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Hans Thomas, un muchacho noruego - guao.org misterio del... · mar como marinero. Mamá que se ha perdido en el mundo de la moda. Line que es la abuela paterna de Hans Thomas. El

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Hans Thomas, un muchacho noruegode 12 años, y su padre emprendenun viaje hacia Atenas en busca de lamadre, que ocho años atrás losabandonó para «encontrarse a símisma». El azar hace que sedetengan en Dorf, un pequeñopueblo donde un viejo panaderoregala al joven un panecillo queoculta un diminuto libro, que HansThomas comenzará a leer con laayuda de una lupa que un misteriosoenano le regala. A partir de esemomento, el muchacho inicia otroemocionante viaje paralelo: el de la

imaginación. Sabrá de Frode, unmarinero que naufragó y sobrevivióen una isla desierta, de su baraja denaipes y de cómo combatió susoledad haciendo que cada una delas 53 cartas tuviera vida propia (52de ellas bastante inconscientes; unasola, Comodín, entiendeverdaderamente las reglas delsolitario que hace el anciano).Pensando en todo ello, a HansThomas le surgirá una pregunta:¿Hasta qué punto podemosnosotros, a diferencia de los naipes,determinar nuestro destino?

Jostein Gaarder

El misterio delsolitario

ePub r1.0SlytherinEC 14.05.14

Título original: KabalmysterietJostein Gaarder, 1990Traducción: Kirsti Baggethun y AsunciónLorenzoIlustraciones: Pablo Álvarez de ToledoRetoque de cubierta: SlytherinEC

Editor digital: SlytherinECePub base r1.1

EN ESTA HISTORIATE ENCONTRARÁSCON

Hans Thomas que, de camino al país delos filósofos, va leyendo el libro queencontró dentro del panecillo.El padre que se crió en Arendal como«hijo de alemán» antes de hacerse a lamar como marinero.Mamá que se ha perdido en el mundo dela moda.Line que es la abuela paterna de HansThomas.

El abuelo a quien enviaron al frente deleste en 1944.El enano que regala una lupa a HansThomas.Una señora gorda en la casa dehuéspedes de Dorf.El viejo panadero que da a HansThomas un refresco de pera y cuatropanecillos en una bolsa de papel.Una adivina gitana y su bella hija, unaseñora americana que es dos personasa la vez, un agente griego de la moda,un neurocirujano ruso, Sócrates, elrey Edipo, Platón y un camarerocharlatán.

EN EL LIBRO DELPANECILLOTE ENCONTRARÁSADEMÁS CON

Albert que se crió como un niñocallejero tras perder a su madre.Hans el Panadero que naufragó en 1842cuando iba de Rotterdam a Nueva Yorkantes de establecerse como panadero enDorf.Frode que naufragó con un grancargamento de plata en 1790 yendo deMéxico a España.

Stine que era la prometida de Frode yque ya esperaba un hijo cuando él semarchó a México.El labrador Fritz André y el tenderoHeinrich Albrechts.52 naipes incluidos As de Corazones,Jota de Diamantes y Rey de Corazones.Comodín que ve demasiado ydemasiado profundamente.

Han pasado seis años desde que meencontrara delante del viejo templo dePoseidón, en el Cabo Sunion, mirando almar Egeo. Hace casi siglo y medio queHans el Panadero llegó a la singular isladel Atlántico. Y hace exactamentedoscientos años que Frode naufragócuando iba de México a España.

Tanto he de remontarme al pasadopara entender por qué mamá huyó aAtenas.

Realmente, me gustaría pensar enotra cosa. Pero sé que tendré queprocurar anotarlo todo, mientras quedetodavía en mí algo del niño que llevodentro.

Estoy sentado delante de la ventanadel salón de Hisoy viendo cómo fueracaen las hojas de los árboles. Bajanvolando por el aire y se posan sobre lascalles como una fina alfombra. Una niñapequeña va andando sobre las castañas,que a su paso saltan por entre las vallasde los jardines.

Es como si ya todo hubiera perdidosu sentido.

Cuando pienso en los naipes delsolitario de Frode, es como si todas lasfuerzas de la naturaleza se hubierandesencadenado.

PICAS

AS DE PICAS

… pasó por allí unsoldado alemánen bicicleta…

El gran viaje al país de los filósofoscomenzó en Arendal, una vieja ciudadmarítima al sur de Noruega. Navegamosde Kristiansand a Hirtshals en el Bolero.No hay mucho que decir del viaje porDinamarca y Alemania. Aparte deLegolandia y las enormes instalacionesportuarias de Hamburgo, no vimos otra

cosa que autopistas y granjas. Pero,cuando llegamos a los Alpes,comenzaron a ocurrir cosas.

Mi viejo y yo habíamos llegado a unacuerdo: yo no protestaría si teníamosque conducir hasta tarde antes de parar adormir, y él no fumaría en el coche; acambio, decidimos hacer largosdescansos para fumar. Esos descansosson lo que mejor recuerdo del viajeantes de llegar a Suiza.

Los descansos siempre comenzabancon un pequeño discurso de mi padresobre algo que había estado pensandomientras él conducía y yo leía al PatoDonald o hacía solitarios en el asiento

de atrás. Casi siempre hablaba de algoque tenía que ver con mamá. Si no,hablaba de cosas que le preocupabandesde que yo le conocía.

Desde que mi viejo dejó de sermarinero y volvió tierra adentro despuésde pasar muchos años en el mar, sehabía interesado por los robots. Quizáeso no fuera en sí tan extraño, pero lo demi viejo no acababa ahí. Estabaconvencido, además, de que la ciencialograría crear algún día seres humanosartificiales. No se refería a esosestúpidos robots metálicos queparpadean con luces verdes y rojas yhablan con voz hueca. No, no, mi viejo

creía que un día la ciencia lograría crearverdaderos seres pensantes comonosotros. Y aún había algo más: tambiénpensaba que todos los seres humanos enrealidad eran precisamente eso,artilugios artificiales.

—Estamos plenamente vivos,¿sabes? —solía decir.

Los comentarios de este tipo eranhabituales después de haberse tomadouna o dos copitas.

Cuando estuvimos en Legolandia, sequedó mirando fijamente a esos seres deLego. Le pregunté si estaba pensando enmamá, pero dijo que no.

—Imagínate si todo esto cobrara

vida de repente, Hans Thomas,imagínate que todas esas figuritasempezaran de pronto a moverse entresus casitas de plástico. ¿Qué haríamosentonces?

—Estás chiflado —me limité adecir, pues estaba seguro de que esaclase de comentarios no era muy normalentre los padres que llevaban a sus hijosa Legolandia.

Estuve a punto de pedirle un helado,aunque había aprendido que, para pediralgo, era aconsejable esperar hasta quemi viejo comenzara a airear suschifladas ideas. Creo que de vez encuando le remordía la conciencia por

hablar de esas cosas con su hijo, ycuando a uno le remuerde la conciencia,suele mostrarse más generoso que decostumbre. Antes de que me hubieradado tiempo a pedir el helado dijo:

—En el fondo, nosotros mismossomos figuras vivas de Lego.

Supe que tenía el helado asegurado,porque papá estaba a punto de comenzaruno de sus discursos filosóficos.

Íbamos de camino a Atenas, pero nose trataba de unas vacaciones normalesde verano. En Atenas, o al menos enalgún lugar de Grecia, intentaríamosencontrar a mamá. No era seguro que loconsiguiéramos, y aunque así fuera,

puede que no quisiera volver connosotros a Noruega. Tenemos queintentarlo, decía mi viejo, porque ni élni yo soportábamos la idea de vivir elresto de nuestras vidas sin mamá.

Mamá nos abandonó a mi viejo y amí cuando yo tenía cuatro años. Por esoyo aún continuaba llamándola «mamá».A mi viejo le había ido conociendo mása fondo y un día ya no me parecióoportuno seguir llamándole «papá».

Mamá se lanzó al mundo paraencontrarse a sí misma. Tanto a mi viejocomo a mí nos parecía que, con un niñode cuatro años, ya era hora de que lohiciera; de modo que apoyamos el

proyecto. Pero nunca llegué acomprender por qué tuvo que irse tanlejos. ¿Por qué no podía arreglárselas ennuestra ciudad, Arendal, o contentarsesimplemente con un viaje aKristiansand? Mi consejo a todosaquellos que quieran encontrarse a símismos es que sigan justamente dondeestán. Si no, existe un gran peligro deque se pierdan para siempre.

Habían pasado ya tantos años desdeque mamá nos dejó que no era capaz derecordar cómo era su aspecto. Sólorecuerdo que era mucho más bonita quetodas las demás mujeres. Al menos esodecía mi viejo. Además opinaba que

cuanto más bonita, más difícil leresultaba a una mujer encontrarse a símisma.

Yo había estado buscando a mamádesde que desapareció. Cada vez quecruzaba la plaza de Arendal pensaba quela vería de repente, y cada vez que ibade visita a casa de mi abuela en Oslo, labuscaba por la calle Karl Johan. Peronunca la vi. No la vi hasta que mi viejome enseñó una revista griega de modas.Allí estaba mamá, en la portada y dentrode la revista. Se veía claramente en lafoto que aún no se había encontrado a símisma. Porque las fotos de la revista noeran de mi mamá; era evidente que

intentaba parecer otra persona. Tanto miviejo como yo sentíamos muchísimalástima por ella.

La revista de modas entró en nuestracasa por una tía de mi viejo que habíaestado en Creta. Allí estaban las fotosde mamá en todos los quioscos deperiódicos. Pagando un par de dracmas,la revista era tuya. Me resultó un pococómico; nosotros llevábamos añosbuscando a mamá y ella, en Creta,sonreía a todos los que pasaban.

—¿En qué demonios se habrámetido? —se preguntaba mi viejomientras se rascaba la cabeza. Y, sinembargo, recortó las fotos donde ella

aparecía y las puso en la pared deldormitorio. Pensaba que era mejor tenerfotos de alguien que se pareciera amamá que no tener ninguna.

Fue entonces cuando mi viejodecidió que iríamos a Grecia a buscarla.

—Tendremos que intentar arrastrarlahasta casa, Hans Thomas —dijo—. Sino, me temo que se va a perder en esecuento de la moda.

No entendí muy bien lo que queríadecir con esa última frase. En variasocasiones había oído que uno podíaperderse en un enorme vestido, pero nosabía que uno pudiera perderse en uncuento. Hoy ya sé que es algo de lo que

todo el mundo tiene que cuidarse.Cuando nos paramos en la autopista

en las afueras de Hamburgo, mi viejoempezó a hablar de su padre. Yo yaconocía la historia, pero ahora parecíadiferente, con los coches pasando a todavelocidad.

Lo que pasa es que mi viejo era loque en Noruega llamamos «hijo dealemán». Ahora ya no me da vergüenzadecirlo, porque ya sé que los hijos dealemanes pueden ser tan buenos comolos demás, aunque claro, eso es fácil dedecir. Yo no he sentido en mi propiacarne cómo resulta criarse sin padre enuna pequeña ciudad al sur de Noruega.

Supongo que mi viejo volvió ahablar de lo que sucedió entre misabuelos paternos, precisamente porquenos encontrábamos en Alemania.

Todo el mundo sabe lo difícil queresultaba conseguir comida durante laguerra. También lo sabía mi abuelapaterna el día en que cogió su bicicletapara ir a Froland a coger arándanos.

Sólo tenía 17 años. El problemasurgió cuando se le pinchó una rueda.

Aquella excursión a por arándanoses lo más importante que ha sucedido enmi vida. Puede parecer algo extraño quelo más importante de mi vida sucedieramás de treinta años antes de que yo

naciera, pero si la abuela no hubiesepinchado aquel domingo, mi viejo nohabría nacido. Y si él no hubiera nacido,yo tampoco hubiera tenido muchasposibilidades de existir.

Como ya he dicho, a la abuela se lepinchó la rueda en Froland, con la cestallena de arándanos. Naturalmente, nollevaba nada para arreglarla, y aunquelo hubiera llevado, seguramente nohabría sabido reparar la bici ella sola.

Entonces pasó por allí un soldadoalemán en bicicleta. Aunque era alemán,no se mostró muy agresivo; al contrario,fue muy cortés con la joven, que nosabía cómo poder llegar a casa con sus

arándanos. Además, llevaba todo lonecesario para reparar la llanta.

Si el abuelo hubiera sido de ese tipode bruto malvado que solemos pensarque fueron todos los soldados alemanesen Noruega, habría pasado de largo sinmás. Pero, claro, lo que pasa es que laabuela debería haberse negado a recibircualquier tipo de ayuda de las fuerzasalemanas de la guerra.

Lo malo fue que el soldado alemáncomenzó a enamorarse de esa joven quetendría un desliz tan grande y del que, enparte, también él sería culpable. Perotodo esto no sucedió hasta varios añosmás tarde…

Al llegar a este punto del cuento, miviejo solía encenderse un cigarrillo.Resultaba que también a la abuela legustaba el alemán, ésa fue precisamentela metedura de pata. No sólo leagradeció al abuelo que le reparara labicicleta, sino que también accedió aque la acompañara hasta la ciudad. Laabuela no solamente era desobediente,también era tonta. De eso no cabíaninguna duda. Lo peor de todo fue queestaba dispuesta a volver a ver alunterfeldwebel Ludwig Messner.

Así fue como mi abuela se hizonovia de un soldado alemán.Desafortunadamente, no se elige siempre

a la persona de la que uno se enamora.Pero ella debería haber elegido novolver a verlo, antes de enamorarse enserio de él. No lo hizo así, y tuvo quepagarlo caro.

El abuelo y la abuela siguieronviéndose en secreto. Si la gente deArendal se hubiera enterado de que ellase citaba con un alemán, habría sido lomismo que renunciar a formar parte dela «gente bien» de la sociedad. Porquede la única manera que la gente normal ycorriente podía luchar contra losalemanes era no teniendo nada que vercon ellos.

En el verano de 1944, Ludwig

Messner fue enviado de vuelta aAlemania para defender el Tercer Reichen el frente este. Ni siquiera tuvo tiempode despedirse como es debido de miabuela. En el momento en que se subióal tren en la estación de Arendal,desapareció para siempre de su vida. Miabuela no volvió a saber nada más de él—aunque durante muchos años despuésdel final de la guerra lo estuvo buscando—. Con el tiempo, se iba convenciendo,cada vez más, de que había muerto en labatalla contra los rusos.

Tanto la excursión en bicicleta comolo que pasó después, a lo mejor habríaquedado en el olvido, si no hubiera sido

porque la abuela se había quedadoembarazada. Eso pasó justo antes de queel abuelo se marchara al frente del este,pero ella no lo supo hasta muchassemanas después de su partida.

Lo que sucedió luego, es lo que miviejo llama la maldad humana, y alllegar a este punto, suele encenderseotro cigarrillo. Mi viejo nació justoantes de la liberación, en el mes demayo de 1945. Nada más rendirse losalemanes, mi abuela fue capturada pornoruegos que odiaban a todas aquellaschicas noruegas que habían estado consoldados alemanes. Desgraciadamente,había muchas chicas de ésas, pero las

que peor lo pasaron fueron las quehabían tenido un hijo con un alemán. Laverdad es que mi abuela estuvo con miabuelo porque le quería, y no porqueella fuera nazi. De hecho, mi abuelotampoco era nazi. Antes de que locogieran para devolverlo a Alemania, ély la abuela estaban haciendo planes parahuir juntos a Suecia. Lo único que losfrenaba eran los rumores de que, losvigilantes suecos de la frontera, habíancomenzado a pegar tiros contra losdesertores alemanes que intentabancruzarla.

La gente de Arendal se abalanzósobre la abuela y le cortaron el pelo al

cero. También le pegaron y golpearon,aunque acababa de dar a luz. Se puededecir con toda seguridad que LudwigMessner se había comportado mejor queesa gente.

Sin un solo pelo en la cabeza, miabuela tuvo que ir a vivir con sus tíosTrygve e Ingrid a Oslo, porque ya noestaba segura en Arendal. Aunque eraprimavera, y hacía calor, tenía que usargorra porque estaba calva como unviejo. Su madre seguía viviendo enArendal, y cinco años después del finalde la guerra, mi abuela volvió a Arendalcon mi viejo en brazos.

Ni la abuela ni mi viejo pretenden

disculpar lo que sucedió en Froland. Loúnico que podría cuestionarse, es elalcance de la condena. Por ejemplo,resulta interesante preguntarse durantecuántas generaciones debe ser castigadoun delito. Es evidente que mi abuelatuvo parte de culpa por haberse quedadoembarazada, eso tampoco lo ha negadonunca. Pero me resulta más difícildeterminar si fue correcto castigartambién al niño.

He pensado bastante en esto. Miviejo nació como resultado de unpecado original. Pero todos los sereshumanos tienen sus raíces en Adán yEva, ¿no? Soy consciente de que esta

comparación falla en algo. En un caso setrataba de manzanas y, en el otro, dearándanos. Si bien en ambos casos fueuna serpiente[1] la que desencadenó latentación.

Cualquier madre sabe, sin embargo,que no puede pasarse la vidareprochándose un hijo que ya nació. Yopienso que no se debe culpar al niño;también un hijo de alemán tiene derechoa gozar de la vida. Pero, en ese punto,mi viejo y yo no nos poníamos deacuerdo.

Mi viejo se crió, pues, como hijo dealemán. Aunque los adultos de Arendalhabían dejado de azotar a las «fulanas

de alemanes», los niños —que aprendenfácilmente las maldades de los adultos— seguían acosando a los hijos dealemanes. Esto significa que mi viejotuvo una infancia dura. Cuando cumpliódiecisiete años, ya no aguantó más.Aunque quería mucho a su ciudad, se vioobligado a enrolarse como marinero.Siete años más tarde volvió a Arendal;para entonces, ya había conocido amamá en Kristiansand. Se fueron a vivira un viejo chalet en Hisoy, donde yonací el 29 de febrero de 1972. Porsupuesto, yo también debo cargar conparte de lo que sucedió en Froland. Esoes lo que se llama pecado original.

Con una infancia como hijo dealemán y luego muchos años demarinero, mi viejo siempre tuvo ciertaafición por las bebidas fuertes. En miopinión, le gustaban demasiado. Solíadecir que bebía para olvidar, pero seequivocaba, porque cuando bebíasiempre empezaba a hablar de la abuelay del abuelo, y de su vida como hijo dealemán. A veces también lloraba. Yocreo que esas bebidas fuertescontribuían a que recordara aún más.

Cuando mi viejo me hubo contado lahistoria de su vida en la autopistaalemana, en las afueras de Hamburgo,dijo:

—Y entonces desapareció tu mamá.Cuando tú empezaste a ir a la guardería,ella trabajó primero como profesora debaile. Luego empezó a trabajar demodelo. Viajaba bastante a Oslo, de vezen cuando también a Estocolmo, y un díano volvió a casa. El único mensaje quenos llegó fue una carta en la que nosdecía que había conseguido un trabajoen el extranjero y que no sabía cuándovolvería. Eso es lo que dice la gente quese va a quedar fuera una semana o dos.Pero mamá ya lleva ocho años fuera…

También había oído muchísimasveces lo que mi viejo añadió:

—En mi familia siempre ha faltado

algo, Hans Thomas. Siempre ha habidoalguien que se ha perdido por el camino.Creo que es una maldición en nuestrafamilia.

Cuando dijo eso de la maldición, alprincipio me asusté un poco. Me quedépensando en ello, y llegué a laconclusión de que tenía razón.

En definitiva, a mi viejo y a mí nosfaltaban padre y abuelo paterno, mujer ymadre. Y aún había una cosa más, quemi viejo seguramente también tendría encuenta: cuando mi abuela era pequeña, asu padre le cayó un árbol encima y lomató; de modo que también ella se criósin padre. Quizá por eso tuviera un hijo

con un soldado alemán que hubo de ir ala guerra a morir. Y quizá por eso, eseniño se casó con una mujer que se fue aAtenas para encontrarse a sí misma.

DOS DE PICAS

… Dios está sentado enel cielo riéndose

porque los seres humanosno creen en él…

En la frontera con Suiza, pasamospor una misteriosa gasolinera con unsolo surtidor. De una casa verde salió unhombre que era tan pequeño que parecíaun enano o algo semejante. Mi viejosacó un mapa grande para preguntar porla mejor manera de cruzar los Alpes

para llegar a Venecia.El enano contestó con voz chillona

mientras señalaba en el mapa. Hablabasólo alemán, pero mi viejo me ibatraduciendo, y dijo que el hombrecilloopinaba que debíamos hacer noche en unpueblo llamado Dorf.

Mientras hablaba, me miraba todo eltiempo, como si nunca hubiera visto unniño. Creo que le gusté, sobre todoporque éramos exactamente igual dealtos. Cuando estábamos a punto dearrancar, me dio una pequeña lupadentro de un estuche verde.

—Cógelo —susurró (Mi viejotradujo.)—. Hace mucho tiempo la pulí

de un vidrio viejo que encontré en latripa de un corzo malherido. Te resultaráútil en Dorf, ya lo creo. Voy a decirteuna cosa, chico: nada más verte, me dicuenta de que podrías necesitar unapequeña lupa para el viaje.

Me pregunté si Dorf sería tanpequeño que haría falta una lupa paraverlo. Pero me limité a darle la mano ylas gracias por el regalo, antes demeterme en el coche. Su mano eramucho más pequeña que la mía y estabamucho más fría.

Mi viejo bajó la ventanilla y dijoadiós con la mano al enano, que a su vezdecía adiós con sus dos cortos brazos.

—Venís de Arendal, ¿verdad? —preguntó justo cuando mi viejoarrancaba.

—Así es —respondió mi viejo, ynos marchamos.

—¿Cómo sabía que venimos deArendal?

Mi viejo me miró por el retrovisor:—¿No se lo dijiste tú?—¡Yo no!—Que sí —insistió mi viejo—.

Desde luego, yo no fui.Pero yo sabía que yo no se lo había

dicho, y aunque así hubiera sido, elenano no lo habría entendido, porque yono sabía ni una palabra de alemán.

—¿Por qué crees que era tanpequeño? —pregunté cuando yaestábamos en la autopista.

—¿No lo sabes? Ese tipo es tanpequeño porque es un ser artificial. Fueconstruido por un mago judío hacemuchos siglos.

Me di cuenta de que me estabatomando el pelo, y sin embargo dije:

—Entonces, tiene varios centenaresde años, ¿verdad?

—¿Tampoco sabías eso? Los seresartificiales no se hacen viejos comonosotros. Ésa es su única ventaja, que yaes importante, pues significa que jamásvan a morir.

Saqué mi lupa para averiguar si miviejo tenía piojos en el pelo. No vininguno, pero sí tenía unos pelos muyfeos en la nuca.

Después de haber pasado la fronterade Suiza, vimos una señal que indicabala salida a Dorf. Nos metimos por unapequeña carretera que subía por losAlpes. El lugar estaba casi desierto,sólo había alguna que otra casa de estilosuizo entre los árboles, sobre las altascolinas.

Empezaba a anochecer y estaba apunto de quedarme dormido en elasiento de atrás, pero cuando mi viejoparó el coche, me desperté de pronto.

—¡Descanso para fumar! —dijo.Salimos al fresco aire alpino. Ya era

totalmente de noche. Por encima denosotros se extendía el cielo estrelladocomo una manta eléctrica con miles delámparas minúsculas, cada una de unamilésima parte de un vatio.

Mi viejo se puso a hacer pis en lacuneta. Luego se volvió hacia mí,encendió un cigarrillo, señaló el cieloestrellado y dijo:

—No somos más que unospequeñísimos seres, hijo mío. Somosminúsculas figuritas de Lego intentandoir a gatas desde Arendal hasta Atenas,en un viejo Fiat. ¡Vivimos en un

guisante! Allí fuera, quiero decir, fuerade este guisante sobre el que vivimos,Hans Thomas, hay millones y millonesde galaxias. Cada una de ellas consta demillones y millones de estrellas. ¡Y Diossabe cuántos planetas habrá!

Sacudió la ceniza del cigarrillo yprosiguió:

—No creo que estemos solos, chico,no lo creo. El universo hierve de vida.Lo que pasa es que nunca obtenemos unarespuesta cuando preguntamos siestamos solos. Las galaxias son comoislas desiertas sin comunicación porbarco.

Se podrían decir muchas cosas de mi

viejo, pero nunca me ha parecidoaburrido hablar con él. No deberíahaberse contentado con ser mecánico. Side mí hubiera dependido, le habría dadouna subvención del Estado comofilósofo. Él mismo dijo algo parecido enuna ocasión. Tenemos ministerios deesto y aquello, dijo. Pero no hay ningúnministerio de filosofía. Incluso lospaíses grandes creen que puedenarreglarse sin él.

Como lo llevaba en los genes, yointentaba de vez en cuando participar enlas conversaciones filosóficas a las queaspiraba mi viejo casi cada vez quehablaba de mamá. Entonces dije:

—Aunque el universo sea grande, nosignifica que este planeta sea unguisante.

Se encogió de hombros, tiró lacolilla al suelo y encendió otrocigarrillo. En realidad, nunca le habíapreocupado gran cosa lo que opinaranlos demás cuando él hablaba de la viday de las estrellas. Sabía demasiado bienlo que él mismo opinaba. En lugar decontestar, dijo:

—¿De dónde demonios venimos losseres como nosotros, Hans Thomas?¿Has pensado alguna vez en ello?

Yo había pensado en eso muchísimasveces, pero sabía que, en el fondo, a él

no le interesaba lo que yo pudieracontestar.

De modo que le dejé seguir. Miviejo y yo nos conocíamos desde hacíatanto tiempo que había aprendido queésa era la mejor manera de actuar.

—¿Sabes lo que me dijo un día tuabuela? Dijo que había leído en laBiblia que Dios está sentado en el cieloriéndose porque los seres humanos nocreen en él.

—¿Y por qué? —pregunté; siempreresultaba más fácil preguntar quecontestar.

—Veamos. Si existe un Dios que nosha creado, entonces somos de alguna

manera artificiales a sus ojos.Charlamos, regañamos y peleamos. Nosabandonamos los unos a los otros, y nosmorimos dejando solos a los demás.¿Entiendes? Somos muy cojonudos,hacemos bombas atómicas y cohetes quellegan a la luna. Pero ninguno denosotros se pregunta de dónde venimos.Simplemente estamos aquí, y no noscuestionamos nada más.

—Y entonces Dios se ríe denosotros, ¿quieres decir?

—¡Exactamente! Si nosotros, HansThomas, hubiéramos sabido crear un serhumano artificial que fuera capaz dehablar y no se hiciera la pregunta más

sencilla y más importante de todas, esdecir, cómo ha sido creado, también noshabríamos reído de buena gana.

Justamente así se rió mi viejo antesde proseguir:

—Deberíamos leer un poco más laBiblia, chico. Después de haber creadoa Adán y Eva, Dios se quedópaseándose por el jardín espiándolos, enel sentido literal de la palabra. Se pusoal acecho tras árboles y arbustos,vigilando muy de cerca todo lo quehacían. ¿Entiendes? No era capaz dequitarles ojo, tan absorto estaba en loque había creado. Y no se lo reprocho.Todo lo contrario, le comprendo

perfectamente.Apagó el cigarrillo, con lo que dio

por concluido el descanso para fumar.Me dije que, al fin y al cabo, podíaconsiderarme un chico muy afortunadopor tener la ocasión de participar enunos treinta o cuarenta descansos comoéste para fumar, antes de llegar a Grecia.

Dentro del coche, saqué la lupa queme había regalado el misterioso enano.Decidí usarla para investigar más decerca la naturaleza. Si me tumbaba en elsuelo mirando durante mucho tiempo unahormiga o una flor, a lo mejor llegaba asonsacar a la naturaleza alguno de sussecretos. Entonces le regalaría a mi

viejo un poco de paz interior paraNavidad.

Seguíamos subiendo por los Alpes,estábamos tardando mucho en llegar aDorf.

—¿Estás dormido, Hans Thomas? —preguntó mi viejo después de un largorato. Si no llega a decir algo, me habríaquedado dormido en ese mismo instante.

Para no mentir dije que no, y conesto me despabilé más.

—¿Sabes? —dijo—, estoyempezando a pensar que ese enano nosengañó.

—¿No era verdad que la lupaestuviera en la tripa de un corzo? —

murmuré.—Estás cansado, Hans Thomas. Me

refiero al camino. ¿Por qué nos haenviado por este descampado? Tambiénla autopista pasa por los Alpes.Llevamos cuarenta kilómetros sin veruna sola casa, y es más, sin ver siquieraun lugar donde pasar la noche.

Tenía tanto sueño que no tuve fuerzaspara contestar. Solamente pensé que a lomejor tenía el récord mundial en querera mi viejo. No debería ser mecánico, no.Debería tener ocasión de hablar de lossecretos de la vida con los ángeles delcielo. Mi viejo me había enseñado quelos ángeles son mucho más sabios que

los seres humanos. No son tan sabioscomo Dios, pero entienden todo lo queel ser humano es capaz de comprender,sin tener que esforzarse nada.

—¿Por qué diablos querría quefuéramos a Dorf? —continuó mi viejo—. A lo mejor nos ha enviado al pueblode los enanos.

Eso fue lo último que oí antes dequedarme dormido. Soñé con un pueblolleno de enanos. Todos eran muy buenos.Hablaban por los codos, pero ningunosabía contestar de dónde venían o en quéparte del mundo se encontraban.

Creo recordar que mi viejo me sacóen brazos del coche y me metió en una

cama. Había un aroma a miel en el aire,y una voz de mujer que decía:

—Ja, ja. Aber natürlich, mein Herr.

TRES DE PICAS

… un poco extraño queadornen el fondo

un poco extraño queadornen el fondo…

A la mañana siguiente, cuando medesperté, me di cuenta de que habíamosllegado a Dorf. Mi viejo estabadurmiendo en una cama al lado de lamía. Eran más de las ocho y pensé queél necesitaría dormir un poco más.Aunque se le hiciera muy tarde, siempre

solía tomarse una copita antes dequedarse frito. Él las llamaba «copitas»,pero yo sabía que esas copas podíanllegar a ser bastante grandes. Y a veces,también podían ser muchas.

Por la ventana vi un gran lago. Mevestí deprisa y fui al piso de abajo. Allíme encontré con una señora simpática ygorda que intentaba hablar conmigo,aunque no sabía ni una palabra denoruego.

—Hans Thomas —dijo varias veces.Eso quería decir que mi viejo me habíapresentado dormido, mientras mellevaba en brazos a la habitación.

Salí al césped que había delante del

lago y monté en un extraño columpioalpino. Era tan largo que podíacolumpiarme por encima de los tejadosdel pequeño pueblo. Cuanto más altosubía, más paisaje veía.

Estaba un poco impaciente porquemi viejo se despertara. Se quedaríaalucinado cuando viera Dorf a la luz deldía. Dorf era un típico pueblo demuñecos. A lo largo de una o dos callesestrechas, entre puntiagudas montañascubiertas de nieve, había algunastiendas. Cuando subía muy alto en elcolumpio y miraba hacia abajo, meparecía estar viendo uno de esospueblecitos de Legolandia. El hostal era

un edificio blanco de tres plantas, concontraventanas rosas, y muchasventanitas de cristales de colores.

Cuando empezaba a hartarme delcolumpio alpino, mi viejo salió adecirme que el desayuno estabapreparado.

Entramos en lo que puede que fuerael comedor más pequeño del mundo.Solamente cabían cuatro mesas, y, por sifuera poco, mi viejo y yo éramos losúnicos huéspedes. Al lado del comedorhabía un restaurante grande, pero estabacerrado.

Me di cuenta de que a mi viejo leremordía la conciencia haber dormido

hasta más tarde que yo, así que pedí unanaranjada con burbujas, en lugar debeber leche de los Alpes. Cedióenseguida, y él, a su vez, pidió unviertel. Sonaba bastante misterioso,pero lo que echaron en el vaso tenía unsospechoso parecido con el vino tinto,por lo que deduje que no continuaríamosel viaje hasta el día siguiente.

Mi viejo me contó que estábamosalojados en una Gasthaus, que significa«casa de huéspedes», pero aparte de lasventanitas, no se diferenciaba mucho deun hostal cualquiera. La casa dehuéspedes se llamaba SchönerWaldemar y el lago se llamaba lago de

Waldemar. Si no me equivocaba, ambascosas se llamaban así por un mismohombre llamado Waldemar.

—Nos engañó —dijo mi viejodespués de haber bebido su viertel.

Comprendí inmediatamente que serefería al enano. Él debía de ser el talWaldemar.

—¿Hemos dado un rodeo?—¿Un rodeo, dices? Desde aquí

estamos exactamente a la mismadistancia de Venecia que desde lagasolinera. Exactamente los mismoskilómetros, sabes. Lo que quiere decirque, todo lo que condujimos después depreguntar por el camino, fue tiempo

perdido.—¡Qué demonios! —exclamé, pues

pasaba tanto tiempo con mi viejo quehabía comenzado a copiarle su lenguajede marinero.

—Sólo me quedan dos semanas devacaciones —continuó—. Y además, noes probable que encontremos a mamánada más llegar a Atenas.

—¿Y por qué no podemos seguirviaje hoy? —tuve que preguntar, puesestaba tan interesado como él enencontrar a mamá.

—¿Y por qué piensas eso?No me dio la gana contestar a esa

pregunta, me limité a señalar el viertel.

Entonces empezó a reírse. Soltó talcarcajada que la señora gorda tambiéntuvo que reírse, aunque no entendía niuna palabra de lo que hablábamos.

—Hemos llegado aquí a la una de lamadrugada —dijo—. Por lo tantopodríamos tomarnos un día libre pararecuperar fuerzas.

Me encogí de hombros. Yo era elque había puesto pegas a conducir de untirón, sin hacer noche en ninguna parte,por eso no me pareció bien oponermeesta vez. Lo único que me preguntabaera si realmente quería «recuperarfuerzas», o si estaba pensando enaprovechar el resto del día para beber.

Mi viejo empezó a sacar algo deequipaje del Fiat. Al llegar tan tarde lanoche anterior, no se había preocupadoni de sacar los cepillos de dientes.

Cuando el jefe puso orden en elcoche, decidimos dar un buen paseo. Laseñora de la casa de huéspedes nosmostró una montaña con una estupendavista, pero dijo que estaba un pocolejos, y que ya era muy tarde para llegarhasta arriba y volver a bajar.

Entonces, mi viejo tuvo una de susbrillantes ideas. Porque ¿qué hace unocuando quiere bajar a pie de unamontaña y no tiene ganas de subirlaantes? Pues pregunta si alguna carretera

llega hasta arriba, claro. La señora dijoque sí, pero que, si pensábamos subir encoche y bajar a pie, luego tendríamosque volver a subir para recoger elcoche.

—Podemos coger un taxi hastaarriba y luego bajar andando —dijo miviejo. Y eso fue exactamente lo quehicimos.

La señora llamó a un taxi, y eltaxista pensó que estábamos locos, peromi viejo le mostró unos francos suizos yentonces el taxista hizo exactamente loque le mandó.

La señora de la casa de huéspedestenía más sentido de la distancia que el

enano de la gasolinera. Nunca habíamosvisto un paisaje semejante, tanmontañoso y con tan buenas vistas, y esoque veníamos de Noruega.

Abajo, en la lejanía, vislumbramosun minúsculo charco, delante de unmicroscópico grupo de casas que erancomo puntitos. Eran Dorf yWaldemarsee.

Aunque estábamos en pleno verano,cuando llegamos a la cima, el viento sefiltraba a través de nuestra ropa. Miviejo dijo que estábamos a mucha másaltura sobre el nivel del mar que enninguna montaña noruega. A mí meparecía estupendo, pero mi viejo estaba

decepcionado. Me confesó que habíaquerido llegar hasta la cima, con el sólopropósito de ver el Mediterráneo. Quizápensó que podría ver lo que estabahaciendo mamá allá abajo, en Grecia.

—Cuando trabajaba en el mar,estaba acostumbrado a lo contrario —dijo—. Podía estar sobre la cubiertadurante días sin ver tierra.

Intenté imaginarme cómo sería eso.—Aquello era mucho mejor —dijo

mi viejo como si me hubiera leído elpensamiento—. Cuando no he podidover el mar, siempre me he sentidoencerrado.

Iniciamos el descenso siguiendo un

sendero que pasaba entre altos yfrondosos árboles. También allí olía amiel.

Sólo una vez nos tumbamos en elsuelo para descansar. Cuando saqué milupa, mi viejo encendió un cigarrillo.Encontré una hormiga que se arrastrabapor un palito, pero no quería estarsequieta, de modo que resultaba imposibleinvestigarla. Entonces sacudí el palitopara que la hormiga se cayera.Ampliada, parecía muy interesante, perono me sentía más sabio después dehaberla visto.

De pronto, oímos un ruido entre losárboles. Mi viejo se estremeció, como si

temiera que en lo alto de la montañahubiera peligrosos bandidos. Pero sóloera un inocente corzo. El animal sequedó mirándonos a los ojos duranteunos segundos, antes de desaparecer porel bosque. Observé a mi viejo y me dicuenta de que se había asustado tantocomo el corzo. Desde entonces, siemprehe pensado en mi viejo como un corzo,pero nunca me he atrevido a decirlo envoz alta.

Aunque mi viejo se había bebido unviertel para desayunar, se mantuvo enbastante buena forma durante todo eldía. Bajamos corriendo la ladera de lamontaña, y no nos detuvimos hasta

descubrir un montón de piedras blancascolocadas en fila en un pedazo de tierraentre los árboles. Habría en total varioscentenares, todas eran lisas y redondas,y ninguna más grande que un terrón deazúcar.

Mi viejo se quedó paradorascándose la cabeza.

—¿Crees que crecen aquí? —pregunté.

Negó con la cabeza y dijo:—Aquí huele a sangre de cristianos,

Hans Thomas.—¿Pero no te resulta un poco

extraño que adornen el fondo del bosquetan lejos de la gente?

No contestó inmediatamente, pero yosabía que estaba de acuerdo conmigo.

Nada le disgustaba más a mi viejoque no encontrar explicación a algo. Enesas situaciones, me recordaba un pocoa Sherlock Holmes. Por fin dijo:

—Es como un cementerio. Cadapiedrecita tiene su lugar bien definido enunos pocos metros cuadrados…

Creí que me iba a decir que loshabitantes de Dorf habían enterrado ahía unos minúsculos seres de Lego, peroeso habría resultado demasiadodisparatado, incluso para mi viejo.

—Seguramente los chiquillosentierran aquí mariquitas —dijo,

evidentemente, a falta de unaexplicación mejor.

—Puede ser —dije; acababa detumbarme encima de una de las piedrascon la lupa—. Pero no creo que fueranlas mariquitas las que pusieran loshuevos que hay en las piedras blancas.

Mi viejo se rió. Estaba turbado.Puso un brazo alrededor de mi hombro,y continuamos el descenso a unavelocidad algo más lenta que antes.

Pronto pasamos por una cabaña demadera.

—¿Crees que vive alguien aquí? —pregunté.

—¡Claro que sí! —respondió mi

viejo.—¿Y cómo puedes estar tan seguro?Se limitó a señalar la chimenea, de

la que salía humo.Un poco más abajo, bebimos agua de

un tubo que salía de un pequeño arroyo.Mi padre dijo que eso era una fuente.

CUATRO DE PICAS

… lo que tenía en lasmanos era

un minúsculo libro…

Cuando volvimos a Dorf, era yabastante tarde.

—¡Qué bien va a sabernos la cena!—dijo mi viejo.

El restaurante estaba abierto, así queno tuvimos que meternos en el pequeñocomedor. Había algunos «dorfienses»sentados en torno a una mesa, con una

jarra de cerveza.Comimos salchichas y choucroute

suiza. De postre, tomamos una especiede tarta de manzana con nata de losAlpes.

Después de la cena, mi viejo sequedó sentado «saboreando» el licor delos Alpes, como él dijo. Yo estaba tanaburrido que me subí una botella derefresco de cerezas a la habitación y mepuse a leer, por última vez, los tebeosnoruegos del Pato Donald que me habíaleído ya diez o veinte veces. Luego mepuse a hacer solitarios. Hice «el siete»dos veces, pero las dos veces se meestropeó casi nada más haber colocado

las cartas. Entonces volví a bajar alrestaurante.

Quería intentar convencer a mi viejode que subiera a la habitación, antes deque estuviera tan borracho que no mepudiese contar historias de los sietemares. Pero era evidente que aún nohabía terminado de saborear el licor delos Alpes. Estaba hablando en alemáncon algunos dorfienses.

—Puedes dar una vuelta y ver elpueblo —dijo.

Me pareció muy mal que no quisieravenirse conmigo.

Pero ahora me alegro de haber hecholo que me mandó. Creo que he nacido

con mejor estrella que mi viejo.En «dar una vuelta y ver el pueblo»

tardé exactamente cinco minutos, así depequeño era. Prácticamente, constaba deuna sola calle, que se llamabaWaldemar. Los habitantes de Dorf notenían mucha imaginación para inventarnombres.

Estaba bastante cabreado con miviejo, porque se había quedado sentadocon los dorfienses, bebiendo licor de losAlpes. ¡«Licor de los Alpes»! Sonaba unpoco mejor que decir alcohol. En unaocasión, mi viejo había dicho que notenía salud para dejar de beber. Esafrase se quedó dando vueltas y vueltas

en mi cabeza hasta que la entendí. Comotodo el mundo sabe, lo normal es que lagente diga lo contrario, pero podía serque mi viejo fuera una excepción. Poralgo era hijo de alemán.

Todas las tiendas del pueblo estabancerradas, pero vi que una furgoneta rojase detuvo delante de una tienda deultramarinos para entregar mercancía.Una chica suiza jugaba a la pelota contrauna pared, un viejo estaba sentado en unbanco debajo de un gran árbol fumandoen pipa. ¡Pero eso era todo! A pesar desus muchas casas de cuento, el pequeñopueblo alpino me resultó horriblementeaburrido y, a decir verdad, no entendía

en absoluto para qué podía necesitar unalupa.

Lo único que me animaba un pocoera que, a la mañana siguiente,proseguiríamos nuestro viaje. Y que porla tarde llegaríamos a Italia. Desde allíatravesaríamos Yugoslavia para llegar aGrecia. Y en Grecia quizá podríamosencontrar a mamá. El solo hecho depensarlo me producía una especie decosquilleo en el estómago.

Crucé la calle en dirección a unapequeña panadería. Era el únicoescaparate que aún no había visto. Juntoa una bandeja con pastas resecas habíauna pecera que contenía solamente un

pez naranja. En la parte superior delrecipiente faltaba un trozo de cristal. Elhueco era más o menos del mismotamaño que la lupa que me habíaregalado el misterioso enano de lagasolinera. Saqué la lupa del bolsillo yla miré, era un poco más pequeña que eltrozo de pecera que faltaba.

Un minúsculo pececito de colornaranja nadaba sin parar dentro de lapecera. Seguramente se alimentaba conmigas de pastas. Pensé que a lo mejor uncorzo había querido comerse al pez y sehabía llevado un trozo de pecera, enlugar del pez.

De repente, por la minúscula

ventana, entró el sol de la tarde eiluminó la pecera. Entonces vi que elpez no sólo era de color naranja,también era rojo, amarillo y verde.Tanto el agua como el cristal de lapecera estaban cogiendo el color delpez, era como una caja de pinturas.Cuanto más miraba al pez, al cristal y alagua, más me iba olvidando de dóndeestaba. Durante unos segundos, creí queyo era el pez de la pecera, y que el pezera el que estaba fuera mirándome a mí.

Mientras estaba observando al pez,me di cuenta, de repente, de que habíaun señor viejo, de pelo blanco, detrásdel mostrador de la panadería. Me

estaba mirando y, con la mano, me hizouna señal para que entrara.

Me pareció un poco raro que unapanadería estuviera abierta tan tarde.Primero eché un vistazo en dirección alSchöner Waldemar, para ver si mi viejohabía acabado de tomar su licor de losAlpes, pero como no le vi, abrí la puertade la panadería y entré.

—Grüss Gott! —dije solemnemente.Era lo único que había aprendido adecir en alemán suizo, y significaba«saludado sea Dios» o algo por elestilo.

Inmediatamente me di cuenta de queese hombre era una buena persona.

—¡Noruego! —dije golpeándome elpecho para que entendiera que yo nocomprendía su idioma.

El viejo se inclinó sobre el anchomostrador de mármol, mirándomefijamente a los ojos.

—¿De verdad? También he yo enNoruega vivido. Hace años muchísimos.Ahora he casi todo el noruego olvidado.

Se volvió y abrió una vieja nevera,de la que sacó una botella de refresco.Quitó el corcho y la puso sobre elmostrador.

—¿Und, gustan a ti los refrescos? —preguntó—. ¿No? Toma, mi jovenamigo. Es un muy bueno refresco.

Me llevé la botella a la boca y bebíunos sorbos. Sabía aún mejor que elrefresco de cerezas del SchönerWaldemar. Creo que era un refresco consabor a pera.

El viejo de pelo blanco volvió ainclinarse sobre el mostrador, y dijo envoz baja:

—¿Está bueno?—Buenísimo —exclamé.—Sí, claro, verdaderamente es muy

bueno. Aquí, en Dorf, otra clase derefresco hay. Es aún mejor. Pero no sevende en las tiendas. ¿Comprendes tú?

Asentí con la cabeza. Hablaba tanbajo y de una manera tan rara que casi

me asusté. Pero volví a mirar sus ojosazules, que eran todo bondad.

—Vengo de Arendal. Mi viejo y yovamos a Grecia a buscar a mi mamá.Desgraciadamente, se ha perdido en elmundo de la moda.

Me lanzó una mirada penetrante.—¿Dices tú Arendal, amigo mío?

¿Se ha perdido? Hay más gente que seha perdido. Yo también he en Grimstadvivido. Pero allí me habrán olvidado.

Le miré. ¿Sería verdad que habíavivido en Grimstad? Era la ciudad máspróxima a la nuestra. Mi viejo y yosolíamos ir hasta allí en barco losveranos.

—No está… muy lejos de Arendal—balbuceé.

—No, no. Y yo sabía que un jovenaquí a Dorf un día vendría. Para recogerel tesoro, hijo mío. Ya no es sólo mío.

De repente oí que mi viejo mellamaba. Por su voz deduje que habíabebido un montón de licor de los Alpes.

—Muchas gracias por el refresco.Ahora tengo que irme, mi viejo me estállamando.

—Padre sí. Aber natürlich, amigomío. Espera un momento. Mientras túhas el pez mirado, yo he en el hornopanecillos puesto. Que tú la lupa teníasvi. Entonces me di cuenta de que el

joven eras. Ya lo entenderás, hijo mío,ya lo entenderás…

El viejo desapareció en la trastienday volvió al instante con cuatropanecillos recién hechos que metió enuna bolsa de papel. Me dio la bolsa ydijo muy serio:

—Sólo una cosa importante metienes que prometer. Debes el panecillomás grande para el final guardar ycuando tú solo estás comer. Y nuncadebes nada a nadie contar, ¿comprendestú?

—Sí, sí —contesté—. Y muchasgracias.

Salí a la calle. Todo transcurrió tan

rápidamente que no recuerdo nada máshasta el encuentro con mi viejo, entre lapequeña panadería y el SchönerWaldemar.

Le conté que un viejo panadero quehabía emigrado de Grimstad me habíaregalado una botella de refresco y cuatropanecillos. Seguramente, mi viejopensaba que me lo estaba inventando,pero se comió uno de los panecillos decamino al hostal. Yo me comí dos. Elpanecillo más grande lo dejé en labolsa.

Mi viejo se quedó frito nada másecharse en la cama. Yo me quedédespierto pensando en el viejo panadero

y en su pez naranja. Al final, me entrótanta hambre que me levanté de la camapara coger la bolsa con el últimopanecillo. Me senté en una silla y mordíun trozo en la oscuridad.

De repente noté que mis dientes setoparon con algo duro. Hurgué en elpanecillo y encontré un objeto deltamaño de una caja de cerillas. Mi viejoestaba en su cama roncando. Encendí lalámpara e iluminé la silla.

Lo que tenía en las manos era unminúsculo libro. En la portada ponía:«La bebida púrpura y la isla mágica».

Empecé a hojearlo. Era muypequeño, pero tenía más de cien páginas

con letra también diminuta. Lo abrí porla primera página e intenté leer suspequeñísimas letras, pero era totalmenteimposible. Entonces me acordé de lalupa que me había regalado el enano dela gasolinera. Busqué en mis pantalones;en uno de los bolsillos encontré la lupadentro de su estuche verde y la pusesobre las letras de la primera página.Seguían siendo minúsculas, pero ahoraeran lo suficientemente grandes comopara poder leerlas inclinando la cabezasobre la lupa.

CINCO DE PICAS

… oí al viejo andar porel desván…

Querido hijo (permíteme llamarteasí), estoy narrando la historia de mivida. Sé que un día vas a venir a estepueblo. Quizá pases por la panadería dela calle Waldemar, y te pares delante dela pecera para mirarla. Tú no sabes porqué vienes aquí, pero yo sé que hasvenido a Dorf para continuar la historiasobre la bebida púrpura y la isla

mágica.Estoy escribiendo en el mes de

enero de 1946 y soy aún un hombrejoven. Cuando te encuentres conmigo,dentro de treinta o cuarenta años, seréviejo y tendré el pelo blanco. Estoycontando mi historia a alguien quevendrá después de mí.

El papel sobre el que escribo escomo un bote salvavidas, hijodesconocido. Un bote salvavidas puedenavegar contra viento y marea, hastallegar, tal vez, a un puerto lejano. Peroalgunos de esos botes toman un rumbototalmente distinto. Navegan hacia elPaís del Mañana, y, desde allí, no hay

camino de retorno.¿Y cómo sé yo que eres tú el que vas

a llevar la historia al futuro? Lo verécuando vengas hacia mí, hijo. Veré quellevas la señal.

Escribo en noruego para que meentiendas, pero también para que lagente de Dorf no pueda leer la historiade los enanos. Si así fuera, el secreto dela isla mágica se convertiría en unasensación y una sensación funcionasiempre como una novedad, y unanovedad nunca tiene una larga vida.Atrae la atención durante un día, y luegose olvida. Pero la historia de los enanosno debe apagarse jamás con el brillo de

la noticia. Es preferible que sólo un serhumano conozca el secreto de los enanosa que todos los seres humanos seolviden de él.

Yo fui uno de los muchos quebuscaron un nuevo paradero después dela Gran Guerra. Media Europa se habíaconvertido de golpe en un campo derefugiados. Un continente entero seestaba despidiendo. No sólo éramosrefugiados políticos, también éramosalmas desalojadas, en busca de nosotrosmismos.

Tuve que abandonar Alemania parainiciar una nueva vida, pero comosuboficial del ejército del Tercer Reich,

las posibilidades de huida no fueronmuchas.

No sólo me encontré en una nacióndestrozada. De ese país del norte mehabía traído un amor tambiéndestrozado. Todo el mundo estabafragmentado a mi alrededor.

Sabía que no podía vivir enAlemania, pero tampoco podía volver aNoruega. Al final logré llegar, a travésde las montañas, a Suiza.

Por allí estuve vagando algunassemanas, pero en Dorf me encontré conel viejo panadero Albert Klages.

Yo bajaba de la montaña. Agotadopor el hambre y la caminata de muchos

días, vi de pronto un pequeño pueblo. Elhambre me hizo correr, como un animalperseguido, a través del espeso bosque.Al poco tiempo, me desplomé delante deuna vieja cabaña de madera. Oía elzumbido de las abejas y me llegaba unolor a leche y miel.

El viejo panadero debió de llevarmeen brazos hasta el interior de la cabaña.Al despertarme sobre un camastro, vi aun hombre de pelo blanco sentado enuna mecedora fumando en pipa. Cuandome vio mover los párpados, acudióinmediatamente a mi lado.

—Has vuelto a casa, querido hijo —dijo con voz reconfortante—. Sabía que

un día llegarías a mi puerta para recogerel tesoro, hijo mío.

Debí de volver a dormirme. Cuandodesperté de nuevo, estaba solo en lacabaña. Me levanté y salí afuera. Allíestaba sentado el viejo, inclinado sobreuna mesa de piedra en la que había unahermosa pecera. Y, dentro de la pecera,nadaba un hermoso pez de muchoscolores.

Se me ocurrió inmediatamente queera muy extraño que un pececito de unmar muy lejano pudiera nadar tan a gustoaquí, entre altas montañas, en el centrode Europa. Una parte viva del mar habíasido llevada hasta los Alpes suizos.

—Grüss Gott! —saludé al viejo.Se volvió y me miró con ojos

bondadosos.—Me llamo Ludwig —le dije.—Y yo soy Albert Klages —replicó.Se metió en la cabaña, pero volvió a

salir al sol con leche, pan, queso y miel.Señalando hacia abajo, al pequeño

pueblo, dijo que se llamaba Dorf y queél tenía allí una pequeña panadería.

Me quedé a vivir unas semanas conel viejo. Pronto empecé a acompañarle ala panadería. Albert me enseñó a hacerpan y bollos, roscones y toda clase depastas. Yo sabía de antes que los suizoseran grandes expertos en bollería y en

pastelería.Albert se alegró de tener ayuda,

sobre todo para vaciar los enormessacos de harina.

También intentaba relacionarme conla gente del pueblo. De vez en cuandovisitaba la vieja taberna SchönerWaldemar.

Creo que la gente del pueblo llegó aapreciarme. Seguramente sabían quehabía sido soldado alemán, pero nadieme hacía preguntas sobre mi pasado.

Una noche, alguien hizo uncomentario sobre Albert, quien tan bienme había recibido.

—Está un poco chiflado —dijo el

labrador Fritz André.—También lo estaba el anterior

panadero —continuó el viejo tenderoHeinrich Albrechts.

Cuando intervine en la conversación,preguntando qué querían decir con eso,al principio me contestaron conevasivas. Había bebido algunos vasosde vino y noté que la cara me ardía.

—¡Si no queréis contestar a mipregunta, retirad por lo menos esoschismes maliciosos sobre el que os haceel pan que coméis! —dije.

No se dijo nada más sobre Albertaquella noche. Pero algunas semanasmás tarde, Fritz volvió a hablar de ello:

—¿Sabes dónde consigue todos suspececitos de colores?

Me había dado cuenta de que meprestaban un interés especial, porquecompartía la casa con el viejo panadero.

—No sabía que tuviera más de uno—contesté, y era verdad—. Seguramenteése lo habrá comprado en Zurich, en unatienda de animales.

El viejo labrador y el tendero seecharon a reír.

—Tiene muchos más —añadió ellabrador—. Una vez que mi padrevolvía de cazar, Albert estabaventilando sus pececitos. Los habíacolocado todos al sol, y no eran pocos,

te lo digo yo, aprendiz de panadero.—Además, nunca ha salido de Dorf

—replicó el tendero—. Tenemosexactamente la misma edad, y, que yosepa, nunca ha estado fuera de aquí.

—Algunos opinan que es un mago —añadió el labrador—, hay gente que diceque, además de hacer pan y bollos,también fabrica esos pececitos. Almenos una cosa es cierta, y es que no losha pescado en el lago de Waldemar.

También yo empecé a preguntarme siverdaderamente Albert no estaríaguardando un gran secreto. Habíaalgunas frases que siempre se repetíanen mis oídos. «Has vuelto a casa,

querido hijo. Sabía que un día llegaríasa mi puerta para recoger el tesoro, hijo».

No quise herir al viejo panaderocontándole los chismes del pueblo. Si deverdad guardaba un secreto, yo estabaseguro de que me lo desvelaría cuandollegara el momento oportuno.

Durante mucho tiempo, pensé que sehablaba tanto del viejo panadero porquevivía solo allá en lo alto, en las afuerasdel pueblo. Pero, esa vieja casa,también a mí me daba que pensar.

Al entrar en ella, te encontrabas enuna gran sala con una chimenea y unrincón que servía de cocina. En la salahabía dos puertas, una era la del

dormitorio de Albert y la otra, la de unpequeño cuarto que me asignó cuandollegué a Dorf. Los techos no eranespecialmente altos, pero al mirar lacasa desde fuera resultaba claro quedebía de haber un gran desván. Desde lacolina detrás de la casa se veía, además,una pequeña claraboya en el tejado depizarra.

Lo curioso era que Albert nuncahablaba del desván. Tampoco subíanunca, así que cada vez que miscompañeros mencionaban a Albert, meera inevitable pensar en ese desván.

Pero una noche que estuve en Dorf yque volví tarde a casa, oí al viejo andar

por el desván. Me sorprendí tanto, ydebo reconocer que también me asustéun poco, que salí corriendo a coger aguade la fuente. Tardé mucho, y cuandovolví a entrar, Albert estaba sentado enla mecedora fumando su pipa.

—Llegas tarde —dijo, pero tuve lasensación de que estaba pensando enotra cosa muy distinta.

—¿Has estado en el desván? —pregunté. No sabía cómo me habíaatrevido a mencionar eso, simplementese me escapó.

Dio un respingo. Pero luego me mirócon esos ojos tan bondadosos, con losque me había mirado aquel día, varios

meses antes, en que me recogió delantede la vieja casa cuando lleguécompletamente agotado.

—¿Estás cansado Ludwig?Negué con la cabeza. Era sábado por

la noche. Al día siguiente podíamosdormir hasta que nos despertara el sol.

Se levantó y echó algunas ramas másal fuego.

—Entonces nos quedamos sentadosaquí esta noche.

SEIS DE PICAS

… una bebida que tesabrá mil veces mejor…

Estuve a punto de quedarme dormidoencima de la lupa y del libro delpanecillo. Sabía que había leído elprincipio de un gran cuento, pero no meparecía que ese cuento pudiera teneralgo que ver conmigo. Arranqué untrocito de la bolsa del panecillo parausarlo como marcador.

Una vez había visto algo parecido en

la librería de Danielsen, en la plaza deArendal. Era un minúsculo libro decuentos, metido en una cajita. Ladiferencia era que aquel librito teníaunas letras tan grandes que sólo cabíanunas quince o veinte palabras en cadapágina. Tampoco se trataba de cuentosmuy largos, claro está.

Era la una y cuarto. Antes deacostarme, metí la lupa en un bolsillodel pantalón y el librito en el otro.

A la mañana siguiente, mi viejo medespertó temprano. Dijo que teníamosque darnos prisa y continuar nuestroviaje. Si no, no tendríamos tiempo dellegar a Atenas antes de tener que volver

a casa. Se puso un poco pesado porqueyo había dejado un montón de migas depanecillo en el suelo.

¡Migas de panecillo!, pensé.Entonces lo del librito no había sido unsueño. Me puse los pantalones a todaprisa y noté que en cada bolsillo teníaalgo duro. Dije a mi viejo que habíatenido tanta hambre por la noche que mehabía comido el último panecillo. Noquise encender la luz, expliqué, por esocayeron al suelo tantas migas.

Nos dimos prisa en hacer elequipaje y meterlo en el coche, y luegofuimos corriendo hasta el comedor paradesayunar. Eché un vistazo al restaurante

vacío, donde Ludwig había estadoalguna vez bebiendo vino con susamigos.

Después de desayunar, nosdespedimos del Schöner Waldemar ynos metimos en el coche. Al pasar porlas tiendas de la calle Waldemar, mipadre señaló la panadería y preguntó siera allí donde me habían dado lospanecillos. No tuve que contestar a esapregunta porque, en ese momento, elpanadero de pelo blanco salió a laescalera y nos dijo adiós con la mano.También dijo adiós a mi padre, quien ledevolvió el gesto.

Pronto llegamos a la autopista. Con

cuidado, saqué la lupa y el libro de losbolsillos del pantalón, y empecé a leer.Mi viejo me preguntó dos veces quéestaba haciendo. La primera vez, dijeque estaba comprobando si había piojoso pulgas en el asiento de atrás; lasegunda vez que me preguntó, le dije queestaba pensando en mamá.

Albert vino a sentarse en lamecedora. Encontró algo de tabaco enun viejo estuche, llenó la pipa y laencendió.

«Nací aquí en Dorf en 1881»,empezó. «Era el más pequeño de cincohijos. Quizás por eso era el que estabamás apegado a mi madre. Aquí, en Dorf,

existía la costumbre de que los chicos sequedaran en casa, con la madre, hastalos siete u ocho años, pero, cuandocumplían ocho, empezaban a acompañara su padre al bosque y al campo.

Recuerdo todas aquellas luminosasmañanas en que estaba en la cocina,pegado a las faldas de mi madre. Sólolos domingos nos reuníamos toda lafamilia. Entonces dábamos largospaseos juntos, comíamos tranquila ypausadamente y jugábamos a los dadospor la noche.

De repente, un día llegó la desgraciaa la familia. Cuando yo sólo tenía cuatroaños, mi madre enfermó de tuberculosis.

Convivimos con esa enfermedad durantemucho tiempo.

Como era muy pequeño, no entendíamuy bien lo que pasaba, pero recuerdoque mi madre se tenía que sentar amenudo para descansar. Poco a poco, seiba quedando postrada en la camadurante largas temporadas. A veces mesentaba al lado de su cama y le contabacuentos que yo mismo había inventado.

Un día la encontré inclinada sobre elbanco de la cocina, con un violentoataque de tos. Al ver que tosía sangre,me enfadé tanto que empecé a destruirtodo lo que encontré en la cocina:platos, tazas, vasos, todo lo que tuve a

mano. En ese momento, comprendí queella iba a morir.

También recuerdo que mi padreentró en mi habitación un domingo por lamañana temprano, antes de que losdemás se hubieran despertado».

—Albert —dijo—. Tú y yo tenemosque hablar, porque ya no falta muchotiempo para que tu madre muera.

—¡No va a morir! —grité enfurecido—. ¡Estás mintiendo!

Pero no mentía. Sólo permaneciócon nosotros algunos meses más.Aunque era muy pequeño, meacostumbré a vivir con la idea de lamuerte mucho antes de que llegara.

Notaba que mi madre se iba quedandocada vez más pálida y delgada. Siempretenía fiebre.

Lo que mejor recuerdo es elentierro. Tanto mis dos hermanos comoyo tuvimos que pedir prestada ropa deluto a amigos del pueblo. Fui el únicoque no lloré; estaba tan enfadado conmamá porque nos había abandonado queno derramé ni una lágrima. Desdeentonces, siempre he pensado que lamejor medicina contra el dolor del almaes el enfado»…

El viejo me miró, como si supieraque también yo llevaba dentro un grandolor.

«Así mi padre tuvo que ocuparse decinco hijos», prosiguió. Al principio,nos arreglamos bastante bien. Ademásde trabajar en la pequeña granja, mipadre también se convirtió en el jefe deCorreos del pueblo. En aquellostiempos, Dorf sólo tenía doscientos otrescientos habitantes. Mi hermanamayor, que tenía trece años cuandomurió mi madre, empezó a ocuparse dela casa, y yo, que era demasiadopequeño para ayudar, pasaba muchotiempo solo. Con frecuencia, iba alcementerio y me sentaba delante de latumba de mi madre a llorar. Todavía nole había perdonado haber muerto.

Pronto, mi padre comenzó a beber,primero sólo los fines de semana, peroal cabo de poco tiempo, también todoslos días. Primero perdió el puesto enCorreos, más tarde también la granjacomenzó a decaer. Mis dos hermanos sefugaron a Zurich antes de hacerseadultos. Yo seguía solo como siempre.

Con el tiempo, la gente empezó amolestarme diciéndome que mi padresiempre estaba «alegre». Si leencontraban completamente borracho enel pueblo, alguien le solía ayudar ameterse en la cama. Pero el que recibíael castigo era yo. Al parecer, siempreera yo el que tenía que pagar por la

muerte de mi madre.Finalmente, encontré un buen amigo:

Hans el Panadero. Era un anciano depelo blanco, que había llevado lapequeña panadería del pueblo durantemuchísimos años. Pero no se habíacriado en Dorf, razón por la cualsiempre fue considerado forastero.Además, era un hombre de pocaspalabras. La gente del pueblo opinabaque nadie le conocía bien.

Hans el Panadero había sidomarinero, pero se había establecido depanadero en el pueblo al volver tierraadentro, tras haber pasado muchos añosen el mar. Cuando andaba por la

panadería en camiseta —lo que no eramuy frecuente—, mostraba cuatrograndes tatuajes en los brazos. Eso leconvirtió en un hombre algo misterioso anuestros ojos. Nadie más en Dorf teníatatuajes.

Recuerdo especialmente el tatuajede una mujer sentada sobre un granancla. Debajo del tatuaje ponía«MARÍA». Circulaban muchas historiassobre ella. Unos decían que había sidosu novia, y que había muerto detuberculosis antes de cumplir los veinteaños. Otros decían que Hans elPanadero había matado a una mujeralemana que se llamaba María, y que

por eso se había instalado en Suiza…Me parecía que Albert me miraba

como si supiera que también yo mehabía fugado por una mujer. ¿¡No creeríaque yo la había matado!?, pensé.

Añadió:«También había quien decía que

María era el nombre de un barco con elque había navegado, pero que habíanaufragado en algún lugar del granAtlántico».

Albert se levantó y cogió un granqueso de cabra y un pan. También pusosobre la mesa dos vasos y una botella devino.

—¿Te aburro, Ludwig? —me

preguntó.Dije enérgicamente que no con la

cabeza, y el viejo panadero prosiguió:Como yo era una especie de «niño

callejero», me quedaba parado de vezen cuando delante de la panadería de lacalle Waldemar. Tenía hambre, y meparecía que el hambre se aliviabamirando los panes y las pastas. Un día,Hans el Panadero me hizo una señalpara que entrara en la panadería, y medio un gran trozo de bizcocho de pasas.Desde ese día tenía un amigo. Ese díaempieza mi era, Ludwig.

Desde entonces pasaba muy amenudo a ver a Hans el Panadero. Creo

que pronto descubrió lo solo que meencontraba, totalmente abandonado a misuerte. Si tenía hambre, me daba untrozo de un pan recién hecho, otrasveces, me regalaba suculentos pasteles yalguna que otra botella de refresco.Como compensación, empecé a hacerpequeños recados para él, y antes decumplir los trece años, me habíaconvertido en aprendiz de panadero.Pero eso fue después de muchos y largosaños. Antes de eso, todo fue revelado.Entonces yo ya me había convertido ensu hijo.

Ese mismo año murió mi padre.Supongo que habría que decir que la

bebida lo mató. Hasta el final, hablabade que se encontraría con mi madre en elcielo. Mis dos hermanas se habíancasado y vivían lejos de Dorf, y de misdos hermanos no sé nada hasta lafecha»…

Por fin, Albert echó vino en losvasos. Se acercó a la chimenea a vaciarla ceniza de su pipa. Luego la llenó detabaco y la volvió a encender. Lahabitación se inundó de grandes ydensas nubes de humo.

«Hans el Panadero y yo nosconvertimos en un apoyo el uno para elotro. En una ocasión, también actuócomo mi protector, cuando cuatro o

cinco chicos se lanzaron sobre mí fuerade la panadería. Me habían tirado alsuelo a puñetazos. Por lo menos, así escomo lo recuerdo ahora. Yo ya sabía,desde hacía mucho tiempo, por qué eraposible que sucedieran esas cosas. Erael castigo que merecía porque mi madrehabía muerto y mi padre era unborracho. Pero ese día Hans el Panaderosalió hecho una furia. Fue algo que noolvidaré jamás, Ludwig. Me separó deellos y les pegó a todos, ni uno se libróde algún que otro rasguño. Quizáestuviera más violento de loestrictamente necesario, pero, desde esedía, nadie volvió a atreverse a hacerme

nada.Bueno, esa pelea fue, en muchos

aspectos, un momento crucial en mivida. Hans el Panadero me hizo entraren la panadería, sacudió su delantalblanco y abrió una botella de refrescoque puso sobre el mostrador de mármol.

—¡Bebe! —me ordenó.Hice como me dijo, y me pareció

que ya me había recompensado concreces por la pelea.

—¿Te ha gustado? —me preguntó,casi sin dejarme acabar el primer sorbode la dulce bebida.

—Muchas gracias —contesté sinmás.

—Si este refresco te ha sabido bien,te prometo que un día te ofreceré unabebida que te sabrá mil veces mejor.

Yo pensaba, claro está, que estababromeando, pero nunca olvidé esapromesa. Fue por la manera en que lodijo; y también por la propia situación.Él estaba todavía acalorado por elesfuerzo que había hecho fuera en lacalle. Además, Hans el Panadero nosolía bromear»…

Albert Klages balbuceó y tosió.Pensé que se le había metido el humopor la garganta, pero debió de sersimplemente por la excitación. Me mirópor encima de la mesa, con sus ojos

negros algo entornados:—¿Tienes sueño, chico? ¿Quieres

que sigamos otro día?Bebí un sorbo de vino y negué con la

cabeza.«Yo no tenía más que doce años

entonces», prosiguió ensimismado. «Losdías transcurrían como antes, pero yanadie en el pueblo se atrevía a meterseconmigo. Yo visitaba constantemente alpanadero. Algunas veces charlábamos,otra veces se limitaba a darme un trozode rosquilla antes de volver a enviarmea la calle. Lo veía muchas veces muycallado; pero, otras, me contabaemocionantes historias sobre el mar. Así

aprendí muchas cosas de lejanos países.Siempre era yo quien pasaba a verle

a la panadería. No me encontré jamáscon él en otro sitio. Pero un frío día deinvierno, cuando estaba sentado tirandopiedras al hielo de la calle Waldemar,apareció de repente a mi lado.

—Estás creciendo, Albert —selimitó a decir.

—Cumpliré trece años en febrero.—Bueno, bueno, creo que ha llegado

el momento. Dime ¿crees que ya eres losuficientemente mayor como paraguardar un secreto?

—Guardaré todos los secretos queme quieras contar hasta el día en que me

muera.—Eso pensaba yo. Y es importante,

hijo mío, porque a lo mejor no me quedamucho tiempo de vida.

—Claro que sí —me apresuré acontestar—. Te queda mucho tiempo.

De repente, me quedé helado; tanhelado como el hielo y la nieve que merodeaban. Era la segunda vez en mi vidaque me veía obligado a recibir unmensaje de muerte.

Hizo como si no me hubiera oído, ysiguió diciendo:

—Sabes dónde vivo, Albert. Quieroque vayas a mi casa esta noche».

SIETE DE PICAS

… un misteriosoplaneta…

Tenía que forzar tanto la vista parapoder leer el libro del panecillo que,después de un párrafo tan largo, meescocían los ojos. Las letras eran tanminúsculas que a veces me preguntaba sino me estaría inventando alguna que otracosa.

Estuve un rato pensando en Albert,que había perdido a su madre, y que

además tenía un padre que a vecesestaba algo «alegre», mientrasdesfilaban ante mis ojos las enormescumbres montañosas. Al cabo de unrato, mi viejo dijo:

—Nos estamos acercando al famosotúnel de San Gotardo. Creo queatraviesa ese enorme macizo montañosoque ves allí delante.

Me dijo que el túnel de San Gotardoera el túnel más largo del mundo. Teníauna longitud de más de 16 km y habíasido inaugurado hacía pocos años.Durante más de un siglo, había sido untúnel de ferrocarril, y antes de eso, elpuerto de San Gotardo fue un lugar de

paso muy transitado por frailes, piratas yotras gentes que viajaban entre Italia yAlemania.

—De modo que siempre ha sido unpunto muy concurrido —dijo paraterminar. Al instante siguiente nosencontrábamos ya dentro del larguísimotúnel.

Tardamos unos quince minutos enatravesarlo, y ya al otro lado, pasamospor una pequeña ciudad que se llamabaAirolo.

—Oloria —dije.Era una especie de juego al que

había estado jugando desde queatravesamos Dinamarca. Leía todos los

nombres y señales de tráfico al revés,para ver si escondían alguna palabrasecreta o algún mensaje oculto. Algunasveces me salía mejor que otras.«Roma», por ejemplo, se convertiría en«amor», y eso me parecía muyadecuado.

«Oloria» tampoco estaba mal.Sonaba a nombre de un país de cuento.Si entornaba los ojos, me era fácilimaginarme pasando por ese país, justoen ese instante.

Continuamos por un valle pobladode pequeñas granjas con cercas depiedra, y pronto cruzamos un ríollamado Tesino. Cuando mi viejo se

percató, oleadas de mar inundaron susojos, cosa que no le había sucedidodesde que pasamos por Hamburgo.

Frenó bruscamente, se apartó de lacarretera y detuvo el coche. Luego saliócomo un cohete, señalando el brillanterío que fluía entre las altas laderas delvalle.

Cuando yo salí del coche, ya lehabía dado tiempo a encenderse uncigarrillo. Dijo:

—Por fin estamos junto al mar, hijomío. Noto el olor a algas y alquitrán.

Mi viejo siempre solía decir cosasasí de sorprendentes pero, esta vez, metemí que se le hubieran cruzado los

cables por completo. Y lo que másmiedo me dio fue que no dijo nada más.Por lo visto, afirmar que habíamosllegado al mar era lo único que tenía quedecir.

Yo sabía muy bien que seguíamos enSuiza y que ese país no tiene costa. Peroaunque no hubiera tenido ni idea degeografía, las altas montañas eranprueba evidente de que nosencontrábamos lejos del mar.

—¿Estás cansado? —pregunté.—En absoluto —contestó y volvió a

señalar el río—. Me temo que no te hecontado gran cosa sobre el tráficofluvial en el centro de Europa, y ese

fallo lo voy a reparar inmediatamente.Me debió de ver tal cara de susto

que añadió:—Tranquilo, Hans Thomas; aquí no

hay piratas.Señalando las montañas, continuó:—Acabamos de atravesar la sierra

de San Gotardo, donde nacen muchos delos ríos más grandes de Europa. Aquírecoge el Rin sus primeras gotas; aquítiene su origen el Ródano, y, comopuedes ver, el Tesino, que un poco másabajo confluye con el río Po y, másadelante, desemboca en el marAdriático.

Empecé a entender por qué de

repente había comenzado a hablar delmar, pero para confundirme aún más,siguió:

—Ya te he dicho que el Ródanotambién tiene su origen aquí —dijoseñalando de nuevo las montañas—. Eserío atraviesa Ginebra y fluye porFrancia, antes de desembocar finalmenteen el Mediterráneo, a unos veinte otreinta kilómetros al oeste de Marsella.Y luego tenemos el Rin, que discurre porAlemania y Holanda, antes dedesembocar en el mar del Norte. Perohay muchos más ríos, ¿sabes?, y todosnacen aquí arriba, en los Alpes.

—¿Y por estos ríos navegan barcos?

—pregunté, queriendo pillarle.—Claro que sí, hijo mío. Pero no

sólo navegan por los ríos, ¿sabes?También navegan entre ellos.

Se encendió otro cigarrillo, y volví apreguntarme si había perdido ya deltodo la cabeza. A veces tenía miedo deque la bebida le atacara el cerebro.

—Por ejemplo, si navegas por elRin —continuó—, en realidad estásnavegando por el Ródano, el Sena y elLoira a la vez, y también por muchosotros ríos importantes. Así tienes accesoa todos los grandes puertos del mar delNorte, de la costa Atlántica y delMediterráneo.

—¿Pero no son precisamente lasaltas montañas las que separan los ríos?—pregunté.

—Sí, sí. Y las montañas están muybien mientras se pueda navegar entreellas.

—¿Pero de qué estás hablando? —leinterrumpí; a veces, cuando seexpresaba en clave me irritaba.

—Canales. ¿No sabías que se puedenavegar desde el mar Báltico hasta elmar Negro sin acercarse ni al Atlánticoni al Mediterráneo?

Me limité a negar con la cabeza; medaba por vencido.

—Puedes llegar hasta el mar Caspio,

es decir, muy adentro de Asia —dijo yamuy excitado.

—¿Es cierto?—¡Pues claro que sí! Es tan cierto

como el túnel de San Gotardo, aunqueese túnel también resulte bastanteincreíble.

Me quedé un instante mirando ríoabajo, y entonces a mí también mepareció notar un lejano olor a algas yalquitrán.

—¿Qué aprendéis en el colegio,Hans Thomas?

—A estarnos quietos. Y resulta tandifícil que necesitamos años paraaprender.

—Vale… ¿Pero crees que te habríasestado quieto si tu profe te hubierahablado de las vías fluviales de Europa?

—Probablemente —dije—. Sí, estoyseguro.

Con esto, se acabó el descanso parafumar. Seguimos valle abajo, a lo largodel río Tesino. Primero pasamos porBellinzona, una gran ciudad con tresenormes castillos medievales. Despuésde que mi viejo me diera una pequeñaconferencia sobre los Cruzados en laEdad Media, dijo:

—Sabes que me interesa bastante elespacio, Hans Thomas. Lo que más meinteresa son los planetas, y, sobre todo,

los planetas con vida.No contesté. Tanto él como yo

sabíamos muy bien que esos temas leapasionaban.

—¿Sabías que acaban de descubrirun misterioso planeta donde vivenmillones de seres inteligentes que andansobre dos patas y que miran el planeta através de dos lentes vivas?

Tuve que admitir que todo eso meera totalmente desconocido.

—Ese pequeño planeta está unidomediante una compleja red de líneas,sobre las que esos tipos tan listos ruedandentro de unos vagones de colores.

—¿De verdad?

—¡Claro que sí! Y en ese mismoplaneta, esos enigmáticos seres hanlevantado enormes edificios de más decien plantas; y, por debajo de esasconstrucciones, han excavadolarguísimos túneles por los que puedendesplazarse con unos artilugioseléctricos que se mueven sobre raíles.

—¿Estás completamente seguro?—Completamente.—¿Pero… por qué nunca he oído

hablar de ese planeta?—Bueno… En primer lugar, no hace

tanto tiempo que se ha descubierto, yademás, me temo que lo ha descubiertomucha gente, aparte de mí.

—¿Dónde está?En ese momento mi viejo pisó fuerte

el freno y detuvo el coche al lado de lacarretera.

—¡Aquí! —contestó, y dio un golpecon la palma de la mano en elsalpicadero del coche—. Éste es elextraño planeta, Hans Thomas. Ynosotros somos esos seres inteligentesque van rodando en un Fiat rojo.

Durante unos instantes, me sentí muyofendido porque me había tomado elpelo. Pero, de repente, entendí lofantástico que es este planeta nuestro, yenseguida le perdoné.

—Los humanos hubieran

enloquecido si los astronautas hubiesendescubierto otro planeta con vida —afirmó finalmente mi viejo—. Lo quepasa es que no se dejan asombrar por supropio planeta.

Se calló durante un largo rato, yaproveché para seguir leyendo aescondidas el libro del panecillo.

No era fácil aclararse entre todosesos panaderos de Dorf. Pero pronto medi cuenta de que Ludwig era el quehabía escrito el libro del panecillo, yAlbert el que había contado a Ludwig loque le ocurrió cuando era pequeño e ibaa visitar a Hans el Panadero.

OCHO DE PICAS

… como un torbellino depaíses lejanos…

Albert Klages levantó el vaso ybebió un sorbo de vino.

Mirando su anciano rostro, meresultaba curioso pensar que ese hombrehubiera sido un día aquel niñodesamparado que había perdido a sumadre. Intenté imaginarme aquellaextraña relación que se había idoentablando entre él y Hans el Panadero.

Yo también me sentía solo yabandonado cuando llegué a Dorf, peroél, que me recibió entonces, había sidotan desgraciado como yo.

Albert volvió a dejar el vaso sobrela mesa, y removió la leña en lachimenea con el atizador, antes deproseguir:

«Toda la gente de Dorf sabía queHans el Panadero vivía en una cabañade madera en las afueras de Dorf.Corrían muchos rumores sobre cómo erala cabaña por dentro, pero no creo quenadie hubiera entrado nunca en su casa.Por eso, no era de extrañar que sintieracierto cosquilleo en el estómago, cuando

aquella noche de invierno subía lasnevadas cuestas que conducían a casa deHans. Yo era la primera persona que ibaa tener acceso a la casa del enigmáticopanadero…

Sobre las montañas del este, sedibujaba una blanca luna llena y yahabían aparecido las primeras estrellasen el cielo de la tarde.

Subiendo la última cuesta, me volvía acordar de que Hans había dicho queun día me iba a dar a probar una bebidamil veces mejor que el refresco que medio después de la gran pelea. ¿Tendríaalgo que ver esa bebida con el gransecreto?

Pronto divisé la casa en lo alto de lacolina, y como seguramente ya habrásadivinado, Ludwig, esa casa es la mismaen la que te encuentras ahora».

Asentí con la cabeza y el viejopanadero continuó:

«Dejé atras la fuente, crucé el patio,que estaba cubierto de nieve, y llamé ala puerta. Hans el Panadero contestó:

—¡Entra, hijo!Recuerda que yo no tenía más que

doce o trece años en aquella época.Vivía todavía en la granja con mi padre,y me resultaba muy extraño que otrohombre me llamara «hijo».

Entré y fue como adentrarme en otro

mundo. Hans el Panadero estaba sentadoen una gran mecedora, y por toda la sala,había peceras con peces de colores. Unafranja del arco iris resplandecía en cadarincón.

Pero no sólo había peces de colores.Permanecí de pie durante mucho rato,viendo cosas que no había visto jamás.Hasta muchos años más tarde, no fuicapaz de dar nombre a todo lo que vi.

Había botellas con barcos dentro,caracolas, estatuas de Buda y piedraspreciosas, boomerangs y muñecasnegras, viejos sables y espadas,cuchillos y pistolas, pufs persas ymantas indias de lana de llama. Me fijé

especialmente en una extraña figura decristal de un animal, que tenía la cabezapuntiaguda y seis patas. Era todo comoun torbellino de países lejanos. A lomejor había oído hablar de alguno deaquellos objetos, pero yo aún no habíavisto ninguna fotografía.

El ambiente que se respiraba en elinterior de la pequeña cabaña, era muydistinto del que me había imaginado. Eracomo si ya no estuviera en casa de Hansel Panadero, sino en la de un viejomarino. Había varias lámparas de aceiteencendidas —muy distintas de losquinqués que yo conocía—, quedeberían de proceder de algún barco.

El viejo me invitó a sentarme en unasilla junto a la chimenea, y eraprecisamente la silla en la que estássentado tú ahora, Ludwig. ¿Entiendes?».

Volví a asentir con la cabeza.«Antes de sentarme en la silla, di

una vuelta por la sala, mirando los pecesde colores. Algunos eran rojos,amarillos y naranjas, otros eran verdes,azules y malvas. El único pececito deese tipo que había visto antes, era el quenadaba dentro de una pecera que habíaencima de una mesa en la trastienda dela panadería. A menudo me habíaquedado mirando ese pececito, mientrasHans amasaba sus panes.

—¡Cuántos peces tienes! —exclamémientras cruzaba la habitación para irhacia él—. ¿Vas a decirme dónde loshas capturado?

Dijo riéndose:—Todo a su debido tiempo, hijo,

todo a su debido tiempo. Dime, ¿tegustaría convertirte en el panadero deDorf, el día que yo desaparezca?

Aunque sólo era un niño, esa idea yame había pasado por la cabeza. No teníaa nadie más en el mundo que a Hans elPanadero y su panadería. Mi madrehabía muerto, mi padre ya había dejadode preocuparse por mis idas y venidas, ytodos mis hermanos se habían marchado

de Dorf.—Ya había decidido ser panadero

—dije solemnemente.—Eso me parecía, —replicó el

viejo pensativo—. Hmm… Entonces,también tendrás que cuidar de mispeces. Y eso no es todo. Tambiénguardarás el secreto de la bebidapúrpura.

—¿La bebida púrpura?—Eso, y todo lo demás, hijo mío.—Cuéntame lo de la bebida púrpura.Levantó sus blancas cejas y susurró:—Primero hay que probarla, chico.—¿Y no puedes decirme a qué sabe?Negó con su vieja cabeza.

—Los refrescos normales saben anaranja, pera o frambuesa, y ya está. Esono ocurre con la bebida púrpura, Albert.Esa bebida sabe a todo eso a la vez, ytambién a frutas y a bayas que jamás hasprobado.

—Entonces será muy buena —dije.—¡Más que buena! Los refrescos

normales solamente dejan sabor en laboca… primero en la lengua y en elpaladar, y luego un poco en la garganta.Pero la bebida púrpura también dejasabor más arriba, en la nariz y la cabeza,y más abajo, hasta las piernas, y tambiénen los brazos.

—Creo que estás bromeando.

—¿Eso crees?El viejo parecía perplejo, así que

decidí preguntarle algo más fácil decontestar.

—¿De qué color es?Hans el Panadero se echó a reír.—Cuánto preguntas, chico; eso me

gusta, pero no siempre resulta fácilcontestarte; será mejor que te la enseñe.

Dicho esto, se levantó y fue hacia lapuerta que daba a un pequeñodormitorio. También allí había una granpecera de cristal, con un pez de coloresdentro. El viejo sacó una escalera dedebajo de la cama, y la colocó contra lapared. En el techo vi una trampilla que

estaba cerrada con un grueso candado.El panadero subió por la escalera y

abrió la trampilla con una llave que sacódel bolsillo de la camisa.

—Ven conmigo, hijo —exclamó—.Aquí no ha pisado nadie más que yo,desde hace más de cincuenta años.

Le seguí al interior del desván.Por el tejado, a través de una

pequeña claraboya, se filtraba la luz dela luna, que se posaba sobre viejosbaúles y campanas de barco, cubiertospor una espesa capa de polvo ytelarañas. Pero no era sólo la luna loque iluminaba el oscuro desván. La luzde la luna era azul, pero allí se veía un

maravilloso resplandor de todos loscolores del arco iris.

Hans el Panadero se paró en elúltimo rincón del desván y señaló unavieja botella debajo del techoabuhardillado. Irradiaba una luz tanindescriptiblemente hermosa y brillanteque tuve que taparme los ojos. El vidriode la botella era transparente, pero loque había dentro era rojo y amarillo,verde y malva, o de todos los colores ala vez.

Hans levantó la botella y entonces vique su contenido parecía un diamantelíquido.

—¿Qué es eso? —murmuré

tímidamente.La expresión del viejo panadero se

endureció.—Eso, chico, es la bebida púrpura.

Son las últimas gotas que quedan en elmundo.

—¿Y eso otro? —dije señalando unacajita de madera, que contenía unmontón de naipes tan viejos y sucios quecasi no se distinguían las figuras.Encima del montón estaba el ocho depicas. Apenas se podía distinguir elnúmero ocho en el extremo superiorizquierdo del naipe.

Se puso el dedo índice sobre la bocay susurró:

—Son los naipes del solitario deFrode, Albert.

—¿¡Frode!? —exclamé.—Frode, sí. Pero esa historia la

dejamos para otro día. Ahora vamos abajar la botella a la sala.

El anciano cruzó el desván llevandola botella en la mano. Parecía un gnomocon una linterna. La única diferencia eraque esa linterna no era capaz dedecidirse por una luz roja, verde,amarilla o azul. Salpicaba manchitas decolores por todo el desván, como sihubiera cientos de minúsculos farolesdanzando.

De vuelta en la sala, el panadero

puso la botella sobre la mesa que habíadelante de la chimenea. Sus colores sereflejaban en los exóticos objetos de lahabitación. La estatua de Buda se volvióverde; un viejo revólver, azul; y unboomerang, completamente rojo.

—¿Es la bebida púrpura?—Las últimas gotas. Sí. Y menos

mal, Albert, porque esta bebida es tandeliciosa que resulta peligrosa, y podríaser terrible si se vendiera en una tienda.

Se levantó y volvió con una copita,en la que vertió algunas gotas. Sequedaron centelleando en el fondo,como cristales de nieve.

—Basta —dijo.

—¿No me das más? —preguntésorprendido.

El viejo negó con la cabeza.—Un pequeño sorbo es más que

suficiente, porque el sabor de una solagota de bebida púrpura dura horas.

—Entonces, podría beber un pocoahora y otro poco mañana por la mañana—sugerí.

Hans el Panadero volvió a decir queno.

—No, no. Una gota ahora, y luegonunca más. Esa gota te sabrá tan bienque sentirás tentaciones de robar elresto. Por eso, en cuanto te hayasmarchado, volveré a guardar la bebida

bajo llave en el desván. Cuando acabede contarte la historia de los naipes deFrode, te alegrarás de que no te hayadado toda la botella.

—¿Tú la has probado alguna vez?—Una vez, sí. Pero hace más de

cincuenta años.Hans el Panadero se levantó de su

silla, cogió la botella con el diamantelíquido, y la metió en el pequeñodormitorio.

Cuando volvió, puso su brazoalrededor de mi hombro, y dijo:

—Bebe ya. Éste es el momento másgrande de tu vida, hijo mío. Siempre lorecordarás, pero jamás volverá a

repetirse.Levanté la copa y bebí las brillantes

gotas que estaban en el fondo. En cuantola primera gota me rozó la punta de lalengua, me invadió una oleada de placer.Primero sentí todos los buenos saboresque había saboreado antes en mi cortavida, y luego, otros mil saboresdiferentes invadieron mi cuerpo.

Fue como lo había descrito Hans elPanadero: empezó en la boca, es decir,primero, en la punta de la lengua, peroluego me supo a fresa y frambuesa, amanzana y plátano, tanto en los brazoscomo en los pies. En la punta del dedomeñique de la mano, noté sabor a miel;

en uno de los dedos del pie, a peras enconserva; y en la espina dorsal me supoa crema de vainilla. En todo el cuerposentí el aroma a mi madre. Era un olorque había olvidado, pero que habíaañorado durante todos esos años desdeque murió.

Cuando el primer huracán desabores había cesado, fue como si elmundo entero estuviera dentro de micuerpo, como si yo fuera el cuerpo delmundo. Sentí de repente que todos losbosques y lagos, montañas y campos,formaban parte de mi propio cuerpo.Aunque mi madre estaba muerta, eracomo si ella estuviera en algún lugar allí

fuera…Al mirar la pequeña figura verde de

Buda, me pareció que empezaba areírse. Volví a mirar las dos espadas quecolgaban cruzadas en la pared; ahora eracomo si estuvieran practicando esgrimaellas solas. Sobre un gran armario,estaba la botella con el barco que habíavisto nada más entrar en la cabaña deHans. Ahora tuve la sensación deencontrarme a bordo del viejo velero,navegando hacia una exuberante isla quese divisaba a lo lejos.

—¿A qué sabe? —oí que decía unavoz. Era la de Hans el Panadero. Seinclinó sobre mí y me tiró

amistosamente del pelo.—Hmm… —dije simplemente, pues

no sabía qué contestar.Y hasta hoy, sigo sin saber. Ignoro

cómo describir el sabor de la bebidapúrpura, habría que decir que sabía atodo. Sólo sé que, aún hoy, se me saltanlas lágrimas al recordar lo buena queestaba».

NUEVE DE PICAS

… siempre veía cosasextrañas, a las quelos demás estaban

ciegos…

Mientras estaba leyendo lo de labebida púrpura, mi viejo había intentadovarias veces iniciar una conversación,pero esa bebida estaba tan buena que eraincapaz de dejar el libro del panecillo.A veces me veía obligado, por puracortesía, a mirar por las ventanillas del

coche, y contemplar alguna vista que élme señalaba.

—¡Estupendo! —decía yo, o—:¡Precioso!

Una de las cosas en que me hizofijarme mi viejo, mientras yo andaba porel desván de Hans el Panadero, era enque todas las señales y nombres a lolargo de la carretera estaban escritos enitaliano. Estábamos atravesando la parteitaliana de Suiza, lo que era evidente nosólo por los nombres. Mientras leía,observaba que, en el valle por el quepasábamos, había flores y árbolespropios de países mediterráneos.

Mi viejo, que había estado en todos

los continentes, hacía toda clase decomentarios sobre la vegetación.

—¡Mimosas! —exclamaba—.¡Magnolias! ¡Rododendros! ¡Azaleas!¡Cerezos japoneses!

También vimos palmeras muchoantes de pasar la frontera de Italia.

—Nos estamos acercando a Lugano—dijo mi viejo justo cuando dejé ellibro del panecillo.

Sugerí que hiciéramos noche allí,pero mi viejo dijo que no.

—Habíamos acordado llegar a Italia—replicó—. No queda mucho, y todavíaes muy temprano.

Lo que sí hicimos fue tomarnos un

largo descanso en Lugano. Primerodimos una vuelta por las calles y losdistintos parques y jardinescaracterísticos de esa ciudad. Yollevaba la lupa e iba haciendoobservaciones botánicas, y mi viejo secompró un periódico inglés y seencendió un cigarrillo.

Estudié dos árboles que eran muydistintos. Uno tenía grandes flores rojas,y el otro, tenía unas flores amarillas máspequeñas. Las flores también tenían unaforma completamente diferente, y sinembargo, era evidente que los dosárboles pertenecían a la misma familia,porque, al observar sus hojas con la

lupa, vi que los nervios y texturas erancasi idénticos.

De repente oímos un ruiseñor.Gorjeaba, silbaba y trinaba tanmaravillosamente que estuve a punto deecharme a llorar de emoción. Mi viejoestaba tan impresionado como yo, pero aél le dio por reírse.

Hacía tanto calor que me compródos helados sin que tuviera que animarlea filosofar. Intenté engañar a una grancucaracha para que subiera al palo delhelado y poder examinarla con la lupa,pero justamente aquella cucaracha teníapánico al doctor.

—Las cucarachas aparecen en

cuanto la temperatura sube por encimade los treinta grados —dijo mi viejo.

—Y vuelven a desaparecer encuanto huelen un palo de polo —repliqué yo.

Antes de volvernos a meter en elcoche, mi viejo compró una baraja, loque hacía con la misma frecuencia conque otros se compran una revista. No legustaba especialmente jugar a las cartas,ni tampoco hacer solitarios, eso me lodejaba a mí. Así que tengo que explicaresas compras.

Mi viejo trabajaba de mecánico enun gran taller de Arendal. Además deocuparse de su trabajo, siempre había

estado obsesionado por las cuestionestrascendentales. Las estanterías de suhabitación estaban rebosantes de librosmás o menos desgastados sobre distintostemas filosóficos. Pero tenía un hobbynormal y corriente. Aunque… no séhasta qué punto era normal y corriente.

Mucha gente colecciona piedras,monedas, sellos o mariposas. Tambiénmi viejo tenía una de esas manías:coleccionaba comodines. Lo hacíadesde mucho antes de que yo naciera,creo que empezó cuando era marinero.Tenía un cajón lleno de comodinesdiferentes.

Cuando veía a alguien jugar a las

cartas, iba a pedirle un comodín. Eracapaz de acercarse a desconocidos queestuvieran jugando en un café, o en elborde de un embarcadero, y pedirles uncomodín, si no les hacía falta para eljuego. La mayoría buscaba el comodín yse lo daba inmediatamente, pero otros sele quedaban mirando como si quisierandecirle que hay mendigos muy extrañosen este mundo. Algunos respondían a supetición con un cortés «no», y otros lecontestaban groseramente. A veces, mesentía como un niño gitano utilizadocontra su voluntad para pedir limosna.

Naturalmente, me preguntaba a quépodía deberse ese hobby tan original.

Mi viejo conseguía, de ese modo,coleccionar una carta de todas lasbarajas con las que se topaba. En esesentido, su hobby era similar a los queconsistían en coleccionar una postal detodas las ciudades del mundo. Eraevidente que los únicos naipes quepodía conseguir eran los comodines. Nopodía coleccionar nueves de picas oreyes de tréboles, por ejemplo, porqueno se iba a acercar a pedir el rey detréboles o el nueve de picas a un grupoque estuviera jugando al bridge.

La clave estaba en que casi todas lasbarajas tienen dos comodines. A veceshabíamos encontrado hasta tres y cuatro,

pero por regla general solía haber dos.Además, no hay muchos juegos queprecisen del comodín, y las pocas vecesque se usan, suele bastar con uno. Noobstante, el interés de mi viejo por loscomodines tenía una causa más profundaque esas cuestiones meramenteprácticas.

Mi viejo se consideraba un comodín.Lo decía muy pocas veces, pero yosabía desde hacía mucho tiempo que seconsideraba un comodín de la baraja.

El comodín es un pequeño bufón,distinto a todos los demás. No es nitrébol ni diamante, ni corazón ni pica.Tampoco es un ocho o un nueve, ni rey

ni reina. Es el que se queda fuera detodo aquello de lo que los demás formanparte. Está dentro de la misma caja, contodos los demás naipes, pero no es comoellos. Por lo tanto, puede ser retirado sinque nadie lo eche de menos.

Creo que mi viejo se sentía como uncomodín cuando se crió como hijo dealemán en Arendal. Pero eso no eratodo: mi viejo era un comodín tambiénen su papel de filósofo. Siempre veíacosas extrañas, a las que los demásestaban ciegos.

De modo que cuando mi viejocompró esa baraja en Lugano, no fue porel interés que tuviera la baraja en sí.

Sentía una curiosidad especial por vercómo era precisamente el comodín deesa baraja. Tenía tanto interés queenseguida abrió el paquete y sacó uno delos comodines.

—Es como había pensado —dijo—.Nunca había visto uno como éste.

Se metió el comodín en el bolsillode la camisa. Ahora me tocaba a mí:

—¿Me dejas ver la baraja?Mi viejo me la alcanzó

inmediatamente. Era una ley no escrita:cuando compraba una baraja, él sequedaba con un comodín, nunca más deuno, y me daba el resto de las cartas, sitenía tiempo de pedírselas antes de que

se hubiera desecho de ellas por otra vía.Así, había conseguido cerca de cienbarajas. Como era hijo único, y ademásno había mamá en casa, era muyaficionado a hacer solitarios, y como noera coleccionista, me parecía que yatenía suficientes barajas. Por esoalgunas veces, cuando mi viejocompraba una, sacaba a toda prisa elcomodín y tiraba el resto a la basura.Era más o menos como pelar un plátanoy luego tirar la cáscara.

—¡Basura! —exclamaba a veces alseparar el grano de la cizaña, y tirabatodo a la papelera.

Por regla general, se libraba de la

basura de una manera menos brusca. Siyo no quería la baraja, solía dársela aalgún chaval, sin más comentarios. Deesa manera, devolvía a la humanidadtodos esos comodines que había idopidiendo a jugadores desconocidos. Enmi opinión, la humanidad hizo un buennegocio.

Al arrancar el coche, mi viejo dijoque el paisaje en ese lugar era tanmaravilloso que quería dar un pequeñorodeo. En vez de seguir por la autopistade Lugano a Como, fuimos por el lagode Lugano. Y cuando tuvimos mediolago a nuestras espaldas, cruzamos lafrontera y entramos en Italia.

Rápidamente comprendí por qué miviejo había elegido ese camino. Nadamás dejar atrás el lago de Lugano,llegamos a otro lago mucho más grandey con mucho tráfico fluvial. Era el lagode Como. Primero pasamos una pequeñaciudad llamada Menaggio. Oigganem,dije yo. Y luego recorrimos bastanteskilómetros a lo largo del gran lago, antesde llegar a Como, cuando ya se estabahaciendo de noche.

Por el camino, mi viejo ibareconociendo todos los árboles queveíamos.

—Pino —decía—, ciprés, olivo,higuera.

Yo no sabía dónde había aprendidotantos nombres. Yo había oído algunosantes, pero con todos los demás podríahaberme engañado, si hubiese querido,porque me eran totalmentedesconocidos.

Entre todas esas maravillasnaturales, seguí leyendo el libro delpanecillo. Tenía muchas ganas de saberdónde había conseguido Hans elPanadero esa fantástica bebida púrpuray, también, todos los pececitos decolores.

Antes de continuar la lectura, hicemedio solitario, para poder justificar misilencio. Le había prometido al amable

panadero de Dorf que el libro delpanecillo sería un secreto entre nosotrosdos.

DIEZ DE PICAS

… islas lejanas que nopodía alcanzar

con las velas de esebarco…

Cuando volví a casa aquella noche,aún tenía el sabor de la bebida púrpuraen el cuerpo. De repente, noté el sabor acereza en la punta de un oído; en elcodo, sentí un rastro de lavanda.También en una de mis rodillas surgióde pronto un ácido sabor a ruibarbo.

La luna se había escondido tras lasmontañas, y, por encima de ellas,brillaban muchas estrellas; parecía quehabían sido derramadas por un saleromágico.

Pensaba que yo era una pequeñapersona en la Tierra. Pero en esemomento, cuando todavía llevaba dentrola bebida púrpura, no era sólo unpensamiento. Noté en todo mi cuerpoque este planeta era mi hogar.

Comprendí el peligro de esa bebida.Había despertado en mí una sed quenunca podría apagar del todo. Ya meapetecía más.

Cuando llegué a la calle Waldemar,

me encontré a mi padre, que veníatambaleándose del Schöner Waldemar.Le dije que había estado de visita encasa del panadero. Se enfadó muchísimoy me dio un fuerte cachete.

En aquel instante en que todo meparecía tan hermoso, el cachete me doliótanto que me eché a llorar; al verme,también mi padre se echó a llorar. Mepreguntó si le podría perdonar algunavez. No le contesté; simplemente, me fuicon él a casa.

Lo último que dijo mi padre aquellanoche antes de acostarse fue que mimadre era un ángel, y que el alcohol erauna maldición del diablo. Creo que fue

lo último que dijo, antes de que labebida le ahogara del todo y parasiempre.

A la mañana siguiente, me acerquétemprano a la panadería. Ni Hans elPanadero ni yo comentamos nada sobrela bebida púrpura. Era como si noperteneciera al pueblo, sino, más bien, aotro mundo diferente. Pero los dossabíamos que guardábamos juntos ungran secreto.

Si él me hubiera preguntado denuevo si yo sería capaz de guardar elsecreto, me hubiera puesto muy triste,pero el viejo panadero sabía que notenía que volvérmelo a preguntar.

Hans se metió en la trastienda parahacer masa de roscón, y yo me senté enuna banqueta para observar el peznaranja. Nunca me cansaba de mirarlo.Tenía unos colores preciosos, y nadabadentro del cristal haciendo de vez encuando pequeñas zambullidas en elagua, guiado sólo por su propia voluntadinterior. Tenía conchitas vivas en todo elcuerpo. Sus ojos eran dos puntitosnegros que nunca se cerraban. Sólo supequeña boca se abría y cerrabaconstantemente.

Incluso el animal más pequeño esuna persona, pensé. Este pececito quenada dentro de la pecera viviría

únicamente esa vez. Y cuando su vida seapagara algún día, ya no volvería jamás.

Cuando me disponía a irme, comohacía siempre después de haber hechouna pequeña visita matutina a Hans elPanadero, el viejo se dirigió a mí y medijo:

—¿Vienes esta noche, Albert?Asentí con la cabeza. Él añadió:—Aún no te he hablado de la isla…

y no sé cuántos días de vida me quedan.Yo me volví hacia él y le abracé.—No te puedes morir —dije—. ¡Tú

nunca te morirás!—Toda la gente mayor tiene que

morir —contestó, apretando con fuerza

mi delgado hombro—. Precisamente poreso, es bueno saber que detrás vienealguien que puede continuar donde elviejo tuvo que dejarlo.

Cuando subí aquella noche hasta lacabaña, Hans el Panadero vino a miencuentro hasta la fuente.

—Ya está colocada de nuevo en susitio —dijo.

Comprendí que se refería a labebida púrpura.

—¿Nunca podré volver a probarla?El viejo arrugó la nariz:—¡No, jamás!En ese momento, se mostró firme y

severo. Pero yo sabía que tenía razón,

nunca más volvería a probar la bebidamisteriosa.

—La botella permanecerá en eldesván. Y no deberá ser sacada denuevo hasta dentro de medio siglo, máso menos. Entonces llamará a tu puerta unjoven, y a él le tocará probar el doradobrebaje. De ese modo, el contenido dela botella fluirá por muchasgeneraciones, y algún día el maravillosoarroyo desembocará en el País delMañana. ¿Lo entiendes, hijo? ¿O esdemasiado complicado para unmuchacho?

Contesté que lo había entendido, yentramos en la cabaña, donde había

tantas cosas extrañas de otros tantosrincones del mundo. Nos sentamosdelante de la chimenea como la nocheanterior. Había dos vasos sobre la mesa,y Hans el Panadero los llenó con elzumo de arándanos que guardaba en unaantigua licorera.

«Yo nací en Lübeck, una fría nochede invierno de enero de 1811»,comenzó. «Fue durante las largasguerras napoleónicas. Mi padre erapanadero, como yo ahora; pero, desdemuy pequeño, yo había decidido sermarinero. Seguramente la verdad es queme vi obligado a ello, pues éramos ochohijos y la pequeña panadería de mi

padre no daba para mantenernos a todos.Con apenas dieciséis años, en 1826, meembarqué en un gran velero enHamburgo. El barco se llamaba María,y procedía de la ciudad noruega deArendal.

María fue mi hogar y mi vida enteradurante más de quince años. Sinembargo, en el otoño de 1842,navegábamos de Rotterdam a NuevaYork con carga común. Teníamos unabuena tripulación, pero esa vez, tanto labrújula como el octante, nos engañaron.Creo que cogimos un rumbo demasiadoal sur ya desde que salimos del Canal deLa Mancha. Debimos de navegar hacia

el Golfo de México. Cómo pudo ocurrir,sigue siendo un misterio para mí.

Según todos los cálculos, tras siete uocho semanas en mar abierto,tendríamos que haber llegado a puerto,pero aún no se veía tierra por ningunaparte. Quizá en ese momento nosencontráramos en algún punto muy al surde las Bermudas. Una mañana, el vientoempezó a soplar fuerte y se convirtió enuna tempestad. Fue en aumento y prontose desencadenó un tremendo huracán.

No sé exactamente lo que ocurrió.Puede que el gran velero naufragara enuna de las sacudidas del huracán. Delpropio naufragio, sólo tengo recuerdos

dispersos, todo ocurrió muy deprisa.Pero sí recuerdo que el velero volcó, yque entraba agua. Uno de miscompañeros cayó al mar y desaparecióentre las enormes olas. Y eso es todo.Lo siguiente que recuerdo es que medesperté en un bote salvavidas sobre unmar completamente en calma.

No sé cuánto tiempo estuve sinconocimiento. Puede que unas horas,quizá varios días. Mi vida comenzó denuevo en el momento en que desperté enel bote salvavidas. Después supe que elvelero naufragó sin dejar rastro ni delbarco ni de la tripulación. Yo fui elúnico superviviente del naufragio.

El bote salvavidas tenía un pequeñocordaje, y debajo de las planchas deproa encontré una vieja lona. Icé la velae intenté navegar guiándome por el sol yla luna. Pensé que me encontraba enalgún lugar de la costa este de Américay procuré llevar rumbo hacia el oeste.

Así permanecí a la deriva durantemás de una semana, sin otro alimentoque agua y galletas. No vi nunca nadaque se pareciera al mástil de un barco.

Recuerdo especialmente la últimanoche. Por encima de mí, las estrellasbrillaban como si fueran islas lejanasque no podía alcanzar con las velas deese barco. Me pareció muy extraño

pensar que me encontraba bajo el mismocielo que mi madre y mi padre en micasa de Lübeck. Aunque estábamosviendo las mismas estrellas, nosencontrábamos muy lejos los unos de losotros. Pues las estrellas no revelan nadade nadie, Albert. No les importa cómovivimos nuestras vidas en la Tierra.

Pronto mis padres recibirían la tristenoticia de que yo había naufragado conel María.

A la mañana siguiente, muytemprano, cuando el cielo de la noche seretiraba, y la aurora aparecía en elhorizonte, vi de pronto un puntito en lalejanía. Primero creí que el puntito era

una mota en mi ojo, pero, aunque mefroté los ojos hasta hacerme llorar, elpuntito permanecía en el mismo sitio.Finalmente comprendí que tenía quetratarse de una isla.

Intenté dirigir el bote hacia allí, peronotaba que una fuerte corriente queprocedía de aquel pequeño trozo detierra que se divisaba a lo lejos me loimpedía. Arrié la vela, busqué un par deremos, me senté de espaldas a la isla, ycoloqué los remos en los soportes.Remaba sin cesar, pero tenía lasensación de no avanzar nada. Ante míse encontraba el inmenso mar, que seríami tumba si no conseguía llegar hasta la

isla. Habían pasado casi veinticuatrohoras desde que me había bebido laúltima ración de agua. Luché contra elmar durante muchas horas, me sangrabanlas palmas de las manos de agarrar tanfuerte los remos, pero mi únicaposibilidad de sobrevivir era llegar aaquella isla.

Cuando me volví después de haberremado como un loco durante horas, ymiré de nuevo hacia el puntito, se habíaconvertido en una isla, con su contornoclaramente definido. Vi una laguna conpalmeras. Pero aún no había llegado ami destino; aún me quedaba muchotrabajo.

Al final vi recompensados misesfuerzos. Al cabo de muchas horas,entré en la laguna y noté un suave golpeen el bote, al encallar en la arena de unaplaya.

Me bajé del bote y lo empujé hastala orilla; después de esos interminablesdías en el mar, el sentir tierra firme bajolos pies me parecía un cuento de hadas.

Me comí la última ración degalletas, antes de arrastrar el bote entrelas palmeras. Lo primero que mepregunté era si en la isla habría agua.

Aunque me encontraba a salvo en unlugar de los mares del sur, no me sentíamuy optimista. Enseguida me di cuenta

de que la isla debía de estardeshabitada. Además, parecía muypequeña. Desde donde me encontraba,podía ver cómo se curvaba. Me parecióque podía ver hasta la otra orilla.

No había muchos árboles pero, derepente, oí el canto de un pájaro queprovenía de la copa de una palmera. Erael canto de pájaro más hermoso quehabía oído jamás. Seguramente mepareció tan maravilloso porque fue laprimera señal de vida en aquella isla.Tras muchos años en el mar, sabía concerteza que ese pájaro no era un avemarina.

Abandoné el bote y seguí un

pequeño sendero para acercarme alpájaro del árbol. Conforme meadentraba en la isla, me parecía que éstaiba creciendo. De repente, descubrí quehabía más árboles, y ya en el interior, oíel canto de más pájaros. Al mismotiempo, aunque creo que lo había notadodesde el principio, reparé en quemuchas flores y arbustos eran distintos atodo lo que había visto hasta entonces.

Desde la playa, sólo había vistosiete u ocho palmeras. Más tardedescubrí que el pequeño sendero por elque caminaba continuaba entre altosrosales y desembocaba, más adelante, enun pequeño grupo de palmeras.

Corrí hacia allí, quería hacerme unaidea del tamaño de la isla. Cuandollegué hasta ellas, vi que servían depórtico a un espeso bosque. Miré haciaatrás y aún pude ver la laguna por la quehabía entrado. A derecha e izquierda,contemplé el Atlántico, que brillaba conluz dorada bajo la intensa luz del día.

Ya no pensaba en nada, sólo estabaobsesionado por saber dónde terminabael bosque. Empecé a correr entre losfrondosos árboles. Cuando llegué al otrolado, me encontré con que por todaspartes se levantaban empinadas cuestas.Ya no podía ver el mar».

JOTA DE PICAS

… como castañaspulidas…

Estuve leyendo el libro delpanecillo, hasta que empecé a ver doble.Por fin lo guardé debajo de los tebeosdel Pato Donald, y me puse a contemplarel lago de Como.

Me preguntaba por la misteriosaconexión que podía haber entre la lupa yel libro que el panadero de Dorf habíametido dentro del panecillo. ¿No era

también un misterio que alguien pudieraescribir con una letra tan pequeña?

Cuando entramos en la ciudad deComo, al final del lago, estaba yaoscureciendo. Eso no quiere decir quefuera muy tarde, porque en esa época delaño oscurecía antes en Italia que enNoruega. Como íbamos hacia el sur,cada día que pasaba se hacía de nocheuna hora antes.

Mientras dábamos una vuelta en elcoche por esa alegre ciudad, las farolasse encendieron y, de pronto, descubríuna feria. Fue la única vez en todo elviaje que hice todo lo posible porsalirme con la mía.

—Podríamos parar a ver esa feria—dije.

—Ya veremos —contestó mi viejo.Había empezado a mirar a derecha eizquierda buscando un sitio donde pasarla noche.

—¡No señor! Vamos a la feria.Al final cedió, pero con una

condición: que primero nosinstaláramos. Además, también seempeñó en tomar una cerveza antes deproseguir con la discusión. Así queluego sería imposible ir en coche aningún sitio[2].

Afortunadamente, encontramos unhotel a dos pasos de la feria. Se llamaba

Mini Hotel Baradello.—Olledarab Letoh Inim.Mi viejo me preguntó por qué de

repente había empezado a hablar enárabe. Señalé el cartel del hotel, y leentró la risa.

Cuando habíamos subido las cosas ala habitación y mi viejo se había tomadosu cerveza, fuimos hacia la feria. En elcamino, mi viejo se metió en una tienday compró dos botellitas de algún licorfuerte.

La feria no estaba mal, pero mi viejose apuntó únicamente al tren del terror ya la noria. Yo también monté en lamontaña rusa, que era guay.

Desde lo alto de la noria pudimoscontemplar toda la ciudad y gran partedel lago de Como. Una vez arriba, nosquedamos balanceando mientras subíannuevos pasajeros. Flotando entre elcielo y la tierra vi de repente a unhombrecillo que estaba abajomirándonos. Me levanté del asientoseñalando al hombrecillo y dije:

—¡Allí está otra vez!—¿Quién? —preguntó mi viejo.—El enano, el de la gasolinera, el

que me regaló la lupa.—¡Tonterías! —dijo mi viejo. Pero

también él miró hacia abajo.—Es él —insistí—. Lleva el mismo

sombrero. Y es enano, ¿no lo ves?—En Europa hay muchos enanos,

Hans Thomas. Y también muchossombreros. ¡Siéntate!

Estaba completamente seguro de quese trataba del mismo enano. Además,estaba claro que él también nos miraba anosotros.

Cuando empezamos a acercarnos denuevo al suelo, le vi desaparecer a todaprisa entre unas casetas.

Habían dejado de interesarme loscacharros de la feria. Mi viejo mepreguntó si quería conducir un auto dechoque, pero le di educadamente lasgracias y le dije que no.

—Sólo quiero dar una vuelta —añadí.

Lo que no confesé fue que estababuscando al enano, aunque mi viejodebía de sospechar algo porque, derepente, quería a toda costa que subieraal tiovivo y a otros artilugios mecánicos.

Alguna vez mi viejo me daba laespalda para beber un trago de una delas dos botellitas que había comprado.Creo que hubiese preferido hacerlomientras yo visitaba el túnel del terror oalgo parecido.

En medio de la feria, había unatienda de campaña de cinco lados. Leílas letras al revés:

—Alibis.—¿Cómo dices? —preguntó mi

viejo.—¡Mira allí!—Sibila —dijo—. Significa

adivina. ¿Quieres que te lea la mano?No lo dudé ni un instante, me fui

derecho a la tienda.Delante de la entrada había una

chica de mi edad muy guapa. Tenía elpelo largo y negro, y los ojos muyoscuros, seguramente era gitana. Era tanhermosa que el mirarla me producía unligero cosquilleo en el estómago.

La chica se interesó mucho más pormi viejo que por mí. Le miró y preguntó

en un inglés con mucho acento:—Will you see your future, sir?

Only 5000 lire.Mi viejo sacó un billete, me señaló y

dio el dinero a la chica. En ese instante,una mujer mayor asomó la cabeza poruna abertura de la lona. Ella era laadivina. Me llevé una pequeñadecepción al ver que no era la chica laque me iba a leer la mano.

Me metieron en la tienda. Del techocolgaba una lámpara roja. La adivina sesentó junto a una mesa redonda en la quehabía una bola de cristal y una peceracon un pequeño pez plateado. Tambiénhabía una baraja.

Me señaló una banqueta para que mesentara. Si no hubiera tenido laseguridad de que mi viejo estaba fuerade la tienda con su botella en la mano,me habría sentido bastante desgraciado.

—Do you speak English, my dear?—preguntó ella primero.

—Of course —contesté.Cogió la baraja y sacó una carta. Era

la jota de picas. Me dijo que cogieraveinte cartas. Luego tuve que barajarlas.Hice lo que me mandó y entonces medijo que metiera la jota de picas en elmontón. Hecho esto, la adivina empezó acolocar las veintiuna cartas sobre lamesa, mirándome fijamente a los ojos.

Las colocó en tres filas, cada una desiete cartas. Señaló la fila de arriba ydijo que representaba el pasado, la delcentro, el presente y la de abajo, elfuturo. En la fila del centro, volvió aaparecer la jota de picas, ahora al ladode un comodín.

—Amazing —murmuró—. A veryspecial spread.

Luego se quedó callada un buen rato.Empecé a pensar que esas cartas erantan especiales que estaba hipnotizadapor ellas, pero finalmente empezó ahablar.

Primero señaló la jota de picas de lafila del centro y luego las cartas que la

rodeaban.—I see a growing boy. He is far

away from home.Hasta ahí no me impresionó mucho;

no hacía falta ser adivino para averiguarque yo no era de Como. La gitana siguió:

—Are you not happy, my dear?No contesté, y ella volvió a mirar

las cartas.Entonces señaló la fila del pasado.

Allí estaba el rey de picas y muchasotras cartas también de picas.

—Many sorrows and obstacles inthe past.

Levantó el rey de picas y dijo queera mi viejo. Ha tenido una infancia

amarga, continuó. Luego dijo un montónde cosas, de las que sólo capté la mitad.En varias ocasiones, mencionó lapalabra «grandfather».

—But where is your mother, dearson?

Contesté que estaba en Atenas, perome arrepentí enseguida de haberle dadotantas pistas. Puede que todo fuera untimo.

—She has been away for a verylong time —continuó la adivina.

Señaló la fila de abajo. Allí, a laderecha, estaba el as de corazones, muylejos de la jota de picas.

—I think this is your mother. She is

a very attractive woman… wearingbeautiful clothes… in a foreign countryfar away from the land in the north.

Continuó con sus adivinaciones,aunque yo captaba sólo la mitad de loque decía. Cuando empezó a hablar delfuturo, sus oscuros ojos gitanosbrillaban como castañas pulidas.

—I have never seen a spread likethis…

Señalando el comodín, que estaba allado de la jota de picas, añadió:

—Many great surprises. Manyhidden things, my boy.

Se levantó y sacudió la cabeza comosi estuviera nerviosa. Lo último que dijo

fue:—And it is so close…La sesión había terminado. La

adivina me acompañó hasta el exteriorde la tienda y se fue derecha hacia miviejo para decirle algo al oído. Yo laseguí, y ella puso su mano sobre micabeza y dijo:

—This is a very special boy, sir…Many secrets. God knows what he willbring.

Creo que mi viejo estuvo a punto deecharse a reír. Quizás le diera un billetemás a la señora sólo para no morirse derisa.

Cuando ya nos habíamos alejado

bastante de la tienda, la adivina seguíamirándonos.

—Me leyó las cartas.—¿Ah sí? Le habrás pedido el

comodín.—Estás como una cabra —contesté

malhumorado. Me pareció una preguntacasi blasfema—. ¿Quiénes son losgitanos, ellas o nosotros?

Mi viejo se rió con ganas. Por surisa deduje que se había bebido elcontenido de las dos botellitas.

De vuelta en el hotel, convencí a miviejo para que me contara algunahistoria sobre piratas de los siete mares.

Durante muchos años navegó entre

las Antillas y Europa, y así llegó aconocer a fondo el Golfo de México ytambién ciudades como Rotterdam,Hamburgo y Lübeck. Pero el barcotambién hacía otras rutas, y así mi viejoviajó por todos los rincones del mundo.Ya habíamos visitado Hamburgo, yhabíamos paseado durante un día enteropor la zona portuaria. Al día siguiente,llegaríamos a otro puerto que mi viejohabía conocido de joven: el de Venecia.Y cuando finalmente llegáramos aAtenas, quería visitar El Pireo.

Antes de que emprendiéramos eselargo viaje, pregunté a mi viejo por quéno íbamos en avión. Así tendríamos más

tiempo para buscar a mamá en Atenas.Pero mi viejo dijo que iríamos en coche,porque el gran objetivo del viaje eratraernos a mamá a casa, y sería muchomás fácil empujarla dentro del Fiat quearrastrarla hasta una agencia de viajes ycomprarle un billete de avión.

Por otra parte, me pareció que él notenía mucha fe en que fuéramos aencontrarla. En ese caso, quería pasar,al menos, unas buenas vacaciones. Miviejo deseaba conocer Atenas desde queera un niño. Cuando estuvo en El Pireo,que está a pocos kilómetros de Atenas,su capitán no le permitió visitar la viejaciudad. En mi opinión, ese capitán

debería haber sido degradado a grumete.Mucha gente viaja a Atenas para

estudiar los viejos templos. Mi viejoquería ir a Atenas, sobre todo, porqueallí vivieron los grandes filósofos.

A mi viejo no le sentó bien quemamá nos abandonara y, mucho menos,que eligiera Atenas para encontrarse a símisma, ya que era una ciudad que élsiempre había querido visitar, y podríanhaberlo hecho juntos.

Después de contarme dosinteresantes historias sobre la vida en elmar, mi viejo se durmió. Yo me quedédespierto en la cama, pensando en ellibro del panecillo y en el extraño

panadero de Dorf.Me fastidiaba haberme dejado el

librito en el coche porque, hasta el díasiguiente, no podría saber lo que leocurrió a Hans el Panadero después delnaufragio.

Antes de dormirme, pensé enLudwig, en Albert y en Hans elPanadero. Todos ellos habían tenido unpasado difícil antes de ser panaderos enDorf. Lo que los unía era el secreto dela bebida púrpura y de todos los pecesde colores. Luego, Hans habíamencionado a un tipo llamado Frode,que tenía unos extraños naipes con losque hacía solitarios…

Si no me equivocaba, todo esoestaría relacionado con el naufragio deHans el Panadero.

REINA DE PICAS

… esas mariposasemitían un sonido

que recordaba el canto delos pájaros…

Mi viejo me despertó temprano a lamañana siguiente, lo que no era nadahabitual, por lo que deduje que el licorde las botellitas que compró cuandoíbamos a la feria no sería demasiadofuerte.

—Hoy vamos a Venecia —dijo—.

Saldremos cuando salga el sol.En cuanto me levanté de la cama, me

acordé de que había soñado con elenano y la adivina de la feria. En misueño, el enano era una figura de cera enel túnel del terror, que de repente cobravida porque la adivina gitana de pelonegro, que monta en el tren con suhermosa hija, le mira fijamente a losojos. En la profunda oscuridad de lanoche, el enano sale furtivamente deltúnel y anda errante por Europatemiendo a cada momento que alguien lereconozca y le devuelva al túnel delterror. En ese caso, volvería aconvertirse en una figura de cera.

Mi viejo estaba listo para partir,antes de que yo hubiera conseguidoquitarme ese extraño sueño de la cabezay me hubiera puesto los pantalones. Mehacía mucha ilusión ir a Venecia. Allíveríamos el Mediterráneo por primeravez desde que iniciamos el largo viaje.Nunca había visto ese mar, y mi viejo nolo veía desde sus tiempos de marinero.Desde Venecia continuaríamos, a travésde Yugoslavia, hacia Atenas.

Bajamos al comedor y nos tragamosese pobre desayuno que sirven en todaspartes al sur de los Alpes. Antes de lassiete, estábamos ya en el coche, y en elmomento de arrancar, el sol salía por

encima del horizonte. Mi viejo se pusosus gafas oscuras y dijo:

—Supongo que tendremos esaresplandeciente estrella delante toda lamañana.

De camino a Venecia, pasamos porla famosa llanura del río Po, que es unade las más fértiles del mundo, debido,claro está, a la frescura del agua de losAlpes.

Pasábamos por campos de naranjosy limoneros, y al momento siguiente,estábamos rodeados de cipreses, olivosy palmeras. En las zonas más húmedashabía grandes extensiones de arrozalesentre altos álamos. Por todas partes al

borde de la carretera crecían amapolas.Eran de un rojo tan intenso que tenía quemirar con los ojos entreabiertos.

Antes del mediodía, llegamos a unacolina desde donde pudimos contemplaruna meseta tan rica en colores que, parapoder hacer un cuadro realista, un pintorhabría tenido que utilizar toda su caja depinturas a la vez.

Mi viejo aparcó el coche, salió atoda prisa y se encendió un cigarrillo,mientras se concentraba para darme unade esas breves conferencias que soltabaconstantemente.

—Todo esto brota a chorros cadaprimavera, Hans Thomas. Tomates y

limones, alcachofas y nueces y, comopuedes ver, toneladas de verde materiavegetal. ¿No te parece increíble quetodo eso pueda surgir de la negra tierra?

Se quedó mirando la obra de lacreación y añadió:

—Lo que más me impresiona es quetodo esto proceda de una sola célula. Enuna ocasión, hace miles de millones deaños, brotó una pequeña semilla queempezó a dividirse. Y con los años, esapequeña semilla se convirtió enelefantes y manzanos, frambuesas yorangutanes. ¿Lo entiendes, HansThomas?

Le dije que no con la cabeza, y él

siguió con su rollo. Fue una exhaustivaconferencia sobre el origen de lasdistintas especies de plantas y animales.Al final, señaló una mariposa queacababa de abandonar una flor azul yexplicó que precisamente esa mariposapodía vivir en paz aquí, en la llanura delPo, porque los puntos de sus alas separecían a los ojos de los animalessalvajes.

Cuando mi viejo se quedaba calladodurante un descanso para fumar, en lugarde abrumar a su indefenso hijo conconferencias filosóficas, lo que ocurríamuy pocas veces, yo aprovechaba parasacar la lupa del bolsillo del pantalón y

hacer alguna que otra interesanteobservación biológica. La lupa tambiénme era útil para leer el libro delpanecillo sentado en el asiento de atrás.Me parecía que, tanto la naturalezacomo el libro, contenían una enormeriqueza de secretos.

Durante unos cuantos kilómetros, miviejo condujo pensativo. Yo sabía queen cualquier momento podría decir algoimportante, bien sobre el planeta en quevivimos o bien sobre mamá, que un buendía nos abandonó. Pero ahora lo másimportante de todo era leer el libro delpanecillo.

Me sentí aliviado por haber

aterrizado en un lugar que no era unsimple islote en el mar. Pero aún habíaalgo más. Era como si esta isla guardaraun secreto inescrutable. Conforme meseguía adentrando en ella, me parecíaque continuaba creciendo, que sedesdoblaba por todos los lados a cadapaso que daba. Se estaba extendiendo entodas las direcciones, como si estuvieraexpulsando algo desde su interior.

Continué el sendero, adentrándomecada vez más en la isla, pero pronto sedividió en dos caminos y tuve que elegiruno. Empecé a correr por el de laizquierda. Luego también ése se dividíaen dos. Volví a coger el de la izquierda.

El sendero me introdujo en unaprofunda grieta entre dos montañas. Porallí, entre la maleza, había unas enormestortugas, las más grandes medían más dedos metros de largo. Yo había oídohablar de grandes tortugas, pero era laprimera vez que las veía con mispropios ojos. Una de ellas sacó lacabeza de la concha y me miró como siquisiera darme la bienvenida a la isla.

Seguí andando toda la mañana. Vinuevos bosques, valles y llanuras, perono volví a ver el mar. Era como sihubiese penetrado en un paisaje mágico,un laberinto al revés, en el que loscaminos nunca se topaban con ninguna

pared.Ya muy avanzada la tarde, llegué a

un paisaje abierto, con una gran lagunaque brillaba al tenue sol del atardecer.Me lancé a la orilla y bebí hasta apagarla sed. Por primera vez en variassemanas, bebía agua fresca.

También había pasado mucho tiempodesde que me había lavado por últimavez. Me quité el ceñido traje demarinero y me zambullí en el agua paranadar. Era refrescante, después de haberandado toda la tarde bajo el abrasadorsol tropical. Me di cuenta de que mehabía quemado la frente por habernavegado sin protección en el bote

salvavidas.Un par de veces buceé hasta el

fondo. Cuando abrí los ojos, descubrí unbanco de pequeños peces de todos loscolores del arco iris. Unos eran verdes,como las plantas del borde del agua,otros azules, como piedras preciosas, yotros emitían destellos rojos, amarillosy naranjas, y al mismo tiempo, cada unode ellos tenía algo de todos los colores.

Salí del agua y me sequé al sol de latarde. Noté que el hambre invadía todomi cuerpo. Entonces descubrí unosarbustos con bayas amarillas del tamañode una fresa. Jamás había visto unasbayas de ese tipo, pero supuse que eran

comestibles. Sabían a una mezcla entrenuez y plátano. Cuando me había hartadode comer bayas, volví a ponerme el trajede marinero y, al final, me dormíagotado en la orilla del gran lago.

A la mañana siguiente, me despertésobresaltado antes de que hubiera salidoel sol. Fue como una repentina toma deconciencia, que recorrió todo mi cuerpo.

¡He sobrevivido al naufragio!,pensé. Por fin lo entendí en toda sumagnitud. Tuve la sensación de habernacido de nuevo.

A la izquierda del lago, se extendíaun tortuoso paisaje de colinas. Estabacubierto de hierba amarilla y de algunas

flores rojas con forma de campana, quese movían ligeramente con la suavebrisa de la mañana.

Antes de que el sol hubiera salido,me encontraba en la cima de una colina.Tampoco desde allí pude ver el mar.Veía delante de mí una gran extensión detierra, un continente. Había estado enAmérica del Norte y en América delSur, pero ahora no me encontraba enninguno de esos continentes, pensé. Nohabía rastro de seres humanos.

Me quedé allí hasta que el sol, de unintenso color rojo, y resplandecientecomo un espejismo, apareció por el este,encima de una estepa allá en la lejanía.

Como el horizonte estaba tan bajo, era elsol más grande y más rojo que jamáshabía visto, incluso en el mar.

¿Sería el mismo sol que brillabasobre la casa de mis padres en Lübeck?

Continué caminando por esosparajes durante toda la mañana. Cuandoel sol estaba ya alto en el cielo, bajéhasta un valle donde había rosalesamarillos, por entre los que volabanunas mariposas gigantes. Las másgrandes eran del tamaño de las cornejas,pero infinitamente más bonitas. Todaseran de un intenso color azul, pero en lasalas tenían dos grandes estrellas decolor rojo sangre. Me parecían flores

vivas. Era como si algunas de las floresde la isla, de repente, se hubiesendespegado del suelo y aprendido el artede volar. Sin embargo, lo más curiosode esas mariposas era que emitían unsonido que recordaba el canto de lospájaros. Se asemejaba a un débil silbidode flauta con diferentes tonos. Así, unasuave música inundaba todo el valle,como cuando todos los instrumentos deviento de una gran orquesta son afinadosa la vez antes del concierto. A veces merozaban suavemente con sus alas, eracomo un roce de terciopelo. Noté suolor, pesado y dulzón, como el de uncaro perfume.

Por el valle fluía un caudaloso río.Decidí seguir su cauce, para no vagarsin rumbo por la gran isla. Pensé que deeste modo, seguro que antes o después,llegaría al mar. Pero no resultó tan fácilporque, al poco tiempo, el gran valle seacabó. Primero se estrechó como unembudo, y finalmente me topé con lapared de una montaña.

No entendía cómo podía ser eso,porque un río no puede dar la vuelta ycomenzar a fluir, en sentido contrario,por el mismo camino por el que hallegado. Al bajar por el precipicio,descubrí que el río continuaba por untúnel que atravesaba la montaña. Me

acerqué hasta la entrada y miré hacia elinterior de la montaña. El agua formabaallí un canal subterráneo.

Delante de la entrada del túnel, unasranas tan grandes como conejos saltabanen el borde del agua y, cuando croabantodas a la vez, hacían un ruidoensordecedor. Nunca me hubieraimaginado que en la naturalezaexistieran unas ranas tan enormes.

Por la húmeda hierba se arrastrabangrandes lagartos y otros reptiles tambiénenormes. Aunque jamás los había vistotan grandes, estaba habituado a veranimales de ese tipo en mis visitas a lospuertos de todo el mundo. Pero era la

primera vez que los veía de tantoscolores. En esa isla, los reptiles eranrojos, amarillos y azules.

Descubrí que se podía ir por laorilla del río y entrar en el túnel. Asíque entré para ver hasta dónde llegaba.

Dentro de la montaña había unaenigmática luz azul verdosa. El aguaapenas se movía. También allí dentro, enel agua cristalina, había bancos de pecesde colores.

Al cabo de un rato, percibí un débilsonido más adentro del túnel. Conformeavanzaba, el sonido se hacía cada vezmás fuerte, parecían atronadorestimbales. Comprendí que me estaba

acercando a una cascada subterránea.Así que tendré que dar la vuelta de

todos modos, pensé. Pero antes de llegara la cascada, el espacio se llenó de unaintensa luz. Miré hacia arriba y descubríuna pequeña oquedad en la montaña.Empecé a trepar hacia ella, y pocodespués contemplé debajo de mí unanaturaleza tan indescriptiblementehermosa que se me saltaron las lágrimas.

A duras penas, logré salir por elhueco. Cuando me puse en pie, ante misojos se extendía un valle tan frondoso yverde que ya no añoré el mar.

Andando por la ladera, descubrívarias clases de árboles. De unos

colgaban manzanas y naranjas, y deotros, otras frutas que me eranconocidas. Pero, en ese valle, tambiéncrecían frutos y bayas que jamás habíavisto. En los árboles más grandes,crecía una fruta parecida a las ciruelas,pero más alargada. Los árboles máspequeños tenían frutos verdes deltamaño de un tomate.

Seguí bajando por el valle. Entoncesdescubrí los molucos.

Las abejas y las mariposas mehabían hecho abrir ojos como platos,pero, aunque eran más grandes y máshermosas que las de su misma especieen Alemania, al fin y al cabo eran abejas

y mariposas, y lo mismo pasaba con lasranas y los reptiles. Pero ahora teníaante mí unos grandes animales blancos,tan distintos de todo lo que había visto yoído nunca que tuve que frotarme losojos.

Era un rebaño de unos doce o quinceejemplares. Eran grandes como caballoso vacas, pero tenían una piel gruesa yblanquecina, que me recordaba a la delcerdo, y todos tenían seis patas. Encomparación con los caballos y lasvacas, sus cabezas eran más pequeñas ypuntiagudas. A veces las elevaban haciael cielo diciendo ¡«bratch, bratch»!

No tuve miedo. Aquellos animales

de seis patas tenían pinta de ser tanbuenos y tan tontos como las vacas deAlemania. Me hicieron darme cuenta deque me encontraba en un país que nofiguraba en el mapa. Ese descubrimientome pareció tan escalofriante como si mehubiera encontrado con un ser humanosin rostro.

Naturalmente, se tardaba mucho másen leer las minúsculas letras del librodel panecillo que las letras normales.Había que sacar del conjunto cadaminúscula letra y enlazarla con lasdemás. Cuando acabé el apartado sobrelos animales de seis patas, era yabastante tarde, y mi viejo salió de la

autopista y cogió otra carretera.—Vamos a cenar a Verona —dijo.—Anorev —repliqué, porque ya

había visto la señal.Mientras entrábamos en la ciudad,

mi viejo me contó la triste historia deRomeo y Julieta, que no podían estarjuntos por pertenecer a dos familiasrivales. Los jóvenes novios, quesacrificaron su vida por un amorimposible, habían vivido en Veronahacía muchos años.

—Me recuerda un poco a losabuelos —dije. Mi viejo rió porque esonunca se le había ocurrido.

Comimos «antipasto» y pizza en un

gran restaurante al aire libre. Antes decontinuar, dimos una vuelta por lascalles, y en un quiosco de souvenirs, miviejo compró una baraja con cincuenta ydos mujeres medio desnudas. Comosiempre, se aseguró rápidamente de quehubiera comodín, pero esta vez se quedócon toda la baraja.

Creo que sintió un poco devergüenza porque las mujeres de labaraja llevaban aún menos ropa de laque se había imaginado. Se apresuró aguardárselas en el bolsillo de la camisa.

—En realidad es increíble que hayatantas mujeres —comentó, más bien parasí mismo. Algo tenía que decir, claro.

Pero era un comentario que, en sí, noservía para nada, ya que, de hecho, lamitad de la población mundial sonmujeres. Supongo que lo que queríadecir era que había muchas mujeresdesnudas, porque a eso, uno no está tanacostumbrado.

Si era eso lo que quería decir, estabade acuerdo con él, pues me parecía unpoco fuerte juntar cincuenta y dosejemplares en una sola baraja. Encualquier caso, era un invento malo,pues no se puede jugar con una barajaque sólo tiene damas. Es cierto queponía rey de picas, cuatro de tréboles,etc., etc., en el extremo superior

izquierdo, pero estoy seguro de que,jugando con una baraja así, la gente sequedaría mirando a las mujeres, en lugarde concentrarse en el juego.

El único hombre de la baraja era uncomodín. En esta ocasión era unaescultura griega o romana, con cuernosde macho cabrío. También él estabadesnudo, pero eso es normal en todas lasesculturas clásicas.

De vuelta en el Fiat, seguíapensando en la extraña baraja, y dije:

—¿Nunca has pensado en laposibilidad de buscarte una nueva mujer,en lugar de emplear media vida envolver a encontrar a una que aún no se

ha encontrado a sí misma?Primero soltó una carcajada, pero

luego contestó:—Tienes razón, es un poco

misterioso; en este planeta viven más decinco mil millones de seres. Teenamoras de una persona y no la quierescambiar por nadie en el mundo.

No hubo más comentarios sobreaquella baraja. Aunque conteníacincuenta y dos mujeres, todasesforzándose en estar lo más guapasposible, mi viejo pensaba que a esabaraja le faltaba una carta importante.Ésa era la carta que debíamos encontraren Atenas.

REY DE PICAS

… encuentro en cuartafase…

Cuando por fin llegamos a Venecia,ya tarde, tuvimos que aparcar el cocheen un enorme aparcamiento antes depoder entrar en la ciudad en sí, porqueVenecia no tiene ni una calle de verdad.En cambio tiene 180 canales, más de450 puentes y miles de lanchas motorasy góndolas.

Desde el aparcamiento, fuimos en un

taxi-góndola hasta el hotel, que seencontraba junto al Gran Canal, el másimportante de Venecia. Mi viejo habíareservado la habitación desde el hotelde Como.

Dejamos tirado el equipaje en lahabitación más pequeña y más fea detodas en las que nos alojamos durante elviaje, y nos fuimos a pasear por loscanales y por algunos de losinnumerables puentes.

Íbamos a estar dos días en esaciudad llena de canales, antes deproseguir el viaje. Por eso, yo sabía quehabía un grave peligro: que mi viejoaprovechara lo que la ciudad podía

ofrecerle, en lo que a bebida se refería.Después de cenar en la gran plaza de

San Marcos, conseguí convencerle paraque diéramos un pequeño paseo engóndola. Mi viejo señaló en el planodónde quería ir, y el gondolero noparaba de mover la pértiga. Lo únicoque no fue como esperaba es que elgondolero no cantó ni una estrofa. Nome importó lo más mínimo, porque esosgritos de gondolero siempre me habíanrecordado los maullidos de gato.

Mientras estábamos en la góndola,sucedió algo sobre lo que mi viejo y yonunca llegamos a ponernos de acuerdo.En el instante en que nos disponíamos a

pasar por debajo de uno de los puentes,una cara conocida apareció encima denosotros, sobre la barandilla. Yo estabaconvencido de que era el enano de lagasolinera, y esta vez el sorprendentereencuentro me disgustó. Me parecióque estábamos siendo perseguidos, en elsentido más literal de la palabra.

—¡El enano! —exclamé y me pusede pie en la barca señalándole.

Ahora entiendo que mi viejo seenfadara, porque la góndola estuvo apunto de volcar.

—¡Siéntate! —me ordenó, aunque,una vez pasado el puente, también élmiró hacia arriba, pero el enano ya

había desaparecido, exactamente igualque en la feria de Como.

—No hay duda de que era él —dije,y empecé a llorar; un poco por el sustode lo de la góndola, pero, sobre todo,porque estaba seguro de que mi viejo nome creía.

—Son imaginaciones tuyas, HansThomas.

—Pero era un enano —insistí.—Puede ser, pero no el mismo —

protestó, aunque ni siquiera le habíavisto.

—¿Quieres que me crea que Europaestá llena de enanos?

Con esta pregunta di en el clavo,

porque mi viejo se quedó sentado en lagóndola, con una pícara sonrisa en lacara.

—Puede ser. Todos somos unosextraños enanos. Somos esas misteriosasfiguras que aparecen de repente sobrelos puentes de Venecia.

El gondolero, que no habíacambiado la expresión de la cara entodo el viaje, nos dejó en una plaza conmuchas terrazas en las aceras. Mi viejome invitó a un helado y a un refresco, yél pidió café y algo así como VecchiaRomagna. No me sorprendí demasiadoal descubrir que lo que acompañaba alcafé era una bebida marrón, servida en

una elegante copa que me recordaba auna pecera.

Tras dos o tres de esas copas, miviejo me miró muy serio a los ojos,como si hubiera decidido confiarme elmayor secreto de su vida.

—¿No te habrás olvidado de nuestrojardín en Hisoy, verdad? —empezó.

No me digné contestar una preguntatan tonta, y él tampoco esperaba ningunarespuesta.

—Bueno —continuó—, entoncesescúchame bien, Hans Thomas.Imaginémonos que un día sales al jardíny descubres un pequeño marciano entrelos manzanos. Digamos que es un poco

más pequeño que tú, y en lo que respectaa si el hombrecillo es amarillo o verde,se lo dejo a tu imaginación.

Asentí con la cabeza, no hubieraservido de nada protestar por el temaelegido.

—El forastero se queda mirándotefijamente, como se suele mirar a seresde otro planeta. La cuestión es cómoreaccionarías tú.

Estuve a punto de decir que le habríainvitado a un desayuno del planetaTierra, pero dije que seguramente mehubiese entrado tal pánico que mehubiera puesto a gritar como un loco.

Mi viejo asintió con la cabeza,

evidentemente satisfecho por mirespuesta. Al mismo tiempo, comprendíque tenía algo más que decir.

—¿No crees que también tepreguntarías quién era ese hombrecillo yde dónde vendría?

—Naturalmente —contesté.Volvió a echar la cabeza hacia atrás,

como si estuviera examinando a todaslas personas de la plaza. Luegopreguntó:

—¿No se te ha ocurrido nuncapensar que tú mismo podrías ser uno deesos marcianos?

Estaba acostumbrado a escuchartodo lo que salía de su boca, pero

entonces tuve que agarrarme al borde dela mesa, para no caerme de la silla en laque estaba sentado.

—O un terrestre, si quieres. Enrealidad, no importa gran cosa cómollamemos al planeta en que vivimos. Loimportante es que tú eres un hombrecillode dos patas que anda a gatas por unplaneta del universo.

—Exactamente como ese marciano.Mi viejo asintió y continuó:—Aunque no te tropieces con un

marciano en el jardín, puede ocurrir quelo hagas contigo mismo. El día en queeso te ocurra, a lo mejor también tepones a gritar como un loco. No faltaría

más, pues no todos los días descubresque eres un terrestre de carne y huesosobre una pequeña isla del universo.

Entendía lo que quería decir, pero noresultaba fácil añadir nada. Lo últimoque dijo sobre el marciano fue:

—¿Recuerdas que vimos unapelícula que se llamaba Encuentro?

Asentí. Era una extraña película,sobre gente que descubre un platillovolante de otro planeta.

—El ver una nave espacial de otroplaneta se llama encuentro en la primerafase. Si además se ve a seres de dospatas salir de la nave, se llamaencuentro en la segunda fase. Pero al

año siguiente de ver Encuentro, vimosotra película…

—Que se llamaba Encuentros en latercera fase.

—Exactamente. Eso es porquetocaron a esos seres de otro sistemasolar. Es ese contacto directo con lodesconocido lo que se llama encuentroen la tercera fase. ¿Vale?

—Vale.Permaneció sentado, mirando la

plaza con todas las terrazas, y siguiódiciendo:

—Pero tú, Hans Thomas, tú hasvivido el encuentro en cuarta fase.

Me debí de quedar totalmente

perplejo.—Porque tú eres un misterioso ser

del espacio —dijo mi viejo con énfasis.Solté la taza de café en la mesa con talímpetu que a los dos nos sorprendió queno se rompiera—. Tú eres esemisterioso ser, y tú lo conoces desdedentro.

Yo estaba ya bastante alucinado,pero comprendí que mi viejo teníarazón.

—Deberías recibir una subvencióndel Estado por filósofo —me limité adecir, y esas palabras salieron del fondode mi corazón.

De vuelta en el hotel, ya de noche,

descubrimos una enorme cucaracha en elsuelo.

Mi viejo se inclinó sobre elladiciendo:

—Lo siento, amiga, pero no podrásdormir aquí esta noche. Hemosreservado una habitación doble, y sólocabemos nosotros dos. Además soy yoel que paga la factura.

Creí que se había vuelto yatotalmente loco, pero entonces me miróy continuó:

—Esta cucaracha es demasiadogorda para poder matarla, Hans Thomas.Es tan enorme que habrá queconsiderarla un individuo, y no se mata

a los individuos, aunque se reaccionecon cierto rechazo ante su presencia.

—Entonces, ¿vamos a dejar que sepasee por la habitación mientrasdormimos?

—¡Claro que no! La acompañaremosfuera.

Y eso fue exactamente lo que hizo.Mi viejo empezó a sacarla fuera de lahabitación, como haría un pastor con surebaño. Primero colocó las maletas ybolsas de modo que formaran unaespecie de larga pista sobre el suelo.Luego, con una cerilla empezó a hacercosquillas a la cucaracha en el trasero,para meterle un poco de prisa. A la

media hora, consiguió sacarla al pasillo,fuera de nuestro cuartucho. Con eso, miviejo se dio por satisfecho, y no laacompañó hasta abajo.

—Y ahora vamos a dormir —dijocerrando la puerta tras él. Se metió en lacama y se quedó frito instantáneamente.

Dejé encendida la luz de encima demi cama, y seguí leyendo el libro delpanecillo en cuanto estuve seguro de quemi viejo ya había sellado su pasaporteen la frontera del país de los sueños.

TREBOLES

AS DE TRÉBOLES

… eran exactamente igualque las figuras de los

naipes…

Durante todo aquel día, permanecíen el frondoso vergel. De repente,descubrí a lo lejos dos figuras humanas.Mi corazón empezó a latir más deprisa.

Estoy salvado, pensé. Después detodo, quizá había llegado a América.

Mientras caminaba hacia ellos, ibapensando en que seguramente no nos

entenderíamos. Yo sólo hablaba alemány, después de cuatro años a bordo delMaría, algo de inglés y noruego, peroesas gentes hablarían un idiomatotalmente diferente.

Conforme me iba acercando, vi queestaban inclinados sobre un sembrado, ytambién descubrí que eran mucho másbajos que yo. ¿Serían niños?

Cuando me encontraba ya muy cercade ellos, observé que estaban cogiendounas raíces de color rosa que metían enuna cesta. De pronto, se volvieron y memiraron. Eran dos hombres regordetes,que me llegarían a la altura del pecho.Los dos tenían el pelo negro, y la piel

oscura y grasienta. Vestían idénticosuniformes azul marino. La únicadiferencia era que uno de ellos tenía tresbotones en la chaqueta y el otrosolamente dos.

—Good afternoon —dije primeroen inglés.

Los hombrecillos dejaron en el suelolas herramientas que tenían en la mano, yme miraron fijamente a los ojos.

—Do you speak English? —empecéde nuevo.

Los dos se limitaron a agitar losbrazos y a decir que no con la cabeza.

Instintivamente, los saludé en milengua materna. Entonces, el

hombrecillo que tenía tres botones en eluniforme me contestó en un fluidoalemán:

—Si vales más de tres, tienesderecho a vencernos, pero te rogamosinsistentemente que no lo hagas.

Me quedé tan pasmado que no supequé contestar. ¡En lo más profundo deuna isla desierta del Atlántico, alguienme contestaba en mi propia lengua!Además, tampoco sabía qué significabalo de «valer más de tres».

—Vengo en son de paz —dije por siacaso.

—Más te vale; si no, el rey tecastigaría.

¡El rey!, pensé. Entonces no estoy enNorteamérica.

—Me gustaría hablar con el rey.Entonces intervino el de los dos

botones:—Lo que yo pensaba. No conoce las

reglas.El que tenía tres botones me miró y

dijo:—Hay más de un rey.—¿Ah sí? ¿Cuántos?Los dos hombres se echaron a reír,

dándome a entender con ello que mispreguntas les parecían estúpidas.

—Uno por cada palo —suspiró el delos dos botones.

Por fin me di cuenta de lo bajos querealmente eran. No medirían más quecualquier enano, pero sus cuerposestaban perfectamente proporcionados.No obstante, esos liliputienses meparecieron mentalmente retrasados.

Estuve a punto de preguntar cuántoseran los «palos», para saber el númerode reyes que había en la isla. Pero evitéesa pregunta e hice otra:

—¿Cómo se llama el rey máspoderoso?

Se miraron y movieron la cabeza.—¿Crees que nos está tomando el

pelo? —preguntó el de los dos botones.—No sé —contestó el otro—. Pero

tenemos que contestarle.El de los dos botones espantó a una

mosca que se había posado en uno desus mofletes y dijo:

—Por regla general, el rey negrotiene derecho a vencer a uno rojo pero,de vez en cuando, un rey rojo tambiéntiene derecho a vencer al negro.

—¡Qué bruto! —dije.—Así son las reglas.De repente, se oyeron unos agudos

estallidos en la lejanía. A juzgar por elsonido, se estaba rompiendo algo decristal. Los dos enanos se volvieronhacia el lugar de donde venía el ruido.

—¡Idiotas! —dijo el de los dos

botones—. Rompen más de la mitad delo que producen.

Durante el breve instante en queestuvieron de espaldas a mí, descubríalgo siniestro: el de los dos botones,tenía dibujados en la espalda dostréboles, y el otro tres. Eran exactamenteigual que las figuras de los naipes. Estedescubrimiento hizo que la extrañaconversación que estábamosmanteniendo pareciera menosincongruente.

Cuando se volvieron de nuevo haciamí, opté por dar otro enfoque a lamisma.

—¿Vive mucha gente en esta isla? —

pregunté.También entonces se miraron

extrañados.—¡Cuánto pregunta éste! —dijo uno.—Sí, es vergonzoso —replicó el

otro.Si no hubiéramos hablado el mismo

idioma, seguro que la conversación nohubiera sido tan absurda, porque aunqueentendía todas las palabras que decían,no captaba lo que querían decir. Casihubiera sido mejor hablarnos por señas,sin utilizar palabras.

—¿Cuántos sois? —lo intenté denuevo, empezando ya a impacientarme.

—Ves que somos Dos y Tres, ¿no?

—contestó el que llevaba tres trébolesen la espalda—. Si necesitas gafas, másvale que hables con Frode, porque él esel único aquí que conoce el arte de pulirel vidrio.

—¿Y por cierto, cuántos eres tú? —preguntó el otro.

—¿Cómo? Yo sólo soy uno.El de los dos botones en la chaqueta

se volvió hacia el de tres y silbóruidosamente.

—¡As! —dijo.—Entonces hemos perdido —

contestó el otro perplejo—. Tambiénhabría vencido al rey.

Dicho esto, sacó una botellita del

bolsillo interior de su chaqueta. Bebióun largo sorbo, y pasó la botella al otro,que también dio un buen trago.

—¿Pero el As no es una dama? —preguntó el de los tres botones.

—No necesariamente —contestó elotro—. Sólo las reinas son siempredamas. Puede que él venga de otrabaraja.

—¡Tonterías! No hay más barajas. Yel As es una dama.

—Quizá tengas razón. Pero, paravencernos, sólo le hubieran hecho faltacuatro botones.

—Para vencernos a nosotros sí, perono a nuestro rey, tonto. ¡Nos ha

engañado!Siguieron bebiendo de la botellita y

sus miradas eran cada vez más distantes.Pero, de repente, el hombrecillo de losdos botones se estremeció. Me mirófijamente a los ojos y dijo:

—EL PEZ DE COLORES NOREVELA EL SECRETO DE LA ISLA,PERO SÍ EL PANECILLO[3].

Dicho esto, se tumbaron los dos enel suelo murmurando:

—Ruibarbo… mango…curibayas… dátiles… limón… hunja…cocos… plátanos… suka…

Siguieron nombrando un montón defrutas y bayas. Yo sólo conocía algunos

de esos nombres. Al final se tumbaronboca arriba y se durmieroninstantáneamente.

Intenté despertarlos a empujones,pero no sirvió de nada.

De nuevo me encontraba solo yabandonado. Recuerdo que en esemomento pensé que esa isla debía de serun reducto para locos sin remedio, y quela botellita debía de contener algúntranquilizante. En ese caso, prontoaparecería por allí algún médico oalguna enfermera, acusándome deexcitar a los pacientes.

Me fui por donde había llegado,pero enseguida se me acercó otro

hombrecillo. Llevaba un uniforme delmismo tipo, pero con una chaquetacruzada con un total de diez botones.Tenía la piel tan oscura y grasienta comolos otros dos.

—¡CUANDO EL MAESTRODUERME, LOS ENANOS VIVEN SUPROPIA VIDA! —exclamó agitando losbrazos y dirigiéndome una miradaausente.

Éste también está loco, pensé.Señalé a los dos que estaban

tumbados cerca de allí.—Parece que también los enanos se

han dormido —le dije.Esto le hizo apresurarse. Aunque

corría tanto como sus cortas piernas lepermitían, no avanzaba mucho. Se caía,se levantaba y se volvía a caer. Tuvetiempo de sobra para contar hasta dieztréboles en su espalda.

Pronto me encontré en un estrechocamino de carros, y al cabo de muy pocotiempo, fui testigo de un gran tumulto.Primero oí un tremendo ruido detrás demí. Por el sonido, parecían cascos decaballos que estaban cada vez máscerca. Me volví y, de un salto, me apartéa un lado.

Eran los animales de seis patas quehabía visto antes. Dos de ellos ibanmontados por sendos jinetes, y detrás de

todos, corría un enano agitando un granpalo. Los tres llevaban los mismosuniformes azul marino. Observé que laschaquetas eran cruzadas con cuatro, seisy ocho botones negros respectivamente.

—¡Parad! —grité mientras pasabana toda velocidad por el sendero.

Sólo el que iba andando frenó unpoco la marcha. En la chaqueta llevabaocho botones.

—¡TRAS 52 AÑOS, EL NIETODEL NÁUFRAGO VUELVE ALPUEBLO! —gritó muy excitado.

Los enanos y los animales de seispatas ya habían desaparecido. Me fijé enque los enanos tenían tantos tréboles

sobre la espalda como botones en laschaquetas cruzadas.

A ambos lados del sendero, crecíanaltas palmeras con racimos de frutasamarillas, del tamaño de una naranja.Debajo de uno de estos árboles había uncarro lleno hasta la mitad de esas frutas.No era muy distinto al carro queutilizaba mi padre para transportar elpan en Lübeck, mi ciudad. Lo únicodiferente era el animal que tiraba de él,que, en lugar del caballo de mi padre,era uno de esos animales de seis patas.

Cuando estaba ya muy cerca delcarro, descubrí que debajo del árbolhabía un enano sentado. Antes de que él

me viera, tuve tiempo de fijarme en quesu chaqueta no era cruzada, sino quetenía sólo una fila de cinco botones. Porlo demás, el uniforme era idéntico al delos otros. Observé también que, losredondos cráneos de todos los enanosque había visto hasta entonces, estabancubiertos por una gruesa capa de pelomarrón…

—¡Buenas tardes, Cinco deTréboles! —dije.

Levantó la cabeza y me miró conindiferencia.

—Buenas ta… —se interrumpió, ysiguió sentado, mirándome fijamente sindecir palabra.

—Date la vuelta —dijo finalmente.Hice lo que me ordenó, y cuando

estuve de nuevo frente a él, estabarascándose la cabeza con sus gordosdedos.

—¡Problemas! —suspiró y levantólos brazos.

En ese instante, alguien tiró dosfrutos desde lo alto de la palmera. Unocayó sobre las rodillas de Cinco deTréboles, y el otro, casi me da en lacabeza.

No me sorprendí demasiado aldescubrir a Siete de Tréboles y Nuevede Tréboles, que bajaron del árbol unossegundos más tarde. Así que, de Dos a

Diez, ya los he visto a todos, pensé.—Intentamos golpearle con la fruta

suka —dijo Siete.—Pero se apartó justo en el

momento en que la lanzamos —dijo elotro.

Se sentaron debajo del árbol junto aCinco.

—Vale, vale —dije yo—. Osperdonaré todo, si me contestáis a unaspreguntas muy sencillas. ¿Entendido?

Logré asustarlos lo suficiente paraque se quedaran sentados debajo delárbol sin decir nada. Uno por uno, lesfui mirando a todos a los ojos. Los treslos tenían de color marrón oscuro.

—Comencemos… ¿Quiénes sois?Se pusieron de pie y cada uno de

ellos pronunció una frase, a cuál másdisparatada:

—EL PANADERO ESCONDE LOSTESOROS DE LA ISLA MÁGICA —dijo Cinco.

—LA VERDAD ESTÁ EN LASCARTAS —dijo Siete.

—SÓLO EL COMODÍN DE LABARAJA DESENMASCARA ELESPEJISMO —dijo Nueve.

Yo sacudí la cabeza.—Os agradezco la información —

les dije—. ¿Pero quiénes sois?—Tréboles —contestó Cinco al

instante. Parecía que se había tomado enserio mi amenaza.

—Sí, de eso ya me he dado cuenta.¿Pero de dónde venís? ¿Habéis llovidodel cielo, o habéis crecido de la tierracomo los otros tréboles?

Se miraron rápidamente, y Nueve deTréboles contestó:

—Venimos del pueblo.—¿Ah sí? ¿Y cuántos… gnomos

como vosotros viven allí?—Ninguno —dijo Siete de Tréboles

—. Quiero decir, solamente nosotros.Nadie es totalmente idéntico a otro.

—No, tampoco era de esperar. Peroen total… ¿cuántos gnomos hay en esta

isla?Se miraron todos.—¡Vamos! —dijo Nueve de

Tréboles—. ¡Nos largamos!Se tumbaron en el carro. Uno de

ellos arreó al animal blanco, que sepuso a correr a toda velocidad con susseis patas.

Jamás me había sentido tanimpotente. Los hubiera podido detener,claro está. Incluso podría haberlesretorcido el cuello. Pero ni lo uno ni lootro me habría dado más informaciónsobre ellos.

DOS DETRÉBOLES

… empezó a agitar dosbilletes…

Lo primero en que pensé aldespertarme en el cuartucho del hotel deVenecia fue en Hans el Panadero, y enaquellos extraños enanos que habíaencontrado en la isla mágica. Saqué lalupa y el libro del panecillo de lospantalones, que estaban al lado de lacama. Pero justo cuando iba a encender

la luz para empezar la lectura, mi viejodio un grito y se despertó tanrepentinamente como solía dormirse.

—Todo el día en Venecia —bostezó.No había pasado ni un segundo, cuandoya se había levantado.

Sin que me viera, tuve que volver ameter el libro del panecillo en suescondite, el bolsillo del pantalón.Había prometido que eso sería unsecreto entre el viejo panadero de Dorfy yo.

—¿Estás jugando al escondite? —preguntó mi viejo justo cuando conseguímeter el libro en su sitio.

—Estoy mirando si hay cucarachas.

—¿Y para eso necesitas una lupa?—Quizá tengan crías —contesté.Naturalmente era una respuesta muy

tonta, pero así, sobre la marcha, no seme ocurrió ninguna mejor. Por si acasoañadí:

—Además, puede que vivan aquícucarachas enanas.

—Nunca se sabe —dijo mi viejo, yse metió en el baño.

El hotel en el que nos hospedábamosera tan malo que ni siquiera servíandesayunos, pero nos vino muy bien,porque la noche anterior habíamosdescubierto un café muy guay, dondeservían desayunos de ocho a once.

Las calles estaban tranquilas, ytambién los canales y las anchas acerasque los bordeaban. Cuando llegamos alcafé, pedimos zumo de naranja, huevosrevueltos, pan tostado y mermelada denaranja. Ese desayuno fue la únicaexcepción, en todo el viaje, queconfirmó la regla de que no haydesayuno como el de casa.

Mientras desayunábamos, mi viejotuvo una de sus brillantes ideas. Derepente, se quedó mirando al infinito, yyo pensé que el enano había vuelto aaparecer. Pero, por fin, dijo:

—Espérame aquí sentado, HansThomas. Vuelvo en cinco minutos.

Yo no tenía ni idea de lo que iría ahacer, pero le había visto así antes.Cuando a mi padre se le ocurría algunaidea, no había casi nada que pudieradetenerle.

Desapareció tras una puerta decristal al otro lado de la plaza. Cuandovolvió, se comió los huevos revueltossin decir palabra. Luego señaló la tiendaen la que había estado.

—¿Qué pone en ese cartel, HansThomas? —preguntó.

—Sartap-Anocna —leí al revés.—Ancona-Patras, eso es.Mojó el pan tostado en el café, antes

de metérselo en la boca. Apenas podía

tragar, porque no paraba de sonreír.—¿Y qué? —pregunté—. Esas dos

palabras me suenan a griego, tanto si lasleo al revés, como si no.

Entonces me miró a los ojos.—Nunca hemos estado juntos en el

mar, Hans Thomas. Nunca has navegadoconmigo.

Empezó a agitar dos billetes ycontinuó:

—Un viejo marinero no puedebordear el Adriático. Dejemos de sermarineros de agua dulce. Meteremos elFiat en un gran barco, y navegaremoshasta Patras, en la costa oeste delPeloponeso. De allí a Atenas sólo hay

veinte o treinta kilómetros.—¿De verdad?—¿Qué coño quieres decir? ¡Pues

claro que sí!Seguramente empezó a decir tacos

sin pensárselo dos veces, porque estabaa punto de volver al mar. Así que nopasamos un día entero en Venecia, comohabíamos planeado, porque el barcopara Grecia salía de Ancona aquellamisma noche, y hasta allí había casitrescientos kilómetros.

Lo único que mi viejo quiso ver,antes de ponerse al volante, fue elfamoso arte veneciano de trabajar elvidrio.

Para fundir el vidrio se necesitanfogones, y el peligro de incendio fue loque hizo que los venecianos llevaran, yaen la Edad Media, la producciónvidriera de la ciudad a unos islotes fuerade Venecia. Hoy en día, esos islotes sellaman Murano. Mi viejo insistió enpasar por Murano de camino alaparcamiento donde habíamos dejado elcoche. Pero primero tuvimos que ir arecoger el equipaje.

En Murano, visitamos primero unmuseo, donde había vidrio de todos loscolores y formas, con cientos de años deantigüedad. Luego vimos el taller de lossopladores de vidrio, donde soplaban

jarrones y vasijas de cristal ante laatenta mirada de los turistas. Lo quehacían, lo vendían luego, pero mi viejodijo que eso era mejor dejarlo para losamericanos ricos.

Desde la isla de los sopladores devidrio, cogimos un taxigóndola hasta elaparcamiento y, a la una, estábamos yaen la autopista en dirección a Ancona,que estaba a trescientos kilómetros alsur de Venecia.

La carretera iba bordeando todo eltiempo la costa del Adriático, y mi viejodisfrutaba como un enano sólo con verel mar.

A veces pasábamos por colinas

desde donde había magníficas vistas almar. Entonces mi viejo paraba el cochey hacía comentarios sobre los veleros ybarcos que veíamos.

Ya en el coche, me contó muchascosas que yo no sabía sobre Arendal,como ciudad naval. Mencionó una largalista de años y nombres de grandesveleros, y también me enseñó ladiferencia entre goletas, bergantines ybarcos de tres mástiles. Me habló de losprimeros veleros de Arendal, quenavegaron rumbo a América y al Golfode México. Me dijo además que, elprimer barco a vapor que llegó aNoruega, atracó primero en Arendal.

Era un velero al que pusieron un motor avapor y una paletilla. El barco sellamaba Savannah.

Mi viejo había navegado en unpetrolero que había sido construido enHamburgo, propiedad de la navieraKuhnle de Bergen. El barco pesaba másde 8000 toneladas y tenía unatripulación de 40 hombres.

—Hoy en día los petroleros sonmucho más grandes —dijo—. Pero latripulación se reduce a ocho o diezhombres, ahora todo se realiza conmáquinas y tecnología. La vida delmarinero ya no es como antes, HansThomas. Me refiero a la vida que

hacíamos en el mar. En el siglo queviene, habrá unos idiotas sentados entierra, dirigiéndolo todo a distancia.

Si no le había entendido mal, queríadecir que, lo que él llamaba vida demarinero, acabó hace ciento cincuentaaños, cuando terminó la era de losveleros.

Mientras mi viejo hablaba de la vidaen el mar, saqué una baraja, separé deldos al diez de tréboles, y los coloqué ami lado sobre el asiento trasero delcoche.

¿Por qué todos los enanos de la islamágica tenían tréboles en la espalda?¿Quiénes eran y de dónde venían? ¿Se

encontraría Hans el Panadero a alguiencon quien poder hablar en el país al quehabía llegado? Mi cabeza estaba llenade preguntas sin respuesta.

Dos de Tréboles había dicho ademásalgo que no podía olvidar:

«El pez de colores no revela elsecreto de la isla, pero sí el panecillo».¿Podría tratarse del pez de colores delpanadero de Dorf? Y el panecillo,¿podría ser el panecillo que me habíandado en Dorf?, pues Cinco de Tréboleshabía dicho que «el panadero escondelos tesoros de la isla mágica». ¿Perocómo era posible que esos enanos queHans el Panadero había conocido a

mediados del siglo pasado pudiesensaber algo de eso? Durante muchoskilómetros, mi viejo fue silbandocanciones que había aprendido cuandoera marinero. Yo aproveché para cogerel libro del panecillo y continuar lalectura.

TRES DETRÉBOLES

… no somos tréboles…

Seguí la dirección que había tomadoel carro con los tres gnomos. El caminose adentraba entre altos y espesosárboles. Era como si el fuerte sol de latarde chisporroteara entre las hojas delos árboles.

En un claro del bosque, apareció unacasa muy grande hecha con troncos demadera. Tenía dos chimeneas por las

que salía un humo negro. A lo lejos viuna figura vestida de rosa que se metía atoda prisa dentro de la casa.

Pronto me di cuenta de que a la casade madera le faltaba una pared, y vi algoque me sorprendió tanto que tuve queagarrarme a un tronco para no perder elequilibrio. En una gran superficie, quecarecía totalmente de tabiques, habíauna especie de taller.

No tardé mucho en comprender quetenía que tratarse de una fábrica devidrio.

El tejado estaba sostenido porgruesas vigas. Encima de tres o cuatroenormes hornos, había unos grandes

recipientes de piedra blanca, en los quehervía un líquido al rojo vivo del quesalía un grasiento vapor. Por entre losrecipientes, corrían unas mujeresvestidas de rosa, todas del mismotamaño que los gnomos que había vistoantes. Metían los extremos de unos tubosde hierro huecos muy largos en losrecipientes, cogían un poco de masa y,por el otro extremo del tubo, soplabanhasta formar una esfera hueca de vidrioque luego manipulaban para creardiferentes objetos. En un extremo delsolar había un montón de arena y, en elotro, los artículos fabricados estabanapilados en estantes a lo largo de la

pared. En medio del suelo había,además, un montón de más de un metrode altura de botellas, vasos y vasijasrotas.

De nuevo me pregunté que a qué paíshabía llegado. De no ser por susextraños uniformes, esos gnomospodrían haber vivido igualmente en unasociedad de la Edad de Piedra. Peroresultó que la isla tenía una exquisitaproducción de vidrio.

Las mujeres que trabajaban en lafábrica llevaban vestidos rosas. Su pielera casi blanca y las tres tenían un pelolargo y lacio, de color plata.

Enseguida constaté asustado que

todos los vestidos llevaban imágenes dediamantes en la espalda. Eran idénticasa las imágenes de diamantes de lasbarajas. Una de ellas tenía tresdiamantes, otra siete y la tercera nueve.La única diferencia era que estosdiamantes eran de color plata.

Las tres mujeres estaban tanocupadas soplando vidrio que tardaronmucho tiempo en percatarse de mipresencia, aunque estaba de pie justodonde faltaba la pared. Andaban conpasos muy rápidos por el amplio solar,moviendo los brazos con tanta ligerezaque parecían casi ingrávidas. Si a una deellas le hubiera dado por volar bajo el

techo, no me habría asombrado más delo que ya estaba.

De repente, una de ellas medescubrió. Era la que tenía sietediamantes en el vestido. Por unmomento, estuve a punto de salircorriendo pero, cuando me vio, sesorprendió tanto que se le cayó unavasija al suelo y, con el estruendo, todasse volvieron hacia mí y ya era tarde parahuir.

Entré y las saludé en alemán, conuna profunda inclinación de cabeza. Semiraron las unas a las otras sonriendotan abiertamente que sus blancos dientesbrillaron a la luz de los incandescentes

hornos. Me acerqué a ellas, y ellas merodearon.

—Espero que no les importe que leshaga una visita —dije.

Volvieron a mirarse y sonrieron aúnmás que antes. Todas tenían los ojosazules. Eran tan parecidas que seguroque procedían de la misma familia.Quizá fueran hermanas.

—¿Entendéis lo que digo?—Entendemos todas las palabras

corrientes —dijo Tres de Diamantes conuna aguda voz como de muñeca.

Empezaron a hablar todas a la vez.Algunas me hicieron reverencias, yNueve de Diamantes incluso se acercó a

mí y me dio la mano. Me sorprendió quesu pequeña y fina mano estuviera tan fríadentro de ese taller tan caluroso.

—Qué trabajo tan bonito hacéis —dije, y ellas se echaron a reíralegremente.

Esas artesanas del vidrio eran másamables que los irascibles gnomos conque me había topado antes, pero,aparentemente, eran igual deinabordables.

—¿Quién os ha enseñado el arte desoplar el vidrio? —proseguí, dando porsentado que no lo habían aprendido porsu cuenta.

Tampoco a esto me contestó ninguna,

pero Siete de Diamantes se fuecorriendo a buscar una vasija de cristal,que me entregó.

—¡Tenga! —dijo.Y las muchachas comenzaron de

nuevo a reír.En medio de tanta amabilidad, no

resultaba fácil conseguir algunainformación, y si no me enteraba prontode qué estaba pasando allí, iba avolverme completamente loco.

—Acabo de llegar a esta isla —comencé a decir—, pero no tengo lamenor idea de en qué parte del mundome encuentro. ¿Podríais contarme algosobre este lugar?

—No podemos hablar… —dijoSiete de Diamantes.

—¿Hay alguien que os lo prohíba?Las tres dijeron que no, moviendo la

cabeza con tanto ímpetu que sus cabellosplateados revolotearon a la luz de loshornos.

—Sabemos soplar el vidrio —continuó Siete de Diamantes—. Pero nosomos capaces de pensar. Y por esotampoco podemos hablar.

—Entonces sois como los tréboles.Este comentario hizo que, de nuevo,

les entrara la risa.—No somos tréboles —replicó

Siete de Diamantes, moviéndose el

vestido—, ¿no ves que somosdiamantes?

—¡Idiotas! —se me escapó, y lastres se estremecieron.

—No debes enfadarte —dijo Tresde Diamantes—. Nos entristecemosfácilmente, y eso nos hace infelices.

No estaba totalmente seguro de sidebía creerla o no. Su sonrisa era tanconvincente que me parecía que unpequeño enfado no conseguiría borrarla.No obstante, tomé nota de laadvertencia.

—¿De verdad tenéis la mente tanvacía? —pregunté.

Asintieron solemnemente con la

cabeza.—Me gustaría… —dijo Nueve de

Diamantes.—¿Sí? —pregunté amablemente.—Me gustaría pensar algo tan difícil

que no fuera capaz de pensarlo, pero nopuedo.

Me quedé meditando sus palabras, yllegué a la conclusión de que ese artedebía de ser igual de complicado paratodas ellas.

De repente, una empezó a llorar. EraTres de Diamantes.

—Quiero… —sollozó.Nueve le puso el brazo alrededor

del hombro, y Tres de Diamantes

continuó:—Me gustaría despertarme… pero

estoy despierta.Eso era exactamente lo que yo

sentía.Finalmente, Siete de Diamantes se

quedó observándome con la miradaausente. Luego dijo muy seria:

—EL HIJO DEL VIDRIERO SE HABURLADO DE SUS PROPIASIMAGINACIONES.

Enseguida, las tres empezaron alloriquear. Una, cogió una gran vasija decristal y la tiró con todas sus fuerzascontra el suelo. Otra, empezó a tirarsede su pelo plateado. Y yo llegué a la

conclusión de que debía marcharme ya.—Perdonad que os haya molestado

—me limité a decir.—¡Adiós!Ya no me cabía ninguna duda de que

me encontraba en un reducto para gentecon trastornos mentales. Además, estabaconvencido de que en cualquiermomento aparecería algún enfermerovestido de blanco, pidiéndome cuentaspor haber sembrado la angustia y laintranquilidad entre los pacientes.

Sin embargo, había algo que noentendía. En primer lugar, el tamaño delos habitantes de la isla. Debido a micondición de marinero, había viajado

por muchos países, y sabía que no habíaningún lugar en el mundo donde la gentefuera tan pequeña. Los gnomos y lasmuchachas que trabajaban el vidriotenían, además, un color de pielcompletamente distinto, lo que indicabaque no podían ser parientes muycercanos.

¿Podría ser que en algún momentohubiera brotado una epidemia mundialque hiciera más tonta y más baja a lagente, y que las víctimas de esaepidemia hubieran sido confinadas enesa isla para no contagiar al resto? Sieso fuera así, pronto yo mismo seríaigual de tonto y pequeño.

Otra cosa que no entendía era ladivisión en diamantes y tréboles, comoen una baraja. ¿Sería para que losmédicos y enfermeros pudierandistinguir a los pacientes?

Seguí andando por el camino paracarros, que ahora se internaba entreespesos árboles de altas copas. El suelodel bosque estaba cubierto por unaalfombra de musgo verde claro, y portodas partes crecían unas flores azules,parecidas a los nomeolvides. Los rayosdel sol no atravesaban las copas de losárboles, y las ramas formaban unaespecie de tejado dorado sobre elpaisaje.

Al cabo de un rato, divisé una figuraclara entre los troncos. Era una mujermenuda, de pelo largo y rubio. Llevabaun vestido amarillo y no era más altaque los demás enanos de la isla. De vezen cuando, se agachaba para cogerflores, y pude ver que, en la espalda,llevaba un gran corazón de color rojo.

Al acercarme, oí que tarareaba unamelancólica melodía.

—¡Hola! —susurré cuando estaba yamuy cerca de ella.

—¡Hola! —dijo y se levantó. Lodijo de un modo tan natural y espontáneoque parecía que nos conociéramos deantes.

Era tan bella que no me atrevía amirarla.

—Cantas muy bien —logré decir porfin.

—Gracias…Deslicé los dedos por mi pelo. Por

primera vez desde que llegué a este sitiopensé en mi aspecto. No me habíaafeitado desde hacía más de una semana.Ella siguió diciendo:

—Creo que me he perdido.Movió su pequeña cabeza, parecía

desconcertada.—¿Cómo te llamas? —pregunté.Se quedó callada un momento y

luego contestó:

—¿No ves que soy As deCorazones?

—Pues sí… —dejé pasar un largorato antes de proseguir—: Y eso meparece un poco extraño.

—¿Por qué?Se agachó a coger otra flor.—Por cierto, ¿quién eres tú?—Me llamo Hans.Se quedó pensando.—¿Te parece más extraño ser As de

Corazones que Hans?Esta vez no supe qué contestar.—¿Hans? —continuó—. Creo que lo

he oído alguna vez. O quizá haya sidosólo un pensamiento… Es algo tan

lejano…Se volvió a agachar para coger otra

flor. De pronto, sufrió una especie deataque epiléptico. Con voz temblorosadijo:

—LA CAJITA DE DENTRODESEMBALA A LA DE FUERA, A LAVEZ QUE LA DE FUERADESEMBALA A LA DE DENTRO.

Era como si esa frase tan absurda nohubiera sido pronunciada por ella.Parecía que las palabras salían de suboca sin que fuera consciente de lo queestaba diciendo. Cuando terminó lafrase, volvió a su estado inicial, yseñalando mi traje de marinero, dijo

asustada:—¡Pero si vas totalmente de blanco!—¿Te refieres a que no llevo ningún

signo en la espalda?Dijo que sí. Luego se echó el pelo

hacia atrás:—¿Sabes que no puedes vencerme?—Yo nunca vencería a una dama —

dije.—¡Qué bobadas dices, yo no soy una

dama!Tenía dos profundos hoyuelos en las

mejillas. Su hermosura era tanenigmática como un elfo. Cuandosonreía, sus ojos verdes brillaban comoesmeraldas, y me sentía incapaz de

apartar la mirada de ella.De pronto, su rostro adquirió una

expresión de preocupación.—¿¡No serás triunfo!? —exclamó.—No, no, no soy más que un

marinero.En ese instante, se metió detrás del

tronco de un árbol y desapareció. Intentéseguirla, pero fue como si se la hubiesetragado la tierra.

CUATRO DETRÉBOLES

… una gran lotería en laque solamente

son visibles los boletosganadores…

Volví a guardar el libro delpanecillo y me puse a contemplar elAdriático.

Lo que acababa de leer abría tantosinterrogantes que no sabía por cuálempezar a pensar.

Cuanto más leía sobre los enanos dela isla mágica, más enigmáticos meparecían. Hans el Panadero ya habíaconocido a hombrecillos tréboles ymuchachas diamantes. Incluso se habíaencontrado a As de Corazones, aunqueluego desapareció.

¿Quiénes eran esos enanos? ¿Cómohabían surgido y de dónde venían?

Estaba convencido de que, al final,el libro del panecillo desvelaría todoslos secretos. Pero había algo más: lasmuchachas con los signos de diamanteen la espalda se dedicaban a soplarvidrio, y yo, justamente entonces,acababa de visitar una fábrica de vidrio.

Era mucha casualidad.Estaba convencido de que tenía que

haber alguna extraña conexión entre miviaje por Europa y el libro delpanecillo. Pero lo que en él se narrabaera algo que Hans el Panadero habíacontado a Albert hacía muchisísimosaños. ¿Habría, aun así, una misteriosarelación entre mi vida en la Tierra y elgran secreto que habían compartidoHans el Panadero, Albert y Ludwig?

¿Quién era el viejo panadero quehabía conocido en Dorf? ¿Quién era elenano que me regaló la lupa y que,además, aparecía constantemente en miviaje por Europa? Estaba convencido de

que tenía que haber alguna relación entreel panadero y el enano, aunque ellos,posiblemente, no lo supieran.

No podía hablar a mi viejo sobre ellibro del panecillo, por lo menos, hastano haber terminado de leerlo. Noobstante, era bueno tener un filósofo enel coche.

Acabábamos de pasar Rávenacuando pregunté:

—¿Tú crees en las casualidades,viejo?

Me miró por el retrovisor.—¿Que si creo en las casualidades?—Eso es.—Pues una casualidad es,

precisamente, algo que ocurrecasualmente. Cuando me tocaron diezmil coronas en la lotería, mi boletoresultó premiado entre miles y miles.Evidentemente, el resultado me satisfizo,pero fue pura casualidad que me tocarajusto a mí.

—¿Estás seguro? ¿No recuerdas quehabíamos encontrado un trébol de cuatrohojas aquella misma mañana? Y si no tehubiera tocado todo ese dinero, quizá nohabríamos podido emprender el viaje aAtenas.

Se limitó a refunfuñar un poco y yocontinué:

—¿Fue igualmente una casualidad

que tu tía fuera a Creta y descubriera amamá en aquella revista de modas? ¿Oera el destino?

—¿Pretendes preguntarme si creo enel destino? —me dijo, y tuve lasensación de que se sentía satisfechoporque su hijo se interesara porcuestiones filosóficas—. La respuesta esno.

Me acordé de las muchachas quesoplaban el vidrio, y de que yo mismohabía visitado una fábrica de vidrio,justo antes de leer en el libro delpanecillo ese episodio. Pensé, además,en el enano que me regaló una lupa justoantes de que cayera en mis manos un

libro con letra microscópica. Tambiénme vino a la memoria cuando a miabuela se le pinchó la rueda de la bicien Froland, y todo lo que sucediódespués.

—No creo que mi nacimiento sedeba a casualidades.

—¡Descanso para fumar! —exclamómi viejo. Al parecer, había dicho algoque hizo saltar la chispa para quecomenzara una de sus conferencias.

Aparcó el coche en una colina desdedonde había una magnífica vista delAdriático.

—¡Siéntate aquí! —me ordenóseñalando una gran piedra—. 1349 —

empezó.—La peste negra —dije. Sabía

bastante historia, pero no era capaz deimaginar qué relación podía haber entrela peste negra y las casualidades.

—Vale —dijo simplemente, y luegoya no hubo quien lo parara.

—Seguramente sabrás que, durantela peste negra, la mitad de la poblaciónnoruega murió. Pero hay algorelacionado con eso que nunca te hecontado.

Por esa forma de empezar, dedujeque la conferencia iba a ser larga.

—¿Te das cuenta de que tenías milesde antepasados en aquella época? —

prosiguió.Resignado, negué con la cabeza.

¿Cómo era eso posible?—Se tienen dos padres, cuatro

abuelos, ocho bisabuelos, dieciséistatarabuelos, etc. Si vas sumando así,hacia atrás, puedes llegar hasta el 1349.

Asentí.—Y entonces llegó la peste. La

muerte iba de pueblo en pueblo, y losmás afectados fueron los niños. Enalgunas familias murieron todos, y enotras sobrevivieron quizá uno o dos.Muchos de tus antepasados eran niñosen aquella época, Hans Thomas, peroninguno de ellos la palmó.

—¿Y cómo puedes estar tan segurode eso? —pregunté sorprendido.

Dio una calada al cigarrillo.—Porque tú estás aquí ahora,

contemplando el Adriático.Una vez más, había dicho algo tan

sorprendente que no supe cómoreaccionar. Pero comprendí que teníarazón, porque si uno solo de misantepasados hubiera muerto cuando eraniño, no podría haber sido miantepasado.

—La posibilidad de que ninguno detus antepasados muriera de niño, era unacontra miles de millones —continuó, y apartir de ese momento, las palabras

fluían de su boca sin parar, como el aguade una cascada—. Porque no se trataúnicamente de la peste negra, ¿sabes?,sino que, además, todos tus antepasadosse hicieron mayores y tuvieron hijos,incluso durante las peores catástrofesnaturales, e incluso en tiempos en que latasa de mortalidad infantil era muy alta.Naturalmente, muchos padecerían algunaenfermedad, pero siempre serecuperaron. En ese sentido, has estadoa un paso de la muerte cien mil millonesde veces, Hans Thomas. Tu vida sobreeste planeta se ha visto amenazada porinsectos y animales salvajes, pormeteoritos y rayos, enfermedades y

guerras, inundaciones e incendios,envenenamientos e intentos de asesinato.En la batalla de Stiklestad[4], pormencionar sólo un ejemplo, te hirieroncentenares de veces, porque habríaantepasados tuyos en ambos bandos; enrealidad, luchabas contra ti mismo y tusposibilidades de nacer, mil años mástarde. Y, como puedes suponer, en laúltima Guerra Mundial se dio el mismocaso: si a tu abuelo paterno lo hubieramatado de un tiro algún patriotanoruego, durante la ocupación alemana,entonces no habríamos nacido ni tú niyo. Lo que quiero decir es que esto haocurrido miles de millones de veces a lo

largo de la Historia. Cada vez que hanvolado flechas por los aires, tusposibilidades de nacer han estado bajomínimos. ¡Y, sin embargo, aquí estás,bajo el cielo, hablando conmigo, HansThomas! ¿Lo entiendes?

—Creo que sí —contesté. Al menoscreí comprender la importancia de aquelpinchazo de la bici de mi abuela enFroland.

—Estoy hablando de una continuacadena de casualidades —continuó miviejo—. Y, de hecho, esta cadenaretrocede hasta la primera célula vivaque se dividió en dos, dando así origena todo lo que crece en este planeta hoy.

La posibilidad de que mi cadena no serompiera en ningún momento en eltranscurso de tres o cuatro mil millonesde años era tan remota que resulta casiimpensable. Pero, como ves, hesobrevivido. Ya lo creo, coño. Por otraparte, creo que tengo una gran suerte porpoder vivir en este planeta contigo.Pienso que cada pequeño habitante de laTierra tiene una enorme suerte.

—¿Y qué pasa con los que no tienentanta suerte?

—¡Ellos no existen! —gritó—.Nunca han nacido. La vida es como unagran lotería en la que solamente sonvisibles los boletos ganadores.

Permaneció sentado durante un largorato, mirando al mar.

—¿Continuamos el viaje? —pregunté tras unos minutos.

—¡No señor! Ahora siguestranquilamente ahí sentado, HansThomas, porque no he acabado todavía.

Lo dijo como si no fuera dueño desus propias palabras, como si seconsiderase un receptor de radio quesólo capta las ondas que llegan alaparato. Quizá fuera eso que llamaninspiración.

Mientras él esperaba la inspiración,saqué la lupa del bolsillo del pantalón,para estudiar un pulgón rojo que corría

por una piedra. A través de la lupa, seconvirtió en un monstruo.

—Y así ocurre con todas lascasualidades —dijo mi viejo.

Dejé la lupa y lo miré. Cuando sequedaba así sentado, durante un rato,concentrándose antes de comenzar ahablar, sabía que estaba a punto de deciralgo importante.

—Veamos un ejemplo sencillo: mepongo a pensar en un amigo y, justo enese momento, me llama por teléfono ollama a la puerta.

Mucha gente cree que una casualidadcomo ésa se debe a algo «sobrenatural».Pero, otras veces, también pienso en

este amigo y él no aparece por eso encasa. Y, además, en muchas ocasionesme llama sin que yo haya pensado en él.You see?

Asentí.—Lo que quiero decir es que la

gente sólo colecciona aquellasocasiones en que ambas cosas ocurren ala vez. Si se encuentran un billete justocuando les hace mucha falta, creen queha sido motivado por algo«sobrenatural», incluso cuando siempreestán faltos de dinero. De esta formaempiezan a propagarse un sinfín derumores sobre distintas experiencias«sobrenaturales» cuando, en realidad,

son experiencias que todos los humanoshan tenido. La gente muestra tantointerés por estas cosas que enseguidasurgen las historias. Pero con estoocurre también lo que te he dicho antes:solamente son visibles los boletosganadores. ¡Si colecciono comodines,no resultará muy extraño que tenga elcajón lleno!

Suspiró algo irritado.—¿Nunca has pensado en pedir una

subvención? —pregunté.—¿De qué demonios estás

hablando? —gruñó.—De una posible subvención del

Estado como filósofo.

Soltó una carcajada, y luego,bajando un poco la voz, añadió:

—Cuando la gente se interesa tantopor lo «sobrenatural», es debido a unaextraña ceguera. No son capaces de verlo más misterioso de todo, es decir, elhecho de que haya un mundo. Lespreocupan más los marcianos y losplatillos volantes que toda la misteriosaobra de creación que se extiende anuestros pies. Yo no creo que el mundosea una casualidad, Hans Thomas.

Finalmente se inclinó sobre mí ysusurró:

—Yo creo que todo en el universo esintencionado. Puede que tras esa

infinidad de estrellas y galaxias hayauna intención.

Me pareció que lo que acababa dedecir formaba parte de una larga seriede instructivos descansos para fumar.Pero me seguía extrañando que todo loque tenía que ver con el libro delpanecillo fuera casual. Quizá fuera unaciega casualidad el que mi viejo y yoestuviéramos en Murano justo antes deempezar a leer sobre los enanos dediamantes. También podía ser el mismotipo de ciega casualidad el que mehubieran dado una lupa justo antes deencontrar dentro de un panecillo un libroescrito con una letra minúscula. Pero el

que fuera precisamente yo el querecibiera el libro del panecillo, deberíade tener alguna intención.

CINCO DETRÉBOLES

… ya no me resultabafácil

seguir jugando a lascartas…

Cuando llegamos a Ancona aquellanoche, mi viejo estaba de tan buenhumor que casi me daba miedo.Mientras estábamos esperando en elcoche para embarcar, permaneció ensilencio, con la mirada clavada en el

barco.Era un gran barco amarillo, llamado

Mediterranean Sea. La travesía hastaGrecia duraría dos noches y un día. Elbarco zarparía a las nueve de la noche.Pasaríamos todo el domingo en el mar,y, de no ser atacados por piratas,pondríamos pie en tierra griega el lunesa las ocho de la mañana.

Mi viejo ya se había hecho con unfolleto explicativo del barco.

—Pesa 18000 toneladas, HansThomas, así que no es ninguna bañera.Va a una velocidad de 17 nudos y cabenen él más de mil pasajeros y trescientoscoches. Tiene varias tiendas y

restaurantes, bares, solarium, discotecay casino. Pero eso no es todo: ¿Sabíasque hay una piscina en la cubierta? Noes que eso sea muy importante, sóloquería comprobar si lo sabías. Y ahoratengo que hacerte una pregunta: ¿Te damucha pena no pasar por Yugoslavia encoche?

—¿Piscina en la cubierta? —fue loúnico que dije.

Creo que tanto mi viejo como yocomprendimos que no había nada másque decir. Y, sin embargo, mi viejoañadió:

—Y también he reservado uncamarote, claro está; tuve que elegir

entre los que están en el interior delbarco y los exteriores, con grandesventanas y vistas al mar. ¿Cuál crees queelegí?

Estaba seguro de que había elegidoel camarote exterior, y de que él sabíaque yo lo había adivinado. Por eso melimité a decir:

—¿Había alguna diferencia deprecio?

—Algunas liras, sí. Pero no iba allevar a mi hijo al mar para encerrarleen un escobero.

No le dio tiempo a decir nada más,porque empezaron a hacernos señas paraque nos metiéramos en el barco.

En cuanto aparcamos el coche,fuimos a buscar el camarote. Estaba enla segunda cubierta, y tenía unadecoración muy bonita, camas anchas,cortinas, lámparas, una mesa de salón ysillones. Por la ventana, se veía a lagente pasear por la cubierta.

Aunque el camarote tenía unasventanas muy grandes y era superguay,decidimos que no podíamos seguir allídentro. Lo decidimos sin tenernecesidad de intercambiar una solapalabra. Antes de dejar el camarote, miviejo sacó una petaca y bebió un trago.

—¡Salud! —exclamó, aunque yo notenía nada con qué brindar.

Pensé que debía de estar muycansado, después de haber conducidodesde Venecia. Quizá también habíasentido un ligero hormigueo en laspiernas, al volver a caminar dentro deun barco, después de tantos años entierra. Yo me sentía, además, mucho másfeliz de lo que me había sentido enmucho tiempo. Y, sin embargo, o quizáprecisamente por eso, hice uncomentario sobre esa maldita costumbresuya de la bebida.

—¿Tienes que estar empinando elcodo todo el santo día?

—¡Sí señor! —dijo, soltó un eructo,y no se habló más sobre el tema. Pero él

se quedó pensando, y yo también. Yavolveríamos sobre ese asunto másadelante.

Cuando sonó la campana anunciandoque íbamos a zarpar, ya estábamosfamiliarizados con el barco. Medesilusioné un poco al descubrir que lapiscina estaba cerrada, pero mi viejoaveriguó enseguida que la abrirían a lamañana siguiente.

Nos quedamos asomados sobre labarandilla de la cubierta, hasta que yano vimos tierra firme.

—Muy bien. Ya estamos en el mar,Hans Thomas.

Después de ese comentario tan

comedido, entramos en el restaurantepara cenar. Luego jugamos una partidade cartas en el bar, antes de meternos enel catre. Mi viejo llevaba una baraja enel bolsillo. Afortunadamente, no era lade las mujeres.

El barco estaba lleno de gente detodas las partes del mundo. Algunos meparecían bajísimos, aunque eran adultos.Mi viejo me dijo que eran griegos.

A mí me tocaron, entre otras cartas,el dos de picas y el diez de diamantes.Cuando descubrí esa última carta,resultó que tenía otros dos diamantes enla mano.

—¡Artesanas del vidrio! —exclamé.

Mi viejo abrió unos ojos comoplatos.

—¿Qué has dicho, Hans Thomas?—Nada…—¿Has dicho «artesanas del

vidrio»?—Sí —contesté—. Me refiero a

esas señoras de la barra. Están tanaferradas a sus copas, que parece que nohan hecho otra cosa en toda su vida.

Me pareció que había conseguidosalvar la situación. Pero ya no meresultaba fácil seguir jugando a lascartas. Era casi como jugar con la barajaque mi viejo había comprado en Verona,porque al poner el cinco de tréboles

sobre la mesa, no podía dejar de pensaren esos gnomos que Hans el Panaderohabía conocido en la extraña isla.Cuando veía algún diamante, me veníana la mente bonitas figuras femeninas convestidos rosas y cabellos de color plata.Y cuando mi viejo echó el as decorazones y se llevó el seis y el ocho depicas en una sola baza, exclamé:

—¡Allí está ella otra vez!Mi viejo sacudió la cabeza y pensó

que ya era hora de que nos acostáramos.Sólo le quedaba una cosa importante porhacer, antes de abandonar el bar; comono éramos los únicos que estábamosjugando a las cartas, antes de

marcharnos se paseó por las mesaspidiendo comodines. Eso lo hacíasiempre al irse, y a mí me parecía muycobarde.

Hacía mucho tiempo que mi viejo yyo no jugábamos a las cartas. Cuando yoera más pequeño lo hacíamos más amenudo, pero el interés de mi viejo porlos comodines había ido quitándome lasganas de jugar. Por otra parte él era ungenio para los trucos con la baraja. Perola mayor de todas sus hazañas con lascartas fue una vez que inventó unsolitario que, en el mejor de los casos,tardaría días en salir. Para poderdisfrutar de ese solitario, no sólo haría

falta paciencia, también habría quedisponer de mucho tiempo.

De vuelta en el camarote, nosquedamos un rato mirando al mar. No seveía nada, porque era totalmente denoche. Pero sabíamos que aquellaoscuridad que estábamos contemplandoera el mar.

Por delante de nuestra ventana,pasaron unos norteamericanos armandomucho jaleo y, entonces, echamos lascortinas y mi viejo se tumbó en la cama.Debía de haber tomado suficientemedicina para dormir, porqueinmediatamente se quedó frito.

Yo me quedé tumbado, observando

cómo se mecía el barco.Al cabo de un rato, saqué la lupa y

el libro del panecillo, y seguí leyendo laincreíble historia que Hans el Panaderohabía relatado a Albert, quien, a su vez,había perdido a su madre de pequeño.

SEIS DETRÉBOLES

… como si quisieraasegurarse de que yo era

una persona real, decarne y hueso…

Continué andando por el espesobosque y pronto llegué a un paisajeabierto. Al pie de una ladera cubierta deflores, había un pueblo. Entre las casas,discurría un camino por el que pululabaun montón de gente del mismo tamaño

que los enanos que había visto antes. Unpoco más arriba, en la colina, se veíauna casita solitaria.

En ese lugar, no debía de haberningún policía municipal a quien poderdirigirme, pero tenía que enterarme, portodos los medios, de en qué parte delmundo me encontraba.

Una de las primeras casas delpueblo era una pequeña panadería. Justocuando pasaba por delante de ella, unaseñora rubia apareció en la puerta.Llevaba un vestido de color rojo contres corazones rojo sangre sobre elpecho.

—¡Pan recién hecho! —exclamó, le

salieron como dos manchas rosas en lasmejillas y sonrió dulcemente.

El olor a pan fresco me hacíacosquillas en la nariz; era un olor tanagradable que no pude resistirme, yentré inmediatamente en la pequeñapanadería. Hacía más de una semana queno probaba el pan, y allí había montonesde roscas y panes en una anchaestantería, a lo largo de una de lasparedes.

De un horno que había en latrastienda, salía un poco de humo, y otraseñora vestida de rojo entró en la tienda.Llevaba cinco corazones sobre el pecho.

Los tréboles trabajan el campo y se

ocupan de los animales, pensé. Losdiamantes soplan vidrio. Los ases sepasean con vestidos preciosos cogiendoflores y bayas. Y los corazones hacenpan. Si consiguiese saber a qué sededicaban los picas, tendría una ideaglobal de todo el solitario.

Señalando uno de los panes,pregunté a la señora de la panadería:

—¿Me deja probarlo?Cinco de Corazones se inclinó sobre

el sencillo mostrador, hecho de troncosde madera, en el que había una peceracon un solo pez dentro, y mirándomefijamente a los ojos dijo:

—Me parece que hace varios días

que no hablo contigo.—Así es —contesté—. Acabo de

caer de la luna. Además, nunca se me hadado muy bien hablar, ya que no meresulta fácil pensar, y cuando no se escapaz de pensar, tampoco sirve demucho hablar.

Ya había llegado a la conclusión deque hablar coherentemente con losenanos no servía para nada, por lo quedecidí expresarme de formaincomprensible, a ver si así podíacongeniar con ellos.

—¿De la luna, dices?—Eso.—Entonces sí debes de necesitar

algo de pan, ya lo creo —contestólacónicamente Cinco de Corazones,como si lo de caer de la luna fuera algotan normal como estar haciendo pan enuna panadería.

Así que yo tenía razón. Hablandocomo ellos, no era tan difícil entendersecon esos seres de corta estatura. Pero enese momento, como si le hubiera dadoun repentino ataque de locura, Cinco deCorazones se inclinó sobre el mostradory susurró muy exaltada:

—LO QUE VA A SUCEDER ESTÁEN LAS CARTAS.

Al instante, volvió a su estadonormal, partió un gran trozo de pan y me

lo dio. Me lo metí inmediatamente en laboca y salí a la calle. Me supo un pocomás agrio que el que yo solía comer,pero resultaba agradable masticarlo yllenaba igual que cualquier otro pan.

Ya en la calle, pude comprobar quetodos los enanos llevaban corazones,tréboles, diamantes o picas sobre elpecho. Había cuatro trajes o uniformesdistintos: los corazones iban de rojo, lostréboles de azul, los diamantes de rosa ylos picas de negro.

Algunos eran un poco más altos quelos demás e iban vestidos de reyes,reinas y jotas. Los reyes y las reinasllevaban coronas, y los jotas llevaban

una espada, colgada de un cinturón.Me pareció que sólo había uno de

cada clase. Vi un rey de corazones, unseis de tréboles y un ocho de picas.Además no había niños ni ancianos.Todos esos enanos eran adultos y teníanmás o menos la misma edad.

Cuando los enanos se percataban demi presencia, primero me miraban, yluego me daban la espalda, como si noles importara que un extraño hubierallegado al pueblo.

Solamente Seis de Tréboles, a quienhoras antes había visto montando uno delos animales de seis patas, se detuvo enla calle delante de mí y soltó una de esas

frases absurdas:—LA PRINCESA DEL SOL

ENCUENTRA EL CAMINO AL MAR—dijo. Al instante, dobló una esquina ydesapareció.

Me sentía aturdido. Era evidente quehabía llegado a una sociedad que teníaun ingenioso sistema de castas. Alparecer, el único código que seguían loshabitantes de esa isla era el de la baraja.

Mientras me adentraba en elpequeño pueblo, tuve una incómodasensación de encontrarme entre doscartas de un solitario que nunca salía.

Las casas eran pequeñas cabañas detroncos de madera. Fuera, tenían

colgados unos faroles de cristal igualesque los que había visto en la fábrica devidrio. No estaban encendidos, porque,aunque las sombras se iban alargando, elpueblo seguía bañado por el dorado solde la tarde.

Sobre los bancos y las cornisashabía innumerables peceras. También seveían por todas partes botellas dedistintos tamaños. Unas estaban tiradasentre las casas, y algún que otro enanotambién llevaba alguna.

Una de las casas era mucho másgrande que las demás; parecía unalmacén. De ella salían agudoschirridos, y al asomarme por una puerta

que había abierta, descubrí que era unacarpintería. Cuatro o cinco hacendososenanos estaban haciendo una mesa muygrande. Todos llevaban unos uniformesparecidos a los de los gnomos, peroéstos eran completamente negros, y,sobre la espalda, donde los gnomosllevaban tréboles, éstos llevaban picas.Con eso ya había resuelto un enigma: lospicas trabajaban de carpinteros. Teníanel pelo muy negro, pero su piel eramucho más clara que la de los tréboles.

Delante de una cabaña, sentadosobre un pequeño banco, observandocómo el sol de la tarde se reflejaba ensu espada, estaba sentado Jota de

Diamantes. Llevaba una larga chaquetarosa y unos pantalones anchos, de colorverde.

Me acerqué a él y le hice unarespetuosa reverencia.

—Buenas tardes, Jota de Diamantes—dije intentando ser amable—.¿Podrías indicarme qué rey está en elpoder en este momento?

Jota volvió a envainar su espada yme miró.

—Rey de Picas —dijo hurañamente—. Porque mañana es el día deComodín. Pero está prohibido hablar enlas cartas.

—Qué pena. Tengo que pedirte que

me enseñes dónde se encuentra lamáxima autoridad de la isla.

—Ohcid eh et, satrac sal ne ralbahodibihorp atse.

—¿Qué dices?—Satrac sal ne ralbah odibihorp

atse —repitió.—Muy bien. ¿Y qué significa eso?—¡Salger sal riuges euq seneit euq!—¿Ah sí?—¡Is euq!—¿Conque sí, eh?Estudié su pequeño rostro. Tenía el

pelo brillante y la piel pálida, como lasartesanas de la fábrica de vidrio.

—Tienes que disculparme, pero no

estoy muy acostumbrado a este dialecto.¿Es holandés?

Jota me miró con sorna.—Sólo los reyes, reinas y jotas

conocen el arte de hablar al revés. Si túno lo entiendes, vales menos que yo.

Me quedé pensando. ¿Quería decirque hablaba empezando por el final?

«Is euq»… sería «que sí». Dosveces había dicho «Satrac sal ne ralbahodibihorp atse». Empezando por el finalsería «Está prohibido hablar en lascartas».

—Está prohibido hablar en lascartas —dije.

Cambió de actitud.

—¿Secah ol euq rop secnotne? —preguntó titubeante.

—¡Abeurp a etrenop arap! —contesté con decisión.

Jota se quedó totalmente perplejo.—Te pregunté si sabías qué rey tenía

ahora el poder, sólo para ver si erascapaz de dejar de contestar —proseguí—. Pero ese arte no lo conoces, y poreso has roto las reglas.

—¡Qué cara tienes! —dijo.—Pues aún puedo tener más.—¿Omoc?—Mi padre se llamaba Otto.

¿Puedes decirme ese nombre al revés?—Otto —dijo mirándome.

—Exactamente —exclamé—. Yahora, ¿puedes decirlo al revés?

—Otto —dijo de nuevo.—Sí, sí, ya lo has dicho —repliqué

—. Pero ahora quiero que lo digas alrevés.

—¡Otto, Otto! —gritó Jota.—Al menos lo has intentado —dije

para tranquilizarle—. ¿Hacemos unapalabra un poco más larga?

—¡Elav! —contestó.—Anilina.—Anilina —repitió Jota.Agité los brazos y dije:—Simplemente estás diciendo la

misma palabra al revés.

—¡Anilina, anilina! —dijo Jota.—Gracias, ya basta. ¿Eres capaz de

traducir una frase entera también?—¡Etnemlarutan!—Entonces quiero que digas

«Dábale arroz a la zorra el abad».—¡Dábale arroz a la zorra el abad!

—dijo Jota inmediatamente.—Exactamente, y ahora al revés.—¡Dábale arroz a la zorra el abad!

—dijo de nuevo.Yo sacudí la cabeza.—No haces más que repetir lo que

yo digo. Será porque no eres capaz dedecirlo al revés.

—¡Dábale arroz a la zorra el abad!

—gritó de nuevo.Me daba un poco de pena, pero yo

no fui el que empezó a decir tonterías.Jota desenvainó la espada y golpeó

con ella una botella, que se rompiócontra la pared de una casa. Unoscorazones que pasaban por allí sequedaron boquiabiertos, pero enseguidamiraron hacia otro lado.

De nuevo pensé que la isla debía deser un reducto para dementes incurables.¿Pero por qué eran todos tan pequeños?¿Por qué hablaban alemán? Y sobretodo: ¿Por qué esa división en palos ynúmeros como en una baraja?

Decidí no perder de vista a Jota de

Diamantes hasta haber conseguido unarespuesta a todas las incógnitas.Simplemente tendría que procurar nohablar demasiado claro, porque lo únicoque causaba problemas a estos enanoseran las cosas dichas claramente.

—Acabo de aterrizar —dije—. Ycreía que este país estaba tan desiertocomo la luna. Ahora me gustaría saberquiénes sois y de dónde venís.

Jota dio un paso atrás y dijoresignado:

—¿Eres un nuevo comodín?—No sabía que Alemania tuviera

una colonia en el Atlántico —proseguí—. Y tengo que admitir que, aunque he

viajado por muchos países, nunca habíavisto unas personas tan pequeñas.

—¡Eres un nuevo comodín!¡Selocarac! ¡Ojalá no aparezcan más!No es necesario que haya un comodínpor cada palo.

—Pues no lo sé. Si los comodinesson los únicos capaces de mantener unaconversación, este solitario habríasalido mucho mejor si todos hubieransido comodines.

Intentó hacerme desaparecer con lasmanos.

—Resulta agotador tener queadoptar una postura ante tantas cosas —dijo.

Yo sabía que esto iba a ser difícil,pero lo intenté de nuevo.

—De modo que andáis arrastrandolos pies por esta extraña isla delAtlántico —dije—. ¿Y no seríarazonable que buscarais una explicacióna cómo habéis llegado aquí?

—¡Paso!—¿Qué has dicho?—Has interrumpido el juego, te he

dicho. ¡Paso!Sacó una botellita del bolsillo de la

chaqueta y bebió un trago de lo queparecía la misma bebida brillante quehabían bebido antes los tréboles.Cuando le había puesto el corcho de

nuevo, movió enérgicamente el brazo ydijo en voz muy alta y con gran énfasis,como si estuviera recitando el principiode un poema:

—BERGANTÍN DE PLATANAUFRAGA EN MAREMBRAVECIDO.

Sacudí la cabeza y suspiréresignado. Supuse que enseguida sequedaría dormido y, en ese caso, tendríaque buscar a Rey de Picas por micuenta. De todas formas, sospechaba quetampoco él me aclararía mucho más.

De repente me acordé de algo quehabía dicho uno de los tréboles. Dijepara mis adentros:

—A ver si encuentro a Frode…Jota de Diamantes se despabiló

instantáneamente. De un salto, se pusoen pie y levantó el brazo derecho comosi estuviera haciendo un saludo militar.

—¿Has dicho Frode?Asentí con la cabeza:—¿Puedes llevarme hasta él?—¡Etnemlarutan!Empezamos a andar entre las casas,

y pronto llegamos a una pequeña plazacon un pozo en el centro, del que Ocho yNueve de Corazones estaban sacando uncubo de agua.

Sus vestidos, de un intenso colorrojo, iluminaban la plaza.

Los cuatro reyes estaban colocadosen círculo delante del pozo, enlazadospor los hombros. Quizá estuvierandeliberando sobre algún importantedecreto. Recuerdo que pensé que debíade ser poco práctico tener cuatro reyes.Sus trajes eran del mismo color que laschaquetas de los jotas, pero su aspectoera mucho más elegante y cada unollevaba su corona de oro.

También estaban en la plaza todaslas reinas. Andaban a paso ligero entrelas casas, y sacaban constantementepequeños espejos en los que se miraban.Era como si se olvidaran con tantafacilidad y tan rápidamente de quiénes

eran y de qué aspecto tenían quetuvieran que mirarse una y otra vez en elespejo. También llevaban sus coronas,que eran un poco más altas y másestilizadas que las de los reyes.

Al fondo vi de repente un anciano depelo rubio y con una larga barba blanca.Estaba sentado en una gran piedrafumando una pipa. Lo más interesantedel anciano era su tamaño: era tan altocomo yo. Pero también había otra cosaque le hacía diferente de los enanos.Llevaba una camisa gris de lana gruesa yunos anchos pantalones marrones, lo quele daba un aspecto pobre y de estar porcasa, que contrastaba con los alegres

uniformes de los enanos.Jota se dirigió directamente a él y

me presentó:—Maestro, aquí llega un nuevo

comodín.Fue lo único que dijo antes de

desplomarse en la plaza y quedarsedormido. Esto seguramente se debía a labebida que había tomado.

El anciano se levantó de un salto dela piedra. Se quedó estudiándome sindecir ni una palabra. Al final, empezó atocarme. Me rozó las mejillas, me tirócuidadosamente del pelo y tocó mi trajede marinero. Parecía como si quisieraasegurarse de que yo era una persona

real, de carne y hueso.—¡Nunca he visto nada semejante!

—exclamó al final.—Frode, supongo —dije, y le di la

mano.Me la estrechó con fuerza y la retuvo

mucho tiempo. De repente, le entraronmuchas prisas, como si se hubieraacordado de algo desagradable.

—Tenemos que marcharnos delpueblo inmediatamente.

Me pareció que estaba tantrastornado como el resto. Pero, por lomenos, no reaccionó con la misma faltade interés que los demás. Y eso bastópara infundirme cierta esperanza.

El anciano empezó a correrqueriendo escapar del pueblo, aunquesus piernas eran tan débiles que estuvo apunto de caerse varias veces.

Sobre una colina al fondo, porencima del pueblo, vi de nuevo unasolitaria casa de madera. Prontollegamos hasta ella, pero no entramos.El anciano me ofreció asiento en unpequeño banco fuera.

Justo cuando acababa de sentarme,apareció una figura por una esquina dela casa. Era un extraño hombrecillo conun traje violeta y una gorra verde y rojacon orejas de asno. De la gorra y deltraje violeta colgaban pequeños

cascabeles que sonaban débilmente cadavez que el enano efectuaba algúnmovimiento.

Se acercó a mí. Primero me pellizcóla oreja, luego me dio un cachete en latripa.

—¡Baja al pueblo, Comodín! —ordenó el viejo.

—Bueno, bueno —dijo elhombrecillo con una sonrisa burlona.

—Como por fin le visita alguien desu patria, el maestro aparta de su lado alos viejos amigos. Conducta peligrosa,dice Comodín. Hay que tener en cuentamis palabras.

El anciano suspiró con resignación y

dijo:—Tendrás cosas que hacer para la

gran fiesta.Comodín dio unos saltitos de burro

con su cuerpo ágil y ligero.—No hace falta. No hay que dar

nada por sentado.Dio unos brincos hacia atrás y siguió

diciendo:—No digamos nada más por ahora,

¡pero volveremos a vernos!Y, con esto, desapareció cuesta

abajo hacia el pueblo.El viejo se sentó a mi lado. Desde el

banco podíamos ver a todos lospintorescos enanos moviéndose entre las

casas de madera.

SIETE DETRÉBOLES

… que dentro de mi bocacreciese

esmalte y marfil…

Me quedé leyendo el libro delpanecillo hasta muy tarde. A la mañanasiguiente, cuando me desperté, meincorporé de un salto en la cama. Lalámpara de encima de la mesilla seguíaencendida. Debí de quedarme dormidocon la lupa y el libro entre las manos.

Respiré aliviado al ver que mi viejotodavía estaba dormido. Encontré lalupa sobre la almohada, pero no veía ellibro del panecillo por ninguna parte. Alfinal, lo encontré debajo de la cama. Meapresuré a esconderlo en el bolsillo delpantalón.

Después de haber eliminado todaslas huellas, me levanté.

Lo que había leído antes dequedarme dormido era tan indignanteque me sentía muy desasosegado.

Aparté las cortinas y miré por laventana; no se veía más que mar portodas partes. Excepto algún que otrovelero, no había ningún barco. El sol

estaba a punto de salir. La aurora eracomo una estrecha franja entre el cielo yel mar.

¿Cuál sería la explicación almisterio de los enanos en la islamágica? Evidentemente, no podía estarseguro de que todo lo que ponía en ellibro del panecillo fuera cierto, aunquetodo lo que había leído sobre Ludwig yAlbert en Dorf me había parecido muyreal.

En mi opinión, no cabía ningunaduda de que, tanto la bebida púrpura,como todos los pececitos de colores,procedían de la isla a la que Hans elPanadero había llegado. Yo mismo había

visto con mis propios ojos una pequeñapecera en la panadería de Dorf. Noprobé ninguna bebida púrpura, pero elviejo panadero me dio una botella derefresco de pera y me habló de unabebida mucho mejor…

Sin embargo, todo podía ser uninvento. Tal vez esa bebida no existiera,y todo lo que ponía en el libro delpanecillo fuera mentira. Tampoco era tanextraño que el panadero de Dorfquisiera adornar su escaparate con unpececillo de colores. Pero sí erabastante curioso que metiera unminúsculo libro dentro de la masa de unpanecillo y que luego lo regalara,

metido en una bolsa de papel, a unforastero que casualmente pasaba porallí. Y, en cualquier caso, escribir unlibro entero con una letra tan pequeña,era una verdadera hazaña. Y sobre todono podía olvidar que, justo antes, unmisterioso enano me había regalado unalupa.

Aunque todos esos detallesconcretos no me preocupabandemasiado esa mañana. Me sentíaindignado por una razón muy distinta. Derepente, me había dado cuenta de quelos seres humanos eran tan inconscientescomo esos apáticos enanos de la islamágica.

Vivimos nuestras vidas en un cuentomaravilloso, pensé. Pero, sin embargo, ala mayoría de la gente, el mundo leparece algo «normal». Por otra parte, sepasan la vida buscando algo «anormal»,como por ejemplo ángeles o marcianos,porque no comprenden que el mundo,por sí mismo, es ya un misterio. Yomismo me sentía completamentediferente. El mundo me pareció un sueñoextraño. Y estaba buscando unaexplicación razonable a todo eso.

Mientras estaba viendo cómo elcielo se ponía cada vez más rojo y luegocada vez más claro, noté una sensaciónque jamás había experimentado, y que,

desde entonces, nunca me haabandonado.

Así, de pie, delante de la ventana,me sentí como una criatura misteriosaque estaba viva, pero que no sabía nadade sí misma. Sentí que era un ser vivosobre un planeta en la Vía Láctea.Seguramente lo había sabido siempre,porque, con la educación que habíarecibido, no era fácil cerrar los ojos atales hechos pero entonces lo sentí porprimera vez en mi propio ser. Era algoque se había metido en cada célula demi cuerpo.

Viví mi propio cuerpo como algosorprendente y ajeno. ¿Cómo podía estar

en ese camarote, teniendo esospensamientos tan extraños? ¿Cómo eraposible que me crecieran la piel, el peloy las uñas? ¡Por no decir los dientes! Noencontré ningún sentido al hecho de quedentro de mi boca creciese esmalte ymarfil, a que todo eso formara parte demi ser. Pero supongo que la gente nopiensa en esas cosas hasta que se veobligada a ir al dentista.

Me pareció un misterio cómo losseres del mundo pueden, simplemente,vagar por la Tierra, sin preguntarse, acada momento, quiénes son y de dóndevienen. ¿Cómo podía ser la vida de esteplaneta algo ante lo que se cerraban los

ojos o algo que, sencillamente, se dabapor sentado?

Todos estos pensamientos ysensaciones que me invadían meentristecían y me alegraban al mismotiempo. Me hicieron sentirme solo, peroera una soledad reconfortante.

De todos modos, me alegré muchocuando mi viejo de repente emitió unrugido de león. Antes de que le hubieradado tiempo a poner los pies en elsuelo, pensé que ciertamente eraimportante tener los ojos abiertos atodo, pero que no había nada tanimportante como estar con un serquerido.

—¿Ya estás levantado? —preguntó.Miró por la ventana justo en el

momento en el que el sol salía porencima del mar.

—Y el sol también —le contesté.Así comenzó la mañana del día que

íbamos a pasar entero en el mar.

OCHO DETRÉBOLES

… si nuestro cerebrofuera tan sencillocomo para poder

entenderlo…

Durante el desayuno, mantuvimosuna conversación bastante filosófica. Miviejo sugirió en broma quesecuestráramos el barco y queinterrogáramos a todos los pasajerospara averiguar si alguno de ellos sabía

algo que pudiera aclarar el misterio dela vida.

—Ésta es una oportunidad única.Este barco es como la humanidad enminiatura. Somos más de mil pasajeros,procedentes de todas partes del mundo.Pero todos estamos a bordo del mismobarco; a todos nos levanta la mismaquilla…

Señaló el comedor y añadió:—Entre tanta gente, tiene que haber

alguien que sepa algo que los demás nosabemos. ¡Con tantas cartas buenas en lamano, debe haber al menos un comodín!

—Hay dos —dije mirándole. Susonrisa me dio a entender que había

captado bien mi mensaje.Por fin dijo:—En realidad deberíamos coger a

todos los pasajeros y preguntarles unopor uno si saben por qué vivimos. A losque no supieran contestar, los tiraríamospor la borda.

—¿Y qué pasará con los niños? —pregunté.

—Aprobarán con notas excelentes.Decidí hacer algunas investigaciones

en el transcurso de la mañana. Primerome bañé mucho rato en la piscina,mientras mi viejo leía un periódicoalemán, y luego me senté en la cubierta amirar a la gente.

Unos se untaban grasientas cremasbronceadoras, otros leían libros debolsillo en francés, inglés, japonés oitaliano. Otros hablaban sin pararmientras tomaban cerveza o bebidasrojas con cubitos de hielo. Tambiénhabía algunos niños. Los mayoresestaban tomando el sol como losadultos, los medianos correteaban por lacubierta tropezando con bolsos ybastones, los más pequeños estabansentados sobre las rodillas de losmayores, y un bebé estaba mamando delpecho de su mamá. Tanto la madre comoel bebé se comportaban con la mismanaturalidad que si se encontraran en la

cocina de su casa en Francia oAlemania.

¿Quiénes eran todas esas personas?¿Cómo habían nacido? Y sobre todo:¿Habría alguien, aparte de mi viejo y yo,que se hiciera esas mismas preguntas?

Me quedé sentado, mirándolos unopor uno, para averiguar si había algoque los delatara. Si, por ejemplo,hubiera un dios que decidiera todo loque decían y hacían, una exhaustivaobservación de sus comportamientospodría dar buenos resultados.

Podía sacar provecho de unaimportante ventaja: si lograra encontrarun interesante objeto de investigación,

éste no podría escapárseme hasta quellegáramos a Patras. De esta forma,sería más fácil estudiar a las personasdel barco que a pulgones hiperactivos oágiles cucarachas.

Algunos de los pasajeros movían losbrazos, otros se levantaban de lastumbonas para estirar las piernas, unseñor mayor se quitó y se puso las gafascuatro o cinco veces en sólo un minuto.

Era evidente que esas personas noeran conscientes de todos sus actos. Noreparaban en ninguno de susmovimientos, lo que indicaba queestaban más vivos que conscientes.

Me pareció especialmente

interesante estudiar cómo esas distintaspersonas movían sus párpados. Todo elmundo parpadeaba, naturalmente, peronadie lo hacía con la misma frecuencia.Resultaba curioso ver cómo lospequeños pliegues de la piel de encimade los ojos se movían por su cuentahacia arriba y hacia abajo. En unaocasión había visto parpadear a unpájaro. Daba la impresión de quellevaba incorporada una máquina queregulaba el parpadeo. Ahora me parecíaque la gente del barco parpadeaba de unmodo igual de misterioso.

Algunos alemanes con enormesbarrigas me recordaban a las morsas.

Estaban echados en las tumbonas con ungorro blanco sobre la frente. Lo únicoque hacían en toda la mañana era untarsecrema bronceadora. Mi viejo losllamaba «alemanes de bratwurst». Yopensé que venían de un lugar deAlemania llamado Bratwurst, pero miviejo me explicó que los llamaba asíporque siempre estaban comiendo unasalchicha muy gorda que se llama«bratwurst».

Yo me preguntaba en qué podía estarpensando un «alemán de bratwurst»tumbado al sol. Llegué a la conclusiónde que estaba pensando en «bratwurst».Por lo menos, no había nada que

indicara que estuviera pensando en otracosa.

Seguí con mis investigacionesfilosóficas hasta por la tarde. Mi viejo yyo habíamos acordado no seguirnos lashuellas todo el día, así que teníapermiso para moverme libremente por elbarco. Lo único que tuve que prometerlefue que no saltaría por la borda.

Mi viejo me había dejado susprismáticos. De vez en cuando,observaba a escondidas a algúnpasajero. Resultó muy emocionante,porque tenía que cuidarme bien de noser descubierto.

Lo más grave que hice, fue seguir a

una señora americana que estaba tanloca que pensé que a lo mejor podríadarme una explicación de lo que era elser humano.

La pillé escondiéndose en un rincóndel salón. Miró hacia atrás, para estarsegura de que nadie la veía. Yo me habíametido debajo de un sofá, mirando haciaarriba, y nadie me descubrió. Sentía uncosquilleo en el estómago, pero laverdad es que no temía por mí, sino porella. ¿Qué secretos ocultaría?

Al final, pude ver que sacaba delbolso un estuche de cosmética verde, delque extrajo un pequeño espejo. Primero,se miró desde todos los ángulos

posibles, luego se pintó los labios.Comprendí inmediatamente que lo

que acababa de ver podría tener ciertaimportancia para un filósofo, pero ahí noacabó todo: cuando terminó demaquillarse, empezó a sonreírse a símisma y, justo antes de volver a meter elespejo en el bolso, levantó una mano yse saludó a través del espejo, mientrassonreía abiertamente y se guiñaba unojo.

Cuando desapareció del salón, mequedé agotado en mi escondite.

¿Cómo era posible que se saludara así misma? Tras algunas reflexionesfilosóficas, llegué a la conclusión de que

esa señora era tan rara porque quizáfuera una dama comodín. Porque, si sesaludaba a sí misma, lo que está claro esque era consciente de que existía. Deesa manera, era dos personas al mismotiempo. Era a la vez la señora queestaba en el salón pintándose los labiosy la que se saludaba desde el espejo.

Yo sabía que, en realidad, no estápermitido hacer experimentos con sereshumanos, así que no seguí a nadie más.Pero cuando por la tarde volví a ver a laseñora jugando al bridge, me dirigí aella y le pregunté en inglés si me daba elcomodín.

—No problem —dijo, y me lo dio.

Levanté una mano y la saludé a lavez que le guiñaba un ojo. Se quedó tanperpleja que casi se cae de la silla. A lomejor se preguntaba si yo conocía supequeño secreto.

Ésa fue la primera vez en mi vidaque pedí un comodín por mi cuenta.

Mi viejo y yo habíamos quedado envernos en el camarote antes de cenar.Sin darle muchas explicaciones, le contéque había hecho algunas observacionesimportantes, y durante la cenamantuvimos una interesante discusiónacerca del ser humano.

Yo dije que me parecía curioso quelos seres humanos, que somos tan listos

para muchas cosas, como por ejemplo laexploración del espacio y lacomposición de los átomos, no sepamosmás sobre nosotros mismos. Entonces miviejo dijo algo tan inteligente que creoque puedo recordarlo palabra porpalabra:

—Si nuestro cerebro fuera tansencillo como para poder entenderlo,seríamos tan tontos que, de todos modos,no lo podríamos entender.

Me quedé un buen rato meditandosobre esta frase. Al final, llegué a laconclusión de que la frase decía más omenos todo lo que podía decirse sobrela pregunta que yo había hecho.

Mi viejo continuó:—Porque hay cerebros mucho más

simples que el nuestro. Por ejemplo,podemos, al menos hasta cierto punto,entender cómo funciona el cerebro deuna lombriz. Pero la lombriz no puede;para eso, su cerebro es demasiadosimple.

—Puede que haya un dios que nosentienda.

Mi viejo se sobresaltó. Creo que leimpresionó un poco que yo fuera capazde hacer una pregunta tan astuta.

—Puede ser. Pero, en ese caso, élsería tan enormemente complicado queseguramente no sería capaz de

entenderse a sí mismo.Hizo señas al camarero para pedirle

una cerveza con la comida. Siguiófilosofando hasta que se la trajeron.Mientras el camarero echaba la cervezaen el vaso, dijo:

—Si hay algo que no entiendo, espor qué Anita nos dejó.

Me llamó la atención que de repenteutilizara su nombre, ya que solía decir«mamá», como yo.

Mi viejo hablaba tanto de mamá quea veces me hartaba. Yo la echaba demenos tanto como él o más, pero meparecía mejor echarla de menos cadauno por nuestra cuenta que echarla de

menos los dos juntos.Añadió:—Me parece que entiendo más de la

composición del espacio que de lasrazones por las que esa mujersimplemente se fue, sin dar una claraexplicación de por qué desapareció.

—Quizá ella misma tampoco loentendiera —repliqué.

Después de cenar, dimos un paseopor el barco. Mi viejo señalaba a losoficiales y a la tripulación,explicándome el significado de losdistintos galones e insignias. Yo no pudeevitar pensar en una baraja.

Un poco más tarde, mi viejo me

confesó que tenía la intención de darseuna vueltecita por el bar. Pensé que eramejor no iniciar ninguna discusión alrespecto, y le dije que prefería volver alcamarote a leer mis tebeos.

Creo que le pareció bien quedarseun rato a solas, y yo, por mi parte,estaba ya pensando en lo que le contaríaFrode a Hans el Panadero.

Por supuesto, no tenía ningunaintención de leer tebeos del PatoDonald. Quizá fuera ése el últimoverano en que me gastara dinero en esetipo de comics.

Al menos ese día aprendí una cosa:ya no era sólo mi viejo el que

filosofaba. Yo también había empezadoa hacerlo.

NUEVE DETRÉBOLES

… una especie degaseosa dulce, de aspectocentelleante y ligeramente

espumosa…

—¡Menos mal que pudimos escapar!—dijo el anciano de la barba blanca ylarga.

Permaneció sentado durante muchotiempo, con la mirada clavada en mí.

—Tenía miedo de que contaras algo.

Por fin dejó de mirarme. Señalóhacia abajo, al pueblo, y se estremecióde nuevo:

—¿No habrás contado nada, verdad?—Me temo que no entiendo lo que

quieres decir.—Es verdad. Seguramente estoy

empezando por el final.Asentí comprensivo:—Si hay un principio —dije—,

seguramente será bueno empezar por él.—¡Naturalmente! —exclamó—.

Pero ante todo quiero que me contestes auna pregunta: ¿Sabes a qué día estamoshoy?

—No estoy totalmente seguro —

admití—. Debe de ser uno de losprimeros días de octubre…

—No me refiero exactamente al día.¿Sabes en qué año estamos?

—En 1842 —dije. De prontoempecé a entender algunas cosas.

El viejo movió la cabeza.—Entonces hace exactamente 52

años, hijo mío.—¿Tanto tiempo llevas viviendo en

esta isla?—Sí, tanto tiempo.Se le escapó una lágrima por el

rabillo del ojo, que rodó por su mejilla,sin que él hiciera ningún intento desecarla.

—En el mes de octubre de 1790salimos de México —prosiguió.

—Al cabo de unos días de travesía,el bergantín en el que navegabanaufragó. El resto de la tripulación seperdió con el barco, pero yo me agarré aunos gruesos troncos que flotaban entrelos restos del naufragio y logré llegar aesta isla…

Se quedó profundamenteensimismado. Le conté que yo tambiénhabía llegado a la isla tras un naufragio.

Movió la cabeza con airemelancólico. Luego añadió:

—Dices «isla» y yo también lo hedicho. ¿Pero podemos estar totalmente

seguros de que se trata de una isla? Yohe vivido aquí durante más de cincuentaaños, hijo mío, y he explorado mucho,pero jamás he vuelto a encontrar elcamino hacia el mar.

—Será una isla muy grande.—¿Una isla muy grande que no

figura en ningún mapa? —dijomirándome.

—Evidentemente puede quehayamos encallado en algún lugar delcontinente americano —repliqué—. Oen África, si quieres. No es fácilsaberlo, ya que estábamos a merced delas corrientes marinas, antes de serlanzados a la playa.

El anciano volvió a sacudir lacabeza con resignación.

—Tanto en América como en Áfricahay seres humanos, joven.

—Pero si esto no es una isla, ytampoco uno de los grandes continentes,¿qué es entonces?

—Algo muy diferente… —murmuró.Volvió a quedarse totalmente

ensimismado.—Los enanos… —dije—. ¿Te

refieres a ellos?Pero contestó a mi pregunta con otra:—¿Estás seguro de que vienes del

mundo exterior? ¿No serás tú también deaquí?

—¿Yo…?Por sus palabras deduje que al fin y

al cabo, se estaba refiriendo a losenanos.

—Yo me enrolé en Hamburgo —dije.

—¿Ah sí? Yo soy de Lübeck…—¡Y yo también! Me enrolé en un

barco noruego en Hamburgo, pero yonací y me crié en Lübeck.

—¿De verdad? Entonces cuéntameprimero lo que ha sucedido en Europadurante mis cincuenta años de ausencia.

Le conté lo que sabía. La mayorparte de mi relato se refirió a Napoleóny a todas las guerras. Dije que Lübeck

había sido saqueada por los franceses en1806.

—En 1812, el año en que nací,Napoleón inició una campaña en Rusia—dije para terminar—, pero tuvo queretirarse con grandes pérdidas. En 1813,fue vencido en una gran batalla enLeipzig. Entonces convirtió Elba en supequeño imperio. Pero regresó unosaños más tarde y reinstauró el imperiofrancés. Esta vez fue vencido enWaterloo. Vivió sus últimos años en laisla de Santa Elena, al oeste de África.

El anciano escuchaba con graninterés.

—Él al menos pudo ver el mar —

murmuró.Parecía estar rememorando todo lo

que le acababa de contar.—Suena como un cuento de hadas —

añadió al cabo de mucho rato—. Asípuede haber transcurrido la historiadesde que yo dejé Europa. Pero tambiénpodría haberlo hecho de un modocompletamente distinto.

En eso tuve que darle la razón. LaHistoria es un gran cuento, con la únicadiferencia de que es un cuento real. Elsol estaba a punto de ponerse tras lasmontañas del oeste. El pequeño puebloya estaba en penumbra. Allí abajo, losenanos deambulaban de un lado para

otro, como pequeñas manchas de colorentre las casas.

Señalándolos, pregunté:—¿Vas a hablarme de ellos?—Naturalmente —contestó—. Te lo

contaré todo. Pero tienes queprometerme que ellos no se van aenterar de nada de lo que te cuente.

Asentí con la cabeza, pendiente delo que iba a decirme.

«Yo era marinero en un granbergantín español que iba de Veracruz,en México, a Cádiz, en España.

Navegábamos con una gran carga deplata. El tiempo era bueno, claro ytranquilo, y sin embargo naufragamos

pocos días después de haber zarpado.Debimos de estar aguardando el vientoen algún lugar entre Puerto Rico y lasBermudas. Ya habíamos oído hablar deextraños sucesos precisamente en esazona. Pero supongo que losconsiderábamos cuentos de marineros.De repente, una mañana el barco selevantó por encima de un marcompletamente en calma. Fue como siuna mano gigantesca le diera la vuelta.Sólo duró un par de segundos, yvolvimos a bajar al mar. El barco quedóladeado, la carga se desplazó y comenzóa entrar agua.

Sólo tengo vagos recuerdos de la

pequeña playa en la que finalmente meencontré a salvo, porque enseguidacomencé a adentrarme en la isla. Trasandar errante algunas semanas, meestablecí aquí, y aquí he vivido desdeentonces.

Me las arreglé bien. Aquí crecíanpatatas y maíz, manzanas y plátanos.Pero también había otras frutas y plantasque jamás había visto antes, y que desdeentonces forman parte de mi sustento. Yomismo tuve que inventar nombres paratodas las plantas desconocidas de estaisla.

Pasado un tiempo, logré domesticara los molucos hexápodos. No sólo me

proporcionaban una leche buena ynutritiva, también me servían comoanimales de tiro. A veces mataba algunoy me comía la carne, que era blanca yfina. Me recordaba a la carne de jabalí,que siempre comíamos en Alemania porNavidad.

Con el paso de los años, con lasplantas de la isla fabriqué remedioscontra las distintas enfermedades quecontraía. También preparé bebidas queme ayudaban a levantar el ánimo. Prontoprobarás algo que yo llamo tuf. Es unabebida algo amarga que obtengohirviendo raíces de la palmera de tufta.El tuf me despierta cuando estoy

cansado, y me ayuda a dormir cuandoestoy demasiado excitado. Es unabebida rica, y completamenteinofensiva.

Pero también elaboré lo quellamamos la bebida púrpura. Es unabebida maravillosa para todo el cuerpo,pero al mismo tiempo tan traidora ypeligrosa que me alegro de que no sevenda en las tiendas en Alemania. Lahago con el jugo de la rosa púrpura, quees un pequeño arbusto con minúsculasrosas de color púrpura y que crece portodas partes en esta isla. Ni siquieratenía que molestarme en coger las rosasy sacar el jugo, porque ese trabajo me lo

hacían unas abejas gigantes, más grandesque los pájaros en Alemania. Construyensus colmenas en árboles huecos y allíalmacenan sus existencias de jugo depúrpura. Simplemente hay que ir yservirse.

Mezclando el jugo de las flores conagua del río del Arco Iris, en el quetambién cojo peces de colores, obtuveuna especie de gaseosa dulce, deaspecto centelleante y ligeramenteespumosa.

Lo tentador de la bebida púrpura eraque no sabía sólo a una cosa, sino queestimulaba todos los órganos del sabor,con todo el registro de matices que es

capaz de saborear un ser humano. Y esmás: la bebida púrpura no dejaba elsabor únicamente en la boca y en lagarganta, sino que se saboreaba en cadacélula del cuerpo. Pero no es sanodevorar el mundo entero en un solosorbo, hijo mío. Es mejor ingerir elmundo en porciones.

Cuando obtuve la bebida púrpura,empecé a beberla a diario. Me poníamás alegre, pero solamente al principio.Poco a poco, comencé a perder lanoción del tiempo y del espacio. Derepente me «despertaba» en algún lugarde la isla sin acordarme de cómo habíallegado hasta allí. De esa manera,

vagaba durante días y días sin encontrarel camino de regreso a casa. A veces meolvidaba de quién era y de dónde venía.Era como si todo lo que me rodeabafuera yo mismo. Empezaba como unpicor en los brazos y las piernas, luegose iba extendiendo hasta la cabeza, yfinalmente la bebida empezó a consumirmi alma. Bueno, al menos me alegro dehaber parado antes de que fuerademasiado tarde. Hoy en día, la bebidapúrpura sólo es consumida por el restode los habitantes de esta isla. Másadelante te contaré por qué.

Habíamos estado sentados mirandoel pueblo mientras hablaba. Estaba

anocheciendo y, abajo en el pueblo, losenanos habían encendido los faroles deaceite que colgaban entre las casas.

—Empieza a hacer fresco —dijoFrode.

Se levantó y abrió la puerta de lacabaña. Entramos en una pequeña salaque tenía las paredes cubiertas detroncos de madera. Todos los utensiliosque en ella podían verse habían sidofabricados por Frode con materialesencontrados en la isla. No se veía nadade metal, todo estaba hecho con barro,madera y piedra. Sólo había un materialque recordaba a la civilización: habíatazas y jarras, lámparas y fuentes de

vidrio. Además había varias pecerascon peces de colores dentro. Tambiénlas ventanas de la cabaña eran de vidrio.

—Mi padre era maestro vidriero —dijo el anciano, como si hubieraadivinado mis pensamientos—. Y yoaprendí el oficio antes de hacermemarinero. Aquí, en la isla, me resultómuy útil. Después de algún tiempo,comencé a mezclar distintas clases dearena. Pronto pude fundir una excelentemasa de vidrio, en hornos que fabriquécon una piedra resistente al fuego, a laque llamé dorfita porque la encontré enla montaña que está en las afueras delpueblo».

—Ya he visitado la fábrica devidrio.

El viejo se volvió hacia mí y dijobruscamente:

—¿No habrás contado nada, no?No entendí muy bien lo que quería

decir con eso de «contar algo» a losenanos.

—Sólo pregunté por el camino alpueblo —contesté.

—¡Bueno! Ahora vamos a tomarnosuna copita de tuf.

Nos sentamos sobre unas banquetasque había a cada extremo de una mesahecha de una madera oscura que yo noconocía. Frode echó de una jarra de

vidrio una bebida marrón en un par devasos redondos y encendió una lámparade aceite que colgaba del techo.

Bebí un pequeño sorbo. Sabía a unamezcla de coco y limón. Mucho tiempodespués de haberla tragado, un saborácido permanecía en mi boca.

—¿Qué te parece? —preguntó elviejo expectante—. Es la primera vezque invito a tuf a un auténtico europeo.

Contesté que la bebida erarefrescante y muy rica, lo cual eracierto.

—¡Bien! Entonces supongo que hallegado el momento de hablarte de mispequeños ayudantes aquí en la isla.

Seguro que estás pensando en ellos, hijomío.

Asentí con la cabeza. El viejocomenzó su relato.

DIEZ DETRÉBOLES

… no era capaz deentender cómo algo

podía,sin más, surgir de la

nada…

Dejé la lupa y el libro del panecilloen la mesilla y comencé a dar vueltaspor el camarote pensando en lo queacababa de leer.

Frode había vivido en esa extraña

isla durante 52 largos años, y allí sehabía encontrado un buen día con losapáticos enanos. ¿O habrían llegado derepente a la isla mucho tiempo despuésque Frode?

Lo que estaba claro es que tenía quehaber sido Frode el que había enseñadoa los diamantes el arte de soplar elvidrio, a los tréboles a cultivar la tierra,a los corazones a hacer pan y a los picasel oficio de carpinteros. ¿Pero quiéneseran los enanitos?

Sabía que a lo mejor obtenía larespuesta a mis preguntas si continuabaleyendo, pero no estaba del todo segurode atreverme a seguir, estando solo en el

camarote.Aparté la cortina de la ventana y me

encontré directamente con una carita alotro lado del cristal. ¡Era el enano!Estaba sobre la cubierta mirándomefijamente.

Todo esto no duró más que brevessegundos. En cuanto se dio cuenta deque lo había descubierto, saliócorriendo y desapareció.

Me entró tal miedo que me quedé depie, totalmente rígido, sin podermoverme. Lo único que hiceinmediatamente fue volver a correr lacortina. Al cabo de un rato, me tumbé enla cama y me eché a llorar.

No se me ocurrió que podía salir delcamarote e ir a buscar a mi viejo al bar.Tenía tanto miedo que lo único quequería era esconder la cabeza bajo laalmohada y, en realidad, ni a eso meatrevía.

No sé cuánto tiempo estuve allíllorando. Mi viejo debió de oír misgritos desde el pasillo, porque abrió lapuerta violentamente y entró como unloco.

—¿Qué te pasa, Hans Thomas?Me dio la vuelta e intentó abrirme

los ojos.—El enano… —sollocé—. He visto

al enano por la ventana… Estaba allí…

mirándome.Me pareció que mi viejo se había

temido algo aún peor, porque me soltóinmediatamente y empezó a dar vueltaspor el camarote.

—Lo que dices es una tontería, HansThomas. No hay ningún enano a bordode este barco.

—Pues lo he visto —insistí.—Viste a un hombre bajo.

Seguramente era un griego.Al final, mi viejo casi logró

convencerme de que me habíaequivocado. Al menos consiguiótranquilizarme. Pero yo puse unacondición a cambio de dejar de hablar

del asunto: tuvo que prometerme quepreguntaría a la tripulación si habíaalgún enano a bordo.

—¿Crees que reflexionamosdemasiado? —preguntó mientras yoseguía sollozando de vez en cuando.

Dije que no con la cabeza.—Primero, buscaremos a mamá en

Atenas —prosiguió—; dejemos paramás adelante la solución de los enigmasde la vida. No son urgentes, pues nadieva a robarnos el proyecto mientras.

Me miró de nuevo y continuó:—Interesarse por quiénes son los

seres humanos y de dónde viene elmundo, es un hobby tan rarísimo que,

prácticamente, somos los únicos que lotenemos. Los que nos interesamos poresas cosas vivimos tan dispersos que nisiquiera nos hemos preocupado de crearnuestra propia asociación.

Cuando por fin dejé de llorar, echócomo medio centímetro de aguardienteen un vasito. Añadió agua y me lo dio.

—Bebe esto, Hans Thomas. Asídormirás bien esta noche.

Di un par de sorbos. Me supo tanasqueroso que no pude entender cómomi padre iba siempre por ahí en buscade esas cosas.

Cuando mi viejo se disponía aacostarse, saqué el comodín que había

pedido a la señora americana y dije:—Te lo regalo.Lo cogió y lo estudió detenidamente.

No creo que fuera un ejemplar muy raro,pero era el primer comodín que yo leregalaba.

Me lo agradeció con un truco decartas. Metió el comodín en una barajaque encontró entre el equipaje. Acontinuación, la dejó sobre la mesilla ysacó del aire el mismo comodín.

Seguí todo muy atentamente yhubiera jurado que había metido elcomodín en la baraja. Quizá sacudiera lacarta de la manga de su chaqueta. ¿Perocómo había llegado hasta allí?

No era capaz de entender cómo algopodía, sin más, surgir de la nada.

Mi viejo cumplió su promesa ypreguntó a la tripulación sobre el enano,pero le aseguraron que no había ningunoa bordo. Entonces tendría que ser lo queyo me temía: el enano era un polizón.

JOTA DETRÉBOLES

… si el mundo es un granjuego

de magia, también tieneque haber

un gran prestidigitador…

Decidimos no desayunar a bordo, yesperar hasta desembarcar en Patras.Habíamos puesto el despertador a lassiete, una hora antes de la llegada, peroyo me desperté a las seis.

Lo primero que vi fue la lupa y ellibro del panecillo en la mesilla. Al veraquella misteriosa cara frente a laventana, me olvidé completamente dellibro, así que mi viejo no lo había vistode pura casualidad.

El jefe seguía dormido. Desde queabrí los ojos, estaba pensando en lo quecontaría Frode sobre los enanos de laisla. Así pues, leí un trozo más del libro,hasta que mi viejo empezó a hacerruidos en la cama, como hacía siempre,justo antes de despertarse.

«En el mar, jugábamos mucho a lascartas. Yo tenía siempre una barajametida en el bolsillo de la camisa, y

precisamente una de esas barajasfrancesas fue lo único que traje a estaisla después del naufragio.

En mi soledad, los primeros añoshacía muchos solitarios. Los naipes eranlas únicas imágenes que podíacontemplar. No sólo hacía los que habíaaprendido en Alemania y en el mar.Enseguida descubrí que con 52 cartas ytodo el tiempo del mundo, no hay límitesen la invención de solitarios y juegos.Con el tiempo, empecé a atribuirdeterminadas cualidades a cada una delas cartas, viéndolas como individuospertenecientes a cuatro familiasdistintas. Los tréboles tenían la piel

marrón, el pelo espeso y rizado, y erande complexión fuerte. Los diamanteseran más delgados, más ligeros y másgráciles, tenían la piel casi blanca y supelo brillaba como la plata. Y loscorazones… pues los corazones eranprecisamente un poco más cordiales quelos demás. Tenían cuerpos rechonchos,las mejillas sonrosadas y el pelo rubio,abundante y rizado. Y finalmente lospicas: de figura estilizada, aspectoautoritario, ojos penetrantes y pelonegro y escaso.

Empecé a imaginarme las figurascuando hacía solitarios. Por cada cartaque ponía, era como si soltara a un

espíritu de una botella hechizada. Unespíritu, sí, porque no sólo variaba elaspecto de las figuras de cada palo,tenían además, cada uno, su genio y sutalante. Los tréboles tenían unapersonalidad un poco más torpe y firmeque los ambiguos y susceptiblesdiamantes. Los corazones eran másamables y más alegres que los huraños ycoléricos picas. Pero también habíagrandes diferencias dentro de cada palo.Todos los diamantes eran muyvulnerables, pero Tres de Diamantes erala que se echaba a llorar con másfacilidad. Todos los picas eran algoirascibles, pero el más irascible de

todos era Diez de Picas.De ese modo, fui creando, con los

años, 52 individuos invisibles que dealguna manera vivían conmigo en la isla.En total fueron 53, porque Comodínllegaría a jugar un papel muy importante.

—¿Pero cómo…?—No sé si eres capaz de imaginarte

lo solo que me sentía. El silencio erainfinito. Me topaba constantemente conanimales; por las noches me despertabanlos búhos y los molucos, pero no tenía anadie con quien hablar. A los pocos díasde estar aquí, empecé a hablar solo.Pasados unos meses, también empecé ahablar con las cartas. Unas veces, las

colocaba en círculo a mi alrededor yjugaba a que eran personas de carne yhueso como yo. Otras veces, sólo sacabauna carta con la que mantenía largasconversaciones.

Con el uso, la baraja se fuedesgastando y, al final, quedó tandeteriorada que estaba a punto deromperse. El sol había ido consumiendolos colores, y apenas podía distinguir yala imagen de una carta de la de otra.Entonces metí los restos en una cajita demadera que he guardado hasta hoy. Perolas figuras seguían viviendo en miconciencia. Hacía los solitarios en lacabeza, ya no me hacía falta la baraja.

Es como cuando de pronto un día sabessumar y restar sin utilizar el ábaco.Porque siete más seis son trece aunqueno se vea con bolitas.

Continué hablando con mis amigosinvisibles, y pronto tuve la sensación deque me contestaban, aunque sólo fueraen el pensamiento. Cuando dormíaestaban más presentes que nunca, porqueen mis sueños me veía casi siempre conlas figuras de la baraja. Éramos comouna pequeña comunidad. En mis sueños,las figuras decían y hacían cosas por sucuenta. De ese modo, las noches se mehacían un poco menos solitarias que loslargos días. Entonces las cartas daban

rienda suelta a su propia personalidad ycorreteaban por mi conciencia comoverdaderos reyes y reinas, comopersonas de carne y hueso.

Con algunas de las cartas, entabléuna relación más íntima. En los primerostiempos, mantuve largas conversacionescon Jota de Tréboles. Con Diez de Picastambién podía bromear, siempre ycuando él fuera capaz de controlar sugenio.

Durante un período estuveenamorado en secreto de As deCorazones. Me sentía tan solo queconseguía enamorarme de mis propiasimaginaciones. Me la imaginaba con un

vestido amarillo, pelo largo, rubio yojos verdes. Echaba mucho de menos auna mujer en la isla. En Alemania estabacomprometido con una chica que sellamaba Stine. Bueno, bueno, Stineperdió a su novio en el mar».

El anciano se acarició la barba ypermaneció sentado un buen rato sindecir nada.

—Es tarde, hijo mío —dijofinalmente—. Estarás agotado despuésdel naufragio. ¿Quieres que sigamosmañana?

—No, no —protesté—. Quiero oírlotodo.

—De acuerdo, claro que sí. Además

tienes que saberlo antes de que vayamosa la fiesta de Comodín.

—¿La fiesta de Comodín?—¡Eso! La fiesta de Comodín.Se levantó y dio una vuelta por la

habitación.—Pero tendrás mucha hambre —

dijo.No pude negarlo. El anciano entró en

una especie de despensa y sacó comidaque colocó en unos hermosos platos devidrio. Los puso sobre la mesa junto a laque estábamos sentados.

Pensaba que la comida de la isla erasencilla y pobre, pero resultó todo locontrario. Frode puso primero una fuente

con pan y bollos. Luego sacó diferentesquesos y patés y fue a por una jarra deleche de aspecto delicioso. Comprendíque era leche de moluco. Al final sirvióel postre: una fuente grande con diez oquince frutas distintas. Reconocí lasmanzanas, naranjas y plátanos. Lasdemás clases eran especialidades de laisla.

Cuando acabamos de comer, Frodereanudó su relato.

Tanto el pan como el queso sabíanun poco distinto a lo que yo estabaacostumbrado. Lo mismo ocurría con laleche, era mucho más dulce que la lechede vaca. La mayor sorpresa en cuanto a

sabores llegó, no obstante, con lasfrutas, porque algunas tenían un sabortan sorprendente que me hacía darpequeños gritos y saltar en la silla.

—En lo que a la comida se refiere,nunca he podido quejarme.

Cortó una rodaja de una frutaredonda, del tamaño de una calabaza.Por dentro, la carne era blanda yamarilla, como la de un plátano.

«Ocurrió una mañana», prosiguió.«Había soñado mucho por la noche. Alsalir temprano de la cabaña, cuando elrocío aún cubría la hierba y el sol estabasaliendo por encima de las montañas, vide repente dos figuras que venían hacia

mí desde una ladera al este. Pensé quepor fin recibía la visita de alguien enesta isla, y fui a su encuentro. El corazónme dio un vuelco cuando me acerqué ylos reconocí: eran Jota de Tréboles yRey de Corazones.

Primero pensé que estaba dormido yque este extraño encuentro no era másque un nuevo sueño. A la vez, estabacompletamente convencido de queestaba despierto. Pero eso me sucedía amenudo cuando soñaba, así que no podíaestar totalmente seguro.

Me saludaron como si ya nosconociéramos, lo que, en cierto modo,era verdad.

—Hace un día muy bueno, Frode —dijo Rey de Corazones.

Ésas fueron las primeras palabraspronunciadas en esta isla por alquienque no era yo.

—Debemos hacer hoy algo útil —dijo Jota.

—Ordeno que construyamos unanueva cabaña —dijo el rey.

Y eso hicimos. Las primeras noches,los dos durmieron conmigo en esta casa.Al cabo de unos días, pudieron meterseen una cabaña nueva, un poco más abajode la mía.

Se convirtieron en mis amigos y enmis iguales, con una única diferencia

importante: nunca reconocieron que nohabían estado en esta isla durante todoslos años que yo llevaba viviendo enella. Había algo dentro de ellos que lesimpedía entender que en realidad eranproducto de mi imaginación. Lo mismoocurre con todos los productos de laimaginación, claro está. Nada de lo quecreamos en nuestra imaginación esconsciente de sí mismo. Pero esasimaginaciones no fueron precisamentecomo otras imaginaciones. Habíanrecorrido el inexplicable camino delespacio creativo dentro de mi propiamente, hasta el espacio creado al airelibre bajo el cielo».

—¡Es… imposible! —dijesobresaltado.

Pero Frode no me hizo caso.«Poco a poco se sumaron más

figuras a las dos primeras. Lo máscurioso era que los más viejos nuncaparecían reaccionar ante la llegada denuevas figuras. Es como cuando dospersonas que viven en la misma casa seencuentran por el pasillo. Ninguna deellas necesita hacer gestos o decir algopor el mero hecho de cruzarse con laotra.

Los enanos hablaban entre elloscomo si se conocieran desde hacíamucho tiempo. Y, en cierto modo, era

verdad: habían convivido en esta isladurante muchos años, mientras yosoñaba, dormido o despierto, que lasfiguras hablaban entre ellas.

Una tarde que estaba talando árbolesen el bosque justo en este lugar, meencontré por primera vez con As deCorazones. Creo que se encontraba máso menos en el centro de la baraja, que nofue ni de las primeras ni de las últimasque salieron, quiero decir. Al principiono me vio, iba sola, canturreando unahermosa melodía. Me detuve y se mesaltaron las lágrimas, porque me acordéde Stine.

Me armé de valor y la llamé.

—As de Corazones —murmuré.Entonces me vio y se acercó. Me

abrazó y dijo:—Gracias por haberme encontrado,

Frode. ¿Qué haría yo sin ti?Era una pregunta muy oportuna. Sin

mí, no habría podido hacer nada. Peroella no lo sabía. Y no debe saberlonunca.

Su boca era tan roja y tan suave queme entraron ganas de besarla, pero huboalgo que me retuvo.

Conforme iban llegando más figurasa la isla, les hacíamos nuevas casas.Así, se construyó un pueblo entero a mialrededor. Ya no me sentía solo. Pronto

formamos una pequeña comunidad, en laque todo el mundo tenía una misión quecumplir.

Hace ya treinta o cuarenta años queel solitario está completo, con sus 52figuras. Sólo había una excepción:Comodín llegó mucho más tarde. Noapareció en la isla hasta hace dieciséis odiecisiete años. Fue un alborotador quealteró nuestra armonía, justo cuandotodos nos habíamos acostumbrado anuestra nueva vida. Pero eso podráesperar hasta más adelante. Mañana seráotro día, Hans. Si la vida en esta isla meha enseñado algo, es que siempre hayotro día…».

Lo que Frode contó era tan increíbleque, hasta hoy, recuerdo cada palabra.

¿Cómo era posible que 52 imágenessoñadas dieran de pronto un salto eirrumpieran en la realidad comopersonas de carne y hueso?

—No… no es posible —volví amurmurar.

Frode insistió:«En el transcurso de unos años,

todas las cartas de la baraja habíanlogrado salir de mi conciencia yaparecer en la isla donde yo meencontraba. ¿O era yo quien había hechoel camino al revés? También ésa era unaposibilidad que no podía descartar.

Aunque he vivido rodeado de todosesos nuevos amigos durante muchísimosaños, aunque juntos hemos construido elpueblo, cultivado la tierra, preparado ydegustado la comida, jamás he dejadode preguntarme si las figuras que merodeaban eran reales.

¿Sería yo el que había entrado en eleterno mundo de los sueños? ¿Me habíaperdido, no sólo en una gran isla, sinotambién en mi propia imaginación? Y siéste era el caso: ¿Volvería a encontrar elcamino de vuelta a la realidad algunavez?

Hasta que Jota de Tréboles no tellevó a la fuente y te vi, no pude estar

totalmente seguro de que la vida queestaba viviendo era real. Porque ¿noserás tú un nuevo comodín en la baraja;verdad, Hans? ¿No te habré soñado a titambién, no?».

El anciano me dirigió una miradasuplicante.

—No, no —me apresuré a decirle—. A mí no me has soñado. Discúlpamepor dar la vuelta a la pregunta: si noeres tú quien está dormido, tendré queser yo. Puede que sea yo el que estésoñando todas esas cosas tan irrealesque me estás contando.

De repente, mi viejo se movió en lacama. Me levanté de un salto, me puse

los pantalones y puse el libro delpanecillo a salvo en uno de losbolsillos.

No se despertó del todo enseguida.Me acerqué a la ventana y aparté lascortinas. Ya se divisaba tierra, pero nole di mucha importancia, pues mispensamientos estaban en otra parte, y enotra época.

Si era verdad lo que Frode estabacontando a Hans el Panadero, lo que yoestaba leyendo era el juego de magiamás increíble del mundo. Sacar por artede magia una baraja completa era en síbastante impresionante, pero convertir alas 52 cartas en seres vivos sobre la

Tierra, era magia a un nivel totalmentedistinto.

De ahí en adelante dudaría una y otravez de todo lo que leyera en el libro delpanecillo. Al mismo tiempo, desdeentonces observo el mundo, y a todoslos seres que lo habitan, como un granjuego de magia.

Pero si el mundo es un gran juego demagia, también tiene que haber un granprestidigitador. Espero descubrirloalgún día, pero no es fácil descubrir untruco cuando el prestidigitador nisiquiera aparece en el escenario.

Mi viejo se puso como loco cuandolevantó la cortina y vio que nos

estábamos acercando a tierra.—Pronto estaremos en el país de los

filósofos —dijo.

REINA DETRÉBOLES

… al menos podría haberfirmado su obramaestra antes dedesaparecer…

Lo primero que hizo mi viejo aldesembarcar en el Peloponeso, fuecomprar un número de la misma revistapara mujeres que su tía había compradoen Creta.

Nos sentamos en una terraza del

puerto y pedimos dos desayunos.Mientras esperábamos el café, el zumo yel insulso pan tostado con unacucharadita de mermelada de cerezaaguada, comenzamos a hojear la revista.

—¡Caray! —exclamó de repente.Me enseñó una foto a toda página de

mamá. No estaba tan desnuda como lasmujeres de la baraja que mi viejo habíacomprado en Verona, pero poco faltaba.Aunque mamá tenía una buena disculpa,ya que hacía publicidad de bañadores.

—Quizá demos con ella en Atenas—dijo mi viejo—. Pero va a resultardifícil llevárnosla a casa.

Debajo de la foto ponía algo, pero

estaba escrito en griego, así que apartede no entender el significado de laspalabras, mi viejo tenía ciertosproblemas con el alfabeto. Grecia aúnno se ha preocupado por adoptar elmodo europeo de escritura.

El desayuno ya estaba en la mesa,pero mi viejo aún no había tenidotiempo de probarlo, porque habíacogido la revista y había empezado apreguntar a la gente que estaba sentadacerca si hablaba alemán o inglés. Alfinal tuvo suerte con unos jóvenes. Miviejo les enseñó la foto de mamá y lespidió que tradujeran lo que ponía enletra pequeña. Los jóvenes me miraron,

y todo el episodio resultó bastantepenoso. Sólo esperaba que mi viejo noempezara a discutir con ellos y adecirles algo así como que estabansecuestrando a mujeres noruegas.

Mi viejo volvió con el nombre deuna agencia de publicidad en Atenas.

—Nos estamos aproximando —dijosimplemente.

También había fotos de muchas otrasmujeres en la revista, pero mi viejo sólotenía interés por la foto de mamá. Laseparó con cuidado y tiró el resto de larevista en una papelera, más o menoscomo cuando tiraba una barajatotalmente nueva después de haberse

quedado con el comodín.El camino más corto a Atenas

atravesaba la parte sur del gran golfo deCorinto y su famoso canal. Pero mi viejonunca ha sido de los que cogen elcamino más rápido si dando un rodeo sepuede ver algo interesante.

Lo cierto era que tenía algo quepreguntar al Oráculo de Delfos, lo quesignificaba tener que cruzar el golfo deCorinto con transbordador y luego llegara Delfos, al norte de la bahía.

La travesía sólo duró media hora.Después de conducir unos veintekilómetros, llegamos a una pequeñaciudad llamada Nafpaktos, donde nos

paramos a tomar un café y un refresco enuna plaza con vistas a un castillo.

Naturalmente, yo estaba pensando enlo que ocurriría cuando encontráramos amamá en Atenas, pero también seguíaobsesionado por lo que había leído en ellibro del panecillo. No sabía cómohablar con mi viejo de algunas de lascosas que me preocupaban, sindelatarme.

Mi viejo llamó al camarero parapedir la nota. Yo dije:

—¿Crees en Dios, viejo?Se sobresaltó.—¿No te parece un poco temprano?

—preguntó.

No carecía de razón, pero no tenía niidea de en dónde había estado yo esamadrugada, mientras él aún estaba en elPaís de los Sueños. ¡Si supiera…!, élque de vez en cuando hacía algún queotro truco de cartas, y albergaba algúnpensamiento inteligente en su mente.Pero yo… yo había visto cómo unabaraja, de repente, empezaba a volarbajo el cielo en forma de seres vivos decarne y hueso.

—Si realmente existe un dios —proseguí—, ese dios es muy hábiljugando al escondite con sus criaturas.

Mi viejo soltó una carcajada, perocomprendí que estaba totalmente de

acuerdo.—Quizá se asustara al ver lo que

había creado —dijo—. Y luego semarchara dejándolo todo. ¿Sabes?, no esfácil saber quién se asustó más, si Adáno el Maestro. Yo creo que un acto decreación de esa clase asusta igual aambas partes. Pero admito que al menospodría haber firmado su obra maestraantes de desaparecer.

—¿Firmar?—Por lo menos, podría haber

grabado su nombre en una roca o algopor el estilo.

—¿De modo que tú no crees enDios?

—No he dicho eso. Acabo de decirque Dios está en el cielo riéndose denosotros porque no creemos en él.

¿«Acabo de»?, pero si lo dijo enHamburgo…

Continuó:—Pero aunque no ha dejado ninguna

tarjeta de visita, ha dejado el mundo.Creo que con eso basta.

Se quedó pensando un rato. Luegoañadió:

—Érase una vez un astronauta y unneurocirujano rusos que discutían sobrereligión. El neurocirujano era creyente,y el astronauta no. «He estado muchasveces en el espacio», presumió el

astronauta, «pero jamás he vistoángeles». El neurocirujano se quedóboquiabierto, y luego dijo: «Yo heoperado bastantes cerebros inteligentes,pero jamás he visto un pensamiento».

Ahora fui yo el que se quedóboquiabierto.

—¿Te acabas de inventar eso? —pregunté.

Negó con la cabeza:—Era una de los chistes malos del

profesor de filosofía de Arendal.Lo único que había hecho mi viejo

para conseguir un certificado defilósofo, fue el «examenphilosophicum[5]» en la universidad

popular de Arendal. Él ya había leídomuchos libros sobre filosofía, pero elaño anterior había recibido clases deHistoria de la Filosofía, en Arendal.

A mi viejo no le bastó con escucharal profesor en la clase, está claro.También se lo trajo a casa. «¡No iba adejarle solo en el hotel!», dijo. Así queyo también lo conocí, hablaba por loscodos, y estaba casi tan obsesionadocomo mi padre por las cuestionestrascendentales.

Mi viejo se quedó mirando elcastillo. Dijo:

—Dios ha muerto, Hans Thomas. Ynosotros hemos sido sus asesinos.

Esa afirmación me pareció tanincomprensible y escandalosa que no medigné contestar.

Cuando dejamos atrás el golfo deCorinto, y comenzamos a subir lamontaña camino de Delfos, atravesamosextensos olivares. Nos habría dadotiempo a llegar a Atenas ese mismo día,pero mi viejo opinaba que no se podíapasar por Delfos sin hacer una visita alviejo santuario.

Lo primero que hicimos al llegar aDelfos al mediodía, fue reservar unahabitación en un hotel que estaba situadoencima de la pequeña ciudad, con unamaravillosa vista sobre el golfo de

Corinto. Había muchos otros hoteles,pero mi viejo eligió el que ofrecía lasmejores vistas sobre el mar.

Desde el hotel, atravesamos laciudad para llegar al famoso lugardonde se levantaban los templos, situadoa unos pocos kilómetros más al este.Conforme nos íbamos acercando a lazona de excavaciones, mi viejo hablabacada vez más.

—A aquí vino la gente durante todala Antigüedad para pedir consejo aloráculo de Apolo. Preguntaban de todo:con quién se casarían, a qué parte delmundo viajarían, cuándo deberían entraren guerra con otros estados y por qué

calendarios deberían guiarse.—¿Pero en qué consistía el oráculo?

—pregunté.Mi viejo me contó que el dios Zeus

había enviado dos águilas que debíanatravesar la Tierra volando cada unadesde un extremo. Se encontraronprecisamente encima de Delfos, por loque los griegos pensaron que era elcentro del mundo. Luego llegó Apolo y,antes de poder establecerse en Delfos,tuvo que matar al peligroso dragónPitón. Por ello su sacerdotisa se llamóPitia. Ya muerto el dragón, se convirtióen una serpiente, que siempreacompañaría a Apolo.

No entendí gran cosa de lo que mecontó, pues aún no me había explicadolo que era un oráculo. Nos estábamosacercando a la entrada del recinto de lostemplos. Estaba situado en una garganta,al pie del monte del Parnaso. En esemonte vivían las Musas, que concedían alos seres humanos sus habilidadesartísticas.

Antes de entrar, mi viejo dijo queteníamos que beber de una fuentesagrada que estaba a poca distancia dela entrada y en la que todos losvisitantes tenían que lavarse antes deentrar en el lugar sagrado. Añadió que,bebiendo de esa fuente, aumentaban la

sabiduría y las habilidades artísticas.Ya dentro del recinto de los templos,

mi viejo compró un mapa donde podíaverse cómo era ese lugar hace más dedos mil años. Ese mapa me resultó muyútil, porque lo único que quedaba enDelfos eran unas destartaladas ruinas.

Primero pasamos por los restos delas cámaras de los tesoros de las viejasciudades Estado. Para pedir consejo aloráculo de Delfos, había que llevarregalos a Apolo. Esos regalos fueronconservados en edificios especiales quelos diferentes Estados tuvieron queconstruir.

Cuando llegamos al gran templo de

Apolo, mi viejo me explicó por fin loque era el oracúlo.

—Lo que ves aquí, son los restos delgran templo de Apolo —empezó—.Dentro del templo había una piedratallada que llamaban «ombligo» porquelos griegos creían que este templo era elcentro del mundo. Pensaban, además,que Apolo vivía dentro del templo, almenos durante ciertas épocas del año. Ya él era al que se pedía consejo.Hablaba por medio de la sacerdotisaPitia, que se sentaba en una silla de trespatas colocada sobre una grieta de latierra. De esa grieta, emanaban unosgases alucinógenos, necesarios para que

Apolo pudiera manifestarse a través dePitia. Al llegar a Delfos, había queentregar la pregunta a los sacerdotes,que a su vez la transmitían a Pitia. Loque ella contestaba era tan confuso yambiguo que los sacerdotes tenían queinterpretar la respuesta a los que habíanhecho la pregunta. De esa manera, losgriegos podían sacar provecho de lasabiduría de Apolo, porque Apolo sabíatodo, del pasado y del futuro.

—¿Qué pregunta vamos a hacerle?—Vamos a preguntarle si

encontraremos a Anita en Atenas —dijomi viejo—. Tú serás el sacerdote queofrece la pregunta, y yo seré Pitia, y

transmitiré la contestación del dios.Dicho esto, se sentó delante de las

ruinas del famoso templo de Apolo yempezó a sacudir la cabeza y los brazoscomo si estuviera loco. Unos turistasfranceses y alemanes retrocedieronasustados, pero yo pregunté muy serio:

—¿Vamos a encontrar a Anita enAtenas?

Al parecer, mi viejo estabaesperando a que obrasen en él lospoderes de Apolo. Luego dijo:

—Joven de un país lejano…encontrarse con mujer hermosa… cercadel viejo templo.

Pronto volvió en sí. Estaba muy

contento.—Con eso basta, las respuestas de

Pitia nunca han sido más precisas.Yo no estaba de acuerdo en que la

respuesta fuera lo suficientemente clara,porque ¿quién era el joven, quién era lamujer hermosa y dónde estaba el grantemplo?

—Echemos a cara o cruz si vamos aencontrarla o no —dije—. Si Apolo escapaz de guiar tu boca, seguramentetambién será capaz de guiar una moneda.

Mi viejo aceptó la propuesta. Sacóuna moneda de 20 dracmas; si salíacara, era que íbamos a encontrar a mamáen Atenas. Eché la moneda al aire y miré

con gran expectación al suelo.¡Salió cara! Una gran cara que nos

miraba como si llevara miles de años enel suelo, esperando a que pasáramos porallí a descubrirla.

REY DETRÉBOLES

… le resultaba molestono saber más

sobre la vida y sobre elmundo…

Con la garantía del oráculo de queencontraríamos a mamá en Atenas,fuimos a ver otras partes del recinto delos templos y llegamos a un viejo teatrocon capacidad para cinco milespectadores. Desde arriba, había una

magnífica vista sobre el valle.Mientras bajábamos, mi viejo dijo:—Hay algo más que debo contarte

sobre el oráculo de Delfos, HansThomas. Este lugar tiene un especialinterés para filósofos como nosotros.

Nos sentamos en unos restos detemplo. Resultaba curioso pensar quetenían más de dos mil años.

—¿Te acuerdas de Sócrates?—No demasiado —tuve que admitir

—. Supongo que era un filósofo griego.—Correcto. Y voy a decirte lo que

significa la palabra filósofo…Yo sabía que esto era el principio de

una pequeña conferencia, y, a decir

verdad, me pareció demasiado, porqueel sol quemaba tanto que sudaba comoun pollo.

—Un «filósofo» es alguien quebusca la sabiduría. Con ello no quieredecirse que un filósofo seaespecialmente sabio. ¿Entiendes ladiferencia?

Asentí.—El primero que mostró eso en la

práctica fue Sócrates. Andaba por laplaza de Atenas hablando con la gente,pero jamás les echaba sermones. Alcontrario, hablaba con ellos paraaprender. Porque «los árboles delcampo no me pueden enseñar nada»,

decía. Pero se desilusionaba muchocuando descubría que la gente a la quele gustaba presumir de saber muchísimo,no sabía gran cosa, o mejor dicho nosabía nada. Quizá supieran decirle losprecios del vino y del aceite de oliva,pero no sabían nada de la vida. Elmismo Sócrates decía que él sólo sabíauna cosa: que no sabía nada.

—Entonces no era muy sabio.—No saques conclusiones

precipitadas —replicó mi viejo con tonosevero—. Si dos personas no tienen niidea de nada, pero una de ellas da aentender que sabe un montón, ¿quién delas dos te parece la más inteligente?

Tuve que admitir que el más sabioera el que no daba la impresión de sabermás de lo que sabía.

—Entonces has entendido el puntoclave. Lo que convirtió en filósofo aSócrates era precisamente que leresultaba molesto no saber más sobre lavida y sobre el mundo. Se sentíacompletamente marginado.

Asentí con la cabeza.—Una vez, un ateniense fue al

oráculo de Delfos a preguntar a Apoloquién era el hombre más sabio deAtenas. El oráculo contestó queSócrates. Al enterarse de esto, Sócratesse sorprendió muchísimo, porque

pensaba que él no sabía gran cosa. Perocuando fue a ver a todos aquellos quetenían fama de ser más sabios que él yles hizo algunas preguntas razonables,finalmente se dio cuenta de que eloráculo tenía razón. La diferencia entreSócrates y todos los demás era que losdemás estaban muy satisfechos con lopoco que sabían, aunque no sabían másque Sócrates. Y los que están satisfechoscon lo que saben, nunca podrán serfilósofos.

Me pareció bastante sensato, peromi viejo no había acabado aún. Señaló alos turistas que salían de los autocarescomo a borbotones abajo en el valle y

subían por la ladera como gruesas filasde hormigas.

—Si entre toda esa gente hubiera almenos alguien que sintiera el mundocomo algo maravilloso y misterioso…

Tomó un respiro antes de continuar:—Allí abajo habrá unas mil

personas, Hans Thomas. Si tan sólo unade ellas viviese la vida como unaalucinante aventura, y con eso quierodecir vivirla día a día…

—¿Entonces, qué? —pregunté,porque de nuevo se había detenido enmedio de una frase.

—Entonces él o ella sería uncomodín de la baraja.

—¿Crees que hay aquí algúncomodín?

Se incorporó con una expresión deresignación.

—¡No, señor! —dijo—.Evidentemente, no puedo estarcompletamente seguro, porque sí existenalgunos comodines, pero la posibilidades muy remota.

—¿Y tú? ¿Vives la vida como unaaventura todos los días?

—¡Por supuesto!La respuesta llegó tan pronta y tan

concisa que no me atrevía a protestar.Añadió:—Cada mañana me despierto con un

estallido. Es como si alguien meinyectara la sensación de estar vivo, deque soy un muñeco vivo en medio de laaventura. ¿Porque, quiénes somos, HansThomas? ¿Puedes decírmelo? Estamosremendados con una porción de polvoestelar. ¿Pero qué es eso? ¿De dóndedemonios viene este mundo?

—Ni idea —contesté, sintiéndometan marginado como Sócrates.

Mi viejo prosiguió:—Y por la noche vuelvo a tener la

misma sensación. Soy un ser humanosolamente esta vez, pienso. Y no volveréjamás.

—Entonces, llevas una vida dura…

—Dura sí, pero muy emocionante.No necesito buscar castillos para ir a lacaza de fantasmas. Yo mismo soy unfantasma.

—Y luego te preocupas cuando tuhijo ve un pequeño fantasma en laventana del camarote.

No sé por qué dije eso, pero mepareció necesario recordarle lo quehabía dicho en el barco la nocheanterior.

Simplemente se echó a reír.—Supongo que podrás aguantarlo —

se limitó a decir.Lo último que dijo mi viejo sobre el

oráculo de Delfos fue que los antiguos

griegos habían grabado una inscripciónen el gran templo: «Conócete a timismo».

—Pero siempre resulta más fácildecirlo que hacerlo —añadió.

Volvimos a bajar hacia la entrada.Mi viejo quería visitar un museocercano para estudiar el famoso«ombligo del mundo», que estuvo en eltemplo de Apolo. Le rogué que medejara quedarme fuera y, finalmente,pude sentarme a la sombra de un árbol aesperarle. Supuse que en aquel museo nohabía nada indispensable para mieducación.

—Puedes sentarte debajo de ese

árbol —dijo señalando un tipo de árbolque no había visto jamás. Habría juradoque no era posible, pero el árbol estabarepleto de fresones rojos.

Naturalmente tenía mis razonessecretas para no entrar en el museo: lalupa y el libro del panecillo me habíanestado quemando el bolsillo durantetoda la mañana. A partir de entonces, nodejé escapar ninguna oportunidad paraseguir leyendo. Lo único que quería erano tener que levantar la vista del libro,hasta haberlo terminado del todo. Perotambién tenía que ocuparme un poco demi viejo.

Había empezado a pensar que el

libro era una especie de libro deoráculo, que respondería al final a todasmis preguntas. No obstante, me resultabaestremecedor leer acerca del comodínde la isla mágica exactamente entonces,cuando acabábamos de hablar tantosobre los comodines.

COMODÍN

COMODÍN

… se deslizó por elpueblo a hurtadillas,como una serpiente

venenosa…

El viejo se levantó, abrió la puerta ysalió. Yo le seguí. En el exterior, eranoche cerrada.

—He tenido un cielo estrelladosobre mí y otro cielo estrellado bajo mispies —murmuró.

Comprendí lo que quería decir.

Sobre nosotros resplandecía el cieloestrellado más claro que jamás habíavisto. Pero ése era sólo uno de ellos.Abajo, en la ladera, brillaban las tenuesluces de las cabañas del pueblo. Parecíacomo si un poco de polvo estelar sehubiese desprendido del cielo yesparcido sobre la tierra.

—Los dos cielos son igual deinescrutables —y señalando hacia elpueblo, añadió—: ¿Quiénes son? ¿Dedónde vienen?

—Eso es algo que ellos tendrán quepreguntarse —objeté.

El viejo se volvió hacia mí:—¡No, no! —exclamó—. Jamás

deben hacerse esa clase de preguntas.—Pero…—No podrían vivir junto al que los

ha creado, ¿no lo entiendes?Entramos de nuevo en la cabaña,

cerramos la puerta y nos sentamos cadauno a un lado de la mesa.

—Todas las figuras eran distintas —continuó el viejo—. Pero tenían algo encomún: ninguna se preguntaba quiéneseran o de dónde venían. De esa manera,formaban una parte natural de suentorno. Simplemente existían en esefrondoso jardín… tan terca ydescuidadamente como los animales…Entonces llegó Comodín. Se deslizó por

el pueblo a hurtadillas, como unaserpiente venenosa.

Se me escapó un sonoro silbido:—Ya hacía muchos años que la

baraja estaba completa, y nunca se mehabía ocurrido pensar que pudiera llegaralgún comodín a esta isla. Aunque en labaraja había uno, pensaba que esecomodín era yo mismo. Pero, de repente,un día el pequeño bufón entró en elpueblo. Jota de Diamantes fue elprimero que lo vio y, por primera vez enla historia de la isla, se armó algo derevuelo en torno a un recién llegado. Nosólo iba vestido de forma extraña, concascabeles que colgaban de su traje,

sino que, además, tampoco pertenecía aninguna de las cuatro familias. Y, sobretodo, enfurecía a los enanos,haciéndoles preguntas a las que no erancapaces de contestar. Poco a poco,empezó a vivir su vida algo retirado delos demás. Le hicimos una cabaña paraél solo en las afueras del pueblo.

—¿Era capaz de razonar más que losotros?

El viejo suspiró profundamente:«Una mañana que yo estaba sentado

aquí, delante de la puerta, apareció derepente por la esquina de la casa. Diouna alocada voltereta y un gran saltodelante de mí, haciendo sonar todos sus

cascabeles, inclinó su pequeña cabeza ydijo:

—Maestro, hay algo que noentiendo…

Me pareció extraño que me llamara«maestro», porque los enanos siempreme habían llamado Frode. Tampoco eracorriente que iniciaran una conversacióndiciendo que no entendían porque,cuando alguien asume que no entiendealgo, es que está en el buen camino paracomprender muchas cosas.

El pequeño comodín carraspeó unpar de veces, y siguió:

—Hay cuatro reyes en este pueblo,así como cuatro reinas y cuatro jotas.

Tenemos cuatro ases, y, del dos al diezen cuatro palos.

—Correcto —dije.—Pero es que, además, también son

trece en cada palo, sean diamantes,corazones, tréboles o picas.

Asentí con la cabeza. Era la primeravez que uno de los enanos daba unadescripción tan precisa del orden delque todos formaban parte.

Comodín prosiguió:—¿Y quién puede haber organizado

todo esto tan sabiamente?—Debe de ser una casualidad… —

mentí—. Es como cuando lanzas unospalitos al aire; siempre podrás buscar

una interpretación a la forma en quehayan caído.

—No lo creo —dijo el pequeñobufón.

Era la primera vez que alguien deesta isla me hacía frente. No estabadelante de una figura de cartón, sino quetenía ante mí a una persona.

Por un lado me alegré, quizáComodín podría convertirse en un bueninterlocutor; pero también me entró unagran preocupación: ¿y si los enanosentendieran de repente quiénes eran y dedónde venían?

—¿¡Ah, no!?, ¿entonces tú quécrees? —pregunté.

Me miró fijamente a los ojos. Estabainmóvil como una estatua, pero una desus manos le temblaba ligeramente, yhacía sonar los cascabeles.

—Todo parece muy planificado —dijo intentando ocultar su preocupación—, perfectamente preparado y tramado.Creo que estamos de espaldas a algoque puede elegir ponernos boca arriba,o no hacerlo.

Los enanos utilizaban con frecuenciapalabras y expresiones del lenguaje delas cartas, lo que les permitía expresarde forma adecuada lo que tenían en lamente. Yo intentaba pagarles con lamisma moneda cuando era posible.

El pequeño bufón dio unos extrañossaltos tan bruscos que hizo sonar todoslos cascabeles.

—¡Yo soy Comodín! —exclamó—.No lo olvides, querido maestro. No soycomo los otros habitantes de estepueblo, ¿sabes? No soy ni rey ni jota, ytampoco soy diamante ni trébol, nicorazón ni pica.

Yo ya estaba preocupado, pero sabíaque no debía poner las cartas sobre lamesa.

—¿Quién soy yo? —continuó—.¿Por qué soy Comodín? ¿De dóndevengo y hacia dónde voy?

Opté por una jugada de riesgo:

—Ya has visto todo lo que heobtenido de las plantas de esta isla —empecé a decir—. ¿Qué pensarías sidijera que soy yo quien te creé a ti y atodos los demás enanos del pueblo?

Se quedó mirándome fijamente a losojos. Vi cómo temblaba su frágil cuerpo,y oí el nervioso tintineo de loscascabeles.

Dijo con voz entrecortada:—Entonces, querido maestro, sólo

me quedaría la alternativa de matarte,con el fin de recuperar mi dignidad.

Me reí forzadamente.—Naturalmente —contesté—. Pero

ése no es, afortunadamente, el caso.

Se quedó un segundo o dosmirándome con desconfianza. Derepente, desapareció por la esquina dela casa, pero volvió al cabo de unmomento, trayendo consigo una botellitade bebida púrpura. Era una botella queyo había tenido escondida en lo másoculto de un armario durante muchosaños.

—¡Salud! —exclamó—. ¡Mmm, diceComodín!

Dicho esto, se llevó la botella a laboca.

«Me sentí totalmente paralizado. Noera por mi propia vida por la que temía.Lo que me preocupaba era que todo lo

que yo había creado en esta isla sedisolviera y desapareciera tan derepente como había llegado».

—Pero eso no pasó, ¿no?—Deduje que Comodín había

bebido de la botella, y que esa extrañabebida fue la que le proporcionó tantalucidez.

—¿Pero no dijiste que la bebidapúrpura hace que uno pierda lacapacidad mental y el sentido de laorientación?

—Sí, es verdad, pero no enseguida.Al principio, la bebida te vuelveenormemente inteligente. Es porque todala inteligencia es absorbida de golpe.

Pero, poco a poco, va llegando laapatía. Eso es lo que hace que esabebida sea tan peligrosa.

—¿Qué ocurrió con Comodín?—«¡Se acabó la conversación!»,

gritó. «¡Pero volveremos a vernos!». —Bajó corriendo al pueblo y dio labotella a los enanos, y, desde ese día,todos los habitantes del pueblo hanestado consumiendo la bebida púrpura.Varias veces por semana los trébolesvan a recoger jugo de púrpura a lostroncos huecos. Luego, los corazonesfabrican la bebida roja, y los diamantesla embotellan.

—¿Todos los enanos se volvieron

tan inteligentes como Comodín?—No exactamente, aunque

estuvieron tan lúcidos durante unos díasque tuve miedo de que me descubrieran.Pero luego se volvieron más distantesaún que antes. Lo que has visto hoy, noson más que restos de lo que fueron.

Pensé en todos los trajes y uniformesde colores. Por un instante, vi en mimente a As de Corazones con el vestidoamarillo.

—Pero al menos son unos hermososrestos —dije.

—Sí, son hermosos, peroinconscientes. Están en esta naturalezaexuberante pero no lo saben. Ven el sol y

la luna, saborean todas las plantas yverduras, pero no lo notan. Cuandodieron el gran salto eran verdaderaspersonas, pero en cuanto comenzaron atomar la bebida púrpura se distanciarony desaparecieron. Era como si sehubiesen encerrado en sí mismos.Todavía son capaces de mantener algoparecido a una conversación, pero seolvidan de lo que han dicho nada másterminar de decirlo. Comodín es elúnico que conserva algo de la antiguachispa. Y quizá también As deCorazones. Dice siempre que estáintentando «encontrarse a sí misma».

—Hay algo que no me cuadra.

—¿Qué?—Dijiste que los primeros enanos

llegaron a la isla sólo unos cuantos añosdespués de tu propia llegada. Pero todosparecen muy jóvenes. Resulta difícilcreer que muchos de ellos tienencincuenta años.

El anciano rostro se iluminó con unamisteriosa sonrisa:

—No se hacen viejos.—Pero…—Cuando yo estaba solo en la isla,

las imágenes de mis sueños eran cadavez más nítidas; luego, saltaron de mispensamientos y se lanzaron a la vida eneste lugar. Pero siguen siendo

imaginación. Y la imaginación tiene laextraña capacidad de que lo creado porella se mantiene siempre joven y vivo.

—Es incomprensible…—¿Has oído hablar de Rapunzel?,

hijo mío.Negué con la cabeza.—Pero sí habrás oído hablar de

Caperucita Roja, o de Blancanieves, ode Hansel y Gretel.

Asentí.—¿Y qué edad crees que tienen?

¿Cien años? ¿Acaso mil? Son a la vezmuy jóvenes y muy antiguos, porque hansurgido de la imaginación de sereshumanos. Tampoco yo iba a imaginarme

que los enanos de esta isla se volvieranviejos y canosos; ni siquiera los trajesque llevan han envejecido un ápice. Esdistinto al caso de los mortales, que unbuen día estamos tan gastados que nosrompemos en trocitos y desaparecemos.No ocurre así con nuestros sueños,siguen vivos en otras personas, mucho,muchísimo tiempo después de quehayamos desaparecido.

Se acarició su pelo cano y señaló sugastada chaqueta.

—La gran pregunta —prosiguió—no era saber si las figuritas seríanconsumidas por el tiempo. La cuestiónera saber si verdaderamente también

estaban en el jardín y podían ser vistaspor otras personas.

—¡Y sí que estaban! —dije—.Primero conocí a Dos y Tres deTréboles. Luego me encontré con losdiamantes en la fábrica de vidrio…

—Hmm…El viejo se quedó absorto en sus

propios pensamientos. Parecía noescucharme.

—La segunda gran pregunta es —dijo finalmente— saber si seguirán aquícuando yo haya desaparecido.

—¿Qué crees tú?—No sé la respuesta a esa pregunta,

y nunca la sabré. Porque cuando yo ya

no esté, no podré saber si mis figurassiguen viviendo en la isla o no.

De nuevo se quedó callado duranteun largo rato. Me pregunté si no seríatodo un sueño. Quizá no estaba en lacabaña de Frode. Quizá estuviera en unsitio distinto y, todo lo demás, ocurrierasólo dentro de mí.

—Mañana te contaré más, hijo mío.Tengo que hablarte del calendario y delgran juego de Comodín.

—¿El juego de Comodín?—Mañana, hijo. Ahora, los dos

necesitamos dormir.Se levantó y me señaló un camastro

cubierto con pieles y mantas tejidas a

mano. También me dio un camisón delana. Fue agradable poderme quitar porfin el sucio traje de marinero.

Esa noche, mi viejo y yo nosquedamos en la terraza contemplando laciudad y el golfo de Corinto. Mi viejohabía experimentado tantas nuevassensaciones que apenas pronunciópalabra. Puede que estuviera pensandoen lo que nos había dicho el oráculoacerca de que pronto veríamos a mamá.

Ya tarde, la luna llena se levantó porencima del horizonte al este. Iluminó eloscuro valle e hizo palidecer alestrellado cielo.

Era como estar sentado delante de la

cabaña de Frode observando el pueblode los enanos.

DIAMANTES

AS DE DIAMANTES

… un hombre justo, quequería poner

todas las cartas sobre lamesa…

Como de costumbre, me despertéantes que mi viejo, aunque no tardómucho en empezar a desperezarse.

Decidí comprobar si era verdad quetodas las mañanas se despertaba con unestallido, como había dicho el díaanterior.

Llegué a pensar que a lo mejor teníarazón, porque, en el momento de abrirlos ojos, tenía cara de asombro. Igualpodría haberse despertado en un lugarmuy diferente. En la India, por ejemplo,o en un pequeño planeta de otra galaxia.

—Eres un ser vivo —le dije—. Eneste momento te encuentras en Delfos, unlugar de la Tierra, que es un planetavivo que por ahora gira alrededor deuna estrella de la Vía Láctea. En dar unavuelta alrededor de la estrella, elplaneta tarda unos 365 días.

Clavó su mirada en mí, como situviera que acostumbrar a sus ojos alcambio del País de los Sueños a la dura

realidad exterior.—Te agradezco la información —

dijo—. Todo lo que acabas de decir, melo digo todos los días antes delevantarme.

Se incorporó diciendo:—Sería bueno que me susurraras

esas palabras al oído cada mañana,Hans Thomas. Llegaría antes al baño.

Cerramos el equipaje rápidamente,desayunamos, y enseguida estuvimos denuevo en el coche. Cuando pasamos porel recinto de los templos, mi viejo dijo:

—Es increíble lo ingenuos que eran.—¿Por creer en el oráculo?No contestó inmediatamente. Tuve

miedo de que dudara de la palabra deloráculo sobre el encuentro con mamá enAtenas.

—Por eso también —dijo finalmente—. Pero piensa en todos esos dioses,Apolo y Asclepio, Atenea y Zeus,Poseidón y Dionisos. Durante cientos ycientos de años construyeron costosostemplos de mármol para ellos. Por reglageneral, tuvieron que recorrer enormesdistancias, arrastrando pesados bloquesde mármol.

No entendía muy bien lo que estabadiciendo, pero sin embargo pregunté:

—¿Cómo puedes estar tan seguro deque esos dioses no existían? Puede que

ya hayan desaparecido, o se hayanbuscado otro pueblo ingenuo; perodurante algún tiempo anduvieron sobreesta tierra.

Mi viejo me miró a través delespejo.

—¿Eso crees, Hans Thomas?—No estoy seguro —contesté—.

Pero de alguna manera estuvieron en elmundo mientras la gente creía en ellos.Porque se ve lo que se cree. Y hasta quela gente comenzó a dudar de ellos, noenvejecieron o se desgastaron.

—¡Bien dicho! —exclamó mi viejo—. Pero que muy bien dicho, HansThomas. Quizá tú también llegues a ser

filósofo algún día.Por una vez tuve la sensación de

haber dicho algo tan sensato que inclusomi viejo tuvo que meditar sobre ello.Por lo menos, se quedó sentado sin decirnada.

En realidad, era como un engaño,porque yo no habría dicho nada de todoeso si no hubiera estado leyendo el librodel panecillo. Lo cierto es que no estabapensando en los dioses de la antiguaGrecia, sino en las cartas del solitariode Frode.

Pasó tanto rato sin que dijéramosuna palabra que decidí sacar la lupa y ellibro del panecillo. Pero, justo cuando

iba a seguir leyendo, mi viejo paró elcoche al lado de la carretera. Saliódisparado del Fiat, se encendió uncigarrillo y miró un mapa.

—¡Aquí! —dijo—. Sí, tiene que seraquí.

Bajo nosotros, a la izquierda, habíauna hondonada, pero no se veía nada quepudiera explicar ese repentino interés.

—Siéntate —dijo mi viejo.Comprendí que me iba a dar otra de

sus charlas, pero esta vez no me enfadé,pues sabía que era un hijo privilegiado.

—Allí fue donde Edipo mató a supadre —prosiguió, señalando lahondonada.

—Muy estúpido por su parte. ¿Perode qué demonios estás hablando?

—El destino, Hans Thomas. Hablodel destino. O de la maldición de lasfamilias, si quieres. Es algo que deberíaatañernos a nosotros dos en especial,que hemos viajado hasta este país parabuscar a una esposa y madre perdida.

—¿Y tú crees en el destino? —me viobligado a preguntar.

Mi padre tenía un pie en la piedra enla que yo estaba sentado, y un cigarrilloen la mano.

Negó con la cabeza.—Pero los antiguos griegos sí creían

en el destino. Y en que si alguien se

rebelaba contra él, recibiría su merecidocastigo.

Me sentí un poco culpable, yentonces empezó en serio:

—En Tebas, una ciudad por la quevamos a pasar dentro de poco, vivió elrey Layo con su esposa Yocasta. Eloráculo de Delfos había dicho que Layojamás debería tener hijos, porque sinacía un varón, éste mataría a su propiopadre y se casaría con su madre. CuandoYocasta, sin hacer caso de la profecía,tuvo un hijo, Layo optó por abandonarlopara que muriera de hambre o fueradevorado por animales salvajes.

—¡Qué bárbaro!

—Tienes razón, pero escucha. El reyLayo ordenó a un pastor que abandonaraal niño en el campo. Para másseguridad, perforó los tendones deAquiles del niño para que éste nopudiera moverse por las montañas oencontrar el camino de retorno a Tebas.El pastor hizo lo que el rey le ordenó,pero andando por las montañas con lasovejas, se encontró con un pastor deCorinto, ya que la casa real de Corintotenía pastos por esos parajes. El pastorde Corinto sintió gran compasión por elpobre niño que o moriría de hambre osería devorado por animales salvajes.Suplicó al pastor de Tebas que le dejara

llevar al niño a su propio rey enCorinto. De ese modo, el niño se criócomo príncipe de esta ciudad, porquelos reyes de Corinto no tenían hijos. Lellamaron Edipo, que significa «piehinchado», por el mal trato que habíarecibido en Tebas. Edipo creció y seconvirtió en un hermoso joven,apreciado por todos. Pero nadie le contóque no era el verdadero hijo de losreyes. Una vez, en una gran fiestaapareció un huésped que murmuró queEdipo no era el hijo legítimo de losreyes…

—Y no lo era —dije yo.—Exactamente. Pero cuando se lo

preguntó a la reina, tampoco recibió unarespuesta concreta. Entonces decidióvisitar el oráculo de Delfos para aclararel asunto. A la pregunta de si era ellegítimo príncipe heredero de Corinto,Pitia contestó: «Sal de donde está tupadre, porque si vuelves a encontrartecon él lo matarás. Y luego te casarás contu propia madre y engendrarás hijos conella».

Di un silbido de asombro. Era lamisma profecía que el oráculo le habíahecho al rey de Tebas. Mi viejocontinuó:

—Entonces Edipo no se atrevió aregresar a Corinto porque pensaba que

el rey y la reina eran sus legítimospadres, así que se dirigió hacia Tebas.Cuando llegó exactamente al lugardonde estamos ahora, se encontró con unelegante caballero que iba en unmagnífico carro tirado por cuatrocaballos. Con él iban varios guardiasque golpearon a Edipo para que dejarapaso al carro. Edipo, que, como sabes,se había criado como príncipe herederode Corinto, no estaba dispuesto a tolerarun trato así, y tras algunas vacilaciones,el trágico encuentro terminó con queEdipo mató al rico caballero.

—Que en realidad era su propiopadre.

—Exactamente. Mató también atodos los guardias, pero el cocherologró escapar. Volvió a Tebas y contóque un león había matado al rey Layo.La reina y el pueblo de Tebas guardaronluto, pero había, además, otra cosa quepreocupaba a los habitantes de laciudad.

—¿El qué?—Una esfinge, un monstruo enorme,

con cuerpo de león y cabeza de mujer,que vigilaba el camino a Tebas. Matabaa todos los transeúntes que no sabíanresolver los enigmas que les planteaba.Entonces, el pueblo de Tebas prometióque el que supiera resolver el enigma se

casaría con la reina Yocasta y seconvertiría en rey de Tebas, tras lamuerte del rey Layo.

Volví a dar un silbido de asombro.—Edipo, que pronto olvidó que

había tenido que emplear la espada en ellargo viaje, llegó al monte de la esfinge.La esfinge planteó a Edipo el siguienteenigma: «¿Quién anda a la vez sobredos, tres y cuatro patas?».

Mi viejo me miró para comprobar siyo sabía la respuesta al difícil enigma.Me limité a negar con la cabeza.

—«El hombre», respondió Edipo:«Se mueve a cuatro patas por la mañana,camina erguido al mediodía y utiliza tres

pies al atardecer», porque necesitabastón. Edipo había dado la respuestacorrecta, lo cual fue tan terrible para laesfinge que se lanzó desde la montaña ycayó muerta. Debido a este suceso,Edipo fue recibido como un héroe enTebas. Le dieron la recompensaprometida y se casó con Yocasta, que,como sabes, era su propia madre. Con eltiempo, tuvieron dos hijos y dos hijas.

—¡Qué demonios! —dije. No lehabía quitado ojo a mi viejo ni un soloinstante. Pero, entonces, no pude dejarde echar un vistazo hacia aquel lugar, enque Edipo había matado a su padre.

—Pero la historia no termina aquí

—continuó mi viejo—. Poco tiempodespués, brotó una terrible peste en laciudad. En aquellos tiempos, los griegoscreían que ese tipo de desgracias sedebía a la cólera de Apolo y que suenfado tendría alguna causa. Así que,una vez más, hubo que recurrir aloráculo de Delfos, con el fin deaveriguar por qué el dios les habíaenviado esa terrible peste. Pitiarespondió que deberían buscar alasesino del rey Layo. Si no loencontraban, toda la ciudad moriría.

—¡Ostras! —dije a secas.—Fue precisamente el rey Edipo el

que hizo todo lo posible por encontrar al

asesino de su antecesor. Él jamás habíarelacionado la pelea en el camino con elasesinato del rey Layo. Sin saberlo, elmismo Edipo era el asesino que debíaaclarar su propio crimen. Lo primeroque hizo fue preguntar a un vidente quiénhabía matado al rey Layo, pero elhombre se negó a contestar, porquepensaba que la verdad era demasiadocruda. Pero Edipo, que quería hacertodo lo posible por ayudar a su pueblo,finalmente le sacó la verdad. El videntele contó que el propio rey era elculpable. Aunque Edipo iba recordandolo que había sucedido en el camino, yfinalmente tuvo que reconocer que había

matado a un rey, no tenía aún ningunaprueba de que fuera el hijo del rey Layo.Pero Edipo era un hombre justo, quequería poner todas las cartas sobre lamesa. Al final logró confrontar al viejopastor de Tebas con el de Corinto, yentonces se confirmó que él habíamatado a su propio padre y que habíavivido en matrimonio con su propiamadre. Cuando al final se dio cuenta detoda la verdad, se sacó los ojos. Dealguna manera, había estado ciego todoese tiempo.

Respiré hondo. La historia mepareció muy trágica y terriblementeinjusta.

—Eso es lo que yo llamaría unaverdadera maldición de familia —dije.

—Pero tanto el rey Layo comoEdipo habían intentado varias veces huirdel destino. Según los griegos, eso eratotalmente imposible.

Cuando pasamos por Tebas, había ungran silencio en el coche. Creo que miviejo iba meditando sobre la maldiciónde su propia familia, al menos no dijo nipío.

Después de haber repasado a fondola trágica historia del rey Edipo, saquéla lupa y el libro del panecillo.

DOS DEDIAMANTES

… viejo maestro recibeimportante

comunicado de su país…

A la mañana siguiente, me despertóel canto de un gallo. Por un momento,pensé que estaba en mi casa de Lübeck;pero, antes de despertarme del todo, meacordé del naufragio. Recordé que habíaempujado el bote salvavidas hasta laplaya de una pequeña laguna rodeada

por palmeras. Luego me había adentradoen la isla y me había dormido a la orillade un gran lago. Al despertarme, habíanadado entre un montón de pececillos decolores.

¿En ese lugar me encontraba ahora?¿Había soñado con un viejo marineroque llevaba más de cincuenta añosviviendo en la isla, y que además lahabía poblado con 53 enanos vivos?

Decidí pensar en la respuesta antesde abrir los ojos.

¡No podía ser simplemente un sueño!Me había acostado en la cabaña deFrode, que se encontraba en una colinapor encima del pueblo…

Por fin abrí los ojos. Los doradosrayos del sol matutino penetraban en unaoscura cabaña de troncos de madera.Entendí que lo que había vivido era tanreal como el sol y la luna.

Me levanté y me pregunté: ¿Dóndeestá Frode? Al mismo tiempo, descubríuna cajita de madera sobre una repisaencima de la puerta de entrada.

La bajé y vi que estaba vacía.Seguramente se trataba de la caja quehabía contenido los naipes antes de lagran transformación.

La volví a dejar en su sitio y salífuera. Allí estaba Frode, con las manosa la espalda mirando el pueblo. Me puse

a su lado, pero ninguno de los dosdijimos nada.

Los enanos estaban ya ocupados ensus tareas. Tanto el pueblo como lascolinas lindantes estaban bañadas por elsol.

—Día de Comodín… —dijofinalmente el anciano. Una expresión depreocupación ensombreció su rostro.

—¿Día de Comodín? —repetí.—Desayunaremos aquí fuera, hijo.

Tú siéntate, te traeré el desayuno.Me señaló un banco junto a la pared

de la cabaña con una mesa delante.También estando sentado había unamagnífica vista. Unos enanos arrastraban

un carro hacia la salida del pueblo. Erantréboles, que se dirigían a su trabajo enel campo. Del gran taller salía el ruidode movimiento de materiales.

Frode volvió con pan y queso, lechede moluco y tuf caliente. Se sentó a milado y comenzó a contarme más cosassobre los primeros tiempos en la isla.

—Pienso a menudo en esa épocacomo la época de los solitarios —dijo—. Estaba todo lo solo que un serhumano puede estar. Quizá por eso no estan extraño que 53 naipes seconvirtieran poco a poco en un idénticonúmero de figuras imaginarias. Losnaipes también jugaron un importante

papel en el calendario que empleamosen esta isla.

—¿El calendario?—Ah, sí. El año tiene 52 semanas,

de manera que cada carta de la barajatiene una semana.

—Siete por 52 —dije—. Son 364.—Exactamente. Pero el año tiene

365 días. A ese día de diferencia lollamamos día de Comodín. No pertenecea ningún mes, y tampoco a ningunasemana. Es un día añadido, en el quetodo puede suceder. Cada cuatro añoshay dos días de comodín.

—Qué astuto…—Las 52 semanas… o «cartas»,

como yo las llamo, están repartidas en13 meses, cada uno de 28 días. Porque13 por 28 también son 364. El primermes es As, y el último mes del año esRey. Por tanto pasan cuatro años hastaque volvemos a tener dos días deComodín. Se empieza con un año dediamantes, luego sigue el año detréboles, luego el de corazones yfinalmente el de picas. De ese modo,todas las cartas tienen su propia semanay su propio mes.

El viejo me miró fugazmente.Parecía sentirse a la vez avergonzado yorgulloso de su ingeniosa cronología.

—Suena un poco complicado al

principio —dije—, pero me parece uninvento muy ingenioso.

Frode asintió con la cabeza y dijo:—En algo tuve que ocupar mi mente.

Y luego, el año está dividido en cuatroestaciones: los diamantes en laprimavera, los tréboles en el verano, loscorazones en el otoño y los picas en elinvierno. La primera semana del año esAs de Diamantes, luego siguen losdemás diamantes. El verano empiezacon As de Tréboles, y el otoño con Asde Corazones. El invierno se inicia conAs de Picas y la última semana del añoes Rey de Picas.

—¿En qué semana nos encontramos

ahora?—Ayer fue el último día de la

semana del Rey de Picas, y a la vez, fueel último día del mes del Rey de Picas.

—Y hoy…—… es el día de Comodín. O el

primero de los dos días de Comodín. Secelebra con una gran fiesta.

—Qué extraño…—Sí, querido compatriota. Ha sido

extraño que tú hayas llegado a la islajusto en el momento de poner la carta decomodín… antes de empezar un añocompletamente nuevo y un nuevoperíodo de cuatro años. Pero eso no estodo…

El viejo marinero se quedóensimismado.

—¿Sí?—Las cartas también se incluyeron

en lo que sería la cronología de la isla.—Ahora no te entiendo.—Como ya te he dicho, di una

semana y un mes a cada carta para poderllevar la cuenta de los días del año. Elprimer año que pasé en la isla lo llaméAs de Diamantes. Luego siguió Dos deDiamantes, y luego todas las demáscartas, en el mismo orden que las 52semanas del año. Pero te acordarás deque te dije que he vivido aquí en la isladurante exactamente 52 años.

—Ah…—Acabamos de finalizar el año del

Rey de Picas, marinero. Y más allá deesto no he pensado. Porque más de 52años aquí…

—¿No entraba en tus cálculos pasaraquí más de 52 años?

—Supongo que no. Pero, hoy,Comodín inaugurará el año de Comodíny esta tarde se celebrará la gran fiesta.Los picas y los corazones estánpreparando el taller de carpintería parael gran acontecimiento. Los trébolesrecogen frutas y bayas, y los diamantesdecoran la sala con vidrio.

—¿Yo también voy a participar en la

fiesta?—Tú serás el invitado de honor.

Pero debes saber algo más. Aún nosquedan algunas horas, marinero, ytenemos que aprovecharlas…

Echó bebida marrón en un vasofabricado en el taller de vidrio. Bebí unpequeño sorbo, y el viejo continuó:

—La fiesta de Comodín se celebraal final de cada año, o si quieres, alprincipio de cada año nuevo. Pero sólose hace un solitario cada cuatro años.

—¿Un solitario?—Sí, cada cuatro años. Entonces se

representa el gran juego de Comodín.—Me temo que me lo tendrás que

explicar mejor.Carraspeó dos veces y prosiguió:—Como ya te he dicho, cuando vivía

solo en la isla, necesitaba algúnpasatiempo. A veces iba carta por cartay hacía como si cada una «dijera» unafrase. Luego, jugaba a intentar recordarde memoria todas las frases. Cuandologré aprender lo que decían todas lascartas, comenzó la segunda parte deljuego, que consistía en barajarlas parareunir todas las frases. A menudo,componía una especie de relato, que,como comprenderás, estaba formado porfrases que habían «inventado» lascartas, y que no tenían que ver unas con

otras.—¿Eso era el juego de Comodín?—Bueno, supongo que en realidad

era una especie de solitario con el quellenaba mi soledad. Pero fue elprincipio del gran juego de Comodín,que ahora se representa en el día deComodín, cada cuatro años.

—¡Cuéntame!—En el transcurso de los cuatro

años de que consta cada período, cadauno de los 52 enanos debe pensar en unafrase. A lo mejor resulta un pocoexagerado, pero debes tener en cuentaque piensan muy lentamente. Además,tienen que aprendérselas de memoria y,

para unos enanos casi carentes de razón,no resulta fácil recordar una frase enteradurante tanto tiempo.

—¿Y en la fiesta de Comodín lasrecitan?

—Correcto. Pero eso es sólo laprimera fase del juego. Luego, le toca elturno a Comodín, que no ha pensado enninguna frase, pero que, mientras serecitan todas, está sentado en un sillóntomando notas. En el transcurso de lafiesta, debe barajar para que las frasesde las figuras formen un conjunto.Coloca a los enanos por orden y cadauno debe repetir su frase, cada una delas cuales constituye ahora una

minúscula parte de un gran cuento.—¡Qué astuto! —dije.—Sí, puede que sea astuto, pero

también puede resultar bastantesorprendente.

—¿Qué quieres decir?—Podría pensarse que lo que ocurre

es que Comodín, como puede, intentacrear algo coherente partiendo de uncaos, porque cada figura ha inventado sufrase sin tener en cuenta al resto.

—¿Sí?—Pero, sin embargo, da la

impresión de que el conjunto, es decir,el cuento o el relato, existiera deantemano.

—¿De verdad?—No lo sé. Pero, si es así, entonces

los 52 enanos son en realidad algo muydistinto, y mucho más que simplemente52 individuos. En ese caso, hay un hiloinvisible que los une. Y eso no es todo.

—¡Continúa!—Cuando jugaba con las cartas, al

principio de encontrarme en la isla,también intentaba leerlas. Naturalmente,no era más que un juego. Pero pensabaque a lo mejor había algo de verdad enlo que tantas veces había oído decir amarineros, en muchos puertos delmundo: que una baraja puede decirnosalgo sobre el futuro. Y es cierto que

precisamente, en los días anteriores a lallegada a la isla de las primeras figuras(Jota de Tréboles y Rey de Corazones),justo estas cartas jugaron un papelpredominante en muchos de lossolitarios que hice.

—Curioso.—No pensé en eso cuando

empezamos con el juego de Comodín,tras la llegada de todas las demásfiguras. ¿Pero sabes cuáles fueron lasúltimas frases del cuento de la anteriorfiesta de Comodín, es decir, hace cuatroaños?

—¿¡Cómo quieres que lo sepa!?—Pues escucha: «Joven marinero

llega al pueblo el último día del Rey dePicas. El marinero resuelve adivinanzascon jota de vidrio. Viejo maestro recibeimportante comunicado de su país».

—Pero qué… qué extraño.—No es que no haya parado de

pensar en estas palabras durante loscuatro años, pero cuando apareciste enel pueblo anoche, que era el último díade la semana, del mes y del año de Reyde Picas, la vieja profecía me volvió ala mente. De alguna manera, se te estabaesperando, marinero…

De pronto se me ocurrió una cosa:—«Viejo maestro recibe importante

comunicado de su país» —repetí.

—¿Sí?El viejo clavó su mirada en la mía.—¿Dijiste que ella se llamaba

Stine?El viejo asintió con la cabeza.—¿Y era de Lübeck?Volvió a decir que sí.—Mi padre se llama Otto. Se crió

sin padre, pero su madre se llamabaStine. Murió hace unos años.

—Es un nombre muy común enAlemania.

—Naturalmente… Mi padre era hijo«ilegítimo», como suelen decir, porquemi abuela lo tuvo sin estar casada.Estaba… comprometida con un marinero

que desapareció en el mar. Ni él ni ellasabían que estaba embarazada cuando sevieron por última vez… Hubo muchoscomentarios. Se hablaba de una fugazrelación con un marinero que habíaabandonado sus obligaciones…

—Hmm… ¿Y cuándo nació tu padre,chico?

—Creo…—¡Contéstame! ¿Cuándo nació tu

padre?—Nació en Lübeck el 8 de mayo de

1791, hace algo más de 51 años.—¿Y ese «marinero» era hijo de un

maestro vidriero?—No lo sé. La abuela no hablaba

mucho de él, quizá debido a lashabladurías de la gente. Lo único quenos contó a los nietos fue que él una vez,al partir de Lübeck, se subió a lo másalto de la jarcia del barco para decirleadiós, se cayó y se lastimó un brazo.Solía sonreír cuando lo contaba, porquetoda la función se había hecho en honora ella.

El viejo se quedó callado, mirandoal pueblo.

—Ese brazo —dijo al final—, estámás cerca de lo que piensas.

Se subió la manga de la chaqueta yme enseñó unas antiguas cicatrices en elantebrazo.

—¡Abuelo! —exclamé y me abracéa él.

—Hijo —exclamó. Y comenzó asollozar junto a mi cuello—. Hijo…hijo…

TRES DEDIAMANTES

… fue atraída hasta aquípor su propia

imagen reflejada en elespejo…

Así que también en el libro delpanecillo se hablaba de una maldiciónde familia. Me parecía que ya empezabaa ser demasiado.

Nos paramos a comer en unmerendero en el campo. Nos sentamos a

una mesa, bajo unos árboles de grandescopas. A nuestro alrededor, habíaenormes extensiones plagadas defrondosos naranjos.

Comimos carne en pinchos yensalada griega con queso de oveja.Cuando llegamos al postre, empecé acontar a mi viejo lo del calendario de laisla mágica. Naturalmente, no puderevelar su procedencia, así que me viobligado a decir que me lo habíainventado tumbado en el asiento deatrás.

Mi viejo estaba mudo de asombro.Empezó a hacer cálculos con unbolígrafo sobre la servilleta.

—52 cartas son 52 semanas, lo quehace un total de 364 días, exactamentecomo dices. Luego eran trece meses de28 días, que también suman 364. Enambos casos, falta un día para completarel año…

—Y ése es el día de Comodín —dije.

—¡Demonios!Mirando fijamente los naranjos,

preguntó:—¿Y cuándo naciste tú, Hans

Thomas?No entendí muy bien qué quería

decir.—El 29 de febrero de 1972 —

contesté.—¿Pero en qué día?De pronto, se me iluminó la mente:

Yo había nacido en un año bisiesto, loque, de alguna manera, era como un díade Comodín, según el calendario de laisla mágica. ¿Cómo se me pudo haberpasado ese detalle durante la lectura?

—Día de Comodín —dije.—¡Exactamente!—¿Crees que es porque soy hijo de

un comodín? ¿O crees que es porque yomismo soy un comodín? —pregunté.

Mi viejo me miró muy serio y dijo:—Por ambas cosas, claro. Yo tengo

un hijo el día de Comodín. Y tú naces el

día de Comodín. Todo está relacionado,¿sabes?

No sé si le hizo mucha gracia que yohubiera nacido el día de Comodín.Había algo en su voz que me hizo pensarque quizá empezara a tener miedo deque le hiciera la competencia en supapel de comodín.

Volvió rápidamente al calendario.—¿Te lo acabas de inventar? —

volvió a preguntar—. ¡Bueno! Cadasemana tiene su carta, cada mes tiene sunúmero de as a rey, y cada estación tieneuno de los cuatro palos. Lo puedespatentar, Hans Thomas. Que yo sepa,hasta la fecha no se ha inventado ningún

calendario del bridge.Se reía entre dientes mientras bebía

el café. Dijo:—Primero se usó el calendario

juliano, y luego se pasó al gregoriano.Puede que haya llegado el momento deutilizar uno nuevo.

Al parecer, lo del calendario lehabía impresionado más que a mí.Siguió haciendo cálculos en laservilleta. Luego me miró con susastutos ojos de comodín y dijo:

—Y eso no es todo…Le miré y prosiguió:—Si sumas todos los valores

numéricos de un palo, suman 91. As es

uno, rey trece, reina doce, etc. Pues sí,suman 91.

—¿91? —dije, sin entender a qué serefería.

Dejó el boli y la servilleta, y memiró fijamente.

—¿Cuántos son 91 por cuatro?—Nueve por cuatro son treinta y

seis… —dije—. ¡Jolín, tienes razón, son364!

—¡Exactamente! La suma total devalores numéricos de una baraja es 364,además del comodín. Pero, luego, hayalgunos años con dos días de Comodín.Quizá por ello hay dos comodines en labaraja, Hans Thomas. No puede ser una

casualidad.—¿Crees que la baraja está hecha

así deliberadamente? —pregunté—.¿Crees que es intencionado que hayatantos valores numéricos en la barajacomo días en un año?

—No, tampoco es eso. Creo queesto es un ejemplo más de que lahumanidad es incapaz de interpretar lossignos visibles. Lo que ocurre es que,sencillamente, nadie se ha preocupadoen sumar los valores de la baraja,aunque existan muchos millones deellas.

Volvió a quedarse callado. Derepente, su rostro se ensombreció.

—Pero veo un grave problema —dijo—. No va a ser fácil pedircomodines a la gente, si éste va a jugarun papel en el calendario.

Soltó una carcajada. Por lo visto, noestaba tan serio como yo había pensado.

En el coche, seguía riéndose entredientes. Creo que todavía estabapensando en el calendario.

Ya cerca de Atenas, vi de repenteuna gran señal de tráfico. Supongo quehabía visto la misma señal en otrasocasiones, pero ahora hizo que elcorazón me diera un vuelco.

—¡Para! —grité—. ¡Para!Mi viejo se asustó tanto que se echó

a un lado de la carretera y frenóbruscamente.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó,volviéndose a mirarme.

—¡Sal! —dije—. ¡Tenemos que salirdel coche!

Mi viejo abrió la puerta del coche ysalió apresuradamente.

—¿Te mareas? —preguntó.Señalé el cartel, que se encontraba

sólo a unos metros de nosotros.—¿No ves ese cartel?Mi viejo estaba tan aturdido que

debería haber sido más condescendientecon él, pero yo sólo pensaba en lo queponía en el cartel.

—¿Qué pasa con ese cartel? —dijomi viejo, pensando, seguramente, que mehabía vuelto completamente loco.

—Léelo.—ATINA —leyó mi viejo algo más

tranquilo—. Es griego, y significaAtenas.

—¿Eso es todo lo que ves? ¿Quiereshacerme el favor de leerlo al revés?

—ANITA —leyó.No dije nada más, simplemente le

miré muy serio.—Pues sí, es curioso —admitió.

Hasta ahora no se había encendido uncigarrillo.

Se lo tomó con tanta tranquilidad

que me dio rabia.—¿Curioso? ¿Es todo lo que tienes

que decir? ¿No comprendes que esosignifica que ella está aquí? Quieredecir que vino aquí. Fue atraída hastaaquí por su propia imagen reflejada enel espejo. Ése fue su destino. Supongoque ya lo entiendes.

Por alguna razón, había logradoenfadar a mi viejo.

—Intenta tranquilizarte un poco,Hans Thomas.

Era evidente que no le gustó ni lodel destino, ni lo del reflejo.

Cuando volvimos al coche dijo:—A veces te pasas de la raya con

todo ese… ingenio.No creo que se refiriera solamente

al cartel, sino también a enanos yextraños calendarios. Me pareció muyinjusto, pues no era él el más indicadopara criticar a los demás por su«ingenio». Además, no fui yo el quehabía empezado a hablar de maldiciónde familia.

De camino a Atenas, cogí el librodel panecillo y leí el capítulo sobre lospreparativos para la fiesta de Comodínen la isla mágica.

CUATRO DEDIAMANTES

… su pequeña manoestaba fría como

el rocío de la mañana…

Era a mi propio abuelo paterno aquien había encontrado en la islamágica, porque mi padre era aquel hijo,aún no nacido, que él había dejado enAlemania, antes de enrolarse y naufragaren el Atlántico.

¿Qué era lo más extraño de todo?

¿Que una semillita pudiera crecer y alfinal convertirse en un ser humano bajoel cielo? ¿O que un ser humano pudieratener imaginaciones tan vivas que éstascomenzaran, finalmente, a introducirseen el mundo real? ¿Pero no eran tambiénlos seres humanos figuras vivas de laimaginación? ¿Quién nos había puestoen este mundo?

Frode llevaba cincuenta añosviviendo en la isla. ¿Viajaríamos en unfuturo juntos a Alemania? ¿Entraría yoalgún día en la panadería de mi padre enLübeck, para presentarle al anciano queiría conmigo y decir: «Aquí estoy,padre. He vuelto del extranjero. Traigo

conmigo a Frode. Es tu padre»?Por mi cabeza pasaron mil

pensamientos sobre el mundo, la historiay todas las generaciones, mientrasagarraba a Frode por la espalda. Perono tuve mucho tiempo para pensar,porque descubrí un montón de enanasvestidas de rojo, que estaban subiendo atoda prisa la cuesta desde el pueblo.

—¡Mira! Tenemos visita.—Son los corazones —contestó,

todavía con un nudo en la garganta—.Siempre vienen a buscarme para lafiesta de Comodín.

—Estoy impaciente por verlo todo.—Yo también, hijo. ¿Te dije que fue

Jota de Picas quien pronunció la frasesobre el importante comunicado delpaís?

—No. ¿Cómo es eso?—Los picas siempre traen mala

suerte. Eso lo aprendí ya en las tascasde los puertos, mucho tiempo antes delnaufragio. Y también ha sido así aquí enla isla. Cada vez que me tropiezo con unpica abajo en el pueblo, puedo estarseguro de que va a ocurrir unadesgracia.

No le dio tiempo a decir nada más,porque llegaron bailando ante la cabañatodos los corazones, del dos al diez.Todas tenían el pelo rubio, largo y

llevaban vestidos rojos con corazones.Comparados con la ropa marrón deFrode y con mi propio traje de marinero,muy desgastado, los vestidos rojosbrillaban tanto que tuve que frotarme losojos.

Nos acercamos a las enanas, queenseguida formaron un apiñado círculorodeándonos.

—¡Buen comodín! —gritaron entrerisas.

Empezaron a moverse a nuestroalrededor, agitando sus vestidos ycantando.

—¡Vale! Ya basta —dijo el viejo.Entonces, las muchachas empezaron

a empujarnos ladera abajo. Cinco deCorazones me cogió de la mano y mearrastró con ella. Su pequeña manoestaba fría como el rocío de la mañana.

Abajo en el pueblo, reinaba la calmaen la plaza y en las calles. Pero dealgunas casas salían ruidos de voces.También los corazones desaparecierondentro de una cabaña.

Fuera de la carpintería, colgabanlámparas de aceite encendidas, aunqueel sol todavía estaba alto en el cielo.

—Aquí es —dijo Frode.Y entramos en la sala donde se

celebraba la fiesta.Aún no había llegado ninguno de los

enanos, pero ya estaban preparadascuatro mesas con platos de vidrio,grandes fuentes repletas de fruta, ymuchas botellas y licoreras quecontenían la bebida centelleante.Alrededor de cada mesa había trecesillas.

Las paredes estaban hechas detroncos de una madera clara y, de lasvigas del techo, colgaban lámparas deaceite de vidrio policromado. En una delas largas paredes habían hecho cuatroventanas. En las jambas de las mismas, yen las cuatro mesas, se veían pecerascon pececillos rojos, amarillos y azules.Por las ventanas entraban suaves rayos

de sol que se reflejaban en las botellas ypeceras, de manera que minúsculasfranjas de arco iris resplandecían sobreel suelo y por las paredes. En medio dela larga pared sin ventanas, había tressillas altas puestas en fila. Merecordaban los sillones de los jueces enlos juzgados.

Seguía absorto en la contemplacióncuando se abrió la puerta y Comodínentró de un salto.

—¡Os doy la bienvenida! —dijo conuna sarcástica sonrisa.

Cada vez que hacía el más levemovimiento, sonaban los cascabeles desu traje violeta y, cuando sacudía la

cabeza, su gorra roja y verde con orejasde asno también se movía.

De repente, vino hacia mí, dio unpequeño salto y me pellizcó la oreja.Los cascabeles sonaron como los de untrineo tirado por un caballo desbocado.

—¿Bien? —dijo—. ¿Se siente unocomplacido por haber sido invitado a lagran representación?

—Gracias por la invitación —dije.Ese pequeño gnomo me inspiraba ciertomiedo.

—¡Vaya, vaya! ¿Conque se haaprendido el arte de dar las gracias? Noestá mal —dijo Comodín.

—Intenta tranquilizarte un poco,

bufón —dijo Frode severamente.Pero el pequeño comodín se

contentó con echar una miradadesconfiada al viejo marinero.

—Supongo que se sentía intranquiloante el gran espectáculo. Pero ahora esdemasiado tarde para arrepentirse —dijo Comodín—, porque hoy se pondrántodas las cartas boca arriba. Y la verdadestá en las cartas. No diré más. ¡Listo!

El pequeño payaso volvió a salircorriendo por la puerta. Frode se limitóa menear la cabeza.

—¿Quién es, en el fondo, la máximaautoridad de la isla? —pregunté—. ¿Túo ese bufón?

—Hasta ahora he sido yo —contestóperplejo.

Al cabo de un rato, volvió a abrirsela puerta. Primero entró Comodín y sesentó solemnemente en una de las sillasaltas junto a la pared larga. Nos hizo unaseñal, a Frode y a mí, para que nossentáramos a su lado: Frode en elcentro, con Comodín a su derecha, yconmigo a su izquierda.

—¡Silencio! —ordenó Comodíncuando nos sentamos, aunque ninguno denosotros habíamos dicho ni pío.

Oímos de repente acercarse unahermosa música de flauta. Por la puerta,entraron con paso ligero todos los

diamantes. En primer lugar, entró elpequeño Rey, le seguían Reina y Jota.Luego, todos los demás diamantes y, porúltimo, hizo su entrada As. Todos,excepto Rey, tocaron un extraño vals consus pequeñas flautas de vidrio. Elsonido de estas flautas era tan tenue yfrágil como el de los tubos máspequeños de un órgano. Todos llevabanropa de color rosa, tenían el pelo fino yplateado, y los ojos azules y brillantes.Salvo Rey y Jota, todas eran muchachas.

—¡Bravo! —exclamó Comodín, yaplaudió. También lo hizo Frode, y yome uní al aplauso.

Los diamantes se quedaron de pie en

un rincón de la sala formando la cuartaparte de un círculo. Luego llegaron lostréboles, vestidos con uniformes azulmarino. Reina y As llevaban vestidosdel mismo color. Todos tenían el pelorizado y marrón, la piel oscura y losojos también marrones. Eran menosestilizados que los diamantes. De lostréboles, todos eran varones, exceptoReina y As.

Los tréboles se colocaron junto a losdiamantes, formando así un semicírculo.A continuación entraron los corazones,con trajes color sangre. Entre ellos, sólohabía dos varones: Rey y Jota, quellevaban un uniforme de color rojo

oscuro. Los corazones tenían el pelorubio, un sonrosado color de piel y losojos verdes. Únicamente se distinguía delos demás As de Corazones. Llevaba elmismo vestido amarillo que cuando meencontré con ella en el bosque. Secolocó al lado de Rey de Tréboles. Losenanos formaron ya las tres cuartaspartes de un círculo.

Finalmente, entraron los picas.Tenían el pelo negro y raído, los ojosmuy negros y llevaban uniformestambién negros. Sus hombros eran unpoco más anchos que los de los demásenanos, y todos tenía una expresión decara muy fiera. Solamente Reina y As

eran mujeres. Ambas llevaban vestidosde color violeta.

As de Picas se colocó junto a Rey deCorazones y, así, los 52 enanosformaron un círculo completo.

—Qué extraño —murmuré.—Así comienza todos los años la

fiesta de Comodín —replicó Frode envoz baja—. Constituyen el año con las52 semanas.

—¿Por qué As de Corazones llevaun vestido amarillo?

—Ella es el sol cuando está en elzenit, en pleno verano.

Entre Rey de Picas y As deDiamantes había un pequeño espacio

vacío. Comodín se bajó de la silla y secolocó entre ellos. Con eso secompletaba el círculo. Cuando Comodínmiraba de frente, tenía ante sí a As deCorazones en el extremo opuesto delcírculo.

Los enanos se cogieron de las manosy dijeron:

—¡Buen comodín! ¡Feliz año nuevo!El pequeño bufón hizo una

reverencia con un brazo, haciendotintinear los cascabeles.

—¡No sólo ha finalizado un año! —dijo en voz muy alta—. Además,finalizamos una baraja entera de 52años. El futuro es de Comodín.

¡Felicidades, hermano Comodín! ¡Estodo lo que tengo que decir! ¡Listo!

Y con ello, se dio la mano comofelicitándose a sí mismo. Todos losenanos aplaudían, aunque,aparentemente, ninguno de ellos habíaentendido el discurso de Comodín.Finalmente, se sentaron alrededor de lascuatro mesas, de modo que cada familiaestaba reunida en torno a una de ellas.

Frode puso una mano sobre mihombro.

—No entienden gran cosa de todoesto —susurró—. Simplemente repiten,año tras año, la manera en la que yosolía colocar las cartas, formando un

círculo, al comienzo de un nuevo año.—Pero…—¿Has visto cómo los caballos y

los perros dan vueltas y vueltas en lapista de un circo, hijo mío? Lo mismoocurre con estos enanos. Son comoanimalitos domados. SolamenteComodín…

—¿Sí?—Nunca le había visto tan seguro y

tan engreído como hoy.

CINCO DEDIAMANTES

… lo malo fue que lo queecharon en mi vaso

resultó ser una bebida tanrica y dulce…

Mi viejo me anunció que estábamosentrando en Atenas, y ya no me pareciómuy correcto seguir en una isla desiertaen otro lugar del planeta.

Con una buena dosis de paciencia, ysin soltar el mapa, el jefe logró

encontrar una agencia de viajes. Yo mequedé en el coche, observando a lospequeños griegos, mientras mi viejoentró en la agencia para buscar un hoteladecuado.

Cuando volvió, tenía una sonrisa deoreja a oreja.

—Hotel Titania —dijo al sentarsede nuevo al volante—. Tienen garaje yhabitación libre, y, por si fuera poco, lesdije que ya que voy a estar unos días enAtenas, quiero ver la Acrópolis, así quenos buscaron este hotel, que tiene unaterraza con magníficas vistas sobre todaAtenas.

No había exagerado. Nos dieron una

habitación en el duodécimo piso, eincluso desde la habitación había unavista inmejorable. Sin embargo, loprimero que hicimos fue coger elascensor hasta la terraza, desde dondepudimos ver la Acrópolis.

Mi viejo contempló los viejostemplos en silencio.

—Es increíble, Hans Thomas. Esverdaderamente increíble.

Empezó a dar vueltas por la terraza.Poco a poco, se fue tranquilizando.Pidió una cerveza. Nos sentamos junto ala barandilla en la parte que daba a laAcrópolis. Pronto se encendieron losfocos que iluminaban el recinto de los

antiguos monumentos, y mi viejo se pusocomo loco.

Cuando empezó a hartarse de tantomirar, dijo:

—Mañana iremos allí, HansThomas. Ahora bajaremos hasta la viejaplaza de Atenas, donde te enseñaré pordónde anduvieron los filósofos hablandosobre muchas cuestiones importantesque, desgraciadamente, han sidoolvidadas por la Europa de hoy.

Ése fue el principio de unaconferencia bastante larga sobre losfilósofos de Atenas. Al cabo de un rato,me vi obligado a interrumpirle:

—Creía que habíamos venido aquí a

buscar a mamá —dije—. ¿No lo habrásolvidado, verdad?

Él iba ya por la segunda o terceracerveza.

—No, no —dijo—. Pero si novemos la Acrópolis antes, no tendremosnada de qué hablar con ella. Y eso seríamuy triste después de tantos años. ¿Noestás de acuerdo, Hans Thomas?

Cuando estábamos tan cerca de lameta, comprendí por primera vez, que,en realidad, mi viejo tenía miedo deencontrarse con ella. Fue undescubrimiento tan doloroso que tuve lasensación de convertirme en adulto enese mismo instante.

Hasta entonces, había dado más omenos por sentado que el llegar aAtenas significaba encontrar a mamá. Yque si la encontrábamos, sesolucionarían todos los problemas. Derepente, comprendí que no era así.

Mi viejo no tenía la culpa de que yofuera tan tonto como para no haberloentendido. Varias veces me había dichoque no era seguro que ella quisieravenirse a casa con nosotros. Pero yo nole había hecho caso, porque me negaba aaceptar que eso pudiera suceder,después de tantos esfuerzos por nuestraparte para encontrarla.

Me di cuenta de lo ingenuo que

había sido y, de pronto, mi viejo me diomuchísima pena. Y, naturalmente,también yo mismo me daba pena.

Creo que todo eso fue, en ciertomodo, la causa de lo que sucedió acontinuación.

Después de decir algunas tonteríasmás sobre mamá y los viejos griegos,me preguntó:

—Puede que quieras probar unacopa de vino, Hans Thomas. Por lomenos, yo sí que quiero, y es un pocoaburrido beber vino sin compañía.

—En primer lugar, no me gusta elvino —dije—. Y en segundo lugar nosoy adulto.

—Te pediré algo que te guste —dijomuy seguro de sí mismo—. Ya no tequeda tanto para ser adulto.

Llamó al camarero y pidió unMartini rojo para mí, y un vaso deMetaxa para él.

El camarero me miró sorprendido,luego miró a mi viejo.

—Really?Mi viejo asintió con la cabeza.Lo malo fue que lo que echaron en

mi vaso resultó ser una bebida tan rica ydulce, además de refrescante, con todosesos cubitos de hielo, que me tomé dos otres vasos, antes de que ocurriera lo quetuvo que ocurrir.

De repente, me quedé blanco, yestuve a punto de desmayarme sobre elsuelo de la terraza.

—¡Pero hijo mío! —se quejó miviejo.

Bajó conmigo a la habitación, y norecuerdo nada más hasta que medesperté a la mañana siguiente. Lo quesí recuerdo es que, cuando me dormí, mesentía bastante asqueroso, y creo que miviejo tenía la misma sensación.

SEIS DEDIAMANTES

… de vez en cuandobajaban

y se mezclaban con lagente…

Lo primero que pensé aldespertarme fue que ya estaba bien dehacer tanto el tonto con la bebida.

Yo tenía un padre cuya menteposiblemente fuera de lo más lúcida quehabía al norte de los Alpes y, sin

embargo, veía cómo, a causa de labebida, estaba corriendo el riesgo detrastornarse. Decidí que habría que darpor zanjado este tema, de una vez portodas, antes de encontrar a mamá.

Pero, cuando mi viejo saltó de lacama y empezó a hablar de la Acrópolis,opté por esperar hasta el desayuno.

De hecho, esperé hasta haberacabado de desayunar. Mi viejo habíapedido otro café al camarero, y seencendió un cigarrillo mientrasdesplegaba un gran mapa de Atenas.

—¿No te parece que te estáspasando de la raya? —pregunté.

Mi viejo me miró.

—Sabes a qué me refiero —continué—. Hemos hablado antes de esa horribleafición tuya a la bebida, pero si ahoraquieres que también te acompañe tu hijo,me parece que estás yendo demasiadolejos.

—Lo siento, Hans Thomas —admitió enseguida—. Creo que aquellascopas no te sentaron nada bien.

—Ésa es otra cuestión. Tú eres elque tiene que parar un poco. Sería unapena que el único comodín de Arendalacabara como uno de esos borrachosque andan por ahí.

Estaba claro que le remordía laconciencia, y me daba mucha pena, pero

no podía seguirle siempre la corriente.—Lo pensaré.—Pues ya puedes darte prisa en

pensarlo, porque puede que a mamátampoco le gusten los filósofosdesgreñados y que están borrachos atodas horas.

No paraba de moverse en la silla.No debía de ser muy agradable que tuhijo te regañara de ese modo, por esome sorprendió un poco oírle decir:

—Para ser sincero, Hans Thomas, tediré que yo también he pensado en eso.

Esa respuesta fue tan contundenteque decidí no seguir insistiendo sobre eltema. Y, sin embargo, de repente tuve la

sensación de que mi viejo no me habíacontado todo lo que sabía sobre por quémamá nos abandonó.

—¿Cómo vamos a ir hasta laAcrópolis? —pregunté mirando el mapa.

Para ahorrar tiempo, cogimos un taxihasta la entrada. Desde allí fuimosandando por una arboleda que había enla ladera, antes de subir al recinto de lostemplos.

Cuando por fin nos encontramos anteel gran templo llamado Partenón, miviejo no paraba de decir:

—Fantástico… Es fantástico.Primero nos paseamos un buen rato

por allí, y luego nos quedamos mirando

los dos teatros que estaban justo debajodel monte sobre el que nosencontrábamos. En el teatro más antiguo,se había representado la tragedia sobreel rey Edipo.

Al final, mi viejo, señalando unagran piedra, dijo:

—Siéntate aquí.Y así empezó una larga conferencia

sobre los atenienses.Cuando por fin terminó, y el sol

estaba tan alto que apenas se dibujabanlas sombras, nos pusimos a recorrertemplo por templo. Mi viejo me ibaseñalando y explicando todo, como ladiferencia entre columnas jónicas y

dóricas. También me demostró que elPartenón no tenía ni una sola línea recta.Lo único que había albergado el enormeedificio, era una estatua de Atenea dedoce metros de altura, que era la patronade Atenas.

Aprendí que los dioses griegosvivían en el Olimpo, un gran monte queestaba más al norte, pero que de vez encuando bajaban y se mezclaban con lagente. En esas ocasiones, eran comograndes comodines en la baraja de losseres humanos, opinaba mi viejo.

También allí había un pequeñomuseo, pero de nuevo pedí clemencia.Obtuve el permiso inmediatamente, y

nos pusimos de acuerdo sobre el lugardonde lo esperaría.

Con un guía tan bueno, si no hubierasido porque tenía algo en el bolsillo delpantalón que no me dejaba pensar enotra cosa, seguro que habría entrado enel museo.

Había escuchado todo lo que miviejo me había contado sobre los viejostemplos, pero también había estadopensando en lo que pasaría en la granfiesta de Comodín. En la sala donde secelebraba la fiesta, los 52 enanos sehabían colocado formando un grancírculo y cada uno de ellos iba a recitarsu frase.

SIETE DEDIAMANTES

… una gran fiesta dedisfraces a la que todoel mundo debía acudirdisfrazado de naipe…

Los enanos hablaban por los codos,y todos a la vez, pero Comodín empezóa dar palmadas para que se callaran.

—¿Todos tienen ya preparadas suspalabras para el juego de Comodín? —preguntó a la audiencia.

—¡Sííí!… —contestaron al unísonotodos los enanos.

—¡Pues que se reciten las frases!Al momento, todos los enanos se

pusieron a recitar sus frases. 52 voceszumbaron simultáneamente durante unosinstantes. Luego, se hizo el silencio,como si todo el espectáculo hubieseterminado.

—Esto sucede todos los años —mumuró Frode—. El resultado es, comoves, que nadie oye más que su propiavoz.

—Gracias por vuestra atención —dijo Comodín—. Ahora, nosconcentraremos en una frase cada vez.

Empecemos con As de Diamantes.La pequeña princesa se puso de pie,

se apartó el pelo plateado de la frente ydijo:

—El destino es una coliflor quecrece por igual en todas lasdirecciones.

Dicho esto, se volvió a sentar, consus mejillas encendidas destacandosobre su pálido rostro.

—Conque una coliflor…, ¿eh? —Comodín se rascó la cabeza—. Hansido…, ¿eh?, unas palabras muy sabias.Ahora le toca a Dos de Diamantes.

Dos se levantó inmediatamente ydijo:

—La lupa coincide con el trozoroto de la pecera.

—¿Ah sí? —comentó Comodín—.Lo más práctico hubiera sido quetambién hubieras revelado de qué lupa yde qué pecera se trata. Pero todo llega,todo llega. Porque dos diamantes nopueden encerrar toda la verdad. ¡Lasiguiente!

Ahora se levantó Tres de Diamantes:—Padre e hijo buscan a la mujer

hermosa que no se encuentra a símisma, recitó gimoteando y, al final, seechó a llorar. Me acordé de que tambiénla había visto llorar en otra ocasión.Mientras Rey de Diamantes la

consolaba, Comodín dijo:—¿Y por qué no se encuentra a sí

misma? Eso no lo sabremos hasta quetodas las cartas del solitario estén sobrela mesa. ¡La siguiente!

Y todos los demás diamantes fueron,uno a uno, recitando su frase:

—El hijo del maestro vidriero se haburlado de sus propias imaginaciones—dijo Siete. Me acordé de que en lafábrica de vidrio había dichoexactamente lo mismo.

—Las figuras salen de la mangadel mago y se pellizcan en el aire paracomprobar que están vivas —exclamóNueve. Era la que había dicho que le

hubiera gustado pensar un pensamientotan difícil que no fuera capaz depensarlo. Me pareció que lo habíaconseguido bastante bien.

Al final, Rey de Diamantes dijo:—El solitario es una maldición de

familia.—¡Muy interesante! —exclamó

Comodín—. Después de este primertrimestre, se han colocado ya muchasfichas importantes. ¿Se es consciente dela profundidad de todo esto?

Se oyeron susurros y conversacionesen voz baja, pero Comodín prosiguió:

—Aún nos quedan tres cuartaspartes del círculo del destino. ¡Ahora

les toca a los tréboles!—El destino es una serpiente tan

hambrienta que se devora a sí misma —dijo As de Tréboles.

—El pez de colores no revela elsecreto de la isla, pero sí el panecillo—dijo Dos. Comprendí que llevabatanto tiempo con esta frase en la puntade la lengua que la había repetido justoantes de quedarse dormido en el campo,por temor a olvidarse de ella.

Siguieron por turno todos los demásenanos. Primero, acabaron todos lostréboles, luego todos los corazones yfinalmente los picas.

—La cajita de dentro desembala a la

de fuera, a la vez que la de fueradesembala a la de dentro —dijo As deCorazones, que fue exactamente lomismo que había dicho cuando meencontré con ella en el bosque.

—Un buen día, un rey y un jotaescapan trepando de la cárcel de laconciencia —dijo alguien.

—El bolsillo de la camisa escondeuna baraja que se pone a secar al sol.

Así fueron levantándose uno por unolos 52 enanos. Todos recitaron su frase,a cual más disparatada. Algunos lasusurraron, otros la dijeron riéndose, yotros llorando o sollozando. Laimpresión general de este discurso, si se

puede emplear esta palabra para algotan confuso e inconexo, era que todocarecía por completo de cualquiersignificado o contexto. Y, sin embargo,Comodín se molestó en anotar todos losenunciados y el orden en el que serecitaron.

Al final de todo, Rey de Picas,clavando la mirada en Comodín dijo:

—El que va a descubrir el destinotiene que sobrevivirlo.

Él era el último. Recuerdo que esaúltima frase me pareció la másinteligente de todas las que se dijeron enla velada. Al parecer, Comodín opinabalo mismo, porque aplaudió tanto que sus

cascabeles sonaron como toda unaorquesta de cacharros. Frode sacudió lacabeza resignado.

Nos bajamos de las sillas al suelo,donde los enanos estaban ya correteandoentre las mesas.

Durante un instante, tuve de nuevo lasensación de que este lugar era unreducto para locos incurables. QuizáFrode fuera el enfermero y se hubieravuelto tan loco como sus pacientes.Entonces, no serviría de nada que al messiguiente llegara la visita del médico.

Todo aquello que me había dicho delnaufragio y la baraja, y de las figurasimaginarias que de repente se habían

vuelto reales, podían ser las lunáticasideas de un hombre que había perdido larazón. Yo sólo tenía un verdadero puntode referencia: el nombre de mi abuelamaterna era realmente Stine, y mispadres habían contado alguna vez que miabuelo, al caerse de la jarcia, se habíalastimado un brazo.

Quizá fuera verdad que Frode habíavivido durante cincuenta años en la isla.No era la primera vez que oía hablar dealguien que había sobrevivido muchotiempo después de un naufragio.También sería verdad que se habíatraído una baraja. Pero no podía creerque los enanos fueran producto de su

imaginación.Sabía que también cabía otra

posibilidad: Que todas esas cosasextrañas ocurrieran sólo en mi propiaconciencia. Podía ser yo el que, derepente, se hubiera vuelto loco. ¿Quécontenían, por ejemplo, las bayas queme comí junto a la laguna de los peces?De cualquier modo, ya era tarde parapensar en esas cosas…

Un sonido que recordaba al de unacampana de barco me sacó de mispensamientos. Alguien me estaba tirandodel traje de marinero. Era Comodín, y lacampana de barco eran los cascabelesde su traje.

—¿Qué se opina de la colocación delas cartas? —preguntó.

Se quedó mirándome con unaexpresión que mostraba claramente queél sabía más que yo. No contesté.

—Dime —prosiguió el pequeñobufón—, ¿no parece poco probable quealgo que uno piensa empiece de repentea danzar por el espacio, fuera de lacabeza que lo pensó?

—Pues sí, definitivamente —contesté—. Es… es completamenteimposible, claro está.

—Sí, es imposible —admitió—. Ysin embargo parece ser un hecho.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Porque estamosen este momento aquí, mirándonos. Bajoel cielo, por así decirlo…completamente vivos. ¿Cómo es posible«escapar trepando de la cárcel de laconciencia»? ¿Qué clase de escalera seutiliza para eso?

—Quizá hayamos estado siempreaquí —dije, intentando quitármelo deencima.

—Naturalmente; pero, de todasformas, la pregunta queda sin respuesta.¿Quiénes somos, marinero? ¿De dóndevenimos?

No me gustó que me incluyera en susreflexiones filosóficas. Pero tuve que

admitir que no tenía respuesta a algunasde las preguntas que me había hecho.

—Fuimos sacados de la manga delmago, y nos pellizcamos en el aire, paracomprobar que estábamos vivos —exclamó—. Extraño, dice Comodín.¿Qué dice el marinero?

Hasta ahora no me había dado cuentade que Frode había desaparecido.

—¿Dónde está Frode? —pregunté.—Se suele contestar a la pregunta

del otro, antes de preguntar uno mismo—dijo. Y soltó una carcajada.

—¿Qué ha pasado con Frode? —volví a preguntar.

—Ha tenido que salir a tomar el

aire. Siempre le pasa en esta fase deljuego de Comodín. Le da tanto miedo loque se recita que a veces se hace pisencima. Entonces es mejor salir, opinaComodín.

En esa sala, rodeado de todos losenanos, me sentí terriblemente solo. Laspintorescas figuras correteaban portodas partes, como niños en una fiesta decumpleaños que les venía demasiadogrande. No hacía falta invitar a todo elpueblo, pensé.

Pero al volver a mirarlos, me dicuenta de que esto, al fin y al cabo, noera una fiesta normal de cumpleaños. Separecía más a una gran fiesta de

disfraces, a la que todo el mundo debíaacudir disfrazado de naipe y en la que sehabía servido a la entrada una bebidaque hacía disminuir de tamaño, para quetodo el mundo cupiera. Yo habíaacudido a la fiesta un poco tarde y nohabía podido saborear el misteriosoaperitivo.

—¿Acaso se desea probar la bebidacentelleante? —preguntó Comodín conuna sarcástica sonrisa.

Me alcanzó una botellita, y yo estabatan aturdido que la cogí y bebí un poco.Un pequeño sorbo no me haría ningúnmal.

Pero, aunque el sorbo fue muy

pequeño, me venció por completo.Todos los sabores que había conocidodurante mi vida entera pasaronvelozmente por mi cuerpo como unmaremoto de placer. En uno de losdedos del pie sentí un fuerte sabor afresa, en un mechón de pelo un sabor aplátano o melocotón, debajo del codoizquierdo a zumo de pera y en la nariznoté una deliciosa mezcla de perfumes.Fue tan delicioso que me quedé inmóvildurante muchos minutos. Cuandocontemplé al grupo de enanitos con suspintorescos trajes, tuve la sensación deque eran producto de mi imaginación.Por un instante, me pareció haberme

perdido dentro de mi propia cabeza. Acontinuación, pensé que misimaginaciones quizá habían escapado demi mente como represalia por estarretenidas por las limitaciones de mispropios pensamientos.

Se me ocurrieron otras muchas ideasextrañas y audaces, era como si tuvieracosquillas en la cabeza. Decidíinmediatamente que jamás devolvería labotellita y que la volvería a llenar encuanto se vaciara. Porque nadaimportaba más que tener siempre a manoesa bebida centelleante.

—¿Te ha sabido… bien o mal? —preguntó Comodín con una amplia

sonrisa.Hasta ahora no me había fijado en

sus dientes. También cuando sonreíasonaban débilmente los cascabeles de sutraje de payaso, como si cada uno de suspequeños dientes tuviese algunamisteriosa conexión con cada uno de loscascabeles.

—Beberé un poco más —dije.Justo en ese momento, entró Frode

corriendo. Tropezó con Diez y Rey dePicas, antes de arrebatar la botella aComodín.

—¡Sinvergüenza! —gritó.Por un instante, las figuras de la sala

levantaron la cabeza para ver qué

pasaba, pero enseguida se abandonaronde nuevo a los placeres de la vidasocial.

Descubrí de repente que el libro delpanecillo estaba echando humo, y queme quemaba la piel de las yemas de losdedos. Tiré el libro y la lupa al suelo, yla gente me miró como si me acabara demorder una serpiente venenosa.

—No problem! —dije, y volví acoger el libro y la lupa.

La lupa de repente había empezado aabsorber los rayos del sol, produciendocalor. Abrí de nuevo el libro delpanecillo y descubrí que se habíaquemado en la última página que había

estado leyendo.Cada vez iba viendo más claro: ya

no podía ignorar el hecho de que muchasde las partes que leía en el librito erancomo un reflejo de cosas que yo mismohabía vivido.

Me quedé susurrando algunas de lasfrases pronunciadas por los enanos de laisla:

—Padre e hijo buscan a la mujerhermosa que no se encuentra a símisma… La lupa coincide con el trozoroto de la pecera… El pez de colores norevela el secreto de la isla, pero sí elpanecillo… El solitario es unamaldición de familia…

Ya no cabía duda: Había unamisteriosa conexión entre mi propiavida y el libro del panecillo, aunque notenía ni idea de cómo eso podía serposible. Pero no sólo la isla de Frodeera mágica. El libro del panecillo era,en sí, una obra mágica.

Primero me pregunté si el libro seestaría escribiendo a sí mismo sobre lamarcha, conforme yo iba viviendo elmundo que me rodeaba. Pero, cuando lomiré, vi que estaba escrito hasta laúltima página.

Sentí escalofríos a pesar del calor.Cuando mi viejo volvió, me levanté

apresuradamente de la piedra y le hice a

la vez tres o cuatro preguntas sobre laAcrópolis y los griegos. Tenía quepensar en otra cosa.

OCHO DEDIAMANTES

… se nos hace aparecer ydesaparecer

por arte de magia…

Volvimos a pasar por la entrada dela Acrópolis. Mi viejo permaneció unlargo rato contemplando la ciudad.

Señaló hacia abajo, a un montellamado Areópago. En ese monte, elapóstol Pablo pronunció en una ocasiónun gran discurso a los atenienses sobre

un dios desconocido, que no habitaba enlos templos levantados por los sereshumanos.

Más abajo del Areópago seencontraba la vieja plaza de Atenas. Sellamaba ágora, y bajo sus pórticosmeditaron los filósofos. Pero dondeantaño se habían levantado elegantestemplos y otros edificios públicos sóloquedaban ruinas. Lo único que seguía enpie sobre una pequeña colina, era elviejo templo de mármol dedicado aHefesto, dios de los herreros.

—Tenemos que ir bajando, HansThomas —dijo mi viejo—. Para mí estoes, más o menos, lo que para un

musulmán llegar a La Meca. La únicadiferencia es que mi Meca está enruinas.

Creo que tenía miedo de llevarseuna gran desilusión al ver el ágora, perocuando entramos en la plaza, yempezamos a andar entre los bloques demármol, enseguida dio vida a la culturade la antigua ciudad-estado, ayudadopor varios libros sobre Atenas.

No había mucha gente. En cambioarriba, en la Acrópolis, había miles depersonas. A esta plaza sólo acudía algúnque otro comodín.

Recuerdo que pensé que si eraverdad lo que dicen algunos, sobre que

los seres humanos viven varias vidas,mi viejo se habría paseado por estaplaza hacía más de dos mil años, porquecuando describía la vida en la antiguaAtenas era como si lo fuera«recordando».

Vi reforzada mi sospecha cuando derepente se detuvo señalando las ruinas ydijo:

—Un niño está sentado en un cajónde arena haciendo un castillo. El niñoconstruye continuamente algo nuevo, lomira con gran entusiasmo, y lo vuelve aaplastar. De la misma forma actúa eltiempo con el planeta. Aquí está escritala historia del mundo, aquí están

grabados, y luego borrados de nuevo,todos los acontecimientos. Aquí bulle lavida como en un hervidero. Y aquítambién nos modelarán a nosotros unbuen día, con el mismo material frágilque a nuestros antepasados. Aquí elviento del tiempo nos mece, aquí noslleva puestos, aquí es nosotros, pero nosvuelve a soltar para que nos caigamosde bruces. Se nos hace aparecer ydesaparecer por arte de magia. Siemprehay algo fermentando, algo esperandoocupar nuestro puesto. Porquecarecemos de tierra firme bajo los pies.Ni siquiera tenemos arena. Somos arena.

Lo que dijo me asustó tanto que

retrocedí unos pasos. No sólo measustaron sus palabras, sino también lafuerza con que las pronunció.

Continuó:—No existe ningún escondite para el

tiempo. Podemos escondernos de reyesy emperadores, quizá también de Dios.Pero no podemos escondernos deltiempo. El tiempo nos ve en todaspartes, porque todo lo que nos rodeaestá impregnado de ese inquietoelemento.

Muy serio, asentí con la cabeza, y miviejo empezó una conferencia sobre losefectos devastadores del tiempo.

—El tiempo no pasa, Hans Thomas.

El tiempo no hace tictac. Nosotrossomos los que nos movemos, nuestrosrelojes son los que hacen tictac. Tansilenciosamente como el sol sale por eleste, y se pone por el oeste, el tiempodevora su camino a través de la historia.Echa por tierra grandes civilizaciones,corroe antiguos monumentos y devorageneración tras generación de sereshumanos. Por eso se dice eso de «dientedel tiempo». Pues el tiempo mastica ymastica, y es a nosotros a quienes tieneatrapados entre sus fauces.

—¿Los griegos discutían sobre esto?—pregunté.

Apenas asintió con la cabeza, antes

de proseguir.—Durante un breve instante,

formamos parte de vertiginosasactividades. Corremos de un lado paraotro como si eso fuera lo más natural delmundo. Ya has visto a las hormigas alláarriba, en la Acrópolis. Pero todo estova a desaparecer. Desaparecerá y serásustituido por un nuevo hormiguero.Porque hay gente aguardando cola. Lasformas vienen y van. Las máscarasvienen y van. Siempre surge algún nuevoinvento. Ningún tema se repite, ningunacomposición aparece dos veces… Nohay nada tan complicado ni tan costosocomo un ser humano, hijo mío. ¡Pero

somos tratados como baratijas!La conferencia me pareció tan

pesimista que al final me atreví a hacerun pequeño comentario.

—¿Realmente lo ves todo tan negro?—pregunté.

—Calla —me interrumpió, sindejarme decir lo que quería—. Andamossobre la tierra como figuras en un grancuento —prosiguió—. Nos saludamos ynos sonreímos. Es como si dijéramos:Hola, ¡vivimos juntos y en el mismomomento! Estamos dentro de la mismarealidad, o del mismo cuento… ¿No teparece increíble, Hans Thomas?Vivimos juntos en un planeta del

universo. Pero pronto nos sacarán de lapista. Por arte de birlibirloque,habremos desaparecido.

Me quedé mirándole. No había en elmundo ninguna persona a quienconociera mejor. Tampoco había nadie aquien quisiera más. Pero en esemomento, mientras contemplaba losbloques de mármol de la vieja plaza deAtenas, vi que había en él algo extraño.No me parecía que fuera mi viejo el quehablaba de esa forma. Creo recordar quepensé que quizá Apolo, o algúndemonio, se había apoderado de él.

—Si hubiéramos vivido en otrosiglo —continuó— habríamos

compartido la vida con otras personas.Ahora nos limitamos a sonreír y saludara miles de contemporáneos: ¡Hola! ¡Quéextraño que nos haya tocado vivir en lamisma época! Quizá tropiece con unapersona, abra una puerta y grite haciadentro: ¡Hola, alma!

Con las dos manos, mostraba cómoabría la puerta al alma.

—Vivimos, ¿oyes? Pero sólovivimos exactamente ahora. Abrimos losbrazos y decimos que existimos. Pero senos aparta y se nos mete dentro deloscuro saco de la historia. Porquesomos de una vez, de usar y tirar.Participamos en un eterno baile de

disfraces, en el que las máscaras van yvienen, hoy por mí, mañana por ti, elviejo desaparece de la fila… Noshabríamos merecido algo mejor, HansThomas. Tú y yo habríamos merecidoque nuestros nombres se grabaran enalgo eterno, en algo que no se borra enel gran cajón de arena.

Se quedó descansando sobre elbloque de mármol. Entonces comprendíque, durante mucho tiempo, había estadopreparando este discurso que daría en lavieja plaza de Atenas. De esta forma,también tuvo la oportunidad departicipar en las discusiones de losviejos filósofos.

En realidad, no era a mí a quienhablaba. Sus palabras iban dirigidas alos grandes filósofos griegos. Eldiscurso de mi viejo tenía comodestinatario un remoto pasado.

Yo aún no había tenido tiempo deconvertirme en un filósofo completo,pero pensé que, de todos modos, teníaderecho a opinar y por eso dije:

—¿Crees que hay algo que no seborre en el gran cajón de arena?

Él me miró. Ahora por fin mehablaba a mí. Creo que le desperté de unprofundo trance.

—Aquí —dijo señalando su propiacabeza—. Aquí hay algo que no se

borra.Por un momento, temí que le

hubieran entrado delirios de grandeza,pero, a la vez, tuve la sensación de queno sólo señalaba su propia cabeza.

—El pensamiento no fluye. Sólo herecitado el primer verso, ¿sabes? Losfilósofos de Atenas opinaron tambiénque hay algo que no se borra. Platón lollamó «el mundo de las ideas». Porquelo más importante no es ese castillo dearena, lo más importante es la imagen deun castillo de arena que el niño tenía enla mente antes de empezar a construirlo.¿Por qué crees, si no, que el niño loaplasta en cuanto acaba de hacerlo?

Tuve que admitir que habíaentendido el primer verso mejor que elsegundo, pero él continuó:

—¿Nunca has querido dibujar ohacer algo que no has conseguido deltodo? Lo intentas una y otra vez, pero note resignas nunca. Es porque la imagenque tienes en tu interior, es siempre másperfecta que las copias que intentashacer con tus manos. Así ocurre contodo lo que nos rodea. Llevamos dentrola idea de que todo lo que vemos anuestro alrededor podría ser mejor. ¿Ysabes por qué, Hans Thomas?

Sólo pude negar con la cabeza. Élestaba ya tan excitado que empezó a

susurrar:—Porque todas las imágenes que

llevamos dentro son algo que traemosdel mundo de las ideas. Allí es adonderealmente pertenecemos, ¿sabes?, y noaquí, a este cajón de arena donde eltiempo intenta acabar con todo lo queamamos y apreciamos.

—¿Entonces existe otro mundo,quieres decir?

Mi viejo asintió con cara demisterio.

—Allí estuvo nuestra alma antes deentrar en nuestro cuerpo. Y a allíregresará cuando el cuerpo se rinda antelos efectos devastadores del tiempo.

—¿De verdad?Seguí mirándole asombrado.—Eso pensaba Platón. A nuestros

cuerpos les pasará lo mismo que a loscastillos de arena, eso no tiene remedio.Pero tenemos algo dentro que el tiempono logra corroer, porque, en realidad, nopertenece a este mundo. Hay quelevantar la vista por encima de todo loque flota a nuestro alrededor. Hay quever aquello de lo que todo lo que nosrodea es una simple imitación.

No entendí todo lo que estabadiciendo, pero comprendí que lafilosofía era algo grande y que mi viejoera un gran filósofo. También tuve la

sensación de haberme acercado más alos antiguos griegos. Entendí que aunqueno se conservaba gran cosa de lasriquezas materiales que nos habíandejado, sus pensamientos seguíanteniendo la misma fuerza.

Finalmente, mi viejo señaló el lugardonde había estado encarceladoSócrates antes de que le obligaran avaciar el cáliz de veneno. Le acusaronde que llevaba a la juventud por loscaminos de la perdición. La verdad es,naturalmente, que él fue el únicocomodín de Atenas en aquella época.

NUEVE DEDIAMANTES

… todos procedemos dela misma estirpe…

Dejamos atrás la Acrópolis y elágora, pasamos por unas estrechascalles llenas de tiendas, y llegamos a laplaza Sintagma, delante del gran edificiodel parlamento. De camino, mi viejocompró una interesante baraja, que abrióinmediatamente para sacar el comodínantes de darme el resto.

Comimos en una de las muchastabernas que había en la gran plaza.Después de tomarse el café, mi viejodijo que haría algunas averiguacionespara localizar a mamá. Me dolían laspiernas después de tanto andar siguiendolas huellas de los antiguos griegos, asíque acordamos que yo me quedaría unrato sentado en el café, mientras él hacíaalgunas llamadas telefónicas y visitabauna agencia de modas que al parecerestaba por allí cerca.

Cuando mi viejo se marchó, mequedé solo en una gran plaza llena depequeños griegos. Lo primero que hicefue colocar sobre la mesa todas las

cartas de la baraja. Asigné a cada una deellas una pequeña frase. Luego intentéunir todas las frases para formar un grancuento. Pero resultaba muy complicadosin papel y lápiz, de modo que, tras unoo dos intentos, lo dejé.

Opté por sacar la lupa y el libro delpanecillo, y seguir leyendo sobre la islamágica. Estaba seguro de encontrarmeen un punto crucial del libro, porquehabía llegado el momento en queComodín tenía que unir todas las frasesdichas por los enanos. Puede que llegaraa entender mejor la conexión que habíaentre mí mismo y todo eso tan extrañoque Hans el Panadero había contado a

Albert hacía muchísimo tiempo.Lo que había bebido era tan bueno

para todo el cuerpo que noté cómo elsuelo se mecía bajo mis pies. Fue comosi estuviera de nuevo en el mar.

Oí decir a Frode:—¿Cómo se te ha ocurrido ofrecerle

esa bebida?Oí contestar a Comodín:—Porque me rogó muy

encarecidamente que se la dejaraprobar.

No estoy totalmente seguro de queeso fuera exactamente lo que dijo,porque en ese instante me dormí.Cuando volví a despertarme, Frode

estaba a mi lado, dándome pequeñosgolpes en el costado.

—¡Despierta! —dijo—. Comodínestá a punto de descifrar el granmisterio.

Me incorporé de un salto.—¿Qué misterio?—El juego de Comodín, ¿no te

acuerdas? Está formando una solahistoria con todas las frases.

Al levantarme, vi que Comodínestaba pidiendo a los enanos que secolocaran en un determinado orden.Formaban un círculo, como antes, peroahora los distintos palos estabanentremezclados. Me di cuenta

rápidamente de que todos los númerosiguales estaban en un mismo grupo.

Comodín volvió a trepar a la sillaalta, y Frode y yo le seguimos.

—¡Jotas! —gritó Comodín—. Quese coloquen entre los reyes y los dieces.Las reinas entre los reyes y ases.

Se rascó la cabeza un par de vecesantes de proseguir:

—¡Nueve de Tréboles y Nueve deDiamantes que se cambien de lugar!

Salió un rechoncho trébol y secolocó en el lugar de un frágil diamanteque, a su vez, fue a ocupar el lugar deltrébol.

Comodín hizo algunos ajustes más,

antes de darse por satisfecho.—Esto se llama dispersión —

susurró Frode a mi lado—. Primero sele da un significado a cada carta, luegose barajan y se reparten de nuevo.

Apenas pude captar sus palabrasporque, en ese instante, noté en unapierna un fuerte sabor a limón, a la vezque un delicioso olor a lilas comenzó ajuguetear en mi oreja izquierda.

—Que todos repitan su frase —dijoComodín—. Pero el solitario no serácoherente hasta que las partes se hayanreunido en un conjunto. Pues todosprocedemos de la misma estirpe.

Reinó un silencio total durante unos

instantes. Entonces dijo Rey de Picas:—¿Quién empieza?—Siempre es igual de impaciente —

susurró Frode.Comodín hizo una reverencia con

ambos brazos.—Naturalmente, el principio de la

historia determina el resto —exclamó—.Y nuestra historia empieza con Jota deDiamantes. Por favor Jota del Vidrio,tienes la palabra.

—Bergantín de plata naufraga enmar embravecido —dijo Jota deDiamantes.

A la derecha de Jota de Diamantesestaba Rey de Picas, que dijo:

—El que va a descubrir el destinotiene que sobrevivirlo.

—¡No, no! —exclamó Comodíndesalentado—. Este juego sigue elsentido del sol. A Rey de Picas le tocael último.

Vi que Frode se puso tenso.—Entonces es como me había

temido —murmuró.—¿Cómo?—Que a Rey de Picas le tocará al

final.No tuve tiempo de asimilar lo que

me dijo porque, de repente, noté fluirpor mi cabeza un abrumador sabor ayema batida con azúcar, delicia de la

que no se había podido disfrutar muy amenudo en mi casa de Lübeck.

—Empecemos de nuevo —dijoComodín—. Primero todos los jotas,luego todos los dieces y luego todos losdemás en el sentido del giro del sol.¡Por favor, jotas!

Todos los jotas pronunciaron unopor uno sus frases:

—Bergantín de plata naufraga enmar embravecido. El marinero eslanzado a la playa de una isla quecrece y crece. El bolsillo de la camisaesconde una baraja que se pone a secaral sol. Las 53 imágenes serán lacompañía del hijo del maestro vidriero

durante muchos y largos años.—Así está mejor —dijo Comodín

—. Así empieza nuestra historia. Quizáno sea gran cosa, pero al fin y al cabo,es un principio. ¡Por favor dieces, ostoca!

Y continuaron los dieces:—Antes de que palidezcan los

colores, las 53 figuras se forjan en laimaginación del solitario marinero.Las extrañas figuras danzan en laconciencia del maestro. Cuando elmaestro duerme, los enanos viven supropia vida. Un buen día, un rey y unjota escapan trepando de la cárcel dela conciencia.

—¡Bravo! Seguramente, no sepodría haber dicho de un modo másescueto. ¡Nueves!

—Las imaginaciones abandonan elespacio creativo y entran en el espaciocreado. Las figuras salen de la mangadel mago y se pellizcan en el aire paracomprobar que están vivas. Lasimaginaciones tienen un aspecto muyhermoso, pero todas menos una hanperdido la razón. Sólo el comodín de labaraja desenmascara el espejismo.

—¡Cierto, cierto! Pues la verdad esalgo solitario. ¡Ochos!

—La bebida centelleante paralizalos sentidos de Comodín. Comodín

escupe la bebida mágica. Sin el suerode la mentira, el pequeño bufón piensacon más claridad. Tras 52 años, elnieto del náufrago llega al pueblo.

Comodín me dirigió una mirada deasentimiento.

—¡Sietes! —ordenó.—La verdad está en las cartas. El

hijo del maestro vidriero se ha burladode sus propias imaginaciones. Lasimaginaciones se rebelan contra elmaestro. El maestro morirá pronto, ylos enanos habrán sido sus asesinos.

—¡Ay, ay! ¡Seises!—La princesa del sol encuentra

camino al mar. La isla mágica se

destruye desde dentro. Los enanosfracasan de nuevo. El hijo delpanadero logra escapar del cuentoantes de que se desplome.

—Mejor. Cincos, os toca a vosotros.Tenéis que hablar alto y claro, porque unerror de pronunciación, por pequeño quefuera, podría tener dramáticasconsecuencias.

Lo que dijo sobre las consecuenciasdramáticas me dejó tan confundido queme perdí la primera frase.

—… El hijo del panadero serefugia en las montañas y se estableceen un recóndito pueblo. El panaderoesconde los tesoros de la isla mágica.

Lo que va a suceder está en las cartas.Comodín empezó a dar nerviosas

palmadas.—Aquí se le cantan las cuarenta al

uno y al otro —dijo—. La ventaja deeste juego es que no sólo refleja lo queha sucedido, sino también lo que va asuceder. Y aún no hemos hecho más quela mitad del solitario.

Me volví hacia Frode. Puso su brazosobre mi hombro, y me susurró tan bajoque apenas pude oírle:

—Él tiene razón, hijo.—¿Qué quieres decir?—No me queda mucho tiempo de

vida.

—¡Tonterías! —dije irritado—. Novas a tomar en serio un ridículo juego.

—No sólo es un juego, hijo mío.—¡No dejaré que te mueras! —dije

tan alto que varias de las figuras delcírculo nos miraron.

—Toda la gente mayor tiene quemorir, hijo mío. Pero es bueno saber queha llegado alguien que puede seguirdonde el viejo lo dejó.

—Supongo que yo también memoriré aquí en la isla.

Con voz indulgente, me contestó:—¿Pero no has oído? «El hijo del

panadero se refugia en las montañas y seestablece en un recóndito pueblo». ¿No

eres tú hijo de panadero?Comodín volvió a dar palmadas,

hasta que la enorme habitación se llenódel ruido de los cascabeles.

—¡Silencio! —ordenó—. ¡Seguid,Cuatros!

Yo estaba tan aturdido por laposibilidad de que Frode fuera a morirque sólo capté las frases de Cuatro deTréboles y Cuatro de Diamantes.

—… El pueblo aloja al niñoabandonado que ha perdido a su madreenferma. El panadero le da la bebidacentelleante y le enseña los hermosospececillos.

—Y ahora les toca a los treses.

¡Adelante!También esta vez capté solamente

dos de las frases:—… El marinero se casa con una

hermosa mujer que le da un hijo varónantes de irse al país del sur paraencontrarse a sí misma. Padre e hijobuscan a la hermosa mujer que no seencuentra a sí misma.

Cuando los treses dijeron sus frases,Comodín volvió a interrumpir:

—¡Una buena baza! Estamosentrando en el País del Mañana.

Me volví hacia Frode y descubrí quetenía los ojos humedecidos.

—No entiendo nada de todo esto —

dije irritado.—¡Calla! —susurró Frode—. Tienes

que escuchar la historia, hijo.—¿La historia?—O el futuro, también el futuro

pertenece a la historia. Este juego nosconduce hasta muchas generaciones másadelante. Eso es lo que quiere decirComodín con el País del Mañana.Nosotros no entendemos todo lo que estáen las cartas, pero, detrás de nosotros,viene más gente.

—¡Doses! —dijo Comodín.Intenté recordar todo lo que decían,

pero sólo capté:—… El enano de manos frías

señala el camino al recóndito pueblo yregala al niño del país del norte unalupa para el viaje. La lupa coincidecon el trozo roto de la pecera. El pez decolores no revela el secreto de la isla,pero sí el panecillo.

—¡Elegante! —exclamó Comodín—.Sabía que lo de la lupa y la pecera eranla clave de toda la historia. Ha llegadoel turno a los ases. ¡Por favor, princesa!

De nuevo, sólo capté tres frases:—… El destino es una serpiente tan

hambrienta que se devora a sí misma.La cajita de dentro desembala a la defuera, a la vez que la de fueradesembala a la de dentro. El destino es

una coliflor que crece por igual entodas las direcciones.

—¡Reinas!Estaba ya tan aturdido que sólo logré

tomar nota de dos frases:—… El hombre del panecillo grita

por un tubo mágico y su voz alcanzagran distancia. El marinero escupebebida fuerte.

—Ahora los reyes finalizarán elsolitario con algunas verdades bienfundadas —dijo Comodín—. ¡Vamosreyes! Somos todo oídos.

Capté a todos, menos a Rey deTréboles:

—… El solitario es una maldición

de familia. Siempre hay algún comodínque desenmascara el espejismo. El queva a descubrir el destino, tiene quesobrevivirlo.

Era la tercera vez que Rey de Picasdecía lo de sobrevivir al destino.Comodín y todas las demás figurasaplaudieron.

—¡Bravo! —exclamó Comodín—.Todos podemos estar orgullosos de estesolitario, porque todos hemos aportadoalgo.

Los enanos volvieron a aplaudir yComodín se dio golpes en el pecho:

—¡Bien por Comodín en el día deComodín! —dijo—. ¡Porque el futuro le

pertenece!

DIEZ DEDIAMANTES

… un hombrecillo quesalió de detrás

de un quiosco deperiódicos…

Levanté la vista, mientras infinidadde pensamientos pasaban por mi cabeza.

Allí en la plaza Sintagma, donde losgriegos corrían de un lado para otro consus carteras y sus periódicos, vi claroque el libro del panecillo era una

especie de libro de oráculo, que poníaen relación mi propio viaje, con lo quehabía sucedido en la isla mágica cientocincuenta años antes.

Volví a hojear las últimas páginasque había leído.

Aunque Hans el Panadero no habíacaptado toda la profecía, muchas de lasfrases estaban claramente relacionadas.

«El hijo del panadero se refugia enlas montañas y se establece en unrecóndito pueblo. El panadero escondelos tesoros de la isla mágica. Lo que vaa suceder está en las cartas. El puebloaloja al niño abandonado que ha perdidoa su madre enferma. El panadero le da la

bebida centelleante y le enseña loshermosos pececillos»…

Era evidente que el hijo delpanadero era Hans el Panadero; Frodetambién lo había entendido así. Elpueblo recóndito tenía que ser Dorf, y elmuchacho que había perdido a su madreno podía ser otro que Albert.

Hans el Panadero se había perdidolas frases de dos de los treses, peroentre las frases de los otros dos treses ylas que había podido captar de losdoses, también se veía una clararelación:

«El marinero se casa con unahermosa mujer que le da un hijo varón

antes de irse al país del sur paraencontrarse a sí misma. Padre e hijobuscan a la hermosa mujer que no seencuentra a sí misma. El enano de manosfrías señala el camino al recónditopueblo y regala al niño del país delnorte una lupa para el viaje. La lupacoincide con el trozo roto de la pecera.El pez de colores no revela el secreto dela isla, pero sí el panecillo»…

Todo eso estaba claro, pero tambiénhabía un montón de frases que noentendía:

«La cajita de dentro desembala a lade fuera, a la vez que la de fueradesembala a la de dentro»… «El

hombre del panecillo grita por un tubomágico y su voz alcanza gran distancia.El marinero escupe bebida fuerte»…

Si esto último significaba que miviejo dejaría de empinar el codo cadanoche, yo quedaría muy impresionado,tanto con él, como con la vieja profecía.

El problema era que Hans elPanadero sólo había escuchado a 42 delas cartas, ya que le costaba muchoconcentrarse, sobre todo al final, lo cualno era de extrañar porque, cuanto más seavanzaba en el juego de Comodín, másse alejaba de su propia época. Tanto aFrode, como a Hans el Panadero, lessonaría a chino, y las cosas confusas

siempre se recuerdan peor que las queestán claras.

A la mayoría de la gente de hoy endía, la profecía también le hubierasonado a chino. Sólo yo sabía quién erael enano de las manos frías. Era yo, ysolamente yo, el que controlaba la lupa.Y no habría nadie más que entendiera elsignificado de que el panecillo revelabael secreto de la isla.

Y, sin embargo, me irritaba que Hansno hubiera captado todas las frases.Debido a sus problemas de memoria,gran parte de la vieja profecía sería parasiempre un tesoro escondido, yprecisamente esa parte era la que trataba

de mi viejo y de mí. Estaba convencidode que los enanos también habían dichoalgo sobre nuestro encuentro con mamá,y sobre si se vendría con nosotros aNoruega…

Mientras estaba hojeando el libro,descubrí de repente a un hombrecilloque salió de detrás de un quiosco deperiódicos. Primero pensé que era unniño que estaba jugando a espiarme,porque allí no había nadie más que yo,pero luego me di cuenta de que setrataba, una vez más, del enano de lagasolinera. Hizo acto de presencia unbreve instante, y luego desapareció.

Durante unos segundos, me sentí

paralizado por el susto, pero enseguidaempecé a pensar: ¿Por qué tengo tantomiedo a ese enano? Era evidente que meseguía, pero no era seguro que quisierahacerme daño.

Puede que el enano tambiénconociera el secreto de la isla mágica.Quizá me dio la lupa y me envió a Dorfprecisamente para que yo leyera sobreella. En ese caso, no era de extrañar quequisiera saber cómo me iba.

Me acordé de que mi viejo habíadicho en broma que el enano era un serartificial, creado hacía siglos por unmago judío. Eso era, evidentemente, unabroma; pero si fuera verdad, a lo mejor

había conocido a Albert y a Hans elPanadero.

No me dio tiempo ni a seguirpensando, ni a leer más porque, en eseinstante, llegó mi viejo corriendo,destacando por encima de las demáspersonas. Tuve que darme prisa en meterel librito en el bolsillo.

—¿He tardado mucho? —preguntócasi sin aliento.

Le dije que no.Había decidido no contarle nada

más sobre las apariciones del enano. Elhecho de que un enano estuvierapaseándose por Europa a la vez quenosotros no era, al fin y al cabo, nada,

en comparación con lo que había leídoen el libro del panecillo.

—¿Y tú que has hecho mientrastanto? —preguntó.

Le enseñé las cartas, y le dije quehabía hecho un solitario.

En ese momento, vino el camareropara que le pagáramos la última coca-cola que había pedido.

—It's very small! —dijo.Mi viejo no entendió nada.Yo sabía, claro está, que el camarero

se refería al libro del panecillo, y tuvemiedo de que se descubriera todo. Poreso volví a sacar la lupa, se la enseñé alcamarero y dije:

—It's very smart.—Yes, yes! —contestó, y, de esa

forma, evité una situación embarazosa.Cuando nos íbamos, dije:—He estado estudiando las cartas de

la baraja, para ver si descubría en ellasalgo más de lo que se puede ver asimple vista.

—¿Y cuál ha sido el resultado de lainvestigación? —preguntó mi viejo.

—Si tú supieras… —contesté llenode misterio.

JOTA DEDIAMANTES

… todo lo que mi viejotenía de vanidad,

estaba relacionado con elhecho

de sentirse un comodín…

Ya en la habitación, le pregunté sihabía hecho más averiguaciones sobremamá.

Primero dijo:—Fui a ver a uno de esos agentes

publicitarios. Me aseguró que en Atenasno trabajaba ninguna modelo con elnombre de Anita Torå. Estaba muyseguro de ello; dijo que conocía a todaslas modelos que trabajaban aquí, y sobretodo a las extranjeras.

Debí de adquirir el aspecto de unapuesta de sol en septiembre. Y creo queempezó a llover, porque noté laslágrimas presionar detrás de lospárpados. Supongo que, por eso, miviejo se apresuró a añadir:

—Entonces le enseñé la foto de larevista de modas, y el griego dijo que sellamaba Sol Strand, pero que ése era sunombre artístico. Al final, me contó que

había sido una de las modelos máscotizadas en Atenas durante varios años.

—¿Y ahora? —pregunté mirándolefijamente.

Hizo un gesto con el brazo y dijo:—Le llamaré mañana después de

comer.—¿Y eso es todo?—Pues sí. Tendremos que esperar,

Hans Thomas. Nos quedamos en laterraza del hotel esta noche, ¿vale?, ymañana cogemos el coche y vamos a ElPireo. Allí habrá algún teléfono desde elque poder llamar.

Al decir lo de la terraza, me acordéde algo. Me armé de valor y dije:

—Hay una cosa más.Mi viejo me miró, sin saber a lo que

me refería, aunque quizá sí lo supiera.—Tenemos algo pendiente —dije—,

y me prometiste que ibas a pensar enello.

Intentó parecer muy macho al reírse,pero no lo consiguió del todo.

—¡Ah sí! Como ya te dije estamañana, Hans Thomas, estoy en ello.Pero, precisamente hoy, he tenido otrascosas en que pensar.

De repente, tuve una brillante idea.Me lancé a su bolso de viaje, y encontrémedia botella de coñac entre calcetinesy camisetas. En un abrir y cerrar de

ojos, me la llevé al baño y la vacié en elváter.

Mi viejo me siguió y, cuando se diocuenta de lo que había hecho, se quedómirando fijamente dentro de la taza delváter. Quizá estaba pensando enagacharse y sorber los restos antes deque tirase de la cadena. Pero,afortunadamente, aún no había caído tanbajo. Se volvio hacia mí, sin sabertodavía qué hacer, si rugir como un leóno mover el rabo como un perro. Al final,dijo:

—Vale, Hans Thomas, tú ganas.Subimos a la habitación y nos

sentamos frente a la ventana. Alcé la

vista hacia mi viejo, y él alzó la vistahacia la Acrópolis.

—La bebida centelleante paralizalos sentidos de Comodín —dije.

Mi viejo me miró asombrado.—¿Estás delirando, Hans Thomas?

¿Aún te dura el efecto del Martini deayer?

—¡Claro que no! Sólo quiero decirque un verdadero comodín no tomabebidas fuertes. Sin bebidas fuertes,Comodín piensa mejor.

—Estás un poco chiflado —dijo—.Supongo que es hereditario.

Yo sabía que le había atacado en supunto más débil, porque todo lo que mi

viejo tenía de vanidad estabarelacionado con el hecho de sentirse uncomodín.

Me preguntaba si todavía estaríapensando en lo que había ido a parar ala taza del váter, así que dije:

—Vamos a la terraza. Allí podremosprobar todas las bebidas gaseosas yrefrescantes que hay en la carta: coca-cola, zumo de naranja, zumo de tomate,refresco de pera… ¿O quieres, mejor,probar todos esos sabores a la vez?Puedes llenarte el vaso de maravillososcubitos de hielo y moverlos con una grancuchara…

—Gracias, ya vale —me

interrumpió.—Pero hemos llegado a un acuerdo,

¿no?—Así es. Y un viejo lobo de mar no

rompe nunca un acuerdo.Subimos a la terraza y nos sentamos

a la misma mesa que el día anterior. Alcabo de mucho rato, también vino elmismo camarero del día anterior.

Le pregunté en inglés qué refrescostenían, y acabamos por pedir dos vasosy cuatro bebidas diferentes. El camarerosacudía la cabeza murmurando algo asícomo que un día padre e hijo tomabanvino, y al día siguiente los dos pensabanemborracharse con agua mineral con

gas. Mi viejo contestó que era paracompensar, y que hay que buscar unaespecie de equilibrio en todo.

Cuando el camarero se marchó, miviejo dijo:

—Es bastante increíble, HansThomas. Estamos en una gran ciudaddonde viven varios millones depersonas, y resulta que estamosbuscando a una determinada hormiga eneste enorme hormiguero.

—Sí, pero es justo la reina —repliqué.

Me pareció un comentario bastantelogrado. Creo que mi viejo opinaba lomismo. Me dedicó una amplia sonrisa y

dijo:—Pero este hormiguero está tan bien

organizado que es posible localizar a lahormiga número tres millonesdoscientos treinta y ocho milnovecientos cinco.

Se quedó un momento pensando,antes de proseguir:

—En realidad, Atenas es sólo unapequeñísima parte de un hormigueromucho más grande, que cuenta con másde cinco mil millones de hormigas. Perocasi siempre es posible contactar conuna determinada hormiga entre esos másde cinco mil millones. Sólo tienes queenchufar un teléfono en la pared y

marcar un número. Porque este planetatiene varios miles de millones deteléfonos, Hans Thomas. Los encuentrasen lo alto de los Alpes y en lo másprofundo de la selva africana; losencuentras en el Tibet y en Alaska, y lospuedes alcanzar desde tu propia casa.

Sus palabras, me hicieron dar unsalto en la silla.

—El hombre del panecillo grita porun tubo mágico y su voz alcanza grandistancia —susurré muy agitado.

De repente, había entendido elsignificado de esa frase del juego deComodín.

Mi viejo suspiró resignado.

—¿Qué te pasa ahora?No sabía qué decirle, pero algo tenía

que contestar.—Al decir lo de los Alpes, me he

acordado de aquel panadero que me diopanecillos y refrescos en el pequeñopueblo alpino que visitamos. Me fijé enque él también tenía teléfono. Con eseaparato, puede contactar con gente entodo el mundo. Lo único que tiene quehacer es llamar a información y pedir elnúmero de cualquier persona delplaneta.

Aparentemente, no le sorprendiómucho la respuesta, porque se quedómirando la Acrópolis durante un buen

rato sin decir nada.—Estaba pensando en que a lo

mejor no te sienta bien tanto filosofar —dijo finalmente.

Le dije que no era eso. La verdad esque estaba tan impresionado por todo loque había leído en el libro del panecilloque me estaba resultando ya muy difícilmantenerlo en secreto.

Cuando la oscuridad se habíaposado sobre la ciudad y los focosiluminaban la Acrópolis, dije:

—Te prometí contarte un cuento.—Vale —dijo mi viejo.Y empecé mi cuento. Conté casi todo

lo que había leído en el libro del

panecillo sobre Albert y Hans elPanadero, sobre Frode y los naipes en laisla mágica. Me parecía que así norompía la promesa que había hecho alviejo panadero de Dorf, porque contabatodo como si lo estuviera inventandosobre la marcha. Cambié ligeramentealgunas cosas y procuré no mencionarnunca el libro del panecillo.

Era evidente que mi viejo estabaimpresionado.

—¡Tienes una imaginación cojonuda,Hans Thomas! Quizá no deberías serfilósofo, sino más bien escritor.

De nuevo recibí alabanzas por algoque, en el fondo, no era mérito mío.

Aquella noche, yo me dormíprimero. Me quedé despierto, pensando,bastante rato; pero mi viejo estuvo mástiempo aún. Lo último que recuerdo esque se levantó de la cama y se puso amirar por la ventana.

Cuando me desperté a la mañanasiguiente, mi viejo seguía durmiendo.Parecía un oso que acabara de entrar enla larga hibernación.

Cogí la lupa y el libro del panecilloy seguí leyendo sobre lo que ocurrió enla isla mágica tras el gran juego deComodín.

REINA DEDIAMANTES

… el pequeño payasorompió a llorar…

El gran círculo se disolvióinmediatamente después de queComodín se golpeara el pecho diciendounas solemnes palabras en honor a símismo. Y el carnaval comenzó de nuevo.Algunos enanos cogieron frutas de lasfuentes, otros tomaban bebidacentelleante. Al cabo de un rato,

empezaron a gritar los nombres de todoslos sabores que les proporcionaba laextraña bebida:

—¡Miel!—¡Espliego!—¡Curibayas!—¡Raíz redonda!—Gramíneas…Frode me estaba mirando. A pesar

de ser un anciano con pelo blanco yprofundas arrugas en la cara, sus ojosbrillaban todavía como dos diamantespulidos. Pensé que era verdad eso deque los ojos son el espejo del alma.

Comodín daba palmadas.—¿Se percibe la profundidad del

juego de Comodín? —preguntó a laaudiencia.

Al no recibir ninguna respuesta, ledio por agitar los brazosimpacientemente.

—¿Se ha entendido ya que Frode erael marinero con la baraja y que nosotrossomos los naipes de la misma? ¿O sesigue igual de obcecado?

Era evidente que los enanos de lasala no entendían a qué se refería, ytampoco daban la impresión de tenermucho interés por entenderlo.

—¡Uf, qué pesado! —exclamó Reinade Diamantes.

—Es inaguantable —añadió otra.

El pequeño comodín durante unossegundos pareció muy triste.

—¿No hay nadie que lo entienda? —repitió, tan tenso que hacía sonar todossus cascabeles aunque se esforzaba porestar quieto.

—¡No! —dijeron todos al unísono.—¿No se entiende que Frode se ha

burlado de todos nosotros y que yo soyel burlador?

Muchos enanos se taparon los oídoscon las manos. Algunos también setaparon los ojos. Otros se apresuraron allenarse la boca de bebida púrpura.Daban la impresión de hacer todo loposible por no entender lo que les

estaba diciendo Comodín.Rey de Picas se acercó a una de las

mesas para coger una botella. La levantódelante de Comodín y dijo:

—¿Hemos venido aquí para resolveradivinanzas o para beber la bebidapúrpura?

—Hemos venido para escuchar laverdad —dijo Comodín.

Frode me agarró del brazo y mesusurró al oído:

—No sé lo que va a quedar de todolo que he creado en esta isla, cuandoesta fiesta haya acabado.

—¿Quieres que intente detenerle? —pregunté.

Frode negó con la cabeza.—No, no. A partir de ahora este

solitario tiene que seguir sus propiasleyes.

En ese instante, Jota de Picas seacercó corriendo a Comodín y le tiró dela silla alta. Los demás jotas acudieron aayudarle. Tres de ellos se echaronencima del pequeño bufón, mientras Jotade Tréboles intentaba meterle en la bocael cuello de una botellita.

Comodín se defendió como pudo, ala vez que escupía lo que intentabandarle a la fuerza.

—Comodín escupe la bebida mágica—dijo secándose la boca—. Porque, sin

el suero de la mentira, el pequeño bufónpiensa mejor.

Dicho esto, se levantóapresuradamente, arrebató a Jota deTréboles la botella que tenía en lasmanos y la tiró al suelo. A continuación,fue por las cuatro mesas rompiendotodas las botellas y licoreras. El enormelocal se llenó de un estrépito decristales. Aunque los restos de vidriollovían encima de los enanos, ningunode ellos se cortó. Sólo Frode se hizo unpequeño rasguño en la mano.

En el suelo, el brillante líquidoformaba grandes y pegajosos charcos.Algunos doses y treses se agacharon

para sorber la bebida púrpura de entrelos restos de vidrio. A varios de ellosles entraron trocitos de vidrio en laboca, pero los volvieron a escupir sinsufrir daño alguno. Otros estabanmirando boquiabiertos y con cara deindignación.

El primero en tomar la palabra fueRey de Picas.

—¡Jotas! Os ordeno que decapitéisinmediatamente a ese bufón.

No hizo falta que dijera más. Loscuatro jotas desenvainaron al instantesus espadas y se acercaron a Comodín.

No podía quedarme mirando, sinhacer nada; pero, cuando estaba a punto

de intervenir, una mano firme me retuvo.Comodín tenía ya una expresión de

resignación en su pequeño rostro.—Sólo es Comodín —murmuró—.

Nadie más… nadie más…Y el pequeño payaso rompió a

llorar.Los jotas cambiaron de actitud.

También los que se habían tapado losoídos o los ojos miraron con curiosidad.En el transcurso de los años, habíanvisto muchas jugarretas por parte deComodín, pero era la primera vez que loveían llorar.

Vi que Frode tenía los ojoshumedecidos, y en ese momento

comprendí que, a pesar de todo, nohabía ninguna figura a la que quisieramás que al pequeño guasón. Intentóponer un brazo alrededor del hombro deComodín.

—Vamos, vamos… —dijo,queriendo consolarle.

Comodín se sacudió para que Frodequitara el brazo. Rey de Corazones secolocó delante de Comodín y dijo:

—Me veo obligado a recordaros queno se puede decapitar a alguien que estállorando.

—¡Seniloj! —exclamó Jota dePicas.

Y Rey de Corazones prosiguió:

—Una regla muy antigua dice que noestá permitido decapitar a alguien antesde que haya acabado de hablar. En esecaso, faltan todavía varias cartas en lamesa. Ordeno, por lo tanto, que secoloque a Comodín sobre la mesa antesde que hagamos caer su cabeza.

—Gracias, querido rey —dijoComodín sollozando—. Tú eres el únicoen este solitario que tiene trece buenoscorazones.

A continuación, los cuatro jotaslevantaron a Comodín del suelo y locolocaron sobre una de las mesas, dondese quedó tumbado boca arriba, con lacabeza sobre las manos. Cruzó las

piernas y en esta postura dio un largodiscurso, mientras los enanos se ibanagrupando en torno a él.

—Yo fui el último que llegué a estepueblo —empezó a decir—. Todossabéis que soy diferente a los demás,razón por la cual siempre me hemantenido bastante apartado del resto.

De repente, los enanos empezaron aescuchar a Comodín. ¿Se preguntaríanpor qué era tan diferente?

—Yo no pertenezco a ninguna parte—prosiguió—. No soy corazón nidiamante, ni trébol ni pica. Tampoco soyrey, ni jota, ni ocho, ni as. Sólo soyComodín, y he tenido que averiguar por

mi cuenta quién soy. Cada vez quemuevo la cabeza, el tintineo de miscascabeles me recuerda que no tengofamilia. Tampoco tengo ningún número oprofesión. No puedo compartir el artedel vidrio con los diamantes, ni el artede hacer pan con los corazones, tampocotengo las hábiles manos de los tréboles,ni la fuerza muscular de los picas. Poreso he estado contemplando su actividaddesde fuera. Pero también por eso hepodido ver alguna que otra cosa a la quevosotros habéis estado ciegos.

Comodín seguía tumbado sobre lamesa, balanceando un pie mientrashablaba. Los cascabeles sonaban

débilmente.—Cada mañana se ha acudido a la

tarea, pero nunca se ha estado despiertodel todo. Cierto es que se ha visto el soly la luna, las estrellas en el cielo y todolo que se mueve y, sin embargo, nada seha mirado bien. Eso no ocurre conComodín, porque él nació con el defectode ver demasiado y demasiadoprofundamente.

Reina de Diamantes le interrumpió:—¡Dilo ya, Bufón! Si has visto algo

que los demás no hemos visto, debesdecírnoslo ya.

—Me he visto a mí mismo —exclamó Comodín—. He visto cómo voy

gateando entre arbustos y árboles por ungran jardín.

—¿Te puedes ver a ti mismo desdeel aire? —se le escapó a Dos deCorazones—. ¿Tus ojos tienen alascomo los pájaros?

—En cierto modo sí. Porque nobasta con mirarse a sí mismo a través deun pequeño espejo que se saca delbolsillo, como hacen constantemente lascuatro reinas de este pueblo. Están tanpreocupadas por su aspecto que nodescubren que están vivas.

—¡Qué tipo tan descarado! —exclamó Reina de Diamantes—. ¿Cuántotiempo tenemos que tolerar aún a este

bufón?—Pero no es sólo algo que veo —

continuó Comodín—. Es algo que notodesde dentro. Noto que soy una personamuy… muy viva… una planta extraña…con piel y pelo y uñas y todo… unmuñeco muy vivo… concreto como lagoma… ¿De dónde viene este hombre degoma?, pregunta Comodín.

—¿Vamos a permitir que continúe?—preguntó Rey de Picas.

Rey de Corazones asintió con lacabeza.

—¡Estamos vivos! —exclamóComodín con un gesto que hizo sonarruidosamente los cascabeles—. Vivimos

bajo el cielo en medio de un cuentomisterioso. Extraño, dice Comodín. Hatenido que pellizcarse en el brazo paraestar seguro de que era verdad.

—¿Duele? —preguntó Tres deCorazones.

—Ahora noto que estoy vivo cadavez que suena uno de mis cascabeles; esdecir, cada vez que hago el más levemovimiento.

Con ello, levantó un brazo y losacudió con tanta fuerza que variosenanos se asustaron y retrocedieron unospasos.

Rey de Corazones carraspeó y dijo:—¿También has descubierto de

dónde viene el hombre de goma?—Ése es un enigma que ya se ha

resuelto —replicó Comodín—. Perocada uno sólo ha adivinado una pequeñaparte, porque se tiene tan poca razón enla cabeza que hay que juntarlas todaspara pensar el pensamiento mássencillo. Y la razón es que se ha tomadodemasiada bebida púrpura. Comodíndice que es un muñeco misterioso, yvosotros sois tan misteriosos como él,pero no lo veis. Y tampoco lo notáis,porque cuando se toma la bebidapúrpura sólo se nota el sabor a miel yespliego, curibayas, raíz redonda ygramíneas. De ese modo, se ha formado

parte del jardín sin notar que se existe.Porque el que tiene todo el mundo en laboca, se olvida de que tiene boca. Y elque tiene todos los sabores en brazos ypiernas olvida que es un muñecomisterioso. Comodín ha intentadomuchas veces decir la verdad, pero nose han tenido oídos para escuchar. Sehan tenido pliegues de piel a amboslados del rostro, pero los oídos hanestado taponados con manzanas y peras,fresas y bananas. Lo mismo ocurre conla vista. Seguramente se han tenido ojoscon los que mirar, pero de qué hanservido si sólo han buscado más bebida.Así es, dice Comodín, porque sólo

Comodín conoce la verdad.Los enanos de la sala se miraron

unos a otros.—¿De dónde viene el hombre de

goma? —insistió Rey de Corazones.—Somos imaginaciones de Frode —

dijo Comodín y abrió los brazos—. Peroun día las imaginaciones se hicieron tanvivas que empezaron a salir a saltos desu cabeza. Imposible, dice Comodín.Tan imposible como el sol y la luna,dice. Pero también el sol y la luna sonverdad.

Los enanos de la sala miraronextrañados a Frode, y el anciano meagarró más fuerte del brazo.

—Pero no he terminado todavía —continuó Comodín—. Porque ¿quién esFrode? También él es un extrañomuñeco, dice Comodín. Muy vivo bajoel cielo, dice. Ha sido el único aquí enla isla, pero en realidad, pertenece aotra baraja, que no se sabe cuántascartas tiene. Tampoco se sabe quiénreparte las cartas de esa baraja.Comodín sólo sabe una cosa: tambiénFrode es un muñeco que, de repente, undía se pellizcó para comprobar queestaba vivo. ¿De qué frente salió esemuñeco?, pregunta Comodín. Y siguepreguntando, hasta que un día encuentrela respuesta.

Fue como si los enanos empezaran adespertar tras un largo letargo. Dos yTres de Corazones habían cogido cadauna su escoba y estaban barriendo elsuelo.

Los cuatro reyes se colocaron en unapiñado círculo enlazados por loshombros. Así permanecieronconversando en voz baja hasta que Reyde Corazones se volvió hacia Comodíny dijo:

—Con gran pesar, los reyes de estepueblo han llegado a la conclusión deque el pequeño bufón está diciendo laverdad.

—¿Y por qué es tan triste que diga la

verdad? —preguntó Comodín. Seguíatumbado sobre la mesa, pero entonces seapoyó sobre un brazo y miró a Rey deCorazones. Esta vez tomó la palabraRey de Diamantes:

—Es muy triste que Comodín noshaya dicho la verdad —dijo—, porqueeso significa que el maestro tiene quemorir.

—¿Y por qué debe morir elmaestro? —preguntó Comodín—.Siempre hay que remitirse a una reglaantes de matar.

Rey de Tréboles contestó:—Mientras Frode siga en el pueblo,

siempre nos recordará que somos seres

artificiales. Por eso tendrá que morirbajo la espada de los jotas.

Comodín se levantó de la mesa ybajó a gatas al suelo. Primero señaló aFrode, y luego se dirigió de nuevo a losreyes:

—Nunca es conveniente que la obray el maestro vivan demasiado cerca eluno del otro, porque de esa manera esfácil que acaben por enfurecerse losunos con los otros. Por otra parte, no sepuede culpar a Frode de tener unaimaginación tan fecunda que susimaginaciones acaben por salirse de sucabeza.

Rey de Tréboles enderezó su

pequeña corona y dijo:—Cada uno tiene derecho a

imaginarse lo que quiera. Pero, en esecaso, está obligado a informar a susimaginaciones de que sólo son eso:imaginaciones. Si no, se está burlandode ellas, y, en ese caso, lasimaginaciones tienen derecho a matarle.

El sol se escondió de repente detrásde una gran nube. La sala se oscurecióinmediatamente.

—¿Estáis escuchando, jotas? —preguntó Rey de Picas—. ¡Decapitad almaestro!

Yo bajé de la silla de un salto y, enese mismo instante, tomó la palabra Jota

de Picas:—No hará falta, Señor Rey, porque

el maestro Frode acaba de morir.Me volví y descubrí que Frode se

había deslizado de la silla y yacíamuerto en el suelo. Supe que Frode yano volvería a mirarme con sus brillantesojos.

Me sentí tremendamente vacío ydesolado. De repente, me había quedadosolo en esa extraña isla. Y estabarodeado de una baraja viva, peroninguna de las cartas de la baraja erauna persona como yo.

Los enanos formaron un apiñadocírculo alrededor de Frode. Tenían una

expresión de cara ausente, aún másausente que cuando yo me habíaacercado al pueblo el día anterior.

Me fijé en que As de Corazonessusurraba algo al oído de Rey deCorazones, luego salió corriendo de lasala.

—Ahora tendremos que valernos pornosotros mismos —dijo Comodínfinalmente—. Frode ha muerto y suspropias criaturas hemos sido susasesinos.

Yo estaba tan triste, pero también tanenfurecido, que me acerqué a Comodín,lo levanté del suelo y le sacudí con tantafuerza que todos sus cascabeles sonaron

a la vez.—Tú lo has asesinado —grité—.

Porque tú fuiste el que robó la bebidamágica de su cabaña, y tú has sido elque ha revelado los conocimientos sobresu baraja.

Lo volví a dejar en el suelo, yentonces habló Rey de Picas:

—Nuestro huésped tiene razón. Porlo tanto, estamos en nuestro derecho siahora decapitamos a ese bufón. No noslibraremos del que se burló de todosnosotros hasta que no nos hayamoslibrado de su burlador. ¡Jotas!¡Decapitadle inmediatamente!

Comodín cruzó la sala y sólo tuvo

que empujar a algunos sietes y ochospara salir disparado por la misma puertapor la que había desaparecido As deCorazones un momento antes.Comprendí que mi visita había llegado asu fin. Salí a toda prisa y me escabullíentre las casas del pequeño pueblo. Unvelo amarillo de sol tardío reposaba aúnsobre las casas, pero no se veía ni aComodín, ni a As de Corazones.

REY DEDIAMANTES

… deberíamos llevar uncascabel al cuello…

Ya antes de morir Frode, mi viejoempezó a moverse en la cama, pero yoestaba tan absorto en la lectura que fuiincapaz de dejar el libro, aunque cuandoempezó a gruñir lo guardé corriendo enel bolsillo del pantalón.

—¿Has dormido bien? —preguntécuando se incorporó en la cama.

—Maravillosamente —dijo. Susojos estaban a punto de salir de susórbitas—. He soñado con cosasrarísimas —continuó.

—¡Cuéntame!Aún no había salido de la cama.

Puede que tuviera miedo de perder elsueño al poner los pies en el suelo.

—He soñado que los seres humanoséramos unos enanos como los quedescribiste ayer. Pero aunque todosestábamos vivos, tú y yo éramos losúnicos a los que nos sorprendía. Y luegohabía un viejo médico que de repentedescubrió que todos los enanosllevábamos una marca debajo de la uña

del dedo gordo del pie. Hacía falta unalupa o un microscopio para verla. Lamarca constaba de los cuatro palos delos naipes y de un número de uno amuchos millones. Uno tenía un corazón yel número 728964, otro tenía un trébol yel número 60143, y otro un diamante y elnúmero 2659. Después de hacer unaespecie de censo, se descubrió quenadie tenía el mismo número. De esamanera, toda la humanidad se convirtióen un gran solitario. Pero entoncesresultó (y éste es el punto clave) que dosde los enanos no tenían esa marca. Yeran Hans Thomas y su viejo. Por esarazón, los enanos tuvieron miedo de

nosotros, y al final decidieron quedeberíamos llevar un cascabel al cuellopara que todos supieran dóndeestábamos.

Tuve que admitir que era un sueñomuy interesante, pero me pareció quesimplemente había continuado el cuentoque yo le había contado la nocheanterior.

Finalmente dijo:—Es increíble la cantidad de

pensamientos e ideas que llevamosdentro. Pero las ideas más profundassólo afloran mientras dormimos.

—Sobre todo cuando no se tienedemasiado alcohol dentro.

Por una vez, me miró sonriente sinhacer un comentario que superara almío. Además, no fumó hasta después deldesayuno, algo poco habitual en él. Eldesayuno del hotel Titania era muyaustero o muy espléndido. El que estabaincluido en el precio de la habitación,era una auténtica porquería, perotambién había un gran buffet donde unopodía servirse cosas maravillosas, siera rico y podía pagarlas.

Mi viejo no era muy glotón, pero esedía quería zumo de naranja, yogur,huevos, tomate, jamón y espárragos. Yocomí lo mismo.

—Creo que tienes razón en lo de

empinar el codo —admitió, mientrasabría el huevo pasado por agua—. Casihabía olvidado que el mundo era tannítido.

—Pero no dejarás de filosofar,¿verdad? —pregunté.

Siempre había tenido cierto miedode que sus pensamientos inteligentesestuvieran, de alguna manera,relacionados con la bebida, y de que seconvirtiera en una personacompletamente normal cuando dejara deempinar el codo.

Me miró asombrado y dijo:—No, claro que no. Ahora me voy a

convertir en un peligroso filósofo.

Suspiré aliviado, y al poco ratoestaba ya lanzado de nuevo:

—¿Sabes por qué la mayoría de lagente se pasea por el mundo sinextrañarse de todo lo que ve a sualrededor?

Yo no lo sabía.—Es porque el mundo se ha

convertido en una costumbre.Mientras echaba sal al huevo

añadió:—Nadie habría creído en el mundo

si no hubiese dedicado muchísimos añosa acostumbrarse a él. Eso es fácil deobservar en los niños pequeños. Estántan impresionados con todo lo que ven a

su alrededor que no se fían de suspropios ojos. Por eso señalan todo ypreguntan sobre todo lo que ven. Con losadultos es diferente. Nosotros hemosvisto todo tantas veces que al finaldamos por sentada toda la realidad.

Tardamos bastante en desayunar.Cuando los platos ya estaban vacíos, miviejo dijo:

—¿Nos prometemos una cosa, HansThomas?

—Depende —repliqué.Me miró fijamente a los ojos.—¿Nos prometemos no abandonar

este planeta antes de haber encontradoalgunas pistas más sobre quiénes somos

y de dónde venimos?—De acuerdo —dije, y le tendí la

mano derecha por encima de la mesa—.Pero primero tenemos que encontrar amamá. No creo que podamos hacerlo sinella.

CORAZONES

AS DECORAZONES

… al darle la vuelta, vique era

el as de corazones…

Mi viejo estaba muy excitadocuando nos metimos en el coche para ira El Pireo.

No sabía muy bien si la excitaciónse debía a que íbamos allí o a que esamisma tarde iba a llamar a ese agenteque tal vez supiera decirnos dónde

encontrar a mamá.Después de aparcar el coche en el

centro de la gran ciudad portuaria,buscamos el puerto internacional.

—Aquí estuvimos amarrados hacediecisiete años —dijo mi viejofinalmente señalando un barco mercanteruso. Y empezó un largo discurso sobrecómo la vida está formada por círculosque se van cerrando.

—¿A qué hora vas a llamar? —pregunté.

—Después de las tres —replicó.Miró el reloj y yo hice lo mismo.

Sólo eran las doce y media.—El destino es una coliflor que

crece por igual en todas las direcciones—dije.

Mi viejo hizo un gesto de enfado.—¿De qué estás hablando, Hans

Thomas?Comprendí que estaba bastante

nervioso por el encuentro con mamá.—Tengo hambre —dije.No era del todo verdad, pero no era

fácil pensar en otra cosa que tuviera quever con una coliflor. En cualquier caso,fuimos al famoso puerto Mikrolímano aalmorzar.

De camino, vimos pasar un barcoque iba a una isla llamada Santorini. Miviejo me dijo que en los tiempos

prehistóricos esa isla había sido muchomás grande de lo que es hoy, pero que,debido a una tremenda erupciónvolcánica, casi toda la isla se habíahundido en el mar.

Para comer pedimos moussaka. Miviejo hizo algún comentario sobre unospescadores que estaban trabajando consus redes justo debajo del restaurante, yno hablamos mucho más durante toda lacomida, aunque los dos miramos el relojtres o cuatro veces. Tanto él como yo,intentábamos hacerlo sin que lo viera elotro, pero a ninguno de los dos se nosdaba bien eso de mirar a hurtadillas.

Por fin, mi viejo dijo que iba a

llamar por teléfono. Eran las tres menoscuarto. Al irse, me pidió una gran raciónde helado, pero antes de que me lotrajeran yo ya había sacado la lupa y ellibro del panecillo.

Esta vez escondí el librito debajodel canto de la mesa e intenté leer sinque nadie lo viera.

Subí corriendo la cuesta hasta lacabaña de Frode. Mientras corría, mepareció oír una especie de rugidolejano, como si la tierra estuvieracediendo bajo mis pies.

De nuevo ante la cabaña de Frode,me volví para mirar al pueblo. Muchosenanos habían abandonado ya la sala de

la fiesta e iban corriendo por las calles.Uno de ellos gritó:

—¡Matadle!—¡Mataremos a los dos! —replicó

otro.Abrí apresuradamente la puerta de la

cabaña. Me pareció muy vacía porquesabía que Frode nunca volvería a ponersus pies en ella. Jadeante, me dejé caerencima de un banco.

Cuando volví a ponerme de pie, mequedé contemplando un pececillo quenadaba en una gran pecera que habíasobre la mesa que tenía delante. Almismo tiempo, descubrí en un rincón unsaco blanco, quizá estuviera hecho de la

piel de los animales hexápodos. Metí elagua, con el pez dentro, en una botellavacía que encontré sobre un bancodelante de la ventana y puse la botella yla pecera con mucho cuidado dentro delsaco. En una repisa encima de la puertaencontré la cajita vacía de maderadonde Frode había guardado sus naipesdurante sus primeros años en la isla.También metí la cajita en el saco. A unavelocidad vertiginosa, me puse a meteren él distintos objetos de la cabaña deFrode. Justo en el momento de coger unafigura de vidrio que representaba unmoluco, oí de repente que habían roto uncristal en el exterior de la cabaña. Al

instante entró por la puerta Comodín.—Tenemos que bajar al mar

inmediatamente —dijo sin aliento.—¿Nosotros? —pregunté extrañado.—Los dos sí. Pero hay que darse

prisa, marinero.—¿Por qué?—«La isla mágica se destruye desde

dentro» —dijo. Y yo me acordéentonces del juego de Comodín.

Mientras estaba cerrando el saco,Comodín buscaba algo en un armario.Pronto volvió con una botella brillante.Estaba llena hasta la mitad con bebidapúrpura.

—Y esto también —dijo.

Salimos y nos encontramos con unpanorama aterrador. Todos los enanosestaban subiendo la cuesta, unos a pie,otros montados en molucos. Delante detodos, iban los jotas con las espadas enalto.

—¡Por aquí! —dijo Comodín—.¡Rápido!

Nos fuimos por detrás de la cabañay cogimos un pequeño sendero quedesaparecía entre los árboles delbosque. Cuando nos internamos en él,vimos que los enanos ya habían subidola cuesta.

Comodín daba saltos como unacabra delante de mí en el sendero.

Recuerdo haber pensado que era unapena, en este caso, que la cabra tuvieracascabeles, porque su tintineo facilitaríamucho al resto del rebaño nuestralocalización.

—El hijo del panadero debe buscarel camino hacia el mar —dijo mientrascorríamos.

Expliqué que había descendidosobre una gran meseta donde había vistolas abejas gigantes y los molucos, antesde encontrarme con Dos y Tres deTréboles, que estaban trabajando en elcampo.

—Entonces es por aquí —dijoComodín señalando un sendero a la

izquierda.Al cabo de un rato, salimos del

bosque y nos encontramos sobre unapequeña roca contemplando la mesetadonde me había topado con los primerosenanos.

Justo cuando Comodín se disponía abajar la roca, tropezó y se cayó encimade las afiladas piedras. Los cascabelesde su traje hicieron tanto ruido que temíque se hubiera lastimado. Pero, una vezabajo, se levantó enseguida, hizo ungesto con el brazo y se rió con vozronca. El pequeño bufón no se habíahecho absolutamente nada.

Yo tuve un poco más de cuidado. Ya

abajo, noté de nuevo cómo la tierratemblaba bajo mis pies.

Cruzando la meseta, tuve laimpresión de que ésta era más pequeñaahora que la última vez que había estadoallí. Pronto descubrimos también lasabejas gigantes. Seguían siendo másgrandes que las abejas alemanas, perono me parecieron tan enormes como enla ocasión anterior.

—Creo que éste es el camino —dijeseñalando hacia una alta montaña.

—¿Hay que escalarla? —preguntóComodín desanimado.

Negué con la cabeza.—Salí por una pequeña oquedad en

una gruta de la montaña.—Entonces habrá que encontrar esa

oquedad, marinero.Señaló la meseta. Todos los enanos

nos estaban persiguiendo. Primerovenían ocho o diez montados enmolucos. Corrían tanto que loshexápodos levantaban el polvo delsuelo.

De nuevo, oí un extraño ruido, comounos truenos lejanos, y no era el sonidodel galope de los molucos. Al mismotiempo, me pareció como si los enanostuvieran menos camino por cruzar delque habíamos tenido Comodín y yo.Cuando sólo nos separaban algunos

metros de los molucos, descubrí lapequeña oquedad en la montaña.

—¡Aquí es! —dije.Primero pasé yo, con dificultad

porque era muy estrecha. Cuando estabadentro de la gruta, Comodín intentóseguirme pero, aunque era mucho máspequeño que yo, tuve que tirarle de losbrazos para meterlo dentro. Yo estabasudando, pero los brazos de Comodínestaban tan fríos como la montaña.

Oímos llegar a los primerosmolucos, que se detuvieron delante de lagruta, y vimos un rostro asomarse por elagujero. Era Rey de Picas. Apenas tuvotiempo de echar un vistazo hacia el

interior, antes de que la montaña secerrara del todo. Vimos cómo retiró elbrazo en el último momento.

—Creo que esta isla está a punto deencogerse —dije.

—O de destruirse desde dentro —replicó Comodín—. Habrá quemarcharse de aquí antes de quedesaparezca del todo.

Cruzamos corriendo la gruta, y notardamos mucho en salir de ella. Nosencontramos en ese profundo valle queno tenía salida. Aún se veían por allíranas y lagartos, pero ya no eran tangrandes como conejos.

Corrimos por el valle. Era como si

saltáramos cien metros por cada pasoque dábamos, por lo que no tardamoscasi nada en llegar hasta los rosalesamarillos y las mariposas cantarinas.Había tantas mariposas como la primeravez pero, excepto alguna que otra, eracomo si hubiesen disminuido de tamaño.Tampoco pude comprobar si estabancantando, pero eso quizá se debía altintineo de los cascabeles de Comodíncuando corría.

Al cabo de poco tiempo, nosencontramos en ese pico de la montañadesde el que había contemplado lasalida del sol el día siguiente alnaufragio. Teníamos la sensación de

estar volando por encima del paisajecon sólo levantar los pies del suelo.Abajo, vimos la laguna en la que yohabía nadado entre montones depececillos de todos los colores del arcoiris. Me pareció mucho más pequeña delo que recordaba. Y entonces sí pudimosver el mar. Muy a lo lejos, vimos unaespuma blanca que inundaba la isla.

Comodín comenzó a dar brincoscomo un niño.

—¿Eso es el mar? —preguntóasombrado—. ¿Se ve el mar, marinero?

No me dio tiempo a contestarleporque, de nuevo, oímos los truenos y elruido de la tierra bajo nuestros pies.

Crujía como si alguien estuvieramasticando piedra.

—Es la montaña, que se come a símisma —dijo Comodín.

Bajamos corriendo por la ladera yllegamos a la laguna donde yo me habíabañado. Ahora no era mayor que unapiscina. Pero los pececillos seguían allí,nadando aún más apiñados que antes.Fue como si el arco iris entero sehubiese caído del cielo y estuvierahirviendo en el pequeño charco.

Mientras Comodín estudiaba elpanorama, abrí el saco que llevaba en laespalda. Saqué cuidadosamente lapecera y la llené de pececillos de

colores. Cuando me disponía alevantarla del suelo, se volcó. Apenas lahabía tocado, fue como si una fuerzainterior la hubiera empujado. Me dicuenta de que se había roto un trozo.Pero Comodín se volvió hacia mí y dijo:

—Hay que darse prisa, marinero.Me ayudó a llenar la pecera de

nuevo. Yo me quité la camisa paraenvolverla, me eché el saco al hombro yme coloqué la pecera con todos lospececillos apretada contra el cuerpo.

De repente, oímos un sonido tanagudo y tan terrorífico que parecía quela isla estuviera a punto de reventar.Corrimos entre altas palmeras y pronto

llegamos a la laguna que había sido misalvación dos días antes. Lo primeroque vi fue el bote salvavidas. Estabaretirado del agua, entre dos palmeras,exactamente como lo había dejado. Aldarme la vuelta, vi que la isla no eramás que una isleta en el gran mar. Sólohabía en la laguna una cosa distinta aldía en que yo llegué. El gran mar estabaigual de tranquilo, pero hacía espuma enla orilla. Comprendí que la isla estaba apunto de hundirse.

De repente, descubrí algo amarillo yflameante bajo una gran palmera. Notardé mucho en ver que era As deCorazones. Dejé el saco y la pecera en

el bote y me acerqué a ella, mientrasComodín empezó a bailar alrededor dela barca como un niño.

—As de Corazones —susurré.Se volvió hacia mí y me miró con

unos ojos tan llenos de cariño yañoranza que temí que se me echara alcuello.

—Por fin he encontrado el caminopara salir del laberinto —dijo—. Ahorasé que pertenezco a la otra orilla… ¿Nooyes cómo las olas golpean la orilla quese encuentra a años y millas de aquí?

—No sé a qué te refieres —dije.—Hay un niño que piensa en mí —

dijo—. No lo veo por aquí…, pero él

quizá me encuentre. Me he alejadodemasiado de él, ¿sabes? He cruzadomares y almas, altas montañas ypensamientos difíciles. Pero hay alguienque ha vuelto a barajar las cartas…

—Allí vienen —gritó Comodín derepente.

Me volví y vi que todos los enanosvenían corriendo hacia nosotros pordonde estaban las palmeras. Primerollegaron cuatro jinetes montando otrostantos molucos, esta vez los jinetes eranlos reyes.

—¡Capturadlos! —gritó Rey dePicas—. ¡Volved a meterlos dentro delsolitario!

Sonó un tremendo estallido dentrode la isla, y de pronto ocurrió algo queme hizo caer hacia atrás de espanto.Como por arte de magia, desaparecieronlos molucos y los enanos. Me volvíhacia As de Corazones, pero también sehabía esfumado. Fui corriendo hasta lapalmera en la que había estado apoyaday, exactamente en ese lugar, encontré unnaipe en el suelo boca abajo. Al darle lavuelta, vi que era el as de corazones.

Se me saltaron las lágrimas, a la vezque me subía por la garganta una extrañacólera. Me acerqué corriendo hacia elhueco entre las palmeras por el quehabían entrado los molucos y los enanos.

Justo cuando estaba llegando, un fuerteremolino hizo levantar del suelo unmontón de naipes. El as de corazones yalo tenía en la mano, así que recogí elresto de las cartas, hasta completar las52. Todas estaban tan gastadas y rotasque apenas se podían distinguir lasimágenes. Me metí las 52 cartas en elbolsillo.

Al mirar de nuevo al suelo, descubrícuatro escarabajos blancos, todos teníanseis patas. Intenté cogerlos, pero semetieron debajo de una piedra ydesaparecieron.

Volví a oír un tremendo estallido enel centro de la isla, a la vez que grandes

olas me subían por las piernas. Vi queComodín ya estaba en el bote, y que sealejaba de la isla remando. Me fui trasél, y cuando por fin lo alcancé y pudemeterme dentro, el agua me llegabahasta la cintura.

—De modo que el hijo del panaderoal final se escapa —dijo Comodín—. Enrealidad, uno había pensado huir de aquísolo.

Me dio un remo y, mientrasremábamos al máximo de nuestrasfuerzas, vimos hundirse la isla en el mar.El agua hervía y se arremolinaba entorno a las palmeras. Cuandodesapareció la última palmera entre las

olas, un pajarillo echó a volar desde sucopa.

Tuvimos que luchar a muerte para noser arrastrados por la resaca de la isla,que desapareció en lo profundo del mar.Cuando por fin pudimos dejar de remar,mis manos estaban sangrando. Comodíntambién había remado como un hombre,pero sus manos estaban tan limpias y tanblancas como cuando el día anterior melas tendió delante de la cabaña deFrode.

Poco después, el sol se puso sobreel mar. Nos quedamos a la deriva todala noche y todo el día siguiente. Variasveces intenté iniciar una especie de

conversación con mi acompañante, perono pude sacarle casi nada. Siempreestaba callado, con una sonrisa irónicaen la boca.

Al día siguiente, por la noche, nosrecogió una goleta de Arendal. Lescontamos que íbamos a bordo delMaría, que había naufragado unos díasantes y que seguramente éramos losúnicos supervivientes.

La goleta se dirigía a Marsella.Durante toda la travesía hacia Europa,Comodín seguía tan callado como habíaestado en el bote salvavidas. Losmarineros pensarían que era un extrañopersonaje, pero nadie dijo nada.

Cuando nos bajamos en el puerto deMarsella, el pequeño bufón se metióentre unos edificios del muelle ydesapareció sin despedirse.

Más tarde aquel mismo año, lleguéaquí a Dorf. Lo que me había sucedidoera tan extraño que me pareció quenecesitaría el resto de mi vida parapensar en ello. Para eso, Dorf era elsitio ideal. Llegué aquí de puracasualidad hace 52 años.

Al saber que no había ningúnpanadero en el pueblo, abrí una pequeñapanadería. Había sido aprendiz depanadero en Lübeck antes de sermarinero. Desde entonces, este lugar ha

sido mi hogar.Nunca conté a nadie lo sucedido. De

todos modos, nadie me hubiera creído.Tengo que admitir que yo mismo he

dudado, alguna que otra vez, de lahistoria sobre la isla mágica. Pero,cuando desembarqué en Marsella,llevaba un saco blanco al hombro, ydurante todos estos años, he guardadocelosamente tanto el saco como todo loque había en él.

DOS DECORAZONES

… estará en una granplaya mirando al mar…

Levanté un momento la vista dellibro del panecillo. Eran más de las tresy media. Descubrí que mi helado sehabía derretido.

Por primera vez se me ocurrió unaterrible idea: Frode había dicho que losenanos de la isla mágica no se hacíanviejos como los seres humanos. Si eso

era cierto, entonces Comodín seguiría enalgún lugar del mundo.

Me acordé de lo que había dicho miviejo sobre los efectos devastadores deltiempo cuando estuvimos en la plaza deAtenas. Pero el tiempo no había tenidoningún poder sobre los enanos de la islaporque, aunque habían estado viviendoen la tierra, no eran de carne y huesocomo nosotros. En varios puntos dellibro del panecillo se insinuaba que losenanos eran invulnerables. Ninguno deellos se cortó cuando Comodín empezóa romper botellas y vasos en su fiesta.Comodín tampoco se hizo nada cuandose cayó por la roca, y sus manos no se

resintieron cuando tuvo que remar contodas sus fuerzas para alejarse de la islaque se hundía. Pero aún había algo más:Hans el Panadero había dicho que losenanos tenían las manos frías…

Sentí un escalofrío en la espalda.¡El enano!, pensé. ¡Él también tenía

las manos frías!¿Sería posible que ese extraño

personaje que conocimos en lagasolinera fuera el mismo enano quehace más de ciento cincuenta años habíadesaparecido en el muelle de Marsella?¿Fue el propio Comodín el que meregaló la lupa y me indicó el camino allibro del panecillo que estaba leyendo?

¿Fue Comodín el que apareció en laferia de Como, en el puente de Venecia,en el barco camino a Patras y en la granplaza Sintagma de Atenas?

El solo hecho de pensarlo era taninquietante que el helado derretidodelante de mí me daba náuseas.

Miré a mi alrededor. No me hubierasorprendido demasiado que el enanoapareciera de repente también allí, en ElPireo. Pero en ese momento llegó miviejo bajando a toda prisa por la callede enfrente del restaurante.

Por su cara me di cuenta de que nohabía perdido la esperanza de encontrara mamá.

Por alguna extraña razón me acordéde que As de Corazones había mirado almar diciendo algo de una orilla queestaba a años y millas de distancia.

—Me he enterado de dónde va aestar esta tarde —dijo mi viejo.

Asentí muy serio. De alguna manera,nos encontrábamos al final del camino.

—Estará en una gran playa mirandoal mar —dije.

Mi viejo se había sentado delante demí.

—Sí, puede ser. ¿Pero cómo losabes?

Me limité a encogerme de hombros.Mi viejo contó que a mamá le

estaban haciendo fotografías en un cabodel mar Egeo. Cabo Sunion se llamaba.Estaba en la punta más al sur de Grecia,a setenta kilómetros de Atenas.

—En la punta de ese cabo están lasruinas del templo de Poseidón —prosiguió—. Poseidón era el dios griegodel mar. Iban a hacer fotos a Anitadelante del templo.

—Joven de país lejano se encuentracon hermosa mujer cerca del viejotemplo —dije.

—¿De qué estás hablando, HansThomas?

—Del oráculo de Delfos —repliqué—. ¡Tú mismo hiciste de Pitia!

—Ah sí, claro. Pero yo pensaba quese refería a la Acrópolis.

—¡Tú sí, pero Apolo no, joder!No me resultó fácil interpretar su

risa.—Pitia estaría tan aturdida que no se

acuerda de lo que dijo —admitió porfin.

Mucho de lo que me sucedió enaquel largo viaje ha sido difícil derecordar, pero jamás olvidaré el viaje aCabo Sunion.

Después de pasar todos los pueblosturísticos del sur de Atenas, elMediterráneo, de un azul helado, quedóa nuestra derecha.

Aunque ninguno de los dospodíamos dejar de pensar en el posiblereencuentro con mamá, mi viejo intentócambiar de tema.

Creo que lo hizo para que no mehiciera demasiadas ilusiones. Inclusollegó a preguntarme si me estabangustando las vacaciones.

—Hubiera preferido llevarte alCabo de Hornos o al Cabo de BuenaEsperanza —dijo—. Pero por lo menosverás Cabo Sunion.

El viaje tenía la duración exactapara que mi viejo necesitara undescanso para fumar. Salimos a un áridopaisaje lunar con el mar embravecido

que golpeaba una roca escarpada sobrela que estaban tumbadas dos ninfascomo focas perezosas sobre las cálidaspiedras.

El agua estaba tan azul ytransparente que se me saltaron laslágrimas al contemplarla. Yo dije que sepodía ver el fondo a veinte metros deprofundidad, pero mi viejo dijo que sólohabía unos ocho o diez.

Y apenas dijimos nada más. Creoque fue el descanso para fumar mássilencioso de todo el viaje.

Mucho antes de llegar, divisamos elgran templo de Poseidón sobre un altocabo, delante de nosotros a la derecha.

—¿Tú qué crees? —preguntó miviejo.

—¿Si ella está allí, quieres decir?—En general —contestó.—Sé que estará allí. Y que vendrá

con nosotros a Noruega.Soltó una carcajada.—No es tan fácil, Hans Thomas.

Tienes que comprender que alguien queabandona a su familia y desaparecedurante ocho años, no se deja arrastrar acasa sin oponer alguna resistencia.

—No tiene elección.Creo que ninguno de los dos dijimos

nada más, hasta que un cuarto de horadespués aparcamos el coche cerca del

gran templo.Nos abrimos camino entre un par de

autocares extranjeros y unos cuarenta ocincuenta italianos. Tuvimos que pasarpor turistas y pagar unos cuantosdracmas para entrar a ver las ruinas deltemplo. Mi viejo se quitó un ridículosombrero que había comprado enDelfos, y sacó un peine.

TRES DECORAZONES

… una señora muyemperifollada,

con un sombrero de alaancha…

A partir de entonces, todo ocurriótan rápidamente que siempre he tenidoproblemas para ordenar losacontecimientos.

En un extremo de la explanada, miviejo descubrió a dos fotógrafos y a un

grupo de personas que aparentemente noeran turistas corrientes. Al acercarnosun poco más, vimos a una señora muyemperifollada, con un sombrero de alaancha, gafas de sol y un largo vestidoamarillo. Resultaba evidente que ellaera el centro de atención.

—Ahí está —dijo mi viejo.Se quedó inmóvil como una estatua,

pero yo me fui derecho hacia ella yentonces mi viejo me siguió.

—Más vale que os toméis undescanso —dije tan alto que los dosfotógrafos griegos se volvieronbruscamente, aunque no entendían lo queestaba diciendo.

Recuerdo que estaba algo cabreadoen ese momento. Me parecía exageradoque tanta gente estuviera sacando fotos amamá desde todos los ángulos posibles,cuando nosotros no le habíamos visto elpelo en más de ocho años.

Entonces fue mamá la que se quedóinmóvil como una estatua. Se quitó lasgafas de sol y me miró a una distanciade diez o veinte metros. A continuaciónmiró a mi viejo y luego de nuevo a mí.

Estaba tan sorprendida que tuvetiempo de pensar un montón de cosasantes de que sucediera algo más.

Primero pensé que no la conocía. Ysin embargo supe que era mi madre,

porque eso es algo de lo que un hijo seda cuenta inmediatamente. También mepareció increíblemente bonita.

El resto ocurrió a cámara lenta.Aunque fue a mi viejo al que reconocióprimero, fue a mí a quien se acercócorriendo. Por un momento, mi viejo medio mucha pena, porque parecía quemamá sólo tenía ojos para mí.

Cuando llegó a mi lado, lanzó lejosel elegante sombrero, e intentó cogermeen brazos, pero no pudo, porque no sóloen Grecia ocurren cosas en el transcursode ocho años. Optó por abrazarme yapretarme contra ella.

Recuerdo que reconocí su olor y que

me sentí más feliz de lo que me habíasentido en muchos años. No era la clasede felicidad que sientes cuando comes obebes algo rico, porque esa felicidad nose encontraba solamente en la boca, sinoque vibraba por todo el cuerpo.

—Hans Thomas… —susurró variasveces, pero no le salían las palabras, yse echó a llorar.

Cuando volvió a levantar la vista, seacercó mi viejo. Dio un par de pasoshacia nosotros y dijo:

—Hemos atravesado toda Europapara encontrarte.

Esas palabras fueron suficientes,porque mamá se le echó al cuello y

siguió llorando junto a él.No sólo los fotógrafos fueron

testigos de ese espectáculomelodramático. Varios turistas sequedaron mirándonos sin sospechar quehabían sido necesarios más dedoscientos años para preparar esereencuentro.

Cuando mamá había llorado losuficiente, volvió a su papel de modernamodelo. Se dirigió a los fotógrafos y lesdijo algo en griego. Ellos se encogieronde hombros y contestaron algo queaparentemente cabreó muchísimo amamá, porque empezaron a discutir. Alfinal, los estúpidos fotógrafos

comprendieron que no tenían otraalternativa que largarse, así querecogieron sus cosas y se marcharon.Uno de ellos, incluso cogió el sombreroque mamá había tirado al correr haciamí. Al salir de la explanada, señalaronel reloj, gritándonos de mala manera engriego.

Estábamos abandonados a nuestrasuerte, y nos sentíamos tan cortados lostres que no sabíamos qué hacer ni quédecir. Es relativamente fácil volver aencontrarse con una persona a la que nohas visto en varios años, pero, pasadoese primer momento, todo se vuelve máscomplicado.

El sol estaba ya muy bajo. Lascolumnas de una de las paredesdibujaban largas sombras sobre laexplanada. Me asombré muchísimo aldescubrir un corazón rojo en la parte deabajo del vestido de mamá.

No sé cuantas vueltas dimosalrededor del templo. Al finalcomprendí que mamá y yo no éramos losúnicos que necesitábamos volver aconocernos. Tampoco era fácil para unviejo marinero de Arendal encontrar laforma adecuada de dirigirse a unaexperimentada modelo, que hablabaperfectamente griego y que había vividodurante muchos años en Grecia. Y no

creo que a ella le resultara más fácil.Pero mamá hablaba del templo del diosdel mar y mi viejo habló del mar. Unavez hace muchos años había pasado porCabo Sunion en barco camino aEstambul.

Cuando el sol desapareció por elhorizonte y la silueta del viejo templo sehacía cada vez más nítida, nos dirigimoshacia la salida. Al final me mantuve unpoco alejado, porque los que tenían quedecidir si ése sólo sería un brevereencuentro o el final de una largaseparación, eran esos dos adultos que sehabían perdido.

Lo que estaba claro era que, de

momento, mamá tenía que volver connosotros a Atenas, porque sus fotógrafosno la estaban esperando en elaparcamiento. Mi viejo abrió la puertadel Fiat como si se tratara de un RollsRoyce y mi madre fuera la mujer de unpresidente o algo por el estilo.

Antes de que mi viejo arrancara elcoche, no parábamos de hablar los tres ala vez. Nos dirigíamos a Atenas. Alpasar el primer pueblo, me dijeron quetenía que hacer de moderador.

Ya en Atenas, aparcamos el coche enel garaje del hotel y salimos a la aceradelante de la entrada. De pronto, los tresnos callamos.

La verdad es que no habíamosdejado de hablar desde que salimos deltemplo de Poseidón, pero nadie habíadicho ni una sola palabra del temafundamental.

Fui yo quien rompió por fin esesilencio tan embarazoso.

—Y, ahora, ha llegado el momentode hacer planes para el futuro —dije.

Mamá me rodeó con su brazo, y elhipócrita de mi viejo soltó algo asícomo que cada cosa a su debido tiempo.

Tras algunas vacilaciones, los tressubimos al bar de la azotea, con el fin decelebrar el reencuentro con algorefrescante. Mi viejo llamó al camarero

y pidió un refresco para padre e hijo y elchampán más caro de la casa paramadame.

El camarero se rascó la cabeza ysuspiró con resignación.

—Primero los dos caballeros hacenuna fiesta por su cuenta —dijo—. Luegose arrepienten. Y esta noche es la nochede las damas, ¿no?

Como no le contestamos, anotó elpedido y volvió al bar. Mamá, que nosabía de qué iba, miró sorprendida a miviejo. Y aún se sorprendió más cuandomi viejo me echó una severa mirada deComodín.

Después de hablar de todo y de nada

durante una hora, sin que nadie seatreviera a tocar el tema que a todos nosobsesionaba, mamá sugirió queabandonara la fiesta y bajara a lahabitación a acostarme. Ésa fue suaportación a la educación de su hijo,después de haberle dejado solo duranteocho años.

Mi viejo me lanzó una mirada decomplicidad, como queriendo decirme«haz lo que te manda», y entonces me dicuenta de que seguramente era por mípor lo que no hablaban con claridad.Entendí que los mayores necesitabanhablar a solas. Al fin y al cabo, elloseran los que habían provocado esa

caótica situación; yo sólo era algo quehabía complicado el asunto.

Abracé cariñosamente a mamá y ellame susurró al oído que al día siguienteme llevaría a la mejor chocolatería de laciudad. Ya empezábamos a tenerpequeños secretos entre nosotros…

En cuanto llegué a la habitación medesnudé y me metí en la cama a leer ellibro del panecillo, mientras esperaba ami viejo. Ya no quedaban muchaspáginas del minúsculo libro.

CUATRO DECORAZONES

… tampoco sabemosquién reparte las cartas…

Hans el Panadero se quedó un ratocon la mirada perdida. Sus ojos, de unazul profundo, habían tenido un brilloespecial mientras hablaba de la islamágica, ahora fue como si la chispa sehubiese apagado.

La pequeña sala estaba ya casi aoscuras, era de noche. Sólo había un

débil resplandor que procedía de lachimenea, donde no quedaban más quelos restos de lo que antes había sido unmagnífico fuego. Hans se levantó ycomenzó a mover las brasas con unatizador. En pocos instantes, el fuego sevolvió a avivar e iluminó las peceras ytodos los extraños objetos de la sala.

Durante toda la noche, yo habíaabsorbido cada palabra pronunciada porel viejo panadero. Desde que comenzósu relato sobre los naipes del solitariode Frode, estaba tan abstraído queapenas había respirado. Varias veces mehabía sorprendido a mí mismo con laboca abierta. No me había atrevido a

interrumpirle, y aunque sólo habló deFrode y de la isla mágica esa vez, estoyseguro de que recuerdo todo lo que dijo.

—Así Frode, a pesar de todo,regresó en cierto modo a Europa —terminó diciendo.

No estaba seguro de si me lo decía amí o si se lo estaba diciendo a sí mismo.Al menos no entendí muy bien lo quequiso decir.

—¿Te refieres a las cartas? —pregunté.

—Sí, a las cartas también.—Porque eran las que estaban arriba

en el desván, ¿verdad?El viejo asintió con la cabeza, y se

fue al dormitorio. Al volver, traía lacajita de los naipes en la mano.

—Éstas son las cartas del solitariode Frode, Albert.

Colocó la caja delante de mí. Notécómo el pulso me latía más deprisacuando, con mucho cuidado, saqué labaraja de la caja y la puse sobre lamesa. La primera carta era Cuatro deCorazones. Repasé el resto de las cartasmirándolas una por una. Estaban tandescoloridas que no siempre sereconocía la figura. Pero algunas seveían muy bien. Encontré a Jota deDiamantes, Rey de Picas, Dos deTréboles y As de Corazones.

—¿Eran estas cartas las que…vivían en la isla? —logré preguntar porfin.

El viejo asintió de nuevo.Me pareció que cada carta que tenía

en la mano era como un ser humanovivo. Levantando a Rey de Corazonesante el fuego de la chimenea, me acordéde lo que había dicho en la isla extrañay pensé que una vez estuvo vivo bajo elcielo. Durante un tiempo, vivió entreflores y árboles en un gran jardín.Retuve durante un rato la carta de As deCorazones en la mano. Recordé que ellahabía dicho algo sobre que nopertenecía a este solitario.

—Sólo falta Comodín —dije,cuando comprobé que no había más que52 naipes en la baraja.

—Así es —replicó Hans—. Él vinoconmigo al gran solitario, ¿comprendes,hijo? También nosotros somos enanosvivos bajo el cielo. Y nosotros tampocosabemos quién reparte las cartas.

—¿Crees que él… sigue en el mundotodavía?

—Sí, de eso puedes estar seguro,hijo mío. No hay nada que pueda hacerdaño a Comodín.

Hans se puso de espaldas a lachimenea y su enorme sombra mecubrió. Por un momento, tuve un poco de

miedo. No tenía más que doce años.Quizá mi padre estaba enfurecidoporque me había quedado hasta muytarde con Hans, y aún no había llegado acasa. Bueno, él casi nunca me esperaba.Lo más probable era que estuviesedurmiendo por algún sitio, hasta que sele pasara la borrachera. En cierto modo,Hans el Panadero era la única personaen quien yo podía confiar en este mundo.

—Pero entonces tiene que ser muyviejo —objeté.

Hans negó enérgicamente con lacabeza.

—¿Pero no te acuerdas? —dijo—.Comodín no envejece como nosotros.

—¿Lo has visto alguna vez desdeque regresasteis a Europa?

Esta vez Hans asintió casiimperceptiblemente.

—Una sola vez… no hace más demedio año. Me pareció ver al pequeñocuerpo aparecer en la calle delante de lapanadería durante un instante. Pero,cuando salí, fue como si se lo hubieratragado la tierra. Fue cuando tú entrasteen esta historia, Albert. Aquella tarde enque tuve el gusto de pegar a unos chicosque te hacían la vida imposible. Y eso…eso ocurrió exactamente 52 añosdespués de que la isla de Frode sehundiera en el mar. Lo he contado y

calculado una y otra vez… y estoybastante seguro de que fue en el día deComodín…

Lo miré asombrado.—Entonces, ¿el viejo calendario aún

es válido? —pregunté.—Eso parece, hijo. Ese día

comprendí que tú eras aquel chicoabandonado cuya madre había muerto. Ypor eso pude darte la bebida púrpura yenseñarte los hermosos pececillos…

Yo estaba mudo de asombro. Porprimera vez, entendí que lo que habíandicho los enanos en el pueblo tambiéntrataba de mí.

—¿Cómo… cómo sigue el cuento?

—pregunté.—Como sabes, no me enteré de todo

lo que se dijo en la isla. Pero todo loque los seres humanos oímos, loconservamos en la conciencia aunque nonos acordemos de ello. Y luego, puedeaflorar de nuevo. Y ahora, al hablar denuevo de la isla mágica, y recordar loque Cuatro de Diamantes dijo sobreenseñar al chico la bebida púrpura y loshermosos pececillos, me estoyacordando de lo que dijo Cuatro deCorazones.

—¿Y qué fue lo que dijo?—«El chico se vuelve un viejo de

pelo blanco, pero antes de morir llega

un soldado infeliz del país del norte» —dijo Hans.

Me quedé mirando el fuego de lachimenea, lleno de veneración por lavida —una sensación que no he vuelto aperder desde entonces—. Mi vida habíasido encuadrada en una sola frase.Comprendí que Hans moriría pronto, yque yo sería el próximo panadero deDorf. También entendí que yo era el que,a partir de entonces, guardaría el secretode la bebida púrpura y de la isla mágica.Pasaría mi vida en esa cabaña en la queestaba sentado en ese momento. Ahícuidaría de los pececillos de la islamágica. Y un día… un día llegaría un

soldado infeliz del país del norte. Supeque para eso faltaba muchísimo tiempo,que pasarían 52 años antes de que elpróximo panadero llegara a Dorf.

—Y los peces de colores constituyenuna larga cadena de generaciones que seremonta a los que me traje de la isla —dijo Hans—. Algunos sólo viven unosmeses, pero la mayoría vive años yaños. Me pongo muy triste cada vez quealguno de ellos deja de moverse en lapecera, porque ninguno es idéntico aotro. Y ése es el secreto de lospececillos, Albert: que incluso unpececillo es un individuo insustituible.Por eso los entierro bajo un árbol arriba

en el bosque. Y, sobre las sigilosastumbas, pongo una piedrecita blanca,porque opino que cada uno de lospececillos se merece un pequeñomonumento hecho de un material másduradero que ellos mismos.

Hans el Panadero murió sólo un parde años después de revelarme el secretode la isla mágica. Mi padre habíamuerto el año anterior. Hans llegó aadoptarme, así que todos sus bienesfueron para mí. Lo último que dijo fue:

—«El soldado no sabe que lamuchacha rapada da a luz un hermosoniño».

Comprendí que ésta era una de las

frases no captadas del juego deComodín, que, de repente, pasóvelozmente por su conciencia en elmomento de su muerte.

Estaba mirando al techo cuando miviejo llamó a la puerta, alrededor de lamedianoche.

—¿Vuelve con nosotros a Arendal?—dije casi antes de darle tiempo aentrar.

—Ya veremos.Vi que una sonrisa misteriosa

iluminó su cara.—Pero mañana mamá y yo iremos a

una chocolatería.Mi viejo asintió con la cabeza.

—Estará en la recepción a las once.La señora ha decidido cancelar todassus citas.

Tanto mi viejo como yo nosquedamos mirando al techo un buen ratoantes de dormirnos. Lo último que medijo mi viejo —o quizá se lo dijera a símismo— fue:

—No es posible girar un barco enmarcha en un abrir y cerrar de ojos.

—Puede que no —repliqué—. Peroel destino está de nuestra parte.

CINCO DECORAZONES

… tuve que hacer detripas corazón

para no rendir me antesde tiempo…

A la mañana siguiente, cuando medesperté, me incorporé en la camaintentando recordar exactamente lo queHans el Panadero había dicho sobre lamuchacha rapada al morir. Pero mi viejoempezó a moverse, y amaneció un nuevo

día.Después del desayuno, nos

encontramos con mamá en la recepción,y ahora le tocó a mi viejo meterse en lahabitación a esperar, porque mamáinsistió en llevarme a mí solo a lachocolatería. Quedamos con él en queacudiría dos horas más tarde.

Cuando nos marchamos, le guiñé unojo para decirle que ésta era larecompensa por lo del día anterior.Intenté hacerle entender que haría loposible para convencer a la señora.

Cuando habíamos pedido lo quequeríamos en la gran chocolatería, mamáme miró fijamente y dijo:

—Supongo que no puedes entenderpor qué os dejé, Hans Thomas.

Yo no me dejé derrotar por esecomienzo, sólo me limité a preguntar:

—¿Quieres decir que tú misma no loentiendes?

—Quizá no del todo…Pero esa respuesta no me valía.—Supongo que una no puede

entender por qué hace la maleta yabandona al hijo y al marido, sin dejarmás huella que unas pegajosas fotos enuna revista griega de modas.

Nos trajeron el café, el refresco yuna suculenta fuente de pasteles, pero nome dejé sobornar por todo eso.

—Si vas a decirme que entiendespor qué no has enviado ni una solapostal a tu propio hijo durante ochoaños, entonces también entenderás queyo me levante, te dé las gracias por todoy te deje aquí sola con tu café.

Se quitó las gafas de sol y serestregó los ojos, aunque yo no vi nirastro de lágrimas, pero a lo mejorestaba intentando provocarlas porcuestión de apariencias.

—No es tan sencillo, Hans Thomas—dijo, y su voz estaba a punto dequebrarse.

—Un año tiene 365 días. Ocho añossuman 2920 días, sin contar el 29 de

febrero. Pero ni siquiera en los dos añosbisiestos recibí algo de mi madre. Segúnmis cálculos, es así de sencillo. Y soybastante bueno en matemáticas.

Creo que eso de los años bisiestosfue el golpe de gracia. La forma demencionar mi cumpleaños, hizo quecogiera mis manos entre las suyas, conlas lágrimas cayendo por sus mejillasincluso cuando no se restregaba losojos.

—¿Vas a poder perdonarme, HansThomas?

—Depende —contesté—. ¿Haspensado en cuántos solitarios puedehacer un chico en ocho años? No estoy

del todo seguro, pero sé que sonmuchísimos. Al final, las cartas seconvierten en una especie de sustituto deuna familia de verdad. Pero cuandopiensas en tu mamá cada vez que ves unas de corazones, hay algo que nofunciona.

Dije lo de as de corazones para versi reaccionaba. Pero sólo me miró concara de asombro.

—¿As de corazones?—As de corazones, sí. ¿No había un

corazón rojo en el vestido que llevabasayer? La cuestión es por quién late esecorazón.

—¡Pero Hans Thomas…!

Ahora estaba realmente confusa.Puede que pensara que su hijo habíaenfermado mentalmente, porque ella lehabía abandonado durante tanto tiempo.

—Lo que pasa es que mi viejo y yohemos tenido serios problemas para quenos saliera el solitario familiar, porqueAs de Corazones se había perdido en undesesperado intento de encontrarse a símisma.

La señora no cabía en sí deasombro.

—En casa, en Hisoy, hay un cajónlleno de comodines. Pero no nos sirvede nada si tenemos que andar porEuropa en busca de As de Corazones.

Lo de los comodines hizo queesbozara una pequeña sonrisa.

—¿Sigue coleccionando comodines?—Él mismo es un comodín. Yo creo

que no lo conoces bien. Es un tío muyespecial, ¿sabes? Pero últimamente yaha tenido bastante con sacar a As deCorazones del cuento de la moda.

Se inclinó por encima de la mesa eintentó acariciarme la mejilla. Pero yome aparté. Tuve que hacer de tripascorazón para no rendirme antes detiempo.

—Creo que entiendo lo que dicessobre As de Corazones.

—Eso está bien. Pero no vuelvas a

decir que entiendes por qué nosabandonaste. La explicación de esemisterio está encerrada en algo queocurrió con una extraña baraja hace unpar de siglos.

—¿Qué quieres decir?—Quiero decir que estaba en las

cartas el que tu irías a Atenas aencontrarte a ti misma. Se trata de algotan poco frecuente como una maldiciónde familia. Y eso es algo que deja huellatanto en el arte de adivinar de la gitanacomo en los panecillos del panadero delos Alpes.

—Me estás tomando el pelo, HansThomas.

Negué con la cabeza. Primero echéun vistazo al local en el que nosencontrábamos, luego me incliné sobrela mesa y añadí:

—Lo cierto es que te has mezcladoen algo que sucedió en una isla muyespecial en el Atlántico, muchísimosaños antes de que la abuela seencontrara con el abuelo en Froland. Poreso no fue del todo una casualidad quetú te fueras justamente a Atenas paraencontrarte a ti misma. Fuiste atraídapor tu propia imagen reflejada en elespejo.

—¿Has dicho imagen en el espejo?Saqué un boli y escribí ANITA en

una servilleta.—Lee esta palabra al revés —dije,

pues supuse que ella sabía griego.—ATINA… Uf, me has asustado.

¿Sabes?, nunca se me había ocurrido.—Claro que no —respondí

condescendiente—. Al parecer, haybastantes cosas que no se te hanocurrido. Pero eso no es lo másimportante ahora.

—¿Entonces, qué es lo másimportante, Hans Thomas?

—Ahora lo más importante escomprobar lo rápida que eres haciendoel equipaje. En cierto modo, mi viejo yyo te hemos estado esperando durante

más de cien años, pero ya estamos apunto de perder la paciencia.

En ese momento, mi viejo entró en lachocolatería.

Mamá le miró, hizo un gesto dedesánimo y dijo:

—¿Qué has hecho con él? No hacemás que hablar en clave.

—Siempre ha tenido unaimaginación muy fecunda —dijo miviejo al sentarse en una silla libre—.Pero, por lo demás, es un buen chico.

Me pareció una buena contestación,porque él no estaba al corriente de latécnica de confusión que tenía planeadapara poder llevarnos a mamá de vuelta a

casa.—No he hecho más que empezar.

Por ejemplo, aún no he dicho nada sobreel misterioso enano que nos estáespiando desde que pasamos la fronterade Suiza.

Los dos intercambiaron una miradade complicidad, y mi viejo dijofinalmente:

—Creo que eso puede esperar, HansThomas.

Esa misma mañana, nos dimoscuenta de que éramos una familia que nopodía estar más tiempo separada. Debíde conseguir despertar el instintomaternal en mamá.

Ya en la chocolatería, pero sobretodo después, mamá y mi viejoempezaron a abrazarse como si fueranuna pareja de enamorados. Antes deacabar el día, hubo frecuentesbesuqueos. Comprendí que debíatolerarlo, teniendo en cuenta los ochoaños de separación, pero en variasocasiones me vi obligado a mirar a otrositio por mera cortesía.

En realidad, no importa cómofinalmente fuimos capaces de meter amamá en el Fiat y dirigirnos hacia elnorte.

Creo que mi viejo se extrañaba deque se hubiera dejado convencer tan

fácilmente, pero yo sabía, desde hacíamucho tiempo, que los ocho tristes añosse acabarían si encontrábamos a mamáen Atenas. No obstante, me llamó laatención la rapidez con que hizo elequipaje. Además, tuvo que romper uncontrato, y eso es lo peor que puedehacer uno al sur de los Alpes. Mi viejodijo que seguro que podía firmar unnuevo contrato en Noruega.

Tras un par de días muy agitados,nos metimos en el coche y nos fuimospor el camino más directo, a través deYugoslavia, hasta el norte de Italia. Yoseguía en el asiento de atrás como antes,con los dos adultos en los asientos de

delante. Por eso tuve problemas paraleer el libro del panecillo, porque mamáse volvía hacia atrás cada dos por tres, yno quise ni imaginar qué hubierapensado si hubiese visto el librito queme había regalado el panadero de Dorf.

Cuando llegamos al norte de Italia,ya era de noche, y me dieron unahabitación individual, por lo que pudeleer el libro del panecillo sininterrupciones. Seguí leyendo hasta queme dormí, encima del libro, ya demadrugada.

SEIS DECORAZONES

… tan verdad como el soly la luna…

Albert había estado hablandodurante toda la noche. En variasocasiones, mientras hablaba, me habíaimaginado cómo sería con doce años.

Se quedó mirando fijamente lo quehacía mucho rato fue un fuegochisporroteante. Yo no le habíainterrumpido mientras hablaba, de la

misma manera que él había estadocallado, 52 años antes, cuando Hans elPanadero le contó la historia de Frode yde la isla mágica. Por fin me levanté ycrucé la habitación hasta la ventana quedaba al pueblo.

Fuera, estaba amaneciendo. Laniebla matutina flotaba por encima delpequeño pueblo, y sobre el lagoWaldemar se habían posado densasnubes. Arriba, en lo alto, el sol acababade iniciar su descenso por la ladera.

Yo tenía la cabeza llena depreguntas, pero no dije nada porque nosabía por dónde empezar. Me volví asentar delante de la chimenea, al lado de

ese Albert que tan calurosamente mehabía acogido cuando caí agotadodelante de su cabaña. Aún salían débilesrestos de humo de las cenizas de lachimenea. Parecía como si, de pronto,algo de esa niebla matutina se hubierametido también dentro de la casa.

—Tú te quedarás aquí en el pueblo,Ludwig —dijo el panadero.

Por la forma en que lo dijo, podíaentenderse como una pregunta o comouna orden, o quizá como ambas cosas ala vez.

—Naturalmente —repliqué. Yo yahabía comprendido que sería el próximopanadero. Y que guardaría el secreto de

la isla mágica para generacionesvenideras—. Pero no estoy pensando eneso.

—¿En qué estás pensando, hijo?—En el juego de Comodín. Porque

si yo soy ese soldado infeliz del país delnorte…

—¿Sí?—Entonces tengo… tengo un hijo

allí arriba —y, de repente, ya no pudecontrolarme más. Escondí mi cara entrelas manos y me eché a llorar.

El anciano puso su mano sobre mihombro.

—Así es —dijo—. «El soldado nosabe que la muchacha rapada da a luz un

hermoso niño».Me dejó llorar. Cuando volví a

levantar la vista dijo:—Pero hay algo que no he entendido

nunca; quizá tú me lo puedas explicar.—¿Qué?—¿Por qué raparon a la pobre

muchacha?—Yo tampoco lo sabía. Ignoraba

que le hubieran hecho tanto daño. Perosí he oído que esas cosas pasaroncuando la liberación. Las chicas quehabían estado con los soldadosenemigos perdieron el pelo y el honor.Por eso… sólo por eso, no he vuelto aponerme en contacto con ella. Quizá se

olvide de todo, pensaba. Quizá lecausara aún más daño si intentara saberalgo de ella. Creía que nadie sabía nadade lo nuestro, y así era. Pero cuando seespera un niño… no se puede esconderla verdad.

—Comprendo —se limitó a decirAlbert.

Me levanté y di unas vueltas por lahabitación.

¿Sería verdad todo eso?, pensé. ¿Ysi Albert estaba realmente un pocochiflado, como se decía en el SchönerWaldemar?

De repente me di cuenta de que notenía ninguna prueba de que todo lo que

me había dicho Albert fuera verdad.Cada palabra de lo que había contadosobre Hans el Panadero y Frode podíanhaber sido palabras de un hombreenajenado. Yo no había visto ni labebida púrpura ni la antigua baraja.

Mi único punto de referencia eranlas escasas palabras sobre el soldadodel país del norte. Pero también podíahaberlas inventado. Y luego lo de lamuchacha rapada —mi único punto dereferencia de verdad—. Me acordé deque muy a menudo hablaba en sueños.Podría haber dicho algo sobre una chicarapada, porque estaba muy preocupadopor cómo le habría ido a Line. Supongo

que también tenía cierto miedo de que sehubiera quedado embarazada. Y Albertpodía haber ido sacando trozos sueltosde lo que yo había dicho en sueños, yhaberlos incorporado a su historia. Nohabía tardado mucho en preguntar sobrelo de la muchacha rapada…

De lo único que estaba totalmenteseguro, es de que Albert no me habíaestado tomando el pelo durante toda unanoche. Él, al menos, creía cada palabraque decía. Pero precisamente en esopodría consistir su enfermedad. Puedeque fuera verdad que Albert fuese unperturbado mental que vivía en supropio mundo, de uno u otro modo,

como decían en el pueblo.Desde que llegué a Dorf, él me había

llamado hijo. Quizá hubiera algo deverdad en toda esa fantástica historia.Albert había deseado tener un hijo,quería que un hombre joven se encargarade su negocio en el pueblo. Y luego, sindarse cuenta, podría haber inventadotoda esa historia tan confusa. Yo habíaoído hablar de casos parecidos, depersonas enfermas que, en algunosaspectos, podían llegar a ser genios.Entonces, el aspecto genial de Albertsería haber inventado ese cuento taningenioso.

De nuevo comencé a dar vueltas por

la sala. El sol seguía su descenso haciael pueblo.

—Estás muy intranquilo, hijo —dijoel viejo de repente.

Me senté a su lado y de prontorecordé cómo había empezado esanoche: Yo había estado en el SchönerWaldemar, donde Fritz André habíavuelto a hablar de los peces de Albert.Yo, personalmente, sólo había visto uno,y no me extrañaba que el viejo decorarasu solitaria vida con un pececillo. Alvolver a la cabaña, ya muy tarde, oí queAlbert andaba por el desván. Y cuandole dije que le había oído andar porarriba, nos sentamos, y así comenzó la

larga noche.—¿Y todos los peces de colores? —

dije—. Me has hablado de los que setrajo Hans el Panadero de la extrañaisla. ¿Están todavía aquí en Dorf? ¿Osólo tienes uno?

Albert se volvió hacia mí y me miróprofundamente a los ojos.

—Qué poca fe tienes, hijo mío.Al decirlo, su mirada se

ensombreció.Yo ya me estaba impacientando.

Quizá porque estaba pensando en Line lecontesté un poco más irritado de lo queera mi intención.

—¡Contéstame! ¿Qué pasó con los

peces de colores?—Ven aquí —dijo sin más.Se levantó y entró en el pequeño

cuarto que era su dormitorio. Yo leseguí. Bajó una escalera del techo,exactamente como había contado quehabía hecho Hans el Panadero.

—Vamos a subir al desván, Ludwig—dijo en voz baja.

Él subió delante. Si toda esa historiasobre Frode y la isla mágica esinventada, entonces Albert está enfermode verdad, pensé.

En cuanto me asomé al desván,comprendí que lo que Albert habíaestado contando durante toda la noche

era tan verdad como el sol y la luna.Había muchas, muchísimas peceras,dentro de las cuáles nadaban pececillosde todos los colores del arco iris.Además, el desván estaba repleto de losmás extraños objetos. Reconocí el Buda,la figura de cristal en forma de moluco,las espadas, los sables… además deotros muchos objetos que estaban en lasala cuando Albert era un muchacho.

—Es… es… fantástico —balbucí alempezar a andar por el desván,pensando no ya sólo en los pececillos,porque ya no tenía ninguna duda de quetoda la historia sobre la isla mágicafuera verdad.

Por la claraboya del techo entraba araudales la luz azul de la mañana. Eneste lado del valle, no nos llegaba el solhasta el mediodía, y, sin embargo, en eldesván había una luz dorada que noprocedía de la ventanita del tejado.

—¡Allí! —susurró Albert, señalandoalgo en un rincón debajo del caballete.

Entonces vi una vieja botella de laque emanaba una luz brillante que seposaba sobre todas las peceras y losdemás objetos que se encontraban en elsuelo, en bancos y en armarios.

—Es la bebida púrpura, hijo mío.Hace 52 años que nadie la ha tocado,pero ahora la bajaremos a la sala tú y

yo.Se agachó y cogió la botella del

suelo. Al moverla, vi que lo que flotabadentro era tan hermoso que se mehumedecieron los ojos.

Cuando íbamos a atravesar eldesván de nuevo para bajar por laescalera, descubrí una vieja baraja enuna cajita de madera.

—¿Puedo… mirar?El viejo asintió solemnemente con la

cabeza, y yo cogí el montón de naipesdesgastados. Vi a Seis de Corazones,Dos de Tréboles, Reina de Picas y Ochode Diamantes. Conté las cartas.

—Sólo hay 51 —dije.

El anciano miró a su alrededor.—¡Aquí! —dijo finalmente,

señalando una carta que estaba debajode una banqueta. La cogí y la puse conlas demás. Era As de Corazones—.Sigue perdiéndose a menudo. Perosiempre vuelvo a encontrarla en algúnlugar del desván.

Coloqué los naipes donde los habíaencontrado, y bajamos a la sala.

Albert cogió una copita de licor, quepuso sobre la mesa.

—Habrás adivinado lo que va aocurrir —dijo, y comprendí que metocaba a mí probar la bebida púrpura.Antes que yo, hace exactamente 52 años,

Albert había estado sentado en esta sala,saboreando la misteriosa bebida, y antesque él (52 años antes, para ser exacto)Hans el Panadero había probado labebida púrpura en la isla mágica—.Pero, recuerda, sólo darás un pequeñosorbo. Luego se hará un solitariocompleto antes de que vuelvas a quitarel corcho a esta botella. Así, muchasgeneraciones probarán su contenido.

Echó una cantidad minúscula en lacopa.

—Toma —dijo alcanzándomela.—No sé… no sé si me atrevo.—Sabes que tienes que probarla —

dijo Albert—. Porque si estas gotitas no

cumplen lo prometido, entonces puedeque el viejo sea un simple perturbadomental que ha estado toda la nochecontando mentiras. Pero eso es lo que noquiere el viejo panadero, ¿sabes? Yaunque ahora no dudes de la historia, yadudarías en su momento. Por eso es tanimportante que notes en todo el cuerpoel sabor de lo que te he contado. Sóloasí se puede llegar a ser el panadero deDorf.

Levanté la copa y tragué las gotas.En unos segundos, mi cuerpo se habíatransformado en un verdadero circo dedistintos sabores.

Fue como si me encontrara al mismo

tiempo en todas las plazas de mercadodel mundo. En la de Hamburgo, me metíun tomate en la boca; en la de Lübeck,mordí una jugosa pera; en la de Zürich,fue un racimo de uvas lo que comí; en lade Roma, un higo; en la de Atenasnueces y almendras; y en la del Cairo,dátiles. Y aún pasaron por mi cuerpo unsinfín de otros sabores, algunos tandesconocidos y extraños que meimaginaba que estaba en la isla mágicacogiendo frutas de los árboles que allíhabía. Esto es fruta de tufa, pensé; yaquello raíz redonda y curibayas. Peroaún había algo más: fue como si derepente estuviera de vuelta en Arendal.

Me pareció notar el olor a arándanos yel pelo de Line.

No sé cuánto tiempo me quedésaboreando la bebida delante de lachimenea. No creo que dijera nada aAlbert, pero al final el viejo se levantóde la silla y dijo:

—Ahora el viejo panadero necesitadormir un poco. Primero, volveré aguardar la botella en el desván, y debessaber que siempre cierro la trampillacon llave. Bueno, ya sé que tú eres unhombre adulto. Las frutas y verduras sonbuenas y sanas, viejo guerrero, pero noquerrás convertirte tú mismo en vegetal.

Hoy no estoy totalmente seguro de

que él empleara exactamente esaspalabras. Sólo sé que me hizo unaadvertencia antes de acostarse, y que eraalgo sobre la bebida púrpura y losnaipes del solitario de Frode.

SIETE DECORAZONES

… el hombre delpanecillo

grita por un tubomágico…

Al despertarme, muy entrada lamañana, comprendí por primera vez queel viejo panadero a quien habíaconocido en Dorf era mi propio abuelo.Porque la muchacha rapada no podía serotra que mi abuela paterna.

No podía estar completamenteseguro, porque en el juego de Comodínno se decía directamente que lamuchacha rapada fuera mi abuela, ni elpanadero de Dorf mi abuelo. Pero nopodía haber muchas «amigas dealemanes» en Noruega que se llamaranLine.

Eso quería decir que aún no se habíarevelado toda la verdad. Había muchasfrases del juego de Comodín que Hansno recordaba y que, por tanto, no habíansido transmitidas a Albert o a otrapersona. ¿Volverían a aparecer algún díaesas frases para que se completara todoel solitario?

La isla mágica había borrado todaslas huellas al hundirse en el mar. Y conla muerte de Hans el Panadero, se cerróla posibilidad de sacarle másinformación. También sería imposibleintentar hacer revivir a los naipes deFrode para ver si los enanos se volvíana acordar de lo que habían dicho cientocincuenta años antes.

Sólo quedaba una posibilidad: siComodín seguía en este mundo, quizárecordara el juego de Comodín.

Tenía que convencer a mis padrespara pasar por Dorf al volver haciaNoruega, a pesar del considerable rodeoque eso representaría y de que las

vacaciones de mi viejo estaban tocandoa su fin. Y tenía que convencerlos sinenseñarles el libro del panecillo.

Lo que más me gustaría hacer seríaentrar en la panadería y decir al viejopanadero: Aquí estoy. He vuelto del paísdel sur. Traigo a mi viejo. Él es tu hijo.

El abuelo se convirtió en el grantema de conversación durante eldesayuno. Retrasé la gran revelaciónhasta el final. Sabía que mi credibilidadestaba algo deteriorada, después de todolo que había ido insinuando sobre ellibro del panecillo.

Cuando mamá se levantó a por lasegunda taza de café, miré fijamente a

mi viejo y le dije con decisión:—Ha sido estupendo encontrar a

mamá en Atenas, pero aún faltaba unacarta para terminar el solitario, y laacabo de encontrar.

Mi viejo miró preocupado haciadonde estaba mamá, luego me miró a míy dijo:

—Dime, Hans Thomas, ¿qué pasaahora?

Le miré a los ojos y dije:—¿Te acuerdas del panadero que me

dio una botella de refresco y cuatropanecillos, mientras tú te estabasponiendo ciego de licor de los Alpescon los dorfianos en el Schöner

Waldemar?Asintió.—Ese panadero es tu padre.—¡Bobadas!Arrugó la nariz como un caballo al

que le hubieran hecho correr demasiado,pero yo sabía que no tenía escapatoria.

—No hace falta que lo discutamosaquí y ahora. Pero estoy completamenteseguro de lo que digo.

Mamá volvió a sentarse y suspirócon resignación cuando supo de quéestábamos hablando. Mi viejo habíareaccionado igual, pero él me conocíamejor, y creo que se había dado cuentade que no podía ignorar lo que yo había

dicho, antes de investigarlo más a fondo.También sabía que yo era un comodín yque a veces me enteraba de cosas degran importancia.

—¿Y por qué crees que es mi padre?—se limitó a preguntar.

No podía decir que lo había leído enel libro del panecillo, así que dije algoque se me había ocurrido la nocheanterior:

—En primer lugar, se llamabaLudwig.

—Ése es un nombre muy corriente,tanto en Suiza como en Alemania —replicó mi viejo.

—Es posible, pero el panadero

también me contó que había estado enGrimstad[6] durante la guerra.

—¿Eso te dijo?—No exactamente en noruego. Pero

cuando le conté que era de Arendal, élexclamó que había estado en «derGrimme Stadt». Yo supuse que se estabarefiriendo a Grimstad.

—No, no —dijo mi viejo—.«Grimme Stadt» significa «la ciudadterrible», o algo parecido. En ese caso,igual pudo haberse referido a Arendal…Pero, ¿sabes, Hans Thomas?, hubomuchos soldados alemanes en nuestraregión durante la guerra.

—Supongo. Pero sólo uno de ellos

era mi abuelo. Y ése es el panadero deDorf. Esas cosas pueden ocurrir.

Finalmente mi viejo se levantó y fuea llamar por teléfono a mi abuela enNoruega. No sé si lo hizo por lo que yoacababa de decir, o si de pronto seacordó de que debía llamar a su madre ydecirle que habíamos encontrado amamá en Atenas. Como ella nocontestaba, llamó a su tía Ingrid, que ledijo que la abuela, de repente, se habíaapuntado a un viaje a los Alpes.

Cuando mi viejo nos lo contó, di unsilbido de asombro.

—El hombre del panecillo grita porun tubo mágico que alcanza gran

distancia —dije.Mi viejo puso cara de sorpresa:—¿No has dicho esa misma frase en

otra ocasión?—A lo mejor. Tampoco sería tan

improbable que el viejo panaderohubiera reconocido a su propio nieto.Por cierto, a ti también te vio. Y ¿sabes,viejo?, la familia es más importante queninguna otra cosa. También puede que sele ocurriera llamar a Noruega despuésde tantos años, ya que acababa devisitarle un niño de Arendal. Y, si llamó,no es tan improbable que el antiguoamor resurja, tanto en Dorf como enAtenas.

De manera que emprendimos elviaje hacia el norte, en dirección a Dorf.Ni mamá ni mi viejo creían que elpanadero fuese mi abuelo, pero sabíanque jamás los dejaría en paz si noaccedían a investigar el asunto más afondo.

En Como, nos alojamos en el MiniHotel Baradello, como la otra vez. Laferia había desaparecido y, con ella, laadivina y todo lo demás. Pero miconsuelo fue que me volvieran a meteren una habitación individual. A pesar deencontrarme bastante cansado de tantocoche, decidí acabar de leer el libro delpanecillo antes de dormirme.

OCHO DECORAZONES

… tan fantástico que noes fácil saber

si uno debe echar se allorar o a reír…

Me levanté y salí a la pequeñaexplanada que había delante de lacabaña. Me resultaba difícil andarderecho, porque en mi cuerpo había unmontón de distintos sabores luchandopor atraer mi atención. A la vez que una

deliciosa crema de fresa se posó sobremi hombro izquierdo, una ácida mezclade grosellas y limón me estaba picandoen la rodilla izquierda. Los saboresrecorrían mi cuerpo tan velozmente queno me daba tiempo a darles nombre atodos.

En todo el mundo hay gente que eneste momento está comiendo algo,pensé. En conjunto, puede tratarse demuchos miles de sabores distintos. Y yotenía la sensación de estar participandode todas esas comidas a la vez.

Me di un pequeño paseo por elbosque, que se extendía por encima dela cabaña. Conforme iba apagándose ese

enorme fuego de sabores, me ibainvadiendo una sensación que jamás meha abandonado desde entonces.

Mirando a mi alrededor, fuiconsciente, por primera vez, del milagroque es el mundo. ¿Cómo se puedeexplicar, pensé, que tengamos la suertede estar viviendo en esta tierra? Fuecomo descubrir algo totalmente nuevo yque, sin embargo, tenía ante mí desdeque era un bebé. Me parecía habervivido en un trance, como si mi vida enla Tierra hubiera sido una largahibernación.

¡Existo!, pensé. Soy una personaviva en el universo. Por primera vez en

mi vida entendí lo que es un ser humano.Y al mismo tiempo comprendí que, sihubiese seguido tomando la bebidapúrpura, la sensación que ahora teníahubiera desaparecido poco a poco, hastaabandonarme del todo. Habríasaboreado todo en este mundo tantasveces que hubiera acabado por fundirmecon él. Al final, ya no hubiera tenido lasensación de estar vivo. Me habríaconvertido en un tomate, o en un ciruelo.

Me senté sobre un tocón. Al cabo deun rato se me acercó un corzo que salióde entre los árboles, lo cual no era muyextraño, porque siempre había muchoscorzos en los bosques alrededor de

Dorf. Pero no recordaba haberme dadorealmente cuenta de la maravilla que esun animal así. Claro que había vistocorzos; los veía casi todos los días.Pero no había entendido que cada corzoera un misterio inescrutable. Tambiéncomprendí por qué había sido así. Nome había tomado el tiempo para ver deverdad los corzos, precisamente porquelos veía muy a menudo.

Así ocurría con todo, así ocurría conel mundo entero, pensé. Mientras somosniños, tenemos la habilidad de sentir elmundo a nuestro alrededor. Pero, luego,el mundo en sí se convierte en unacostumbre. Hacerse mayor era como

emborracharse de sensaciones.Ahora entendí exactamente lo que

había pasado con los enanos de la islamágica. Estaban como bloqueados antelos secretos más profundos de laexistencia —quizá porque nunca habíansido niños—. Y cuando quisieronrecuperar el tiempo perdido tomando lapoderosa bebida todos los días,acabaron por fundirse totalmente con suentorno. Ahora comprendí también quéfuerza de voluntad tuvieron que tenerFrode y Comodín, para no aficionarse aella.

El corzo se quedó mirándome unossegundos, y luego desapareció. Durante

un momento, sentí un silencioinconcebible. Y, de repente, un ruiseñorempezó a trinar. Me parecía increíbleque un cuerpo tan minúsculo pudieraalbergar tanto sonido, tanta respiración ytanta música.

Este mundo, pensé, es un milagro tanfantástico que no es fácil saber si unodebe echarse a llorar o a reír. A lomejor se deberían hacer las dos cosas ala vez.

Me acordé de una de las campesinasdel pueblo. No tenía más de diecinueveaños, pero un día, hacía poco, habíaentrado en la panadería con un bebé dedos o tres semanas. A mí nunca me

habían llamado la atención los niñospequeños pero, al mirar el capazo, tuvela sensación de encontrarme con laasombrada mirada del bebé. No habíavuelto a pensar en ello pero, ahora,sentado sobre un tocón en el bosque,escuchando cantar a un ruiseñor,mientras un velo de sol se desdoblabasobre las colinas al otro lado delpueblo, se me ocurrió que, si el bebéhubiera sabido hablar, habría dicho queeste mundo al que acababa de llegar, eraalgo muy extraño. Naturalmente, habíafelicitado a la madre por la niña pero,en realidad, era a la niña a la que habríaque felicitar. Habría que inclinarse

sobre cada nuevo ciudadano y decirle:¡Bienvenido al mundo, pequeño! Nosabes la suerte que has tenido en llegaraquí.

De repente, me pareció muy tristeque los seres humanos nosacostumbremos a algo tan indescriptiblecomo es el hecho de estar vivos. Depronto, un día vemos evidente queexistimos, y luego no volvemos a pensaren ello hasta que estamos a punto deabandonar este mundo.

Noté cómo me subía un tremendosabor a fresón por la parte superior demi cuerpo. Era un sabor agradable, perotan fuerte y poderoso que casi me dio

náuseas. Pues no, yo no necesitaba queme convenciesen de no volver a probarla bebida mágica. Sabía que a mí mebastaba con los arándanos del bosque yla visita de un corzo o de un ruiseñor devez en cuando.

De pronto oí que una rama se movía.Al levantar la vista, descubrí unpequeño ser entre los árboles.

El corazón me dio un vuelco aldarme cuenta de que era Comodín.

Se acercó más. A una distancia dediez o quince metros exclamó:

—¡Mmm…!Se relamió de gusto y dijo:—¿Se ha disfrutado de la deliciosa

bebida? ¡Mmm…, dice Comodín!No me asusté, porque llevaba aún

dentro la larga historia sobre la islamágica. El asombro que me produjo enel primer momento su visita, pronto sedesvaneció. Me parecía que él y yoteníamos algo en común. Yo mismo eraun comodín de la baraja.

Me levanté y fui hacia él. Ya nollevaba el traje violeta de bufón concascabeles, sino uno marrón con rayasnegras.

Le di la mano y dije:—Sé quién eres.Al moverse, oí un ligero tintineo de

cascabeles, y me di cuenta de que se

había puesto un traje normal encima delde bufón. Su mano estaba fría como elrocío de la mañana.

—Se tiene el placer de estrechar lamano del soldado del norte —dijo,sonriendo de un modo extraño y dejandoal descubierto sus pequeños dientes, quebrillaban como perlas.

Luego añadió:—Porque ahora le toca vivir a este

soldado. ¡Feliz cumpleaños, hermano!—No… no es mi cumpleaños —

balbucí.—¡Calla!, dice Comodín. No es

suficiente nacer una vez, dice él. Estanoche el aprendiz de panadero ha nacido

de nuevo, Comodín lo sabe, y por eso lefelicita.

Hablaba con una voz chillona. Soltésu fría mano y dije:

—Lo sé todo… sobre ti… sobreFrode… y todos los demás…

—Naturalmente —dijo—. Porquehoy es día de Comodín, y mañana seempieza una nueva vuelta. Y pasarán 52años hasta la próxima vez. Entonces elniño del país del norte será un hombreadulto. Pero antes llegará a Dorf. Menosmal que se le ha dado una pequeña lupapara el viaje. Una lupa muy apropiada,dice Comodín. Hecha del mejor vidriode los diamantes. Pues pueden meterse

muchas cosas en el bolsillo cuando serompe una vieja pecera. Comodín buenchico. Pero el soldado es el que va atener la tarea más difícil.

Yo no entendía lo que quería decir,pero se acercó más y susurró:

—Hay que acordarse de escribir unpequeño libro sobre los naipes deFrode. Y el libro tendrá que ser metidodentro de un panecillo, porque el pez decolores no revela el secreto de la islapero sí el panecillo… Así lo diceComodín. ¡Y no se hable más!

—Pero… la historia de los naipesde Frode no cabrá en un panecillo —objeté.

Sonrió amablemente:—Depende de lo grande que sea el

panecillo. O de lo pequeño que sea ellibro.

—La historia sobre la isla mágica…y todo lo demás… es tan larga quetendrá que ser un libro muy gordo. Ytambién tendrá que ser un panecilloenorme.

Me miró con cara de pícaro.—No hay que estar tan seguro, dice

Comodín. Un hábito muy feo. El libro notiene por qué ser tan grande si todas lasletras son diminutas.

—No creo que ningún ser humanosea capaz de escribir con unas letras tan

pequeñas —insistí—. Y si eso fueraposible, no creo que nadie fuera capazde leerlas.

—Hay que escribir el libro, eso estodo, dice Comodín. Lo mejor seráempezar ya. Cuando llegue el momento,se hará un arreglo para que las letrassean pequeñas. Quien tenga lupa verá.

Miré al valle. El velo dorado ya sehabía posado sobre el pueblo.

Cuando me volví, Comodín habíadesaparecido. Miré por todas partes,pero el pequeño bufón, tan astuto comoun corzo, se había escapado entre losárboles.

Me sentía completamente agotado

cuando regresé a la cabaña. En unaocasión estuve a punto de perder elequilibrio porque un sabor a cerezas mepinchó en la pierna izquierda, justo en elmomento de pisar una piedra.

Pensé en mis amigos del pueblo. Sisupieran… Pronto estarían sentados enel Schöner Waldemar. De algo tendríanque hablar, y no había nada más fácilque cotillear sobre el viejo panadero,que vivía solo en una cabaña alejada delos demás. A todos les parecía un pocoextraño, y para justificar esecomportamiento decían que estaba loco.Pero ellos mismos formaban parte delenigma más grande. El enigma más

grande estaba al descubierto. Quizáfuera verdad que Albert guardara ungran secreto, pero el mayor secreto detodos era el propio mundo.

Sabía que nunca más volvería abeber vino en el Schöner Waldemar. Ycomprendí que un día sería de mí dequien se hablaría allí abajo. Dentro deunos años, yo sería el único comodín delpueblo.

Cuando por fin me acosté, dormíhasta por la tarde.

NUEVE DECORAZONES

… el mundo no habrámadurado

lo suficiente como paraescuchar

la historia de Frode y susnaipes…

Noté que las últimas páginas dellibro del panecillo me estaban haciendocosquillas en el dedo índice derecho, ydescubrí que esas páginas estaban

escritas con letra de tamaño normal.Pude dejar la lupa en la mesilla y seguirleyendo como en un libro cualquiera.

Se acerca el día en que vas a venir aDorf para recoger el secreto de losnaipes de Frode y de la isla mágica, hijomío. Apunté todo lo que recordaba de loque Albert me había dicho. Sólo dosmeses después de aquella noche, murióel viejo panadero, y yo me convertí en elnuevo panadero del pueblo.

Anoté inmediatamente la historiasobre la bebida mágica y decidíescribirla en noruego. Lo hice en partepara que tú la entendieras, y tambiénpara que los dorfienses no pudieran

leerla. Pero ahora he olvidado todo minoruego.

Me parecía que no debía ponerme encontacto con vosotros en Noruega.Tampoco sabía cómo me recibiría Line,y no me atrevía a romper la viejaprofecía, porque sabía que tú llegaríasun buen día a este pueblo.

Escribí el libro en una máquina deescribir normal. No podía hacer un letramás pequeña. Pero luego me enteré —hace sólo unas semanas— de que elbanco había adquirido una extrañamáquina capaz de copiar una hojareduciéndola. Haciendo ocho copiasreducidas de cada hoja, la letra era tan

pequeña que pude preparar unminúsculo libro. Y a ti, hijo mío,Comodín te ha facilitado una lupa, si nome equivoco.

Para escribir la historia entera, sólocontaba con las frases que había captadoHans el Panadero. Pero ayer recibí unacarta en la que estaba escrito todo eljuego de Comodín, y la carta la enviaba,claro está, el propio Comodín.

En cuanto te hayas marchado deDorf, yo telefonearé a Line. Quizá algúndía podamos encontrarnos todos.

Los panaderos de Dorf somos todoscomodines que guardamos una historiafantástica. Y esa historia nunca debe

tener alas para volar, como ocurre conotras. Pero, por nuestra condición decomodines, tanto en solitarios grandescomo en pequeños, tenemos la tarea dedescribir a los seres humanos elmaravilloso cuento que es el mundo.Sabemos que no es fácil abrirles losojos para que vean que el mundo es algogrande e incomprensible. Pero hasta queno se den cuenta de que lo que lesparece tan claro es un misterio, elmundo no habrá madurado lo suficientecomo para escuchar la historia de Frodey sus naipes en la isla mágica.

Alguna vez, en el País del Mañana,todo el mundo conocerá la historia sobre

el libro del panecillo, pero hastaentonces, cada 52 años caerán unasgotas de la bebida púrpura.

Hay otra cosa que nunca debesolvidar: Comodín está en el mundo.Aunque todos los naipes del gransolitario se vuelvan completamenteciegos, Comodín no dejará nunca decreer que los seres humanos lleguen aabrir los ojos algún día.

Adiós, hijo. Quizá ya hayasencontrado a tu mamá en el país del sur.Y cuando seas mayor vendrás a Dorf.

Las últimas páginas de este librorecogen las anotaciones de Comodínsobre el juego representado por todos

los enanos de la isla mágica hacemuchísimos años.

El juego de Comodín

Bergantín de plata naufraga en marembravecido. El marinero es lanzado ala playa de una isla que crece y crece.El bolsillo de la camisa esconde unabaraja que se pone a secar al sol. Las53 imágenes serán la compañía del hijodel maestro vidriero durante muchos ylargos años.Antes de que palidezcan los colores, las53 figuras se forjan en la imaginacióndel solitario marinero. Las extrañas

figuras danzan en la conciencia delmaestro.Cuando el maestro duerme, los enanosviven su propia vida. Un buen día, unrey y un jota escapan trepando de lacárcel de la conciencia.Las imaginaciones abandonan elespacio creativo y entran en el espaciocreado. Las figuras salen de la mangadel mago y se pellizcan en el aire paracomprobar que están vivas. Lasimaginaciones tienen un aspecto muyhermoso, pero todas menos una hanperdido la razón. Sólo el comodín de labaraja desenmascara el espejismo.La bebida centelleante paraliza los

sentidos de Comodín. Comodín escupela bebida mágica. Sin el suero de lamentira, el pequeño bufón piensa conmás claridad. Tras 52 años, el nieto delnáufrago llega al pueblo.La verdad está en las cartas. El hijo delmaestro vidriero se ha burlado de suspropias imaginaciones. Lasimaginaciones se rebelan contra elmaestro. El maestro morirá pronto y losenanos habrán sido sus asesinos.La princesa del sol encuentra elcamino al mar. La isla mágica sedestruye desde dentro. Los enanosfracasan de nuevo.El hijo del panadero logra escapar del

cuento antes de que se desplome.El bufón se escabulle tras unos suciosedificios del puerto. El hijo delpanadero se refugia en las montañas yse establece en un recóndito pueblo. Elpanadero esconde los tesoros de la islamágica. Lo que va a suceder está en lascartas.El pueblo aloja al niño abandonadoque ha perdido a su madre enferma. Elpanadero le da la bebida centelleante yle enseña los hermosos pececillos. Elchico se vuelve un viejo de pelo blanco,pero antes de morir llega un soldadoinfeliz del país del norte. El soldadoguarda el secreto sobre la isla mágica.

El soldado no sabe que la muchacharapada da a luz un hermoso niño. Elniño tiene que huir al mar por ser hijodel enemigo. El marinero se casa conuna hermosa mujer que le da un hijovarón antes de irse al país del sur paraencontrarse a sí misma. Padre e hijobuscan a la hermosa mujer que no seencuentra a sí misma.El enano de manos frías señala elcamino al recóndito pueblo, y regala alniño del país del norte una lupa para elviaje. La lupa coincide con el trozoroto de la pecera. El pez de colores norevela el secreto de la isla, pero sí elpanecillo. El hombre del panecillo es el

soldado del país del norte.La verdad sobre el abuelo está en lascartas. El destino es una serpiente tanhambrienta que se devora a sí misma.La cajita de dentro desembala a la defuera, a la vez que la de fueradesembala a la de dentro. El destino esuna coliflor que crece por igual entodas las direcciones.El niño se da cuenta de que el hombredel panecillo es su abuelo, a la vez queel hombre del panecillo comprende queel niño del país del norte es su nieto. Elhombre del panecillo grita por un tubomágico que alcanza gran distancia. Elmarinero escupe bebida fuerte. La

mujer hermosa que no se haencontrado a sí misma encuentra a suamado hijo.El solitario es una maldición defamilia. Siempre hay algún comodínque desenmascara el espejismo. Lasgeneraciones se suceden, pero por elmundo viaja un bufón que nunca esdevorado por el tiempo. El que va adescubrir el destino tiene quesobrevivirlo.

DIEZ DECORAZONES

… por el mundo viaja unbufón que nunca

es devorado por eltiempo…

No me resultó fácil dormirme en elMini Hotel Baradello después de haberleído las últimas páginas del libro delpanecillo. En ese momento, el hotel yano me pareció tan «mini», y tuve lasensación de que, tanto ese hotel como

la ciudad de Como, de pronto formabanparte de algo inmensamente más grande.

En cuanto a Comodín, eraexactamente lo que yo había pensado. Elenano de la gasolinera era el mismopillo que había desaparecido corriendoentre los edificios portuarios deMarsella. Y, desde entonces, vagaba porel mundo sin establecerse en ningunaparte. Alguna que otra vez, se habíapresentado ante los panaderos de Dorf.Un día estaba en un pueblo, al díasiguiente en un lugar completamentediferente. Lo único que escondía suverdadera identidad era un elegantetraje, que llevaba encima del de color

violeta con cascabeles que tintineaban.Así vestido no podía vivir en una ciudaddormitorio normal y corriente. Y sipermanecía demasiado tiempo en unmismo sitio, acabaría levantandosospechas, porque no cambiaba ni endiez ni en veinte ni en cien años.

De la historia de la isla mágica,recordé que Comodín corría y remabasin cansarse como nos cansamos losmortales. Quizá a mi viejo y a mí nossiguiera corriendo desde que lo vimospor primera vez en la frontera con Suiza.Pero también podía haber cogido un trenen marcha.

Estaba seguro de que Comodín

disfrutaba del gran solitario de la vida,después de haber conseguido escapardel pequeño solitario en la isla mágica.Y también aquí tenía cometidosimportantes: recordar con ciertaregularidad a enanos grandes ypequeños que son unos seres muyextraños, que están vivos, pero quesaben muy poco sobre ellos mismos.

Un año podía estar en Alaska o en elCáucaso, al año siguiente en África o elTíbet. Una semana podía aparecer en elpuerto de Marsella, a la siguiente podíacruzar a toda prisa la plaza de SanMarcos en Venecia.

Todas las piezas del juego de

Comodín estaban ya colocadas. Resultóagradable comprobar lo bien queencajaban en el conjunto lasmaravillosas frases que Hans elPanadero no había captado.

Una de las que había escapado a suatención, era la de uno de los reyes:«Las generaciones se suceden, pero porel mundo viaja un bufón que nunca esdevorado por el tiempo».

Me hubiera gustado dejar leer a miviejo exactamente esa frase, mostrárselacomo una prueba de que el panoramaque me había pintado sobre los efectosdevastadores del tiempo no era tannegro como él pretendía. No todo se

hace trizas a su paso. Hay un comodín enla baraja que va de siglo en siglo, sinperder ni siquiera un diente de leche.

Todo eso me parecía una esperanzade que el asombro del ser humano antela existencia no moriría nunca. Si bienese asombro no era muy frecuente,tampoco se borraría jamás. Volvería aaparecer una y otra vez mientrasexistiera una historia y una humanidad,en las que los comodines pudieranjuguetear. La Atenas de la antigüedadtenía a Sócrates; Arendal nos tenía a miviejo y a mí. Y seguro que había máscomodines en otros lugares y en otrasépocas, aunque no fuéramos muy

corrientes.Hans sí había captado la última frase

del juego de Comodín. Estaría bueno,porque, a causa de la impaciencia deRey de Picas, fue recitada tres veces:«El que va a descubrir el destino, tieneque sobrevivirlo».

Tal vez esta frase se refería sobretodo a Comodín, que sobrevivía siglotras siglo. Pero me parecía que yotambién estaba descubriendo entonces eldestino, gracias a la larga historia quehabía leído en el libro del panecillo. ¿Yno era así para todo el mundo? Aunquenuestra vida en esta tierra pueda parecercortísima, formamos parte de una

historia común que nos sobrevive atodos. Pues no vivimos sólo nuestraspropias vidas. Podemos visitar lugaresantiguos como Delfos y Atenas, pordonde podemos pasear y respirar elambiente que rodeó a seres que vivieronen la Tierra antes que nosotros.

Miré por la ventana, que daba a unpequeño patio oscuro como la boca deun lobo, pero en mi cabeza brillaba unaluz. Me pareció que tenía una rara visiónde conjunto de la historia de los sereshumanos. Ése era el gran solitario. Y enmi propio solitario familiar, ya sólofaltaba una carta.

¿Nos encontraríamos con mi abuelo

en Dorf? ¿Se habría reunido ya miabuela con el viejo panadero?

La oscuridad del patio acababa detomar un ligero tono azulado, cuandofinalmente me dormí, completamentevestido, sobre la cama.

JOTA DECORAZONES

… un hombrecillo queestaba hurgando

en el asiento de atrás…

A la mañana siguiente, de nuevo enel coche rumbo al norte, no se hablósobre el abuelo hasta que mamá dijo queese invento del panadero de Dorf era yael colmo de las payasadas.

Mi viejo no parecía tener más fe enel invento que mamá, pero aun así me

defendió, lo que le agradecí de corazón.—Volveremos por el mismo camino

—dijo—. Y en Dorf nos compraremosuna bolsa grande de panecillos. En elpeor de los casos, por lo menos no nosmoriremos de hambre. Y en cuanto a laspayasadas, tendrás que admitir que nohas tenido que aguantarlas durantemuchos años.

Mamá lo suavizó todo poniendo unbrazo en el hombro de mi viejo.

—No quería decir eso.—Cuidado —murmuró él—. Estoy

conduciendo.Y mamá se volvió hacia mí:—Lo siento, Hans Thomas, pero no

debes desilusionarte demasiado si esepanadero no sabe más de tu abuelo de loque sabemos nosotros.

Lo de los panecillos tendría queesperar hasta que llegáramos a Dorf porla noche porque, a la hora de comer, miviejo aparcó entre dos restaurantes enuna tranquila calle de Bellinzona.

Mientras comíamos pasta y terneraasada, cometí la mayor metedura de patade todo el viaje: empecé a hablar dellibro del panecillo.

Quizá lo que vino después sucedió,precisamente, porque ya no pude seguirguardando el gran secreto…

Me explayé sobre mi hallazgo de un

libro de letra microscópica en uno delos panecillos que el viejo panadero mehabía dado, para lo que me venía demaravilla la lupa que me regaló el enanode la gasolinera. Luego conté a grandesrasgos lo que ponía en el libro.

Muchas veces después de aquello,me he preguntado cómo pude ser tanestúpido como para incumplir lasolemne promesa que había hecho alviejo panadero, justo cuando estábamosa punto de llegar nuevamente a Dorf. Ycreo que he encontrado la respuesta:deseaba ardientemente que aquelhombre que había conocido en el pueblode los Alpes fuera mi abuelo, y también

deseaba que mamá lo creyera. Pero, pormi error, todo se volvió mucho máscomplicado.

Mamá miró primero a mi viejo yluego a mí.

—No es malo tener muchaimaginación, Hans Thomas, perotambién la imaginación tiene que tenerciertos límites.

—¿No me contaste algo parecido enla terraza del hotel de Atenas? —preguntó mi viejo—. Recuerdo que sentíenvidia de tu imaginación. Pero estoy deacuerdo con mamá en que lo del librodel panecillo es ir demasiado lejos.

No sé exactamente por qué, pero me

eché a llorar. Me había costado muchoesfuerzo mantener todo en secreto y,cuando por fin me decidía a contarlo,ninguno de los dos me creía.

—Esperad y veréis —sollocé—.Cuando volvamos al coche os enseñaréel libro, aunque prometí al abuelo noenseñárselo a nadie.

El resto de la comida transcurrió atoda velocidad. Yo tenía la pequeñaesperanza de que al menos mi viejo mecreyera.

Dejamos cien francos suizos sobrela mesa y, sin esperar la vuelta, salimosdisparados a la calle.

Al acercarnos al coche, vimos a un

hombrecillo que estaba hurgando en elasiento de atrás. Incluso hoy siguesiendo un misterio cómo fue capaz deabrir la puerta.

—¡Oiga! —gritó mi viejo—.¡Espere!

Y a todo correr se fue hacia el Fiatrojo. Pero el hombrecillo, que teníamedio cuerpo dentro del coche, salió ala velocidad del rayo y desapareció aldoblar la esquina. En el instante en quese esfumó, me pareció oír uninconfundible tintineo de cascabeles.

Mi viejo, que sin duda era buencorredor, lo siguió. Mamá y yo nosquedamos esperando junto al Fiat cerca

de media hora. Por fin mi viejo volviódoblando la misma esquina por la quehabía desaparecido a todo correr.

—Como si se lo hubiera tragado latierra —dijo—. ¡El muy cabrón!

Miramos todo el equipaje.—A mí no me falta nada —dijo

mamá al cabo de un rato.—A mí tampoco —dijo mi viejo,

con una mano dentro de la guantera—.Aquí están los pasaportes, el permiso decirculación, el monedero con lacalderilla y el talonario. Incluso hadejado en paz los comodines.

Se metieron los dos en el coche, y yome senté en el asiento de atrás.

Sentí un escalofrío al pensar quesólo había metido el libro del panecillodebajo de un jersey. ¡El libro habíadesaparecido!

—¡El libro del panecillo! —grité—.¡Ha robado el libro del panecillo!

Y de nuevo me eché a llorar.—Ha sido ese enano —dije

sollozando—. Lo ha robado porque nohe sido capaz de guardar el secreto.

Mamá acabó por sentarse conmigodetrás y me rodeó con su brazo.

—Pobre Hans Thomas —dijo variasveces—. Todo ha sido culpa mía. Prontoestaremos en casa los tres juntos; pero,ahora, creo que debes dormir un poco.

Me levanté disparado del asiento.—¿Pero vamos a pasar por Dorf,

no?Mi viejo se metió en la autopista.—Claro que sí —me tranquilizó—.

Un marinero siempre cumple lo quepromete.

Justo antes de dormirme, oí que miviejo susurraba a mamá:

—Es curioso, pero todas las puertasestaban cerradas. Y estarás de acuerdoen que desde luego era un enano.

—Ese bufón seguro que puedeatravesar las puertas cerradas —dije—.Y es tan pequeño porque es un serartificial.

Y me dormí sobre las rodillas demamá.

REINA DECORAZONES

… de repente, vimossalir de la vieja fondaa una señora mayor…

Me desperté un par de horas mástarde, incorporándome de un salto en elasiento, y descubrí que ya estábamos enlos Alpes.

—¿Ya te has despertado? —dijo miviejo—. Llegaremos a Dorf en mediahora, y allí dormiremos en el Schöner

Waldemar.Al entrar en el pequeño pueblo —

que yo de alguna manera conocía muchomejor que ellos— mi viejo paró elcoche delante de la panadería. Mispadres se cruzaron miradas furtivas,pero yo me di cuenta.

La panadería estaba completamentevacía. La única señal de vida era unpequeño pez de colores que nadabadentro de una pecera a la que le faltabaun trozo. Yo mismo me sentí como unpez en una jaula de cristal.

—Mirad —dije, y saqué la pequeñalupa del bolsillo del pantalón—. ¿Noveis que coincide exactamente con el

trozo de pecera que falta?Ésa era la única prueba material de

que mi historia no era mentira.—Sí que es verdad —dijo mi viejo

—. Pero parece que no va a ser fácilencontrar al panadero.

Yo no estaba seguro de si dijo esosólo por quedar bien o si, en el fondo,había creído todo lo que le habíacontado y estaba desilusionado porqueno había encontrado enseguida a supadre.

Aparcamos el coche y nos fuimoshacia el Schöner Waldemar. Mamáempezó a preguntarme con quién solíajugar en Arendal. Yo intenté librarme de

ella, porque lo del panadero y el librodel panecillo no era ningún juego.

De repente, vimos salir de la viejafonda a una señora mayor. Al vernos,vino corriendo hacia nosotros.

¡Era mi abuela!—¡Madre! —gritó mi viejo

asustado.La abuela nos abrazó a todos. Mamá

estaba tan desconcertada que no sabíadónde meterse. Al final, la abuela meabrazó fuertemente contra ella y se echóa llorar.

—¡Ay, hijito! —dijo—. Hijito mío.Y siguió llorando.—Pero… por qué… cómo… —

balbució mi viejo al cabo de un rato.—Ha muerto esta noche —dijo la

abuela mirándonos a todos.—¿Quién ha muerto? —preguntó

mamá.—Ludwig —susurró la abuela—.

Me llamó la semana pasada. Y pasamosunos días juntos aquí. Me dijo que habíarecibido la visita de un niño en supanadería. Cuando el niño ya se habíamarchado, hubo algo que le hizo pensarque podía tratarse de su nieto, y que elhombre que conducía el Fiat rojo podíaser su hijo. Todo ha sido maravilloso ytriste a la vez. Me hizo mucho bienvolver a verlo. Le dio un infarto y…

murió en mis brazos en el pequeñohospital del pueblo.

En ese momento, yo perdí el controlpor completo y me eché a llorar. Mepareció que mi desgracia era muchomayor que la de los demás. Los treshicieron todo lo posible por consolarme,pero no pudieron.

No sólo había desaparecido miabuelo. Tuve la sensación de que elmundo entero se había ido con él. Él yano podía confirmar todo lo que yo habíacontado sobre la bebida púrpura y laisla mágica. Pero quizá era cosa deldestino. Mi abuelo era muy mayor, y yosólo había tenido el libro del panecillo

en préstamo.Cuando dejé de llorar en el Schöner

Waldemar, unas horas más tarde,estábamos sentados en el pequeñocomedor donde sólo cabían cuatromesas. De vez en cuando, la señoragorda se me acercaba y me decía:

—Hans Thomas, ¿verdad?—¿No os parece un misterio cómo

pudo ocurrírsele de repente que HansThomas podía ser su nieto? —preguntóla abuela—. Ni siquiera sabía que teníaun hijo.

Mamá asintió con la cabeza.—Es increíble.Para mi viejo no era tan sencillo:

—A mí me parece aún másmisterioso cómo Hans Thomas pudopensar que se trataba de su abuelo.

Los tres me miraron.—El niño se da cuenta de que el

hombre del panecillo es su abuelo, a lavez que el hombre del panecillocomprende que el niño del país del nortees su nieto —dije.

Todos me miraron con rostros seriosy algo preocupados. Yo continué:

—El hombre del panecillo grita porun tubo mágico y su voz alcanza grandistancia.

De esa forma conseguí vengarme porla falta de confianza que habían tenido

en mí. Además, en ese instantecomprendí que el libro del panecillosería para siempre mi gran secreto.

REY DECORAZONES

… los recuerdos sealejan cada vez másdel instante que los

creó…

Cuando continuamos el viaje haciael norte, éramos ya cuatro personas en elcoche, dos más que cuando nosdirigíamos al sur. No me pareció unamala baza, pero echaba en falta a Rey deCorazones.

De nuevo pasamos por la pequeñagasolinera que sólo tenía un surtidor, ycreo que mi viejo sentía enormes deseosde volver a ver al enano misterioso.Pero no apareció por ninguna parte. Amí no me sorprendió, pero él estabafurioso.

Hicimos algunas averiguaciones enla vecindad, pero sólo nos dijeron quela gasolinera estaba cerrada desde lacrisis del petróleo, en los años setenta.

Así terminó el gran viaje al país delos filósofos. Habíamos encontrado amamá en Atenas, y a mi abuelo en elpueblo de los Alpes. Pero yo tambiénhabía recibido una herida en el alma, y

me pareció que esa herida tenía susraíces en la vieja historia de Europa.

Mucho tiempo después de nuestravuelta a Noruega, la abuela me confesóque Ludwig había tenido tiempo dehacer testamento y me había dejado todolo que tenía. También me dijo que habíaestado bromeando con que yo un día mequedaría con la pequeña panadería.

Han pasado algunos años desde quemi viejo y yo tuvimos que ir de Arendala Atenas en busca de mamá, que sehabía perdido en el cuento de la moda.

Recuerdo como si fuera ayer, cuandoiba sentado en el asiento de atrás delviejo Fiat. Estoy totalmente seguro de

que, en la frontera con Suiza, un enanome dio una pequeña lupa. Todavía laconservo, y también mi viejo puedecorroborar que me la dio el enano de lagasolinera.

Puedo jurar que el abuelo tenía unpececillo de colores en su panadería deDorf; todos lo vimos. Además, mi viejoy yo nos acordamos de las piedrasblancas que vimos en el bosque de Dorf.El tiempo que ha transcurrido no haconseguido borrar el hecho de que elviejo panadero me regalara una bolsacon cuatro panecillos. El sabor arefresco de pera aún sigue en mi cuerpo,y nunca olvidaré que el abuelo me habló

de una bebida que era aún mejor.¿Pero hubo realmente un minúsculo

libro en uno de los panecillos? ¿Ibasentado en el asiento de atrás leyendo lahistoria sobre la bebida púrpura y la islamágica? ¿O estaba, simplemente,imaginándomela?

Cuando el tiempo transcurre, y losrecuerdos se alejan cada vez más delinstante que los creó, la duda de lamemoria siempre nos acechasigilosamente.

Ya que Comodín nos robó el librodel panecillo, he tenido que escribir lahistoria de memoria. Si lo he anotadotodo correctamente, o si alguna vez me

he inventado algo, sólo puede saberlo eloráculo de Delfos.

Tuvo que haber sido la viejaprofecía de la isla mágica la que hizoque yo comprendiera que el panaderoque conocí en Dorf era mi abuelo. Puesno lo supe hasta después de haberencontrado a mamá en Atenas. ¿Perocómo lo supo él?

Sólo tengo una respuesta: fue elabuelo el que escribió el libro delpanecillo. Conocía la vieja profecíadesde los tiempos de la Gran Guerra.

Quizá el misterio más grande fueraque nos encontráramos en la pequeñapanadería de un pueblo de montaña en

Suiza. Pero ¿cómo llegamos allí?Porque nos engañó un enano de manosfrías.

¿O el misterio más grande fue quenos encontráramos con la abuela en esemismo pueblo, en el camino de vuelta?

Puede que el enigma más grande detodos fuera que lográramos librar amamá del cuento de la moda. Porque lomás grande de todo es el amor, que escapaz de hacer palidecer el tiempo, conla misma facilidad que el tiempo borralos viejos recuerdos.

Ahora vivimos los cuatro felices enHisoy. Digo cuatro, porque he tenido unahermanita. Es la que paseaba entre las

hojas y castañas caídas en la carretera.Se llama Tone Angelika, tiene casi cincoaños y habla por los codos todo el día.Quizá ella sea el filósofo más grande.

El tiempo hace que nos hagamosmayores. El tiempo también hace que sederrumben los viejos templos y que islasaún más viejas se hundan en el mar.

¿Encontré realmente un libro dentrodel panecillo más grande de los cuatroque había en la bolsa? No hay ningunapregunta que me venga más a menudo ala mente. Podría decir como Sócrates:sólo sé que no sé nada.

Pero estoy completamente seguro deque, por algún lugar bajo el cielo, aún

sigue viajando un comodín. Él seocupará de que el mundo jamás se quedetranquilo. En cualquier momento, y encualquier lugar, puede salir disparado unpequeño bufón con largas orejas deburro y cascabeles tintineantes. Nosmira fijamente a los ojos y pregunta:¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos?

JOSTEIN GAARDER (Oslo, Noruega, 8de agosto de 1952), su padre eradirector de una escuela y su madremaestra y escritora de literatura infantil.En la Universidad de Oslo estudióFilología Escandinava e Historia delas ideas y la religión. En el año 1974se casó con su novia Siri, con quien se

trasladó a comienzos de los años 80 a laciudad de Bergen para dar clases defilosofía en un instituto. Esta actividaddocente la abandonaría en los años 90.

La primera obra literaria de Gaarder fueel libro de relatos El diagnóstico(1986). Posteriormente escribió varioslibros de enfoque infantil y juvenil,como Los niños de Sukhavati (1987) yEl castillo de la rana (1988). Con unode sus mejores libros, El misterio delsolitario (1990), texto que cuenta lahistoria de un joven noruego que viajahacia Atenas con su padre marino,Jostein ganó el Premio de la Crítica ensu país natal y, entre otros, el Premio

Europeo de Literatura Juvenil. Elmundo de Sofía (1991) logró que sunombre traspasara fronterasconvirtiéndose en un best-sellerinternacional. En el mismo seguía lasmisteriosas peripecias de una jovenquinceañera al mismo tiempo queestablecía un sencillo pero completorepaso histórico a la filosofía.

Posteriormente y, por lo generalenfocando su literatura al públicoinfantil y juvenil y siempre invocando ensus intrigantes tramas un sentidoexistencial y filosófico, Jostein Gaarderpublicó El misterio de Navidad (1992),premio Europeo de Literatura Juvenil,

El enigma y el espejo (1993), Vitabrevis (1996), ¿Hay alguien ahí?(1996), Maya (1999), La bibliotecamágica de Bibbi Bokken (2001), co-escrito junto a Klaus Hagerup, Elvendedor de cuentos (2002) y La jovende las naranjas (2003).

¿De dónde viene Jostein Gaarder? Éldice: «Vengo de los suburbios.Recuerdo la casa de mi abuela. Eramuy sencilla. Pero también vengo delas salamandras y los anfibios. Vengode la Vía Láctea. Mi dirección: JosteinGaarder/ Oslo/ Noruega/ Europa/Planeta Tierra/ Sistema Solar/ La VíaLáctea/ La más Grande Realidad/. Y

también al revés: la Gran Realidad/ LaVía Láctea… De ahí vengo y hacia ahívoy». Aunque no se considera ya unfilósofo sino un escritor que ha escritoun libro filosófico, es en todo caso unpensador de preguntas eternas cuyasposibles respuestas va desgranando ensus libros, aunque él dice que lo másimportante no son las respuestas sino laspreguntas.

Notas

[1] Juego de palabras en noruego: lacámara de las ruedas de las bicicletas sellama también «serpiente». (N. de las T.)<<

[2] La legislación noruega es muy severacon el consumo de alcohol. Ya desdepequeños, los noruegos saben queconducir bebido está penalizado concárcel. (N. de las T.) <<

[3] Juego de palabras en noruego: lapalabra noruega «bolle» significa«panecillo» y también «pecera». (N. delas T.) <<

[4] Famosa batalla que tuvo lugar en lalocalidad noruega de Stiklestad, en1030, en la que murió el rey Olav elSanto. (N. de las T.) <<

[5] Se refiere al examen obligatorio defilosofía que hay que aprobar para entraren cualquier universidad en Noruega.(N. de las T.) <<

[6] Pequeña ciudad en el sur de Noruega,próxima a Arendal. (N. de las T.) <<