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Cuando Jesús proclamaba por los caminos de Palestina: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando Convertios y creed en el evangelio» (Me 1, 15), no se dirigía a los incrédulos y a los que ignoraban I DÍOt llamándolos para que se convirtiesen en devotos de una nueva religión. Invitaba a los creyentes en el único Dios, a los íntimos de la Palabra y a los practicantes de la I ay, I que se arriesgasen a realizar la segunda conversión. I sl;i misma llamada nos la dirige hoy Jesús a lodos los cristianos que pasamos por la experiencia de la depresión religiosa, algunos de cuyos síntomas son: el senl rulo de fracaso, el cansancio físico, el desfallecimiento moial v el hastío de la vida, la soledad en la crisis espi i i l nal Como Job, el hijo perdido y encontrado, y los monjes del desierto, también nosotros necesitamos «descuide i al lugar del corazón», donde podemos encontramos con nosotros mismos tal como somos, para haca ll lw i lis hacia la segunda conversión, dejando que Dios sea I tioi Para ello es preciso contar con la mirada benévola de olía persona que nos escuche positivamente. De ahí la urgencia de que en la Iglesia se creen lugares donde ll Palabra se dé y se reciba libremente. Porque «un cristiano, hoy, no es interesante y útil más que si es un hombre di la Palabra y de la Escucha». ANDRÉGROMOLARD es sacerdote de la diócesis de I yon \ autor de Prendre sa vie en main. ISBN: 84-293-1296-X 9 I 788429 II 312966 André Gromolard LA SEGUNDA CONVERSIÓN DE LA DEPRESIÓN RELIGIOSA A LA LIBERTAD ESPIRITUAL

Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

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Page 1: Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

Cuando Jesús proclamaba por los caminos de Palestina: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando Convertios y creed en el evangelio» (Me 1, 15), no se dirigía a los incrédulos y a los que ignoraban I DÍOt llamándolos para que se convirtiesen en devotos de una nueva religión. Invitaba a los creyentes en el único Dios, a los íntimos de la Palabra y a los practicantes de la I ay, I que se arriesgasen a realizar la segunda conversión. I sl;i misma llamada nos la dirige hoy Jesús a lodos los cristianos que pasamos por la experiencia de la depresión religiosa, algunos de cuyos síntomas son: el senl rulo de fracaso, el cansancio físico, el desfallecimiento moial v el hastío de la vida, la soledad en la crisis espi i i l nal

Como Job, el hijo perdido y encontrado, y los monjes del desierto, también nosotros necesitamos «descuide i al lugar del corazón», donde podemos encontramos con nosotros mismos tal como somos, para haca ll lw i lis hacia la segunda conversión, dejando que Dios sea I tioi Para ello es preciso contar con la mirada benévola de olía persona que nos escuche positivamente. De ahí la urgencia de que en la Iglesia se creen lugares donde ll Palabra se dé y se reciba libremente. Porque «un cristiano, hoy, no es interesante y útil más que si es un hombre di la Palabra y de la Escucha».

ANDRÉGROMOLARD es sacerdote de la diócesis de I yon \ autor de Prendre sa vie en main.

ISBN: 84-293-1296-X 9 I 7 8 8 4 2 9 I I 3 1 2 9 6 6

André Gromolard

LA SEGUNDA

CONVERSIÓN DE LA DEPRESIÓN

RELIGIOSA A LA LIBERTAD

ESPIRITUAL

Page 2: Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

Colección «PASTORAL»

59 André Gromolard

La segunda conversión

De la depresión religiosa a la libertad espiritual

Editorial SAL TERRAE Santander

Page 3: Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

Título del original francés: La seconde conversión.

De la dépression religieuse á la liberté spirituelle

© 1998 by Desclée de Brouwer, Paris

Traducción: Suso Ares Fondevila

© 1999 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201

http://www.salterrae.es E-mail: [email protected]

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1296-X Depósito Legal: BI-405-99

Fotocomposición: Sal Terrae - Santander

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

AM., sin quien no habría sido posible este libro

Page 4: Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

Sólo se viene una vez al mundo. Jean SULIVAN,

Le plus petit abime

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Quisiera expresar aquí mi agradecimiento a Maurice Bellet, cuyos libros me han ayudado en los caminos de la vida. Las páginas más importantes de este libro le deben mucho.

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\

índice

1. La crisis 15 ¿Qué te está pasando? 15 ¿Hay alguna salida posible? 18 Hacia la segunda conversión 22

2. La primera conversión 26 La historia de Alfonso 27

Las tres puertas de entrada de la fe cristiana. 28 Las etapas que llevan al bautismo 31 La depresión postbautismal 35

La dificultad de nacer cristiano 37 La historia del hombre

que nunca había amado a nadie 38 El difícil paso a la fe adulta 41

Los callejones sin salida de la primera conversión 44

Las protestas de Job y el silencio de Dios . . . . 50 La religión como camino

hacia la segunda conversión 57

3. La depresión religiosa 61 Tres caminos hacia la segunda conversión. . . . 61

El hundimiento desesperado 62 El callejón sin salida del goce 70 El callejón sin salida evangélico 73

La acedía de los monjes del desierto 76

Page 7: Gromolard, Andre - La Segunda Conversion

12 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

Descender al lugar del corazón 80 La invocación del Nombre 81 La oración silenciosa 82

Aprender a hablar para vivir 84

4. La voz del padre 87 La función maternal 88 La función paternal 91 La Iglesia maternal y la palabra del padre . . . . 94 El padre espiritual entre los monjes del desierto . 102 La indispensable función paternal en la Iglesia . 105

5. El hijo perdido y encontrado 107 El contexto de la parábola 108 La oveja perdida y encontrada 111 El hijo perdido y encontrado 114

6. La labor de la palabra 132 La historia de Margarita 132 El camino de la Palabra 139

Imponer silencio a la palabra vacía 139 Apreciarse a sí mismo sin reservas 140 Dejar hablar a la angustia oculta 141 Confesar la complicidad con la angustia . . . 142 Perdonarse los automatismos de la angustia . 144 Renunciar a los comportamientos

de la angustia 145 Acoger la Palabra del nuevo nacimiento . . . 146

Los descubrimientos del camino de la verdad . . 147 Amarse a sí mismo cambia el mundo 148 La aceptación del riesgo 148

7. La obra de Cristo 150 La Pascua de Cristo 150

Del deber de amar al amor a sí mismo . . . . 1 5 1

ÍNDICE 13

De la vida en el futuro a la vida en el presente 153

Del sueño de la omnipotencia a la aceptación de los límites 154

La Palabra, camino de nuestro nuevo nacimiento. . . . 155

La Palabra, sacramento del Dios ausente. . .158 La «resurrección» de Lázaro 163 ¡Lázaro, sal fuera! 166 La oración cristiana 168 La libertad cristiana 170

Conclusión 175 Bibliografía 181

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1 La crisis

¿Qué te está pasando?

Hace ya un cierto tiempo, o tal vez mucho tiempo, que un malestar se ha instalado en ti y no te abando­na. Es como si la fuente de tu vida estuviese agotada. No tienes fuerza ni energía. Es como una caída inter­minable en el pozo negro de la ausencia. No es nece­sariamente doloroso, pero sí te desasosiega y te mi­na. No puedes decir nada y no sabes qué hacer. Es inasible. Por otro lado, por más que quieres y aco­metes, nada te engancha. Esto no depende de ti y es interminable. El gusto por la vida y el interés por lo que hasta ahora colmaba tus días se deshace como una prenda de punto gastada. Intentas reaccionar, rehacerte, relanzar la máquina, pero como si nada... Es incurable. Pierdes la fe en la vida, en Dios y en ti, a no ser que sea la misma fe la que te esté abando­nando y dejándote desamparado.

¿Qué te está pasando para que se hunda todo lo que habías construido y acondicionado con tanto amor y tenacidad? Conociste la crisis de la adoles­cencia y la atravesaste mal que bien. Lo cual no te impidió edificar un nido para tus amores y tus peque­ños. Y ahora que podrías respirar un poco y gustar los frutos de tus labores y tus semillas, todo se des­morona, se disgrega y se te escapa. ¿Quién te puede decir lo que te está ocurriendo en este período de tu

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16 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

vida, que debería ser una cima y aparece como un desastre y un punto muerto? ¿Cómo encontrar el camino entre estas ruinas enmarañadas? En la ado­lescencia, después de todo, las ruinas no eran tan considerables: ¡solamente sueños aplastados e ilusio­nes perdidas! Pero hoy tu tristeza y tu cansancio pesan sobre otras personas. No eres el único impli­cado en la situación. El desfallecimiento de tu alma hiere a tu prójimo y empaña tus afectos. No te pue­des perdonar que este peso que te arrastra hacia el fondo alcance a aquellos que amas y que te aman.

Todo está herido en ti, y no puedes salir de la si­tuación con reconstituyentes o con algunos ejercicios físicos. Es propiamente una crisis existencial y espi­ritual lo que te está derribando. Habías creído en Dios sinceramente y lo amabas como la fuente y la alegría de tu vida. Eras alegre en tus días, luminoso para el prójimo y eficaz con los débiles. Es cierto que en la adolescencia la religión había envejecido exe­crablemente. El universo tan grande por descubrir y la vida tan apasionante por gozar hicieron que Dios pasase a un segundo plano. Quedaban sin embargo, como suele decirse, los valores evangélicos: la fra­ternidad, la justicia, la paz... ¡y el amor, que salvaría al mundo! Dios seguía en su sitio, y tú te hacías un hueco...

Pero hoy todo aparece cambiado, revuelto, devas­tado. El sol se oculta. El gusto, el sentido y la fuerza de vivir se han desvanecido. Dios suena a vacío. Es de los que se apuntan y después no se presentan, y la vida es mortalmente pesada. Tú continúas aparentan­do que vas y vienes y sonríes, pero tu alma te ha abandonado. El frío ha invadido tus huesos. La pala­bra fraternal ya no te dice nada. El sentido se ha per­dido. Dios se ha apagado. Te preguntas si tu mal es

LA CRISIS 17

de orden físico, moral o espiritual. ¡Pero si está todo relacionado en tu interior! Tu cansancio físico y moral afecta a tu fe en Dios y te descorazona en tu búsqueda espiritual, al mismo tiempo que tu desierto religioso y tu tibieza espiritual te hunden en un dis­gusto hacia ti y hacia todo. La caída se acelera con su propio movimiento y te arrastra inevitablemente hacia abajo.

Sientes en el fondo de ti mismo que lo que te está sucediendo no es una crisis pasajera que bastaría con superarla para que todo volviese a su lugar y recupe­rase su orden. Pero son el lugar y el orden los que ya no tienen sentido. Sabes confusamente que es el momento de ocuparte por fin de ese asunto que siem­pre aplazaste para más tarde, cuando tuvieses tiempo de pensar en ti, y los niños fuesen grandes, y las vacas volasen... ¡Es ahora cuando tienes que enfren­tarte! Es hoy cuando debes emprender el camino y ocuparte al fin de ti mismo. Pero ¿cómo y para ir adonde?

Hasta ahora estuvieron los otros, y si ellos falla­ban pedías ayuda a Dios, aunque la angustia nunca duraba mucho tiempo. Ella ocupa ahora todo el espa­cio y aparece incluso en los momentos de mayor inti­midad. Hasta ahora, la necesidad de afrontar los pro­blemas y de actuar, la fe en el futuro y la certeza de que con coraje y paciencia todos los obstáculos podí­an ser superados te mantuvieron en pie. Hoy en día, una tristeza difusa te invade y te paraliza. Si llegases a hablar de ello, sin duda mencionarías un senti­miento de soledad profunda y la sensación de una pérdida irreparable. Hay algo que te abandona y te sientes inconsolable. Es imposible huir, distraerte y olvidar. Todo lo que movilizaba tu tiempo, tu aten­ción y tu corazón pasa a un segundo plano con res-

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18 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

pecto a este dato agobiante e insistente: que estás solo y eres mortal. Y frente a esta pena desgarradora, ¡el gran silencio de Dios, como si todos los temas religiosos no mantuviesen su consistencia ante el peso de tu tristeza! ¿No fue Dios, pues, más que un sueño, y tu confianza en él una ilusión?

¿Hay alguna salida posible?

¿Es tu hundimiento el inicio de una nueva partida? ¿Podría ser esta muerte el anuncio en ti de un segun­do nacimiento? ¿Quién te puede conducir, a través de esta noche, hasta la aurora de una nueva mañana? Cuando Jesús proclamaba en los caminos de Pales­tina: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está \ llegando. Convertios y creed en el evangelio» (Me \ 1,15), no se dirigía a los incrédulos y a los que igno­raban a Dios llamándolos para que se convirtiesen en devotos de una nueva religión. Invitaba a los creyen­tes en el único Dios, a los íntimos de la Palabra y a los practicantes de la Ley, a que se arriesgasen a una segunda conversión. También a ti te exhorta a creer más allá de la noche: ¡tu futuro te espera! en ti.

¿Acaso algunos dichos del Evangelio, oscuros y negativos hasta hoy, llegarán a ser para ti luminosos y provocativos?

«Sigúeme y deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8,22).

«El que pone la mano en el arado y mira ha­cia atrás, no es apto para el reino de Dios» (Le 9,59-62).

«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37-39).

LA CRISIS 19

«Si alguno quiere venir detrás de mí, que renun­cie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24-26).

«El que no carga con su cruz... no puede ser dis­cípulo mío» (Le 14,27).

«No he venido a traer paz, sino discordia» (Mt 10,34).

Y las citas podrían continuar. No son palabras que constriñan o que carguen la espalda con un peso suplementario de tristeza y sumisión. Es una Buena Nueva, una invitación a no quedarse al borde del ca­mino, inmovilizado por la impotencia y la noche, sino a levantarse y a rechazar el manto del miedo para lanzarse al camino en el que Cristo nos precede: «Ánimo, levántate, que te llama» (Me 10,49).

Quizá ya hayas notado hasta qué punto las pala­bras de Jesús en el Evangelio son contradictorias, como si su autor disfrutase malignamente desconcer­tándonos. Unas veces Jesús muestra una bondad y una misericordia infinitas con las personas que en­cuentra en su camino. Piensa, por ejemplo, en la mujer adúltera a quien los bienpensantes querían la­pidar: «Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar» (Jn 8,3-11). Otras veces es de una dureza y una exigencia inauditas con quienes lo cuestionan. Te preguntarás por qué las palabras más violentas y negativas de Jesús se dirigían a los cre­yentes más fieles y piadosos de su tiempo, toda vez que su generosidad no tenía límites ante los abismos de la vida y las inquietudes del alma. No veas en tal actitud cualquier tipo de intención pedagógica o mi­sionera. Su bondad y esplendidez con los pecadores no son más comprensibles que su dureza e intransi­gencia con los devotos, pues la misericordia no con-

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20 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

vierte al que hace el mal más de lo que la dureza des­pierta a las almas buenas.

En verdad, no hay doble lenguaje en Jesús: un discurso dulce y paternalista para los desgraciados y un discurso revanchista y agresivo para la gente pia­dosa y bien situada. La palabra de Jesús no es ni con­descendiente ni falsamente revolucionaria, ni dema­gógica ni comercial. Su palabra es recta, luminosa, cortante como una espada, y cada uno la entiende co­mo puede. Para el desgraciado, el enfermo, el des­viado y el excluido de la sociedad y la religión, es una palabra liberadora que lo pone en pie y le devuel­ve su dignidad y la alegría de vivir. Pero para los guardianes de los ritos y el orden, la misma palabra es tan dura y violenta que los condena y obliga a reaccionar.

Cuando Jesús dice: «Yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13b), éstos recuperan la esperanza, en tanto que aquéllos se sienten aban­donados y rechazados. El comportamiento y la ense­ñanza de Jesús provocan en todos una conmoción, una crisis y una sacudida, que conduce a unos a reen­contrar la confianza en sí mismos y a ponerse en el camino de la primera conversión, y a otros a ence­rrarse en sus derechos y en sus certezas... o a em­prender el trabajo de un nuevo nacimiento.

Cuando dice: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Me 2,27), los que están faltos de humanidad y buscan un poco de comprensión y fraternidad aguzan el oído y se ale­gran, mientras que los guardianes de la religión y los defensores de los derechos divinos se escandalizan y protestan. De este modo, la misma palabra evangéli­ca devuelve la vida a los que lo han perdido todo y hace caer a los que aún no han perdido nada. Para

LA CRISIS 21

quienes no han experimentado mínimamente esa ale­gría de vivir que les permitiría amar su vida y creer en el amor de Dios, el lenguaje de Jesús se revela liberador y movilizador. A los que se apoyan en el amor de Dios para dispensarse de correr riesgos en sus méritos y virtudes, para protegerse de los rigores de la conversión, el mismo lenguaje se revela injusto y aplastante.

Jesús pasó por los caminos de Palestina invitando a todos a renacer. Su evangelio no apelaba ni a la res­tauración de la religión tradicional ni al nacimiento de una nueva religión. Él invitaba a todo hombre de buena voluntad, cualesquiera que fuesen su religión y su moralidad, a avanzar por el camino rudo y gozo­so de la libertad y la vida. Los hombres y las muje­res anhelantes que sentían en sí mismos la mordedu­ra de la carencia y la insatisfacción de su fragilidad recuperaban, al entrar en contacto con él, la fuerza para aceptarse, erguirse y ponerse en marcha. Aque­llos y aquellas que habían practicado la virtud y acu­mulado méritos desde su juventud se marchaban tris­tes. Unos experimentaban la alegría de la primera conversión, y otros aceptaban entrar en la segunda conversión.

Esto es lo que más asombraba a los contemporá­neos de Jesús: él llamaba a la conversión a todos los hombres con quienes se encontraba, ya fuesen cre­yentes o no. ¡Incluso María, su madre, la totalmente pura, la totalmente santa, tuvo que convertirse al con­tacto con su Hijo! Tampoco ella comprendió el ca­mino que tomaba el fruto de sus entrañas. Tuvo que atravesar la larga noche del abandono y la soledad antes de ser tocada por la luz de la resurrección. Por­que Jesús ha venido por esta única razón: que cada cual, si lo quiere y a partir de la situación en que se

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22 LA SEGUNDA CONVERSIÓN LA CRISIS 23

encuentra, se ponga en movimiento y se convierta para conocer, con él y desde el presente, la vida plena y la alegría del reino de Dios. El habló, curó, anduvo y vivió para que los acostumbrados al fracaso y a la desgracia recuperen su dignidad y emprendan el camino de la primera conversión, y para que los fie­les y los practicantes de la religión acepten pasar por el hundimiento de sus certezas para acceder a la segunda conversión.

Hacia la segunda conversión

La primera conversión nos hace franquear la estrecha puerta de entrada al camino regio de Jesús. Consiste en creer en el amor gratuito e inmerecido de Dios por nosotros. Este primer retorno no es posible más que si se tiene algo, por poco que sea, de autoestima y de gusto por la vida. La segunda conversión nos hace desplazar las montañas que interceptan el camino del reino de la libertad y la alegría. Consiste en amarnos a nosotros mismos, nuestra vida y nuestro mundo con el corazón mismo de Dios. Este segundo retorno pasa por el hundimiento de todo lo que habíamos creído y construido hasta el presente, lo cual siempre repugna a los fieles de toda religión. Demasiados cristianos reciben las palabras exigentes de Jesús como llamadas a una perfección moral que los sobre­pasa. Ahora bien, Jesús no es alguien que nos exige siempre, más hasta el punto de desalentar a los más generosos. Aunque nos parezcan muy duras, sus pa­labras son una Buena Nueva liberadora y generadora de paz, de alegría y de gozo de vivir. Son palabras que alientan el deseo de atrevernos a emprender la travesía de la primera a la segunda conversión.

Si tantos creyentes vegetan en una fe monóto­na, repetitiva, triste y sin dinamismo, es porque no saben que están siendo llamados a conocer una se­gunda conversión después de haber vivido la prime­ra. Creen que hay que recalentar, restaurar y cribar la misma fe. ¡Cómo va a asombrar que la vida religio­sa se convierta en un dominio fastidioso y demasia­do conocido donde nunca pasa nada! Tal vez la lite­ratura piadosa nos haya acostumbrado demasiado a reservar la segunda conversión para los místicos de alto vuelo, como si el estado de la madurez espiritual no pudiese ser alcanzado más que por los contem­plativos profesionales y los santos excepcionales, en tanto que los simples fieles deberían contentarse con permanecer eternamente en la infancia espiritual.

Pero el paso de la primera a la segunda conver­sión no puede tener lugar sin pasar por una profunda crisis existencial que nos obligue a un cambio com­pleto de nuestra actitud fundamental con respecto a la vida. En la juventud adulta, la vida se conquista, se organiza y se domina. A esta edad, damos un sentido a nuestra vida a través de las elecciones que hacemos y de las decisiones que tomamos. Son nuestro propio dinamismo y la realización, incluso parcial, de nues­tros deseos los que dan el sabor y la dirección a nues­tra existencia. Después de la crisis de la edad adulta, la vida se recibe, se interioriza y se da. Es en la gra-tuidad, más que en el dominio, donde encontramos el sentido de nuestra vida. Entre ambos, tuvimos que decir adiós a nuestras ilusiones, a nuestros proyectos y a nuestra voluntad propia para descubrir el don inestimable que se nos hizo con la vida y para apren­der a vivirla con las manos desnudas.

La travesía de la primera a la segunda conversión obliga a quien se encuentra comprometido en ella a

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24 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

ver cómo desaparece el Dios que era su razón de vivir, cómo se hunde la fe que daba sentido a su vida y cómo se deshilacha la religión que la estructuraba hasta el presente. Entonces pueden aparecer poco a poco otro Dios, una fe nueva y una religión de las que no se tenía idea hasta ese momento. El paso por el hundimiento de las razones por las que se vive y se cree es una condición para acceder al júbilo de vivir y al placer de creer. La crisis que sucede a la prime­ra conversión es vivida a menudo como una pérdida de la fe, como un empobrecimiento espiritual o como una infidelidad personal, de modo que, en lugar de avanzar resueltamente hacia su segunda conversión, el creyente se encierra en el lamento por una fe entu­siasta que ya no existe, en la obligación voluntarista de reencontrar los dinamismos perdidos o en la inmovilidad de una convicción enfriada. Así, no es extraño que veamos a muchos cristianos vivir con una constante mala conciencia y en la nostalgia de su fe infantil.

Tres razones principales, a mi parecer, pueden impedir el paso de la primera a la segunda conver­sión. Algunas personas no experimentaron nunca la primera conversión: ninguna revelación del amor pri­mero de Dios vino a provocar una adhesión verdade­ramente personal a la fe. Reflejan las creencias de su familia o de su medio, sin haber elegido jamás ver­daderamente creer en Jesucristo. Otras personas tu­vieron una educación religiosa infantil tan impositi­va y autoritaria que toda idea de impugnación o cues-tionamiento de las convicciones y comportamientos adquiridos es imposible. Una fidelidad rígida impide todo progreso espiritual, y las dudas en la fe son per­cibidas como tentaciones satánicas de las que hay que huir absolutamente. Finalmente, hay personas que no oyeron jamás la llamada a una segunda con-

LA CRISIS 25

versión y no saben que podrían volver a nacer. Su fe es la repetición sin sorpresas de ritos y oraciones que las mantienen inmóviles en su vida y en el mundo como las estatuas de los santos en los templos, o bien, renunciando a tener paciencia ante un cielo desesperadamente vacío, abandonan toda búsqueda espiritual.

Tú que atraviesas las tierras áridas y desoladas de la duda y el abandono, escucha la llamada divina transmitida por el profeta:

«¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo. Me honrará el animal campestre, los chacales y las hembras de avestruz; pues daré agua en el desierto, ríos en el yermo para abrevar a mi pueblo elegido. Ese pueblo que yo me he formado contará mis alabanzas» (Is 43,18-21)'.

Para no recargar el texto, al final del libro indico las obras que me han ayudado en este trabajo. A lo largo del libro sólo seña­laré las citas bíblicas y evangélicas. [Nota del traductor: Los textos del Nuevo Testamento están tomados de la edición de «La Casa de la Biblia», y los del Antiguo Testamento de la Biblia de Jerusalén, nueva edición revisada y aumentada (1998)].

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2 La primera conversión

No está nada claro qué es lo que se intenta evocar exactamente cuando se habla de la primera conver­sión. Muchos cristianos que lo son desde hace mu­cho tiempo no tienen ningún recuerdo de una prime­ra conversión, y muchos se imaginan que han nacido creyentes. Por otra parte, cada cual tiene la conver­sión que le es posible, y es muy difícil imaginar un ^ camino de fe único para todos los creyentes.

Sin embargo, sí es posible identificar en todos los itinerarios de personas creyentes algunas cons­tantes reveladoras de una misma Tradición religiosa. Se puede decir que hoy en día los cristianos se reclu­ían de dos maneras diferentes. Están los que desde su nacimiento han estado inmersos en el cristianismo y, en la edad adulta, perseveran en la fe. Todavía cons­tituyen actualmente la mayoría de los cristianos de nuestra vieja Europa. Y están los adultos que pasan de la incredulidad religiosa a la profesión de fe cris­tiana, y que llamamos «catecúmenos». Su número está aumentando, e influirán cada vez más en la vida eclesial en los años futuros. Vamos a hablar de estos dos grupos de personas, comenzando por los adultos que se convierten después de un período más o menos largo vivido fuera de toda pertenencia a una Iglesia. De este modo, podremos nacernos una idea un poco más precisa del contenido de la primera con­versión y de sus límites.

LA PRIMERA CONVERSIÓN 27

En la gran Tradición bíblica y evangélica, la con­versión no es concebida primeramente como un re­lámpago de luz que se precipita desde lo alto del cielo sobre alguien que no se lo esperaba, sino como un camino iniciático, a veces largo y difícil, pero siempre iluminador y expansivo. Convertirse, para un cristiano, es hacer en la vida el descubrimiento progresivo del amor personal, gratuito y liberador de Dios y responder con actos que correspondan a este descubrimiento. Pero para no manejar ideas genera­les que no placen más que a quien las enuncia, voy a contar brevemente la historia de Alfonso, un joven africano natural del antiguo Zaire, a quien conocí cuando él tenía veintitrés años.

La historia de Alfonso1

Había venido a Francia dos años después de que una parte de su familia hubiese sido masacrada en una sombría historia político-financiera. Le quedaban un hermano en Bélgica y su madre en el país de origen. Vivía en una residencia Sonacotra con un permiso de residencia como estudiante que conseguía renovar de un año para otro y haciendo pequeñas tareas para subvenir a sus necesidades. Me abordó un domingo al salir de misa para decirme que quería ser bautiza­do. Después de algunas palabras de agradecimiento, quedamos citados para comenzar la preparación de su bautismo, pero él me aseguró: «Sepa usted que conozco bien la religión cristiana, pues fui al colegio de los Padres y ayudaba en misa».

1. Por discreción, esta historia, como todas las de este libro, no relata la vida de un individuo particular, sino que se ofrece como un relato verosímil y ejemplar de un itinerario personal.

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28 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

Aunque no estaba bautizado, Alfonso venía regu­larmente a la misa del domingo, porque se sentía seguro en medio de la gente reunida y podía estre­char las manos en el momento de la comunión. Es­peraba este instante con impaciencia, y cuando el sacerdote decía: «Daos fraternalmente la paz», lucía una sonrisa de nieve y estrechaba las manos a cual más, ensanchando al máximo el círculo de sus ale­gres saludos. Fue así como conoció a una pareja de jubilados que lo invitaban muchas veces a comer y a los que consideraba como sus abuelos. Quería ser bautizado para hacerse con una nueva familia y com­partir con los demás no sólo la paz, sino también el pan del Señor. Por consiguiente, fue sobre todo la necesidad de fraternidad la que condujo a Alfonso a pedir el bautismo.

En el origen de una conversión religiosa hay siempre una experiencia humana que abre el camino de una búsqueda espiritual. Lo uno no existe sin lo otro. A través de la demanda religiosa, es un deseo humano el que busca ser satisfecho; y a través de la espera y la búsqueda humanas es un espacio miste­rioso el que se abre y habla confusamente de Dios. Los catecúmenos prorrumpen como el patriarca Jacob en el sueño de la escala: «Así pues, está Yahvé en este lugar, y yo no lo sabía» (Gn 28,16). Parece que hay tres grandes puertas de entrada a la primera conversión, y estas tres puertas podrían corresponder a las tres Personas de la Trinidad cristiana: la puerta del Padre, la puerta del Hijo y la puerta del Espíritu Santo.

Las tres puertas de entrada de la fe cristiana

La primera puerta es la del encuentro con el misterio de la trascendencia divina. Es la puerta del Padre.

LA PRIMERA CONVERSIÓN 29

Una buena representación de ella aparece en la visión inaugural del profeta Isaías en el templo de Jerusalén (Is 6). Cuando está en el templo, el profeta queda sobrecogido por la majestad de la gloria divi­na que llena el universo. Ante tal magnificencia, el pobre hombre no puede más que arrojarse al suelo temblando y reconocer su pequenez y su impureza. Pero la santidad de Dios no es aplastante, sino puri-ficadora y arrebatadora. En esta visión grandiosa y misteriosa el profeta recibe su misión de portavoz de Dios en medio del pueblo de los creyentes. Está claro que esta puerta de entrada corresponde a un cierto tipo de sensibilidad humana. No todo el mundo ve la presencia de Dios en una puesta de sol, en el círculo de los átomos o en el orden del universo, porque hay con frecuencia en el mundo más razones para deses­perar que para ver a Dios y alabarlo.

La segunda puerta que abre a la primera conver­sión es la de la fraternidad humana. Es la puerta del Hijo. Los creyentes que pertenecen a esta corriente son particularmente sensibles y atentos a las relacio­nes humanas. Es en el encuentro con los otros, y en particular con los heridos por la vida, donde se abren al amor de Dios. Les impresiona, por ejemplo, la parábola del juicio final en Mt 25,31-46. Al final de los tiempos, nos dice el texto, Cristo resucitado ven­drá a la tierra para juzgar a todos los hombres, y la selección se hará atendiendo a la actitud que cada uno haya manifestado con respecto a los más peque­ños y desgraciados de sus hermanos. Cada vez que acogemos a un semejante necesitado, es a Cristo mismo a quien acogemos. Esta puerta de entrada corresponde a un temperamento que privilegia la relación con los otros y se preocupa por la justicia y la fraternidad.

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Finalmente, la tercera puerta es la de la interiori­dad. Es la puerta del Espíritu Santo. Estos creyentes encuentran su modelo en lo que escribe san Lucas sobre la primera comunidad, en los Hechos de los Apóstoles:

«Todos los creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. Por su parte, los apóstoles daban testimo­nio con gran energía de la resurrección de Jesús, el Señor, y todos gozaban de gran estima» (Hch 4,32-33; 2,42-47; 5,12-14).

Esta puerta de entrada corresponde a un tempera­mento más interiorizado, afectivo y místico. Esta co­rriente ha existido siempre en la historia de la Iglesia, pero conoció un cierto éxito en Europa a partir de los años setenta. Procedente de Estados Unidos, este movimiento es conocido con el nombre de renova­ción carismática. Propone una renovación de la fe gracias al descubrimiento de la oración y la acogida de los dones del Espíritu. Estos cristianos buscan una experiencia sensible y calurosa del encuentro con Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, y hallan así la fuerza para amar y servir a sus hermanos. Esta vida de relación intensa con Dios debe normalmente transformarlos para hacerlos testigos luminosos del amor divino para todos los hombres.

Conociendo a Alfonso, descubrí que el camino que le condujo a la petición del bautismo pasó sobre todo por la puerta del Hijo. Fue la necesidad de fra­ternidad humana la que le llevó a solicitar el bautis­mo. Necesitaría conocer también la puerta del Padre y la del Hijo, y saber dónde desembocan todas estas puertas.

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Las etapas que llevan al bautismo

Para ayudar a Alfonso a hacer su camino hasta el bautismo, encontré en la comunidad cristiana a una persona capaz de acompañarlo en su búsqueda reli­giosa. Al principio, Alfonso pensaba que su bautismo tendría lugar en los meses siguientes, a escondidas, en un rincón oscuro del templo, y que todo quedaría arreglado. Pero, descubriendo los relatos de la Bi­blia, comprendió en seguida que tenía que descubrir todavía muchas cosas antes de poder decir «Sí, creo» con todos los cristianos. Así pues, ya en encuentros individuales con su acompañante, ya en reuniones en las que se juntaban muchos catecúmenos como él con sus catequistas, Alfonso emprendió la explora­ción de los viejos textos de la Biblia. Se descubrió cercano al antepasado Abrahán, el viejo patriarca que había oído una voz que le pedía que dejase su país y la casa de su padre para habitar en un país descono­cido que le sería entregado para él y su descendencia. También el personaje de Moisés le resultaba frater­nal, porque había sido atraído por la luz de una zarza ardiente que no se consumía. Le había sido revelado entonces el nombre misterioso de Aquel que lo había llamado por su nombre.

De este modo, por medio del estudio de la Biblia y los intercambios con sus mayores en la fe, Alfonso entró progresivamente en una familia espiritual que poco a poco iba siendo la suya. Relacionando las experiencias religiosas narradas en la Biblia y lo que ocurría en su propia vida, descubrió que su existen­cia podía encontrar un sentido nuevo. Todo lo que había vivido hasta el presente lo había conducido a esta búsqueda espiritual, y ésta lo arrastraba a una aventura cuyo final desconocía. Como en el caso de los personajes de la Biblia, Dios había intervenido en

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su vida y lo había llamado a caminar por una senda nueva. Esta iniciativa divina lo transformó poco a poco y le reveló lo mejor de sí mismo. Le encantaba encontrarse con estas palabras que Dios dirigía a sus amigos: «No temas. Yo estoy contigo. Yo te libraré». Descubría hasta qué punto la Palabra de Dios era pacificadora, purificadora y dinamizadora. Percibía confusamente que este conocimiento cada vez más personal de Dios le invitaba a hacer de su vida algo útil y bueno para los otros, pero no sabía cómo; y a veces se impacientaba, porque su vida le parecía estéril e inútil.

Después de seis meses, aproximadamente, de búsqueda intensa, Alfonso fue invitado a vivir una celebración religiosa que reunió a algunos amigos y a los cristianos que lo conocían. Esta celebración fue una primera etapa hacia su bautismo y le permitió expresar ante otras personas la fase en que se encon­traba en su camino hacia la fe. Fue un momento im­portante para él: no era un extraño que se insinuaba secretamente en el grupo de los cristianos. Era aquel en torno al cual los cristianos se reunían para escu­charlo e intercambiar con él algo que tenían en co­mún. Alfonso pudo entonces hablar a los otros de su camino y proclamar ante todos un pasaje de la Es­critura que le gustaba comentar a su manera. Al final recibió en la frente la señal de la cruz, que manifes­taba su pertenencia a la comunidad de los discípulos de Cristo, y en las manos un ejemplar de los Evan­gelios que le invitaba a proseguir su marcha ha­cia adelante. Al ser reconocido por los cristianos co­mo un hermano en la fe, su personalidad se afirma­ba, su libertad se profundizaba y sus iniciativas se multiplicaban.

Esta primera celebración imprimió un nuevo sesgo a su búsqueda. Hasta entonces, Alfonso había

querido aprender el mayor número posible de cosas sobre la religión cristiana, como si el bautismo fuese un diploma que confirmaría su saber religioso. A par­tir de esta celebración sintió la necesidad de conocer a Dios de otra manera. En efecto, creer en Dios no es sólo saber cosas sobre él; es aprender a entrar con él en una relación personal que compromete toda la existencia. Alfonso planteó entonces muchas cues­tiones sobre la oración. Descubrió que orar no es solamente recitar fórmulas, aunque sean útiles, sino que es al mismo tiempo hablar con Dios y escuchar­lo como hacen dos amigos íntimos. Pero ¿cómo hacerlo con alguien a quien no se ve ni se oye?

Alfonso encontró en los Salmos las palabras que le faltaban para hablar a Dios y aprender a estar en silencio ante él, a fin de oír el murmullo suave de su voz. Comprendía interiormente cada vez más una ex­presión que aparecía tan a menudo en los textos de la Biblia: «Yo he hecho una Alianza contigo». Desde siempre, Dios quiso establecer con la humanidad una relación de Alianza y esponsal a través de la cual cada miembro se compromete libre y voluntariamen­te con el otro. Dios promete personarse siempre que el hombre invoque su auxilio, y el hombre se com­promete a caminar en la presencia de Dios por el camino de vida que Él le indicará. Para Alfonso, la oración se convertía progresivamente en este diálo­go de Alianza, nutrido por la Palabra divina, don­de Dios ocupaba un lugar preferente en su vida y le confería un sabor y un dinamismo hasta entonces desconocidos.

Al final, y para resumir más de dos años de en­cuentros, celebraciones y reflexiones, Alfonso vio cómo se iluminaba la cuestión que se había plantea­do desde el inicio de su búsqueda: ¿a quién sirvo y cuál es el sentido de mi vida? El descubrimiento pro-

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gresivo del interés y el amor de Dios por él se con­vertía en una llamada a interesarse por los que esta­ban cerca de él y a amarlos, esos hermanos africanos de los que había tendido a alejarse para integrarse mejor en la sociedad francesa. Puesto que Dios lo amaba como un Padre y le tomaba de la mano para hacerle atravesar los valles de la muerte, como dice el salmo 22, él se sentía llamado a actuar con sus her­manos de raza para que tuviesen una vida más digna y más humana. Alfonso no podía considerarse hijo de Dios si no quería que sus hermanos que vivían en el miedo y la inseguridad permanentes recuperasen su dignidad y la alegría de vivir.

De esta forma, el camino de iniciación a la fe cristiana fue para Alfonso un camino de humaniza­ción, interiorización y ensanchamiento de su vida. \ Para él, Dios aparecía con rostro de hombre en Jesús, \ este hombre tan divino y este Dios tan humano. Toda su búsqueda espiritual y el descubrimiento de su vocación personal desembocaban en Jesús y adqui­rían sentido a partir de él. Mirando a Jesús en los evangelios, veía el rostro humano de Dios, que nos ama con un amor tan humilde, tan discreto y tan desarmado que se esconde en un cuerpo de hombre para no imponer su poder y su luz. Al mismo tiempo, Alfonso veía en Jesús a un hombre que había amado perfectamente a Dios, como un hijo puede amar a su padre y parecerse a él. Siguiendo paso a paso a Jesús, aprendió cómo Dios viene a nuestro encuentro, nos habla, nos hace vivir y nos llama a servir a nuestros hermanos, y cómo nosotros podemos llegar a ser hijos de Dios en el Hijo. Estaba impaciente por for­mar parte plenamente de la familia de Dios.

Alfonso estaba listo para recibir el bautismo co­mo la firma del camino cumplido y la entrada efecti­va en una nueva vida. En el curso de una memorable

vigilia pascual, en la que sus amigos zaireños impro­visaron una coral y una orquesta africanas, recibió el sello del nuevo nacimiento. Se convertía para siem­pre en miembro de la comunidad de discípulos de Jesús. Recibiendo sobre la cabeza el agua que sim­boliza la travesía de la muerte a la vida, de la noche a la luz, del país de la esclavitud a la tierra de la liber­tad, moría simbólicamente con Cristo en la cruz para resucitar con él a una vida nueva y llegar a ser el hijo bienaventurado de su Padre y la alegría de sus her­manos. Si Alfonso quiso ser bautizado, fue para po­der compartir el pan del Señor con todos los cristia­nos. El rito del bautismo lo condujo con toda natura­lidad a la comunión. En adelante, ya no acudía a misa como un extraño, excluido de la mesa del Señor en la que los hermanos comulgaban juntos el mismo pan. Cada domingo, al celebrar la muerte y resurrec­ción de Cristo, era su propia resurrección lo que cele­braba. Se nutría de la Palabra del Señor para que su luz resplandeciese en su vida. Finalmente, comía el Cuerpo entregado y resucitado para que toda su vida llegase a ser eucarística, es decir, acción de gracias al Padre y servicio a sus hermanos, a ejemplo de Jesús que lavó los pies de sus discípulos.

La depresión postbautismal

He aquí, pues, brevemente resumido, el recorrido de Alfonso que hizo de él un cristiano. Se podría creer que en el punto en el que estaba no le quedaba más que practicar su fe en la vida cotidiana para ser un auténtico discípulo de Cristo. Esto es lo que se cree en efecto, y es lo que se enseña habitualmente en las iglesias. Sin embargo, no fue así en el caso de Al­fonso. Es cierto que estaba siempre contento por su bautismo, pero en su cara se leía una cierta insatis-

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facción de la que no podía decir nada. Preparó seria­mente su confirmación, que, según pensaba, iba a librarlo por completo de este sentimiento confuso de decepción que él no se explicaba. Este sacramento le daría la fuerza del Espíritu Santo para superar con fe todos los obstáculos. Pero, a pesar de todo, los frutos no vinieron a confirmar plenamente la promesa de las flores. Y esta decepción no era exclusiva de Al­fonso. Sus amigos, que habían seguido el mismo ca­mino, sentían la misma desilusión, el mismo vacío, la misma ausencia. Era como si los tres sacramentos de la iniciación cristiana -el bautismo, la eucaristía y la confirmación- que coronaban el camino exultante de la conversión, desembocasen en el desierto de la soledad, el fastidio y la decepción.

Parece, por tanto, que hay una ley de la conver­sión cristiana que todos deben afrontar un día u otro: el camino luminoso de la conversión conduce a la noche de la fe, y el don de la fuerza más grande pro­duce la más profunda debilidad. Es como si la prác­tica cristiana más auténtica y sincera se preparase su propio hundimiento. El creyente se encuentra enton­ces desamparado e incapaz de comprender lo que le pasa. Siente que pierde la fe y está convencido de que el camino que había emprendido con tanto entusias­mo ya no tiene futuro para él. Por más que intenta recalentar por todos los medios su ardor enfriado, no consigue nada. Entra en una profunda depresión es­piritual que lo conduce, ya a renunciar a toda vida religiosa, ya a un nuevo arranque hacia la segunda conversión. Pero consideremos a los que fueron bau­tizados de niños y estuvieron inmersos toda su vida en un ambiente cristiano. Para ellos, ¿corresponde la primera conversión a su bautismo?

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La dificultad de nacer cristiano

En los primeros siglos de nuestra era, los esclavos, las mujeres y los niños no tenían personalidad jurídi­ca propia. Eran propiedad de su dueño y debían necesariamente pensar, vivir y creer como él, de suerte que, cuando él se convertía, todos los que viví­an en su casa se bautizaban y se hacían cristianos. Esta conversión hacía que el amo mirase con otros ojos a todas las personas que dependían de él, que eran catequizadas y adquirían a su vez una persona­lidad y una libertad nuevas. Se convertían en los «hermanos y hermanas» de su dueño, y esto cambia­ba las relaciones entre ellos. Con todo, los cristianos no ponían en tela de juicio el estatuto social y jurídi­co de tales personas dependientes, de forma que su suerte quedaba ligada para siempre a la de su señor. Por eso, cuando éste moría mártir en la arena, su esclavo sufría la misma suerte que él.

Hoy nuestra cultura ha cambiado profundamente. No sólo se ha modificado el estatuto jurídico de la mujer y de los empleados, sino que se reconoce tam­bién que «el niño es una persona». Ésta es la razón por la que el bautismo automático de los hijos de padres cristianos no es evidente en sí mismo. Para un buen número de padres profundamente creyentes, parece más sano y más responsable iniciar poco a poco a los niños en la fe cristiana para que un día lle­guen a ser capaces de solicitar ellos mismos el bau­tismo con conocimiento de causa, antes que bauti­zarlos siendo bebés y enviarlos a la catequesis... hasta el día en que lo dejen todo. En cualquier caso, en nuestros países, antigua y tradicionalmente cris­tianos, la mayor parte de las personas han sido bau­tizadas de niños, y la iniciación a la fe se ha hecho después del bautismo, durante la escuela primaria, si

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bien la adhesión personal a esta fe es con frecuencia problemática. Se dan así a veces situaciones sorpren­dentes, como la que voy a contar.

La historia del hombre que nunca había amado a nadie

Un día, en una parroquia, fui llamado por un hombre viejo que quería ver a un sacerdote antes de morir. Acudí junto a él y lo encontré en su lecho ya bastan­te cansado, pero estaba lúcido y se expresaba con facilidad. Me dijo que quería poner su vida en orden y recibir la absolución de sus pecados. Para él fue la ocasión de hacerme un resumen de su vida, tal y como lo había aprendido a hacer en su infancia. Me . dijo que había sido un practicante fiel toda su vida, \ había ido regularmente a la misa del domingo, había hecho sus oraciones -deprisa, es cierto, pero pun­tualmente por la mañana y por la tarde-, que había entregado su ofrenda para el culto y que intentaba seguir los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Después guardó silencio y, al fin, añadió: «Hay una cosa que me inquieta: no sé si Dios podrá perdonar­me; y es que nunca he amado a nadie».

Confieso que en el primer instante atribuí tales palabras a la angustia y al sentimiento de culpabili­dad que nos invade cuando percibimos el desfase entre lo que habría podido ser nuestra vida y lo que efectivamente hemos hecho. Intenté entonces ayu­darle a encontrar momentos positivos y fuertes en su pasado: sin duda había debido amar a su mujer, al menos al principio, puesto que se había casado con ella. Pero me aseguró que nunca había sentido por ella ninguna ternura. Se había unido a ella en matri­monio porque le permitió entrar en una familia influ-

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yente y porque tenía una gran fortuna. Le hablé en­tonces de sus dos hijos, y me dijo que jamás los ha­bía soportado: cuando eran pequeños, no se ocupaba de ellos, y sus lágrimas le fastidiaban. Cuando fue­ron grandes, los metió en un internado, y después no se encontraron más que para arreglar los asuntos importantes.

Ante mi dificultad para admitir que hubiese podi­do pasar toda su vida sin haber amado ni a un solo ser, le pregunté si había tenido un amigo o una amiga íntimo y secreto. Me confesó que no había tenido ni una sola aventura sentimental durante toda su vida. Acudió algunas veces a una prostituta para consolar­se, pero repitió su confesión: «Nunca he amado a nadie, y no sé lo que es el amor de Dios». Muy con­fundido, le propuse volver a verlo los días siguientes. «No tarde demasiado», me dijo, «pues siento que no me queda mucho tiempo». Con estas palabras nos despedimos. Después de lo que acababa de escuchar, este alejamiento me era muy necesario. Entonces, ¡es posible que un ser humano pase toda su vida sin te­ner ni una sola vez la experiencia de un amor verda­dero, gratuito y gratificante! ¿Cómo puede llegar a ser el amor de Dios una realidad cuando ningún amor humano da alguna pista de él? Y por otro lado, ¿cómo se puede creer y practicar regularmente la religión cristiana sin que la fe nos inicie en el amor humano?

En nuestro segundo encuentro me recibió con más calor y placer. Me dijo que había apreciado que no le administrase el sacramento de la penitencia en el estado en que se hallaba. Después volvió sobre el vacío de amor en su vida. Se puso a hablar de la dureza de su padre y de los sufrimientos de su madre. Tuve la impresión de que una ventana se abría en él y que se apresuraba a contar lo que jamás había po-

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dido contar a nadie hasta ese día. En este segundo encuentro no dije prácticamente ni una palabra, tanta era su necesidad de hablar. Al cabo de una hora, aproximadamente, hallándose cansado, se quedó dormido. Después de haber esperado un momento, me levanté y fui a advertir a su mujer que volvería a pasar al cabo de unos días. Pero antes de partir, volví a su habitación y me atreví a poner mi mano sobre su frente. Él abrió lentamente los ojos, me sonrió lige­ramente y vi cómo las lágrimas enturbiaban su mira­da. Me incliné hasta su oído para susurrarle: «Vol­veré a verlo muy pronto». Al día siguiente su mujer me telefoneó para anunciarme su muerte.

Así pues, ¡un ser humano puede mantener una práctica cristiana durante toda su vida sin haber teni- \ do nunca la experiencia, por pequeña que sea, de una relación calurosa y personal con Dios! La ausencia de afectos humanos, por lo que parece, no le permi­tió tener acceso a la primera conversión, y sin duda la ausencia de la primera conversión no le permitió descorrer el cerrojo de su vida afectiva para compro­meterla en un camino de dilatación humana. Sin em­bargo, en el funeral que presidí, no llegué a estar ver­daderamente triste por esta historia. Pensaba que la religión cristiana, en esta circunstancia, había cum­plido su tarea a pesar de todo, aunque un poco tarde. Había planteado a este hombre la única y doble cues­tión esencial: «¿Amaste a Dios con toda tu alma y a tu prójimo como a ti mismo?» (Me 12,28-34). La presencia de esta cuestión condujo a este hombre y a mí mismo a dos gestos liberadores improbables e indispensables: una lágrima en los ojos y una mano sobre la frente. Es cierto que este hombre no recibió la absolución sacramental del sacerdote; sin embar­go, el perdón de Dios había tenido lugar -yo estaba

convencido de ello-, y el camino del amor, obstruido hasta ese día, se había abierto para él.

Vi que Dios -o la vida- no carecía de un cierto humor un tanto negro: mientras había mantenido la obligación de la práctica religiosa, ningún encuentro del amor de Dios había sido posible, y en el momen­to en que este hombre había dejado aparecer la po­breza de su humanidad herida, las aguas bautismales de las lágrimas y la ternura de Dios le habían visita­do. Todo esto nos muestra bastante bien los peligros de una religión establecida desde la infancia y jamás puesta en cuestión. De esta manera es posible que personas bautizadas y practicantes fieles no alcancen nunca la primera conversión.

El difícil paso a la fe adulta

Un niño puede tener una bellísima fe infantil, y un adolescente puede tener una fe adolescente muy grande; pero mi experiencia me dice que es más difí­cil, si se ha sido bautizado de niño, llegar a ser un adulto en la fe. ¿Cuál sería el motivo? La razón prin­cipal, en mi opinión, hay que buscarla en la historia religiosa de nuestros países de vieja cristiandad. La catequesis de los bautizados de niños tiene lugar esencialmente en los años de la escuela primaria. Ahora bien, a esta edad, la catequesis, por muy com­pleta que sea y muy bien que se haga, es recibida con el corazón y las estructuras mentales de un niño de entre 7 y 11 años. Será una fe de niño, con todos los límites de esta edad. Cuando llega la adolescencia, tiene lugar la ruptura masiva con la educación infan­til y la práctica religiosa de este tiempo. Todo lo que caracterizaba a la infancia no sólo es rechazado, sino que en realidad se olvida. En seguida, cuando los

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jóvenes alcanzan la edad de la juventud adulta, deben afrontar los problemas de la vida profesional, social y afectiva, los cuales exigirán toda su energía y para los cuales la instrucción religiosa de la infancia no les ha preparado. Ahora bien, en este momento la Iglesia no ofrece a menudo más que un discurso de perseverancia o de vuelta a la fe de la infancia. Ésta es la razón por la que la mayor parte de los bautiza­dos de niños dejan de lado toda practica religiosa y toda búsqueda espiritual organizada. Algunos logran, bien que mal, prolongar la fe recibida en familia, no siempre porque se sientan a gusto con ella, sino para poder a su vez transmitirla a sus hijos.

De esta manera se encuentran, en nuestros países europeos de vieja cristiandad tres grandes tipos de personas que se dicen «católicas». Para los más nu­merosos, su creencia es una herencia familiar que aceptan reconocer en las grandes etapas de su vida: nacimiento, matrimonio y muerte. Pero esta creencia ya no tiene un contenido preciso y no compromete realmente la vida. Se dice cristiana, pero se la vive como todo el mundo, ni peor ni mejor. Otras perso­nas han mantenido de su catequesis infantil la llama­da moral de Jesús a amar al prójimo. Su fe no se ex­presa en una práctica religiosa, sino en los compor­tamientos de la vida, y en particular en una cierta generosidad con los pobres y las víctimas de nuestras sociedades de consumo. Esta moral, llamada «cris­tiana», produce una sensibilidad hacia las grandes causas humanitarias y, a menudo, compromisos con­cretos y serios en favor de los más desfavorecidos. Estos adultos hacen bautizar a sus hijos y los envían a la catequesis para que compartan los mismos valo­res que ellos, y en particular esa atención a los débi­les que contrarresta el egoísmo de nuestro mundo duro y despiadado.

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Finalmente, y éstos son los menos numerosos, tenemos a los cristianos que tienen una fuerte con­ciencia de pertenecer a su Iglesia y que constituyen la mayoría de los practicantes actuales. Se saben lla­mados y escogidos personalmente por Dios para tes­timoniar su fe cristiana en un mundo hostil o indife­rente. Hubo un tiempo en el que estos cristianos te­nían la ambición de cambiar el mundo y de «hacer cristianos a sus hermanos». Hoy en día se contentan con resistir a la increencia y seguir siendo fieles a pesar de todo. Su vida es un combate para defender­se de la roedura constante de la indiferencia y la falta de inquietud religiosas, pero ven claramente que sus esfuerzos son cada vez menos eficaces. No obstante, consagran toda su energía a levantar los muros del templo, a despertar el ardor de su fe y a luchar con­tra la secularización generalizada. Su fe los sostiene en este combate, y la cruz de Cristo los guarda de la desesperación; pero la inquietud habita en ellos, y una cierta tensión no los abandona nunca.

A estas tres grandes categorías de cristianos ha­bría que añadir un cuarto grupo que reuniría a todos los bautizados de niños que se sienten a disgusto en todas partes: en este mundo sin esperanza y sin in­terioridad, y en su Iglesia ronroneante y envejecida. Han mantenido el gusto por las cuestiones espiritua­les, pero no encuentran en la Iglesia las respuestas a sus cuestiones y las aperturas nutritivas. No pueden estar satisfechos de una práctica ritual repetitiva. La acción en el servicio a los otros no responde a todas sus cuestiones, y las propuestas religiosas que les son presentadas no convienen a su búsqueda espiritual. Intentan muchas cosas, cambian con frecuencia de orientación y arrastran su insatisfacción permanente. Este panorama no lo dice todo sobre los católicos actuales, pero muestra bien, a mi juicio, los límites

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de la primera conversión. Detengámonos todavía un momento, pues, en estos límites para comprender su significado.

Los callejones sin salida de la primera conversión

La primera conversión cristiana conduce a una per­sona al descubrimiento en su vida del amor primero, personal, gratuito y liberador de Dios. Esta experien­cia del amor de Dios lleva en su seno los frutos según dos grandes direcciones: por una parte, hace nacer en la persona un agradecimiento alegre que se expresa en el culto eucarístico y la oración de alabanza y, por otra, le invita a compartir lo que ha recibido ponién­dose al servicio de los demás. Todo esto es vivido en la esperanza de la eternidad bienaventurada, donde el amor divino, gustado aquí abajo, nos colmará sin lí­mites. En este cristianismo vive la gran mayoría de los cristianos convencidos, incluso si saben recono­cer la distancia que hay siempre entre lo que la boca proclama y lo que los actos realizan. Este cristianis­mo puede llenar toda la vida y dilatarla profunda­mente. Sin embargo, presenta todavía algunos incon­venientes, y a continuación subrayo algunos de ellos.

En primer lugar, divide el mundo en dos partes: están los que tienen la oportunidad de descubrir el amor de Dios y los que no lo experimentarán nunca. Ciertamente se nos explica que esto no les impedirá ser salvados en el más allá si se esfuerzan por hacer el bien sobre esta tierra siguiendo su conciencia recta. Desgraciadamente, se les promete así una feli­cidad paradisíaca en la que no creen necesariamente. Para ellos la vida humana se desarrolla aquí abajo, y no puede haber una felicidad futura que no pueda ser conocida y experimentada, aunque sólo sea parcial­

mente, en esta tierra. Este cristianismo que divide el mundo en dos (creyentes y no creyentes; los que creen en el cielo y los que no creen en él) conduce inevitablemente a los cristianos a una desviación denunciada con fuerza por el mismo Jesús: el farise­ísmo. Este consiste en situar a ciertas personas en una categoría positiva (¡la suya, evidentemente!), la de los creyentes convencidos y practicantes, y a todos los demás en una categoría negativa, la de los no creyentes no practicantes. «Dios mío, te doy gra­cias porque no soy como el resto de los hombres» (Le 18,11). Ésta es a menudo la oración inconscien­te de estos cristianos. «Menos mal que tenemos la fe; porque, si no, ¿qué haríamos para soportar la maldad de los hombres?».

Este cristianismo comporta otro inconveniente más teológico. En el cristiano que vive la primera conversión, el amor al hermano es la respuesta al amor primero de Dios o la consecuencia de este amor divino. Al don de Dios corresponde el contra-don del creyente, como señal de que el don primero ha sido bien recibido:

«Queridos míos, si Dios nos ha amado así, tam­bién nosotros debemos amarnos unos a otros» ( U n 4,11).

La experiencia del amor solícito de Dios conlleva una exigencia, un deber de amor al prójimo, y este amor al prójimo hace entrar en lo que el Evangelio llama el reino de Dios es decir, nos introduce desde aquí abajo en la relación de amor trinitario que es Dios mismo, hasta el día en que se extenderá perfec­tamente en el más allá:

«No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la

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voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21).

De este modo, podemos resumir la vida cristiana según el esquema siguiente:

DON — EXIGENCIAS — RECOMPENSA

El don del amor de Dios conduce al creyente al amor a sus hermanos, y este amor vivido le abre las puertas del reino de los cielos. Muchas palabras de Jesús han sido utilizadas tradicionalmente en la Igle­sia para justificar esta visión del cristianismo. Pen­semos, por ejemplo, en la parábola de los talentos. Dios ha entregado a cada persona uno, dos o cinco talentos, y ella debe hacerlos fructificar hasta el día en que se presentará ante el tribunal divino. Si enton­ces no puede presentar los beneficios, será expulsado \, «a las tinieblas. Allí llorará y le rechinarán los dien­tes» (Mt 25,14-30).

Esta manera de ver las relaciones entre Dios y los creyentes tiene en la Biblia un modelo, a saber, el concepto ya mencionado de Alianza, que deriva de los pactos que los reyes hacían con sus vasallos. Dios propone gratuitamente su Alianza al hombre, que se compromete a respetar todas las cláusulas de esta Alianza, y recompensa a los fieles que se someten dándoles protección, vida y felicidad. Este modelo de Alianza recíproca entre Dios y el hombre tiene la ventaja de poner de relieve la iniciativa divina y la responsabilidad humana en el intercambio, pero tie­ne numerosos inconvenientes.

Nos hace creer que Dios y el hombre están en el mismo plano, aun cuando sea Dios el que tenga la iniciativa del pacto. Ahora bien, no hay igualdad entre los dos miembros de la Alianza. El amor pri­mero de Dios «impone» la respuesta obediente del

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hombre. No hay, pues, una real libertad humana en esta relación. Por otra parte, este pacto de Alianza establece entre Dios y el hombre una relación mer­cantil de donante a donante. Una vez que el pacto de Alianza concluye, el primero que pone en cuestión los términos del contrato se convierte en infiel y debe sufrir las consecuencias de su infidelidad. El perdón es siempre posible, ciertamente, pero a condición de que el pecador lo pida. El pecado de los hombres no forma parte del pacto y debe ser castigado. Esta rela­ción entre Dios y los hombres no puede conducir a éstos más que a una culpabilidad desesperada, a una rebelión violenta o al abandono de toda vida religio­sa. Finalmente, este modelo nos lleva a pensar que la fidelidad a los compromisos de la Alianza produce necesariamente felicidad y bienestar, y que la infide­lidad conduce a la desgracia y la muerte. Ahora bien, siempre se ha constatado que las cosas no ocurren así.

Finalmente, y para concluir esta reflexión sobre los inconvenientes de una religión edificada sobre el concepto de Alianza, subrayaría que este cristianis­mo provoca con frecuencia desviaciones graves en el comportamiento de los cristianos:

a) o bien el cristiano se instala dentro de una au-tojustificación beata, con la convicción de que cum­ple mal que bien las exigencias inherentes a la Alian­za con Dios. Desde luego que no es perfecto, pero Dios es bueno y misericordioso. Si triunfa, si todo le va bien, es señal de que Dios lo bendice y de que está cumpliendo su voluntad. Puede tener, por tanto, bue­nas razones para creer que obtendrá la recompensa eterna en el reino de los cielos;

b) o bien el cristiano vive en la culpabilidad y la angustia, con el sentimiento de haber sido encerrado

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por Dios mismo dentro de un chantaje afectivo del que no puede salir. El amor de Dios por él es tan grande que él jamás estará a la altura para responder. Se dice en el Evangelio: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». ¿Quién puede realizar estas palabras? Cristo nos amó hasta morir en la cruz. ¿Es necesario que lleguemos al extremo de destruirnos a nosotros mismos para amar a los demás y probar a Dios que correspondemos a su amor? Ese amor de Dios por nosotros, ¿no conduce al hombre a la deses­peración o al odio? En cualquier caso, muchos cris­tianos viven su fe con tristeza y piensan que el des­precio por sí mismos y su propia humillación son un homenaje devuelto a Dios.

Así pues, el esquema: DON EXIGENCIAS RECOMPENSA,

que resume perfectamente el modo en que los cris­tianos viven cotidianamente su relación con Dios, no puede convenir al cristianismo. De una parte, no se realiza generalmente en la vida a largo plazo. Es cier­to que al comienzo de la conversión el descubri­miento del amor de Dios cambia verdaderamente el gusto por la vida y le da una dilatación, una profun­didad y una alegría muy reales. Pero el entusiasmo de los inicios se enfría como en toda relación amoro­sa, y la religión deviene progresivamente una peque­ña transacción comercial con Dios que se resume en algunos esfuerzos por no merecer la condenación di­vina. Por otra parte, Jesús mismo combatió enérgica­mente esta religión. Algunas de sus parábolas consti­tuyen un cuestionamiento fundamental del mercanti­lismo religioso, como el de los obreros enviados a la viña (Mt 20,1-16). El viñador que no trabajó más que una hora en la viña es el primero al que se le paga, y se le retribuye tanto como al que se esforzó durante

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todo el día y soportó los fuertes calores. Para Jesús, Dios no es «justo» a la manera humana, y nosotros no seremos juzgados según la cantidad de trabajo que hayamos realizado en nuestra vida.

Además, y a poco que consideren cómo es la vi­da, los cristianos experimentan rápidamente que si la primera parte del esquema funciona siempre (el don del amor de Dios entraña exigencias de amor al pró­jimo), la segunda parte se hace cada vez menos evi­dente (el cumplimiento de las exigencias no conduce a la recompensa). Por más que se traslade esta re­compensa al más allá, no se puede dejar de pensar que, si la recompensa se ofreciese al comienzo del cumplimiento de las exigencias, se tendría algún sabor anticipado ya aquí abajo. Ahora bien, no suce­de así generalmente, sino que se identifica la recom­pensa con la satisfacción completamente narcisista del deber cumplido. La bondad, el amor y el per­dón a los hermanos no producen la felicidad y el bien que se esperan. El compartir los bienes no conduce a la justicia, y la justicia no produce la paz, a pesar de lo que se diga. Los justos son y serán siempre perse­guidos, los hombres de bien son explotados, y los que perdonan son ridiculizados. La felicidad y la vir­tud no van a la par, como tampoco la desgracia y la villanía.

Naturalmente, siempre se puede salir de la situa­ción confiando a pesar de todo en Dios, que un día, el Gran Día, recompensará a los buenos y castigará a los malos. Pero, mientras tanto, son los malos los que prosperan, y los buenos los que son estafados. Esto significa que no se puede estar esperando mucho tiempo algo que nunca llega a realizarse o que no estaría más que en germen en este mundo. En tal caso, esto ya no es esperanza, sino ilusión u obstina­ción. Ahora bien, con demasiada frecuencia la reli-

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gión funciona como una ilusión y es vivida en la obs­tinación, haciendo creer que a fuerza de amor y de bondad el mundo será transformado y se creará un paraíso, y si esto no sucede hoy, sucederá mañana o en otra parte. Pero la realidad no se pliega a nuestros sueños y deseos, y lo que la experiencia impugna, también la Biblia lo pone en cuestión. Os invito a hacer un pequeño recorrido por el libro de Job, que ilustra perfectamente el drama de los creyentes que han puesto su fe en la justa retribución de Dios y se encuentran un día desamparados.

Las protestas de Job y el silencio de Dios

Lo que es provocativo en el libro de Job es que la his­toria de este personaje es un áspero repudio del men­saje central de la Biblia. Nos obliga a no tomar la Biblia como un libro de verdades eternas y sagradas que hay que aceptar sin reflexionar, sino como un camino que recorrer con riesgos y peligros, siguien­do el bien de los otros antes que el nuestro, para in­tentar el encuentro con un Dios que no está hecho a nuestra medida. La Biblia no deja de proclamar por medio de sus profetas y sus sabios que Dios da la felicidad a quienes le son fieles. Job afirma que esta verdad la contradicen cada día los hechos, y que es incluso lo contrario lo que sucede: son los malos quienes prosperan y son felices, mientras que los jus­tos y los fieles son miserables y despreciados.

El libro de Job se presenta como una obra de tea­tro que pone en escena a un hombre rico, piadoso y recto. Mientras duran sus días felices, su fe y su prác­tica religiosa son ejemplares. Por eso, cuando llega la desgracia, se vuelve hacia Aquel en quien ha puesto su confianza para gritarle su angustia y esperar de él

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el socorro. Pero Dios no responde a su oración. Cuanto más se agranda el sufrimiento de Job, tanto más parece distanciarse Dios de él. Sus amigos vie­nen a visitarlo uno tras otro y le sueltan las buenas palabras que suelen decirse en tales circunstancias, pero ninguna de ellas aplaca su cólera y sus protes­tas. A medida que la obra se desarrolla, nos damos cuenta de que, a través del drama personal de Job, lo que se describe es la situación de todo el pueblo judío y, junto con ella, la realidad dolorosa de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos que se sin­tieron decepcionados, desesperados y escandalizados por el silencio de Dios.

Si Dios es bueno, si ve todo y lo puede todo, ¿có­mo puede no intervenir para salvar al débil que con­fía en él? La Biblia nos dice que en los tiempos anti­guos Dios salvó al pueblo que gritaba su angustia en Egipto y que lo apretó contra su mejilla del mismo modo que una madre protege a su hijo. ¿Por qué hoy no hace nada? Job no comprende este comporta­miento. Su amor a Dios era sincero, y el culto que le ofrecía no era hipócrita. Entonces, ¿por qué Dios no mueve ni un dedo para venir ahora en su ayuda? ¡No es él, Job, quien ha roto el pacto de la Alianza, sino Dios quien, con su silencio e inacción, es infiel a su Palabra! Si no hace nada por liberar al desgraciado y al inocente que lo imploran, es que consiente su des­gracia y se vuelve cómplice de la injusticia. Dios es culpable de no asistir al que se halla en peligro. ¿O es qué entonces -Job llega hasta este extremo en su angustioso lamento- ese Dios que se dice bueno y omnipotente es un Ser perverso y un criminal?

El silencio de Dios no es un accidente de la his­toria. Desde la noche de los tiempos, Dios se mues­tra indiferente con respecto a los niños maltratados, las mujeres y los hombres humillados y oprimidos.

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Se declara Salvador de los pequeños y los débiles, pero no hace lo que dice. ¡Cuántas oraciones no aten­didas...! ¡Cuántos gritos olvidados...! ¿Cómo se puede confiar en la bondad y en el poder de Dios cuando el mal reina como dueño del mundo? Cuando Abel fue asesinado por su hermano Caín, Dios se preocupó más de proteger al asesino que de socorrer al inocente. Cuando Job se pudre en el estiércol y lanza su grito hacia el cielo, son el silencio y la indi­ferencia los que le responden; y cuando un niño es colgado en Áuschwitz ante los ojos de todos los sepultados vivos, Dios se calla desesperadamente.

Los amigos que vienen aparentemente a escuchar a Job y a compartir su sufrimiento se dan prisa en socorrer a Dios, como si él tuviese necesidad de ellos para defenderse. Sus argumentos son argucias sin \ valor, pero son los mismos argumentos que las almas bellas y los defensores del honor de Dios nos reser­van siempre: «Dios te está poniendo a prueba. Si sufres, es que has pecado. Arrepiéntete y Dios te res­tablecerá. Y la prueba de que has pecado es que dis­cutes la justicia divina. Así socavas la piedad y arrui­nas la religión» (15,4 s.). ¡Ah, el sentimiento religio­so y bienpensante que en seguida tiene a punto una respuesta! No se apresurarían a hablar, estos aboga­dos tan bien intencionados, si hubiesen conocido por sí mismos la quemazón de la desgracia y la negra soledad de la desesperación.

Job no soporta los discursos de estos buenos apóstoles. Rechaza, sin embargo, las dos conclusio­nes a las que conduce el desgarrador silencio de Dios: negarlo o someterse a su voluntad. La primera tentación se la sugiere su mujer: «¿Aún persistes en tu integridad? ¡Maldice a Dios y muérete!» (2,9). Job no quiere entrar en esta vía del ateísmo bajo el pre­

texto de que sufre. Esto sería reconocer su derrota, porque para él negar a Dios es una manera de huir del combate y suprimir la cuestión porque no se encuen­tra la respuesta. Lo que Job quiere es ganar su pro­ceso contra Dios. Quiere que su inocencia sea reco­nocida y que Dios se retracte públicamente.

«¡Si supiera cómo encontrarlo, cómo llegar a su morada! Expondría ante él mi causa, llenaría mi boca de argumentos... Mas voy a oriente y no está, a occidente y no lo encuentro; lo busco al norte y no aparece, en el sur se esconde y no lo veo» (23,3-9).

La otra tentación que Job rechaza, ya mencionada, es la que le sugieren sus amigos en sus largos, sedantes y empalagosos sermones: la sumisión a la voluntad misteriosa de Dios. Ante la majestad divina, el hom­bre no puede más que humillarse y arrepentirse en el polvo y la ceniza; y si no lo hace, su actitud es tacha­da de blasfema. Para Job y para todos aquellos a los que el sufrimiento destruye, el pecado del hombre no puede explicar las desgracias que lo golpean, porque el hombre mismo es una criatura de Dios. Si todo viene de Dios, que en última instancia es responsable de todo, es a Dios a quien corresponde explicarse ante la injusticia, la ignominia y la angustia humana, y no a los hombres humillarse y pedir perdón. Si los hombres son malvados, si el mundo está mal hecho, el primer responsable es Dios, y es él quien tiene que dar cuentas. Por eso Job mantiene su proceso contra Dios:

«Guardad silencio, voy a hablar yo. Me ocurra lo que me ocurra, agarraré mi carne con los dientes,

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pondré mi vida en mis manos; aunque quiera matarme, lo esperaré, pues pienso defenderme a su cara; con eso me daría por salvado, pues el impío no comparece ante él» (13,13-16).

Evidentemente, después de esta requisitoria, uno es­pera con impaciencia la intervención de Dios y se pregunta qué sistema de defensa va a desarrollar. Es­peramos que la Palabra de Dios indique un camino posible entre la muerte de Dios y el absurdo del mun­do, los dos callejones sin salida que Job rechaza. Pero cuando, finalmente, Dios comparece en el pro­ceso abierto por Job, su doble alegato nos decepcio­na profundamente. En la barandilla del tribunal hace la apología de sus obras, de su gloria, su poder y su sabiduría. El discurso altivo que asesta a Job es todo menos convincente, y no nos aclara nada acerca de su conducta. Parece que recoge todos los argumentos que los amigos de Job le habían endilgado impertur­bablemente. Por eso el final del libro de Job suele dejar al lector molesto e insatisfecho: ¡todo este dra­ma, todos estos gritos e imprecaciones para nada...! Job es restablecido en su integridad primera y puede reanudar su vida allí donde se había interrumpido, como si nada hubiese pasado. Y sin embargo...

Dos señales nos ponen en camino y nos permiten descubrir que la profunda crisis que Job atravesó no fue en vano. A nosotros, lectores, nos resulta difícil comprender qué ha cambiado en Job, porque sólo aquel que ha pasado la prueba sabe cómo su mirada y su vida han cambiado. La primera señal es esta palabra de Dios dirigida a los amigos de Job:

«Estoy enfadado contigo [Elifaz] y con tus dos amigos, pues no habéis hablado bien de mí, como mi siervo Job» (42,7).

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«Blasfemando» en su sufrimiento contra la perversi­dad y la maldad divinas, Job habló mejor de Dios que sus amigos cuando se encargaron de defenderlo. Esto significa que, callándose y absteniéndose de interve­nir en el drama de Job, Dios le reveló con más clari­dad quién era y cómo lo amaba que si hubiera acudi­do a ayudar a su amigo a la primera llamada y lo hu­biera salvado milagrosamente. El silencio de Dios dejó todo su tiempo y su lugar a la palabra de Job, y esta palabra, tomada con coraje y pasión, le permitió encaminarse hacia una verdad y una libertad que no habría conocido jamás si Dios hubiese intervenido inmediatamente en su vida. Porque, si el Dios de la Biblia es el Dios que habla a los hombres, es también el que los escucha. El se revela tanto escuchándolos como hablándoles. Y si Dios los escucha, es porque quiere que existan libremente delante de él y se ha­gan cargo ellos mismos de su propia vida, sin estar esperando constantemente de un Dios providente las ayudas que necesitan. Ésta es la razón por la que los amigos de Job no son felicitados, porque, en lugar de defender el honor de Dios, habrían estado más inspi­rados y sido más útiles callándose para recibir las protestas vehementes de Job.

Una segunda señal, dejada en el texto, nos mues­tra que Job ya no es el mismo hombre. En efecto, pronuncia esta palabra inesperada en su boca y com­pletamente misteriosa para nosotros:

«Sólo de oídas te conocía, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento echado en el polvo y la ceniza» (42,5-6).

La prueba y el silencio de Dios hicieron «ver» a Job algo que no conocía más que «de oídas». Como buen judío que era, Job sabía que Dios es el Único, que no

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hay otro más que él, y que su nombre es YHWH: «YO soy el que soy». Creía profundamente, pero su fe seguía siendo un conocimiento recibido y aceptado como algo evidente. La crisis le obligó a decir toda la verdad acerca de lo que estaba viviendo, y el silen­cio interminable de Dios le permitió expresar sin re­servas lo que sentía y pensaba de su relación con él. La oleada de palabras de Job, al no ser interrumpida por una intervención divina, lo condujo a un silencio que le permitió percibir, asombrado, lo inaudito de Dios. Hablando, Job pudo deshacerse de su fe infan­til en un Dios «retribuidor», hasta que su palabra angustiada y rebelde se agotó y quedó en calma, en un silencio que deja que Dios sea Dios. Antes de su paso por la crisis, Dios era el satélite de Job, como la Luna que gira alrededor de la Tierra, siempre pre­sente para iluminar sus noches y alegrar su corazón. Después de la prueba, Job se descubre solo sobre la tierra. Se pone en pie y toma la vida en sus manos con una confianza en Dios que no exige nada a cam­bio. Deja su huelga de hambre contestataria y se acepta vulnerable, pero libre.

Así pues, la fe en Dios no preserva al creyente de la prueba y el sufrimiento, ni siquiera cuando busca en la religión ayuda para la angustia y salud para la enfermedad. Pide a la religión protección y libera­ción, y un día u otro descubre que la fe en Dios es una prueba que hay que atravesar. Dios no exige na­da de nosotros, pero la fe en él es terriblemente exi­gente. Su silencio es una prueba extenuante que nos revela quién es él y quién es el hombre delante de él. Tanto si calla como si habla, Dios se da a conocer como Dios. El profeta Isaías lo presintió perfecta­mente, y por eso hizo esta reflexión:

«De cierto que tú eres un dios oculto, el Dios de Israel, salvador» (45,15).

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La religión como camino hacia la segunda conversión

Creo que debe reconocerse que la religión, con su sistema de ritos, creencias y oraciones, puede ser un buen medio para protegerse de la llegada de la depre­sión espiritual. Diciéndonos lo que es necesario creer y pensar, jalonando nuestro camino para no errar en la incertidumbre lejos de Dios, nos permite ordenar nuestra vida con seguridad y tranquilidad. Por otra parte, codificando y organizando nuestras relacio­nes con Dios, nos protege de los riesgos de la rela­ción con Él. Las dos partes, a nuestro juicio, salen ganando. Dios mantiene en torno a Él adoradores fie­les y sumisos, y el creyente se asegura un Protector poderoso contra las angustias existenciales demasia­do profundas. La fe en Dios no es una aventura arriesgada, sino una seguridad contra las angus­tias de aquí abajo y las incertidumbres del más allá, con tal de que se observen algunas obligaciones indispensables.

Este sistema protector es sostenido por los res­ponsables religiosos, que por su cargo están más in­clinados a mantener al rebaño en la obediencia a las reglas comunes que a ponerse al servicio del desa­rrollo de la libertad y la responsabilidad de cada indi­viduo. Por otra parte, es normal que los seres frágiles y heridos por la vida recurran a la religión para encontrar una ayuda y no hundirse en la desespera­ción. Algunos días, ante el agujero negro de la angus­tia, el único recurso es una vela encendida ante una imagen de la Virgen, el estipendio de una misa o la recitación de los misterios del rosario. ¿Quién puede arrojar una piedra a los que se agarran a esta boya religiosa para no ahogarse? En nombre de todos los desgraciados sin defensa, es preciso tener abiertas

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todas las tiendas del templo, nos dicen las autorida­des religiosas. Y, sin embargo, llega un día en que las mesas de los comerciantes son volcadas, y el dinero de los cambistas dispersado (Me 11,15). Entonces debemos saber afrontar la tempestad de la travesía (Jn 2,13-22).

Porque toda religión, y en particular la religión cristiana, está hecha no para protegernos de los ries­gos de la vida, sino para enseñarnos a atravesarlos y superarlos. El Dios de la Biblia es el que llama a su pueblo a abandonar la esclavitud de Egipto, a mar­char sobre el mar y a atravesar «ese desierto grande y terrible entre serpientes abrasadoras y escorpiones, lugar de sed y sin agua», como dice el Deuteronomio (8,15). Y no tenemos dificultad en reconocer en este desierto la travesía de la vida y sus riesgos. Jesús \ mismo provocó una tempestad en medio de los ere- \ yentes de su tiempo con la voluntad, manifestada sin cesar, de hacerles salir de todo el aparato religioso que habían levantado poco a poco, a lo largo de su historia, para protegerse del gran viento divino:

«¡Hipócritas!, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: "Este pueblo me honra con los la­bios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me dan culto, pues las doctrinas que enseñan son preceptos humanos"» (Mt 15,7-9).

Si Jesús se muestra a veces tan culpabilizador, intra­table y exigente, es porque quiere arrancar a sus con­temporáneos, y en particular a los más religiosos de entre ellos, de su sueño espiritual o de su miedo a equivocarse. Todos los que se encontraron con Jesús sintieron la sacudida desestabilizadora que él causa­ba y que los obligaba a reaccionar y a tomar partido a favor o en contra de él. Esto es lo que le pasó, por ejemplo, a Nicodemo (Jn 3). He aquí a un maestro en

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Israel, un profesor de religión y un especialista en las relaciones con Dios, que viene en busca de este otro Maestro para que le ilumine con respecto a él. Se da cuenta de que Jesús es una persona humana y reli­giosamente digna de confianza, pero lo que dice y lo que hace no se corresponde con el Dios codificado por la Tradición. Para Jesús, la noche en la que Nicodemo se encuentra es su oportunidad. Le dice solemnemente:

«Yo te aseguro que el que no nazca de nuevo [o de lo alto, que viene a ser lo mismo] no puede ver el reino de Dios» (3,3).

Jesús provoca una crisis en su interlocutor para con­ducirlo a esta segunda conversión, que es el verdade­ro nacimiento a la vida:

«¿ Cómo es posible que un hombre ya viejo vuel­va a nacer? ¿Acaso puede volver a entrar en el seno materno para nacer de nuevo?» (3,4).

Hasta ahora, el maestro Nicodemo se sabía al dedillo las Palabras de vida y podía comentarlas indefinida­mente; pero estas Palabras eran un saber sobre Dios o un producto para exportarlo a los demás. Le queda una travesía que realizar, y es la más difícil: tomarle la palabra a estas Palabras de vida y, a continuación, embarcarse él mismo tras ellas, abandonando todas sus seguridades:

«El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni adonde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu» (3,8).

La primera conversión produce en nosotros un des­pertar y una iluminación que nos ponen en pie y en marcha; pero su camino nos lleva en seguida, detrás de Cristo, a la pérdida de nuestras referencias huma-

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ñas y religiosas. Es entonces cuando somos invitados a aventurarnos, entre riesgos y peligros, por el escar­pado sendero de la segunda conversión. Produciendo en sus discípulos el hundimiento de las convicciones y certezas religiosas mejor establecidas, Jesús los provocaba a atreverse a dar el paso de la confianza a pesar de la noche. Por eso, después de su discurso del pan de vida,

«...muchos de sus discípulos, al oír a Jesús, dije­ron: "Esta doctrina es inadmisible. ¿ Quién puede aceptarla ?" Desde entonces, muchos de sus dis­cípulos se retiraron y ya no iban con él. Jesús preguntó a los doce: "¿ También vosotros queréis dejarme?" Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan la vida eter­na "» (Jn 6,60-68).

En el camino de la fe, en un cierto momento, no tene­mos más elección que dejar que todo se venga abajo o emprender la gran travesía. Jesús dice a Nicodemo y a todos los que atraviesan la noche de la fe y el dolor de la desesperación: «Tenéis que nacer de lo alto». ¡No tenéis elección! Hay que salir por lo alto para alcanzar la otra orilla. Tal palabra no pudo ser dicha más que por alguien que tomó este camino y lo siguió él mismo hasta el fin.

3 La depresión religiosa

¡Que nadie piense que uno se compromete fácilmen­te y a la ligera en el camino de la segunda conver­sión! Nadie elige voluntariamente abandonar sus seguridades humanas y religiosas para aventurarse en las aguas negras y afrontar el proceloso violento de la travesía con el fin de ganar la otra orilla. Estás obligado como un enfermo a cuidarte, o como un alpinista demasiado centrado en su escalada para dar media vuelta: ¡tiene que continuar hasta la cima si quiere salvarse! Cuando sufres una prueba o una des­gracia, tienes que escoger entre dos actitudes: o bien protestar, vociferar y maldecir la mala suerte, a los demás, a Dios y a ti mismo, o bien, en medio de las lágrimas, consentir la prueba para encararla mejor y transformarla. Así es como se entra en la segunda conversión.

Tres caminos hacia la segunda conversión

Así como he hablado de las tres puertas que condu­cen a la primera conversión, querría ahora mencionar tres maneras diferentes de ser convocado a este cam­bio de todo el ser, necesario para entrar en el país de la libertad y la alegría. La primera consiste en estar hundido en una desesperación tan grande que no puedes salir de ella más que tirando por la borda todo lo superfluo, para poder alcanzar la orilla salvadora.

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Es la prueba de la depresión moral y espiritual que te aplasta y te conmina a cambiar de vida. La segunda manera de avanzar hacia la segunda conversión pare­ce oponerse completamente a la primera. Consiste en lanzarse al disfrute de la vida desprendiéndose apa­rentemente de todas las obligaciones morales y de to­das las referencias religiosas. Evitas entonces a todo trance las pruebas y el sufrimiento, y por ello mismo, si llegas hasta el fin del camino, experimentas la so­ledad y la pobreza que te abren a la aventura espiri­tual de la segunda conversión. Finalmente, el tercer camino de la conversión, que no es el menos extraño, es la exigencia con que te obligas a comprometerte en una senda religiosa. El camino de la práctica evangélica te conduce a un despojo y descuartiza­miento tan completos que te ves obligado a soltarlo todo para recibir de Otro y en la noche una salvación que se te escapa. Otras vías son posibles, pero estas tres bastan para mostrar cómo tu resistencia a la con­versión te lleva a ella con mayor seguridad.

El hundimiento desesperado

Éste comienza a veces por un cansancio que se ins­tala en ti y vuelve pesado todo cuanto emprendes. El cuerpo rechina y la voluntad renuncia. Rehuyes la mirada de tu prójimo, y las conversaciones habitua­les te fastidian. Tu propio rostro en el espejo se te vuelve insoportable. Cumples todavía con tus tareas cotidianas, pero han perdido todo su interés. Resistes y resistes. O bien es una prueba que te cae encima sin avisar y te deja aturdido y golpeado: dificultades económicas, un desgarrón de la salud, un cambio de trabajo, el paro, el duelo, un desacuerdo en la pareja, el divorcio, la soledad... Un sentimiento de fracaso te invade. No tienes gusto por nada: eres incapaz de

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reaccionar. Ya no te estimas: te sientes imposibilita­do para interesarte por tal asunto.

Todavía aparentas alegría de vivir y fuerza de ca­rácter, pero suena a falso, y no te engañas. Algo se ha roto en ti. El sentimiento de la vida ha desaparecido. Un velo de tristeza e impotencia lo cubre todo. Tus entusiasmos del pasado te parecen ingenuos, y miras con ironía a los que todavía creen. Sabes dar el pego e interpretar la comedia. Hay dos personajes en ti: uno mira al otro y se aflige. Ya no hay en ti ni alegría profunda, ni aliento, ni satisfacción y paz verdaderas. El trabajo no te satisface, las relaciones humanas te pesan, a la vez que la inacción y la soledad se vuel­ven insoportables. Es como si un cambio de agujas hubiese fallado en un cierto momento, a pesar tuyo, y desde entonces tu vida se desarrollara fuera de ti y sin ti. Una inmensa sensación de pesar no te abando­na: si hubieses tenido una infancia más afectuosa y positiva, si los problemas de salud no te hubiesen hecho daño, si hubieses conocido gente más intere­sante, si, si, si... La suerte te fue siempre esquiva, y todas las desgracias se aliaron contra ti.

Tu desfallecimiento moral y tu hastío de la vida engendran en ti una profunda tibieza espiritual. No sólo ha desaparecido el fervor inicial por Dios, sino todo interés por las cosas religiosas. Tu fe está vacía por dentro. Las ceremonias y los discursos religiosos te dan ganas de salir huyendo. Tus oraciones no son más que formulas aprendidas y mantenidas por causa de otras personas, de los hijos, del medio, de la ruti­na. Todavía crees en Dios, pero es una cascara vacía. No haces nada reprensible, pero no sientes gusto por nada bueno. ¡Incluso el mal lo haces mal! Por otra parte, no sabes dónde están el bien y el mal. Todo vale, todo es falso. ¡Diste mucho hasta hoy, y ahora

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ves adonde te ha conducido! Encuentras tu vida mediocre e insípida y te vuelves agresivo contra los demás, que, según crees, se las arreglan mejor que tú y no te comprenden. Por dentro estás frío; por fuera, rígido. Tu vida está presa en los hielos de la ansie­dad: no puedes más y no quieres moverte.

Si tu vida está de tal modo petrificada, es que hay dentro de ti un sufrimiento, escondido y desgarrador, que lo polariza y contamina todo. Es como un quiste que te está haciendo daño y a partir del cual el dolor se propaga por todo tu ser, como una decepción infi­nita y desconocida que pudre tus pensamientos, para­liza tu voluntad y petrifica tu corazón. Todo en ti es mentira y falsedad, fallo y fracaso. Un gran miedo se instala dentro de ti: miedo a actuar y miedo a no hacer nada. Estás imposibilitado para decidir, para elegir, para avanzar. A veces sientes tanto pánico que sales huyendo a la calle o te refugias en el sueño. Provocas catástrofes únicamente para no sentir más este maremoto que te sumerge. Todo está perturbado en ti. Quieres pedir ayuda, pero ningún sonido sale de tu boca. Quedas postrado en tu rincón, incapaz de moverte. Detestas a los que se apiadan de tu suerte y desprecias a los que no hacen nada por ti. No tienes fuerza para rebelarte y romperlo todo. Es la deso­rientación, el vacío, la ausencia y el hastío de todo.

Tu sufrimiento, cuando le dejas hablar un poco, te sugiere que nunca debiste haber nacido, que estás de sobra en esta tierra y que, desde siempre, eres un peso, un sufrimiento y una desgracia para los demás. Te parece que esta verdad resume toda tu vida y se convierte en la verdad de ti mismo: ¡existir y vivir es un error! Por otra parte, tu fervor religioso y tu fe en Dios no sirvieron más que para enmascarar esta ver­dad insostenible. Si creíste en Dios, fue para olvidar

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que tu nacimiento es una desgracia, y tu existencia un sinsentido. La religión desviaba tu atención y te hacía sentirte importante. Pero en realidad no es más que una falsa apariencia. Dios no es más que una ilu­sión, el mundo un absurdo, y tu vida un desperdicio. La fe se vuelve irrisoria y mentirosa. Es el juguete que se da a los niños para que se queden tranquilos y no piensen más. En la religión todo es ridículo, mez­quino y lastimoso. Incluso las páginas más bellas del Evangelio parecen palabras vacías y cuentos fantás­ticos. Una inmensa cólera fría se apodera de ti, un odio que no llega a explotar en rebeldía y violencia, pero que se vuelve contra ti y te ahoga como un col­chón de impotencia y silencio.

El amor ha desaparecido. Ni siquiera un pequeño oasis de ternura hacia alguien, hacia algo, hacia ti, hacia nada. Es el reino de la ausencia y el absurdo. La única solución sería eliminarte, pero ni siquiera eso está a tu alcance. Esta incapacidad para decidir es a veces tan fuerte que crees que una fuerza satáni­ca ha tomado posesión de ti. Espíritus malhechores rondan a tu alrededor: algunos te echaron el mal de ojo y estás preso de los demonios. Acudes entonces como un loco a todos los charlatanes, radiestesistas, astrólogos y otros magos encargados de librarte de las fuerzas que te oprimen y te manipulan. Por ti mismo te resulta imposible salir de la ciénaga en la que te hundes. Y al mismo tiempo, nadie puede sa­carte de la situación si tú no das el primer paso. Lo has intentado todo: los esfuerzos, el sueño, el depor­te, la medicina, la magia, la religión, etcétera. Nada ha podido impedir el deslizamiento a los infiernos. Para no sufrir demasiado este decaimiento, te insta­las en la inmovilidad, en la insensibilidad y en la inhumanidad. Tu único recurso es vivir sin pensa­miento, sin sentimiento, sin emoción. Tu sequedad

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interior se convierte en tu ascesis, y de tu ansiedad haces una renuncia. Llegas incluso a llamar «amor desinteresado» a tu dolorosa frustración. De este modo, tu sufrimiento oculto consigue la hazaña de hacer del mal un bien: transforma tu hastío de la vida en don de sí, tu tristeza en humildad, tu insensibili­dad en sacrificio por los demás. No sólo las palabras no tienen sentido, sino que dicen exactamente lo contrario de lo que significan.

¿Cómo salir de esta inversión de todos los valo­res? ¿Cómo librarse de esta falsedad absoluta? Es necesario romper el círculo vicioso; pero ¿quién pue­de hacerlo? Es preciso detener la espiral infernal que te aspira irresistiblemente hacia abajo; pero ¿cómo? No es posible apoyarse en uno mismo, en la propia voluntad, en el instinto de vida para reaccionar. La voluntad y el gusto están muertos. El animal que hay en ti está acostado y ya no es capaz de levantarse. Tampoco es posible contar con los demás: están demasiado lejos de ti, son ajenos a tu desgracia, demasiado torpes e incompetentes para servirte de ayuda. Y, por otro lado, no es una ayuda lo que nece­sitas, sino otra cosa. Pero ¿qué? La vuelta atrás está bloqueada, lo cual, por otra parte, significaría volver a recorrer el mismo camino. La mano tendida a los demás no encuentra a nadie, el grito lanzado a Dios resuena en el vacío, y la confianza en ti mismo se apaga. Es la fe primaria, original y esencial la que está muerta: la fe en la vida, la posibilidad de encon­trar en alguna parte un punto de apoyo para existir.

¡Y si al menos fueras tú el único o la única que estuviese deprimido...! Todo el mundo a tu alrede­dor tiene cara de cuaresma y arrastra su vida entre quejas y resentimientos. ¡Toda Francia está deprimi­da! Europa se deprime y da vueltas en torno a su

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impotencia. Ves cómo el mundo entero se hunde en la locura y la barbarie. La televisión, los periódicos, las conferencias y los libros no terminan nunca de mostrar la infelicidad del mundo y la estupidez hu­mana. Todos tienen miedo del vecino y se encierran detrás de sus alarmas y seguridades. Se responde al malestar y a la injusticia sociales con una agresividad estéril y una xenofobia humillante. Todos están pre­parados para pisotear a su semejante y mantener así su lugar al sol. Al activismo y el estrés de unos res­ponden el paro y la inutilidad de otros. Nuestra so­ciedad padece una esquizofrenia avanzada.

En medio de esta depresión universal, muchos buscan un remanso de paz y seguridad en el círculo familiar y las relaciones afectivas íntimas, pero este barco hace agua por todas partes. Las tensiones y rupturas familiares se multiplican, las parejas son cada vez más inestables, las relaciones se exacerban y las desviaciones sexuales se generalizan y se pre­gonan. Todo este malestar social tiene su úlcera abierta en el desenfreno consumista, en el refugio en las sensaciones fuertes y aturdidoras, en el suicidio lento del alcohol y las drogas o en el suicidio rápido de la muerte violenta. Nuestra sociedad deprimida se balancea entre el repliegue de cada uno sobre sí mismo y los arrebatos de rebeldía o generosidad sin futuro; entre la agitación enfermiza y extenuante y el inmovilismo angustiado y doloroso. En esta socie­dad, donde cada noche la mayoría de la población se mira en el espectáculo trucado de la caja tonta, la perversión se erige en modelo y los buenos senti­mientos justifican la estupidez extrema. Es así como la depresión social alimenta la depresión individual, que, a su vez, acelera la depresión social.

En este clima de morosidad generalizada es imposible no señalar la depresión del propio cristia-

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nismo. Lo que salta a los ojos es la crisis profunda por la que está pasando en nuestros países económi­camente desarrollados. En nuestro mundo tan rico y poderoso, en el que el cristianismo ha dejado una profunda marca, la miseria espiritual es intensa, par­ticularmente en las Iglesias cristianas. Se diría que la religión cristiana ya no tiene vigor ni futuro. La vita­lidad espiritual intenta refugiarse en grupos piado­sos, fusionados, tradicionalistas o sectarios, pero mu­chas veces no es más que una moda temporal, un re­fugio contra la violencia de la vida, y deja un gusto amargo y una decepción larga que hay que evacuar cuando uno se encuentra de nuevo con la realidad. Los países de gran vitalidad religiosa se hunden en la indiferencia o la violencia confesional, desde que la libertad política y la búsqueda del provecho vinieron \ a reemplazar a las viejas opresiones.

Para explicar la desafección de tanta gente por la práctica religiosa y la moral cristiana, se acostumbra a echar la culpa a las facilidades modernas, a la su­perficialidad de la juventud, a los perjuicios de la cultura de masas o a la permisividad mundana. Sin embargo, considerándolo más detenidamente, com­pruebas que es el cristianismo mismo el que no dice nada a la mayoría de los hombres y mujeres de nues­tro tiempo. Y si no les dice nada, es que, aparente­mente, no tiene nada que decir como religión insti­tuida y como fuerza de proposición. El discurso repetitivo y el lenguaje estereotipado resuenan bajo las bóvedas y paralizan las búsquedas y las iniciati­vas. Es cierto que los asuntos internos de la Iglesia, las manifestaciones de piedad popular y las polémi­cas desfasadas movilizan todavía a mucha gente. Las procesiones, las peregrinaciones y los viajes del papa reúnen a multitudes, y la cuestión del celibato de los sacerdotes todavía hace correr mucha tinta. Los de­

bates sobre la Iglesia y la moral sexual son infinitos, pero tú buscas desesperadamente el camino de vida del Evangelio. Cristo, con su Palabra curativa y su poder renovador, ha caído en un agujero de silencio. Los mismos cristianos se vuelven hacia las espiritua­lidades orientales con la esperanza de hallar un espa­cio donde respirar y de encontrar sabiduría. Se anali­za, se planifica, se explica, se hacen prospectivas, pero no se sabe hablar de Cristo como Viviente y Vivificador. Te parece que la religión cristiana no es hoy el lugar donde puede uno encontrar al Cristo vivo.

Diez, veinte, treinta veces... has retornado al cristianismo que te había nutrido. Pero en cada con­tacto no encontraste más que discursos recalentados, ritos muertos y cristianos sin humanidad real y car­nal. Te quedaste entonces ahí rumiando tu pena. Abandonar este cristianismo no significa todavía en­trar en un camino positivo. Luchar contra él es defi­nirse con respecto a lo que se rechaza. Y volver es hacerse trampa y convertirse en aquello que se odia. Sabes lo que dejas, pero no sabes lo que buscas. Lo sabes todo sobre el cristianismo, es decir, todo lo que se repite en todos los lugares comunes, y ya no espe­ras nada.

Cuando intentas expresar tu desolación, nos apre­suramos a responderte que hay, sin embargo, algo positivo, y que no hay que verlo todo negro. Se te aconseja volver a lo que habías rechazado, o com­portarte como si nada hubiese pasado. Entonces, guardas silencio y vas a buscar en otra parte. El dra­ma para ti hoy es que no puedes abordar el Evangelio de nuevo. Es conocido, demasiado conocido: ¡está gastado y ya no ofrece ninguna Buena Nueva! No puedes ser neutro con respecto a él. El peso de nues­tra historia occidental es excesivo, y nuestra infancia

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está demasiado teñida de imágenes cristianas. Se ha convertido en un asunto ideológico. Se defiende un sistema de creencias y una cierta moral, o se opone uno a ellos, pero es imposible estar simplemente abierto, libre y nuevo para un encuentro con la per­sona de Cristo. El creyente tiene miedo a abandonar su mundo conocido y las certezas que le dan seguri­dad; al incrédulo le aterra dejar venir una palabra sin­cera de esa otra parte; y el indiferente no quiere recu­perarse. Todos se defienden oponiéndose al otro o negándose a moverse, antes que aceptar el riesgo de la libertad.

Esto significa que hay que ir hasta el fondo de la crisis para acceder a esa libertad desértica donde se aprenden de nuevo los caminos de la verdad. Mien­tras se quiere restaurar, conservar y reajustar el cris­tianismo, estamos ocupados en no ver la profundidad de la crisis. Mientras se denuncian las inercias, los abusos y las impotencias de las Iglesias, no se hace nada por avanzar hacia la verdad de uno mismo y de la vida real. Necesitamos saber que el desmorona­miento del cristianismo dentro de nosotros es el camino para el encuentro con Cristo.

El callejón sin salida del goce

Pero la crisis espiritual puede tomar en ti otro cami­no que parece rechazar toda búsqueda espiritual y que no es en menor medida consecuencia y ahonda­miento de tu primera conversión: es la llamada irre­sistible a disfrutar de los placeres de la vida. Eras generoso, sincero, abierto a los otros y activo en el servicio a los desgraciados y los débiles, y de repen­te todo se viene abajo. Ya no puedes vivir en perpe­tua tensión por querer corresponder indefinidamente a lo que se espera de ti y por ser el servidor desinte-

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resado de unos y otros. ¡Deseas poder pensar al fin en ti! La vida es corta, y hasta ahora perdiste muchos días dedicándote sin alegría real al servicio de Dios y de los demás. Si al menos cada cual asumiese su parte de responsabilidad, tú no te quejarías de tu tra­bajo. Pero ¿de qué vale agotarse por el bien común cuando la mayoría no sólo se aprovecha desvergon­zadamente, sino que se burla de ti?

Por otra parte, es tu propio cristianismo el que te ha enseñado que no se puede amar a los hermanos sin amarse a sí mismo. Comienzas tomándole la pa­labra y finalmente te autorizas a ocuparte de tu pro­pia persona. Tu vida se vuelve más abierta, más ale­gre, más libre, más útil a los demás. ¡Abajo las caras de cuaresma y los que impiden gozar sin trabas! No tienes más que una vida, y no quieres morir sin haberla vivido hasta el fin y en todos sus extremos. Es también el cristianismo el que te ha liberado de las obligaciones sociales y del qué dirán. Te enseñó tu libertad, y no quieres esperar eternamente para ejercerla. Sabes que nadie puede vivir en lugar de los otros y percibes cómo tus ocupaciones ocultaban una voluntad de poder y un deseo de seducción. Que cada cual, pues, sea responsable de sí mismo y ame su propia vida con los talentos que ha recibido. Ahora ya no te es posible creer que tus sufrimientos de aquí abajo te preparan una eternidad bienaventurada. Es­tos argumentos han servido demasiado hasta hoy para hacerte callar y mantenerte sumiso. «La gloria de Dios es que el hombre viva», decía san Ireneo. ¿Cómo podrías acoger todos los dones y todas las gracias de Dios si no sabes apreciar todas las cosas buenas del mundo?

Además, este camino de placer y disfrute no care­ce de combates y de moral. Necesitas resistir y no

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hacer caso de los reproches de tu entorno y de los discursos edificantes de los censores de toda calaña: «Si todo el mundo se deja llevar así, ¿adonde iremos a parar?». Las libertades que haces tuyas despiertan el autoritarismo de los responsables y angustian a los que te aman. ¡Es el zafarrancho de combate en el ámbito eclesiástico y familiar! Tu placer ofende a la grandeza de Dios y socava el orden social. Cuanto más quieren detenerte ante la pendiente peligrosa del goce, tantos más riesgos corres tú para afirmar tu libertad y defender tus elecciones. El duelo es inter­minable, porque nadie debe capitular. Por otro lado, la persecución del placer no ocurre sin fatiga y sin ascesis. ¡Tu sed es tan grande, y tus posibilidades tan limitadas...! ¡Esperabas tanto de tu libertad recién estrenada, y el placer se agota tan deprisa...! Con la soledad y la nostalgia han aparecido las primeras ca­nas en tu cabeza. A veces la tentación de volver atrás y entrar en vereda es fuerte. ¡Las cebollas de Egipto no eran tan malas a pesar de todo! Y sin embargo, no puedes ocultar este deseo voraz que se ahonda en ti. Tienes que ir más lejos todavía.

Este callejón sin salida del disfrute puede ser un camino de salvación para ti y, efectivamente, tu cris­tianismo no es ajeno a este deseo infinito de vida que siempre te empuja hacia adelante. Te ha liberado de todos los poderes y obligaciones execrables que te impedían escoger libremente tu vida. Te ha dado la idea y el gusto de gozar de cada hora como un don de Dios. Sí, la búsqueda del placer humano y el goce del mundo es, en gran parte, fruto de la predicación evangélica, y el pecado no está en gustar los frutos, sino en tener miedo y detenerse en el camino. Porque el pecado no está en amar demasiado la vida y apre­ciar sus placeres, sino en no amarla bastante y en matar toda alegría por temor a los riesgos que con-

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lleva. Porque es verdaderamente temible amar la vida y vivirla a pleno corazón y con todo el cuerpo: ¡uno se puede morir! Se prefiere con bastante fre­cuencia trampear con la vida, huir hacia el sueño o refugiarse en la mediocridad para protegerse de las heridas del deseo.

Te atreviste, pues, a soltar las amarras que te rete­nían a la hora de escoger una vida pródiga, y he aquí que te ves pobre por tu escasez tan grande. Corriste los riesgos de la libertad, te equivocaste, estás heri­do, pero no te lamentas por tu elección: tu camino conduce también al reino de la luz y la alegría. Re­maste mar adentro y afrontaste tempestades. Tu bar­co se encuentra en un estado lamentable, tu cansan­cio es extremo, y tu pesca muy escasa, pero sigues avanzando y sabes que un Amigo te espera en la otra orilla, donde ha preparado para ti, sobre unas brasas, unos peces asados y un poco de pan (Jn 21,9).

El callejón sin salida evangélico

Pero hay una tercera manera de alcanzar el fondo de la crisis espiritual y ser conducido así a la segunda conversión: seguir el mismo camino de Cristo. Tú no eres como esos que se dejan llevar por las facilidades mundanas y que persiguen al viento. Has escogido la mejor parte, pero no la más fácil. Tu ruta está llena de luchas, renuncias y oraciones, con el fin de que lo esencial quede a salvo. Eres de quienes velan para que el bien no desaparezca totalmente y Dios siga siendo amado. Eres fiel a tus deberes familiares, cívi­cos, profesionales y religiosos. Dedicas tiempo y dinero a socorrer a los desgraciados. Quizá renun­ciaste incluso a fundar una familia y a vivir un amor humano para entregarte mejor a Dios y servir a tus hermanos con humanidad. Mantienes una relación

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afectuosa, íntima y fiel con Cristo, a pesar de las ten­taciones interiores y exteriores, de su silencio a veces tan agobiante y del cansancio de los días. Tu prójimo te critica, te ridiculiza y te abandona, pero tú resistes al servicio de Aquel que te amó primero. Unes tus penas y tus sufrimientos a la pasión de Cristo por la salvación del mundo. Sacas cada día de la oración la humildad y la fuerza que necesitas para continuar el combate a pesar de los fracasos y las pruebas. Si eres exigente con los demás, lo eres aún más contigo mismo. Sabes que el espíritu está pronto y la carne es débil; por eso no le das rienda suelta, a fin de no correr en vano.

Luchas para que el mundo escoja al fin la justicia y la paz y para que la Iglesia se mantenga unida co­mo un solo rebaño bajo el cayado del único Pastor. Militas allí donde la Providencia te puso para que la fraternidad humana crezca y la Buena Nueva sea co­nocida y acogida. Ante las resistencias y oposiciones de los corazones endurecidos, intentas mantener tu lámpara encendida, sin violencia y sin dureza, en medio de los vientos contrarios que soplan sobre el mundo. Sabes que no eres tú quien lo salvará, y por eso resistes con todas tus fuerzas las tentaciones de la duda, el descorazonamiento y el abandono, y espe­ras el día bendito de la liberación, cuando el Maestro te dirá por fin: «Fuiste fiel en cosa de poco; te pon­dré al frente de mucho: entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21).

Sin embargo, hay días en los que en el fondo de ti germina un sufrimiento desgarrador y tenaz. Es co­mo un desfallecimiento, una decepción o un senti­miento de inutilidad. ¿Por qué todos estos combates librados y esta fidelidad mantenida? Hay en el fondo de ti como un resentimiento por haber sido engañado

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en alguna parte. Por supuesto que vuelves sobre ti y expulsas esos mezquinos pensamientos; pero ellos vuelven y se instalan en ti y no te dejan. Luchaste sin cesar, te mantuviste en la brecha como un vigilante que espera el alba, y sientes que tus esfuerzos han sido inútiles y que tus ojos se han gastado en vano. No has conquistado tu vida entregándola. Tu genero­sidad y tu amor a Dios y a los hermanos deberían ha­ber dilatado tu humanidad y haberte hecho participar de la felicidad divina de dar la vida. Antes bien, sien­tes una decepción, una dureza de corazón y el pesar de haber trabajado para nada. Llegas incluso a veces a entender al revés las palabras de Jesús: «¿De qué vale servir a Dios y a los hermanos si se pierde el al­ma?». Buscaste a Dios, trabajaste por el bien y se­guiste a Cristo, y te encuentras con tu humanidad decepcionada, tu corazón insatisfecho y tu esperanza desamparada. Serviste cada día a los demás, y tu alma está dura y seca de haber amado gratuitamente. Te entregaste, y no te queda bastante bondad para amarte a ti mismo. ¡Y no es posible comenzar otra vez tu vida! La única salida es ir todavía más lejos por el camino de tu segunda conversión.

Así, cualquiera que sea la ruta que te ha conduci­do al fondo de la crisis, llegas a esta conclusión cruel: estás solo y eres pobre, mortal e inútil, y nada podrá curarte. Esta verdad te ha hecho caer en la de­sesperación o huir buscando la diversión; o te empu­ja a una dedicación virtuosa sin límites. La crisis que estás pasando te conduce hasta tu desnudez presente. Sabes, sin embargo, que no eres el centro del mundo y que éste seguirá girando después de ti y te olvida­rá. No te haces la ilusión de lograr la inmortalidad acumulando bienes, disfrutando de la vida o engala­nándote con el manto de la virtud. Ya seas de los que lo han querido guardar todo por miedo a perderlo, o

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de los que lo han dado todo con la esperanza de ga­narlo, el caso es que tanto unos como otros os encon­tráis en el mismo punto: ¡lo habéis perdido todo! Tu pobreza actual puede conducirte a abandonarte a ti mismo para encontrar al fin lo que buscabas deses­peradamente. Estás preparado para franquear el umbral de la segunda conversión.

Pero dejemos por un momento estos cielos bajos y plomizos de la depresión espiritual para ir a regio­nes más soleadas y a una época en que los «locos por Cristo» arriesgaban su salud y su vida adentrándose en los desiertos en busca de la iluminación divina.

La acedía de los monjes del desierto

El año 324 después de Cristo, el emperador de Oc­cidente, Constantino, que se ha convertido al cristia­nismo, aplasta a Licinio, emperador de Oriente. Los cristianos ven en esta victoria el triunfo del cristia­nismo sobre el paganismo. Constantino se instala en Oriente y funda Constantinopla, que se convierte en la segunda Roma y en la capital de la cristiandad de cultura griega. Para la mayoría de los cristianos, este cambio de situación, después de siglos de persecu­ción, desprecio y rechazo, es efectivamente milagro­so e inesperado. Es la prueba de la superioridad de la religión cristiana sobre todas las demás. ¡Por fin el Estado y la Iglesia van a poder trabajar juntos por la gloria de Dios y el establecimiento de su reino en la tierra!

El cristianismo se convierte en la religión oficial, y la Iglesia adquiere poder y riqueza. Por fin puede salir de la clandestinidad y lo aprovecha para poblar la cuenca mediterránea de basílicas a cual más bella. Los obispos adquieren un poder político que a veces

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confunden con su poder espiritual. El cristianismo se convierte en una religión de masas centrada en el culto y las prácticas religiosas. La fe de un gran nú­mero de creyentes se vuelve insípida, y muchos se hacen cristianos para seguir la corriente mayoritaria. Los más fervientes reaccionan contra este crecimien­to de la Iglesia en riqueza inmobiliaria, seguridad material y poder temporal. Como no pueden testimo­niar su fe en Cristo con el martirio, porque las perse­cuciones han cesado, se van a aventurar en el desier­to para huir del hundimiento en las preocupaciones mundanas y buscar el reino interior de la santidad. Es el comienzo del monacato, esa búsqueda espiritual de la unión con Dios en la soledad y el silencio, mientras que hasta ahora la mística cristiana había estado orientada más bien hacia la vida en comuni­dad fraterna, el servicio a los pobres y el testimonio exterior.

Este monacato se desarrolla rápidamente en Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia. Personalida­des excepcionales y nombres evocadores marcaron este largo período de los monjes del desierto: Anto­nio el ermitaño, Pacomio, Evagrio Póntico, Diadoco de Fótice, Isaac el Sirio, Juan Clímaco y Máximo el Confesor, por citar sólo a los más conocidos. Estos monjes se sumen en la soledad del desierto bajo la dirección de un maestro espiritual, al que sirven co­mo a un padre mientras aprenden a su lado el cami­no de la oración y de la ascesis. Después, cuando esta vida de discípulo comienza a dar sus frutos, se van a vivir como eremitas, con la única compañía de sí mismos y de los animales salvajes, para procurar la unión espiritual con Dios. Ahora bien, en esta sole­dad severa y orante, poblada de presencias demonía­cas y hostiles, son atacados por una extraña enferme-

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dad. Un mal sorprendente e inexplicable los vence, haciéndoles caer en una tristeza, un hastío y una de­presión sin fondo. Llamaban a esta extraña enferme­dad «la acedía», es decir, un tedio profundo, un de­caimiento tenaz, un asco por todo, un abatimiento enfermizo. Incluso los monjes más generosos y espi­rituales son alcanzados por este descorazonamiento y esta impotencia, que les conducen a veces a la locura y al suicidio. O bien esta acedía los empuja en una loca huida, buscando irresistiblemente compañía y lugares siempre nuevos, o bien los arrastra al de­senfreno más sórdido y a la búsqueda de los placeres más viles. Evagrio Póntico define la acedía como una insensibilidad del alma hacia Dios y su voluntad. En la acedía no hay amor a Dios, ni arrepentimiento, ni oración del corazón, ni entendimiento de las Escri­turas, ni escucha de los demás. Nos preguntamos qué queda de bueno en el pobre monje atacado de ese mal misterioso. Por eso Evagrio añade: «El alma se vuelve estúpida como un cerdo ciego que choca con­tra su vallado».

Enfrentados a esta enfermedad del alma, que ellos atribuyen a los numerosos demonios que fre­cuentan las soledades desérticas, los monjes descu­bren esta ley fundamental de la búsqueda religiosa: el principal enemigo de la vida espiritual no está en el exterior, en la sociedad depravada o en una Iglesia instalada, sino en el interior de uno mismo, en la re­sistencia del cuerpo y el espíritu a la conversión y en la incapacidad básica del hombre para unirse con Dios. Luchar contra enemigos exteriores es además el medio más seguro para evitar el verdadero comba­te que se libra dentro de uno mismo. Como subraya el propio Jesús: «Porque del corazón vienen los ma­los pensamientos, los homicidios, los adulterios, las

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fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las injurias. Eso es lo que mancha al hombre» (Mt 15, 18-19). Sólo cuando hemos comenzado a cambiar nuestro corazón tenemos alguna oportunidad de transformar sin violencia nuestro entorno.

Releyendo lo que les ocurre a la luz del Evan­gelio, y en particular a la luz del relato de las tenta­ciones de Jesús en el desierto, descubren que el des­corazonamiento, el hastío espiritual y la parálisis re­ligiosa que los derrumban no son solamente un obs­táculo en el camino de la santidad y una razón para abandonar la lucha, sino un progreso en su vida de fe y un paso obligado para llegar a la unión con Dios. Ir hacia Dios es realmente sumirse en la oscuridad, la impotencia y el hastío; es conocer la desesperación, la locura y el sabor de la muerte antes de desembo­car en la purificación del corazón, la iluminación di­vina y la alegría espiritual. Pasar por encima de la noche de la duda, el desgarramiento interior y la muerte espiritual, es condenarse a la ilusión de una fe apagada, a la mediocridad de un amor desgajado de su fuente y a una esperanza sin futuro. Es así como, poco a poco, los monjes van a desarrollar una espiri­tualidad adaptada a su situación y que va a jalonar su camino hacia la unión con Dios. No es éste el mo­mento de describir esta espiritualidad tan rica y com­pleja. Limitémonos a retener tres puntos de apoyo significativos y que pueden ser esclarecedores para nosotros hoy. Para atravesar la prueba de la acedía, el monje debe primero encontrar el «lugar del cora­zón»; después tiene que aprender la oración continua del Nombre y, finalmente, acoger el Espíritu ilumi­nador que introduce en la contemplación silenciosa, amorosa y pacífica de Dios.

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Descender al lugar del corazón

La cultura griega, en la que vivían los monjes del desierto, situaba a Dios en el pensamiento y propo­nía el conocimiento intelectual como camino de unión con Dios. El cuerpo y la materia eran un obs­táculo en la vida espiritual. En consecuencia, todos los que no eran instruidos y cultos no tenían ninguna oportunidad de acercarse a lo divino. Ahora bien, los monjes descubren que la terrible acedía, desgajándo­los de su cuerpo, los separa de Dios. Esto significa que es ilusorio querer establecer una relación espiri­tual con Dios sin estimar el cuerpo y sin pacificar los sentidos. Para ellos, la ascesis no es un medio de maltratar el cuerpo para exaltar mejor el espíritu, sino un ejercicio de afinamiento de las percepciones corporales para saber acoger mejor los dones del Espíritu Santo.

Por eso insisten en el aprendizaje de una adecua­da postura del cuerpo para favorecer la paz del cora­zón y en el dominio de la respiración para descender al centro de uno mismo, donde Dios habita. En efec­to, nuestro cuerpo es el templo donde Dios reside, y es recuperando la rectitud de nuestras sensaciones y el ritmo apacible de nuestra respiración como nos hacemos disponibles a la Presencia interior y sensi­bles al Aliento divino. La fe cristiana afirma que el Verbo de Dios se hizo carne en Jesucristo. No es des­preciando la carne y abandonando el mundo como encontraremos a Dios. Aprendiendo el silencio del cuerpo y la paz del alma, descendemos y permane­cemos en el lugar del corazón donde la Palabra divi­na se encarna y nos habla del Padre. Se produce entonces un cambio completo en la actitud espiritual de los monjes. Habían huido de los pueblos y aban­donado toda relación humana para darse mejor al

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Dios único. La crisis de la acedía les hizo descubrir que se habían llevado el mundo consigo y que no podían acercarse a Dios sin reconciliarse y vivir en paz con su humanidad más carnal.

La invocación del Nombre

Si la soledad del desierto conduce a los monjes a la prueba de la acedía, es decir, a esta profunda depre­sión espiritual que esteriliza toda su búsqueda de Dios, significa que no son las privaciones de los pla­ceres, ni la ascesis física ni los esfuerzos voluntarios los que producen la unión con Dios. La presencia divina se manifiesta cuando quiere y como quiere, y raramente donde el hombre la espera. Es un don gra­tuito de Dios que hay que pedir sin cesar y acoger con un corazón disponible. También los monjes pu­sieron a punto una fórmula de oración llamada «la invocación del Nombre» o «la oración de Jesús». Esta oración consiste en decir, con cada aspiración y expiración amplia y controlada: «¡Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador!». Esta fórmula de oración (más rítmica en griego que en castellano) debía, poco a poco, llegar a ser cons­tante en la vida del monje. Los maestros espirituales tenían la costumbre de decir a sus discípulos que la invocación del Nombre de Jesús liberaba de las ten­taciones, devolvía la paz al corazón e introducía en el amor divino.

Si los monjes insisten en la repetición continua de esta oración, no es porque vean en ella una fór­mula mágica capaz de ponerlos automáticamente en contacto con Dios. La invocación del Nombre es más bien una fórmula teológica encargada de devolver al monje al buen camino de la búsqueda de Dios, por­que le recuerda sin cesar que no hay otra puerta para

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ir a Dios más que Jesucristo. ¿Por qué? Porque Je­sucristo es la unión en una Persona de lo humano y lo divino. La desgracia del hombre es que está divi­dido. En él, lo humano y lo divino están divorciados y en guerra. Aquí está la fuente de su drama existen-cial. Jesucristo es la unidad personal e inseparable de Dios y el hombre y, por tanto, la única esperanza para el hombre de recuperar su unidad perdida. Es uniéndose a la humanidad de Jesucristo como el monje entra en la intimidad divina y unifica las dos partes separadas de sí mismo.

Invocar el Nombre de Jesús es evocar toda su hu­manidad, hacerla presente y viva recordando todos los episodios de su vida y de su enseñanza relatados por los Evangelios. Acudiendo de este modo a la escuela de la vida terrena y carnal de Jesús, avanza- * mos hacia ese misterio que lo unía a su Padre y so­mos llevados por él a la intimidad trinitaria. Este camino de la humanidad de Jesús es una vía de equi­librio, una línea divisoria que hay que mantener con­tinuamente en nosotros entre lo más humano y lo más divino, entre lo más carnal y lo más espiritual, entre el amor inaudito y personal de Dios hacia noso­tros y la aceptación y estima de nuestra humanidad herida. Avanzando por este camino divisorio, día tras día, el monje se acerca a la Fuente de vida que puri­fica todo el ser y apaga la sed.

La oración silenciosa

La acedía es el enloquecimiento angustiado y angus­tioso de nuestra humanidad ante el absurdo de la vida y el sinsentido de la muerte. El descenso al lugar del corazón y la unión fraternal y calurosa con la huma­nidad de Jesús permitieron al monje encontrar el silencio interior y la seguridad para abandonar su

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propia voluntad. Puede al fin dejar de agitarse pa­ra permitir que el Espíritu de Dios obre en él y lo modele, como una tierra bien preparada, a imagen de Cristo. Para esto los monjes desarrollaron una forma de oración que era desconocida en el mundo judío y en los primeros siglos cristianos: la oración silencio­sa. No se trata, como en la oración litúrgica, de reci­tar salmos y oraciones para confiarle a Dios senti­mientos, peticiones o alabanzas; tampoco se trata, como en la «lectio divina», de leer y meditar las Es­crituras santas para aclimatarse a Dios. Se trata de callarse y estar disponible al Espíritu divino para que venga él mismo a hablar en nosotros, nos transforme y nos llene de su luz vivificante. La actividad se ha invertido en beneficio de Dios. El monje ya no reali­za actos para tender hacia Dios o disponerse a su encuentro, sino que es todo su ser el que acepta dejarse invadir por la Presencia divina y ser transfor­mado por su acción. Porque la vida espiritual cristia­na no consiste en esforzarnos por agradar a Dios e ir hacia él, sino en desembarazarnos de la preocupa­ción por nosotros mismos y nuestra voluntad propia para dejar que Dios sea Dios en nosotros y nos ilu­mine con su Presencia.

Los monjes del desierto aprendieron de este mo­do que la acedía que los abatía no era una enferme­dad inexplicable e inútil. Era la resistencia de su hu­manidad a su sueño de pureza, iluminación y unión con Dios. El cristiano no asciende hacia Dios a pulso, mediante la ascesis, las oraciones y la volun­tad de poder. Si quiere abandonar su humanidad o forzarla para ir hacia Dios, ella se venga y produce la depresión espiritual. La vida espiritual es acogida de lo divino en el seno de nuestra humanidad más coti­diana; y esto no ocurre sin la resistencia de nuestra propia voluntad y sin la renuncia a actuar por noso-

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tros mismos. Dios viene a nuestra vida como el niño que crece en el seno de su madre y ocupa progresi­vamente todo el espacio en su vientre, en su cabeza y en su corazón, lo cual no tiene lugar sin náuseas y un cambio de costumbres. La depresión espiritual es la cara nocturna y dolorosa de todo alumbramiento espiritual. Es la ascesis verdadera y la purificación eficaz para avanzar por el camino de la intimidad con Dios. Abre una brecha en la fortaleza de nuestras ri­gideces y rutinas a fin de que nos atrevamos a correr el riesgo de dejarnos llevar por el gran viento del Espíritu.

Aprender a hablar para vivir

Estás, pues, en el fondo de la desesperación y el abandono; y en el momento en que lo has perdido todo tomas conciencia de que ya no tienes nada que perder. Cuando ya no se te permite ninguna esperan­za, puedes al fin abandonar tu desesperación. Es al tocar el fondo del agujero cuando puedes arriesgarte a dar un salto hacia lo alto. Si no hubieses descendi­do hasta el fondo de la noche, jamás habrías visto la pequeña luz que te llama, y nunca habrías confiado en ella. Porque debes tener las manos vacías para recibir lo que te es dado de una manera inesperada y gratuita. Hasta ahora, estabas ocupado en tu desespe­ración y tu desgracia. Ellas te daban además razones para odiarte y querer el mundo entero. Sólo cuando ya no te queda absolutamente nada, puedes apoyarte en lo que es totalmente gratuito. En efecto, hasta que no lo has perdido todo no estás preparado para entrar en el camino de la gratuidad y la salvación.

Pero este arranque no es posible si alguien no se encuentra cerca de ti, silencioso y atento. Alguien, un

LA DEPRESIÓN RELIGIOSA 85

humano, un testigo, un ser vivo que está ahí y se calla. Sobre todo, que no diga nada, que no haga nada. Nada de consejos ni de sermones. Sólo su pre­sencia discreta y soportable: una faz serena y unos ojos seguros. Porque esto es lo que estabas esperan­do desde siempre: un rostro sin miedo, unos ojos que no se vuelvan, una presencia que no pida nada, un corazón que escuche y que crea, en el momento en que tocas el fondo de la desesperación y la angustia. Esta presencia discreta y benévola te permite cruzar tu soledad insoportable. Alguien te mira al fin, sola­mente te mira y está ahí sin querer nada, sin pedir nada, sin juicio y sin miedo, en el momento en que estás besando a la muerte. Presencia silenciosa que dice más que cualquier palabra: «Estoy aquí, y eso basta». Entonces, un gran grito puede surgir, venido del fondo de la noche, del fondo del miedo, del fondo de la muerte. Un grito denso y carnoso, un grito más pesado que el mundo y más fuerte que la muerte. Un grito que dice a la vez: «¿Por qué me has abandona­do?» y: «¡Estoy vivo, a pesar de todo!».

Porque el sufrimiento más grande, la soledad más profunda y la tristeza más negra no están en ser aban­donados por los demás, por uno mismo o por la vida, sino en no poder decírselo a nadie, en no tener la esperanza de ser escuchado, es sentir subir dentro de uno el grito que nos libraría y no encontrar absoluta­mente a nadie que lo acoja. Por esta razón el inicio del comienzo de la remontada es la posibilidad por fin encontrada de lanzar el grito de desesperación a alguien que se atreva a escucharlo sin rechistar: «¿Por qué me has dejado morir?». Cuando se ha per­dido todo, no se tiene miedo a soltar el grito del ani­mal herido de muerte. Poder al fin dejar salir este grito sabiendo que alguien va a escucharlo sin apar­tar la vista, es abrir la puerta a su desesperación para

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que se marche a otra parte. Hasta ahora no podías decirlo: tenías demasiado que perder y no encontra­bas a nadie que lo recibiese sin miedo y sin repro­ches. ¿Cómo podías librarte de ello si aún tenías miedo de morir y de causar la muerte? Permanecía en el fondo de tu garganta y te ahogaba. Mientras leías en las caras de los demás el miedo mortal que te constreñía, te resultaba imposible soltar el grito liberador.

Conviene por eso haberlo perdido todo para espe­rar ser salvado; por otra parte, es necesario que haya alguien cerca de ti que no busque salvarte ni te obli­gue a dar el paso que te salvará. Nadie más que tú puede salir del agujero de la desesperación; y, sin embargo, no puedes hacerlo solo: paradoja del cami­no de la verdad. Por esta razón, la salida de la depre­sión espiritual no es posible más que en el momento favorable, cuando el tiempo de la gracia (el kairós, como decían los griegos) ha llegado. Antes es dema­siado pronto; después es demasiado tarde. Esta ven­tana propicia, como dicen los lanzadores de satélites, es el instante en que se juntan en ti el fondo de la desesperación -donde dejas tu miedo, porque ya no tienes nada que perder- y la presencia de alguien que acepta escucharte sin miedo y sin ninguna voluntad sobre ti. Hasta que no desciendes al fondo de la desesperación -y cada cual tiene el fondo que pue­de-, arreglas la vida, te proteges y te agitas para olvi­dar. Pero no puedes pegar el salto que te hará salir al aire libre más que cuando sabes que una mirada benévola se ha vuelto hacia ti para acoger sin juicio tu angustia. Sin la esperanza de este espacio de escu­cha libre y positivo, es imposible que te atrevas a sol­tar la angustia que te ahoga.

4 La voz del padre

¿Por qué ocurren las cosas así? ¿Qué necesidad hay de pasar por la prueba del abandono y la desespera­ción para desembocar, tal vez, en el país de la liber­tad? ¿En qué consiste este paso de la primera a la segunda conversión? ¿Cuál es el camino para efec­tuar este paso? ¿Dónde encontrar un guía para no perderse en la ruta y la fuerza para avanzar en este camino de libertad? Me gustaría dar algunos elemen­tos de respuesta a estas preguntas en este capítulo. Y para iluminar el recorrido de la primera a la segunda conversión, tomaré el ejemplo del desarrollo del niño pequeño en la relación con su madre y su padre.

Ciertamente, el progreso espiritual de una perso­na adulta no es idéntico al desarrollo psicológico del bebé. Sin embargo, la comparación entre ambos re­corridos invita a pensar en algunas cosas escondidas, porque, en cualquier caso, la persona humana es una sola, y las leyes de la vida espiritual no hacen caso omiso de la maternidad y la paternidad comunes. A mi juicio, este rodeo por la primera infancia habrá tenido el mérito de mostrar que la vida cristiana es una transformación de toda la persona y no sólo una coquetería que viene a embellecer la superficie de la vida. Comprometerse en el seguimiento de Cristo es verdaderamente volver a nacer y, por consiguiente, volver a evaluar, orientar y comprometer toda la exis­tencia de un modo nuevo. Creer en Cristo no es tanto

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cambiar de piel como cambiar de alma, hasta tal punto que se transfigura todo el cuerpo. Te invito, pues, a hacer conmigo un corto viaje imaginario con un niño pequeño, desde su nacimiento hasta lo que llamamos la edad de la razón. Esto bastará, en mi opinión, para intentar comprender lo que está en jue­go en el paso de la primera a la segunda conversión.

La función maternal

Para el bebé su madre lo es Todo. Aunque el cordón haya sido cortado, el bebé todavía sigue siendo uno con su madre. Ella es su mundo y su medio de vida. Su voz, su olor, sus gestos, su cara y el alimento que le da prolongan su propio cuerpo. El bebé encuentra en la relación física y sensual con su madre la fuen­te de su goce y la alegría de existir. El placer de su madre es su propio júbilo de vivir. Pensemos que a él le basta con dar una voz para ser satisfecho. El bebé es omnipotente gracias al amor de su madre: un sim­ple grito, y todo arreglado. Por medio de su madre experimenta una sensación de plenitud, de unidad, de absoluto y de bondad que es su paraíso original. En la fusión jubilosa con su madre, el bebé almacena en sí un poder y un gusto de vivir que le permitirán afrontar las pruebas de la vida. Y no sorprende que, mucho más tarde, exprese su deseo y su búsqueda de Dios con las mismas palabras que describen la beati­tud del bebé en los brazos, sobre los senos y bajo la mirada de su madre.

El deseo de goce del bebé es insaciable, dictato­rial e infinito. Cuanto más se desarrolla, tanto más exige Todo. Absorbe literalmente a su madre y la uti­liza hasta desgastarla, si ella no se defiende. Es así como tiene lugar entonces el primer drama. Su ma-

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dre es Todo para él, es una con él, y he aquí que ella no quiere darle Todo lo que él pide... Ella se niega a darle todo su tiempo, todo su afecto, toda su persona. Cuanto más se mueve el niño y se dedica a tocarlo todo, tanto más se le opone su madre con prohibicio­nes que él no comprende. ¡Se le niega la vida! Su madre, que era su goce perfecto, se vuelve decepcio­nante e incluso enemiga: ¡qué angustia y qué pesadi­lla! ¿Cómo luchar contra ella? Siempre tiene razón y es la más fuerte. La única solución que le queda al hijo es matar simbólicamente a su madre: «¡Tú ya no eres mi mamá!», manifiesta el niño enfurruñado. Puesto que la madre «mata» a su hijo negándole el Todo que él le pide, el hijo va a «matar» a su madre haciéndole rabiar y negándola. Puesto que ella no es amable con él, él no será amable con ella.

Se ve bien que es la misma vitalidad del niño la que produce este conflicto violento y fundamental con su madre y lo empuja al matricidio. Al matar simbólicamente a su madre, fuente de su vida y de su goce, el niño interioriza la imagen de la madre ideal y paradisíaca. De este modo puede todavía guardarla escondida en el fondo del corazón y continuar vi­viendo de ella. Hasta que él muera, tratará de encon­trarla de todas las maneras posibles e imaginables. Pero cuántas angustias, culpabilidades y nostalgias habrá provocado tal asesinato, sobre todo porque este matricidio va acompañado de un suicidio.

Al matar a su madre, que era su vida y su felici­dad, el niño pequeño se mata simbólicamente a sí mismo. Siente el júbilo de estar muerto al mismo tiempo que su madre original. Abandona su paraíso de plenitud, absoluto y totalidad, para caer en este «valle de lágrimas», violencia, soledad y carencia. El niño muere a la vida paradisíaca del goce maternal y

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entra en el tiempo, hecho de frustraciones, tristezas y sumisiones. ¿Cómo no va a vivir el niño este paso como una verdadera y profunda depresión? Está re­sentido contra su madre porque ya no lo es Todo para él. Cuanto mejor madre ha sido ella para él, tanto mayor es el odio que él siente hacia ella. Por eso se avergüenza de experimentar tanta violencia destruc­tiva hacia sí mismo. ¡No se soporta porque ya no soporta a su madre! Es una de las grandes paradojas de esta historia: cuanto más satisfactoria, rica y gra­tificante haya sido la relación con su madre ideal, tanto más dolorosa, violenta y profunda será la rup­tura con ella, pero también el hijo tendrá más fuerzas y un dinamismo mayor para afrontar esta ruptura. De lo cual se deduce que la madre más maravillosa y buena que existe es, a su pesar, la causa de las angus­tias más profundas; pero su amor de madre no se ha perdido. El hijo lo ha interiorizado y todavía le da la fuerza para seguir viviendo.

En consecuencia, el asesinato de la madre y el suicidio del hijo sumen a éste en una profunda depre­sión. ¿Cómo saldrá de ella sin demasiado daño? Dos caminos van a abrirse para el hijo, según sea una niña o un niño. Al perder a su madre ideal, la niña peque­ña puede otorgarse el derecho de recuperarla jugan­do a ser una pequeña mamá..., ¡y no va a privarse de ello! La niña juega a ser aquello que ha perdido. Sa­be, en su cuerpo, que es de la misma especie que su madre. Un día podrá ser madre como ella. Pero como por el momento se encuentra en conflicto con esta madre, necesita tener seguridad en esta esperanza al lado de una persona de confianza que no sea ella. Y es entonces cuando el padre interviene.

Para el niño pequeño, el paso será más complica­do, más doloroso y más laborioso. Al perder a su

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madre ideal, el niño cae en la soledad y la angustia extremas. No sabe quién es y no puede volver a ser lo que era. Para borrar el asesinato de su madre, pri­meramente va a intentar desposarla. Es el deseo de reparación y reunión con su madre el que le hace decir: «Cuando sea grande, me casaré contigo». Pero deberá desengañarse en seguida, sobre todo si el lugar está ya ocupado y mantenido celosamente por su padre. El niño deberá renunciar también a llegar a ser madre como su madre. Descubre en su cuerpo que esto le será siempre imposible. Algunos niños no llegan a aceptar esta renuncia e intentan toda su vida realizar este sueño imposible. Como no puede ser madre como su mamá, el niño se lanza a las activi­dades exteriores, impone su fuerza física y desarrolla su agresividad. Su activismo exterior será su manera de satisfacer su frustración interior y recuperar el goce de la madre ideal que ha interiorizado. Y cuan­do su actividad intensa y sus trifulcas no le aporten el placer perdido, se refugiará en el sueño de un «Su-perman» todopoderoso, generoso e invulnerable, o en el papel de un seductor que reduce a todas las mujeres a su antojo.

La función paternal

Ya sea niña o niño, el hijo, en este estadio de su evo­lución, está a la espera de alguien que venga a ayu­darle a vivir positivamente en el nuevo mundo que está abordando. Su angustia es una llamada silencio­sa lanzada en dirección a su padre. Hasta ahora, éste no tuvo mucha realidad en la vida del niño. No de­sempeñó ningún papel en su separación de la madre. En efecto, fueron el deseo de goce infinito del niño y la negativa de la madre a serlo Todo para él los que

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provocaron el proceso de ruptura, y no la presencia del padre. Antes de esta ruptura, el padre no era más que uno con la madre. Por eso los padres pueden ser, durante un tiempo, muy maternales con sus hijos. Cuando el niño se siente solo y frustrado por su madre, se vuelve hacia el padre para que lo consuele en el duelo que está atravesando y le enseñe a so-bre-vivir fuera del paraíso maternal. Se puede decir entonces que es la llamada del hijo la que hace al padre.

Este padre simbólico, que va a ayudar al niño a vivir en este nuevo mundo, no es necesariamente el padre biológico, y puede ser de uno u otro sexo. Es la persona escogida por el niño y reconocida por la madre que ocupará el espacio abierto por la ruptura del niño con ella. La relación de fusión del bebé con su madre se abre para acoger un tercer polo: el padre simbólico. Éste, con su palabra, ayudará al niño a no encerrarse ni en la nostalgia paralizante de su madre ideal ni en el odio esterilizador a su madre real. El padre simbólico es aquel o aquella que responderá a la llamada silenciosa y al grito de angustia del niño en duelo por su madre. Será aquel o aquella que con­firmará al niño en la esperanza de que todavía es posible vivir sin la presencia envolvente y continua de la madre. Aquel o aquella que dirá al niño: «No temas. Llevas dentro de ti tu propia alegría de vivir: levántate y anda». Aquel o aquella que, en la duda en que se encuentra el niño, le da la fe en sí mismo y en el futuro. Es decir, que sólo el padre que ha logrado él mismo atravesar el dolor de la ruptura con su pro­pia madre es capaz de ser un padre útil para su hijo. Si el padre sólo encuentra en su madre ideal el goce que busca, no puede cumplir la función de padre sim­bólico al lado del niño.

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El padre simbólico es aquel o aquella que le dirá a la niña pequeña: «Sí, un día también tú serás una madre maravillosa, y por eso llegarás a ser una mujer amada». Es el que confirma la pretensión de la niña de ser madre, y para serlo ha de ser la mujer escogi­da y amada por un hombre. Así, para la niña, es el deseo de ser esa madre ideal que lleva en el fondo de su corazón el que le abre el acceso a la feminidad. Se convierte en mujer para que un hombre la haga ma­dre. Y para esto necesita que la palabra del padre simbólico confirme su capacidad incierta de ser ma­dre. Esta palabra del padre debe dirigirse al corazón de la niña y no a su cuerpo; si no es así, deviene incestuosa y asesina. Cuando el padre encuentra su goce en el cuerpo de su hija, mata en ella toda pala­bra y, por consiguiente, toda posibilidad de que se encuentre a sí misma y de encontrarse con los demás. La hija quiere casarse con su padre sólo cuando la palabra de éste no alcanza a su corazón y se muestra sumamente turbia y contradictoria. Para ella, es una tentativa que obliga a su padre a desempeñar su ver­dadero papel: el de dar a luz en ella a la Palabra que la revele a sí misma. En la relación con la madre, pre­dominaban la inmediatez y la evidencia de las sensa­ciones. En la relación con el padre simbólico, es el distanciamiento de la palabra lo que ocupa el centro. El padre es el que ayuda a su hija a aceptar una demora y la ley del tiempo. Él le dice: «Un día, un hombre te amará y te convertirás en una madre mara­villosa; pero mientras esperas, debes aprender a obe­decer y saber tus lecciones».

El padre simbólico es aquel o aquella que le dice al niño pequeño: «Un día darás a una mujer el goce que tú encontraste al lado de tu madre. Entonces no tendrás esta gran pena en tu corazón y serás el más feliz de los hombres». La palabra del padre simbóli-

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co, cuando tiene éxito, obra el milagro de desplazar la fuente de la vida y el goce, del corazón de la madre al corazón del hijo. Ayuda al niño a realizar la trave­sía del duelo del goce maternal y a confirmarlo en la esperanza de que lo que hay en él hará feliz a la mujer que lo amará. Pero esta palabra sólo es verda­dera si el padre simbólico hace algo de lo que dice. ¿Cómo podrá creer el hijo que la fuente de la felici­dad se encuentra en su propio corazón si no puede admirar en su padre simbólico su capacidad de hacer feliz a una mujer que lo ame?

Así pues, adquiriendo poco a poco su autonomía motriz, el bebé comienza por separarse dolorosa-mente de la madre que lo decepciona al no darle todo el goce que él desea. En la depresión que sigue al matricidio, el hijo busca un padre simbólico que sirva de contrapeso a la posición a la vez totalizado­ra, englobante y frustrante de la madre. Este padre es una ayuda en la angustia y el iniciador de un nuevo comienzo en la vida. Será idealizado por el hijo hasta el día en que, a su vez, él lo decepcione fundamen­talmente. El hijo deberá entonces matar de nuevo simbólicamente a este padre tan amado, asesinato que le permitirá abrirse a otras relaciones y conver­tirse a su vez en un padre feliz para sus hijos.

La Iglesia maternal y la palabra del padre

Guardando las proporciones, en la vida espiritual tie­nen lugar las mismas pruebas y los mismos pasos que en el desarrollo de un niño; y si estos umbrales no son franqueados, la fe del cristiano se apaga o per­manece infantil. El vínculo que une al cristiano a su comunidad de fe es un vínculo maternal. Desde los primeros escritos del Nuevo Testamento, la Iglesia es

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llamada Madre y cumple una función maternal. San Pablo dice a los cristianos de Galacia: «La Jerusalén de arriba es libre, y ésa es nuestra madre» (4,26). Esta Jerusalén de arriba es la Iglesia, la madre virgi­nal de todos sus hijos. En la narración más tardía del Evangelio de Juan, vemos cómo Jesús en la cruz con­fía al discípulo amado a la maternidad de María, que personifica a la Iglesia que entrega a Cristo a la humanidad.

Este tema de la Iglesia Madre será constante y común en la teología y la espiritualidad cristianas. La Iglesia es la nueva Eva -nos dice Ireneo de Lyon-que engendra a estos vivientes regenerados que son los cristianos. Es la nodriza que colma los deseos de sus hijos y satisface sus necesidades. Además, Ireneo nos aconseja «refugiarnos cerca de la Iglesia, mamar de su pecho y alimentarnos de las Escrituras del Se­ñor». En la Iglesia «nada les falta a los hijos para que crezcan», dice Clemente de Alejandría en El peda­gogo. El tema de la Iglesia Madre continuará hasta la época moderna: «La Iglesia es mi madre, porque ella me ha engendrado a la vida», dirá Henri de Lubac; y el concilio Vaticano n y Juan Pablo n insistirán en el vínculo esencial que existe entre María y la Iglesia.

El simbolismo bautismal expresa bien esta mater­nidad espiritual de la Iglesia. Ella alumbra a los cris­tianos sumergiéndolos en las aguas del bautismo, matriz universal y fuente de toda vida. Esta inmer­sión en el agua es el paso por la muerte para un nue­vo nacimiento. La Iglesia es la nodriza que amaman­ta al cristiano gracias a los dos pechos que le ofrecen generosamente: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Por medio de este alimento, el cristiano se identifica con la comunidad eclesial y deviene el Cuerpo reu­nido de Cristo resucitado. Existe, por tanto, una rela­ción de fusión del cristiano con la Iglesia. Por otro

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lado, la Iglesia es el lugar primordial y cuasi paradi­síaco donde todas las diferencias son abolidas y se apaciguan las tensiones y los conflictos:

«Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos. Ya no hay dis­tinción entre judío o griego, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28).

En la Iglesia católica, esta preocupación por la uni­dad perfecta es omnipresente. Todos los cristianos no deben tener más que una sola fe, una sola Iglesia, una sola eucaristía, un solo obispo en una única sucesión apostólica. La diversidad sólo se tolera si está al ser­vicio de la unidad.

En la vida cristiana, la maternidad eclesial se ex­presa de una manera muy carnal y sensual. Por me­dio de la boca y el alimento, el cristiano se relaciona con su madre. La importancia dada a los signos reli­giosos, a los ritos, a los objetos y a las manifestacio­nes sensibles (música, cantos, incienso, luces, etcéte­ra) refuerza el sentimiento de pertenencia a la comu­nidad y la certeza de la presencia divina. La repeti­ción de los encuentros dominicales y el retorno periódico de las mismas fiestas litúrgicas acunan a los hijos de la Iglesia y les aportan seguridad, paz y la evidencia de la salvación. La relación con la Igle­sia pertenece al orden de la certeza sensible y la in­mediatez afectiva. En el calor del seno eclesial, el cristiano encuentra la certeza de la unión con Dios. Los sacramentos, que son los gestos sensibles y efi­caces de su solicitud maternal, le confortan en la garantía de la salvación. Por esta razón, para aquel o aquella que pertenece a la comunidad de los santos, la tentación de creerse ya instalado en el reino de los cielos es fuerte.

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De esta manera, al entrar en la Iglesia, el cristia­no encuentra una respuesta a su nostalgia de unidad, paz y goce primordial. Pero esto sólo dura un cierto tiempo, porque este deseo imaginario es insaciable y se frustra rápidamente. Llega la depresión espiritual, que es un problema esencialmente ligado a las situa­ciones de fusión. Cuando el deseo de fusión y unidad es constantemente solicitado, y frustrado sin cesar, se produce con respecto al objeto amado una alternan­cia de exaltación amorosa y violencia rencorosa. El deprimido no logra situarse de una manera armonio­sa dentro del medio de vida que es el suyo. Dema­siado amado y poco tierno, no consigue colocarse en una distancia adecuada con respecto a su madre. Por esta razón se ve cómo algunos cristianos buscan de­sesperadamente una comunidad fraternal donde su nostalgia de una fusión amorosa sea por fin colmada y, por otro lado, se rebelan contra la autoridad ago­biante de su Iglesia con un odio tanto mayor cuanto más apasionadamente la amaron. Y con mucha fre­cuencia son los mismos los que fluctúan entre un estado y el otro. El deprimido no consigue distanciar sus emociones y aceptar la ley de la carencia y el tiempo, porque no tuvo la experiencia de un contra­peso que viniese a equilibrar la relación de fusión que lo vincula al objeto afectuoso y amado.

Al entrar en la Iglesia, el cristiano encuentra una madre tierna, generosa y todopoderosa, puesto que da la salvación. Raramente encuentra a un padre ca­paz de contrapesar esta relación de fusión. Cierta­mente, y esto es particularmente verdadero en el caso de la Iglesia católica, el magisterio de la Iglesia está en su lugar imponiendo leyes a los creyentes, pero este magisterio es uno con la Iglesia Madre. Es toda­vía y siempre la ley de la Madre la que se impone en todos los detalles de la vida, hasta insinuarse en las

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conciencias y cargarlas con un peso de culpabilidad insoportable. El clero, que es exclusivamente mascu­lino en la Iglesia católica y se hace llamar «padre», no manifiesta mejor la función paternal. Obispos y sacerdotes, dando a luz a nuevos cristianos por me­dio del bautismo, alimentándolos con la Palabra y la Eucaristía y guardándolos en la unidad del regazo eclesial, cumplen la función materna y maternal de la Iglesia. El celibato eclesiástico refuerza además esta identificación entre la Iglesia Madre y el clero. El sacerdote no puede y no debe amar a una mujer, des­posarla y tener relaciones sexuales con ella, puesto que ya ha desposado a su propia madre, la Iglesia. No hay que asombrarse si, dentro de la Iglesia cató­lica, las crispaciones sobre este tema son muy fuer­tes, y los problemas numerosos.

Por eso a los creyentes ya no les queda ningún espacio para respirar libremente y vivir su fe de una manera responsable y adulta. Toda la vida cristiana está protegida, regulada y controlada por una madre siempre presente, que quiere a toda costa el bien de sus hijos y conoce todas sus necesidades. Este papel maternal de la Iglesia «Mater et Magistra» es, por supuesto, indispensable y estructurante para el nuevo miembro de la comunidad, pero debe ser equilibrado con una función paternal para no ahogar y esterilizar al creyente. Si no se establece una distancia, gracias a una tercera persona que venga a abrir la relación dual entre la Iglesia y el creyente, falta el aliento y no es posible recibir eficazmente el Espíritu ni instituir la libertad espiritual. Nadie puede ser engendrado a la fe cristiana si no recibe la vida de nuestra Madre la Iglesia y no es nutrido y protegido por ella. Pero llega el día en que la madre, sin desaparecer ni huir de sus responsabilidades, debe pasar el relevo a un padre simbólico que llamará a los cristianos a la li-

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bertad en el Espíritu. Sin este papel del padre, el cris­tiano sigue siendo perpetuamente el hijo sumiso o rebelde de su madre, y no alcanza jamás la estatura de un cristiano adulto, libre y responsable.

Para que la Iglesia Madre permita a sus hijos cre­cer, debe permitir junto a ella la presencia y la pala­bra de un padre simbólico. Éste llamará al cristiano a salir de la infancia no diferenciada para acceder a la libertad de su vocación personal. En el bautismo de Jesús vemos bien cómo se ejerce esta doble función maternal y paternal, que primero lo empuja al desier­to y después a emprender su ministerio público. Je­sús desciende a las aguas maternales del Jordán, sig­nificando así que es hijo de su pueblo y que se une a la humanidad pecadora. Y cuando sale del agua, se oye una voz que viene del cielo: «Tú eres mi hijo amado». Esta voz lo arranca de una simple identifi­cación con Israel y con la humanidad y hace de él el Mesías, el Enviado y el Hijo del Padre celestial. No es sorprendente que, después de haber escuchado esta voz, Jesús se retire al desierto para precisarse a sí mismo sus opciones vitales, porque el paso de las aguas matriciales a la soledad de la responsabilidad personal no tiene lugar sin pruebas, sin despojamien-tos y sin dificultades. Una vez atravesada la prueba victoriosamente, sale hacia Galilea para proclamar el reino de Dios. En adelante, la voz del Padre orienta­rá toda su vida y lo llevará a oponerse a veces vio­lentamente a las tradiciones maternales y sofocantes de las autoridades religiosas de su tiempo. Durante su vida pública, no dejará de recordar la voluntad de su Padre, que llama constantemente a los creyentes a salir de los apegos limitados al grupo y a la comuni­dad nacional o religiosa para abrirlos al otro, al ex­tranjero, al excluido y a lo universal. El reino de Dios que proclama no invita a sus contemporáneos a en-

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trar en una nueva religión para reemplazar al judais­mo caducado. Él llama a todo hombre, cualquiera que sea su religión, a pasar de la primera a la segun­da conversión. Jesús no se opuso nunca a la religión judía, ni a la Ley, ni al Templo, ni siquiera a los sa­cerdotes de Jerusalén, los mismos que le dieron muerte. Sencillamente, se opuso a que la religión, la Ley, el Templo y los sacerdotes mantuviesen a los creyentes en una sumisión perezosa e infantil, bajo el falso pretexto de evitar el mal y servir mejor a Dios.

Si Jesús es a veces muy violento con las autori­dades religiosas de Israel, es porque éstas se arrogan a la vez los papeles de padre y de madre, no dando opción a la libertad del Padre celestial. Y lo que dijo a los escribas y fariseos de su tiempo debe ser escu­chado por todos aquellos y aquellas que tienen algu­na responsabilidad en la Iglesia:

«Entonces Jesús dijo a la gente y a sus discípu­los: "En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Obedecedles y haced lo que os digan, pero no imitéis su ejem­plo, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen a las espal­das de los hombres; pero ellos no mueven ni un dedo para llevarlas. Todas sus obras las hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacte-rias y alargan los flecos del manto; les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; que se les salude por la calle y se les llame maestro. Vosotros, en cam­bio, no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, por­que uno sólo es vuestro padre, el del cielo. Ni os dejéis llamar guías, porque uno sólo es vuestro

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guía: el Mesías. El mayor de vosotros será vues­tro servidor. Porque el que se ensalza será hu­millado, y el que se humilla será ensalzado"» (Mt 23,1-11).

La palabra de Jesús tiene que ser terriblemente dura con las autoridades religiosas, que ponían en primer plano sus conocimientos, su responsabilidad, su vir­tud o su dedicación para ocupar el lugar de Dios. También es exigente con los creyentes que están sa­tisfechos con sus prácticas religiosas y su buena con­ciencia para asegurarse la salvación. A un hombre joven, rico en buenas acciones y prácticas religiosas ejemplares, le dice:

«Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; tendrás un tesoro en el cielo [donde Dios será tu verdadero tesoro]. Luego ven y sigúeme» (Me 10,21).

Si Jesús es el fundamento de la vida cristiana, no es ni el fundador del cristianismo ni el reformador del judaismo. Es el portavoz del Padre celestial, encar­gado de transmitir a sus contemporáneos, y por me­dio de ellos a todos los hombres, su llamada al reino de la libertad y la vida. La tentación de toda religión -y el catolicismo conoce bien esta inclinación- es hacer reinar, para el honor de Dios y el bien de los fieles, la ley exclusiva de la Madre. Porque ella ama a sus hijos, cree que puede darles todo y no soporta ver cómo corren los riesgos del camino de la libertad. Sólo Dios es Uno. Sólo él es a la vez Padre y Madre. Ninguna institución, ninguna autoridad, ninguna per­sonalidad humana puede cumplir a la vez estas dos funciones fundamentales. Esto sería hacerse Dios y encerrar a las personas en una dictadura. La humani­dad es siempre hombre y mujer, padre y madre. Que

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la Iglesia ejerza su solicitud maternal por todos sus hijos, pero que abra sin cesar en su seno un espacio y que instituya funciones encargadas de transmitir la llamada del Padre: «¡Levántate y anda!».

El padre espiritual entre los monjes del desierto

Tradicionalmente, en la Iglesia es el párroco el que cumple el papel de padre espiritual; pero esta fun­ción, si bien se ejerció en tiempos lejanos, ha caído poco a poco en desuso, aunque nos podemos pre­guntar quién ejerce todavía esta función hoy en la Iglesia. De nuevo los monjes del desierto, a los que hemos conocido, pueden ayudarnos a precisar lo que puede ser un padre espiritual en una vida cristiana. En efecto, son ellos quienes pusieron en su lugar y precisaron la función del padre espiritual para los jó­venes monjes que buscaban la unión con Dios. Entre los monjes del desierto, el padre espiritual (Abba = abad = padre) es el anciano que, estableciendo una relación de escucha y palabra con su discípulo, le permite salir poco a poco de la dependencia maternal de su naturaleza, de su familia y de su comunidad de fe para entrar progresivamente en una relación libre y responsable con Dios Padre. Mediante el intercam­bio regular de la palabra, el discípulo aprenderá al lado de su padre espiritual a tomar conciencia de to­das las dependencias naturales, familiares y religio­sas que le forjaron, pero que pueden llegar a impe­dirle afrontar los peligros de la libertad y de la vida si no se distancia de ellas.

Los monjes del desierto, sobre todo en los prime­ros siglos, generalmente se opusieron a que el padre espiritual fuese un sacerdote o un obispo. Para ellos, las dos funciones no tienen el mismo significado. El

LA VOZ DEL PADRE 103

ministerio apostólico pone en práctica la maternidad espiritual de la Iglesia, mientras que el padre espiri­tual introduce la distancia creadora de libertad y au­tonomía. Los ministros de la Iglesia se consagran al nacimiento, conservación, gobierno y unidad de la comunidad creyente, y el padre espiritual suscita el diálogo interpersonal que conduce a cada uno a des­cubrir su vocación personal. En la vida de fe no hay sucesión entre la función maternal de la Iglesia y la función paternal en la Iglesia, sino equilibrio entre ambas funciones. Sin embargo, puesto que este equi­librio es difícil de establecer y mantener, ya que el padre aparece como un tercero intruso en la relación de fusión entre el hijo y su madre, muy pronto la fun­ción maternal absorbe a la otra e intenta responder a Todo. Es así como los clérigos se modelaron poco a poco como monjes, y éstos empezaron a cumplir funciones clericales.

El padre espiritual (o el starets en la Iglesia ru­sa) es designado por su comunidad monástica como aquel que ha sabido encontrar por sí mismo el creci­miento en su vida espiritual. Ya no tiene la necesidad compulsiva del calor maternal de la comunidad ni una voluntad sistemática de oponerse a ella para mostrar su autonomía. Su equilibrio personal, su libertad espiritual y el gozo de su relación con Dios le hacen apto para convertirse en «Abba», padre sim­bólico para un discípulo que se encamina hacia el mismo porvenir. Si es la comunidad monástica la que reconoce las aptitudes del padre espiritual, es el dis­cípulo quien lo elige libremente. En efecto, es tanto el hijo espiritual quien hace al padre como el padre quien hace al hijo. Las dos partes se eligen mediante contrato y entablan una relación paritaria y gratuita. Para que la paternidad espiritual no cree una nueva dependencia nefasta para el desarrollo del discípulo,

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la relación debe ser recíproca. El discípulo escucha a su padre espiritual, en tanto que éste escucha a su discípulo. Igualmente, la toma de la palabra debe efectuarse en los dos sentidos, porque el padre tiene la responsabilidad de escuchar a su hijo y suscita la libertad del hijo escuchándolo. La relación tiene éxi­to cuando el hijo, a su vez, deviene capaz de ser pa­dre espiritual de un nuevo discípulo.

La función de la paternidad espiritual puede ser cumplida por una mujer, y esto es lo que ocurre en las comunidades monásticas femeninas. La materni­dad y la paternidad simbólicas son funciones estruc­turantes no ligadas al sexo de las personas, sino a su manera de situarse en la relación. Así como hay hombres «maternales», hay mujeres «paternales». Toda mujer que ha adquirido una libertad espiritual responsable puede ser esa tercera persona que esta­blece la distancia entre el creyente y su comunidad. No es raro ver en la Iglesia a hombres dárselas de padres espirituales y reforzar en sus discípulos el efecto de encierro en un amor maternal. Como no han encontrado ellos mismos la libertad con respec­to a su propia madre, mantienen a sus hijos espiri­tuales en una dependencia infantil para satisfacer sus necesidades de goce insaciable. Puesto que no tuvie­ron un padre simbólico efectivo que les enseñase la ley que prohibe el incesto y el asesinato, las leyes que imponen a sus discípulos son esencialmente incestuosas y represoras. Viven en la ilusión y encie­rran a sus adeptos en la confusión.

LA VOZ DEL PADRE 105

La indispensable función paternal en la Iglesia

Hoy en día, los cristianos tienen dificultades para encontrar en su Iglesia los medios y las personas que cumplan esta función paternal. Más bien reina la confusión, porque las mismas personas monopolizan todos los papeles, tanto en el fuero interno como en el externo, lo cual no puede conducir más que a abu­sos de poder y al ahogo de la vida. Sin un padre espi­ritual distinto y efectivo, el creyente no puede más que dormirse en la seguridad ilusoria y el goce inme­diato del seno comunitario o dejar violentamente lo que experimenta como una prisión o un cementerio. Demasiados creyentes creen encontrar en la Iglesia un refugio, lejos de la violencia y la agitación mun­dana, que los dispensa de pensar y vivir con sus ries­gos y peligros. Confunden entonces emociones reli­giosas con progreso espiritual, actividades piadosas y transformación de la vida.

Es cierto que la función del padre espiritual no ha desaparecido en la Iglesia. Las órdenes religiosas se preocupan de ello, y los movimientos apostólicos despiertan todavía a la libertad y la responsabilidad adultas, pero llegan cada vez a menos personas y están desapareciendo poco a poco en beneficio de comunidades y movimientos maternales que se apli­can a la búsqueda de creyentes con males afectivos. Esta situación actual de las Iglesias es el reflejo de la sociedad civil. El deseo y la búsqueda de una felici­dad inmediata nos empujan a rechazar todo dominio y reclutamiento social que vinieran a usurpar nues­tras libertades individuales, y al mismo tiempo pedi­mos sin cesar a la sociedad que responda a todas nuestras cuestiones y satisfaga todas nuestras necesi­dades. Cuanto más apremiante y aceptado es el reino de la madre, tanto más fuerte es la reivindicación de

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106 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

la libertad. Por eso nuestras sociedades modernas viven en una incertidumbre constante y una angustia paralizadora. Todos estamos atrapados en este balan­ceo ensordecedor entre una reivindicación infinita de autonomía y libertad y una necesidad de protección y calor imposibles de encontrar. Urge, por lo tanto, que la Iglesia, en favor de sus miembros, devuelva el honor a esta función paternal fundamental, con el fin de aportar una esperanza y abrir un camino de vida a nuestros contemporáneos desorientados.

En la situación particular en a que se encontra­ban, los monjes del desierto supieron inventar, gra­cias a la libertad que les daba el Evangelio, las res­puestas a las cuestiones que se planteaban: ¿cómo atravesar la grave crisis de la acedía que amenazaba los progresos espirituales de los monjes? Hoy no se \ trata de repetir lo que ellos hicieron, sino de tener la \ misma libertad evangélica para superar la crisis que estamos pasando. Y para ello nos conviene volver una y otra vez a la experiencia fundante de los pri­meros discípulos. Hay en el tesoro del Evangelio una piedra preciosa que siempre nos revela nuevos deste­llos de luz. Es la llamada «parábola del hijo pródi­go», en Le 15,11-32. Querría detenerme aquí un ins­tante, no para hacer un estudio exhaustivo, sino para que ella ilumine el propósito desarrollado en este libro.

5 El hijo perdido y encontrado

No sorprende que Jesús haya transmitido con fre­cuencia su enseñanza en forma de parábola, es decir, mediante una pequeña historia atrayente y enigmáti­ca que plantea un interrogante. En efecto, estas pe­queñas narraciones eran, por una parte, agradables al oído, fácilmente memorizables y comprendidas en distintos planos según los intereses y las expectativas de los oyentes, de manera que cada uno podía apro­vecharlas a su modo. Por otra parte, las parábolas de Jesús tenían un lado innovador y provocador que obligaba a los oyentes a tomar partido y a reaccionar a favor o en contra de él. Por eso, entre aquellos que le escuchan, unos se entusiasman y otros agarran pie­dras para lapidarlo. Las parábolas de Jesús revelaban de este modo lo que había en el fondo del corazón de sus oyentes, y todavía hoy ocurre lo mismo. Permi­ten en particular a los creyentes no quedar satisfe­chos con sus prácticas religiosas invitándoles a po­nerse de nuevo en camino para una nueva conver­sión. En efecto, la palabra griega «parábola» traduce la palabra hebrea midrash que significa «búsqueda».

«Sus discípulos le preguntaron qué significaba esa parábola. Él les dijo: "A vosotros se os ha concedido comprender los secretos del reino de Dios; a los demás se les habla en parábolas, de modo que viendo no ven, y oyendo no entien­den"» (Le 8,9-10).

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108 LA SEGUNDA CONVERSIÓN EL HIJO PERDIDO Y ENCONTRADO 109

Cuando escuchaban directamente las explicaciones de Jesús, los apóstoles tenían dificultades para com­prender las parábolas. No hay que sorprenderse si, veinte siglos más tarde, también nosotros nos pre­guntamos qué quiso decir Jesús por medio de estas breves historias. Y si comprendemos demasiado fá­cilmente una parábola, es quizá señal de que no cap­tamos su mensaje esencial. Los cristianos están tan acostumbrados a escuchar las parábolas que creen comprenderlas, cuando el comienzo de la compren­sión de una parábola es reconocer que no se ha com­prendido lo que quiere decirnos. El objetivo de una parábola es que la fe de aquel o aquella que la escu­cha franquee un nuevo umbral. Por eso el primer efecto de esta historia es chocar, asombrar, hacer daño y poner en solfa los hábitos del pensamiento y \ la creencia. La parábola del hijo perdido y encontra- vy do es ciertamente una de las más conocidas de los evangelios y sin duda la peor entendida. Extraña­mente, sólo nos la transmite Lucas, como si la mayor parte de los cristianos de la época ya la hubiesen ol­vidado: ¡hasta tal punto es perturbadora e incómoda!

El contexto de la parábola

El capítulo 15 de Lucas contiene tres parábolas cons­truidas según el mismo modelo: la oveja perdida y encontrada (vv. 3-7), la moneda perdida y encontra­da (vv. 8-10) y el hijo perdido y encontrado (vv. 11-32). Las dos primeras son muy parecidas, la última está más desarrollada, y debemos leerla a la luz de las otras dos si queremos evitar contrasentidos.

La enseñanza que Jesús va a transmitir en estas parábolas se sitúa en el contexto de un enfrentamien-to directo con los fariseos. En el capítulo 14 vemos

que Jesús come un sábado en casa de un jefe de los fariseos. Para él es una oportunidad de ofrecer una enseñanza que termine con la mención de la sal de la Sabiduría. Ahora bien, los fariseos se consideraban sabios en medio del pueblo, es decir, los que prueban la sal de la Sabiduría, hacen la voluntad de Dios manifestada en las Escrituras y la Tradición e indican voluntariamente a los demás qué hay que hacer para agradar a Dios. Jesús va a discutir esta Sabiduría de los fariseos, que juzga desnaturalizada e infiel a la voluntad de Dios:

«Buena es la sal, pero si se desvirtúa, ¿con qué podremos sazonar los alimentos? Ya no sirve ni para la tierra ni para el estercolero, sino que hay que tirarla. El que tenga oídos para oír, que oiga» (14,34-35).

El tono está dado, y el conflicto va a ser duro. Parece que Jesús quiere reventar la ilusión que alimentaban los fariseos de recuperarlo para su campo. En efecto, los fariseos pensaron durante un tiempo que Jesús es­taba de su lado y compartía sus convicciones. Por esta razón, sin duda, uno de los responsables de los fariseos le invita a comer con él en señal de una co­munión de pensamiento y acción. Pero de hecho ellos permanecen fundamentalmente ajenos a la en­señanza de Jesús. Esto se ve claramente al comienzo del capítulo 15:

«Todos los publícanos [recaudadores de impues­tos] y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmura­ban: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos"» (vv. 1-2).

En la Biblia, «recriminar» o «murmurar» no es sola­mente expresar un descontento, sino manifestar falta

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110 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

de fe y negarse a hacer la voluntad de Dios. En efec­to, por haber murmurado contra Dios y contra Moi­sés, la generación de los hebreos salida de Egipto murió en el desierto sin poder entrar en la tierra pro­metida. Por otra parte, designando a Jesús con la expresión «éste», los fariseos manifiestan que lo re­chazan y que no le consideran uno de los suyos. Aunque Jesús haya comido (comulgado) con un jefe de los fariseos, de hecho come (comulga) con los publicanos y los pecadores, es decir, con gente impu­ra y enemigos de Dios. Jesús no puede estar a la vez del lado de los fariseos y del lado de los pecadores, justamente porque para ser fariseo es necesario estar «separado», según el significado de esta palabra. Ellos son los que no se mezclan con los pecadores; son puros y condenan a Jesús por prostituirse con los impuros.

Las tres parábolas que vienen después se sitúan, por tanto, en el contexto de un conflicto entre la élite religiosa judía y Jesús. Su objetivo es denunciar la actitud separatista de los fariseos en nombre de la pureza religiosa y justificar la actitud misericordiosa de Jesús con los pecadores. Entre los fariseos, que se separan de la gente común para practicar mejor los mandamientos de Dios, y Jesús, que se acerca a los sencillos, los enfermos y los pecadores en nombre de la misericordia divina, ¿quién es el que hace mejor la voluntad de Dios? Conviene no olvidar este trasfon-do polémico para comprender estas parábolas. Si hacemos de estas parábolas, llamadas «de la miseri­cordia», historias consoladoras, edificantes y recon­fortantes, las volvemos insignificantes. ¡No son con­soladoras, sino provocativas y agresivas!

EL HDO PERDIDO Y ENCONTRADO 111

La oveja perdida y encontrada

«Entonces les dijo esta parábola: "¿Quién de vosotros, que tenga cien ovejas y pierda una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar a la descarriada hasta que la encuentra?"» (vv. 3-4).

Habitualmente los comentarios de esta historia po­nen el acento en la pobre oveja perdida que espera a su pastor salvador. ¡Nosotros somos esta pobre oveja perdida, pero afortunadamente Jesús viene a salvar­nos! ¡Bien está lo que bien acaba! Es una lectura infantil de la parábola, y, efectivamente, los niños adoran esta historia y la reclaman a menudo. Pero en realidad la historia no atrae nuestra atención sobre la oveja perdida, sino sobre el comportamiento del pas­tor. La cuestión se plantea a los fariseos y también a nosotros: «¿No haríais vosotros lo mismo que este pastor, que abandona su rebaño en el desierto para ir en busca de la oveja perdida?».

En efecto, la cuestión principal de esta historia es la actitud del pastor que abandona a noventa y nueve ovejas en el desierto para ir en busca de la que no quiso obrar más que a su antojo y se perdió. ¡Un «buen» pastor no abandona a su rebaño en el desier­to! Las ovejas quedarían sin defensa contra los ani­males salvajes. Para salvar a su rebaño, un pastor res­ponsable sacrifica más bien la oveja perdida, la cual, por otra parte, ya debió ser devorada por los anima­les carnívoros y las rapaces. Jesús no nos pide que nos identifiquemos con la oveja perdida, sino con el pastor de esta historia. Si nos identificamos exclusi­vamente con la oveja perdida, vaciamos esta parábo­la de su fuerza de conversión. Se convierte entonces en un cuento encantador y nos instala en una seguri­dad ilusoria. En este sentido, es buena para los niños

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112 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

que necesitan sentir esta seguridad para poder crecer, pero es engañosa para los adultos porque refuerza su fariseísmo religioso: «¡Yo soy la oveja perdida que Jesús vino a salvar y llevar sobre sus hombros! ¡Ver­daderamente tengo suerte! Pero hay también otras ovejas perdidas y es necesario ir a buscarlas para tra­erlas al redil, etcétera». Nos volvemos entonces más fariseos que los fariseos del tiempo de Jesús, que al menos se sintieron en el punto de mira de esta pará­bola, porque sin duda no compartían nuestro deseo de convertir a cualquier precio a los «pecadores» y los «perdidos».

Suprimiendo el conflicto subyacente en la pará­bola, desnaturalizamos su sentido y la recuperamos para justificar nuestros buenos sentimientos. Ahora bien, lo que hace que Dios sea Dios y no hombre es que no se comporta como los hombres. ¡La sabiduría humana ordena no abandonar las noventa y nueve ovejas en el desierto para ir en busca del maldito ani­mal que se perdió! Para Dios, por el contrario, basta que uno esté perdido para que todo esté perdido. Para él no se trata de sacrificar una sola oveja para salvar todo el rebaño, como sugirió el sumo sacerdote Cai­fas en el momento de la pasión de Jesús (Jn 11,49-53). Es en esto como muestra que es Dios y no sólo hombre. Cuando uno muere en una cruz, es la huma­nidad entera la que está perdida. Por esta razón no puede resignarse a abandonar una parte para no per­derlo todo y sacrificar una sola de sus ovejas.

Así pues, es fundamental que el oyente de la parábola tome posición acerca de la actitud que debe adoptar el pastor en tal situación. Es la única manera de llegar a imaginar, aunque sea mínimamente, los «sentimientos» que anidan en el corazón del Pastor divino. Solamente así puede comprender que lo que

EL HIJO PERDIDO Y ENCONTRADO 113

confiere valor a la oveja -a la que está perdida y, por consiguiente, también a todas las demás- es el precio que le aplica el Pastor, y no sus méritos y su obe­diencia. Si la oveja perdida es tan preciosa, es porque Dios hace todo por salvarla. Dios no ama a los hom­bres por causa de su valor: ellos tienen valor porque a Dios le importan mucho y no cesa de salvarlos. En lugar de recriminar a su pastor, las noventa y nueve ovejas deberían descubrir cuánto valen para él, pues­to que remueve cielo y tierra para salvar a una sola de ellas. Se puede pensar que esta oveja perdida y encontrada, en cuyo honor el Pastor divino celebra una fiesta con sus amigos y vecinos, es Jesús en la cruz, que se pierde al frecuentar a los pecadores y los impuros y es el Cordero de Dios. Viendo lo que Dios hizo para sacar a su Hijo del agujero negro de la tumba, todos podemos ver qué Padre tenemos. Hace por cada uno de nosotros lo que hizo por su oveja perdida. Esencialmente es esto lo que la muerte de Jesús nos revela: no que el Padre «sacrifica a su Hijo para redimir los pecados de los hombres», sino cómo trastorna las leyes de la naturaleza para salvar al que se perdió por solidaridad con los publícanos y los pecadores. Lo que el Padre hizo por su Hijo está dis­puesto a cumplirlo por cada uno de nosotros, y es lo que hace Jesús comiendo con los pecadores. Lo que revela la grandeza infinita del hombre es el amor in­condicional que Dios le manifiesta. Por consiguien­te, nuestra práctica religiosa, nuestra justicia y nues­tras virtudes no son el precio que tenemos que pagar para merecer el amor que Dios nos tiene, sino al con­trario. La maravilla divina, un escándalo a los ojos del hombre, es que Dios gasta su tiempo abandonan­do en el desierto a sus ovejas fieles para ir en busca de la que está perdida, porque de hecho ninguna es fiel: ¡todas están perdidas! He aquí quién es Dios

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114 LA SEGUNDA CONVERSIÓN EL HIJO PERDIDO Y ENCONTRADO 115

para nosotros, quiénes somos nosotros para Él y lo que debería llenarnos de gozo.

Esta parábola nos dice que hay una igualdad fun­damental de los hombres delante de Dios, ya sean fieles y virtuosos como los fariseos, ya impuros y pecadores como los publícanos. No es la fidelidad y la obediencia a los mandamientos divinos lo que otorga valor a los hombres delante de Dios. Dios ama a todos los hombres como a su Único. Cada hombre tiene para él el precio de su Hijo único. Ésta es la Buena Noticia que Jesús vino a revelarnos y que los fariseos no pudieron comprender y aceptar, porque tenían la impresión de que reducía a nada sus esfuer­zos y sus virtudes. Tenían demasiado que perder para confiar en Jesús. Y nosotros, que somos los discípu­los de Jesús, nos parecemos a ellos muy a menudo: \ no comprendemos y murmuramos porque Dios nos ' abandona en nuestro desierto para favorecer a las personas sin fe y sin ley. Pero volvamos a la parábo­la del hijo pródigo. Si queremos dejarnos convertir por esta historia del hijo perdido y encontrado, debe­remos recordar los descubrimientos hechos en la parábola de la oveja infiel.

El hijo perdido y encontrado

«Un hombre tenía dos hijos» (v. 11).

Cuando la Biblia narra una historia que habla de un padre y de sus dos hijos, hay que esperar que se nos plantee esta pregunta: «¿Qué hijo se parece más a su padre? ¿Cuál es el verdadero Hijo del Padre?». ¡Pre­parémonos para encontrar algunas sorpresas! El con­texto nos indica que estos dos hijos representan a los escribas y fariseos, de una parte, y a los publícanos y

pecadores, de otra. El padre es la imagen de Dios; y en cuanto a Jesús, aparentemente no está representa­do en la parábola, pero debemos esperar descubrirlo oculto en uno de los hijos.

El evangelista Mateo nos cuenta otra parábola que comienza con la misma expresión: «¿Qué os pa­rece? Un hombre tenía dos hijos» (21,28-32). Tam­bién aquí estamos en un contexto conflictivo. Jesús acaba de expulsar del Templo a los vendedores y cambistas, y son los ciegos, los cojos y los niños quienes los reemplazan gritando, no «¡Gloria a Dios!», sino «¡Hosanna al Hijo de David!» (12,12-17); así pues, aclaman a Jesús como el Enviado de Dios. Entonces las autoridades religiosas de Jeru-salén quieren poner a Jesús en su sitio: «¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esa autoridad?». Son ellos, los sumos sacerdotes y ancia­nos del pueblo los que tienen autoridad en el templo y no ese Jesús que habla con su propia autoridad. Jesús les responde con la parábola de los dos hijos a los que el padre pide que vayan a trabajar a su viña. ¿Cuál es el que obedece a su padre: el que dice «no», pero después hace lo que el padre le pidió, o el que dice «sí» y no lo hace? Cuando hoy escuchamos este evangelio, nos percatamos de que no son sólo las autoridades religiosas de Jerusalén las que están en el punto de mira, sino también nosotros mismos. ¡Tam­bién nosotros seremos expulsados de nuestros tem­plos y nuestras iglesias si pensamos que Dios nos ama por nuestros méritos! El hijo que dice «sí» a su padre y cree que así cumple su voluntad no conoce­rá jamás su amor. Conviene haber dicho «no» alguna vez a la voluntad de Dios para conocer, quizá, la gra­cia y la alegría del regreso y el trabajo en la viña del Señor. Es la experiencia de la mujer pecadora: por­que había pecado mucho, supo cuál era el peso del

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amor contenido en el perdón recibido (Le 7,36-50). Es lo mismo que experimentará «el hijo pródigo».

Uno no nace hijo de su padre: llega a serlo. Esto es todavía más verdadero con respecto a Dios. No se es por naturaleza hijo de tal Padre, y el camino para aprenderlo es a veces largo. Esto es lo que la parábo­la quiere decirnos. Hay dos grandes maneras de ser hijo, y aunque quizá cohabiten siempre en cada uno de nosotros, somos llamados sin cesar a pasar de una a otra. Pensemos en la larga serie de hermanos ene­migos que hay en la Biblia: Caín y Abel, Ismael e Isaac, Esaú y Jacob, y hasta el apóstol Tomás, llama­do «el Mellizo», que cree y duda al mismo tiempo. Jesús nos llama a seguirlo porque quiere enseñarnos a ser verdaderos hijos del Padre.

«El menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde". Y el Padre les repartió el patrimonio» (v. 12).

Se piensa generalmente que el hijo menor es malo porque reclama su parte de la herencia para irse a vivir su vida lejos de su padre. Sin embargo, la peti­ción del más joven es completamente normal y sana. Todo hijo se encuentra, un día u otro, en la situación de tener que decirle a su padre: «Dame la parte que me corresponde» y marchar a vivir su vida. Y todo padre debe contar con encontrarse, un día u otro, con esta posibilidad. Por otra parte, el padre de la pará­bola no se sorprende ante la petición de su hijo menor. Reparte todos sus bienes con sus dos hijos y entrega, como era costumbre en la época, un tercio de sus bienes al menor y dos tercios al primogénito mientras continúa disfrutando de su propiedad.

Son los hijos quienes creen que el pecado más grave consiste en dejar a su padre para vivir su vida.

Y, sin embargo, es así como leen habitualmente la parábola los cristianos: «Está muy mal alejarse del padre: ¡mira lo que le ocurre al hijo ingrato! Cae en la miseria y debe hacer trabajos degradantes para subsistir. Afortunadamente, toma conciencia de su pecado y vuelve con su padre que lo acoge con los brazos abiertos. ¡Uf! Bien está lo que bien acaba». Pero entendida así, la parábola refuerza el fariseísmo cristiano en lugar de conducir al oyente al espacio luminoso de una verdad mayor. Ha perdido toda su fuerza de conversión y, de resultas, se vuelve cómo­da para los niños que queremos seguir siendo. En lugar de hacernos crecer, nos mantiene en el infanti­lismo espiritual y el miedo a vivir. Esta interpreta­ción está tan arraigada en los cristianos que la lectu­ra de esta historia se detiene habitualmente en la vuelta del hijo pródigo a la casa paterna, pasando por alto totalmente la reacción del hijo mayor que es, sin embargo, el remate de la parábola.

He aquí cómo hacemos decir a una parábola lo contrario de lo que dice. Hacemos de esta historia una lección de moral para niños pequeños: «No os separéis de vuestros padres; si no, los cochinillos os van a comer». Para esto basta con suprimir al hijo primogénito que, en tales condiciones, no tiene nada que hacer en esta historia. Ésta queda reducida úni­camente a la historia de un hijo menor que se escapa y vuelve para hacerse perdonar. Ahora bien, es el hijo primogénito quien tiene la clave de la parábola al poner de manifiesto la actitud escandalosa del padre. El es el fariseo que debe convertirse; pero al supri­mirlo hacemos que esta parábola resulte inofensiva y nos dispensamos de crecer.

La parábola nos dice que amar, para un padre, es dar a sus hijos la posibilidad de partir. Un padre ama

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a su hijo si no le obliga a que lo ame a su vez, sino que se alegra de su autonomía y su libertad. Dios no sólo nos ama, sino que quiere que nos las arreglemos sin él; de lo contrario, no sería Padre. La alegría del Padre es constatar que ya no le es útil a su hijo. Es la condición para que su hijo sea a su vez un buen pa­dre. En cuanto al hijo, no puede creer que es amado gratuitamente mientras no ha tenido la experiencia de marcharse de la casa paterna. Por eso las marchas de los hijos son a menudo violentas y dolorosas. El hijo necesita alejarse y liberarse del amor de su padre para poder elegirlo libremente. Este paso por el ale­jamiento del padre no es una falta, sino una etapa necesaria, no para volver a ser un hijo sumiso, sino el hijo libre y tierno con su padre. Si el hijo abandona a quien le ha dado su ser de hijo, es para que pueda darle un día su ser de padre. Porque la alegría del padre es que un día sus hijos lo elijan libremente co­mo padre. Pero para ello es necesario que el hijo rechace ser perpetuamente el hijo sumiso de su padre para que éste tenga la libertad y el orgullo de engen­drarlo como padre. En efecto, el triunfo y la felicidad más grande de un padre es recibir su paternidad del amor de su hijo.

Esto es lo que el hijo mayor considera escandalo­so. No soporta que Dios manifieste su amor al hijo ingrato cuando no le recompensa su fidelidad para con él. No entiende que Dios sea un Padre que pre­fiere a su hijo vivo, libre, pecador y afectuoso, antes que sumiso, sin iniciativas, impecable y sin amor.

«A los pocos días, el menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo disolutamente» (v. 13).

El hijo menor hace lo que un buen fariseo no debe hacer. En efecto, la Sabiduría dice en el libro de los

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Proverbios: «El que ama la sabiduría alegra a su padre, el que se junta con prostitutas disipa su fortu­na» (29,3). La Sabiduría consiste en complacer al padre no dilapidando los bienes recibidos de él. Ahora bien, el hijo menor es lo contrario de un sabio fariseo: disipa todo su haber en una vida de placer. Pero en esto se parece mucho más a su padre -que entrega todos sus bienes a sus hijos- que a su her­mano -que no abandona el servicio de su padre y vive sin amor y sin alegría-. El hijo mayor pone su orgullo y su valor en lo que hace por su padre. La experiencia del despojo enseñará al hijo menor a no poner su alegría y su salvación más que en el amor de su padre.

«Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba» (vv. 14-16).

El hijo pródigo ha pasado de estar bajo la autoridad de su padre a padecer la esclavitud de un amo. Se pone al nivel de los cerdos, puesto que se ve reduci­do a querer comer su alimento, es decir, a comulgar con ellos. El hijo, en su decadencia, se ha convertido realmente en un cerdo. No obstante, conserva toda­vía un poco de dignidad, puesto que no llega a com­partir su mesa, aunque nadie, en torno a él, lo consi­dere distinto de los cerdos. Para los judíos tradicio­nales y fervientes de la época de Jesús como son los fariseos, los cerdos designan a los paganos que se revuelcan en el fango de la idolatría. El hijo menor representa, por consiguiente, al judío fiel que se alejó

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del servicio al Dios único y verdadero para ir a pros­tituirse con los paganos idólatras, que es el pecado por excelencia y la degradación suprema. ¿Cómo no pensar en el reproche que los escribas y fariseos le hacen a Jesús al comienzo de la parábola? «Éste reci­be a los pecadores y come con ellos» (v. 2).

De este modo, comienza a verse que el hijo me­nor, al abandonar a su padre y hallarse esclavo de un amo del país, se parece extrañamente, por un lado, a toda la humanidad que ha perdido la intimidad con el Padre celestial y se encuentra sometida al poder de Satanás, el Príncipe de este mundo, y, por otro, a Je­sús mismo, «el cual no juzgó como tesoro codiciable el aparecer igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo», como dice san Pablo (Flp 2,6ss.). Este hijo pródigo, que dilapida los bienes recibidos de su padre en una vida de desorden, es el Hijo por excelencia que viene a compartir con todos los hombres los tesoros de amor de su Padre, lo que es verdaderamente un despilfarro. Por esta razón los fariseos de todos los tiempos hacen remilgos y se escandalizan.

«Entonces pensó en su interior: "¡Cuántos jor­naleros de mi padre tienen pan de sobra, mien­tras que yo aquí me muero de hambre! Me levan­taré, volveré a casa de mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros ". Se levantó y se fue a casa de su padre» (vv. 17-20a).

Hay dos cosas que conducen al hijo hacia su padre: el hambre y la memoria, la carencia y el recuerdo. Es la ausencia del padre la que abre en nosotros el deseo de ser hijos. Es el recuerdo de los dones del Padre el

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que nos hace creer en su amor gratuito. Cuando el hijo menor imagina el pequeño discurso que va a decir a su Padre: «Padre, he pecado... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo», significa que comien­za a comprender lo que es ser hijo en el momento mismo en que ya no se siente digno de serlo. Si no hubiese partido de la casa de su padre, nunca habría aprendido a ser hijo. Al mismo tiempo, nunca habría podido salir de su desgracia si no hubiese recordado que era el hijo de su padre.

La cuestión fundamental que nos plantea esta pa­rábola es la siguiente: «¿Qué Dios tenéis en el cora­zón cuando os decís creyentes?» De tal palo tal asti­lla, dice el refrán. Según el padre divino que imagi­nes, serás como el hijo mayor o como el menor. Cuando el hijo mayor trabajaba en el campo al servi­cio de su padre, no tenía más que resentimiento con­tra este padre que no le recompensaba según sus méritos. Cuando el hijo menor rumiaba sus penas en medio de los cerdos, sentía en su cuerpo el agujero del hambre y en su corazón el recuerdo de la genero­sidad de su padre. ¿Quieres un Dios justo y equitati­vo que recompense a los que tienen méritos y casti­gue a los holgazanes, o quieres un Dios pródigo y apasionado que dé sin cálculo y marche en busca de su hijo perdido? ¡Tendrás el Dios de tus deseos! El Dios justo te aplastará, porque no eres mejor que los demás, y el Dios misericordioso te acogerá, porque reconocerá en ti a su hijo.

«Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, lleno de emoción, fue corriendo a echarse al cuello de su hijo y lo cubrió de besos. El hijo empezó a decirle: "Padre, he pecado contra el cielo y con­tra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo"» (vv. 20b-21).

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Si el hijo vuelve junto a su padre, no es tanto por amor cuanto para comer. Pero al constatar el amor fiel, tierno, maternal y paciente de su padre, descubre hasta qué punto es amado. Sólo entonces ama a su padre con un amor libre y verdadero. En los ojos tier­nos y llenos de perdón de su padre el hijo perdido descubre su dignidad y su libertad. El hijo mayor no puede aceptar y soportar que sea el amor del padre el que engrandezca y dignifique a su hermano. Siempre nos resulta insoportable que los otros se aprovechen de la bondad del padre mientras nosotros nos sacrifi­camos a su servicio. No aceptamos ser amados a cambio de nada y no llegamos a alegrarnos de que los demás no tengan nada para merecer el amor y el perdón que reciben. Pero ¿cómo podríamos soportar que los demás sean amados sin razón y sin méritos, ^ si nosotros mismos no amamos gratuitamente?

Dios no es alguien que posee, ordena y exige, si­no alguien que da, espera y confía. Dios es alguien que echa de menos, que echa de menos infinitamen­te porque ama divinamente. Por eso el padre y el hijo menor se arrojan el uno en brazos del otro. Se reco­nocen, se parecen y no son más que uno. Cada uno experimentó la ausencia del otro. En esto consiste el perdón, en decirse el uno al otro: «¡Cómo te he echa­do de menos!». Me imagino que en la resurrección de Jesús debió pasar lo mismo, la mañana de Pascua. Dios se colocó junto a la pesada piedra que acababa de rodar. Entonces salió el Hijo. Se acurrucó en los brazos de su padre y se dijeron el uno al otro: «¡Cómo te he echado de menos!».

«Pero el padre dijo a sus criados: "¡Venga! Sa­cad el mejor vestido y ponédselo; ponedle tam­bién un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos

una gran fiesta, porque este hijo mío había muer­to y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado". Y se pusieron a celebrar la fiesta» (vv. 22-24).

Es verdaderamente un banquete nupcial el que el padre prepara para su hijo encontrado. Hay en estos preparativos paternales un exceso, que muestra que no es solamente el regreso del hijo lo que se celebra. A través del hijo perdido y encontrado, son los des­posorios de Dios con toda la humanidad lo que así se celebra. Es imposible no reconocer en este hijo fes­tejado a Jesús mismo resucitado, glorificado, sentado a la derecha del Padre después de haber atravesado la noche del calvario y de la tumba. Lucas nos lo dice expresamente empleando dos veces la fórmula: «Es­te hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado» (vv. 24 y 32). Esta comida nupcial tiene, evidentemente, una reso­nancia eucarística, después del beso de la paz del Padre a su Hijo y en torno al ternero cebado para la ocasión. En Jesús muerto y resucitado son todos los hombres de la tierra, sean judíos o paganos, creyen­tes o no, los que son invitados a tomar parte en el banquete festivo. Acogiendo a los pecadores y co­miendo con ellos, Jesús se solidarizó con todos los hombres pecadores y perdidos. Preparando un ban­quete festivo en honor de su Hijo encontrado, el Pa­dre divino acoge en su mesa a todos los pecadores. Se comprende por qué el hijo mayor no quiere entrar en la sala del banquete.

Pero ¿tenemos razón al identificar al hijo menor con Jesús? ¡Porque este hijo ha pecado realmente! Él mismo lo dice dos veces: «Padre he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo» (vv. 19 y 21). Ahora bien, Jesús jamás ha peca-

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do y no necesita pedir el perdón de su padre. La difi­cultad hoy estriba en que el pecado no tiene el mismo sentido para nosotros y para los judíos de la época de Jesús, y esto por dos razones. Por una parte, para los fieles a la ley el pecado es esencialmente una infide­lidad a la norma religiosa. Ahora bien, al frecuentar a los pecadores, Jesús no hace la voluntad de Dios inscrita en la Ley. Por otra parte, para nosotros, hijos de la modernidad, el pecado es un acto individual y malvado, hecho voluntaria y conscientemente contra la voluntad de Dios. Para el mundo de la Biblia, el pecado es ante todo una situación colectiva que inca­pacita a la humanidad para cumplir por sí misma la voluntad de Dios. Es un estado de impotencia espiri­tual en el que todo hombre se encuentra hundido desde su nacimiento. Es lo que antes se llamaba el ; pecado original, y que nosotros comprendemos difí- \ cilmente hoy, en este tiempo en el que el individuo libre y autónomo ha adquirido tanta importancia. De un lado, el pecado es un mal cometido voluntaria­mente y con conocimiento de causa, y del otro es la imposibilidad común de obrar según la voluntad de Dios. Cuando san Pablo dice que Cristo se hizo peca­do por nosotros (2 Cor 5,21), no afirma que Cristo cometió pecados; nos dice que tomó sobre él nuestra situación colectiva de impotencia congénita y de ale­jamiento de Dios para llevarnos con él al amor del Padre. Desde el origen, nos dice la Biblia, el hombre olvida que él no es Dios. Cree poder juzgar sobre el bien y el mal a partir de sí mismo, como si fuese el centro de todo, como si fuese Dios. Es cierto que es muy raro que el hombre se tome por Dios, pero ocu­rre muy a menudo que se olvida de que no es Dios. Peca, según el sentido bíblico de la palabra, cada vez que quiere ser su propio padre, cada vez que quiere hacerse por sí mismo y a partir de sí mismo. Y de este

pecado no tiene conciencia, porque es una situación colectiva compartida por todos. Al hacerse hombre, el hijo de Dios compartió necesariamente este peca­do colectivo de la humanidad. Se hizo solidario del pecado de la humanidad a fin de que todos los hom­bres puedan hacerse solidarios de su vuelta al Padre. La parábola del hijo pródigo nos dice que la salva­ción nos llega cuando nos descubrimos perdidos co­mo el hijo menor. Al experimentar la impotencia y la pobreza recordaremos que somos hijos de un Padre lleno de ternura y podremos levantarnos para enta­blar una nueva relación de amor con él.

En esta historia del alejamiento del hijo, si no hay pecado en el sentido moderno de la palabra, sí hay, sin embargo, una culpabilidad fundamental: el hijo menor mató a su padre abandonando la casa familiar, y el padre mató a su hijo dejándole partir. Cada uno lleva el peso de un asesinato simbólico que permite al otro existir como persona libre. Y el reconoci­miento ante el otro de la culpabilidad de cada uno permite que se elijan libremente de nuevo como pa­dre e hijo. Porque el padre no pide menos perdón a su hijo que éste a su padre. Si no expresa esta peti­ción de perdón -el relato habría tenido dificultades para formularla, ya que el padre representa aquí a Dios mismo-, la manifiesta, sin embargo, en la espe­ra ansiosa y el exceso de la fiesta. Se tiene la sensa­ción, viendo el comportamiento del Padre, de que quiere hacerse perdonar algo. Es, para el padre, una manera de decir a su hijo: «Siento haberte abando­nado y no haber estado contigo cuando eras tan desgraciado».

En esta parábola se representa el mismo drama que en la historia del sacrificio de Isaac a manos de su padre Abrahán (Gn 22,1-19). En la parábola es el hijo el que tiene la iniciativa del asesinato simbólico.

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En el relato del Génesis es Dios quien «pone a prue­ba a Abrahán». Esta historia del asesinato del hijo escandaliza a menudo a los cristianos y los lleva a ver en el Dios del Antiguo Testamento un Dios mal­vado y sanguinario. En realidad, al pedir a Abrahán que ofrezca a Isaac en sacrificio, Dios se muestra li­berador y educador en materia de humanidad, mien­tras que el Dios bueno y amable de los cristianos pa­rece con frecuencia sofocante y represor. En la tradi­ción judía, este relato recibe el nombre de «la atadu­ra de Isaac». Éste es el hijo de la promesa, esperado tanto tiempo por Abrahán que es como la niña de sus ojos. Es su hijo único, su felicidad, su gozo (Isaac significa «él ha reído»). Hasta este suceso memora­ble del sacrificio sobre el monte Moría, Isaac no tiene existencia propia, no es más que el siervo de su padre. Se ve bien en la marcha de los dos personajes hacia el lugar del sacrificio: Isaac ocupa el lugar del burro que lleva la leña, y va «junto» con su padre, como si no fuese más que uno con él. Durante la su­bida intenta hacerle una pregunta a su padre para comprender la situación: «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocaus­to?» La respuesta del padre deja necesariamente al hijo en la confusión y la dependencia: «Dios provee­rá el cordero para el holocausto, hijo mío» (v. 8a). Y el redactor insiste: «Y siguieron andando los dos jun­tos» (v. 8b).

En el monte Moria tuvo lugar realmente un sacri­ficio, pero fue un sacrificio simbólico el que permi­tió sin duda evitar un asesinato real. En efecto, se mata realmente cuando no se llega a pasar por la prueba del asesinato simbólico. Abrahán mató a su hijo cortando los vínculos que lo retenían atado a él. Cada uno de ellos es liberado por el corte del cuchi-

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lio: Abrahán ya no tiene miedo de perder a su hijo al dejar que viva su vida; Isaac ya no tiene que compla­cer indefinidamente a su padre y puede comenzar a vivir libremente su vida de hombre; y Dios está satis­fecho porque han sacrificado un carnero, señal de que la prueba se ha superado con éxito. El fin del relato nos indica que el asesinato simbólico ha triun­fado: «Volvió Abrahán al lado de sus mozos y em­prendieron la marcha juntos hacia Berseba» (v. 19). Isaac ya no está atado a su padre Abrahán. Ha desa­parecido del relato. Puede vivir libremente su vida. Pero volvamos a nuestra parábola.

El hijo menor mató simbólicamente a su padre y se siente culpable. El hijo mayor siguió fiel al servi­cio de su padre y se cree justo. Uno elige marcharse de la casa del padre porque no le debe nada, y siente vergüenza de su independencia. El otro trabaja en los campos del padre para no deberle nada, y está lleno de resentimiento contra su padre y desprecia a su hermano. ¿Cuál peca más gravemente? Al hijo ma­yor su pecado lo conduce a la pretensión de justicia y a la reivindicación de una recompensa. Al hijo me­nor el suyo lo conduce a la miseria y al regreso hacia el padre. Jesús se solidariza con la situación del hijo menor, porque es la única que le ofrece la salida de un reencuentro con su Padre y le da la posibilidad de llevar así a toda la humanidad con él. No quiere soli­darizarse con la fidelidad del hijo mayor porque con­duce al encerramiento en la buena conciencia y al resentimiento con respecto a la misericordia divina. El hijo mayor no puede reconocer su pecado porque siempre ha servido a su padre fielmente. Puesto que no conoce su pecado, no puede confesarlo y ser per­donado. Este pecado actúa en él con todo su poder y lo mantiene prisionero de su autosuficiencia. Será necesario que el hijo mayor haga un día la misma

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experiencia que su hermano para que pueda sentir la ausencia y regresar a su padre.

«Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los can­tos, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era aquello. El criado le dijo: "Ha vuelto tu her­mano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano ". Él se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo, pero el hijo contestó: "Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para divertirme con mis ami­gos. Pero llega ese hijo tuyo que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado» (vv. 25-30).

El objetivo de la parábola es hacer comprender a los fariseos que Jesús tiene razón al acoger a los peca­dores y comer con ellos. Al comportarse así, Jesús es el verdadero Hijo del Padre divino. Al igual que Jonás cuando se encoleriza contra Dios porque per­dona a los sanguinarios habitantes de Nínive, los fariseos no soportan las complacencias de Jesús: «Jonás sintió un gran disgusto, se enfureció y oró así a Yahvé: "¡Ay, Yahvé! Ya lo decía yo cuando estaba todavía en mi tierra y por eso me apresuré a huir a Tarsis: pues sabía que tú eres un Dios clemente, com­pasivo, paciente y generoso, que se arrepiente del castigo. Así que, Yahvé, quítame la vida, pues prefie­ro morirme a estar vivo"» (Jon 4,1-3). Como el hijo mayor, los fariseos piensan que, en estas condicio­nes, su fidelidad a toda prueba no es recompensada: «Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes». Si Dios no castiga a los pecado­res y no recompensa a los justos, ¿adonde llegare­mos? ¡La bondad de Dios es una afrenta a la justicia!

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Uno piensa en la parábola de los obreros de la hora undécima que son pagados igual que los de la prime­ra hora, y en la reflexión del amo de la hacienda: «¿Tienes envidia porque yo soy bueno?» (Mt 20,15). El servicio al Padre sin amor conduce a la tristeza y al resentimiento. El hijo mayor, que no ha compren­dido que «todo es suyo» (v. 31b) porque es el hijo, permanece con su padre en una relación amo-escla­vo. Porque no se ha atrevido a tomar lo que era su­yo, ni ha experimentado que es pecador y está perdi­do, tampoco puede conocer la alegría de ser perdo­nado y amado. Sólo el que corre el riesgo de la li­bertad y el fracaso conoce la felicidad de ser amado gratuitamente.

«El padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"» (vv. 31-32).

El hijo mayor no pudo acceder al estatuto de hijo lleno de ternura porque opuso un doble rechazo a los dones de su padre. Por una parte, no tomó la heren­cia que su padre le entregaba, prefiriendo quedar eternamente como hijo sumiso a su padre, impecable e irresponsable y, por otra, no quiso compartir la ale­gría del padre al recuperar a su hijo. Se renueva la historia de Caín y Abel. El hijo mayor prefiere matar a su hermano negándolo («pero llega ese hijo tu­yo...», v. 30a) antes que compartir la alegría del pa­dre. El hijo menor se convierte en el hijo que ama a su padre, porque lo abandona y dilapida su fortuna para encontrarlo de otra manera. En esto no hace más que imitar a su padre, que es el primer pródigo por­que, en vida, distribuye su fortuna a sus hijos. Y per­diendo lo que su padre le dio encuentra el amor que

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este don significaba. El que no pierde nada no en­cuentra nada. «El que pierde su vida por mí la encon­trará» (Mt 10,39). Esto es lo que hace Jesús al comer con los pecadores.

Pero hay una manera de caer en la trampa de esta parábola: es imaginar que el hijo menor, una vez que ha vuelto y se ha celebrado su regreso a la casa de su padre, se queda y llega a ser como su hermano ma­yor. Ahora bien, ésta es la interpretación que los cris­tianos han hecho a lo largo de la historia. El hijo ma­yor representa al pueblo judío y el hijo menor a los cristianos. Estos últimos se sienten tan orgullosos de ser los preferidos del Padre que desprecian y persi­guen a los judíos en nombre del amor de Dios. Se vuelven más fariseos que los fariseos y utilizan esta parábola para expulsar y odiar a los que no habían tenido la misma experiencia que ellos. Por eso con­viene dejar la parábola abierta imaginando que el hijo menor, una vez terminado el banquete, parte de nuevo para dilapidar los bienes de su padre. Es así como Cristo resucitado desaparece de nuevo a los ojos de los apóstoles y los envía al mundo con la fuerza del Espíritu Santo advirtiéndoles que los espe­ra en Galilea.

Si retomamos la comparación de la madre y el padre simbólico, utilizada en el capítulo anterior, ve­mos que la casa del padre representa el seno materno que los hijos deben abandonar para hacerse adultos. Y porque el hijo menor ha aceptado la prueba de la ruptura con el seno materno, puede recuperarlo, ya no en la dependencia y la ausencia de palabra mani­festada por el mayor, sino en la libertad de la palabra intercambiada y en la alegría de la fiesta. ¡Ha hecho la experiencia de la segunda conversión! Había per­dido la intimidad y la seguridad de la casa del padre.

Había conocido el fondo de la decadencia y el aban­dono. Sólo le quedaban el hambre y el recuerdo de un amor primero. Es esto lo que lo salva. Pudo levan­tarse para volver -no a su infancia, sino a su padre-y oír cómo le dice: «Hijo mío, ¡cómo te he echado de menos!» Esta palabra cambió su vida. Aprendió que su padre no amaba su sumisión y su obediencia, sino su persona libre. Desde ahora sus días se vestirán de otro color, sus obras estarán hechas con otra mano y la vida tendrá un sabor a vino nuevo. Habrá todavía más marchas y abandonos, pero quedará una peque­ña luz que hará que jamás se sienta totalmente solo. Un amor fuerte y cálido habitará sus noches.

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6 La labor de la palabra

La función paterna no consiste tanto, a mi juicio, en decir la ley cuanto en autorizar y garantizar la toma de la palabra auténtica por parte del sujeto. El padre simbólico es aquel o aquella que ha interiorizado suficientemente la ley de la vida como para ser libre y no tener miedo a la libertad de palabra del otro. Es aquel o aquella ante quien podemos atrevernos a pro­nunciar nuestra propia palabra aceptando el riesgo de equivocarnos, porque sabemos que es lo bastante fuerte como para no condenarnos. Ya que vive con una ley que no le impide ser feliz, nos da la libertad de experimentar nuestro camino personal, que poco a poco será nuestra ley. La existencia del padre sim­bólico a nuestro lado nos dará la seguridad y la con­fianza para atravesar la prueba del mal y el sufri­miento. En su ausencia, no podemos más que sumir­nos en la oposición sistemática y la sumisión servil a toda autoridad, o en la depresión y la impotencia desesperantes.

La historia de Margarita

Margarita es una mujer de cuarenta años, alta, depor­tiva, bella y eficaz. Originaria de una familia burgue­sa de siete hijos, austera y religiosa, ha mantenido una práctica cristiana intensa, a pesar de las vicisitu­des y los acaparamientos de la vida. Prepara y anima

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las misas del domingo en su parroquia y, madre de tres hijos, participa activamente en su catequesis. Su vida se desarrolla según la orientación que siempre quiso darle: fe en Dios y servicio al prójimo.

Ahora bien, he aquí que un día descubre, por la charla de una amiga, que su marido lleva una vida paralela con otra mujer desde hace más de diez años. ¡Todo lo que había construido se hunde! Sin embar­go, después de un tiempo de pánico, se recobra y quiere tomar de nuevo las riendas de la situación. Pa­ra «salvar su pareja», como ella dice, y poner en práctica su fe, perdona la infidelidad de su marido y le pide que se separe de esa mujer para proseguir la vida «como antes». Su marido dice sí a todo, para mantener la paz, pero prosigue con su vida paralela. La situación se deteriora rápidamente hasta tal punto que es él quien impone a su mujer la elección si­guiente: «O aceptas la situación tal como está, sin hacer ningún drama, o pides el divorcio». Margari­ta no puede aceptar ninguna de las soluciones. Se siente acorralada. Se viene abajo y se hunde en la depresión.

No puede abrirse ni a su familia ni a sus amigos. Cuando finalmente decide hablar con el sacerdote de su parroquia en el que confía, éste la invita a «rezar mucho y a entregarse a los más desgraciados que ella». Pero Margarita ya no soporta este lenguaje pia­doso y generoso. Desaparece de la parroquia y aban­dona toda práctica religiosa. Tiene la profunda sen­sación de «estar acorralada por todos lados»: por su educación, por los hombres, por la religión y por Dios mismo que le hizo soñar con el don de sí y la fidelidad «para toda la vida». Ahora se siente aban­donada por todos y rota. A causa de sus hijos, acep­ta un tratamiento médico que le permite hacer frente

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134 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

bien que mal a las tareas cotidianas. Pero vive co­mo un robot, sin interés por nada, sin proyectos y sin alegría.

Aproximadamente dos años después de este dra­ma se inscribe, para intentar superarlo, en un grupo de toma de la palabra. Al comienzo de las reuniones, no deja de repetir que no tiene nada que decir y que su vida no es interesante. Ha fracasado en todo lo que ha emprendido y ha malgastado su vida. Incluso quiere abandonar estas sesiones donde tiene la im­presión de que pierde su tiempo y se lo hace perder a los demás.

Un día, en que se le pide que diga una cualidad que se atribuye a sí misma, comienza su frase de esta manera: «Soy una mujer... Soy una mujer...». No puede decir más. Una bocanada de calor invade todo su cuerpo, las lágrimas suben a sus ojos, siente dese­os de gritar, de llorar y de reír, mientras repite cada vez más fuerte: «¡Soy una mujer...! ¡Soy una mu­jer...!» Recuerdos olvidados vuelven a su memoria. Piensa en su padre que, cuando ella nació, esperaba un niño y que a partir de entonces no mostró ningún interés por ella y la humilló desde su altura y su des­precio. Se atreve al fin a «hablar mal» de su padre para deshacerse del peso de la humillación, la ver­güenza e incluso el odio que guardaba oculto dentro de sí. Ante este padre altivo y dominante, había bus­cado siempre ser la más fuerte, la más inteligente, la más deportista, la más liberada. Pero ya no puede más: ¡quiere al fin ser ella misma! También se atreve a hablar de su madre, siempre silenciosa, sumisa, sacrificada, pero incapaz de decir no a su marido y de rebelarse ante las vejaciones e injusticias. Margarita puede por fin expresar todo este peso de constriccio­nes y humillaciones familiares que la encerraron, en

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su niñez, en un modelo que no amaba y que no esta­ba hecho para ella.

¡Pero cuántas palabras tuvo que dejar salir y cuántas lágrimas verter para liberarse de las fortifi­caciones que construyó en torno a su cuerpo y para despegarse de sus tristezas y vergüenzas infantiles! Durante más de un año habló de su relación con su padre y su madre, aparentemente para «criticarlos y denigrarlos», como ella dice, pero en realidad para intentar decir lo que ella es en lo más profundo, y encontrar así a la niña viva y alegre, escondida en lo más hondo de sí misma. Con más de cuarenta años, comienza a disfrutar de la autoestima y del placer de existir. Tiene la impresión de que ha perdido su vida forzándose, poniendo buena cara y modelándose se­gún lo que esperaban de ella sus padres, su marido, sus hijos y Dios mismo. Al fin se atreve a escuchar­se a sí misma y a oír sus deseos profundos, aunque piensa a menudo que se ha vuelto «muy egoísta y muy orgullosa».

Sin embargo, este reencuentro consigo misma no dura mucho. De nuevo se siente invadida por un sen­timiento de tristeza y vergüenza. Cuando se esfuerza por hablar, no se le ocurre nada. Es como si cayera en un baño helado que la petrifica. Un dolor de cabe­za la atenaza, su cuerpo se vuelve rígido y frío, y ella se ahoga en un silencio pesado y triste.

Y después, un día, cuando está diciendo que le gusta bañarse y nadar muy lejos en el agua fría, un grito largo y agudo sale del fondo de su garganta, y las lágrimas brotan, cada vez más abundantes, de sus ojos, como si se vaciase de un exceso de vergüenza y pesadumbre, como si todo su cuerpo se estuviera bañando para recobrar su pureza, su flexibilidad y su belleza. Poco a poco se apacigua, levanta su cara

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mojada, y un relato comienza a brotar de su boca como una fuente al fin liberada.

Tiene nueve años y vuelve del colegio. Al subir las escaleras de su bloque, oye pasos que vienen ha­cia ella. Tiene un poco de miedo, pero continúa. Re­conoce al viejo señor del sexto que está siempre un poco sucio y no huele bien. Pero he aquí que se apro­xima a ella y la arrincona en un ángulo de la escale­ra. Quiere protestar y escaparse, pero no puede. El hombre no deja de tocarla por todas partes y la aprie­ta contra su vientre. La luz de la escalera se apaga. Cree estar vociferando, pero nada sale de su boca. Está aterrorizada, paralizada, petrificada por esta violencia que la sumerge y la ahoga. Por fin alguien enciende la luz y se oye un ruido en la entrada. El hombre aprieta con menos fuerza, y Margarita apro­vecha para soltarse y huir. Se abalanza por las esca­leras, tropieza en un escalón, cae, se levanta y se pre­cipita hacia la puerta de su piso. Llama, llama con rabia, hasta que su hermana mayor viene a abrir des­pués de un tiempo que le parece interminable. Corre hacia el cuarto de baño y se encierra. Todo su cuerpo tiembla; se siente mal y está sucia. Se desviste, se mete en la bañera y no deja de enjabonarse y frotar­se. Poco a poco domina su agitación y su miedo. Se pone ropa limpia y serena el gesto, volviéndolo suave y claro: no dirá nada. Nadie conocerá su ver­güenza y su pánico.

Lágrimas abundantes y saladas resbalan por las mejillas de Margarita. Exhausta, no habla más. Un silencio se hace en torno a ella, como si se hubiese agotado toda palabra, todo pensamiento. Después, lentamente, levanta su rostro y una sonrisa lo ilumi­na como un amanecer. Margarita volverá con fre­cuencia a esta escena para exorcizarla y expresar su

asco, su cólera y su tristeza sin fondo. Después, un día, dice: «¡Estoy harta de estar hablando siempre de esto! Tengo que salir de ello». Está cansada de sen­tirse continuamente víctima y culpable de haber sido humillada y mancillada. Hablando de esta culpabili­dad tenaz, dice: «Será necesario que un día me per­done. Sí, es esto, exactamente esto. Debo perdonar­me lo que él me hizo». Y de nuevo una oleada de lágrimas sale de sus ojos; lágrimas dulces, sin ten­sión, como un baño de nacimiento. Es como si la mujer adulta que es se volviese hacia la pequeña Margarita que fue para decirle al fin lo que lleva esperando desde siempre y que nadie le ha dicho jamás: «Te amo como eres. Estoy contenta de que existas. Puedes ser feliz tal como eres». Y las dos, la grande, herida, y la pequeña, inocente, se abrazan y hacen las paces.

Margarita descubre algo extraño e inaudito: que la víctima de una injusticia o de una desgracia no se libera efectivamente hasta que puede al fin perdonar­se interiormente por haber sufrido ese perjuicio. En efecto, para que el dolor cese, no basta con que los responsables de una desgracia sean denunciados y castigados, la víctima sea reconocida inocente y el mal sea reparado hasta donde se pueda. La injusticia y el sufrimiento deshumanizan cortando a la persona en dos partes irreconciliables. De un lado está la víc­tima inocente, y del otro el culpable y responsable. La desgracia es este descuartizamiento continuo, este balanceo incesante que impide todo reencuentro con­sigo mismo. Es necesario que entre las dos partes de la persona desgarrada por la desgracia sufrida se pro­nuncie y escuche una palabra de reconciliación. La persona inocente y la víctima definitivamente herida deben poder reconciliarse mediante una palabra de perdón para reencontrar el gozo y el dinamismo de la

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138 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

vida. Pero todo esto no es posible más que gracias a un largo trabajo y a un combate encarnizado por dar a luz la Palabra oculta.

En esta época se produjo otro descubrimiento. Poco a poco, hablando de lo que vive y siente, Mar­garita recupera las palabras cristianas que empleaba antes de una manera general e ideal. El lenguaje y los relatos evangélicos le hablan de una manera extraña­mente nueva, como si recobrasen un poder de vida y una fuerza de transformación desconocidos hasta en­tonces. El placer profundo que ella experimenta ahora al «hablar bien de sí misma» no lo siente ya como una autojustificación beata o forzada, sino como el reconocimiento del don gratuito de la exis­tencia. El Dios creador no es ya un Ser lejano, fabri­cador de mundos, sino la Fuente interior de vida y felicidad que puede saciarla en todo momento. Ex­perimenta el camino arduo y liberador de la palabra, y se da cuenta de que esta Palabra viene de mucho más lejos que ella misma y que la ha precedido desde la noche de los tiempos. Es el Verbo, creador del mundo, la Palabra del Dios único, encarnada en Je­sucristo y que se está abriendo camino en ella. Com­prende lo que ya sabía sin haberlo experimentado en su carne, que la Palabra comienza revelando el mal desde sus raíces y debe pasar por la confesión a otra persona antes de convertirse en Palabra de reconci­liación y de paz con uno mismo, con los otros y con Dios.

Margarita observa maravillada y llena de humor que en el momento en que abandonó su práctica y sus actividades religiosas para ocuparse de su próji­mo más cercano -es decir, de su propia persona-, comenzó a hacer la obra de Cristo. Tuvo que perder su saber religioso y su voluntad de actuar en los demás para entrar en el camino de Jesús. No es que

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el abandono de la práctica religiosa produzca auto­máticamente un encaminamiento hacia la conversión personal, ni que la desgracia sufrida conduzca nece­sariamente a una toma de conciencia saludable. Lo que le permitió avanzar en el camino de su libertad fue una mirada positiva a su humanidad -¿y qué es la fe cristiana sino esto?- y la escucha paciente y con­fiada de su Palabra interior. Se percata así de que la fe cristiana comienza con esta mirada positiva y esta escucha benevolente que nos hacen salir de nuestras prisiones íntimas y nos ponen en camino hacia noso­tros mismos.

El camino de la Palabra

Todo ser humano ha nacido de una Palabra; su creci­miento no puede tener lugar sin palabras y es de nuevo la palabra personal, auténtica y liberadora, la que le hace pasar de la primera a la segunda conver­sión. Pero ¿qué quiere decir hablar? ¿Qué camino debe hacer en nosotros la Palabra para conducirnos a la libertad de ser y a la alegría de vivir? Querría pre­sentar brevemente el trabajo de transformación que la palabra justa y centrada opera en la persona que se deja conducir por ella.

Imponer silencio a la palabra vacía

Para entrar en el camino de la Palabra justa y eficaz, el primer paso consiste en dejar de agitarse y sentar­se ante alguien que nos escuche con benevolencia para darle la palabra más auténtica y profunda. Y para poder hablar con una palabra vivida, hay que comenzar por callarse y conducir los pensamientos y la imaginación al silencio dejando hablar al cuerpo.

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Así, el primer país que se abandona en el camino hacia el nuevo nacimiento es la repetición del discur­so interior, las preocupaciones en cadena, la inquie­tud por las cosas, las personas y los papeles desem­peñados. Dejamos las evidencias, los saberes con­vencionales y los problemas, esperando acoger una palabra venida de otra parte, de la memoria del cuer­po: una palabra olvidada, vedada, borrada. Esta pala­bra enterrada no puede hacerse oír más que si se impone el silencio a las explicaciones, las agitacio­nes y las preocupaciones. Mientras se crea saber lo que se busca, mientras se quiera obtener un resulta­do, ninguna palabra será dicha. Hacer silencio es rea­lizar un acto de fe en la palabra presente en el cuer­po, pero que está bloqueada, dormida, demasiado discreta para ser oída en medio del jaleo de las inquietudes y las diversiones.

Apreciarse a sí mismo sin reservas

Para que el silencio que se impone a la palabra repe­titiva no sea tristeza ni tedio, debe nacer del aprecio completo y sin reservas por uno mismo. Es imposi­ble hacer un silencio verdadero, pleno y vivo, sin amar algo el propio cuerpo y la vida. Esto no es posi­ble más que bajo la mirada benevolente de otra per­sona que nos escucha positivamente. La presencia cálida, respetuosa y paciente de otra persona nos per­mite entrar en el silencio apacible y dulce donde la palabra oculta en nosotros puede ser escuchada. La apreciación positiva de uno mismo despierta en el cuerpo emociones dormidas y recuerdos olvidados. El cuerpo se vuelve sensible, vivo y expresivo.

¡Extraña mecánica humana! Hablar bien de uno mismo a alguien que nos escucha positivamente des-

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pierta nuestro sufrimiento oculto y lo hace salir fuera de nosotros. Y, sin embargo, este fenómeno no debe­ría ser totalmente desconocido para quienes tratan con los textos bíblicos o los místicos cristianos. Esta mirada buena y dulce que aceptamos derramar sobre nosotros mismos se une a la mirada tierna y miseri­cordiosa que Dios dirige desde siempre a sus criatu­ras y que nos cambia radicalmente cuando somos conscientes de ella. Al aceptar mirarnos con amistad y tratarnos con dulzura, comulgamos con la actitud de Dios respecto a nosotros y nos liberamos de la vergüenza y el miedo a dejar aparecer lo que somos.

Dejar hablar a la angustia oculta

La escucha de la palabra del cuerpo abre la puerta a relatos de la infancia a menudo llenos de penas, furo­res y violencias. Cuando dejamos que vengan los recuerdos de sufrimientos pasados, la primera reac­ción es sentir hasta qué punto hemos sido víctimas de malos tratos, de errores y de la falta de amor por parte de los adultos que eran responsables de noso­tros cuando éramos niños. No sabíamos hasta qué punto nos habían herido profundamente las angustias que entonces nos habían alcanzado. Nuestra depen­dencia infantil y la incapacidad para decir lo que sen­tíamos hicieron de nosotros víctimas totalmente im­potentes y terriblemente maleables por todas las agresiones, las opresiones y las perversiones de nuestro alrededor. La escucha benevolente y silen­ciosa de otra persona nos ayudará a relatar todos esos recuerdos y a atrevernos a expresar nuestra angustia, nuestra cólera y nuestro odio acumulados después de tanto tiempo. Su presencia silenciosa y tenaz nos ayudará a vencer la vergüenza y la culpabilidad que nos impiden «hablar mal» de aquellos y aquellas a

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quienes más amamos y que, sin embargo, nos hirie­ron. Cuanto más profunda fue la relación afectiva, más se interiorizaron los sufrimientos en nosotros y más tiempo y atención benevolente necesitamos para hacer salir todos los miedos, las humillaciones y las penas que nos tienen bajo su poder.

Confesar la complicidad con la angustia

Si dedicamos un tiempo -que puede ser mucho tiem­po- a relatar nuestras angustias pasadas, podremos oír poco a poco en el fondo de nosotros otra palabra, y esta voz interior será a veces difícil de percibir, de aceptar y de expresar. Vamos a descubrir que si el sufrimiento nos ha alcanzado tan profundamente, si no lo hemos rechazado inmediatamente como intole­rable y nefasto, es porque nosotros hemos sido, en alguna medida y por razones sumamente misteriosas, cómplices y consentidores. Esta afirmación puede parecer escandalosa y monstruosa a aquellos y aque­llas que sufren, y tienen motivos para protestar en un primer momento. ¡Si hemos sufrido, siendo niños, no es porque lo hayamos querido, ni siquiera in­conscientemente! Un niño golpeado o violado no es cómplice ni consiente la violencia que se le ha­ce. Este tipo de argumento ha servido demasiado a los violentos y los violadores de toda índole para justificar sus crímenes y tranquilizar su conciencia: «Yo no soy responsable. Es él o ella quien me ha provocado».

Sin embargo, a medida que avanzamos en la expresión de la verdad de nuestra palabra interior, descubrimos que las experiencias de los sufrimientos pasados no nos hirieron sólo física y moralmente, sino que pervirtieron la conciencia que teníamos de lo real, de nosotros, de los demás, del bien y del mal.

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La herida exterior nos alcanzó interiormente hasta tal punto que nos hizo creer que éramos responsables de lo que nos pasaba. No es nuestra complicidad la que produjo el sufrimiento, es el sufrimiento el que en­gendró la complicidad con nuestra desgracia. La herida interior causada por el dolor sufrido hizo ger­minar en nosotros la idea de que, si fuimos golpea­dos o violados, fue porque habíamos cometido una falta secreta y, por consiguiente, de alguna forma ha­bíamos merecido el castigo. Lo que hay de perverso en el sufrimiento es que inocula su propia justifica­ción, impidiendo que la víctima se rebele y detenga la repetición del sufrimiento. Ella se vuelve entonces cómplice de la continuación de los malos tratos sufri­dos. La violencia ejercida contra un niño, aliada con la ausencia de una palabra clara, es tan perniciosa que éste prefiere sufrir en silencio pensando que es culpable y responsable de tal sufrimiento antes que arriesgarse a desencadenar, al rechazarlo, una violen­cia mayor. Elige permanecer como víctima inocente antes que convertirse en un infame verdugo. Incluso a veces puede encontrar un cierto placer sufriendo, como si el sufrimiento lo justificase o lo consolase de algo.

Así pues, los sufrimientos que padecimos en nuestra infancia son la causa de nuestras angustias y se interiorizaron en nosotros porque pensamos que sufriríamos menos colaborando con ellos que recha­zándolos. Tomar la palabra ante alguien que nos es­cucha sin juzgarnos nos permite reconocer nuestra colaboración con la desgracia. Esta confesión es el acto decisivo para separar nuestra desgracia de nues­tra persona y emprender un camino de liberación. Es difícil confesar la complicidad que nos ligaba al su­frimiento y nos sometía a los que nos hacían daño. Nadie puede confesarla en nuestro lugar y no pode-

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mos hacerlo más que cuando llega el momento. Nos hace falta una escucha sonriente, positiva, afectuosa, tierna, respetuosa y fuerte para atrevernos a sentir en nosotros esta complicidad sin despreciarnos. Porque la distancia que hay entre poner toda la responsabili­dad de nuestras desgracias sobre los hombros de los demás y cargar sobre nuestra espalda todos los peca­dos del mundo es muy corta. Es necesario avanzar por esta línea divisoria guardando un delicado equi­librio para no considerarnos ni la única víctima ni el único verdugo. Se tratará a la vez de sentir nuestra complicidad con la desgracia y nuestra inocencia fundamental ante el mal.

Perdonarse los automatismos de la angustia

La confesión de nuestra connivencia con la desgracia' que nos golpeó es indispensable para salir del domi­nio de nuestras angustias interiorizadas, porque nos es imposible perdonarnos a nosotros mismos nues­tros límites, nuestros errores y nuestras faltas, si no sabemos reconocer a cada paso en qué hemos cola­borado con nuestra desgracia. Confesar nuestra com­plicidad con la desgracia es ya reconocer que habría podido suceder de otra manera y que en adelante su­cederá de otra manera. Confesando nuestra colabora­ción con los sufrimientos pasados, reconocemos que no necesitamos continuar con esta estrategia dañina para sobrevivir. La evocación de los recuerdos dolo­rosos nos lleva a una conclusión que puede resumir­se así: «En aquella época, hice verdaderamente todo lo que pude para sobrevivir, vistas las circunstancias en las que me encontraba, pero hoy actuaré de otra manera». Avanzando por este camino de la verdad, conseguiremos poco a poco perdonarnos a nosotros mismos nuestras debilidades, nuestros miedos y nuestras cobardías.

Renunciar a los comportamientos de la angustia

El paso por la confesión liberadora de nuestra com­plicidad con la desgracia nos permite recuperar la fuerza para vivir y comprometernos en un cambio de comportamiento. Algunos pasan toda su vida repi­tiendo sus sufrimientos y contando sus desgracias. Pero llega un momento en que es necesario tomar conciencia de que el pasado ya no está y debemos despedirnos de él. Sólo existe el presente y tenemos la posibilidad de no repetir eternamente lo que pasó. Cuando comenzamos a decirnos que ya está bien de volver sin cesar sobre tal o cual sufrimiento pasado, es que estamos preparados para comprometernos a obrar de otra manera. Esta etapa consiste en precisar, con fuerza y determinación, los comportamientos a los que renunciamos y que ya no queremos mantener más. En este estadio del trabajo, lo importante es expresar el compromiso, pero aún no es preciso cumplirlo efectivamente en la vida. En efecto, no se trata aquí de llegar a convencerse, a fuerza de afir­marlo, de que uno ha cambiado, o de obligarse a comportarse de manera diferente a fuerza de volun­tad. Se trata de sentir lo que pasa en nosotros cuando asumimos tales compromisos ante otra persona. Esto no tiene nada que ver con los «buenos propósitos» que hacíamos de niños y que, muy a menudo, no te­nían futuro. Lo importante es expresar, en voz alta e inteligible, nuestro compromiso, para sentir en noso­tros la resonancia de tal afirmación y no para poner­lo en práctica inmediatamente. Al expresar lo que deseamos profunda y positivamente, percibimos eso con lo que estamos verdaderamente de acuerdo, nos aclimatamos a lo que queremos realmente y que todavía no creemos. Un día, lo que hemos dicho con fuerza se realizará, sin tensiones y sin dolores, en

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nuestros comportamientos cotidianos. Normalmente, nuestras resoluciones no van seguidas de efectos, porque no hemos recorrido el camino previo que acabamos de describir y porque no le damos tiempo a nuestra palabra de compromiso para que haga su trabajo interior. La palabra verdadera, centrada, sen­tida, expresada claramente a alguien que nos escucha realmente y con benevolencia, realiza siempre lo que dice si le damos tiempo para que habite en nuestra conciencia, nuestra sensibilidad y nuestra voluntad. Esta palabra, repetida y reafirmada varias veces con seguridad, producirá de manera natural su fruto en nuestra vida cuando llegue el momento.

Acoger la Palabra del nuevo nacimiento

La escucha positiva del cuerpo, el reconocimiento de \ nuestra vulnerabilidad y el compromiso determinado de cambiar lo que sea posible nos abren a la Palabra inaudita, que viene de bastante más lejos que noso­tros, a esta Palabra de amor que jamás habríamos po­dido inventar ni oír si no hubiéramos aprendido a hablar con justicia y verdad. Es una Palabra que nos levanta y nos resucita sacándonos de la tumba de nuestras tristezas e impotencias, porque nos dice: «¡Tú puedes existir, liberado de toda culpa y de toda condenación! ¡Puedes ser quien eres, sin vergüenza y sin pesar!».

Esta Palabra inimaginable sólo puede ser recibi­da en la gratitud; es la Palabra que esperábamos des­de la noche de los tiempos. Es una Palabra que nos viene de un Más allá absoluto, de lo más profundo del cielo, y que, sin embargo, nos la damos a noso­tros mismos humildemente, como un tesoro inmere­cido. Fue necesaria la travesía por la gran prueba para acogerla de verdad. Tal vez antes de la prueba

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nos dijeron esta Palabra cien veces, pero no la escu­chábamos en serio. Una vez que lo perdimos todo, pudimos escucharla en el vacío de nuestra angustia y atrevernos a decirla ante el rostro silencioso de una presencia.

Es la Palabra que Jesús escuchó en los momentos cruciales de su vida y que le permitió atravesar nues­tra historia como una huella de luz inolvidable. Se la dijo el Padre en su bautismo, en el momento en que escogía su camino de cruz, y en la mañana de Pascua, cuando el sol salía y se elevaba sobre nues­tro mundo dormido:

«Tú eres mi hijo amado; en ti me he complacido».

Los descubrimientos del camino de la verdad

Al aceptar pasar por este trabajo de la palabra, hu­milde y paciente, aprendemos a aceptarnos tal y co­mo somos, ni Dios ni menos que nada, sino nosotros mismos, únicos, limitados, frágiles y, sin embargo, vivos y capaces de cambiar. Comenzamos a amar­nos, no tal y como nos soñamos, no tal y como pen­samos que los otros nos desean, no tal y como nues­tras angustias nos han desfigurado, sino tal y como somos realmente. Y constatamos que nos place amar­nos tal y como somos. Nuestra vida se vuelve más sosegada, nuestras relaciones más fáciles, nuestras actividades más agradables y nuestra vida espiritual adquiere aliento. No confundimos la humildad con el autodesprecio y la generosidad con el servicio tenso a los demás. Hallamos placer en nuestra propia com­pañía, en el interés por los demás y en la belleza del mundo. Descubrimos que la estima y el amor propio no nos conducen necesariamente al orgullo y al des-

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precio a los demás como habíamos creído, sino a la felicidad de recibirnos como un don gratuito y mara­villoso, y a alegrarnos de que los otros puedan hacer la misma experiencia que nosotros.

Amarse a sí mismo cambia el mundo

Tiene lugar entonces algo asombroso y regocijante que nuestras angustias nos Ocultaban perpetuamente: los demás se comportan con nosotros como nosotros nos tratamos a nosotros mismos. Nuestros sufrimien­tos nos habían hecho creer que los demás eran mejo­res, más interesantes o más inteligentes que nosotros. Entonces nos pasábamos el tiempo obligándonos a imitarlos o tratando de hacernos perdonar por ser di­ferentes. Al aprender a distinguir entre nuestras an­gustias y nuestra persona real, comenzamos a recon­ciliarnos con nuestra infancia dentro de nosotros. Nuestro miedo a los demás se apacigua, nuestra hu­millación ante ellos se borra y aparece la alegría de entrar en relación con ellos. Reconciliándonos con nosotros mismos, recuperamos un lugar más feliz entre los demás y en el universo. Pensábamos que los otros debían cambiar para que nuestra vida fuese más alegre. Descubrimos que amar nuestra propia vida transforma la mirada y los comportamientos de los demás con respecto a nosotros. De esta manera expe­rimentamos este buen poder que es el brillo de una armonía interior.

La aceptación del riesgo

Dos grandes inquietudes nos paralizan en el camino de la libertad: el miedo al cambio y la pérdida de la fe religiosa. Fue ya el miedo a encontrarnos en me­dio de un campo de ruinas el que nos hizo retrasar

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interminablemente el compromiso en el camino de la verdad. Preferíamos vivir entre sueños y en la triste monotonía de los días antes que remover las cenizas de nuestra vida y arriesgarnos a la aventura de un nuevo nacimiento. Y ahora que estamos aquí, senti­mos a la vez entusiasmo e inquietud ante los cambios que hay que hacer. Es un tiempo nuevo, jamás cono­cido hasta ahora, de vagabundeo y experimentacio­nes, en el que se cometen errores, se encuentran ca­llejones sin salida y se abren caminos desconocidos. Período aventurero en el que las ilusiones son nume­rosas y los fracasos reconocidos, pero que es indis­pensable para comprobar lo que se mantiene y elimi­nar lo que no es más que una falsa apariencia. Lo importante en este vagabundeo es no fijar nada, no institucionalizar nada, no dramatizar. Es un tiempo que uno tiene que vivir por sí mismo, necesario y enriquecedor como toda experiencia nueva. Y aún más grave para algunos es el hecho de que este cami­no de la verdad confirma el hundimiento de la vida religiosa ya agrietada.

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7 La obra de Cristo

El cristiano que avanza en el trabajo de la Palabra descubre enseguida que la religión se vuelve efecti­vamente inútil y sin interés. Lo que esperaba de la práctica religiosa -el perdón de sus faltas y la fuerza para comenzar de nuevo la vida cada día- aprende a dárselo y a recibirlo de una mirada positiva a sí mismo. Poco a poco las exigencias de la verdad de sus actos, la adecuada distancia en sus relaciones con los demás y la escucha de la vida un poco más cerca del cuerpo y de lo real se anticipan a las prácticas religiosas, los problemas teológicos y la moral ecle­siástica. Al principio está asustado. Tiene la sensa­ción de que pierde definitivamente la fe. Sin embar­go, en el fondo de sí mismo sabe que la luz no ven­drá ni de una vuelta atrás ni de una fijación en las prácticas exteriores. Tiene que proseguir la travesía sin conocer por adelantado el resultado.

La Pascua de Cristo

De hecho, lo que va descubriendo progresivamente es que la obra de Cristo comienza a realizarse en él en el momento mismo en que pierde todo interés por el cristianismo como sistema. El sistema produjo su fruto, ya que emprendió la obra de Cristo que es ha­cer la verdad. El cristianismo le hizo conocer a Aquel

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que, ahora, está obrando en él. Se abandona para que el Espíritu pueda hacer su trabajo. Es un período difí­cil de vivir y arriesgado, si no quiere equivocarse de combate. En efecto, si escucha sus angustias antes que a sí mismo, pasará el tiempo rebelándose contra el dominio religioso que lo mantuvo tanto tiempo en la obligación, la sumisión, la obediencia y la impo­tencia interiores. Se declarará en guerra contra el autoritarismo del sistema, contra el legalismo reli­gioso, contra los ritos engañosos y contra todos los fariseísmos. ¡Pero será un combate contra molinos de viento! Se declarará en guerra contra enemigos exteriores, cuando comience a reconocer y confesar su complicidad con esta opresión interiorizada para que lo deje en paz. Colaborando en la obra de la ver­dad de Cristo en él se libera de la falsa religión que le impedía vivir, y esta obra de la verdad no es en pri­mer lugar religiosa, sino que concierne esencialmen­te a las relaciones consigo mismo y con los otros.

Del deber de amar al amor a sí mismo

El cristiano de la segunda conversión descubre que había escuchado el mensaje evangélico a través del prisma de sus angustias. Éstas le habían encerrado en sí mismo y separado de los demás justificando su indiferencia y su dureza con los de su entorno. El Evangelio le había llamado a imitar el amor inimita­ble de Dios. Se había esforzado entonces por amar a sus hermanos a pesar y en contra de sí mismo, mag­nificando así desmesuradamente su resentimiento, su culpabilidad y su desesperación. La crisis que ha pa­sado y el camino recorrido le han hecho descubrir que es amando su propia vida, en lo concreto de su cuerpo y de la realidad cotidiana, como encuentra el interés por los demás. El amor a los demás no es ya

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una idea, un deber o un sueño. Le place que los de­más sean lo que son, le gusta tomarse su tiempo e intercambiar palabras, afectos y servicios con ellos. Finalmente, se alegra de la felicidad de los demás sin que esto le hunda en una tristeza negra. La libertad de los demás le encanta, y su diferencia le vuelve fra­ternal. Gracias a la presencia gratuita y a la escucha benevolente de otra persona, ha aprendido el camino del intercambio consigo mismo y, por consiguiente, con todos los demás. Puede al fin dar a otras perso­nas lo que se da a sí mismo. No pone como pretexto el egoísmo de los otros para justificar el suyo propio. La soledad ya no es el encerramiento en sí mismo, sino el precio de su responsabilidad en su relación con los demás. El sueño que era la huida de sí mis­mo, de los otros y de lo real es reemplazado por el proyecto y el deseo de una obra que le regocija y es útil a los demás.

Comprende que la primera de las ascesis no es la privación de los placeres, sino la acogida de sí mis­mo, de lo real y de los otros tal y como son. De este modo se mantiene abierto, flexible, benévolo y posi­tivo en todas las cosas. No ama abnegadamente, gi­miendo, sino placenteramente y sin tomarlo en serio. No busca destacarse y ser amado a cualquier precio, ni seducir a los que lo rodean temeroso de que lo abandonen. No se entristece y avergüenza si es des­conocido o criticado. Consiente no ser ni todo ni nada. El éxito de su vida es ser él mismo, tal cual es y allí donde está. No confunde la humildad con un amor mezquino a la vida y a los demás. Va con las manos abiertas, sin avidez, sin aspereza, porque se había perdido y se ha encontrado. Saborea su vida como una gracia.

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De la vida en el futuro a la vida en el presente

Aquel o aquella que accede a la segunda conversión descubre que la angustia le hacía detestar su vida y le había enseñado a hacer de la religión un medio para prepararse otra vida donde no habría gritos, ni lágri­mas, ni duelos, ni sufrimientos. La travesía de la cri­sis y el trabajo realizado consigo mismo le han hecho comprender, hasta en su carne, que el pasado ya no está y el futuro no es. Sólo el presente es real. Ha aprendido a despedirse de su pasado, atravesando el odio y las pesadumbres. Ha renunciado a consolarse de sus dolores presentes refugiándose en un futuro soñado e ilusorio. Amándose a sí mismo, aquí y ahora, descubre que puede hacer lo que realmente le gusta, y esto es bello y bueno, porque lo que no le gusta lo hace siempre mal. El amor a su vida ha des­pertado su gusto por las cosas y las personas con las que se encuentra. No hace pagar a los demás los gas­tos de su virtud y las penas que aguanta para sopor­tarse a sí mismo. Ya no gime por su suerte, su traba­jo o su situación. Si una cosa no le agrada, la cambia o la elige, pero no gasta su tiempo quejándose. La realidad en la que se encuentra es un buen punto de partida para emprender lo que desea y lo que puede. Ya no invoca sus desventuras y sus fracasos para jus­tificar su inmovilismo y sus tristezas.

Ciertamente, queda el peso de la vida, las fatigas y los miedos, pero todo esto no le impide hacer pro­yectos y una obra bella, aunque sean limitados o sin futuro. Ha aprendido a contar su pena a alguien que lo escuche para que ese dolor no lo ahogue ni lo paralice. Incluso si su camino es común y su voca­ción banal, sabe que su vida es única y que lo poco que hace es una obra de amor. Hace lo que le gusta y le gusta lo que hace, porque aprende a hacer de su

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trabajo algo que embellece el mundo en alguna me­dida. Todo en su vida puede ser un camino de amor. Diciendo a otra persona la verdad que en él estaba bloqueada, ha descubierto que la mediocridad, el su­frimiento y el hastío de su vida tenían su fuente en su miedo al placer de amar. Le hacían daño las crispa-ciones del miedo a amar: ¡el miedo a perderlo todo al amar de verdad! Prefería una vida muerta antes que amar su vida a muerte. El camino del amor era tan inmenso, tan vertiginoso y tan arriesgado que prefe­ría morir de tedio y tristeza antes que morir de placer y amor. Porque la prueba que purifica no es el precio que hay que pagar para tener un poco de placer: es el placer de ser y de amar lo que constituye la prueba más grande.

Del sueño de la omnipotencia a la aceptación de los límites

Quien conoce la segunda conversión descubre que la angustia lo encerraba en la impotencia de no serlo todo y en la desesperación de ser mortal. La religión le ofrecía entonces la omnipotencia de Dios para re­dimir su debilidad, y su eternidad para recompensar sus virtudes. El trabajo de la travesía por la crisis le ha conducido a perdonarse por no tenerlo todo, por no poderlo todo y por no serlo todo. En lugar de ser un enemigo, el tiempo se ha vuelto su aliado. No busca alcanzar a cualquier precio el fin que se ha fija­do. Avanza aceptando las vueltas del camino. Los errores cometidos y los fracasos encontrados se vuel­ven útiles y aprovechables amparándose en lo real. Acepta el tiempo con sus ritmos: un tiempo para la alegría, un tiempo para la privación y un tiempo para recuperar el placer. Ha abandonado el sueño de eter­nidad. Lo ha reemplazado por las mejillas redondas

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del tiempo bien acogido y apreciado. No busca com­prenderlo todo antes de arriesgarse a vivir. Corriendo el riesgo de vivir y equivocarse, entra en la compren­sión de todas las cosas, porque la verdad se revela caminando y no conformándose con las ideas, las ór­denes y las conveniencias.

La angustia le había impuesto máscaras para co­rresponder a la imagen que quería dar, y la religión lo había empujado a imitar lo inimitable: Jesucristo mismo. El paso por la crisis le ha enseñado a acep­tarse débil y único. Su pequenez no es su vergüenza. A veces se encuentra enfrentado a lo imposible, al absurdo, a la mentira, a la mala fe, al amor traiciona­do o perverso, a lo falso erigido en verdadero. Frente a esto, hacer la verdad es a veces romperse, mar­charse, emigrar a otra parte, huir; decir un no inclu­so en la noche, el desprecio o el ridículo; no contem­porizar, pero no creer que uno puede arreglar todos los problemas. Su primera preocupación: no deses­perar a nadie. Respetar a los débiles puesto que uno mismo es débil. No perder el tiempo en controver­sias. La libertad es con frecuencia soledad, pero una soledad buena y clara que no separa a los que son auténticos.

La Palabra, camino de nuestro nuevo nacimiento

Así pues, el remedio a la angustia que paraliza todo, que encierra en el silencio, la soledad malvada, el sufrimiento destructivo, la desesperación y la muerte de toda iniciativa, es la entrega a alguien de la pala­bra bloqueada dentro de uno mismo. El intercambio de la palabra en la seguridad de una relación bené­vola hace entrar en la aceptación reconocedora de uno mismo. Al hablar con otra persona que nos escu­cha positivamente -y esta palabra es el don de todo

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nuestro ser- y escuchando con benevolencia la pala­bra de otro, aprendemos a renacer a lo real. Ahora bien, descubrimos asombrados y maravillados que esto es exactamente la obra de Cristo. El avance en el resurgimiento personal nos ha hecho pasar por el hundimiento de las estructuras religiosas que nos mantenían en la infancia espiritual y nos ha puesto en el camino de la resurrección de la Palabra de la ver­dad. Es inevitable que este hundimiento tenga lugar, porque el Dios que nos dominaba era el Dios de nuestro Yo imaginario. Es necesario que este Dios muera para que Cristo resucitado viva en nosotros.

Me parece que es el mismo hundimiento, guar­dando las proporciones, que los apóstoles vivieron en la pasión de Jesús. El Dios en el que creían y que debía salvar a su Servidor más querido y fiel, clava­do en la cruz, no hace nada y se calla. ¿Cómo el Dios todopoderoso y salvador puede ser en este punto in­sensible, impotente e inactivo? Con la muerte de Je­sús, la fe religiosa de los apóstoles se hunde y, de resultas, todas las religiones se vienen abajo, porque todas las religiones están al servicio de un Dios bueno, todopoderoso y salvador de sus fieles. Ahora bien, en el Calvario, el único lugar donde Dios no debía faltar a la cita, Él brilla por su ausencia. El Dios que imaginamos por encima del mundo, que re­compensa a los buenos y castiga a los malos, que libera a los que confían en él y juzga con justicia a todo hombre según sus actos, ¡este Dios no existe! Es un Dios hecho a la medida del hombre, que justifica el orden del mundo y nos consuela de nuestra propia impotencia.

Fue en la mañana de Pascua cuando la luz co­menzó a manifestarse en la conciencia dolorosa de los discípulos. Dios no está por encima de la historia humana manejando los hilos, como un titiritero. Dios

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estaba presente en el cuerpo torturado y el rostro ensangrentado de Jesús en la cruz. El Dios todopo­deroso, omnisciente y protector de sus fieles murió en la cruz de Jesús. En cambio, el Dios desconocido e insospechado de todas las religiones, el Dios es­condido que muere para que el hombre viva total­mente libre de todo miedo y sea en todo responsable de su vida, este Dios nació en la mañana de Pascua. Los apóstoles descubren que la historia y la enseñan­za del hombre Jesús son la revelación cumplida del Dios único y desconocido. Jesús es el hombre que cumplió con éxito, divinamente, su vida de hombre. Es la verdad de Dios y la verdad del hombre y nos invita a seguir su camino. Ningún hombre ha sido más hombre que él, y nadie ha hablado de Dios como él. Su presencia en medio de los otros y su amor hacia el más humilde y común de los hombres eran su manera más verdadera de hacer presente a Dios, su Padre, y de devolverle el único culto auténtico. En la mañana de Pascua, los apóstoles reciben en plena cara esta luz fulgurante: Jesús resucitado es el Dios totalmente humano y el hombre realmente divino.

Los apóstoles descubren que, al encontrar la hu­manidad concreta, limitada y particular de Jesús, han entrado en una mayor comunicación y comunión con Dios. El cuerpo de Jesús se les manifestó como el único Templo donde Dios está presente, el único Sa­cramento de su encuentro, la única Palabra digna de Dios. Se dan cuenta de que encontraron a Dios mis­mo cuando tocaron a este hombre, a Jesús, tan fra­ternal y tan diferente, cuando hablaron y comieron, padecieron y rieron con él: no el Dios de su imagi­nación, sino el Dios que no se puede encontrar más que abriéndose al otro, tan semejante y desconocido. También nosotros somos llamados a experimentar

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esta experiencia de los apóstoles, para pasar de nues­tra fe infantil a la libertad evangélica.

Es el paso que damos cuando vamos en busca de nuestra verdad y sentimos que nuestra religión se viene abajo en nosotros. Al decidir ocuparnos al fin de nosotros mismos y buscar el tiempo y los medios para escuchar nuestro cuerpo profundo, corremos el riesgo de poner en tela de juicio al Dios todopodero­so que nos mantenía en la sumisión y la impotencia. Al atrevernos a hablar de lo más verdadero de noso­tros mismos a alguien que nos escucha y al pagarle con la misma moneda, abrimos un espacio sagrado donde la Palabra de la verdad puede decirse y apare­cer con toda claridad, y nosotros descubrimos que esta Palabra libre y liberadora se parece extrañamen­te a la de Jesucristo. Entonces el Evangelio no es ya ese mandato que viene de lo alto y nos aplasta. Es la Buena Nueva que hace eco a lo más verdadero y más justo de la palabra de nuestro cuerpo. De este modo, el camino de la verdad de nosotros mismos ha con­seguido que se vengan abajo en nosotros todas las obligaciones de la religión y nos ha hecho íntima­mente fraternos del hombre Jesús.

La Palabra, sacramento del Dios ausente

Para aquel o aquella que ha hecho la gran travesía, Dios está efectivamente ausente de este mundo. Si los consideramos tal y como ellos lo ven, nuestro universo es absurdo y la historia humana es noche y niebla. Para que Dios venga a nuestro mundo es ne­cesario que alguien le abra la puerta y crea en él. El creyente es en el mundo como el gallo Chantecler que hace salir el sol con su canto. Porque Dios es demasiado humilde y discreto para imponerse en el mundo y a los hombres. Si Dios entregó el universo

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al hombre, éste no puede continuar manipulándolo dándole la espalda. La luz de Dios no alumbra este mundo si nadie acoge esta luz en su corazón. La Pa­labra de Dios no resuena en nuestra historia si nadie se abre a la revelación del amor de Dios. El Verbo de Dios no viene a plantar su tienda en medio de noso­tros si ninguna mujer dice sí al paso del ángel. Dios no está allí donde el hombre está lleno de sí mismo, satisfecho y harto. No quiere volverse indispensable para el hombre e intervenir allí donde no es anhela­do y deseado. También así muestra su grandeza y su libertad, que apelan a la grandeza y la libertad huma­nas. Cuando da algo, Dios lo deja verdaderamente en manos del hombre. Ama demasiado la libertad para vigilar al hombre y preservarlo de los riesgos de la vida. El creyente de la segunda conversión está solo en el mundo, pero no sin amor. Dentro de la distan­cia adecuada del encuentro con el otro, deja abierto el espacio del misterio donde la Palabra es posible y libre. Descubre que dejando venir esta Palabra es­condida y prohibida, Dios no permanece lejos. Como los discípulos de Emaús que conversan mientras van de camino (Le 24,13-35), él siente en sí mismo el fuego de una Presencia que lo llena de alegría.

La segunda conversión produce algo así como una inversión religiosa en nosotros. Dios desciende de su cielo ideal y lejano para hacerse interior a nues­tro propio trabajo de la verdad. El que nos dominaba, se imponía a nosotros y nos juzgaba, se convierte en el inspirador de nuestra dignidad, nuestra libertad y nuestra alegría. Se produce una verdadera encarna­ción y humanización de Dios que nos permite ver y amar divinamente nuestra vida humana. Ya no bus­camos complacer a Dios sacrificando nuestra alegría de vivir: aprendemos a saborear las cosas de nuestra vida en la certeza de que si Dios existe, no quiere

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más que nuestra felicidad. En lugar de recurrir a Dios porque nuestra vida es demasiado pesada y falta de interés, experimentamos el interés por llegar a ser creadores y salvadores de nuestra vida a la manera de Jesús.

Las viejas palabras y los debates religiosos que nos aburrían soberanamente hasta hoy se vuelven vi­vos y actuales. La palabra «gracia», por ejemplo, vuelve a nosotros con un sabor nuevo, para nosotros que podemos al fin recibir nuestra vida como un don gratuito e inmerecido. La palabra «pecado», antaño tan pesada, aparece limpia de su peso de humillación y culpabilidad, y se pone a hablarnos de nuestra vida herida pero amada, más amada porque ha sido heri­da y destruida. La palabra compuesta «Jesús-Cristo» se ilumina de repente con una luz deslumbradora y nos habla de una persona que vivió divinamente su\ vida de hombre y encarnó en medio de nosotros al Dios único y verdadero. La persona de Jesucristo se convierte para nosotros en el camino abierto y la ver­dad de nuestra propia vida, en el Nombre de nuestra verdad más íntima: Dios en el hombre, el hombre en Dios, el Dios-Hombre, la unidad de Dios y el hom­bre. En él, finalmente, la rivalidad secular entre Dios y el hombre desaparece. Ya no es necesario humillar a uno para que el Otro sea honrado y glorificado. Amando a uno no se quita nada al Otro, y gozándo­nos en éste no despreciamos a aquél. Jesucristo es la verdad de lo real que nosotros acogemos cada día un poco más.

El cristiano de la segunda conversión aprende a amar su vida divinamente. Todo lo que se dice en la Biblia del amor de Dios por su creación y por su pue­blo es exactamente una manera de decir cómo el hombre puede aprender a amar su vida para que ad-

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quiera sentido y gusto. Si creemos que Dios nos anu es porque aprendemos a amar nuestra vida a su nwi ñera. Si decimos que Dios nos perdona, es para que aprendamos a perdonarnos nuestra culpa y nuestro miedo de existir. Al venirse abajo, el Dios superior y exterior de las religiones se interioriza progresiva­mente en nosotros para enseñarnos a vivir divina­mente nuestra vida más humana. El lenguaje religio­so ya no es abstracto e ideal: se encarna en nuestra vida.

Para el cristiano de la segunda conversión, Jesu­cristo ya no es el «deus ex machina» que viene a reparar la creación destruida por los pecados de los hombres y a salvar por su sacrificio a la humanidad hundida en la muerte. Jesucristo es el camino, la ver­dad y la vida de todo hombre. Es el recorrido que cada uno puede aprender a hacer para llegar a ser él mismo, es decir, un hijo de Dios. En la otra orilla, el cristiano no vive más que para Dios, vive de Jesu­cristo y sabe que esta vida le complace a Dios y a él mismo. Todo se invierte para el cristiano de la segun­da conversión: ya no se trata de que toda la vida esté orientada hacia la religión que hay que practicar, sino de que toda ella adquiera un gusto divino. El culto ya no se da sólo en los templos, sino en todo encuentro humano; y de este modo el culto de las Iglesias recu­pera su sentido e importancia. La gloria de Dios está en el cuerpo respetado, en las relaciones humanas más justas y libres, en la manera de amar con ternu­ra al mundo, a los hermanos y hermanas y hasta a uno mismo. La oración ya no es una súplica para que Dios se interese por nosotros o una alabanza para complacerlo: es el espacio de silencio y respeto que guardamos ante todos los seres y todas las cosas para oír la Palabra secreta que ocultan. Las verdades de la fe ya no están ante todo en los dogmas o las afirma-

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ciones de la Iglesia, sino en la buena distancia y la exactitud de la atención que nosotros prestamos a las cosas y a los demás. Y todo esto da sentido al culto en los templos, a la oración ofrecida a Dios y a las verdades dogmáticas de las Iglesias.

El trato con Jesucristo nos enseña a dejar a Dios en su lugar, sin anexionárnoslo para nuestro prove­cho o bajo nuestra bandera. Dios es esa distancia misteriosa, ese espacio siempre abierto y acogedor, ese silencio respetuoso mantenido entre yo y yo mis­mo, entre yo y las cosas, entre yo y los demás. Es esta distancia, este espacio, este silencio el que nos protege de los aprisionamientos, los dominios, las dependencias de todas clases. A este Dios hay que buscarlo cada mañana, acogerlo cada minuto, reco­nocerlo en cada lugar para que nuestra vida no se \ vuelva irrespirable e insensata. Si Dios se ausenta de \ su creación, significa que ésta puede llegar a ser rápi­damente un infierno para el hombre y por el hombre cuando no se abre y mantiene en ella un espacio para lo invisible. Deja el mundo tal cual es, y resultará inhabitable. Déjate llevar por tu inclinación y serás un lobo para ti mismo y para los demás. Cuando el hombre no hace el trabajo de la escucha para que la divina Palabra pueda decirse en su mundo, ensegui­da se cree Dios y se convierte en un verdugo para sí mismo y para los demás. Hoy en día, cuando todas las grandes religiones se desmoronan o se vuelven locas, no tenemos más elección que ser responsables de que Dios sea Dios en medio de nosotros, del mis­mo modo que él hace que amanezca cada día. Para que la justicia, la fraternidad y la paz progresen en nuestro mundo, es necesario multiplicar los espacios de escucha, silencio y acogida para que la divina Palabra sea escuchada.

Después de la primera conversión, yo cantaba a Dios, alababa a Dios y oraba a Dios. Después de la segunda conversión, canto mi canto, digo mi alegría y mi deseo y dejo que Dios sea Dios. La travesía me ha hecho encontrar mi canto profundo, me ha permi­tido cantar con mi propia voz, y por ello dejo que cada uno cante su canto único e indispensable. La primera conversión me dijo quién es Dios y quién era yo para él. La segunda conversión me hace ser el que soy y no me aflige que Dios sea el que es y los demás lo que ellos son.

La «resurrección» de Lázaro

Al final de su vida pública, Jesús sube a Jerusalén para proclamar la Buena Nueva que ya había sem­brado en Galilea. Pero las autoridades religiosas de esta ciudad manifiestan tanta hostilidad contra él que le obligan a retirarse a Betania, más allá del Jordán. Los amigos lo acogen en su casa, y en particular Lá­zaro y sus dos hermanas, Marta y María. Estos per­sonajes nos son conocidos gracias a tres episodios, uno contado por Lucas (10,38-42), que versa sobre Marta y María, y los otros dos por Juan, que relatan el despertar de Lázaro (11,1-54) y la unción en Betania (12,1-11).

Así pues, Jesús se queda en casa de Lázaro y sus dos hermanas. En la narración de Lucas no se nom­bra a Lázaro, pues este evangelista tiene la costum­bre de subrayar el lugar, excepcional en aquella época, ocupado por las mujeres en medio de los dis­cípulos de Jesús. El hecho de que los habitantes de esta casa de acogida sean hermano y hermanas nos deja bien clara la intención de Lucas: los anfitriones de Jesús, al escucharlo y recibirlo en su mesa, repre­sentan a la comunidad de los discípulos del Señor.

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Podemos, pues, imaginarnos la escena. Lázaro acoge a Jesús en su casa y, como todo anfitrión aten­to, le ofrece una bebida y charla con él antes de com­partir la comida en su compañía. Las dos mujeres debían estar en el horno o en el molino preparándolo todo a fin de honrar a su invitado. Sin embargo, Ma­ría acude para sentarse a los pies de Jesús a fin de escucharlo y hacerle preguntas. Marta no está con­tenta y se lo manifiesta enérgicamente no sólo a su hermana, sino también a Jesús mismo, pidiéndole que se lo haga saber a María para que se decida por fin a ayudarla. Entonces Jesús pronuncia estas famo­sas palabras que no son un desprecio de las tareas domésticas, sino más bien el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano, hombre o mujer:

«Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por demasiadas cosas, cuando en realidad una sola es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y nadie se la quitará» (Le 10,41b-42).

Preparar una buena comida para el invitado es cierta­mente loable, y es una manera de honrarlo agrada­blemente. Pero hacerse disponible intercambiando la Palabra con él es aún más importante. Es incluso la única cosa importante en la vida. El lugar que María ha escogido, poniéndose a los pies de Jesús para es­cucharlo y hablarle, es el lugar regio, vital, el lugar del discípulo. Nada ni nadie podrá desalojarla de ahí. Esta imagen de María a los pies de Jesús, como un discípulo que hace su pan con las palabras del Maes­tro, simboliza bien la existencia cristiana, que es la escucha de la Palabra evangélica para decirla a nues­tro alrededor y vivir de ella. En efecto, decimos en la oración del Padrenuestro: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pidiendo así al Señor que el pan de su Pa­labra, comido, saboreado y asimilado, llegue a ser en

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nosotros acogida desinteresada y servicio alegre a nuestros hermanos.

Pero pasemos al relato de Juan (11,1-54). Jesús se encuentra en algún lugar de la región, y he aquí que las dos hermanas mandan a decirle que su amigo Lázaro está gravemente enfermo. Pero, cosa extraña, Jesús no acude inmediatamente junto a él para curar­lo. Sus discípulos se asombran, y las explicaciones que se ponen en boca de Jesús son tan alambicadas e inverosímiles que parece que han sido añadidas des­pués para apaciguar el escándalo de los discípulos. Su amigo está enfermo de muerte, y Jesús no hace nada por él. Sin embargo, subraya el evangelista: «Jesús tenía gran amistad con María y su hermana, lo mismo que con Lázaro» (v. 5). Jesús deja voluntaria­mente a su amigo Lázaro morir solo y abandonado antes de ponerse en camino. Sin embargo, también él había estado a los pies del Señor y había escuchado su Palabra: «Has escogido la mejor parte, y nadie te la quitará» (v. 42). ¿Por que priva Jesús a su amigo de su presencia y de su ayuda, cuando le había pro­metido lo contrario? Cuando al fin llega junto a la casa de las dos hermanas, éstas, una después de otra, salen a su encuentro y le reprochan desconsoladas: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (vv. 21 y 32). Parece que esta ausencia había sido impuesta por Jesús mismo, pues rompe a llorar ante su tumba, como si lamentase no haber podido hacer nada por su amigo. Sigue después el relato de la «resurrección» de Lázaro. Era necesario, para mantener la coherencia de la historia, que Jesús resucitase a su amigo, pero mi experiencia me dice que esta «resurrección» nos habla de algo más que de una «banal» vuelta a la vida que no sería más que una vuelta a la situación anterior. Todo el relato cul­mina en el grito poderoso de Jesús, el grito que todo

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hombre prisionero de la noche mortal de la angustia y la desesperación espera sin siquiera saberlo: «¡Lázaro, sal fuera!».

¡Lázaro, sal fuera!

Entonces, prosigue el relato:

«Lázaro salió del sepulcro. Tenía las manos y los pies ligados con vendas y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: "Quitadle las vendas y dejadlo ir"» (vv. 43-44).

Si Jesús abandonó a Lázaro y lo dejó morir en la soledad y la impotencia extremas, fue para poder gri­tar esta Palabra recreadora y para que su amigo . pudiera oírla desde el fondo de su tumba: «¡Lázaro, \ sal fuera!». Si Jesús no hubiese abandonado a su amigo, éste sería perpetuamente su discípulo obe­diente y pasivo y no habría conocido jamás la alegría de una vida nueva y liberada. Porque atravesó solo la prueba de la noche mortal, puede oír la Palabra li­beradora y alegre: «Quitadle las vendas y dejadlo ir». Quien rehusa sin cesar afrontar el miedo de la sole­dad y la angustia de su finitud no puede oír la Palabra que pone en pie; no conoce la libertad y la exultación de la vida.

Se comprende entonces que, seis días después de estos sucesos, Jesús sea invitado de nuevo a un ban­quete con Lázaro y sus dos hermanas. Mientras están comiendo, María se levanta, toma un frasco de per­fume, lo vacía sobre los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. Acto de gratitud, pero también premo­nición de que quien tomó sobre sí la muerte de su amigo no escapará a ella. Sólo el que ha atravesado los terrores de la noche y de la muerte puede llamar

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a la luz al que está prisionero del miedo y la deses­peración. Para ser útil en el trabajo del alumbramien­to, es necesario haber pasado uno mismo por esta muerte y este segundo nacimiento. Al permanecer Jesús en una relación de escucha confiada de su Pa­dre, incluso cuando atravesaba la soledad extrema y las tinieblas de la cruz, oyó la voz del Padre en la mañana de Pascua: «Hijo mío, sal fuera». Habiendo atravesado él mismo la noche de la prueba y de las lágrimas, puede mantenerse ante la tumba de su amigo Lázaro y gritar la Palabra que libera. Y todo hombre que ha seguido este mismo camino podrá también decir la Palabra que resucita a los muertos:

«Yo os aseguro que el grano de trigo seguirá sien­do un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto permanente. Quien vive preocupado solamente por su vida, terminará por perderla: en cambio, quien no se aferré excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna» (Jn 12,24-25).

Porque Jesús pasó por el silencio del Padre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando­nado?» (Me 15,34) y conoció el reencuentro de la mañana de Pascua, puede atreverse a decir la Palabra imposible: «¡Lázaro, sal fuera!». Sabe por experien­cia que la Palabra verdadera y confiada intercam­biada con su Padre tiene el poder de atravesar la muerte:

«Padre, te doy gracias porque me has escucha­do. Yo sé muy bien que me escuchas siempre» (Jn ll,41c-42a).

Jesús se mantiene en una relación de escucha recí­proca con su Padre, que le permite oír sin desertar las

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desgracias de los hombres y darles el tiempo, el espacio y la confianza que necesitan para que tam­bién ellos atraviesen la prueba en la esperanza de la liberación.

La oración cristiana

Para el cristiano, orar es hablar con Dios con la con­vicción de que nos escucha y nos entiende. Si duda­mos de esta atención benevolente de Dios a nuestras peticiones, ya no oramos. Pero si oramos esperando que Dios satisfaga milagrosamente nuestras deman­das, nos exponemos a sentirnos decepcionados, por­que Dios no tiene la costumbre de hacer milagros para responder a nuestras oraciones. El milagro de Dios no es hacer por nosotros lo que podemos hacer nosotros mismos -este milagro no puede ser más que un favor que Dios nos hace y una guinda sobre el pastel-: él nos da en la fe el poder hablar en su Pre­sencia incluso cuando brilla por su ausencia. Si ha­blamos a Dios en la oración, es con el fin de que, en esta relación de confianza, encontremos la fuerza para realizar nosotros mismos lo que le pedimos con fe. Orar es entrar en un camino de transformación de toda nuestra persona gracias a la relación de escucha recíproca que establecemos con Dios. Porque el objetivo de la oración no es llevar a Dios a que pien­se en nosotros y haga algo por nosotros -él no nece­sita nuestra oración para hacerlo en todo momento-, sino enseñarnos a amar nuestra propia vida como El nos ama y a mirar a los demás como Él los mira. Al contarle a Dios nuestras carencias y nuestras necesi­dades, dejamos aparecer nuestros deseos profundos, los purificamos ante la mirada divina y nos cambia­mos a nosotros mismos al habérselos confiado a

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Aquel que nos ama. En la oración, hay verdadera­mente escucha recíproca: nosotros hablamos a Dios para que nuestra palabra vuelva transformada, por­que Dios nos habla con su silencio dándonos el poder realizar nosotros, no a pulso, sino por gracia, lo que le pedimos con toda confianza.

Hay entonces, para el creyente, una complemen-tariedad entre el trabajo psicológico y la oración diri­gida a Dios. Aquél tiene necesidad de ésta, y vice­versa, para que ninguno se extravíe en la ilusión. Si, para el creyente, el trabajo psicológico reemplaza a la oración, la persona se tiene por Dios y se cree ca­paz de darse a sí misma la salvación. Si la oración reemplaza al trabajo de la escucha recíproca en la relación con el otro, la persona se hace la ilusión de que Dios va a darle aquello que pide sin que tenga necesidad de tomar en sus manos su propia transfor­mación. No es raro ver, en algunos grupos de ora­ción, a personas que, cuantas menos relaciones ver­daderas tienen consigo mismas o con sus semejantes, más convencidas están de que mantienen una comu­nicación directa con Dios. Cuanto peor se encuentran consigo mismas y con los demás, mejor están con Dios. El trabajo psicológico y la oración deben criti­carse mutuamente sin cesar para guardarse de la sufi­ciencia y la ilusión.

La travesía por la gran prueba para acceder a la felicidad de ser -y esta travesía está siempre inaca­bada y hay que hacerla de nuevo- nos establece, con respecto a las cosas, a los demás y a nuestra propia vida, en una relación de donación, gratitud y recono­cimiento, y ya no en el deber, la necesidad y la obli­gación. Ciertamente, el deber, la necesidad y la obli­gación permanecen, pero son acogidos como una gracia y una oportunidad de agrandar nuestra capaci­dad de felicidad. Estamos en la misma situación del

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que acaba de escapar milagrosamente de una muerte cierta. Cada mañana es un día regalado, cada ser es un asombro alegre y su vida misma es acogida como un don inmerecido. No «debe» nada a nadie, ni a sí mismo, ni a Dios, ya que todo es don. Es libre de to­do amor y para todo amor, puesto que el amor es gra­tuito. Quien conoce la gracia de amarse a sí mismo y recibirse como un don, ya no se siente temeroso ni coaccionado, sino que goza de la verdad y de la feli­cidad de amar libremente.

La libertad cristiana

Que la vida sea un don no significa que se realice sin penas y sin combate. La libertad del amor es inflexi­ble con las palabras mentirosas y los comportamien-'. tos inhumanos. El que vive de un amor gratuito no n

hace caso a las habladurías, las jerigonzas y los len­guajes estereotipados. Huye de los reclutamientos, los arreglos y las falsas verdades diplomáticas. De­serta de los desfiles y de las muchedumbres que ba­lan como ovejas. Deja las ideas generales y los dis­cursos bonitos a los que quieren cambiar la vida sin moverse ellos mismos ni un dedo. Busca antes que nada la palabra justa para cada situación y la actitud respetuosa y afectuosa para cada persona. No se cui­da de adular a los poderosos y de servir a las ideas políticamente correctas, religiosamente ortodoxas y moralmente perfectas. Sabe que el bien no está en un lado y el mal en el otro. A causa de esto, provoca los conflictos más duros y las oposiciones más violentas. No actúa según lo que se espera de él. Se cuenta con su dedicación a la causa, y él responde con la res­ponsabilidad de cada uno. Se espera una blanda ama­bilidad, y él quiere la exigencia fuerte. Se pide el silencio cómplice, y él dice la verdad cortante.

El que ha probado el pan de la libertad desarma­da se vuelve extrañamente tierno y fuerte a la vez. Quiere que el otro viva sin límites y sin reservas. Prefiere la palabra herida y dolorosa antes que el silencio cobarde y la lengua aduladora. Exige todo y perdona todo. Quiere lo heroico y lo más sencillo, lo más divino y lo más humano. No es perfecto y no pi­de la perfección. Sencillamente comienza cada día, avanza cada hora y quiere que cada minuto sea don y acogida, asombro ante la existencia y humildad fuer­te, y todo esto en la distensión y la sonrisa de la gratuidad.

Es imposible que el cristiano que ha vivido la gran travesía no se acuerde, mientras arde su cora­zón, del paso de Jesús por nuestra historia. Para él, el amor es crístico o no es. Es el paso por la muerte para recibirse resucitado. Es Dios en la carne, y la carne

g; divinamente entregada. El que ha experimentado la I' segunda conversión comprende al fin desde dentro y } sin estar desesperado que el amor es siempre traicio-I nado, la verdad amordazada, el perdón rehusado, la

paz rota y Cristo crucificado. Este paso por la prue­ba es el camino del futuro de nuestra humanidad. Porque el amor sólo puede ser humilde para no vol­verse violencia, la verdad discreta para no volverse dictadura, el perdón libre para no humillar, y la paz frágil para no convertir la tierra en un cementerio. El que ama desde el amor sabe, con certeza interior y

| ; desde el comienzo, que ha tomado el camino de la | discreción, la renuncia y la soledad, pero esta elec-i ción es su victoria más grande y su felicidad más

! segura. Deja que cada uno venga o no a ella, a su hora y por los medios que tenga a su alcance.

[ Porque hemos renunciado a querer cambiar a los otros para ocuparnos al fin de nosotros mismos y nuestra transformación, llegamos a ser interesantes y

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útiles para los que nos rodean. Ya no nos tienta el ce­lo misionero y proselitista que quiere convencer a to­da costa y no provoca más que endurecimiento e in­comprensión. Preferimos esperar que el deseo se despierte y que la gracia del encuentro libre tenga lugar. Hemos aprendido a abandonarnos para encon­trarnos. Sabemos avanzar solos para encontrar mejor a algunos. Es así como comenzamos a estar cerca de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestro cónyu­ge, de nuestros amigos... Alejándonos de ellos, nos hemos encontrado y, encontrándonos a nosotros mis­mos, nos hemos vuelto fraternales para con ellos. Porque hemos aceptado perdernos, estamos cerca de todos los que habíamos perdido y dejado. Si hasta ahora estábamos tan faltos de todo y éramos tan im­potentes con los que estaban más cerca de nosotros, es porque no habíamos encontrado todavía la distan­cia adecuada por ambas partes y la palabra verdade­ra no podía nacer. Éramos extraños por vivir dema­siado cerca, no podíamos vernos por entero. Al haber pasado por la gran noche, hemos aprendido a dejar que cada uno sea lo que puede. Hemos renunciado a nuestra voluntad sobre él: puede decir su propia ver­dad. Podemos emprender de nuevo un camino jun­tos, pero libres.

Haber dejado los ritos cristianos puede signifi­car lo mismo que practicar fielmente sus devociones. Porque lo importante no es abandonar o quedarse, si­no pasar, salir de las tumbas interiores para entrar en la vida liberada y entregada. El mismo Jesús oraba en las sinagogas fariseas, y su recitación de los salmos y de las oraciones judías no era fingida. En su boca, las palabras gastadas recobraban peso y vida en la libertad de su amor. Todo es cuestión de espíritu. Quien no ha pasado de la letra al espíritu vive como un hombre desgarrado. El espíritu no hace abandonar

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la letra, sino que le da un sabor y una fuerza hasta ahora desconocidos. Nuestra vida no ha cambiado y, sin embargo, vivimos en otro mundo. Somos los hombres y las mujeres del umbral. Comenzamos a ser útiles a los más humildes y pequeños. La religión, con sus ritos, obligaciones y aislamientos represores, continúa; pero su pecado aparece a la luz del día, y la palabra de la libertad llega a ser posible, porque el miedo no es el amo del lugar. Ocurre con la religión como con el cuerpo amado: sus magulladuras y sus debilidades no impiden la alegría del amor. En la re­ligión represora quedan todavía espacios donde la Palabra es proclamada, el Pan se parte y el corazón del hombre se cura. Los ritos, creencias, reglas, sím­bolos y todas las cosas cristianas permanecen, pero en el corazón de las máscaras la llamada del Resu­citado lo abre todo.

Cristo no es el nuevo Dios de los cristianos, en la larga lista de divinidades que se reparten los favores humanos. Es la muerte de todos los dioses para que la humanidad del hombre tenga lugar. Es el camino humilde y carnal del amor salvador, la verdad despo­jada y discreta de Dios, la vida entregada y recibida de cada hombre que pasa. El gran pecado de la reli­gión cristiana -y los judíos no dejan de decírnoslo-es haber hecho de Jesús un Dios más. Si es el Hijo de Dios, es porque llama a cada hombre -varón o mu­jer-, de la religión que sea, a llegar a ser humilde y divinamente humano. Su resurrección nos dice que esta esperanza no es vana, si aceptamos caminar pa­cientemente tras sus pasos. Un hombre ha alcanzado ya por completo la verdadera vida. Tras él, en el camino de la palabra dada y escuchada, cada hombre de buena voluntad llegará al país de la libertad.

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Conclusión

Somos los herederos de una Tradición espiritual anti­gua y extraordinaria completamente centrada en la Palabra dada, acogida y devuelta. No la palabra ex­plicativa e ideológica, sino la Palabra eficaz que hace lo que dice. En efecto, para el hombre bíblico, la rea­lidad no ocurre más que cuando es nombrada por Alguien, y la salvación se realiza cuando el hombre escucha la Palabra que le es dirigida personalmente y a la que responde dando su palabra más personal, la más oculta y prohibida. Nada existe, ni vive ni crece fuera de la Palabra. Si «el Verbo -la Palabra-se hizo carne» (Jn 1,14), es para que nuestra carne se haga palabra y nuestra humanidad expresiva. La curación de nuestras angustias se nos da cuando nos atrevemos a decir la palabra que nos condena y nos aplasta a alguien que crea suficientemente en noso­tros como para ofrecernos la estima, el tiempo y el espacio que necesitamos para levantarnos a nosotros mismos. Para la Biblia, sólo Dios es este confidente lo bastante grande, bueno y libre como para recibir la confesión del hombre sin condenarlo, abandonarlo o salvarlo a pesar suyo. Y para que el hombre no sea eternamente el deudor insolvente del perdón divino, Él le llama a ser para sus hermanos el «padre» que Dios es para él. Intercambiando entre nosotros la palabra que nos habita y escuchándonos recíproca­mente, hacemos la obra de Dios y avanzamos hacia nuestra propia liberación. Entonces, en nuestras rela­ciones más cotidianas -nuestras relaciones afectivas,

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amistosas, profesionales, familiares- se opera el paso de la primera a la segunda conversión, pues es en el encuentro con la persona humana más próxima don­de puede oírse y darse la divina Palabra que libera.

Pero por desgracia nadie nos ha enseñado qué quiere decir hablar y escuchar de esta forma, y son demasiados los obstáculos que se levantan en nuestro camino, de tal modo que hemos perdido el uso de la Palabra y la capacidad de escucha, renunciando así a marchar hacia nuestra liberación1. Si tantas personas están mal hoy en día, es porque no llegan a decir lo que les pesa y aplasta. Y si alguien no habla, no es generalmente porque no tenga nada que decir, sino más bien porque no encuentra a nadie con quien hablar. Si hoy hay tantas depresiones, es porque nadie escucha a aquel o aquella que languidece por exceso de silencio. Y si no sabemos escuchar, es por­que jamás hemos podido hablar verdaderamente con alguien que nos escuche. Caminamos hacia una sociedad en la que la mayoría vivirá con su teléfono móvil pegado a la oreja, pero donde nadie escuchará a nadie. La mayoría de la gente no sabe escuchar, porque ellos mismos no han sido jamás escuchados, y no será la multiplicación de los medios de comuni­cación la que mejorará la situación.

Todos los observadores de nuestras sociedades desarrolladas nos lo dicen: una soledad desesperante paraliza a nuestros contemporáneos y los encierra en un silencio explosivo o mortal. Soledad en la ciudad, incomprensión en el trabajo, falta de comunicación dentro de la pareja, crisis en la transmisión de los va­lores, soledad en las iglesias tradicionales, donde los

1. Me permito remitir a mi libro Prendre sa vie en main, Éditions de la Chronique Sociale, Lyon 1984, 1995. La misma editorial está a punto de publicar otro libro, titulado L'écoute reciproque.

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fíeles están reducidos al silencio y los ministros condenados al inmovilismo y al conformismo. Sin embargo, considerándolo desde más cerca, nuestros semejantes no están más solos hoy que ayer. An­tes bien, sus relaciones han mejorado en compara­ción con la soledad miserable de las zonas rurales de antaño.

Lo que hoy es terrible es el desierto interior en el que viven la mayor parte de nuestros conciudadanos. Nada habla en ellos, ningún diálogo interior, ningún placer en el encuentro consigo mismo, ninguna ale­gría en el silencio, porque cada uno vive en una casa vacía. La princesa que habita en ellos está dormida, y ninguna voz viene a despertarla. Y lo más grave quizá es que está enfermedad es indolora. ¡Es tan fácil olvidarla en medio de un exceso de actividades, de un hiperconsumo de bienes materiales, placeres e imágenes! Nuestros contemporáneos pierden cada vez más el contacto con la fuente del placer de ser. Un indicio de esto es la obesidad, enfermedad que ha invadido a los Estados Unidos y amenaza ya peligro­samente a Europa. Satisfacemos desesperadamente nuestra vida interior por medio de una bulimia com­pensadora y multiforme.

Es urgente, si no queremos ver cómo desaparece la humanidad del hombre, volver a aprender lo que quiere decir hablar y lo que significa escuchar. He­mos multiplicado los lugares del saber y los medios para actuar y comunicarse, dejando sin cultivar nues­tras capacidades para sentir y expresar nuestros pen­samientos y deseos más verdaderos. La humanidad divina del hombre se muere ante la sacrosanta nece­sidad de la guerra económica o la ilusión del progre­so técnico. Es cierto que los profesionales de la pala­bra y los especialistas en la escucha no faltan, y son muy necesarios cuando la enfermedad mental se ins-

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tala en un sujeto. Pero su presencia no debe dispen­sarnos de trabajar, en todos los niveles, para abrir caminos de escucha recíproca a fin de que la Palabra viva circule entre los hombres y les devuelva el gozo de existir. Porque sólo la Palabra dada y escuchada entre nosotros puede permitirnos saber quiénes so­mos y amar nuestra humanidad. Pero para esto hay que aceptar «perder» el tiempo para aprender lo quiere decir existir.

Si las Iglesias cristianas no son lugares donde la Palabra se da y se recibe libremente, ya no sirven para nada, han fallado en su misión. En efecto, no somos los creyentes de una religión del Libro. Nos hemos puesto en pie ante la llamada de una Palabra que nos ordena que tomemos nosotros mismos la palabra corriendo riesgos y peligros. Somos los dis­cípulos de Aquel que dijo:

«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4; Le 4,4).

Hoy, un cristiano no es interesante y útil más que si es un hombre de la Palabra y de la Escucha. Todo lo demás -la teología, la piedad, la generosidad o el culto- no tiene sentido más que al servicio de esta estructura interior que hace de él un hombre que se mantiene en pie ante el silencio de Dios y que per­manece atento al desamparo humano sin venirse abajo. El peligro que corren las iglesias es responder a esta necesidad de diálogo creando nuevas institu­ciones especializadas. Ahora bien, la respuesta a las grandes cuestiones que se plantea nuestra humanidad ante el amanecer del siglo xxi no vendrá de organis­mos expertos en la toma de la palabra o en el apren­dizaje de técnicas de escucha. Éste sería el medio más seguro para hacer callar toda palabra verdadera

CONCLUSIÓN 179

y sentida. La única forma de que las iglesias sean úti­les al mundo es que se transformen, abriendo en ellas, en todos los niveles, espacios para la Palabra libre y responsable. Pero para esto deben liberarse del miedo a hacerlo mal y a no ser comprendidas.

La preocupación por los otros es a menudo la ex­cusa que ponemos para justificar nuestro inmovilis-mo. Urge llamar a los miembros de nuestras comuni­dades a que emprendan el paso de la primera a la segunda conversión, favoreciendo la función paternal que permitirá el nacimiento de la Palabra creadora y liberadora.

Pero ya basta. Ya que toda palabra justa conduce a la escucha silenciosa de la Presencia interior, me gustaría terminar con una meditación sobre el prólo­go de Juan. Que me perdonen los puristas por para­frasearlo ligeramente. Es una invitación a hacer que resuene para que trace en cada uno su camino de luz.

«En el comienzo era la Palabra, y la Palabra estaba en el Aliento de Dios, y la Palabra era Dios y no era más que una con él. Todo fue creado por la Palabra, y sin ella nada se hizo. De ella salió la vida, y la Palabra fue luz para los hombres, y la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no pudieron atraparla.

Todo hombre había nacido de la Palabra, y la Palabra estaba en el aliento del hombre, pero el hombre prefirió el silencio a la Palabra. Temió que, dando su Palabra, fuera a perder el aliento y a morir.

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180 LA SEGUNDA CONVERSIÓN

El hombre construyó una prisión de odio y violencia para rumiar a placer su sufrimiento infinito y no escuchó el viento agudo de la divina Palabra.

La Palabra era la luz verdadera que transfigura e ilumina a todo hombre. Vino al mundo, este mundo hecho por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a su casa, y los suyos no la acogieron.

Pero a todos los que la recibieron, a los que hirió con su luz y la acogieron en su aliento, les dio el hacerse humanos llegando a ser hijos de Dios. Sí, la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos sido deslumhrados por ella, y su luz nos ha colmado. De su plenitud, en efecto, hemos recibido todo, gracia tras gracia

(Según Jn 1,1-18).

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