23
historias de Lisboa ediciones RaRo literatura de kiosko 8

Historia de Lisboa

Embed Size (px)

DESCRIPTION

relatos de José Pastor González, Carlos Serrano, Isabel Muñoz, Rakel Rodríguez - editado por ediciones RaRo (2004)

Citation preview

Page 1: Historia de Lisboa

historias de Lisboa

ediciones RaRo

literatura de kiosko 8

Page 2: Historia de Lisboa

ediciones RaRo

literatura de kiosko 8

historias de Lisboa

José P. GonzálezCarlos SerranoJesús ArdoyBelén PortillaJoão GodoyRakel RodríguezIsabel MuñozChloé Martínez

fotos: Chloé

Jaén, febrero 2004

Page 3: Historia de Lisboa

3

Queiroz, Ferreira de Castro… y una beca universitaria para rea-lizar un trabajo sobre literatura portuguesa. Dedicaba mi tiempoa pasear, leer en el Jardín Botánico y a curiosear en las libreríasde viejo que se encontraban en las calles adyacentes a la PraçaLargo Trindade de Coelho. Compraba sobre todo poesía portu-guesa y uno de los libros que más me sobrecogió fue «EmBaixo» de Joaquim Costa. Su poesía, su modo de pensar y desentir no tenía nada que ver con el mío. Pero sus terribles einquietantes versos, llenos de nihilismo y desilusión, hablabande la muerte, de la vida y del amor como nunca había oídohablar antes. Intenté hacerme con más libros de Joaquim Costapero todo lo tenía publicado en pequeñas editoriales ya desa-parecidas y eran inencontrables. Pero a los pocos días, en lalibrería de la Calçada do Duque me lo presentaron. Muy ama-blemente me llevó a su casa, me regaló un par de libros, mepresentó a Linda, una hermosa brasileña con la que convivíadesde hacía dos años y me habló de la literatura portuguesaque no iba a encontrar ni en los manuales al uso, ni en las revis-tas subvencionadas. Aquel día lluvioso de otoño acabamos lostres, Joaquim, Linda y yo, borrachos de ginja y bagaço viendodesde el Castelo de San Jorge cómo se despertaba Lisboa. Desdeaquel momento mi vida giró en torno a Joaquim. Al día siguien-te dejaba mi confortable alojamiento en la pensão «Ninho dasÁguilas» en la Costa do Castelo y me trasladaba a una habita-ción en una casa de una familia argelina amiga de Joaquim,donde el bullicio, los aromas exóticos y la sensualidad eranalgo cotidiano y entrañable. Joaquim me venía a buscar todaslas mañanas, y después de desayunar en cualquier tasca deAlfama me arrastraba a una Lisboa de la que me enamoré per-didamente. Una Lisboa que se dejaba recorrer como una amantejoven, mimosa y solícita. Una amante de calles laberínticas, quesuben y bajan, que bajan y suben a su antojo. De colores, detranvías, de jardines decadentes y miradouros donde la mirada yla imaginación acaricia curvas, reflejos y rincones. Una amantede azulejos y fachadas donde el paso del tiempo y la saudade handejado su huella. Una amante con un río Tajo que silencioso y

2

recuerdos de una Lisboa que tal vez nunca existióJosé P. González

Mar me ha llamado esta mañana para decirme que Joa-quim Costa está enfermo y he ido enseguida a verlo. Hace tiempoque no sé de Joaquim, ahora vive en un bajo de la Calçada daBrica Grande. Me ha bastado ver el portal de la casa para saberque Joaquim anda en la más miserable de las ruinas. Huele avacío, derrota y abandono. Mar me abre la puerta, a pesar de subelleza salvaje, está extremadamente delgada y sus ojos estánojerosos y hundidos. En los seis o siete meses que llevo sinverla ha envejecido deprisa. Mar es joven, como todas las muje-res de Joaquim, y terminará como todas sus mujeres; ajada,cansada y sola, preguntándose en qué momento se torció todo.

Joaquim está en el salón, encogido en un sillón rajado,envuelto en una manta tosca de esas que se utilizan para lasmudanzas. Joaquim da un trago largo a una botella de bagaço ymirándome como si no hubiera pasado más de seis meses sinvernos, me pide un cigarrillo.

He sacado un Suave, se lo he acercado y me he sentadoen una silla desvencijada. Hace frío y la única ventana del salóndebe de dar a un patio oscuro y húmedo, ya que no son más delas doce de la mañana y hay que tener la luz encendida parapoder vernos las caras. Joaquim saca su brazo huesudo y ama-rillento de debajo de la manta y me alarga la botella. Doy unbuen tiento a la botella y el bagaço quemándome la gargantame trae a la cabeza cómo conocí a Joaquim.

Yo no llevaba más de una semana en Lisboa. Mi únicoequipaje eran libros, muchos libros: «O Milagre SegundoSalomé» de José Rodrigues Miguéis, el «Manual de inquisido-res» de Antonio Lobo Antunes, «Historia del cerco de Lisboa»de José Saramago, «Lisboa, diario de a bordo» de José CardosoPirés, la «Oda marítima» de Fernando Pessoa, libros de Eça de

Page 4: Historia de Lisboa

5

Estrela d’Ouro bebiendo vino y riéndonos de nuestra propiasombra o en La Mouraria liándonos con las mujeres más her-mosas del mundo. Y cómo me voy a olvidar del bacalhão y elvinho verde en las casas de pasto de Graça compartiendo espe-ranzas y bagaço con anarquistas, estudiantes o obreros. Y aque-llas maravillosas tardes en los miradores, inventándonos lasvidas de la gente que pasaban por allí. Y las noches en la Ruada Atalaia, felices, borrachos, gastándonos un dinero que noteníamos en mujeres y vino blanco. Son parte de mi vida y lasllevo grabadas en todos los poros de mi piel. No olvido Joaquim,no olvido.

—Pero esa Lisboa que te gustaba, esa Lisboa de tranvías,de trenes con compartimentos para fumadores, de tiendas debarrio, de tascas con vino tinto de tonel, de rincones románticos,de hermosas mujeres… tienen las horas contadas. El diseño, lomoderno, lo aséptico, lo sano, lo limpio, lo democrático, estánarrinconando sin piedad, sin remisión, esa Lisboa que vivimosy disfrutamos.

—Siempre quedan resquicios.—Y una mierda. No seas iluso, hemos perdido otra batalla

más, ahora les están educando para comer con los ojos, para nohablar con tipos de barba sin rasurar, para decorar las paredes desus casas de diseño con estúpidos y absurdos adornos, para leerbasura escrita por grises funcionarios y tipos encorbatados sincallos en el culo. Les están educando para beber sin emborra-charse, para comer sin engordar y para amar sin mancharse. Ylo han conseguido, viejo amigo, han vuelto a vencer.

Otra batalla más perdida, sin luchar, sin ni siquiera pre-sentarse a la lucha, huyendo, renunciando a la batalla no másintuir pelea, era lo que llevaba Joaquim arrastrando toda suvida. Su último poemario, «No», hablaba de todas aquellasbatallas perdidas de las que se retiró nada más intuir que iban aganar los de siempre. De esto hacía más de tres años y Joaquimdejó de escribir porque llegó a la conclusión de que ya no teníanada que decir o tal vez porque no tenía quien le escuchara.

4

majestuoso deja hacer. Una amante impura, que se deja acari-ciar por obreros y turistas, por amas de casa y camellos, portaberneros y cantantes de fados, por limpiabotas broncos ymujeres de piel brillante y cuerpo felino. Una amante que seabre por sus siete costados a quien se ofrezca pero que te pidefidelidad extrema.

Las toses broncas de Joaquim me sacaron de mis recuerdos.—¿En qué piensa mi viejo amigo?, siempre tan ausente,

tan absorto en sus ilusiones y sus sueños, que se olvida de ami-gos, nombres, fechas y direcciones.

—En viejos recuerdos que el paso del tiempo no ha podidoborrar. ¿Cuándo nos conocimos? ¿Hace diez años, quince? Yotenía veintitrés años, entonces hace más de diez años. Treceaños.

—Buenos tiempos aquellos pero ahora el tiempo nos havencido, ahora vivimos sólo del pasado, no tenemos presente ymucho menos futuro. Estoy tan viejo, cansado y aburrido quetodo me importa mucho menos que antes. Nada, menos quenada. Nada importa— ha dicho Joaquim con ese gesto que lereconozco, con ese gesto de cuando el alcohol le está venciendo:un balanceo leve de la cabeza, con la mano derecha sujetándosela frente.

—Deberías dejar de beber una buena temporada— lehe dicho y nada más salir las palabras por mi boca me he arre-pentido.

Mar ha gritado desde la cocina que lleva así cinco días,tumbado en el sofá sin hacer otra cosa que beber sin apenasprobar bocado.

—Me alegra, me gusta que tengas todavía recuerdos por-que la gran derrota es olvidar— me dice Joaquim antes de darleotro trago a la botella.

—Yo nunca podré olvidar aquellas mañanas de martes ysábados en la Feira da Ladra, conversando con chamarileros,ladrones de poca monta, anticuarios, artesanos, jipis, turistasdespistados. Y que acababan invariablemente en el bairro

Page 5: Historia de Lisboa

7

conseguido aliviar con orujo y algo de lectura. Paso el resto dela tarde en la Librería Española de la Rua Serpa Pinto.

Son las once de la noche y escribo estos viejos recuerdosesperando que Joaquim y Mar aparezcan. Ya sé que no van avenir. Mejor, del viejo restaurante que conocíamos sólo quedanlos recuerdos; un pequeño corcho con fotos de familiares y ami-gos, y las repisas de cristal con botellas de vino. Ahora tienentelevisión, camareros de uniforme pulcro, carta y aires de gran-deza. Ceno, consigo que me vendan una botella de grog y mevoy al jardín de Julio de Castilleo donde me quedo mirando unTajo inmenso. Debe estar lloviendo en la otra orilla.

6

—Tal vez bebes demasiadas cervezas, fumas demasiadoscigarrillos y te quejas más de la cuenta— le he dicho a Joaquimparafraseando un poema de «No».

—Tal vez.—Sabéis lo que me apetece— ha dicho Mar saliendo de

la cocina —que esta noche salgamos los tres a cenar por ahí ydisfrutemos del pasado, del presente y del futuro, estoy hastalos ovarios de la tristeza, de la derrota, de estas cuatro malditasy húmedas paredes.

Esa es la Mar a la que reconozco, la que nos levantaba atirones de la cama para que el domingo no fuera un día perdidopor culpa de la resaca. Y los tres nos íbamos a comer marisco ypescado a Sesimbra, Ericeira o Estoril. Y paseábamos por latarde por sus calles y soñábamos con tener una pequeña barcapesquera para recorrer aquellos puertos.

—Todavía me acuerdo de aquel restaurante caboverdianode Alfama donde íbamos todos los San Antonio. Creo que es unbuen sitio para cenar. ¿Os acordáis de él?

—Claro, claro que sí, es un buen sitio— dice Mar acurru-cándose en Joaquim.

Joaquim no ha dicho nada, ha dado un trago a la botellay ha mirado a otro lado para que no viera las lágrimas acumu-larse en sus ojos. Nunca he visto llorar a un viejo, he pensado.

Mar le ha quitado la botella a Joaquim y le ha besado concariño. Hemos seguido hablando pero ahora el peso de la con-versación lo ha llevado Mar y todo ha tomado un cariz másoptimista. Mar me cuenta aspectos de su trabajo en la radio, delas últimas manifestaciones de estudiantes, de los libros queha leído… Joaquim sólo participa cuando hablamos de WimWenders. Se hicieron buenos amigos y Joaquim le ayudó a loca-lizar unos cuantos interiores que salen en «Lisboa Story».Joaquim se retira a descansar un rato. Cuando nos hemos que-dado solos Mar me ha contado cómo les va la vida. Peor de loque imaginaba. No he querido quedarme a comer pero hemosquedado a las diez para cenar. Le he dejado a Mar algo de dineroy he vuelto a mi casa con una sensación de tristeza que sólo he

Page 6: Historia de Lisboa

9

casi se toparía con uno de los asesinos artistas ideados por DeQuincey. Y entonces me acordé de Bogarde, de la decadenciade Venecia en su muerte y aquella decadencia me llevó denuevo a la capital lusa.

Estaba en Lisboa. A pesar de la atmósfera que se respiraen ese bar, estaba en Lisboa y no en England. Deseché pues aBowie, a Hitchcock y al mismísimo Juanito el Andariego y creímás probable que en cualquier instante cruzase por la puerta eincluso entrase en el bar María la Portuguesa llorando al mari-nero que al langostino se fue. Sólo que ella no sabe que en rea-lidad no se fue al langostino, embarcó y va de puerto en puertovisitando a esas mujeres cuyo nombre lleva tatuado en unpecho imaginario.

Ella no ha conseguido escapar de los labios de CarlosCano y Amalia Rodrigues, así que nadie le ha cantado la delbarquero, que su marinero está dando la vuelta al mundo paraengarzar otra anilla en su lóbulo.

Y frente al Tajo, que desde el Inglés parece el mar en vezde un río, comenzaron a desfilar ante mí otros marineros y otrosbarcos. El capitán Nemo y su «Nautilus» regresando de su IslaMisteriosa para hacer escala en el bar y tomar un scotch, queno sólo de ron vive el marino, y el capitán Ahab, con los ojosdesencajados y un largo arpón en la mano persiguiendo a lagran ballena blanca, esa Moby Dick que de una manera u otratodos llevamos dentro y a la que también perseguimos incapacesde darle caza. Y vi a Gregory Peck y me dije que éste se habíacolado en el bar, porque ni era marinero, ni era inglés, ni estabaen Portugal. De repente apareció Spencer Tracy, del que no meextrañé de que acudiera al bar, que iba tras un gran pescadoallá por Cuba, dando vida a un pescador en una obra que salvódel olvido a Hemingway, de quien tampoco me extrañó que estu-viera en un rincón del bar bebiendo whisky como en la barra deChicote. Y reapareció Tracy, sólo que ahora era un pescador por-tugués cantando una canción de un pescadito a un mozalbetemaleducado y llorón. Y Smelt, huyendo de Dustin Hoffman-Garfio y soñando con ser ese hada con alas que es la novia de Amé-rica y que conquistaba a Peter Pan. Y Marlon Brando embarcando

8

el inglés de Lisboa Carlos Serrano

Frente al puerto, donde se compran los billetes del ferrypara cruzar el Tajo, antes de llegar a las docas y cerca de la esta-ción del tren que te lleva a Estoril está el bar Inglés de Lisboa.

Recuerdo la primera vez que entré en él, con sus asientostapizados en piel, sus mesas y su «barman» con chaleco.Intenté sin éxito comprar unos Montecristo en un estanco cer-cano y rechacé unos puros del país, desconocidos para mí, que meofrecía la estanquera, así que regresé y me contenté con una bica.

Era verano, se celebraban unos campeonatos mundialesde atletismo que nos habían mantenido más tiempo del deseadoen el hotel pegados al televisor, esperando ese salto de longitudde un joven atleta asturiano con nombre de apóstol que acabaríacon la hegemonía de Iván Pedroso. No pudo ser, no hubo milagro,el cubano volvió a demostrar que es el mejor.

Así que llegamos al Inglés cuando estaba anocheciendo,bajábamos por una rua que desembocaba junto al bar en esemomento en que la última luz de la tarde se mezcla con la pri-mera de la noche, en ese momento en el que si es verano no veomás allá de uno o dos metros. Debe ser un fenómeno paranormal.

Abandoné esa circunstancial ceguera a la misma puerta delbar. Era como un sueño. En su interior sólo había dos «guiris»,uno se olvida de que cuando sale de su país automáticamente seconvierte en «guiri», y el camarero, por lo que nos juntamos cua-tro «guiris» y el susodicho camarero. Solos. Pero si me hubierandicho que me iba a encontrar a la Señorita Marple haciendocalceta y contando cosas de su pueblo, lo hubiera creído, si mehubieran contado que esos asientos de cuero habían inspirado elatrezzo de alguna película de Hitchcock, tampoco lo hubieradudado. O que El Duque nos iba a deleitar con Heroes y el piratade Keith Richards se iba a acodar en la barra y maldecir al malditoJagger. Imaginé que la Dama de Blanco de Wilkie Collins, leídoy releído por Borges, se asomaría por el cristal de la puerta y

Page 7: Historia de Lisboa

11

Alfama, septiembre de 2001Jesús Ardoy

Llegamos en avión desde Milán y de repente se nos pre-sentó la ciudad. Lisboa estaba ante nosotros. Se mostraba comouna mujer que se sabe hermosa. Estábamos a su merced.Rendidos de antemano a ella. Sólo pudimos emitir un ligerosuspiro, porque las palabras sobraban.

Sobrevolamos el puente 25 de Abril e íbamos admirandoel río Tejo, luminoso e imponente en su desembocadura haciael Atlántico. Ya deslumbró a los fenicios, y ahora nos deslum-braba a nosotros. Al llegar al aeropuerto, cogimos un taxi y nosdirigimos al barrio de Alfama. Allí nos íbamos a alojar durantecuatro días, y, desde allí, conoceríamos el resto de esta formi-dable ciudad y llevaríamos a cabo nuestro «trabajo».

El «trabajo», consistía en convencer a un tipo de quepagara lo que debía. Así de fácil. Y así de difícil algunas veces.Ya sé, ésta no es una profesión muy bien vista, pero, ¡no seamoshipócritas!, todos hemos tenido ganas, en alguna ocasión, dematar a alguien. Pero esto es algo muy serio. No hay vueltaatrás. Y no lo puede hacer cualquiera. Mucha gente piensa que losque nos dedicamos a esto no tenemos sentimientos, que somosunos desalmados, y se equivocan. También tenemos sentimientos,sensibilidad, emociones y aficiones…pero esa es otra historia.Voy a lo que nos concierne ahora, qué es lo que ocurrió en Lisboa,nuestra Lisboa, durante esos días.

El tipo en cuestión, era el dueño del más lujoso local defado del barrio alto lisboeta. El típico mierdecilla que partió decero y se había convertido en uno de los personajes más ricos einfluyentes de Lisboa. Muchos negocios y trapicheos de altonivel. Lo del local de fado pasó a ser sólo un entretenimiento,una afición, un lugar donde llevar a sus amigos y amigas.

Pero, ¿en qué se equivocó este pez gordo? pues, en quese pasó de listo con otros peces tan gordos o más que él. Al gran

10

en la «Bounty» diciéndole a Trevor Howard que se jubile. YBogart interpretando a Trevor y la «Bounty» convertida en el«Caine»…

Yo no entendía, pero al final caí. En un país en el que nose lee conocemos estas obras y a sus protagonistas por el cine ynos creemos que hemos leído la novela porque hemos visto lapelícula. Cultura cinematográfica e ignorancia literaria. PobresVerne y Melville. ¡Viva jolivud!

Miré al «barman» y a los «guiris», recorrí la barra con lamirada y menos mal que en aquel preciso instante atravesó elumbral la última leyenda, Corto Maltés. El único de esos marinosque seguro conoce el inglés de Lisboa, porque se lo dijo HugoPratt o porque cuando le sobrevivió se perdió una temporadaen este refugio lisboeta, lejos de Malta y de los Mares del Sur.

No pudimos quedarnos con El Corto. Se marchó él o nosfuimos nosotros. Pagué unos escudos y unos céntimos por unpar de cafés. Dejamos allí al «barman» y a los «guiris», su barrametálica, sus mesas y sus asientos tapizados de piel y retomamosla misma rua, esta vez en dirección ascendente hacia al Chiado,hacia el Brasileira, en cuyo exterior resiste Pessoa de una piezalos flashes de los turistas. De ahí seguimos a la espalda delTavares, donde puedes encontrar desde un restaurante típicoportugués, a un caboverdiano, un árabe o el mejor italiano quepor aquellas fechas decían había en Lisboa y donde las casasde fado se ofrecen al visitante dejando escapar su lamento alentreabrir las puertas.

No voy a descubrir esta ciudad a quien no la conozca,pero yo algunas veces siento el impulso de montarme en elcoche y conducir hasta ella, hasta el final del río, para tomar unbuen café, fumar un habano y perderme en sus calles. Y porsupuesto, visitar el bar Inglés, frente al puerto. No me importaráque esté semivacío, porque sé que tarde o temprano se llenará,de ingleses, de marinos, da igual.

Alguien me preguntó una vez si conocía el inglés de Lisboa.Y yo pensé, el Tajo, Tajes, Tajesis, Támesis, Lisbon, London.

¿El inglés de Lisboa? Claro que sí.

Page 8: Historia de Lisboa

13

Fue al pasar por la «Casa de Pasto O’Eurico», en la RuaLargo de Sao Cristóvão, que un intenso olor a sardinas llegóhasta nuestra nariz. Una espléndida barbacoa era la culpablede que nuestra boca se hiciera agua por momentos. Nos fuimosderechos hacia la puerta del bar como hipnotizados por eseagradable olor. Los parroquianos eran en su mayoría trabaja-dores y jubilados, todos ellos adictos a la cocina de este entra-ñable lugar. El salón era bastante pequeño, así que las mesasestaban colocadas de manera que se aprovechara el espacio lomejor posible. Probamos las sardinas, y, puedo decir sin temora equivocarme, que pocas veces he comido unas sardinas tanbuenas como esas.

Volvimos al hotel a dar una cabezadita. Más tarde iríamosa casa del señor Ferreira —que así se llamaba el tipo—, ahacerle una visita de cortesía. El tipo tenía varios domicilios enLisboa y Estoril, pero el que más frecuentaba era el ático delnúmero cinco de la Praça da Figueira, en pleno centro de Lisboa,donde tenía su oficina.

A eso de las seis de la tarde nos presentamos allí. Abajoestaba abierto, así que subimos en el ascensor hasta el ático. Eraun edificio lujoso, de principios del siglo XX, con calefacción enel portal, moqueta y portero —que en esta ocasión no estabapor allí—. Llamamos al timbre y esperamos. Estas esperassiempre son un poco tensas, pero nosotros ya estábamos acos-tumbrados a estas situaciones. Lo importante es mantener lacalma y la sangre fría. Aunque a veces es muy desagradableque un tipo se te ponga a llorar de rodillas y cosas así. Entoncesme entra la mala leche y prefiero acabar de una vez. Hasta paramorir habría que tener un poco de dignidad.

Abrió la puerta una mujer de mediana edad, con traje dechaqueta y pinta de pocos amigos.

—Buenas tardes, ¿En qué puedo ayudarles?—Hola, buenas tardes, ¿sería posible hablar con el señor

Ferreira, por favor?—¿Tienen ustedes cita con él?—Pues no, pero es importante que hablemos con él. Es

algo urgente.

12

hombre, además del fado, le gustaban: las mujeres —cuanto másjovencitas, mejor—, la cocaína —cuanto más pura, mejor—, eljuego —cuanto más se apostaba, mejor—, etc., etc…

Empezó a codearse con mafiosos, políticos corruptos, yhasta con algún que otro obispo aficionado a todo lo anterior-mente mencionado. Iba a jugar a Montecarlo e incluso a LasVegas. Se encamaba con niñas en París, Amsterdam o Madrid, ycompraba la coca por kilos a sus amigos gallegos.

Llegado a este punto, el dinero fresco comenzó a escasear.¿Cuál era la solución?; pedir prestado. ¿A quién?; a sus amigosmafiosos, políticos, traficantes e incluso al obispo. Pero, comosuele pasar en estos casos, los pagos —con intereses—, comen-zaron a demorarse más de lo estipulado. Algunos de sus «amigos»,se mosquearon y no le concedieron más «préstamos», perohubo otros, «no tan amigos», que se mosquearon más aún —las cantidades eran mayores—, y querían cobrar a toda costa.Ahí es donde entramos nosotros. Y teníamos cuatro días paraobtener el dinero o…la carne.

El taxi nos dejó en la puerta de la catedral y nos dirigimoscon las maletas hacia nuestro hotel. El «Sé Guesthouse», estabaen una calle situada detrás de ésta (Sé), en pleno barrio deAlfama. En el primer piso de una vivienda antigua. Era limpio ydiscreto, justo lo que buscábamos.

Nos dimos una ducha y salimos con un humor excelentea la calle. Hacía un día precioso y decidimos subir hasta elCastélo São Jorge.

La panorámica desde aquí es impresionante. El río Tejobrilla y las barcazas que lo cruzan no paran de dar viajes.Alfama, debajo de nosotros, con su batiburrillo de calles y casascon ropa tendida. Más abajo, la Praça do Comercio, casi aden-trándose en el río. Y, mirando hacia el noroeste, la Praça dePedro IV (Rossio), el elevador de Santa Justa, la Iglesia do Carmoy el barrio alto.

Nuestros estómagos pronto nos anunciaron la llegadadel medio día, así que comenzamos el descenso en busca de unlugar para comer. Fuimos callejeando sin rumbo fijo, guiándonospor el instinto y por el hambre.

Page 9: Historia de Lisboa

15

que fuimos al hotel a darnos una ducha y a ponernos guapospara la ocasión.

Decidimos ir dando un paseo. Bajamos desde Alfamahasta el barrio de «Baixa» y de ahí fuimos subiendo hasta laRua da Misericordia, y, un poco más arriba, hasta la Rua daAtalaia. Estábamos disfrutando de lo lindo con el paseo. Elbarrio alto nos gustaba tanto como Alfama, aunque aquí senotaba una animación especial; muchos bares de copas y res-taurantes. Camellos y prostitutas. Locales de fado para turistas yclubes selectos. Nos encontrábamos en nuestra salsa paseandopor allí.

Al fin llegamos al restaurante diez minutos después dela hora acordada. El señor Ferreira ya estaba allí, tomando unvino en la barra y con cara de preocupación. Nos presentamosestrechándonos las manos cordialmente, como viejos amigos.Pasamos al comedor. Nos tenían reservada una mesa. Sólohabía otras tres mesas ocupadas, pero la nuestra estaba lo bas-tante separada como para poder hablar con tranquilidad. Pedimosbacalao al horno —por recomendación del señor Ferreira—, ylo acompañamos con vinho verde. Luego fuimos al grano.

—El señor Torelli está muy disgustado con usted, señorFerreira. Es mucho dinero el que le debe y no sólo eso, tambiénestá el asunto de la chica que desapareció. Si la encontraran, elseñor Torelli podría tener problemas.

—Lo sé, lo sé, pero necesito un poco más de tiempo.Díganle a Luca que dentro de dos semanas tendrá su dinero conintereses. Y por la chica que no se preocupe. El ácido sulfúricono deja ni un pedacito.

—El señor Torelli le da cuatro días para conseguir eldinero. Ni uno más. No podemos regresar sin el dinero. Y yaconoce usted al señor Torelli, si no hay dinero tenemos que lle-varle alguna otra cosa a cambio.

El señor Ferreira se puso blanco como la cal. Sabía cómo selas gastaba Torelli. Nos despedimos en la puerta del restaurante.El señor Ferreira nos prometió que haría lo posible por tener eldinero pero que quería hablar con el señor Torelli. Le dimos el

14

—Lo lamento señor, pero sin cita es imposible.—¿Y no podría usted decirle al señor Ferreira que hemos

venido y que nos gustaría verle mañana? Aquí tiene nuestratarjeta. Hay un teléfono de contacto.

—De acuerdo, veré que puedo hacer.Salimos de allí un poco cabreados por habernos pegado

el viaje en balde. Pero no nos cabía duda de que el fulano aca-baría llamando cuando viera la tarjeta, y pronto.

Entramos en una cafetería de la Praça da Figueira llamadaTentaçao. Había una variedad en dulces alucinante y el caféestaba exquisito. Seguimos paseando en dirección a la Praçado Comercio por la Rua Augusta. Es una calle muy animada conmuchas tiendas y restaurantes. Al llegar al arco del triunfo queda acceso a la plaza, sonó el móvil. ¡Por supuesto, era el señorFerreira! Parecía algo nervioso. No era para menos. Seguro queal ver nuestra tarjeta se meó en los pantalones. Bueno, en rea-lidad en la tarjeta venía el nombre de nuestro jefe, el señor LucaTorelli… Un mafioso de mucho cuidado y un tipo duro donde loshaya. Conoció a Ferreira en Lisboa, en una fiesta organizada porun «club» de la ciudad. Compartían la afición por las menoresde edad, la coca y el juego. El señor Torelli invitó a Ferreira a sucasa de Milán y se corrieron juntos varias juergas por todo loalto. Luego hicieron varios negocios juntos; trata de blancas,tráfico de cocaína, etc., etc… Hasta que el señor Ferreira empezóa perder mucha pasta en el juego. Entonces vinieron los présta-mos, los saquitos de coca fiada, incluso le mandó una niñita dela que nunca más se supo. El señor Torelli empezó a mosquearse.Pero cuando se puso furioso fue cuando Ferreira le propuso unnegocio inexistente. Necesitaba dinero de Torelli para adelan-társelo a unos colombianos. Le devolvería el triple de lo prestadoen unos días. Los días se convirtieron en semanas, y las semanasen meses. Entonces Torelli le dio un ultimátum. O pagas en unasemana o te mando a mis chicos a recoger el dinero.

Ferreira quería concertar una cita para esa misma noche.Tartamudeaba un poco y eso es siempre mala señal. Quedamospara cenar en el restaurante «Brasuca», en el barrio alto, así

Page 10: Historia de Lisboa

17

seguir sus pasos al igual que ellos seguirían los míos. Pero,¿qué podía hacer? No podría conseguir todo el dinero en tanpoco tiempo y de todas formas no estaba dispuesto a pagarleesa cantidad al muy hijoputa. Lo mejor sería perderse durante untiempo. Luca se olvidaría de mí en un par de años y, de todas for-mas, en Lisboa ya no tenía nada que hacer. Mejor sería cambiarde aires. Brasil. Sí, sería estupendo. Me iría a Brasil y empezaríauna nueva vida. Ya lo estaba viendo; las playas, el sol, bellasmujeres. Abriría un local para turistas…

Pero también tenía que encargarme de los dos matones.Les haría creer que estaba intentando conseguir el dinero, yacudiría a la cita del jardín botánico, pero habría sorpresas.

Esa mañana me dirigí al Banco de Portugal. Fui caminando,para que esos dos pudieran seguirme sin problemas. Queríaque me vieran entrar en el banco y salir tan tranquilo con mimaletín lleno de dinero. Pensarían que era para ellos. Así fue.Mis escoltas me informaron de que me seguían. Todo iba bien.En el banco se sorprendieron un poco de que sacara todo midinero. Hasta el director salió a saludarme y a preguntarme sihabía algún problema. Salí con el dinero y me dirigí a la oficina.Lo metí en la caja fuerte y busqué en Internet un vuelo para ellunes a Río de Janeiro…

—Sí, así es, fue al Banco de Portugal esta mañana y saliócon un maletín, señor Torelli. Parecía tranquilo.

—No os fiéis de ese perro de Ferreira. No lo perdáis devista e informadme de todo lo que haga, ¿de acuerdo?

—Sí, señor Torelli, así lo haremos.

Habíamos seguido a Ferreira hasta su oficina. Un largopaseo que nos había abierto el apetito a los dos. Fuimos pasean-do hacia la Praça do Comércio y, en la esquina de la Rua daPrata, encontramos un restaurante que tenía buena pinta.«Martinho da Arcada», se llamaba. Con maderas antiguas,mesas de mármol, etc… Por lo visto aquí recalaba FernandoPessoa al salir de la oficina en la que trabajaba. Comimos muy

16

número. El domingo por la tarde habíamos quedado en la puertadel jardín botánico para recoger el dinero…

—Quisiera hablar con el señor Luca Torelli.—Un momento por favor.—¿Sí, dígame?—Luca, soy yo, Wilson Ferreira.—¿Qué hay Wil?, ¿hablaste ya con mis chicos? ¿qué has

decidido?—Mira Luca, necesito algo más de tiempo, ya sabes cómo

son estas cosas. Estoy esperando un dinero para dentro de dossemanas, y en el peor de los casos vendería el local de fado.Pero necesito tiempo.

—Wil, sabes que aunque vendieras el local no tendríaspara pagarme. Es mucho dinero el que me debes, y además mementiste. Búscame ese dinero aunque sea de debajo de las pie-dras para el domingo por la tarde, Wil. No habrá más aplaza-mientos. Adiós.

Tenía que pensar y rápido, pero, ¿de dónde coño iba asacar yo casi un millón de euros en tres días? La cosa se habíapuesto fea. Podía llamar a los gallegos para que me fiaran cocapor ese valor, pero no, también les debía dinero. Por más quebuscaba soluciones no las encontraba. Al final me convencí deque la única solución era adelantarme a Torelli o huir…

Volvimos a Alfama paseando, disfrutando de cada calle yde cada plaza. En la Rua do Milagre de Santo Antonio, entramosen un local llamado «Chapitó». Había buena música y bastanteanimación. Un lugar curioso. Es una escuela de circo y centrode animación alternativo. Con restaurante, terraza, local deensayo, y un cibercafé en la planta baja. Nos tomamos una copay nos fuimos al hotel. Yo sabía de alguien que no dormiría bienesa noche…

Había mandado seguir a esos dos matones a la salida delrestaurante. Se alojaban en un hotel de Alfama. Al menos podía

Page 11: Historia de Lisboa

19

—No te preocupes por mí. Hasta el lunes entonces.—Hasta el lunes, Wil.

Perfecto. Todo iba a pedir de boca. Con el dinero del localy el del banco, tendría suficiente para vivir de la hostia en Brasil.El lunes a mediodía había un vuelo. Una vez montado en eseavión no tendría de qué preocuparme. Mañana llamaré a Torellipara decirle que he conseguido el dinero. ¡Ese cerdo asquerosopensaba que iba a acojonarme! ¡Me gustaría ver su cara el lunes!

Seguimos a Ferreira de regreso a su oficina. No volvió asalir de allí, así que nos fuimos a tomar algo. Entramos en un res-taurante llamado «Malmequer Bemmequer», en la Rua de SaoMiguel, cerca de la Iglesia. Tenían buen vino y cocina típica por-tuguesa. La camarera era preciosa y se lo dije. Pero mi compa-ñero me miró como diciendo: déjate de hostias que hay trabajoque hacer mañana. Lo capté, así que me dediqué a la comida. Alsalir, nos dirigimos al hotel dando un agradable paseo por Alfama.Ese subir y bajar de callejuelas, escaleras y callejones sin salida.El olor de los guisos en las casas, las caboverdianas o angoleñasque te hipnotizan al pasar. Estábamos disfrutando de lo lindoallí. Tendría que volver en otra ocasión, pero esta vez sin trabajode por medio.

Nos levantamos temprano y, después de una ducha, nosfuimos a desayunar al «Tentaçao». Llamó Torelli. El tal João deMoraes era un empresario. Estaba limpio; ni drogas, ni chicas,ni nada. Era dueño de un par de restaurantes y de un hotel en elbarrio alto de Lisboa. Torelli imaginaba que Ferreira había ido averle para pedirle dinero, o quizá, quién sabe, para venderle elclub de fado. Esto último le parecía raro a Torelli, pues Ferreirasiempre le estaba contando a todo el mundo lo especial que eraeste negocio para él. Pero claro, nunca hasta ahora se habíaenfrentado Ferreira con la muerte. —No le perdáis de vistahasta el domingo. No creo que pretenda jugármela, no tendrácojones. Pero hay algo que no me encaja en todo esto.

Salimos de la cafetería y nos apalancamos no muy lejosdel edificio. Nada, el fulano que no salía. Estuvimos así hasta

18

bien y barato. Luego fuimos a coger el tranvía de Alfama. Unode esos pequeños tranvías de madera con tanto encanto que enla mayor parte de Europa se encargaron de eliminar por «pocoprácticos» o «anticuados». Después de una breve siestecita,nos dirigimos de nuevo a la Praça da Figueira para vigilar lospasos de nuestro hombre. No tardó mucho en aparecer. Esta vezcogió un taxi. Nosotros cogimos otro y, como en las películas deHollywood, le seguimos a cierta distancia. Llegamos al barriode Belém. El taxi paró a mitad de la avenida Torre de Belém.Esperamos a cierta distancia. Entonces Ferreira se bajó y entró enuna lujosa casa de la avenida. Bajamos del taxi y comprobamosla dirección. Nº 44, Villa María. Llamamos al número de infor-mación telefónica y averiguamos que el dueño se llamaba João DeMoraes. El señor Torelli no le conocía. Tendría que informarse.

—¿Cómo estás Wilson?, hace mucho tiempo que nohablábamos.

—¿Qué tal João? Sí, el tiempo corre, pero te encuentrocada vez más joven.

—Bueno, siéntate, ¿qué es eso tan importante de lo quequerías hablarme?

—Pues verás, João, ¿recuerdas que durante algún tiempoquisiste comprarme el «Luso»?, ahora estoy pensando en vender.No, no es que no funcione bien, al contrario, pero yo ya no tengola energía de antes. No puedo estar allí controlándolo todo. Endefinitiva, me he cansado. Voy a tomarme las cosas con máscalma. Si aún te interesa te puedo hacer un buen precio.

—Bueno Wilson, me coges un poco por sorpresa, peroescucharé tu oferta.

—Será tuyo por setecientos mil, y no puedo bajar de esacantidad. Sabes que vale más.

—De acuerdo, Wil, sabes que quiero ese local hace años.No sé por qué coño lo vendes ahora, tú sabrás, pero acepto.

—Si no te importa prefiero el dinero en mano, lo haremosel lunes a primera hora.

—Está bien, está bien, no sé en que andas metido Wilson,pero ten cuidado.

Page 12: Historia de Lisboa

21

camareras—, y nos pusimos a vigilar toda la mañana. ¡Nada!El tipo no se movió de allí hasta que llegó la hora convenida.Salió del parking subterráneo que da a la plaza, ante nuestrasnarices. Rápidamente cogimos un taxi y nos dirigimos al jardínbotánico. Cuando llegamos estaba en la puerta. Parecía tran-quilo. Fumaba un cigarrillo contemplando el atardecer. Nadiepaseaba por allí. Nos saludamos cordialmente como la primeravez, estrechándonos las manos y sonriendo. Llevaba el maletínconsigo y le pedimos que nos mostrara el contenido. Todo parecíaconforme. Había billetes de cien y quinientos euros. No eranfalsos y estaba todo. Perfecto. Un trabajo fácil. —Bien, señorFerreira, el señor Torelli se pondrá muy contento, no tiene porqué preocuparse…

—Díganle a Torelli que la niña que me mandó estababuenísima…

Esa era la señal convenida. Cuando los dos tipos se dabanla vuelta para largarse, mis dos escoltas salieron de detrás deunos arbustos. A los matones apenas les dio tiempo de ponercara de idiotas. Dos tiros certeros con una 9 mm y silenciador.Colocamos los cuerpos rápidamente entre unos matorrales ynos largamos de allí echando leches. Habíamos cogido susmóviles. Seguro que Torelli esperaba una llamada o seríaTorelli el que llamaría. Efectivamente, no habían pasado niquince minutos cuando Torelli llamó. No había problema. Yohablaba italiano perfectamente y podía disimular la voz.

—¡Qué coño pasa! ¡Teníais que llamarme justo a la horaacordada! ¿Qué ha pasado?

—Todo está bien señor Torelli, tenemos el dinero, nohabía cobertura en este sitio.

—Está bien, coged el primer vuelo de la mañana y zum-bando para acá. Llamadme mañana antes de salir.

¡Me había quedado con él! Nos dirigimos a la oficina. Les diuna buena pasta a mis escoltas y les dije que se tomaran unas

20

medio día. Por fin salió del edificio acompañado por una mulataque había entrado un rato antes. Cogió un taxi en la plaza y noso-tros hicimos otro tanto de lo mismo. Cruzaron el barrio de ElCarmo y subieron para el barrio alto. El taxi se detuvo en la Ruada Barroca, una calle paralela a Atalaia. Paramos a cierta dis-tancia y los vimos entrar en el restaurante «Fidalgo», así quehicimos lo propio y entramos en un bar cercano a tomar unvinho verde y algo de pescado. Decidimos tomar un café y volvera esperarlo a la Praça da Figueira. Al cabo de un rato llegó conla mulata. Imaginamos que tardaría un buen rato hasta volvera salir, si es que salía. La tarde se hizo interminable. Mirábamosescaparates, tomábamos café y fumábamos, fumábamos mucho.Esto es lo que odiaba de mi trabajo. Las largas esperas. Estarhoras y horas al acecho para nada. A las diez de la noche nosmarchamos de allí. Estábamos hartos de esperar. Nos dirigimos alhotel, y, un poco antes de llegar a la Rua Largo de São Cristovão,encontramos un pequeño restaurante de comida angoleña ycaboverdiana. Yo probé la «cachupa rica» y mi compañero lacarne de gallina con salsa de cacahuete. De postre tomamos undulce de leche que quitaba el sentido. También quitaba el sen-tido la hija del dueño del establecimiento. Además, había unhombre con una guitarra que tocaba música angoleña de lossesenta. Era perfecto. Lo que necesitábamos para quitarnos elmal humor de la espera. Mañana cogeríamos la bolsa, o, en sudefecto, la vida de Ferreira y ¡de vuelta a Milán!

Habíamos quedado al atardecer en la puerta del jardínbotánico. Llevaba todo el día preparándolo todo para el viaje ydándole vueltas a la cabeza sobre la manera de deshacerme deesos dos. No pude apenas comer nada en todo el día. Cuandollegó la hora llamé a mis escoltas. Estarían ocultos cerca de lapuerta esperando la señal convenida para actuar. Todo tenía quesalir bien. A eso de las siete cogí el coche y me dirigí hacia allí…

¡Por fin, domingo! Fuimos a desayunar temprano al«Tentaçao», —donde ya teníamos cierta confianza con las

Page 13: Historia de Lisboa

23

Lisboa, Oporto y CoimbraBelén Portilla

Para muchos, Portugal es donde se compran las toallasmás baratas y aquel país que está más retrasado que España.Para mí es distinto, es la cara perfilada de la península ibéricay donde viví por un tiempo. Descubrí que mi nombre, Belén, nolo tenían las portuguesas, a pesar de que Lisboa tiene la Torrede Belém, el barrio de Belém, el Centro Cultural Belém y unequipo de fútbol llamado los Belenenses. Delibes dice que: «Siel cielo de Castilla es alto es porque lo habrán levantado loscampesinos de tanto mirarlo.» Yo creo que a los portuguesesles pasa igual, miran más hacia el mar que hacia la tierra. Poreso es un pequeño país de grandes conquistas y marineros.Caminando por las «ruas» de Lisboa y leyendo guías, el año1775 se te queda grabado en la memoria porque fue cuando laciudad entera se quemó y el Marqués de Pombal la reconstruyó.Desde el castillo de San Jorge, puedes ver los tejados de tejarojos y los tranvías amarillos subiendo pendientes. Bajas por elbarrio de Alfama y te encuentras con un viejo convento, creoque son de las Carmelitas y luego llegas al mirador de SantaLucía.Ese convento está medio derruido entre edificios y susviejos pilares y arcos ojivales le mantienen de pie. Se convierteen el mejor escenario para poder asistir a un concierto de músicaportuguesa. Pero si alguna vez me preguntaran qué ciudad ele-giría para llorar un amor elegiría Oporto. La suciedad y oscuridadse convierte en verdadera melancolía y allí podrías vivir la triste-za alegremente. Alquilaría una pequeña habitación con vistas alDuero donde leería pequeños poemas de Pessoa, bebería vino,tomaría cafés a deshoras y soñaría amargamente con fados.

Hubiera deseado que ese amor por llorar hubiese sido real.Le conocí en Coimbra. Se llamaba Felipe y estudiaba derecho.Creí que era español porque una noche durante unos instantesestuvimos hablando en castellano. Días más tarde le vi en la

22

vacaciones. Esa noche no pude dormir con tantas emociones.Estaba frenético. Había avisado a mi secretaria de que no fueraa trabajar el lunes, que ya la llamaría. Por la mañana tempranollegó Joao para arreglar los papeles. Fuimos a la gestoría y alnotario. Todo estaba en regla. El «Luso» era suyo, y yo teníaahora mucha pasta para empezar una nueva vida en Brasil. Nosdespedimos y Joao supo que sería para siempre. Tiré el móvildel matón al contenedor de basura y recogí mis maletas.

Una vez en el aeropuerto intenté relajarme pero era difícil.Llevaba mucha pasta en lo alto. Mucha más de la que se podíasacar del país. Finalmente facturé el equipaje sin problemas yme dispuse a embarcar. El avión venía de Londres y hacía escalaen Lisboa antes de dirigirse a Río. Subí al avión, ahora sí conuna gran sonrisa en los labios. ¡Lo había conseguido! ¡Dejabaatrás Lisboa! Despegamos y la ciudad me pareció más bella quenunca. Desde lo alto brillaba el Tejo una vez más, como un espejoque reflejara la luz del sol, bello, imponente. ¡Adiós Lisboa!¡Hasta nunca Torelli!

No me gusta la comida de los aviones, pero estaba de tanbuen humor que probé algo. No estaba mal. La azafata tampoco.En ese momento alguien situado justo detrás de mí se levantógritando algo en inglés. Parecía de origen árabe y llevaba unapistola en la mano. Otros dos más se levantaron gritando tam-bién. Uno llevaba una granada en la mano y el otro un cuchillo.Nos agarraron a tres como rehenes y ordenaron que se agacharatodo el mundo con la cabeza entre las manos. El que llevaba lapistola —y me llevaba a mí agarrado por el cuello— se dirigióhacia la cabina gritando a todos que nadie se moviera o moriría-mos allí mismo. Me miró sonriéndome; —nos vamos a NuevaYork— me dijo. El sueño de Río de repente se desvanecía y conél todos los que estábamos en aquél avión…

Page 14: Historia de Lisboa

25

un error imperdonableJoão Godoy

Ya llevaba un buen rato sentado esperando al metro dePicoas, debajo de la Praça Marques de Pombal, reteniendo enmi memoria su entrada modernista, del 1900, obra de Guimard,regalada a Portugal en el 55 por la Compañía Autónoma deTransportes de París, información esta taladrada a mí por Ana, miprima, la que sabe de todo y de todos los sitios y que nunca hasalido de Portugal, acaso a Huelva para poder decir que conoce elpaís vecino, pero que tiene todas las guías del Routard publicadas.

Tenía la boca abierta, como siempre que me abstraigo, yla baba caída en mi mano, me devolvió de nuevo a la realidad.Salí otra vez a la praça sin coger metro alguno. Llevaba dos díassin dormir por culpa de una camarera, así que las informacionesse me cruzaban y los sentidos se mezclaban entre sí, aderezadotodo por el caso omiso que estaba haciendo de mis hábitos coti-dianos básicos, de mis horarios, de mi ritmo…

—En el recodo de una peatonal, detrás del Rossio, en unrestaurante, pero sólo trabaja por las mañanas. Una decora-ción, no sé, original, acogedora, aunque…, bueno, el entornorecuerda la simetría imperfecta pero encantadora de otrosmuchos barrios de ciudades europeas con turismo, calles histó-ricas trilladas por los pasos de miles de personas…

En este momento yo ya no escuchaba, me había quedadoen la «decoración». Qué pedante. Siempre me quedaba con lasganas de decirle pero tú qué sabrás si no has salido de Lisboa,aunque era mi prima y no era mala persona, al contrario, diver-tida, alegre, guapa, alguna vez incluso pensé que si no fuera miprima… Ya eran dos meses los que llevaba yo atrapado con estachica. Mi imaginación había fabricado una muchacha encanta-dora, increíblemente interesante, harto como estaba de ver,conocer, saludar a otras mujeres que eran sólo guapas. Ademásera amiga de mi prima y sólo pretendía conocerla, hablar, al

24

cantina del Colegio San Jerónimo y descubrí que era portugués.Me sorprendí mucho, me acerqué a él y le regañé por habermetenido engañada y se río mucho. Felipe me contó que habíaaprendido castellano viendo programas de televisión españolessubtitulados en portugués. Había palabras como associação enque su acento escondido resurgía. Mi amiga dijo que a ese chicole gustaba yo. Deseaba que fuera así y acabé apostándome conella mil escudos a que no pasaría nada entre nosotros. Empecé ira clase para verle pero nunca le veía, le preguntaba a su mejoramigo, Hugo, y decía que no iba. Meses después le volví a ver y lepregunté en portugués, ¿dónde había estado todo ese tiempo?¿porqué no iba a clase?, ¡que no le veía! Me contestó en español,que se encerraba en el cuarto para ver si de allí salía una novela.Me enamoré de esas palabras. Jamás le volví a ver. Gané la apues-ta. Puede que continúe escribiendo una novela en su habitacióndel último piso, en el edifico esquinado de la calle AlexandreHerculano. Me gusta soñar y pensar que sigue allí y que seacuerda de mí. Y me gustaría volver a soñar en Portugal.

Page 15: Historia de Lisboa

27

—Adrenalina, Joao, pero esto no es un juego, es peligroso. —Pero tú lo haces.—Pero yo sé de qué va.—Si es aquí cerca, además qué más te da, sólo una vez,

por conocer, y ya sé dónde es, me lo acabas de decir, y siempreme lo repites, me lo sé de memoria y por tus descripcionesconocería a María hasta sólo con verle el filito de sus bragas.

—Guarro, hombre tenías que ser.—Quiero decir, Ana, que me la has descrito cien veces en

cien ocasiones, por favor Ana dime que sí.—Ya basta, toma anda… Total si te pillan la has cagado,

tú sabrás, Joao espera…— me metió un papelito en el bolsillo.—En el recodo de la peatonal, Rua Portas de Santo Antão…—Ana, sé perfectamente dónde es.Cerré la puerta y bajé corriendo la Travessa da Espera

con el paquete de coca en el gran bolsillo interior de mi cha-queta. La excusa perfecta. Por fin voy a conocer a María.

Entro, saludo y me hago el despistado, me tomo unaginja, que para eso dice Ana que es por lo que suele ir la genteallí, para comprar o beber ginginha y tomarse un tentempié decochinillo o de presunto y… bueno es fácil, ¿no?

Bajaba ya la Rua do Carmo, a mi izquierda el metro deRestauradores y la estación de trenes, a la derecha la Praça delRossio, mi destino próximo. Con el fulgor y el orgullo de quiense encamina hacia una empresa propuesta y a la cual se enfrentacon la única garantía de su seguridad y planificación personal,un golpe de viento en la cara me trajo a la imaginación a Joao,elcapitán de abril, con un clavel entre los dientes airoso de sudeterminación, orgulloso de su decisión…

El dolor de un golpe en el tobillo me devolvió a la realidad.En mi abstracción había tropezado con una silla de la terraza deun bar. Entorné los ojos y me quedé mirando la silla fijamente,al tiempo que en mi mente se movió un aire confuso, un shockagridulce e inclasificable al recordarme que el miserable y cal-culador dictador murió de una tonta caída de una silla.

Al torcer la esquina y sin apenas darme cuenta ya estabaen la Rua Santo Antão. En ese justo momento me di cuenta de

26

menos intentar superar este miedo al rechazo y al ridículo queme produce este complejo de inferioridad estúpido, y por fin poruna vez llevar a cabo algo que me he propuesto hacer, ya está bien.

«Otra ginja, por favor.» No es tan descabellada mi idea,al contrario, es algo muy natural, de lo más normal, me sientoatraído por alguien inteligente, interesante, guapa, pelirroja(¡pelirroja!), aunque no la conozca. Salí del bar y me dirigí a micasa. Por el camino me abstraí de nuevo. Pensaba en lo gracioso,por llamarlo de alguna manera, de mi actitud, sentirme atraídopor una chica a la que no conocía más que por las descripcionesde mi prima, amiga suya. Mi prima, que sabe de todo sin conocernada realmente, hace de intermediaria de cocaína, se la dan enun paquete, la entrega a sus contactos y ellos la vuelven a moverhasta que por fin llega a su destino, pero ella nunca la ha pro-bado. Sin embargo conoce todas la drogas, hasta los principiosactivos, sus efectos, el tiempo que permanecen en le sangre,cómo se adulteran… todo. Y es que tiene decenas de librossobre el tema y dice que no le hace falta probar porque se lasimagina perfectamente.

—Pelirroja, pelo rizado, estatura media como tú, Joao,eso sí bastante guapa, muy guapa, todo hay que decirlo, siemprecon su ropa ancha, y va a terminar su tesis sobre la trascendenciamonológica del reflejo social en la última novela de Camus, «LaCaída». Por ejemplo, Camus no probó las drogas y alcanzó unaperspectiva ejemplar sobre las ilusiones de la felicidad en…

Me daba igual lo que seguía, me había quedado en «pers-pectiva». Además quién se cree que Camus no tomaba drogas…¡Está haciendo una tesis! Una pelirroja guapa, que viste ropaancha (siempre me gustaron las chicas con ropa ancha, desdeque vi aquella peli de la Hepburn), que escribe tesis, que trabajapara pagarse sus estudios, que le gusta el riesgo, la aventura…porque si no cómo se llama eso de intermediar coca detrás deuna barra tal y como están los tiempos y con los chivatazos quete pueden joder la vida… ¡Mariana Pineda era una aficionada!

—Ana, no es nada para mí, además es sencillo y quierohacerlo, necesito hacerlo, necesito eso que se segrega y que tehace sentirte vivo, grande, alguien…

Page 16: Historia de Lisboa

29

hace frente, ahora pensaba en las conquistas napoleónicas yen el Julián Sorel de Rojo y Negro.

—Toma María, aquí tienes el paquete, ya te habrá dichoAna, mi prima, que esta entrega la haría yo. En realidad sóloquería conocerte, me ha hablado tanto de ti… en fin, bueno…Ana Pires, de la calle Rua da Rosa número 5, te lo digo para quequedes tranquila y veas que es ella, bueno que soy yo, ella,esto…tú me entiendes, que lo traigo de su parte. Otro día nosvemos, si no te importa claro— Le dejé el dinero en la barra y salírápidamente.

Todo un profesional, pensaba, bueno, esto ha sido pancomido, no tiene mucho mérito en definitiva. Pasado mañana,ahora que ya me ha visto, volveré más tranquilamente. Reharémis planes.

Con la sonrisa puesta volvía de camino a mi casa, peropensé llegarme antes a ver a mi prima y que viera que no habíasido nada del otro jueves. Tardé una hora y media en llegar a laPraça Camoês, y alcanzar la cuesta de la Rua Loreto. Cuandollegué cerca del bloque donde vivía mi prima vi dos coches depolicía debajo de él y sonreí. Otra vez bronca en el bar da Rosa.Me disponía a entrar en el bloque cuando vi a mi prima Anaesposada, conducida por dos agentes hacia un furgón blindado;en décimas de segundo sentí una mirada de soslayo, perdida,casi ausente, que me lanzó Ana en el momento justo de serintroducida en el furgón. Paralizado por lo que estaba viendo,con una mano que mantenía en la chaqueta, toqué el papelitoque ella, ahora recordé, me había introducido en el bolsilloantes de marcharme con el paquete. Lo abrí y caí de rodillas.

«Rua Portas de Santo Antâo, 61. El bar se llama GinginhaPopular. Es un pequeño y cutre bareto, una sandwicheríavamos. El local se quedó detenido en el mil novecientos, conviejos anuncios publicitarios de ginginha colgados en la pared. Dehigiene deplorable, no deja, como verás, de tener ese encanto delo viejo, de lo antiguo, de lustros detenidos…» Comprendí al fin.

Y aquí estoy, detenido yo también en el tiempo, en estapraça, sin saber qué hacer. Aunque parezca que no, hay muchaspelirrojas en Lisboa. Un error imperdonable.

28

que en realidad desconocía algo casi vital, el nombre del res-taurante donde había de producirse la entrega y donde por finconocería a María, la guapa, inteligente y arrojada pelirroja deropas anchas que escribía tesis doctorales y trabajaba parapagarse los estudios… En esta calle no hay muchos restaurantescon esa decoración tan original e inclasificable como me relatabaAna, además cuántas pelirrojas así estarán detrás de una barra,la reconocería al instante… Decidido, recorrí la calle y despuésde asomarme a dos o tres restaurantes de lo más normal, porfin vi a una inequívoca chica de largos cabellos rizados pelirrojos,que iluminados por el sol a través de los ventanales hacíatransportarme a la imagen de aquella mujer que Klimt inmor-talizó en su serie «serpientes» y que agarró Sanpedro para su«vieja sirena». Qué es la vida sino un cúmulo de circunstanciasespaciotemporales, pensé, y entré en aquel local como decididoa liberar Portugal de los indeseables salazaristas…

Una decoración a trazos impresionista, a trazos costum-brista, ambiente acogedor sin duda, que enmarcaba un bonitocomedor de maderas antiguas. Pensé entonces en la descripciónque me hizo mi prima Ana y sonreí. Vaya interpretación la suya,más parecida a la que pueda tener un redactor del Routard quea la visión de un lisboeta de a pie. En fin. Recorrí de reojo esterestaurante pijo (así lo definiría yo) y me aproximé raudo ydecidido a una esquina de la barra donde aquellos cabellos roji-zos de María destellaban. Al girar su cabeza y verla en toda suplenitud, un gusano con dientes me recorrió el cuerpo y se paróa morderme en el estómago. No pude articular palabra. Cuantoantes mejor, pensé.

—María— pude decir, no sin que me temblaran las piernas.—¿Sí, qué desea? — contestó.—Una ginginha, por favor— Con el codo izquierdo pre-

sionaba el paquete que escondía en el bolsillo interior de michaqueta roja mientras bebía el licor, y varios camareros ocu-paban y desocupaban la barra, volviendo a las mesas con susbandejas. Pronto pensé que esto podría resultar imprudente,podría llamar demasiado a atención. Qué hombre de valor noimprovisa y modifica sus planes conforme lo imprevisto nos

Page 17: Historia de Lisboa

31

Le compré tres libros por quinientos escudos, sin regatear.Los tres estaban firmados por un tal Joaquim Costa del quenunca había oído hablar.

—Si quiere, se los dedico, y sin hacer cola.Su voz sonaba a cueva, a agua de lluvia, a tabaco recio, a

mixtura, a vinho verde. Hice un gesto afirmativo con la cabeza yescribió algo, con parsimonia, clavando en el papel la plumanegra que se había sacado de algún pliegue de sus pantalonesde pana.

—Moito obrigada.Le dije sin saber si había pronunciado bien las únicas

palabras que sabía decir en portugués. Él se rió. Tan fuerte ytan bruscamente que le dio un ataque de tos.

Me dirigí hacia la Praça Rossio en tranvía, por el purogusto de sentir su traqueteo y mirar a placer el ritmo lento deesta ciudad. En Rossio respiré por primera vez la mixtura; losangoleños y mulatos de las antiguas colonias portuguesas semezclaban con gentes de rasgos y culturas diferentes, blancosachatados, chinos de ojos azules, ejecutivos con corbata y largasnarices, turistas despistados o vagabundos sin prisa y con elestómago vacío, todos juntos en un mismo punto. Lisboa losacogía a todos, incluso a mí, una española venida del norte porcasualidad que descubría el sentido de la saudade. Un golpe deviento me levantó la falda y la nostalgia.

Los días se sucedían rápidos y las noches se alargabanen busca de un lugar donde escuchar un fado que no fuera «fortourists only». Y es que mi tercer apellido, con reminiscenciasportuguesas, Ferreira, me creaba la ilusión de formar parte,aunque fuera pequeña, de esa ciudad y de su ritmo. Luis, el por-tugués medio loco con el que vivía, me había dado unas nocio-nes concretas, «abre los ojos, niña y baila, baila, si puede seren algún local del Alto».

Y sí, si hay un lugar donde se puede encontrar casi todolo que uno puede desear, ese es el Bairro Alto. Locales de últimamoda conviven con viejas tascas donde el vinho verde es másverde que ninguno, edificios antiguos, fábricas reconvertidasen talleres de artistas, peluquerías que venden ropa y te ofrecen

30

tócala otra vezRakel Rodríguez

Fui a Lisboa por casualidad. Hasta ese momento sólo habíaido al Portugal más cercano que yo había conocido en el interior,donde las mujeres vestían largas sayas negras, se peinaban conmoños recogidos en la nuca y utilizaban palabras que ya habíaescuchado mil veces en boca de mi abuela.

Así que cuando subí a ese tren nocturno y amanecí en laciudad de las siete colinas, descubrí Lisboa y esa Lisboa suave,seseante, deliciosa y extravagante, se coló de golpe en misentrañas.

Me alojé en una casa en el Beco do San Francisco, en elcorazón de la Alfama, donde vivían un portugués medio loco,una francesa amante de la noche y un brasileño buscavidas.

Ese mismo mediodía, todavía entontecida por el furor delviaje, decidí perderme entre sus calles y perder el tiempo. Metropecé con la Feira da Ladra, un mercadillo viejo donde se reú-nen personajes de todo tipo, anticuarios de asalto, libreros oca-sionales y vendedores de almas. Allí me tropecé también conJoaquim.

Y digo me tropecé porque así fue literalmente. Habíapuesto un enorme paño rojo en el suelo donde se veían dosdocenas de libros.

—Cuidado, senhorita, esto es material sensible.Me dijo en un español perfecto con un marcado acento

portugués. Estaba sentado sobre el paño rojo, con las piernascruzadas, a lo indio, fumando un tabaco que olía a una mezcla demadera y menta. Era un hombre de unos cuarenta años, muydelgado y con pómulos salientes. Pero sobre todo tenía unosojos, hundidos en las cuencas, que te anunciaban de inmediatoque la saudade había hecho una mella imborrable en ese hombre,al igual que el hambre y la insolencia y el desgaste de estar al otrolado continuamente. Todo eso se notaba cuando le mirabas ahí,a ese punto negro de sus ojos.

Page 18: Historia de Lisboa

33

a cerrar en mis narices pero para mi sorpresa, sin esperar quele dijera nada, se apartó y me dejó un minúsculo hueco paraentrar. Luego cerró de nuevo con llave.

Allí dentro había tanto humo que me costó largos minutosacostumbrar mis ojos al ambiente. Era un bar. Una barra demadera vieja, mesas de mármol, gente de todas las edadesbebiendo vinho y bagaço y fumando sin parar. Me situé enalgún lugar, tratando de pasar desapercibida. Vi a un marine-ro de enormes tatuajes llorando frente a un vaso vacío, genteque hablaba al aire, a quien quisiera escuchar, solitarios de ojosvivos. Y entonces lo entendí todo. Porque de golpe todos callaronen cuanto un hombre flaco y de enormes ojos se sentó junto auna de las mesas y empezó a cantar. Era un fado. Creo que sólose oía el humo de los cigarrillos al ser exhalado. No me hacíafalta saber la lengua para entender, esa voz rasgada, la voz de lasaudade inundó ese local, invadió mis manos, mi lengua, mi cuer-po y sentí las lágrimas, que no eran de tristeza, sentí la nostalgiabien dentro. Esa noche me emborraché de música y de senti-miento, esa noche, en aquél local oscuro, lleno de humo, dondeno amanecía nunca, supe que por una casualidad había ido aparar a Lisboa, a esa ciudad donde me llamaban Carmen y de laque me había enamorado sin remedio.

Al darme la vuelta los brazos de Joaquim me esperaban yen la calle era de día. Él se tragó entonces todas mis lágrimas.Que no eran de tristeza. Todavía hoy, después de quince años,no sé si fue realidad o si fue el fantasma del museo das mario-netas (esa mujer vestida de blanco en la calle Largo Rodriguesde Freitas) quien me hizo dar mil vueltas para tratar de confun-dirme y no volver a encontrar ese camino directo a la ilusión desentirme inmortal por una noche y nueve días.

[a Silvia, que también vio el fantasma]

32

una cerveza, librerías que huelen a incienso. En una de ellas,en la Librería do Mondo, conocí a Linda.

Linda era una brasileña de unos 30 años, de ojos vivarachosy cuerpo elástico. A diario trabajaba allí, y los fines de semanaera payasa y daba piruetas y se tocaba la nariz esponjosa y rojaen las calles de Lisboa.

—Cuidado, senhorita, esto es material sensible.Me dijo con esa dulzura de la lengua portuguesa. Yo aca-

baba de coger un libro y hasta ese momento no había mirado elnombre del autor. Lo leí. Era de Joaquim Costa.

Linda me explicó que era uno de los poetas más conocidosen las calles de Lisboa y que desde la Alfama al Bairro Alto,pasando por Estrela D’Ouro, y la Baixa, todos los borrachos,rebeldes y poetas en ciernes, sabían quién era Joaquim. Lo decíacon tal énfasis que no me era difícil imaginármelos a los dos enla misma cama, bebiendo bagaço uno de labios del otro…

Continué caminando, recordando los amaneceres desdeel Castelo de San Jorge, el mediodía junto al Tejo, donde variasveces me pareció ver un par de gaviotas despistadas, la bellezade ese río que se confundía con el mar, con ese puente inmensoatravesándolo y al lado una pareja compartiendo un bocadillodiminuto, masticando despacio, para aplacar el hambre. Esatambién era Lisboa. Y sus tranvías, esos eléctricos ya casi desa-parecidos del mapa de la modernidad urbana, que son, a pesarde sus retrasos, toda una demostración de viabilidad y estética.

Entonces escuché algo, el sonido venía de una especie degaraje, una puerta de hierro cerrada. Nunca recordaré el nombrede aquella rua angosta. Pegué la oreja contra la puerta. Sí, allíse oía música, aunque no la podía definir. Llamé tímidamente,esperé unos minutos pero nadie abrió. Nadie pasaba por lacalle, era muy pequeña y no debía estar muy lejana a la Rua daAtalia si no recordaba mal. A punto estaba de irme cuando sehizo el silencio al otro lado y aproveché para llamar de nuevo,esta vez con más fuerza.

Me abrió una mujer oronda, con un delantal de flores yuna larga trenza blanca. Creí por un momento que iba a volver

Page 19: Historia de Lisboa

35

lisboetas, cristalinos de mar…«Sapataria». En un segundo, un resorte instintivo me

abalanza hacia la calle. «Esta es, seguro». El tranvía se va.Frente a mi, un cartel de madera pintada en rojo. Un escalón yun escaparate sucio, dejado. Sobre fondo oscuro. Decido entrar.

La claridad exterior de la mañana me ciega. Apenas per-cibo unos cuantos zapatos dispuestos de forma desordenadafrente al escaparate. Más allá, unas zapatillas de anciano, deesas de andar por casa. Las observo. Subo la mirada. Es él.

—Bom dia! Que deseja?La pregunta del zapatero me turba. La conciencia de mi

viaje me agolpa la sien. ¿Qué demonios hago yo en Lisboa, frente a un viejo y su

historia?—Solo quería ver su zapatería.—¡Ah! ¡Española! ¿Y su país cómo está?Me alivia su español, mejor que mi acento portugués.

Pero la mirada se me va a la pared de papel pintado, a la foto antesvista de la mujer que me invitó a venir a Lisboa. Me atrevo.

—Espero que no le moleste, ¿quién es ella?—Es la segunda persona que pregunta.António Nogueira habla sin mirarme. Conjuga portugués

y español para cantarme su fado a media voz: un país que sepierde en las manos de desaprensivos, el miedo y la impotencia,la muerte que nos vive cerca, la revuelta nacional. Y, en medio,su amor por Çâo Silva. En la foto, su mirada muestra desafío,casi fiereza. Era bella, la condenada.

—Debió amarla mucho— no se sorprende.—Aquella mujer que ve era alegre, sí que lo era. Y algo

extraña también. ¡Por ella fui a España, huyendo de todo! Nosirvió de nada. La mataron igual.

António Nogueira sostiene en sus manos un zapatonegro, elegante pero ajado, con más de veinte años encima. Seausenta. Está allá, con ella, en una de esas noches de fado en laplaza Rosal, donde la conoció.

34

el zapatero de AlfamaIsabel Muñoz

«Lo único que guardo de mi vida es la pasión que un díame dio aquella mujer».

En mi cabeza resonaba aún el lamento de aquel viejoflaco y deshecho que protagonizaba uno de esos reportajes defin de semana. Aquella frase me compró el billete en elLusitania, que me dejaría en Lisboa al amanecer. Aquella decla-ración de amor y los ojos vidriosos del amante de una de lasactivistas que se dejó sus días en la resistencia al gobierno deSalazar, en una Portugal que rompía aguas amargas de su san-grienta dictadura.

Nunca hablé de Salazar con aquel zapatero de Alfama.Solo de Ção, Conceição Silva, la mujer que asesinó al generalSalgueiro, la joven morena que todavía colgaba en la pared depapel pintado de su establecimiento y en un recorte del perió-dico que anunciaba su muerte. Un tiro. En la Rua da Liberdade.

Bajé de aquel tren convencida de haber salido de lamáquina del tiempo. Dejé atrás la estación de Santa Apoloniapara tomar el primer tranvía que me llevase a Alfama, a la zapa-tería de António Nogueira.

Mecida por el traqueteo del número 28, la frágil estructurade hierro y madera me arrastraba entre callejas empinadasatestadas de lisboetas, ruido, polvo y color. Las puertas deAlfama se abrieron en mercadillo sobre los azulejos apretados alsuelo y paredes de ocre y azul. Reniego de la descripción pinto-resca de este barrio de Lisboa. La pobreza que sobrevive a susparedes rajadas me acerca a la Lisboa de la miseria, la carencia,el olvido.

Busco ansiosa entre cientos de gentes el rostro del zapa-tero y descubro su mirada milenaria en cada criatura, en cadaser. Me abruman las historias que leo en los ojos de aquellos

Page 20: Historia de Lisboa

37

Bajé la cuesta embebida en aquella historia, perfectapara uno de Amália Rodrigues. La tarde se perdía. Busqué unhotel y me acomodé. Conocía Lisboa pero no me atrevía a salirsola. Tomé un taxi y terminé la noche fría con el dolor incurablede la pérdida. En la madrugada, recordé la ausencia de Pablo.El también se marchó, como Ção. Y no regresará. Me acosté,derrotada, en un cuarto oscuro, de moqueta raída.

Desperté tarde en uno de esos días cenicientos que caensobre Lisboa como las siete plagas sobre Egipto.

Mis pasos me llevaron a la zapatería. No pude contenerla sorpresa, la angustia, al ver un papel a cuadros donde seanunciaba la muerte de António Nogueira. De madrugada. Solo.La nota avisaba la hora en que los restos del viejo darían con lasaguas del Tajo.

No sé por qué. Fui. En el embarcadero, gentes del barriode Alfama alquilaron un par de barcas. Me mezclé con ellos yme eché al mar. Guardé mi pánico a navegar en los bolsillos,haciendo compañía a mis manos ateridas por el frío de la últimahora de la tarde… En un solo gesto. Y todo se acaba.

De vuelta en la barca percibo cómo el azul se pierde,invariablemente, entre las dos orillas del Tajo exhausto. El solse despide. La ciudad muere y nace en cada calle que se oscu-rece y que sólo se alumbra con el candil de la saudade que ver-tebra por siempre, que respira sin fin, la antigua capital delimperio. Desmembrada, casi rota, descascarillada. Lisboa.

Recordé las palabras del viejo: «En Lisboa, menina, todaslas criaturas inspiran su fado. Si eres afortunada, encontrarásel tuyo. Y, entonces, quedará por siempre tu alma en Lisboa. Yte atrapará. Y deberás volver siempre, cuando ella te llame».

36

—Yo no sé de política ¿sabe? Yo sólo la quería a ella. Yme dejé arrastrar. No quería que le pasara nada.

Las andaduras de los amantes les llevaron al norte, aGuimarães. Más tarde se unieron a un grupo de libertarios ita-lianos, españoles, franceses y portugueses. Después, España.

—Cuando regresamos, yo no quería, lo presentía, qui-sieron hacer algo fuerte. Y fueron por el general. Era un hom-bre malo ¿sabe?. Acabó con mucha gente. Pero cogieron a Ção.La mataron en la calle. Y me quedé solo.

Si la tristeza existe, se llama António Nogueira y vive enuna zapatería mísera en Alfama.

—¿Y qué fue de usted? ¿No le cogieron?—No, me escapé. Me fui lejos, a la sierra. Yo no sé nada

del mar, ¿sabe? Si no, me hubiera largado en un pesquero aquellamadrugada, para buscarla…— la misma en la que un jovenNogueira dejó con lágrimas en el pecho el cuerpo inerte deaquella mujer, de noche, a oscuras, en la nada.

Percibí, como otras veces, que debía volver sobre mis pasos.Habían pasado, ¿cuántas horas? Aquel viejo quería estar solo.

—Me marcho. Gracias.—¿Sabe dónde escuchar fados? Vaya al «María Labreira».

Diga que yo la conozco. Adeus.

Di media vuelta y sonreí. Tenía mi historia. Al salir, me dicuenta de que el escaparate estaba atestado de zapatos inutili-zables, modelos viejos y sólo uno de cada par. Me volví.

—¿Y el otro? ¿Los vende solos?—Sólo vendo uno para quienes perdieron el otro. Y tam-

bién arreglo. Aquí es muy corriente.Salí. Y dejé a Portugal limpiando con betún el sueño que

se fue.

Page 21: Historia de Lisboa

38

obrigadinha…Chloé Martínez

Mi mano no escribiráL I S B O A — ya escrita por unos ojos descubriéndolaesa Lisboa de la Lina y del Eurico y de sus manoscocinando feijoes y remitiendo llaves,esas llaves, las de un ático alfameño, de sus campanas y de su camacelebrandocada cuarto de horade fado de lujo, de amor bien hechocomiendo cachupa, ¡esa cachupa rica de Cabo Verde!Celebrandocada tragode vinho verdinho,de festa de partido vermelho, dondela bella mulata pasó(de esas que huelen a dulce de leche). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Lisboa de tus ojos y de los míos mirándola¡Sí que es guapa!

. . . . . . . . . . .. . ..

(a veces fui yo la mulata de dulce de leche a la quepruebas en tus sueños, esa onda sabrosa que te fluyepor las manos...

Fui yo, en la nube

de Lisboa)

Page 22: Historia de Lisboa

literatura de kiosko 8historias de Lisboa

© ediciones RaRo, Jaén, febrero [email protected]

diseño gráfico y portada · Thomas [email protected]

si quieres colaborar, ¡escribe!

publicaciones de ediciones RaRo en Internetftp://jaendo:[email protected]

ediciones RaRo

Page 23: Historia de Lisboa

historias de Lisboa

ediciones RaRo

literatura de kiosko 8