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Guerra y comercio entre los indígenas de América del Sur

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Guerra y comercio entre los indígenas de América del Sur (1943)

Claude Levi-Strauss

Pocos aspectos de la cultura de los indígenas de América del Sur impresionaron tanto

a los primeros viajeros como aquellos referidos a la preparación, la conducta y las

consecuencias de la guerra. Pareciera que el contraste entre el nivel primitivo de la vida de

los indígenas de Brasil, por ejemplo, y el desarrollo de sus técnicas bélicas, la importancia y

la frecuencia de las operaciones militares entre los diferentes grupos, otorgaron a los antiguos

cronistas una especie de punto de referencia, gracias al cual reencontraron el ambiente

problemático de la Europa del siglo XVI en una comarca lejana, y entre pueblos por lo demás

muy extraños.

Las obras de autores tales como Jean de Léry, Hans Staden, Thevet, Yves d’Évreux

entre otros, destinan un lugar particular a las ocupaciones de este orden. El estudio de las

relaciones inter-tribales de las poblaciones de la costa brasileña presentaba, en efecto, para

los primeros navegantes, una importancia política de primer orden. Bastaba que los

portugueses contrajeran relaciones amistosas con una tribu para que sus vecinos hostiles

acogieran calurosamente a los franceses, rivales de los portugueses, y los asistieran en sus

propias peleas. Además, el carácter dramático de las expediciones guerreras de los

Tupinamba, tal como nos son recordadas principalmente por Jean de Léry, basta para

estimular la imaginación. Desde los adornos, suntuosos y terribles a la vez, de los guerreros

laureados de plumas y pintados con las tinturas, roja y negra, del “urucú” y del “genipa”,

hasta la sabia utilización de flechas incendiarias y del humo asfixiante del ají, todos los

detalles de las preparaciones bélicas otorgaban un motivo de horror o de admiración. El

cuadro de la vida internacional de Brasil así reconstituido otorga la imagen de una multitud

de grupos esencialmente ocupados en combates sangrientos, librados en ocasiones entre

tribus vecinas que hablan la misma lengua, y cuya separación ocurrió solo hace pocos años.

Sin duda esta imagen corresponde en gran parte a la realidad. Explicaríamos

difícilmente la división de los pueblos primitivos de América del Sur, su dispersión en un

verdadero polvo de pequeñas unidades sociales pertenecientes a menudo a la misma familia

lingüística, y sin embargo aisladas en los extremos opuestos del bosque o el páramo

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brasileños, si no admitiéramos que, en la historia precolombina de la América tropical, las

fuerzas de dispersión han primado sobre las fuerzas de unión y de cohesión. No es dudoso

que en una época antigua los grupos vecinos se convirtieran más habitualmente en enemigos

que en aliados, que ellos se temieran y se rehuyeran, y que esta actitud tuviera razones muy

válidas. No obstante, parece claro, desde la lectura de los autores antiguos, que esta actitud

de los grupos indígenas tenía un límite, y que no todo en sus relaciones estaba determinado

por razones negativas. Mencionemos el uso frecuente de objetos o materias primas cuya

procedencia no puede sino ser extranjera, y que testimonian la existencia de relaciones

comerciales entre grupos apartados, como esas preciosas piedras verdes descritas por Yves

d’Evreux y Jean de Léry, que los indios de la costa llevaban insertas en sus labios, mejillas y

orejas, y que consideraban como su bien más preciado.

Pero si leemos atentamente a Jean de Lery, nos percatamos que la guerra era, entre

los Tupinamba de Rio de Janeiro, otra cosa que el resultado de un desorden o la expresión de

una situación puramente anárquica. Las guerras tenían una meta, que por lo demás

impresionaba suficientemente a los viajeros: obtener los prisioneros destinados, en los

términos de un ritual perfectamente elaborado, a ser consumidos en las comidas

antropofágicas. Estas comidas, que llenaban de horror a Léry quien fuera su testigo, así como

a Staden, quien arriesgó muchas veces convertirse en la víctima, asumen múltiples funciones

en la sociedad Tupinamba, las que explican el lugar esencial que estas ceremonias ocupan en

la cultura indígena. Los ritos antropofágicos están ligados, a la vez, a las ideas mágicas y

religiosas y a la organización social; estos acusan las creencias metafísicas, garantizan la

perennidad del grupo, y es a través de ellos que se define y se transforma el estatuto social

de los individuos. Que las guerras libradas por los indígenas tengan esencialmente por fin

asegurar el funcionamiento regular de este ritual está suficientemente indicado por el

desánimo que les invade cuando Villegaignon los obliga a venderle sus prisioneros: ¿De qué

nos sirve la guerra si no disponemos más de nuestros prisioneros para comerlos?, escriben.

Así, una imagen totalmente diferente de la actividad guerrera se bosqueja a través de la

lectura de las antiguas obras: no solamente negativa, sino positiva; no expresando

necesariamente un desequilibrio y una crisis en las relaciones entre grupos, sino otorgando

al contrario el medio regular destinado a asegurar el mantenimiento de las instituciones;

oponiendo, sin duda, psicológica y físicamente a las diversas tribus, pero al mismo tiempo

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estableciendo entre ellas el vínculo inconsciente del intercambio, quizás involuntario pero

siempre inevitable, de prestaciones recíprocas esenciales al mantenimiento de la cultura.

Sin embargo, ha sido necesario esperar a finales del siglo XIX y a los importantes

viajes de Karl von den Steinen para ver puesto en relieve este hecho, solamente sospechado

por los viajeros de los siglos precedentes: la existencia, al margen de las luchas y las

oposiciones, de múltiples factores de cohesión entre estas pequeñas unidades sociales que

constituyen la América indígena. Las condiciones de la vida social en las regiones que von

den Steinen ha sido el primero en explorar en 1884 y 1887 se prestan admirablemente a

constataciones de este orden, y no es inútil ensayar la morfología.

El curso superior del Xingu, afluente de la orilla derecha del Amazonas, se divide en

múltiples ramas que fluyen paralelas las unas de las otras sobre casi la totalidad de su

recorrido. Sobre esta vasta red fluvial, y enganchadas a las orillas como a dientes de un

enorme peine, von den Steinen ha descubierto una docena de pequeñas tribus pertenecientes

a grupos diferentes, representando a las más importantes familias lingüísticas de Brasil. Estas

tribus vivían a escasa distancia las unas de las otras, sin que sus afinidades culturales o

lingüísticas determinaran necesariamente su proximidad geográfica. Al contrario, las villas

que hablan la misma lengua están frecuentemente aisladas las unas de la otras por tribus

diferentes, desprendidas ellas mismas de enclaves en el seno de grupos alejados. Desde los

viajes de von den Steinen, el Xingu ha sido visitado en múltiples oportunidades por otros

etnógrafos o viajeros: Herman Meyer, Max Schmidt, Fawcett, Hintermann, Dyott, Petrullo y

recientemente Buell Quain. Los datos de la distribución de los grupos tal como han sido

establecidos por estos diferentes testigos presentan en ocasiones grandes variaciones en

relación a los de von den Steinen, mostrando así que la localización de las tribus es solamente

temporal, al menos en el detalle. Sin embargo los rasgos esenciales de la morfología del

Xingu han subsistido hasta nuestros días: estamos aún en presencia de la concentración

relativa, sobre un territorio limitado, de un número importante de grupos heterogéneos, ya

sean pertenecientes a familias diferentes o que se consideren como tales pese a que hablen la

misma lengua.

Aunque Petrullo insiste sobre la homogeneidad de la cultura material a través de toda

el área geográfica, es seguro que una gran especialización ha reinado antaño entre las tribus.

La homogeneidad no es sino aparente, y se explica más bien como el resultado del comercio

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entre los grupos. Este fenómeno es particularmente manifiesto en lo concerniente a la

cerámica que, en la época de von den Steinen, era suministrada a los Bakairi y a los

Nahuaqua por los Kustenau y los Mehinaku, y a los Trumai así como a las tribus de lengua

Tupi, por los Waura. Este sistema de intercambios subsiste en la actualidad, al menos en sus

rasgos esenciales. En 1887, los Bakairi se especializaban en la producción del urucú y del

algodón, y en la confección de hamacas, de perlas rectangulares y de otras clases de perlas

de mariscos. Sus vecinos consideraban a los Nahuqua como los mejores fabricantes de

recientes de calabaza, de perlas de cáscara de nuez y de perlas de nácar rosa. Los Trumai y

los Suya tenían el monopolio de la fabricación de armas y de utensilios de piedra, y habían

desarrollado especialmente la cultura del tabaco. Igualmente la preparación de sal de nenúfar

y de cenizas de palmera pertenecía, y continúa perteneciendo, a los Trumai y a los Mehinaku.

Las tribus de lengua Arawak intercambiaban sus alfarerías por las calabazas de los Nahuqua

y, aún en 1938, Quain reiteró la constatación de von den Steinen de que los arcos de los

Trumai eran de manufactura Kamayura.

Esta especialización artesanal se acompañaba de diferencias en el nivel de vida: la

pobreza de los Yaulapiti impresionó a von den Steinen; entre estos indígenas, la comida era

escasa y los objetos manufacturados poco numerosos. Una situación tal podía resultar de una

mala cosecha o de un ataque imprevisto, ya que las relaciones internacionales no son del todo

pacíficas en el Alto Xingu.

Cada tribu posee su propio territorio, delimitado por fronteras bien conocidas y que

siguen comúnmente las orillas de los ríos. El curso de estos ríos es considerado ruta libre, sin

embargo los diques de pesca que se construyen constituyen propiedades tribales y son

respetados como tales. A pesar de estas reglas simples, los grupos vecinos se demuestran

poca confianza recíproca, y esta actitud es ilustrada por la costumbre de los viajeros de

encender un fuego de señalización muchas horas, y en ocasiones muchos días, antes de

alcanzar la aldea que pretenden visitar. Clasificamos las tribus en “buenas” o “malas” según

esperemos de una o de la otra una bienvenida más o menos generosa, o según la actitud

conciliadora o agresiva que presentimos por parte de un vecino temido. Cuando von den

Steinen exploraba el Kuliseu, uno de los afluentes del Xingu, los Trumai venían de ser

atacados por los Suya, que habían anteriormente obtenido un gran número de prisioneros

entre los Manitsaua. Los Bakairi temían por su parte a los Trumai, a quienes acusaban de

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ahogar a sus prisioneros de guerra luego de haberlos atado. En 1938 como en 1887, los

Trumai huían de los Suya, de quienes tenían gran temor. Estos conflictos se producían

frecuentemente entre grupos que hablaban la misma lengua, por ejemplo entre las diferentes

aldeas del grupo Nahuqua.

Sin embargo, y aunque los visitantes extranjeros fueran a menudo víctimas de robos,

los vínculos que unían a las tribus eran sin duda más fuertes que las antipatías. Así Quain

remarca el poliglotismo que reina en toda el área geográfica y nota que, en la mayoría de las

aldeas, encontramos un contingente de visitantes provenientes de grupos vecinos. A menudo

las costumbres inter-tribales y las exigencias del funcionamiento normal de las instituciones

están en el origen de estas visitas: ya hemos señalado los intercambios comerciales entre las

tribus, que toman comúnmente forma de juego, como el trueque en subasta. También tienen

lugar entre miembros de diferentes grupos sesiones de lucha deportiva y las aldeas se invitan

recíprocamente a la celebración de sus fiestas. Se podría inferir que estas invitaciones no

tienen solamente el valor de un gesto de cortesía, o de un llamado a la apertura de

negociaciones comerciales, sino que ellas presentan una verdadera necesidad ritual: ciertas

ceremonias importantes, como los rituales de iniciación, parecen en efecto no poder ser

celebrados sin la cooperación de un grupo vecino.

De estas relaciones medio bélicas, medio amistosas, resultan a menudo matrimonios

entre miembros de grupos diferentes. En la época de von den Steinen estos inter-matrimonios

se producía entre los Mehinaku y los Nahuqua; entre los Mehinaku y los Auetö; entre estos

y los Kamayura; entre los Bakairi por una parte, y los Kustenau y los Nahuqua por otra.

Cuando estos inter-matrimonios son practicados sistemáticamente entre dos grupos, estos

pueden dar origen a una nueva unidad social, tal como la aldea Arauiti compuesta de parejas

de Auetö y de Yaulapiti.

Vemos entonces que, en la región del Xingu las oposiciones guerreras no son sino

que la contraparte de relaciones positivas, y que éstas presentan un carácter a la vez

económico y social. La misma constatación se impone en el caso de los indios Tupi-Kawahib

que viven en el río Machado, afluente de la orilla derecha del río madeira.

Desde que fueron descubiertos, en 1914, por el general (entonces coronel) Cándido

Mariano da Silva Rondón, estos indígenas, aunque hablaban la misma lengua y se mostraban

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conscientes de su homogeneidad lingüística y social, estaban sin embargo dispersos en un

área basta, y se dividían en alrededor de veinte clanes, aliados o enemigos entre ellos. Bajo

el impulso de un jefe particularmente enérgico, uno de estos clanes estaba en vías de asegurar

la hegemonía sobre todo el grupo, gracias a una serie de guerras victoriosas. Esta ambición

no se realizó jamás completamente, los Tupi-Kawahib estaban en una completa decadencia

fisiológica y social inmediatamente antes de establecer contacto con los blancos. Pero hemos

podido notar aún en 1938, entre sus últimos sobrevivientes, que una política inter-

matrimonial era la contraparte de la guerra, y que, en la mayoría de estos casos, la guerra no

intervenía sino en la medida en que los esfuerzos previos para imponer una alianza gracias a

los inter-matrimonios habían fracasado.

* * *

Sin embargo ningún ejemplo ilustra mejor la correlación íntima existente entre las

actividades guerreras y las relaciones de otro orden que el de los indios Nambikuara

estudiados por nosotros en 1938-39. Los hechos que hemos recogido muestran, de una

manera nítida, el carácter indisoluble de los diferentes tipos de relaciones inter-tribales, que

es imposible de analizar sin indicar previamente, de una manera rápida, las grandes

características del medio cultural al seno del cual éstos se sitúan.

Los indios Nambikuara habitan una de las regiones más desconocidas y

desfavorecidas de Brasil. La meseta de formación antigua, que ocupa todo el este y el centro

del continente sudamericano, se termina por el oeste en el vasto meandro formado por la

confluencia del río Guaporé y el río Madeira. En estas altas tierras en las que la altitud varía

entre 300 y 800 metros, un suelo arenoso, formado por la descomposición de arenisca, ofrece

a la vegetación un soporte por lo general estéril. Este rigor se incrementa por la distribución

irregular de las lluvias a través del año: éstas, torrenciales de octubre a marzo, están casi

totalmente ausentes durante los otros meses. La única vegetación que puede subsistir bajo

estas condiciones se reduce a hierbas altas quemadas por el sol durante la temporada seca y

a arbustos que crecen a distancia irregular, con cortezas gruesas y troncos torturados. Los

escasos animales se refugian en los bosques en galería que acompañan el curso de los ríos y

en los pequeños bosques que se forman alrededor de las vertientes. Los indios Nambikuara

ocupan la parte meridional de esta zona, y sus pequeñas bandas semi-nómades vagan a través

de la meseta, principalmente entre los valles de Tapajós y del río Roosevelt. El general

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Rondón es quien los descubrió en 1907, durante la construcción de la línea telegráfica

estratégica de Matto Grosso al Amazonas.

Los Nambikuara poseen uno de los niveles de cultura más elementales existentes

actualmente en América del Sur. Durante la temporada de lluvias, se establecen en aldeas

compuestas de chozas primitivas, en ocasiones solamente de refugios, en la cercanía de un

curso de agua. En chamizados circulares practicados al interior del bosque en galería, realizan

ciertos cultivos, principalmente el de la mandioca. Estos cultivos asegurar su subsistencia

durante el periodo de vida sedentaria, y en parte también durante la temporada seca en la

medida en que logren conservar la mandioca, enterrando grandes tortas bajo el suelo. Cuando

viene la temporada seca la aldea es abandonada, y su contingente se dispersa en múltiples

bandas nómades que raramente sobrepasan las 30 o 40 personas. Cada familia transporta, en

uno o múltiples cestos, todos sus bienes terrestres, que consisten en tortas de mandioca,

recipientes de calabaza, algodón hilado, bloques de cera o de resina y algunos instrumentos

de piedra, en ocasiones de fierro en la actualidad. Durante siete meses del año estas bandas

vagan a través de la sabana en búsqueda de pequeños animales, lagartijas, serpientes u otros

reptiles, frutas y semillas silvestres, y, a grandes rasgos, todo lo que los pueda ayudar a no

morir de hambre. Sus campamentos, instalados por uno o varios días, a veces por algunas

semanas, se reducen a una decena de albergues sencillos formados con palmas o ramajes

cosidos en semi-circulo sobre la arena. Cada familia construye su refugio y enciende su

propio fuego.

La vida de estos campamentos, en los que hemos compartido la intimidad con los

indígenas, merece ser rápidamente evocada. Los Nambikuara se despiertan con el día,

reaniman el fuego, entrando en calor con dificultad tras el frío de la noche, luego se alimentan

ligeramente de restos de tortas de mandioca de la víspera. Un poco más tarde, los hombres

parten en conjunto o separadamente en una expedición de caza. Las mujeres se mantienen en

el campamento en donde ellas se ocupan de las labores de cocina. El primer baño es tomado

cuando el sol comienza a calentar. Las mujeres y los niños se bañan comúnmente juntos

como juego, y en ocasiones se enciende un fuego, delante del cual se agrupan para entrar en

calor tras salir del agua, exagerando placenteramente un escalofrío general. Las ocupaciones

del día varían poco, la preparación de la comida es la que toma más tiempo y requiere más

labores. Cuando la necesidad se hace sentir, las mujeres y los niños parten en expedición de

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recolección, en caso contrario las mujeres tejen agrupadas en el suelo, tallan perlas de cáscara

de nuez o de conchas de marisco, se espulgan, vagan o duermen.

En las horas más cálidas el campamento enmudece; los habitantes, silenciosos o

dormidos, gozan de la precaria sombra de los refugios. El resto del tiempo, las ocupaciones

se desenvuelven en medio de animadas conversaciones. Casi siempre felices y risueños, los

indígenas intercambian bromas y en ocasiones también, acompañados de gestos inequívocos,

frases obscenas o escatológicas reconocidas con explosiones de risa. El trabajo es

frecuentemente interrumpido por visitas mutuas o preguntas. Los niños vagan durante gran

parte del día, las niñas se dedican por momentos a las mismas labores que sus mayores y los

muchachos se distraen o pescan en torno a los cursos de agua. Los hombres que se mantienen

en el campamento se dedican a trabajos de cestería, fabrican flechas e instrumentos de música

y realizan en ocasiones pequeñas tareas domésticas. Un gran acuerdo reina generalmente

respecto a las labores. Luego de tres o cuatro horas, los otros hombres regresan de la caza, el

campamento se anima, las conversaciones se vuelven más vivas, se forman grupos diferentes

de las agrupaciones familiares. Se alimentan de tortas de mandioca y de todo lo que ha sido

recolectado durante la jornada: pescados, raíces, miel salvaje, murciélagos, bichos capturados

y pequeñas nueces dulces de palmera “bacaiuva”. En ocasiones un niño se pone a llorar,

rápidamente consolado por un mayor. Cuando cae la noche, algunas mujeres diariamente

designadas van a recoger o talar, en los alrededores, la provisión de leña para la noche. Las

ramas son amontonadas en una esquina del campamento, y cada uno puede abastecerse de

acuerdo a sus necesidades. Los grupos familiares se forman en torno a sus fuegos respectivos

que comienzan a brillar. La velada se pasa en conversaciones, o bien en cantos y danzas. En

ocasiones estas distracciones se prolongan hasta bien entrada la noche, pero en general, luego

de algunas caricias y luchas amistosas, las parejas se unen más estrechamente, las madres

estrechan contra ellas a su hijo ya dormido, todo se vuelve silencioso y la fría noche es

animada sólo por el crujir de un tronco, el paso ligero de un proveedor, los ladridos de los

perros o el llanto de un niño.

Entre las numerosas bandas como la que acabamos de describir, hay que distinguir a

aquellas que están emparentadas por vínculos familiares, y que representan comúnmente el

contingente de una aldea – o de un grupo de aldeas- que ha “estallado” en perspectiva de la

vida nómade. Estas bandas mantienen por lo general relaciones pacíficas, si bien lo contrario

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se produce en ocasiones luego de una disputa comercial o amorosa. Otras bandas, por el

contrario, son extranjeras entre sí, compuestas de individuos que no son ni aliados ni

parientes entre ellos; son originarias de territorios bastante lejanos y pueden incluso estar

separadas por diferencias de dialecto, no siendo el Nambikuara un lenguaje homogéneo.

Estas bandas mantienen, unas frente a otras, una actitud equívoca. Ellas se temen, y al mismo

tiempo se sienten necesarias las unas de las otras. Es en efecto con ocasión de un encuentro

que ellas pueden procurarse artículos codiciados, que una sola de ellas posee o es capaz de

producir o fabricar. Estos artículos se dividen esencialmente en tres categorías: están primero

las mujeres, que sólo una expedición victoriosa permite llevarse; luego las semillas,

principalmente semillas de frijol; finalmente la cerámica, también los trozos de cerámica

utilizados como pesos en los telares. Así los Nambikuara orientales, que desconocen la

alfarería y cuyo nivel cultural es claramente inferior que el de sus vecinos occidentales y

meridionales, habían, al decir de su jefe, librado recientemente numerosas campañas

guerreras con el solo objetivo de procurarse semillas de frijol y tazones de cerámica.

También el comportamiento de dos bandas que saben que están en las cercanías la

una de la otra es particularmente remarcable. Los indígenas temen el encuentro, y al mismo

tiempo lo desean. Es imposible que éste sea resultado del azar: durante varias semanas, las

dos bandas pueden apreciar el humo vertical de sus fuegos de campamento, visible a

bastantes kilómetros en medio del cielo claro de la estación fría. Este es uno de los

espectáculos más impresionantes del territorio Nambikuara, los humos inquietantes que

pueblan repentinamente, hacia la tarde, un horizonte que habíamos creído desértico. Los

indígenas lanzan miradas ansiosas hacia el cielo nítido del crepúsculo: “Son indios que

acampan” ¿Pero qué indios? ¿La banda que se acerca es amistosa u hostil? Se discute

largamente en torno al fuego la conducta a seguir. El contacto puede aparecer como

inevitable, y en este caso será sin duda mejor tomar la iniciativa. Si el grupo se siente

suficientemente fuerte, o bien si está falto de ciertos productos considerados indispensables,

el encuentro será, por el contrario, deseado y buscado. Durante semanas los grupos se evitan

y mantienen una distancia razonable entre sus fuegos. Luego un día se toma la decisión, se

ordena a las mujeres y niños dispersarse entre la maleza y los hombres parten para enfrentar

lo desconocido.

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Hemos participado en uno de estos encuentros que constituyen el evento más

memorable de la vida Nambikuara. Las dos bandas, reducidas a sus elementos masculinos,

se aproximan con vacilación, y en seguida se inicia una conversación. Más exactamente, los

líderes de cada grupo desarrollan, cada uno a su turno, una suerte de monologo prolongado,

lleno de exclamaciones, en un tono quejumbroso y lacrimógeno en el que la voz se arrastra

de manera nasal al final de cada palabra. El grupo animado por intenciones belicosas expone

sus quejas, los pacíficos protestan al contrario de sus buenas intenciones. Lamentablemente

es imposible reconstituir a posteriori el texto exacto de estos discursos parlamentarios,

pronunciados según el impulso del momento. Pero he aquí un fragmento, que ilustra su

estructura y su tono específico: “¡Nosotros no estamos enojados! ¡Somos sus hermanos!

¡Tenemos buenas intenciones! ¡Somos Amigos! ¡Buenos amigos! ¡Nosotros los entendemos!

¡Hemos venido amistosamente!” Etc... El Mismo estilo oratorio es empleado también para

las invocaciones preliminares a una declaración de guerra.

Luego de estos intercambios de protestas pacíficas se reúnen a las mujeres y los niños,

los grupos se forman nuevamente y se organiza un campamento. Cada grupo conserva eso sí

su individualidad manteniéndose sus fuegos próximos los unos a los otros. Normalmente se

da la señal de cantos y danzas (estas dos actividades, de hecho inseparables, son designadas

en el vocabulario indígena con la misma palabra) y cada grupo, de acuerdo a su etiqueta,

desprecia su propia exhibición y exalta la de sus compañeros de encuentro: “¡Los Tamandé

cantan bien! Para nosotros cantar bien está terminado…”. Así mismo cada equipo, cuando

termina una canción o baile, exclama en un tono penetrante y un afecto triste: “¡Fue un canto

feo!” mientras que el auditorio protesta calurosamente: “¡No! ¡No! ¡Estuvo hermoso!”.

En el caso del que hemos sido testigos, estas reglas de cortesía no se mantuvieron por

mucho tiempo. Al contrario, el tono general se eleva rápidamente en la excitación suscitada

por el encuentro, y la velada no estaba muy avanzada cuando las discusiones, mezcladas con

lo cantos, comenzaron a producir un extraordinario estrépito cuya significación se nos escapa

completamente. Se ensayan gestos de amenaza, en ocasiones estallan riñas, mientras que

ciertos indígenas intervenían como mediadores. Estas manifestaciones hostiles no lograban

sin embargo dar la impresión de un desorden, en tanto se llevaban a cabo tranquilamente y,

a pesar del ruido, en medio de un cierto decoro. La cólera Nambikuara se expresa a través de

gestos estilizados, los que involucran frecuentemente las partes sexuales. Así el hombre

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agarra con las dos manos su propio sexo y lo apunta hacia el adversario, hinchando el vientre

y flectando las rodillas. Una segunda etapa consiste en una agresión sobre la persona del

enemigo, para arrancar la paja que cuelga, sobre el bajo vientre, del delgado cinturón de

perlas. La paja “cubre el sexo”, y se combate “para arrancar la paja”. Pero incluso suponiendo

que esta operación resultara, esta no tendría sino un carácter puramente simbólico, ya que el

taparrabos (que se olvidan comúnmente de utilizar) está hecho de un material tan frágil que

no podría asegurar ni la protección ni menos disimular los órganos. Finalmente el insulto

supremo es el dominio sobre el arco y las flechas, que se van a arrojar sobre la hierba cercana.

En estas circunstancias los indígenas conservan una calma aparente, pero sin embargo su

actitud es tensa, como si estuvieran (y lo están aparentemente) en un estado de cólera violenta

y contenida. Estas peleas derivan sin duda en ocasiones en conflicto generalizado, pero si

esto ocurre éstas se calman al llegar el alba. Siempre en el mismo estado de irritación

aparente, y con gestos faltos de dulzor, los adversarios se miran para inspeccionarse

mutuamente, palpando rápidamente los aros de la oreja, los brazaletes de algodón, los

pequeños adornos de plumas, murmurando palabras rápidas: “ Esta…este…a ver….es

bonito…”.

Esta inspección de reconciliación marca en efecto la conclusión normal del conflicto.

Es ésta la que introduce el nuevo aspecto que van a tomar las relaciones entre los dos grupos:

los intercambios comerciales. Por sencilla que sea la cultura material de los Nambikuara, los

productos de la industria de diferentes grupos son altamente apreciados por sus vecinos. Los

grupos orientales necesitan cerámica y semillas; los grupos septentrionales y centrales

consideran que sus vecinos del sur hacen collares particularmente preciosos. También el

encuentro de dos grupos, cuando se puede desarrollar de manera pacífica, tiene por

consecuencia una serie de regalos recíprocos: el conflicto siempre posible deja lugar al

mercado. Pero este mercado presenta notables características. Si consideramos las

transacciones como una sucesión de regalos, debemos reconocer que la recepción de estos

no implica ningún agradecimiento o signo de satisfacción; y si los miramos como

intercambios, estos se efectúan sin ningún regateo, sin ningún intento por poner el artículo

en valor o al contrario, por parte del cliente, por despreciarlo, y sin manifestación de

desacuerdo entre las partes. En realidad, les disgusta reconocer que se está desarrollando el

intercambio: cada indígena se ocupa de sus tarea habituales, y los objetos o productos pasan

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de uno a otro, sin que el que dona remarque el gesto mediante el cual entrega su regalo, y sin

que quien lo recibe preste aparentemente atención a su nuevo bien. Así se intercambian

algodón desmenuzado y bolas de hilo; bloques de cera o de resina; panes de urucu; aros,

brazaletes y collares; tabaco y semillas; plumas y astillas de bambú destinadas a la confección

de flechas; madejas de fibra de palma; púas de erizo; recipientes enteros y restos de cerámica;

calabazas.

Esta misteriosa circulación de mercancías se realiza sin prisa durante medio día o un

día entero. Luego los grupos retoman sus rutas diferentes, y posteriormente cada grupo hará

un inventario de lo que ha donado y lo que ha recibido. En cuanto a la equidad de las

transacciones, los Nambikuara descansan completamente en la buena fe o la generosidad de

sus socios. La idea de que se pudiera tasar, discutir o regatear, les es completamente extraña.

Es así que prometimos a un indígena un cuchillo de bosque como pago por una misión que

debía realizar para nosotros en un grupo vecino. Al retorno del mensajero olvidamos

entregarle inmediatamente la recompensa convenida, pensando que vendría él mismo a

buscarla. No lo hizo, y al día siguiente no pudimos encontrar al interesado, había partido,

furioso según dijeron sus compañeros, y no lo volvimos a ver. En estas condiciones no es

sorprendente que, terminado los intercambios, uno de los grupos parta descontento de su lote

y, al hacer el inventario de sus adquisiciones y recordando sus propios presentes, acumule

durante semanas o meses una amargura que se volverá cada vez más agresiva. Pareciera que

por lo general las guerras de bandas no tienen otro origen, sin embargo también existen

causas totalmente diferentes: La venganza de un asesinato, o un rapto de mujeres, sea que se

desee tomar la iniciativa o que se pretenda vengar un ataque precedente. Pero comúnmente

una banda no se siente colectivamente dispuesta a tomar represalias por un daño causado a

uno o varios de sus miembros. Generalmente, dada la viva y permanente animosidad reinante

entre los grupos, estos pretextos sirven para caldear los ánimos y se los acoge fácilmente,

sobre todo si se sienten fuertes. La propuesta bélica es presentada por un individuo

particularmente exaltado, o que expone frente a sus compañeros las quejas especiales que

mantiene. Su discurso es construido en el mismo estilo y pronunciado en el mismo tono que

las interpelaciones entre grupos extranjeros que se encuentran: “¡Hola! ¡Vengan aquí!

¡Escúchenme! ¡Estoy furioso! ¡Muy furioso! ¡Quiero flechas! ¡Grandes flechas!”

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Pero antes de decidir la expedición es necesario consultar los presagios por intermedio

del jefe, o del hechicero en los grupos en los que el jefe y el hechicero son personas distintas.

Revestidos de adornos consagrados, ramos de paja coloreados de rojo y gorros de piel de

jaguar, los hombres realizan los cantos y las danzas de la guerra, llenando de flechas un poste

simbólico. El oficiante esconde luego solemnemente en un rincón de maleza una flecha, que

debe ser encontrada al día siguiente manchada de sangre para los auspicios sean considerados

favorables. Muchas expediciones guerreras decididas de este modo se terminan luego de

algunos kilómetros de marcha: la excitación y el entusiasmo decaen, y la pequeña armada

retorna al campamento. Otras guerras llegan a su realización y pueden resultar bastante

mortales. Los Nambikuara atacan habitualmente al alba esperando la hora del asalto

dispersos entre la hierba. La señal de ataque es dada por el pequeño silbato doble que los

indígenas llevan enganchado en una cuerda alrededor de su cuello, y que llaman “grillo”

debido al parecido de su sonido con el emitido por este insecto. Las flechas de guerra son las

mismas que utilizan normalmente para la caza de grandes animales; pero antes de utilizarlas

contra el hombre se cortan dientes de sierra en los bordes de su larga punta lanceolada. Las

flechas envenenadas con curare, que son de uso corriente para la caza, jamás se emplean para

la guerra.

Muchos detalles de estas técnicas bélicas evocan las descripciones de los antiguos

viajeros, y de otros más recientes, pero referidas a tribus diferentes, por lo que no dudamos

mucho en generalizar, al menos en una cierta medida, los hechos que hemos relatado cuya

observación ha sido menos frecuente. Entre los Nambikuara, como sin duda entre numerosas

poblaciones de la américa precolombina, la guerra y el comercio constituyen actividades que

es imposible estudiar de manera separada. Los intercambios comerciales representan guerras

potenciales pacíficamente resueltas, y las guerras son el desenlace de transacciones

desafortunadas. Encontramos en el siglo XVI objetos de proveniencia incaica en manos de

los más primitivos habitantes del bosque y de la costa de Brasil. Inversamente, el fierro

aportado por los primeros colonizadores los ha adelantado decenas de años en las regiones

recónditas del continente. Estos hechos muestran bien que las relaciones positivas entre los

grupos, como la colaboración en el terreno de la vida social para asegurar el funcionamiento

regular de las instituciones y los intercambios económicos, equilibraban ampliamente los

conflictos, más espectaculares, y que, por esta razón, fueron originalmente remarcados de

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manera exclusiva. El carácter profundamente heterogéneo de la mayoría de los dialectos

sudamericanos, que revela vocabularios de orígenes tan diversos que, en numerosos casos,

no es posibles agruparlos en tal o cual familia lingüística más que por el juego azaroso de los

porcentajes, aporta un indicio suplementario sobre la multiplicidad de contactos e

intercambios que se han debido producir en un pasado próximo o lejano.

Otros indicios son aportados por el estudio de los complejos sistemas de organización

social que contrastan, de manera impresionante, con el bajo nivel económico y las técnicas

extremadamente elementales de las tribus que las han desarrollado. Comenzamos solamente

a descubrir, en América del Sur, la existencia de estos sistemas que no tienen nada que

envidiar a los refinamientos sociológicos de las sociedades australianas1. Tribus con un

contingente poco numeroso, cuya estructura supuestamente no debiera guardar ningún

misterio, revelan repentinamente a una investigación más atenta un extraordinario

apilamiento de clanes, categorías de edad, sociedades y fratrías, entre las cuales los

individuos se distribuyen acumulando, naturalmente, múltiples títulos. Casi todas estas

sociedades presentan una división en dos mitades cuyo rol es asegurar alternativamente la

ejecución de las ceremonias, y en ocasiones también regular los matrimonios. Pero en

América del Sur esta institución extendida en otras regiones del mundo presenta un carácter

suplementario: la asimetría. Al menos por el nombre que llevan, estas mitades, al menos en

un gran número de tribus, son desiguales. Tenemos así el acoplamiento de los “Fuertes” y

los “Débiles”, el de los “Buenos” y los “Malvados”, el de “Los de río arriba” y “Los de río

abajo”, etc… Esta terminología es muy cercana a la utilizada por tribus diferentes para

designarse unas a otras, el sistema mismo evoca muy directamente la organización dualista

del imperio de los Incas, con la dicotomía entre “Los de lo alto” y “Los de lo bajo”, cuyo

origen histórico es demostrado por las fuentes, por lo que dudamos mucho en reconocer, en

estas divisiones, los vestigios de un estado en el que los grupos fundamentales constituían

unidades aisladas. Entre los Nambikuara hemos compartido la existencia de dos bandas que

hablaban dialectos diferentes y que habiendo decidido fusionarse de común acuerdo,

establecieron entre sus miembros un sistema de parentesco artificial resultante en relaciones

idénticas a las que podrían existir entre los miembros de mitades exogámicas de una misma

1 Curt Nimuendaju, The Apinayé, The Catholic University of America, Anthropological Series No. 8,

Washington, 1939, y los otros trabajos de este admirable etnólogo sobre los Sereneté y los Ramkokamekran.

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sociedad2. Está por lo demás fuera de duda, luego del descubrimiento de las Antillas,

habitadas en el siglo XVI por los indígenas Carib cuyas mujeres atestiguaban aún más, por

su lengua especial, sus orígenes Arawak, que los procesos de asimilación y desasimilación

sociales no son incompatibles con el funcionamiento de las sociedades del centro y sur de

América. Más recientemente, como hemos visto, von den Steinen ha sido testigo del mismo

fenómeno en la aldea Arauiti de Alto Xingu. Como en el caso de las relaciones entre la guerra

y el comercio, los mecanismos concretos de estas articulaciones han permanecido por largo

tiempo desapercibidos.

Hemos intentado mostrar precisamente en este artículo que los conflictos bélicos y

los intercambios económicos no constituyen solamente, en América del Sur, dos tipos de

relaciones coexistentes, sino más bien los dos aspectos, opuestos e indisolubles, de un mismo

proceso social. El ejemplo de los indios Nambikuara revela las modalidades según las cuales

la hostilidad deja lugar a la cordialidad, la agresión a la colaboración, o al contrario. Pero la

continuidad propia de los elementos del todo social no se detiene ahí. Los hechos señalados

en el párrafo anterior muestran que las instituciones primitivas disponen de los medios

técnicos para para hacer evolucionar las relaciones hostiles más allá del estado de las

relaciones pacíficas, y saben utilizar estas últimas para integrar nuevos elementos al grupo,

modificando profundamente su estructura.

Estamos lejos de pretender que todas las organizaciones dualistas en América del Sur

sean el resultado de la fusión de grupos. Procesos inversos – de desasimilación esta vez –

pueden igualmente intervenir al seno de un grupo ya constituido. Uno de estos procesos

podría, por ejemplo, resultar de la coexistencia, entre numerosas tribus sudamericanas, del

matrimonio avuncular (tío materno y sobrina) y el matrimonio entre primos cruzados

(respectivamente descendientes de un hermano y una hermana). Del hecho de que dos

individuos, pertenecientes a generaciones diferentes, entren así en competencia por la misma

mujer, podría aparecer una dicotomía al interior del grupo entre “Los mayores” y “Los

menores”. Estos son, de hecho, los nombres por los cuales los Tupi-Kawahib designan a sus

mitades, sin que sea necesario que la hipótesis que acabamos de formular como una

posibilidad teórica encuentre en este caso su aplicación. Pero si fuera así sería interesante

2 Estos hechos son el objeto de un estudio especial, The social Use of Kinship terms among Brazilian Indians, que debe aparecer próximamente

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notar que el sistema dualista citado anteriormente presenta, en comparación con otros

conocidos, diferencias considerables. Cualesquiera sean las reservas que debemos

manifestar frente a toda interpretación exclusiva del origen de las organizaciones dualistas,

es sin embargo bastante probable que, en ciertos casos, la explicación por integración

proporcione una respuesta satisfactoria. La guerra, el comercio, el sistema de parentesco y

la estructura social deben así ser estudiados en íntima correlación. Hasta qué punto es posible

desarrollar el estudio de estas correlaciones es otro asunto. Un esfuerzo sistemático de

síntesis conduciría a los intolerables abusos de la interpretación funcionalista. Aunque no

dudamos, por ejemplo, en ver en ciertas estructuras dualistas el feliz resultado de la

integración dinámica de un antiguo sistema de alianza, es bastante más dudoso que la

diferenciación de los clanes por privilegios técnicos, como aquella cuya existencia hemos

mostrado entre los Bororo3, pueda ser interpretada como la supervivencia de una

especialización industrial de las tribus como existe, aun actualmente, en el Xingu. El

sociólogo debe sin embargo tener siempre presente que las instituciones primitivas no son

solamente capaces de conservar lo existente, o de retener provisoriamente los vestigios de un

pasado que se deshace, sino también de elaborar innovaciones audaces, aunque las

estructuras tradicionales deban ser profundamente transformadas.

Traducción: Diego Gianini

3 Contribution à l’etude de l’Organisation Sociales des Indiens Bororo, Journal de la Société des Américanistes de Paris, 2, 1936.