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12cuentos
peregrinos
Homenaje póstumo a Gabriel García Marquez
Agradecimientos a:
El ideal romántico del docente, de aquel que lleva esta labor más por su vocación y por la convicción de aportar algo signicativo con el
n de generar una inquietud, busca los puentes, las formas y en academia las llamadas
didácticas aún entendiendo que pueden no ver resultados, pero que cree en su misión
encomendada.
Este proyecto se pensó de esta concepción de pensamientos, que se forjaron desde mis padres, María Antonia Hernández y Rafael
cetina y mi familia para ellos gracias innitas, a mis formadores de academia universitaria, en especial a Julieth Villabona Vega gran docente
inspiradora y amiga de la universidad de Pamplona y a Rubiela de la Hoz formadora de
bases, a mis amigos, mis estudiantes de octavo “d”, y a todos aquellos que contribuyeron de
alguna manera para lograr la materialización de este logro de la mano de Dios
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“veo fotos por todas partes, como cada uno de nosotros hoy en día; provienen de mi
mundo sin que yo las solicite; no son más que imágenes, aparecen de improviso.
(Roland Barthes)
Los códigos de una sociedad siempre empiezan por pequeñas visiones de los pre
saberes que se tienen, una impresión y conjuntos de símbolos sirven para identicar de lo más mínimo hasta lo más complejo, la lectura es un ejercicio para descodicar estos
símbolos, pero la enseñanza exige nuevas formas de leer, por eso la fotografía como
herramienta pedagógica en el ejercicio lector es un atractivo y una propuesta innovadora llevada a cabo por los estudiantes de octavo “d” creando imágenes fotográcas a partir de la lectura de los doce cuentos peregrinos de
Gabriel García Márquez, incentivando y mostrando esta nueva forma de leer.
Lilibeth Cetina
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El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
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La luz es como el agua — le contesté—: uno abre el grifo, y sale. De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra rme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, p id ieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido
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4
Buen viaje,
señor presidente
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nada r en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de as y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuerpo con los animales.
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Buen viaje,
señor presidente
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Buen viaje,
señor presidente
Sólo vine
a hablar por
teléfono
Buen viaje,
señor presidente
Sólo vine
a hablar por
teléfono
Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perdias de sus años y volví a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos.
LA S
AN
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Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza.
Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró paralizada por el terror. — Por el amor de Dios — dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
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La Santa
María dos
Prazeres
Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula.
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AVIÓ
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El padre, que era un rentista renado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños. M
ARÌA
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El rastro de
tu sangre
en la nieve
El avión de la
bella durmiente
El avión de la bella durmiente
E l d e d o e r a u n m a n a n t i a l incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el ujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras de papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco, pero de un modo irreparable.
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RAST
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