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I LA INFANCIA MODERNA COMO INSTITUCIÓN SOCIAL

I LA INFANCIA MODERNA COMO INSTITUCIÓN SOCIALépoca. Por lo demás la mujer no estaba volcada en la crianza de (3) Ver ARIES, Philippe: «La infancia», en Revista de Educación,

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LA INFANCIA MODERNA COMO INSTITUCIÓN SOCIAL

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1. EL NUEVO CAMPO DE LA INFANCIA

La imagen tópica de la infancia que hoy prevalece en las socie­dades «civilizadas» está impregnada por un conjunto de valores acerca de lo que es —o debe ser— el niño; habitualmente tiende a olvidarse su relatividad cultural, como si tales valores correspon­dieran a una supuesta naturaleza infantil. Los estudios antropológi­cos nos previenen acerca del carácter etnocéntrico de estas preten­siones, al establecer la distinción metodológica entre lo natural —universal— y lo cultural —relativo y particular—, añadiendo enseguida que todas las reglas e instituciones de la vida colectiva tienen un carácter coercitivo, están socialmente condicionadas por pertenecer al ámbito de lo cultural (1).

Estas consideraciones resultan particularmente aplicables a las estructuras de parentesco o a las formas de crianza, y explican tanto la pluralidad y relatividad social de las imágenes de la infan­cia como la imposición cultural que se ejerce sobre el niño, «para quien todos los problemas están regulados por distinciones nítidas, más nítidas e imperativas a veces que en el adulto» (2).

Circunscribiéndonos al ámbito de la cultura occidental, tam­bién los historiadores han observado importantes transformaciones de los modelos y del lugar social de la infancia, en estrecha rela-

(1) Cfr. LEVI-STRAUSS, Claude: Las estructuras elementales del parentesco, Pai-dós, Barcelona, 1981, p. 35-44.

(2) Ibídem, p. 41.

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ción con los cambios de actitud de los adultos frente al niño (3). Por ejemplo, en la Roma antigua los lazos sanguíneos eran menos importantes que los vínculos afectivos: la paternidad era antes que nada una elección, lo que dio lugar tanto al abandono como a la adopción de niños. En cambio, durante los siglos II y III d.c. el matrimonio adoptó una dimensión psicológica y moral, el vínculo y sus frutos (los hijos) se consideran sagrados; de esta manera los lazos carnales y sanguíneos pasaron a ser más importantes que las decisiones voluntarias. Más tarde, en los siglos X y XI el nacimiento de un hijo era considerado como una riqueza, un fruto indispensa­ble e insustituible, debido a que los lazos de sangre constituían el fundamento del ordenamiento sociopolítico feudal.

En la sociedad medival eruopea el sentimiento de la infancia, la conciencia de la particularidad infantil, no existía (4). El niño, una vez superados los seis o siete años, pertenecía a la sociedad de los adultos, no existía una imagen ni un trato diferencial por parte de éstos; comparado con la imagen de niño actual cabe referirse a la precocidad con que los pequeños de esa época se integraban en la vida social. Ello no es extraño si reparamos en que tampoco el concepto de familia coincidía con el actualmente vigente, en el que priman las características de co-residencia y parentesco cerca­no. En todas las capas sociales era típica la promiscuidad (los no­bles vivían rodeados de sirvientes, los pobres hacinados en una o dos habitaciones), que impedía la existencia de un ámbito de inti­midad, base de la familia moderna (5). La sequedad afectiva y la brutalidad de las relaciones conyugales eran carcterísticas de la época; la estructura patriarcal de la Familia se configuraba análoga­mente a una monarquía de derecho divino. La familia era una unidad de subsistencia en la que el afecto y las ataduras sentimen­tales aparecían como causa cíe toda clase de perturbaciones. Las relaciones padres-hijos, basadas en el deber absoluto de la obe­diencia, eran fundamentales para la videncia del orden social de la época. Por lo demás la mujer no estaba volcada en la crianza de

(3) Ver ARIES, Philippe: «La infancia», en Revista de Educación, núm. 281, Madrid, 1986, pp. 5-17.

(4) Es la tesis sostenida en la ya clásica obra de ARIES, Ph., El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen. Taurus, Madrid, 1987.

(5) Ver FLANDRIN, J . L.: Orígenes de la familia moderna. Crítica, Barcelona, 1979. La importancia y número de los servidores de la nobleza española está refle­jada en DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, Las clases privilegiadas en el Antiguo Régimen. Istmo, Madrid, 1985, pp. 147 y ss.

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los hijos: era norma extendida entre las de buena posición entregar a los pequeños a nodrizas mercenarias para su amamantamiento, mientras que las madres pobres compatibilizaban las tareas pro­ductivas con la crianza de niños propios y ajenos. Esta realidad, que derivaba en altos índices de mortalidad infantil, ha permitido poner en duda la existencia de un «instinto maternal» en la mujer, y destacar la importancia del contexto social respecto a las actitu­des de ésta respecto a sus hijos (6).

Es al término de la época medieval cuando los historiadores observan una serie de cambios institucionales que van a poner las bases de la institución de la infancia moderna, entendida como un ámbito de la vida social específico y separado del resto de la vida social. La influencia de humanistas y eclesiásticos a lo largo de los siglos XVI y XVII parece haber sido decisiva en la formulación de los planteamientos de, al menos, dos aspectos fundamentales: la nueva configuración de la «familia cristiana» y la escolarización de los hijos pequeños.

En cuanto a la génesis de un nuevo modelo de familia cristiana, se produjo una inversión fundamental de los principios de la mora­lidad familiar al hacerse hincapié en una limitación de la autoridad absoluta del padre y en la existencia de deberes paternos respecto a los hijos (7). El reconocimiento de una especificidad de los niños sólo fue posible una vez que la vida familiar se circunscribió al ámbito privado, cuando la casa dejó de ser un lugar abierto, una prolongación de la vida social en la calle, permitiendo el surgi­miento de un sentimiento de familia como valor específico (8). En este proceso pasó a desempeñar un papel central la nueva figura de la madre de familia, encargada de organizar y gestionar el ámbi­to de la vivienda familiar, así como la supervivencia y formación de los hijos.

En segundo lugar, la influencia de humanistas y eclesiásticos impulsó la institucionalización de la escuela como estructura edu­cativa para la formación separada de la infancia. A lo largo del medievo los «colegios» no estaban destinados a los niños, sino a la formación de los clérigos de cualquier edad; sin embargo, las mo­dernas teorías de la infancia, que conciben al niño como ser imper­

io) Cfr. el interesante estudio de BADINTER, E., ¿Existe el amor maternal?, Paidós-Pomaire, Barcelona, 1 9 8 1 .

(7) Cfr. FLANDRIN, J.L.: op. cit., p. 1 7 5 y s. (8) Cfr. ARIES, Ph.: El niño y la vida familiar..., op. cit, pp. 5 3 6 - 5 3 8 .

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fecto pero maleable, carente de razón pero apto para aprender, construyen un estatuto de minoridad (el niño como ser específico, diferente del adulto) a la vez que legitiman la necesidad de su segregación de la vida colectiva en colegios severamente disciplina­dos (9). Esta disciplina específica sirvió para distanciar al niño respecto a la existencia «libre» de los adultos; a partir de aquí la infancia fue prolongada a la duración de todo el período esco­lar (10). La influencia de los moralistas reformadores se plasmó en el reconocimiento de que «el niño no está preparado para afrontar la vida, que es preciso someterlo a un régimen especial, a una cuarentena, antes de dejarle vivir con los aaultos» (11).

Estos cambios en las actitudes y en las instituciones relaciona­das con la infancia no se desarrollaron de forma aislada o fortuita; por el contrario, hay que comprenderlos como resultado de proce­sos sociales más amplios, de índole económica y política. Por ejem­plo, los incrementos en la productividad agrícola y los avances sanitarios que redujeron la mortalidad infantil permitieron a los adultos una mayor dedicación y polarización afectiva respecto a los niños. Por otra parte, con las monarquías absolutas comienza a desarrollarse un proyecto de regularización del espacio social, la ordenación de las ciudades, que convierte la calle de lugar habita­do en lugar de tránsito (12), proceso que favorece la constitución de un ámbito de privacidad para la familia. En otro sentido, el creciente auge de actividades comerciales, industriales y de los ser­vicios contribuyó a relativizar la importancia de los sistemas de herencia rurales (en base a los que se transmitía el patrimonio) lo que, a su vez, abonó el campo para un tratamiento equitativo de todos los hijos en el ámbito familiar (13). Por último, los cambios registrados en el «gobierno de la familia» constituyeron el caldo de cultivo de ideologías cuestionadoras del sistema absolutista, tanto como las ideas democráticas colaboraron a reconfigurar los papeles sociales de los miembros de la familia.

(9) Cfr. VÁRELA, Julia: «Aproximación genealógica a la moderna percepción social de los niños», en Revista de Educación, núm. 2 8 1 , pp. 1 5 5 - 1 7 5 .

( 1 0 ) Cfr., ARIES, Ph.: El niño y la vida familiar, op. cit., p. 4 3 4 y s. ( 1 1 ) Ibídem, p. 5 4 1 . ( 1 2 ) Cfr. MEYER, Philippe: El niño y la razón de Estado, Zzto/Zyx, Madrid,

1 9 8 1 , p. 7 y s. ( 1 3 ) La desaparición de las discriminaciones formales hacia los hijos, es decir,

la aparición del igualitarismo entre hermanos sentó las bases para el individualismo social, uno de los componentes ideológico-culturales de las sociedades actuales. Ver FLANDRIN, J.L., op. cit., p. 1 8 2 .

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La gestación de la infancia moderna estuvo acompañada, pues, de importantes modificaciones en la estructura de los sentimientos, que repercutieron sobre las pautas de comportamiento familiar y social. Se rechazó la práctica del abandono de recién nacidos en hospicios, se criminalizó el infanticidio, sobre todo se desarrolló la ternura hacia los pequeños a la par que los criterios de severidad en su educación. La vida familiar, ahora reducida al ámbito priva­do, se focalizó en el niño, nuevo «rey del hogar». A raíz de estos cambios, sólo recientemente (entre los siglos XVIII y XIX en Occi­dente) la muerte infantil llegó a ser absolutamente intolerable. Este conjunto de modificaciones configura una «revolución en la afecti­vidad», a partir de la cual se organizan los sentimientos humanos de forma diferente, aunque no necesariamente mejor (14). Parece claro, por ejemplo, que la preocupación moral y el interés psicoló­gico por el niño no garantizan la erradicación del abandono, los malos tratos o el «filicidio» (15), aunque ofrezcan un paradigma que posibilita su estigmatización moral.

En síntesis, parece que con la era moderna se consolida una nueva manera de concebir la infancia humana, apoyada en la cons­titución de un ámbito privado —separado de la esfera pública de la «polis»— en el que se recluyen las familias, gestionadas por la «madre de familia» —separada del ámbito de la producción—, que se encarga de supervisar la crianza y escolarización de los niños —separados de la vida adulta—.

La construcción de la categoría de infancia, en el sentido arriba apuntado, posibilitó el surgimiento de una serie de discursos, de saberes específicos que, a su vez, impulsaron y reforzaron la exis­tencia de un «estatuto de minoridad» específico y apartado de la sociedad adulta. Es el caso, por ejemplo, del discurso pedagógico que se legitima a partir de caracterizar al niño como ser natural­mente carente de razón, necesitado de dirección y programación disciplinada. La propia noción de «naturaleza infantil» crea las condiciones de surgimiento de la psicología evolutiva, que define y regula el desarrollo «idóneo» de los niños con referencia al mito idealizado del niño burgués. Otro tanto ocurre en el campo de la medicina, con el surgimiento de la puericultura y, luego, de la pediatría. La operación fundamental, común a todos estos discur­sos, es definir una naturaleza de la infancia (ocultando su carácter

(14) Cfr. ARIES, Ph.: «La infancia», op. cit., p. 16.

(15) Cfr. RASCOVSKY, Arnaldo: El filicidio, Paidós-Pomaire, Barcelona, 1981.

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de institución social), desarrollando a partir de ello una serie de conceptos y técnicas destinados a regular la vida de los niños. Más adelante volveremos sobre alguno de estos saberes; aquí nos inte­resa destacar —siguiendo a Julia Várela— que se trata de discursos inseparables de organizaciones y reglamentos surgidos en torno a la categoría de infancia la que, a su vez, se ve instituida y remodelada por ellos. En definitiva, la «sana preocupación» por los niños y el lenguaje científico que poco a poco se crea, preten­den justificar como natural la forma concreta de gobierno de los niños que se impone con la era moderna.

Por tanto, el análisis de su génesis histórica y la comparación de diferentes culturas muestra que las figuras de infancia no son naturales, ni unívocas, ni eternas. Por el contrario, la categoría «in­fancia» es una representación colectiva, producto de formas de relación social concretas: es decir, tiene un ineludible carácter so-ciohistórico (16). En concreto, en el ámbito europeo, la aparición de lo que llamamos «infancia moderna» es un proceso que culmina en el siglo XVIII.

Sin embargo, las investigaciones históricas, coincidentes a la hora de destacar los importantes cambios registrados en las actitu­des de las sociedades occidentales respecto a los niños, divergen en la valoración de tales procesos. Por un lado, encontramos la versión de Lloyd de Mause que encuentra una evolución progresi­va a lo largo de los siglos cuya culminación se encontraría en las actitudes de ciertas familias de los países occidentales contemporá­neos. Según esta versión «la historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco» (17).

Por otra parte, Philippe Aries formula un juicio, sino opuesto al anterior, crítico con respecto al proceso de surgimiento de la infancia moderna, destacando la pérdida de libertad y el encasilla-miento de los niños en rígidos moldes de encuadramiento social: «La solicitud de la familia, de la Iglesia, de los moralistas y de los administradores, privó al niño de la libertad de que gozaba entre los adultos. (...) Sin embargo, este rigor reflejaba otro sentimiento di­ferente de la antigua indiferencia: un afecto obsesivo que domi-

( 1 6 ) Cfr. VÁRELA, J . : «Aproximación genealógica...», op. cit., p. 1 7 4 . ( 1 7 ) deMAUSE, LLOYD: «La evolución de la infancia», en Historia de la infan­

cia, Alianza Universidad, Madrid, 1 9 8 2 , p. 1 5 (el subrayado es nuestro). El autor propone una teoría psicogénica de la historia que le permite distinguir —entre la Antigüedad y nuestros días— seis tipos progresivos de relación adulto-niño: infan­ticidio, abandono, ambivalencia, intrusión, socialización y ayuda.

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no a la sociedad a partir del siglo XVIII.» «Los sentimientos de la familia, de clase y quizás, en otras partes, el de raza se presentan como las manifestaciones de la misma intolerancia de la diversidad, de un mismo interés por lograr la uniformidad» (18).

En nuestra opinión, esta disparidad de pareceres encuentra su fundamento en la existencia de modelos de familia y de infancia diferentes, en consonancia con la existencia de grupos y clases so­ciales enfrentados. Si se analiza la historia de la infancia tomando como modelo a la familia burguesa centrada en el niño, al margen de sus vinculaciones con el resto de la estructura social, el pasado puede aparecer como un museo de los horrores en el que los niños carecían de los cuidados, protección y comprensión... que el citado modelo conceptúa como idóneos. Si, en cambio, las familias se estudian en relación a los cambios sociales y económicos, y se indagan las relaciones que surgen entre las clases sociales, los he­chos merecen una consideración más compleja, «la» infancia pier­de sus connotaciones de hecho natural y aparecen los condiciona­mientos y limitaciones del planteamiento anterior. La importancia de estas consideraciones es, como veremos a continuación, funda­mental para lograr una comprensión crítica y global de la situación de la infancia actual.

(18) ARIES, P.: El niño y la vida familiar..., op. cit., p. 542 y 544 (los subrayados son nuestros).

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2. CLASES SOCIALES Y MODELOS FAMILIARES

La gestación de la infancia moderna se inicia, como hemos visto, en el Antiguo Régimen pero no se consolida y se constituye en modelo dominante hasta el siglo XVIII (al menos en buena parte de Europa occidental). Este largo proceso tiene estrechas vincula­ciones con dos fenómenos históricos fundamentales: el capitalismo y la ilustración. Por una parte, la consolidación de estructuras eco­nómicas «libres», no ligadas por lazos de vasallaje ni de tenencia de la tierra, y las expectativas de prosperar gracias a las capacida­des individuales posibilitaron la consideración de la infancia como etapa de preparación para la vida adulta.

Por otra parte, el movimiento de la ilustración —especialmente a partir del «Emilio» de Rousseau— impulsó la cristalización de un nuevo modelo de niño que, mediante un adecuado tratamiento pedagógico ha de internalizar una disciplina interior, clave de re­gulación del buen ciudadano del Estado liberal. Por su parte, Kant designó a la razón ilustrada como el medio que permite al hombre superar su «minoría de edad», erigiendo al entendimiento como guía de la autonomía y libertad del sujeto, emancipado de guías exteriores. Cuando la condición de súodito quedaba garantizada por el control de una autoridad exterior, no era necesario dar un trato especial a los más pequeños; en cambio, cuando el ciudadano debe recurrir a su entendimiento y conciencia para regular su vida en sociedad, surge la necesidad de preparar a los niños, inculcán­doles esas normas antes de admitirlos como ciudadanos plenos.

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Si nos remontamos a los siglos XVI y XVII se pueden distin­guir, en España, según Julia Várela, tres modelos de socialización infantil diferenciados, circunscritos sólo al caso de los hijos varo­nes (19):

El niño de la nobleza cortesana comienza a recibir una educa­ción amplia y refinada por parte de preceptores domésticos, po­niendo el énfasis en el dominio de las letras y el ingenio, de las reglas del ceremonial y la etiqueta, todo lo cual requiere cierto autocontrol para ser ejecutado adecuadamente. Por tanto, aquí el niño es percibido como un infante o caballerato; recibe una educa­ción especial pero alejada de la actual percepción de la infancia.

En cambio, el mediano estado y la nobleza provinciana envía sus hijos a colegios de órdenes religiosas (20), donde se pretende forjar un niño modesto, cortés, bien hablado y estudioso. En cohe­rencia con los valores de un sector social que basa su poder más en los méritos que en los lazos de sangre, el niño es socializado como un colegial, según la máxima correspondiente a su posición social: «en el término medio está la virtud».

Por el contrario, en las clases populares los hijos continúan so­cializándose en la propia comunidad y en el aprendizaje de oficios, sin verse apenas afectados por la moderna concepción de la infan­cia. Las instituciones diseñadas para este sector (albergues, hospi­tales, casas de expósitos, hospicios, etc.) se dirigen a niños vaga­bundos y abandonados, proporcionando una formación específica y empobrecida: sólo la doctrina cristiana de la época (que fomen­taba nábitos de subordinación) y oficios manuales (es decir, una nueva ética del trabajo). Precisamente un destacado humanista ca­tólico español reclamaba, en 1526, la escolarización forzosa de los

(19) Cfr. VÁRELA, J . : «Aproximación genealógica...», OÜ. cit. EJ carácter de la infancia en sus albores era casi exclusivamente masculino, la inmensa mayoría de las niñas no tenía infancia ni juventud, era habitual que se casaran entre los 12 y los 18 años. Cfr. VlNYOLES, Teresa: «Aproximación a la infancia y la juventud de los marginados. Los expósitos barceloneses del siglo XV», en Rev. de Educación, 281, pp. 99-124. ,

(20) La actuación de la Compañía de Jesús (constituida a mediados del XVI), suplantó prácticamente a los preceptores particulares y a los concentos aislados que se dedicaban a esta labor, implantando la escolarización a cargo l̂e preceptores especializados en instituciones separadas del medio familiar. Su alumriado se recluta-ba en las ciudades, bien entre todos los «vecinos» (burgueses) o bien —en centros de élite— entre los mayorazgos de la nobleza. A comienzos del siglo x v n había 2.100 jesuitas en España, la mayoría dedicados a estas funciones. Cfr. DOMÍNGUEZ ORTIZ: op. cit., p. 309, nota 51.

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niños expósitos, encareciendo que «gobiernen esta escuela varones honestos y cortésmente educados, en cuanto sea posible, que co­muniquen sus costumbres a esta ruda escuela, porque de ninguna cosa nace mayor riesgo a los hijos de los pobres que de la vil, inmunda, incivil y tosca educación» (21). El modelo de infancia subyacente en este caso es del picaro, siempre sospechoso y nece­sitado de vigilancia.

Las pautas de socialización descritas se inscriben en lo que Domínguez Ortiz caracteriza como un ingente esfuerzo realizado para «transmutar el ideal caballeresco en el ascético» —más con­gruente con el espíritu burgués—, a través del movimiento misio­nal de las órdenes religiosas (22). A partir del siglo XVIII, con la aparición de un nuevo orden social, las prédicas de ilustrados, filántropos y reformadores articulan una vinculación directa entre la producción de riquezas y la producción de cuerpos y almas. La gran mortalidad infantil en las familias pobres y la educación refi­nada y banal de los niños ricos son percibidas como un derroche desmedido por una sociedad que requiere individuos sanos, traba­jadores y responsables. En este marco se produce una crítica a las anteriores estructuras educativas que genera una reorganización de los comportamientos en torno a dos estrategias diferentes, en función de la clase social (23).

Las familias burguesas se reorganizan aislándose del personal doméstico, mientras la madre pasa a ocupar un papel central en el ámbito privado del hogar y aparece el médico cíe familia portador de nuevas normas (apoyo a la lactancia materna, reemplazo de la tradicional faja por ropas adecuadas, creación de espacios separa­dos para los niños en la casa, necesidad de una supervisión mater­na discreta pero omnipresente). Así, «la familia burguesa va to­mando el aspecto de un invernadero» (24). Tanto en la educación pública como en la familiar se impulsa una línea de liberación risica (no al hacinamiento y a las normas excesivamente rígidas) y protección moral del niño (vigilancia constante contra los «malos ejemplos»). El niño burgués vive una liberación protegida, un aleja­miento de los problemas sociales cotidianos, controlado según nor-

(21) VIVES, Juan Luis: Tratado del socorro de los pobres, Prometeo, Valencia, si., p. 118.

(22) DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.: op. cit., p. 389. (23) Cfr. DONZELOT, Jacques: La policía de las familias, Pre-Textos, Valencia,

1979, cap. 1. (24) DONZELOT, J . : op. cit., p. 23.

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mas sanitarias, morales y psicopedagógicas. Por otra parte, la nue­va cualifícación de la mujer burguesa como madre de familia supo­ne su promoción social y la posibilidad de convertirse en difusora de las nuevas normas de crianza.

Sobre las familias populares, en cambio, no se establece una

{>rotección discreta sino una vigilancia directa que trata de eliminar as formas de sociabilidad «excesivas» y reducir los comportamien­

tos aleatorios e imprevisibles: control y combate contra las uniones salvajes (el concubinato), el descontrol (vagabundeo infantil) o el abuso respecto a los hijos (mala crianza o abandono en hospicios). En tanto persiste el riesgo de la calle y del exceso, el papel de la madre será el de organizar un hogar, sacando al hombre de la calle y de los bares, educando a los hijos "adecuadamente". Desde las instituciones se desarrolla toda una estrategia familiarista, basa­da en la separación y vigilancia de las familias populares, donde la madre se convierte en una especie de nodriza por cuenta del Esta­do, controlada por los médicos y la asistencia social.

Por tanto, vemos que la infancia moderna no se implantó por igual en toda la sociedad, precisamente debido al contexto so-ciohistórico en que se formó; al contrario, se trata de un modelo propio de la burguesía, restringido en principio a sus hijos varones. La nobleza y las clases populares, mantuvieron durante largo tiem­po sus propias pautas de crianza, caracterizadas por una amplia sociabilidad, mientras la burguesía se replegó sobre el ámbito pri­vado de la familia para construir una identidad diferenciada. Utili­zando palabras de Aries, se aprecia una clara «relación entre el sentimiento de familia y el sentimiento de clase» (25). Por ello, sólo cuando la burguesía se convirtió en clase dominante su con­cepto de infancia pudo erigirse en «modelo universal» gracias a un complejo entramado de instancias de regulación y dominación de los sectores populares. Es este condicionamiento de clase el que ha permitido afirmar que el estudio de la familia burguesa debe referirse a la historia de la cultura, en tanto que el de las familias populares remite al de sus condiciones de vida (26).

(25) ARIES, Philippe: El niño y la vida familiar..., op. cit., p. 542.

(26) Cfr. FLANDRIN, J . L . , op. cit., p. 122.

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3. REGULACIÓN DE LAS FAMILIAS

POPULARES DESDE EL MODELO

DE INFANCIA BURGUESA

Las consideraciones anteriores permiten señalar, en primer lu­gar, el carácter específico, restringido, del modelo de infancia mo­derna, vinculado originariamente a la socialización de los hijos va­rones de la burguesía. En segundo lugar, que los otros modelos de socialización que continuaron perviviendo no gozaron de una es­pecie de coexistencia en la pluralidad, sino que eran continuamen­te cuestionados e intervenidos, en un intento de dominación, des­de el modelo burgués.

Esta confrontación, a su vez, estaba estrechamente ligada a la conflictividad que caracterizó la primera etapa del capitalismo y del Estado liberal: la explosión de la «cuestión social». El «marco tristísimo de la vida obrera española de fines del siglo XIX», es descrito así por Antoni Jutglar: «talleres de pésimas condiciones higiénicas; familias acumuladas en hogares nauseabundos; enfer­medades; falta de instrucción; carencia de fórmulas de previsión social; jornadas de trabajo agotador, etc.» (27). Al crecer la desi­gualdad, la miseria, la explotación, y la mortalidad entre los más pobres, se incrementaba la amenaza de rebelión y cuestionamiento obrero del orden social. Desde el punto de vista de la burguesía

(27) JUTGLAR, Antoni: Ideologías y clases en la España contemporánea, vol. I I (1874-1931), Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1971, p. 60.

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crece un «eran temor a una plebe que se cree a la vez criminal y sediciosa, el mito de la clase bárbara, inmoral y fuera de la ley (...), siempre presente en el discurso de los legisladores, de los filántro­pos o de los investigadores de la vida obrera» (28).

Los intereses dominantes veían, pues, como un peligro la socia­bilidad y confraternización de los trabajadores: «la regularidad de la entrada en la fábrica, así como la salida simultánea de la misma, dan ocasión a que los obreros intimen y den con sus personas en los cafés y otros sitios de corrupción» (29). Se trataba, pues, de estigmatizar tales conductas y convertir al trabajador en objeto de control y moralización, tal como si fuese un menor: «El taller es la escuela en donde, como en perpetua infancia, el obrero se educa y se transforma» (30).

En este contexto, uno de los dispositivos fundamentales para garantizar la reproducción de dicho orden social incidió sobre los procesos de socialización, a través de un complejo movimiento de regulación de las familias. Según DONZELOT (31) es necesario dis­tinguir aquí tres momentos principales: uno de moralización, otro de normalización y, finalmente, la forma de contrato-tutela sobre las familias.

A) MORALIZACIÓN: la acción de las tradicionales institu­ciones de la caridad cristiana (hospitales y asilos para vagabundos, limosna a los mendigos y compañías de caridad para pobres ver­gonzantes) dejó de ser adecuada al implantarse el Estado liberal, que necesitaba preservar la vida de los niños de las clases popula­res para contar con la fuerza de trabajo que requería el capitalismo naciente: si se dejaba a los niños pobres librados a su suerte mori­rían o serían un peligro social, pero si las instituciones los recogían indiscriminadamente se crearía una masa de indolentes no aptos para el trabajo o la guerra.

En este contexto se desarrolla una estrategia sobre las familias cuyo precepto clave es convertir la necesidad en medio de integra­ción social. Para ello, ante la imposibilidad e inconveniencia de

(28 ) FOUCAULT, Michel: Vigilar y Castigar, Siglo X X I , Madrid, 1 9 8 1 , p. 2 8 0 .

(29) Sesiones del I V Congreso Católico Nacional (Tarragona), citado por JUT-GLAR, A., op. cit., p. 1 3 5 .

(30 ) CAMPS Y FABRE, J . : Apuntes sobre la cuestión nacional, Manresa, 1 8 9 4 , citado en JUTGLAR, A., op. cit., p. 1 1 7 (el subrayado es nuestro).

( 3 1 ) Cfr. DONZELOT, Jacques: op. cit., pp. 5 1 - 9 8 .

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mantener un asistencialismo generalizado, se optó por impulsar la autonomía de las familias: siempre que se ajustaran a normas de comportamiento correctas tendrían la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida. De este modo se introdujeron las ayudas a la infancia y a la mujer: concesiones materiales a cambio de endere­zar los comportamientos familiares «inadecuados», partiendo de la concepción de que las situaciones carenciales están determina­das por falta de moralidad de las personas (negligencia, relajación, pereza (32). De esta manera se subjetivizaban y privatizaban los problemas, eliminando sus componentes políticos y socioeconómi­cos; a partir de este punto ya no existe la cuestión social de la pobreza, sólo problemas particulares de los pobres.

Se verifica así una operación de conexión sistemática de lo moral y lo económico: la moralidad familiar ya no se remite sólo a las relaciones públicas sino al ámbito privado de lo económico (la «mala administración», el derroche o ios gastos «inadecuados» de las familias pasan a ser objeto de reproche y reforma). Se hace necesario, por tanto, detectar esos fallos en la vida familiar para que las ayudas institucionales produzcan un efecto útil, superando los criterios caritativos. A partir de aquí las familias quedan some­tidas a una vigilancia continua y son convertidas en tierra de mi­sión (33).

Esta operación de moralización y culpabilización de las fami­lias da pie a una política general cuyo fin es «recular la vida, par­ticularmente la efe los miembros de las clases bajas, regular to­dos los actos de la vida, incluidos los más íntimos y los más priva­dos, los que se realizan en el seno del hogar» (34). Se trata, en fin, de introducir unas normas y pautas de comportamiento (privaci­dad, orden, esfuerzo, responsabilidad, control de los hijos, etc.), considerados de validez universal, sin actuar sobre las estructu-

(32) Durante la Restauración dominaba, entre el mundo acomodado español, «la idea de que la pobreza es signo de idiotez y el obrero un vicioso y un degenera­do social». Cfr. JUTGLAR, A.: op. cit., p. 63.

(33) En 1894 en el IV Congreso Católico Nacional se leyó una proposición que sostenía: «El pobre es siempre como un menor en la gran familia cristiana, y el cargo honrosísimo de tutores y curadores suyos corresponde de lleno a los que la Divina Providencia ha constituido por la autoridad, el saber o por las riquezas en elementos directores del orden social». Cfr. JUTGLAR, A.: op. cit., p. 134-35.

(34) BOLTANSKI, Luc: Puericultura y moral de clase, Laia, Barcelona, 1974, p. 7.

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ras básicas del sistema social. El análisis que presenta BOLTANSKI

del surgimiento y difusión de la puericultura es un ejemplo de cómo se auto-legitiman estas actividades en tanto «misión civi­lizadora»: se trataría de convertir el desorden salvaje de las clases populares en el orden doméstico impuesto por las clases dominan­tes. El discurso moralizador de instituciones y filántropos estigma­tiza los comportamientos y valores de las clases populares (A),

ara justificar su acción educadora (B), con el fin de circunscri-ir la «cuestión social» al ámbito de la domesticidad/domesti-

cación (C). La siguiente es una representación esquemática de tal discurso (35):

PARADIGMAS DE LA «ACCIÓN CIVILIZADORA»

Punto de partida (A)

Acción de cambio (B)

Modelo ideal (C)

Ignorancia Instrucción Suciedad (Formar) Higiene Disipación (Educar) Decencia Imprevisión (Instruir) Orden Vicio-Taberna Moral Pereza (Oficio) Trabajo Naturaleza salvaje (Moralidad) Civilización Instinto (Espíritu) Razón Vagabundeo

(Espíritu) Hogar

Prodigalidad Ahorro

La estrategia moralizadora se vio apoyada, como ya apuntamos, por una cierta reestructuración de las condiciones de vida familia­res. En este sentido cobró central importancia el desarrollo de las políticas de vivienda de clase obrera, inaugurando importantes procesos de ingeniería social con el fin de organizar y controlar el espacio urbano en base al modelo de vida burgués. «Conquistado­res y colonos, los constructores de núcleos obreros y de inmuebles a bajo precio no conciben otro modelo de vida distinto al suyo» (36). La implantación de una arquitectura de separación y privati­zación se dirigió a combatir la «sociabilidad excesiva», a diluir los

(35) Se trata de una reformulación del esquema propuesto por BOLTANSKI, op. cit., p. 46-47.

(36) Cfr. MEYER, Ph.: El niño y la razón de estado, op. cit., p. 17.

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lazos de solidaridad y a asegurar la dependencia respecto a las instituciones oficiales.

B) NORMALIZACIÓN: filántropos e higienistas trataban de combatir, entre otras cuestiones, las familias numerosas, la promis­cuidad familiar y la participación de los niños en la vida laboral y social, en cuanto que podían incitar al desorden, la inmoralidad o la sedición. Uno de los obstáculos más importantes para esta estra­tegia eran las prerrogativas de la autoridad familiar, cobijo de prác­ticas bárbaras y malsanas. Por tanto, era necesario introducir la norma en estas familias, «civilizarlas»; el medio idóneo que se uti­lizó para ello fue la escuela, una de cuyas misiones sería la de utilizar al niño contra la autoridad patriarcal, no para arrancarlo de la familia y desorganizarla aún más, sino para introducir —a través suyo— la «civilización» en el hogar. De esta manera, el niño se convierte en un campo de batalla donde se dirime la disputa entre los valores familiares y los de la escuela (es decir, los de la clase dominante).

El objetivo de constituir familias normalizadas, con unos com­portamientos previsibles se ve favorecido siempre que logra incul­carse en los individuos «el miedo a la necesidad» (37), que da origen al sentido de previsión, de organización, de ahorro, de ade­cuación de las conductas a los medios disponibles. Por otra parte, la estrategia de normalización de las familias obreras partiendo de las relaciones adulto-niño, se vio apoyada por un conjunto de dis­posiciones legales destinadas a cortocircuitar su contacto directo y permitir su reclusión masiva en las escuelas. Se trató de un movi­miento de características ambiguas: por un lado protegía a los ni­ños de la explotación laboral y otro tipo de abusos; por el otro eliminaba la transmisión autónoma de pautas, valores y habilidades al margen de las instituciones. En este sentido, junto a los benefi­cios derivados de una mayor instrucción académica hay que desta­car que la escolarización se inscribió dentro de una estrategia de dominación y control social. En palabras de DONZELOT «...la lu­cha filantrópica contra el abandono y la explotación de los niños (fue) también la lucha contra esos enclaves populares que permi­tían una autonomía de lazos entre las generaciones y contra todo lo que eso significaba políticamente: una población libre de sus

(37) Este factor constituye el principal estímulo de la actividad humana, según la ideología malthusiana, más aún que la necesidad misma. Cfr. DONZELOT, op. cit., p. 80.

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ataduras territoriales, pero que conserva... una fuerza en movi­miento, imprevisible e incontrolable. (...) descubrimos el otro as­pecto de la relación adulto-niño de entonces, la reciprocidad que implicaba la utilización mutua, la iniciación de los niños por su circulación social, la costumbre de instalarlos en otras fami­lias» (38).

C) CONTRATO Y TUTELA: el proceso de regulación de las familias se completó con una progresiva transferencia de sobe­ranía desde la familia «moralmente insuficiente» hacia el cuerpo de magistrados, filántropos y médicos especializados en la infancia, administradores de los nuevos derechos del niño. En este punto aparece como elemento clave la intervención de instituciones esta-

los niños, etc.) y nuevas instituciones (tutela de niños abandona­dos, reforma de menores «difíciles», etc.) permitirán introducirse legítimamente en ese terreno, hasta entonces privado e inviolable.

Así, limitando la autoridad paterna irrestricta, el Estado ad-

unidades estereotipadas, reglamentables y disciplinables— ale­jándolas de la sociabilidad «excesiva», las irregularidades y la des­organización. Este redespliegue jurídico e institucional hace que los criterios de intervención sobre las familias queden básicamente en manos de los aparatos del Estado, únicos productores de nor­mas sobre sanidad, educación, seguridad o socialización «adecua­da». Con las nuevas disposiciones cada familia es responsable —y eventualmente culpable— del comportamiento de sus hijos según los términos fijados por la ley; como estas normas responden a una lógica extrafamiliar su cumplimiento requiere una permanente vigilancia y supervisión oficial. Las nuevas profesiones del «trabajo social» se encargan de estos cometidos (moralizadores), en estre­cho contacto con la justicia (normalizadora/represora). Las fa­milias se ven, así, compelidas a retener y vigilar «adecuadamente» a sus hijos bajo la amenaza de ser ellas mismas objeto de vigi­lancia y disciplinarización. Es la época en que comienzan a cuestio­narse los internados y surgen las primeras medidas correctoras «en medio abierto» que, pretendiendo garantizar la protección de los nuevos derechos del niño, generan un nuevo protectorado estatal

(38) Ibídem, pp. 82-83.

modelar a las familias —como

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sobre las familias populares (garantía de cumplimiento de los nue­vos deberes familiares). Bajo esta vigilancia continua, la autori­dad paterna queda amenazada por el permanente riesgo de perder la tutela de los hijos. En adelante, «el poder paterno no será más que el transmisor del poder estatal, el papel de la familia es obser­var las normas de higiene pública y propulsar a su descendencia hacia los espacios de encuadramiento previstos por el Esta­do» (39). Se trata, pues, de una instrumentalización de la patria potestas.

A partir de aquí se aplican dos formas de intervención sobre las familias, en función de su situación social.

a) Entre las familias con autonomía económica, la implan­tación de los nuevos comportamientos se establece a partir de mecanismos de seducción, se apoya el deseo de autonomía de los individuos y de las familias respecto al Estado, utilizando el modelo del CONTRATO: si observan las normas serán respeta­das. En este caso la familia puede conservar un margen de autono­mía (resolviendo en la esfera privada los problemas de normalidad de sus miembros) y aumentarlo (apropiándose de las normas vi-gen-tes para conseguir el éxito familiar). Constituye el caso de socialización exitosa, aparentemente auto-regulada porque no requiere intervenciones exteriores, aunque en realidad perfecta­mente adaptada a las pautas que le vienen fijadas desde otras ins­tancias.

b) Respecto a las familias pobres, la abolición del poder pa­triarcal permite establecer la TUTELA sobre las familias, im­poniéndoles objetivos sanitarios y educativos, mediante dispo­sitivos de vigilancia económica y moral. Estas familias pasan a ser «tierra de misión», dominio de intervención directa para ade­cuar su comportamiento a las pautas de una socialización «nor­mal».

Ambas formas de regulación completan el paso de un gobierno de las familias a un gobierno por las familias (40). La familia se convierte en nexo de determinaciones de aparatos que le son exte­riores, soporte —obligado o voluntario— de los imperativos socia­les. Apoyándose en la defensa de los miembros más débiles (niños

(39) Cfr. MEYER, P.: op. cit., p. 58.

(40) DONZELOT, J . : op. cit., p. 93. Se

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y mujeres) la tutela permite una intervención salvadora de éstos, al precio de una desposesión casi total de los derechos privados (hay un gobierno directo sobre la familia). El mecanismo de tutela apo­ya el paso —en los sectores populares— de la familia extensa (clan) a la nuclear (cerrada, volcada sobre los niños). Cuando se consigue cumplimentar este tránsito las instituciones «moralizan­tes» (escuela, higiene, servicios sociales, etc.) conectan, a su vez, los valores y prácticas de la familia popular con la burguesa, intro­duciendo la preocupación por la «promoción» social. El éxito de esta estrategia de reculación sobre las familias populares aboca a éstas a una búsqueda privada del bienestar y al «olvido» de los orígenes político-estructurales de sus carencias y dificultades.

Ve Ve Ve

Resumiendo las consideraciones desarrolladas hasta aquí, ve­mos que el modelo de la infancia moderna surgió en el seno de las familias burguesas y de la aristocracia media, durante la etapa de transición entre el feudalismo y el capitalismo. El triunfo de este sistema llevó a la burguesía a constituirse en clase dominante de las sociedades occidentales, no sólo en los planos económico y político, sino también en el de las normas y valores. Así, su modelo de familia (privacidad, aislamiento), y su concepción de la infancia («libertad vigilada», separación del mundo adulto en instituciones específicas) se erigieron en modelo imperativo para el conjunto de la sociedad. La fuerte polarización y conflictividad social derivados de la industrialización convirtieron a los trabajadores en clases pe­ligrosas a ojos de la burguesía. Una de sus estrategias para conser­var su papel preminente fue la de constituir a estos sectores en «salvajes» (atrasados) necesitados de ser «civilizados» (moderniza­dos). De esta manera, lo que es dominación y poder social quedó convertido en una tarea educativa y de progreso. Las distintas me­didas de regulación de las familias populares apuntaron a reducir el peligro derivado de la acción colectiva de estos sectores, cons­truyendo entre ellos ámbitos de privacidad familiar, hasta entonces característicos de las clases superiores.

Ya en nuestro siglo, con las transformaciones del propio siste­ma capitalista, el papel de la familia (especialmente de la familia «normalizada») sufrió importantes modificaciones. El creciente pa-

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peí regulador del Estado redujo la importancia de las familias, tanto en el ámbito económico como en el de la socialización, trans­firiendo buena parte de sus funciones a la escuela, las instituciones sanitarias, las agencias de protección y los medios de comunica­ción. En la época del capitalismo «organizado» o «de consumo» la autonomía familiar e individual se vio subsumida dentro de la re­gulación global de grandes instituciones; se ha pasado del patriar­cado familiar a un patriarcalismo de Estado.

En este contexto los sujetos y sus necesidades son producidos y reestructurados continuamente según los requerimientos varia­bles del crecimiento económico y de las instituciones de po­der (41). Si bien la familia burguesa ha dejado de ser autónoma parece claro que está en mejores condiciones para adaptarse a tal situación o para procurarse los medios de conseguirlo (desde con­sultas a psicólogos a cursos de reciclaje académico, pasando por la cobertura familiar de los hijos hasta que consigan una inserción social adecuada). Mientras tanto, un amplio sector de familias si­gue siendo producido por el sistema social como excluido o margi­nado; algunos han internalizado convenientemente las normas de autocontrol y responsabilidad: a pesar de las carencias materiales no generarán comportamientos reactivos. Otros, en cambio, siguen constituyendo «líneas de fuga», fracturas de la socialización defini­da como normal e idónea; sobre éstos siguen operando las estrate­gias de tutela y protección que, bajo modalidades renovadas, con­servan el mismo fundamento: privatizar, psicologizar, pegagogizar, educar, moralizar..., eludiendo toda crítica de las causas estructurales de tales situaciones y de los valores que se pretende implantar.

Con todo, parece claro que se ha configurado —en las socieda­des modernas— un campo de la infancia que abarca a los niños y a sus familias, pero también a diversas instancias de regulación (escue­la, servicios sociales, justicia, policía, medios de comunicación, etc.). Por ello, nuestra investigación, en principio preocupada por los problemas de «marginación» infantil, debe dirigirse a este conjun­to de instancias sociales. No se puede hablar de «infancia margina­da» sin analizar la dinámica de la estructura social, de las clases y de las instancias reguladoras de su reproducción, so pena de ocultar los mecanismos marginadores y de etiquetar a determinados niños.

(41) Una aproximación crítica a la configuración de las necesidades sociales se intenta en COLECTIVO IOE, «Las necesidades sociales: un debate necesario», en Documentación Social, núm. 71, abril-junio 1988, pp. 109-120.

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