Guebel - Un Recuerdo

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  • 8/17/2019 Guebel - Un Recuerdo

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    Un recuerdo

      Por Daniel Guebel | 13/05/2016 | 21:04 

    Fue hace unos cuantos años, algunas décadas. Por entonces, colaboraba en la revista

    Humor. Cada tanto, el inolvidable Bracamonte me llamaba y me decía: “Escribite unanotita graciosa, enamorate de alguna actriz, traeme algo”. A veces no estaba muy ensintonía con su amable pedido y le llevaba cosas infumables, que amablemente merechazaba o me retocaba, hasta volverlas digeribles: nada peor que un aprendiz deescritor que no acepta convertirse en aprendiz de periodista para evitar que alguienpueda dudar de que es o será un escritor de verdad, cuando la verdad es que eso nose sabe nunca. En todo caso, amablemente, Bracamonte insistía en ofrecermeoportunidades…Una vez, le llevé una propuesta: ir a una meditación zen. No es queme propusiera adelantarme 30 años al optimismo globular macrista y su respiraciónincontenible, sino que en verdad un maestro zen había bajado de la montaña, o algoasí. Bracamonte suspiró, me dijo: “Dale”. El centro zen donde se realizaba la jornada era un fino departamento situado en un ala

    de un antiguo edificio palermitano, y el maestro era un porteño que había obviadoelegantemente su temporada de reclusión en una lejana montaña de Japón. Pero elambiente estaba. Eramos varios los aspirantes a la escogida nada, la vacuidad zen, yel maestro nos mandó a ponernos en cuclillas sobre unos almohadones no muymullidos y a contemplar el vacío representado por el color cremita de la pared. Al ratolas rodillas dolían y la espalda protestaba por la sucesión de dolores, de modo que laatención no flotaba ni se perdía. Encima, el maestro se paseaba con la clásica palmetao bastón que la tradición indica debe romper la cabeza del discípulo para quebrar lalógica discursiva y dejar que entre lo nuevo. Yo pensé: “Me llega a dar un bastonazo yle r ompo los dientes le rompo”. Pero el rigor no llegó: el maestro apenas lo usaba paradarnos pequeños golpecitos en el lomo, cosa de aflojar tensiones.Luego de un par de horas de dejarnos contemplando el vacío de la pared, el maestrodijo: “Ya está”. Desayunamos un tecito lavado y cuando creí que la experiencia habíaconcluido, la cosa verdaderamente empezó. El maestro asignó “tareas” y a mí me dijo:“Una hora para limpiar bien esta mesa”, y me señaló una mesita ratona, para lo cuálme dio un pequeñísimo trocito de paño embebido en alcohol. Como era de esperarse,en cinco minutos había concluido y fui adonde el maestro posaba en símil meditación yle dije que ya estaba, y entonces él fue hacia la mesita, observó lo hecho y me dijo:“Limpiar bien”. (Cuando un occidental imita a un japonés pasa todos los tiemposverbales al infinitivo, suspendiendo la acción en la eternidad; cuando los verboides delmacrismo impostan la alegría de vivir, su consecuencia es la triste recesión). Debíreconocer que el trabajo estaba mal hecho: había considerado que no era un trabajo ala altura de mi dignidad personal. Así que la dejé a un lado y me tiré al piso, y con ese

    pañito minúsculo empecé a darle a cada sector de la ratona. Fue una hora de intensaconcentración y paz, libre de todo pensamiento. A la hora, el maestro se me acercó y me dijo: “Ya está”, y yo le dije: “Falta. Reciénempezar limpiar”.