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Guiando la lectura de textos literarios Frases par reflexionar “Quien esté libre de prejuicios que tire la primera piedra” Norberto Bobbio, jurista y filósofo “El pasado quedó atrás, ¡aprende de él! El presente está ahí, ¡vívelo! El futuro está por venir, ¡prepáralo!” Mencionado en su trabajo El futuro de la tradición educativa jesuítica, por Gerardo Remolina Vargas S. J. El Perú no es solo la costa urbanizada, la alta tecnología y el Internet; es una complejidad que se manifiesta en múltiples y sorprendentes realidades culturales. Apreciarlas implica deponer prejuicios, valorar el pasado y aprender de él valiosas lecciones para cimentar nuestro presente como garantía de un futuro mejor. Los relatos que leerás son parte de este esfuerzo por tomar conciencia de nuestras raíces. 1. Lee comprensivamente el relato de don Enrique López Albújar tratando de: a) esclarecer algunos términos quechuas utilizados por el autor, b) la organización establecida para administrar justicia comunal c) características esenciales de quienes la administraban d) procedimientos empleados para ejecutar actos de justicia. e) actitudes rituales de quienes administraban la justicia andina y de la asamblea comunal. 2. Ensaya una opinión debidamente razonada y fundamentada acerca de esta manera peculiar de administrar justicia en el Ande peruano. 3. Lee también el relato Las tres pipas y establece una comparación entre éste y Ushanan Jampi, en cuanto a las formas ancestrales de resolver conflictos. 4. Respecto a El sueño del pongo de José María Arguedas, 4.1. Elabora una frase que contenga dos verbos y tres adjetivos calificativos que caracterice la forma de actuar del patrón 4.2. Aprende la parte del relato que dice: “Huérfano de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo. Y explica el porqué de esta expresión.

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Guiando la lectura de textos literarios Frases par reflexionar

“Quien esté libre de prejuicios que tire la primera piedra” Norberto Bobbio, jurista y filósofo

“El pasado quedó atrás, ¡aprende de él! El presente está ahí, ¡vívelo! El futuro está por venir, ¡prepáralo!” Mencionado en su trabajo El futuro de la tradición educativa jesuítica, por Gerardo Remolina Vargas S. J.

El Perú no es solo la costa urbanizada, la alta tecnología y el Internet; es una

complejidad que se manifiesta en múltiples y sorprendentes realidades culturales. Apreciarlas implica deponer prejuicios, valorar el pasado y aprender de él valiosas lecciones para cimentar nuestro presente como garantía de un futuro mejor. Los relatos que leerás son parte de este esfuerzo por tomar conciencia de

nuestras raíces. 1. Lee comprensivamente el relato de don Enrique López Albújar tratando de: a) esclarecer algunos términos quechuas utilizados por el autor, b) la organización establecida para administrar justicia comunal c) características esenciales de quienes la administraban d) procedimientos empleados para ejecutar actos de justicia. e) actitudes rituales de quienes administraban la justicia andina y de la asamblea comunal. 2. Ensaya una opinión debidamente razonada y fundamentada acerca de esta manera peculiar de administrar justicia en el Ande peruano. 3. Lee también el relato Las tres pipas y establece una comparación entre éste y Ushanan Jampi, en cuanto a las formas ancestrales de resolver conflictos. 4. Respecto a El sueño del pongo de José María Arguedas, 4.1. Elabora una frase que contenga dos verbos y tres adjetivos calificativos que caracterice la forma de actuar del patrón

4.2. Aprende la parte del relato que dice: “Huérfano de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo. Y explica el porqué de esta expresión.

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4.3. ¿Qué piensas tú de rezar el Ave María y que al mismo tiempo se vejara al pongo y la servidumbre? 4.4. ¿Qué tipo de prejuicio crees tú que tiene el patrón y qué tipo de prejuicio, el pongo? 4.5. ¿Por qué crees que cuando el pongo relata su sueño trata a Dios como el gran padre San Francisco? 4.6. ¿Por qué crees que en el relato del sueño se emplean las binas: copa de oro-miel y gasolina- excremento? 5. Lee en forma pormenorizada el cuento Alienación, de Julio Ramón Ribeyro responde o realiza lo siguiente:

5.1. De acuerdo a los hechos narrados deduce el concepto de alienación. 5.2. Opina sobre el cuento de Ribeyro y sustenta la opinión con dos razones debidamente explicadas. 5.3. Identifica los prejuicios descritos por el autor de Alienación. 5.4. ¿Qué ruta siguió el proceso de despersonalización de Roberto? 5.5. ¿Crees que el drama de Robert es también el de muchos peruanos? ¿Por qué? 5.6. Menciona algunos aspectos positivos en el drama de Bob. 5.7. ¿Se replican algunos aspectos del drama de Roberto en la sociedad peruana? ¿en el colegio? Si la respuesta es no ¿Por qué? Si la respuesta es positiva ¿Cómo? .

Cumple con desarrollar la guía de acuerdo a la forma y el cronograma fijados por los profesores encargados.

USHANAN JAMPI La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se le había convocado la víspera, solemnemente. Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos. Allí estaba el jornalero, poncho al hombro, sonriendo, con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de Los corros; el pastor greñudo de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en torno de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos

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como acero pavonado, y unas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda gacha y copa cónica —sombrero de payaso— tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito, que apenas le llega al vértice de los codos. Y por entre esa multitud, los perros, unos perros color de ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas —verdaderas patas de arácnido— yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza. Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus miembros, Cunce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia severa e inflexible de Los yayas, merecedora de un castigo pronto y ejemplar. Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rustica y maciza, con macicez de mueble incaico, el gran consejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin mis señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno invisible. De pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el consejo, exclamó: —Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor. Y todos, servicios por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta. — Que traigan a Cunce Maille — ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber. Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo y que parecía desdeñar las injurias y amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial, que, a pesar e sus ojos sanguinolentos, fluía

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de su persona una gran simpatía, la simpatía que despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza. — ¡Suéltenlo! —exclamó la misma voz que había ordenado traerlo. Una vez libre Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramo sobre el consejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó. — José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca mulinera y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices? — ¡Verdad! Pero, Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados. — ¿Por qué entonces no te quejaste? — Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela. — Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho. — Ponciano al verse aludido, intervino: Maille está mintiendo, taita. El toro que dice que yo le robé se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo diga; está presente. Verdad, taita — contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del consejo. ¡Perro! — gritó Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban. Ante tal imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protestas y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca. Después de imponer silencio con gesto imperioso dijo: — Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder. Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió: — ¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano? Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita. En vista de esta respuesta el presidente se dirigió al público en esta forma: — ¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano? Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los treinta soles que le había fijado su dueño. ¿Has oído, Maille? dijo el presidente al aludido: —He oído, pero no tengo dinero para pagar. Tienes ganados, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que

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compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías hacer para que te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del yaachishum. La segunda vez tratamos de ponerte bien con Felipe Tacuche, a quien Le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli—achishum pues no has querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente... Hoy le ha tocada a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte y aplicarte el Jitarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves ya sabes lo que te espera: te cogemos y te aplicamos Ushanan— jampi. ¿Has oído bien, Cunce Maille? Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui, que, por milagro, había conservado en la persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar lentamente. El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir: — Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maulle, acusado, por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido; no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él? — Botarlo de aquí; aplicarle jitarishum, —contestaron a una voz los yayas, volviendo a quedar mudos e impasibles. — ¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has querido. Caiga sobre ti jitarishum. Después, levantándose y dirigiéndose al pueblo añadió con voz solemne y más alta que la empleada basta entonces. — Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones, cojan a ese hombre y sígannos. Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio, turbado sólo por el tableteo (le los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Hasta- los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las oras y las colas, como percatados de la solemnidad del acto. Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y cactus tentaculares y amenazadores como pulpos rabiosos —senderos de pastoras y cabras—, el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde, adornada de cintajos multicolores y de flores de plata de manufactura infantil, y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán de las de Obas.

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— ¡Suelten a ese hombre! —exclamó el yayo de la vara. Y dirigiéndose al reo: — Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían, y su enojo causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate para siempre de aquí. Maille volvió la cara hacia la multitud, que con gesto de asco e indignación, más fingido que real, acababa de acompañaba las palabras sentenciosas del yaya, y, después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con ese desprecio que sólo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó: ¡Ysmayta — micuy! — Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales de la banda opuesta, mientras los perros alarmados de ver a un hombre que huía y excitados por el largo silencio, se desquitaban ladrando furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo. Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Cunce Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza. El jitarishurn es la muerte civil del condenado, una muerte de la que jamás se vuelve a la rehabilitación: que condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir en las ciudades bajo la Férula del misti; lo que para un indio altivo y amante de Ias alturas es un suplicio y una vergüenza. Y Cunce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, habían dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida; su madre y su choza. ¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su corazón de odio, como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida de azar y merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar, en las postrimerías de una noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría famélica y feroz. A pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille, al. pisar la tierra prohibida, sintió como una mano que le apretara el corazón, y tuVo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? Pero qué podría importarle la muerte a él,

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acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? lo suficiente vara batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara. Y el indio, con el arma preparada avanzó cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los matorrales, por la misma senda (le los despeñaderos y de los cactus tentaculares y amenazadores como pulpos, especie de vía crucis por donde solamente se atrevían a bajar pero nunca a subir, los chupanes, por estar reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo. Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y; una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de un cántaro. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía: —Entra guagua—yau, entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto? Maule, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró. Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio ama su hogar, del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que se adhiere a todo lo suyo, hasta el punto de morirse de tristeza cuando le falta poder para recuperarlo, pensaba: “Maille volverá cualquier noche de éstas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo detenga. Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna vez el condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche, por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente de indios. Por eso aquella noche, apenas Cunce Maulle penetró a su casa, un espía corrió a comunicar la noticia al jefe de los yayas. — Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puerta —exclamó palpitante, emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de repente. ¿Estás seguro, Santos? — Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia, taita? Es Cunce... ¿Está armado? — Con carabina, taita, Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunce es malo y tira bien. Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente... “Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille” era la frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos, Los hombres sacaron a relucir sus grandes garrotes —los garrotes de los momentos

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trágicos—; las mujeres, en cuclillas, comenzaron a formar ruedas frente a la puerta (le sus casas, y los perros, inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y dialogar a la distancia. ¿Oyes, Cunce? —murmuró la vieja Nastasia que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no perdía el menor miedo, mientras aquél, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del mundo—. Siento pasos que se acercan, y los perros se están preguntando quien ha venido de friera. ¿No oyes? Te habrán visto. ¿Para qué habrás venido. gua—gua-yau! Cunce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir: ‐ Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.

Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su madre y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; sólo una leve y rosada claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros. Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de este silencio. Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo; dio en seguida un paso atrás, para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo salvó la puerta y echó d correr como una exhalación. Sonó una descarga y una lluvia de piorno acribillo, la puerta de la al mismo tiempo que innumerables grupos de indios armados de todas las armas, aparecían por todas partes gritando: ¡Muera Cunce Maule! ¡Ushanan—jampi! ¡Ushanan-jampi.. Maille apenas Logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle. Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de acabar en una heroicidad monstruosas épica digna de la grandeza de un canto. A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles de rifles anticuados, de escopetas inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A. las dos horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero. — ¡Tomen, perros! — gritaba Maille a cada indio que derribaba—. Antes que me cojan mataré cincuenta, Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con esta shipina?

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Y la shipina era el cañón del arma, que amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido. Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de larga deliberación, resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida, que, una vez abajo y entre ellos, ya se vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre animoso y astuto como Maule, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado. Alguien señaló a José Facundo “Verdad” —exclamaron los demás— Facundo engaña al zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso”. Y Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa misión, recostó su escopeta en la tapia en que estaba parapetado, sentóse, sacó un puñado de coca y se puso a catipar religiosamente por espacio de diez minutos largos: Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa carrera, llena de saltos y zig—zags, en dirección al campanario gritando: — Amigo cunce, ¡amigo Cunce!, Facundo qujere hablarte. Cunce Maille le dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería le preguntó: — ¿Que quieres, Facundo? — Pedirte que bajes y te vayas. — ¿Quién te manda? — ¡ Yayas! — Yayas son unos supaypa huachasgan, que cuando huelen sangre quieren beberla. ¿No querrán beber la mía? — No; yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de chacta en el mismo Jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas más. — Han querido matarme. — Ellos no; ushantin—jampi nuestra ley. Ushanan— jampi igual para todos; pero se olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos. Cunce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía continuar indefinidamente, que, al fin, llegaría el instante en que habría de agotársele la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba: No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y, a veinte pasos de distancia, juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme.

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Lo que pedía Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no podía prometer, no sólo porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el poder del ushananjampi no había juramento posible. Facundo vaciló también, pero su vacilación Fue cosa de un instante. Y, después de reír con gesto de perro a quien le hubiesen pisado la cola, replicó: — He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi hermano. Y, abriendo los brazos añadió: — Cunce ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el honor de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú. Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y dejando su carabina a un lado, se precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento de dos brazos musculosos, que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente el lazo que se le había tendido, y, rápido como el tigre, estrecho más fuerte a su adversario, levantole en peso e intentó escalar con él el campanario. Pero al poner el pie en el primer escalón. Facundo, que no había perdido la serenidad, con un buen movimiento de riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró que dar encima de su contendor. ¡Perro!, más perro que lOS yayas —exclamó Maille, trémulo de ira—; te voy a retacear allá arriba, después de comerte la lengua. Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar rabiosamente: — ¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan—jampi! — ¡Calla, traidor —volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a Facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le hizo saltar la lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se deslizaba por su cuerpo como una onda. Maille sonrió satánicamente; desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su víctima y se levantó con intención de volver al campanario. Pero los sitiadores, que, aprovechando el tiempo que había durado la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió; una puñalada en la espalda obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñaladas y puntapiés y llegar, batiéndose en retirada hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñales se le hundieron en el cuerpo.

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— ¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! — gritó la vieja Nastasia, mientras, salpicado el rostro de sangre caía de bruces, arrastrada por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida. Entonces desarrollóse una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos, cansados de punzar comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar. Mientras una mano arrancaba el corazón y otra los ojos, ésta cortaba la lengua y aquélla vaciaba el vientre de la víctima Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones, coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y sumergían ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento. - ¡A arrastrarlo! gritó una voz. - ¡A arrastrarlo — respondieron cien más. — ¡A la quebrada con él! — ¡A la quebrada! Inmediatamente se la anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero, por el pueblo, para que, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan- jampi después por la senda de los cactus. Cuando los arrastradores llegaron al rondo de la quebrada a las orillas de Chillán, sólo quedaba de Cunce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás quedóse entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables los perros. Seis meses después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los Maulle, unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas: eran los intestinos de Cunce Maille, puestos allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.

LAS TRES PIPAS Una vez un miembro de la tribu se presentó furioso ante su jefe para informarle que estaba decidido a tomar venganza de un enemigo que lo había ofendido gravemente. Quería ir inmediatamente y matarlo sin piedad. El jefe lo escuchó atentamente y luego le propuso que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero antes de hacerlo llenara su pipa de tabaco y la fumara con calma al pie del Árbol sagrado del pueblo. El hombre cargó su pipa y fue a sentarse bajo la copa del gran Árbol.

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Tardó una hora en terminar la pipa. Luego sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para decirle que lo había pensado mejor, que era excesivo matar a su enemigo pero que sí le daría una paliza memorable para que nunca se olvidara de la ofensa. Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó su decisión, pero le ordenó que ya que había cambiado de parecer, llenara otra vez la pipa y fuera a fumarla al mismo lugar. También esta vez el hombre cumplió su encargo y gastó media hora meditando. Después regresó a donde estaba el cacique y le dijo que consideraba excesivo castigar físicamente a su enemigo, pero que iría a echarle en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza delante de todos. Como siempre, fue escuchado con bondad pero el anciano volvió a ordenarle que repitiera su meditación como lo había hecho las veces anteriores. El hombre medio molesto pero ya mucho más sereno se dirigió al Árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo, su tabaco y su problema. Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo: «Pensándolo mejor veo que la cosa no es para tanto. Iré donde me espera mi agresor para darle un abrazo. Así recuperaré un amigo que seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho». El jefe le regaló dos cargas de tabaco para que fueran a fumar juntos al píe del Árbol, diciéndole: «Eso es precisamente lo que tenía que pedirte, pero no podía decírtelo yo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras tú mismo». M.Menapace EL SUEÑO DEL PONGO Autor: José María Arguedas Un hombrecito se encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente de la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable, sus ropas viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia. -¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

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Humillándose, el pongo no contestó, atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie. -¡A ver! -dijo el patrón– por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. ”Huérfano de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba callado, comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban cumplía. ”Si papacito; si mamacita, era cuanto solía decir”. Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan harapatosa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave Maria, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre, lo sacudía como a un trozo de pellejo. Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes en la cara. -Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía. El hombrecito no podía ladrar. -Ponte de cuatro patas -le ordenaba entonces. El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies. -Trota de costado, como un perro -seguía ordenándole el hacendado. El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo. -¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor. El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado. Algunos de sus semejantes siervos, rezaban mientras el Ave Maria, despacio rezaban, como viento interior en el corazón. -¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -manda el señor al cansado hombrecito-. Siéntate en dos patas empalma las manos. Como si el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de esos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero

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no podía alzar las orejas. Entonces algunos de los siervos de la hacienda se echaban a reír. Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillos del corredor. Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila. El pongo se levantaba de a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie. En el oscurecer los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda. -¡Vete, pancita! -solía ordenar, después el patrón al pongo. Y así, todos los días, el patrón hacia revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colones. Pero… una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado. -Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte –dijo. El patrón no oyó lo que oía. -¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó. -Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo. -Habla…si puedes -contestó el hacendado. -Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto. -¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio –le dijo el gran patrón. -¿Qué? ¿Qué dices? -interrogó el hacendado. -Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos ante nuestro gran padre San Francisco. -¿Y después? ¡Habla –ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad. -Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzaban y miden no se hasta que distancia. Y a ti y a mi nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío. -¿Y tú? -No pude saber como estuve, gran señor, o no puedo saber lo que valgo. -Bueno sigue contando.

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-Entonces después, nuestro padre dijo de su boca: ”De los ángeles, el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, ya la copa de oro llena de miel de chancaca mas transparente”. -¿Y entonces? -preguntaba el patrón. Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención, sin cuenta, pero temerosos: -Dueño mío; apenas nuestro gran padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro padre, caminando despacito. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de suave luz como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro. -¿Y entonces? -repitió el patrón. -Al ángel mayor le dijo: cubre a este caballero con la miel que estaba en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera de oro, transparente. -Así tenia que ser –dijo el patrón, y luego preguntó: -¿Y a ti? -cuando tu brillabas en el cielo, nuestro padre San Francisco volvió a ordenar:”Que de todos los Ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga un tarro de gasolina con excremento humano”. -¿Y entonces? -Un ángel que ya no valía, de patas escamosas, al que no alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran padre; llegó bien cansado con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. -“Oye viejo –ordenó nuestro gran padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de ese hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído, todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrela como puedas, ¡rápido!”. Entonces con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y, aparecía avergonzado, en la luz del cielo, apestando… -Así mismo tenía que ser –afirmó el patrón- ¡continúa! o ¿todo concluye allí? -No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre San Francisco, él volvió a

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mirarnos, también nuevamente, ya a ti, ya a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta que honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: ”Todo cuanto los Ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡ lámense uno a otro! Despacio, por mucho tiempo. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

ALIENACIÓN (Cuento edificante seguido de breve colofón.)

A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez

menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que su vehe-mencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.

Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.

Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.

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Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos

estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Ursula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.

Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al voleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba.

Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.

Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: «Yo no juego con zambos». Estas cinco palabras decidieron su vida.

Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había perdido toda

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inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica.

Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra dehesa había dejado de pertenecernos y que ya no nos quejaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses.

Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono.

Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente ah ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papá con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra juventud.

*

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Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.

Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Solo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.

* Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del

olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si habían tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción.

Antes que nada había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color

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de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.

Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana.

Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas del blue jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana.

Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que

encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían, previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus privaciones.

Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.

Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo, al pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su

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padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser pilotín de barco.

Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente.

Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo guatón, ceñudo y regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el culo.

Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

* Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro

trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de enseñar divertía.

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En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las historias le importaban un comino, estaba solo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de amor a la bailarina del bar, como el gangster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad solo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la película y al término de esta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a Alan Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.

* Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un

trabajo, no en casa de un gringo como quería, pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.

Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el

Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo especialmente

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de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas snobs, sino al indestructible John Waynne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y míster Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de «un franco deseo de superación».

La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto inviola-ble, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus posters y José María, que era aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban «The strangers in the night» y miraban pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.

Para nosotros incluso era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de mulatos talqueados. Fueron desaprobados.

* Dicen que Boby lloró y se meznó desesperadamente el cabello y que

Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les volvió y nuevos planes surgieron.

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Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse como fuese.

Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista.

Fue un año de duro trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre piedra.

* Todo lo que viene después es previsible y no hace falta mucha

imaginación para completar esta parábola. En el barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de viajeros y al final relato de un testigo.

Por lo pronto Boby y José María, gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el que-rer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.

A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza.

Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo

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repetían los hombres de estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón.

Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.

* La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con

templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los in-dómitos vigías de Occidente.

José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo, pero estaba allí, vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un mutilado.

La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

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COLOFÓN

¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de carnes de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas traga monedas y a las carreras del auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda. Julio Ramón Ribeyro

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