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II Pese al conocimiento que paulatinamente hemos veni- do a tener tanto de la obra como de la vida de Francisco Alvarez de Velasco Zorrilla, quedan aún por aclarar al- gunos importantes rasgos de su personalidad, así como ciertos aspectos característicos de su poesía. Estricto coetáneo de Sor Juana, nació en Santa Fe de Bogotá en 1647. hijo del jurista Gabriel Alvarez de Velasco, oidor de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada y hombre docto en su disciplina; autor de algunos trata- dos en latín (Indexperfectus, Epitome de legis humánete mundique felione. publicados en Lyon). y de un texto ascético y laudatorio en que discurría acerca De la ejem- plar vida y muerte dichosa de Francisca de Zorrilla, su mujer. A consecuencia del deceso de ésta, don Gabriel renunció a sus cargos y se entregó con espectacular de- voción al perfeccionamiento cristiano de su alma: fue- ron entonces tantas y tales sus muestras de caridad que --como diría nuestro autor en el ""Poema panegírico"" dedicado a su padre— "crecían los mendigos en sus salas./ dando a alguno en su mesa siempre silla./ y ha- ciendo fuesen de ellos maestres salas/ tus hijos, siem-

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Pese al conocimiento que paulatinamente hemos veni­do a tener tanto de la obra como de la vida de Francisco Alvarez de Velasco Zorrilla, quedan aún por aclarar al­gunos importantes rasgos de su personalidad, así como ciertos aspectos característicos de su poesía. Estricto coetáneo de Sor Juana, nació en Santa Fe de Bogotá en 1647. hijo del jurista Gabriel Alvarez de Velasco, oidor de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada y hombre docto en su disciplina; autor de algunos trata­dos en latín (Indexperfectus, Epitome de legis humánete mundique felione. publicados en Lyon). y de un texto ascético y laudatorio en que discurría acerca De la ejem­plar vida y muerte dichosa de Francisca de Zorrilla, su mujer. A consecuencia del deceso de ésta, don Gabriel renunció a sus cargos y se entregó con espectacular de­voción al perfeccionamiento cristiano de su alma: fue­ron entonces tantas y tales sus muestras de caridad que --como diría nuestro autor en el ""Poema panegírico""

dedicado a su padre— "crecían los mendigos en sus salas./ dando a alguno en su mesa siempre silla./ y ha­ciendo fuesen de ellos maestres salas/ tus hijos, siem-

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pre viendo tu vajilla/ con más gusto entre lepras que entre galas..."" En la rica biblioteca del oidor figuraban, al lado de obras de su especialidad y libros piadosos, ejemplares de Calulo. Tibulo. Ovidio. Virgilio. Cicerón. Lucano, un tomo de Petrarca y obras de Santa Teresa, fray Luis de Granada y Quevedo. en los que hallaría el joven Francisco estímulos suficientes para su temprana vocación literaria.

Desde muy pequeño fue llevado "para su crianza y cui­dado"" al Convento de la Concepción; en 1661 —a los catorce años y siguiendo los pasos de su hermano Diego— ingresó en el Convento de San Agustín donde era tratado como "religioso"" pero sólo por "devoción, por no tener la edad competente" (cfr. Porras Collantes, loe. cit., p. LVI). Cursó después estudios de gramática latina y retórica en el Colegio Seminario Mayor de San Bartolomé de conformidad con los métodos jesuíticos de la ratio studiorum. A los dieciséis años descubrió que su destino no era la vida religiosa y a los diecisiete decidió casarse por poder con una dama quiteña, aun­que no llegó a contraer el vínculo matrimonial. Aun sin haber alcanzado ningún grado académico, don Francis­co ocupó ~ -lo mismo que su padre— altos cargos en la administración del Nuevo Reino de Granada: fue go­bernador de la provincia de Neiva. alcalde de Santa Fe en diversas ocasiones y, ya en las postrimerías de su

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vida, procurador general de dicha ciudad ante la corte madrileña. Su menguante herencia paterna se vio ro­bustecida y consolidada por la dote que aportó doña Teresa de Pastrana y Cabrera, hija del contralor del Tri­bunal de Cuentas de Santa Fe. con quien concertó ma­trimonio en octubre de 1669. a los veintidós años de edad.

Devoto amor y piedad obsesiva parecen haber sido las características morales de la opulenta pareja: en su tes­tamento —dictado con enfermiza premura juvenil— la esposa dejaba por heredero al marido y éste le enco­mendaba que, en caso de ser ella la sobreviviente, "pro­curase traer dos o cuatro pobres a esta casa y cuidarlos y asistirlos", siguiendo con ello el ejemplo de dramáti­ca caridad cristiana aprendido en su padre. Entre otras muestras de su espíritu piadoso y contrito, se menciona que fue benefactor de la orden de Santo Domingo, en cuya iglesia "mandó construir un célebre retablo con la imagen de Nuestra Señora de la Tristeza", por voluntad de su esposa, y a esa imagen dedicó también un "Estri­billo"" incluido en la Rhythmica sacra ("Ante tu piedad hoy míseros/ las penas gemimos trágicas./ que padece­mos mortíferas/ en este valle de lágrimas").

Como ya se dijo, doña Teresa falleció en 1694 y el gra­ve suceso inspiró a Alvarez de Velasco una elegía en

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endechas ("Vuelve a su quinta Anfriso solo y viudo"") que, en opinión de los historiadores de la literatura co­lombiana, lo "hacen el mejor cantor del sentimiento amo­roso en los siglos coloniales" y en cuyos versos suaves y doloridos reconocen un antecedente del gusto neoclásico que después triunfaría en las tiernas elegías de Meléndez Valdés:

¡ Ay de mí, qué tormento, ay de mí, qué fatiga qué soledad tan sola, qué orfandad tan desierta y tan esquiva!

[ J

¡Oh memorias funestas, verdugos de mis dichas; oh fatales recuerdos, sangrientos potros de las penas mías!

Ese tenaz sentimiento de desamparo llevó al poeta a re­dactar, a más de las citadas endechas, una disposición testamentaria según la cual, a su muerte, debería ser amortajado con el hábito de su patrón San Francisco y ""enterrado en el mismo sepulcro que está mi esposa, y de no poderse, se me entierre lo más próximo a ella". y prevenía que en la ceremonia de su entierro cargaran su cuerpo, "desde donde saliere hasta ponerlo en la se­pultura, seis pobres, los tres blancos y los tres indios...

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y junto a mi cuerpo han de ir otros doce pobres con una vela encendida de a media libra cada uno", cuestión ésta a la que don Francisco concedía tal importancia que ordenó expresamente a sus albaceas que "no haya inter­pretación alguna porque ésta es mi última voluntad". En cumplimiento de los encargos testamentarios de su esposa, destinó sumas considerables para que se canta­sen misas en señalados días del santoral, así como para asegurar el sustento de algunos pobres y el porvenir de ciertos niños a los que —no habiendo ella concebido ninguno— se había aficionado doña Teresa.

Si el año de 1667 había marcado el mayor ascenso de su carrera política (se le nombra entonces gobernador y capitán general de la ciudad de Concepción de Neiva), el de 1673 será el de la crisis de sus enfermedades; Porras Collantes anota que "tal vez fue esa la época de sus ataques —reales o metafóricos— de melancolía" {loe. cit., p. XCVI) de los que habla precisamente en los ovillejos que llevan por título "Consultando un gran médico sobre la melancolía que proviene del predomi­nio de la cólera atrabiliaria", achaque del que estuvo "el Autor enfermísimo"', aunque pronto se le volvió a ver atareado con sus negocios, no siempre tan prósperos o expeditos como él quería; con todo, a la muerte de su esposa, sus haberes alcanzaban la importante suma de 53,000 patacones. Pronto inició la venta o el traspaso de esos bienes; seis años más tarde, en 1700, se dispuso

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a trasladarse a España para ejercer el cargo de procura­dor de su ciudad ante la corte madrileña; llevaba en sus valijas los manuscritos de una disímbola obra literaria, parte de la cual sería finalmente impresa en 1703 y en cuya portada se destaca especialmente una de las obras incluidas en el volumen: la "Epístola en prosa y dos en verso y otras varias poesías en celebración de Sóror Inés Juana de la Cruz", que —cosa notable— va ilustrada con el mismo grabado que dibujó Joseph Caldevilla y delineó Clemente Puche para adorno de la Fama y obras postumas de la propia Sor Juana, publicadas tres años antes por Castoreña y Ursúa en la imprenta madrileña de Manuel Ruiz y Murga, hecho que parecería indicar que por lo menos la Carta laudatoria —si es que no también otros de los materiales poéticos incluidos en la Rhythmica sacra— salió de la casa del mismo impresor de ese tercer volumen de las obras del "Fénix de México"".

La "Aprobación"" del mercedario padre De la Gándara a la Carta laudatorio no pasaría de ser un documento or­dinario si no fuese por el hecho de que en él se alude a un asunto de los que hoy llamaríamos de candente actualidad: la animadversión o el menosprecio que. de manera descarada o encubierta, manifestaban ciertos españoles peninsulares por los criollos americanos y es tema que hará reiteradas apariciones en los textos del propio Alvarez de Velasco. A reserva de prestarle más

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atención al asunto cuando nos ocupemos de las ende­chas dedicadas a Sor Juana, sirva como muestra del "res­quemor criollo"' de nuestro autor el soneto dirigido "A un linajudo mordaz y sin mucha razón muy presumido de nobleza muy antigua"", a quien, luego de recordarle su bajo origen, recomendaba sustituir en su blasón la soberbia por la humildad:

Si ascendencias ostentas de los Godos, mira bien, Claudio, en tus ideas juglares, que mientras más antiguos, los solares suelen estar cubiertos de más lodos.

[ ]

No, pues, para infamar generaciones, en trasegar sepulcros busques peste, ni en los de tus abuelos más blasones.

Sea la humildad el tuyo, pues sin éste podrá salir, si bulles corrupciones, algún mal aire que tu casa apeste.

La alta posición social de nuestro autor le permitiría esa clase de desplantes literarios en respuesta a los atrabiliarios procederes del gobernador y capitán general del Nuevo Reino, don Francisco Castillo de la Concha, oriundo de Santander, quien —a fuer de fun­cionario prepotente— se complacía en afirmar que no

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tenían el mismo mérito "ios servicios que se hicieron en la conquista de América... como los que se hacen [ahora] en los Reinos de España" y. con esto, "sobre­cargó de pensiones las encomiendas" de los criollos; pero lo cierto es que Alvarez de Velasco tuvo que dejar la gobernación de Neiva por un par de años, en tanto que llegaba a su término el mandato de Castillo de la Concha, es decir, de 1681 a 1682. Pero si nuestro poeta pudo salir indemne de su polémica con el gobernante peninsular, el pleito que su hermano Gabriel sostuvo contra la Compañía de Jesús constituye un patético ejemplo de las ruinosas consecuencias económicas y morales que podían tener las disputas entre criollos y españoles pertenecientes a una misma orden religiosa. Gabriel entró en el noviciado jesuítico de Tunja en 1657 haciendo renuncia de todos sus bienes (entre los que vale la pena mencionar algunas haciendas que produ­cían azúcar, miel, jabón y cueros) en favor de la Com­pañía y con el fin de que —puestos en venta— con su producto pudiera construirse la capilla mayor del Cole­gio de Santa Fe; una vez concluida la obra, deberían volver a su poder los dineros que restasen.

Se tiene noticia de numerosos enfrentamienlos entre frailes criollos y peninsulares de las distintas órdenes religiosas, pero el de fray Gabriel es uno de los más desdichados. Es el caso que el hermano de nuestro poe­ta encontró entre los papeles de un correligionario es-

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pañol ciertas cartas dirigidas al presidente del Consejo de Indias en las que se quejaba amargamente de los jesuítas criollos y otra carta más en que se le hacían reproches a él directamente. Gabriel hizo circular los papeles del español entre los criollos de su comunidad con el consiguiente alboroto, causa de que el provincial ordenara un juicio en el que el padre Alvarez resultó condenado a "una disciplina pública en el refectorio y a destierro del colegio de Santafé", por habérsele encon­trado "el más culpable de todos e incurso en la censura contra los sembradores de la discordia entre los herma­nos". {Cfr. Juan Manuel Pacheco, Los jesuítas en Co­lombia, II, Bogotá. 1962. apud. Porras Collantes. loe. cit., pp. LIII-LV).

Fray Gabriel, airado y amargado, decidió abandonar el colegio y trasladarse al convento de San Francisco, desde donde instauró una demanda de nulidad de su profesión religiosa ante el vicario general del arzobispado. Logró cambiar su solana de jesuíta por la de clérigo secular, pero no consiguió la devolución de los 26,500 patacones que. al parecer, le adeudaban los de la Compañía. A consecuencia de tantos altercados y disgustos. Gabriel enfermó gravemente y —falto de recursos— tuvo que sustentarse de la misericordia pública. Desahuciado por los médicos y. sin duda, torturado interiormente por toda clase de reconcomios, pidió ser admitido nuevamente en la orden jesuítica para poder "morir con mayor con-

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suelo". El provincial de la Compañía no se lo concedió, alegando las viejas ofensas a la comunidad y los graves efectos que ellas habían tenido. En el colmo del arre­pentimiento, Gabriel se desistió de lo actuado, renunció a cualquier derecho y cedió de nuevo todo lo suyo a la Compañía de Jesús; pidiendo público perdón, obtuvo —ya en tránsito mortal— que le devolviesen la antigua sotana; murió el 28 de enero de 1702. Don Francisco iba entonces camino de España, obsesionado con la impresión de sus manuscritos y, al parecer, ignorante del desastroso final de su hermano, a quien tampoco consta que haya auxiliado en los momentos más duros de su pleito contra los jesuítas, contra la miseria y con­tra la adversa opinión de la sociedad santafereña.

El padre De la Gándara no podía desconocer la magni­tud que. en muchas ocasiones, alcanzaba esta clase de pugnas, de manera que. conciliador y cortesano, no tuvo que esforzarse demasiado para hallar una fórmula capaz de superar diplomáticamente las discrepancias entre criollos y españoles y, así. postuló que el vivaz ingenio y la "peregrina poesía" de aquella "portentosa mujer"' (Sor Juana) no menos que los talentos literarios de "nuestro don Francisco"' eran el previsible resultado de los altos dones que ambos habían heredado de su estirpe peninsular; de manera que —retomando un tó­pico del que habían echado mano tantos otros españo­les admiradores de la propia Sor Juana— bien podía

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afirmarse que, con sus obras, estos dos ingenios devol­vían a España un metal más precioso que el oro y la plata que antaño habían despertado la codicia de los pe­ninsulares.

Tanto la dedicatoria de la Rhythmica sacra al condesta­ble de Castilla y León, Joseph Fernández de Velasco, como el "'Prólogo al lector" contienen muchos valiosos indicios acerca del carácter de nuestro poeta, así como de la opinión que se había formado de su propia obra literaria. Es digno de nota la insistencia de Alvarez de Velasco en su condición de hombre desazonado por la soledad, soledad que —según sus palabras— no era pro­ducto de una elección libre, sino la fatal consecuencia de tener que asistir a sus apartadas haciendas y hereda­des; éstas, como ya apuntaba Gómez Restrepo, se hallaban en la provincia de Neiva. "remotísima de los centros más poblados, de clima ardoroso y situada en medio de regiones desoladas y desiertas"". Y como el aislamiento y la incomunicación van de la mano, el poeta achacaba lo "mal ordenado" de sus versos y lo "balbuciente" de su ingenio precisamente a lo "remo­to"' de aquel ""clima" o espacio de tierra americana en que le había tocado vivir, privado de "noticias" e impe­dido del trato y amistad con personas de sus mismas inclinaciones literarias. Tal "desazón... de la soledad" —dice— lo indujo a estudiar cuanto pudo las letras hu­manas y aun las sagradas y, sobre todo, a cultivar la

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poesía, cuyas reglas procuró discernir por sí mismo es­tudiando las artes poéticas de Caramuel y de Rengifo e infiriéndolas de "los mejores poetas de Europa". En un romance que intituló "Desengaño que ofrece la sole­dad"", escrito seguramente al final de sus días, rememoró su condición de joven solitario y retraído con el propó­sito de reconciliarse con ese "retiro amigo" que, en su decir, fue para él más "asilo" que "desierto", más con­suelo que pena.

Pero antes de considerar su recelado trato con las Musas, conviene que nos detengamos a examinar un poco más de cerca aquellos rasgos de su carácter destacados por él mismo. ¿Cómo explicar que un caballero seglar, pro­minente funcionario y próspero ganadero en cuyos potreros pastaban "8,000 reses de cría que producían 1,200 cabezas" —según se asienta en documentos no­tariales— manifestara tan indeclinable vocación por la soledad y el aislamiento y —como se verá mejor ense­guida— tan obcecada obsesión por la muerte, el pecado y la incierta salvación de su alma? Una respuesta sim­plista a tales preguntas podría hallarse en el conjunto de convicciones y prácticas religiosas propias de la Espa­ña de la contrarreforma y al marco férreamente ecle­siástico de la vida y la cultura en aquellas pequeñas y apartadas comunidades. Pero lo que sabemos de Alvarez de Velasco no nos lo muestra como el rudo colono de una remota provincia, sino como un inteligente

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autodidacta, activo funcionario e inquieto comerciante que no veía oposición alguna —son sus palabras— entre "las suavidades de los números", es decir, del cul­tivo de la poesía, y "las profundidades de las ciencias" sagradas y que, al menos en lo que toca a cuestiones relativas a su actividad literaria, se atrevió a tener pro­pias opiniones acerca de las modas entonces vigentes tanto en la metrópoli como en las cortes americanas. Al igual que su admirado Quevedo, también nuestro don Francisco se declaraba enemigo acérrimo de aquella multitud de "songoreadores de las Musas" y "gimios del Parnaso" que tantos ruidosos triunfos alcanzaban en las academias y certámenes literarios de Santa Fe haciendo patente "agravio a la legítima y verdadera poe­sía" con su manía de "no escribir cláusula sin muchos términos latinizados extranjeros y aun nuevamente fa­bricados", inequívoca alusión a la oscuridad semántica de Góngora y sus desaforados imitadores, pero también a su voluntario apartamiento de las ceremonias literarias.

Con todo, las condiciones sociales e ideológicas de su contexto vital no parecen suficientes por sí solas para explicar la exacerbada tendencia al desaliento y la mor­tificación de quien, como Alvarez de Velasco. ocupaba un lugar privilegiado en la sociedad del Nuevo Reino de Granada. A pesar de la vulgar temática edificante denunciada por los meros títulos de las obras que se

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decidió a imprimir (tales como las Elegías decámetros a los dolores de la Virgen, el Moribundo que naufraga, desamparado de lodo humano consuelo en las borras­cas de las últimas agonías o todas esas pláticas tremendistas que un agonizante sostiene con Dios, como ocurre en el Novísimo de la Muerte), suele haber en ellas mejor elocución poética y mayor complejidad psicoló­gica de las que pudieran encontrarse en aquellas popu­lares coplas volantes sobre los Desengaños de la vida con que especialmente los frailes franciscanos promo­vían la práctica de la confesión:

Ya. Señor, la hora llega en que mis culpas me saquen del calabozo del mundo al suplicio de este catre. ¡Ay Dios! Quien vivido hubiera tan dado solo a este ensaye que. muerto en vida, a la vida muerto hoy la muerte me hallase

I I

Lóbrega ya en la razón la luz. sólo arde inconstante, para que con ella vea como es un vivo cadáver. Ya desde éste que del cuerpo horror al sepulcro añade.

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sobreviviendo estoy triste a mis propios funerales.

[ ]

Ya entre todos mis asombros no hay cosa que más me espante que este tocarme sin verme, que este verme sin mirarme.

I ]

Ya empañados talcos negros de los ojos los cristales, horrores son más que adorno que en luz de pavesas arden.

Versos como éstos no sólo revelan una constante fami­liaridad con la literatura ascética de su tiempo, sino una rigurosa entrega a las prácticas de oración y mortifica­ción en las que se habría iniciado durante sus años juve­niles en las escuelas de los religiosos de Santa Fe, no menos que el permanente influjo que tanto en su vida espiritual como mundana ejercieron algunos frailes de diversas órdenes: pero, sobre todo, ponen de manifiesto una personalidad morbosamente proclive al duelo y las fúnebres cavilaciones. Su constancia en tratar poética­mente los tópicos del pecado y el amor de Dios, pero en particular su predilección por las tétricas visiones del

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"humano desconsuelo", las ""últimas agonías", los es­fuerzos que hace el "enfermo sobre el sepulcro de su cama" para leer en los "libros abiertos" de sus propias llagas una lección de arrepentimiento, no pueden expli­carse sólo como un síntoma de cerrazón ideológica que lo obligaría a volver una y otra vez sobre los canónicos discursos del desengaño cristiano, sino más bien como expresión de una fantasía exacerbada por las imágenes del tránsito mortal y de un temperamento melancólico al que Alvarez de Velasco hizo referencia en diversas ocasiones.

Ya había llamado la atención de Gómez Restrepo el hecho de que en los Novísimos el poeta se esforzara en "'pintar con los más negros colores los suplicios infer­nales" y recordaba que, cuando se publicaron en la Rhythmica sacra, esos poemas iban acompañados "'de ilustraciones gráficas que recuerdan [...] las que exornan la traducción en la lengua guaraní de la obra titulada Diferencia entre lo temporal y lo eterno del padre Nieremberg". Pero desconcertado sin duda por la tena­cidad con que Alvarez de Velasco "acumula sobre sí las más terribles acusaciones, presentándose como un tremendo criminal"', concluía que el "buen Gobernador de Neiva"' escribía tales cosas sólo "por excitarse a pe­nitencia"'. (Gómez Restrepo, op. cit., p. 152). Por su parte, Jaime Tello creyó advertir en nuestro poeta "'una terca vocación de escribir a lo divino" y un raro empe-

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ño por "realizar unos auténticos 'ejercicios espiritua­les'... sin mucha convicción artística" y sin el "fuego interior que anima los conocidos poemas de la madre Castillo o las maravillosas liras de San Juan de la Cruz" (Jaime Tello, loe. cit., p. XXVIII). Aun sin entrar en conjeturas acerca de la ejemplaridad de su vida cristia­na ni en improductivas comparaciones literarias, el he­cho es que numerosos poemas de Alvarez de Velasco manifiestan una notable correspondencia con las prác­ticas ignacianas de "meditación" y, como procuraremos mostrar, no sólo en lo que se refiere a los temas bíblicos propuestos por San Ignacio en los Ejercicios espiritua­les sino principalmente en el carácter "visible" de tales "meditaciones", es decir, en la misma impresionante calidad corpórea de las imágenes cuya contemplación se impone al practicante de tales ejercicios.

Es bien sabido que las técnicas ignacianas para lograr que el ejercitante examine al vivo su conciencia y pue­da "quitar de sí todas las afecciones desordenadas" se fundan en la contemplación o "'meditación visible" de una serie de figuras o escenas referentes a pasajes bíbli­cos que, según el proceso de los mismos ejercicios, van desde el pecado de los ángeles y su condenación infer­nal hasta los hechos de la vida de Cristo, su pasión, muerte y resurrección. Al principio del texto de Loyola se hace hincapié en la necesidad en que se halla el ejer­citante de hacer una "'composición viendo el lugar", esto

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es. de construir un imaginario "lugar corpóreo" donde se halle el objeto que quiera contemplarse con "la vista de la imaginación": templo, monte, huerto, etcétera, donde se encuentren Jesucristo o Nuestra Señora. El pro­pósito de tales ejercicios en que predomina la "vista imaginativa"' es el de proveer a cada practicante de una vía de participación personal de la "Historia salutis". esto es, la experimentada certeza de haberse visto a sí mismo "envuelto en el proceso negativo del pecado", como dice un teólogo de nuestros días. Esa necesaria ""implicación vital" tiene por sustento una visión fan­tástica, no sólo de aquellos lugares y acontecimientos de la historia sagrada prevenidos por San Ignacio, sino además de "'todos los pecados de la [propia] vida". Para hacer más agudo e impresionante el efecto de realidad que deben tener las imágenes evocadas en la fantasía y aun para provocar las esperadas reacciones emociona­les del practicante, se le recomendaba concretar la re­memoración de sus pecados situándolos en el espacio y circunstancias en que se cometieron: la casa que se ha­bitaba, los oficios desempeñados, las personas con las que se tuvo trato, etcétera. Avanzado en el ejercicio de la oración visible, es decir, en el proceso mental de acon­dicionamiento imaginativo y afectivo, el practicante ya no se limitará a la elaboración interior de imágenes vi­suales o eidéticas. sino que —por instrucción expresa de su director, quien gradúa los pasos previstos por los Ejercicios— pondrá a contribución de las figuraciones dependientes de la vista todos los demás sentidos cor-

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porales y el tipo de imágenes propias del oído, olfato, tacto y gusto, de manera que ya no sólo verá en su fan­tasía los grandes fuegos del infierno y las ánimas de los condenados "como cuerpos ígneos", sino que oirá sus llantos, alaridos y blasfemias: olerá los azufres y "gus­tará cosas amargas"" que le harán derramar "lágrimas de tristeza"". Al final de este proceso de autosugestión his­térica, el ejercitante deberá sostener un llamado "colo­quio de misericordia", poniendo ahora en su mente la imagen de Cristo crucificado y, dirigiéndose a Él como si se tratase de un amigo, solicitarle consejo y gracia para su espíritu purgado de todas sus ""afecciones des­ordenadas".

Lo mismo que en la práctica de los oradores antiguos (que erigían mentalmente un edificio —templo o tea­tro— en cuyos espacios libres ubicaban las imágenes y las notas que les servirían para recordar los contenidos y el orden de su discurso a la hora de tener que pronun­ciarlo en público), en los Ejercicios ignacianos las imágenes sirven para la rememoración activa de un pre­visible discurso sobre el pecado por cuyo medio el ejer­citante podrá entregarse a un proceso de autosugestión dirigida, al punto de que la realidad evocada o ""con­templada" se confunda y asimile con las persuasivas imágenes representadas en ese sensitivo teatro de la memoria. Y con el fin de que los practicantes advirtie­ran la principal importancia que se atribuía a esa "com-

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posición de lugar"" y al impactante efecto de las imágenes evocadas en las que se "contienen la materia y sustancia misma de la meditación futura", uno de los numerosos Directorios para dar útilmente los ejerci­cios espirituales de la Compañía recomendaba a los menos aptos para hacer los "esfuerzos de cabeza"" nece­sarios a la construcción fantástica de un conjunto apro­piado de imágenes significativas, que "traigan a la mente alguna historia que hayan visto alguna vez pintada en altares o en otros lugares"'. Este ordinario recurso a las imágenes de asunto sagrado fue igualmente recomen­dado a las monjas novohispanas por el padre Antonio Núñez de Miranda con el fin de que, aun las menos ima­ginativas, alcanzaran con poca dificultad la representa­ción mental del "misterio" que les tocara meditar; en sus Ejercicios espirituales de San Ignacio, acomoda­dos al estado y profesión religiosa (México, 1695). el antiguo confesor de Sor Juana aseguraba que "ayudará no poco tener delante de los ojos alguna imagen que excite sus especies y a quien se dirija la oración", pero como no es posible, ni siquiera mentalmente, disponer de todas las imágenes necesarias, "suplirán esta falta unas estampas de las que. encuadernadas con los ofre­cimientos, sirvan al mismo efecto, y se podrán manejar v mudar sin embarazo"'.

La meditación contrita que sigue al sensitivo espectáculo interior supone el pasaje de la fantasía al

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razonamiento y a éste le corresponde la función de glosar, ahora en los términos de un discurso verbal con­ceptuoso, los contenidos ejemplares de las imágenes pre­cedentemente consideradas; dicho de otra manera, al ejercicio de la fantasía, fundada en la memoria, sucede el ejercicio del entendimiento, basado en la palabra y el discurso. A ese modelo ignaciano de contemplación hipnótica seguido de una reflexión contrita debe mucho la índole de la fantasía poética de Alvarez de Velasco quien, en algunas de sus composiciones, pareciera de­sarrollar programáticamente las series de imágenes ca­racterísticas de la "meditación visible" y, de seguidas, los previsibles argumentos de los "coloquios" de arre­pentimiento y súplica.

No es fortuito el hecho de que Alvarez de Velasco alu­da en distintas ocasiones a ese mental "teatro del repo­so ' en el que se representan las visiones sobrecogedoras del "insepulto esqueleto/ en la imagen del muerto se­pultado", como dice en la silva del "Moribundo que naufraga..." o que en el mismo poema se refiera a los "verdugos fieros de aquella horca interna', haciendo patente al lector que se trata de imágenes contempla­das, no en la realidad exterior, sino interiormente, de conformidad con el sistema ignaciano de la "medita­ción visible". También en la Panegírica apología a la anual celebración cpie hace esta Ciudad de Santa Fe a la Milicia Angélica se refiere nuestro autor a una come-

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dia trágica sobre la historia bíblica de Semíramis (quizá La hija del aire de Calderón de la Barca) que "una vez se representó en las tablas del mundo" y que "no hay día que no se represente en los coliseos interiores del abreviado [inundo] del hombre"; así. pues, la traición de Semíramis al rey de Babilonia en cuanto símbolo del "alma [el rey] cuando desapropiándose de todos sus te­soros preciosos... los renuncia y pone en las villanas manos de la grosera carne [Semíramis] que nació para ser esclava suya", era entendida como una aleccionadora alegoría que no sólo se representaba en los teatros pú­blicos, sino en los ""coliseos'" de la fantasía del hombre, que es —como se decía entonces— un mundo pequeño o abreviado. Pero no sólo en el método de la "medita­ción visible"' y su inherente "composición de lugar" parece imitar Alvarez de Velasco los visionarios proce­dimientos de auto-examen propugnados en los Ejerci­cios espirituales, también en lo que loca a la selección de las ""historias pintadas" se manifiesta en su segui­miento.

Como se recordará, el prontuario espiritual de boyóla determina un orden estricto a seguir en el proceso de la meditación moral; los ejercicios se desarrollan graduadamente en días y semanas pero, abreviando, di­remos que en cada sesión el ejercitante debe empezar seleccionando los estímulos visuales apropiados (""his­torias" imaginadas o relatos ¡cónicos) y que éstos de-

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ben relacionarse con una secuencia temática que —según los avances del ejercitante— puede ir desde la condenación angélica y la visita del infierno hasta la contemplación de Jesucristo en su gloria, pero es en las primeras sesiones dedicadas a la meditación del pecado del género humano, tanto como del propio pecado, donde la participación de los sentidos corporales es fundamen­tal para que las imágenes evocadas tengan mayor fuer­za persuasiva. La serie de los Novísimos (es decir, las postrimerías o últimos sucesos de la vida del hombre: Muerte. Juicio. Infierno y Gloria) dan —a mi entender— una cabal muestra de cómo nuestro poeta supo valerse del sistema ignaciano de la "contemplación visible" en esas y otras de sus composiciones literarias. No pudien-do alargarme en este tema, vayamos sólo al ejemplo de los Novísimos de la Muerte, en cuya serie de romances y sonetos colocó el autor, alternativamente, los pasajes relativos a la "meditación visible"" de los pecados y la dogmática argumentación correspondiente al llamado ""coloquio de misericordia".

Romance

Ya veo (¡ay Dios!) que en varias formas mis enemigos puntuales. la paga de sus sen icios se anticipan a cobrarme. Ya me dicen que ya es tiempo de que logren mis maldades

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el fruto de sus locuras en aquella eterna cárcel. Que baje, que baje aprisa ya con ellos a acostarme por toda una eternidad en aquel de fuego catre. Y que aun si me queda alguna esperanza de salvarme, ofendo a vuestra justicia y es ésta otra culpa aparte.

Soneto

¿A dónde iré, Señor, que desde luego no encuentre con mis culpas y tu enojo? ¿A dónde? A ese costado a que me acojo por esconderme entre su mismo fuego.

Ese lugar en que te herí tan ciego, de tu ira huyendo, por mi asilo escojo; conocimiento es tuyo más que arrojo el irme a él a buscarme mi sosiego.

Desde hoy. pues, en su templo retraído, no saliendo, Señor, de tu costado, protesto estarme en él siempre escondido.

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Porque al buscarme mi enemigo airado, por no entrar al sagrado de ese nido, sin peligro me deje en su sagrado.

Diciéndolo ahora con palabras de Loyola, durante el acto de la contemplación, el ejercitante ("haciéndose peca­dor grande") ha de verse a sí mismo "atado como en cadenas a parecer delante del mismo juez eterno, trayendo en ejemplo cómo los encarcelados y encade­nados ya dignos de muerte parecen delante de su juez temporal, y con estos pensamientos vestirme" o con otros adecuados a la materia expresa de la meditación visi­ble. Y éste es el asunto del romance. En el coloquio, discurrirá el entendimiento —esto es, por medio de ra­zones y argumentos y ya no sólo a partir de las imáge­nes sensibles— acerca de cómo "Cristo nuestro Señor... de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así morir por mis pecados". Y ésta es la materia del soneto, pero con la diferencia, respecto de las mostrencas imágenes del romance, que las utili­zadas en el soneto resultan más patéticas toda vez que Alvarez de Velasco retomó y vigorizó otra de las metá­foras recomendadas por Loyola. a saber: que el ejerci­tante ha de mirarse a sí mismo en toda su corrupción y fealdad, "como una llaga y postema de donde han sali­do tantos pecados y tantas maldades y ponzoña turpísima", dándole a sus vicios morales la imagen de la repugnante desintegración corporal. Luego, la herida lancinante de Cristo —su llaga en el costado— se

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metamorfosea en matriz sangrante a la que retorna el arrepentido y en ella se anida y se resguarda de las ace­chanzas del maligno.

El padre Juan Pablo de Aperregui, jesuíta autor de la ""Aprobación"' de los Novísimos de la Muerte, así como de un soneto y unas octavas en alabanza del autor, no nos deja ninguna duda acerca del modelo de oración ignaciana seguido por el poeta; en efecto, en dicha "Aprobación"" alude expresamente a la amargura de su ""contemplación" de los estragos del pecado y pondera la "métrica suavidad" con que Alvarez de Velasco supo "endulzar"" los "horrores" tan vivamente descritos y persuadir de sus verdades doctrinales al "más insípido apetito" o. si se prefiere decirlo de otra manera, a las imaginaciones más rudas e insensibles. En el soneto ala­ba la "pluma" que fue tan capaz de "imitar [es decir, de representar] congojas del supremo parasismo" y en las octavas manifiesta aún con mayor énfasis su admira­ción por la "culta, sagrada poesía" de don Francisco que ha logrado ""hacer al desengaño entretenido" por mérito de su "garbosa fantasía""; ""garboso" es aquí término pro­pio de la pintura que se empleaba entonces para ponde­rar la fuerza y perfección con que se imitaba la realidad del natural, esto es. la adecuación y brío de las imáge­nes ¡cónicas. Pero es el mismo poeta quien ha dejado expreso testimonio, no sólo de los reiterados quebran­tos de su salud, sino también de su práctica asidua de

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los ejercicios ignacianos; en el soneto que lleva por epí­grafe ""Enfermo que conociendo los bienes de sus traba­jos, pide a Dios le dé salud para servirle", agradece a los ""suplicios"' que le provoca la enfermedad que dejen su "deseo... maniatado", atadura o sojuzgamiento de los sentidos corporales que habitualmente tenía que alcanzarse por medio del recurso a la dolorosa práctica de los "ejercicios" ignacianos:

Ya que en aquesta cama sepultado, en quien mi entierro ensaya sus oficios, servir no puedo a mis continuos vicios, aun más que de contrito de estropeado.

Y que por esto debo hoy obligado más que quejoso estar a sus suplicios, pues por ellos quizá, sin ejercicios. se queda mi deseo maniatado.

Los grabados de Clemente Puche, así como las nume­rosas xilografías sobre temas piadosos, viñetas y orlas diversas que adornan la obra con la evidente intención de darle a la Rhythmica sacra la apariencia de un libro ricamente ilustrado, permitirían también confirmar el carácter de "oración visible" que los impresores atribuyeron a los citados poemas de Alvarez de Velasco y son. en su pobre pero significativa traza, resultado de una tradición iconográfica puesta al servicio de aquellos que no pudiendo hacer grandes "esfuerzos

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de cabeza" necesitaban tener ante sus ojos un conjunto de imágenes previamente configurado que les facilitase la práctica de la meditación visible o imaginaria. El gra­bado que acompaña al texto del "Novísimo de la Muer­te en que habla con Dios un agonizante" no puede ser más revelador de una costumbre generalizada consis­tente en la fácil adaptación de materiales gráficos preexistentes a las necesidades específicas de los ejercitantes poco imaginativos y, consecuentemente, de la libertad con que un impresor podía disponer de ese tipo de grabados de tema edificante para ilustrar otras obras de igual índole, aunque no hubiese entre el nuevo texto y los viejos grabados más que una mera coinci­dencia genérica y dogmática, con lo que no hacían sino seguir las propias recomendaciones de San Ignacio para resolver los problemas de falta de imaginación de algu­nos practicantes.

En la parte inferior del aludido grabado de Puche se cita un pasaje de los Salmos y otro de las Epístolas morales de Séneca y se añaden dos pobrísimas redondillas que no pertenecen al poema de Alvarez de Velasco ni pare­cen ser obra suya, sino de la anónima inspiración de un fraile piadoso, hecho que nos permitiría pensar que tan­to ese grabado como el de la Fama y obras postumas de Sor Juana que luego se reprodujo en la Carta laudatoria. eran propiedad del impresor, quien dispondría libremen­te de ellos para adornar cualquiera de sus trabajos. Por

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lo demás, la escena representada en el grabado de Puche sólo tiene una correspondencia genérica con la del ago­nizante que —en Alvarez de Velasco— se enfrenta a la ""hora triste, formidable" en que la Muerte descargue "el duro golpe" de su alfanje desnudo y, al contemplar sus "facciones deshechas", deformada e irreconocible su ""antigua imagen", vive, antes de morir, todo el horror del sepulcro: "porque ya el tacto perdido,/ ni dis­tinguirse a sí sabe,/ ni aun para buscar su alivio/ mover­se ya el cuerpo inhábil".

Frente a la contemplación activa de estas imágenes del "vivo cadáver" que registra con horror el proceso físico y moral de su propia corrupción, la genérica escena de­lineada por Puche representa la agonía de un fraile prin­cipal, probablemente franciscano, a juzgar por el hábito de las dos figuras que rezan arrodilladas en el primer plano a la izquierda. Detrás del moribundo, tendido en una cama de alto dosel y con un rosario que ya se le escapa de entre los dedos, otro fraile encasullado lee en un misal quizá el pasaje de los Salmos citado en el texto suscrito; otro fraile vela en la cabecera y, detrás de ellos, se distingue en la penumbra el rostro compungido de un ángel guardián que seguramente es el único capaz de advertir que. a la derecha, del lado opuesto de la cama, un negro diablo acuclillado, oculto a los personajes de la escena, pero perfectamente visible para el especta­dor, pareciera susurrar al oído del agonizante ciertos

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terribles secretos sólo conocidos de ambos. En el lejano fondo de la izquierda, en el vano de una puerta y descorriendo con la mano huesuda una cortina, todo lo observa la Muerte esquelética que, para mayor propie­dad iconográfica, aguarda empuñando una guadaña. La misma falta de correspondencia específica se advierte en las demás ilustraciones de la Rhythmica sacra, y este hecho permite suponer que tan sólo el retrato del poeta como donante de una Piedad fue ejecutado especialmen­te por Puche en la etapa de la definitiva formación de la obra; las restantes láminas del mismo grabador que apa­recen intercaladas entre los opúsculos o secciones que integran la Rhythmica sacra, irían por cuenta de la casa. es decir —si mi inferencia es acertada— de la imprenta madrileña de Manuel Ruiz y Murga, de cuyas prensas había salido en 1700 la primera edición de la Fama y obras postumas de Sor Juana, y el cual dispondría de los grabados ejecutados por Clemente Puche, sobre di­bujos propios o ajenos, para ilustrar otros trabajos de su imprenta. Es de notarse que en la Rhythmica sacra apa­rece hasta en dos ocasiones el escudo emblemático del librero madrileño Gabriel de León (un león sedente ro­deado de abejas, con el lema De forti dulce do), que fue. sin duda, uno con quien tuvo tratos nuestro poeta y para el cual solían trabajar en esos años Antonio González de Revés y Joseph Rodríguez y Escobar en cuyos talleres se tiraron, a partir de 1714. varias edicio­nes de los Poemas y de la Fama postuma de Sor Juana Inés de la Cruz. Alguno de estos impresores pudo for-

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mar la extraña portada para el libro misceláneo de Alvarez de Velasco, que —como se dijo— tiene la ano­malía de no ostentar licencia ni tasa ni fecha ni lugar de impresión y lleva, al pie. la curiosa advertencia de que "aunque van algunas poesías a otros asuntos sin coordi­nación de números y sin su legítima colocación, es por haberse impreso las obras de que ésta se compone por distintos impresores, en diferentes lugares y tiempos".

¿Cuál pudo ser la causa de todas esas rarezas editoria­les? De los siete opúsculos o folletos que le dieron cuerpo a la Rhythmica sacra, son muy pocos aquellos de los que se conserva algún ejemplar {cfr. Porras Collantes, loe. cit., CV1I-CVIII); de éstos sólo uno iba provisto de portada formal con expresión del nombre del autor, así como del año y lugar de impresión (las Elegías decámetros a los dolores de la Virgen. Burgos. 1703): otros tres opúsculos llevan el nombre del autor pero carecen de datos editoriales (El Apolo africano, la Car­ta laudatoria y el Poema panegírico al licenciado don Gabriel Alvarez de Velasco). los tres restantes (Sonora música a la purísima concepción de la Virgen, Docu­mentos morales a un amigo y Panegírica apología a la anual celebración [...] de la Milicia Angélica) expre­san su título pero carecen de nombre de autor. Por otra parte, como ya se dijo, los Novísimos van precedidos de una "Aprobación", lo cual indica que, en algún momen­to. Alvarez de Velasco pensó en darlos a la estampa por

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separado. Tengo para mí que tan sólo de las Elegías decámetros y de la Carta laudatoria llegaron a hacerse verdaderas ediciones sueltas; los restantes "'folletos" parecen ser más bien pliegos del libro parcialmente en­cuadernados o simplemente cosidos que el autor —en tanto podía concluirse la trabajosa y accidentada edi­ción de la Rhythmica sacra, moral y laudatoria— ob­sequiaría a algunos amigos y personas principales, pero que no habrían dado lugar a publicaciones realmente autónomas. Algunos de estos folletos quizá hayan sido puestos a la venta, y a esta circunstancia parece referir­se la coletilla de la portada del libro cuando advierte a los lectores que no sólo se incluyeron en él "algunas poesías a otros asuntos" (diferentes de aquellas que se mencionan en la carátula) y de ahí que ponga sobre avi­so a los lectores de la falta de coordinación numérica y del orden "ilegítimo" de su colocación, todo ello segu­ramente como resultado de la ansiedad de don Francis­co por ver impresa y circulante su obra poética y de los apremios económicos en que se encontró por esta causa.

Sabemos que Alvarez de Velasco llegó a España con el urgente deseo de publicar sus obras y de ello daba bue­na cuenta en su "Testamento definitivo" firmado en Madrid el 12 de febrero de 1704; le rogaba allí a su sobrino Nicolás —a quien había designado su albacea en Santa Fe— que vendiera las alhajas que aún le que-

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darán para "ayuda de la impresión de mis obras sacras, así de las que están ya impresas como de otras sacras que están manuscritas"; en suma, que le faltaban dine­ros para pagar tanto los folletos o pliegos que ya tenía en sus manos —aunque no todavía en forma de libro—, así como para dar a la estampa otras obras para cuya impresión tenía ya contrato concertado con su "ami­go Joseph"', personaje del que nada se dice pero que, estando obviamente vinculado con el negocio librero de la época, podría ser el ya mencionado impresor ma­drileño Joseph Rodríguez y Escobar. Justificaba don Francisco esa angustiosa petición confiado en que "lle­vando dichos libros a Indias, creo que no sólo se sacará el dinero, pero que dejarán muy buena ganancia por ser de paisano y por la nobleza de los asuntos y trabajos de dicha obra"'. Era, pues, en América, entre sus paisanos, donde nuestro poeta esperaba el éxito y el reconocimien­to de un trabajo que había hecho oculta, solitariamente, en la remota provincia de Neiva o en sus recoletas estadías bogotanas —da lo mismo—, pero siempre ro­bándole ratos a las engorrosas diligencias oficiales.

Como se recordará, su amigo el fraile mercedario de Burgos, que tantas entusiastas aprobaciones había dado a sus manuscritos, decía al frente de la Carta laudatoria que con las obras de Sor Juana Inés de la Cruz y las de don Francisco se embarcaba ahora de América a Espa­ña, no el oro del que ésta se mostró siempre tan codicio-

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sa. sino la "discreción en vena más abundante"" que los preciados metales de aquella región. Pero don Francis­co quería más que eso. deseaba que sus poesías —al igual que las de su amada Sor Juana— recibieran en España el premio de la admiración para que sus paisa­nos de Indias pudieran luego aclamarlas sin el peligro de ser murmuradas —voz con que entonces se aludía a las críticas maliciosas y desacomedidas— por aquellos "songoreadores de las Musas" partidarios "de no escri­bir cláusula sin muchos términos latinizados extranje­ros", es decir, los "enigmáticos" poetas culteranos que tanto disgusto causaban a don Francisco. El ser, pues, la Rhythmica sacra libro idealmente destinado a ven­derse en América, justifica las anomalías de su portada; la falta de dineros y de experiencia en cuestiones edito­riales —y ello dejando aparte la presumible mala fe de algún librero inescrupuloso— explican los avatares de su difícil y afanosa empresa.

El hecho de que se encuentren tan pocos ejemplares de la Rhythmica sacra en las bibliotecas de España y Amé­rica (siete son los que pudo localizar Porras Collantes. cfr. op. cit.. p. CVI1) es indicio del corto número de volúmenes que de ella pudieron ponerse en circulación, pues bien sabemos que don Francisco nunca contó con los recursos suficientes para terminar de pagar la im­presión de sus obras sagradas y laudatorias y que. en consecuencia, sólo haya podido rescatar unos cuantos

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ejemplares completos y encuadernados. El 12 de febre­ro de ese año. Alvarez de Velasco dio en Madrid su testamento definitivo; allí murió seis meses más tarde, el 24 de septiembre de 1704, en la grave estrechez eco­nómica a la que finalmente lo había reducido su pasión última. Mandaba que sus huesos y sus libros se envia­sen a América, pero sólo logró ser leído y recordado a destiempo.

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