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44 F. HOLDERLIN HIPERIÓN A BELARM1NO A partir de entonces ya no me apetecía seguir en Esmirna. Además, mi corazón se había ido cansando poco a poco. A ratos, todavía podía apoderarse de mi el deseo de recorrer el mundo o de enrolarme en una buena guerra, o el de buscar a mi Adamas para abrasar en su fuego mi melancolía, pero en eso quedaba todo, y mi vida, prematuramente marchita, no quería volver a recobrar nunca más su frescor. Faltaba poco para que terminara el verano; yo pre- sentía ya los tenebrosos días de lluvia, el silbar de los vientos y el rugir de los torrentes, y la naturaleza, que como una fuente espumeante había penetrado én todas las plantas y árboles, ante mi espíritu sombrío se replegaba, se cerraba y desaparecía en sí misma, igual que yo. Pero yo quería llevar conmigo todo lo que pudiera de esta vida que huía, todo aquello que me había sido amable en el exterior quería introducirlo en mí, pues estaba seguro de que el año siguiente no me encontra- ría bajo aquellos árboles y aquellos montes, y por eso recorría yo entonces, a pie o a caballo, con más asidui- dad que de costumbre, toda la región. Pero lo que me impulsaba a salir era, sobre todo, el secreto deseo de ver a ima persona a quien, desde hacía algún tiempo, encontraba todos los días bajo los árbo- les cada vez que pasaba por la puerta de la ciudad. Como un joven titán avanzaba el soberbio extranje- ro entre el género de los enanos que se deleitaban con huraña alegría contemplando su belleza, midiendo su talla y su fuerza y disfrutando con mirada furtiva de aquella tostada e incandescente cabeza de romano, como de un fruto prohibido; y cada vez era un hermo-

Holderlin - Hyperion - 0041

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4 4 F. HOLDERLIN

HIPERIÓN A BELARM1NO

A partir de entonces ya no me apetecía seguir en Esmirna. Además, mi corazón se había ido cansando poco a poco. A ratos, todavía podía apoderarse de mi el deseo de recorrer el mundo o de enrolarme en una buena guerra, o el de buscar a mi Adamas para abrasar en su fuego mi melancolía, pero en eso quedaba todo, y mi vida, prematuramente marchita, no quería volver a recobrar nunca más su frescor.

Faltaba poco para que terminara el verano; yo pre-sentía ya los tenebrosos días de lluvia, el silbar de los vientos y el rugir de los torrentes, y la naturaleza, que como una fuente espumeante había penetrado én todas las plantas y árboles, ante mi espíritu sombrío se replegaba, se cerraba y desaparecía en sí misma, igual que yo.

Pero yo quería llevar conmigo todo lo que pudiera de esta vida que huía, todo aquello que me había sido amable en el exterior quería introducirlo en mí, pues estaba seguro de que el año siguiente no me encontra-ría bajo aquellos árboles y aquellos montes, y por eso recorría yo entonces, a pie o a caballo, con más asidui-dad que de costumbre, toda la región.

Pero lo que me impulsaba a salir era, sobre todo, el secreto deseo de ver a ima persona a quien, desde hacía algún tiempo, encontraba todos los días bajo los árbo-les cada vez que pasaba por la puerta de la ciudad.

Como un joven titán avanzaba el soberbio extranje-ro entre el género de los enanos que se deleitaban con huraña alegría contemplando su belleza, midiendo su talla y su fuerza y disfrutando con mirada furtiva de aquella tostada e incandescente cabeza de romano, como de un fruto prohibido; y cada vez era un hermo-