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Horacio Guillermo Vázquez ¡Santiago! Un Grito de Libertad Xacobeo – 2010 – Bicentenario Argentino Edita: Colección: En julio de 1807, el Tercio de Gallegos, la Legión de Patricios, criollos y españoles todos, salieron a las calles a defender Buenos Aires contra una invasión extranjera. Ellos no percibieron que estaban pariendo una nueva Patria: Argentina. En medio del combate, una exclamación desgarradora, mezcla de plegaria y grito de guerra, encendió las almas de esos héroes y los llevó a la victoria: ¡Santiago!

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Horacio Guillermo Vázquez

¡Santiago!

Un Grito de Libertad

Xacobeo – 2010 – Bicentenario Argentino

Edita:

Colección:

En julio de 1807, el Tercio de Gallegos, la Legión de Patricios,criollos y españoles todos, salieron a las calles a defender Buenos

Aires contra una invasión extranjera. Ellos no percibieronque estaban pariendo una nueva Patria: Argentina.

En medio del combate, una exclamación desgarradora,mezcla de plegaria y grito de guerra, encendió las almas de

esos héroes y los llevó a la victoria:

¡Santiago!

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Edita: Grupo de Comunicación Galicia en el Mundo, S.L.C/San Francisco, 57. 5º - 36202 Vigo (España)E-mail: [email protected]ón: Pablo Camilo Pérez AlbaColección: Crónicas de la Emigración

I.S.B.N.: 978-84-937683-4-8Depósito legal: VG 330-2010Impreso en Obradoiro Gráfico, S.L.Polígono Industrial do Rebullón, 52DMos-Pontevedra

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IntroducciónCapítulo I ...........................................................9La Proclama de LiniersCapítulo II..........................................................21La Reunión PreviaCapítulo III ........................................................31La OrganizaciónCapítulo IV ........................................................43Un CuartelCapítulo V ..........................................................53Buenas y Malas NoticiasCapítulo VI ........................................................61Los Preparativos para la DefensaCapítulo VII.......................................................67La Batalla InminenteCapítulo VIII ....................................................73La Primera CampañaCapítulo IX ........................................................83La Tensa EsperaCapítulo X..........................................................89La Batalla de MiserereCapítulo XI ........................................................97El Preámbulo de la VictoriaCapítulo XII.......................................................107El Campo de la GloriaCapítulo XIII .....................................................121La Rendición del Último BastiónCapítulo XIV .....................................................135EpílogoCapítulo XV .......................................................139El Tercio de Gallegos IInn

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Luego de tres lustros de investigaciones sobre laactuación del Tercio de Gallegos en la Defensa deBuenos Aires, intentamos con esta nueva obra, recre-ar aquella epopeya con la mayor fidelidad posible,desde la óptica de la cotidianeidad.

Es nuestro objetivo rellenar el vacío que existeentre la frialdad de los testimonios escritos y lacalidez de una realidad pasada. Afortunadamente,la cantidad de documentación es tanta, que nuestrotrabajo no ha sido muy arduo.

El heroísmo de estos próceres gallegos y argenti-nos, –la mayoría de los cuales han sido injustamenteolvidados, o incluso desconocidos–, cobra mayortrascendencia cuando, a través de sus vidas cotidia-nas, percibimos que fueron tan humanos como nos-otros. Intentaremos bajarlos del mármol y del bron-ce, para que cobren vida de carne y hueso, con senti-mientos, alegrías y sufrimientos, como nosotros. Esdecir: Tal como lo fueron en realidad.

La totalidad de los personajes, hechos, circuns-tancias y lugares, son absolutamente reales (inclu-yendo muchos de los diálogos). La imaginación y lafantasía, solo nos han ayudado a hilvanar esta histo-ria, con hilos tan finos que en nada varían la másabsoluta verdad documental.

El Autor

IInnttrroo

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La Proclama de Liniers

La lengua de agua del “Río Color de León”, lamía suave-mente los cimientos de los bastiones costeros de la Fortaleza deBuenos Aires, en aquella fresca mañana de septiembre de 1806.

Por el rastrillo, salió al galope elegante un teniente deDragones. Las riendas en su mano izquierda, las espaldas rec-tas, la mano derecha sobre la unión entre la cintura y la pier-na. Los bazos del caballo golpeando el puente levadizo, dabanun marco de solemnidad a la escena.

Pasó tranquilamente por los arcos de la Recova. Con unfirme tirón de las riendas, amainó la marcha, para no molestara ninguno de los comerciantes de aquel paseo, ni a los transe-úntes que pasaban en ese momento por la Plaza Mayor.

Al pasar frente a la Catedral, se quitó el bicornio empluma-do de rojo, inclinando levemente su cabeza, antes de volver acubrirse. Luego de pasar el templo, giró a la derecha y le largóun poco las riendas al animal. Había que acelerar la entrega,que seguramente le llevaría toda la mañana.

A poco andar se detuvo frente a un imponente edificio dedos pisos con balconadas y acera pavimentada de ladrillossevillanos, elevada sobre la calle de tierra. Leyó la cita quecircunscribía un magnífico escudo de la ciudad, orlado de

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atributos mercantiles, que se encontraba sobre la gran puertadoble, justo debajo del largo balcón: Real Consulado deIndustria y Comercio de Buenos Aires. Ya había llegado.

Ató las riendas al palenque ubicado justo frente a las puer-tas de madera verde oscuro del Consulado. Se sacudió la tie-rra omnipresente en la capital virreinal. Se acomodó el unifor-me, y buscó en el portafolios que llevaba debajo de la montu-ra, las notas que traía. Una, junto al sello de lacre, rezaba: AlIlsmo. Señor Secretario del Real Consulado, D. ManuelBelgrano. La otra, también apareció: Al Ilsmo. Señor Directorde la Escuela de Náutica, D. Pedro Cerviño.

Con las notas en su mano izquierda, entró a paso firme porla puerta central del edificio consular. Ya adentro, miró haciaambos lados del gran pasillo transversal, como buscando unarespuesta mágica sobre hacia dónde debería dirigirse paraencontrar a los destinatarios de sus mensajes.

Desde unos metros alcanzó a verlo el portero, quien acele-rando el paso, salió a su encuentro, saludándolo alegremente:

— ¡Ave María Purísima, mi general! ¿A quién anda buscandosu merced con tanta prisa? –En temas de cortesía, bien sabía donJaime que era más conveniente excederse que quedarse corto.

— Sin pecado concebida –respondió el mensajero–.Pues…–Miró nuevamente las notas–al Secretario, don ManuelBelgrano, y al…–volvió a mirar– Director de la Escuela deNáutica, don…

— Pedro Cerviño, mi general, don Pedro Cerviño...Sígame, su merced, por favor.

Ambos emprendieron la marcha por la galería que daba alpatio central de la gran casa.

Caminaron casi juntos por unos metros, cuando, de pronto,se detuvo el portero frente a una puerta, y con una seña de sumano, como para que el mensajero espere, golpeó suavemen-te por tres veces:

— ¿Si?!— Don Manuel, un mensajero trae algo para usted, de

parte… – Le hizo señas con la cabeza, levantando las cejas.

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— Del general Liniers – dijo en voz baja el mensajero— … del excelentísimo señor gobernador, don Manuel!— ¡Pase por favor, don Jaime, que está abierto!Al abrirse la puerta, dejó ver al destinatario de la búsqueda:

D. Manuel Belgrano. Su figura de caballero, condecía plena-mente con su trato. Todo en él era de una calidez no carente deenergía. Se terminaba de levantar del pesado sillón que ocupa-ba detrás del escritorio, lleno de papeles. Ya de pie, introdujola esbelta pluma blanca que llevaba en su mano derecha, den-tro del tintero, dirigiéndose directamente hacia el portero:

— Gracias don Jaime – y mirando directamente a los ojosal mensajero, hizo una pausa, conociendo que las normas cas-trenses indicaban que éste se presentaría:

— Con el permiso de Su Ilustrísima –Recitó el militar,adoptando la posición de firmes –, teniente de dragones deBuenos Aires, Domingo Inchauspe, de la escolta del SeñorGobernador, traigo de Su Excelencia este mensaje – extendióla nota que sostenía en su diestra–, con encargo de entregarloen su propia mano.

— Pues mucho le agradezco la gentileza, mi teniente.¿Necesita usted algo más?.

— No, señor. Tenga usted buenos días. Con el permiso deusted.

Mientras volvían sobre sus pasos hacia la entrada, el por-tero le comentó que Cerviño se encontraba dictando clase, yque no le recomendaba interrumpirlo, por importante quefuera el asunto. Si no tenía inconvenientes podría recibirlo elsegundo director, el profesor O´Donnell. El teniente, insistióen entregar la nota en mano, ya que esas eran sus órdenes:

— Muy bien mi teniente, venga por aquí.Al llegar a la puerta del salón del ala sur, se detuvo, y

haciendo un pendular giro de cabeza, acompañado de un reco-gimiento de hombros, abrió la puerta suavemente y sin golpe-ar, ya que sabía que Cerviño se encontraría al otro lado delsalón donde no lo llegaría a escuchar:

— … y ese movimiento aparente que dijimos que hace el

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Astro Rey, en derredor de nuestro planeta, apareciendo por levan-te y ocultándose por el poniente, ¿cuánto tiempo demora?…

— Un año señor –Se adelantó un mozo que escuchabaatentamente la clase de astronomía.

Cerviño giró sobre sus tacos, tratando de ubicar al cadeteque arriesgaba la errónea respuesta. En ese acto, vió en lapuerta a don Jaime, acompañado del militar, y para distenderla atención de su audiencia, a la vez que se aproximaba a laentrada, sentenció disimulando una sonrisa:

— ¡¿Un año?!… Un año es el tiempo que permaneceríausted en vuelo, describiendo una perfecta parábola, impulsa-do por la pateadura que le daría un profesor de astronomíanáutica que bien conozco…–Sus compañeros contuvieron larisa, mientras agregaba–… De lo que habla usted, caballero,es del tiempo que ocupa la traslación de la Tierra alrededor delSol. De lo que hablaba yo, era sencillamente de un día, hijo:veinticuatro horas. Anduvo cerca en el concepto. –Y dirigién-dose al resto, comentó: – Y ustedes no se rían tanto, señores,que después de todo Baigorri por lo menos arriesgó algo…

— Don Jaime, me diga usted a qué se debe la presencia deun teniente de los Dragones de Buenos Aires en esta aula…

— Pues ha venido de parte del general Liniers a entregar-les sendas notas al licenciado Belgrano y a su merced…

El teniente amagó a comenzar el recitado castrense; peroCerviño que conocía del tema, haciendo uso de su maestría, seadelantó a agradecerle, con lo que el tema quedaba despacha-do. El militar pegó los tacos y se retiró con su acompañante.

Cerviño, fue hasta el escritorio, en un acto reflejo que no lepermitió percibir la atenta mirada de sus cadetes, casi tanexpectantes como él. Su mente, desde que vio al militar en lapuerta de su aula, no podía dejar de especular que se aproxi-maba aquello que tanto había predicho. Tomó un cortaplumas,y de un corte, rompió el lacre con el escudo de armas delComandante General de Armas, D. Santiago de Liniers yBremond. Leyó atentamente. Se hizo en el salón un silencioabsoluto. Tal parecía que el tiempo, en contra de todas lasreglas que allí estudiaban, se había detenido. Solo llegaban los

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voceos de un aguatero, y el chirrido del eje de una carreta queen ese instante pasaba frente a la casa. La luz de la mañana,entraba por un gran ventanal de poderosas rejas, iluminandola figura delgada del ingeniero Cerviño por un costado. Sucabeza semi –calva parecía aureolada, y sus cabellos blancosdesplegaban destellos de plata. El papel que sostenía entre susmanos semejaba encenderse por sus bordes.

Al finalizar la lectura silenciosa, levantó la mirada.Recorrió las caras de sus cadetes de pie frente a sus altos pupi-tres. Pudo percibir en esa expectación, aquel fervor que lohabía llevado a emprender y continuar su tarea científica a lolargo de tantos años, en aquellas tan lejanas como amadas tie-rras. Estas gentes –pensó– tienen algo que solo se puede sen-tir, y que para peor: es contagioso.

— Caballeros, se enterarán apenas salgan de esta clase, dealgo que nos cambiará la vida. No dudo que nuestro amadoSoberano tiene en ustedes, en todos nosotros, sus más fielesvasallos y sus más temibles defensores: ¡Viva el Rey!

— ¡Viva el Rey! –Respondieron al unísono, al tiempo quese miraban unos a otros, imaginándose de qué se trataba.

— Mansilla.— Señor.— Por favor, vaya a llevarle esta nota al profesor

O´Donnell.— Si señor, como ordene.Apoyó ambas manos sobre el escritorio. Respiró profunda-

mente, como para darse ánimo, y dándose vuelta nuevamentede cara a su juvenil audiencia, continuó la clase.

El joven Mansilla, aun siendo el menor de los cadetes,gozaba de gran prestigio por su entusiasmo e inteligencia. Nosolamente entre sus compañeros, sino con los dos directores.Ciertamente no era un detalle menor que el Subdirector, D.Carlos O´Donnell, se había casado hacía unos pocos mesescon su hermana Francisca.

— Con su permiso, don Carlos –Dijo Mansilla al llegar ala puerta del subdirector, que se hallaba abierta.

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— ¡¿Lucio?! ¿Qué haces fuera de clase, chaval?— No don Carlos…me ha mandado el ingeniero Cerviño a

que le entregue esta nota que acaba de recibir de manos de unteniente de la guardia del gobernador…

— Veo que estas muy enterado… No la habrás leído en elcamino, ¿no?.

— No, don Carlos. Cómo…— Ya lo sé hijo, ya lo sé. Era solo una broma. Pero

vamos… vuelve a clase, que si te tardas mucho, será donPedro el que no te crea que no la has leído…

O´Donnell, desplegó el papel ya abierto por su colega y leyó:

“…DON SANTIAGO DE LINIERS Y BREMONT,Caballero del Orden de S. Juan, Capitan de Navio de la RealArmada, y Gobernador Militar de esta Ciudad, &c.

Uno de los deberes mas sagrados del hombre es la defen-sa de la Patria que le alimenta; y los habitantes deBuenos–Ayres han dado siempre las más relevantes pruebasde que conocen, y saben cumplir con exactitud esta preciosaobligacion. La Procama publicada el seis del corriente convi-dándolos á reunirse en Cuerpos separados y por Provincias,ha excitado en todos el más vivo entusiasmo, y ansiando porverse alistados y condecorados con el glorioso titulo deSoldados de la Patria, solo sienten los momentos que tarda enrealizarse tan loable designio. Con este objeto, pues, penetra-do de la más dulce satisfacción, por los nobles sentimientosque les anima, vengo en convocarlos por medio de esta, paraque concurran á la Real Fortaleza, los días que abaxo irándesignados, á fin de arreglar los Batallones y Compañías,nombrando los Comandantes y sus segundos, los Capitanes ysus Tenientes, á voluntad de los mismos Cuerpos; á los qua-les presentaré en aquel acto un diseño del Uniforme que pre-cisamente deben usar, si ya no le tuvieren elegido.Los días señalados para la concurrencia en el Fuerte, son:

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( á las dos y media de la tarde ) á saber.Catalanes, el Miércoles 10 del corriente.Vizcaynos ó Cantabros, el Jueves 11.Gallegos y Asturianos, el Viernes 12.Andaluces, Castellanos, Levantiscos y Patricios, el Lunes……………. 15.

Ninguna persona en estado de tomar las armas dexa-rá de asistir, sin justa causa á la citada reunión, sopena de sertenida por sospechofa, y notada de incivilismo, quedando ental caso sugetos á los cargos que deban hacérseles.

Buenos-Ayres 9 de Septiembre de 1806.Santiago Liniers.

No alcanzó terminar de replegar la nota y a comenzar apensar, cuando apareció por la puerta, don Manuel Belgrano:

— ¡¿Qué me dice profesor?! ¡Ha llegado la hora! Tal como loprevimos. Los ingleses deben haber puesto en marcha la maqui-naria, y no nos podemos quedar atrás. Bien sabe usted que aquí,por una cosa o por otra, si no es por la burocracia de los despa-chos, es por lo cansino de muchos de nuestros paisanos, pero los

Edificio del Real Consulado de Buenos Aires.

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temas ni comienzan, ni terminan. Esta vez, nos han escuchado.Deberemos prepararnos con la mayor seriedad y presteza.

— Yo no alcanzo todavía a caer. Estoy como flotando en elaire. Seguramente que esos herejes no se iban a quedar tran-quilos con semejante derrota. Pero tampoco, creía que algunavez diríamos: Ahora es cuando. Yo acabo de casarme, donManuel… Francisca…

— Justamente don Carlos, justamente. Es por ella que debeluchar. Por la familia que tiene derecho a tener. Por esta escue-la que, sabe usted, tantos sacrificios nos cuesta sostener. Poresos muchachos que tienen derecho a un futuro. Por el propiofuturo de estas costas. Nuestros hijos, y los hijos de ellos. Bienconoce usted a estos pillos de los ingleses…

— Ni me lo diga don Manuel, ni me lo diga. Mi padre (¡Dioslo tenga en su gloria!), todas las Navidades se alejaba de la casapara que no lo veamos llorar. Mi madre, nos contaba que enIrlanda, una Navidad, soldados ingleses habían entrado en unbar del condado de Donegall, en el que se encontraba brindan-do mi abuelo, y luego de una refriega, apareció muerto. Fue lagota que colmó el vaso. Nunca se supo quien lo asesinó; peromi abuela, mi padre y sus hermanos se marcharon hacia LaCoruña, donde mi padre conoció a mi madre, y nací yo.

— En Galicia no hablaban irlandés pero eran católicos… ytocaban la gaita también –Agregó Belgrano, poniendo untoque jocoso que detenga el angustioso relato.

— Ciertamente don Manuel. No sabe lo bien que tocaba mipadre: Sobre todo, ”El Amanecer del Día de San Patricio”…

En medio de la conversación, que ya había tomado un giromás liviano, entró Cerviño:

— Señores, ¿Qué me dicen? –Y sin esperar respuesta, con-tinuó–don Carlos, por favor, cuando terminemos aquí, deberí-amos reunirnos con los paisanos de la Confraternidad deSantiago, para organizar urgentemente nuestra presencia eldía 12. Queda muy poco tiempo. Yo pasaré por las casas deldoctor Rivadavia y de Fernández de Castro. Por favor, paseusted por las de don Jacobo Varela y del amigo Pampillo, quele quedan de paso. Al resto seguramente los encontraremos en

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el bar de Marcos. Hoy mismo a las ocho, dígales que nos reu-nimos en San Francisco, por la puerta del gallo. ¿Le parece?

— Perfecto don PedroBelgrano, movía afirmativamente su cabeza, mirando

directamente hacia los claros ojos de su amigo gallego, mien-tras éste delineaba con la minuciosidad que lo caracterizaba, unplan maestro, digno de su pluma. Ratificaba Belgrano la con-fianza que siempre le había merecido Cerviño. Desde antes desu designación como Director de la Escuela de Náutica, y másaun en las luchas por la apertura y sostenimiento del claustro,el ingeniero pontevedrés siempre había estado a la altura de losacontecimientos, compartiendo las ideas del joven abogadoporteño; y cuando no las compartía, disintiendo con la lealtady la nobleza que distinguen a un caballero.

A los cadetes de náutica les costó horrores mantener la aten-ción en las asignaturas, pues todos estaban intrigados con laescena que habían presenciado esa mañana. Al finalizar las cla-ses, y trasponer el umbral de la puerta del consulado, rompierona correr hacia la izquierda, con rumbo hacia la Plaza Mayor. Sialgo había pasado en Buenos Aires, allí se enterarían.

No tuvieron que preguntar, pues apenas llegados a la granplaza, escucharon batir el parche de un pregonero.

Cruzaban los arcos de la Recova, como yendo hacia elCabildo Ayuntamiento. Tanto el pregonero como el tamborque batía granadera, iban erguidos en sus uniformes del Fijode Buenos Aires. Cuando llegaron al centro de la plaza, ambosdetuvieron su marcha, junto con el último redoble del tambor.El pregonero, desplegó la proclama del gobernador y la leyócon la mayor ceremoniosidad.

Finalizado el acto, las gentes quedaron sin habla, se mirabansin atinar a qué decir. Los cadetes también. Por las mentes detodos, recorrió a la velocidad del rayo la idea de enlistarse. Sevolvieron a mirar, pero esta vez con los ojos iluminados.

— Seguramente el director Cerviño será convocado…— Nos uniremos a él…debemos seguirle…— Si, lucharemos junto a él, a O´Donnell y a Belgrano…

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— Cerviño y O´Donnell podrá ser, pero Belgrano no esgallego, seguramente se unirá a los Patricios…

— Uy…es cierto… nosotros también deberemos unirnos alos cuerpos que nos correspondan… no estaremos todos juntos…

— Como que no, bruto…¿A dónde te piensas ir a comba-tir?¿A Las Filipinas?... Estaremos todos juntos, hombre, quepara eso es un ejército. No estaremos en el mismo regimien-to, pero sí estaremos juntos…

— Claro…Lucio Mansilla, como atacado por un fantasma repentino,

dejó a sus camaradas con la palabra en la boca, y partió a lagran carrera hacia la casa de su hermana Francisca. Ella era laúnica que podría entenderlo y darle un buen consejo.

En el camino, cruzó todas las bocacalles sin siquiera per-catarse de nada. Casi es atropellado por una yunta de bueyesque tiraban un carretón, cuyo jinete no solo le revoleó un lati-gazo, que por suerte erró, sino que hizo gala de la más grose-ra poesía gauchesca, recitándole un rosario de insultos. Algirar en una calle, le dio un golpe tan rotundo a una robustaesclava que regresaba de lavar la ropa en el río, que a puntoestuvo de tirarla en medio del lodazal de la calzada. Nadie seenteró de qué le decía la pobre negra. Pero por el ceño frunci-do, los gritos y el amenazante puño en alto, se sobreentendíaque seguramente no eran bendiciones lo que le estaba echan-do en su incomprensible idioma africano.

Casi sin aliento se aferró al aldabón de la puerta, golpeán-dolo desesperadamente, a la vez que gritaba:

— ¡Francisca! ¡Ábreme!... ¡Panchaaaaaaa! ¡Abre esta puerta!A los pocos segundos, abrió la puerta su asustada hermana:— ¡¿Pero, qué sucede Lucio?! ¿Qué te ha pasado?— …Los ingleses… Liniers… la proclama… los galle-

gos… Cerviño… Carlos…— ¡Por favor Lucio! No puedo comprenderte. Entra,

siéntate, y tranquilízate un poco, y así me podrás contar quées lo que sucede.

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Entraron ambos,bajo la azorada mira-da de los vecinos quehabían visto pasar latromba humana deLucio. Pero a nadie,de quienes habíanoído a los pregone-ros, o habían visto laproclama pegada portoda la ciudad, ya lepodría asombrarnada.

Lucio se sentóen la sala, mientrassu hermana le fue abuscar un vaso deagua fresca con unarodaja de limón.

— Bebe Lucio,bebe. Y cuéntame:¿Qué ha sucedido?

Con el vasovacío en su mano, y el aliento todavía no muy recuperado,Lucio comenzó su relato:

— Ha salido una proclama del gobernador Liniers llamandoa todos los vecinos a formar un ejército para defender la ciu-dad… Seguramente ya saben lo que todos comentaban… quelos ingleses volverán a atacarnos… Al director de la academia,hoy le llevaron la proclama por un oficial de la fortaleza… y medijo que se la lleve a Carlos… Seguramente Cerviño y Carlosse enlistarán junto a todos los gallegos en un regimiento… Losdemás cadetes se enrolarán junto con ellos… Pero yo… –hizouna larga pausa, y mirando hacia un costado, pues ya no podíacontener el llanto, se tomó la cara, dejando caer el vaso.

— ¡ Yo quiero ir con ellos! ¡Y no me digas que aun soypequeño…!

Proclama de D. Santiago de Liniers.

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— Lucio… –Francisca tampoco pudo contener el llanto–eres solo un niño…

— ¡No soy un niño…! ¡Ya casi tengo 15 años! ¡Voy aenlistarme! ¡Y tú me debes ayudar!

— ¡¿Yo?! –Exclamó extrañada y aterrada su hermana, antela posibilidad de que su pequeño hermano marche a la guerra,sin pensar siquiera en lo que dirían sus padres.

— ¡Si, tú! Debes ayudarme con Carlos. El a mí me dirá queno, pero a ti no podrá decirte nada. ¡Me debes ayudar!

— Pero Lucio, por favor, no me hagas esto…— ¡No me lo hagas tú! Ni papá, ni mamá, ni Cerviño, ni

siquiera Carlos querrá que me enliste…— Y no has pensado que por algo será…— ¡No me vengas con patrañas, Pancha! ¡Ya soy casi un

hombre! Tú sabes que en la Reconquista, ayudé a los camara-das a cargar fusiles, llevé mensajes…

— A escondidas de los papás…— ¡Pero lo hice! Después de todo, a mi edad, Napoleón ya

era capitán, y a los 21 general. Y me lo ha dicho el señoritoBelgrano, que estaba en la universidad, en Salamanca, cuandola revolución de los gabachos…

— Pero tú eres Lucio Mansilla, no eres Napoleón…— ¡¿Y a ti, quién te lo ha dicho?!

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La Reunión Previa

Eran cerca de las ocho de la noche. Desde la playa del río,en que la luna llena delineaba en plata las pequeñas rompien-tes, se podían ver las débiles luces de la calle de SanFrancisco, subiendo la empinada pendiente.

La insondable oscuridad del río, traían los chasquidosregulares de unos remos besando el agua. Sonidos habitualesen las cercanías del muelle de la Aduana, que anunciaba quela tripulación de alguno de los buques fondeados en las bali-zas, tendría una noche de juerga en la taberna los Tres Reyes,o en alguna otra de los arrabales porteños.

Pocos metros arriba, se oyó la voz de un cochero frenandoa sus caballos cuesta abajo, deteniéndose justo frente a lapuerta del gallo, lindera al templo y convento franciscano:

— ¡Hooo yeguas! – Ciertamente, la elegancia del coche nocondecía con los modales del conductor– ¡Llegamos doctor! –Gritó el cochero, mientras se apeaba.

En la plazuela frente al atrio del templo, ya habían varioscoches, por lo que el doctor Rivadavia pudo prever que nosería el primero en llegar. Esperó que el cochero despliegue elestribo, y le abra la puertecilla.

Hizo un esfuerzo para no pisar el barro de la calle, y entró

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a la casa de los hermanos terciarios, agradeciéndole al con-ductor, y recordándole que se quedase esperándole.

Desde el recibidor se podían escuchar las encendidas vocesque venían del piso superior. A medida que subía las escale-ras, y más aun cuando éstas dieron el giro final, el volumeniba en aumento. Se mezclaban frases y voces, tanto en caste-llano como en gallego.

Cuando finalmente, ingresó al salón, se hizo un breve silencio:— Por favor señores, no interrumpan nada por mí…— Ave María Purísima, don Benito – Se adelantó el padre

Fernández a saludar a Rivadavia, estrechándolo en un abrazo.— Sin pecado concebida… Buenas y santas, don Melchor…

¡Buenas noches a todos, caballeros!…¿En qué estaban?— Pues aguardando a que llegue la mayoría. Diría que

esperemos unos minutos más antes de comenzar…Pasaron diez minutos, en los que el tema obligado eran las

repercusiones de la proclama virreinal, y las medidas urgentesque habría que decidir esa misma noche sin más dilaciones.

Don José Fernández de Castro, tomó una campanilla, y lahizo sonar repetidamente. Cuando percibió que los más decien asistentes hicieron silencio, comenzó:

— Estimados paisanos. Esta mañana hemos recibido la noti-cia que nuestro gobernador militar, don Santiago Liniers, ha lla-mado a todos los vecinos honrados de nuestra ciudad, a organi-zarse en batallones para defender Buenos Aires. Como ustedespodrán ver, hoy no estamos aquí solo los hermanos Terciariosfranciscanos, ni los miembros de la Congregación del ApóstolSantiago, ni oficiaré yo como Secretario tampoco. Hoy estamosaquí la mayoría de los gallegos que de algún modo somos repre-sentativos de todos nuestros paisanos en esta capital. Tenemos elprivilegio de contar con la presencia del Director de la Academiade Náutica, don Pedro Cerviño, a quien todos conocemos, yquien ha sido uno de los principales impulsores de esta reunión.Por ello, y por ser, entre los gallegos, quien tiene mayores cono-cimientos militares, que de eso se trata esta reunión, propongoque tome la palabra: Por favor don Pedro…

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D. Pedro Antonio Cerviño.

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Cerviño con un gesto adusto que no le era el más común,pero sí el más adecuado a tan tensa situación, se adelantódesde su posición en el centro de la sala, hacia la mesa que ofi-ciaba de presidencia. Todos observaron más que de costum-bre, que para esa ocasión, don Pedro, lucía su uniforme delReal Cuerpo de Pilotos de la Armada. Si bien eran muchos losque lo habían visto así vestido en innumerables ocasionessolemnes, hoy, su levita azul con solapa roja engalonada dedorado, revestía un carácter singular.

— ¡Irmáns Galegos! –Conocedor de la oratoria, Cerviño,comenzó su discurso en gallego, para darle un sentimientomás íntimo y emotivo– ¡La hora ha llegado! Hoy nos llama laPatria, nuestro amado Soberano, nuestra tierra de BuenosAires, nuestras familias… El país se encuentra bajo una ame-naza que solo nosotros podemos conjurar. Y no son palabras.Ustedes tanto como yo, hemos sido testigos, e incluso prota-gonistas, cuando hace menos de un mes, expulsamos de estascostas a una jauría de bandidos que pretendió enlodar la dig-nidad de España, y de los vecinos de esta nobilísima y muyleal urbe. Con fusiles y cañones, no menos que con las armasplebeyas de palos y piedras, los obligamos a tragarse sus ban-deras, sus tambores y sus gaitas…Pero por sobre todo, su des-cabellada pretensión de hacer de este bendito trozo de España,un botín de guerra que pisotear...

— ¡Siiiii! ¡A patadas en el culo los echamos! ¡Y lo volve-remos a hacer! ¡Malditos herejes! – Explotó la audiencia.

— ¡Por favor caballeros! –Gritaba Fernández de Castro,mientras agitaba la campanilla, intentando volver a hacersilencio–¡Caballeros! Por favor, que los frailes están orando…

Las palabras de Cerviño, reflejo de su iluminada mente y suincansable actividad, siempre habían encendido las pasionesmás encontradas. Uno de sus más enconados detractores, era elAlcalde don Martín de Alzaga. Este paladín de los monopolistas,desde que escuchó el liberal discurso de Cerviño en la inaugura-ción de la Escuela de Náutica, no escatimaba esfuerzo en su con-tra. Y ya iban siete años… En su favor, naturalmente, había unalegión de personalidades, encabezadas por su jefe inmediato, elinfluyente Belgrano, Secretario del Consulado.

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— El general Liniers, como bien lo ha dicho nuestro pai-sano don José Fernández de Castro, nos convoca a todos losgallegos, a ratificar nuestro compromiso con esta tierra, sella-do indiscutiblemente el pasado mes, cuando regamos estascalles con nuestra sangre, y la de nuestros hermanos… ven-ciendo a la que –hasta ese momento– era la más poderosatropa en el mundo. Pues desde entonces, todo hombre en esteorbe, pensará dos veces antes de pretender poner un pie en elRío de la Plata, con malas intensiones, ya que deberá enfren-tarse con estos puños –Levantó la mano cerrada enérgicamen-te –, con estos pechos españoles, deseosos de derramar hastala última gota que quede en sus corazones, antes de arriar laenseña de nuestro Rey!…

— ¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey! –Volvieron a explotar losasistentes, poniéndose de pie, levantando y agitando susmanos, sus sombreros y bastones.

— Sabemos que no podremos contar con tropas que nosenvíen desde España, pues nuestro amado monarca, donCarlos IV (que Dios guarde), las necesita para la liberación dela Península del poder del Emperador de los franceses.Tampoco las tropas veteranas con asiento en estas costas handemostrado estar demasiado dispuestas a emprender unalucha seria. Todos hemos visto al pueblo todo dispuesto atomar las armas para defender esta capital. Hemos participa-do, con el mayor celo y patriotismo, del intento de defensa.Pero sabemos que no hubo organización de ningún tipo. Alllegar a los Quilmes, y formar en línea de batalla, a la vista delenemigo, ni nos habían provisto de munición suficientes. Lapoca que nos dieron no la habíamos alcanzado a armar, y enfrente de los invasores, todavía llevábamos las piedras denuestros fusiles en las manos. La oprobiosa rendición de juniopasado, y la huida de nuestro anterior virrey, el marqués…

— ¡Maldito cobarde! ¡Siiii, descarados infames! –No ter-minó de pronunciar el nombre del marqués de Sobre Monte,cuando la platea volvió a estallar en gritos en su contra.

— En fin, caballeros, ya nadie duda que si el pueblo recu-peró nuestra capital, nadie que no sea el mismo pueblo, nosdefenderá mejor. Nosotros, nuestros camaradas criollos, y

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hasta nuestros paisanos los indios, inclusos nuestros esclavosnegros, fuimos quienes nos decidimos a vencer… y triunfa-mos.. y lo volveremos a hacer cuantas veces sea necesario!.

— ¡Si señor! ¡Pusimos nuestros pellejos y lo volveremos ahacer! ¡A patadas en el culo los volveremos a botar, Carallo!

— Caballeros, por favor, que estamos en un recinto santo…— Fernández de Castro, intentaba frenar a sus paisanos

enfervorizados.— Vamos don José, no se preocupe tanto por los frailes, que

ellos también en la Reconquista se han cargado a unos cuantosingleses. No se vendrán ahora a abochornar por un par de cara-llos… –Hubo risas generales, que aplacaron los ánimos.

Cerviño concluyó:— Caballeros, el gobernador Liniers, con la autoridad que le

otorga, no solamente su carácter de representante de nuestroMonarca, sino especialmente porque fue quien organizó al pue-blo para la Reconquista, y quien nos guió a la batalla, arrostran-do él mismo el primero todos los riesgos, hoy nos ha convocadoa formar un batallón reglado. Estamos convocados todos losgallegos, junto a nuestros hermanos asturianos, para crear esteregimiento. Tenemos solo dos días. El próximo viernes 12, le

Real Fortaleza de Buenos Aires.

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mostraremos a nuestro gobernador, a nuestros vecinos, a nuestrasfamilias, pero por sobre todo a nuestros hijos, que los ideales, lastradiciones y los valores que han hecho famosa a nuestra milena-ria Galicia, siguen vigentes. Y que nosotros los representaremos.Seguiremos la senda que nos marcaron Nuño Alfonso y MaríaPita, pero por sobre todo, seguiremos las divisas que siempre nosha honrado y enorgullecido que sean las que nos identifiquen ynos distingan: La encarnada cruz de nuestro santo patrono, elApóstol Santiago, y el blasón azul, con las cruces de nuestraSanta Fe Católica, y el Santísimo Sacramento de Nuestro SeñorJesucristo, milenaria insignia de nuestra amada Galicia. Por Dios,por el Rey, por Galicia y por Buenos Aires… Venceremos!

El centenar de asistentes irrumpió en inacallables gritos.Todos se abrazaron entre sí, y se abalanzaron a felicitar a donPedro por su arenga.

El doctor González Rivadavia, propuso un brindis por elnuevo regimiento de gallegos, y se comenzaron a llenar losvasos con vino tinto del país.

Continuaron los brindis, y las conversaciones girabantodas en torno a la organización de la unidad miliciana.

En la gran mesa de la presidencia, el paño grana que cum-plía las veces de elegante mantel, se fue vaciando de copas, ala vez que se llenaba de papeles donde se iban esbozando losreglamentos del cuerpo y su organización. Cerviño y su cole-ga O´Donnell, Fernández de Castro, el doctor Rivadavia, suhomónimo sobrino y su hijo Bernardino, junto a don JacoboVarela, Bernardo Pampillo y algunos otros influyentes paisa-nos llevaban las voces cantantes.

Se trajeron otras mesas, donde cada grupo, discutía las res-ponsabilidades y tareas que deberían cumplir entre el miérco-les y el jueves, para poder llegar al viernes 12 con todo regu-larmente organizado.

Cerviño con el doctor Rivadavia, el uno por sus conocimien-tos militares y el otro por dotes en derecho, comenzaron a per-filar y pulir los artículos con que debería contar el reglamento.

Fernández de Castro, el padre Fernández, y otros de loscofrades fundadores de la Congregación del Apóstol, se

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reunieron aparte para organizar la convocatoria de la masa degallegos con que permanentemente tenían contacto desdehacía veinte años.

Varela, Pampillo y O´Donnell, que se contaban entre los másentusiastas, fueron diagramando un plan de adiestramiento quellevar adelante para tener un regimiento disciplinado, junto a prin-cipios de estrategia que tener presentes en determinados casos.

Los tres eran destacados veteranos de la Reconquista.Varela tenía una vasta experiencia como armador de un buquemercante, por lo que vivía a cotidiano la realidad de la con-ducción de los hombres de mar. Pampillo, aparte de habilísi-mo comerciante y negociador, había sido espía en laReconquista. Y finalmente O´Donnell, desde hacía cinco añosera formador de oficiales mercantes, lo que le daba una auto-ridad poco equiparable en aquellas circunstancias.

Todos se conocían perfectamente. Aunque la ciudad tuvie-se más de 40.000 almas, y que los gallegos, junto a los patri-cios, fuesen la inmensa mayoría, esa noche, estaban los cercade cien gallegos más influyentes. Todas eran caras conocidas.Todas eran vidas conocidas.

Sin dudas, unánimemente, los gallegos tenían el mayorrespeto y admiración por la figura de Cerviño y su segundo.

Los más adinerados –que eran muchos en esa reunión–tenían serias diferencias con el ingeniero pontevedrés, peroello se circunscribía a sus ideas liberales respecto del comer-cio, que ciertamente no les convenía a sus intereses comomonopolistas. Pero en las lides castrenses, él sería su hombre.

Eran más de las dos de la madrugada, cuando los primeroscontertulios comenzaron a despedirse de sus paisanos, llevan-do cada uno un encargo particular y de singular trascendencia.

Uno a uno, o en grupos, comenzaron a bajar las escaleras.Algunos se despedían y subían a sus carruajes. Otros continua-ban su charla en medio de la noche cerrada, mientras el lazari-llo negro que los había estado aguardando, los precedía con uncandil, cuya lucecilla mortecina, disimulaba su cara de sueño.

Casi nadie había percibido, en la puerta del Gallo, la pre-sencia de un personaje que todos conocían con el mote de

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Tururú. Pero allí estuvo, desde las ocho de la noche, hasta esahora de la madrugada.

A pesar de su aspecto andrajoso, y su cacofonía, andabasiempre limpio, y jamás había aceptado una limosna. Se con-tentaba con que se responda a su cordial saludo; o a lo quetodos suponían que era un cordial saludo, pues, con certeza,nadie llegaba a interpretar realmente qué estaba diciendo.

Las calles linderas a San Francisco, se fueron poblando depequeños grupos de gallegos que, en todas direcciones, retor-naban a sus casas con una responsabilidad vital cada uno.

También Tururú, luego de saludar hasta al ultimo de loscontertulios presentes en la reunión, tomó su varita, y junto asu pequeño perro (tan fiel como ordinario) tomaron rumboincierto. Se fue tarareando una cantiga galega: Tu tururu, turu-ru tutu tururu…

Ninguno de los convocados sabía con certeza, pero todospresentían que serían nuevamente protagonistas de algo tras-cendente para ellos, y para el futuro de la ciudad.

Esa noche, algo hizo que ninguno de los asistentes pudierapegar un ojo. Los recuerdos de su Galicia natal se agolpabanen sus memorias: sus aldeas, sus costas o sus montes, susparroquias o los muiños de auga, sus amigos, sus hermanos…sus padres…

Muchos se daban vuelta en la cama, para que sus esposasno percibieran las lágrimas que comenzaron a brotar de susojos. Otros, hasta se tuvieron que levantar, para poder sollozaren la paz de las salas o los patios, con la vista clavada en el fir-mamento. Como buscando una respuesta que sabían que noiban a recibir.

Galicia, la Catedral de Santiago, las feiras… Aquellos gri-tos desgarradores de las madres, hermanas y novias que que-daban aferradas al muelle, con los brazos extendidos hacia lainmensidad del mar, mientras el buque se alejaba con una len-titud que parecía a adrede, no los dejó dormir.

Esas cosas que siempre quisieron olvidar, y hasta pensaronque lo habían logrado, esa noche… precisamente esa nocheafloraron a borbotones…

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Quizá no pudieron percibir que esa noche… precisamenteesa noche… habían concebido un regimiento que agregaría alas glorias de Galicia, las de sus hijos en el Río de la Plata.

Era el dolor, la ansiedad, la angustia y la esperanza de unparto. Esa noche nacía el Tercio de Gallegos.

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La Organización

Rojos nubarrones sobre el horizonte, presentaban al ama-necer de aquel viernes 12 de septiembre, como un viejo escu-do de plata, con una faja encarnada en el centro: Arriba elcielo gris, abajo el reflejo sobre el inmenso río. La amenaza deuna lluvia era cosa cierta. Los marineros de los buques fonde-ados en la rada, comenzaban presurosos a trincar los bagajesque quedaban fuera de bodega. Verificaban que los rizos delas velas estuvieran tesos, y más de un capitán fondeó otraancla: signos todos que presagiaban una borrasca.

El barro de las calles –salvo la del Correo que estaba empe-drada–no alcanzaba nunca a secarse, y entre los caballos y laspesadas carretas, producían unas huellas tan profundas quepodían hacer que cualquier parroquiano que perdiera el paso,se ahogue sin mayor tramite.

Los días previos, ya habían acostumbrado a los comercian-tes de la Recova a una mayor aglomeración de gente que la decostumbre. Gentes que luego de ir agrupándose en la PlazaMayor, ingresaba en malón a la Fortaleza.

Ansiosos por verificar si todos los esfuerzos desplegadoslos dos días anteriores, darían su fruto, los miembros de laCofradía, tanto como los principales responsables de la con-vocatoria, llegaron a la plaza antes del mediodía.

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CCAAPPIITTUULLOO 33

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Tal como lo habían decidido, todos se presentaban vestidosde paisano, para no herir a los menos pudientes, que, en reali-dad, eran la mayoría.

Ya para la una de la tarde eran más de doscientos, lo quecausaba la mayor alegría de los organizadores.

A medida que iban llegando, se saludaban, unos en caste-llano, los más en gallego. Se abrazaban, se presentaban, lospocos que no se conocían, y muchos se sorprendían de saber-se paisanos de una misma provincia, o ayuntamiento. Sedaban las novedades de a cuántos habían convocado, y aguar-daban con ansiedad que se hiciesen las dos, para ingresar a laFortaleza –la gran mayoría, por vez primera–.

A las dos menos diez, Cerviño, con el doctor Rivadavia,Fernández de Castro, Varela y Pampillo a su lado, exclamó enalta voz, como para que lo escucharan los más de quinientosgallegos que se hallaban a su alrededor:

— ¡Caballeros! ¡Por favor, caballeros! ¡ Les pido que nossigan ordenadamente! –Y en voz más baja, les dijo a sus adlá-teres, que se dispersen entre la multitud, para verificar queninguno se quedase afuera.

El puente levadizo se encontraba, como casi siempre, bajo,por lo que con la sola presentación de Cerviño ante el oficialde guardia que ya se hallaba esperándolos, entraron.

Era emocionante ver a esa enorme legión de gallegos,ingresar al gran edificio gubernamental en multitud.

Cuando se encontraban todos en el gran patio central, seacercó el edecán del general Liniers, preguntando por losencargados del grupo. Se adelantaron Cerviño, GonzálezRivadavia y sus amigos. El coronel les pidió que lo siguieran.Antes de irse, Cerviño les pidió a Varela, O´Donnell yPampillo que se quedasen con los paisanos.

Guiados por el edecán de turno, ingresaron por los húmedospero impecables pasillos de la Fortaleza. Al final del aboveda-do corredor, giraron a su izquierda y subieron una imponenteescalera de madera lustrada. En el centro de la primera planta,se detuvieron ante una señal del guía. Golpeó suave pero firme-mente la puerta. Le respondieron desde adentro, ante lo cual

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abrió la pesada puerta tallada con las Armas del Rey.En el interior, Liniers, vestido con su uniforme de Capitán

General, parecía hacer juego con el fino mobiliario, presididopor un retrato de don Carlos IV. Poniéndose de pie, salió dedetrás de su escritorio, y dirigiéndose ágilmente hacia ellos,los saludo afablemente:

— Doctor Rivadavia –Su puro español dejaba entrever unleve acento francés–, señor Fernández de Castro, ingenieroCerviño –Se refirió con la misma cordialidad, mirándolodirectamente a los ojos, en tanto lo saludaba –, ¿Cómo estanuestra Academia de Náutica?

— Pues como siempre Su Excelencia, trabajando a todavela, y capeando temporales.

Rieron ambos por cortesía, pues sabían de los problemasque aquejaban a aquel claustro, a pesar de los indiscutiblesbeneficios que siempre había brindado a Buenos Aires.

El ventanal que miraba al río, traía la imagen de losbuques fondeados, los carretones de altas ruedas, que iban yvenían hacia ellos cargando y descargándolos; las mujeresque lavaban las ropas sentadas en las toscas de la playa; y loscarros de los aguateros luchando contra el oleaje que crecía,para poder llenar sus toneles.

— Caballeros, por lo que me ha adelantado mi edecán,habéis reunido una multitud cuya importancia solo los gallegospodíais convocar. Sinceramente, no esperaba menos de vosotros.Si se acercan a la mesa –Señaló una mesa un poco más distante–, podréis ver el modelo de uniforme que sugiero para vuestrocuerpo. Por cierto, ¿Habéis pensado en el nombre que tendrá?

— Si, Su Excelencia: Tercio de Voluntarios Urbanos deGalicia…

— ¡Magnífico nombre, ingeniero! Acorde con la importan-cia de vuestro batallón. Recuerdo haber estudiado la historiade aquellos tercios…

— Sin dudas, Vuecencia, los regimientos de infantería conlos que en los tiempos heroicos de la Nación, el emperadorCarlos V conquistó Europa...

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— Ya lo decía yo. Ahora lo recuerdo perfectamente. Lo heleído durante mis tiempos de cadete en la Real Compañía deGuardias Marinas.

Juntos se acercaron a una gran mesa de caoba lustrada yfinamente labrada, que tenía una gran cantidad de dibujos deuniformes, junto a otros muchos papeles.

— ¿Qué les parece…–Buscó Liniers entre los dibujos– este?— Perfecto, Su Excelencia –Respondieron al unísono.— Si Su Excelencia me lo permite…— Por favor, don Pedro…— Solo le agregaría que las solapas fuesen blancas, y en

los collarios desearíamos tener como atributos, los del santopatrono de las Españas…

— Y de Galicia, por cierto –Agregó Liniers, dándose porenterado de hacia dónde apuntaba Cerviño.

— Por cierto, Vuecencia. La cruz del Apóstol Santiago conlas dos conchas de vieira.

— Pecten Iacobeus. No veo por qué no… después de todo,es mi propio santo patrono… –Rieron juntos– Que así sea.Con respecto a la organización del cuerpo…

— Hemos pensado –Se adelantaba Cerviño, como inten-tando evitar que el general les cambiara sus planes originales–en compañías de sesenta hombres. Y por lo que hemos visto,podríamos conformar siete u ocho. A esto le agregaríamos unacompañía de granaderos. Un tambor de órdenes por compañíay dos banderas: una coronela y una batallona. Todo conformea la reglamentación vigente para las milicias de Indias.

— Veo que habéis trabajado mucho, y muy bien. ¿Podríaistraerme los reglamentos para la próxima semana, caballeros?¿Les vendría bien el viernes 19?

— El miércoles 17 los tendrá en su despacho, Su Excelencia.— Perfecto, mis amigos, perfecto. Pero, bueno, vayamos

saliendo que el Tercio de Galicia nos está aguardando…Desandaron el camino hacia el patio, ahora acompañados

por el gobernador militar y su edecán.

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Se abrió la puerta que daba al patio, y la multitud que seencontraba reunida, hizo un profundo y expectante silencio,dirigiendo todos sus miradas hacia ese sitio. Al punto salióLiniers. Los gallegos prorrumpieron en aplausos y vítores,respondidos por Liniers con una espontánea sonrisa y su manoderecha levantada en señal de saludo.

Mientras caminaban hacia un punto propicio, Cerviño,mirando fijamente a Varela, O´Donnell y Pampillo, les hizo unascasi imperceptibles señas, para que aquietaran a los paisanos.

Una vez situados en la posición, y acallados los ruidos,Liniers se dirigió a todos ellos:

— ¡Hijos de Galicia! Quiero, ante todo, daros las graciaspor haber respondido de este modo a mi convocatoria. No esmenos de lo que esperaba de vosotros. Esta multitud devoluntarios gallegos, es un ejemplo concreto de aquello de loque habéis dado sobradas muestras en la Reconquista denuestra ciudad. El amor a nuestros Monarcas y a nuestra Fe,en fin, el coraje y bizarría que habéis demostrado en cuantaoportunidad tuvisteis, es un blasón de que debe estar orgullo-sa la provincia en la que descansan los restos del Patrono delas Españas, nuestro Apóstol Santiago, y que ha sido la os havisto nacer. Hoy es vuestro primer día como regimientovoluntario, y como Comandante General de Armas, os doyformalmente la bienvenida al Ejército del Rey. Nos esperandías aciagos, pero sé positivamente que estos dominios per-manecerán bajo el amparo de nuestros amados Soberanos, ydescansarán con tranquilidad, mientras hombres como vos-otros velen las armas. Id y preparáos, instruíos y adiestráos,bajo la tutela de los comandantes y oficiales que vosotrosmismos elegiréis para que os conduzcan. Vuestros ideales dejusticia, y vuestros valores cristianos os guiarán hacia la dis-ciplina indispensable en el ejército. Dotación del Tercio deGallegos…¡Rompan filas!… ¡Que Viva el Rey!

— ¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey! –Respondieron al unísono,prorrumpiendo en risas y abrazos.

El general se despidió de los más conocidos, y se marchóhacia la oscuridad de los pasillos. Mientras tanto, los galle-gos continuaban su algarabía dentro del gran patio central

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de la Fortaleza, bajo una cómplice mirada de los centinelasque montaban guardia en las torres y debajo del rastrillo dela puerta principal.

Conducidos por Cerviño y sus ayudantes, fueron desconcen-trándose, pasando por el puente levadizo hacia la Plaza Mayor.

Prácticamente todos, al pasar junto a los guardias de laentrada, los saludaron con un: –¡Hasta luego camarada!, queevidenciaba el orgullo de esos labradores, artesanos o comer-ciantes, por convertirse en soldados del Ejército del Rey.

Dos presencias habían pasado inadvertidas en semejantemarea humana: Lucio Mansilla, y Tururú (naturalmente acom-pañado por su fiel can, y armado de su inseparable varilla).

Tal como lo habían programado, ni bien terminó la entre-vista con Liniers, cruzaron la plaza en diagonal, y pasando porfrente al Cabildo Ayuntamiento, torcieron hacia la izquierdapara dirigirse hacia la iglesia de San Ignacio. Allí los estabaesperando el padre Fernández.

Ingresaron todos al templo, donde se ofició una misa espe-cial, arreglada por la Congregación de Santiago.

Cumplidos los tiempos litúrgicos, y llegado el momento dela homilía, el padre Fernández abandonó el Altar Mayor, ydirigiéndose hacia la derecha de este, quedó justo frente alretablo donde descansaba la imagen del Apóstol Santiago.

Esa imagen tenía una especial significación para todoslos gallegos de Buenos Aires. Desde hacía casi quince añosacompañaba los festejos del Día de Santiago, siempre orga-nizados por la cofradía.

La misma congregación la había adquirido en Compostelacon los fondos recaudados por centenares de gallegos, y juntocon el retablo, presidido por un enorme escudo de Galicia,constituían los signos más visibles y entrañables de la comu-nidad. Por esta razón el padre Fernández eligió ese sitio paradesde allí hablarles a sus paisanos.

El encendido sermón inflamó aun más (si ello era posible)el fervor patriótico, haciendo especial mención del tímbre deGalicia y su patrono.

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Terminada la misa, todos los asistentes –que llenaban porcompleto el recinto– se quedaron en sus sitio, tal como se lesindicara, pues en seguida tendrían allí una importante reunión.

Esperaron en regular silencio a que el padre Fernándezdejara sus atuendos religiosos en la sacristía. Y cumplido estepaso, se acercó nuevamente, y les comentó:

— Como ya hemos escuchado del señor gobernador, entretodos nosotros deberemos elegir a los comandantes primero ysegundo de nuestro tercio, y tan luego, los camaradas de cadacompañía hará lo propio con los capitanes y tenientes que lahan de mandar. Esta elección la haremos según tenemos cos-tumbre en la Congregación: Por voto secreto.

Luego de las votaciones iniciales que llevaron más de unahora, casi por unanimidad y aclamación de pie, fue designadoComandante, el ingeniero, don Pedro Cerviño; y SegundoComandante, don José Fernández de Castro.

Aun cuando nadie debió fundamentar su voto, pues este eraestrictamente secreto, todos conocían perfectamente las dotes deconducción de Cerviño; su prestigio personal y profesional, tantocomo sus conocimientos militares, y hasta su experiencia en estecampo. Si bien no era militar de carrera, el propio hecho de quefuera ingeniero del ejército, indicaba que sus conocimientosdebieron ser considerables para que esta fuerza lo incorporase.

En cuanto a Fernández de Castro, no tenia ni los conoci-mientos castrenses, ni una experiencia comparable a su paisa-no, pero era ciertamente un personaje de fuste en la cofradía.Tenía, por ello, gran poder de convocatoria, mucha influencia,un carácter y entusiasmo poco común.

Cumplidas las elecciones, cada jefe de compañía, junto asus oficiales, agrupó a su gente para tener un acercamientoinicial., y se dispusieron a conformar las listas.

Se separaron algunas mesas, y ordenadamente iban dejan-do sus datos desde el primero al último:

— Pedro Antonio Cerviño.— No me haga bromas señor comandante, –Apuntaba

Fernández de Castro–, Campo Lameiro, Pontevedra, verdad?

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— No me las haga ahora su merced –Bromeó Cerviño.— Josef Fernández de Castro –Se dijo en voz alta él

mismo–, El Ferrol, La Coruña…— ¡Esa es una ciudad! –Gritaron desde la mesa de los gra-

naderos, los nuevos oficiales Andrés Domínguez y José Díazde Edrosa, mientras continuaban tomando nota.

— ¡Ole! –Ratificaron Bermúdez y Pardo de Cela, desdeotra fila.

— Caballeros, por favor, en orden. Recuerden que formamosparte de un regimiento, no de una corrida de toros! –Los recon-vino Varela, mientras lo apuntaban como capitán de granaderos.

— Jacobo Adrián Varela, La Coruña, julio 26 de 1758…— veintiséis… uno después de Santiago… con razón le

han puesto Jacobo, mi capitán… –Bromeó el tenienteDomínguez.

Por otra mesa se lo escuchaba al propio padre Fernández:— Melchor Fernández Ramos, Foz, Lugo, diciembre 13

de 1762…En cada mesa se condensaban en breves párrafos, centena-

res de historias, que la vida de cuartel se encargaría de destejer:— Pablo Villarino, San Salvador de Bembibre-Buxan, La

Coruña…— Doctor Manuel Antonio Casal de Anido, San Andrés de

Cedeira, Redondela, Pontevedra, junio 4 de 1781…— Pedro Baliño de Laya, San Salvador de Abeancos,

Mellid, La Coruña…— Lucio Norberto Mansilla…Al escuchar ese nombre, el profesor O´Donnell, –que se

hallaba ensimismado enlistando a los camaradas de su compa-ñía–, levantó la vista sorprendido:

— ¡Lucio! ¿Qué haces aquí? ¿En qué habíamos quedado?Si te ven tus padres te matarán, y … a mi también. Y si lo llegaa saber tu hermana, ni te digo…¡Y para peor desfachatez, tevienes a enlistar en mi propia compañía!…

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— ¿Y quién me cuidaría mejor que mi propio cuñado, micabo primero?…

— ¿Qué es lo que sucede? –Preguntó intrigado Sánchezde Boado, recientemente nombrado capitán de la 3ª compa-ñía de fusileros.

— Nada, mi capitán. Por favor teniente Lorenzo, hágameel bien de continuar –Pidió O´Donnell, al tiempo que tomabaa su joven cuñado por un brazo, sacándolo de la fila.

— Lucio, ¿Te has vuelto loco? ¿Pretendes que nos maten,antes de que lleguen los herejes? ¿Cómo se te ocurre haceresto? ¿Lo saben tus padres? ¿Y Francisca?

— ¡Por favor, Don Carlos! ¡No me martirice! ¡Si, lo hehablado con Francisca! Traidora… no le ha dicho nada, porlo que veo…

— ¡No me cambies de tema, Lucio, por favor! No puedeshacer esto…

Semejante conversación, en un ámbito donde había más deseiscientos hombres, no solamente no pasó inadvertida, sinoque se convirtió en el centro de la atención. La mayoría levan-taba voces a favor del mozo, mientras que una pequeña mino-ría (seguramente padres de jóvenes de la edad de Lucio), res-paldaba al cabo primero de la 3ª compañía.

Reglamento del Tercio de Gallegos.

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En lo mejor del altercado, se acercó Cerviño, acompañadode su inmediato, Fernández de Castro, y del jefe de aquellaunidad, don Juan Sánchez de Boado.

— ¡A ver caballeros! ¿De qué viene esta disputa? –Medióel comandante, haciéndose el desentendido.

— Que el mozuelo no ha tenido mejor idea que matar de unsoponcio a sus padres, enlistándose en el Tercio... Sin mencio-nar que por Ley Transitiva, por ser su hermana, mi esposa, elsiguiente en la lista de finados sería quien le habla, don Pedro.

— Y usted, Mansilla ¿Qué tiene para decirnos en su favor?–Preguntó Cerviño.

— Verá usted Señor Director …este… quiero decir… micomandante. –Mansilla intentaba contener los nervios, paraque no lo traicionen, lo que era poco menos que imposible–.Apenas me he enterado de la proclama del general Liniers, nohe deseado con mayor fervor otra cosa que enlistarme en estecuerpo… después de todo ¿Qué diferencia podría haber entreun combate aquí, o a bordo de alguno de los buques mercan-tes para los que nos instruimos en la academia?. Después detodo ¿no son piratas iguales? ¿No es más digno defender a lapropia familia de uno que a un barco?…

Se hizo un profundo silencio. Tan profundo como el sim-ple análisis que, a modo de impensada arenga, habían escu-chado de boca de un jovencito de catorce años. Ya casi sinargumentos, Cerviño agregó inquietado:

— Y si eres porteño ¿Por qué no te has ido a enrollar en laLegión de Patricios? ¿Por qué has elegido enlistarte en elTercio de Gallegos?

— Porque aquí está usted, que es mi Director… Y donCarlos, que es mi cuña… digo… mi profesor…

La inocente sinceridad de Lucio, desarmó la sensibilidadde Cerviño. Sus acompañantes, al igual que muchos de los queescucharon con expectación las palabras del muchacho, tuvie-ron que morder con fuerza para no evidenciar su emoción.

— Joven Mansilla, Dios quiera que todos los miembros deeste cuerpo que me enorgullece mandar, tengan la sinceridad,

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la lealtad y el coraje que usted ha demostrado. Ciertamente,vuestra merced ha demostrado que no es un niño, sino todo uncaballero. Por tanto, si no hay objeciones, recomiendo al señorcapitán de la tercera compañía de fusileros, que apunte a donLucio Mansilla, como a uno de sus camaradas!

Todo el regimiento explotó en aplausos y gritos. Lucionunca había recibido tantos abrazos:

— ¡Será el Benjamín del Tercio! –Sentenció un camarada,levantando a Lucio hasta sentarlo en sus hombros.

La jornada se extendió nuevamente hasta altas horas de lanoche. Se volvieron a repartir responsabilidades, esta vez, porestricto orden jerárquico.

Se comenzaría de inmediato, con la instrucción de ordenabierto, orden cerrado y reglamentos militares, para la tropa.Principios de Táctica y Estrategia para los oficiales. Habríaque hacerse de un cuartel a la mayor brevedad. Y un largoetcétera. Más largo que lo pensado… y que lo deseado.

A medida que salían por la puerta trasera de San Ignacio,Tururú, que había estado presente hasta entonces, repetía suceremonia de saludar a todos y cada uno, levantando y bajan-do su varita (lo que producía, invariablemente, que su perrocompañero, ladrase como respondiendo al saludo).

La noche porteña se aclaró, manteniéndose el persistenteviento sudeste que había soplado desde la mañana. Los árbo-les del Paseo de la Alameda, mudos testigos de algunos de losgallegos que retornaban a sus casas, se torcían danzando alson de la sudestada.

Las preocupaciones, la confianza, y sobre todo, la alegríade saberse servidores de la Patria, era tan inmensa, que pocosmensuraron la trascendencia de aquellas decisiones. Pocostambién eran realmente conscientes de la potencia contra quedeberían enfrentar.

El desafío ya estaba en marcha… Y la suerte echada…

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Un Cuartel

Don Pedro!¡ Don Pedro!… –Gritaba agitado O´Donnell, altiempo que ingresaba corriendo a la Escuela de Náutica.

— Tranquilícese don Carlos, y vamos, cuénteme qué sucede…— Ya tengo… cuartel… para el Tercio… –Respondió son-

riendo O´Donnell, que aun no había recuperado el aliento.— ¡Vamos hombre! ¡Desenrolle!— Anoche estuvimos con Francisca, de visita en casa de su

amiga: misia Mariquita Sánchez… Ya sabe usted, la que estanoviando con nuestro colega, el alférez de fragataThompson…

— No se desvíe, hombre…no se desvíe…— Bueno. Resulta que en medio de la cena, su señora

madre, doña Margarita Trillo, como quien no quiere la cosa,me comenta que tiene una enorme casa, con un patio másgrande aún, para alquilar…

—¡¿Y entonces?!…— Y entonces, le dije que si no nos la querría alquilar, para

que sirva de cuartel a uno de los regimientos patriotas…—¡¿ Y entonces?!…

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— Y, que me ha dicho que si, que estaría encantada de ser-virle a la Patria…

—¡ Ole, hombre! ¡Ole, Ole y Ole! –Gritó Cerviño entu-siasmado, mientras echaba para atrás su silla de un golpe, paraestrecharlo en un abrazo.

En medio de tal efusiva demostración, le preguntó, tornan-do la sonrisa en un gesto de preocupación:

— ¿A cuánto?…— Que no se preocupe don Pedro –Respondió O´Donnell

a su jefe, a quien tenía a cinco centímetros de su nariz, con unhilo de voz producto de la fuerza del abrazo en que estabacontenido–… Que de eso no hablaríamos en estos trances parala Patria… Que eso sería tema para tocar después de la victo-ria…Que mientras tanto, contemos con nuestro cuartel a par-tir de mañana… O sea, de hoy…

— ¡Este es mi Segundo, carallo! –Exclamó Cerviño,mientras estrechaba a su segundo más fuerte aun.

— ¡Afloje un cuarto, don Pedro! ¡Que se quedará sinSegundo! – Ambos rieron con fuerza.

Esa misma tarde, como todas las anteriores desde el vier-nes 12, se reunieron en la Plaza de Toros, para practicar.

Allí se dio la novedad que a partir del día siguiente tendrí-an cuartel. Noticia que fue recibida con un ruidoso alborozo,como era costumbre.

— Pero vamos, caballeros, que aun nos quedan dos horasde instrucción…–Gritó Cerviño.

— ¡A formar en línea de batalla! –Ordenaron los jefes decompañía.

A la carrera, –ya adoptando un gesto adusto que demostra-ba la seriedad con que se tomaban la práctica– cumplieron loindicado… A su manera…

—¿Qué hace allí detrás? ¿Está esperando algún carruaje elseñorito? –Preguntó un teniente a un despistado que se habíacolocado en cuarta fila.

—¿En cuántas filas se forma en batalla?

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— ¡En tres! –Respondieron al unísono.— Como verá, camarada, o se coloca en una de las tres

filas, o luchará en otra guerra…—¡Si, señor! –Respondió seriamente el soldado, al tiempo

que se habría lugar en la fila delante de él.Los oficiales instructores de la tropa, habían encontrado

en el humor, un dócil ayudante. Sus instruidos sabían que nose les estaba ridiculizando, sino que, se tomaban esas liber-tades, pues conocían el afecto y confianza que se les tenía.Aun más, esas demostraciones, creaban un vínculo muchomás estrecho entre los oficiales y la tropa.

Las diferencias sociales, o de clase, que antes de laReconquista eran el factor que establecía el ordenamiento de losestratos porteños, habían cedido más de lo que se pudiera supo-ner. El trato igualitario del cuartel colaboraba con esto, haciendoque los camaradas estrecharan sus vinculaciones personales.

Miguel Basabilbaso y su hermano José, habían invitado asu nuevo amigo a conocer a sus padres, y comentar juntosestas nuevas cosas de hombres. Caminaban al paso largo,ansiosos por llegar. Girando una de las esquinas, llegaron auna gran casona con grandes ventanales de gruesas rejasnegras. La puerta cancel, dejaba ver, pasando el zaguán, ungran patio andaluz, cuajado de lirios.

Antes de entrar, Miguel lanzó un grito hacia el interior:— ¡Familia, vengan!— ¡Miguel, por favor! Sabes que a papá no le gusta que

hagas eso…Entraron los tres, y para cuando llegaban al corredor que

circunscribía al patio, ya se había reunido la familia:— ¿Que es lo que os sucede, mis niños? –Preguntó intriga-

da, la madre de los muchachos, mientras se acercaba el padre,ya con gesto más serio, pues conocía a sus hijos.

— Sucede que nos hemos hecho amigos con este caballe-ro, y queríamos presentároslo…–Introdujo José.

— Encantado señores, mi nombre es José Manuel Sánchez de

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Alonso, –Dijo el visitante a la vez que extendía su mano para salu-dar al padre de sus nuevos amigos– dependiente de la tienda de…

— Del Ilustrísimo Señor Alcalde de Primer Voto, don Martínde Alzaga ¿no es cierto?. Encantado hijo, Francisco Antonio deBasabilbaso, para servirle. Padre de estos dos bandidos…

— Y Escribano General del Ilustrísimo Cabildo…–Agregó en tono ceremonioso, José, orgulloso de su padre.

— Con razón lo conoce a don Martín –Dijo José Manuel,más tranquilizado, al tiempo que saludaba a la señora, toman-do su mano, y llevándosela cerca de su boca, con una impor-tante genuflexión.

— Doña María Aurelia, mi esposa, y madre de estos dos…— ¡Padre, dígale por favor a la negra Eloísa… –Se escuchó

la aguda queja de una jovencita que venía ingresando al patio.La escena se detuvo… al igual que el corazón de José Manuel…

— …de estos tres querubines –Se corrigió don Francisco.¡Ven acércate, Rosario, que te quiero presentar a un nuevoamigo y camarada de tus hermanos en el Tercio de Gallegos…

Desde el momento en que había aparecido la niña por elextremo del patio, José Manuel giró su cabeza, y sus sentidosya no pudieron percibir otra cosa.

El tiempo y el espacio, para él, habían desaparecido. Susoídos no escuchaban otro sonido que la voz aguda y tierna dela niña Rosario. Sus ojos veían esa frágil y hermosa figura,que parecía flotar en el aire, rodeada de un halo de luz. Sucorazón parecía haberse detenido, y sus músculos no respon-derle. Suspiró profundamente, tanto que se rompió el sortile-gio, y volvió en sí, percibiendo que su boca había quedadoabierta, mientras debía saludar a su sueg… a la esposa de… ¡ala madre de sus amigos!

—…eeeh …eh …eeencantado, doña…La niña, apenas entrada en el patio, al ver a un extraño –a

lo que se sumaba que se trataba de un mozo bien parecido–detuvo su carrera y sus gritos. Se llevó ambas manos a laboca, en signo de disculpas. El aroma de camomila que rode-aba al joven, embelesó a la niña. Se acercó al grupo, bajando

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la mirada, pues se había percatado que el joven –a pesar demantener la boca abierta como un pescado desfalleciente– nole había quitado la vista de encima.

Cuando se acercó, fue presentada por su padre, que mante-nía una vigilante mirada sobre José Manuel, a la expectativadel menor paso en falso…

— María Dionisia del Rosario Basabilbaso –Dijo donFrancisco, cargando su voz, como en tono desveladamenteamenazante.

— EncantadaLa sonrisa ofrecida por la muchacha, estuvo a punto de

poner nuevamente a José Francisco en un éxtasis, que esta vez,–había advertido– le podría costar el pescuezo… (como míni-mo). Se repuso, intentó casi con éxito, controlar los músculosde su cara para evitar la cara de estúpido que naturalmente seapoderaba de él en estas ocasiones, y cargó con un natural:

— José Manuel Sánchez de Alonso, dependiente…— … de la tienda de don martín de Alzaga –Bromearon

sus amigos.Por suerte, la chanza de sus amigos, distrajo la atención de

su padre, y para cuando el viejo lobo retomó la atención, lapareja ya había cruzado una mirada que fue, para ambos,como una certera flecha de fuego, disparada directo al cora-zón. Sería el comienzo de un mágico encantamiento.

— ¡Por favor, pasemos a la sala que les serviremos un té!–Terminó de romper el hielo, doña Aurelia, complicándosecon su hija.

Las conversaciones giraban en torno a la situación de ame-naza en la que vivía Buenos Aires desde la Reconquista. Laposibilidad de un nuevo ataque. La estrategia de crear nuevosregimientos populares, y, en fin, de las anécdotas de los nue-vos milicianos…

— Mañana estrenaremos cuartel…— ¡¿Ah, si?!— Si, en una casa de doña Magdalena Trillo…

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— ¡¿La mamá de misia Mariquita?! –Exclamó Rosario.— Exactamente –Le confirmó su hermano Miguel.Una nueva ronda de té, alargó la tertulia, y los temas con-

tinuaban deshilvanándose, comentando las nuevas peripeciasde los jóvenes y su nueva vida de disciplina.

José Manuel, buscaba en su mente una razón para volver aver a Rosarito, sin saber que la niña no esperaba menos.

La cena se sirvió en el majestuoso comedor de losBasabilbaso, sobre una gran mesa imperial donde la vajilla deplata y losa inglesa brillaba. En el eje de la mesa, dos candelabrosencendidos, iluminaban un centro de mesa, cuyas rosas de varioscolores, exhalaban su hermoso perfume. Todo parecía ser unescenario dispuesto ex profeso para que Rosario y José Manuel.

Los dos jóvenes pasaron la noche intentando cruzar susmiradas, evitando –en cuanto fuera posible– que las mismasfueran observadas por don Francisco, quien, con gestos másque elocuentes, ejercía todo el poder disuasorio que su forza-da gentileza le permitía.

José Manuel, mientras no ocupaba su mente en la niña, lohacía buscando un fundamento para volver a verla.

Promediando la cena, un sencillo comentario de doñaAurelia le dio el pie que tanto había estado esperando:

— ¡Cómo me gustaría veros en esas prácticas!…— Pues, venga mañana, Mamá…Don Francisco, sintió que su esposa le había clavado una

daga. La miró seriamente. Sin parpadear, y en un hábil comen-tario en el que cifraba su victoria, sentencio:

— Mejor esperad una semana o dos, a que los muchachosaprendan más y mejor…

Doña Aurelia, a quien no se le había escapado ni un sologesto de la parejita, a la vez que ya había discernido que unjoven soldado y despachante de la tienda más importante de laciudad, no sería un mal partido para Rosario, pontificó:

— ¡Iremos mañana a las cinco!

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A la niña se le encendió la mirada, y José Manuel se atra-gantó con el sorbo de Rioja que estaba bebiendo en ese instan-te, soltando de su mano la copa, salpicando de vino su ropa,su cara y el mantel de hilo, finamente bordado con flores detonos pastel. Rosario se tuvo que tapar la cara, para evitarle aJosé Manuel el disgusto de verla riéndose de él. Sus amigos selevantaron de la mesa para palmearle la espalda.

— ¡José Manuel! ¿Te encuentras bien? Bebe un vaso deagua, hombre…

— Si… si… no se preocupen

Carta manuscrita de D. Pedro Cerviño.

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El muchacho, rojo por el espasmo (menos que por la ver-güenza) tosió un par de veces para aclarar su garganta delato-ra, e intentó que todo pasara lo más inadvertido que fueraposible. Las criadas limpiaron lo que pudieron, y le trajeronuna copa limpia a José Manuel.

— José Manuel… –Repetía para sus adentros Rosario–José Manuel…

Luego del coñac, y percibiendo que ya se estaba haciendotarde, José Manuel se excusó, diciendo que debería ir a sucasa. Don Francisco llamó a uno de sus criados negros, indi-cándole que vaya a buscar un farol, que acompañaría al niñoJosé Manuel hasta su casa. El pequeño negrito salió corriendoa cumplir el mandado.

Comenzaron a despedirse, y José Manuel, tanto porque erala menor del grupo, como porque quería quedarse con el saborde la mano de Rosario en su boca, la saludó al final.

— Te acompañamos hasta la puerta –Le dijeron afectuosa-mente sus amigos.

Mientras salían por el pasillo, – precedidos por el negrito,que ya llevaba el farol encendido– los hermanos Basabilbasose dijeron, como ignorando la presencia de José Manuel:

— ¡Parece que por fin tendremos cuñado! ¿No te pareceJosé Manuel?

— Eeeeeh… Si… No, no… bueno…— ¡Vamos, hombre! No te pongas nervioso que no somos

nuestro padre. Nos parece perfecto que cortejes a Rosario…¡Eso si…!¡A la primera…!

— ¡No, Miguel… José!… ¡Por favor!… ¡Soy un caballero…!— Lo sabemos, hombre, lo sabemos… No te pongas nervioso —Lo abrazaron afectuosamente, y se despidieron.José Manuel emprendió la marcha, precedido por el cria-

do. La noche porteña había refrescado y el farolillo en elextremo de palo que llevaba su guía, iluminaba alternativa-mente la pared, la acera y la calle. Esa luz pendulando, trajo asu memoria aquel Botafumeiro de la Catedral compostelana,

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que había ido a visitar, junto a sus padres, unos días antes dela partida desde su Coruña natal hacia Buenos Aires, hacía yamás de quince años. ¿Por qué recordaría eso ahora?.

Se mezclaban en su mente, la cara de Rosario, y las de losángeles que rodeaban al Apóstol Santiago. El perfume de sumano, que aun conservaba fresco, con el del santo inciensoque solo había olido en aquella amada catedral. ¿Qué pasa-ba?… ¿Qué haría mañana, cuando Rosario viniese a verlo?…¿O vendría a ver a sus hermanos?…

Caminaron y caminaron. Sin siquiera pensar por dóndeiba, fueron bajando hacia la playa del río. Se detuvo a contem-plar las serenas aguas, teñidas de plata por la luna. El horizon-te era una inaccesible línea plateada hundida en la profundi-dad negra de la noche.

— Ese sí que no parecía un río, (pensó) era un río en ellugar del mar. Al revés que su amada Ría de La Coruña, queera el mar encerrado entre las rocas. Qué paradoja…

Un coro de ladridos de perros cimarrones, desde los cuatropuntos cardinales, daba marco a su nocturna caminata. El per-fume de algunos jazmines prematuros, no permitía que seborre de su mente Rosario…Rosario… Rosario… se repetíainteriormente, como un reflejo involuntario e irrefrenable. Y acada Rosario, le correspondía un profundo suspiro.

El negrito, observó la escena, meneó negativamente sucabecilla, y continuó la marcha.

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Buenas y Malas Noticias

Casi todas las mañanas de Buenos Aires, desde la noticia dela constitución de los nuevos cuerpos milicianos, tenían una acti-vidad poco común. Las tiendas textiles eran un hervidero demujeres seleccionando telas, cordonería y botones, para confec-cionar los uniformes de sus hombres. Los tenderos debieron acre-centar sus pedidos a Cádiz… claro que… también se conseguíantelas inglesas, más rápidamente y a precios sensiblemente meno-res. El contrabando había sido siempre moneda corriente en estascostas. Mucho más ahora, cuando la demanda era mayor.

Las carretas iban y venían por el Camino Real del Sud,precedentes del puerto de la Ensenada de Barragán. Allí llega-ban, por las noches, los barcos contrabandistas.

En la espaciosa sala de la casa de doña María EncarnaciónSanginés, esposa del capitán Varela, servía de taller de costu-ra para un grupo de damas, dedicadas colaborar con el cuerpo.

A la luz del sol que se filtraba por los ventanales que daban ala calle, inclinadas sobre sus costuras, en cada punto prendían suamor a sus maridos, hermanos y novios, tanto como a su Patria.

— Jacobo me tiene loca con que le termine ese espantososombrero peludo que dice que usan sus granaderos –Se queja-ba doña Encarnación.

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— ¡Dios mío! Yo he visto algunos. Sinceramente sientanhermosos. Pero tenerlos entre las manos, da la impresión dehaber cazado un perro… Es un asco, yo no se a quién pudoocurrírsele usar esos animales en la cabeza…

— Usted porque no se lo ha llevado por delante en lasala… y de noche. ¡Jesús, María y José!

— ¡Qué espanto! –Se aterraron, sacudiendo sus cabezas,con gesto de asco.

Las apreciaciones de las damas, ciertamente, no eran decarácter militar, y algunos de sus comentarios, hacían muchagracia a las más jovenzuelas.

— Este escudo podrían haberlo hecho más pequeño¡Virgen Santa!. Llevo una semana pegando lentejuelas a estabendita corona. ¡Me perdone Su Majestad! Pero ¡Qué exage-ración! ¡Y aun me esperan esas cruces… Lo único que esperocon gusto, es bordar el Santísimo Sacramento…

Se persignaron todas. –No se queje, mujer… No se queje,que cada queja es una puntada menos…

Una de las niñas, lejos de quejarse, parecía hipnotizadacon el uniforme que cosía con fruición. Ante la atenta miradade su madre, Rosario Basabilbaso estaba a punto de terminarsu labor: el uniforme de José Manuel. Cada puntada le traía elrecuerdo de su novio estrechándola en sus brazos en el baile.

Sus padres habían ofrecido un baile para presentarla ensociedad, la pasada semana, cuando cumplió los quince años. Aregañadientes, don Francisco, su padre, había aceptado la insis-tente propuesta de José y Miguel de invitarlo a José Manuel.

Esa noche se presento con sus mejores galas: Una levita deterciopelo verde oscuro, una chupa de recamado chabot, selladopor un hermoso pañuelo de seda blanca que le sujetaba el cue-llo. Un calzón de lino blanco; tan blanco como las altas mediasde hilo peruano y unos zapatos negros rematados en unas hebi-llas de plata… Todo un caballero. Don Martín de Alzaga, supatrón en la tienda, había colaborado en vestirlo para la ocasión.

En medio de la fiesta, bajo el sonido de un minué, JoséManuel había pedido permiso al padre de Rosario para sacarla

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a bailar. Estaba preciosa: Un vestido blanco inmaculado, cua-jado de pequeñas rosas bordadas en seda blanca; un gran pei-netón de carey que sostenía una mantilla blanca de encajegallego. Las manos de ambos transpiraban. Se miraban direc-tamente a los ojos. No era necesario pronunciar palabra.

Cuando la estrecho entre sus brazos, José Manuel, no pudoevitar suspirar. Rosario se sonrojo, bajo su mirada, y cuandola volvió a elevar, José Manuel saco coraje de lo más profun-do de su alma y le sugirió, con un hilo de voz:

— Querría salir al patio conmigo, me gustaría tomar unpoco el aire fresco…

Ella miro hacia todos lados, y al ver que sus padres estabandistraídos con los invitados, asintió.

Salieron de la mano. El aire fresco de la noche porteña,traía los perfumes de los floripones, y las magnolias.

Se acercaron al aljibe. El le ofreció un cuenco de agua fres-ca, y cuando estaba por beber el primer sorbo de la mano deJosé Manuel, volvió a sacar coraje y le robo un beso.

Los labios de José Manuel quedaron húmedos del agua queaun quedaba en los de Rosario. Ella salió corriendo, y desdeel humbral de la puerta que daba a la sala, lo volvió a mirarpara que esa imagen le quedara grabada en la retina, y entro.

Desde ese día, se veían a escondidas del padre, pero con lacomplicidad de su madre y sus hermanos.

Los días y las noches del cálido noviembre pasaban en laaldea, con ires y venires agitados, para lo que había sido lavida normal. Tanto los hombres como las mujeres, cada unocon sus obligaciones, veía pasar las jornadas sin poder haberhecho la totalidad de lo que se había propuesto.

Doña Barbara Barquín, envolvió el paño de seda blanca en elque había bordado la cruz de Santiago, se volvió a calzar la man-tilla y el peinetón en el tocado, se despidió, y se marchó. Ya se esta-ba haciendo tarde, y estaría por regresar su marido, argumentó.

Llegó a su casa, a paso rápido, siempre cuidando de cami-nar de puntillas y levantar un poco s falda, al cruzar las calles,por no ensuciarlas de barro.

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Al poco rato, escuchó un fuerte portazo, signo de quedon Pedro Cerviño, su marido, había regresado, y al pare-cer, algo nervioso.

— ¡Carallo! ¡¿Podrá ser de Dios?! Basta que uno se pro-ponga trabajar en algo productivo… y más aun: Util, para quevenga un bruto ignorante, y ¡Zas! ¡Manda carallo!

— ¡Por favor Pedro! ¡No hables así!¡ No te pongas nervio-so, hombre, por favor! Sabes que no te hace bien. Cuéntame¿Qué ha sucedido?

— ¡Hay Barbara… Barbara! No se siquiera si vale la penapreocuparte a ti también. No me hagas caso…

Cerviño iba de la sala al comedor, cavilando, insultando envoz baja… Se sentaba. Se volvía a poner de pie…

— ¡Por favor Pedro! Cuéntame, porque vas a explotar…— Me han ordenado del Consulado que entregue las llaves

de la Academia de Náutica… ¿Lo puedes creer?… ¡Despuésde siete años de trabajo… de cantidad de jóvenes que hanencaminado su vida en una carrera honrosa y lucrativa… Yútil!… ¿Lo puedes creer?…

— ¡¿Pero, qué ha sucedido?!— ¡Ha sucedido que esos cabrones han ido hasta las Cortes

de Madrid!¡Al Infierno se hubiesen ido!La Comandancia de Marina de Montevideo nunca había

aprobado la inauguración del establecimiento. Bien por envi-dia, bien por burocracia extrema, así pagaban tantos años desacrificio de tanta gente.

— No te preocupes Pedro… Se han aprovechado de laincertidumbre de estas horas… Ya verás cuando todo pase, elseñorito Belgrano no se quedará de brazos cruzados... Y tutampoco. Si ellos tienen influencias en las Cortes, Belgranotambién las tiene. No te preocupes, hombre, que ahora tus sol-dados te necesitan entero. ¡Vamos Pedro!… Regálame unasonrisa… que yo te regalaré una promesa: ¡La Escuela deNáutica volverá a abrirse!… Ya verás…

El frío de la mañana, acompañó a Cerviño hasta el cuartel.Los hombres, algunos montados, otros de a pie, llegaban para

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presentarse puntualmente a la hora de formación general.Entró al salón, el ruido de los tacos de sus botas rebotaba enlos altos techos. Toda la sala se hallaba en reparaciones.

Varela se encontraba desde hacía poco rato, acomodandounos papeles y tomando algunos apuntes. Su gorro de pelo dejabalí, engalanado de cordones y borlas doradas, daba solem-nidad al rústico escritorio. Aun cuando su esposa, lo llamara:El Perro del Emperador.

— ¡Buenos días, don Jacobo! ¿Alguna novedad?— Buenos días, comandante. Sí: Ayer a ultima hora vino

gente del cacique Cañá-Apé de los guaycurú, a decir que hoytraerían las setecientos plumeros de papagayo azules y granatal como les indicamos. En cuanto a los sombreros, los de losgranaderos, están casi todos listos. Los hemos traerán lospampas del cacique Calfu-Caleu, hechos de piel de jabalí.Pero los de fusileros… Las doscientas chisteras que nos die-ron, señor, son todas pequeñas. Me temo que deberemos ircuanto antes al Ayuntamiento a pedir que nos las cambien ybuscar más, antes de que lo hagan los otros cuerpos…

— Pues… si. Esas condenadas galeras… diga que a caba-llo regalado, no se le miran los dientes… Pero por la cantidadno se preocupe, que la fragata inglesa de donde las han requi-sado, tenía las bodegas llenas de ellas. ¿A quién pensaríanvenderles tantos miles de sombreros, estos bandidos?¡Si haypara cubrir como caballeros hasta a los indios!

A las ocho en punto, su Segundo, Fernández de Castro, leavisó que la tropa se encontraba lista. Se puso de pie, y salió porla puerta que daba hacia el gran patio posterior. Allí se encon-traban formadas en cuadro, las nueve compañías del Tercio.

A la cabeza, las b2anderas con sus escoltas; luego los gra-naderos y los fusileros. Todos con sus oficiales al frente y sustambores de órdenes.

Al ver aparecer a Cerviño, redoblaron los tambores, ordenan-do honores. Todos adoptaron la posición militar de firmes,alzando las banderas y armas al hombro. Cerviño no podía ocul-tar el orgullo y la satisfacción de ver todo un regimiento regla-do, de lo que hasta hacía poco, no era más que un desordenado

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grupo de vecinos bien intencionados. A las banderas, formadas ala cabeza, seguía la compañía de granaderos de Galicia, y luegolas ocho compañías de fusileros. El primer paso estaba dado.

Cumplidas las formalidades, recomenzaron las prácticascotidianas. Cerviño y Fernández de Castro, se reunían con losoficiales para darles instrucción de manejo de sable y pistolas,y clases teóricas de Táctica y Estrategia. Los sargentos ycabos, se encargaban de instruir a la tropa.

La presencia cotidiana de Tururú, –que para entonces se habíadejado crecer el bigote, tapando su labio leporino– causaba intri-ga entre los camaradas. Tímidamente se asomaba por entre lastunas, que hacían de cerco natural a la parte posterior del cuartel.

En un descanso, un sargento lo llamó:— ¡Hey tu! ¡Si, tu! ¡Ven para aquí!Tururú se acercó con la cabeza gacha, y sin soltar su vari-

ta (Su cuadrúpedo socio, hizo lo propio, moviendo la cola ale-gremente).

— Te he visto desde la reunión en la Fortaleza, y vienesaquí todos los días… ¿Quieres unirte al Tercio?Tururú movió la cabeza afirmativamente, con una alegría

que traspasaba su cuerpo. No se animaba a hablar, pues sabíaque ello causaba risas, y no quería arruinar este momento quetanto había ansiado.

— ¿Y qué es lo que sabes hacer?Levantó la cabeza, miró fijamente al sargento, y luego con

su mano le hizo una seña con su palma, para que espere. Saliócorriendo raudamente, y su perrito lo acompañaba ladrándole,como alegrándose por su dueño.

Esperaron unos minutos, y Tururú no aparecía. Se decidie-ron a recomenzar las prácticas.

Los diez tambores volvieron a batir, acompañados por unpífano, ejecutando marciales marchas militares. Esto indicabaque practicarían marcha de infantería. Lentas para desplazar-se, y más rápidas para los ataques.

Estaban en eso, tocando Fusileros de la Reina, cuandocomenzó a escucharse un sonido que erizó a los seiscientos

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gallegos presentes. Los tam-bores continuaron con sumúsica –aunque más piano–,para poder dar crédito a loque estaban escuchando.Todos agudizaron sus oídos.Parecía… Era… ¡Si, era unagaita!

Cada vez se la escuchabamás cerca, y venía ejecutandomagistralmente la mismamarcha Fusileros de la Reina,que estaban tocando losmúsicos.

Cuando el sonido era yafuerte, vieron aparecer porentre las tunas, a Tururú,erguido marcialmente, tocan-do una gaita y marchando alcompás de la música.

El regimiento entero estallóen gritos y aplausos. Cerviño ylos demás oficiales, salieron aver qué sucedía: Se quedaronatónitos al ver a aquel persona-je que la ciudad menosprecia-ba, ahora convertido en unindispensable miembro de laBanda de Música del Tercio deGallegos.

A medida que se acercabael gaitero, los tambores y elpífano, comenzaron a ejecu-tar con más fuerza, con lo queel espectáculo era impresio-nante. Los camaradas sentíanestallar su corazón de fervormarcial. Soldado del Tercio de Gallegos.

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— Esa gaita –dijo Cerviño a sus inmediatos– es un armamás poderosa de lo que podíamos imaginar.

Al acercarse al gaitero, observaron que su gaita no era latradicional gallega, sino una escocesa. Nadie le preguntó, peroseguramente sería una de las que se habían apresado a losingleses el año anterior.

Inmediatamente el nuevo músico se integró –y lo integra-ron sus compañeros–, demostrando aptitudes inesperadas, loque hacía pensar que el pobre Tururú, era una persona másequilibrada y útil, de lo que cualquiera hubiera pensado.

En los descansos, era ese gaitero el centro de las reuniones,y el más solicitado, pues complacía a todos sus camaradas,ejecutando –acompañados por los tambores– célebres jotas ymuiñeiras de su tierra.

Nunca nadie le pudo sacar en limpio su nombre, ni de dóndehabía venido. Pero ciertamente Tururú era músico –y de losbuenos–, y gallego… tal vez más gallego que la mayoría.

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Los Preparativos para la Defensa

La noticia de la caída de Montevideo, en la vecina orillarioplatense, preocupó sobremanera a toda Buenos Aires. Lasespeculaciones de la guerra, eran el tema obligado en el Caféde Lodi, en el de Marcos, y en todas la pulperías, tertulias,organismos y casas de familia.

Cerviño, junto con sus oficiales, habían discutido un plande defensa que creían interesante. Por ello, pidió una entrevis-ta con Liniers.

Al finalizar una de las jornadas de instrucción en el cuartel,Cerviño notició a Fernández de Castro, Varela y Pampillo, que elgobernador militar los recibiría al otro día a las nueve en punto:

— Nos encontraremos en la Recova, a las ocho y tres cuar-tos… Puntualmente y de uniforme.

Amaneció el 18 de marzo de 1807 soleado. La negraTrinidad, se acercó a Varela con un mate calientito. Don Jacobose meneaba en su silla-hamaca, con la vista fija en las torres deSanto Domingo, iluminadas por el sol que iba saliendo.

— Patlón –Le dijo la negra, acercándole el mate finamen-te labrado en plata.

— Gracias Trinidad. Ve a llamar a la patrona, y tráeme miuniforme.

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— ¿La espada también patlón?— Si, mujer. La espada también.Los altos y rígidos cuellos de terciopelo grana, la faja

encarnada, las charreteras, el sable con el rojo cordón de sedadel que pendía diagonalmente del hombro derecho, hacían decolocarse el uniforme, una tarea ciclópea para la que se reque-ría un indispensable apoyo logístico.

Doña Encarnación se encargaba de ajustar las prendas –enestricto orden– al estilizado cuerpo de su marido. La negraTrinidad, estaba atenta a alcanzárselas a su patlona, a medidaque esta se las solicitaba.

Finalizada la tarea. Un tironcito aquí, otro más allá, y la auto-rizada mirada general para verificar que todo esté en su lugar:

— ¡Pareces el propio Rey! –Le decía orgullosa.— Me conformo con no parecer un bufón…— ¡Ay, Jacobo!¡ No digas eso!…Se enfundó en su temible gorro de piel. Saludó tiernamen-

te a su esposa y los niños que se habían ido despertando, y par-tió rumbo a la Recova. Allí lo estaban esperando sus camara-das, Pampillo y Fernández de Castro.

A las ocho cuarenta y cinco –en punto– se sumó el jefe.Juntos, los cuatro, emprendieron la marcha hacia la Fortaleza.

Los soldados de guardia, se pusieron firmes y saludaron alos cuatro oficiales, que cortésmente, respondieron el saludo.Se encaminaron hacia el despacho de Liniers.

Los cuatro pares de botas, caminando al paso, hacían pare-cer que todo un pelotón desfilaba por los pasillos. Al subir lasescaleras, se encontraron con el Edecán de Liniers, que, cono-ciendo de la entrevista, salía a recibirlos.

— Buenos días, señores. El general Liniers los esta espe-rando. Por aquí, por favor…

Los cuatro ingresaron al despacho de Liniers, quien seencontraba reunido con otros varios oficiales superiores,que conformaban la Junta de Guerra. Luego de saludarse,Liniers los introdujo:

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— Los señores Comandante, Segundo y oficiales delTercio de Galicia, nos han pedido esta audiencia, para evaluarjuntos sus iniciativas relativas a la defensa de nuestra ciudad.Yo me adelanto a agradecerles su inquietud y preocupación,conocedor de vuestro afán y celo, que sumado a las facultadesde vuestras mercedes, no dudo que serán interesantísimos yescrupulosos.

Cerviño tomó la palabra, y conociendo que no se deberíaextender demasiado, so riesgo de perder la atención de lospresentes, sintetizó su plan en seis puntos fundamentales:

1. Partir al ejército en dos o tres partes, para cubrir lacosta alternativamente, en previsión de un ataque marítimo.

2. Levantar los destacamentos de los Quilmes, al sur, ylos Olivos, al norte. Que se sumarían a las tropas de guardia.

3. Quitar el depósito de pólvora y municiones delParque del Retiro, –por ser una plaza pasible de ser tomada–para partirlo y llevarlo a varios puntos menos accesibles alenemigo.

4. Ordenar la zarpada inmediata de los buques fondea-dos en las Balizas, o amarrados en el Riachuelo, río arriba;para evitar que el enemigo los pudiera tomar como parapeto.

5. En ausencia de murallas que defiendan la ciudad,abrir fosos y plantar estacadas en las principales calles quedesembocan en la Plaza Mayor.

6. Que se cambien varias veces al día, los Santo, Seña yContraseña, estrechando el sigilo, pues a pocas horas de infor-mado, era ya juguete de las damas en toda la ciudad.

— Pues mi estimado don Pedro –Comenzó Liniers– si nome había extrañado en lo más mínimo que lo hubieran elegi-do Comandante del Tercio, ratifico ahora esa precisa deci-sión… Vox Populi, Vox Dei, decían los Latinos… Nunca máscierto. Evaluaremos sus oportunas iniciativas en la Junta deGuerra, y descuento que aquello que este en nuestras manos,pues, será hecho. Pero quiero compartir con vosotros la urgen-cia de la hora. Bien sabéis que los ingleses han tomadoMontevideo. Vosotros mismos, con dos compañías del Tercio,me habéis acompañado hasta la costa cisplatina para intentar

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infructuosamente su defensa. Sabéis que ya no son mil sete-cientos como el pasado año. En esta oportunidad, están agru-pando tropas de varias expediciones. Esto no será un día decampo… No necesito ordenaros que redobléis los esfuerzospor tener un regimiento ejemplar. Sed conscientes que seaproxima una carnicería. Aun con la sólida fe que tengo, yconozco que tenéis, necesitaremos un milagro…

— No dude, Su Excelencia, que si se necesita sangre, sangretendrá. Y si se trata de milagros, nuestro Apóstol Santiago, puesresucitará a nuestros muertos para que sigan combatiendo…

— Gracias, señor Comandante… Gracias…Se despidieron con la gravedad de la ocasión. Todos eran

conscientes de la trascendencia de la hora, pero todos tambiéntenían la férrea confianza que da el conocimiento de todos ycada uno de los miembros de cada cuerpo. Tenían fe en lacausa. Pero más confianza se tenían a si mismos. Ya se habí-an demostrado, sin pensarlo ni planificarlo, que de poco ser-vían los conocimientos militares, cuando se carecía del sus-tento moral y espiritual. Y a ellos les sobraba de todo eso.

Regresaron a las rutinas diarias de practicar desde la maña-na, hasta la tarde. Algunos se quedaba a dormir en el cuartel,bien por guardias, bien porque no tenían adónde ir. Pero allí

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Entrada de las tropas britanicas a Buenos Aires.

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todos eran iguales, como durante la Reconquista. Los acauda-lados ponían sus posesiones a disposición de la causa:Compraban uniformes, armas, incluso comida, para el resto.Los pobres, retribuían con trabajo y esfuerzo.

Las jornadas pasaban cargadas de entusiasmo, tal parecíaque, desde la Reconquista, la ciudad no era la misma. La genteno había variado, pero si sus sentimientos. El concepto de sobe-ranía, no lo discernían, pero lo vivían a cotidiano: Soberanamentehabían reconquistado su ciudad. Soberanamente habíanresuelto cambiar su gobernante. ¿Por qué no se habrían dedefender soberanamente?. A partir de entonces, algunoscomenzaron a percibir que el pueblo podría llegar a ser dueñode sus destinos…

Caía la tarde fresca de mayo, cuando en el cuartel ya ibanquedando los pocos que pasarían la noche.Tururú ya se había hecho de un amigo, casi tan fiel como

su perro: Abejorro, le decían.Era un fornido orensano de apellido García Ponte, de la com-

pañía de granaderos, donde su propio padre era sargento primero.Gruñón, grandote y bonachón, su sensibilidad era propor-

cional a su fuerza incontrolable, por lo que, a la vez de amigoinseparable, Abejorro era una suerte de custodio y fiel intér-prete de Tururú.

La disparidad de talantes y contextura, era demasiadonotoria, casi cómica. Tururú, si bien lucía elegante con sunuevo uniforme y su galera negra; era callado, blanco y esmi-rriado. En cambio, a su tez curtida y locuacidad, Abejorrosumaba una portentosa estatura y robustez. Si a ello se le agre-gaba su inmenso gorro de granadero, con esos pelos de jabalíapuntando al infinito, daba el conjunto resultante, la impre-sión de enfrentarse con una salvaje manada de estos animales.

Nadie se animaba a preguntarle, por qué le decíanAbejorro. Pero –secretamente– se comentaba que se debía aque era moreno, grandote y temible (otros agregaban “moles-to”) como ese insecto. En fin, él lo aceptaba de buen grado,siempre que quien se lo dijera fuese un amigo. Para el resto:Juan Manuel García, a secas.

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La Batalla Inminente

Era ya un secreto a voces en Buenos Aires, que el 25 dejunio había zarpado desde Montevideo una flota inglesa conel objetivo de limpiar la afrenta hecha por esa chusma demorenos españoles, como llamó la herida prensa británica alpueblo porteño victorioso el año anterior.

La fría y gris mañana del 27, lucía un recamado de nubesbordeadas de un rosado fulgurante. Desde la terraza inmediataa su despacho en la Fortaleza, Liniers, acompañado por variosoficiales de su confianza, vieron aquello con lo que veníanespeculando desde hacía un tiempo: un convoy de 71 velas bri-tánicas con rumbo sur. La mayor flota que hubiese surcado lasaguas del Río de la Plata… Y venían en son de guerra.

— Coronel Arce. Que se toque generala por todos los tam-bores de la guarnición y disparen los tres tiros de alarma.Haga formar en batalla para revista de tropas, sobre la calledel Cabildo – ordenó el gobernador a su ayudante –

— Como usted ordene, Su Excelencia.Comenzando por las más cercanas, las campanas de todas

las iglesias echaron a volar. Se multiplicaba ese tañar desespe-rado, como una onda en un estanque, llegando momentos des-pués hasta los puntos más remotos, al norte, al oeste y al sur.

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Un frenesí desesperado se apoderó de todo lo que se movíaen la ciudad. Las calles, como si se tratase de un hormiguero,comenzaron a poblarse de hombres, que iban saliendo de suscuarteles o casas, con un destino común: La calle de la Catedral.

Según se había practicado una infinidad de veces, ordena-damente, se fueron agrupando y formando cada regimientosegún su división. Por toda la extensión de la calle desde elcampo del Retiro, pasando por frente a las Catalinas, elCabildo y el Real Colegio de San Carlos, hasta el alto, se for-maron los diferentes cuerpos: La Legión de Patricios, el Terciode Gallegos, el de Cántabros, Andaluces, los MiñonesCatalanes, los Arribeños, los Pardos y Morenos, los Dragonesy el Fijo de Buenos Aires, los Blandengues. La artillería volan-te ocupó su sitio en cada brigada. Finalmente los escuadronesde Caballería, encabezados por los Húsares de Pueyrredón. Portodo como ocho mil hombres, cubrieron más de dos mil metrospor la calle del Cabildo, en menos de media hora. Miles de vis-tosos uniformes multicolores, armoniosamente dispuestos, ledieron al lugar un espectáculo patriótico nunca antes visto.

Pasados unos minutos, los tambores de la cabeza de la for-mación –en el Retiro– tocaron atención: Liniers y los jefes debrigada, montando sus corceles, se hacían presentes paracomenzar la revista. Al romper la marcha frente a la majestuo-sa formación, las secciones de música de los regimientos que laposeían, hicieron sonar la Marcha Real Fusilera en honor delgobernador militar, con lo que iniciaba formalmente la revista.

La cara de asombro y satisfacción de Liniers, al poder veri-ficar semejante muestra de entusiasmo y marcialidad en losvecinos que componían su ejército, no era menor a la de cadajefe de batallón, o las propias de los coroneles Arce, Balbiani,Elío, Velzaco y del capitán de navío Gutiérrez de la Concha,quienes componían su Estado Mayor. Todos se pararon enseco. Saludaron a los honores, y pasaron revista a las tropas,acompañados del Alcalde de Primer Voto, don Martín deAlzaga, y los miembros del Cabildo.

Cuando la comitiva pasó por frente al Tercio de Gallegos,Alzaga no pudo evitar buscar entre la tropa, a su dependiente,José Manuel. Cuando lo vio, hizo una disimulada mueca de

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aprobación, y volviendo al gesto serio que lo caracterizaba,continuó la marcha.

Acabada la revista, Liniers mandó a los jefes de cada regi-miento que ordenen retirada a sus cuarteles, manteniéndosesobre las armas. A ellos les pidió que, junto a sus segundos, loacompañasen a su despacho para recibir órdenes.

Al entusiasmo general, siguió la ansiedad propia del hechoconsumado. Los ingleses ya estaban aquí y se les haría frente.Ese entusiasmo y valor, no obviaba el lógico temor derivadode que todos eran conscientes que esta guerra sería una cruelcarnicería. Las calles se llenarían de cuerpos, de aullidos dedolor y de sangre.

En tanto cada regimiento rompía la formación para dirigir-se hacia sus cuarteles, Liniers, su Estado Mayor, el Cabildo ylos jefes, pasaron al interior de la Fortaleza, para discutir lostemas que, sin dudas, serían los más serios que hubiesen sidotratados dentro de aquellos húmedos muros.

Las caras circunspectas de todo el grupo hablaba por sí sola.La cálida marquetería que revestía el gran salón de audien-

cias del virrey, fue testigo de aquella trascendente reunión.Se agruparon en derredor de una mesa. Rodeado por sus

coroneles, con ceño adusto, Liniers los miró uno por uno ycomenzó diciéndoles:

— Señores, la suerte está echada. Como vosotros mismoshabéis visto, los ingleses ya se encuentran en nuestras costas, yentre mañana y pasado, comenzarán los aproches para el des-embarco de los doce mil infantes que esconden las bodegas desus navíos. Antes de ayer, zarparon de Montevideo dos divisio-nes de 30 y 28 buques respectivamente, a las que se sumó unatercera de 13 que salió de la Colonia del Sacramento. Por todosuman como doce mil hombres de la más disciplinada y expe-rimentada tropa de línea. Comandante Cerviño, hoy mismodeberá verificar que se evacue el destacamento que su terciocubre en la costa en los Quilmes, desmantelando la barraca ytrayendo la batería de calibre y el tren volante para la capital…

— Así será hecho, mi general… –respondió Cerviño, ygirando su rostro hacia su Segundo, Fernández de Castro que

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estaba a su lado, le indicó que verifique que la orden se cum-pla apenas saliesen de la reunión – Fernández de Castro, sinarticular palabra, asintió con la cabeza.

— Formaremos tres divisiones de ataque, más una de reser-va que permanecerá en disponibilidad en las proximidades de laPlaza Mayor – continuó Liniers – La división de la derechaestará compuesta por el Cuerpo de Marina, Patricios, dosCompañías de Miñones Catalanes, Granaderos de MiliciasProvinciales, el escuadrón de Húsares, y el de Cazadores, almando del señor coronel don Cesar Balbiani. Su distintivo seráuna banderola roja. El centro se compondrá del Tercio deGalicia, los Naturales, Pardos, y Morenos, el Tercio deAndaluces, otras dos Compañías de Miñones, y un Escuadrónde Carabineros, al mando del coronel Francisco Xavier Elio,con banderola blanca. El ala izquierda constará de los restos detropa veterana del Fijo y Blandengues, el Tercio de Cántabroscon su compañía de Cazadores Correntinos, Castellanos,Vizcaynos, Navarros y Asturianos, el de Arribeños, dos compa-ñías de Miñones, otro Escuadrón de Húsares, y el Sexto deMigueletes, al mando del coronel don Bernardo de Velazco, conbanderola azul. Por ultimo el Cuerpo de Reserva consistirá de100 Dragones, el Tercer Batallón de Patricios, el Tercio deMontañeses, las dos Compañías de Miñones que restan, y elEscuadrón de Quinteros, al mando del señor capitán de navío dela Real Armada, don. Juan Gutiérrez de la Concha. La sumatotal es de algo más de 8.000 hombres sobre las armas. Casi seismil infantes, y los restantes de Caballería, sostenidos por sete-cientos artilleros y sirvientes, con 53 cañones de varios cali-bres.–respiró profundo– ¡Caballeros. Este es nuestro ejército!¡El que nos llevará a la victoria! – exclamó incorporándose desu pesada silla, con una confiada expresión–

Todos se pusieron de pie, con una incipiente sonrisa, pro-vocada por la confianza de aquel jefe al que veneraban desdelos días de la Reconquista.

Continuaron comentando otros asuntos relacionados con laurgencia del momento: el racionamiento, la provisión demunición de artillería y fusilería, los puestos sanitarios, laestrategia de defensa y las tácticas a seguir para los ataques.

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Los Segundos Jefes se excusaron y partieron hacia suscuarteles para informar a sus cuerpos, y comenzar a dar lasprimeras directivas de la guerra.

La reunión, matizada con Jerez de la Frontera, continuóhasta altas horas de la noche.

El cuartel del Tercio de Galicia, al igual que todos losdemás, era un hervidero de gente y actividad. Todos teníanuna tarea específica: unos acarreaban los barriles de pólvorahacia la sala de armas, otros armaban cartuchos, la mayoríalimpiaba y ajustaba sus fusiles, los más duchos daban las ins-trucciones finales sobre los movimientos de batalla. En mediode la noche, Tururú y sus compañeros, con sus instrumentostocaban marchas marciales. La música parecía emerger de laoscuridad del firmamento. Las tenues luces de la ciudad, vis-tas desde el río, dejaban entrever las sombras de los soldadosgallegos que bajaban a la orilla con su música.

Cerca de las diez, el Segundo Comandante, Fernández deCastro, se acercó a la barraca de la tropa, para ordenar a losoficiales, que den franco a la gente que no tuviera que perma-necer acuartelada por guardias u otras tareas.Abejorro, junto con algunos de sus compañeros granade-

ros, su inseparable amigo Tururú, y otros camaradas, acompa-ñados de la gaita y un par de pipas de vino Carlón, marcharonhacia la costa del río. A pesar de la hora intempestiva y del fríode la noche, la playa se fue poblando de soldados que fuerona pasar – quizás – la ultima noche de paz que iba a haber en laciudad en algún tiempo.

Los hermanos Basabilbaso y su amigo – y cuñado – JoséManuel, partieron hacia la casa del Escribano Mayor. Los pri-meros a dormir. El segundo, en complicidad con sus amigos,a intentar ver a Rosario. El sabía que la niña estaría esperan-do noticias suyas.

Sigilosamente abrieron el portón enrejado de la entrada. Alescuchar el leve sonido, los Teros que la familia tenía en sujardín, comenzaron a chillar. Las caras de los tres muchachosevidenciaron el secreto deseo de asesinar a las aves delatoras:

— ¡Pajarracos de los coj…!

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— ¡Shhhh! ¡Miguel, por favor, cállate que ya se calmarán…— Cuando los acogote y los meta en un caldero de agua

hirviendo también se calmarán…— José Manuel – le dijeron en voz baja – Tú quédate aquí

en el zaguán…Los jóvenes se perdieron en la oscuridad de la casona. Los

nervios de José Manuel iban in crescendo, un poco por lainminencia de la guerra, pero más por la inminencia de la lle-gada de su amor.

La calle traía los sonidos de lejanas jaurías de perros, y elfrío de la noche, le acercaba los perfumes de las plantas deljardín de los Basabilbaso.

Ensimismado en sus pensamientos, y con los ojos cerra-dos, no percibió la silenciosa llegada de Rosario quien, parán-dose frente a José Manuel, rozó sus cálidos labios contra losde su amado. El joven se sobresaltó, y Rosario comenzó a reír-se en voz muy baja:

— ¡No te rías de mi ! – sentenció enojado.— ¡Perdone usted, mi general…Ambos se rieron y se fundieron en un profundo abrazo

sellado por un beso.— Los ingleses han llegado, y deberemos marchar…Ella tapó delicadamente la boca del muchacho.— No digas más... – lo interrumpió Rosario, con los ojos

comenzando a llenarse de lágrimas –Yo sé que te portaráscomo un héroe, y que volverás… –ya no pudo más, el llantoquebró la frase.

— ¡Rosario, por favor, no llores! – le dijo, mientras enju-gaba sus lágrimas con un pañuelo de seda blanca en el que lapropia niña le había grabado sus iniciales: J.M.S.A.

Ella tomó el pañuelo con fuerza:— Te lo devolveré cuando regreses… –Y dándole un sono-

ro beso, se dio media vuelta y partió velozmente, antes de queJosé Manuel alcance a articular palabra.

- ¡ Regresaré…! Claro que regresaré.

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La Primera Campaña

Un piquete de fusileros gallegos, con sus armas terciadas asus espaldas, a cargo de un subteniente, llegaron a todo galo-pe hasta la barraca de los Quilmes para traer la noticia quedebían levantar campamento a todo tren.

— ¡Si, mi subteniente! ¡Les hemos visto pasar hoy mismo,a no más de dos millas de la costa! ¡Si estuvimos a punto dehacerles fuego a los cabrones…! – comentó el sargento barbu-do que estaba a cargo del destacamento.

El día 28, pasó entre incesantes movimientos de apronte.Toda la ciudad había dejado atrás la calma que la distinguiódurante siglos, para dar paso a un frenesí inusitado.Uniformes multicolores recorrían las calles, bien a pie, biena caballo, en grupos, ora formados, ora en carretas. Cadahombre, mujer y niño, parecía tener una tarea definida, y,más aun, saber que ella era trascendente, por lo que debíarealizarse con la mayor prontitud y precisión.

En don Martín de Pueyrredón, Comandante del PrimerEscuadrón de Húsares, había recaído la responsabilidad de man-tener informado a Liniers sobre los movimientos de los ingleses.

A una milla de la costa, las banderas y gallardetes al topede los mástiles de la flota británica fondeada, contrastaban con

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el plomizo gris del cielo reflejándose en la inmensidad del río.Amanecía el día 29 de junio de 1807.

El verdor de los matorrales del monte vecino a la Ensenadade Barragán, disimulaba los verdes uniformes de un piquetede Húsares que observaba cómo, a tiro de mosquete, las lan-chas de fuerza de la flota, se acercaban a la orilla con unmovedizo rojiblanco contenido.

La casi nula pendiente de la playa, hacía que las lanchasvararan antes de llegar a tierra, debiendo los soldados desem-barcar en el agua, y hacer más de quinientos metros con elagua helada casi a la cintura, antes de llegar a la playa. Auncuando los húsares no entendieran ingles, la entonación de losgritos, y la claridad de las señas, dejaba en claro que el asun-to de mojarse, ni estaba en sus planes, ni les caía en gracia.Los húsares se miraron en silencio, y sonrieron.

— ¡Si pretenden pescado fresco… a mojarse las patas,cabrones! – sentenció uno de ellos en voz baja.

Caía la tarde, y las maniobras de desembarco de las tropas,artillería, pertrechos y abastecimientos, aun no habían con-cluido. Los húsares, sigilosamente como habían llegado y per-manecido, regresaron a la capital a dar parte de los sucesos.

Al amanecer del 30, con un amenazante cielo encapotado, elgeneral Gower –junto a su inmediato, el general Crawford– a lacabeza de la vanguardia inglesa, rompió la marcha con rumbohacia el norte… Hacia Buenos Aires. Su guía y práctico de laexpedición, el teniente coronel Pack, montaba a su lado:

— Mañana haremos un pic-nic en la Fortaleza de BuenosAires, señor... Estos españoles… tienen la desfachatez de lla-mar ejército a una chusma en la que tienen más parte los sas-tres que los Maestros del Arte Militar… Lo único que lamen-to es no poder volver a ver a mis Haighlanders, entrar en estamugrosa aldea al son de sus gaitas. Señor.

— ¿Será quizá porque los aniquilaron en esa mugrosa aldeael año anterior, teniente coronel? Si fuésemos a hacer un pic-nik, no necesitaríamos semejante cantidad de tropa… Y si elejército voluntario español fuese como usted dice, pues no loshubiesen sacado a empujones, y no tendría que estar yo ahora

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mojándome hasta los tuétanos en este maldito pantano helado...Por favor, teniente coronel, limítese a cumplir sus órdenes…Pero esta vez… asegúrese de hacerlo bien… –dijo el generalGower, visiblemente contrariado con las bravuconadas de Pack.Crawford no podía dar crédito a lo que escuchaba. Durante elresto de la jornada, no se cruzaron más que frases aisladas.

Para no perder de vista a sus buques, marchaban en colum-nas, siguiendo la costa. Los pantanos entre la playa del río yel Camino Real del Sur, por donde habían resuelto ir los ingle-ses, complicaban la tarea enormemente. Las mulas perdíansus cargas, la tropa debía marchar con el agua helada a la cin-tura… Y Gower – junto a sus tres mil quinientos hombres – noescatimaba insultos contra Pack, por esta sugerencia.

— ¿¡Que está haciendo!? –La paciencia del general secolmó cuando vió a Pack desviarse de la columna para acer-carse a un enorme cardo de más de dos metros de alto, y cor-tar una de sus pinchudas flores púrpuras.

— Pues, como usted sabrá, señor, esta es en Escocia, nues-tra flor nacional. Y por su tamaño, seguramente es un auguriode suerte…

— ¿¡Suerte!?… ¡Suerte es lo que va a necesitar usted,teniente coronel, para evitar una Corte Marcial. Pero mássuerte necesitará para evitar que lo empale, luciendo esaHermosa Flor de Cardo, en el … ojal de su chaqueta!…¡Venga para aquí!…

El diálogo, naturalmente, se cortó.En la Plaza Mayor, cerca del gris y frío mediodía, comen-

zaban a formarse los cuerpos de la División Central. El coro-nel Elío, había recibido la orden del virrey, de salir con sudivisión a cubrir el Puente de las Barracas. Este puente, quecruzaba el Riachuelo de las Barcazas, era el primer acceso a laciudad desde el sur, si se viene costeando el río.

Cuando estuvieron formados los más de mil hombres quecomponían la división, el coronel Elío ingresó al Cabildo ainformar al Alcalde de Primer Voto. Juntos salieron delAyuntamiento, acompañados del Obispo y la CorporaciónMunicipal, para cruzar la plaza en busca del virrey. El Alcalde

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Alzaga, con su blanco Bastón de Mando, encabezaba la parti-da. La mediana estatura del temperamental vizcaíno, se disi-mulaba con un porte elegante y enérgico, sintetizado en susfinas y angulosas facciones.

Como ya era costumbre, al aparecer Liniers debajo del rastri-llo del acceso principal de la Fortaleza, y en el momento en quela comitiva por él presidida, comenzaban su paso por el puentelevadizo, sonaron los tambores de todos los regimientos forma-dos. Muy a su pesar, Tururú fue convencido de que no trajera sugaita, pues aunque todos lo habían visto tocarla en el Tercio, for-malmente, los únicos instrumentos eran los tambores.

Liniers, junto a Alzaga, monseñor Lue y Riega, y el coro-nel Elío, pasaron revista frente al Tercio de Gallegos, el deAndaluces, los Artilleros Indios, Pardos y Morenos, un par decompañías del Tercio de Miñones Catalanes y el Escuadrón deCarabineros a Caballo.

El solemne acto, electrizaba los cuerpos de todos los pre-sentes, pues esta revista, era el preludio de la primera campa-ña de guerra. Esto ya no era una práctica. De los presentes,muchos no regresarían jamás. Los ceños, las miradas, los ges-tos… los silencios, hablaban.

La presencia de ánimo y la energía de carácter del AlcaldeAlzaga, quedó patentizada en un encendido discurso queinfundió confianza a las tropas y el pueblo que se había con-gregado para despedir a sus héroes.

Antes de ceder la palabra al jefe de la división, hizo unsilencio, aprovechado por un edil municipal que se acercó a élcon un bulto:

¡Señor Comandante del Tercio de Galicia…Cerviño, abrió desmesuradamente sus ojos verdes, miran-

do a sus oficiales como buscando una respuesta a esta sorpre-sa. Sin comprender de qué se trataría, envainó su espada, salióde la formación y se dirigió a paso rápido hacia donde seencontraban las autoridades.

Cuando Alzaga tuvo al comandante Cerviño frente a sí,continuó:

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— Todos los vecinos de esta nobilísima y fidelísima ciu-dad, fuimos testigos y protagonistas de la Reconquista deBuenos Aires el pasado año. Y volvemos a serlo, en estaoportunidad, formando parte integrante de un EjércitoVoluntario que en nada ha tenido los incontables esfuerzosfísicos y materiales que ha costado su creación, manteni-miento e instrucción. No hay español, en toda la redondez denuestro imperio, que no sepa lo caro que resulta la presencia,o el mero sonido de una gaita a nuestros paisanos gallegos.No me equivocaría si afirmase que es este el instrumento quedistingue a nuestra amada Galicia. Tampoco erraría al certi-ficar que el Tercio de Gallegos, desde su creación, ha sumi-do todas y cada una de las obligaciones que le fueron asig-nadas, con un celo y bizarría propios del más experimentadobatallón peninsular. Su comandante, aquí presente, junto a suPlana Mayor, ha colaborado invalorablemente con las previ-siones para la defensa de nuestra ciudad. Aun más, cuandocayó Montevideo, fue el Tercio de Galicia, quien se alistó elprimero para colaborar con su recuperación. En considera-ción a tan elevados méritos, el Cabildo Ayuntamiento,Justicia y Regimiento de Buenos Aires, por mi intermedio,quiere premiar al Tercio de Voluntarios de Galicia con estagaita, presa de guerra del valeroso regimiento 71 de Escocia,para que con ella, infunda valor y coraje a su tropa, recor-dando con sus sones, el reino donde han visto la luz… – Eledil le acercó al Alcalde la gaita, que llevaba el banderín delregimiento escocés enastado a uno de sus roncones, para queéste se la entregue a Cerviño. Al recibirla en sus manos, elcomandante respondió visiblemente emocionado:

— Mucho le agradezco a Su Ilustrísima, la doble distinciónque hace al tercio de mi mando. Primeramente, será un altohonor para el Tercio de Galicia ejecutar un instrumento de

Firma autografa de D. Pedro Cerviño.

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guerra de tan sobrio adversario; y en segundo lugar, espera-mos corresponder la alta consideración en que tiene el IlustreCabildo a este batallón gallego, pues un de los anhelos mássentidos de los hombres del Tercio de Voluntarios Urbanos deGalicia, es dar a conocer a su Provincia Madre, que en dondequiera que mandan sus Augustos Reyes, y rige su ReligiónSagrada, esa para sus hijos es Galicia

Toda la plaza se llenó de aplausos y gritos de alegría. Lossombreros y bastones, se agitaban al viento, mientras Cerviño,con la gaita bajo su brazo derecho, retornaba a su lugar de for-mación –¿Y qué hago ahora con esta gaita? – pensó.

Al acercarse a su regimiento, se detuvo en el centro de laformación. Se hizo un silencio en la plaza. Miró a sus hom-bres, y sosteniendo la gaita con ambas manos frente a su cuer-po, dijo marcialmente:

— ¡Soldado del Tercio de Gallegos, don Juan Manuel dePereyra!…

El regimiento quedó asombrado, pues casi nadie habíaoído ese nombre. Casi nadie… pues Cerviño y Abejorro sabí-an de quién se trataba… Era su amigo Tururú.

Miró hacia él, a quien tenía a su lado, y pudo verle los ojosnublados por las lágrimas.

— ¡Ala hombre, vamos… no vas a dejar a nuestro coman-dante allí parado hasta la nochevieja!… –acompañando elcomentario con un afectuoso, pero firme, empujón.

— Soldado Pereyra, reciba este premio que hace el IlustreCabildo a nuestro Tercio. A partir de este momento, es ustedel gaitero que llevará el guión del Tercio de Galicia a la victo-ria… –afirmó solemnemente Cerviño, mientras extendía mar-cialmente la gaita hacia Tururú.

Nuevamente, la multitud reunida en la Plaza Mayor pro-rrumpió en sonoras expresiones de alegría.

Luego de una encendida arenga a cargo del jefe de la divi-sión, el coronel Elío, siguió una misa de campaña, presididapor el obispo de Buenos Aires, acompañado por los capellanesde los cuerpos formados.

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Finalizadas las bendiciones, Elío se hizo cargo de la brigada,y seguido del estandarte blanco que la identificaba, comenzó lamarcha. Eran las cuatro de la tarde de ese martes 30 de junio.

Decenas de tambores acompañaban a la gaita de Tururú,mientras salían a la campaña. En ese mismo momento, sesumaron otras varias, también escocesas y obtenidas delmismo Cabildo donde estaban depositadas. Nadie preguntócómo ni cuándo las habían conseguido, pero allí estuvierontocando a furar os fols.1

Marchó la brigada, llegando al Puente de Barracas cercade la oración. Una mezcla de inconsciente algarabía y cautaincertidumbre, embargaba a esa enorme masa humana, queun año atrás, podría haberse catalogado como heterogénea.Solamente en el Tercio de Gallegos, junto a los naturales deGalicia, había cantidades de americanos, e incluso tresnegros. Dos vinieron con José Gayoso, y con él fueronsumados a la compañía de Granaderos Gallegos. El tercero:José Soto, acompañaba a Vázquez Varela de la misma com-pañía. No habían ya distinciones, acaudalados, artesanos,labriegos, o comerciantes, todos formaban partes impres-cindibles del Ejército Patriota.

Llegada la división al Puente de Barracas, Elío dispuso quela formación tomase posición extendiendo una línea de bata-lla en la quinta que en esos parajes tenía Alzaga.

Cerviño recordó al jefe de la brigada, que allí cerca estaban loscañones de grueso calibre y otros volantes, que días pasados habí-an levantado de su destacamento de los Quilmes. Elío le pidió quelos recuperasen, colocándolos en las cercanías del puente.

La noche caía y el frío arreciaba. Desde la boca delRiachuelo, soplaba el viento sudeste que venía del río, anun-ciando una lluvia segura.

Se armaron guardias y avanzadas que se apostarían del otrolado del puente, con la consigna de adelantarse en sigilosa, paradar la alarma en caso que se acercara el enemigo. El desfiladerodel puente – paso obligado para entrar a la ciudad –sería su fin.

1 Furar os fols: agujerear los fuelles (de las gaitas).

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Abejorro le dio un leve codazo a Tururú, cuando pidieronvoluntarios para cubrir las avanzadas:

— Del otro lado del puente, está la pulpería de Gálvez – lesusurró – allí podremos refugiarnos en caso que llueva…

La previsión fue vana, para cuando terminó la frase, elcapitán Varela, ya había reclutado el grupo necesario.

— ¡Santa Madre de Dios! ¡Solo falta que crezca el río ytendremos una hermosa batalla naval!… –Se enfurecióAbejorro cuando, en medio de la noche, se largó un repentinoy persistente aguacero –¡Y nosotros sin cobijas ni cuartel…!

— ¡Deja ya de quejarte, hombre, que esos condenados ladeben estar pasando peor…! ¡Vamos bebe un trago de estacaña, que se te pasará el frío…

— ¿Y la mojadura… también me la quitará? – repreguntóAbejorro con una sonrisa que se adivinaba entre el agua y laoscuridad.

Desembarco de las tropas britanicas en la Ensenada de barragan.

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— ¡Vamos Turururú! ¡Llama a tus gaiteros, inflen esas gai-tas, y toquen algunas muiñeiras para los paisanos!

El comandante Merelo, y sus andaluces, no se quedaron atrás.Al ver a los gallegos bailar en medio de la noche y el agua,comenzaron a cantar sus tonadas, bailando al ritmo de las palmas.

Los Pardos y Morenos – a quienes se sumaron los tres gra-naderos gallegos de color – al son de palmas, cajas, palos, ycualquier tipo de elemento que se cruzó en sus manos, hicieronsu alegre Ronda Catonga, cantando en su lengua ancestral.

A las pocas horas, los andaluces participaban de la ronda; losnegros bailaban muiñeiras; y los gallegos, danzas flamencas.

Pocos recordaron el frío y el agua. La caña, la música y lacamaradería, hicieron que la lánguida noche, pasara más rápi-do de lo que se hubieran imaginado.

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La Tensa Espera

El amanecer del 1º de julio, encontró a ambos adversa-rios empapados de pies a cabeza. Los defensores, en forma-ción de batalla, transversal al Puente de Barracas. Los inva-sores avanzando por los pantanos entre la costa del Río dela Plata y el Camino Real.

— ¡Vamos a quitarnos el frío! – fue lo primero que se le escu-cho decir a Cerviño esa mañana, mientras ordenaba al tercio,pasar el puente hacia la otra orilla del Riachuelo: Barracas al Sur.

Avanzaron decididos, pero ordenadamente. Cerviño y suPlana Mayor a la cabeza.

Llegados a la orilla sur, Cerviño indicó el trabajo a susoficiales.

— Que los granaderos terraplenen estas zanjas, para afirmaralgunos de los cañones, y derriben aquellos cercos. Los fusile-ros que se dediquen a emparejar el piso, para privar a los ingle-ses de parapetos o emboscadas que les resulten favorables…

Inmediatamente, terciando sus armas a las espaldas,comenzaron los trabajos, con su habitual entusiasmo.

Un nutrido grupo se encontraba encendiendo el gran fuegoen que asarían a las brasas unas reses que ya habían faenado,cuando desde el sur arribaron a todo galope unos húsares.

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Los camaradas que trabajaban en la orilla sur, detuvieronun momento sus tareas para ver pasar a los jinetes, quienesdirectamente darían parte al coronel Elío.

— La vanguardia inglesa, ha llegado a los Quilmes…–Fue la noticia que corrió como reguero de pólvora por todoel campamento.

Pocos momentos después, cruzó el puente Cerviño:— ¡Capitán Varela! – llamó a su amigo, que se encontraba

unos metros más allá.— ¿Ve usted aquel buque? – dijo Cerviño señalando un

bergantín que se hallaba varado frente a la orilla norte delRiachuelo – Bueno, debe apostar a sus granaderos a bordo. Laposición en que ha quedado verá que es optima para hacerfuego hacia esta orilla. Y usted que tiene un barco…

— ¡Tenía, don Pedro, tenía… me lo han robado estos crimi-nales el año pasado, y se lo llevaron a Londres como presa…!

— Es cierto, mi amigo. Ya me lo había contado.Discúlpeme, lo había olvidado… Le decía: Usted tiene expe-riencia con la artillería naval, y sus hombres también…

— ¡Delo por hecho! – Y allí marcharon a paso veloz losGranaderos de Galicia… De la infantería a la marina, en un tris.

Llamó igualmente al resto de los capitanes, para que fina-licen sus tareas, vuelvan a la otra orilla, y retomen la forma-ción de batalla del día anterior. Salvo la 1ª y 2ª compañías defusileros que se emboscarían en la quinta de Ugarteche.

No habían terminado de comer, cuando a las dos de la tarde,volvió a acercarse a galope tendido el mismo piquete de húsares.

— ¡Y otra vez el marrano sobre la carreta! – dijo Abejorro,que se había sentado dispuesto a descansar un momento.

— Los ingleses han acampado en la Chacarita de SantoDomingo, a orillas del arroyo. Al parecer para descansar yesperar al trozo del centro, que ya ha partido desde laEnsenada de Barragán… –finalizó el sargento de Húsares, quehabía pasado a informar a Elío.

— Gracias sargento, lleve a sus hombres a que comanalgo… –Lo despachó Elío. Luego, dirigiéndose a los jefes de

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Teniente abanderado del Tercio de Gallegos.

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su división – Señores, debo pasar a la ciudad a informar alseñor virrey. Teniente coronel Cerviño, queda usted a cargo dela división hasta mi regreso…

— Comprendido, mi coronel…Elío con su ayudante, montaron y partieron hacia la ciudad.Los bazos de los caballos se hundían en los charcos de

barro. Recién pudieron hacer pie firme, cuando, amainando lamarcha, entraron en la Fortaleza.

— ¡Arce! – bramó Liniers al escuchar la noticia –¡Quetoquen la Generala! ¡Urgente! – el Ayudante Mayor del virrey,salió como disparado, a hacer cumplir la orden.

Como en anteriores oportunidades, apenas escuchados lostañidos de las campanas de las iglesias, comenzaron a llegar ala plaza los restantes tercios, formándose en batalla. Las tresdivisiones que permanecían en la ciudad, estuvieron prontasen menos de media hora.

Montando su alazán tostado, salió Liniers, seguido por elresto de los jefes, encabezando al ejército rumbo al PuenteBarracas. No hubo tiempo para discursos, arengas, ni sermones.

Cerca de seis mil hombres, marcharon por media ciudad.El pueblo salía a las puertas, ventanas y balcones, para despe-dir a sus hombres. Vivaban al virrey y a la bravos defensores.Pero los ánimos no eran de fiesta. Todos eran conscientes deque esa marcha no era un desfile: Marchaban a la guerra…

Algunas mujeres que no habían tenido tiempo de despedir-se de sus maridos, cuando veían pasar la gran formación seacercaban buscándolos:

— No creo que te mostrarás cobarde, pero si por desgraciahuyeses, busca otra casa en que te reciban… –se le escuchódecir a una, mientras tomaba del brazo a su esposo y le dabaun último beso.

Acababa de caer la noche cuando ingresó Liniers, a lacabeza del ejército, en el campamento de las Barracas. Todo elmundo se puso de pie. En las caras se dibujó una sonrisa deconfianza. Esa confianza que el vecindario de Buenos Aires letenía desde que se puso a su frente para reconquistarla.

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Liniers, junto a los jefes de división y de cada regimiento,formaron Consejo de Guerra:

— Caballeros, formaremos en batalla en la orilla sur, seformarán las divisiones según su orden, colocándose a losextremos la artillería, más el tren volante en el centro, cubier-to por la infantería que se deberá abrir, según se ordene. Losescuadrones de caballería a derecha e izquierda, detrás de lainfantería… –comenzó el virrey.

— Si Su Excelencia me lo permite… – agregó Cerviño –formados del modo que sugiere, quedaremos con las espaldascortadas por el Riachuelo, sin opción de repliegue.

— No tengo pensado replegar las tropas… –sentencióLiniers, ocultando que esa decisión había sido sugerida por losoficiales de carrera, quienes desconfiando de las tropas volun-tarias, querían poner el Riachuelo a sus espaldas, pues temíanque éstas se desbandasen al enfrentar al enemigo.

Finalizó el Consejo de Guerra, con un sabor amargo en lasbocas de los jefes de los regimientos voluntarios. Pero con lacerteza de que les volverían a demostrar a sus jefes, que el valory el coraje, no eran atributos exclusivos del fuero militar.

Pasadas las nueve de la noche, comenzaron a desfilar encolumnas por el angosto puente de madera, hacia Barracas alSur. Allí el Ejército Patriota formaría en batalla por vez prime-ra, aguardando al enemigo. Las tres divisiones, más la dereserva, se formaron según su orden, en una línea que seextendía por varios cientos de metros.

— ¡En medio del pantano! ¡No podía ser menos! – se que-jaba Abejorro.

— Será que nadie, salvo el Tercio de Gallegos, podrásoportar tanto… –bromeó un compañero.

— ¡Lo que nos faltaba, carallo! ¡Lluvia…! – dijo cuandocomenzaron a caer enormes gotas, en medio de truenos yrelámpagos. Al instante era todo un aguacero.

En medio de la oscuridad, y confundiéndose con los rayosde la tormenta, podían verse en el cielo cohetes lanzados poragentes que los ingleses tenían entre los vecinos de Buenos

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Aires. A través de estas señales acordadas, les comunicabanlos movimientos del Ejército Patriota.

— ¡Cabrones! ¡Deja que encuentre solo a uno…! –decíaAbejorro, mientras estrujaba con fuerza su chaqueta empapada.

- Ya les daremos su merecido, camarada. No te preocupes.A cada puerco le llega su San Martín…

D. Santiago de Liniers y Bremond.

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La Batalla de Miserere

La vanguardia inglesa había encontrado un extenso campoa las orillas del arroyo Santo Domingo. Allí pasaron la nocheintentando secarse al calor de las fogatas encendidas.

El viento Pampero sopló toda la noche despejando el cielo.Antes del amanecer del jueves 2 de julio, el general LevisonGower recibió a un jinete:

— Permiso señor.— Adelante teniente…— Me manda decirle el general Whitelocke, que las tropas

a bordo de la flota del almirante Murray, ya han desembarcadoen su totalidad. La brigada central ha partido desde los Quilmescon una fuerza de cinco mil infantes, y se unirán a sus fuerzaseste mismo día en Buenos Aires, en el campo Miserere. La reta-guardia, al mando del coronel Mahon, con otros dos mil qui-nientos hombres más la marinería de la flota, está ahora mismomarchando desde la Ensenada de Barragán hacia los Quilmes.Ha sugerido el general Whitelocke, que se establezca CuartelGeneral en ese campo denominado Miserere…

— ¿Eso es todo, teniente? – preguntó secamente Gower.— Si señor…

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— Informe al señor general Whitelocke que se hará según susórdenes. Que hoy mismo llegaremos a la ciudad donde nos esta-bleceremos para aguardar la llegada de la división central. Informetambién que hemos perdido la artillería gruesa en los pantanos pordonde se nos ordenó llegar a la ciudad, donde además debimosabandonar las bestias de carga, los caballos, y hasta las mantas deabrigo de la tropa, que ordené quitar de las mochilas de mis hom-bres, para alivianarles su carga. El paso por estos condenados pan-tanos ha sido un completo desastre… –Gower intentaba suavizarsu informe a través del teniente, pero era imposible ocultar su dis-conformidad con la medida sugerida por el teniente coronel Pack.La contundencia de la fuerza desembarcada, hubiera sido suficien-temente disuasoria como para marchar esas leguas por el propioCamino Real, sin arriesgar a la tropa a llegar al campo de batallacon una fatiga que la menguara en su poder.

— Comprendido señor… Con su permiso – se despidióel mensajero, tomando rápidamente su caballo, para cum-plir lo ordenado.

Un tenue hilo celeste sobre el horizonte del río, anunciaba queel amanecer estaba cerca. El general Gower, llamó a su ayudantey le ordenó que prepare a la tropa, se forme en columnas, y seemprenda la marcha a paso redoblado sobre Buenos Aires.

Soldados britanicos.

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La tensa calma podía palparse en los rostros de los solda-dos del Ejército Patriota, descansando en su lugar de forma-ción en batalla, en la orilla sur del Riachuelo. Las vistas seperdían en la oscuridad. Sus respiraciones formaban densasnubes que se elevaban por sobre la extensa formación.

La llegada de los húsares informantes de los movimientos delenemigo, se esperaba con ansiedad. Cerca de las ocho de la maña-na, el comandante del Tercio de Gallegos, junto a los capitanesVarela y Pampillo, resolvió acercarse hacia el sur con cautela.

No habían cabalgado sino un par de minutos, cuando, desdeuna leve ondulación del terreno, apareció frente a sus ojos,aquello que esperaban. Sus caballos, –al igual que su ritmo car-díaco – se detuvieron en seco: Una gran columna, que por suextensión, se perdía entre las estribaciones del terreno y losmatorrales, se dirigía directamente al Paso Chico. Miles derojos uniformes, grandes banderas británicas, y un lejano soni-do de tambores marciales, los hizo estremecerse.

Sin que mediara orden ni palabra alguna, hicieron girarsus caballos sobre si mismos, y desandaron el camino a lagran carrera.

Apenas llegaron al campamento, Cerviño mandó avisar aLiniers, a través de un capitán de Patricios, sobre la situación. Seordenó : – ¡ Todos a sus puestos de batalla!. Y luego: – ¡Silencio!.

Un silencio tan profundo y tenso se apoderó del lugar, quepronto solo se oyó, a sus espaldas, el lento correr de las aguasdel Riachuelo. Cualquier movimiento de la tropa, por másleve que fuera, se podía escuchar con claridad desde muchosmetros. Los rostros, reflejaban el sentimiento de los corazonesde aquellos vecinos. Apretaban sus armas contra sus cuerpos,casi las acariciaban, conscientes de que, en esta hora, soloellas los podrían salvar de un desastre. Las miradas estabanclavadas sobre los matorrales del horizonte hacia el sur. Enfrente de ellos. Nadie se movía. Casi, ni respiraban.

Luego de unos minutos, que parecieron siglos, fueron apare-ciendo, primero unos jinetes, luego una larga línea de sombrerosnegros, finalmente, quedó en frente de ellos, la columna británi-ca, que fue convirtiendo sobre su izquierda, para quedar formadaen batalla. O por lo menos así lo pensaron los oficiales españoles.

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En tanto la fuerza británica realizaba el movimiento, sujefe, el general Gower, se adelantó unos metros, y sin desmon-tar, reconoció el terreno. Dio un golpe a las riendas de suenjaezado tordillo, y regresó a la cabeza de su división.

Liniers, y todo su ejército, aguardaba que se presente laformación de su adversario, para tomar las resoluciones fina-les. Pero esto nunca sucedió.

Los jefes españoles no podían salir de su consternación,cuando observaron que la columna enemiga no se detenía.Continuaba la marcha hacia el oeste.

— ¡Malditos cobardes! – no aguantó Liniers – se van haciael Paso de Campana. ¡Pero no se saldrán con la suya! ¡Les pre-sentaremos batalla! ¡Balviani, Velazco, Elío, Concha… hagangirar hacia la derecha, que seguiremos a estos miserables!

Los coroneles, cumplieron la orden. Las cuatro divisio-nes, se encaminaron, bordeando el Riachuelo, hacia lanueva posición de batalla.

Liniers, no podía creer lo que sucedía. Junto a su custodia,se adelantaba a la carrera, buscando un campo propicio, y laforma de impedir que los ingleses se salieran con la suya.

Como a las doce del mediodía, se formó en batalla el ejército.Era la tercera vez que lo hacían sin que los ingleses se detuvieran.

— ¡Vengan cabrones! – gritó fuera de si Abejorro, colo-cando su morrión en la punta de la bayoneta. Al punto lamayoría de sus camaradas gallegos, seguidos por el resto, quehacían lo mismo con sus gorras y sombreros.

Cuando Liniers percibió que no daría resultado, ordenóvolver frente, y repasar el Puente de Barracas.

— ¡Rápido señores, los iremos a recibir a la ciudad! –ordenó a los jefes de brigada, mientras se retiraba a todo galo-pe, seguido por su nutrida escolta–

Se comenzó el movimiento retrógrado, y tuvieron que des-andar las casi dos leguas que habían perseguido a los ingleses.

— ¡Carallo! ¿No se le pudo ocurrir algo peor? – se queja-ba Abejorro, mientras empujaba uno de los cuatro cañones

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que se le habían asignado al Tercio de Galicia –¡Primero nosdice que el Tercio no necesitaba cañones… y lo sacó de nues-tro reglamento, y ahora nos hace cargar estos cuatro! ¡Si hastaparece que ha elegido los más pesados!…

— ¡Ya cállate y puxa! –sentenció su padre, en su doblecarácter de progenitor y sargento primero de su compañía.

Cuando traspasaron el puente, observó Cerviño que losregimientos que habían quedado a su vanguardia, viraban lamarcha bordeando el Riachuelo, en dirección hacia su des-embocadura en el Río de la Plata. Azuzó a su caballo, hastaalcanzar al coronel Elío:

— Disculpe usted mi coronel, pero, bien sabe usted queeste camino es mucho más largo y complicado que continuaren línea recta por la calle Larga de Barracas, hasta la ciudad…

— Así lo ha determinado el general Liniers, y así lo hare-mos. Reuniremos las tropas en los Corrales de Miserere…

Cerviño apenas pudo contener su indignación, veía repetir-se las ridiculeces que habían llevado a rendir Buenos Aires elaño anterior. Pero no lo quiso decir. Ahora estaba sobre lasarmas, y no se podía arriesgar a una Corte Marcial, ni arriesgara su gente a quedarse sin jefe, ni mucho menos a sus vecinos aquedarse sin defensores. Habría que redoblar los esfuerzos.

Personalmente, y junto a sus oficiales, estimuló a sus hom-bres, bajó de su caballo para ayudar a transportar esos pesadoscañones a través de zanjas, hasta que subieron la empinadapendiente de la calle de San Francisco, que los llevaría, casidirectamente hacia el campo de Miserere.

Cerviño, con su habitual sagacidad, resolvió hacer subir alTercio de Gallegos por la calle de San Francisco, porque pasa-rían frente a la basílica franciscana y, dos calles más arriba, porla de San Ignacio. Sabía que esto ayudaría a infundir ánimo ensu gente, pues junto con él y el capitán Varela, muchos eran ter-ciarios franciscanos. Además, en San Ignacio, se guardaba laimagen del Apóstol Santiago: Patrono de Galicia… y – natu-ralmente – del Tercio. Al pasar, ya jadeantes, frente a el tem-plo, miró a sus hombres y gritó fuertemente:

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— ¡Santiago!— ¡Cierra España! –fue la emotiva respuesta de sus seis-

cientos hombres, que parecieron poseerse de millares deÁngeles Guardianes, pues sacaron fuerzas, y continuaron lamarcha a paso más veloz y animado.

La brigada de la izquierda, que había marchado a retaguar-dia durante la persecución del Riachuelo, con la orden de vol-ver sus pasos, quedó luego a la vanguardia, por lo que llegó laprimera a los corrales.

Allí se encontró con el general Liniers y su escolta.Formaron para ofrecer batalla, pero los ingleses habían llega-do con anterioridad, y aprovecharon los cercos de las quintaslinderas con los mataderos. La noche del invierno austral, seacercaba con velocidad.

A la voz del comandante Murguiondo del Tercio deVizcaínos, un grueso sargento de la compañía de CazadoresCorrentinos –agregada a ese regimiento– hizo abrir el fuego:

— ¡Si me arruinan los fusiles, antes que los ingleses, los matoyo! – amenazó, pues era el artesano armero que había construidoo recompuesto la mayoría de las armas de su compañía.

En medio de las sombras, Cerviño y sus hombres, comenza-ron a escuchar los estruendos del combate que había comenzadoapenas cien metros delante de ellos. Se acercaba con sus gallegospor una calle que, por su estrechez, no permitía abrir fuego con laartillería, por lo que resolvió convertir sobre la izquierda en unterreno, para entrar al campo en formación de batalla. Las tinie-blas de la noche hacían que se perdiera de la vista la formaciónde Liniers. Casi no podía ver a sus nueve compañías.

En medio de la maniobra, comenzaron a llover disparosdesde un flanco y desde el frente. Solo podían distinguir lasllamaradas, y las gigantes bocanadas de humo de sus oponen-tes. Por un momento, sintieron la instintiva inclinación a res-ponder el fuego a discreción, pero las órdenes de sus oficiales,trajeron la tranquilidad necesaria.

— ¡Varela, adelántese con sus granaderos, busque un para-peto y cúbrannos!

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— ¡Pampillo, que su teniente y la mitad de su compañíaacompañe a Varela. Usted y su resto, tomen los cañones y llé-venlos hacia la Plaza Mayor!

— Fernández –dijo finalmente a su Segundo, en tanto que,se escuchaban los redobles de retirada de las otras divisiones –debemos retirarnos en orden hacia la Plaza Mayor. Aquí pode-mos quedar cortados del resto. No podemos ni ver a nuestradivisión y nos arriesgamos a caer prisioneros. No nos podemosdar el lujo que falte un regimiento completo en este combate.

La escaramuza no pasó a mayores. La noche impidió reco-nocer al enemigo, pero le sirvió para ocultarse y defenderse.Lo que pudo ser una carnicería, se transformó en un aviso.

Las tropas defensoras ahogaron sus ansias en la oscuridad.El Bautismo de Fuego, que pudo haber sido glorioso, fue unatotal confusión. Bien fruto de la inexperiencia, bien de la fatalcircunstancia de llegar al encuentro cuando caía la noche.

— ¡Señor! ¿Por qué no los perseguimos? ¡Por esta mismacalle vamos derecho hacia la Fortaleza! – inquirió Pack, ceba-do por la aparente victoria.

— Porque esta misma calle, en medio de la oscuridad,pude ser el sepulcro de mis hombres. Que por si no lo ha nota-do, llevan andando desde el amanecer. ¿Ciertamente le pareceprudente emprender un ataque con solos tres mil quinientoshombres, agotados, y aislados en vaya a saber cuántas horasdel resto?… –la respuesta, y la repregunta final del generalGower quedo flotando en el aire. Pack, acusando recibo, res-piró profundo, levantó su rostro, y con una leve reverencia desu cabeza, se retiró de la presencia del general.

El virrey no aparecía por ningún lado. Todos temían lo peor.Apenas llegó el Tercio a la Plaza Mayor, Cerviño ordenó

formar en parada frente al Cabildo, y subió a dar parte de losucedido al Alcalde, autoridad que, según correspondía, debíaasumir el mando del ejército en ausencia del virrey.

— Señoría – finalizó Cerviño –deberíamos iluminar todas lascalles, para evitar que los ingleses utilicen la oscuridad comoaliada. Habría que guarnecer las azoteas linderas, defender desdearriba y en campo propio, es garantía de victoria. Las bocacalles

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que entran en la Plaza Mayor deberían estar fortificadas por laartillería. Cada calle será una Thermópilæ…

Don Martín de Alzaga, aun cuando era uno de los másenconados detractores de las ideas liberales de Cerviño, dejóde lado su orgullo, y tomando las iniciativas del comandantegallego como propias, bajó las escaleras que lo separaban dela plaza, y se enfrentó a la tropa.

Los rostros de los vecinos, acusaban la preocupación y eltemor de haber perdido a su líder. El Alcalde Alzaga, con laprestancia y energía que lo caracterizaban, dio las directivasque le había sugerido Cerviño, más otras que recordaba per-fectamente de las reuniones donde se planificó la defensa.El mismo ayudaba a mover los cañones, indicaba personal-mente cuáles candiles encender.

Esa Noche Triste por la incertidumbre de la ausencia deLiniers, y la amenaza del inminente ataque; Alzaga la viróen una velada de entusiasmo y confianza crecientes, por lallegada de las tropas y la resolución con que supo tomar lasadecuadas directivas.

Cerca de las diez, en medio de uno de los fogones encen-didos en la plaza, un Pardo anunció entusiasmado:

— ¡Allí entran los de la derecha! –en obvia alusión a losregimientos que conformaban aquella división.

Junto a la de reserva, la división derecha, había quedado,por orden del general, guarneciendo el Puente de Barracas,ante la posibilidad de que los ingleses intentaran volver sobresus pasos, e ingresar a la ciudad por allí.

El Alcalde indicó a los jefes de división, que cada regimien-to se retirase para descansar, pasando la noche en sus cuarteles,atentos a cualquier alarma. Los tercios de Andaluces, MiñonesCatalanes, Patricios y Arribeños, así lo hicieron, pues sus cuar-teles estaban en las cercanías de la plaza.

El Tercio de Galicia, resolvió quedarse, eligieron por coberti-zo el cielo, y por dormitorio el suelo de las anchas veredas, losarcos de las Casas Capitulares y la Plaza Mayor fueron su cuar-tel. En tan duro trance, estaban resueltos a custodiar BuenosAires, a salvar la ciudad, y con ella toda la América Meridional.

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El Preámbulo de la Victoria

A la noche, siguió el alba del viernes 3 de julio. A pesardel desasosiego de un confuso combate, el ánimo delAlcalde y la presencia de todo el ejército, suplieron la ausen-cia de su líder. Don Santiago de Liniers, mediante una esque-la recibida a medianoche, anunciaba que se encontraba en laChacarita de los Colegiales, dispuesto a ingresar a la ciudaden la mañana. Esto trajo mayor tranquilidad y entusiasmo alas tropas reunidas en torno a la Plaza Mayor.

Cuando despuntó el alba, los rostros sombríos de la nocheanterior, ya descansados, tornaron en alegres. Los movimientos detropas, armas y municiones eran incesantes.

El Cabildo ordenó tocar Generala, y a los pocos minutos todoel ejército ocupó sus puestos, según lo pautado. Bien pronto sepudieron observar cañones en todas las bocacalles que circunda-ban la plaza. Las azoteas y ventanas dejaban asomar los cañonesde miles de fusiles. Cada calle era una encrucijada sin salida.

Cerviño, luego de ordenar al Tercio de Gallegos formar enparada en la plaza, se reunió con los capitanes de sus compa-ñías para darles las directivas del momento:

— Varela: Usted y sus granaderos marcharán hacia elCuartel del Retiro. Allí quedarán bajo las órdenes del capitán

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Gutiérrez de la Concha. Como sabe, ese es un puesto clave yde primordial interés para los ingleses, pues se piensa que porallí esperarán que desembarquen las tropas que el almiranteMurray conduce hacia la Capital, junto al abastecimiento. La1ª de fusileros se acantonará en las azoteas de la calle de LasTorres, vigilando las avanzadas del enemigo. La 2ª lo hará enlas azoteas de la calle del Cabildo; tendrá a su cargo dos caño-nes. La 3ª ira hasta la calle del Hospital de los Betlemitas. La4ª junto a la 8ª, reforzadas por un cañón y un obús, se estable-cerán en la calle de San Miguel. La 5ª, con un piquete de la 6ª,reforzados también con un cañón, se destacarán a la calleparalela a San Miguel, a 600 pasos al norte. El resto de la 6ª,hará lo propio en la calle de las Torres, tres cuadras de la PlazaMayor al Oeste. Capitán Pampillo, la 7ª quedará en frente dela 6ª del capitán Rivadavia. Caballeros – dijo con solemneseriedad–, la hora ha llegado. Esta plaza será el centro dondeestaremos con el señor Fernández Castro. Cualquier novedadla informarán a este comando. Que Nuestro Señor Santiagonos ampare. A sus puestos de combate.

Todos los capitanes, que observaban con expectación elplano en el que Cerviño y Fernández de Castro les indicabansus posiciones, asintieron con seriedad, y saludando a suscomandantes, se desearon suerte, y marcharon rápidamente acubrir los puestos indicados.

En la barranca del Retiro, distante unos mil metros de laPlaza Mayor hacia el norte, se habían comenzado a acomodarlos 600 hombres que la resguardarían. Con el río por un lado,estaba cercada de quintas, y el mejor cobijo y parapeto lo cons-tituía la Plaza de Toros, en cuyo recinto se prepararía la defensa.

Al capitán Gutiérrez de la Concha se le habían asignado400 marinos, una compañía de Patricios, y otra de Pardos yMorenos que se encargarían de la artillería.

De pronto, se hizo un repentino silencio, y todos detuvieronsus tareas de preparación del lugar, en las que estaban ocupados.Un sonido extraño les llamó la atención y viraron sus miradashacia el lugar de donde provenía.

A paso marcial, y al son de las gaitas –encabezadas porTururú– entraron al recinto los 34 Granaderos de Galicia. Al

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frente su capitán, y ondeando al viento, su blanca banderacuadra ostentando los escudos de Galicia y Buenos Aires.Un sentimiento difícil de describir sobrecogió a todos lospresentes. Singularmente a los marinos, pues la mayor partede ellos eran gallegos.

Varela se presentó ante el capitán Concha, y juntos coordi-naron las tareas que se le encomendarían a sus granaderos.

— Capitán Varela –comenzó Concha– el comandanteCerviño, seguramente, le habrá anticipado la importancia vitalde sostener esta plaza…

— Así es…— Pues bien, tenemos 600 hombres, y solo media com-

pañía de granaderos. Por su instituto, deberán salir a incomo-dar al enemigo. Marchará hacia el norte, siguiendo la costa,en dirección hacia La Piedad. No se arriesgue demasiado,pero sosténgalo y, en lo posible, haga que se repliegue.Debemos hacer tiempo hasta que podamos, con el resto de latropa, rescatar los cañones de la batería que está en la barran-ca, o de ser imposible, clavarlos.

Varela, saludó a su jefe, y marchó a notificar a sus hom-bres. Todos tomaron la novedad con la mayor alegría, y mar-charon a la campaña, como a una fiesta. PrincipalmenteAbejorro, se cobraría el resfriado que le debió a la mojadurade la noche del 30.

A media mañana, Cerviño hizo llamar al capitán de la 7ªcompañía a la Plaza Mayor:

— Pampillo, no necesito preguntarle para saber que, consu carácter, se siente bastante incomodo con la ansiedad dela espera…

— Seguramente señor…— Pues bien, tome un piquete de hombres entre los de su

mayor confianza, y salga en partida de guerrilla. Debemosincomodar a estos condenados. Ellos no pueden prever dedónde le saldremos. No podemos dejarles que tranquilamentese agrupen para el ataque. Antes de esto, deben sentir nuestrapresencia. Aproveche las azoteas, los pasadizos, y todas las

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artimañas que se conozca, para que sientan que han agitado unavispero, que han pisado un hormiguero…

— No se preocupe, señor. No se la van a llevar de arriba.Seguramente llegarán al ataque final, pero lo harán descon-fiando hasta de su sombra…

Allá marcharon Varela y sus granaderos por el norte, yPampillo y sus guerrilleros, por el oeste.

El primero halló unas avanzadas inglesas cien metros aloeste de la Recolección de la Piedad. Inició un fuego tanvivo, que sus granaderos parecían un centenar. Se dispersa-ron por entre los cercos, y dispararon contra todo lo que semovía. Los ingleses, que venían reconociendo un terrenoextraño, desconcertados y sorprendidos, no tardaron enhuir a la gran carrera. La pequeña victoria, enfervorizó alos gallegos que comenzaron la persecución, cargando ydisparando sus fusiles sobre la marcha.Abejorro corría desesperadamente, insultando a un piquete

de ingleses, al tiempo que les disparaba. Al darse vuelta, susenemigos, veían una inmensa mole con cara desencajada,enfundado en un gorro de pelo, que hacía su figura más temi-ble que lo que de por si era.

Defensa de Buenos Aires.

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La milla que dista entre La Piedad y los Corrales deMiserere, donde tenían su cuartel general, la recorrieron entiempo récord.

Pampillo, escogió un grupo de sus hombres, a los que sumódos Pardos. Dejó su azotea bien provista a las órdenes de suteniente, y junto a su partida, bajaron a la calle para cumplir consu cometido. Su corazón latía aceleradamente. Sabía que las casas,las cercas, las iglesias y las azoteas, serían sus aliados.

A medida que avanzaba, iba sumando adeptos entre lasfilas de otros regimientos.

Sin saber que su camarada Varela, se había dirigido haciala Piedad, él tomó el mismo rumbo. Ya contaba con cerca decincuenta hombres. Una cuadra al Oeste del templo, encontróuna partida de doscientos ingleses.

Pampillo, ordenó por señas, que se subieran a las azoteasvecinas un grupo. Que otros se cubrieran en unos cercos; yfinalmente, el resto que lo siga.

Los vecinos de toda la ciudad, estaban alertados de prestarauxilio a los patriotas, o bien desalojar sus casas por las azo-teas. Los españoles abrían las casas como si fueran las pro-pias, y en el interior los esperaban los vecinos prestos a cargarlas armas, darles o armarles cartuchos, e indicarles el caminohacia las casas vecinas.

En pocos minutos, la partida inglesa estaba rodeada portodos los flancos. Los dejaron avanzar por la calle, hasta que, auna señal de Pampillo, dispararon al unísono:

— ¡Santiago!…— …¡ Y Cierra España! –respondieron desde todos los

ángulos, al momento que disparaban.Cuando quisieron replegarse, los ingleses descubrieron

que tenían cerrada la retaguardia. Al frente les disparabandesde las azoteas. A los flancos desde las ventanas y cercas.Cundió la desesperación.

Al final de la jornada, Pampillo condujo hasta la PlazaMayor tres prisioneros, dos cajones y seis cajas de municionesy una caballada, que le tomó presa a los ingleses.

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— ¿Estamos de feria? –le dijo alegremente Cerviño, alverlo llegar con semejante botín.

La noche invernal, sorprendió a Buenos Aires con todo suejército en posición. Alertas.

Recostado en un pilar, José Manuel Sánchez de Alonso,trataba de dormir. La luna daba un barniz de plata a todo loque rozaba:

— Rosario… –susurraba–No muy lejos de allí, Rosario, aprovechando el sueño de sus

padres, se asomaba a su alta ventana, y tomando las rejas consus tiernas manos, miraba a la Luna, como esperando una res-puesta. Rezaba por José Manuel. La aflicción no la dejaba dor-mir. El fantasma de la muerte la acongojaba. Muchos morirían,pero José Manuel, debía sobrevivir. No encontraba argumentossólidos para su plegaria, después de todo era un soldado más,como tantos otros. Pero, no. José Manuel, no. No debíamorir… se decía a sí misma mientras apretaba fuertemente elpañuelo de José Manuel contra su pecho. Una lágrima recorriósu mejilla. La siguieron muchas, muchas más.

Entusiasmados con las victorias de las guerrillas del día ante-rior, el sábado volvieron sobre sus pasos para incomodar al ene-migo. Los prisioneros entraban a la plaza en forma constante.

Desde los arrabales de la ciudad, se comenzaron a escucharefusivos gritos y vivos aplausos. Los jefes reunidos en la plazaquedaron por un momento desconcertados.

Montado en su caballo, y seguido por casi todo el pueblo, entróLiniers a la Plaza Mayor. La confianza volvía en plenitud. Su apa-rición fue tomada como un signo: La victoria estaba asegurada.

Siguiendo los pasos de Gower, el general en jefe, JohnWhitelocke, junto a los brigadieres Lumley y Achmuty, vade-aron el Riachuelo a las doce del día. A las dos de la tarde, reu-nían en Miserere nueve mil hombres.

Liniers se encaminó hacia el Cabildo. Debajo de los arcos –alertado por los gritos – lo esperaba el Alcalde Alzaga. Se salu-daron sin demasiado entusiasmo, y junto a los jefes de división,pasaron a los salones para ponerse al tanto de las novedades.

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Alzaga, como la mayoría de los españoles, desconfiaba deLiniers, no solamente por su origen francés, sino por la corres-pondencia que mantenía con el Emperador Napoleón, a quienhabía dedicado la Reconquista de Buenos Aires el año anterior.

— Muchas gracias caballeros – acotó al finalizar el infor-me, y dirigiéndose a los jefes militares ordenó– Debemosabrir fosos delante de cada uno de los cañones que protegenlas bocacalles adyacentes a la Plaza Mayor. Los jefes deregimiento, permanecerán en la plaza, donde establecerán sucuartel general, recorriendo los puestos asignados a sus ter-cios. De todo me mantendrán permanentemente informado.Debemos extender el cerco alrededor del centro de la ciudad,saliendo al encuentro alternativamente en partidas de guerri-llas, que ya están surtiendo el efecto deseado. A la defensi-va, parapetados en nuestro campo y atacando desde arriba,no podrán pasar. Cada calle será un desfiladero de terror.Caballero, la victoria nos espera…

Pampillo, sus seis incondicionales, y otros ochenta quepudo reclutar para su cometido. Partieron en la misma direc-ción que el día anterior, esta vez reforzados por un cañón “dea 2”. Unas cuadras antes de llegar a la Piedad, visualizó unapartida inglesa. La encabezaba un cañón, y llevaban un carro,seguramente con municiones.

Hizo subir a algunos a las azoteas cercanas. Montó elcañón en el centro de la calle transversal, y mandó otro pelo-tón que se emboscara a su retaguardia. La señal, esta vez, seríael disparo del cañón.

Desde la esquina, observó como avanzaban. Miró sobrelos ingleses, cómo sus hombres se apostaban en las azoteasde ambos lados de la calle por donde entraba el enemigo.Cuando los tuvo a menos de cien metros, avanzó con sucañón, y antes de que se acomodaran, disparó.Simultáneamente dispararon desde todas las azoteas y ven-tanas. Un enjambre de fusiles asomaban por todos lados.

En medio del espeso humo que nubló la calle, comenzarona retroceder espantados los ingleses, sin saber que a su reta-guardia los esperaba otra lluvia de plomo.

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Los españoles parecían invisibles. Cuando los inglesesintentaban ingresar a alguna de las casas desde donde dispara-ban, los defensores corrían por las azoteas, y saltando lostechos, salían por otra calle.

Esas mismas casas que servían de parapeto y fortaleza, seconvertían en hospital de los heridos, bien fueran vecinos oingleses.

Bandera del Tercio de Gallegos..

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En medio de la gran confusión, al segundo disparo, elcañón de Pampillo se desmontó:

— ¡Me cajo´n todo…! ¡Qué clase de cañón de merda mehan dado!… ¡¿Y con esta porquería pretenden que gañé-mo–les a eses cabróns?!

Por suerte, los ingleses se batían en retirada, dejando el cañónque no había alcanzado a disparar, y el carro que, efectivamente,conducía municiones de artillería y fusilería.

— ¡Vamos para la plaza, a ver si les gustan estos regalos!…El general Whitelocke, escuchó con forzada tranquilidad,

el informe que le daba Gower:— De las provisiones que llevamos al partir de la Ensenada,

solo pudimos salvar de los pantanos 4000 libras de pan, y 40galones de aguardiente, casi consumidas en su totalidad en elcampamento de Santo Domingo. En las casas no hemos podi-do hallar víveres, pues los españoles, antes de abandonarlas, sellevaron todo. La situación es ciertamente difícil…

— No podremos esperar a nuestra retaguardia. Atacaremosmañana mismo. Extenderemos nuestro frente hasta losRecoletos. General Gower, por favor, mediante señales, pída-le a la flota que desembarque la marinería a la mayor breve-dad. Los necesitaremos para el ataque. Como hemos dicho,formaremos tres divisiones, conformadas por tres columnasde novecientos hombres cada una. Brigadier Lumley, usted sehará cargo del ala derecha. Su objetivo principal será laResidencia, y convergerá hacia el centro. Brigadier Crawford,encabezará la brigada central. Llevará como práctico alteniente coronel Pack. Centrará su ataque en el Convento delos Dominicos, y desde allí hacia la Fortaleza. La división dela izquierda, reforzada por la marina, irá al mando del generalAchmuty. Su principal misión es tomar el parque de artilleríadel Retiro. Esa será nuestra vía de enlace con la flota.Debemos facilitar el desembarco del resto de la tropa, pertre-chos y abastecimiento. Desde allí también convergerán al cen-tro. La reserva, con otros novecientos hombres, permaneceráen este sitio a cargo del general Gower. A la señal acordada,ingresaremos a la ciudad Hasta el Fondo…

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En la oscuridad de la medianoche, una de las naves de laflota británica, se aproximó hasta la costa de la Recolección,permitiendo que el capitán de navío Rowley, desembarcaravarios cientos de sus hombres.

Una delgada línea roja de ocho mil cien ingleses, se exten-dió en batalla. La bruma del alba del 5 de julio de 1807, selevantaba desde las botas de los soldados. Un pesado humo seformaba en sus bocas y fosas nasales, siguiendo el ritmo de surespiración.

La gloria del Imperio Británico había sido mancillada poruna chusma en las antípodas de la Metrópoli, Pero allí estabalo más granado de sus tropas para limpiar la afrenta. BuenosAires, y toda América serían la nueva perla de la CoronaBritánica…

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El Campo de la Gloria

En el cuartel del Retiro, toda la noche había pasado enaprontes para el ataque previsto para la mañana siguiente.Varela, al igual que los demás oficiales, verificaron una ymil veces la situación de sus tropas. La noche pasó en unatensa e inquieta calma. La barranca traía el tenue susurrodel río, que como un manso lago, acariciaba la playa que seextendía en su faldeo.

Una hora antes del amanecer, el capitán de navío Gutiérrezde la Concha, ordenó poner a toda la gente sobre las armas.

A las seis de la madrugada, el primero de los treinta y seiscañonazos de bala disparados por los ingleses como intima-ción de ceremonia, sobresaltaron a la vecindad de BuenosAires. La suerte estaba echada. Solo restaba vencer o morirdefendiendo su tierra.

Por las nueve calles principales que desde el oeste corríanhasta el río, avanzaron con resolución confiada, las columnasbritánicas. Los precedían los cañones que habían podido salvar.

Todas las unidades voluntarias los esperaban en sus pues-tos desde el Hospital de los Betlemitas en el sur, hasta elcampo del Retiro al norte, con los accesos al centro de la ciu-dad, reforzados en cada azotea, en cada bocacalle.

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El brigadier Achmuty, con su división, llegó hasta el Retiroen menos de media hora, haciendo que su gente ocupara todaslas bocacalles que rodeaban la plaza. Comenzó un verdaderoaguacero de balas.

La artillería de ambos bandos, junto con la fusilería, dis-paraba sin cesar. Los bramidos de los cañonazos hacíantemblar el campo.

A medida que avanzaba el tiempo, los seiscientos defenso-res de aquel puesto, se vieron cuadruplicados en número.

Los atacantes, eran contenidos con furia. Sin intermedios,Achmuty ordenó por tres veces tomar el puesto principal.Cada una fue repelido ferozmente. Los alrededores se alfom-braban de rojo. El rojo de los uniformes ingleses… y el rojode su sangre.

Desde todos los puntos, salvo la barranca que cae al río,llovían proyectiles. Bien pronto, el humo de la pólvora, nublópor completo el lugar.

Varela, espada en mano, corría de un puesto a otro, abrien-do los cajones de municiones, aprovisionaba a su gente –tantocomo a los demás defensores – para no separar a nadie delmanejo del arma.

— ¡Capitán, se nos acaban las municiones…! –bramó unoficial de los Pardos, encargados de la artillería.

— ¡Vayan inmediatamente hacia el parque, justo allí –indi-có con su índice el pequeño edificio distante unos pasos haciael barranco– que encontrarán más. Traigan todos los cajonesque encuentren!

El oficial, tomó a varios de los servidores de sus cañones,y sorteando el fuego enemigo, llegaron a la carrera a la puer-ta del edificio. La puerta estaba cerrada.

— ¡Carajo! ¡Vuelva a pedirle la llave al capitán Concha!–ordenó el oficial fuera de si.

Un moreno, corrió nuevamente hacia la Plaza de Toros,donde se encontraba el comandante. Fue inútil… Nadie habíatomado la previsión de pedir la llave del parque de artillería.Retornaron como habían partido.

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Los ingleses, al ver que por las bocacalles no podían oca-sionar daño, resolvieron emboscarse en las quintas y huertasalrededor del lugar, y continuar el fuego más vivamente.

El teniente Domínguez, animaba a sus granaderos galle-gos, disparando con su propia pistola. En un momento girósu rostro, y observó que el cañón que se encontraba cerca deél, no hacía fuego, y sus servidores se habían recostado ensus ruedas, sentados sobre un gran charco de barro, con lamirada fija en un punto impropio, casi en éxtasis. Unacorriente de lava candente recorrió las venas del galaicogranadero. Tocó el brazo de Abejorro, que se encontrabadisparando desesperadamente a su lado, y le ordenó que losiguiera. Al llegar frente a los artilleros, inquirió áspera-mente al oficial a cargo:

— ¡Haga disparar este cañón inmediatamente! ¿Qué es loque se supone que están haciendo? – le ordenó.

El oficial, como si nada hubiese escuchado, y sin siquieramirarlo, no contestó.

— ¡Granadero! –ordenó Domínguez– dispare a matarsobre este traidor del Rey!Abejorro, que ya tenía su fusil cargado, y como si le hubie-

sen ordenado disparar sobre un pato, apuntó a la cabeza delrebelde, tiró hacia atrás el martillo de su arma, y en el instan-te en que se disponía a cumplir la orden…

— ¡Disculpe señor! – se puso de pie el oficial artillero,sobresaltado, al ver a la muerte avanzar– no podemos dispa-rar, se han agotado las municiones… –dijo casi sin respirar.

— ¡Baje el arma y vuelva a su puesto! –le ordenó aAbejorro – y usted, cuando le hagan una pregunta, respóndala.

— ¡Subteniente! –llamó Domínguez a Díaz de Edrosa–¡Cúbrame que intentaré ir hasta la ciudad a conseguir muni-ción de artillería!

Díaz y sus granaderos, lograron hacer retroceder a un grupoque se hallaba en un ángulo, y Domínguez avanzó bajo el fuego.

— ¡Válgame Dios!… –se quejó Díaz, cuando cubriendo asu teniente explotó la boca de su carabina. Al momento, saltó

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por sobre su parapeto, y corriendo entre las balas, se tiró sobreun cadáver, para regresar con el fusil del ingles.

Las municiones no llegaban, por lo que supusieron –conrazón– que Domínguez podría haber caído prisionero.

Los ingleses, que ya se acercaban por un ángulo de labarranca, hallaron en la Batería Abascal, un cañón de gruesocalibre desenclavado. Y con él, comenzaron a batir en brechala Plaza de Toros, donde se habían refugiado los defensores.

Varela, observando la delicadeza de la posición, se dirigióa consultar a su jefe

— ¡Comandante, la situación es insostenible! ¡Ya no tene-mos munición de artillería desde hace más de una hora, y soloquedan tres o cuatro cartuchos de fusil a cada hombre!¡Debemos abandonar el puesto, antes que caer prisioneros!¡No podemos arriesgar a que la defensa se frustre, por nopoder contar con una dotación de tantos hombres como tene-mos aquí! Me ofrezco voluntario para encabezar con mis gra-naderos la retirada. Como los hemos rechazado hasta ahora,podemos intentar el ultimo trance de hacerlos retirar de una delos frentes, y por allí, evacuar a la tropa, para continuar lalucha donde se nos indique…

— ¡Adelante capitán Varela! ¡Qué Dios lo proteja! – fue laseca respuesta de Concha.

Al llegar al frente de sus hombres, que continuaban hacien-do fuego, preguntó al subteniente Díaz:

— ¿Cuántas municiones les quedan?— Solo tres por hombre, señor…— Avanzaremos por aquella brecha –indicó hacia la ultima

esquina que caía al río– y evacuaremos a la gente. ¡Calenbayonetas!... ¡Presenten la bandera! ¡Tambores, gaitero:toquen Al Ataque! –Tururú, los tambores y el pífano, atacaroncon la marcha de guerra: Cala-Cuerdas.

— ¡Mortos denantes que escravos! –gritó Varela desenca-jado– ¡Santiagooo!…

— ¡Y Cierra España! –respondieron los granaderos galle-gos, rompiendo la marcha a la gran carrera.

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Se abalanzaron como un tornado hacia los enemigos, queazorados no podían acreditar lo que veían sus ojos: Treinta ycuatro granaderos que parecían un millón, los embestían apunta de bayonetas. En medio del campo raso, con el ultimocartucho que tenían, dispararon. Entre el humo de la pólvora,comenzaron a aparecer los granaderos gallegos: Delante, labandera con sus escudos al viento, y detrás de ella, rostrosenfurecidos, imponentes gorros de pelo, borlas y cordones, semezclaban con sangre y fuego.

A mitad del camino que debían recorrer los granaderos deGalicia, se interponía transversalmente un arroyuelo que caíaal río: La Zanja de Matorras. Se internaron con todo su pesoen el barro, y el capitán Varela comenzó a hacer fuerza haciaarriba en un esfuerzo desesperado por liberar sus botas delinoportuno fango. Todo era inútil. Dos de sus granaderos, alpresenciar la escena –y sin detenerse en su marcha –literal-mente arrancaron a su capitán de la sucia y congelada trampa.

— ¡Santiago! –volvió a gritar Varela, dando y dándosecoraje, al tiempo que encabezaba la marcha descalzo, pero ala carrera.

— ¡Y Cierra España! – respondieron sus granaderos, avan-zando a bayoneta calada.

Los ingleses se desparramaron, cayeron entre las tunascomo perseguidos por espíritus. En un instante, en medio dela balacera, un disparo sonó fuera de lo común. El tiempopareció detenerse. La gaita exhaló un último sonido amargo yatenuado.Tururú, entre sorprendido y aterrado, miró su pecho, mien-

tras la gaita se le resbalaba de las manos, sin que éstas respon-dieran las órdenes de sostenerla y seguir tocando. Con la vistacada vez más nublada, recorrió los botones dorados de su cha-queta. El anagrama “F VII” brillaba como nunca lo habíaobservado. Pero… primer botón sobre la encarnada faja, habíadesaparecido, hundiéndose, junto con la bala británica, en susentrañas, y por el ojal vacío comenzaba a manar un hilo desangre… Ardía, quemaba… El cielo le pareció hermoso… Elrostro de su madre, le apareció entre las negras nubes del acrehumo de la batalla…

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Abejorro, que corría gritando con furia, se detuvo como sihubiese chocado contra una pared. Giró su cabeza, y vio a suamigo Tururú cayendo lentamente, mientras lo miraba a los ojos.

Volvió algunos pasos, gritando desconsolado:— ¡Mi capitán, hirieron a Pereira!... ¡Mi capitán!..., ¡Le

dieron a Pereira!...Varela, que –descalzo– los precedía, no podía soportar la

idea de dejar a uno de sus hombres abandonado:— ¡García! –ordenó a Abejorro– ¡Tráigalo!... ¡Ayuden a

García a traerlo!Con dos de sus camaradas, se arrodillaron junto a Tururú,

que tenía el vientre abierto por un disparo. Abejorro no podíacreer que allí todo echara humo: El piso echaba humo... Lasangre echaba humo... El agujero en el vientre de su amigo...también echaba humo. Tururú intentaba aferrar su gaita, perono tenía fuerzas para decir palabra a su amigo. Sus ojos, quemiraban fijamente a Abejorro, expresaron todo el tierno afec-to que le profesaba.

— ¡Mira que eres cabrón, nos dejas sin música justo ahora!– le dijo con voz entrecortada, mientras con sus ojos inunda-dos, lo cargaba sobre sus anchas espaldas.

— ¡Disparen sobre esos herejes hijoputa! –ordenó a suscompañeros.Abejorro ya se había lanzado a la carrera, cuando sintió

que un calor le bajaba por su pierna. Se detuvo a mirar, y uncharco de sangre espesa brotaba de su rodilla. Cayó...

— ¡Mi sargento primero! – llamó un compañero al padrede Abejorro –¡Hirieron a Juan Manuel!

Esta vez, el sargento García Ponte corrió al lado de su hijo.Observó que Tururú ya no respiraba, y que la pierna de su hijoestaba separada a la altura de la rodilla. No pudo resistir ladesesperación.

— ¡Córtela, padre! –le dijo Juan Manuel.Su padre no podía volver en sí. Abejorro desenvainó su

sable de infantería, y de un tajo, seccionó los tegumentos

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que mantenían su pierna en una pieza. Tomó su fusil comomuleta, y le extendió una mano a su padre para que loayude a incorporarse.

— ¡Ayúdeme, mi sargento primero! – se esforzó en brome-ar a su padre.

Varela, apoyado contra una cerca de ligustrina, observabacómo sus granaderos evacuaban en orden. Luego regresó a laPlaza de Toros, para verificar la retirada del resto de los defen-sores de aquel puesto.

El intento fue inútil. Apenas habían logrado salir los grana-deros gallegos, cuando los ingleses se reagruparon, disparan-do sobre los marinos y los Patricios. Todos debieron regresaral refugio.

— El resto no ha podido evacuar. Cayeron prisioneros. Losingleses han tomado el Retiro. Continuaremos por la costa,hasta el Hospital de los Betlemitas. Allí dejaremos a nuestrosheridos y entraremos a la ciudad. –comentó Varela a su gente.

Así lo hicieron. Esforzadamente, los veinte granaderos ile-sos cargaban a sus catorce bajas: Diez heridos y cuatro muer-tos. A instancias de su hijo, el sargento primero García Pontecargaba sobre sus espaldas el cuerpo inanimado de Tururú.

A la carrera, pasaron por detrás del convento de las monjasCatalinas. A Varela, que tenía al monasterio, por un puestodonde podrían recibir atención por parte de las religiosas, nole pasó inadvertida la bandera británica que flameaba en latorre de su campanario. Acababa de ser tomado por las tropasenemigas. La toma había sido sorpresiva y a toda fuerza. Lasvalientes hermanas esperaban lo peor. Su Madre Superiora loexpresaría elocuentemente en un informe elevado a suProvincial: –“…Los recibimos entonces arrodilladas y en pro-fundo silencio. La Sagrada Comunión nos había preparadopara la muerte, que creíamos segura. Los soldados irrumpie-ron apuntándonos con los rifles y las bayonetas caladas, peroninguna de nosotras se movió ni rompió el silencio. La muer-te era lo que menos temíamos, ya que considerábamos queera voluntad de Dios que hiciéramos ese sacrificio por eltriunfo de nuestra causa”.

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La partida de granaderos pasó el centro, que estaba biencubierto de tropas defensoras, y continuó su esforzada marchahasta el Hospital de Belem, ocho cuadras más hacia el sur.Varela conocía que este estratégico puesto estaba siendodefendido por la 3ª compañía de fusileros de Galicia.

Toda la compañía se ocupaba activamente de hostigar a lascolumnas británicas de la división Lumley. Varela no quisodistraer al capitán, y encontrando al cabo primero O´Donnell,lo consultó sobre la situación:

— Hemos podido evacuar el Retiro, pero fue una cruel car-nicería: Más de seiscientos ingleses quedaron en el campo.Dejaremos a nuestros heridos al cuidado de las monjas.

— Le mandaré unos hombres para que los ayuden. Aquíestamos bien pertrechados y seguros, don Jacobo –lecomentó O´Donnell, que conocía a Varela desde hacíamucho tiempo– Pero por lo que hemos escuchado, se nece-sita gente en el Convento de los Dominicos. El generalCrawford ha tomado el lugar, y tiene acantonada toda sudivisión. Creo que allí serán más útiles. El convento estademasiado cerca de la Fortaleza.

Los granaderos comenzaron a ingresar al hospicio a dejara sus compañeros heridos. José Basavilbaso, que era uno deellos, entró apoyándose en el hombro de su hermano Miguelque lo conducía. Ambos se sobresaltaron de asombro al serrecibidos por su propia hermana. El rostro de la niña, viró dela preocupación a la angustia. Las ensangrentadas ropas de suhermano José, emparejaban con su delantal que al amanecer,seguramente, habrá estado impecablemente blanco.

— ¡Rosarito! ¡Hermanita! ¡No te preocupes Niña, es cosade nada! Apenas un rasguño…

— ¡Cierren la boca! ¡Inconscientes! ¿Qué le ha pasado,Miguel? – Preguntó Rosario con inaudita autoridad, al tiempoque ayudaba a su hermano Miguel a acomodar a José sobre uncatre vacío.

— ¡Un rasguño, Niña… Un rasguño… Ya te lo he dicho.— ¡A ti nadie te ha preguntado nada. Así que, cierra esa

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bocota y recuéstate, que si fuera solo un rasguño, no te hubie-sen traído aquí…

— Una esquirla de cañón le ha lastimado la pierna derecha…Rosario ya se había convertido en una experta enfermera.

Escuchaba a su hermano –ahora más dócil– mientras ibapidiendo a otras voluntarias todo lo necesario para que el chú-caro herido fuese bien atendido.

Las damas porteñas, bien en sus casas, bien en los hospita-les que se habían armado en la ciudad, ayudaban a los heridosde ambos bandos, con la inmensurable generosidad que sola-mente puede acoger el sensible corazón de una mujer porteña.

Los sentidos de Rosario estaban agudizados al máximo porla necesidad del momento. A un tiempo escuchaba a su herma-no sano, acomodaba al herido, daba instrucciones a otrasvoluntarias, informaba al médico y prestaba atención al restode los movimientos en el Hospital.

De pronto todo se detuvo para ella. Ya no escuchaba ni sen-tía nada más que esa voz que acababa de percibir entre la mul-titud bulliciosa. Prestó atención… ¡Si, es él! –Se dijo a sí

Casa de la Virreina Viuda.

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misma, y comenzó a buscar desesperadamente hacia todoslados. Todo parecía idéntico: Los uniformes, los hombres, losheridos. Guiada por ese susurro particular, caminaba entregemidos de dolor en idiomas ininteligibles, uniformes multi-colores y cuerpos ensangrentados, muletas y vendas.

Repentinamente se chocó contra un enorme pecho uniforma-do, el aroma de la camomila volvió a embelesarla, y la fuerza delsentimiento le aflojó las piernas... Miró hacia arriba, para discul-parse con quien había chocado, pero ya no fue necesario.

José Manuel Sánchez de Alonso, su José Manuel, estabafrente a ella, con la mandíbula desencajada por la grata sorpre-sa. Antes de que el joven reaccione, lo abrazó fuertemente,sellando el reencuentro con un profundo beso.

— ¡Gracias a Dios! –Exclamó la Niña, sin soltar las manosde José Manue – Estaba a punto de morir de angustia… Pero¿Qué estas haciendo aquí? ¿Te ha sucedido algo?…

— ¡No, niña! ¡Tranquila! El capitán Pampillo me ha ordena-do acompañar a este camarada – Dijo señalando a su pobre com-pañero de la 7ª compañía quien, sentado en el piso, aguardabapacientemente a que los enamorados finalicen sus arrumacos,para que alguien se digne a atenderlo.

— ¡Dios Santo! – Se horrorizó Rosario al caer en la cuen-ta de su involuntaria falta– ¡Tráelo por aquí!.

Al tiempo que realizaba los primeros auxilios al compañe-ro de su novio, Rosario conversaba todo lo animadamente quela situación permitía, cruzando con su amado esas miradas degacela sedienta –como él le decía– que le ablandaban hasta elalma. De pronto el encanto se rompió de un golpe:

— ¡Se marcha el Tercio de Gallegos! –sentenció con vozfuerte y autorizada alguien indefinido entre la multitud–¡Vamos… Vamos!…– Ordenó finalmente.

José Manuel se puso de pie como si un rayo lo hubiera ful-minado. La cara de Rosario se desencajó. También se puso enpie, dejando suelta la venda que le estaba colocando al herido.Se miraron si decir palabra. No era necesario. Se abrazaronfuertemente y sellaron el encuentro con un profundo beso.Rosario interrumpió el ensueño, intentando –sin lograrlo–

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parecer serena. En una actitud automática, tomó el pañueloperfumado de manzanilla de la manga de José Manuel, paraenjugarse las lágrimas que comenzaban a asomar, le dijo:

— ¡Ala soldado, sus compañeros lo necesitan, nuestra Patriay el Rey también… pero no se olvide que, más que nadie, lonecesito yo… cuídese! ¡Ala, vamos, marche!… José Manuel,se retiró sosteniendo la mirada en su Rosario. A los pocosmetros ambos se perdieron de vista entre la multitud de heridos,mutilados, enfermeras, médicos, gritos, gemidos de dolor…

El capitán Varela, junto a los granaderos que quedaronsanos, marchó resueltamente hacia Santo Domingo, no sinantes saludar a O´Donnell, que regresó a una azotea, seguidode cerca por su pequeño cuñado, Lucio Mansilla, que no se ledespegaba de su espalda.

Desanduvo la partida los seiscientos metros que, hacia elnorte, separan el Hospicio de los Betlemitas, del conventoDominico, y allí tuvieron que subir a una azotea, por elintenso fuego que se escuchaba en la calle detrás del con-vento dominico.

Sobre la azotea, un grupo de españoles, mantenía a raya atoda una columna que intentaba ingresar a la protección delconvento, por su parte trasera.

Varela se hizo cargo del puesto, ordenando los disparos.— No podrán salirse con la suya. Ábrame la puerta de la

casa, que los intimaremos a rendirse –ordenó a don MarcosSalcedo, el dueño de la casa.

— Disculpe, capitán, pero no le recomiendo que haga eso,porque estos bastardos, ya han matado a una comisión quebajó hace una hora con bandera parlamentaria.

— Don Marcos: ¡Ábrame esa puerta, o se la volteo a bala-zos! –respondió ofuscado Varela, a quien no le agradaba quese le discutiera su autoridad.

Luego de ordenar alto el fuego, precedido por una banderablanca de parlamento, salió Varela con un grupo de granade-ros. Se presentó al frente de la columna enemiga, encabezadapor un oficial que lo aguardaba apoyado en el tubo del cañónque presidía al grupo.

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— Bajo las Leyes de la Guerra –comenzó Varela en fluidoingles, que dominaba por sus frecuentes viajes a EstadosUnidos– Les intimo a rendirse, salva las vidas y los honoresque corresponden.

A la vista, tenía a más de doscientos hombres. El capitáningles, consultó a sus oficiales, mientras Varela preguntó si elcañón estaba cargado.

Soldados del regimiento de infanteria 71 Highlanders de Escocia.

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— No capitán –respondió con sorna el ingles– Puede ustedasegurarse del modo que mejor contemple…

Varela, mirándolo fijamente a los ojos, desenvainó su espa-da, y la introdujo por la boca del cañón, para verificar si habíao no una bala allí dentro.

Viéndose descubiertos en su traicionera artimaña, –pues elcañón efectivamente estaba cargado– un soldado de la prime-ra fila, y el artillero que estaba junto a la pieza, atacaron alcapitán de granaderos gallegos. El ultimo le lanzó dos rápidasestocadas que lo hirieron en el brazo izquierdo. El primero, leasestó un bayonetazo directamente al vientre, que gracias a uninstintivo movimiento de Varela, solo lo hirió en su costado.

Los granaderos que acompañaban a su jefe, así como losque observaban desde la azotea, apuntaron sus armas a losingleses, dispuestos a acribillarlos.

— ¡Nadie dispare! – gritó Varela, levantando sus manos, mien-tras el capitán ingles reprendía ásperamente a sus dos hombres.

— Sepa disculpar los nervios de mis hombres. Nos rendi-remos, pero como usted podrá observar, su gente nos lincharási quedamos a su resguardo. Solo le pido que venga tropa sufi-ciente para que se nos pueda escoltar con seguridad hastadonde se disponga.

— De acuerdo. Iré hasta nuestro cuartel general a traergente. Quedan ustedes prisioneros de Su Católica MajestadEspañola. –y saludando a su oponente, marchó Varela hacia laPlaza Mayor a dar cuenta de todo a Liniers y Cerviño, y retor-nar con la tropa suficiente.

Montando su caballo, tuvo que sortear la plazuela del fren-te de Santo Domingo, pues los enemigos allí acantonados,desde las torres y la cima de la cúpula del templo, disparabana todo cuanto se movía.

Apenas salió Varela del lugar, los ingleses comenzaron movi-mientos que, por prudencia hicieron replegarse a los granaderosque habían quedado en su custodia. Se rompió el fuego, respon-dido vivamente desde la azotea de Salcedo. Pero todo fue insu-ficiente. Los prisioneros avanzaron disparando, hasta lograringresar al convento, para sumarse a su división allí acantonada.

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El general Craufurd, fuerte en su bastión, observaba a lolejos, un grupo de banderas británicas a las que se sumaba laque había izado en la cima del templo: hacia el sur, sobre laResidencia, en el centro en varias otras iglesias, y al norte, enlas Catalinas y el Retiro.

El teniente coronel Pack, se regodeaba pensando en elsolemne acto en que devolvería a su 71º Regimiento deHighlanders, la bandera que – rendida el año anterior– acaba-ba de encontrar en la sacristía de Santo Domingo.

Ninguno de los dos sabía que esos grupos estaban cortadosen sus posiciones, aislados del resto. Ni que el numerosogrupo de la retaguardia inglesa, junto a los abastecimientos,no habían podido entrar en la ciudad.

Tampoco contaban con que cada soldado ingles que caía pri-sionero, o muerto, agregaba un fusil más para los defensores.

No podían concebir que, a pesar de sus doce milInvencibles, y aun de toda la potencia del Imperio Británico,la pasión – siempre –podría más que la prepotencia.

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La Rendición del Último Bastión

Apostado en la azotea de la calle de las Torres, Pampillo ysu compañía, pasaron la noche en tensa calma, como el restodel ejército defensor. Al otro lado de la calle, tenía a la 6ª defusileros gallegos, al mando de su camarada Rivadavia.Liniers había resuelto reforzar ese camino. Por allí ingresaríael grueso de la columna central enemiga, pues se trataba de laque conducía directamente desde los corrales de Miserere,hasta la Plaza Mayor y el Fuerte. Los dejarían entrar paraencallejonarlos, y cortarles la retirada.

Según era su costumbre, muy de madrugada, salióPampillo con sus incondicionales, a reconocer las avanzadasinglesas. Las encontró en el hueco entre la Plaza de Lorea y laPiedad. Trataron de ocultarse, pero ya era demasiado tarde, lapartida inglesa comenzó a dispararle a punta de cañón.

Fue en ese momento que escucharon desde mucho másatrás, que se disparaban los treinta y seis cañonazos, con quese inició el ataque. Marchaban en una línea que cubría muchomás de mil metros: desde la Recolección hasta la calle deBelem, avanzando desde la calle de Montserrat hacia el río.

Ordenó replegarse hacia la Plaza Mayor, encontrando en elcamino otras pequeñas partidas avanzadas, con las que seenfrentó a fuego vivo. Para confundir a los atacantes, y lograr

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su misión, entraban sus hombres en las casas, subían a las azo-teas, disparaban, saltaban los techos: parecían cientos.

A la carrera, ingresaron a la Plaza Mayor. Pampillo –coje-ando– fue directamente a comunicar a Cerviño las novedades:

— Mi… comandante… –comenzó casi sin aliento.— Si, don Bernardo, ya me imagino: Comenzó el ataque…

Pero, a ver, por favor quítese su sombrero que parece una chi-menea… ¿Qué le ha sucedido, mi amigo?…

Pampillo, desconcertado por el pedido, con su mano san-grando, se descubrió, y observó sorprendido que, por un agu-jero del tamaño de una nuez que traspasaba de lado a lado sugalera, aun continuaba saliendo humo.

— … Y mire ese uniforme, hombre. Si así comienza labatalla, la terminará poco menos que desnudo…

Sin salir de su asombro, se miró a si mismo, observandoque –seguramente– otro disparo, le había arrancado el extre-mo de su solapín, que una vez había sido blanco.

— Fuera de bromas, mi capitán: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómoes que esta en ese estado, cuando apenas comienza el ataque?

— Hemos salido con mis hombres esta mañana temprano.Encontramos partidas de reconocimiento en varios sitios entrenuestra posición y la Piedad, hasta donde llegamos cuandocomenzó el avance. Los muy cabrones estaban peores quenunca… En esta mano uno me dio un bayonetazo… justoantes que lo mate… Otro me mató mi caballo…¡Desgraciados!… ¡Con lo que quería a esa bestia!…

— A ese también lo mató…— A ese más que ninguno… Y el pie… La verdad es que

no tengo idea de qué caray habré pisado… De lo que no mehabía percatado, era de mi solapa… ni de la chimenea…

— Bien, mi capitán. Tengo otra delicada tarea para usted.Primero, vaya a verlo al doctor Casal, que le cure esas heridas.Luego, deje su puesto a cargo de su teniente. Y, en cualquiercaso, infórmele a Rivadavia –que está en frente de ustedes–que se encargue en caso de ser necesario. Finalmente, tome asus seis elegidos, y esa docena de hombres del Tercio de

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Andaluces, que siempre lo acompañan. Antes de que lleguenlas columnas enemigas, deben recuperar un cañón que, estodías, han dejado abandonado en la calle del Correo. Como seimaginará, todo es fundamental en estas circunstancias, y,teniendo a Varela y sus granaderos en el Retiro, usted y susguerrilleros, serán nuestra segunda compañía de granaderos…

— Mientras no se trate de otra chapuza como la que meenviaron ayer mismo…

— No se me queje, mi capitán… No se me queje…Pampillo, se hizo curar sus leves heridas, y fue a pedirle al

comandante Merelo, que le franquee los hombres que loacompañaban en sus campañas. El andaluz, que primerorefunfuñó, pues le quitaba sus mejores soldados, cedió antelas lisonjas del gallego:

— El Tercio de Andaluces no ha compuesto una compañíade granaderos –parafraseó a su jefe– Ahora bien puede glo-riarse de que este selecto pelotón, sea celebrado como tal…

— Vamoh´, hombre… Dehese de salameríah´, y llévese amih´hombreh´anteh´de que me arrepienta… –se quejó elandaluz, en una frase que (como todas) parecía salida de uncantejondo.

La extraña junta de gallegos y andaluces, corrieron por la calledel Correo, hasta encontrar el cañón que le habían indicado.

— ¡Ya me imaginaba!… ¡Lo han clavado!… Bueno, volva-mos que esto aquí no hará ningún mal. Y después de todo, quepor lo menos sirva para incomodarles el paso… ¡Vamos, rápido!

Regresó la partida con la mala noticia, y Cerviño le asignóotra delicada tarea:

— Vayan hacia la calle de Santo Domingo. Allí la colum-na que se ha acantonado en el templo, tiene a mal traer a nues-tra gente. Esa posición es muy peligrosa, pues están a pocascalles de aquí. Si reciben refuerzos, estaremos en problemas.Hay que contenerlos…

— O rendirlos…— Eso ya sería un milagro…

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— La Reconquista ya fue un milagro. ¿Qué estamoshaciendo sino un milagro?…

Partieron hacia el sur, a su nuevo destino. Las calles eranuna completa confusión. Los disparos de artillería y fusileríasonaban por todos lados. Nubes de pólvora cubrían la ciudad.Su acre olor invadía los sentidos. Cada calle era una embosca-da mortal. De las azoteas llovía plomo, tejas, ladrillos, aguahirviendo y los terribles frascos de fuego, repletos de aceite depotro hirviente que se encendía al estallar. En cada esquinapodía encontrarse la muerte. Pero la confianza de pelear enterreno propio, y por la causa más justa, invadía las tripas delos defensores, convirtiéndolos en bravos guerreros. De tama-ña bizarría como los más experimentados.

Llegaron hasta una azotea cercana, pero nada se podía verdesde allí.

— Vamos por detrás de San Francisco – dijo a su gente.Al llegar a la esquina de la Aduana, casi en la playa, los

recibieron con un nutrido fuego de fusilería, proveniente delas ventanas del convento dominico, que daban al río.

— ¡Cúbranse! – alcanzó a gritar, mientras observaba lasrejas de los ventanales desde donde provenía el fuego, eriza-das de fusiles ingleses.

— ¡Se han apostao´ en el campanario, y en la cima de lacúpula de la iglesia! ¡Si parecen palomah´loh´condenaoh´!–avisó uno de los andaluces que lo acompañaba.

— ¡Como palomas subieron, y como palomas van a caer!–contestó Pampillo– ¡Consigamos un trapo blanco!

— ¡¿Todavía no les disparamos, y ya nos vamos a rendir!?— ¡No, hombre! Solo quiero saber cuánta gente tienen allí.

Levantaremos bandera de parlamento. Me admitirán, y obser-varé cuántos son.

— Pero ¿Qué les va a decir?…— Cualquier cosa, hombre. Cualquier cosa… Que los inti-

mo a rendirse, por ejemplo.— ¿Con diez hombres? ¿Las Leyes de la Guerra contem-

plan que le den una patada en el culo?

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— No se propase, amigo… Que aun soy su capitán…Izaron sobre un palo una bandera de conferencia. Se hizo

alto al fuego. Y – sorpresivamente– Pampillo fue admitido aparlamentar.

Dos españoles lo acompañaban. Desconociendo las forma-lidades, avanzaron más de lo conveniente. Tres balazos rom-pieron el silencio, y al instante, cayeron muertos.

Pampillo, inmóvil, contempló la horrenda escena. Pero yaera demasiado tarde para arrepentirse. Había que continuarcon el ardid.

El oficial que lo recibió, caminó junto a él por la calledetrás de Santo Domingo, y por una pequeña puerta, ingresa-ron hasta la sacristía del templo, donde le aguardaba el briga-dier general Sir Robert Craufurd en persona, elegantementeenfundado en su roja chaqueta de paño; relucientes los borda-dos de oro en sus cuellos y puños de terciopelo negro. Las bor-las que pendían de su faja encarnada, vibraban ante cada caño-nazo que se escuchaba del exterior.

— En nombre de Su Católica Majestad, don Carlos IV, Reyde España, le intimo rinda sus tropas a discreción… –comen-zó Pampillo, mientras un sacerdote que oficiaba de traductor,repetía en inglés.

— ¿Don Carlos IV reina en España?… –preguntó irónica-mente Craufurd, en obvia referencia a que el monarca sehallaba hospedado por Napoleón. Los oficiales ingleses, son-rieron junto a su jefe.

— Su Excelencia se habrá percatado de la situación deimposibilidad en que lo han puesto nuestras fuerzas…

— Y ¿Qué condiciones puede usted ofrecer a mis tropas?— Ninguna, sin dar parte a mi general. Solo rendirse a dis-

creción, y los honores de la guerra…— Pues vaya a dar parte al general Liniers. Aquí lo

aguardaremos.El capitán gallego, se retiró por la misma estrecha puerta

por donde había sido admitido. Se hizo un alto al fuego enespera de los resultados.

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Al galope, cubrió los escasos doscientos metros que sepa-raban Santo Domingo de la Fortaleza. Dejó el caballo al cui-dado de un mozo de guardia, e ingresó a la carrera hacia eldespacho de Liniers.

— ¡Nada! ¡Que se rindan a discreción, o, a cañonazos, lestiraremos la iglesia sobre sus blondas cabezas!… ¡CapitánCorcuera! –llamó Liniers a un ayudante– Acompañe al capi-tán Pampillo, y, en mi nombre, intiman a ese Craufurd con loque les he dicho…

Ambos capitanes salieron por el puente levadizo al grangalope. Llegados a la parte trasera del convento, volvieron aingresar con las noticias.

— Bajo ningún concepto, caballeros –sentencio Crawford–Continuaremos esta disputa en el campo del honor.

Pampillo, con su habitual sarcasmo, se sintió tentado derecomendarle que se calcen bien sus gorras, para poder sopor-tar mejor el peso del escombro sobre sus cabezas. Pero, aun-que oportuno, lo juzgó poco digno de un Caballero Español.

Retirada la bandera de parlamento, se reiniciaron, coninusitada furia, las hostilidades.

Pampillo, resuelto a ejecutar la orden de su general, con la pre-cisión que lo caracterizaba; buscó y encontró dos piezas de artille-ría con las que –literalmente– demoler el bastión británico.

— ¡Como palomas van a caer de ese campanario!… –mas-cullaba, al tiempo que empujaba una de las ruedas del cañón–¡Les voy a echar esa iglesia en la cabeza!… ¡Y el conventotambién, que carallo!…

Situaron una de las piezas en una esquina cercana, y laotra, unos metros más atrás.

— ¡Fuego!… –ordenó, una y otra vez.Viendo que no hacía daño ninguno, se detuvo a observar

desde dónde podía disparar.— ¡Vamos! ¡A la azotea de don Francisco Telechea!…— ¿A una azotea? ¿Con este cañón?— ¡Si! ¡A una azotea, y con este cañón! ¿O prefiere a un

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metro bajo tierra, por este cañón? –bromeó señalando la pis-tola que ceñía su faja encarnada.

Los elegidos de Pampillo, prefirieron refunfuñar paraadentro. Con veloces movimientos, el equipo, desarmó en unsanti-amén la pieza, y se dispusieron con la misma coordina-ción subirlo por las escaleras hasta la azotea.

Lo armaron con idéntica velocidad, y comenzaron a dispa-rar sobre la torre de la iglesia.

— ¡Ni uno, mi amigo! ¡Ni cerca!…Los disparos eran inútiles. En realidad, no podían llegar a

ver dónde caían.Pampillo, se asomó por la azotea. Bajó las escaleras.

Recorrió la calle, mirando hacia todos lados, buscando ellugar más indicado desde donde disparar a la torre delSantísimo Rosario. Estaba obsesionado.

— ¡Dios me perdone! ¡Pero les voy a tirar la iglesia encima!…— ¡Vengan!… –les gritó desde un corral, a sus hombres

que permanecían en la azotea– ¡Traigan ese cañón paraaquí!… ¡Vamos, rápido!

— ¡Ahora desde un corral! – dijo en voz baja uno de ellos–¿Y, quiénes lo van a disparar? ¿Los puercos?. ¡Vamos!¡Apurémonos, antes de que se arrepienta, y quiera subir estebendito cañón a la punta de aquella higuera!

— Quiero ese cañón exactamente aquí. La otra pieza llé-venla a espaldas del convento. Tengan cuidado, porque allí,los ingleses tienen montada una pieza. Debemos abrir fuego aun tiempo, y a pocos disparos, saldrán como ratas…

Atravesaron juntos la calle que, detrás de Santo Domingocae al río, e instalaron el cañón.

— Sargento. Vaya hasta la fortaleza, y en mi nombre, díga-les a los artilleros que abran fuego contra el convento.

Una vez cerciorado de las posiciones de sus piezas, y queel Fuerte estaba alertado, comenzaron juntos a batir el últi-mo bastión inglés.

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— ¡Fuego!… –repitió una infinidad de veces el intrépi-do lucense.

Las balas de sus cañones se incrustaban en la mamposteríadel templo. Otras lo hacían en la torre del campanario.Pedazos completos de la techumbre comenzaron a caer sobrelas cabezas de los soldados británicos guarnecidos en el edifi-cio. A cada impacto, saltaban en mil pedazos los revoques,produciendo agujeros de magnitud. La infantería que rodeabael puesto, no daba respiro al enemigo. La lluvia de fusilería nose interrumpía. Un disparo del obús situado junto al cañón dePampillo, detrás del convento, hizo saltar por los aires unayunta de mulas que tiraban de una pieza enemiga. Los ingle-ses, corrieron despavoridos hacia el interior de su refugio.

Al poco rato, en medio de la densa polvareda –mezcla de pól-vora y escombros– apareció una bandera blanca, batiéndose desdela pequeña puerta por donde había ingresado Pampillo.

— ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! – repetía el capitán galle-go, con las manos en alto.

Desprovisto de escolta, Pampillo, se acomodó su unifor-me, y marchó con paso decidido a conferenciar. El oficialingles que lo recibió, lo condujo nuevamente, subiendo laestrecha escalera de caracol, hacia la sacristía del templo. Allílo esperaba el general Craufurd.

La tranquilidad y el silencio del interior del templo, con-trastaban con la agitación del exterior. Un agudo silbido seapoderó de los oídos de Pampillo, que ya se estaba acostum-brando al bramido de los cañones. Los hilos de luz que secolaban por los ventanales –y los agujeros producidos por laartillería– conformaban un telar luminoso, que bajaba enángulo hasta donde lo aguardaban los oficiales ingleses.

Crawford, esta vez, estaba acompañado por tres oficiales.Reconoció a uno de ellos. Se trataba del teniente coronel Pack,quien se encontraba visiblemente agitado, y con la vista perdidaen el piso. Pampillo tuvo que contener su indignación, y un repen-tino deseo de avalanzarse sobre la garganta del perjuro escocés.

Lo que desconocía el capitán, era que Pack acababa deingresar al convento con las malas nuevas de que las nueve

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columnas británicas estaban siendo diezmadas por toda lacapital. Los pocos puestos en que ondeaban las banderas bri-tánicas, eran meros parapetos que impedían –momentánea-mente– que el pueblo en armas los lincharan. El 88ºRegimiento, que marchaba encabezado por el escocés, acaba-ba de ser aniquilado frente al cuartel de los Patricios. Con lacalma americana que con tanta sorna se había adjudicado alos hijos del país, los bravos Patricios dejaron entrar a lacolumna entera por la calle del Real Colegio de San Carlos; ya un tiempo, cuando ya no había escapatoria, dispararon con-tra ellos. Por poco, Pack pudo escapar.

El sacerdote que continuaba oficiando de intérprete, repro-dujo el cuestionario de Craufurd:

Basilica del Santisimo Rosario, Convento de Santo Domingo.

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— ¿Con qué facultades ha venido en esta oportunidad?–inquirió el general británico.

— Con las de intimarles la rendición a discreción, tanto deSu Excelencia, como de los oficiales y la tropa que tiene acan-tonada. Como se habrá asegurado, el convento se encuentracompletamente sitiado por todas partes, con gran número deinfantería, y suficiente artillería. Toda demora de SuExcelencia en aceptar estas condiciones, podría serles tan per-judicial, que no sería extraño fuesen todos pasados a cuchillo,según el arrojo y ardimiento de nuestra gente.

Consultó el general esta respuesta con Pack y los otros dosoficiales que lo asesoraban. Sin responder, volvió a preguntar.

— ¿Qué diferencia existe entre los términos en que hahecho la anterior intimación?

— Pues, ninguna. Solo podría añadirle, la seguridad delbuen tratamiento que deberán esperar de la acreditada genero-sidad española.

Volvieron a consultar en voz baja. Solo Pack alzó la voz,volviendo a contenerla ante las incisivas miradas de su gene-ral. Finalmente respondió:

— Infórmele al general Liniers, que dentro de una hora ledaremos una respuesta definitiva…

— Con el debido respeto que merece Su Excelencia… ¡Niun solo minuto!…

La inesperada respuesta de Pampillo, sorprendió a losingleses. Vueltos en sí, tuvieron otra breve conferencia. Packgesticulaba, y nuevamente su general, con mirada firme, lehizo una seña contundente. Un solemne silencio se hizo dueñodel lúgubre subsuelo, y el general volvió a tomar la palabra:

— Dé cuenta a su general, de que las tropas de Su GraciosaMajestad Británica aquí acantonadas y bajo mi mando, acep-tan la generosa propuesta de Su Excelencia. Queda mi gentebajo la responsabilidad de la Corona de España.

Se puso de pie. Desenganchó de sus tiros, la funda de laespada que ceñía a su cintura. Juntó sus tacos, y en un solem-ne gesto, extendió marcialmente el sable hacia Pampillo, enseñal de rendición.

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— De ningún modo, mi general –retribuyó Pampillo aquelgesto de caballerosidad– conserve su espada. Es el signo de sumando, que ha combatido como un valiente soldado de SuMajestad Británica. Me es suficiente con su palabra de honor.Pasaré a dar cuenta de todo a mi general Liniers, para que SuExcelencia, y su gente puedan salir de aquí con seguridad.

Se retiró por la misma puertecilla, y al salir, agitando susmanos gritó:

— ¡Se han rendido! ¡Los ingleses se han rendido!Los miles de vecinos y voluntarios que rodeaban el con-

vento, gritaron de alegría. Se abrazaban, lanzaban sus sombre-ros al aire. Lloraban algunos otros, descargando la insoporta-ble tensión contenida durante tantos días.

Los alrededores brindaban una imagen sobrecogedora,espantosa. Las calles porteñas estaban regadas de sangre ycadáveres. Nubladas de humo rajado por el sol. Las mujeresrecogían los heridos – de uno u otro bando.

El más fuerte –y último– bastión británico en BuenosAires, había caído. La victoria había llegado.

En su camino hacia la Real Fortaleza, justo cruzando porSan Francisco, Pampillo encontró al coronel Elío.

— ¡Lo felicito Pampillo! –extendió fuertemente sumano– Iré inmediatamente a notificar al virrey. Usted regre-se a Santo Domingo, y verifique la evacuación en orden.Traiga a todos los oficiales a la Fortaleza, y a la tropa quela conduzcan hacia la Plaza Mayor.

El orgullo del gallego no cabía en su pecho. No pudomenos que recordar a su madre que había quedado en suamado monte de San Cosme de Piñeiro, na Pastoriza. Quéorgullosa se sentiría de su neno. Clavó los talones en la panzade su caballo, y apuró la marcha de regreso al convento.

Junto con las tropas españolas que sitiaban SantoDomingo, Pampillo condujo a los oficiales hacia el Fuerte, talcomo se le había ordenado.

Cerviño, noticiado por el propio coronel Elío, al ver a sucapitán ingresando con sus prisioneros en la Plaza Mayor, seacercó a felicitarlo:

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— Bien puede enorgullecerse nuestro amado Reino deGalicia, de que sus hombres, allí donde se encuentren, dejaransu nombre en la cúspide de la gloria. Mi capitán, ¡Lo Felicito!.Otro blasón para el Tercio de Gallegos.

En el preciso instante en que recibía tan cálido reconoci-miento de su comandante, un pensamiento ocupó por comple-to la mente de Pampillo: –Pack. ¿Dónde se ha metido ese con-denado?. Recorrió con su mirada a todos los oficiales, pero:nada.– El muy bastardo se ha quedado en el convento–pensó.– ¡No se me escapará!.

Rendicion britanica.

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A todo galope, retornó por donde había salido. Entró a laiglesia. Todo estaba en silencio. Corrió hasta la sacristía, y allíestaba. Sentado sobre el escalón de la puerta que conducía alCoro. Cabizbajo.

— ¡Teniente coronel Dennis Pack! ¡Le ordeno que mesiga! ¡Es usted mi prisionero de guerra.!

— Por favor, captain. Tener usted compassion. Me herido–dijo en un pobre español, aprendido durante los días en queBuenos Aires cayó en poder británico –Permitir descansaraquí la noche…

Los ardides del hábil escocés, ya eran conocidos por todoBuenos Aires. Así había logrado huir de su prisión en la Villade Luján, pasando a Montevideo. Era plenamente conscientede que el pueblo quería lincharlo. Al caer prisionero, el añoanterior, se había juramentado no volver a tomar las armascontra la Monarquía Española. Y el perjurio de guerra, sabíacómo se resolvía…

— ¡Acompáñeme! Si se encuentra herido, lo haré transpor-tar en una silla de manos con el mayor cuidado… –dijo impa-sible Pampillo.

Viendo que su apresor no transigiría, se dio por vencido.Las banderas de su 71º Regimiento de Highlanders deEscocia, permanecerían para siempre en esa sacristía. Y elguión de su gaita –paradójicamente– la conservaría elTercio de Gallegos al que pertenecía su captor. Se puso enpie, y tomando por un brazo a Pampillo, salieron rumbo ala Real Fortaleza.

La ultima misión de los hombres del Tercio de Gallegos,fue conducir las armas, banderas y tambores ingleses, desde elbastión rendido por ellos, hasta el Cabildo Ayuntamiento deBuenos Aires.

La alegría de haber librado la ciudad, solo se menguabapor el dolor por los caídos. La causa lo justificaba –nadie lodudaba– pero los opuestos sentimientos no podían ocultarse.

Junto a las partidas, festejando alegremente por las calles,deambulaban –como almas en pena- viudas, huérfanos, padres yhermanos desconsolados, buscando y recogiendo a sus muertos.

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La fastuosidad de los festejos, no fue menor a la emotivasolemnidad de las exequias. Junto al resto de los cuerposvoluntarios, el Tercio de Voluntarios de Galicia, volvió aformar en parada frente a la Catedral. Su comandante y ofi-ciales; su tropa; tambores, pífanos y gaitas, rindieron hono-res a sus camaradas caídos. El silencio, solo era cortado porel rumor de sus banderas al viento: Las Armas del Rey, laencarnada Cruz de Santiago, los escudos de Buenos Aires ydel Reino de Galicia, flameaban al frente de sus hombres. Elbramido de la salva conjunta de todos los cañones de laplaza y los fusiles de los bravos defensores, nubló de pólvo-ra por última vez a la ciudad. Las lágrimas de alegría semezclaron con las de angustia… Todos los corazones latie-ron al unísono… Podía escucharse…

Buenos Aires era libre nuevamente. Entre el recuerdo de lavictoria, del humo de la guerra, del tronar de las armas, y delsonido de sus gaitas; los gallegos no podrían borrar de sus men-tes, el grito que –como plegaria– los guió hacia la libertad:

¡Santiago!

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Epílogo

La Plaza Mayor, desde la Gloriosa Defensa, pasó a llamarse:Plaza de la Victoria.

La calle de Montserrat: Varela, en honor al valiente Capitán dela Compañía de Granaderos de Galicia.

La Plaza del Retiro: Campo de la Gloria.

Al Comandante D. Pedro Cerviño (Santa María de Muimenta,Campo Lameiro, Pontevedra), S. M. le reconoció el grado deTeniente Coronel. Participó como cabildante en la jornada dela Revolución de Mayo de 1810. Se le volvió a confiar ladirección de la Escuela de Náutica.

Al Capitán, D. Jacobo Varela (A Coruña), S. M. le reconocióel grado de Sargento Mayor, con el que pasó a revistar en elTercio de Gallegos. Sus hijos Juan Cruz y Valentín, fueron dosreconocidos patriotas argentinos.

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Al Capitán, D. Bernardo Pampillo (San Cosme de Piñeiro,Pastoriza, Lugo) S. M. le reconoció el grado de TenienteCoronel. Cuando se desató la Revolución, regresó a España.

D. Lucio Norberto Mansilla pasó al Regimiento de Patricios,donde continuó su carrera militar. Cruzó los Andes con elLibertador, capitán general D. José de San Martín. Junto conél, libertó Chile y el Perú. En 1845, comandó en jefe la bata-lla más significativa por la Soberanía Argentina: La Vuelta deObligado. Fue un reconocido General de la Independencia.

D. José Manuel Sánchez de Alonso (A Coruña) fue ascendidoa subteniente de la 7ª Compañía de Fusileros del Tercio deGalicia (mandada por Pampillo). El 12 de julio de 1810, secasó con María Dionisia del Rosario Basavilbaso.

D. Juan Manuel García Ponte (Abejorro), quedó inválido porla acción del Retiro. Su padre, el sargento 1º, D. FranciscoGarcía Ponte, herido en acción, fue ascendido a primer tenien-te de Granaderos de Galicia.

Al explotar en España el movimiento de mayo, contrario aNapoleón, el Tercio de Galicia abrió entre sus miembros unasuscripción para ayudar a sus hermanos en desgracia.Enviaron a España 14.000 pesos de oro*. Ese mismo año jurófidelidad a D. Fernando VII. Participó activamente en elmovimiento del 1º de enero de 1809, tendiente a constituir unaJunta de Gobierno, a similitud de las conformadas en España.Finalmente, el 25 de mayo de 1810, se conforma la PrimeraJunta de Gobierno, virtual nacimiento de la RepúblicaArgentina. Allí también estuvo presente el Tercio de Galicia.Disuelto por motivos imprecisos, olvidado y prácticamentedesconocido, se recupera su historia y actividad en 1995. Talcomo había nacido en el seno de la Escuela de Náutica deCerviño, vuelve a la vida como Guardia de Honor Oficial de laEscuela Nacional de Náutica “Manuel Belgrano”. Hoy luce susantiguos uniformes, armas, instrumentos y banderas, en cere-monias a todo lo largo de la Argentina, difundiendo asimismo

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los más caros ideales de la argentinidad y la galleguidad, enGalicia y un largo rosario de ciudades y naciones del mundo.En reconocimiento a su gloriosa epopeya, el Tercio de Galicia,ha sido condecorado con:

Medalla de Oro “Distinción al Valor en Defensa de laPatria”. Otorgada por el Honorable Congreso de la NaciónArgentina.Medalla de Buenos Aires. Otorgada por el GobiernoAutónomo de esta ciudad.Medalla de Plata de Galicia. Otorgada por el GobiernoAutonómico de la Xunta de Galicia.

* Para tener una idea del esfuerzo solidario de los hombres del Tercio de Galicia: Unbuque mercante mediano y nuevo, costaba 45.000 pesos; y el sueldo de un funciona-rio era de 200 pesos anuales. De ello podriamos suponer que esos 14.000 pesos oro,equivaldrían aproximadamente a 400.000 euros (o dólares)

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El Tercio de Gallegos

“…Estado General de la fuerza efectiva del Terciode Voluntarios de Galicia, en el acto de partir para el Puentede Barracas la tarde de 30 de junio de 1807.

Plana Mayor

Primer Comandte. D. Pedro Antonio Cerviño.Segundo. D. Josef Fernández de Castro.Ayudte. mayor. D. Ramón de Pazos, actual Sargto.

mayor del Cuerpo de Cazadores deInfantería Ligera.

Abanderados con D. Josef de Puga, actual segundo grado de teniente. Ayudante. D. Antonio Paroli Taboada.

Capellán. Dr. D. Malchor Fernández, Canónigo Magistral de esta Santa Iglesia.

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Cirujano. D. Manuel Antonio Casal.Comisario. de víveres. D. Pablo Villarino.Tambor de órdenes. Sebastián de Luque.

Compañía de Granaderos

Capitán. D. Jacobo Adrian Varela, actual Sargto., mayor, herido en acción.

Teniente. D. Andrés Domínguez, actual Capitán de esta Compañía.

Subteniente. D. Josef Diaz de Hedrosa, actual segundo Teniente de la propia.

Sargentos

Primero. D. Francisco García Ponte, actual primer Teniente de la misma, herido en acción.

Segundo. D. Joaquín Noguera.Idem. D. Manuel Rodríguez Sánchez.

Granaderos

D. Domingo San Martin y Lores, muerto en la acción.D. Franco. Calbo Vaz, idem.D. Juan Manuel Pereira, murió de resultas de las heridas querecibió en la acción.D. Manuel canosa, idem.D. Bernardo Cuntin, actual Teniente agregado de estaCompañía, herido en la misma.D. Juan Manuel García, herido en la propia y quedó inválido.D. Ramón Vazquez, herido en la acción.

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D. Josef Basavilbaso, idem.D. Andrés Fernández Pividal, idem.D. Andrés Díaz, idem.D. Josef Gayoso.D. Francisco Andran.D. Mateo Suarez.D. Antonio Bolaño.D. Matías Fernández.D. Francisco Giraldes.D. Nicolás Giraldes.D. Domingo Antonio Yebra.D. Miguel Basavilbaso.D. Bernardo Cabo.D. Alexandro Rua.D. Josef Benito Lorenzo.D. German de Cela y Piñeiro.D. Juan Benito Corrales.D. Juan Alberto Crespo.D. Luis de Lorenzo.D. Juan Martinez.D. Ramon Mosquera.D. Francisco Lira.D. Francisco Fernandez y Fraga.D. Benito Marin.D. Juan Pardo de Cela, actual alferez de Arriveños.D. Juan Parejas.D. Josef Noble.D. Juan Fernandez Pereyra.D. Pedro Antonio Garcia, actual Alferez de Voluntarios delRío de la Plata.

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D. Francisco Lorenzo.D. Marcos Gandara.D. Ramon Pondal.D. Andres Mayans.D. Josef Maria Merlan.D. Juan Ignacio Benavidez.D. Manuel Antonio Vidal.D. Manuel González.D. Julian Gandara.D. Andrés del Villar, herido en la acción.D. Josef Alonso.D. Mateo de Mato.D. Ramon Diaz.D. Luis Pereyra, actual Teniente de voluntarios del Río dela Plata.D. Juan Testa.D. Pedro Prieto.D. Fernando Perez.D. Dionisio Boedo.D. Ignacio Freire.D. Pedro Valiño, Teniente de este Tercio desde su creación,cuyo empleo no quiso exercer, acomodándose mejor a servirde simple granadero.D. Cayetano Elías Fernández, actual Teniente de voluntariosdel Río de la Plata.D. Manuel Magan.D. Andrés Lois.D. Manuel Caxide, actual Sargento de esta Compañía.

Total de inviduos 67.

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Iª. de fusileros

Capitán. D. Agustín González Miguens, herido marchando a campaña y falleció el 7 de juliode 1807.

Teniente. D. Luis de Rañal, actual Capitan de esta Compañía.

Sargentos

I.º D. Juan Rosados.2.º D. Juan García.2.º D. Josef Pérez.

Cabos

I.º D. Pascual Portela.I.º D. Tomás Méndez.I.º D. Juan Josef Mira.2.º D. Pedro Muzquiz.idem. D. Miguel Ogando.

Camaradas

D. Manuel Castelos.D. Bernardo Escrivano.D. Tomás Nuñez.D. Alexandro Martinez.D. Laureano Alvarez.D. Manuel Albuerne.

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D. Pedro Pablo Diaz.D. Rafael Martinez.D. Francisco Antonio Varela.D. Manuel Peyrallo.D. Andres Meyras, actual Subteniente de Arriveños.D. Juan Antonio Ayres.D. Juan Lomban, actual Teniente de cazadores deInfanteria Ligera.D. Manuel Regueyra.D. Manuel Calbo.D. Juan Rivera.D. Pantaleón Montes.D. Franco. Antonio Gonzalez.D. Domingo Pardal.D. Alonso Fernández.D. Josef Barbeyto.D. Bartolome Seyde.D. Domingo González.D. Ventura Mira.D. Josef Zerviño, actual Subteniente de Cazadores deCarlos Quarto.D. Manuel Yañez.D. Andrés García.D. Josef Bucau, actual Subteniente de Cazadores de CarlosQuarto.D. Andres Iglesia.D. Manuel Barañan.D. Miguel Saavedra.D. Vicente Diaz.D. Alonso Lagos.D. Manuel Arvin.

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D. Tomás Prego, muerto en la acción.D. Josef Bentos.D. Pedro Valerga.D. Antonio Varajas.D. Franco. Alexo Varela.D. Isidro Payan, actual Alferez de voluntarios del Rio de la Plata.D. Juan Barbie.D. Josef Chueco.D. Josef Canicoba.

Total de individuos, 53.

2ª. Compañía

Capitán. D. Francisco Tomás Pereira, actualmente retirado.

Teniente. D. Manuel Gil, electo Capitán de esta Compañía.{ D. Josef Seyjo.

Sargentos. { D. Mateo Varela.{ D. Amaro Blanco.{ D. Juan Antonio Formoso, actual Teniente de Infantería Ligera de Montevideo.

Cabos........... { D. Benito Batista.{ D. Juan Antonio Blaquier.{ D. Pedro Martínez.

Camaradas

D. Ramón Sánchez.D. José Casal, murió de resultas de las heridas que recibió en

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la acción.D. Ramón Casal, herido.D. Josef de Castro.D. Manuel Rodríguez.D. Francisco Arredondo.D. Domingo Guarnero.D. Francisco Marzue.D. Manuel Cantero.D. Alexandro Martínez.D. Juan Manuel Rodríguez.D. Carlos Alvarez.D. Manuel Alvarez.D. Manuel Gallegos.D. Josef Rivero.D. Josef Benito Blaquier.D. Josef Leyto.D. Luis Porrua.D. Salvador de la Iglesia.D. Juan David.D. Francisco Muñiz.D. Manuel Moreno, se le corto una pierna.D. Juan Rodríguez.D. Jacinto Rivas.D. Antonio Pintos.D. Gerónimo Alvariño.D. Francisco Moreyra.D. Josef Ferro.D. Francisco Juncal.D. Carlos Castro.D. Juan de Barros.

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D. Fernando Otero.D. Santiago Soto.D. Francisco Chas.D. Josef Muñiz.D. Manuel Angel Silva.D. Martin Gonzales.

Total de individuos 46.

3ª. Compañía

Capitán. D. Juan Sánchez Boado.

Teniente. D. Josef María Lorenzo, actual Capitán de voluntarios del Rio de la Plata.

Sargento Iº D. Basilio Hermida.

{ D. Rafael Abalos.Idem 2.os { D. Fernando Lopez, muerto en la accion.

{ D. Juan Varela, murió de resultas de las heridas que recibió en la acción.

Cabos I.os. { D. Juan Carlos O’Donell{ D. Cayetano Saavedra.

Idem 2.os. { D. Joaquín Martínez, herido en la accion.

Camaradas

D. Lucio Mansilla.D. Justo Mansilla.

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D. Estevan Perfumo.D. Juan Andrés Figueiras.D. Vicente Paz.D. Franco. Josef Mendoza, muerto en la acción.D. Marcelino Varela.D. Manuel Quintana, idem.D. Jacobo Mosqueira.D. Benito Balcarcel.D. Manuel Mallo, herido en la acción.D. Andrés Oteda.D. Bernardo Rodríguez.D. Andrés Pinceyra.D. Domingo Suarez Canelo.D. Juan Antonio Rodriguez.D. Josef Babio.D. Manuel Martínez.D. Juan Liñeyra.D. Pedro García Díaz.D. Manuel de la Torre.D. Josef Benito Díaz.D. Bernardo Rodríguez.D. Julian Díaz.D. Gregorio González.D. Miguel Balverde.D. Manuel Carabelos.D. Juan Bernardino Parapar.D. Vicente Alvarez.D. Josef Benavides.D. Francisco Neyra y Arellano, actual Teniente de estaCompañía, y Caballero Regidor del Exmo. Cabildo.D. Vicente Cordido.

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D. Luis Gómez.D. Fernando Piñeyro.D. Alberto Castro, muerto en la acción.D. Marcos García.D. Antonio Rodríguez.D. Nicanor Barros.D. Angel Garcia.D. Gabriel Lopez.D. Miguel Juncal.

Total de individuos 50.

4ª. Compañía

Capitán. D. Ramón López.

Teniente. D. Josef Ventura Quintas, actual Capitán deVoluntarios del Rio de la Plata.

Sargento Iº, D. Pedro Moron

{ D. Antonio Briones.

Idem 2.os { S. Santiago Tomás Nabeyra.

{ D. Cayetano Vidal.

Cabos I.os { D. Gregorio Rodríguez.

{ D. Andrés Benito Fernández.

Idem 2.os { D. Manuel Fernández.

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Camaradas

D. Josef Castro.D. Jose Soto*, muerto en la acción.D. Manuel Marques, herido en la acción.D. Jacinto Zerero, herido en la acción.D. Francisco Gómez.D. Juan Reyes.D. Matías Nuñez.D. Josef Alonso.D. Josef Iglesias.D. Jacobo Alonso.D. Franco. Domingo Suarez.D. Manuel Fuentes.D. Domingo Garrido.D. Josef Lagos, actual Teniente de esta Compañía.D. Domingo Laureyro.D. Franco. Fernández.D. Juan Antonio Figueroa.D. Luis Antonio de Sá.D. Gaspar González.D. Juan Vázquez Varela.D. Josef Villar.D. Josef Duran Paredes.D. Rafael Cardalda.D. Josef Benito Roman.D. Josef Casal.

* Se trata de uno de los tres soldados de raza negra que revistaban en el Tercio deGalicia. Antes de su enrrolamiento, había sido sirviente de D. Juan Vázquez Varela,quien de amo, pasó a ser “camarada”.

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D. Rosendo Alvo.D. Antonio Paz.D. Manuel Blanco.D. Miguel de Luna.D. Matías Otero.D. Francisco Patiño.D. Antonio García Díaz.D. Bernardo Posada.D. Angel Penedo.D. Miguel Fernández.D. Pedro Taboada.D. Tomás Domínguez.D. Josef Vidal.D. Roque Ortoño.D. Feliciano Nuñez.D. Ramón Graiño.D. Manuel Taboada. D. Josef María Nuñez.D. Juan Villanueva.D. Dionisio Acosta.D. Eduardo Blanco.D. Franco. Pino.D. Antonio Flecha.

Total de individuos 57.

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5ª. Compañía

Capitán. D. Juan Antonio Blades.Teniente. D. Ramón Doldan.Sargentos Iº. D. Pascual Beleinsim.

{ D. Domingo Barreiro.Idem 2º. { D. Josef Carlos Rua.

Cabo Iº. D. Franco. Romero.

{ D. Baltasar Suarez.Idem 2º. { D. Cirilo Pesao.

CamaradasD. Pedro Bau.D. Alexandro Pazos.D. Benito Cauceyro.D. Antonio García, herido en la acción.D. Vicente Lagos.D. Manuel de Castro.D. Franco. Varela.D. Andrés Castrelo.D. Franco. Balverde.D. José García.D. Antonio Silva.D. Antonio Paz.D. Antonio Cela.D. Josef González.D. Josef Alfonsín.D. Antonio Melgade.D. Claudio Antonio Sagasti.

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D. Juan Ignacio Garcia.D. Josef Ortiz.D. Manuel Ventureyra.D. Antonio Peyrallo.D. Domingo Antonio Lopez.D. Pedro Pablo Rivera.D. Silvestre Rodriguez, muerto en la accion.D. Estevan Flores.D. Andres Sanchez.D. Cayetano Doldan.D. Feliz Pardal y Ramos, muerto en la accion.D. Bernardo Martínez.D. Manuel Artedoy.D. Antonio Castro.D. Juan Berdial.D. Josef de Cruz.D. Francisco Pérez.D. Bernardo Regueira.D. Juan Caballero.D. Juan Fernández.D. José Ramón Bernárdez.D. Antonio Fernández.D. Juan Luis Cuello.D. Josef Reguera.D. Domingo Fernández.D. Josef Bellino.D. Josef de Silva.D. Andrés Graña.D. Agustín Lagarralde.D. Estevan Fuentes.D. Nicolás Romero.

Total de individuos 56.

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6ª. Compañía

Capitán. D. Ramón Ximenez, se le agravaron sus achaques habituales de resultas de las fatigas de la Plaza, y Campamentos, tantos qe. peligrando su vida por esta causa varias ocasiones, obtuvo su retiro después de la acción.

Teniente. D. Bernardino González Rivadavia, actual Capitán de esta Compañía.

{ D. Manuel Sendon.Sargtos. 2.os. { D. Josef Carracelas, electo Teniente de

esta Compª

{ D. Pasqual Carreras.Cabos 2.os. { D. Manuel Antonio Ynsua, muerto en la acción.

Camaradas

D. Franco. Vermudez, actual Teniente de voluntarios del Riode la Plata; cayó prisionero en la Residencia.D. Bartolomé Gelpi.D. Ramón Fernández.D. Miguel Bentos.D. Pedro García.D. Tomás Varela.D. Josef Blanco.D. Vicente Lira.D. Josef Carmona.D. Agustín Mosqueyra.D. Juan Mosqueyra.D. Franco. Alfonsín y Lemos.

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D. Ramon Mouriño.D. Josef Mouriño.D. Jacinto Blanco.D. Pedro Cerdeira.D. Feliz García.D. Juan García y Otero.D. Juan Lausa.D. Juan Graiño.D. Custodio Pazos, cayó prisionero en Miserere.D. Francisco Martínez.D. Benito González.D. Gregorio Castro.D. Bartolome Agrafo.D. Luis Seoane.D. Domingo Garcia.D. Juan Manuel Balverde.D. Baltasar Rodriguez Peña.D. Andres Canava.D. Isidro Revoreda.D. Antonio David.D. Pedro Varela.D. Tomás García.D. Josef Negueyra.D. Benito Conde.D. Vicente Garrido.D. Josef Villar.D. Josef Cao.D. Angel Moles.D. Matías Cabañas.D. Juan Francisco Fernández.D. Josef Touron.

Total de individuos 49.

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8ª. Compañía

Capitan. D. Lorenzo Santabaya.

Teniente. D. Pedro Trueba.

Sargento Iº. D. Josef Fernández.

{ D. Franco. Antonio Vázquez.Idem 2os.... { D. Manuel Baltasar Mutis.

{ D. Felipe Burgarini, murió en la acción.Cabos Ios.... { D. Manuel Antonio de la Cruz.

Idem 2o. D. Ramón Otero, murió en la acción.

Camaradas

D. Manuel González.D. Matías Fernández, herido en la acción.D. Santiago Garrido.D. Antonio García.D. Juan Catoyra.D. Feliz Antonio González.D. Josef Antonio Barreyro, murió de resultas de las heridasque recibió en la acción.D. Josef Antonio Castro.D. Pedro Carlos Barreyro.D. Gregorio Pérez.D. Valentin Ribero.D. Camilo Carballo.

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D. Gerónimo Lobato, muerto en la acción.D. Mariano Cabral.D. Juan Fernández del Rio.D. Antonio Castro.D. Josef Vicente de Castro.D. Juan Fernández.D. Josef Marzoa.D. Alberto Castro.D. Josef Arrascayeta.D. Felipe González.D. Angel Sánchez Picado.D. Antonio Barbeyto.D. Andrés Arias.D. Nicolás Vázquez.D. Gabriel Bastos, muerto en la acción.D. Manuel Balverde, muerto en la acción.D. Pascual Blanco.D. Josef Manuel Lopez.D. Antonio de los Santos.D Manuel Albelo.D. Josef González.D. Juan García.D. Josef López.D. Facundo Beyca.D. Francisco Antonio Costa, herido en la acción.D. Juan Benito Rivas, herido en la acción.D. Josef Vigo.D. Domingo Antonio de los Santos.D. Zenon Pedro Fontao.

Total de individuos 49.

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Tambores

Julián Gutiérrez.Manuel Antonio Pinazo.Pedro Pinazo.Franco. Martin Arana.Carlos Gómez.Mariano de la Fuente.Mariano Ramón Parri.Juan Pasqual Parri.Josef Dobal.Pito... Manuel Martínez.

Enfermos antes de salir á Campaña

D. Nicolas Vsini }D. Antonio Ortiz } de la 3ª. CompañiaD. Ignacio Torrado }

Sargto. 2º. D. Santiago Tomás Nabeira, de la 4ª.

Cabo 2º. D. Esteban Barreiro. }D. Miguel Muleg. }D. Manuel Antonio del Lago } de la 5ª.D. Andrés San Vicente }

Cabo Iº. D. Francisco Casal }D. Manuel Otero } de la 6ª.D. Josef Lopez }D. Mateo Alconchel }D. Manuel Patiño }D. Felipe de Castro } de la 7ª.

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D. Andrés Arias }D. Nicolás Vázquez }D. Tomás Mousa } de la 8ª.D. Leandro Correa }D. Julián González }

Total de individuos 19.

Recapitulación de la fuerza del Cuerpo

Compañía de Granaderos...............................67Ia. de Fusileros ...............................................532a. idem ..........................................................463a. idem ..........................................................504a. idem ..........................................................575a. idem ..........................................................566a. idem ..........................................................497a. idem ..........................................................548a. idem ..........................................................49Nueve Tambores y un Pito ..............................10Oficiales de Plana Mayor.................................5Capellán ............................................................ICirujano.............................................................IComisario de víveres .........................................ITambor de órdenes ............................................IEnfermos..........................................................I9Ausentes...........................................................I7

............................................................................ Total 536

Nota.– Los individuos que faltan, hasta el completo de seiscientos hombres de armasde que constava este Tercio, pasaron antes de la acción, de Sargentos y oficiales áotros Cuerpos.1 Se trata de Sánchez Alonso. (N. del A.)

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