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Ilustración de la cubierta: Railway Track, fotografía de Sadik Demiroz. © Getty Images, 2003

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Ilustración de la cubierta: Railway Track, fotografía de Sadik Demiroz. © Getty Images, 2003

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Georges Simenon E l t r e n d e V e n e c i a

COLECCIÓN ANDANZAS 1ª Edición: noviembre del de 2003

Nº 524

1

GEORGES SIMENON

Le train de Venise

EL TREN DE VENECIA

Traducción de Mercedes Abad Título original: Le train de Venise 1.a edición: noviembre 2003 © Georges Simenon Limited, 2003 © de la traducción: Mercedes Abad, 2003

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantú, 8 - 08023 Barcelona www.tusquets-editores.es

ISBN: 84-8310-254-4

Depósito legal: B. 44.620-2003

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa Liberdúplex, S. L. – Constitución, 19 – 08014 Barcelona Encuadernación: Reinbook, S. L. Impreso en España

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El tren de Venecia Simenon, Georges Editorial Tusquets Colección Andanzas nº 524 España (01/11/2003) ISBN: 84-8310-254-4 192 pág.

Un encuentro casual en el compartimento de un tren basta para que el protagonista de El tren de Venecia pierda el control de su vida. Y es que en esta novela, una de las más brillantes de Simenon, el autor reflexiona acerca de uno de sus temas predilectos: la vulnerabilidad de los seres humanos ante un imprevisto que pone súbitamente de manifiesto la precariedad de nuestro equilibrio y los vicios ocultos que corroen los pilares sobre los que se asienta nuestra existencia.

Acabadas sus vacaciones veraniegas, Justin Calmar se despide de su mujer y sus hijos,

que han decidido prolongar unos días su estancia en Venecia. Nada más subirse al tren, Calmar, un hombre sencillo, traba relación con un misterioso individuo que no tardará en encomendarle un encargo aparentemente muy simple: tras entregarle la llave de una taquilla de cierta estación de tren, le ruega que lleve lo que encuentre en la taquilla a una dirección. ¿Cómo iba a imaginar Calmar que el desconocido, de quien ignora incluso el nombre y la nacionalidad, desaparecería poco después sin dejar más rastro que la llave que le ha confiado? Ésa será la primera de las vertiginosas sorpresas que aguardan a Calmar, cuya vida dará tal vuelco que, pocos días después, cuando su familia regrese a París, ya nada será igual que antes. Es como si, por un efecto perverso, su inesperado encuentro en el tren hubiera dejado al descubierto los costurones de una vida que cada vez le resultará más insatisfactoria.

Índice

Primera parte

Segunda parte

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Georges Simenon E l t r e n d e V e n e c i a

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Primera parte

1 ¿Por qué se le había quedado grabada la imagen de su hija? Eso hizo que se sintiera un poco

incómodo, o más bien sucedió después, sobre todo, cuando reparó en ello, una vez que el tren se puso en marcha. En realidad, no fue más que una impresión fugaz que, tan pronto como nació, al ritmo del traqueteo del vagón, quedó absorbida por el paisaje.

¿Por qué Josée, y no su mujer o su hijo pequeño, si los tres estaban juntos bajo el sol y con aquel calor húmedo?

¿Tal vez porque la silueta de su hija desentonaba allí, en una estación, de pie frente a un tren a punto de partir? Tenía doce años y era alta y delgada, de piernas y brazos todavía escuálidos. Los baños en el mar y el sol de la playa habían dado a sus cabellos rubios reflejos plateados.

—¿No irás a acompañar a tu padre a la estación en bañador, verdad? — le preguntó Dominique cuando se disponían a abandonar la pensión.

—¿Por qué no? Mucha gente sube al motoscafo en bañador. Y el motoscafo se para delante de la estación. Además, iremos a bañarnos, ¿verdad?

A Dominique, que llevaba un pantalón corto, se le transparentaba el sostén por debajo de la camiseta a rayas que se había comprado en una callejuela bulliciosa, cuyo nombre había olvidado, y que estaba cerca de un canal.

¿Le turbaba acaso haber descubierto que a su hija empezaban a crecerle los pechos? Todo aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor centelleante y

cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre el agua y el cielo. Todavía notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había llevado

desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.

Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las góndolas y, como era domingo, tañían las campanas en todas las iglesias, en todos los campaniles.

—¿Puedo comprar un helado, papá? —¿A las ocho de la mañana? —¿Y yo? — preguntó el niño, que sólo tenía seis años. Aunque se llamaba Louis, desde muy pequeño le llamaban Bib, pues así era como él reclamaba

el biberón.

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También Bib iba en traje de baño, con una camisa a cuadros por encima. Ambos niños llevaban sombreros de paja de gondolero, de copa y borde planos, con un lazo, rojo el de Josée y azul el de su hermano.

En el fondo, puede que a Calmar no le gustase estar lejos de su país. Y hacía ya quince días que se sentía desterrado, sin raíces, sin nada sólido donde apoyarse. No fue él, sino su mujer, quien quiso pasar las vacaciones en Venecia. Y, por supuesto, los niños le hicieron coro enseguida.

También odiaba las partidas y las despedidas. Seguía allí, plantado delante de la ventanilla bajada de un compartimiento que ni siquiera estaba limpio, pues era el único vagón que venía de más lejos, de Trieste y aun de más allá, un vagón que tenía un color distinto de los otros, un aspecto extraño y un olor diferente.

Sentado tan cerca de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?

En realidad, Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de éste, otras personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún pariente o amigo.

No había ocurrido nada extraordinario. El tren debía partir a las siete y cincuenta y cuatro, pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba abajo para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.

El jefe de estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque lo fuera, igualmente limpiaban los frenos de todos los trenes con la misma agua a presión y las mismas sacudidas que antaño.

Por fin se oyó el silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato, como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.

—Sobre todo, cuídate mucho y ve a comer a Chez Étienne — le recomendó Dominique. Se refería a un restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de

su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era saludable. Con el banderín rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib, que

había empezado a imitar a su hermana. El tren tenía que partir. El reloj marcaba las 7.55. Sin embargo, el jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y bajó el

brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos. El tren no arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero no

vio más que otras cabezas asomadas como la suya. —¿Qué sucede? —No lo sé — contestó Dominique—, no veo nada raro. Era delgada, aunque no tanto como su hija, e incluso con pantalón corto tenía aún buen tipo.

Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.

El jefe de estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una película súbitamente congelada en una imagen fija, en una simple fotografía en color.

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Algunas manos no sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.

—¿Alguien que llega tarde? — preguntó una voz junto a Calmar. —No lo sé. No veo correr a nadie. El hombre, bajo y fornido, se levantó y dejó el periódico sobre su asiento. —¿Me permite? — Su rostro y sus hombros aparecieron durante unos instantes en el marco de la

ventana— . Con estos italianos, nunca se sabe... Le dio tiempo a ver a Dominique y a los niños. Con una sonrisa forzada en los labios, Calmar

volvió a su asiento. Advertía con toda claridad que Josée y Bib estaban impacientes por desentumecer los músculos, precipitarse fuera de la asfixiante estación para saltar al vaporetto que los conduciría a la playa. Dominique, en cambio, tenía una expresión preocupada y melancólica.

—Sobre todo, cuídate mucho, Justin. —Te lo prometo. —Creo que ahora sí se va el tren. Aún transcurrieron dos interminables minutos, durante los cuales todo el mundo estaba pendiente

del displicente jefe de estación. Por fin, un subjefe de estación que salió del despacho de puerta acristalada hizo una señal y el

jefe tocó el silbato, aguardó unos instantes todavía y agitó el banderín. El convoy se puso en movimiento y parecía que el andén, con sus siluetas alineadas, se deslizara. Justin se asomó aún más mientras la figura de su hija iba haciéndose más y más pequeña y su bañador rojo se confundía poco a poco con todos los colores de la estación.

La luz del sol penetró con violencia en el compartimiento y los envolvió bruscamente junto con una bocanada de aire abrasador. Con un suspiro, Calmar bajó el estor de tela azul; éste se hinchó como una vela y se deslizó hacia arriba dos o tres veces antes de quedarse en la posición correcta.

Acababan de partir. Sentado en su asiento, ahora tenía ocasión, incluso aunque no le apeteciera, de examinar a su

compañero de compartimiento, que había aplastado el periódico antes de deslizarlo bajo su asiento. Durante largo rato, los dos hombres jugaron a fingir que no se miraban, con la salvedad de que el

desconocido se demoraba un poco más en apartar los ojos. Era un hombre maduro, de entre cincuenta y cinco y sesenta años. De espaldas muy anchas, tenía

un torso poderoso y las facciones duras. A Calmar le había dado tiempo de advertir que el periódico que el otro había leído estaba

impreso en caracteres cirílicos. ¿Sería ruso? ¿Esloveno, tal vez? El estor azulado se desprendió de un tirón, con lo que el sol volvió a inundar el compartimiento.

Esta vez fue el hombre quien se levantó y lo colocó bien con aires de experto. —¿Francés? — preguntó mientras volvía a sentarse. —Sí. —¿París? —Sí. —Ya he notado el acento parisiense de su mujer. Calmar no tenía el menor inconveniente en trabar conversación, pero los inicios siempre resultan

embarazosos. El tren se había detenido ya en Venezia Mestre, la otra estación de Venecia, y los lugareños recorrían los pasillos en busca de los compartimientos de segunda clase.

—¿Regresa antes que su familia por cuestión de negocios? —Teníamos que marcharnos todos hoy. Pero, lamentablemente, sólo quedaba un asiento

disponible en el rápido de las diez y treinta y dos. Y para no obligar a mi familia a hacer trasbordo en Lausana y a pasar una noche en el tren, he preferido irme solo y dejarlos unos días más, como querían los niños.

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Le pareció que su compañero miraba con insistencia su traje de verano, de una tela ligera, mezclada con seda y de aspecto granuloso. Era la primera vez en su vida que llevaba un traje tan claro, de color marfil, pero su mujer había insistido en que lo comprase, en la misma callejuela donde ella se había comprado las blusas.

«Eres casi el único que lleva traje oscuro, Justin.» Habría preferido ponerse otro traje para viajar. En Venecia, o en la casa de huéspedes donde se

alojaban, todavía tenía pase. Pero aquí le daba la sensación de ir disfrazado. No casaba con su físico, con su cuerpo grueso.

—¿Qué tal las vacaciones? ¿Han tenido buen tiempo? —Aparte de dos o tres tormentas, sí. —¿Les gusta la cocina italiana? —A los niños les encantan todos los platos, excepto el marisco. El pequeño no quiere ni

probarlo. —Pues si estaban en una pensión, les habrán servido marisco todos los días. Se le escapó un gesto de contrariedad. ¿Cómo había adivinado aquel desconocido, que lo había

visto por primera vez sólo unos minutos antes, que se habían alojado en una pensión y no en alguno de los hoteles de lujo del Lido?

Se sentía vagamente humillado y cada vez se arrepentía más de haberse puesto el traje de mezclilla, cuyo corte italiano no le sentaba nada bien.

Ese hombre plácido, que iba sentado frente a él, empezaba a agobiarlo y también a intrigarlo. Debía de haber estudiado con disimulo sus maletas, compradas para la ocasión y que distaban de ser de primera calidad. Calmar había oído decir que los porteros de los hoteles de lujo juzgan a sus clientes por su equipaje, de la misma manera que ciertos hombres juzgan a las mujeres no por sus vestidos o sus abrigos de piel, sino por sus zapatos.

—¿Se dedica usted a los negocios? —Más bien a la industria, la pequeña industria, pero no por mi cuenta. No podía evitarlo. Aun cuando el otro no tenía derecho alguno a interrogarlo, él le contestaba

con una sinceridad casi escrupulosa. —¿Me permite? Calmar se quitó la chaqueta; estaba empapado en sudor a pesar del aire, que seguía sacudiendo el

estor y que amenazaba sin cesar con desprenderlo una vez más. Se avergonzaba de los amplios cercos de los sobacos como si se tratara de una tara. También en

el despacho hacían que se sintiera incómodo, sobre todo delante de las secretarias. —Su hija será una mujer muy guapa... ¡Pero si apenas la había visto! —Se parece mucho a su madre, aunque es más impetuosa... Era cierto. A Dominique le faltaba ímpetu, espontaneidad, nervio, como suele decirse. A los

treinta y dos años se mantenía esbelta, tenía rasgos agradables, unos ojos de un azul muy pálido y era de movimientos gráciles, pero había en ella algo desvaído, como si temiera llamar la atención y ocupar más sitio del que le correspondía.

—Su mujer tiene una hermosa voz de contralto. Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro de Justin. ¿Cómo se las había ingeniado ese hombre

para darse cuenta de todo eso? Era cierto que la voz de Dominique, grave y aterciopelada, contrastaba con su aparente fragilidad y producía un efecto enternecedor.

Acababan de llegar a una nueva estación, Padua, con el consiguiente hormigueo en el andén, donde lo que parecían centenares de personas se lanzaban al asalto del tren: familias, muchos niños, bebés en brazos de sus madres e incluso una campesina gorda que llevaba pollos en una jaula.

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Por todas las puertas entraba gente, que recorría el pasillo a empujones empeñada en alcanzar la parte delantera del tren para conseguir asiento.

—Ya verá como dentro de un rato no se podrá circular por los pasillos. —¿Ha viajado usted ya en este tren? —En éste precisamente no, pero sí en otros parecidos. A veces me pregunto de dónde vienen y

adónde van los italianos con tanto frenesí. Hay días que parece que toda Italia se pone en movimiento en busca de un lugar donde establecerse por fin.

Calmar no podía precisar de dónde procedía el acento del hombre. —¿Ingeniero? Una vez más, la pregunta lo sobresaltó. Aunque en esta ocasión tuvo por lo menos la satisfacción

de que su compañero se equivocara. — No, no soy un técnico. Trabajo en la sección comercial y mi título, puesto que en esta clase de

negocios cada cual tiene el suyo, es director comercial para el extranjero. —Do you speak English? —He sido profesor de inglés en el Liceo Carnot — contestó Calmar, también en inglés. —¿Habla alemán? —Sí. —¿Italiano? —No, sólo lo imprescindible para entender los menús de los restaurantes. A causa de una curva en la vía, la tela azul restalló con fuerza y se desprendió de repente. El

revisor, que acababa de entrar en el compartimiento, tardó varios minutos en sujetarla, y después les pidió el billete.

El de Calmar era un simple rectángulo de cartón, mientras que el del desconocido constaba de varias hojas amarillas grapadas. El revisor arrancó una de las hojas y se la metió en el portapliegos.

Si en el tren le hubieran preguntado cuáles eran sus impresiones, habría sido incapaz de

expresarlas; seguramente se habría limitado a replicar de malhumor que estaba impaciente por llegar.

Lo mismo, más o menos, habría ocurrido si le hubieran preguntado por las vacaciones. Estaba harto de sol, del hormigueo de los bañistas en la arena, del ruido de los vaporetti y de los motoscafi, de la plaza de San Marcos y de sus palomas, y también de las tiendas, donde todo parecía tan barato y en las que compraban objetos inútiles sólo porque se hallaban lejos de su país. Estaba harto, cansado del ruido constante, tanto por la noche como durante el día, cansado de las canciones y las orquestas, de los gritos llamando a los niños y del ruido de pasos en la escalera.

Traducir a Josée y a su hermano la lista de los platos en cada comida y discutir con ellos lo que podían tomar se había convertido enseguida en una obsesión. Por no hablar de lo humillado que en el fondo se sentía al haber elegido una pensión que ni siquiera daba al mar.

Y, sin embargo, tenía la certeza de que, dentro de unas semanas, de unos meses o de un año, recordaría los días transcurridos en el Lido como unos de los más luminosos y más agradables de su vida y ansiaría volver a vivir otros semejantes.

Cada año sucedía lo mismo. Siempre era el año anterior el que había sido maravilloso, incluso los otoños y los inviernos, con sus gripes y las enfermedades sin importancia de los niños, que tanto le habían preocupado en su momento.

¿Acaso revelaba aquello una incapacidad para ser feliz de otro modo que no fuera a posteriori? ¿O era ése el destino de la mayoría de los hombres? Lo ignoraba, porque nunca se había atrevido a preguntárselo a nadie y mucho menos a sus compañeros de trabajo, pues se habrían burlado de él.

Ahora mismo, por ejemplo, se sentía incómodo consigo mismo y calculaba las horas que lo

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separaban de Lausana y, después, de París. Para empezar, estaba el calor, que conforme avanzaba la mañana resultaba cada vez más agobiante. En un momento dado fue a abrir la puerta del pasillo, pero como todas las ventanillas estaban abiertas, la corriente de aire era insoportable.

El estor se desprendió de nuevo y, esta vez, la varilla torcida sólo permitió que la colocaran de través, por lo que un gran rayo de sol le abrasaba la cara.

Habría podido cambiar de asiento. En el compartimiento quedaban cuatro plazas libres aunque había cartelitos de reserva sujetos sobre cada uno de los restantes asientos. Seguro que los viajeros subirían en las siguientes paradas.

Lo que es estaciones, las había cada veinte minutos: Lonizo, San Bonifacio, Verona... Y en cada una se producía el mismo tumulto, el tren era tomado por asalto y había el mismo

desfile de gente alocada en el pasillo. Pero muy pronto se acabó ese ir y venir de personas, pues los viajeros de segunda clase obstruían casi herméticamente el espacio que quedaba fuera de los compartimientos. Los heteróclitos bultos ocupaban tanto como las personas: maletas atadas con una correa o con cuerdas, cestas, cajas de cartón y hatillos de formas imprecisas.

Todo aquello se apilaba hasta más arriba de las ventanillas y había algunos niños sentados en el suelo. Era preciso pasar por encima de ellos y avanzar de lado entre sus padres para acceder a los lavabos; algunas estaciones más tarde se hizo imposible acceder a ellos.

Sin embargo, nadie intentaba apoderarse de aquellos cuatro asientos vacíos, mullidos, confortables y tentadores. Algunas mujeres permanecían de pie mientras daban el biberón o amamantaban a sus bebés, zarandeadas por los vaivenes del tren y sin pensar siquiera que podrían sentarse. Sus ojos no traslucían envidia, rencor ni tristeza.

—¿Pasa usted los fines de semana en el campo? —Sí, por la zona de Poissy. ¿La conoce? —Está entre París y Mantes-la-Jolie, ¿verdad? Bien mirado, más que preguntar, aquel hombre afirmaba. Parecía conocer de antemano las

respuestas, como si sólo preguntara para obtener una confirmación. —¿Coche? —Sí, un Cuatro Caballos. En París me hace falta, sobre todo para ir de las oficinas a la fábrica. —Y ha preferido el tren a las carreteras congestionadas. Lo entiendo perfectamente, sobre todo

viajando con niños. No obstante, habían estado a punto de ir a Venecia en coche. Huelga decir que era a Josée a

quien le hacía gracia, a pesar de que siempre en cuanto llevaban recorridos veinte kilómetros ya empezaba a calcular el tiempo que faltaba para llegar.

También a él le tentó la idea. «En ese caso, casi no podremos llevar equipaje. Ni la mitad de lo que cada uno haya previsto»,

fue la sensata intervención de Dominique. —¿Casa de campo? Aquel hombre no necesitaba enjugarse el sudor, pues en su frente no se apreciaba el menor rastro

de éste. De vez en cuando, si el tren se detenía cerca del carrito de los refrescos de alguna estación —que, por lo general, quedaba al otro extremo del tren—, pedía un bíter, y Calmar acabó por imitarlo.

—En el tren también hay un carrito, pero no creo que llegue hasta nosotros antes de Milán. En el fondo, Calmar se avergonzaba de su docilidad. Respondía sin reservas a cuantas preguntas

se le hacían, pero él no se atrevía a formular ni una de las que se le ocurrían. Por ejemplo, había reparado en que su compañero no tenía bultos en el portaequipajes. ¿Estarían

sus maletas en el furgón, o acaso viajaba sin equipaje? El vagón procedía de Belgrado, vía Trieste, y bajo el asiento se hallaba un diario de algún país

eslavo. Calmar se dijo si no debería haberle preguntado con naturalidad: «¿Viene usted de

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Belgrado?». O incluso: «¿Es yugoslavo?». A juzgar por el aspecto del desconocido, eso era improbable. Hablaba el francés con la misma

soltura que el inglés y el alemán, y se dirigía a los empleados del tren en un italiano correcto. Sin embargo, vestía un traje de lo más corriente, de lanilla oscura, casi negra, que no estaba

particularmente bien cortado. La corbata, cuyo nudo no había necesitado aflojar para abrirse el cuello de la camisa, también era anodina.

Entonces, ¿por qué se sentía Calmar como un niño en su presencia? ¿Y por qué, cuando los silencios se hacían demasiado largos, se sentía obligado a hablar mientras que su compañero se amoldaba a las largas pausas sin problemas y sin tener que fingir siquiera que dormitaba?

—A mi suegro se le ocurrió abrir una especie de granja-restaurante a las afueras de Poissy, sobre una colina que domina el Sena. En realidad, es una granja pequeña donde los animales hacen de decorado: dos vacas, un caballo viejo, una cabra, tres ovejas, algunas ocas, varios patos y unas cuantas gallinas. Los clientes comen en un salón que tiene las vigas vistas. Les encanta ese tipo de sitios.

—¿Va todos los domingos? —Casi todos, sí. Mi mujer sigue muy unida a sus padres y a los niños les vuelven locos los

animales. Mi hija se pasa las tardes dando vueltas por el prado a lomos del caballo. Ya casi esperaba que el desconocido le preguntase: «¿Y usted?». Lo que hacía casi siempre era echarse a dormir completamente vestido en la primera habitación

que encontraba. Por fin una estación pequeña, la de Sommacampagna, en la que no paró el tren. Luego vinieron

Castelnuovo di Verona, Peschiera del Garda, Desenzano, Lonato... —Esperaba poder bajarme en Lausana, pero me va a ser imposible; tengo que coger un avión en

Ginebra y el tren me dejará allí con el tiempo justo... ¡Vaya! Por primera vez el desconocido hablaba de sí mismo. Sin embargo, eso no explicaba por

qué viajaba en un tren tan malo, que se paraba hasta en las estaciones más pequeñas, ni por qué no se le veía equipaje alguno. Si venía de Belgrado o de Trieste, allí no debían de faltar aviones que lo llevasen a Ginebra.

—¿Es grande la empresa para la que trabaja usted? El hombre volvía a la carga. —Es lo que hoy en día se llama una empresa en expansión. Empezó como ferretería, en Neuilly.

Luego pasó a ser un taller, con sede en Nanterre, y en la actualidad tenemos una fábrica entre Dreux y Chartres, y otra en construcción en Finistère.

Llegaron a Brescia. Se apearon algunos pasajeros, pero los que subían, y se iban apretujando cada vez más en los pasillos, eran por lo menos el doble.

Cuando llegaron a Milán, Calmar tenía hambre y la camisa empapada de sudor. —A lo mejor me da tiempo de... —titubeó. —No le aconsejo que abandone el vagón. No tardarán en desengancharlo para unirlo a otro tren. Era verdad. Apenas si tuvo tiempo para hacerse con un bocadillo y un botellín de cerveza a

través de la ventanilla antes de que una diminuta locomotora los sacara de la estación y los abandonase a pleno sol en medio de una maraña de vías.

—Dentro de un rato nos llevarán de nuevo a la estación. —¿Ha cogido ya antes este tren? —Bueno, lo conozco. Conozco casi todos los trenes. Nuestros compañeros de viaje subirán en

Milán —le dijo el hombre mientras señalaba los cartelitos de la reserva—. Dos van a Lausana y uno a Ginebra. El cuarto se apea en Sion.

Y eso que ni siquiera se había levantado de su asiento para ir a hacer pipí... Aparte de ellos, el vagón iba casi vacío. Sólo había un par de norteamericanas en el compartimiento contiguo y, tres puertas más allá, un hombre gordo que dormía. Nadie iba de pie. Las norteamericanas, inquietas, se

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creían que se habían olvidado de ellos y lanzaban hacia las vías y hacia la lejana estación miradas llenas de desasosiego.

Hacía más calor que cuando el tren estaba en marcha. —Supongo que en Lausana tomará usted el tren de las ocho y treinta y siete para París, ¿no? Había dado en el clavo. ¡Siempre daba en el clavo! Aquel hombre parecía Dios. —Llegaremos a Lausana a las cinco y cinco. Me preguntaba si podría pedirle un favor. A menos,

desde luego, que ya tenga planes. —En absoluto. No sé qué hacer durante esas dos horas. —¿Conoce usted la ciudad? —No. —¿Y no tenía intención de visitarla? —Con este calor, ¡claro que no! —En el andén uno, cerca de la consigna, hay varias hileras de taquillas —dijo el desconocido, y

se sacó una llave del bolsillo—. Ésta es la llave de la ciento cincuenta y cinco. En la taquilla hay un maletín que no pesa mucho ni abulta demasiado. Pero no quisiera abusar de usted...

—En absoluto. Se lo aseguro. —Se trataría de recoger ese maletín. Tendrá usted que meter aproximadamente un franco y

medio en moneda suiza. Aquí tiene un poco de calderilla. —Calmar hizo ademán de protestar—. ¡Escuche! Si el tren permaneciese durante el tiempo suficiente en la estación, yo mismo podría encargarme de hacerlo. Pero luego hay que llevar el maletín a esta dirección...

Escribió la dirección en una libretita de notas de color rojo, rasgó la hoja y se la tendió a su compañero junto con la llave.

—Queda a menos de cinco minutos en taxi de la estación. Permítame que le dé también algo de moneda suiza para el taxi.

Hubo una sacudida. Los engancharon a un tren que los remolcó hasta un andén de la estación diferente a aquel por donde habían llegado y donde aguardaba una hilera de viajeros.

—Se lo agradezco... El camarero del vagón—restaurante pasaba repartiendo los tíquets y el desconocido tomó uno

para el primer turno. A Calmar le faltó valor para ir a comer. Todavía notaba en el estómago el bocadillo y la cerveza y, por otra parte, se sentía muy poco presentable con aquella camisa empapada, de modo que se contentó con comprar un bíter en el carrito de los refrescos.

Los viajeros que iban a Ginebra eran ingleses y tuvieron dificultades para colocar sus bolsas de golf en el portaequipajes. La mujer tenía que apearse en Brig, y lo más probable era que el hombre, que leía La Tribune de Lausanne, se detuviese en esa ciudad.

Se quedó solo cerca de una hora, ya que todo el mundo se fue al oír el timbre del vagón-restaurante.

Al alcanzar la orilla del lago Majeur, en las estaciones pequeñas se produjeron de nuevo avalanchas y la gente volvió a abarrotar los pasillos.

—¡Arona!... ¡Arona! —oyó gritar entre sueños a lo largo del andén. Luego vino Stresa, donde entreabrió los ojos y vislumbró los tejados rojos agrupados bajo las

palmeras. Baveno, Verbania, Pallanza... Los pasillos se vaciaron por fin en Domodossola y los carritos para transportar maletas se

precipitaron hacia los vagones. —Pasaportes... Al suyo no le echaron más que un vistazo, al igual que al de los dos ingleses y al de la mujer. El

policía examinó más detenidamente el pasaporte del desconocido, pero en la mirada que le dirigió tras estudiar la fotografía no había desconfianza. Antes de estampar el sello, se limitó a volver todas las páginas; después se lo tendió con cierto respeto y esbozó un gesto de saludo.

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Calmar llevaba durmiendo cerca de una hora cuando el sol le bañó el rostro. Se despertó de mal humor y con mal sabor de boca, de modo que volvió a tomarse uno de esos bíters de color rojo que había probado ese día por primera vez.

—¡Aduana! ¿Algo que declarar? Vio a unos carabinieri en el andén. —¿Qué lleva en esa maleta? —Trajes y ropa interior. Pese a que parecía que estaban listos para partir, aún hubo de transcurrir un cuarto de hora antes

de que se dirigieran lentamente hacia el túnel del Simplón, cuya oscura entrada podía vislumbrarse si uno se asomaba por la ventanilla. En aquel preciso momento, Calmar estaba de pie junto a la ventana. Habían encendido las luces. Más que verlo, notó cómo su compañero se levantaba y se dirigía hacia el pasillo. Una vez que el tren se hubo adentrado en el túnel, volvió a sentarse frente al asiento vacío, subió la ventanilla y se dispuso a esperar.

No le gustaban los túneles. A la ida, éste le había parecido interminable a pesar de la alegría de sus hijos. Pasados diez minutos le sorprendió que no hubiera regresado el hombre que desde las ocho de la mañana viajaba frente a él.

¿Por qué se levantó a su vez y se encaminó hacia el lavabo? Aunque esperaba encontrarse con el aviso de OCUPADO en la pequeña placa de esmalte, vio la palabra LIBRE y entró para lavarse las manos de una manera mecánica.

El hombre todavía no había regresado al compartimiento y tampoco estaba allí cuando el tren, que ya había salido a la luz del sol, se detuvo en la estación suiza de Brig, donde subieron de nuevo policías y aduaneros.

—¡Pasaportes! —¿Algo que declarar? —Trajes y ropa interior. Me dirijo a París. El policía miraba el asiento vacío y la etiqueta correspondiente. —¿No hay nadie? —Había alguien. Salió del compartimiento al entrar en el túnel. —¿Su equipaje? —No llevaba. A menos que... —¿A menos que qué? —Que esté en el furgón de equipajes. El hombre anotó algo en su libreta. —Gracias. Y eso fue todo. La mujer ya se había apeado. Algunos viajeros compraban chocolatinas. El tren

volvió a ponerse en marcha, con los pasillos vacíos, y siguió el curso del Ródano, cuyas aguas blanquecinas parecían deliciosamente frescas.

Hubo dos paradas más, sin empujones, tumultos ni despedidas: Sion y, un rato después, al borde del Leman, Montreux.

El hombre aún no había aparecido al llegar a Lausana. Y Calmar había recorrido en su busca infructuosamente el tren de un extremo al otro.

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2 Hasta ese momento, en nada se había diferenciado ese día de una jornada de viaje cualquiera. Lo

había vivido agobiado por el sol, por el calor, por el estor azulado que no paraba de batir y que había acabado siendo un tormento. No era consciente de haber grabado cosas concretas en la memoria hasta que más tarde, al rebuscar en la maraña de impresiones y de imágenes, de retazos de pensamientos apenas coherentes, se toparía con recuerdos concretos.

No obstante, a partir de Lausana todo se volvió muy nítido, tanto en su interior como a su alrededor, y todo se inscribía en su memoria con la minucia de un daguerrotipo. Era como si de repente se hubiera desdoblado y, observándose a sí mismo, viera con mirada lúcida a ese Justin Calmar un poco grueso, paticorto, con el pelo oscuro pegado a la frente sudorosa, que se quedaba inmóvil e indeciso, cargado con sus dos maletas, en el andén 5 de la estación.

Y, en efecto, a partir de ese momento tuvo que elegir y tomar sucesivas decisiones, que se empeñaba en sopesar con la mayor honradez. Toda su vida se había comportado como un hombre honrado, poniendo en ello cierto empeño y tal vez también cierta complacencia.

En Venecia, inmerso en el vértigo de la partida, cuyo recuerdo más nítido lo constituía la visión de su hija en bañador rojo y con un helado en la mano, apenas había sido consciente de que un hombre sentado junto a él lo escudriñaba; algo después advirtió que ese hombre sostenía un periódico escrito en una lengua eslava.

Poco a poco, mediante una serie de preguntas anodinas, aquel tipo había conseguido información sobre su vida, los suyos y su trabajo, que él le había proporcionado con una docilidad de la que se avergonzaba un poco.

¿Por qué aquel desconocido se le había antojado un personaje fuera de serie? Nada en su aspecto, salvo su tranquilidad y los ojos, que parecían no mirar nada y lo veían todo, llamaba la atención.

¿Acaso no se había dicho Calmar para sus adentros que aquél era un tipo duro? También su jefe, Joseph Baudelin, antiguo quincallero en la avenida de Neuilly que se había

convertido en un industrial importante, era un tipo duro. Y aunque Calmar no se tenía por un hombre débil, envidiaba un poco avergonzado a los duros, a aquellos que no necesitan a nadie, no precisan de reglas, no sonríen cuando se les dirige la palabra y saben ser ellos mismos en cualquier circunstancia sin que les preocupe lo que piensen los demás.

¿Acaso necesitaba su jefe, por ejemplo, considerarse a sí mismo un hombre honrado? ¿Era un hombre honrado o trataba de pasar por tal, su compañero de viaje?

Le resultaba apremiante decidir si había que notificar la desaparición de éste, tal vez al jefe de estación o al comisario de policía.

Pero ¿no se lo había dicho ya Calmar, aunque fuera de una manera vaga, al funcionario que había examinado los pasaportes en Brig?

¿No podía haberse apeado el hombre precisamente en Brig desde un compartimiento alejado del suyo, y haber abandonado la estación mezclado entre la multitud?

En cualquier caso, ¿qué derecho tenía él a inmiscuirse? Le habían encomendado una misión, aunque tal vez esta palabra resultara exagerada. Se trataba más bien de un simple recado que cualquiera habría podido hacer en su lugar. Llevaba en el bolsillo la llave de una taquilla, un poco

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de calderilla en moneda suiza y un billete de diez francos para el taxi. Al final se adentró en el subterráneo donde vendían chocolatinas, igual que en Brig, y emergió a

la superficie en el primer andén. Disponía de todo el tiempo del mundo. Lo primero que hizo fue dirigirse a la consigna, donde tuvo que hacer cola durante varios minutos antes de depositar sus dos maletas.

Las taquillas metálicas estaban justo enfrente, cada una numerada. Cuando localizó la 155, descubrió que sólo tenía que pagar un franco y medio.

Aún no sabía nada ni tenía nada previsto. No obstante, había en sus gestos y en las miradas que echaba a su alrededor algo furtivo, como si se dispusiera a realizar un acto no necesariamente reprobable pero cuando menos equívoco.

No era él quien había depositado el maletín en la taquilla. Al leer las instrucciones, se percató de que la tarifa era de treinta céntimos diarios, lo que significaba que habían dejado allí el maletín cinco días atrás.

¿En qué circunstancias y cómo había llegado aquella llave a manos del desconocido que la noche anterior aún se encontraba en Trieste o en Belgrado?

Cuando metió la llave en la cerradura tuvo la impresión de que se establecía una suerte de complicidad entre el desconocido y él. Pero ¿de qué se estaba haciendo cómplice?

Introdujo en la ranura una moneda de un franco y luego otra de cincuenta céntimos, hizo girar la llave y, después de asegurarse de que nadie le prestaba atención, cogió un maletín de color pardo que ni pesaba mucho ni era muy abultado.

Se trataba más bien de lo que los hombres de negocios llaman portafolios, de unos quince centímetros de grosor, cuarenta de largo y veinticinco o treinta de ancho.

Segundos después, se hallaba fuera de la estación y subía al primero de los taxis estacionados en fila. Pasaron a su lado unos altos mocetones con recios zapatos de clavos, pantalones cortos, una mochila de color verdoso a la espalda y un sombrerito verde, igual que en las postales. El fuerte olor a macho, a sudor y a fiambreras hizo que se le estremecieran las aletas de la nariz como al paso de la soldadesca de regreso de unas maniobras.

Sacó del billetero la hoja de la libreta que el hombre le había entregado y que aún no había tenido la curiosidad de leer: «Arlette Staub, Rue du Bugnon, número 24».

—Rue du Bugnon, veinticuatro. Creo que está a unos cinco minutos. —Ni siquiera. Sobre todo en domingo. No se acordaba de que era domingo. Aunque había visto las carreteras atestadas de coches, las

calles de la ciudad estaban casi desiertas y silenciosas. Subieron, giraron y volvieron a subir. Toda Lausana parecía construida sobre una empinada

cuesta. Divisó edificios enormes, entre ellos el hospital del Gobierno regional, donde se asomaban enfermos y enfermeras a cada una de las ventanas y de las terrazas.

No se dio cuenta de que el coche se había detenido. —Hemos llegado. Frente al hospital se alzaban unos edificios modernos, con terrazas en cada piso. El taxi aparcó

delante de un bar donde un entoldado de color verde pálido cubría algunas mesas. —Espéreme. Sólo tardaré unos minutos.

El taxista no se tomó siquiera la molestia de contestar, mientras que Calmar empezaba a sentirse culpable. Sin embargo, al llevar aquel maletín a la dirección que un desconocido le había garabateado en la hoja de una libreta no estaba cometiendo un acto reprobable ni prohibido.

Entonces, ¿por qué prefería pasar inadvertido y se preguntaba si los clientes del bar, sentados en la terraza y consumiendo café y cerveza, se sentirían intrigados por su traje de color marfil de corte italiano?

Esperaba que hubiera portería, como en París. En vez de eso, se encontró con una serie de

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buzones con una tarjeta de visita o un nombre escrito a pluma sobre cada uno de ellos. Las cuatro hileras idénticas de buzones debían de corresponder al número de pisos; el nombre de Arlette Staub iba seguido del número 37, en la tercera hilera.

Subió en el ascensor, que lo dejó en un pasillo bastante largo. Como los buzones, en cada puerta había una tarjeta de visita o un nombre escrito a mano, así como una mirilla de cristal del tamaño de un botón que permitía a los inquilinos observar a los visitantes antes de abrir la puerta.

La 37 era la última puerta al fondo del pasillo. Pulsó el timbre y, de repente, empezó a sudar, como en el momento más caluroso del día, deseoso de acabar con aquello lo antes posible y presa del pánico sin razón aparente.

¿Lo estarían observando a través del ojo de cristal inserto en la puerta de caoba o de palisandro? Sin poder contener la impaciencia, volvió a llamar y aguzó el oído y, como la puerta seguía sin

moverse y no se oía el menor ruido, puso la mano en el picaporte en un acto mecánico e inconsciente.

Cuando el batiente cedió sin que, por así decirlo, lo empujara siquiera, dio un paso adelante. —¿Hay alguien? ¡Señorita Staub!... ¿Hay alguien?

Un abrigo beige colgaba en la entrada, frente a él, y, a la izquierda, una puerta se abría a una sala de estar soleada. También la puerta de la terraza estaba abierta de par en par, de modo que el viento hinchaba la cortina como el estor del tren de Venecia.

—¡Oiga!... ¿Hay alguien? —Y aún añadió como un estúpido—: ¿No hay nadie? Estuvo tentado de dejar el maletín en el suelo, salir cerrando la puerta tras de sí y hacer que lo

llevaran de regreso a la estación. No cabe duda de que lo habría hecho de no ser porque, a los pies de un diván cubierto por una tela azul pálido, divisó un par de zapatos, dos piernas, una combinación y, por último, la nuca y los cabellos rojizos de una mujer. Yacía cuan larga era sobre la alfombra, de un azul más oscuro que el de la tela que cubría el diván. Tenía un brazo estirado y el otro como retorcido y doblado bajo el cuerpo.

No pudo verle la cara, porque estaba boca abajo. Tampoco vio sangre. Lo único que hizo fue agacharse un instante para tocar la mano de la mujer.

Señorita Staub!... Pero era obvio que la señorita Staub estaba muerta. Calmar no reflexionó ni se le ocurrió elegir

entre las distintas actuaciones posibles. Salió de allí retrocediendo, cerró de un portazo y, sin molestarse en llamar al ascensor, enfiló la escalera. Sólo al llegar abajo se percató de que aún llevaba el portafolios en la mano.

Durante un instante contempló la posibilidad de volver a subir, pero el taxista ya lo había visto y le estaba abriendo la puerta sacando un brazo por la ventanilla.

¡Menos mal! De lo contrario, habría sido capaz de entrar en el pequeño café y pedir alguna bebida alcohólica para recuperar el aplomo.

—¿A la estación? —Sí, a la estación. Lo mismo daba un sitio que otro. Deseaba alejarse de allí lo antes posible. Mientras el coche

daba la vuelta para volver a recorrer la calle en sentido contrario, vio que en una terraza del edificio había una pareja acodada en la barandilla, y más allá, en otra, un niño que llevaba un bañador del mismo color rojo que el de su hija y que jugaba agachado frente a una carretilla de vivos colores. En el cuarto piso le pareció vislumbrar a una mujer que tomaba el sol, tumbada también boca abajo.

¿Qué debería haber hecho? Creyó recordar que en la sala de estar del tercer piso había visto un teléfono. ¿No habría sido su deber llamar inmediatamente a la policía? Pero eso ni siquiera se le había ocurrido. Sólo ahora se hacía cargo de su situación, mientras que lo único que pensó entonces fue en alejarse lo antes posible de la muerta.

¿Y qué podía haberles dicho a los policías que lo hubieran encontrado en aquel piso en el que

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nunca había estado, ante el cadáver de una mujer desconocida, en una ciudad en la que acababa de poner los pies por primera vez en su vida?

«—Me encargaron que le entregara este portafolios. »—¿Quién? »—No lo sé. Un hombre de mediana edad que viajaba en el mismo compartimiento que yo en el

tren de Venecia. »—¿Sabe su nombre? ¿Su dirección? »—No tengo la menor idea. »—¿Por qué le encomendó a usted esta tarea? »—Porque él tenía que continuar el viaje hasta Ginebra y el tren sólo paraba tres o cuatro

minutos en la estación. »—Hay otros trenes. »—Tenía que coger un avión en Cointrin. »—¿Para ir adónde? »—No me lo dijo. »—Pero le confió a usted este maletín y le informó de su intención de tomar un avión. »—Sí. »—De modo que ahora debe de estar camino de Ginebra. »—No creo. »—¿Por qué? »—Porque no volví a verlo en el tren después del túnel del Simplón. »—¿Y cree usted que abandonó el tren en pleno túnel? »—No lo sé. »—Pero usted acudió aquí de todas formas con el maletín. ¿Dónde se lo entregó a usted? »—No me lo entregó él en persona, sino que me dio la llave de la taquilla de la estación. La

ciento cincuenta y cinco..., me acuerdo del número... También me dio monedas suizas y un billete de diez francos para el taxi...»

¡Increíble! Se imaginaba la escena, y luego que lo sometían al mismo interrogatorio una y otra vez, primero en un despacho de la comisaría de policía y luego en el gabinete de un juez de instrucción.

No había hecho nada malo, en realidad ni siquiera había albergado la intención de hacerle un favor. Podía decirse que lo habían forzado a ello, que ese maletín había ido a parar a sus manos por un cúmulo de circunstancias fortuitas y que no abrió por propia voluntad la puerta de Arlette Staub, un nombre que pocos minutos antes ni siquiera conocía pese a llevarlo escrito en un pedazo de papel en su billetero.

Aquella mujer, cuya mano estaba helada, parecía muerta, y bien muerta. No sabía de qué habría muerto. Lo único que sabía es que calzaba unos zapatos de tacón alto sobre unas medias bien estiradas hacia arriba, y llevaba una combinación de seda de color rosa pálido, y que en cierto modo daba la impresión de que estuviera vistiéndose cuando la muerte la golpeó.

Sólo le faltaba ponerse el vestido y coger el bolso de mano que se encontraban en el diván. La decoración de la sala de estar era coquetona y lujosa. En el piso debía de haber un cuarto de

baño, una cocina e incluso una habitación más, a menos que por la noche el diván se convirtiera en cama. Desde luego, no tenía ni idea. No hacía más que conjeturas, pues, para variar, no sabía nada.

Sin embargo, no podía contestarle a la gente que él no sabía nada. —Cuatro francos con setenta céntimos... Mientras tendía el billete de diez francos suizos, consideró la posibilidad de dejar el portafolios

en el taxi. Sin embargo, se arriesgaba a que algún cliente lo encontrase antes de que él saliera hacia París. Y con aquel traje de color marfil, completamente arrugado debido a las horas que había

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pasado en aquel tren de Venecia, no sería dificil localizarlo. Sólo eran las seis y media. Allá, en el Lido, Dominique y los niños habrían abandonado ya la

playa, donde refrescaba por la tarde, para encaminarse, cargados con los albornoces, los cubos, las palas, la pelota hinchable y la bolsa grande de tela, hacia la pensión.

«—Deja que me duche mañana por la mañana, mamá... Mira, no estoy sucia...» Todos los días, la misma cantinela. «—Los dos estáis rebozados en arena. »—La arena no es sucia... El agua de mar lo purifica todo. »—Niños, no seáis desobedientes... Me estáis poniendo la cabeza como un bombo.» Por regla general, Dominique le pedía ayuda: «—¡Justin! Hazlos entrar en razón. Ojalá tu hija dejara de llevar la contraria de vez en cuando...» Bajó a los lavabos de la estación con la vaga intención de dejar allí el portafolios, pero cuando se

percató de que su acto no pasaría inadvertido, volvió a subir, desanimado. Le entraron ganas de sentarse en uno de los peldaños y quedarse allí con la cabeza entre las manos, esperando a que sucediera algo.

Aún faltaban dos horas para partir, precisamente las dos horas que más peligrosas le parecían. Con razón o sin ella, suponía que una vez en el tren se relajaría, sobre todo después de cruzar la

frontera. Empujó la puerta de la cafetería—restaurante de la estación y, como no vio barra, tuvo que

sentarse. Pidió un whisky, algo que resultaba insólito en él porque, aparte de un poco de vino en las comidas, casi nunca bebía. Fue el desconocido quien lo incitó a probar el bíter, del que acabó bebiendo cinco o seis botellines a lo largo del día.

«¡Soy un hombre honrado!» Siempre lo había sido. Siempre se había esforzado por serlo. Y a menudo se había sacrificado

por los demás, como acababa de hacer otra vez, al pasar las vacaciones en una playa que había detestado desde el primer día.

En la pensión las habitaciones eran pequeñas y con pocas comodidades. A veces debían esperar media hora para que la ducha, que se hallaba al final del pasillo, quedara libre. Los niños exigían que la puerta que separaba su habitación de la de sus padres se quedara abierta toda la noche, de modo que, durante dos semanas, su mujer y él no habían hecho más que robar de vez en cuando unos pocos minutos para la intimidad, entrecortada por los «chist» y los «cuidado» de Dominique.

¿Acaso merecía él verse en aquel brete, sentir casi remordimientos, como un criminal, y comportarse, en definitiva, igual que si lo fuera?

¿Por qué aquel hombre cuyo nombre ignoraba había desaparecido entre Domodossola y Brig mientras el tren atravesaba el interminable túnel del Simplón? A lo largo del día, su humor no había sido el propio de un suicida.

No obstante, tras esgrimir un pretexto —pues aquello le parecía cada vez más una excusa—, encomendó a Calmar, un completo desconocido la víspera, una misión que debía de ser importante.

¿Y qué contenía ese portafolios que ahora estaba sobre una silla junto a él? Si aquel tipo no se había suicidado, ¿cómo y por qué había desaparecido? ¿Cabía la posibilidad

de que alguien lo empujara desde el tren cuando entraba o salía del lavabo? Eso casi resultaba más verosímil que la idea de que hubiera bajado en Brig, confundido entre la

multitud, pues aquél era un puesto fronterizo donde examinaban los pasaportes de todos los viajeros, tanto en el tren como a la salidá de la estación.

—Señorita... —Chasqueó los dedos para llamar la atención de la camarera—. Otro, por favor. —¡Un whisky! ¿Y si en la aduana francesa le pedían, como era probable, que abriera el portafolios, del que ni

siquiera poseía la llave?

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«—Discúlpenme, señores, pero he perdido la llave por el camino...» Aquel portafolios era sólido y de cuero grueso, no de plástico. Llevaba cerca de diez años

trabajando en el sector del plástico, ¡ así que él sabía muy bien lo que decía! Es cierto que ya estaba un poco gastado y parecía ajado. Debía de haber rodado por salas de

espera, estaciones, aeropuertos y un sinfín de despachos para estar así de gastado, pero las cerraduras, de excelente calidad, eran muy distintas a las ornamentales, que pueden abrirse con una navaja.

—Dios mío, haz que... No creía en Dios o, mejor dicho, hacía tiempo que había dejado de creer. O tal vez, en el fondo,

creyera todavía un poco en él cuando se encontraba en circunstancias dificiles. Dos años antes, cuando operaron a Josée en caliente de apendicitis, también había murmurado:

—Dios mío, haz que... Incluso había hecho una promesa, aunque no recordaba cuál, ni, por cierto, la había cumplido.

¿Qué pensarían su hija y su mujer si les notificaban que había sido detenido como sospechoso del asesinato de una joven en un piso de Lausana en el que nunca había estado antes?

¿Y el señor Baudelin? ¿Y su amigo Bob, el dibujante, y el resto de sus compañeros de trabajo? —Señorita, estaba pensando en comer algo. ¿Sabe si hay vagón-restaurante en el tren de París? —¿En el de las ocho y treinta y siete? Me temo que no. ¿Qué le sirvo? Tenemos filetes de perca,

pollo a la crema y pastel de champiñones. No tenía hambre, pero pidió pastel de champiñones, porque le gustaba cómo sonaba y porque

rara vez comían champiñones en casa. —¿Qué vino tomará? ¿De la región o Beaujolais? —Beaujolais... Le era indiferente. Todo le daba igual, salvo aquel maletín que se había pegado a él y el traje que

su mujer le obligó a ponerse ese día y con el que llamaba tanto la atención como si hiciese ondear una bandera.

—Dios mío, haz que... En el compartimiento había cinco personas, entre ellas un cura. Calmar no tuvo suerte y no pudo

ocupar uno de los asientos de los extremos, sino que hubo de sentarse entre una señora de unos cincuenta años que se apartaba sin cesar de él, como si su contacto le molestase, y un anciano que lucía la Legión de Honor y leía Le Figaro, pero que en cuanto cruzaron la frontera se durmió de forma tan apacible como si estuviese en su cama.

El cura, que ocupaba el asiento enfrente de él, calzaba zapatos negros con grandes hebillas de plata. Frente a la mujer se sentaba su marido, un tipo bajito, flaco y nervioso, que se excusó diez veces al pasar entre las piernas de sus vecinos para ir al lavabo o al pasillo.

—¿Te has tomado las pastillas? —Sí, justo después de la comida, en Lausana. —¿Las dos? —Que sí, mujer. —¿Tienes mala digestión? Incómodo, el tipo miraba a sus vecinos con la esperanza de que no hubieran oído. —No deberías haber comido lengua de ternera. Sabes perfectamente que te sienta mal... Una jovencita, alta y esbelta, que viajaba sola e iba sentada en el otro extremo, enseñaba las

piernas con cierta inocencia. Tenía el cabello rojizo, como Arlette Staub, y cada vez que Calmar atisbaba involuntariamente un poco de carne por encima de las medias, no podía por menos de evocar el cuerpo tendido en la moqueta azul de la Rue de Bugnon.

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Le sorprendió pensar que, si se hubiera topado con Arlette dondequiera que fuera, en aquel mismo tren sin ir más lejos, no la habría reconocido. Tendría que informarse sobre ella, aunque no era probable que los periódicos franceses hablaran de su muerte, a menos que se tratase de un crimen extraordinario.

Al parecer, el periódico local era La Gazette de Lausanne. En alguna ocasión le habían dicho que el quiosco de la Place de l'Opéra, que se hallaba frente al Café de la Paix, vendía periódicos de todos los países y se prometió que iría a comprar el diario suizo al día siguiente.

¿Hablaría ya del asunto? ¿Habrían descubierto el cuerpo a estas alturas? Si la joven vivía sola, podían transcurrir varios días e incluso más, porque estaban en periodo de vacaciones, antes de que alguien la echara en falta.

No debería haber bebido whisky ni comido champiñones. Se sentía tan mal como el marido de su vecina y, de haber podido, habría ido a vomitar al lavabo. La proximidad de la aduana lo ponía enfermo. A lo largo de toda su vida, nunca se había sentido tan solo, y ésa era una sensación que aborrecía por encima de todo.

Si hubiera estado solo en el compartimiento, no lo habría pasado tan mal. Pero había seis personas mirándose, seis personas que no tenían relación entre sí. Podría decirse que todas aquellas miradas, no sólo las que le dirigían a él, sino también las que iban dirigidas a los otros, traslucían cierto recelo o una vaga acusación.

Ese juego de miradas incluía a la mujer que estaba a su izquierda y a su marido. Ella le reprochaba que hubiera comido lo que había comido, que molestase a los demás cada vez que se levantaba, y él, a su vez, le recriminaba a ella su falta de comprensión y sus reproches.

Calmar casi nunca se sentía a gusto en medio de la gente. El hecho de haber comprado un coche había supuesto para él una gran liberación, no porque en lo sucesivo pudiera ir donde quisiera con total libertad, sino porque le permitía escapar a las miradas fijas de la gente en el metro o en el autobús.

Huelga decir que nunca se lo confesaría a ella, pero se casó con Dominique sobre todo para no volver a estar solo. Eso no significaba que no la quisiese. En realidad, ella le gustó desde la primera vez que la vio, pero si no la hubiera conocido, se habría casado con otra.

Y, del mismo modo que su vecina del compartimiento estaba resentida con su marido, él lo estaba con Dominique por haberle impuesto el gentío del Lido, sobre todo la promiscuidad de la casa de huéspedes en cuyo comedor todos se miraban mutuamente como en un vagón restaurante.

Peor aún, tal vez estaba resentido con ella por mirarlo como si se dijera para sus adentros: «¿Qué clase de hombre es en el fondo? Es mi marido y vivo con él desde hace trece años. Dormimos en la misma cama, nuestros cuerpos no tienen secretos para nosotros. Pero, cuando me besa al volver del trabajo, ¿en qué piensa exactamente? ¿Qué ha hecho? ¿Qué sucedería si yo me muriese? ¿Cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia los niños?».

Estaban llegando a Vallorbe y los policías y los aduaneros se entregaban a los rituales de siempre.

—Preparen sus pasaportes, por favor. Como si fuera culpable de algo, creía que examinarían el suyo con mayor interés que los otros,

pero se lo devolvieron tras echarle una ojeada distraída. —¿Algo que declarar, señoras y señores? Incluso al cura le había cambiado la expresión de los ojos y había adoptado, como el resto de los

viajeros, un aire de falsa inocencia. —Nada, señores... —¿Qué lleva en esa maleta? —Sólo ropa y algunos objetos piadosos que traigo de Roma para mis parroquianos... —¿Nada de oro, joyas o relojes? ¿Nada de chocolate, puros y cigarrillos?

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El marido de la señora se vio obligado a subirse a su asiento para bajar la maleta que le pedían que abriera, y el aduanero sumergió las manos entre la ropa.

—¿Qué lleva en el maletín? —Documentos de trabajo... —logró articular Calmar con una naturalidad que lo sorprendió. —¿Es suya esta maleta? —Sí. —Ábrala... ¡Uf! Como en la maleta no había nada que declarar, Calmar recibió la absolución del aduanero,

el cual se encaminó al compartimiento vecino sin haber castigado a ninguno de ellos. Otros viajeros debían de tener la conciencia menos tranquila, y, de hecho, se llevaron a una

pareja cargada con pesados bultos a las oficinas de la aduana, y la mujer, encaramada sobre sus zapatos de tacón alto, andaba como alguien que sabe que va a tener problemas.

El tren reanudó la marcha con sus silenciosos coches-cama, los vagones de literas, a los que Calmar no tuvo acceso porque no se acordó a tiempo de hacer la reserva y, por último, los vagones ordinarios como el suyo, donde, en cuanto disminuyó la intensidad de la luz, cada cual intentó dormir. El único que roncaba ligeramente era el hombre mayor; la jovencita, que iba sentada enfrente de él, se había acurrucado y enseñaba todavía más las piernas.

Calmar intentaba no pensar y dejarse llevar por el traqueteo pero, en cuanto parecía que por fin iba a conciliar el sueño, rememoraba un detalle cualquiera de la jornada y su cerebro volvía a la carga.

¿Por qué el desconocido lo había elegido ya en Venecia? ¡Qué tontería! Aquel tipo no lo había elegido, sino que no había nadie más en el compartimiento.

Aun así, lo había sometido a una especie de examen; sus preguntas no habían sido gratuitas, pues era evidente que necesitaba saber con quién se las tenía que ver.

Y enseguida se había percatado de que Calmar era honrado, un hombre honrado y sencillo, con quien se podía contar para una misión como ésa.

De lo contrario, habría cambiado de compartimiento y se habría dirigido a otra persona. Con respecto a su desaparición... Durante unos instantes, Calmar se preguntó si no lo habrían

secuestrado, ¡pero no se secuestra a alguien que viaja en tren mientras se recorre un túnel como el del Simplón!

De modo que tenía que tratarse de una desaparición voluntaria, o de un suicidio; y, en cualquiera de los dos casos, era lógico pensar que el hombre lo había engatusado.

Desde luego, aquel tipo no podía saber que Arlette Staub había muerto, porque, de lo contrario, no se habría molestado en hacerle llegar un portafolios que obviamente ella ya no necesitaba.

En definitiva, Calmar no tenía motivos para mostrarse tan severo: si la joven no hubiera muerto, su cometido se habría limitado a ser el de un recadero benévolo en una misión trivial y sin peligro.

Aun así... persistía el enigma de la taquilla, donde el portafolios sólo había permanecido cinco días. Y aquel desconocido, pese a que procedía de más allá de Venecia, de Trieste o de Belgrado, o de cualquier otro sitio, estaba en posesión de la llave. ¿Se la habrían enviado por correo aéreo? ¿O acaso había sido él mismo quien había dejado el portafolios en la taquilla antes de emprender el viaje?

Pero ¿por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué él precisamente? ¿Por qué lo de más allá?

Cuando por fin se adormiló, oyó entre sueños que gritaban el nombre de Dijon, el ruido de las puertas al batirse y las órdenes proferidas por los empleados del tren. Ya había amanecido cuando se despertó. El cura, que no dormía y lo observaba, se sintió azorado cuando Calmar le sorprendió mirándole, como si de algún modo se hubiera aprovechado de que estaba durmiendo para someterlo a examen, un examen de conciencia...

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¡Menuda tontería! A fin de poner coto a aquellos pensamientos se levantó, cogió de la maleta la maquinilla de afeitar y se encerró un cuarto de hora largo en el lavabo. Cuando salió, se detuvo en el pasillo tratando de situarse, hasta que descubrió que se encontraban a orillas del Sena a la altura de Melun. Entonces comenzó a buscar el vagón-restaurante, y después de atravesar media docena de vagones, por fin encontró un empleado del tren que le dijo que no había.

A las seis y media de la mañana llegaron a la estación de Lyon. Como se hallaba al final del convoy tuvo que atravesar todo el tren.

—¿Reciben La Tribune de Lausanne? —preguntó en un impulso al pasar delante del quiosco. —Sí, señor. La Tribune y La Gazette. —Y supongo que esta mañana aún no los habrá recibido. —El ejemplar del lunes por la mañana no nos llega hasta las doce y media. —Y en el centro, ¿dónde podría encontrarlos? —Seguramente en los quioscos de los Campos Elíseos y de la Place de l'Opéra. —Muchas gracias. Sin embargo, la idea de llegar a su casa sano y salvo le obsesionaba. —Rue Legendre, ya le indicaré a qué altura... —le dijo a un taxista. Aun así, hizo que el taxi lo esperase delante de un bar, pues ya no le quedaban cigarrillos y le

apetecía un café. Como un acto reflejo, se comió dos croissants, y disfrutó de ellos a pesar de sus preocupaciones, pues ya tenía ganas de volver a tomar los auténticos croissants parisienses.

—Otro café, por favor. Ya en su casa, no pudo esquivar a la portera. —¿Cómo está su esposa, señor Calmar? ¿Y los niños? Seguro que a esas criaturas encantadoras

les habrán faltado ojos para mirar todas las maravillas de Venecia... —quiso saber la portera mientras le tendía unos folletos publicitarios y algunas facturas que habían llegado después de que ella dejara de remitirle el correo—. Le va a parecer que el edificio está casi vacío. Ya es veinte de agosto y aún no ha vuelto casi nadie. Lo mismo sucede con los proveedores. ¡Si supiera usted lo lejos que hay que ir para comprar carne!

¡Qué placer reencontrarse con el olor conocido y a la vez indefinible del eficaz y viejo ascensor, que se bamboleaba un poco! ¡Con la escalera y su alfombra de color pardo, y la puerta marrón, con el pomo de cobre que se veía deslustrado desde que Dominique no lo bruñía todos los días!

Cuando entró en su casa y vio que todo estaba sumido en la oscuridad, se sintió decepcionado. No había calculado que los postigos estarían cerrados, así que lo primero que hizo fue abrirlos todos, incluso los de la habitación de los niños. Al pasar por delante de la nevera se le ocurrió volver a enchufarla, y sólo entonces regresó al salón comedor, donde había dejado el portafolios sobre la mesa.

¿De verdad iba a forzarlo y a abrirlo? En teoría no tenía ningún derecho, puesto que ni el portafolios ni su contenido le pertenecían.

Pero ¿acaso no era necesario e incluso indispensable saber qué contenía después de todo lo ocurrido?

No estaba jugando limpio; era del todo consciente de que para él no se trataba de un deber, sino de mera curiosidad, ganas de saber.

Pero ¿acaso no actuaba en defensa propia? Después de todo, por culpa del portafolios lo acababa de pasar fatal, como si fuera un criminal. Y no dudaba de que en aquel portafolios hallaría alguna explicación a sus vicisitudes.

Él también poseía un portafolios con llave, que utilizaba para traerse trabajo del despacho. Cuando fue a buscar el manojo de llaves que guardaba en un cajón del dormitorio, su mirada tropezó con el despertador, que estaba parado. Se detuvo a darle cuerda, como si aún titubease con respecto al portafolios, y luego le dio cuerda también al reloj que se hallaba sobre la chimenea de

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mármol del salón. Es evidente que la llave no encajó, y lo único que consiguió fue torcerla, pues no era más que mercancía barata.

A continuación se dirigió a la cocina, donde guardaban las herramientas que suelen encontrarse en cualquier casa: un martillo, un destornillador, unas tenazas y unas pinzas, en revoltijo junto al sacacorchos y a distintos modelos de abrelatas.

Tras concederse un último respiro para ir a cerrar con llave la puerta de la entrada —como si tuviera la certeza de que su culpabilidad sería mayor—, y después de quitarse la chaqueta y la corbata, intentó forzar por fin las dos cerraduras, primero con las pinzas y luego con las tenazas, aunque acabaría consiguiéndolo gracias al destornillador.

Cuando las dos piezas metálicas saltaron, la tapa se levantó un poco. Al alzarla del todo, se encontró frente a una serie de fajos de billetes dispuestos en perfecto orden, como si los hubiera colocado un cajero o un cobrador.

A simple vista, se percató de que no se trataba de francos franceses, sino de billetes de cien dólares agrupados en fajos de cien en su mayoría, junto a otros billetes de cincuenta libras esterlinas y algunos menos de francos suizos.

Su primer impulso fue mirar al edificio de enfrente, al otro lado de la calle, pero la mujer que trajinaba, ocupada en la limpieza de su dormitorio, no se volvió hacia él ni una sola vez.

—Aún no... —murmuró para sí. Ahora no. Necesitaba descansar y reflexionar. Después de haber pasado un día y una noche en el

tren, se sentía exhausto y febril. No estaba como de costumbre, así que lo primero que debía hacer era recuperar el equilibrio.

Cogió el portafolios y lo deslizó a medio cerrar debajo de la cómoda del dormitorio e, instantes después, tras abrir todos los grifos de la bañera, se sumergía en ella completamente desnudo.

Jamás se había sentido tan desvalido y solo.

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3 «—Cuando regreses a París, habrá que limpiar el traje. Pero no se te ocurra meterlo en la cesta

de la ropa sucia: la señora Léonard es capaz de llevarlo a la lavandería y no me fío un pelo de estas telas, que tienen tendencia a encoger. Más vale que lo lleves tú mismo a que lo limpien en la Rue des Dames.»

No había estado solo en el piso de la Rue Legendre más que dos veces, las dos veces que Dominique fue a la clínica a dar a luz. No, no eran dos sino tres, pues también se marchó tres días a Le Havre cuando el parto de su hermana, cuyo marido trabajaba como maître en un hotel de la Transat.

¿Fue un deseo de rebelarse contra la voz que le parecía estar oyendo lo que lo impulsó a echar el traje de color marfil en la cesta de la ropa sucia?

«—Al llegar estarás agotado, cariño. Como no irás al despacho hasta la tarde, intenta dormir un poco y deja que la señora Léonard se encargue de deshacerte las maletas.»

La señora Léonard era la mujer de la limpieza y sólo iba dos tardes por semana. El hecho de que fuera diminuta y muy flaca no era óbice para que su trasero fuera tan descomunal y prominente que la buena mujer siempre parecía catapultada hacia delante. Estuvo casada mucho tiempo con un hombre enfermo, a quien había cuidado cerca de veinte años, y ahora limpiaba casas de la mañana hasta última hora de la tarde. Por las noches, a menudo se encargaba del aseo de los difuntos del barrio.

Vivía sola en un inmueble situado en una calle cercana, en alguna de las habitaciones de servicio, y por lo general no hablaba con nadie.

—¡Caramba con los ricos! —refunfuñaba de vez en cuando. Para ella, todos sus clientes eran ricos, incluso los comerciantes o la portera. Sumergido en la bañera, Calmar pensaba en la señora Léonard y se preguntaba cómo podía vivir

de esa forma sin desesperarse. Pero ¿acaso no había en París miles y decenas de miles de mujeres como ella? Por no hablar de las que aún eran más desdichadas, porque apenas si podían arrastrarse por su casa cuando no estaban inmovilizadas del todo en la cama, a merced de los vecinos o de alguna asistente social.

Debajo de la cómoda había una fortuna. No sabía a cuánto ascendía, pero prefería seguir en la ignorancia.

«—Intenta dormir un poco y...» Lo cierto es que lo intentó, pues estaba realmente cansado. Se puso el pijama, como si no

estuviera solo, y después de correr las cortinas se tumbó en la cama. Pero, por más que se esforzara, no conseguía quitarse el maletín de la cabeza. No podía por menos de hacerse preguntas, preguntas un poco confusas, ya que, después de veinticuatro horas de tren, el baño lo había embotado más que despejado.

¿Acaso el desconocido de Venecia era un ladrón internacional que lo había utilizado de forma consciente para no correr el riesgo de ir a buscar el maletín?

En ese caso, ¿por qué habían matado a Arlette Staub? De hecho, todavía llevaba en el billetero la

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nota garabateada con la dirección de aquella mujer, y eso era peligroso. Por ejemplo, en el despacho, el papel podía caerse del billetero en el preciso instante en que él se lo sacara del bolsillo. Y si el nombre de ella aparecía más tarde en los periódicos...

Se levantó, se dirigió hacia la cómoda sobre la que había vaciado sus bolsillos, y rompió la hoja de la libreta en pedacitos. Cuando se disponía a tirarlos a la papelera se le ocurrió pensar que tal vez la señora Léonard, que pasaría la tarde sola en el piso, reconstruiría el rompecabezas por curiosidad.

De repente mostraba una prudencia digna de un maniaco. Quemó los trocitos de papel en un cenicero y después de arrojar las cenizas al retrete tiró de la cadena.

Cuando volvió a acostarse ya no tenía sueño. Ni siquiera intentó cerrar los ojos. ¿Y si los billetes eran falsos? Le parecía más probable que el desconocido del tren fuera el jefe de una organización de falsificadores. Todo era posible. ¿Estaría metido en el tráfico de armas o en el espionaje?

¿A cuánto ascendería la suma que había en el maletín? Aunque se había prometido no contar el dinero hasta más tarde, a última hora de la mañana, como si de ese modo quisiera demostrarse a sí mismo que mantenía la calma, volvió a levantarse, y, sin descorrer las cortinas por si acaso —por la mujer de enfrente—, tomó asiento delante del tocador de Dominique.

En efecto, cada fajo de dólares contenía cien billetes, lo que significaba que esos tacos, que abultaban menos que un libro de bolsillo, tenían un valor de diez mil dólares.

Y había veinte fajos. Todos esos billetes, que parecían nuevos, sumaban en total doscientos mil dólares. En cuanto a los billetes ingleses, contó cincuenta paquetes de veinte, o sea, cincuenta mil libras.

Se levantó para buscar un papel y un lápiz y calculó a cuánto ascendía el contenido del maletín. Los dólares equivalían aproximadamente a un millón de francos nuevos. Se sintió presa del vértigo, empezó a sudar a mares y le temblaban las manos.

¡Un millón! ¡Y aún había que sumar más de setecientos mil francos en libras inglesas! Además, en el fondo del portafolios había otros billetes, que no se habían tomado la molestia de

atar con una goma como el resto: veinte mil marcos alemanes y diez billetes de mil francos suizos, grandes y gruesos.

«—Señor comisario, vengo a traerle un maletín que..., que... En el tren de Venecia, un desconocido me entregó una llave al tiempo que me pedía... Me escribió una dirección en un trozo de papel... que, por cierto, he quemado hace un rato. ¿Por qué? Pues porque la señora Léonard, que nos hace la limpieza... No, no tenía la menor intención de quedarme con el dinero. Forcé la cerradura porque...»

Era impensable: ningún hombre en sus cabales concedería el menor crédito a su relato. «Me dirigí en taxi a la dirección indicada, en la Rue du Bugnon, a casa de una tal Arlette Staub.

Llamé al timbre. Como no contestaban, sin apenas darme cuenta giré el pomo de la puerta, que se abrió... La joven estaba muerta. Asesinada, supongo. No vi sangre. Quizá la estrangularon. A estas alturas, la policía de Lausana debe de estar al corriente.»

Pero todavía se alteró más cuando, de repente, se le ocurrió que habría que esconder el maletín, o por lo menos su contenido. El maletín podía tirarlo en cualquier parte, en el Sena, por ejemplo, en cuanto anocheciera. De momento, lo guardaría en uno de los cajones de la cómoda, que podían cerrarse con llave.

¿Se percataría la señora Léonard de que los cajones estaban cerrados con llave? Tendría que cerrar los tres, y eso era algo que jamás habían hecho.

Por primera vez caía en la cuenta de que ninguno de los muebles de su casa se cerraba jamás y de que no había lugar alguno donde pudiera esconder un objeto cualquiera.

Su mujer, los niños, la señora Léonard o cualquier otra persona, sus cuñadas o su suegra cuando venían de visita, podían abrir cualquier cajón, armario o alacena.

De todas formas, su mujer y sus hijos regresarían de vacaciones el sábado y él aún no había

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tomado ninguna decisión. Estaba pensando en un escondite, pero no porque pretendiera quedarse con el dinero; por lo menos, no de forma definitiva. En cualquier caso bien tendría que esperar a aclararse las ideas.

Deambuló por la casa en pijama y muy lentamente. En primer lugar por su habitación —el dormitorio de una pareja de clase media—, amueblada con un estilo moderno y de bastante buena calidad, pero cuyos muebles resultaban absolutamente ordinarios. Debía de haber habitaciones idénticas en miles de pisos también parecidos más o menos al suyo.

Sin embargo, aquel piso representaba todo un progreso, porque cuando se casaron sólo pudieron ocupar un apartamento de dos piezas situado en un edificio antiguo del Boulevard des Batignolles y los muebles tuvieron que comprarlos de segunda mano, entre ellos una de esas camas de nogal, muy altas, igual que la que había visto durante su infancia en el dormitorio de sus padres.

La de ahora, en cambio, era baja, y tardó en acostumbrarse a ella, como también le había costado habituarse a la ligereza de la cómoda, de los dos sillones forrados de terciopelo anaranjado, de la mesa y del tocador.

Aquél era el piso de sus suegros. Lo heredaron cuando Louis Lavaud, el padre de su mujer, se jubilóde su puesto como maître en el hotel Wepler de la Place Clichy para instalarse por su cuenta en la colina de Poissy.

Mientras vivieron en él los Lavaud, el piso era sombrío. La actual sala de estar, tan moderna como el dormitorio, estaba entonces tapizada con un papel de un color marrón dorado que imitaba el cuero de Córdoba.

«—Haced lo que queráis, hijos míos, pues ahora es vuestra casa, pero ya no encontraréis papel pintado de esta calidad. Se puede lavar con agua sin que salga una sola burbuja. Joséphine, ¿cuántas veces lo has lavado?»

Por aquel entonces también los muebles eran pesados, de roble macizo, y las sillas que rodeaban la mesa central estaban forradas con cuero repujado.

Exactamente igual que en casa de sus padres en Gien, aunque allí casi nunca comían en el comedor, sino en la cocina, en la parte trasera de la tienda.

Él no era un ladrón. No albergaba la menor intención de utilizar ese dinero que, de momento, no parecía tener dueño.

En el supuesto de que acudiera a la policía para describir al desconocido del tren..., en el supuesto de que lo encontraran vivo, ¿no traicionaría de ese modo la confianza que aquel hombre había depositado en él?

Una confianza que no le había concedido al azar, por el simple hecho de viajar en el mismo compartimiento, sino que el hombre lo había sometido a un largo examen, formulándole preguntas concretas, de modo que cuando llegaron a Milán ya estaba al tanto de casi toda su vida.

Incluso se enteró de que, cuando iba a la escuela municipal, y luego al instituto, sus compañeros lo llamaban el Gusano. Y no sólo porque era más regordete que los otros; en realidad, el mote le venía porque su padre vendía artículos de pesca en el Quai Lenoir, cerca del Vieux Pont que cruza el Loira.

La casa paterna era estrecha y se alzaba hacia lo alto, rematada por un aguilón dentado como los que aún pueden verse en Bruselas. La tienda también era angosta, estaba atestada de cañas de junco o de bambú y rodeada de cajones acristalados en los que había flotadores de todos los colores y tamaños, sedales, crines de caballo, rollos de catgut, plomos: cientos o incluso miles de artículos con los que sólo su padre era capaz de aclararse.

Para colmo, también vendía larvas de moscarda para pescar, gusanos de agua y portamaderas. Y los domingos siempre tenía un vivero de gobios para la pesca del lucio.

A diferencia de él, su padre era alto y flaco y encima era rubio y tenía unos bigotes claros que se curvaban hacia abajo. Justin le había puesto un mote que jamás le confesó a nadie: el Galo

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Anémico, pues era de tez pálida y pecosa, siempre parecía cansado y daba la impresión de que el largo cuerpo iba a doblársele de un momento a otro.

Murió joven, a los cuarenta y dos años, de una enfermedad del pecho. Su madre aseguraba que había sido una pulmonía, pero lo más probable es que fuera tuberculosis.

Ella siguió al frente del negocio, y todavía lo dirigía con la ayuda de Oscar, que los sábados por la tarde iba a pescar gobios con esparavel y mantenía la «fábrica de larvas de moscarda» al fondo del pequeño jardín. Debido a las quejas de los vecinos, se las habían ingeniado para camuflar mediante un enramado el palo donde colocaban la cabeza de cordero que le suministraba el carnicero. Las larvas de moscarda aparecían al cabo de unos días, e iban cayendo una tras otra en un tamiz provisto de serrín.

Las vendían a cucharadas. Cuando era niño, una cuchara sopera de larvas de moscarda costaba veinticinco céntimos.

¿Por qué le había dado por pensar en todo eso mientras seguía buscando un sitio donde esconder los billetes? Sitio, propiamente dicho, no había ni uno; por no haber, ni siquiera existía ya el enorme armario de espejo que tenían de recién casados, sobre el que podía dejarse un objeto, pues quedaba oculto por la cornisa.

Fue en busca de su propio portafolios, lo vació —no había más que folletos— e introdujo allí los fajos. Sacó un único billete de cien dólares para hacer con él un experimento.

Se trataba, desde luego, de un experimento necesario. Ni ahora ni nunca tendría él nada que ver con un ladrón. Pero, antes de determinar cómo se comportaría en lo sucesivo, ¿no debía acaso averiguar si se trataba de dinero falso o auténtico?

«—Sobre todo, Justin, ve a comer a Chez Étienne...» Era una de esas manías que sin duda tienen todos los matrimonios o, si se prefiere, una tradición.

Cuando aún hacía sustituciones en el Liceo Carnot y tenían muy poco dinero, muy de vez en cuando solían permitirse el lujo de darse una comilona en un restaurante del Boulevard des Batignolles; se trataba de un restaurante a la antigua, con espejos en las paredes, un mostrador alto para la cajera y pomos metálicos para colgar los trapos. La cajera era la propia señora Étienne, y el señor Étienne, de nariz prominente y enrojecida, iba de un lado a otro entre las mesas aconsejando el lenguado a la normanda o el cassoulet.

Cuando Dominique estaba encinta, a menudo acudían a Chez Étienne. Y también habían cenado allí con motivo de algún que otro aniversario de boda.

Para su mujer la única comida buena y saludable era la de Chez Étienne. ¡Qué diablos! No pensaba ir a comer a Chez Étienne: tenía otros planes y otras preocupaciones,

por decirlo de una manera suave. Después de descorrer las cortinas, empezó a vestirse. Giró al azar el dial de la radio, que sólo

emitía canciones y publicidad. «Este fin de semana, el número de trenes especiales ha batido todos los récords. Eso se debe a

que mucha gente que estaba de vacaciones ha aprovechado el puente del 15 de agosto...», dijo la radio.

Era poco probable que Europe N° 1 o Radio Luxemburgo hablaran de que se había hallado el cadáver de una joven en un piso de Lausana, siempre y cuando no se tratase de un importante asunto internacional. Pero era casi imposible que lo supieran si no estaban al tanto de la existencia del maletín.

En el quiosco de la estación le habían dicho que los periódicos llegarían sobre las doce o las doce y media.

Pero no podía salir y dejar en el piso el maletín con las dos cerraduras forzadas expuesto a la curiosidad de la señora Léonard. Decidió embalarlo. Una vez más, se percató de la dificultad que entrañan ciertas cosas que a primera vista parecen sencillas, pues no halló papel de embalaje en toda

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la casa. En el cajón de las herramientas y los abrelatas, había trozos de cordel, pero ni rastro de ese papel

marrón y resistente que se utiliza para empaquetar. Como se habían ido de vacaciones y además la señora Léonard había hecho limpieza a fondo

aprovechando la ausencia de la familia, tampoco encontró periódicos viejos. Recordó que habían forrado con papel, no marrón, sino azulado, el fondo de los cajones de la

cómoda. Sacó uno, mientras se decía que ya habría tiempo de reponerlo, aunque sería más nuevo que los otros y Dominique se daría cuenta.

«¡Vaya! ¿Has cambiado el papel del segundo cajón?» Era el cajón de sus camisas y su ropa interior. ¿Qué contestaría él entonces? «Es que se me derramó...» ¿Qué se le había derramado? Uno no suele tomarse el café ni una copa de vino mientras elige una camisa del cajón. «Se me cayó el cigarrillo y...»

Ya se le ocurriría algo. Si desde el principio dejaba que cuestiones tan insignificantes como ésas le atormentaran, no conseguiría salir del aprieto.

Después de hacer un paquete más o menos resistente, cerró su portafolios con llave y lo metió en el armario donde solía guardarlo, convencido de que a la señora Léonard no se le ocurriría forzar la cerradura como había hecho él con el maletín.

Pensaba demasiado. Tenía que tranquilizarse y reflexionar antes de tomar una decisión, desde luego, pero sin dejar que eso lo alterase.

Bajó a la calle y la portera lo saludó. —Creía que se habría acostado. Después de un viaje tan agotador... —Ya, señora Godeau, pero tengo mucho que hacer... —Sobre todo, cuídese mucho. Estoy segura de que a la señora Calmar no le gustaría que durante

su ausencia su marido se abandone. Eso me recuerda a mi pobre marido... A lo largo de nuestra vida en común no lo dejé más de quince días solo, y sé lo que les pasa a los hombres en cuanto se quedan a su aire...

Calmar entró en el garaje donde guardaba el coche, que se hallaba en esa misma calle. —¡Vaya! ¡Señor Calmar! Estaba convencido de que no volvería hasta la semana que viene, he

debido de equivocarme de fecha. No tardaré en... No obstante, hubo que desplazar una decena de vehículos antes de poder sacar el suyo, que se

hallaba al fondo del garaje y cubierto de polvo. —Lo siento, si lo hubiera sabido... Permítame por lo menos que le pase un trapo. A Calmar el paquete le resultaba engorroso; confiaba en que el empleado del garaje no reparase

en él. En vez de meterlo en el maletero, se limitó a echarlo con ademán negligente sobre el asiento. —Que tenga usted un buen día a pesar del calor... No sé qué tiempo les habrá hecho allí, pero

aquí hacía muchos años que no teníamos tanto calor. Usted conoce el barrio igual que yo, puesto que vive en él desde hace trece años y sabe que los vecinos son buena gente. Pues bien: he visto que algunas amas de casa hacían la compra en pantalón corto, como si estuvieran en la playa, y que los niños jugaban en la calle en bañador...

De camino hacia l'Opéra atravesó calles semivacías e incluso pudo aparcar en la Rue Auber; luego se encaminó con premura a uno de los bancos de los Grands Boulevards.

Mientras subía las escaleras y se adentraba en el vestíbulo, fresco y sombrío en contraste con el sol del exterior, se sintió presa del pánico.

Era consciente de que aquélla constituía la primera decisión importante, aunque, ¡no!, el primer paso lo había dado al abrir la taquilla en el andén 1 de la estación de Lausana. Sin embargo, tampoco era del todo así, pues en aquel momento la historia que le había contado el desconocido del tren todavía resultaba plausible... ¿Acaso no podía removerse cielo y tierra, si fuera necesario, para dar con el revisor italiano que había taladrado los billetes en los alrededores de Padua, y que sin

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duda se acordaría del billete rosa que había arrancado del cuadernillo? También estaba el policía de Domodossola, que se había demorado examinando el pasaporte y al final lo había devuelto con un breve saludo casi respetuoso...

De hecho, ¿a qué obedecía aquel saludo? Ese mismo policía no había saludado a Calmar. ¿Sería el desconocido una persona famosa o alguien con un puesto importante en cualquier otro país? ¿Sería, por ejemplo, un diplomático? No lo parecía; no tenía pinta de nada. Lo cierto es que era un tipo de lo más anodino.

Calmar buscó en el banco la ventanilla del cambio de divisas, frente a la que aguardaban cinco o seis personas, entre ellas, unos norteamericanos y dos alemanas.

Los norteamericanos tendieron varios traveller's cheques. Después de pedirles que los firmaran y, tras la comprobación de las firmas, les suministraron francos franceses. Uno de ellos protestó porque no estaba de acuerdo con el cambio y las dos alemanas, madre e hija, que se hallaban detrás de él, manifestaron su impaciencia.

Como era casi mediodía, temía que cerrasen la ventanilla. Al mismo tiempo recordó que había dejado el maletín empaquetado sobre el asiento del coche, en lugar de detenerse en alguna calle tranquila a fin de meterlo en el maletero, como había proyectado. ¡Bah! El coche estaba cerrado y un paquete mal envuelto no resultaría muy tentador para los ladrones...

Aún faltaban dos personas; después sólo una. Ahora ya le tocaba a él: cuando tendió el billete de cien dólares, se esforzó para que no le temblase la mano. Como esperaba, el cajero alzó la mirada hacia él, ligeramente sorprendido, y tras toquetear unos instantes el billete con el pulgar y el índice para cerciorarse de que tuviera la consistencia y el grosor adecuados, lo examinó al trasluz.

—Un momento, por favor. Retrocedió para abrir un cajón que se hallaba a la altura de su barriga y extrajo de él un libro

estrecho donde se veían columnas de cifras. En realidad, todo transcurrió en un instante, y enseguida hubo un grupo de jóvenes italianos que

aguardaba su turno detrás de Calmar. —En francos franceses, supongo —aventuró el cajero después de cerrar el cajón. —Sí, por favor... Al levantar el borde de los billetes de diez francos para contarlos, pues estaban atados en fajos,

como los dólares y las libras del maletín, éstos crujían bajo sus dedos. Luego contó otros billetes y, por último, monedas de dos y de un franco. Sin tomarse la molestia de guardar el dinero en su billetero, Calmar se los metió en el bolsillo.

¡Los dólares no eran falsos! En su piso de la Rue Legendre, en un maletín descuidadamente colocado en el estante de un armario, había dólares por valor de más de un millón y medio de francos.

Por primera vez en su vida, Calmar gastaba un dinero que no le pertenecía. Eso tampoco es

cierto: en una ocasión había robado de verdad, con conocimiento de causa. Tendría diez u once años. Hacía calor, como aquel día, pero por entonces sus padres y él no salían de vacaciones, más bien al contrario, pues aquélla era la mejor temporada para el negocio. A veces su padre dormitaba en el sillón de mimbre de la cocina y se despertaba sobresaltado cuando oía el timbre de la tienda.

No recordaba dónde estaba su madre aquel día. ¿Poniendo a secar la ropa sobre la hierba del jardín? En todo caso, Calmar se deslizó con gran sigilo detrás del mostrador y metió la mano en el cajón donde guardaban el dinero. Sólo tomó cincuenta céntimos. Unos minutos después, estaba comprándole un helado al italiano que recorría con su carrito amarillo las calles.

Caminaba lamiendo la crema de vainilla cuando a lo lejos divisó a un compañero del colegio. Y como no era domingo, y entre semana no tenía costumbre de permitirse el lujo de un helado, tiró el

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cucurucho al arroyo y se apresuró a desviarse por la primera bocacalle a la izquierda. Le ardía la cara y notaba el latido de su corazón en las sienes. Se miró en el espejo de una tienda

de comestibles y, como era bastante místico, se encaminó corriendo a la iglesia para confesarse. Pero hoy, mientras comía en el Café de la Paix, no debería haber sentido remordimientos; no

quería sentirlos. Si no se había quedado a almorzar en la terraza, donde se estaba más fresco, era porque no tenía ganas de que lo viera algún empleado de la oficina o algún cliente, pues no acostumbraba frecuentar lugares tan caros.

Sin embargo, pidió platos muy costosos: unos entremeses variados, media langosta y una brocheta de hígados de ave, platos que rara vez tomaban en casa.

No cabía duda de que había avanzado un paso más, pero era ineludible. Había cambiado el billete de cien dólares porque necesitaba saber si era falso o no, no por afán de lucro.

De modo que en el bolsillo llevaba un dinero que legalmente no podía gastar. Si se hubiera comprado algo de su gusto como, por ejemplo, un estuche para los cigarrillos o un

mechero de gas, a Dominique seguro que le habría extrañado, tanto como si le hacía un regalo a ella o compraba un juguete para los niños.

En ninguno de aquellos casos habrían cuadrado las cuentas. Ella no solía controlar en qué se gastaba el dinero su marido, al menos no lo hacía porque desconfiara, aunque Dominique sabía perfectamente cuánto ganaba y cuánto le quedaba para sus gastos después de haberle dado a ella el dinero para la casa. Y aquellos quinientos francos eran un dinero procedente de ninguna parte que debía gastar antes del sábado, puesto que de forma oficial no existía.

La idea empezaba a preocuparle. Era consciente del sentido de la palabra «empezaba» y también del encadenamiento inexorable de los hechos desde el preciso instante en que, en Venecia, había notado cerca de él la presencia de un hombre que lo escudriñaba mientras él contemplaba aquel decorado inmóvil en cuyo centro estaba su hija...

Desde entonces, ni una sola vez había tomado en verdad la iniciativa; sus actos y sus gestos se habían encadenado unos detrás de otros sin que él interviniera.

Antes de entrar en el Café de la Paix, pidió en el quiosco La Tribune de Lausanne, pero no había llegado. —Tal vez dentro de media hora...

De todas formas, consideró la posibilidad de verse obligado a quedarse el millón y medio que contenía su portafolios y de cuya existencia la señora Léonard, que tanto odiaba a los ricos, a los ricos de verdad e incluso a los que tuvieran sólo unos céntimos o unas pocas distracciones más que ella, estaba lejos de sospechar.

Conjeturaba... Por ejemplo, en las circunstancias actuales y según la información que obraba en su poder, no podía pensar siquiera en la posibilidad de llevar el dinero a una comisaría. Tampoco podía depositarlo en un banco y dejarlo bloqueado allí, en definitiva, hasta que se enterara de a quién pertenecía. Habría sido un gesto hermoso. Fantaseó con ello mientras se comía los entremeses, y decidió callarse. No le hablaría a nadie del tren de Venecia, ni del portafolios, ni de Arlette Staub. Guardaría estoicamente el secreto, pese a la inquietud que le causaba y a las sospechas que podían recaer sobre él.

Y cuando los periódicos revelasen la identidad del desconocido del tren y la verdad acerca de la fortuna depositada en una taquilla automática de la estación de Lausana, entonces se presentaría en la comisaría de su barrio o, mejor aún, un peldaño más arriba, en la Policía judicial.

«Señor director, he venido a traerle el dinero... Puede usted contarlo, está todo, salvo un único billete de cien dólares que creí conveniente cambiar en un banco del Boulevard des Italiens para asegurarme de que no se trataba de billetes falsos...»

¿Por qué no? Algo así podía suceder el día menos pensado y entonces todo el mundo lo felicitaría.

«Debe comprender que me era imposible actuar de otra forma... Es cierto que cuando abandoné

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el piso de Arlette Staub, en la Rue du Bugnon, debería haber avisado a la policía... Pero estaba tan trastornado que no lo pensé. Si no fuera un hombre honrado, seguro que no me habría trastornado tanto. Desde ese momento me vi obligado a...»

El problema radicaba en que era imposible abrir una cuenta en un banco sin aportar documentos de identidad. ¿Y no están obligados los bancos en ciertos casos a proporcionar al fisco las cuentas de sus clientes?

También para utilizar una caja fuerte tenía que presentar unos papeles y firmar otros. Mientras comía la langosta se le ocurrió una idea descabellada: esa misma noche, antes de

regresar a su casa, tiraría al Sena el viejo maletín vacío. ¿Y por qué no tirar a la vez el dinero? ¡Una lluvia de billetes! Cientos de miles de billetes arrastrados por el agua... Pero no, eso no podía hacerlo: nadie en su sano juicio se habría separado así de una fortuna.

Había sobrevalorado su apetito, y apenas probó los hígados de ave. —Camarero, por favor, ¿le importaría preguntar en el quiosco si ya ha llegado La Tribune de

Lausanne? Eso había sido una metedura de pata. Bastaba el menor detalle para llamar la atención, pues las

cosas insignificantes suelen permanecer en la memoria de la gente, y llegado el momento les vienen de repente a la cabeza.

«—¡Vaya! Ese día precisamente, un cliente que se tomaba un almuerzo bien regado con vino me pidió que le comprase La Tribune de Lausanne.»

¿Tendría que esconderse también para leer el periódico? Le echó una ojeada mientras bebía el café, ya que no tomó postre.

La primera plana no recogía ni sucesos ni grandes titulares, sino tan sólo noticias de política internacional. En la segunda página venían anuncios, y en la tercera un largo artículo sobre la contaminación del lago Léman y un informe sobre el Consejo del Gobierno cantonal.

En las páginas siguientes había noticias de Valais, del cantón de Neuchâtel, de Ginebra y, por último, del cantón de Vaud: un incendio en Morges, un choque de coches en Cossonay, un ciclista atropellado en...

Lausana: «Nuestros huéspedes». «Visita de una delegación de pedagogos norteamericanos...» «Colisión...» «Un coche da unas vueltas de campana...» «Intento de robo en una joyería de la Rue Bourg...» «Un tipo despreciable...»

Luego venían las páginas de deportes y, en la contraportada, más política internacional. Ni una palabra sobre Arlette Staub ni sobre el hombre que —a menos que se hubiera bajado en Brig— había desaparecido del tren en el túnel del Simplón.

De todas formas, ahora ya sabía en qué página mirar en lo sucesivo. —La cuenta, maître... Dejó en la banqueta el periódico, que no había aclarado ninguno de sus problemas. Era la una y

media. En el Lido, Dominique y los niños abandonaban la pensión para retomar su lugar en la playa, pues cada cual tenía reservado en ella su espacio vital en virtud de un pacto tácito. Uno se encontraba con los mismos grupos a idéntica distancia, y al final acababan por dirigirse una vaga sonrisa.

«—Sobre todo, Josée, no metas los pies en el agua antes de la hora del baño... »—¿Y yo? —preguntaba Bib con expresión inocente. »—Por supuesto que tú tampoco. Si se lo digo a tu hermana... »—Claro, como yo soy la más desobediente. Según tú, estoy llena de defectos. Sin embargo,

otras personas no esperan dos horas para meter las piernas en el agua y a veces ni siquiera para bañarse...

»—A estas horas, vuestro padre está comiendo en Chez Étienne —comentaría quizá Dominique durante el almuerzo en la pensione de famiglia—. Espero que no haya elegido un plato demasiado

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pesado...» Regresó a su coche y esta vez no olvidó meter en el maletero el viejo portafolios con las

cerraduras forzadas. Se dirigió hacia la Avenue de Neuilly por los Campos Elíseos y, un poco antes de la Défense, se detuvo ante un edificio pintado de amarillo claro donde un cartel rezaba: ASFAX - ROBUR - ROB. Y, debajo, en letras más pequeñas: SOCIEDAD ANÓNIMA.

El edificio sólo tenía dos pisos y unas buhardillas, pero era ancho. Antes de la guerra y durante la contienda, había sido una quincallería donde se podía encontrar de todo, desde cazuelas de aluminio a barriles llenos de clavos, pernos de todos los calibres, herramientas para todas las profesiones artesanales, alambradas para los corrales, pesas o barras para las cortinas.

Por aquel entonces, el viejo Baudelin aún vivía. Los cabellos grises formaban una aureola en torno a su cabeza, y podía vérsele, de la mañana a la noche, con una bata larga del mismo color gris que el hierro que, bajo una u otra forma, vendía.

Su hijo, que también se llamaba Joseph Baudelin, llevaba la misma ropa e iba asimismo de un lado a otro en medio de una atmósfera semejante a la de un acuario, pues la enorme tienda, que tenía una galería, recibía la luz de una cristalera que daba al patio.

Justo en ese patio, al fondo, en una especie de cobertizo, fue donde Baudelin hijo hizo los primeros experimentos. No sabía nada del plástico, pero sí que se dio cuenta de que cada vez se utilizaba más para fabricar utensilios de cocina y artículos de todo tipo.

En lugar de dirigirse a un experto, acudió a un compañero químico llamado Étienne Racinet, que se ganaba la vida haciendo análisis de orina y de sangre. Racinet, un soltero menudo y sonrosado, que siempre estaba de buen humor, se quedaba con frecuencia a trabajar en su laboratorio hasta bien entrada la noche.

Algunas semanas después de la visita de Baudelin, Racinet había reunido y leído una extensa documentación sobre los productos que existían y, desde entonces, había añadido muchos más a la lista, ya que cada semana nacía, por así decirlo, uno nuevo: polietileno, polipropileno, poliestireno, policarbonato, etcétera.

—Conseguir la materia prima no es difícil, se vende en las tiendas, en polvo, en granulados, en pastilla o en pasta... Pero, si se quiere fabricar algo, hace falta un mezclador, porque hay que añadir una serie de ingredientes. También se necesita un horno para llevar la mezcla a la temperatura deseada, y, por último, una prensa y moldes...

—¿Hace falta mucho espacio? —Depende de lo grandes que sean los objetos que se quiera fabricar... Baudelin empezó con artículos de dimensiones reducidas, mangos de cepillos de dientes, por

ejemplo, cucharas y tenedores para cámping, cubos de playa, palas y rastrillos para niños, hueveras, servilleteros...

De la vieja quincallería no quedaba ya más que la carcasa. La planta baja, moderna y muy iluminada, se había convertido en la sala de exposiciones de los productos Asfax, Robur y Rob.

Las oficinas se encontraban en el primer piso, por lo menos las de París, pues había otras oficinas en Nanterre, aunque la central se hallaba en la fábrica de Brézolles.

Calmar subió rápidamente la escalera de mármol y se detuvo un instante frente a la cabina acristalada, donde se leía RECEPCIÓN.

—¿Ha llegado el jefe? —Ha venido esta mañana y ha preguntado por usted. —Pero si sabía que yo no tenía que volver a trabajar hasta la tarde... —¿Ya se ha olvidado usted de cómo es, señor Calmar? No era mala persona, al contrario, pero no soportaba no encontrar a sus empleados donde

esperaba que estuvieran. Cada cual en su casilla. Su sueño, su ideal, habría sido un mundo sin domingos, sin vacaciones. ¿Acaso se permitía él unas vacaciones?

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Un mundo sin mujeres y sin niños. ¿Acaso regresaba él cada noche a su casa, a aquel dúplex del Boulevard Richard-Wallace, frente al Bois de Boulogne, donde su mujer y su hija vivían con cuatro o cinco criados? Lo cierto es que apenas pisaba su casa más que una vez por semana, y casi ni conocía la mansión que le había comprado a su familia en Mougins.

Él dormía en la parte de arriba de la fábrica, en un trastero cerca del que había hecho instalar un cuarto de baño rudimentario.

—¿Se ha ido a Brézolles? —Con él, nunca se sabe. A Brézolles o a Nanterre. O incluso a los nuevos talleres de Finistère. En ocasiones creían que

estaba en las afueras de París y telefoneaba desde Londres o desde Francfort. La fábrica era toda su vida, y también era una parte importante de la vida de Calmar, que pasaba un tercio del día en la Avenue Neuilly.

—¿Qué? ¿Por fin estás aquí? —Era la alegre voz de Jouve, a quien todo el mundo llamaba Bob, el tipo alocado y bromista de la empresa—. ¡No me digas que has vuelto a engordar! Y casi ni te has bronceado... ¿Estás seguro de que has ido a Venecia? —Bob frunció el ceño—. ¿Te pasa algo?

Jouve era su único amigo. Sin embargo, se sintió obligado a contestarle, con una sonrisa forzada: —No..., el viaje..., me he pasado todo un día metido en un tren con los pasillos tan abarrotados

que era imposible ir a orinar, y luego en otro durante una noche entera... —¿Y tu mujer y los niños? —Se han quedado allí. Volverán el sábado.

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4 Hasta ese momento, Calmar no se había topado más que dos veces con la portera, y ambos

encuentros habían sido muy breves. Al del garaje tampoco lo había visto durante mucho más tiempo y los demás no tenían importancia: ni el cajero del banco del Boulevard des Italiens, que sólo le había prestado atención al billete de cien dólares y que quedó convencido de su autenticidad, ni tampoco el maître ni el camarero del Café de la Paix.

Pero ahora la situación era distinta, y mientras entraba en su despacho, donde lo esperaba una pila de catálogos llegados en su ausencia de Estados Unidos, las bromas de Bob empezaron a inquietarlo.

Jouve tenía fama de ser un tipo frívolo que no se tomaba nada en serio y conservaba cierto talante bohemio. Estaba como una cabra, y siempre que una secretaria pasaba cerca de él no podía evitar tocarle el trasero o el pecho, incluso a la señorita Valérie, la secretaria más fea y falta de encanto, la cual se sentía obligada a proferir chillidos de espanto como si intentara violarla.

Vivía en un estudio del Quai des Grands-Augustins y cambiaba de novia más o menos cada mes. Resultaba curioso que todas ellas se parecieran: solían ser menudas, morenas y de ojos grandes y dulces, así que uno se preguntaba por qué no se quedaba siempre con la misma.

Cuando gastaba bromas, algo muy habitual en él, le reían los ojos y parecía un niño grande y rubio. En realidad, tenía la misma edad que Calmar; se habían conocido cuando éste estudiaba en La Sorbona, pues ambos frecuentaban la Petite Cloche, un restaurante barato del Quai des Tournelles, donde sólo servían un plato del día, escrito con tiza en una pizarra.

El dueño sabía por los periódicos que algunos colegas se habían hecho ricos aceptando cuadros de jóvenes pintores como pago por las comidas, y a veces hacía lo propio con los alumnos de Bellas Artes.

¿Pintaba Jouve todavía? Eso decía él, y quizá fuera verdad, pues resultaba dificil distinguir cuando hablaba en serio de cuando estaba de guasa.

—Oye, voy a tener que casarme, y cuento contigo como testigo. —¿Con quién? —¡Con quién va a ser! ¡Con Aline! Ya hace tres meses que salimos juntos y acaba de

anunciarme que está embarazada, y como su padre es gendarme en no sé qué pueblucho de Isère... Cuando uno se busca una amiguita —añadió con humor—, tendría que preguntarle siempre por la profesión del padre. ¡Un gendarme! ¿Y qué más? ¿Por qué no un guardia municipal?

Aquello ocurrió antes del invierno, y ya habían pasado varios meses cuando Calmar le preguntó el 1 de enero:

—¿Cómo está Aline? —¿Aline? ¿Qué Aline? —La hija del gendarme. —¡Ay! Imagínate: para empezar, el padre no era un gendarme, sino un peón caminero. Y,

además, un buen día ella se largó con no sé qué joven macarra a quien conoció en un baile. —¿Y el niño? —Supongo que no había niño. En todo caso, ya no me incumbe. ¿Aún no conoces a Françoise?

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Sólo hace tres semanas que vive conmigo, pero esta vez creo que va en serio. En alguna ocasión había envidiado a Jouve, mas al fijarse bien en él, había llegado a la

conclusión de que su amigo era menos feliz que él y que ocultaba su melancolía haciendo broma de todo.

Jouve también lo observaba a él, en especial aquel día. Sus despachos se comunicaban. El de Bob era una especie de estudio con una gran mesa de dibujo cerca de la ventana, en cuyas paredes había bocetos sujetos con chinchetas y donde objetos de plástico insospechados —objetos que el dueño incrementaba cada semana— se repartían por el suelo.

—Jouve, estudie este cubo, acaba de sacarlo un competidor. No está mal, pero podemos mejorarlo, en primer lugar redondeando los bordes...

¡Y dale con aquella manía suya de redondear!, aunque, curiosamente, quizás en eso radicara en parte el secreto de su fortuna: en el hecho de dar a los artículos de plástico, cualesquiera que fueran, un aspecto más redondeado, suave y cómodo.

—Cuando un cubo, una palangana o un cepillo de dientes tienen líneas duras, la gente cree que son baratijas.

Jouve iba al despacho de Calmar en mangas de camisa. —Parece que en el catálogo de Sears-Roebuck vas a descubrir montones de chismes nuevos. Ambos desempeñaban un oficio curioso. Y, desde luego, como casi todos los trabajadores de

aquella empresa, cada uno tenía su cargo: Jouve era director artístico y Calmar, a su vez, había sido nombrado de forma inesperada director de relaciones con el extranjero.

Curiosa empresa, aquélla. Sin embargo, el sistema daba resultado. ¿Acaso el «director de servicios técnicos», también llamado «director de laboratorios», no había consagrado la mayor parte de su vida a los análisis de orina?

A los clientes se les hacía visitar la sala de exposiciones de la planta baja, pero nunca les mostraban los famosos laboratorios ni las oficinas de investigación. Esas oficinas se resumían en el estudio de Jouve, aun cuando existieran otras más serias en apariencia, llenas de ingenieros y de personas salidas de las escuelas técnicas, en la fábrica de Nanterre, y otras más aún, sobre todo, en la moderna fábrica de Brézolles, que empleaba a doscientos obreros.

Pero el cerebro estaba aquí, en Neuilly, donde también se encontraba la habitación del gran jefe —tan austera como un cuarto para el servicio—, en el segundo piso, y el cuchitril donde Marcel, el chófer, se acostaba las noches en que no le daba tiempo de volver a casa.

El laboratorio era el antiguo taller que se hallaba al fondo del patio. De ese lugar, que había ido transformándose, había salido todo. Allí era donde el señor Racinet, un hombre bajito y rechoncho, se entregaba a unas investigaciones que parecían un juego. Racinet probaba mezclas y colores y accionaba la prensa con la sola ayuda del antiguo encargado del almacén de la quincallería, un tal Cadoux, que sabía hacer de todo.

—¡Eh, muchacho! —Bob se había plantado delante de Calmar, con un cigarrillo apagado en los labios—. ¿Seguro que estás bien? ¿Ha pasado algo allí entre Dominique y tú?

—¿Qué quieres que pase? Te aseguro... —¡Bueno! No te enfades, pareces inquieto, eso es todo. ¿Dominique está bien? —Muy bien. —¿Está morena? —Sabes perfectamente que no consigue broncearse. Se pone roja y se pela... Ambos hombres compartían un secreto, bastante embarazoso para Justin Calmar, por cierto.

Cuando alguien le preguntaba dónde había conocido a su mujer, Calmar contestaba con tono despreocupado: «En el metro, imagínese usted. O sea, que algo bueno tiene el metro... Los dos hacíamos cada día el mismo trayecto y acabamos por hablarnos».

Pero eso no era verdad: había conocido a Dominique en la Petite Cloche cuando ella era la

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amante pasajera de Bob y trabajaba como dependienta en una tienda de guantes del Boulevard Saint—Michel.

Luego, Bob y ella se separaron. La historia de cómo Justin había tomado el relevo de su amigo era confusa y jamás había conseguido desentrañarla.

Lo importante es que se había casado con Dominique hacía trece años y que era feliz con ella. —Te juro que soy muy feliz. —¡No lo dudo! ¡No lo dudo! Lo único que digo es que no lo parece... —¿Crees que vendrá el jefe? —¿Y a ti qué te importa? —¿Challans sigue de vacaciones? —Hasta el primero de septiembre. Challans era el director comercial. Aunque a él le sucedía lo mismo que a los otros: ostentaba el

cargo de director general, pero quizá lo eligieron porque vestía con sobriedad y elegancia, se desenvolvía con soltura y era capaz de hablar durante horas de cualquier tema y parecer que era un experto en la materia.

En realidad era un antiguo representante de productos químicos, a quien habían instalado en el despacho más bonito de la empresa, con una antesala donde se encontraban la centralita telefónica y dos secretarias.

Challans recibía a los clientes y los guiaba ceremonioso, de objeto en objeto, por la sala de exposiciones. Muchas veces, el gran jefe, Baudelin, irrumpía en el despacho de Challans como quien no quiere la cosa mientras éste cerraba algún trato, y a menudo la gente lo tomaba por un empleado más.

—¿No cree, señor director, que podría conceder al caballero los márgenes de crédito que solicita? —decía Baudelin como si fuera una broma.

Y, sin embargo, el señor Baudelin era el hombre menos bromista de la tierra. Con su aspecto de viejo criado de confianza, resultaba omnipresente, y tomaba todas las decisiones, tanto en Neuilly como en las fábricas.

A menudo merodeaba por los grandes almacenes y por las sucursales de otros establecimientos y manoseaba, como si fuera un cliente, los artículos expuestos.

—¿Está usted segura, señorita, de que este cubo resiste una temperatura de ochenta grados? —Nunca se ha quejado nadie, señor. —¿Y el color no queda desvaído después de varias semanas en los anaqueles? —Compruébelo usted mismo... —¿Cuántos venden por semana? —No lo sé, no soy yo la encargada. Compraba sin decir quién era y aparecía en el estudio de Bob con un paquete bajo el brazo. —Estudie esta porquería, hijo. Está hecho con los pies, pero se vende. Por lo tanto, si usted

consigue redondearlo y si Racinet obtiene un color que no se vaya con el sol... De pronto, Calmar se dio cuenta de que había sido feliz en esa empresa e intentaba convencerse

de que no había motivo alguno para dejar de serlo. «¿Dónde podría esconder los billetes?» En su despacho había un mueble grande de puertas correderas donde guardaba los catálogos.

Tenía una cerradura pero, como el mueble nunca se había cerrado con llave, hacía tiempo que ésta se había perdido.

En el rincón de la izquierda, cerca de la ventana, disponía de un archivador metálico verde para la correspondencia. La llave estaba en su sitio, pero cuando se marchaba por la tarde se limitaba a meterla en un cajón que, sin embargo, no se cerraba con llave.

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¿Qué se cerraba con llave en aquella empresa? Probablemente nada excepto el armarito de palisandro donde François Challans guardaba el whisky, el coñac y el oporto destinados a clientes especiales.

En el laboratorio del fondo del patio, tampoco Racinet consideraba que sus fórmulas fueran lo bastante originales como para guardarlas bajo llave.

¿Dónde habría podido guardar Calmar una fortuna de más de un millón y medio de francos? Y, si llegaba a descubrirse, ¿cómo iba a probar que era suya?

Estaba pensando en eso mientras fingía estudiar las ilustraciones de los catálogos norteamericanos. Aquella mañana, los billetes que guardaba en el maletín aún eran billetes anónimos que por el momento no pertenecían a nadie.

Provisionalmente, claro está. Por eso, porque creía que se trataba de algo provisional, durante unos instantes, alrededor de las doce del mediodía, contempló una vez más la posibilidad de ingresarlos en un banco hasta nueva orden, o de alquilar una caja fuerte para guardarlos en un lugar seguro.

Pero, sin darse cuenta, poco a poco empezaba a pensar en aquella fortuna como si le perteneciera. Todavía no se había preguntado qué haría con ella y no albergaba ningún plan; todo era aún impreciso. Claro que el dinero no era suyo, pero si los acontecimientos se desarrollaban de determinada manera, había posibilidades de que él se convirtiera en su propietario.

Y no se trataba de un robo ni de un acto deshonesto: se vería obligado a quedarse con el dinero y punto, igual que ahora se veía obligado a esconderlo en alguna parte.

Esa perspectiva resultaba seductora y angustiosa a la vez, si bien, de momento, era más angustiosa que agradable, porque aún no había nada definitivo y seguían surgiendo incógnitas.

Para empezar, ¿quién era el hombre del tren de Venecia y qué había sido de él? ¿Era un espía o un traficante internacional, como tenía motivos para sospechar?

En ese caso, ¿a quién debía devolver el dinero? ¿Podía acaso presentarse en el consulado de un país cualquiera y declarar, como si se tratara de un caso de espionaje: «Quiero entregarles un dinero que uno de sus agentes dejó en una taquilla de la estación de Lausana y cuya llave me confió...»?

¿Por qué le había confiado a él la llave? Pues para llevarle después el maletín a una tal Arlette Staub...

«Cuando llegué a su casa, estaba muerta...» Resultaba grotesco. Y si se trataba de una banda internacional, ¿a quién pertenecía el dinero en

ese caso? Al hombre del tren de Venecia no, pues los billetes habían ido a parar a sus manos de forma ilegal: el producto de un robo, de una estafa o de un fraude no podía en modo alguno ser propiedad del autor del delito o de sus cómplices.

Y, además, ¿dónde estaban los cómplices y quiénes eran? Al principio, su situación le había parecido casi sencilla, pero iba complicándose a medida que

pensaba en el asunto e incluso cuando se esforzaba en no pensar. Le habría gustado que el jefe entrase en su despacho y le encargara un trabajo urgente, algo que lo mantuviera ocupado día y noche durante una semana.

Los cómplices... Y no sólo había cómplices. O bien si todos lo eran, uno de ellos había sido el traidor y había intentado actuar por su cuenta matando a Arlette.

Esta última posibilidad le pareció mucho más grave, y de repente le entraron unos sudores fríos y tuvo ganas de vomitar el lujoso almuerzo, demasiado abundante y pesado, que se había tomado en el Café de la Paix.

Tenía que poner urgentemente las cosas en su sitio. La llave de la taquilla, para empezar, había sido un elemento esencial, pues quien la tuviera

podía apoderarse de un millón y medio de francos. Y el domingo 19 de agosto, en el trayecto entre Venecia y Milán, esa llave se encontraba en el

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bolsillo del desconocido, el cual se la había entregado con el pretexto de que debía coger un avión en Ginebra y no le daba tiempo a bajar del tren.

Por consiguiente, quien tuvo provisionalmente la llave entre Milán y Lausana fue él, Justin Calmar.

¿Quién conocía este hecho? Desde luego, el desconocido que se la había confiado. Sin embargo, siempre cabía la posibilidad de que alguien más estuviera al corriente; durante horas el tren fue lleno y en el pasillo se agolpaban personas de todo tipo que podían haber visto lo que había sucedido.

¿Por qué iba a desaparecer aquel hombre de forma voluntaria? Es más, ¿por qué había de suicidarse saltando del tren en el túnel del Simplón? Y si así fuera, ¿por qué no había hablado de ello La Tribune aquella mañana? Tendría que hojearla al día siguiente para ver si decía algo al respecto.

Sea como fuere, ¡el hombre había desaparecido! En aquel tren, en Lausana o en cualquier otra parte, seguro que alguien estaba al corriente de la existencia del maletín, puesto que Arlette Staub había sido asesinada poco antes de que Calmar fuera a verla.

¿Sabía su asesino que ella iba a recibir el dinero, seguramente como depósito, o quizá como intermediaria de una tercera persona?

Entonces, ¿por qué se había cometido el crimen de forma precipitada? Si como mucho, apenas dos horas después aquella fortuna ya se encontraría en el piso de la Rue du Bugnon.

¡Uf! Ya no podía más... Se sentía tan exhausto como si hubiera dado veinte vueltas al Bois de Boulogne, con aquel calor y a paso ligero.

—Estás verde, chico. Si es el estómago, deberías tomar bicarbonato de sodio. A pesar de su excentricidad, Bob era demasiado astuto como para creer que tenía una

indigestión, y ya debía de haberse percatado de que su compañero se veía acosado por un problema, que, además, ¡era insoluble!

¿Por qué la persona que se había deshecho de Arlette Staub no se desharía también de Justin aun cuando éste ya no tuviera el dinero?

Si no quedase más remedio, esa misma noche se resignaría a meter de nuevo los billetes en el maletín descuajeringado y buscaría un lugar desierto, lo bastante lejos de París, para tirarlo al Sena.

Pero ¿de qué le serviría? Si alguien sabía que los billetes obraban en su poder —y eso era perfectamente plausible—, no se habría enterado ni podría imaginarse siquiera que Calmar había decidido de repente tirarlos al agua.

Entonces, ¿dónde, cuándo, en qué lugar exacto le aguardaba el peligro? ¿Cuando regresara a su casa? Alguien podía haberse escondido allí, pero todavía no, pues aún estaba la señora Léonard. Sin embargo, a partir de las cinco el piso se quedaría vacío y cualquiera que tuviera cierta habilidad podría forzar la cerradura fácilmente.

Ni siquiera era indispensable recurrir a eso. Cenaría en Chez Étienne, en el Boulevard des Batignolles, para complacer a Dominique. Luego regresaría a casa y encendería las luces. Pongamos que un hombre llamase a la puerta. ¿Lo dejaría fuera, intentando hacerle creer que no estaba en casa cuando desde la calle se veían las luces encendidas?

Ni siquiera en el despacho estaba seguro. Dentro de un rato, bajaría al laboratorio para comprobar si había algún escondite seguro para los billetes. Puesto que acababa de volver de vacaciones, también debía saludar a Racinet y a Cadoux, a quienes no había visto desde hacía dos semanas.

Mientras atravesaba el patio, cualquiera podía abalanzarse sobre él o dispararle con un revólver antes de que él se diera cuenta de dónde venía el golpe.

Aquella mañana se había percatado de algo que lo afectaba más de lo que pensó en un primer momento. Él, un hombre de treinta y cinco años, casado y padre de familia, un hombre hecho y

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derecho, no disponía en su casa, en su propio piso, de un solo lugar donde guardar un objeto sin que los demás lo supieran.

¿No era acaso como si toda vida íntima y personal le estuviera vedada? En realidad, se daba cuenta de que era prisionero de su familia. No sólo no podía regresar a

cualquier hora sin rendir cuentas, o gastar el dinero sin que su mujer lo supiera, o tener dolor de estómago o sentirse inquieto sin que nadie se percatara de ello, sino que era imposible que guardara en secreto el menor trozo de papel.

«—Di, papá, ¿qué es esa caja?» O bien: «—¿Qué hay en ese paquete?». ¡Y hasta en el despacho le perseguía aquello, donde siempre pensó que tenía campo libre!

Aunque, por lo menos, podía encerrarse en los retretes, y así lo hizo. Nada más ver la taza del váter, vomitó el almuerzo.

—¡Vaya! Ahora tienes mejor aspecto, chico. ¿Te vienes a cenar a la Petite Cloche esta noche? Te presentaré a Françoise. Es muy divertida, ya verás. Nunca he conocido a una chica tan mal hablada...

—Lo siento, tengo un compromiso... Bob frunció el ceño. Sabía que Dominique no estaba y que Justin no tenía más amigos que él y

que no era probable que, pudiendo disfrutar de su soledad en París, fuera a cenar a casa de su cuñada o en Poissy, en el restaurante de sus suegros.

Calmar, que había percibido la sorpresa de Jouve, se apresuró a añadir: Conocí a un tipo en Venecia y le prometí... ¡Ay! Era una metedura de pata de las que en lo su-

cesivo debería evitar, pues cuando se encontrasen Dominique y él con Bob, éste era capaz de preguntar con la mayor inocencia: «Por cierto, ¿y tu amigo de Venecia?».

—Cuando digo Venecia... —empezó a desdecirse, empeorando las cosas—. En realidad, lo conocí en el tren.

—¿Es francés? —No, centroeuropeo, no sé exactamente de dónde... Había llegado al extremo de controlar hasta sus palabras más insignificantes, así como la

expresión de su rostro. Eligió un lugar ridículamente alejado, en los alrededores de Sartrouville, para deshacerse del

viejo maletín, que sin duda pocas personas habrían sido capaces de identificar. Pero antes fue a cenar a Chez Étienne, y para colmo tuvo que pedir higadillos de ave. —¿Qué tal las vacaciones, señor Calmar? ¿Y cómo está su encantadora esposa? Aún no era de noche cuando entró en el restaurante. El dueño no dejó pasar la oportunidad de

recibirlo con un apretón de manos, como tampoco la oportunidad de comentar: —No le veo muy moreno. Para haber vuelto de vacaciones, no tiene muy buen aspecto... Vamos

a prepararle un menú ligero: una juliana para empezar y luego una tortillita de higadillos de ave que le hará chuparse los dedos.

Debía aceptar incluso la tortilla porque, de lo contrario, el día que fuera con Dominique al restaurante podía darse el comentario: «¿Se acuerda de que cuando vino a cenar después de volver de Venecia no quiso probar mis higadillos de ave?».

Entonces ella se enteraría de que no había almorzado en el Boulevard des Batignolles. Iba de pregunta en pregunta y de mentira en mentira. Calmar empezaba a desconfiar de todo.

Sin embargo, podía contárselo todo a Dominique. La idea acababa de ocurrírsele, pero le asqueaba planteársela en serio.

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¿Cómo reaccionaría ella? Dominique era tan honrada como él, así que lo primero que haría sería reprocharle no haber acudido inmediatamente a la policía.

Tal vez conseguiría convencerla de que esa opción era casi imposible desde el momento en que había aceptado la llave de manos de aquel desconocido del tren. Y ahora, al día siguiente, a lo largo de los próximos días, sería más imposible que nunca, siempre y cuando la historia no tomara un cariz imprevisto.

De lo que estaba cada vez más seguro es de que aquel dinero seguiría en su poder, pasara lo que pasara. Y de que, si se lo contaba a su mujer y, como era previsible, llegaba a las mismas conclusiones que él, ella tomaría en lo sucesivo las riendas de su vida.

«—Lo primero, los niños, Justin. Siempre te he dicho que el aire de París no les sienta bien. Recuerda que desde que nos casamos he insistido para que nos comprásemos una casita en el campo. Algunas pueden pagarse en quince años...»

¡Y eso lo decía porque sus padres se habían retirado cerca de Poissy! «—¿Qué hacías tú cuando te conocí? Eras profesor de inglés en el Liceo Carnot, ¿verdad?, y

renunciaste libremente a la enseñanza para ganar dinero. Por aquel entonces incluso hablabas de preparar las oposiciones a cátedro. Pues ahora nada te lo impide. Nos instalamos donde sea, en un lugar agradable, cerca de algún río. Te las ingenias para conseguir la plaza en la ciudad más cercana, y continúas trabajando a tu aire pero sin problemas de dinero. Entretanto los niños llevarán una vida saludable. Y ahorraremos para pagarles los estudios cuando sean mayores, porque nunca se sabe lo que puede pasar...»

¡No! Aquel dinero, que lo atormentaba y lo seguiría atormentando, no serviría para cumplir los sueños de Dominique.

Porque, para empezar, ni siquiera eran los sueños de Calmar, y, cuanto más parecían serlo, menos lo eran. ¡La idea de las oposiciones a cátedro, sin ir más lejos! Es cierto que se le pasó por la cabeza, como también es cierto que, durante algún tiempo, se imaginó a sí mismo como profesor preparando tranquilamente, con los pies enfundados en unas pantuflas, una serie de obras sobre lenguas comparadas, o sobre tal o cual poeta, sobre Byron por ejemplo, y su influencia en la literatura universal.

Eligió aquella carrera porque, cuando estaba en cuarto curso, un profesor había dicho: «Este niño tiene un talento innato para las lenguas».

Luego consiguió una beca y, después de licenciarse en letras, aprobó el CAPES de inglés y alemán, lo que significaba que podía ser profesor de cualquiera de esas dos lenguas en los «centros públicos de enseñanza secundaria».

Fue su época en el Barrio Latino, cuando vivía en un hotelito detrás de la Halle aux Vins, y, los días señalados, iba a comer a la Petite Cloche, donde conoció a Robert Jouve.

Su madre se alegraba de que fuera profesor; lo único que lamentaba es que no hubiera obtenido una plaza en Gien, sino en París. Ignoraba que al principio sólo hacía sustituciones, aunque para ella era lo mismo que ser profesor, y seguramente les decía a sus clientes: «Mi hijo, el profesor...».

Pero él no se había dejado llevar por ese camino; en realidad, nadie lo había empujado, pero tampoco podía decirse que su elección fuera deliberada. Cuando se casó con Dominique y se pusieron a vivir en el piso de dos habitaciones con un patio que daba al Boulevard des Batignolles, a menos de cien metros del restaurante donde acababa de cenar, no había hecho sino seguir la corriente.

Cuando conoció a los Lavaud, éstos vivían en el piso actual de Calmar. El padre, que por aquella época era maître, tenía un concepto muy elevado de su papel en la sociedad. El restaurante Wepler era aún el lugar de reunión de un buen número de vedetes y de críticos que lo tuteaban con familiaridad. Cuando él, por su parte, hablaba de ellos o de ellas, también tendía a llamarlos por el nombre, de igual a igual.

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«—Es que en mi oficio, hijo mío, uno conoce a mucha gente y mucha gente lo conoce a uno. No existe ninguna otra profesión donde se entablen relaciones tan interesantes. Por no hablar de lo que se aprende sobre las personas, mucho más de lo que nadie imagina. Si un hombre como yo, que conoce París desde hace cuarenta años, escribiera sus memorias... Tú das clases a los hijos de mis clientes, pero sólo los conoces de forma superficial.»

Una de las hermanas mayores de Dominique estaba casada y vivía en Le Havre, y tenía relación con la hostelería, pues su marido era jefe de camareros en la Transat. Rolande, la otra hermana, era la secretaria de un abogado de la rive gauche y vivía sola, de forma un tanto misteriosa.

¿Quién sabe? Aunque ya no dependiese de sus padres, al menos en apariencia, a Dominique podía ocurrírsele proponer: «¿Y si comprásemos un restaurante parecido al de papá?».

Lo llevaba en la sangre. Los domingos, mientras él hacía la siesta, a ella le encantaba echar una mano en la cocina o en el comedor, y Calmar a menudo la sorprendía con el delantal puesto.

«—Compréndelo, Justin, están desbordados. Y, además, es natural; como no pagamos nuestras comidas...» ¡Como si fuera él quien quería ir a Poissy los domingos! Los niños, todavía, por el viejo caballo; pero él habría preferido cambiar de decorado de vez en cuando.

Y, con respecto a la enseñanza, le parecía extraño descubrir de repente, porque un desconocido le había puesto casi a la fuerza una llave en las manos, que casi toda su vida se basaba en medias verdades, cuando no directamente en mentiras.

Al principio fue feliz en el Liceo Carnot; como su suegro, también él consideraba su oficio como uno de los más hermosos del mundo.

Le encantaba ver frente a él las hileras de rostros atentos, y casi estaba impaciente por dar clases en quinto y sexto, para poder comunicar a los jóvenes estudiantes su admiración por los poetas ingleses.

No había dejado la enseñanza por motivos económicos, como le dio a entender a Dominique, y sólo Bob estaba al tanto de su secreto: había fracasado miserablemente en su carrera como profesor, justo después de dos años, cuando su vocación aún no se había debilitado.

Sin embargo, él hizo cuanto estaba en sus manos. Como sabía que la mayoría de los alumnos detestaba las lenguas extranjeras, se había esforzado en que sus clases resultaran atractivas. Inventaba, por ejemplo, diálogos divertidos y humorísticos que interpretaba con sus alumnos más aventajados.

«—Me parece que hoy está usted muy serio, señor Brown. »—Es que me he dejado el paraguas. »—¡No me diga que llueve! »—¿Podría no llover?» Siempre se reían. Excepto un alumno, un tal Mimoune, que invariablemente se sentaba al fondo

de la clase y no se reía ni sentía el menor interés por lo que pasaba a su alrededor. «—Señor Mimoune, ¿puedo preguntarle en qué está pensando? »—En nada, señor. »—Me permito recordarle, señor Mimoune, que en este momento debería pensar en la lección de

inglés. Supongo que sus padres lo envían aquí para eso.» Pero el chico era terco y porfiado y, en momentos como aquél, su mirada expresaba un odio

brutal. «—Señor Mimoune, tradúzcame la primera frase de la página sesenta y cinco. »—Se me ha olvidado el libro, señor. »—Pídale a su vecino que le preste el suyo. »—Nunca pido cosas prestadas. »—Señor Mimoune, cópieme tres veces la página sesenta y cinco.»

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Aquella batalla interminable entre un hombre hecho y derecho, investido de autoridad sobre sus alumnos, y un niño de doce años, cuya fuerza radicaba en el hecho de que su padre era el jefe de gabinete en un importante ministerio, era ridícula.

«—Señor Mimoune... »—¿Sí, señor?» Ese «sí, señor» era tan sardónico que a menudo Calmar desistía. «—Nada. Siéntese. Intentaremos no perturbar sus ensoñaciones, siempre y cuando usted se

avenga a no perturbarnos a nosotros...» Con los demás grupos, Calmar no tenía demasiadas dificultades, pero en la clase de Mimoune la

situación empeoró paulatinamente y no tardaron en perfilarse dos bandos. Se dio cuenta sobre todo por las risas: llegó un momento en que de sus bromas sólo se hacía eco

la mitad de la clase, y poco a poco esta mitad fue menguando. —Muy bien, señores, si prefieren ustedes la severidad, me mostraré severo, aunque reconozco

que lo haré muy a mi pesar... Sólo daba las clases de primer y segundo curso; pero el año en que Mimoune pasó a tercero, a

pesar de sus notas en inglés, a Justin lo ascendieron y le asignaron esa clase. El chico había dejado de ser un niño. Su voz se había vuelto más grave y su mirada reflejaba no

sólo un odio pertinaz, sino la voluntad inexplicable de salirse con la suya. «—Señor Mimoune... »—¿Sí, señor? »—¿Tiene su selección de textos? »—Sí, señor. »—Si es usted tan amable... »—No lo haré por amabilidad, señor, sino por obligación... »—Aunque no me alegra exactamente, no puedo dejar de felicitarlo por su sutileza, que me

encantaría descubrir también en sus comentarios de texto. Página cuarenta y dos, por favor...» El director llamó a Calmar a su despacho en dos ocasiones: hablaron de los padres de los

alumnos en general, de forma vaga, sin mencionar jamás el nombre de Mimoune. «—Señor Calmar, algunos se quejan de cierta falta de rigor en su forma de dar clases. Según

parece, le gusta hacer reír a sus alumnos, aun en detrimento de la disciplina, pero eso no es óbice para que en otros momentos se muestre usted de una severidad excesiva. Téngalo en cuenta, no olvide que la virtud se halla en el término medio. Puede retirarse, señor Calmar.»

La bofetada llegó en junio, cuando llevaba tres años en la enseñanza. Era un día de un calor bochornoso y a Josée, que contaba un año y medio, le estaban saliendo los dientes. Los suegros aún vivían en París y el matrimonio habitaba en el piso de dos habitaciones de la Rue des Batignolles. Durante la primavera, Dominique había estado enferma.

Mimoune se mostraba más tranquilo y a la vez más virulento que nunca. «—Señor Mimoune, ¿cuántas veces le he dicho que está prohibido mascar chicle en clase? »—Señor profesor, me permito recordarle que es usted, con frecuencia, el primero en chupar

pastillas de cato.» El chico estaba en lo cierto, pues, por aquel entonces, Calmar padecía a menudo del estómago y,

al dirigirse a sus alumnos, no soportaba notar su propio mal aliento. «—No le permitiré que... »—Y yo no pienso tolerar que un...» Hablaban a la vez, a un metro de distancia, y Mimoune, que había crecido y tenía la misma

estatura que su profesor, se puso en pie. ¿Quién fue el primero en hacer un gesto que el otro malinterpretó? Sea como fuere, se oyó el chasquido de una bofetada, seguido de un silencio como jamás había reinado en aquella clase y, por último, se produjo un tumulto.

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«—Señor director, le aseguro que me sentí amenazado. Me miraba con tanta inquina que, cuando des—cruzó los brazos, creí que...

»—Cállese, señor Calmar. Déjelo hablar, por favor. »—Me ha pegado, señor director. Sé que me la tenía jurada: hace ya tres años que me tiene

manía. »—¿Qué contesta usted, señor Calmar? »—Que, efectivamente, desde hace tres años este alumno...» ¿Para qué defenderse? De todas formas saldría perdiendo, y no sólo a causa de Mimoune, sino

porque también los profesores, los vigilantes y el director lo observaban con desconfianza, como si vieran en Calmar a la oveja negra.

Había comenzado en el mundo de la enseñanza con alegría, incluso con verdadero entusiasmo. «—Se acabó, Bob, chico. De momento, sólo me han reconvenido, pero cualquier día ocurrirá

algo más grave. Me destinarán a un pueblucho perdido hasta el momento en que me sugieran que dimita...

»—¿Y qué vas a hacer? »—No lo sé, no me veo como intérprete en Cook o como conserje en un gran hotel. Sin

embargo, es lo único que podría hacer dados mis conocimientos. »—Oye, ¿sabes también alemán? »—Más o menos como el inglés. »—Se lo diré a mi jefe. »—¿Quieres decir que puedo conseguir trabajo en una empresa de plásticos? »—No conoces a Baudelin... ¿Es acaso un industrial? No. Era un simple quincallero que no tenía

la menor idea de plásticos... ¿Y qué soy yo? Un simple pintor, antiguo alumno de Bellas Artes, pero eso no impidió que me contratara como dibujante de palanganas, de cepillos de dientes, de cubiertos para cámping y de cantimploras irrompibles. La semana pasada volvió a quejarse de que en la empresa no hubiera nadie que supiera inglés. "Esos malditos norteamericanos", decía, "tienen modelos más modernos que los nuestros y cada día inventan nuevos artículos de plástico. Si hubiera alguien aquí capaz de leer sus catálogos..."

Y aquél era su trabajo. Empezó con los catálogos de Sears-Roebuck, de Macy's y de Gimbel's,

entre otros grandes almacenes. Sin embargo, al igual que sus padres, Dominique creía que había dejado la enseñanza para ganar

más dinero. «—Justin, sé que te sacrificas por nosotras, por Josée y por mí... —Bob no había nacido aún—.

¿No será demasiado duro? ¿Estás seguro de que no te arrepentirás? »—No, mujer, no...» ¿De cuántas cosas tendría que convencerla en lo sucesivo? Le iba dando vueltas al asunto en la

cama, en la cama matrimonial, donde el hecho de estar solo hacía que se sintiera incómodo, obsesionado por el portafolios lleno de billetes y colocado con negligencia, como si fuera un objeto sin ningún valor, en el armario de la entrada.

¿Y si...?

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Segunda parte

1 —¡Mi pobre Justin! No tienes buen aspecto. Espero que hayas comido en Chez Étienne y que te

hayan cuidado bien. Desde el sábado, ya en la estación, Dominique le echaba ojeadas llenas de inquietud. —¿Te has tomado el medicamento para el hígado? Ese tema venía de lejos, de la época en que empezó su larga batalla con Mimoune en el colegio.

Estaba preocupado porque no veía más salidas laborales que la enseñanza y sabía que ya no resistiría mucho tiempo. Su estómago se resentía. Ya entonces tenían como médico al doctor Bosson, que todavía seguía curando a toda la familia.

Sin embargo, no fue Bosson quien mencionó su hígado, sino Dominique. —¿No le parece, doctor, que está delicado del hígado? —Tal vez un poco... —se limitó a mascullar el doctor Bosson de forma vaga, a la vez que

sacudía la cabeza. La verdad es que nunca llevaba la contraria a nadie. Le recetó unos polvos que debía tomar al despertarse y después de cada comida, pero a Justin se

le había olvidado tomárselos durante meses. —Deberías cuidarte más. Vuelves a estar amarillo... Se le hacía extraño tenerlos de nuevo a su lado, volver a ver a su hija con un vestido, más

morena que cuando se separaron, y a Bib, que, de pronto, se le antojaba ya todo un hombrecito. Sentía que no iba al mismo compás que su familia. Ellos, por su lado, presentían casi de forma

inconsciente, sobre todo Dominique, que algo había cambiado. —¿Has salido muchas noches? —Sólo una, con Bob. —¿Y volviste tarde? —A las once. El resto de las noches, a las diez ya estaba en la cama. —¿Vino la señora Léonard todos los días a limpiar como habíamos quedado? —Supongo. No la he visto, pero por la noche todo estaba ordenado. —¿Tienes algún problema en la oficina? —En absoluto. Tendría que acostumbrarse, proceder a una suerte de reajuste. Durante aquella semana se habían producido muchos acontecimientos insignificantes de los que,

sin embargo, no podía hablar. El martes compró La Tribune de Lausanne en un quiosco de los Campos Elíseos. Se lo metió en el bolsillo, entró en un bistrot, pidió un aperitivo, y luego se encaminó hacia los lavabos a hojear el periódico.

No podía arriesgarse a que lo vieran leyendo un diario suizo, a él, que a lo largo de su vida a lo

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sumo habría pasado tres horas en Suiza, donde no tenía ni parientes ni amigos. Las noticias que aparecieron bajo la rúbrica de «Valais» hicieron que se le acelerase el corazón. «ENCONTRADO UN CUERPO DESCUARTIZADO EN EL TÚNEL DEL SIMPLÓN »La noche del domingo al lunes, los equipos de mantenimiento de las vías ferroviarias hicieron

un descubrimiento macabro en el túnel del Simplón. En efecto, a cinco kilómetros de Brig encontraron, diseminados sobre el balasto, los restos horriblemente descuartizados de un hombre de mediana edad que no ha podido ser identificado. Se cree que podría tratarse de un viajero que, en la oscuridad del túnel, se equivocara de puerta y después perdiera el equilibrio.

»En periodo de vacaciones, numerosos trenes atraviesan el túnel del Simplón, en particular los sábados y los domingos. Por este motivo, en el estado actual de la investigación, es imposible determinar en qué convoy viajaba el infortunado viajero.»

Nada de grandes titulares ni de pathos, aparte de aquel «horriblemente» y del «infortunado viajero». Era una noticia más de la sección de sucesos, de la que quizá volvería a hablarse, o quizá no.

Lo importante es que el desconocido del tren de Venecia no iba a reclamar a Justin el contenido del maletín. Resultaba extraño que no se mencionara ni su pasaporte ni el contenido de su billetero, a no ser que quienes lo hubieran empujado, amparados en la oscuridad del túnel, se hubiesen apoderado de sus documentos antes de perpetrar el crimen.

Dos páginas después había otro titular, con el mismo tipo de letra pequeña: «ESTRANGULADA JOVEN MANICURA DE LAUSANA »El lunes por la tarde, la policía acudió a un piso de la Rue du Bugnon tras recibir la llamada de

Juliette P., una modista vecina de la finca, a quien le extrañaba no oír ningún ruido en casa de su vecina.

»Cuando descubrió que la llave no estaba echada, entreabrió la puerta de modo que pudo vislum-brar, en la sala de estar, el cuerpo sin vida de su vecina. Se trata de la señorita Arlette Staub, nacida en Zúrich pero residente desde hace varios años en nuestra ciudad.

»Arlette Staub ejercía de manicura. Concretamente, trabajó durante mucho tiempo en uno de los hoteles más conocidos de Lausana, frecuentado por una clientela internacional.

»Al parecer, la muchacha, que era joven y elegante, no se contentaba con su sueldo y recibía en su domicilio a numerosos visitantes.

»Aunque la policía prefiere guardar silencio sobre el asunto, todo apunta a que la joven manicura, de veinticinco años de edad, fue estrangulada el domingo por la tarde, con un pañuelo de seda azul que fue hallado cerca del cadáver».

Eso era todo. Tampoco aquí había demasiado pathos, ni se traslucía ningún sentimiento de

piedad hacia una joven elegante que tal vez no se contentaba con su sueldo y «recibía en su domicilio a numerosos visitantes».

Sin embargo, un detalle le resultó inquietante a Calmar: «... la policía prefiere guardar silencio sobre este asunto...».

¿Significaba eso que la policía tenía por lo menos un indicio que no quería desvelar? ¿Habrían detectado la presencia de un hombre vestido con un traje de color marfil que, a última hora de la tarde, se había detenido frente al edificio y había vuelto a subir a un taxi instantes después? ¿Habían dado quizá con el taxista? ¿Les habría facilitado éste su descripción y habría mencionado el maletín?

La camarera del restaurante de la estación seguro que se acordaría de él, de sus dos whiskies y de su rostro inquieto o desencajado.

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En lo sucesivo, todo aquello ya formaba parte de su vida, e incluso se había hecho a la idea de ello. El lunes por la noche fue en coche hasta Sartrouville y arrojó al Sena el maletín envuelto en un papel azulado, que quedó flotando largo rato en el agua antes de hundirse definitivamente.

Todo le inspiraba desconfianza, tanto los coches aparcados en la oscuridad, que quizá daban cobijo a parejas de enamorados, como las gabarras amarradas a lo largo de los muelles o los vagabundos que dormían al pie de un árbol o del pilar de un puente.

Había tomado la precaución de hacer todas las comidas en Chez Étienne, salvo la noche que fue a cenar con Bob y con su nueva amante, aquella Françoise mal hablada que seguro que dijo en cuanto Calmar se hubo marchado: «Oye, tu amigo no es muy divertido que digamos...».

Nunca había sido divertido, pero, aparte de la época más sombría del colegio, tampoco creía ser el más triste de los hombres. Por las noches ayudaba a Josée a hacer los deberes, y ella no dudaba en gastarle bromas, cosa que no se habría atrevido a hacer con un padre gruñón o muy serio.

No. Era como los demás hombres, como la mayoría. Incluso ahora, ¿acaso no estaba actuando como lo habría hecho cualquier otra persona en su lugar?

A falta de un escondite seguro en los despachos o en el laboratorio de la Avenue de Neuilly, optó resignado por una solución que sólo le gustaba a medias y que consideraba provisional.

Puesto que había recogido el maletín en una taquilla automática, ¿por qué no seguir empleando el mismo sistema?

El martes salió del despacho más temprano que de costumbre y atravesó casi todo París para llegar a una marroquinería del Boulevard Beaumarchais. Convencido como estaba de que no debía hacer en su barrio una compra que no podía justificar, se acordó de esa tienda, que había vislumbrado un día que pasaba por allí y que estaba más o menos a la altura del Circo de Invierno.

Lo único que le importaba era el tamaño, no la calidad. Al contrario, el maletín debía ser lo bastante corriente como para no llamar la atención cada vez que fuera a retirarlo.

Porque en lo sucesivo se vería obligado a recogerlo cada cinco días, según lo estipulado en el reglamento. Después de cinco días, el encargado de la consigna abría las taquillas y dejaba el contenido de las mismas en los anaqueles de la consigna durante un plazo de seis meses.

Calmar no quería arriesgarse. Aunque también era posible alquilar una taquilla durante un periodo más largo, pero se habría visto obligado a cumplimentar un formulario con su nombre y una dirección.

Empezó por la Gare Saint-Lazare. Debía retirar el maletín o volver a meter las monedas en la ranura antes del domingo, pero esta segunda opción le parecía demasiado arriesgada; prefería cambiar de estación cada vez.

Esta actividad resultaba mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. Hasta su regreso de Venecia, nunca se había percatado de que vivía prisionero de una rutina y de que sus actos y sus gestos eran observados las veinticuatro horas del día, bien por su mujer y sus hijos, bien, en la oficina, por el jefe, sus compañeros y las secretarias.

Prueba de ello es que nunca había oído hablar tanto de su mal aspecto; ¡como si no estuviera en su derecho de tener digestiones pesadas o de sentirse inquieto, desasosegado!

—¿Qué te pasa, cariño? —Dominique se levantaba de la mesa para ir a buscarle sus sobrecitos de polvos—. Si no te encuentras mejor en dos o tres días, telefonearé al doctor Bosson...

El doctor vivía a tres puertas de su casa. Lo veían pasar con su viejo maletín en la mano, que pesaba tanto que parecía tener un hombro más bajo que el otro. Lucía un enorme bigote entrecano que le confería cierto parecido con un perro de aguas y, cuando examinaba a un enfermo, no cesaba de mascullar.

Les tenía afecto, sobre todo a Josée, a quien había visto nacer. ¿O es que estimaba a todos sus pacientes?

A Justin no le apetecía nada que lo examinara el doctor. Antes de que su mujer se preocupase

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más seriamente, tendría tiempo de recuperarse un poco. De hecho, empezaba a encontrarse algo mejor. Ya se sentía capaz de determinar sin excesiva ansiedad ni angustia qué debía hacer y qué no, qué debía decir y qué debía callarse.

También el señor Baudelin puso su granito de arena cuando el martes irrumpió en el despacho de Calmar.

—¡Vaya! ¿Ya está de regreso? ¡Como si no supiera que le había exigido a Justin que volviera a trabajar el lunes por la tarde! No puede decirse que a usted le hayan sentado bien las vacaciones. Aunque lo cierto es que no le

sientan bien a casi nadie. Eso de recorrer las carreteras con el único afán de adelantar camiones, dormir en habitaciones incómodas, atracarse de cualquier cosa pensando que, como no se está en casa, la comida es mejor... Y, para colmo, pasarse el santo día al sol quemándose la piel, riñendo con la mujer y regañando a los niños... Menos mal que, cuando vuelve uno por fin, puede descansar en el despacho. ¡Descanse, amigo mío! Tiene usted todo el tiempo del mundo. Por lo que a mí respecta, nunca me he tomado unas vacaciones y espero no tener que hacerlo jamás...

Si no existieran los sábados ni los domingos, Baudelin habría sido sin duda alguna un hombre feliz, pues esos días se sentía como pez fuera del agua.

Un sábado por la tarde en que Calmar tuvo que regresar a la oficina para recoger un informe en el que quería trabajar el domingo, se encontró los despachos vacíos y en silencio, visión que también a él le deprimía. El edificio tenía un aspecto como de abandono y lo que durante la semana parecía importante adquiría de pronto un aire de futilidad.

La sala de exposiciones, por ejemplo, con sus heteróclitos objetos de plástico multicolores, se convertía en la caricatura de una tienda. Los casilleros de la correspondencia perdían su solemnidad y las máquinas de escribir, enfundadas, cobraban cierto aire fúnebre.

Costaba creer que, el resto de los días, aquel lugar fuera un hervidero de actividad, de personas que se afanaban con el semblante serio, pendientes de aquellos cubos amarillos o verdes, de los cubiertos transparentes, de las botellas y los peines, de todos aquellos artículos, producto de largas investigaciones, discusiones y ensayos de laboratorio, que de repente cobraban un aspecto estrafalario.

Sentado a su mesa, Justin estaba buscando las piezas de plástico que necesitaba cuando oyó el repiqueteo de una máquina de escribir en el piso de arriba. Intrigado, subió a la segunda planta, donde rara vez ponía los pies.

Allí estaba el dueño, con pijama y bata, escribiendo con dos dedos en una máquina de escribir portátil que desconocía que tuviera.

—¿Qué diablos hace usted aquí un sábado por la tarde? —Lo siento. He venido por unos documentos que me propongo traducir con tranquilidad en

casa. —¿No está demostrando demasiado celo? Aunque adoptó una expresión enfurruñada, Calmar intuyó que a aquel hombre ya anciano no le

disgustaba ver a una persona. Los días como ése, debía de pasárselos deambulando por los despachos vacíos, por el laboratorio y los almacenes. De ello se percataban los lunes, cuando el señor Baudelin llamaba a una de las mecanógrafas para dictarle las observaciones que había formulado y que se traducían en unas breves notas dirigidas a los distintos jefes de departamento.

Así como los despachos del primer piso eran modernos y cómodos, el de Baudelin era una especie de leonera en la que jamás había entrado un solo cliente. Junto a unos clasificadores verdes, en las paredes se veían anaqueles de madera blanca atestados de catálogos y de toda clase de papeles. Y en el suelo, por los rincones, se apilaban objetos fabricados en la empresa, sobre todo productos fallidos que Bob o el señor Racinet habían analizado y estudiado.

Con cierta frecuencia, el jefe le pedía a Marcel, su chófer, que el domingo por la mañana lo

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llevase a Nanterre o a la fábrica de Brézolles, donde sólo quedaba el vigilante y donde, como en Neuilly, se dedicaba a deambular por las estancias desiertas.

Desde que empezaron las obras en Finistère, solía pasarse la noche en el coche y, los domingos, los automovilistas que transitaban por el lugar lo veían ir y venir, solitario, bajo las grúas y alrededor de los agujeros abiertos como fauces, las hormigoneras y las taladradoras.

—Espero que su mujer haya aprovechado mejor que usted su estancia en Venecia. —No vuelve hasta el sábado. Baudelin sólo había visto a Dominique en una ocasión: en el vigésimo aniversario de la empresa,

cuando se reunió a todo el personal en torno a un bufé, en la sala de exposiciones. Era muy buen fisonomista y también recordaba siempre los nombres, de modo que se acordaba de que Justin se había ido de vacaciones a Venecia y seguramente sabía dónde se encontraba cada uno de sus empleados.

Sin embargo, a Baudelin le habría resultado más omplicado saber lo que hacían su propia mujer y su hija.

«Habrá que tener cuidado con él...», pensó Justin. No veía a menudo al señor Baudelin, por lo general sólo durante unos instantes, al entrar o salir

de algún despacho, pero era el más peligroso de todos. Es cierto que Bob lo observaba más y que le interrogaba con cara de preocupación, pero no tardó

en llegar a la única conclusión que su amigo consideraba posible. «—Todos los matrimonios están condenados al fracaso —solía decir con expresión burlona—.

Desde el momento que se pone a dos seres juntos, un varón y una hembra, es ridículo pensar que los dos van a sacrificar eternamente su personalidad.»

Bob, en cambio, nunca había convivido con una mujer más de tres meses. ¿No lo lamentaba? El hecho de que fuera tan pesimista, ¿no se debería a su incapacidad para entablar una auténtica relación de pareja?

«—Durante un tiempo, las parejas van cogidas de la mano o del brazo contándose la vida. A ambos les encanta contarse la vida, pero no prestan sino una distraída atención a lo que les cuenta el otro... La segunda, la tercera vez que una mujer suelta la misma anécdota de su infancia, empieza la irritación, y lo mismo sucede si es el hombre quien repite lo que hacía a los diecisiete años. Es como un combate de boxeo —concluía—. A fin de cuentas, uno tiene que ganar y el otro debe resignarse. ¿Quién de los dos ganará? He ahí la cuestión.»

Justin creía que, en su matrimonio, ni el uno ni el otro había intentado ganar; pero sólo ahora empezaba a percatarse de los estrechos límites entre los que discurría su vida.

Para hacer algo tan sencillo como cambiar el maletín de taquilla cada cinco días, debía encontrar una excusa, ya fuera en la oficina, si se marchaba antes que de costumbre, ya en su casa, si regresaba más tarde.

Tiempo atrás, las raras ocasiones en que hacía una parada de vuelta a casa era para comprar, por ejemplo, las primeras violetas para Dominique, tradición que había mantenido ininterrumpidamente durante trece años. En ocasiones llevaba fruta temprana para los niños: las primeras cerezas, albaricoques y melocotones de la temporada o, a veces, en invierno, un pastel que compraba siempre en la misma pastelería de la Avenue de la Grande-Armée.

—Disculpadme, hijos míos, por haber llegado un poco tarde. Me ha retenido un accidente que se ha producido justo delante de mí, y es una suerte que no me hayan llamado como testigo. He hecho como si no hubiera visto nada... —decía ahora.

Pero no podía inventarse un accidente cada cinco días. La situación, evidentemente, acabaría por arreglarse; sólo era cuestión de hacer una puesta a punto, de organizarse, como decía con pomposidad el pomposo de François Challans, que tanto apreciaba la palabra «eficacia».

El hombre del tren de Venecia había muerto. Arlette Staub, la manicura que, según La Tribune

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de Lausanne, tenía costumbres licenciosas, también había muerto. En ambos casos no se habían mencionado ni el maletín ni los billetes, ni tampoco se había hablado de espionaje ni de una banda criminal internacional.

Hasta nueva orden, el millón y medio no pertenecía a nadie, que era lo mismo que decir que per-tenecía a Justin Calmar.

Y, en la medida de lo posible, estaba decidido a quedárselo. Una vez más, no se trataba de codicia, ya que, en el fondo, no tenía la menor idea de lo que haría con él; de hecho no había cambiado más que un solo billete, y le había costado lo suyo gastarlo.

—¡Vaya! ¿Te has comprado una corbata nueva? —Pensé que te gustaría verme con una corbata más alegre... Era Dominique quien solía elegir sus corbatas, regalo inevitable en su cumpleaños, Navidad y el

día del padre. Pero Justin no había podido resistir la tentación de comprarse una corbata a rayas rojas y azules en una camisería de la Avenue George—V donde, tiempo atrás, jamás habría puesto los pies.

—Te habrá costado un dineral. —Menos de lo que pensaba, dieciocho francos. No era verdad. Le había costado veinticinco, y ya empezaba a arrepentirse de haber mentido.

Resultaba crucial mostrarse más prudente y mantenerse siempre alerta. El nombre de la tienda figuraba en la etiqueta de la corbata; ¿y si, para su próximo cumpleaños, Dominique entraba en esa tienda y pedía una corbata de dieciocho francos?

Había trabajado durante toda su vida: ya de niño se aplicaba más que sus jóvenes compañeros con el propósito de ganar una beca, y, cuando fue profesor de secundaria, también se esforzó más que sus colegas, aunque eso no impidió que fracasara de forma miserable a causa de un chiquillo llamado Mimoune.

Quería tomarse la revancha, una revancha secreta y solitaria, pues no podía confesar a nadie que se había convertido en un hombre rico.

A medida que transcurrían los días, y después las semanas, su mujer estaba cada vez más

pendiente de él, se mostraba más protectora y lo miraba de reojo constantemente. —¿Estás seguro de que no me ocultas algo? —Te juro que no, cariño. —Entonces, será el cansancio. —Te aseguro que no trabajo más que de costumbre. También sus suegros le echaban miradas de soslayo los domingos; seguro que hablaban de él en

la familia. De hecho, una mañana de domingo en que Bib o pudo salir de casa porque estaba resfriado, mientras Calmar paseaba con su hija por el barrio, ésta le ijo de repente, con el semblante grave de un adulto:

—En el fondo, todas somos unas egoístas... —¿A quién te refieres? —A nosotras, a las mujeres. A los niños también, supongo... —¿Por qué dices eso? —Porque estamos tan acostumbradas a que trabajen los hombres que ya ni nos damos cuenta.

Siempre estamos exigiendo algo. La semana pasada me empeñé en que mamá me comprase un jersey de otoño con la excusa de que el del año pasado me venía pequeño, aunque habría podido ponérmelo. La verdad es que quería un jersey de color azul pálido, como el de mi amiga Charlotte. Ese gasto implica que tú tengas que trabajar más. Dime, ¿me perdonas por ser tan egoísta?

Incluso su hija se mostraba protectora y se preocupaba si, durante las comidas, él no repetía de

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algún plato. —¿No tienes hambre, papá? −Ya he comido bastante. −¿Estás seguro de que comes suficiente? −Sí, hija mía, sí... También la señorita Denave, la más fea de las mecanógrafas y a quien Bob propinaba una

palmada en el trasero para sonrojarla cuando se cruzaban en los pasillos, parecía volcar en Justin el secreto amor que sentía por su amigo.

No bien entraba en la secretaría para solicitar una mecanógrafa libre, se levantaba antes que ninguna, aunque dejara a medias una carta.

—¿Me necesita, señor Calmar? A Calmar le daba igual: le servían tanto ella como cualquier otra. Con él la señorita Denave

adoptaba una expresión más humilde aún que con el resto de compañeros, como si hubiera sido la persona más importante de la empresa.

—¿Está todo a su gusto, señor Calmar? —Sí, claro que sí. Esa solicitud y esa especie de vigilancia lo irritaban. Tanto en el despacho como en casa, se

sentía como prisionero de un círculo de miradas, pendientes del menor acto y gesto que hiciera, de la más mínima expresión de su rostro.

Un día, cometió un error en el penúltimo párrafo de una carta dirigida a una empresa norteamericana de productos químicos, a la que preguntaba por las características de un nuevo producto sintético de base. Eran las seis menos cinco de la tarde cuando acabó de dictársela a la señorita Denave. Pero, apenas se metió en el coche, cayó en la cuenta de que había empleado una palabra por otra, de modo que el sentido de la frase habría cambiado. Se prometió corregirla al día siguiente y, mientras conciliaba el sueño, volvió a pensar en ello: «No olvidar decirle a Denave...».

Sin embargo, cuando al día siguiente encontró la carta sobre su mesa y la leyó, advirtió que el error había sido enmendado.

—Señorita Denave, haga el favor de venir un momento, si es tan amable. —Sí, señor Calmar. La miró con severidad. —¿Es ésta la carta que le dicté ayer al final de la jornada? Dígame, ¿se la dicté exactamente así? —Bueno... ¿No ha cambiado usted una palabra? —Discúlpeme, señor Calmar. Supongo que estaba usted

cansado y confundió las palabras, y yo me tomé la libertad de rectificado. —Pero ¿y si hubiera sido justo esa palabra la que yo tenía en mente? Ella bajó la cabeza, como si estuviera a punto de echarse a llorar. —No vuelva a hacerlo, ¿quiere? Y no especule sobre si estoy cansado o no. Me encuentro muy

bien, señorita Denave, muy bien, ¿me ha entendido? Mucho mejor de lo que algunas personas se imaginan...

Se equivocaba: cometía un error al meterse de nuevo en una historia similar a la de Mimoune, pero ahora con aquella pobre chica que lo tomaba bajo su protección. Aunque, de todas maneras, ¿por qué presumir que necesitaba que lo protegieran? ¿De qué? ¿De quién?

Además, ahora que empezaba a organizarse... El peligro inmediato parecía haberse alejado, de modo que una de cada dos veces dejaba el portafolios en la misma taquilla, y se limitaba entonces a introducir una nueva moneda.

Había encontrado dos quioscos que vendían La Tribune, y uno de ellos quedaba en la Place de l'Étoile, de forma que tenía que desplazarse menos para procurarse el periódico. Después seguía metiéndose en algún café o bar, donde se encerraba en el lavabo para hojearlo.

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No se había vuelto a mencionar al hombre del túnel del Simplón, como si la policía helvética no concediera la menor importancia a ese suceso. A menos que fuera justo al revés: cuando la policía guarda silencio sobre algún asunto, ¿no significa a veces que éste es de tal envergadura que es preferible no llamar la atención? Y si había implicaciones políticas, ¿no resultaba también natural ese silencio?

Tampoco se mencionaba a Arlette Staub. Los sucesos que habían tenido lugar en Suiza aquel domingo 19 de agosto, excepto los desfiles folclóricos y los accidentes de coche, parecían no haber existido jamás.

Sin embargo, estaba receloso, pues recordaba un caso del que, unos años antes, los periódicos hablaron durante mucho tiempo y cuyo nombre —el caso Briggs o Bricks— le hacía pensar en algunos detalles de su propio asunto, si es que podía hablarse de «su asunto».

El periódico hablaba de una importante empresa encargada del transporte de fondos para los bancos y las grandes empresas en todo Estados Unidos, para lo cual disponía de camiones blindados y de guardias de seguridad privados.

En Boston, unos malhechores habían estudiado durante meses las idas y venidas de los camiones blindados de la agencia de dicha ciudad, hasta que descubrieron que, durante ciertas horas al día, se almacenaban en los locales sumas considerables de dinero antes de ser transportadas.

Y aunque se trataba de una auténtica fortaleza, durante un año prepararon el golpe que luego sería calificado como el más audaz e importante del siglo.

En resumidas cuentas, y aunque había olvidado los detalles, el caso es que los cuatro o cinco tipos se habían apoderado de quinientos o seiscientos mil dólares sin dejar el menor rastro.

Durante años, la policía trabajó en la sombra. Las sospechas recayeron sobre unos hombres que frecuentaban uno de los bares de los barrios bajos de la ciudad, y los sometieron a vigilancia policial día tras día.

Ninguno de esos hombres había gastado un solo dólar que no le perteneciese legítimamente, como tampoco ninguno de ellos había hecho un gasto extraordinario.

Los bancos y los grandes almacenes conocían la numeración de los billetes; durante diez años, ningún billete robado se puso en circulación, ni en América ni en el extranjero.

Cuando faltaban unas semanas para que el delito prescribiera —ya que, como no había habido derramamiento de sangre, según las leyes norteamericanas el caso prescribía después de cumplidos los diez años—, un pequeño banco local detectó un billete de diez dólares que pertenecía a una de las series. A través del comerciante que había efectuado el ingreso en el banco pudo llegarse hasta uno de los sospechosos y, cinco días antes de la fecha de prescripción, se detuvo a la banda criminal al completo.

Si a Calmar no le fallaba la memoria, los cinco hombres habían resistido durante todos esos años viviendo en la pobreza mientras una fortuna se hallaba enterrada en un cementerio.

Sin embargo, en el último momento uno de ellos no había podido resistir: su hijo o su mujer enfermó y, una noche, fue a buscar unos pocos billetes...

Calmar se decía que no debía perder de vista aquella historia. Además, él no era un malhechor: no había robado nada. Y tampoco había empujado al hombre de Venecia en el túnel del Simplón, ni estrangulado a la manicura con un pañuelo de seda azul en el momento en que ésta se vestía para salir.

Simplemente, el azar había puesto en sus manos una fortuna sin dueño. Y si profundizaba en sus reflexiones, llegaba a una conclusión aún más optimista.

No cabía duda de que el desconocido del tren lo había elegido sabiendo lo que se hacía. ¿Por qué, si no, le había preguntado con tanta insistencia durante casi todo el viaje sobre su persona, sobre su familia, sobre su trabajo, sus gustos y sus costumbres?

Tanto fue así que Justin se reprochó haber actuado como un parlanchín, haberse dejado tirar de la

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lengua y haber hablado de sí mismo con complacencia, sin formular por su parte una sola pregunta. ¿No resultaba evidente ahora que un interrogatorio tan minucioso no se correspondía con lo que

al principio Calmar supuso que era una misión sencilla, una misión que, como creyó en Lausana, podría haber sido encomendada a cualquier recadero? Por ejemplo, uno de los mozos de la estación podría haberse encargado del asunto.

Y si su compañero no fue más preciso con respecto al avión que debía tomar, ¿no sería porque ese avión no existía?

O bien el desconocido había planeado aprovechar la oscuridad del túnel del Simplón para suicidarse, o bien era consciente del peligro que corría y preveía que no llegaría a su destino.

Además, salvo en caso de extrema urgencia, ¿acaso era normal que alguien se dirigiera de repente a los lavabos justo cuando el tren atravesaba uno de los túneles más largos de Europa? De Venecia a Milán, y de Milán a Domodossola, ni una sola vez había abandonado el hombre su asiento.

¿Acaso tenía una cita misteriosa en el extremo del pasillo o en otro compartimiento? ¿No era más probable la hipótesis del suicidio? ¿No explicaría el suicidio que no fuera posible identificarlo? Antes de saltar, ¿no habría intentado destruir los papeles y el pasaporte que Calmar le había visto en las manos en la frontera italiana?

Si en aquel tren atestado de viajeros había escogido a Justin en lugar de a cualquier otro, ¿no era acaso porque sabía que la misión no sería tan sencilla como parecía?

¿Había previsto la posibilidad de que Arlette Staub muriera? Y, en caso afirmativo, ¿no habría preferido que no se armara escándalo y que no se involucrara a otras personas, como quizás ocurriría si Calmar iba como un estúpido a entregar el dinero a la policía y a contar la historia?

Esta opción no disgustaba a Calmar. La iba mejorando poco a poco y cada día se volvía más verosímil, añadía florituras aquí y allá, como el hecho de que, poco antes de entregarle la llave, el viajero le hubiera dicho mirándolo a los ojos: «Sé que es usted un hombre honrado, caballero».

¿Por qué no había de ser verdad? Calmar ya casi se lo creía. ¿Quién podía afirmar que no había sido así? Muchas de las frases que ambos formularon habían

quedado en el aire a causa del ruido del tren y del viento que azotaba el estor. Estaba casi seguro de que aquella frase había sido pronunciada.

Además, aquello ya no tenía la menor importancia: cuando decidió de una vez por todas que no era culpable, abandonó el terreno de la culpabilidad y la cuestión dejó de plantearse.

Sin embargo, hubo una serie de contrariedades que no resultaban tan fáciles de eliminar. El domingo, sin ir más lejos, cuando como de costumbre se dirigían en coche a Poissy, su mujer, que estaba sentada a su lado, comentó que las hojas de los árboles empezaban a enrojecer.

—Es increíble lo que ha subido el coste de la vida este año —dijo suspirando unos centenares de metros más adelante.

Él no contestó, porque el comentario no requería respuesta y porque sabía que su mujer no había acabado.

Ayer estaba en la Avenue de Wagram, delante de una tienda que, aunque lo parezca, no es particularmente cara. Vi un traje de chaqueta para el otoño del color de las hojas secas, muy sencillo y favorecedor, todo hay que decirlo, en la línea de Chanel. ¡Vaya!, me dije. ¡Pero si es la tienda donde el año pasado me compré el vestido de lana verde! Así que entré, pregunté el precio y... adivina.

—No sé. —¡Trescientos veintinueve francos! Trescientos veintinueve francos por un traje de chaqueta

bastante normal, por lo demás. —¿Y no te lo has comprado? —¿Estás loco? Pero ¿cómo se te ocurre?

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—A mí me parece que, si te gusta, has hecho mal. Deberías ir a comprártelo mañana mismo. ¡Trescientos francos! ¿Qué suponía esa cantidad para él, ahora que poseía más de un millón y

medio? —Pero en qué estás pensando. ¿Ya no conoces el valor del dinero? No sé si sabes que voy a

tener que renovar por completo el vestuario de los niños para el invierno, porque es increíble cuánto han crecido...

De repente, sintió lástima de ella, de todos ellos. Durante años había vivido sin ser consciente de la extrema modestia de su condición. Lo cierto es que, desde la infancia, había deseado muchas cosas que sus progenitores nunca habían podido pagarle, sobre todo después de la muerte de su padre. Incluso aquel helado de la infancia era algo estrictamente dominical; no recordaba haber comido jamás uno entre semana, excepto con ocasión de alguna fiesta señalada.

Siempre llevaba zapatos más bastos y gruesos que la mayoría de sus compañeros de colegio, porque eran más resistentes, y sólo podía comprarse un traje nuevo al año y un abrigo cada dos, aun cuando el último abrigo se le hubiese quedado estrecho.

De recién casados pasaban apuros económicos, sobre todo a final de mes, y eran muy raras las ocasiones en que se habían concedido un almuerzo o una cena en Chez Étienne, que, sin embargo, no dejaba de ser un restaurante modesto.

Prefería no pensar en ello ni darse por enterado, pero estaba casi seguro de que algunas veces, hacia el día 25 o 26 de cada mes, su mujer pedía dinero prestado a sus padres para «ir tirando».

Y, trece años después de casarse, la pobre Dominique aún tenía que privarse de un traje de chaqueta que seguro habría contemplado largo rato desde el escaparate antes de decidirse a entrar en la tienda. Preguntó el precio antes de probárselo. «Ya vendré a verlo con mi marido», debía de haber murmurado por pudor.

Incluso Josée le confesó que había pedido que le comprara un chándal cuando en realidad no lo necesitaba y sentía remordimientos porque creía agravar con su conducta los problemas y el cansancio de su padre.

—¿En qué piensas, Justin? —En nada. Estaba mirando el coche de delante y preguntándome si piensa adelantar a la

camioneta. —¿Qué tal está Bob? —Muy bien, como siempre. —¿Tiene una nueva amiguita? —Ni idea, ya sabes que no he salido con él desde que volviste de Venecia. —Podías haberla visto al salir del despacho. —¿De verdad crees que lo esperan en la calle, como las madres a la salida del colegio? —No, pero cuando vais juntos a tomar un aperitivo... La señal de alarma se activó. —¿Qué quieres decir? Calmar trataba de ganar tiempo, de pensar. —¿Acaso no vas de vez en cuando antes de volver a casa? Le había olido el aliento, seguro. La verdad es que, cada vez que iba a leer La Tribune de

Lausanne, se tomaba un aperitivo. —Sí, pero no voy necesariamente con Bob. Debía pensar en alguien con quien su mujer no soliera coincidir. A veces pasaban la velada con

Bob y, aunque no sucedía muy a menudo, una sola ocasión podía ser arriesgada. «—Estoy un poco enfadada con usted, Bob, por pervertir a mi marido.» Desde que se casó con Calmar, Dominique ya no tuteaba a Jouve, sino que lo trataba de usted. «—¿Yo, Dominique?» Éste, por su parte, no llegaba al extremo de llamarla «señora» después de haber convivido dos o

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tres meses juntos. «—Ese aperitivo que se toman juntos todos los días...» ¡Qué peligroso! ¡Todo se volvía peligroso, incluso su aliento! —Ya sabes que en el despacho de Challans hay un bar y que, cuando está de buen humor, no

vacila en tratarnos como si fuéramos clientes. —Pues últimamente debe de estar de muy buen humor... Las vacaciones le habrán sentado mejor

que a ti. Por cierto, ¿dónde veranea? —En Saint-Valery-en-Caux tiene un pequeño yate y pasa la mayor parte del tiempo en el mar. —¿Con su mujer? −Eso no lo sé. —¿Podré montar a caballo antes del almuerzo, papá? −Sí, cariño. Dentro de un rato se iría a dormir a una de las habitaciones que se hallaban encima del comedor.

Eso no se lo quitaba nadie.

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2 Pasó varias semanas de sufrimiento y de angustia. A veces, cuando estaba en el despacho, o bien

en su casa sentado a la mesa, notaba que de improviso el sudor le cubría la frente, los nervios se le agarrotaban y un dolor le oprimía el pecho. En momentos como ésos, cualquier mirada fija en él le resultaba insoportable.

Poco a poco se convenció de que el dinero era suyo, de que lo había ganado de forma legítima y de que era injusto e indignante no poder disponer de él para comprarse cualquiera de las cosas que deseaba desde hacía años o que quería regalar a su mujer y a sus hijos.

A veces llegaba a preguntarse incluso si los billetes estarían aún en el maletín. Desde luego, la llave, que variaba cada cinco días, pues casi siempre elegía la taquilla en una

estación diferente, no salía de su bolsillo, y Calmar vivía obsesionado por el temor de que Dominique le preguntase a qué correspondía.

Como pasado cierto plazo, un encargado abría las taquillas para depositar su contenido en la consigna, existía un duplicado de esas llaves o incluso una llave maestra. ¿No cabía la posibilidad de que uno de los encargados sintiera curiosidad al haber visto con cierta frecuencia a Justin por la consigna, abriera la taquilla y...?

Eso resultaba muy improbable, incluso inverosímil. Pero desde el día que fue a Lausana no dejaba de darle vueltas a todo, aun a las hipótesis más descabelladas.

No deseaba poseer una fortuna; ni por un instante se le pasó por la cabeza la posibilidad de cambiar algún aspecto de su vida o de dejar su puesto de trabajo, vivir en un piso distinto, descansar cómodamente en la Costa Azul o comprarse una casa en el campo.

Estaba acostumbrado a determinados sitios y a cierta rutina y se habría sentido fuera de lugar si algo hubiera cambiado.

Lo que sí deseaba con todas sus fuerzas era realizar sueños humildes, anhelos modestos que albergaba desde la infancia. Comprarse un modelo determinado de navaja, por ejemplo, como el que vendían cuando era niño en la tienda del tío Cachat, el dueño de la armería de Gien. Y de vez en cuando hacer regalos a sus hijos y a su mujer.

Los domingos que no iban a Poissy, disfrutaban mirando escaparates, perdidos entre la muchedumbre que por la tarde hollaba con sus pasos los Campos Elíseos, la Avenue Matignon o el Faubourg Saint Honoré.

—Mira, papá. Aunque señalaba una baratija que no costaba más que unos pocos francos, la madre tiró de Josée. —¿Qué harías con eso? Mira que si tuviéramos que comprar todo lo que te apetece... Pero ¿acaso Dominique misma no se detenía delante de un bolso o un pañuelo de Hermès o de

alguna otra marca? Esas pequeñas cosas eran precisamente las que más placer les habrían proporcionado. A Calmar

le habría encantado comprárselas sin largas discusiones y sin titubear, como siempre que había que decidir una compra. Le habría gustado empujar la puerta de la tienda y señalar un objeto sin preguntar el precio.

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Cada vez pensaba con más frecuencia en los ladrones de Boston y no podía evitar admirarlos. Le parecía injusto que estuvieran encerrados diez años por lo menos sin haber tocado siquiera un solo billete, sin haberse concedido la menor satisfacción ni antes ni en el futuro.

Y pensaba en aquel pobre hombre, el cómplice que los había traicionado en un momento de debilidad, porque, aturdido, una semana antes de la fecha en que se archivaría el caso no pudo resistir la tentación de actuar como un hombre rico.

En octubre, tampoco él consiguió resistirse del todo. Era la segunda o tercera vez que iba a la Gare Saint Lazare, cuando se llevó el maletín al lavabo y lo abrió, supuestamente para comprobar que no le hubieran trocado su fortuna por periódicos viejos.

Los billetes estaban en su sitio. Para poder llevarse un billete de cincuenta libras tuvo que inventarse una excusa, pues había llegado al extremo de necesitar justificarse ante sí mismo: los dólares eran auténticos, como había podido comprobar, por lo menos el que había cambiado en un banco del Boulevard des Italiens, pero ¿y las libras?

Así que fue a otro banco, donde el cajero se entregó más o menos al mismo ritual que la vez anterior antes de tenderle por fin, sin mirarlo, un puñado de francos franceses.

Como no sabía dónde meterlos ni qué hacer con ellos, a Calmar no se le ocurrió más que entrar en uno de esos bares de la Rue Marbeuf, donde jamás había puesto los pies, y tomarse, solo y sentado en un taburete alto, media botella del mejor champán.

Sin embargo, aquello no le satisfizo en absoluto. Como aún le quedaba dinero —incluso después de haber metido un billete de cien francos en la gorra de un ciego, que seguro que se llevaría una buena sorpresa—, tenía que encontrar una solución, y pronto. Calmar era lo bastante lúcido para darse cuenta de que su ánimo y su sistema nervioso iban deteriorándose, de que cada vez tenía más ataques de pánico y que los demás lo observaban con interés creciente.

Durante cerca de una semana, le dio vueltas a la idea de la Lotería Nacional: sopesó los pros y los contras, tratando de prever todos los obstáculos y todos los riesgos. Hasta que, a principios de noviembre, creyó que por fin había encontrado la manera.

Pero en lugar de precipitarse, dejó pasar todavía unas dos semanas. Un lunes por la noche regresó a casa cargado de regalos y se esforzó por mantener una expresión radiante a pesar de que el miedo lo atenazaba.

—¿Qué pasa, Justin? ¿Crees que estamos en Navidad? —Calma, hijos míos... —¿Qué es eso, papá? En primer lugar, había un coche para Bib que podía dirigirse hacia cualquier parte mediante un

mando que se unía al coche por un cable. —¿De verdad que es para mí? Dominique lo observaba, recelosa e inquieta. —¿Y para mí, papá? A Josée le había comprado una cartera para el colegio, que su hija pedía desde hacía dos años,

pues siempre había llevado a clase la misma, ya que al estar hecha de un material que no se desgasta sólo había adquirido un aspecto grisáceo y rugoso.

A Dominique le trajo un broche que un domingo se quedó contemplando en un escaparate de los Campos Elíseos. «Me combinaría bien con el traje de chaqueta azul, ¿verdad?», dijo ella entonces.

Y por último, él se había comprado la famosa navaja, con seis hojas distintas, un destornillador, un sacacorchos y una sierra de verdad. Estaba hecha de cuerno de ciervo y era la misma que había contemplado en su niñez en el escaparate de la armería.

—¡Aquí tenéis, niños! Agradecédselo a los caballos. —¿Los caballos?, ¿los caballos? —repetía Dominique sin atreverse a dar rienda suelta a su

alegría.

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—Resulta que el sábado por la mañana, en el despacho, un cliente me dijo que tenía un soplo seguro para la triple gemela. Su cuñado es jockey o entrenador, no lo sé exactamente, en Maisons-Laffitte. Me preguntó si quería apostar cinco francos y se los entregué para que jugara por mí. No sé nada de carreras de caballos, ni siquiera sabía el nombre de los caballos por los que iba a apostar. Imaginaos mi sorpresa cuando, esta tarde, me ha traído más de seiscientos francos a la vez que me anunciaba que habíamos ganado «en desorden». Al parecer, si hubiéramos apostado por los mismos caballos «en orden», nos habrían tocado más de doce mil francos.

Dominique se relajó un poco, pero se quedó pensativa. —He oído decir que los que juegan por primera vez siempre ganan. Josée se apresuró a llenar su cartera nueva de libros de texto y de libretas mientras Bib intentaba

poner su coche en marcha. —Papá, sólo va hacia atrás. —Ahora te enseño. Aquello le llevó varios minutos. —Espero que no te aficiones, Justin. No sabes la de cosas que oí contar en mi niñez sobre las

carreras de caballos. Conocía de sobra la historia, que formaba parte de la tradición familiar de los Lavaud. El abuelo

tenía un restaurante de primera en la Rue des Petits Champs y por aquel entonces lo frecuentaban conocidos cronistas, escritores y gente de mundo. Durante años, el restaurante estuvo de moda y ciertos hombres de negocios almorzaban allí cuando salían de la Bolsa y antes de dirigirse al hipódromo de Longchamp, con sus chaqués y sus sombreros de copa grises.

—Al principio sólo apostaba pequeñas cantidades de vez en cuando si tenía un soplo. Luego le dio por ir a ver los caballos, así que todas las tardes abandonaba el restaurante y confiaba al chef la dirección de la cocina. Parece que al principio tuvo un golpe de suerte, incluso reformó el restaurante, aunque por lo visto esto le quitó su carácter. Pero ¡ay!, el dinero no tardó en esfumarse: tres años después, mi abuelo ya no era más que jefe de comedor en su propio establecimiento, que por entonces regentaba uno de sus empleados. Si papá hubiera heredado el negocio, como debería haber sucedido, no tendría que haberse empleado como botones en el Wepler a los catorce años.

—Entonces no habría conocido a tu madre —dijo Calmar intentando bromear, y con una sonrisa forzada, pues su suegra era la encargada de guardarropía en el mismo restaurante.

—Mi abuelo acabó en la miseria. Cada semana visitaba a sus hijos para sacarles algo de dinero. Y murió en un hipódromo, en Saint-Cloud, supuestamente de un ataque al corazón, aunque yo estoy segura de que fue a causa de la desnutrición.

Calmar debía proceder despacio y con mano izquierda. Y, sobre todo, para la próxima vez, encontrar algo que a Dominique le hiciera mucha ilusión. Le dio vueltas al asunto, tratando de recordar algunos comentarios de esos que las mujeres deslizan con absoluta inocencia en la conversación y los escaparates ante los que se había detenido con mayor interés.

Aguardó quince días. El lunes no dijo nada, pero procuró adoptar una expresión alegre. —¿Has vuelto a jugar, Justin? —¡Chist! —se limitó a contestar él, con un aire misterioso, al tiempo que echaba a los niños una

mirada de soslayo. —La otra vez —le dijo más tarde, cuando ya se habían acostado—, no hice bien en contar

delante de ellos de dónde había sacado el dinero. No es que considere inmorales las apuestas, pero prefiero, en efecto, no hablarles de un dinero ganado con tanta facilidad.

—¿Has ganado? —Un poco. —¿Cuánto? —Lo suficiente para que mañana recibas una sorpresa agradable.

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Así, poco a poco, iba construyéndose un vicio, un vicio-coartada, como él lo llamaba. —Creo que preferiría no tener sorpresas. —Escúchame, Dominique, ¿te parecería bien que dejáramos escapar un dinero que se halla a

nuestro alcance, un dinero legítimo y que no le debemos a nadie? —Te he dicho muchas veces lo que pienso de las carreras. —¿No compras tú décimos de la Lotería Nacional? Aquél sí que era un argumento, y bueno, porque Dominique compraba un décimo casi todas las

semanas cuando iba a hacer la compra y, siempre que tenía oportunidad, seguía el sorteo por televisión con su número en la mano.

—Nunca he ganado nada. —Sí. Mil francos antiguos, hace cuatro años. —Después de haberme gastado más de mil francos antiguos en décimos los años anteriores. —¿Y si hubieras ganado los cien millones? —Eso sólo ocurre en sueños. —Pues cada semana le pasa a alguien, por no mencionar los otros lotes. Dominique hablaba como lo habría hecho él antes del viaje a Venecia. Esta vez le regaló un lavaplatos y, a su pesar, a Dominique se le llenaron los ojos de lágrimas. —Sabía que te hacía ilusión. Te confesaré un secreto: casi ninguna noche llegas a tiempo para

ver las noticias de las ocho en la televisión a causa de los platos. De ahora en adelante estarás sentada a mi lado.

En efecto, acostaban a los niños un poco antes de las ocho —era Justin quien se encargaba de ese trabajo, si se puede llamar así—, y solían pasar las veladas viendo la televisión.

—Muchas gracias por haber pensado en ello. Pero no vas a seguir apostando, ¿verdad? ¿Cuánto te has jugado?

—Siempre apuesto cinco francos. —Y la semana pasada, ¿no jugaste? —Cinco francos también, pero perdí. Sin embargo, contando las tres semanas, he ganado más de

mil trescientos francos. —¿Lo saben tus compañeros de trabajo? —A mi cliente no le haría gracia que lo comentara porque, si el asunto empieza a ir de boca en

boca, corremos el peligro de hacer bajar la cotización. —¿Quién es? —Alguien de quien nunca te he hablado, un tal Leferre... —¿Se escribe como fer, o sea, «hierro»? —No. Acabado en e. En una fracción de segundo tuvo que ponerle nombre al personaje que cobraría vida poco a poco. —¿A qué se dedica? —Es importador para la sección de artículos deportivos de un gran almacén de París. Muy

importante. Cuando un artículo les funciona a ellos, puedes estar seguro de que funcionará en toda Francia.

—¿Y por qué tratas tú con él en vez de Challans? Creía que sólo te dedicabas a las relaciones con el extranjero.

Calmar siguió improvisando, aterrado ante la idea de meter la pata, de pronunciar la frase o la palabra equivocada que desencadenaría nuevas preguntas a las que no podría responder de forma convincente.

—La primera vez que vino a las oficinas de la Avenue de Neuilly buscaba novedades para un gran almacén inglés del que también es representante. Como es lógico, lo atendí yo y luego ha seguido dirigiéndose a mí. A Challans eso le fastidia un poco, por supuesto.

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—¿Te has enemistado con él? —Tampoco es eso, mujer. Ya se ha arreglado. De vez en cuando lo llevo... —¿A Leferre o a Challans? —A Leferre, por supuesto. Si no dejas de interrumpirme, no acabaré nunca... Decía que, de vez

en cuando, llevo a Leferre al despacho de Challans, que es más impresionante que el mío. No sabes lo contento que se pone el muy imbécil al poder enseñar su bar, ofrecer un aperitivo y tratar a Leferre como a su propio cliente, es decir, como si yo no fuera más que un intermediario ocasional que sólo le quita algunos problemas de encima...

Huelga decir que la historia se complicaba —Justin era consciente de que cada vez se liaba más—, y que había que estar en guardia y, sobre todo, no actuar ni hablar sino con suma prudencia.

Aquello repercutía en su ánimo: las primeras adquisiciones lo habían llenado de júbilo, como si por fin hubiera logrado romper quién sabe qué círculo mágico en el que siempre se había sentido encerrado. En lo sucesivo podía disponer de un dinero del que no tendría que rendir cuentas a nadie, y además siempre podría echar mano de Leferre para justificar que, algunos días, el aliento de Justin oliera excesivamente a alcohol.

Porque ahora tomaba con regularidad un aperitivo por la mañana y otro por la tarde. Como no podía entrar sin ser visto en algún café cercano a su despacho, ni tampoco podía

aparcar en los Campos Elíseos o en cualquier parte de la zona azul, trazó una serie de itinerarios que le permitían dejar el coche durante unos minutos en calles poco frecuentadas.

Iba a un bar y pedía un aperitivo, que se tomaba a toda prisa, a menudo indicándole por señas al dueño o al camarero que le sirvieran otro.

Aquello le proporcionaba una nueva excitación febril, la misma sensación de peligro inminente y de posible catástrofe que experimentaba cuando, al iniciar una clase en el Liceo Carnot, buscaba con la mirada a Mimoune al tiempo que se preguntaba qué clase de encontronazo le aguardaba.

Cambiaba de bar casi todos los días: no debía dejarse ver demasiado en ninguno de esos bares para que no lo tomaran por un cliente habitual.

Un sábado por la noche abrió ostensiblemente el periódico por la página de las carreras y, cuando el presentador de la televisión habló de las apuestas del día siguiente, se sacó el lápiz del bolsillo e hizo anotaciones en el margen.

—¿Qué haces, Justin? Estaba preparando los acontecimientos, pues no habría resultado verosímil que Leferre se

presentara todas las semanas en la Avenue de Neuilly. Y Justin tampoco mantenía una relación tan estrecha con él como para pedirle soplos por teléfono.

Es cierto que no le hacían falta grandes cantidades; sin embargo, sentía la necesidad de tener dinero para sus gastos, «dinero gratuito», como él lo llamaba.

Eso hacía que algunas situaciones le resultaran más llevaderas, incluso en lo referente a sus compañeros de trabajo. Por ejemplo, cuando Challans se pavoneaba como un perro en una exhibición canina, él podía decirse: «Tú sigue dándote importancia, amigo. Ya sé que ostentas el título de director general, que tu despacho es más lujoso que el mío, que tienes derecho a ausentarte con cualquier pretexto, que acabas de comprarte uno de esos pisos modernos en los bloques de edificios nuevos de La Celle-Saint-Cloud, donde los inquilinos disfrutan de una piscina y cuatro pistas de tenis. Ganas el doble que yo y tu hijo empezó la carrera de ciencias políticas el año pasado. Pese a todo, tienes serios problemas para llegar a fin de mes. Estoy seguro de que has contraído deudas y de que no pagas regularmente al sastre del que tanto alardeas. Yo, en cambio, soy rico; puedo salir de aquí y comprarme unos habanos, aunque sólo sea para darles una calada y aplastarlos luego con el talón. Tengo tanto dinero como quiera, hasta el punto de que no sé qué hacer con él y de que me preocupa cómo gastarlo. Soy rico, ¿me oyes? Voy a reventar, de tan rico como soy», habría añadido al final de no ser supersticioso.

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—¿No habrás visto a Leferre? —murmuró su mujer tras un suspiro. —Después de los últimos pedidos, estará unas semanas sin venir a vernos. —¡Y vas a jugar de todas formas? —Cinco francos, a las apuestas mutuas. —¿Vas a apostar por los caballos que la televisión ha señalado como probables ganadores? —No. Tomo notas y leo los periódicos; mañana por la mañana haré lo que me dicte el instinto. —¿No vamos a Poissy? —¿No te parece que ya es un poco monótono? En verano no tengo nada que objetar, pues con el

buen tiempo los niños pueden jugar fuera. Pero, en noviembre, que nos quedamos todos sentados a la mesa sin otra cosa que hacer que esperar algún cliente...

—Me preocupas, Justin. No sé qué te pasa, pero desde que volvimos de vacaciones no eres el mismo. Al principio, creía que quizás estabas enfermo y que tratabas de ocultármelo.

—Supongo que telefoneaste al doctor Bosson. —Sí. Me preguntó qué tal comías, si dormías bien, etcétera. Luego añadió que si seguías igual te

haría una visita. ¿Seguro que no estás enfermo? —Al contrario. En toda mi vida me he encontrado mejor. Para el olor del aliento tenía un truco: se compraba unas pastillas de clorofila que al chuparlas

hacían que desapareciera el tufo a alcohol. El único problema es que no podía llevarlas en el bolsillo cuando volvía a casa, porque, al cepillarle el traje, su mujer a veces le vaciaba los bolsillos.

Al principio, con cierta ingenuidad, todos los días compraba un paquete en una farmacia distinta y tiraba lo que no utilizaba.

Luego dio con una solución muy sencilla: guardar el paquete en el cajón de su mesa del despacho. Las soluciones más simples a menudo no se le ocurrían ya o bien desconfiaba de ellas.

Si alguien se sorprendía de que tomara las pastillas, era muy libre de contestar que tenía ardor de estómago y que la clorofila le sentaba bien.

—Lo único que te pido, Justin, es que no hables de caballos delante de los niños. —¡Por supuesto! De hecho, mañana por la mañana saldré con la excusa de hacer un recado y

llevaré mi apuesta a un café de los alrededores. —Josée se llevará una desilusión... —No querrás que me la lleve a las oficinas de apuestas mutuas. —Lo mejor sería que no jugases, ¿no crees? —Cariño, ¿no te das cuenta de las pocas distracciones que me concedo? ¿Preferirías a un hombre

que persiguiera a las mujeres o que fuera al café cada noche con sus amigos para jugar al billar o al bridge? Trabajo todo el día y mi único placer consiste en estar contigo y los niños. ¿No crees que si, de pronto, tengo un vicio, un vicio inocente, podrías perdonármelo?

—No lo entiendo.¿El qué? —El gusto que de repente le has tomado al juego. —Supongo que es porque gano... —¿Y cuando pierdas? —No perderé más que cinco francos semanales, lo que cuestan dos paquetes de tabaco. —Tienes razón, lo sé. Creía que eras un hombre más fuerte. Por fin lo había conseguido: ¡se había convertido en un hombre débil! Bob se sentó sobre una esquina de la mesa, con un cigarrillo pegado al labio inferior y la camisa

remangada. Como era el artista de la empresa, se quitaba la chaqueta en cuanto llegaba; en verano llevaba polos y, en invierno, camisas de lana con los bolsillos vistos.

–Empiezas a preocuparme seriamente, Justin. A lo mejor piensas que me meto en lo que no me

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importa, pero ya sabes la amistad que me une a vosotros dos. —¿A nosotros dos? —A Dominique y a ti, si lo prefieres. ¿Ella no sabe nada todavía? Aquélla fue una de las veces que más miedo tuvo. —¿Qué quieres decir? —¡Escúchame, idiota! Ella no es más ingenua que yo y hace ya bastante tiempo que yo lo he

adivinado. ¿De quién se trata? Calmar no entendía absolutamente nada. —Incluso puedo decirte cuándo empezó, debí de haberme dado cuenta desde el principio. Pero

es algo que va tan poco con tu carácter que habría imaginado cualquier cosa menos eso... Seguro que la conociste durante la semana que pasaste solo en París, mientras tu mujer y los niños aún estaban en Venecia. O a lo mejor la conociste en el tren, algo muy probable. ¿Tengo razón o no? ¿La conociste en el tren? ¿Es ella la causa de que hayas estado tan raro desde que volviste?

Justin callaba, esforzándose por pensar deprisa y sopesar los pros y los contras. —¿Lo confiesas? —No tengo nada que confesar. —¿Tampoco lo niegas? —No tengo nada que decir. —Si me dejas que te dé un consejo, se te nota demasiado. Para empezar, tú, que nunca te ibas el

primero del despacho, sino todo lo contrario, te marchas ahora precipitadamente, sin despedirte de los amigos, y a menudo antes de la hora con alguna excusa. Lo mismo ocurre por las tardes. Antes solías charlar conmigo en la calle y me preguntabas si había venido en coche... ¿Qué me dices?

—Nada. Estoy escuchándote. —Después cambiaron tus corbatas. Y también empezaste a tomar el aperitivo. ¡Sí, señor!, no lo

niegues. El aliento no es lo único que te traiciona, un bebedor empedernido como yo sabe perfectamente cuándo un tipo acaba de atizarse dos o tres copas.

—Nunca tomo tres copas. —Bueno, dos te hacen el mismo efecto. Además, chupas caramelos de clorofila para que tu

mujer no se dé cuenta. —¿Has registrado mis cajones? —No me hace falta, he visto cómo te las metías en la boca y he notado el olor. Y ahora, por

último, esta chaqueta a cuadros... Justin sonrió a su pesar. La chaqueta a cuadros, de auténtico tweed escocés, era el regalo más

hermoso que podía haberse hecho. Hacía años que deseaba tener una semejante, casi desde la adolescencia. Cuando era profesor, tuvo que limitarse a trajes bastante sobrios, y también en la empresa creyó que debía vestirse de gris o azul marino, como la mayor parte de sus compañeros excepto Bob.

—No irás a ponerte eso para ir a la oficina, ¿verdad? —había exclamado Dominique cuando regresó a casa con la chaqueta.

—¿Por qué? —No es un traje para recibir a los clientes. —Yo no recibo a clientes. —¿Y Leferre? ¿Y los otros clientes de los que me hablaste? —No es lo mismo, vienen a pedirme consejo y no esperan que vaya vestido como el cajero de un

banco o como el recepcionista de un hotel de lujo. Y, hablando de Leferre, por cierto, él también va siempre vestido de tweed...

La tela era suave y rugosa a la vez. A juego con un pantalón gris oscuro, era exactamente la combinación de ropa que llevan los actores americanos cuando en una película encarnan a un

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hombre que se hace respetar, un tipo independiente y valiente, tranquilo y seguro de sí mismo. —¿Quién es? ¿Una de las chicas de la empresa? ¿Madeleine? —preguntó Bob. Calmar negó con la cabeza. —¿Olga? —No. —¿Es alguien de aquí? —No lo sé. No tengo nada que decir... —¡Espera! ¿No será la pobre Valérie, que se apresura a acudir cada vez que necesitas una

mecanógrafa? —No, no es la señorita Denave. —Por más que lo niegues, yo no estoy tan seguro. En cualquier caso, te aconsejo que tengas

cuidado. Dominique te adora; es una buena chica y confía en ti. Si algún día descubriera que tienes una aventura...

¿No era asombroso que su amigo lo reprendiera en nombre de Dominique, que había sido la amante de Bob antes de convertirse en la señora Calmar?

—No temas. Ya soy mayorcito para saber comportarme. Es que representas precisamente la clase de hombre al que acaba complicándosele la vida. Yo

estoy acostumbrado, las mujeres saben de antemano que conmigo no será una relación seria, que no durará más que unas semanas y que es inútil que intenten retenerme. Pero tú eres un sentimental y, si cayeras en las garras de una mujer astuta, no respondo de lo que pueda pasar...

—Nadie te pide que respondas, ¿a que no? —Como quieras. Luego no digas que no te he avisado. En cuanto Bob salió de su despacho, a Calmar le entraron ganas de frotarse las manos, de tanto

como le entusiasmaba aquella historia. En casa tenía la coartada de las apuestas: se había convertido en un buen hombre que de repente

sucumbe a la pasión por el juego y que no puede prescindir de él. En la oficina ya era para Bob, y pronto lo sería para todo el mundo, el hombre casado y

respetable padre de familia que oculta vergonzosamente una aventura. De ese modo podían seguir espiándolo: tanto los unos como los otros recurrirían a uno de sus dos

vicios para explicarse sus rarezas y sus cambios de humor. Aunque sin convicción, pues se atenía de manera escrupulosa a la línea de conducta que se había

trazado, cada día iba a comprar La Tribune a uno de los cuatro o cinco quioscos donde se vendía ese periódico. Al día siguiente de su conversación con Bob, le sorprendió leer en la página cinco:

«ARRESTO EN EL CASO DE LA MANICURA

»Nuestros lectores tal vez recuerden que, el pasado 20 de agosto, una joven manicura originaria de Zúrich y residente en nuestra ciudad fue hallada estrangulada en su piso de la Rue de Bugnon y que su muerte, al parecer, se remontaba a la tarde del día anterior.

»Hoy hemos descubierto que, hace tres días, la policía detuvo a un súbdito holandés para interrogarlo sobre este caso. Según información de última hora, el juez de instrucción La Pallud mantiene el secreto del sumario».

¡Ahora que empezaba a relajarse y a disfrutar en paz de su dinero! ¿Quién sería ese súbdito holandés? El hecho de que fuera holandés, ¿no confirmaba la existencia

de una organización internacional? Aquel domingo, el hombre del tren de Venecia, que tenía acento centroeuropeo, venía de

Belgrado o de Trieste. Si era verdad lo que decía La Tribune del mes de agosto, Arlette Staub había trabajado como

manicura en hoteles frecuentados por una clientela cosmopolita.

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«¡Y yo soy francés!», se sintió tentado de añadir de forma casi cómica. «Y, ahora, señoras y señores, algunas noticias de deportes. En ciclismo...» No estaba escuchando la televisión, sino que pensaba en el holandés, en las posibilidades que

había de que hablase del maletín y de su contenido; y si así fuera, no era difícil que averiguaran, incluso tantos meses después, que un individuo vestido con un traje de color marfil, que se hizo conducir en taxi a la Rue du Bugnon y llevaba un portafolios en la mano, regresó luego precipitadamente a la estación, donde se bebió dos whiskies, uno detrás de otro.

«El próximo domingo, primer domingo de diciembre, tendrá lugar en Maisons-Laffitte la última gran cita hípica de la temporada. Como es habitual, el sábado daremos nuestros pronósticos, pero todo apunta a que la yegua Belle-de-Mai, que se clasificó en segundo lugar en el Premio de...»

Lo había oído bien: última cita hípica de la temporada. ¿Significaba eso que durante una temporada más o menos larga ya no habría apuestas?

Era otra mala noticia, porque ya se había acostumbrado a su nueva rutina. El sábado por la no-che, durante la película o el teatro televisado, tomaba notas concienzudamente en la página dedicada a la hípica del diario y, el domingo por la mañana, salía de casa solo y casi siempre se marchaba a pie.

—¿A qué oficina de apuestas mutuas vas? —le preguntó Dominique. —Cada domingo voy a una diferente, por eso algunas veces cojo el coche y otras no. Si siempre

fuera a la misma sucursal, no tardarían en percatarse de mi buena suerte y otros apostarían por los mismos caballos. Además, es mejor que no se sepa que gano todo ese dinero, aunque sólo sea por los impuestos.

—¿Crees que hay que declarar las ganancias del juego? No lo sé. Intentaré informarme con discreción. Otro contratiempo, pues Dominique era lo bas-

tante escrupulosa como para obligarlo a declarar el dinero que supuestamente ganaba si así lo estipulaba la ley.

Puesto que era la última cita de la temporada, iba a dar un gran golpe para concederse un anticipo. Ese domingo, cuando volvió a casa, fueron a Poissy, algo que no sucedía desde hacía semanas. A media tarde, cuando se había quedado adormilado en una de las habitaciones como era su costumbre, entró Dominique.

—Oye, Justin, ¿puedes decirme a qué caballos has apostado? Calmar se esforzó por sonreír. —Eso nunca, querida. No se hace una pregunta así a un aficionado a las carreras de caballos. Si

te contestase, creo que me traería mala suerte o, en todo caso, tendría esa sensación y ya no escogería los caballos con la misma libertad y según mi inspiración...

—¿Belle-de-Mai? —Sí, es la favorita. —¿Germinal? —¿Quién te ha hablado de Germinal? Creía que nunca leías la sección de las carreras. —No la leo, pero acaban de mencionarlo en la radio. ¿Has apostado por él? —Tal vez. —¿Y Palsembleu? Contesta, rápido. —Te lo repito: tal vez. —Si has apostado por esos tres caballos, en orden, has ganado un montón de dinero. Creo que

tocan dos mil setecientos francos y pico por cada franco apostado. —No es tanto. —Míralo, deprisa. —No hace falta. He apostado por ellos. —Míralo de todas formas, Justin.

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Estaba más ansiosa que él. Por fortuna, Calmar siempre llevaba unos billetes de apuestas en el bolsillo, pero su mujer era incapaz de aclararse con los agujeraos que se hacían para marcar las apuestas.

—¡Aquí está!: Belle-de-Mai, Palsembleu, Germinal, Lousteau y Gargamelle... —Has nombrado cinco, y a Palsembleu lo has citado en segundo lugar... —Me he equivocado. Te juro que he apostado por ellos en orden y que el hecho de haber

apostado por cinco caballos no cambia nada. —¿Cuánto has jugado? —Diez francos. —Creía que sólo jugabas cinco cada vez. —Pero hoy he jugado diez. —¿De modo que has ganado más de veinte mil francos? —Exactamente, escucha, cariño: ¿sabes qué vas a hacer en cuanto cobre el dinero? —Estoy contenta y al mismo tiempo siento remordimientos. ¡Me gustaría tanto que ese dinero

nos hubiera llegado de otra manera! No puedo evitar pensar en mi abuelo. Y me sorprende que estés tan tranquilo...

Quizás es porque no soy un jugador de verdad y, por consiguiente, no corro peligro de acabar mal, como tú temías. Así que mañana o pasado mañana irás a comprarte un precioso abrigo de piel.

—¿Te has vuelto loco? —No he dicho un visón, ni un abrigo de chinchilla —añadió, haciendo un esfuerzo por reír—.

No sé cuáles son tus preferencias, pero en una ocasión me hablaste de la piel de leopardo... —No es para el invierno, y además el leopardo resulta demasiado llamativo, es más adecuado

para mujeres que ya tengan tres o cuatro abrigos de piel distintos... —¿Y entonces? —¿Quieres que te diga lo que me hace ilusión? Aunque sea de muy buena calidad, no resulta tan

caro: un abrigo de gato montés. Vuelven a estar de moda y los hacen muy ligeros y sobrios. —Y también te comprarás el traje de chaqueta de trescientos veintinueve francos de la Avenue

de Wagram, ¿verdad? Con el resto... —Con el resto o, mejor dicho, con una parte del resto, pues hay que pensar en el futuro,

pintaremos el piso, que lo necesita desde hace tiempo. Por primera vez desde que pasaban los domingos en Poissy, ella se dirigió hacia la puerta y,

sonrojándose como una jovencita, corrió el pestillo antes de reunirse con su marido en la cama. —Dime que no volverás a jugar. ¿Me lo prometes?

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3 Tenía traje, zapatos, abrigo y sombrero nuevos, pero eso no le proporcionaba el menor placer. La

mañana que se los puso para ir al despacho casi se avergonzó. Debido a la broma que le había gastado Bob a propósito de su chaqueta de tweed, encargó ropa

más convencional y muy de vestir, e incluso cometió la ridiculez de acudir al sastre de François Challans.

Cuando era joven, lo vestían de los pies a la cabeza una vez al año, en Pascua, excepto el abrigo, que se compraba por Todos los Santos.

Los niños también estrenaban ropa. Ya sólo hablaban de la Navidad, como la radio y la televisión. Había árboles navideños en todos los escaparates, guirnaldas luminosas tendidas sobre las calles comerciales y, en la explanada de Notre-Dame, un abeto gigante, el mayor del mundo, según la prensa.

Dominique era feliz con su abrigo de gato montés. Se había comprado una toca a juego que, colocada de través sobre sus cabellos rubios, le confería un aspecto más dulce, frágil y tierno. Vestida así, recordaba a las mujeres elegantes de las ilustraciones antiguas que aparecían en un trineo, arropadas entre pieles, con las manos hundidas en un manguito y con aspecto friolero.

Pero ¿era ella tan dulce y tan tierna? Es cierto que velaba por su salud y que se preocupaba en cuanto él daba la menor muestra de

nerviosismo o de abatimiento, como últimamente ocurría siempre sin que él pudiera explicar por qué.

Ese estado no sólo se lo provocaba el temor a que el asunto de Lausana terminara mal. Los billetes del portafolios habían acabado por pasar a un segundo plano e ir cada cuatro o cinco días a cambiarlo de estación se había convertido en algo mecánico. A veces incluso se equivocaba y se dirigía hacia la estación Saint-Lazare antes de acordarse de que el último depósito lo había hecho en la estación de Lyon.

Bebía por beber y se sentía más deprimido a medida que se acercaban las fiestas. —Ya os he dicho que no, niños. No podemos ir a la montaña. Aunque los niños tengan

vacaciones, las personas mayores no las tienen. Bib había dictado a su hermana una lista que ocupaba toda una página con los regalos que

quería; como era evidente, no faltaban las panoplias de las series que veía en la televisión. —Ahora que papá gana mucho dinero... Porque, para explicar la ropa nueva, su madre les había dicho: —Vuestro papá ha trabajado tan bien que su jefe ha decidido darle un aumento. —¿Qué es un aumento, mamá? —Le paga más dinero cada mes. —Entonces, ¿nos vamos a cambiar de piso? —¿Por qué lo preguntas? Bib debía de recordar conversaciones en las que había sorprendido a sus padres charlando sin

sospechar que él los escuchaba. A menudo habían planeado, para ese día tan lejano en que «serían

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ricos», comprar una casita en los alrededores de París o también, como Challans, un piso en un edificio nuevo.

En cuanto a Josée, llamó a su padre aparte. —¡Gracias, papá! Me alegro de todo lo que has hecho por nosotros, pero tengo miedo de que te

canses demasiado. No te burles de mí si digo alguna tontería —prosiguió incómoda después de un silencio—. No puedo evitar pensar, y muchas veces pienso en ti. ¿Es verdad que uno se puede morir de cansancio?

—¿Quién te ha dicho eso? —Nadie, pero a menudo he oído que mamá suspiraba y decía: «Me muero de cansancio». Sin

embargo, mamá no tiene tanto trabajo ni tantas preocupaciones como tú. Ir a la oficina es más duro que ir al colegio, ¿verdad? Y, en la escuela, sobre todo si hemos hecho cálculo, a veces me siento tan cansada que me entran ganas de llorar y, con la cabeza sobre el pupitre, me pregunto si me voy a morir. Eso no pasa nunca, ¿verdad?

—Nunca, cariño. La oficina, por más que diga tu madre cuando por la noche armáis demasiado alboroto, no cansa más que la escuela.

Los días eran grises y llovía mucho, pero cuando escampaba, el cielo era de un blanco crudo y el cierzo barría las calles.

Calmar estaba triste, y su tristeza era indefinible. Con más frecuencia de lo normal, pensaba en las clases del Liceo Carnot y en la existencia que llevaba entonces y a la que Mimoune había puesto fin.

¿Qué habría sido de Mimoune? ¿Habría ingresado, igual que su padre, en la alta administración y se dedicaría a la política? ¿Se lo encontraría algún día convertido en ministro? Esa hipótesis, que resultaba probable, lo afligía sin motivo.

En ciertos momentos, el misterio del que se veía obligado a rodearse le procuraba cierta excitación, incluso el mero acto trivial de abrir La Tribune; pero ahora se estaba preguntando si valía la pena continuar.

También se preguntaba..., pero eso era más vago aún. De aquella fortuna que aguardaba amontonada en el maletín de la Rue Beaumarchais en definitiva no había gastado más que algunos billetes.

Aún quedaba dinero suficiente para comprar diez casas de campo o diez pisos como el de Challans en La Celle-Saint-Cloud. Toda la familia habría podido vivir en un pueblo del Midi, donde Calmar no tendría más ocupación que ir a pescar.

Nunca había ido a pescar, ni siquiera de niño, quizá debido al oficio de su padre y al apodo de Gusano.

No se sentía exactamente desalentado, sino presa de una lasitud, una melancolía que le habría gustado calificar de cósmica.

Se hallaba en una gran ciudad, con más de cinco millones de hombres, mujeres y niños a su alrededor. Cuatro veces al día se integraba en el flujo de coches que iban a alguna parte sin que pudiera saberse adónde. Todos se dirigían a algún sitio, todos se apresuraban. Todos trabajaban para adquirir cosas mientras la televisión exaltaba los beneficios de los deportes de invierno y las delicias de un crucero por el Mediterráneo o cualquier otro lugar.

Después del viaje a Venecia quedó harto del Mediterráneo. Nunca había practicado deportes de invierno y no se imaginaba con unos esquís y cayéndose aparatosamente cada cinco metros, para gran regocijo de sus hijos.

Prefería su piso de la Rue Legendre, aun cuando no fuera del todo suyo, ya que se lo habían cedido sus suegros; en realidad, aquél no era un piso Calmar, sino un piso Lavaud.

Dominique era una Lavaud y lo seguiría siendo a su pesar. La prueba estaba en el terror que le inspiraba el juego debido a que su abuelo se había arruinado, aunque, en el fondo, su ruina habría

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podido deberse a una mala administración. Los Lavaud, o por lo menos el padre de Dominique, no eran inteligentes. Tenían sus propias

verdades, que eran las de la familia, y nadie podía discutírselas ni ponerlas en tela de juicio. —Hijos, yo os aseguro que... Y ese «os aseguro» perentorio era la voz de la sabiduría y de la experiencia. La idea de seguir viendo a sus suegros cada domingo y de ir a pasar con ellos el día de Navidad,

entre clientes desconocidos para él pero no para el padre de Dominique, le resultaba tediosa. En definitiva, estaba harto de todo y de nada en concreto, y se preguntaba si iba a seguir llevando

el traje y el abrigo nuevos que hacían que se sintiera disfrazado. La única que lo observaba con una admiración beatífica y se precipitaba en su despacho cuando

se presentaba la menor oportunidad era la señorita Denave, la más fea de las mecanógrafas. También ella se enamoró primero de Bob, como Dominique, y Justin no podía evitar preguntarse

qué tenía Bob que atraía tanto a las mujeres. Él también fue soltero y tuvo sus amoríos, pocos, sobre todo relaciones de un día o de como

mucho una semana, que se veía obligado a interrumpir porque sus compañeras se tomaban enseguida las cosas en serio.

A Bob no le hablaban de matrimonio de buenas a primeras. Con él las mujeres se mostraban alegres y juguetonas y se esforzaban por gustarle, y eso que él no se metía en gastos extraordinarios por ellas, nunca les preguntaba dónde querían cenar, sino que se limitaba a llevarlas a un restaurante de su gusto, donde además era él quien encargaba lo que le apetecía. Tampoco les preguntaba qué querían hacer; sencillamente hacía lo que a él le venía en gana. Y, cuando se hartaba, se zafaba con una pirueta.

¿Era feliz Bob? Justin sospechaba que no, a pesar de su egoísmo tan meticulosamente organizado.

¿Y Calmar? ¿Acaso era él feliz? ¡Y no se refería sólo al periodo que siguió a Venecia y a aquel ridículo asunto del tren! Ni siquiera se planteaba esa pregunta, o lo hacía muy rara vez, y cuando se la planteaba, se apresuraba a pensar en otra cosa, en las múltiples e insignificantes preocupaciones que le daban su vida familiar y su trabajo.

Y así seguirían las cosas... Josée, a quien empezaba a despuntarle el pecho, seguiría creciendo hasta convertirse en una jovencita que exigiría poder salir por las noches con sus amigos.

«¿Se lo permites, Justin? ¿Crees que una casa donde no se vigila a los hijos y se les deja bailar hasta la medianoche es el hogar adecuado para una jovencita?»

¿Y ella? ¿Qué hacía Dominique hasta la medianoche cuando Calmar la conoció? Pues se acostaba con Bob, y a veces, gracias a la complicidad de una amiga con quien se suponía que se quedaba a dormir una o dos veces por semana, pasaba toda la noche en casa de Bob, hasta la hora en que debía acudir a la tienda de guantes del Boulevard Saint-Michel.

Él, en cambio, tuvo que esperar un mes. «Mire, Justin, aún no sé si estoy enamorada. Es usted un buen amigo y en su compañía me siento

segura. Parece un hombre sólido, en quien una puede apoyarse.» ¿Y Bob? ¿Se había preguntado ella si estaba enamorada? ¡Seguro que no! En resumidas cuentas, desde el primer día, Calmar se había perfilado como un posible marido; y

era al futuro marido, y no al hombre, y mucho menos al amante eventual, a quien ella ponía a prueba.

No se lo tenía en cuenta. La quería, se había acostumbrado a ella y temía herirla. ¿No era eso el amor?

También temía su mirada demasiado perspicaz y la forma en que le hacía preguntas embarazosas en el momento más inesperado.

—Y, en el despacho, ¿no se han dado cuenta de que has cambiado?

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—¿Por qué dices que he cambiado? —Lo sabes perfectamente, Justin. Supongo que tiene que ver el dinero que has ganado con las

carreras. Pero sigo sin entenderlo: cuando los niños y yo volvimos de Venecia, ya no eras el mismo. ¿Ya jugabas entonces?

—Sí, creo que sí. No recuerdo bien la fecha. —¿Conocías ya a Leferre? —Desde hacía tiempo. —Sin embargo, nunca te había pasado soplos. —No necesariamente se tienen todas las semanas. O a lo mejor no me conocía lo suficiente. —¿Alguna vez has ganado dinero y no me lo has contado? —No me acuerdo, cariño. De ser así, se trataría seguramente de pequeñas cantidades. —Pero eso significa que eres capaz de ocultarme algo. ¿Y ella? ¿Estaba segura Dominique de no ocultarle nada, de no haberle ocultado nada durante

los trece años que llevaban juntos? —Es extraño... —¿El qué? —Tú, todo... Hace quince días caí en la trampa con ese dinero que nos llovía del cielo... Me dije

que sería una estupidez no aprovecharlo y no dejar que los niños lo aprovechasen. Confieso que me hizo ilusión comprarme un abrigo de piel, por el que habría tenido que esperar años. Pero ahora...

—Ahora, ¿qué? —Nada. Ella estaba a punto de llorar y él deseaba tomarla en sus brazos y decirle en voz baja: «Tienes

razón. Oye, cariño, todo eso de las carreras no existe. Será mejor confesarte la verdad, que empieza a pesarme demasiado. Hay momentos en que siento tentaciones de gritársela a cualquiera, en el despacho, en la calle, en uno de los bistrots que frecuento todos los días para poder leer, encerrado en el lavabo, un periódico suizo. Soy rico, Dominique, pero no sé qué diablos hacer con mi dinero. Apenas si puedo disponer de él con prudencia y, aun así, en cualquier momento corro el peligro de recibir un disparo en la cabeza o de acabar en la cárcel. ¡Y eso sin haber hecho nada malo!».

En La Tribune del día siguiente se encontraría con la prueba de que corría ciertos riesgos. «DESENLACE INESPERADO DEL CRIMEN DE LA RUE DU BUGNON »Días atrás informábamos sobre la detención de un súbdito holandés, puesto a disposición del

juez La Pallud a raíz del asesinato de una manicura de nuestra ciudad en la Rue du Bugnon. »Pero, poco después de iniciada la instrucción, el hombre, que no había hecho ninguna

declaración, se ahorcó en su celda mediante la unión de unas tiras de tela recortadas de su propia camisa.

»Se trataba de un tal Nicolas de V..., de treinta y cinco años, corredor de piedras preciosas, cuyo último domicilio conocido se hallaba en Amsterdam.

»El hombre estaba casado y era padre de tres hijos. Interrogada por la policía holandesa, su mujer ha declarado que las actividades de su marido eran legales y que sus negocios lo obligaban a efectuar frecuentes viajes al extranjero. La mujer no recordaba dónde se encontraba su marido el 19 de agosto pero, que ella supiera, no había puesto los pies en Suiza desde hacía un año.»

También ese hombre estaba casado, y tenía tres hijos, en lugar de dos. ¡Se había colgado en su

celda después de cortar la camisa para confeccionar una especie de cuerda! ¿Y si no se hubiera colgado? ¿Y si lo habían colgado? ¿Y si era el único medio que se les había

ocurrido para evitar que hiciera declaraciones comprometedoras? ¿Comprometedoras para quién? ¿Habría más dinero escondido en otros lugares, en otras

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taquillas, en otras estaciones europeas? El desánimo hacía mella en él. Estaba harto. Se sentía tentado de acudir a la policía y quitarse

aquel peso de encima de una vez por todas, pero no lo hacía por su mujer y sus hijos. Ni siquiera sabía a qué pena se exponía. Además, nadie le creería, ni siquiera Dominique. Hacía

semanas, meses incluso, que desconfiaba de él, que lo espiaba y se esforzaba por pillarlo en alguna contradicción con sus preguntas insidiosas. ¿Quién iba a creerlo entonces?

¿Bob? Su amigo seguía bromeando con él cuando iba a su despacho, cada vez entraba con menor frecuencia y, cuando soltaba sus chanzas, se intuía que no era del todo sincero.

—Estás casi tan guapo como nuestro flamante director general. ¿Qué te pasa? ¿Has heredado una fortuna? Una noche de éstas, por cierto, deberías venir a cenar conmigo y mi nueva... Ven con Dominique, por supuesto. No te preocupes: ésta es muy educada y no suelta palabrotas. Es incluso demasiado bien educada para mi gusto y exige que apague la luz antes de desnudarse. Resulta agotador, porque, una vez en pelotas, no tiene inconveniente en que encendamos todas las lámparas. ¿Sabes a qué se dedica su padre? Es inspector de Hacienda. ¡Eso sí que es estar bien relacionado! Lástima que no pueda decirle que soy casi como de la familia...

Justin no se reía, ni siquiera esbozaba una sonrisa. —¿Cómo está Dominique? —Bien. —¿Y los niños? —Muy bien. —¿Y tú? —Bob se reía—. Desde luego, hijo, si creyera en ellos, te enviaría a un psicoanalista.

No cabe duda de que te encontraría algún complejo. Espero que no fuera el de Edipo, aunque no se lo digas a nadie, pero confieso que no sé en qué consiste exactamente el complejo de Edipo... Gages de una educación descuidada. Bromas aparte, deberías cuidarte. Todo el mundo se pregunta qué te sucede. Algún día saldrá a la luz. Entretanto, quiero que sepas que aquí estoy y que no sólo me presto a escuchar confidencias sobre la almohada...

El señor Baudelin, en cambio, no decía nada. Se limitaba a observarlo a hurtadillas y salía del despacho de Calmar exhalando un suspiro. Así como odiaba que en sus establecimientos hubiera casillas vacías, también detestaba a la gente enferma y a las personas tristes.

«No se complique la vida, amigo mío, no se complique la vida», era una de sus frases favoritas. El jefe había encargado a Challans —pues odiaba proceder personalmente en las ejecuciones—

que despidiera a una mecanógrafa que, sin motivo aparente, prorrumpía en llanto en medio de un dictado. Sólo un año después, cuando ésta había muerto, se enteraron de que se sabía enferma de leucemia y que dejaba una madre sin recursos. ¡Son cosas que pasan!

El viernes, Calmar abandonó temprano el despacho con el pretexto de que iba al dentista, pues tenía que cambiar el maletín de sitio una vez más.

Ahora le tocaba el turno a la estación del Este. Por una especie de fatalidad, no había ninguna estación cerca del trabajo o de su casa, de modo que se veía obligado a cruzar los barrios más concurridos de París una o dos veces por semana.

Aquella tarde se encontraba particularmente desanimado y a punto estuvo de atropellar a un ven-dedor de periódicos que se movía entre los coches fuera del paso de peatones.

No tuvo ánimos para cambiar de estación, que ya se hallaba atestada de gente con botas de montaña y ropa multicolor y que, con los esquís al hombro, tomaba los trenes por asalto. Tanto es así que un esquí le hizo un arañazo en la mejilla.

Se agachó y retiró el maletín de la taquilla 27. Luego se dirigió hacia otra hilera y deslizó una moneda en la taquilla 62 para depositar allí su fortuna.

Ya no miraba a su alrededor. Desde hacía varios días era presa de cierto fatalismo y se preguntaba si para evitar tantas complicaciones y tantas idas y venidas agotadoras no podía dejar

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sencillamente el maletín, cerrado con llave, en un armario de su despacho. Se propuso valorar esta opción durante el fin de semana, pues se había acostumbrado a

reflexionar antes de dar un paso, tanto que se convirtió en una manía. Lo hacía sin darse cuenta, como si tuviera en la cabeza un pequeño mecanismo siempre en marcha, incluso de noche, ya que a menudo se despertaba sobresaltado, soñando con un peligro en el que aún no había pensado.

Con el cuerpo inclinado hacia delante, cerró la taquilla, deslizó la llave en su llavero y, justo cuando se enderezaba, vio ante sí el rostro de la señorita Denave.

—¿Se va de viaje, señor Calmar? —¿Me ha seguido usted? Había bajado la guardia, pues de lo contrario, no habría cometido la locura de hablar de ese

modo. —¿Yo? En absoluto. ¿No sabía usted que todas las tardes tomo un tren hacia Lagny, donde vivo

con mi madre? —No lo sabía, nunca se había preguntado qué hacía Valérie después del trabajo. Ésta lo observaba con atención y, al mismo tiempo, su mirada resultaba tierna, protectora—. Está muy rojo. Seguro que ha venido corriendo. Yo también me he marchado del despacho antes de hora y he cogido el metro...

Sintió la necesidad de justificarse, sabía que no debía hacerlo, pero no pudo evitarlo. No soportaba aquel silencio, ni la mirada enamorada, estúpidamente enamorada, con que ella lo envolvía. Podría decirse que la enternecía sorprenderlo allí, como uno se enternece al descubrir a un niño que roba mermelada.

—He acompañado a un amigo al tren y, justo cuando se ha puesto en marcha, me he percatado de que me había quedado con su maletín en la mano, porque él iba cargado con dos maletas...

¿Lo habría visto sacando el maletín de la primera taquilla? —Me alegro de verle, señor Calmar. No es lo mismo encontrarnos aquí que en el despacho. —Buenas tardes, señorita Denave. —Buenas tardes, señor Calmar. ¡Espere! Quiero decirle algo desde hace tiempo, pero nunca he

reunido el valor suficiente. Aquí, entre la muchedumbre, resulta más fácil. Quiero que sepa que soy su amiga, que no tiene usted mejor amiga que yo y que haría lo que fuera para ayudarlo.

Sin aguardar a que respondiera o reaccionase, la mecanógrafa se precipitó hacia los andenes y desapareció entre los esquiadores ataviados con ropa de montaña.

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4 —Señor Calmar. —Sí, señorita. La señorita Denave había entrado en su despacho con tal discreción que él no se había percatado

y se sobresaltó. Ella había tomado la precaución de llevar un bloc de taquigrafía y un lápiz. —¿Se acuerda usted de lo que le dije ayer en la estación? —Creo que sí... —murmuró azorado y desviando la mirada. —Quiero que sepa que no eran sólo palabras. No cabía duda de que lo había planeado todo, pues llevaba un vestido que nunca le había visto e

iba más maquillada que de costumbre. Puede que el maquillaje no hiciera su rostro menos ingrato, pero el vestido, muy ceñido, resaltaba un cuerpo que él jamás habría sospechado.

—Necesito hablar con usted, señor Calmar, y empieza a ser urgente. —La escucho. —Ahora no. Cualquiera puede entrar por la puerta en cualquier momento. —Le sonreía, discreta

y cómplice, convencida de que él comprendía su discreción—. Se me ha ocurrido una idea. Hoy es sábado y esta tarde los despachos estarán vacíos.

—A menos que el jefe... —El señor Baudelin se ha marchado a Brézolles y no regresará hasta el lunes por la mañana. Yo

misma he mecanografiado las cartas y los telegramas que han fijado su agenda. La miraba aterrado y se preguntaba adónde quería ir a parar. —Puede decirle a su mujer que tiene un trabajo urgente y que debe hacer horas extraordinarias.

Yo ya me he puesto de acuerdo con el señor Challans... —¿Con respecto a qué se ha puesto de acuerdo con él? —Le dije que me había retrasado con el archivo y que prefería trabajar una hora o dos más esta

tarde en vez de quedarme después de la jornada la semana que viene. —Pero... —¿A las dos? Parecía que él la cortejara desde hacía tiempo y que ella le concediera por fin la cita anhelada. —Es que... —Comprendo que esté turbado. ¡Ya verá! Hasta la tarde pues. Como se hallaba un poco aturdido, se le olvidó comprar La Tribune y, después de beberse no

dos, sino tres aperitivos, se le pasó por alto tomarse la pastilla de clorofila que, sin embargo, llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué te pasa, Justin? —Nada. Sólo que esta tarde debo ir a la oficina para un trabajo tonto... Esta mañana hemos

recibido el nuevo catálogo de Sears-Roebuck, que este año pesa más de un kilo. El jefe quiere que le presente una lista con las novedades el lunes por la mañana...

—¡Bah! De todas formas, está lloviendo. Él tardó en entender la respuesta. —¡Aquí tampoco habrías hecho mucho! No pasan nada bueno por televisión y les he prometido

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a los niños que los llevaría a merendar a Clémence. Durante la comida estuvo como ausente. Luego se presentó en la Avenue de Neuilly veinte

minutos antes y le preguntó al guarda: —¿Ha llegado la señorita Denave? —No, señor. ¿Tiene que venir? —Debemos acabar un trabajo urgente. ¿Ha visto al jefe? —Se ha marchado esta mañana sobre las diez con el señor Marcel. Recorrió una y otra vez el despacho, azorado, inquieto y, por añadidura, consciente de lo ridículo

de la situación. Pero ¿acaso no había sido ridículo toda la vida? ¿No habían comenzado a burlarse del Gusano desde el parvulario?

Oyó los pasos de la señorita Denave en la escalera, se detuvo en medio del despacho y, a continuación, la oyó moverse en el suyo propio antes de abrir la puerta.

—Escuche, Justin, perdone que le llame así, pero hoy no puedo llamarlo de otro modo. —Se la veía nerviosa y sobreexcitada y manoseaba un pañuelo rematado con una delicada puntilla—. Mire, no puedo soportar ver que es usted desdichado. ¿Lo entiende? Estoy segura de que se ha dado cuenta de que lo amo. Y, por su parte, usted no ha hecho nada para desalentarme...

Calmar tuvo de pronto la impresión de estar adentrándose en un espeso banco de niebla. Oía las palabras, entendía su significado y, sin embargo, no conseguía creer que aquella escena estuviera sucediendo. Sentía deseos de gritar: «¡ Está usted loca! ¡Completamente loca!», y a continuación coger su sombrero y su abrigo y marcharse, salir al aire libre, donde se hallaría entre personas normales que no le soltarían tales discursos.

—Algunos compañeros me compadecen porque estoy sola, pero no se dan cuenta de que quien más solo está aquí es usted. ¿Verdad, Justin?

—No lo sé, no entiendo... —Claro que lo entiende. Hace ya meses, desde que regresó de vacaciones, que busca a alguien a

quien confiarle... Debe de ser terrible tener un secreto como el suyo oprimiéndole el corazón. Seguro que primero pensó en su mujer, quizás en su amigo Bob, pero no fue capaz. —Estaba tan agitada que le brillaban los ojos; no tardaría en echarse a llorar—. Adoptó usted la costumbre de llamarme a mí en lugar de a las otras secretarias, y me estudiaba... Esas cosas no le pasan inad-vertidas a una mujer. Y, en varias ocasiones, estuvo a punto de decirme algo.

—Le aseguro, señorita... —¡Chist! ¿Y si le dijera que sé...? —¿Que sabe qué? —Tal vez no sepa toda la verdad, pero tengo una intuición. —¿Se imagina usted que hay otra mujer en mi vida? —¡Ahora ya no! Quizá tuvo una amante entre finales de agosto y principios de septiembre.

Supongo que la conocería en Venecia o en el tren de regreso. Volvió cambiado. A causa de esa mujer, necesitó dinero. Perdone que me meta donde no me llaman, pero ¿soy acaso culpable de amarlo y de que sea usted el único hombre por el que me he sentido atraída en la vida? —Se hallaba a un metro escaso de él y lloraba sin pensar siquiera en enjugarse las lágrimas—. Eso quería decirle a solas. No sé a ciencia cierta de dónde ha sacado el dinero, pero lo sospecho. Como es usted honrado, siente remordimientos, no tanto por temor a que lo descubran, sino porque se pregunta cómo se las arreglará para devolver el dinero gastado. Escucha, Justin... —Ahora lo tuteaba. Se acercó a él y se echó en sus brazos—. Cuento con un dinero ahorrado que no necesito, gracias a que mi madre y yo hemos vivido modestamente. Y como nunca me casaré... —prosiguió sin dejar de llorar.

Calmar no se atrevía a soltarse. Lo embargaba la emoción, no tanto por lo que ella le decía como porque, de pronto, se compadecía de sí mismo.

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—Podrás devolver lo que has gastado. Volverás a estar tranquilo y de buen humor. Eres fuerte, lo sabes perfectamente, y sería una estupidez que te dejaras abatir por un pecadillo.

—Pero... —El maletín, ayer, en la Gare de l'Est... —Ella lo miraba a través de las lágrimas y, de

improviso, pegó sus labios sedientos e inexpertos a los de él—. ¡Chist! No digas nada. Me lo explicarás dentro de un rato, ¿no? Juntos tomaremos las medidas oportunas. —Volvió a besarlo. A pesar de su corta estatura y de su cuerpo menudo, tenía una fuerza insospechada, y ambos acabaron rodando por la moqueta—. ¡Tómame, Justin! ¡Hace tanto tiempo que espero este momento! ¡Te lo suplico!

Sintió vértigo. Ya no se enteraba de nada. Su mano iba subiendo por un muslo caliente y, bruscamente, la poseyó mientras ella emitía un grito agudo.

A los treinta y dos o treinta y tres años seguía virgen. Él se avergonzó, pero ella lo apretaba tan fuerte contra sí que le era imposible soltarse. No podía respirar.

Cuando ella le permitió levantar la cabeza, sobre la alfombra descubrió los zapatos de un hombre, luego las piernas, la chaqueta y, por último, el rostro inexpresivo del señor Baudelin.

Se puso en pie con torpeza. La señorita Denave se quedó aún unos instantes en el suelo mientras se bajaba lentamente la falda, que tenía remangada hasta el vientre.

—Le pido disculpas, señor Baudelin... Entonces se le apareció bajo su auténtica luz lo grotesco de la situación, lo grotesco de todo lo

que acababa de suceder, de cuanto ocurría desde que tomó el tren de Venecia, lo grotesco de su vida, en suma, y tal vez de la vida de los demás.

Como cuando le dio la bofetada a Mimoune, no tuvo tiempo de reflexionar ni de dominarse. Se abalanzó hacia la ventana, que abrió con torpeza, y se encaramó a ella. Llovía. El pavimento estaba mojado. Oyó un grito, casi idéntico al que había oído al penetrar a la señorita Denave. En medio de la confusión empezó a destacarse la flaca silueta roja de una niñita que agitaba la mano mientras lamía un helado.

Épalinges (Vaud), 3 de junio de 1965