta.

McClane habla un inglés tan cerrado que a duras penas logro en-

tenderle. Digo que no con la cabeza. Entra al consultorio otra asisten-

te. Me sonríe dulcemente. Tiene los dientes blancos y la piel de la cara

color chocolate. Me alcanza unos formularios y un bolígrafo, me pide

que por favor firme donde vea mis iniciales. Me habla en español, es

amable. Le pregunto de dónde es y me cuenta que de Puerto Rico.

Le entrego los papeles firmados y le confirmo que no quiero ningún

sedante endovenoso. Me dice que me quede tranquilo, que ella va a

estar presente durante la cirugía. La asistente pelirroja entra con el

carro de paro y sale del consultorio preparando más instrumentos.

Antes había colgado algunas bolsitas con soluciones parenterales.

Ahora estaciona un tubo de oxígeno a mi lado. Me río por adentro; da

gracia el teatro que montan.

—Todo listo, vamos a comenzar —dice McClane con voz firme, mi-

rando a las instrumentadoras, que asienten con sus caras protegidas

detrás de máscaras transparentes.

Yo me acomodo en el sillón y trato de relajar las piernas. Abro la

boca lo más grande que puedo. McClane pide luz y succión perma-

nente. Luego abre una mano a la altura de mis ojos y la puertorrique-

ña le calza una jeringa. La precisión fue quirúrgica, hasta se escuchó

un golpe seco. Veo la aguja avanzando dentro de mi boca. Me pongo

bizco por el esfuerzo. La puertorriqueña me agarra una mano. El co-

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razón se larga a galopar. Respiro hondo por la nariz y cierro los ojos.

McClane pide que abra más grande. Hago lo que me dice, sé que vie-

ne la maldita troncular, la que se clava en el fondo de la boca justo en

la articulación. Aprieto fuerte los dedos de los pies y me preparo para

la patada eléctrica. Ni más ni menos, la sensación de meter la lengua

en un enchufe. Abro bien grandes los ojos, cierro las manos con todas

mis fuerzas. Trato de no respirar para permanecer inmóvil. Ahora

me separa el labio para entrar en el piso de la boca y luego pincha

en las dos caras de las encías que rodean el puente. Forcejea con la

jeringa para que entre más anestesia. Los tejidos se resisten, rechazan

el líquido que llega, amargo, hasta mi garganta. Los capilares están

saturados.

—Okay —dice McClane, mientras retira la jeringa y la deja caer

sobre una bandeja de acero—, con esto será suficiente.

Los ojos se me mojan de dolor e impotencia. La puertorriqueña me

pregunta si estoy bien. Digo que sí con la cabeza, pero evito su mira-

da. Estoy indignado. Siento el ardor de los pinchazos. Con la certeza

de un comando, McClane aplastó la rebelión.

5La clausura de la tragedia.

El efecto fue maravilloso. Me olvidé de Brad, el coach de natación,

y de sus instrucciones; me perdí nadando en el borde entre el día y la

noche, como ahora, que floto en el límite de la vigilia y la anestesia.

Creo escuchar la voz sintetizada de la puertorriqueña, que me dice

que ellos se retirarán por unos minutos hasta que la anestesia me

tome del todo. Levanto una mano prestando consentimiento y, por el

rabillo del ojo, veo que McClane y sus asistentes salen del consulto-

rio. Me dejan solo.

No podés hacer nada para evitarlo; tu presión sigue bajando y vos

te seguís elevando, al igual que el ascensor en el que van subiendo

ellos. Quisieras no reconocerlos, pero sabés que son tus hermanos

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mayores, Analía y Sergio. Quisieras decirles que se detengan, pero no

te escuchan. Tu voz no sale de la garganta, o si sale, sólo alcanza a ser

un suspiro imperceptible. Visten de negro y se observan en el espejo.

Ella fuma un cigarrillo y se alisa las patas de gallo. Él acomoda un ala

del sombrero y se estudia las entradas de la frente. Lleva puesto un

traje hecho a medida, con chaleco de cuatro botones y zapatos abo-

tinados. Ella usa botas altas hasta las rodillas, pantalón de montar y

una polera de lana que le marca el cuello. En la pantalla del ascensor

parpadea el número 20 al costado de una flecha que apunta hacia

arriba. Sólo faltan diez pisos. Sergio saca de uno de los bolsillos un

frasco anaranjado de medicamentos, lo abre, vacía tres o cuatro pasti-

llas sobre la mano y, de un sólo golpe, se las hecha dentro de la boca.

Con las pupilas dilatadas, mira fijamente al espejo para enseguida

cabecear hacia atrás y tragar con el envión. Analía observa el visor de

números rojos y al ver que indica el número 35, aplasta el resto del

cigarrillo contra el cartel de prohibido fumar. El cubículo comienza a

frenar y una voz de locutora de FM anuncia el arribo al piso 37. Las

puertas de acero se abren. Salen del ascensor. Caminan uno al lado

del otro por el amplio palier. Con pasos largos, y levantando exage-

radamente los talones, se mueven con la convicción y la seguridad de

un frente de liberación. Avanzan como dos vengadores y se detienen

delante de las puertas blindadas. Una pareja de poseídos hermana-

dos por el odio y el resentimiento.

Analía presiona el botón del intercom un par de veces y carraspea.

Él golpetea ansiosamente los tacos de sus zapatos entre sí. Se miran

en silencio. Él le hace una seña y ella vuelve a tocar el timbre, esta vez

de manera insistente. Creés escuchar pasos que se acercan del otro

lado de la puerta. Ahora Analía se impacienta, y sin pedir aprobación,

golpea la puerta con los nudillos. Escuchás entonces el inconfundible

alarido histérico de tu madre que por el parlante del intercom les

ordena que se retiren de su casa. Tu hermana insiste, esta vez descar-

gando patadas y golpes de puños contra las dos hojas de la puerta.

Y grita:

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—¡Abrinos, hija de puta!

Sergio ve que la situación comienza a descontrolarse. Le pide que

lo deje a él. Mira al piso de mármol, toma aire, y grita con voz ame-

nazante:

—¡Mamá, dejanos entrar a verlo o esta vez te vas a arrepentir por el

resto de tus días! —Y vuelve a esperar. En el intercom se escucha que

mi madre le contesta, su voz es más calma, pero con la dicción traba-

da por los efectos de la mezcla de alcohol y psicotrópicos:

—Váyanse, les digo, le están haciendo mucho daño, así lo van a

terminar matando —su voz se desvanece al terminar la frase.

En cuanto escuchás la frase de tu madre, sentís un cortocircuito en

la sensibilidad; sospechás que el rumor del arma sea cierto. Temés

que cometa otra locura, ahogada en tanta desesperación. Sergio se

aleja de la puerta y, volviendo sobre sus pasos, se apoya contra una

de las paredes del palier. Mira el reloj y mete la mano en el bolsillo

interior del saco. Abre el teléfono celular y sus dedos se desplazan

rápidamente sobre el teclado.

—Mandá a todo el mundo arriba; que suban con el equipo completo

—ordena secamente. Sergio corta la comunicación y vacía en su boca

lo que queda del frasco anaranjado. Analía enciende otro cigarrillo.

McClane te habla, pero casi no lo escuchás. Retirás la vista de la

ventana y lo mirás desorientado. Todo se ve más pálido y sin contras-

tes. Los sonidos te llegan chatos, sin nitidez. No hay colores. Sólo ves

los cráteres en su nariz, luego los surcos profundos y gruesos que le

nacen a los costados de la boca. Él te pregunta gesticulando exagera-

damente, se toca el labio y luego hace lo mismo con el tuyo. Ignorás

sus dedos, pero entendés que quiere saber si ya sentís toda la zona

dormida. Y no lo sabés o no te importa y por eso le contestás con un

“no” ausente, moviendo tímidamente la cabeza de lado a lado, ya que

lo único que querés es más anestesia. Porque querés seguir subiendo

y estar allí, exactamente donde no pudiste estar seis años atrás. Que-

rés poder contar con McClane y luchar para evitar lo que le sucederá

a tus padres. Sentís bronca por la necedad, más por la tuya que por

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la de ningún otro. Lo único que podés hacer es observar, repetir la

parálisis de tus sueños; podés mirar, pero no hacer.

Alcanzás a ver la mano de McClane que tiembla levemente al empu-

jar con vehemencia el émbolo de otra jeringa que hunde en tus encías.

Esta vez no espera a que la anestesia te haga efecto. Pide una fresa de

diamante a estrenar, la coloca en el cabezal de la turbina, y comienza a

perforar la porcelana del puente. El polvo que vuela y la vibración del

metal al que ya ha llegado McClane se confunden con la mecha que

se abre paso por la capa de laca y que comienza a encontrar severa

resistencia en el acero de la puerta blindada, que intentan franquear los

hombres que responden a las órdenes de tus hermanos mayores. Tan-

to McClane como el operador del taladro deben cambiar varias veces

las puntas de sus equipos para vencer la tenacidad de los materiales a

los que se enfrentan. Vos sabés bien que están por entrar, que ya casi

no quedan focos de resistencia. La cerradura de la puerta del piso 37

queda liberada y cuando tu hermano la abre de una patada, vos saltás

asustado en el sillón. McClane derriba el último tramo del puente que

cubría tu encía; pide una herramienta que inserta en la pieza implanta-

da y luego de un chasquido comienza a desatornillar la parte superior.

El poste parece girar en falso. Todo se mueve en bloque. McClane hace

palanca dentro del hueso. Te estremecés de dolor, él rezonga y decide

administrarte la intraósea sin advertirte siquiera. Te clava una aguja lar-

guísima hasta el corazón del hueso y ejerciendo toda su fuerza descarga

el líquido de una ampolla completa hasta que el tejido te cruje en el

esternón. Ya no sentís más nada, sabés que están entrando. Se colocan

máscaras antigases y arrojan granadas que al revotar contra el suelo

largan densas humaredas verdes y amarillas. Vos tosés atragantado con

tu sangre. McClane da instrucciones para que despejen el área y man-

tengan limpia la herida. Tu hermano da la orden a los camilleros para

que inmovilicen a tu madre y se la lleven de inmediato.

Te cuesta reconocerte, llorás por dentro, gemís, estás paralizado.

Tu madre sale corriendo mientras se ahoga en sus arcadas e intenta

arrancarse la piel del rostro. Cae rendida sobre la alfombra golpeando

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el suelo con impotencia. Se encoje sobre un costado y vomita. Gime

a carcajadas que la quiebran en espasmos. Grita. Ves que tu hermano

esconde en un bolsillo algo que le arrancó de las manos. A pocos me-

tros de tu madre los haces de las linternas dejan ver de manera inter-

mitente a tu padre sentado en su escritorio, solo, con una manguera

de oxígeno que le silba sobre los orificios de la nariz. Mira ausente

hacia los libros de su enorme biblioteca, con los ojos empapados, los

pómulos pálidos y consumidos.

Y todos entran, y sospechás que se inicia la clausura —absurda,

irracional— de la tragedia de los Steimberg.

6Che.

¿Vos sos el que se fue hasta Boston por un día porque no creías lo

que habías escuchado por teléfono? Fue cuando llamaste a Harvard

para saber si te habían aceptado, siempre han sido los últimos en

responder. Necesitabas ese dato para decidir entre los que te habían

admitido. Cuando llamaste, lo hiciste más como un ritual, ya que es-

tabas seguro de que no te aceptarían. Guildenstern se había encar-

gado de convencerte de ello. Pero llamaste, y a pesar de que creiste

escuchar mal, sí, te habían aceptado. Lo primero que hiciste después

de preguntarle varias veces a la mujer de vocecita finita y refinada si

había entendido bien tu pregunta, fue gritar como un sacado y correr

por toda la casa de arriba abajo, alternando gritos con puteadas des-

aforadas; era el gol que te hacía ganar el mundial al desempatar en el

minuto noventa. La señora que trabajaba en tu casa se asustó, pensó

lo peor y telefoneó a Lucía para contarle. Luego llamaste a Guildens-

tern para decirle que lamentablemente no ibas a poder ir a Columbia

o a NYU, su universidad preferida y recomendada, en la que él ense-

ñaba. Te preguntó con curiosidad el porqué, y le contestaste orgulloso

con esa voz tan tuya, tan despreocupada, tan irónica: “Lamentable-

mente, Tomás, me han aceptado en Harvard Law School.”

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7La invención de la memoria.

La invención del pasado, la invención de la historia. Son inventos

perfectos para que la culpa, el reproche y la melancolía puedan con-

trolar nuestras vidas. Qué mejor para alguien que vive con culpa. Qué

mejor para alguien que tiene parentesco con el Alzheimer, en cuyo

universo no existen ni la memoria, ni el pasado, ni la historia.

Qué pasaría si jugáramos con ese universo y lo lleváramos a un

mundo sin la existencia de la idea del futuro, porque sin futuro tam-

poco habría pasado. ¿Cómo serían nuestras vidas? ¡La culpa perdería

sentido!

8Fue profanada la tumba de mi padre.

Recibí unas fotos horrendas. Esas imágenes lo evidencian. El már-

mol de la cabecera partido al medio y su foto tachada por la svástica

roja que le pintaron con aerosol. Mis fantasmas siempre terminan

siendo reales; lo que no se sabe es cuándo pegarán el zarpazo.

9De eso se trataba el Alzheimer en su caso personal.

De tantas trompadas que recibió en la cabeza, mi viejo terminó

knock out.

10Soy un enano anormal.

Y eso que no vieron mi lengua geográfica. Todos me miran con

desprecio. Todos son más altos que yo. Tengo panza y zapatillas de

color rojo. Las valijas son tres veces más grandes que yo... (Supongo

que me refiero a las Samsonite con las que viajo.)

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11Hacía años que no la veía.

Pienso en la cantidad de veces que soñé con ella y con las cosas que

soñé: que la extrañaba, que la necesitaba; también con sus episodios

terribles. Ahora la miro, está igual, pero cambiada. Más grande, pero

no todavía una anciana. No puedo decirle que la quiero. No me sale.

No me emociono. Está enfrente de mí. Me mira. (Supongo que me

refiero a mi madre.)

12Es pleno verano en Buenos Aires.

Las cigarras chillan. O chicharras, no sé. No es la foto, es el gemido

de las cigarras. En cuanto las oí, me transporté al colegio judío al que

fui desde muy chico, y a las angustias en ese country tan lejos de mi

casa. Las idas y venidas, los cambios de humor y de ver el mundo

según, en silencio, escuchaba a las cigarras. Un viernes de tarde era

optimista y todo lo podía. Un lunes de mañana, desde el banco en el

aula y con espasmos en la panza, todo me daba miedo y desconfianza

13La sensación de estar solo en Buenos Aires.

La ciudad que siento extraña, que ya no es mía. Sin nadie a quien

llamar, sin nadie con quien compartir un cafecito. Yo sin familia, sin

hermanos, sin abuela.

14Charla de la mesa de al lado en el bar.

Son médicos, de mi misma edad. Uno de ellos dice que se va a vivir

a Estados Unidos, y el otro —divorciado, con novia y que corre en

una motocicleta BMW, cuyo casco lo espera en la silla de al lado— no

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lo entiende, no comprende cómo le funciona el cerebro para llegar

a tomar una decisión así. El que se va no sabe cómo justificarse, es

inseguro, se parece a mí. Dice tener hijos, ser cagón, y que por eso

no anda en moto. Pero añade que como los chicos tienen seis y ocho

años, entonces todavía está a tiempo de ir y volver.

El de la moto se parece a Agustín, el marido de Pilar, una de las

hermanas de Lucía. El otro soy yo, justificándome con el mundo ente-

ro. No puede sostener su idea, su decisión. No me gustó verme desde

afuera, me pareció patético, me incitaba a la violencia contra ese tipo,

contra mí mismo. El loop, la repelencia que genero hacia los otros.

15La cobardía moral.

Es un término que usan los lacanianos. Con eso quieren denomi-

nar la renuncia al deseo. En mi caso vendría a explicar lo que siento

como una bruta depresión de la que, sin éxito, trato de escapar desde

que regresé de Buenos Aires.

En la sesión con Restrepo —mi actual psicoanalista y con el que

estoy construyendo una relación terapéutica desde hace ya más de un

par de años—, nombré este fenómeno como la renuncia al derecho.

Es, sin duda, un fallido que en mí retumba con un eco especial, sobre

todo, porque deseo y derecho no me suenan en términos amistosos

sino espantosamente disonantes. Es un mambo del que no lograré

liberarme hasta que no le encuentre algún sentido.

Cuando cometí el fallido, rápidamente miré la cara de Restrepo y

pude percibir su sonrisa al descubrir cómo este acto cambiaba el tono

de mi cara. Odio darle gusto. A él, a mí mismo, a mi otro yo.

Mientras tanto, intentaré escribir.

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16Ordenas obsesivamente los objetos.

No pueden faltar, en lo que escribas, tus rituales obsesivos. Desde

bien chico te acompañan, vos lo sabés, como cuando a la noche revi-

sabas una y otra vez si el velador estaba bien enchufado, hasta que

una de las patitas de cobre te pateaba. Y, sí, qué querés, tu hermano

se meaba de la risa de vos.

17Último día en Buenos Aires, últimas horas.

Estuve evitando aquel momento durante varios días, tanto que lo

dejé para el final. No tenía ganas de hacer ese llamado, mucho me-

nos de ir a la reunión, pero sabía que nunca me perdonaría el no

haber aprovechado esa oportunidad. No me pregunten exactamente

el porqué. Así lo sentía. Creo que la idea de una audiencia cara a

cara con alguien como el embajador, después de lo que hicieron mis

hermanos con mis padres, me sugería un quiebre, un evento o hito

desde donde algo debía cambiar o tal vez terminar para siempre, que

es lo que más me dio vueltas en este viaje. El embajador era la única

persona con capacidad para decidir sobre la repatriación del dinero

depositado en los bancos de Israel. Y hacerlo en este viaje era la única

manera de llegar antes que mis hermanos mayores, de lo contrario se

fumarían nuestra última esperanza. Nada de perdón ni de amnistía,

todo lo contrario, pero poniéndole fin a esta historia. Al menos como

viene dándose en mi vida: una especie de renuncia. O tal vez no una

especie, sino, toda una renuncia. Y no puedo negar que esto agota mi

energía libre, lo siento como un sobrepeso imposible de seguir car-

gando. Cualquier imbécil diría que ando deprimido. Cortemos ya con

los rótulos sin sentido. Por eso trato de seguir escribiendo.

La cuestión es que marqué más de una vez el teléfono de la resi-

dencia donde está internada mi madre. Siempre equivocaba algún

número y debía volver a llamar. Si el trámite ya era pesado, yo lo

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hacía más engorroso todavía. Al final escuché el tono de llamado y

la grabación de rutina. A pesar de los años, nunca me he aprendido

el número de interno, así que tuve que esperar por la operadora, a

quien le pedí por mi madre usando su apellido de soltera. Con de-

masiada amabilidad que no es la de costumbre, la mujer me dijo que

me comunicaría de inmediato. Mi madre tardaba en atender. La voz

de la operadora volvió a sonar, me pidió que por favor esperara, que

la estaba tratando de localizar. Finalmente, ella atendió. Me dijo algo

que quise no entender. Sentí que me quemaba la boca del estómago.

Sentí el olor a pintura fresca que me rompía la cabeza cada vez que

comenzaban las clases. La ventana estaba abierta, las chicharras ge-

mían hasta reventar. Atravesé ráfagas de momentos, de sensaciones.

Me mordí los labios con rabia y, sabiendo que era sobre llovido mo-

jado, le respondí:

—Mamá, soy yo —sospeché, pero no quise saberlo, y por eso volví

a insistir y ella también hizo lo mismo. Cuando terminé de repetirle:

“Mamá, soy yo” y le agregué un amable: “¿Cómo estás?”, me pegó un

sopapo con la lengua, como tantas otras veces, impunemente.

—¡¿Qué querés, para qué mierda me llamás?! —ese fue su saludo, esa

fue su recompensa. Me contuve y le insistí con otras fórmulas de sa-

ludos cordiales, impostando una calma que no sentía en ningún poro.

—Mamá, ¿qué te pasa?, te llamo para que vayamos juntos a la reu-

nión —le dije yo comiéndome los mocos y terminando de tragar otro

sapo crudo.

—¡Qué reunión ni qué reunión! —me contestó ella con tono grave y

extraviado, arrastrando todas y cada una de las erres—. ¡Vos ya no sos

mi hijo! —gritó histéricamente.

—Pero, mamá, ¿qué pasa? ¿Te acordás que vine al país porque me

pediste que te acompañara a esta reunión?

—¡Vos sos la misma mierda que todos los demás! —la escuché la-

drar a modo de introducción para seguir con una catarata de insultos

y maldiciones que me sonaban familiares, pero que ingenuamente

había creído enterrados en el pasado.