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GRUPO SM - 158458-01-01-01-02 - 304543 - Pag 1 - viernes 29 de abril de 2016 13:35:45

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LIBRO 6

TRAS LA CAÍDA

Eliot Schrefer

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Primera edición: junio de 2016

Textos: Eliot SchreferIlustración del mapa: Michael Walton

Edición ejecutiva: Gabriel BrandarizTraducción y coordinación editorial: Xohana BastidaCoordinación gráfica: Lara Peces

Título original en inglés: Rise and Fall

La publicación de este libro se ha negociado a través de la agencia literaria Ute Körner, S.L.U., Barcelona. www.uklitag.com

Todos los derechos reservados. Publicado por acuerdo con Scholastic Inc., 557 Broadway, Nueva York, NY 10012, EEUU.SCHOLASTIC, SPIRIT ANIMALS y los logos asociados son marcas y/o marcas registradas propiedad de Scholastic Inc.

© Scholastic Inc., 2015© Ediciones SM, 2016

Impresores, 2 Parque Empresarial Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) www.grupo-sm.com

ATENCIóN AL CLIENTETel.: 902 121 323 / 912 080 403e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-675-8767-8Depósito legal: M-12110-2016Impreso en la UE / Printed in EU

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Para Ombwe y Oshwe, los dos bonobos que capturaron mi espíritu

E. S.

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AMAYA

Concorba

Trunswick

Okaihee

Castillo de Puertoverde

Ártica

EurA

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NilO

Trunswick

Xin Kao DaiJano rion

Shar liwao

Cien islas

Stetriol

Okaihee

EurA

OCéANuS

ZhONg

ErDAS

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CAUTIVAS

¡Bum!Abeke se despertó con un sobresalto. En el primer mo-

mento creyó que había soñado aquel ruido, pero volvió a oírlo de inmediato: ¡BUM!

Se puso en pie de un brinco y su cabeza estuvo a punto de estrellarse contra una viga del techo. La cadena que le apri-sionaba el tobillo golpeó a Meilin, despertándola.

–¿Qué ocurre? –preguntó su amiga con voz somnolienta, palpando a su alrededor para orientarse.

Abeke, aún atontada por el sueño, recordó dónde estaban Meilin y ella: encadenadas en la bodega de un barco, de ca-mino al cuartel general de los Conquistadores en el sur de Nilo. No era la primera vez que Abeke viajaba en un navío como aquel; sin embargo, en su primer trayecto había sido una hués-ped de honor. En aquel entonces, tenía a su disposición una cama de plumas y un espejo de marco dorado, y podía vagar por el barco a su antojo. No estaba encerrada en el fondo de la bodega, dentro de una pequeña cámara en la que los cru-jidos del casco se mezclaban con las rápidas pisadas de las ratas.

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Por si estar prisioneras allí no bastara, Abeke y Meilin estaban unidas por una cadena sujeta con grilletes a sus to-billos.

–Se oyen voces –susurró Abeke con urgencia–. Viene al-guien. ¡Levántate, Meilin!

Su compañera se puso grácilmente en pie, sin hacer ningún ruido pese a la cadena que pendía de su tobillo. La pena y el cautiverio no había logrado minar sus reflejos de guerrera.

En la puerta de la cámara apareció una luz que les habría parecido tenue en circunstancias normales, pero que, tras varios días en penumbra, las cegó. Cuando los ojos de Abeke se adaptaron, distinguió un muchacho en el umbral. Era alto y bien formado, con piel clara y ojos que la miraban con ex-presión pesarosa.

Shane.A pesar del rechazo que los Conquistadores producían en

Abeke, sabía que lo más parecido a un amigo que tenía entre ellos era aquel chico.

A lo largo de la travesía, él había sido el único que les había llevado agua fresca y víveres. Sin su ayuda, Abeke y Meilin ya estarían muertas.

Abeke notó la furia que emanaba de su compañera como algo casi físico. Meilin, sin embargo, guardaba silencio; pre-fería dejar que fuera Abeke quien tratara con Shane.

–¿Estáis bien? –preguntó él.Su tono era amable, pero Abeke era bien consciente del

sable que brillaba sujeto a su cinto y del poder que Shane os-tentaba sobre ellas. Al fin y al cabo, era uno de sus captores. Además, podía invocar a su feroz espíritu animal, un carcayú. Aunque Abeke sabía que Uraza, su leopardo, se impondría fácilmente a la criatura de Shane en circunstancias normales, las reducidas dimensiones de la cámara darían al carcayú una ventaja decisiva.

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–Todo lo bien que podemos estar –repuso en tono seco ha-ciendo tintinear la cadena.

–Siento mucho que os hayan hecho eso –suspiró Shane–. Les dije que no hacían falta los grilletes, pero... –se interrum-pió y miró al techo–. En cualquier caso, no tendréis que pasar aquí ni una hora más. Hemos llegado a nuestra fortaleza.

Abeke entrecerró los ojos. ¿Esperaría Shane que eso las aliviara? Por poco que le gustara la bodega de aquel barco, sabía que el cuartel de los Conquistadores sería aún peor. ¿Pensarían entregarlas sus captores a Gerathon, la Gran Ser-piente? ¿La obligarían a beber Hiel para someterla a la volun-tad del reptil, como habían hecho con Meilin?

Se esforzó por mantener la compostura mientras recor-daba lo ocurrido aquel día terrible en el islote de Mulop: los dedos de Meilin aferrando cruelmente su brazo mientras la arrastraba hacia la playa rocosa; su lucha por liberarse, inte-rrumpida violentamente por la vara de Meilin al estrellarse contra su cráneo; la pérdida inevitable de consciencia...

–¿Vuestra fortaleza? –replicó, desterrando el recuerdo al fondo de su mente–. ¿De quién era antes de que los Conquis-tadores os apoderaseis de ella, Shane?

–Era la mansión de un noble niloano –contestó él con un nuevo suspiro–. Escucha, Abeke: no me enorgullezco de ha-ber ocupado la casa de otra persona. Su anterior dueño sigue vivo, y te aseguro que estoy haciendo todo lo que puedo por cuidar y alimentar a los niloanos que trabajan en la mansión. La situación es difícil, pero me esfuerzo por buscarle el lado bueno.

Abeke se cruzó de brazos y lo miró con el ceño fruncido.–Por favor, Abeke, acompáñame de buen grado –le pidió

Shane bajando la mirada–. Lo digo por tu bien, y también por el de Meilin.

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Abeke miró de reojo a su amiga, quien asintió de manera casi imperceptible. Si Shane se mostraba amistoso, sería mejor seguirle la corriente hasta sonsacarle todo lo que pudieran.

–De acuerdo –accedió–. Iremos voluntariamente, Shane.Encadenadas, a Abeke y a Meilin les costó trepar por la

escala que llevaba a cubierta. Abeke subió los peldaños de uno en uno, esperando a que Meilin se colocara a su espalda antes de avanzar al siguiente. Al fin, asomó la cabeza al exterior. Aunque el día estaba nublado, su resplandor la cegó, y tuvo que aguardar con los párpados apretados y los ojos llorosos.

Shane, que las había precedido, agarró a cada una de un brazo, las ayudó a salir y las dejó sentadas sobre el suelo de tablas.

La mirada de Abeke se acostumbró paulatinamente a la luz. Cuando al fin recuperó la vista, soltó una exclamación ahogada.

La cubierta estaba plagada de Conquistadores que prepa-raban un esquife para desembarcar. Todos vestían corazas de cuero negro con los petos engrasados. Aquellas no eran armaduras ornamentales: eran un uniforme creado para lu-char sin cuartel.

Van así vestidos para enfrentarse a los niloanos, pensó Abeke con amargura. A personas que solo quieren defender sus tierras y sus hogares.

A un paso de ella estaba Zerif, el cabecilla de los Conquis-tadores que había reclutado hacía meses a Abeke haciéndole creer que estaba en el lado del bien. La chica miró con des-precio su cara, de facciones correctas y muy marcadas, rema-tada por una barba corta. A su lado había una mujer esbelta que Abeke había conocido en su expedición al lejano Norte: era Aidana, la madre de Rollan. Aunque ella no estaba enca-denada, tenía el semblante demacrado y triste de una prisio-nera. Por primera vez, Abeke se alegró de que Rollan estuviera

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lejos de allí; ver a su madre en aquel estado habría acabado de destrozarlo.

Pero aún había alguien más junto a ellos, una chica que Abeke no reconoció. Era alta y pálida, con ojos grandes y una sonrisa ancha y taimada. Llevaba un traje de cuero negro, con tiras de marfil engastadas de manera que semejaran las patas de una araña. La muchacha observó a Abeke y Meilin y luego se volvió hacia Shane.

–¿Estas son las polillas que tanto te has esforzado por atra-par, hermano? –dijo sin mover apenas los labios–. Me decep-cionas.

¿Hermano?, se asombró Abeke. Y entonces lo vio: la man-díbula fuerte de la chica, sus altos pómulos, su pelo rubio... Sí, se parecía mucho a Shane. Y también era una Marcada: en su hombro había encaramada una araña del tamaño de una gaviota. Las bandas amarillas que rodeaban su abultado abdomen revelaban lo venenosa que era.

Por un momento, Shane pareció retraerse ante las palabras de su hermana, pero enseguida se repuso.

–Drina, ¿querrías contarnos otra vez la historia de tu de-rrota ante los capas verdes? –respondió con tono burlón–. ¿O preferirías no hablar de ello?

Shane debía de haber tocado un punto sensible, porque ahora fue Drina quien lo miró con expresión herida. Cuando la chica se dio cuenta de que Zerif la miraba, endureció la ex-presión y soltó un bufido. A Abeke le dio la impresión de que, si Zerif no hubiera estado allí, la conversación entre los dos hermanos habría transcurrido de manera muy distinta.

–¡Basta! –ladró Zerif al ver que Drina abría la boca para replicar–. Nuestra victoria en Nilo es inminente; no debemos entretenernos con riñas infantiles.

Abeke miró a Meilin de reojo; cualquier disensión entre los Conquistadores era una ventaja en potencia para ellas. Su

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amiga, sin embargo, seguía sentada en la cubierta, con las manos apoyadas en las rodillas y los ojos cerrados como si no quisiera enterarse de lo que la rodeaba.

Shane, Zerif, Aidana y Drina observaron a sus dos prisio-neras. De pronto, el sol asomó entre las nubes y su resplandor deslumbró a Abeke, impidiéndole ver las caras de los Con-quistadores y convirtiéndolos en cuatro siluetas amenazantes. La chica se estremeció; nunca se había sentido tan indefensa y desamparada.

–No parecen gran cosa, ¿verdad? –comentó Zerif–. En rea-lidad, desde el instante en que puse los ojos en Abeke supe que no tenía nada que temer de ella. Hasta su padre la des-preciaba... Supongo que ahora estará aún más decepcionado.

La rabia impotente que tantas veces había abrumado a Abeke volvió a alzarse en su interior. Era como estar de nuevo en su poblado, viendo cómo su hermana Soama la agarraba de la barbilla y enumeraba sus muchas faltas. Lo que más an-siaba Soama en el mundo era sentirse hermosa, y la manera más fácil de lograrlo era hacer que Abeke se sintiera fea. Abeke había aprendido a soportar aquellos repasos con expre-sión indiferente; eso fue lo que hizo ahora, aunque por dentro ardía en deseos de liberar a Uraza y ver cómo el leopardo cerraba las mandíbulas sobre la garganta de Zerif.

Se contuvo: el espíritu animal del Conquistador, un cha-cal, rondaba entre las piernas de su humano, mirándolo todo con ojo atento y mostrando sus afilados colmillos al jadear. La araña de Drina, por su parte, estaba agazapada en el hom-bro de su dueña como si se preparase para saltar a la menor provocación. Habría sido una imprudencia atacar en ese mo-mento.

–Levantaos –ordenó Zerif.Abeke vaciló, pero Meilin se puso en pie de inmediato con

un tintineo de cadenas. Al mirar a su amiga, Abeke vio que

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su semblante no mostraba expresión alguna. Por un momento temió que Gerathon hubiera vuelto a poseerla, pero enseguida se dio cuenta de que Meilin cerraba los puños con rabia.

–Ahora –indicó Zerif con una sonrisa aviesa, cruzando los brazos–, volved a arrodillaros.

Abeke miró a Shane, que parecía desconcertado por la cruel arbitrariedad de su compañero. Meilin se estremeció, reprimiendo a duras penas su ira. No te resistas, le suplicó mentalmente Abeke. Este no es el momento.

–¡Ha dicho que os arrodilléis! –exclamó Drina, enganchan- do con el pie la cadena que unía a las dos chicas.

Drina era rápida, mucho más de lo que Abeke podría ha-ber supuesto; era como si poseyera los reflejos de su araña. Antes de que pudieran reaccionar, Abeke y Meilin cayeron de rodillas en la cubierta. La barbilla de Abeke golpeó las tablas del suelo, y al incorporarse notó el sabor de la sangre.

–¡Basta ya, Drina! –estalló Shane.Abeke, que había cerrado los ojos al caer, prefirió no abrir-

los por el momento. Cuando volvió a oír la voz de Drina, se sorprendió de lo lastimera que sonaba.

–Lo siento, hermano –murmuró la chica.–Gar ha ordenado que las llevemos a tierra, pero no ha

dicho cómo –intervino Zerif con una risita–. La última vez que nos encontramos, Abeke intentó atravesarme el corazón con una flecha; es hora de cobrarme esa cuenta. Me temo que nuestras dos invitadas van a tener que nadar.

Shane empezó a protestar, pero Zerif no le hizo ningún caso. Algo –una bota, quizá– golpeó con fuerza la espalda de Abeke, que rodó por la cubierta. De pronto, un tirón de la cadena la detuvo. Se oyó otro golpe, seguido de una exclama-ción de dolor: Zerif debía de haber golpeado a Meilin tam-bién. Abeke notó cómo su amiga pasaba despedida a su lado, y luego sintió un potente tirón que casi le desencajó la pierna.

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Meilin había caído por la borda.Abeke manoteó, intentando con desesperación aferrarse a

algún saliente de la cubierta, pero solo consiguió llenarse las manos de astillas. Abajo, junto al casco de la embarcación, se oían los jadeos de Meilin, cuyo peso estaba arrastrando a Abeke sin remedio. Lo último que vio Abeke mientras se deslizaba por encima de la borda y caía al vacío fue la cara conmocionada de Shane. Luego oyó un chapoteo estruen-doso cuando su amiga cayó al mar, y al momento siguiente se zambulló en el agua.

Trató de orientarse, con el estómago revuelto por la caída y el agua salada escociéndole en la boca y la nariz. La cadena tiraba de ella hacia abajo, y braceó por instinto hacia la super-ficie. Pero le resultaba casi imposible subir; el peso era tan grande que, a pesar de que se estaba empleando a fondo, lo único que lograba era no hundirse más. En algún lugar debajo de ella, Meilin se sumergía lentamente y la arrastraba.

Por fin, la cadena se aflojó y Abeke pudo sacar la cabeza del agua. Manoteó, desesperada por mantenerse a flote, y lu-chó por abrir los ojos. Meilin emergió a su lado, esforzándose tanto como ella por no hundirse de nuevo. Los músculos de Abeke parecían chillar por el esfuerzo; no podría seguir así mucho más.

A su lado, Meilin jadeaba. La cadena parecía hacerse más pesada por momentos. Aunque Abeke no tenía fuerzas para mirar alrededor, oyó de lejos que Shane la llamaba. Drina parecía increpar a Zerif, con un deje de pánico en la voz.

–¡Abeke, nada hacia la playa! –gritó Shane–. ¡Tenéis que nadar! ¡No está tan lejos!

Desesperada, Abeke buscó la costa con la mirada. Shane era demasiado optimista: con el lastre de la cadena y la fatiga que le abrasaba los pulmones, nunca sería capaz de llegar a tierra. Sin embargo, era su única esperanza.

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–Vamos, Meilin –jadeó–. No nos queda otra opción.Oyendo de fondo los chillidos de Drina y los gritos de

Shane, Abeke empezó a nadar, sintiendo que sus piernas ardían por el cansancio. Meilin aguantaba a su lado, avanzan- do junto a ella con lentitud desesperante.

–¡Muy bien, Meilin! –la animó–. ¡Podemos hacerlo!Pero, a pesar de su determinación, los brazos de Abeke

empezaban a aflojar. Su pierna encadenada se hundía más y más, y cada vez que tomaba aliento tragaba una bocanada de agua. Sintió que Meilin la agarraba de las axilas en un intento por mantenerla a flote, pero ya era tarde: se hundía. El agua se cerró sobre su cabeza.

Y entonces, sus pies rozaron una superficie rugosa.¡Un banco de arena!Las dos chicas se apoyaron de puntillas en el fondo y, a pe-

sar de su agotamiento, rieron de alivio. El agua les cubría el mentón, pero al menos no corrían peligro de ahogarse por el momento. Durante unos minutos, descansaron hasta recobrar el aliento y las fuerzas.

Meilin volvió la mirada hacia el barco.–Zerif está loco –dijo–. Está claro que los Conquistadores

nos quieren vivas; si no fuera así, nos habrían matado en Océanus. ¿Por qué ha corrido el riesgo de ahogarnos?

–Tal vez sea porque estuve a punto de matarlo –respondió Abeke con aire ausente–. Supongo que eso puede sacar a cual-quiera de sus casillas. De todos modos, creo que hay cosas más urgentes de las que preocuparnos... ¡Mira, Meilin!

Las aguas costeras se removían como si estuvieran co-brando vida. Ante los ojos de las dos chicas, las ondas se divi-dieron y una forma gigantesca empezó a aparecer. Por un ins-tante, Abeke creyó que era un escollo surgiendo a la superficie por efecto de la marea, pero enseguida divisó algo que la sacó de su error: una enorme y escamosa cola de saurio. Un coco-

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drilo colosal emergió en el bajío, a unos treinta pasos de las dos chicas, y las miró con fijeza.

Abeke vio de reojo que algo se movía en la orilla: era un humano, ataviado con una coraza de cuerpo entero y un yelmo adornado con cuernos que ocultaba su rostro. El recién lle-gado vadeó hasta llegar a la altura del cocodrilo y apoyó una mano en su hocico. Luego, se cruzó de brazos y clavó la mi-rada en Abeke y en Meilin.

El general Gar, el caudillo de los Conquistadores, las reci-bía en su fortaleza.

Estaban en presencia del Devorador.