Gustavo Adolfo Bécquer - Un Lance Pesado

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  • 8/14/2019 Gustavo Adolfo Bcquer - Un Lance Pesado

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    UN LANCE PESADO

    Como a la mitad del camino que conduce de greda a Tarazona y en una hondonada por la quecorre un pequeo arroyo, hay una casuca de miserable aspecto, especie de barraca con honoresde venta, donde los arrieros castellanos y aragoneses se detienen a echar un trago en los das decalor o a sentarse un rato a la lumbre cuando sopla el cierzo o cae una nevada. La venta no es de

    los lugares ms seguros que digamos; las crnicas del pas refieren mil y mil historietas deasaltos nocturnos, robos y muertes acontecidos en sus alrededores y sin duda alguna fraguadospor los pajarracos de cuenta que aqu concurran, y encubiertos por el antiguo ventero, hombrede tan mala vida como mal fin dicen que tuvo.

    Las continuadas visitas de la Guardia Civil y el haber cambiado la venta de dueo han sidocausas ms que suficientes para hacer de aquellos lugares, antes temibles, uno de los pasos msseguros del camino de Tarazona. As me lo aseguraron al menos gentes conocedoras de lacomarca; pero, como suele decirse, cra fama y chate a dormir. Rara es la persona que cuandocomienza a internarse en aquel barranco, donde por todas partes limitan el horizonte las

    quiebras del terreno y en cuyo fondo se ve la casuquilla sucia, oscura, y ruinosa y comoagazapada al borde de la senda, al acecho del caminante; rara es la persona, repetimos, y sobretodo si tiene algo que perder, que no tienda a su alrededor una mirada de inquietud, y despusde cerciorarse de que su escopeta est cebada y pronta, no arrima los talones a la caballera quele conduce, por aquello de que el mal paso andarlo pronto.

    La primera y nica vez que he llegado a aquel punto no la olvidar nunca. Hay acontecimientosen la vida tan extraos y horribles que, si cien aos viviramos, los tendramos siempre tanfrescos en la memoria como el da que tuvieron lugar. El que voy a referir es seguramente uno.

    Ya hace de esto bastantes aos. Yo iba en compaa de un amigo a visitar el antiguo monasteriode Veruela, una magnfica obra de arte que me haban ponderado mucho y que deseaba verhaca algn tiempo. Salimos al amanecer de un pequeo lugar prximo a Soria, donde meencontraba entonces; atravesamos la sierra del Madero, y, despus de una jornada de cuatro ocinco horas, hicimos alto para comer en greda.

    El da, que se mantuvo nebuloso hasta cosa de las doce, comenz a ponerse tan malo que, alllegar a los postres de la comida, me asom a una de las ventanas de la posada en que habamoshecho alto, y viendo encapotarse el cielo de nubes oscuras y amenazadoras, de las cualescomenzaban a desprenderse algunas gotas de agua, exclam, dirigindome a mi compaero:

    -Te parece que hagamos noche aqu?

    -All veremos cmo se presenta la tarde -me contest.

    Y dando un golpe en la mesa, llam al muchacho que nos serva e hizo traer una botella mssobre las dos que ya nos habamos bebido: total, tres. Y hago esta mencin del nmero debotellas, porque si el lector, como en el cuento de Las cabras de Sancho, quiere llevar la cuentade las que bebimos, tal vez encontrar ms natural y verosmil el desenlace de la historia quevoy a referirle.

    Cuando concluimos con la tercera botella, llova si Dios tena qu. Hicimos traer la cuarta, ycuando arrojamos el casco vaco, yo no s ya si llova o tronaba; lo que puedo decir es que lahabitacin se nos andaba alrededor, que bajamos la escalera a trompicones, ensillamos como

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    pudimos y algunos minutos despus corramos a rienda suelta por el camino de Tarazona, sincuidarnos ms de los truenos, el granizo y la lluvia, que de las desazones del gran turco. Y ascorrimos sin parar hasta el barranco de la venta.

    El agua caa a torrentes, el camino estaba hecho una laguna, y nosotros calados hasta loshuesos. Tal vez el fro, el aire que nos haba azotado la cara, nuestra crtica situacin o todasestas cosas juntas, contribuyeron a despejarnos un poco. Una vez despejados y serenos,conocimos toda la atrocidad de nuestra locura. La noche comenzaba a cerrar, el camino se haba

    puesto intransitable. Tarazona distaba an ms de tres leguas, el arroyo del barranco, crecidocon las vertientes, no era ya un arroyo, sino un ro.

    -Qu hacemos? -exclam yo un poco preocupado y dirigindome a mi amigo, que probabaaunque sin xito a vadear el arroyo.

    -No nos queda mucho para escoger -me respondi sin alterarse-: o quedarnos en la venta, ovolver a greda, porque, en cuanto al arroyo, no soy yo quien lo vadea esta noche.

    Al orle fij la vista en la casucha, y sin poderlo remediar me asaltaron la memoria el recuerdo

    de todos los episodios terribles que acerca de ella me haban referido. Preocupado con estassiniestras ideas, guard silencio.

    -Bah! -prosigui mi amigo-, quedmonos aqu; si nos falta cama, no nos faltar un jarro devino, y a falta de pan, buenas son tortas.

    As diciendo, se ape del caballo y comenz a llamar a la puerta de la casa. Le imit, aunquecostndome algn trabajo vencer una especie de temor que no expresaba por parecerme no sloinfundado, sino hasta ridculo. Llamamos una, dos, tres, hasta cinco veces, sin que nadie noscontestase. Yo cre or, sin embargo, el eco de varias voces dentro de la casa, y a travs de los

    mal unidos tableros de la puerta vea el resplandor de la llama del hogar. Volvimos a golpearcon ms fuerza hasta que, al cabo de mucho tiempo, sentimos el rechinar del cerrojo, se abri lapuerta y apareci el ventero en el dintel.

    -Ustedes perdonen, seores -nos dijo con una cara muy afable-; ya haca rato que oamosllamar, pero, como corre una cercera tan grande, se nos antoj que el viento mova las puertas.

    Mi amigo pareca satisfecho con la explicacin; a m comenzaba por hacerme mal efecto laafabilidad del ventero y su carcter de hombre honrado. Si hubiera tenido trazas de facineroso,tal como yo me lo figur de antemano en la imaginacin, tal vez no me hubiese dado tanto en

    qu pensar. Entramos en la cocina; mi primer cuidado fue revolver los ojos alrededor buscandolas personas cuyas voces haba odo desde la puerta. No haba en ella ms que una muchacha,bien linda por cierto, que atizaba el fuego del hogar, y un gato que dormitaba acurrucado juntoa la lumbre. Por dnde ha desaparecido esa gente?, pens yo, y entre tanto y con el mayordisimulo posible, hera el suelo con el pie para cerciorarme de que no haba ninguna trampa.Mientras yo me mantena silencioso y retrado y el ventero se ocupaba en quitar la silla anuestros caballos, mi amigo, so pretexto de encender un cigarro, se acerc al hogar, y, despusde los cuatro o cinco piropos de costumbre, trab conversacin con la muchacha de la venta. Nohe visto en mi vida cara ms graciosa, ms ingenua, ni de expresin ms sencilla e inocente quela de aquella muchacha, ni tampoco he encontrado mujer que me haya inspirado una repulsininstintiva y una antipata natural ms grande. Concluy el ventero su operacin y sentse en unrincn de la cocina; la muchacha coloc delante del hogar una mesilla de pino, desvencijada ycoja, y sobre la mesa un jarro boquirroto y dos vasos. Mi amigo comenz a beber y a charlar;yo beba en silencio; el ventero dormitaba; el gato grua con un ruido particular; la muchacha

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    tena fijos en nosotros dos ojos que me parecan tan grandes como toda su cara; la llama delhogar al agitarse haca danzar de una manera fantstica nuestras sombras que se proyectaban enlos muros; los granizos golpeaban los vidrios de una ventanilla a travs de la que brillaban losrelmpagos; el viento se dilataba por la llanura con largos gemidos, y el arroyo, crecido con laavenida, forcejeaba entre las piedras al pie de la casa con un rumor extrao y montono. En estemomento mi amigo comenz a cantar:

    La donna e mbile

    piuma al vento

    Muta d acento

    di pensier.

    A sempre ambile

    Leggiadro viso

    E il piantto il riso mensognier.

    No s cmo explicar el efecto que me hizo esta msica en aquella ocasin; lo que puedo decires que cuando nos decidimos a acostarnos y el ventero tom la luz para compaarme al tabucodonde me haban preparado la cama, mientras mi compaero suba por una escalera de caracolen busca de la suya, el recuerdo del ltimo acto del Rigoletto estaba tan fijo en mi imaginacinque no pude or sin un estremecimiento involuntario la voz gruesa y estentrea del ventero queme dijo al despedirme:

    -Buenas noches. Buenas noches... -me dijo en castellano muy claro.

    Pero a m me pareci escuchar aquellos acordes temerosos de la orquesta que acompaan elcanto de Sparafucile y or su voz siniestra que me deca con un acento de horrible sarcasmo:

    -Buana notte!

    No, y lo que es la noche que el dichoso borgon le preparaba a su husped, despus dedesersela tan feliz, no era para envidiada.

    Pensando esto, o crujir las tablas del techo de mi cuarto. Sin duda mi amigo duerme encima yse dispone a meterse en la cama, dije, y apagu la luz y me met en la ma. El cansancio puedems que las mayores preocupaciones; as que, a pesar de todas mis ideas horribles, me dorm alos cinco minutos como un tronco. No s cunto tiempo hara que estaba dormido, cuando entresueos y de una manera muy confusa, me pareci or hablar en voz baja cerca de la puerta demi cuarto. Quise or lo que decan, pero no me era posible; slo llegaban a mis odos palabrassueltas y sin ilacin.

    No obstante, ya haba sorprendido algunas bastantes sospechosas, cuando el murmullo de lasvoces comenz a sonar ms lejano apagndose por ltimo

    As que el murmullo se apag del todo, hubo un momento de silencio, transcurrido el cualcomenc a or el crujido de la escalera de caracol que gema con un ruido imperceptible como sisubiesen cautelosamente por ella; despus percib con mucha claridad ruido de pasos sobre eltecho que se estremeca de cuando en cuando. Yo no saba qu partido tomar; me revolcaba en

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    la cama haciendo esfuerzos supremos para levantarme, y pareca que estaba cosido all o sujetopor una fuerza poderosa.

    En este estado de exaltacin nerviosa hiri mis odos un grito agudo, y el techo comenz atemblar conmovido, como si en la habitacin se hubiese trabado una espantosa lucha. Opisadas fuertes y desiguales, o rodar muebles; me pareca percibir confusamente imprecacionesahogadas, y por ltimo un golpe sordo como el de un cuerpo que cae desplomado... Despus,silencio...! Unos ayes dolientes que se apagaban poco a poco, y un ruido extrao, leve,

    compasado, semejante al que produce la pndola de un reloj. Era sangre, sangre que se filtrabapor entre los mal unidos maderos del techo y caa gota a gota en mi cuarto! Hice un esfuerzogigantesco, me incorpor de la cama, me restregu los ojos; tena la respiracin anhelosa, elpecho oprimido.

    -Ser un sueo, una pesadilla horrible? -exclam palpndome para salir de la duda.

    No, desgraciadamente no. Estaba despierto, tan despierto como ahora, y oa, sin embargo, elruido que produca la sangre al caer, rumor extrao, con un sonido alterno y montono,semejante al de las gotas de agua que caen en un charco.

    Venc el miedo horrible que me embargaba; salt de la cama a oscuras; cog a tientas laescopeta y, cerciorndome precipitadamente de que estaba pronto el gatillo, sal a la cocinallamando a voces al ventero. All tropec con dos o tres sillas, volqu la mesa; hice un ruidoespantoso, hasta que al fin aparecieron.

    La muchacha, medio desnuda y con un candil en la mano por una puerta, y el padre, todoaturdido y en paos menores, por otra. Mi primera insinuacin fue echarme la escopeta a la caray apuntar al ventero. La muchacha al verme comenz a dar gritos, el padre, ms plido que lacera, se arrincon en el hogar encomendndose a Dios y creyendo llegada su ltima hora.

    -Dnde est mi amigo? -le pregunt dos o tres veces sin dejar de apuntarle.

    El miedo sin duda no le permiti desplegar los labios; la muchacha, por el contrario, pona elgrito en las nubes; yo, creyendo leer el crimen en la turbacin de aquel pobre hombre, no s loque hubiera hecho de no aparecer en aquel instante mi compaero de viaje en lo alto de laescalera.

    -Qu! -exclam, asombrado, al verle-. No te han muerto?

    Matarme! -respondi a mi pregunta-. Pues si dorma como un lirn cuando me ha despertado

    este ruido espantoso.

    -Pero -prosegu, de cada vez ms confuso-, y los ayes que he odo, la lucha que ha tenido lugaren tu habitacin y que he sentido perfectamente?

    -Habrs soado! -me interrumpi mi amigo con aire de burla.

    -Y el ruido de las gotas de...? -continu yo precipitadamente; ese ruido que todava se oye.

    -Bah! -se atrevi a decir el ventero, ya repuesto del susto-; eso es que, como la casa es vieja ycae un mar de agua, la habitacin se llueve y suenan las goteras.

    La escopeta se cay de mis manos; el suelo pareca que se haba abierto a mis pies.

    Para dar idea de lo avergonzado que me dej este ridculo lance, no dir ms sino que, al volver

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    a greda desde Tarazona, adonde fuimos al otro da, ech por otro camino y rode ms de uncuarto de hora por no pasar otra vez por la maldita venta.

    El Contemporneo 15 de marzo, 1863