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INDIOS A CABALLO

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INDIOS A CABALLO

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MAPA MAPA

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Indios a Cabal lo

GUSTAF BOLINDER

Traducción

CARLOS ORTEGA

Mujeres vestidas con el traje típico de la época

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CONTENIDO

PREFACIO

CAPÍTULO 1 HACIA LA FRONTERA INDIA ......................................... 15

CAPÍTULO 2 EN CANOA POR EL CARIBE ......................,.................... 27

CAPÍTULO 3 PERLAS, SAL Y ARENA ....................................................... 47

CAPÍTULO 4 HACIA UN ESPEJISMO ...................................................... 61

CAPÍTULO 5 ESCLAVOS Y ESCLAVISTAS ............................................. 77

CAPÍTULO 6 INVESTIGACIONES INDISCRETAS ............................... 89

CAPÍTULO 7 LEYES SIN CÓDIGOS ..................................................... 119

CAPÍTULO 8 LA INOCENCIA Y LA DANZA DE LA FERTILIDAD ... 135

CAPÍTULO 9 UN VELORIO ................................................................... 157

CAPÍTULO 10 EL CONJURO DE LOS ESPÍRITUS .............................. 169

CAPÍTULO 11 LOS BANDIDOS CUSINA .............................................. 187

CAPÍTULO 12 LA VENECIA DE LOS INDIOS ..................................... 215

CAPÍTULO 13 FUEGO EN LA CUNA DEL RIO ................................. 225

CAPÍTULO 14 LA GUAJIRA DE HOY ................................................... 237

Titulo OriginalINDIANS ON HORSEBACKPublicado en Gran Bretaña por Dobson Boook Ltda. 1957.

© De la traducción Carlos Ortega

UNIVERSIDAD DE LA GUAJIRAFACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIONGRUPO DE ESTUDIOS EN ETNOECOLOGÍA Y EDUCACIÓN AMBIENTAL 2011

ISBN--------------------

Autoridades InstitucionalesCarlos Arturo Robles JulioRector

Claribel Guadalupe Ochoa RomeroVice-rectora Académica

Víctor Miguel Pinedo GuerraDirector Centro de Investigaciones

Hilda Choles AlmazoDecana Facultad de Ciencias de la Educación

Traducción Carlos Ortega

Asesoría Antropológica Jorge L. González B.

Diagramación Humberto PenaretiImpresión Editorial Gente Nueva, Bogotá

Page 5: Indios a Caballo

Nuestra caravana hizo una pausa 67

Descansando bajo la sombra precaria de un árbol de dividivi 67

Una casimba, o pozo de agua, cavada por los indios 67

Ayudándole a encender su cigarro a un anciano que no conocía los fósforos 68

Chinca, una muchacha soltera de familia simple, y de buena cuna 68

Campamento indio y un mestizo 68

Joven tocando una flauta 85

Niña con collares 85

Jinetes 85

Majayura, la virgen confinada a fin de prepararse para el matrimonio 86Anciana tejiendo 86

Los niños de la Macuira no parecen desnutridos 86

El jefe Mauana 105

La hija de Mauana, con pinturas ceremoniales, al lado de su mula 105

Choza de trabajo con urdimbre para hacer faja masculina 106Los flacos perros indios se lamen la olla 106

Jefes indios con trajes ceremoniales 106

LISTADO DE ILUSTRACIONES

A COLOR

Mujeres vestidas con el traje típico de la época frontispicio

página

Vista de un pueblo guajiro en Maracaibo 55

La Teta, elevándose sobre estepas de cactus 113

Paisaje típico guajiro con árboles de dividivi 113

Pueblo guajiro en Maracaibo 114

Aurora Montiel, quien representa a los indios en el Congreso de Caracas 241

EN BLANCO Y NEGRO

En la playa. Cargados por su padre y su hermana, estos fueron los únicos mellizos que vimos 39

Muchachas indias 39

Una simple choza india 39

Nuestros hombres haciendo fuego 40

Indios e indias trabajadores de la sal, en Manaure 40

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Indios con un chivo robado cerca de la serranía de Cusina 189

La magia peligrosa del hombre blanco: la cámara fotográfica 189

Campamento indio con cerca de cactus 189

Las mujeres guajiras son robustas y de fuerte complexión 190

Guardia fronterizo -Paraguaipoa 190

Arquero 211

Caravana de mulas cerca de la frontera indígena 211

Indios guajiros en el sur frondoso 212

La Venecia de los indios 212

Vivienda sobre palafitos con jardín de hierbas 227

Los indios esperan con paciencia mientras el líder de la expedición duerme en su hamaca 227

Rebaño arriado por la estepa 227

El hombre del ferry en el río Calancala 228

Torres de perforación en el lago de Maracaibo 228

Una chichamaya en todo su apogeo 127

Primer entierro. Las andas del féretro son sacadas de su sepultura. 127

Segundo entierro. Un curandero custodia las urnas que contienen los huesos del difunto 127

Un compañero de baile 128Niñas indias con sus mantas 128Mujeres viajando, bien cubiertas contra el sol 128

Un hombre guajiro, vestido y pintado como una mujer 143

Una niña pequeña con cuentas de oro en cuello y tobillos 143

Después del segundo entierro: mujer llorando ante la urna que contiene los huesos del difunto 143

A los curanderos les gustaba tomar un buen trago antes de una invocación 144

Una piache, o sabia, curando a un niño quemándolo con la punta de una flecha 144

Una plañidera profesional 163

La matanza diaria de animales 163

Guerrero con flechas envenenadas 164La madre de un jefe rodeada de esclavas 164

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La expedición colombiana, integrada por Roberto Pineda Giraldo, Virginia Gutiérrez de Pineda y Milciades Chaves, aportó información muy valiosa. La Guajira ha sido descrita histórica y geográficamente en trabajos de Antonio Hernández de Alba, Julio Londoño y Antonio García, así como en un trabajo del padre José de Barranquilla, el cual debe mencionarse de igual manera.

Muchas de las fotografías que se emplearon para ilustrar este libro las tomé yo mismo; las otras son de Ottar Gladtvet, natural de Oslo, nuestro compañero y fotógrafo en la primera expedición.

G.B.

PREFACIO

Este libro llevará al lector a una esquina peculiar de Suramérica, la península guajira, cuyas playas están bañadas por el tibio mar

Caribe. Tiene una naturaleza y un clima variado a diferencia de otras partes del continente. Sus habitantes son indios que difieren inmensamente de la mayoría de sus contemporáneos, ya que son guerreros, orgullosos e independientes. Es el único pueblo de nómadas a caballo entre los nativos de América y están dirigidos por jefes poderosos. Han mantenido su independencia y sus costumbres especiales a través del tiempo. Han podido vivir en paz, ya que su territorio no sólo es árido y poco atractivo (sino también porque ellos no están compitiendo con nadie).

He hecho tres viajes a la Guajira. El primero, en 1920, fue el más excitante y fructífero. Fuimos tres personas: mi esposa, nuestro fotógrafo Ottar Gladtvet y yo. Lo recordamos como si fuera ayer. Este viaje es el que nos ha dado la mayor cantidad de material para el presente trabajo. Mis observaciones acerca de la vida de los indios se enriquecieron durante una corta visita que hicimos mi esposa y yo –así como algunos de los investigadores nativos- a la península en los años treinta.

En 1955 volví a la Guajira para ver qué había pasado después de la crisis causada por las recurrentes sequías de la última década. Casi todo el ganado tuvo que ser sacrificado y la mitad de la población había sido exterminada o había migrado. Cuando llegué allí, sin embargo, las condiciones habían mejorado. Casi todo estaba igual que antes y encontramos pruebas que nos permitieron determinar que estos refinados y valiosos indios podrían superar sus dificultades manteniendo su individualidad en muchos aspectos.

Aparte de algunos viejos libros y de lo que yo he escrito, muy poco se ha publicado acerca de estos indios, salvo en años recientes.

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CAPÍTULO 1

Hacia La Frontera Indígena

Marzo, 1955

El carro se dirigía por las llanuras secas y las áridas colinas de la península guajira. Veníamos del sur de Venezuela, donde

habíamos atravesado una región, donde, al contrario, había mucha agua, una costa pantanosa que los indios habían abandonado para irse a vivir en palafitos en el mar. En cada caserío había una pequeña Venecia, no en vano el nombre del país, Venezuela, era el mismo de esa famosa ciudad italiana con su diminutivo en español. Se le conoce así desde los días de los primeros descubrimientos.

Antes de 1955 no era posible atravesar esta región en carro. Ya habíamos cruzado la península en un camión veinte años atrás en un viaje que resultó bastante complicado.

Llegamos a una barrera de agua, la laguna de Sinamaica y el río Limón. Allí montamos el camión en un pequeño ferry que se atascó entre dos bancos de lodo. Tardamos una hora en salir del atolladero y pudimos apreciar entonces la laguna de Sinamaica, una pequeña y blanquecina reliquia del pasado.

Nos dirigimos entonces hacia el norte, por senderos de palmeras de coco. La rica vegetación dio paso a una estepa árida con esporádicos árboles de cactus. Detrás de uno de ellos, bajo su tenue sombra, se encontraba de pié un indio, desnudo, de piel oscura, bien proporcionado, como una estatua de bronce. Era a estos indígenas a los que yo quería conocer.

La Guajira es lo que uno podría llamar el último bastión del romanticismo indígena en las Américas, porque hasta nuestros días ha sido habitada por una nación de jinetes guerreros que tienen sus propias leyes.

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espacio para estirarnos. El capitán tuvo la gentileza de amarrarnos una vela encima de la canoa, pero cuando el sol estaba en posición oblicua estirábamos las piernas y caminábamos por el barco viendo la pesca y tostándonos bajo el sol.

Un olor fuerte y pestilente a manteca y a pescado podrido invadía la cubierta, y de vez en cuando una ráfaga nauseabunda salía de la bodega.

Llegó la hora de la comida. Entonces apareció el cocinero con una sartén humeante de carne de tiburón frito. Con gran destreza sacaba pedazos con sus dedos y los arrojaba, sin dejar caer ninguno, a los platos que estaban dispuestos en fila para los que pudieran comer. No tenía necesidad de ofrecerles a los pasajeros de la cubierta, ya que teníamos tanta hambre que no había necesidad de usar salsa para poder pasar el bocado. Ya no nos quedaban provisiones. Nos habían dicho que el viaje no iba a durar más de una noche y llevábamos ya tres días y tres noches en el mar. El viento desapareció cuando apenas llevábamos la mitad del recorrido.

Al amanecer, vimos las montañas de nieve de la Sierra Nevada en el sur, irreales como si fueran un espejismo. Rápidamente se desvanecieron, se volvieron transparentes como el rocío disolviéndose con los rayos del sol. Sabíamos que estaban allí, pero no podíamos gozar de su belleza porque al verlas se demostraba que no habíamos avanzado en la noche.

Ya nos habían retenido una vez en nuestro viaje hacia lo indómito. Fue en el pueblo de Santa Marta, nuestro punto de partida en la costa. Un antiguo lugar, un poco destruido, horrorosamente caliente y hermosamente situado en una bahía azul con las montañas de la Sierra al fondo. No había embajada sueca en Colombia en ese entonces y no habíamos podido tramitar nuestros permisos.

Para llegar a la Guajira desde Santa Marta teníamos que ir por la costa en dirección este hacia Riohacha, el último puerto de los blancos antes de llegar a la frontera indígena, y del cual sabíamos

La poca gente blanca que vive dentro de sus fronteras ha tenido que acatar y someterse a estas leyes. Los Arijuna, los criollos, pueden hacer las cosas a su manera, pero aquí en la península tenemos nuestras propias leyes, dicen los indios. Antes de continuar, les quiero contar sobre nuestro primer viaje a la península en los días en que los blancos rara vez se atrevían a ir por allá y la Guajira todavía era casi inmune a la influencia exterior. Ese viaje, sorprendentemente, todavía está fresco en la memoria de nosotros tres aunque hubiera pasado ya bastante tiempo. Pasaron treinta y cinco años para que volviéramos a ver esta tierra y sus gentes, casi iguales, inmutables.

En esa ocasión no llegamos por la carretera desde el sur, sino que lo hicimos en dirección oeste por la costa, en una barcaza, una vieja goleta. Logramos deslizarnos por las calientes aguas del mar Caribe sin naufragar a pesar de los tres días que navegamos sin viento. El sol nos azotaba como el infierno. Los negros que maniobraban la embarcación pescaban tiburones, no por diversión, sino porque se nos habían agotado las provisiones y éstos eran los más fáciles de pescar. Teníamos hambre. El capitán, un mulato descalzo y con un sombrero de paja raída, se recostaba medio dormido en el timón, proyectando una imagen antigua digna de un museo marino, así como todo el barco.

Nadie se movía en ese calor sofocante. Hicieron una especie de enramada sin piso sobre la bodega. El cargamento consistía en sacos de azúcar sobre los cuales los pasajeros se recostaban, arrumados como sardinas, terriblemente mareados. El olor dulce y nauseabundo del azúcar no contribuía en nada a mejorar la situación. En un armario que servía de cabina para el capitán yacía el gobernador de la Comisaría, el más mareado de todos. Las cucarachas gigantescas y multitudinarias producían ruidos crujientes.

Nuestro fotógrafo, un noruego, se acurrucó a la sombra del salvavidas. De vez en cuando los rayos de sol se colaban por los huecos del techo. Había, sin embargo, una canoa en perfecto estado. Mi esposa y yo nos metimos en ella, aunque no había

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“La calma”, dijo el capitán, “es mucho peor que la tormenta”. Es obvio que, añadió con cautela, “este bote se está debilitando y quizás no resista un huracán. Pero, por otro lado, la calma es peor que cualquier cosa. El año pasado, viajé de Cuba a Santa Marta. Nos cogió una calma que nos dejó tan atrancados como estamos ahora. No pudimos pescar nada. Todos habríamos muerto de hambre si un vapor no nos hubiera visto y dado provisiones. Ese viaje duró veintiocho días”.

El relato no sirvió de nada para convencer a los dos escépticos.

Bendijimos al gobernador varias veces al día por habernos mandado a decir desde su cama de tormentos que podíamos hacer uso del bloque de hielo que había envuelto cuidadosamente en una infinidad de periódicos. El agua se agotaba, nuestras provisiones ya se habían acabado y el hielo del gobernador afortunadamente nos alcanzó hasta el fin del viaje.

Este rústico contenedor nos da una idea de cuales pudieron haber sido las condiciones, en cubiertas más grandes, aunque posiblemente no más cómodas, que tenían los barcos de los conquistadores. Tenían mucho vino, por supuesto, pero nosotros teníamos hielo. Tenían que refrescarse como pudieran mirando la Sierra Nevada.

En la noche del tercer día un viento se alzó y brisó toda la noche. A la mañana siguiente anclamos en las playas de Riohacha. El capitán se me acercó:

“¿Quiere ir a la Guajira, señor? Recuerde que es muy peligroso. Si los indios no lo matan, se va a morir de sed. Y recuerde que la Providencia ya se lo advirtió.”

“¿Cómo así? ¿Qué me quiere decir con eso?”

“Sí, señor. Usted mismo me dijo que había tenido mala suerte y que no había podido salir de Santa Marta y que tuvo que esperar. Después tuvimos esta calma que lo retrasó otra vez. Créame, es

que era un pueblito atrasado y primitivo. Las comunicaciones eran posibles gracias a pequeñas embarcaciones que venían de las Indias Occidentales Holandesas. Los viajes eran muy esporádicos, así que tuvimos que esperar. El gobernador de la comisaría iba también con nosotros para Riohacha, así que nos ofreció ir en el bote donde ya había hecho reservaciones. El gobernador era una persona elegante y parecía escoger a sus acompañantes de manera cuidadosa. Nos sentimos halagados y asumimos que el bote escogido iba a ser de lo mejor. El precio de los tiquetes también apuntaba en esta misma dirección. Tanto el gobernador como nosotros nos sentimos un poco alicaídos cuando, una noche, al subirnos a la goleta que estaba anclada en la periferia de la bahía de Santa Marta, observamos sólo una vieja lámpara de establo en la popa de la embarcación.

Las monótonas tres semanas que tuvimos que esperar en Santa Marta habían pasado más rápido que esos tres días en la goleta. Habíamos hecho expediciones en canoa a aldeas de pescadores donde grandes tortugas marinas habían sido amarradas entre las canoas que estaban en la playa, listas para ser arrastradas, diseccionadas y cocinadas cuando llegara la ocasión. Habíamos hecho también una serie de hallazgos arqueológicos interesantes que nos hicieron sacar buen provecho de todo ese tiempo.

¿Cuánto tiempo más vamos a estar en el mar?, preguntamos. El capitán se limitó a hacer un gesto de duda y miró hacia el cielo, en dirección a Dios. Era el único que se hacía entender en español. La tripulación sólo hablaba papiamento, una mezcla de lenguas aborígenes con holandés y español, muy común en Aruba y Curazao, de donde venía la goleta.

Dos miembros de la comitiva del gobernador que no estaban tan mareados como para recibir cuidados especiales, comentaron que posiblemente el capitán no tenía idea de cómo llegar a Riohacha. El mulato recibió la insinuación con desprecio. Aseguró que podía llegar a lugares donde nunca había estado.

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llegara a la casa de la Aduana. Como no había hotel en el lugar, algunos dignatarios locales se encargaron de nosotros. Nos llevaron a una taberna caminando por la arena y luego atravesamos una calle dispareja. En la esquina de esta calle había un carro de motor. Era el único que había en el lugar, pero hacía mucho que había dejado de funcionar. Las calles no estaban hechas para vehículos de motor, y de cualquier manera un carro no tenía mucho adónde ir. No fue sino hasta quince años más tarde cuando se empezaron a hacer las carreteras.

El pueblo era pequeño. Estaba hecho principalmente de casas de un solo piso que alguna vez habían sido blancas, y otras de dos pisos con balcones cubiertos, al estilo colonial. Media docena de árboles caídos formaban una especie de parque al frente de la iglesia. Debe haber sido difícil mantener estos árboles en pie en un clima tan árido. Había una adusta y rígida estatua de un almirante en uniforme de gala que sostenía un telescopio. Era Padilla, el gran héroe ayudante de Bolívar, quien fue ejecutado por traición. Evidentemente lo habían rehabilitado. De noche, la torre de la iglesia servía de faro.

Había mucha gente en la calle y vimos algunos indígenas. Incluso en el pueblo, los hombres usaban el mínimo de ropa, un guayuco, un pequeño trapo amarrado entre las piernas y doblado hacia adentro a manera de cinturón. Algunos también llevaban sombreros.

Uno de nuestros acompañantes nos contó que los monjes habían tratado de convencer a los indios para que usaran ropa, pero lo único que habían logrado era que usaran sombrero. Un indio guajiro no iba a meter sus piernas en unos pantalones.

Las mujeres, en cambio, iban bien arropadas en holgadas mantas marrones y llevaban sus rostros pintados de blanco o marrón. Algunas habían modernizado sus mantas y llevaban vestidos increíblemente amplios y coloridos con flecos que daban la impresión de ser muy pesados.

La taberna era una casa de dos pisos cerca de la iglesia, y allí hablamos

la Providencia la que le está avisando. Los marineros lo sabemos. Usted quiere ir a la Guajira. Es muy peligroso ir allá. Los indios son guerreros; la gente se muere de sed. Si tiene problemas por tercera vez, hasta ahí llegó usted. Tómelo como una advertencia de los cielos y regrese. Cuidado con los indios. Tal vez sea el curandero, el piache, el que le ponga la contra. Eso significa que usted no es bienvenido. Excúseme, señor, yo sólo quería advertirle, extranjero como es usted”.

Le agradecí pero no seguí su consejo. De hecho, también estábamos retrasados en Riohacha, pero no nos íbamos a devolver por eso. Uno siempre se retrasa y tiene problemas en los países del Caribe, sea donde sea.

La goleta había anclado. Se escuchó un trueno de bienvenida desde la playa. El gobernador salió pálido pero compuesto. Su comitiva se lavaba y se arreglaba en la cubierta. Nosotros también nos acicalamos. Una inmensa canoa llegó con el comité de recepción. Hubo gritos y abrazos de bienvenida. A nosotros también nos tocó nuestra dosis y nos invitaron a bajar con el gobernador y su comitiva en la canoa.

La canoa se dirigió a tierra. Los remeros sortearon con suavidad el oleaje que se tornó inusitadamente violento. Estábamos muy cerca de la playa y de repente tocamos tierra. Cuatro tipos vestidos de blanco, con los pantalones remangados hasta la rodilla, vadearon los pasajeros hacia la playa. Había toda una multitud. Luego la banda llegó corriendo. El primero fue la tuba que empezó a tocar ahí mismo, a la que se le fue uniendo un instrumento tras otro a medida que llegaban. El último llegó justo cuando los cargadores depositaron al gobernador en la playa. La banda tocó entonces el himno nacional. La gente gritó de alegría e hicieron disparos al aire.

Cuando llegó nuestro turno para llevarnos a la playa, el gobernador ya se encontraba camino al pueblo en medio de una ruidosa multitud. Tuvimos que esperar un buen rato para que el equipaje

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resolverse. Así que el agua del pueblo aun provenía del río Ranchería, o Calancala, como lo llaman los indios, que es la frontera natural de la Guajira. Pasa por las afueras del pueblo.

El agua del río es sucia y durante la estación seca se puede volver salobre y lamosa en el peor de los casos. Ni siquiera hervida puede tomarse y no es mejor que la que recogen los indios en barriles de los mismos lugares donde se bañan y lavan la ropa. Por otro lado, el agua es costosa.

Habíamos escogido a Rio Hacha como el punto de partida para nuestras investigaciones, ya que era lo más cercano al territorio guajiro. Las pieles, la sal y la madera de dividivi de la península se exportan a través de Rio Hacha, así como los productos agrícolas de las provincias del sur. Todas las cosas se transportan en canoas, en pequeñas góndolas, que se encuentran a la vera de los caminos. Rio Hacha era también la residencia del obispo Atanasio, líder de los misioneros capuchinos, un hombre magnífico con quien ya había tenido contacto. Los monjes eran las personas que mejor conocían a los indios, y yo quería que nos ayudaran a planear nuestra ruta, siendo la Guajira un territorio completamente nuevo para mí. Los europeos nos sentíamos como coterráneos en esta tierra. Los monjes de cuello marrón eran españoles. El hecho de que fuéramos herejes no iba a cambiar su actitud con nosotros.

Nuestra intención era viajar por la península y luego cruzarla por varios puntos. De esta manera pensábamos que podríamos llegar a conocerla lo mejor posible. Había algunas estaciones misioneras en algunas montañas al extremo de la península, donde podríamos quedarnos.

Pensamos hacer una recua, una caravana de mulas, para atravesar toda la península, o viajar en canoa por la costa norte, tan lejos como lo consideráramos necesario y después seguir por tierra con las mulas. Tanto nosotros como el obispo, con quien tuvimos algunas discusiones, nos inclinábamos por la segunda opción, la cual nos

con el propietario del problema del alojamiento. Había una pieza disponible, nos dijo, y que si podíamos conseguir a alguien que la barriera y la limpiara, nos podíamos acomodar muy bien en ella, ya que teníamos nuestros propios colchones y mosquiteros. Fuimos a mirar el lugar, y efectivamente había que conseguir a alguien. Dos indias con quienes habló la amable esposa del tabernero, nos prometieron sacar la mugre, los escorpiones y cucarachas, así que fuimos a la casa de la Aduana por nuestros equipajes.

De acuerdo con viejas disposiciones, que ahora ya nadie parece reconocer, nuestras cosas eran llevadas de un lugar a otro antes de que nos fueran entregadas. El equipo de cargadores del pueblo estaba dirigido por un negro que olía a ron, y que llevaba un casco tropical un poco más grande que una visera, de la cual colgaban sus rizos. Se dirigió a nosotros primero en inglés y después en holandés. Finalmente, nos abordó en español con un suspiro de consuelo, explicándonos que su conocimiento de idiomas lo había convertido en objeto de envidias en el pueblo. Su vocabulario en estas lenguas extranjeras era más que limitado; de hecho, se podían contar con los dedos las palabras que sabía.

Una fila de indios llevó nuestro equipaje a las habitaciones que estaban arriba de la taberna. Esa noche se llevaba a cabo alguna celebración ruidosa en la taberna que no nos dejó dormir. Duró hasta el amanecer, cuando empezaron a sonar las campanas de la iglesia. En Rio Hacha a la gente no le molesta el ruido; por el contario, lo adoran.

Nuestro aposento conservaba su naturaleza, las cucarachas y los escorpiones se paseaban a sus anchas por su casa. Los dejamos muy temprano y nos fuimos a caminar.

Por la noche venía una fila de indios que arrastraban barriles de agua con cuerdas. Traían agua al pueblo. En los cuatrocientos años que tenía Riohacha, el problema del agua había estado siempre en discusión, pero nunca pasaba más allá de eso: un asunto latente sin

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de todos modos ellos sólo ganaban unos pocos centavos al día.

Pensamos llevar sillas y estribos pero no los pudimos encontrar en Rio Hacha. Nos aseguraron que en la costa encontraríamos a alguien que nos pudiera alquilar algunas sillas, y nos dieron incluso una carta de alguien que no conocíamos, dirigida al dueño de las sillas. Éste, sin embargo, no sabía leer, así que le tuvimos que leer la carta. Esto hizo posible que él nos diera las sillas. Todo el mundo estaba muy dispuesto a complacernos hasta en los más pequeños caprichos.

El obispo era uno de los pocos que tenía agua lluvia en su cisterna. Y hasta nos mandó un barril.

Llevábamos un par de lámparas suecas e incandescentes de parafina, que en esos tiempos eran grandes y pesadas, más apropiadas para lugares fijos. Una noche las encendimos y las colgamos –una afuera y otra adentro de nuestros aposentos en la taberna-, y todo el pueblo vino a verlas. El dueño de la taberna, al ver su valor publicitario, nos hizo una oferta para comprarlas, al igual que las autoridades cívicas del lugar, que las querían para iluminar la torre de la iglesia; las lámparas desde lejos no alumbraban nada. Adicionalmente, debíamos cuidar nuestros fondos, y dada la demanda de las cisternas, el tabernero ganó la puja. De todos modos él era el único que tenía dinero en efectivo.

Estábamos listos para partir. Aunque mi esposa aun se sentía débil por la fiebre, no quería esperar más y deseaba emprender el viaje en canoa, pues creía que no iba a ser tan arduo y que le permitiría recuperarse. En ese lugar del mundo la gente siempre viaja de noche, cuando los vientos alisios, que siempre soplan allí, no son tan fuertes. Se evita también así el calor del sol. Entonces, si uno quiere dormir, lo tiene que hacer de día.

Nos encontramos una noche en la playa, esperando a que el viento disminuyera lo suficiente para podernos embarcar. La canoa nos esperaba zarandeándose con las olas.

evitaría un viaje muy largo por un semidesierto al cual no estábamos acostumbrados todavía, especialmente en una época tan seca como la de ese año. Pensamos también que podríamos conseguir una caravana más barata en la costa que en Rio Hacha.

Tanto el obispo como los monjes dudaron de nuestra decisión, ya que la consideraban demasiado aventurada. Los indios guajiros eran bastante impredecibles, decían, la falta de agua era severa y la yerba escasa, así que si las cosas se ponían mal, tanto los animales como los hombres se iban a morir de hambre. Eso fue lo que nos dijeron, pero sabían que de todos modos nos iríamos. Ellos nos habían conocido a mi esposa y a mí en otra ocasión, cuando habíamos estado entre indios considerados más peligrosos que los guajiros.

De inmediato empezamos a hacer los preparativos para nuestra partida.

No hubo problema en contratar la canoa y la tripulación, pero aún así nos tardamos más de lo pensado, ya que tuvimos problemas estomacales, principalmente yo, y luego a mi esposa le dio fiebre. No sabíamos si nos había dado malaria, pero ella se tomó una buena dosis de quinina por si acaso. No comimos durante varios días, pero habría sido lo mismo que si hubiéramos comido, porque de todos modos ya estábamos casi hastiados de nuestra dieta de tortuga: todos los días y todas las noches. Al principio todo era una delicia, porque la tortuga es una delicadeza, pero al cabo de unos días pedíamos algo distinto. Sin embargo, no podían entender muy bien esto. Allí se comía lo mismo día tras día porque, además, era la temporada de la tortuga.

Mis brazos se habían quemado con el sol durante el viaje en goleta y me los tuvieron que vendar, razón por la cual terminamos siendo una molestia. Mientras tanto, los indios que habíamos contratado para que remaran tuvieron que esperar y estaban felices. Ganarse la paga de una semana era cosa rara en Rio Hacha. Y aunque teníamos que economizar, este era un gasto que podíamos permitirnos porque

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CAPÍTULO 2

En Canoa por el Caribe

Los vientos alisios hacen que viajar de día en canoa en esta parte del Caribe sea una cosa riesgosa, es por eso que los indios

prefieren pescar de noche. Las canoas que hacen viajes largos navegan con el viento, no contra él, contra el nordeste. No se puede remar con la marea en contra del mismo modo que no se puede remontar la corriente de los que hacen viajes largos en un río torrentoso. La canoa se puede palanquear en un río, pero lo que hicieron dos de los remeros fue remolcar la canoa de la playa tirando sogas, a la usanza de los antiguos remeros del Volga, mientras otro dirigía el bote con un remo desde la popa. El agua estaba tan bajita que no hubiéramos tenido que nadar aunque el bote se volteara; pero el problema no éramos nosotros sino nuestro equipaje, y esto fue lo que traté de hacerles ver, lo mejor que pude, a los remeros. Su español era rudo y directo pero captaron el mensaje. La canoa era lo suficientemente amplia como para estirarnos de vez en cuando y echarnos un sueñito, hasta que la canoa dio un giro violento que nos despertó.

Estas canoas, hechas de troncos ahuecados, son usadas también por los blancos. Tienen la ventaja de ser muy resistentes y aguantar el trabajo pesado; pueden durar bastante tiempo. Algunos árboles se usan para canoas de agua dulce, otros para las de mar. Las grandes canoas que usaban los indios ya no se fabrican. Los primeros recuentos nos hablan de embarcaciones que podían transportar cuarenta hombres y seis caballos, pero esas bellezas desaparecieron hace mucho. De todas maneras había espacio suficiente para nosotros y para el equipaje.

La orilla era plana, y lo único que podíamos ver era una tierra llena de cactus. Llegamos a nuestro primer albergue al amanecer, tal como lo

Era la víspera del solsticio de verano, el día en que mi esposa y yo nos conocimos.

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porque no tenía como ofrecerlos. Todo el mundo se había tomado un trago del ron-guayú. Los únicos sobrios eran el hombre que lo vendía y nuestros indios canoeros, quienes afortunadamente no tenían dinero. El vendedor, un mulato que a pesar de su negocio era una persona decente, se rehusó a darles crédito a los indios.

“Yo no me atrevo a ir más allá de la frontera”, decía, “al territorio de los indios. Yo soy responsable de mis clientes aunque estén borrachos. ¡Uno no puede arriesgarse de esa manera!”

Parecía bastante convincente, pero habríamos de encontrar vendedores más arriesgados que éste. Nunca faltaba el trago cuando de celebrar se trataba: los indios cambiaban caballos, pieles y perlas a cambio de éste.

No son propiamente los hijos predilectos de Dios los que se asentaron entre los indios en esta península. De vez en cuando uno de ellos era despachado a mejor vida por sus vecinos desnudos y pintados. La compensación o la vida es la ley guajira, y no siempre están contentos con la compensación, al menos no los más poderosos. Habíamos llegado a un territorio donde sus habitantes aborígenes poseían ganado y caballos, a veces en manadas considerables; eran los únicos indios americanos que se habían dedicado por iniciativa propia a la crianza de ganado y de caballos. Había pobres y ricos, un hecho inusual entre los nativos de Suramérica. Los jefes ostentaban gran poder y a menudo tenían esclavos. Las autoridades blancas preferían no intervenir en los conflictos entre los de pantalones y los de trasero al aire.

Nos contaron que el inspector de gobierno anterior había sido asesinado por los indios. Un par de criollos que sabían quién era el asesino se ofrecieron a capturarlo por 300 pesos. La razón por la cual pedían esa suma era que no podían quedarse en la Guajira si capturaban al indio, pues la familia tomaría venganza, así que necesitaban esa cifra comparativamente modesta (alrededor de 40 libras esterlinas) como capital para poder empezar una nueva vida

habíamos planeado. Era un caserío de chozas sencillas. Los indios son semi-nómadas y por eso sólo construyen casas temporales, que son apenas enramadas abiertas, cuadrículas de palos cubiertas de pedazos de cactus que suenan con el viento. Lo que queríamos era descansar. Había un árbol al lado de la playa. Colgamos nuestras hamacas en sus ramas y nos echamos un pequeño descanso.

Cuando nos despertamos, todo el pueblo estaba alrededor nuestro observando la escena. Era un grupo muy jovial, tanto por sus atuendos como por sus complexiones. Había mestizos e indios y uno o dos niñitos negros que demostraban que podían estar allí, al menos como visitantes. Predominaban las mujeres y los niños. Se veían muy pocos hombres. Algunas de estas comunidades costeras tienen como autoridad a un representante criollo; en algunas puede ser incluso un mestizo. No habíamos llegado todavía a la Guajira, la cual está dirigida por jefes poderosos.

Entonces, un hombre de chaqueta y de gafas oscuras se abrió paso entre la multitud. Debe ser, pensé, un hombre de autoridad, hasta que vi que no tenía pantalones. Era un indio. En ocasiones solemnes, un indio se puede poner un sombrero y una chaqueta o camisa, incluso lentes oscuros, pero los pantalones nunca serán bien recibidos en sus piernas. Dejan de ser indios si se los ponen. En esa parte del mundo no distinguen entre indios y blancos, sino entre los que llevan su trasero al aire y los que no. En el Pájaro, que es el nombre de esta comunidad costera, sólo había una o dos personas con pantalones.

Apareció entonces el inspector de gobierno acompañado de otros hombres. Caminaban tomados de la mano para poder tenerse en pie, ya que estaban muy borrachos a pesar de la hora. Había llegado el vendedor de la bebida llamada el ron-guayú, un aguardiente hecho de azúcar, barato, fuerte y tóxico, bastante adulterado debido a sus compuestos cobrizos.

Afortunadamente, no necesitábamos de los servicios del alcalde,

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“Le volvió a dar Delirium Tremens”, dijo el vendedor de trago que estaba con nosotros en la playa. No hizo nada por intervenir, a pesar de que era el único hombre sobrio; sin embargo, dos mujeres indias se abalanzaron sobre el inspector, le quitaron la pistola y lo condujeron a su choza.

“Las mujeres están acostumbradas a lidiar con borrachos” nos dijo nuestro amigo, quien no mostraba sino desprecio y disgusto por sus clientes.

“¿Las mujeres indias no toman?,” pregunté.

“Sólo en grandes fiestas y más bien poco para poder manejar a sus hombres borrachos”, y encogiéndose de hombros añadió: “Este veneno debería prohibirse.”

“Nada es más barato que esto, ¿qué puedo hacer? De algo hay que vivir.”

Estábamos contentos de partir y esperábamos que nuestra próxima parada fuera en un lugar más auténtico y agradable.

La playa arenosa parecía más desolada al atardecer. Podíamos ver el azul de las colinas. Como era una estación seca, los indios que tenían ganado se habían ido tierra adentro y sólo algunos pescadores se habían quedado en la playa. Cayó la noche y los cactus gigantescos reflejaban siluetas oscuras contra el cielo. Al poco tiempo empezamos a ver reflejos de fogatas esporádicas. Una canoa silenciosa con indios desnudos pasaba ocasionalmente.

Nos acercamos a la playa un par de veces para ver si podíamos encontrar al viejo indio a quien iba dirigida nuestra carta de recomendación, y con quien podíamos conseguir las sillas para los caballos. Al fin encontramos su casa. Estaba en un pequeño promontorio, unas chozas destartaladas rodeadas por una cerca de cactus. La brisa del mar salado traía consigo un olor a pescado frito y un intenso aroma. Había grandes fogatas que dejaban ver la gente

en otro lugar.

Las autoridades deben haber sospechado que el inspector se había merecido ese destino hasta cierto punto y, reacios a pelear con una importante familia indígena –el hombre en cuestión era miembro de un poderoso clan-, decidieron que era más barato y simple nombrar a un nuevo inspector. Este nuevo inspector fue asesinado también poco antes de que saliéramos del país. Fue tal vez la conciencia de la amenaza constante la que lo había llevado a vivir una vida de borracho incurable.

Los borrachos de El Pájaro eran una molestia, pero se portaron muy bien. Como no se podía viajar sino de noche, tuvimos que quedarnos allí todo el día. Nuestros canoeros se dedicaron a dormir. El vendedor del trago, habiendo vendido sus reservas, se ofreció a mostrarnos el lugar.

Alrededor del pueblo había muchas lagunas o, más bien, estanques que no eran del todo naturales porque habían sido cavados parcialmente. Durante la época de lluvia se llenaban de agua y proliferaban las ranas y los pájaros, de ahí el nombre del pueblo. Estos estanques estaban secos ahora y los árboles de calabaza se veían deshojados y polvorientos en las orillas, aunque todavía se podían ver los pájaros. Cazamos algunas palomas y las asamos en fogatas. Su carne era increíblemente dura.

Mientras estábamos sentados en la playa al atardecer, esperando zarpar de nuevo, oímos disparos que venían de las chozas. ¿Qué había pasado? ¿Se estaban disparando unos a otros?

Llegó entonces el inspector tambaleándose con pistola en mano.

“¿No ven a ese jaguar? ¡Dispárenle, dispárenle!” Gritó y disparó en dirección a las lagunas, haciendo que una nube de pájaros saliera volando en medio de chirridos. No había ningún jaguar ni nunca lo hubo, naturalmente. En la Guajira no había selvas.

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un gran halago según las ideas guajiras, en las cuales se considera al caballo el más noble de los animales.

Afortunadamente, llevábamos una gran cantidad de tabaco, el cual distribuimos de manera generosa. Ilaro, el viejo, recibió los cigarrillos que en aquel entonces eran todo un lujo en la Guajira

Nos sentíamos muy bien en la ranchería pero la noche tenía que destinarse para viajar, así que nos despedimos y subimos de nuevo a la canoa. El lento golpeteo del agua contra el casco y la monótona canción de los hombres tirando las sogas producían una canción de cuna realmente eficaz.

La luz matinal cayó sobre cumbres luminosas. Nos frotamos los ojos porque creíamos estar viendo nieve; pero sólo era sal. Habíamos llegado a Manaure, donde había cinco inmensas colinas de sal esperando a que las transportaran.

La sal debe haber estado aquí desde tiempos inmemoriales. Es todavía difícil conseguirla en las partes más remotas del sur, y es principalmente un importante artículo de intercambio. Antes del descubrimiento de América, era tan preciada que las tribus que tenían minas de sal eran más prósperas que aquellas con minas de oro. Algunas veces los indios se iban a la guerra por los depósitos de sal.

Manaure no era precisamente una fuente de riqueza para los indios, aunque ofrecía empleo estacional para algunos miles de ellos. La paga era una miseria. Los indios recibían una cantidad fija por cada saco de sal que llevaran a la playa. Primero tenían que sacar la sal húmeda para esparcirla y ponerla a secar; luego tenía que pasar por un control de inspección. Si el inspector pensaba que estaba sucia, el indio tenía que lavarla, de lo contrario, perdía su trabajo. Luego tenía que empacarla en sacos de 160 libras y llevarlas hasta la playa. Por cada uno de estos sacos recibía unos cuatro peniques. Las mujeres ayudaban a cargar los sacos. No recibían nada por eso; eran sólo ayudantes de sus maridos. Uno sentía verdadera pena al

que estaba alrededor de ellas, principalmente mujeres. Algunas se veían realmente hermosas bajo los destellos de la luz del fuego; otras en cambio, cuyos rostros estaban pintados de negro y rojo, se veían grotescas. Algunas se habían quitado sus mantas y llevaban lo que podría llamarse su ropa de trabajo: el torso desnudo y un trapo largo anudado entre sus piernas, semejante al corto guayuco de los hombres. Las mujeres usan las mantas durante el día para no quemarse con el sol, ya que su piel es muy delicada. Los hombres en cambio, que andan desnudos casi todo el tiempo, tienen la piel mucho más oscura. Tienden a adquirir un color cobrizo, mientras que las mujeres conservan el tono dorado y marrón claro de su piel.

Al fin pudimos ver la verdadera Guajira. La persona a quien iba dirigida la carta era uno de los cabecillas de la ranchería, un viejo solemne que vestía una ruana (una especie de manta de equitación) blanca que lo protegía del frío de la noche. Era un mestizo que se había casado dentro de un clan indio y hablaba la suave y musical lengua guajira mejor que el español. Tal como nos dijeron en Riohacha, no sabía leer ni escribir.

Nos dio una cálida bienvenida, pero al igual que todos los demás, observó con asombro nuestra estatura y color de piel. Entonces, le leí la carta.

“No tengo ninguna silla para venderles,” nos dijo, “pero les puedo prestar una por un año o algo así. Está vieja y fea. Pero si les sirve, se pueden quedar con ella.”

Nos dijo que no nos daría nada de valor; formalmente, nos estaba cediendo la silla que no teníamos intención de devolver.

Nos ofrecieron entonces pescado frito y el viejo preparó una jarra de ginebra. Las islas holandesas no estaban muy lejos y había un contrabando constante desde allí. Las mujeres rodearon a mi esposa, palmoteando su rubio cabello.

“Es del mismo color que la crin de los caballos,” decían, lo cual era

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El viento cedió más temprano y entonces pudimos seguir nuestro viaje mientras había luz. Un pez saltando en el agua nos ofreció su estela brillante contra la luz del atardecer, y pudimos ver una o dos tortugas nadando. Luego llegamos a Carrizal en la mañana, donde vivía un mestizo llamado Pana Uriana, para el que teníamos una carta del obispo.

Los mestizos han jugado un papel muy importante en las relaciones entre los indios y los blancos en la Guajira. Hasta hoy, los indios se mantienen fieles a sus principios. Las relaciones entre las mujeres indias y los hombres blancos ya eran muy conocidas. El asunto era que el blanco normalmente tenía que pagar la dote por la india y después se tenía que ir a vivir con la familia de ella, porque esa era la costumbre. Las relaciones son matrilineales entre los guajiros; así que los niños se quedan con la madre y llevan su apellido de clan. Los niños mestizos crecen como indios, aunque aprenden español de su padre y adquieren cierto entendimiento de las costumbres y de la civilización de los blancos. Es a través de éstos que se pudo realizar el primer contacto entre los blancos y los indios. Su mediación ha sido importante, ya que la manera de ver las cosas en ambas razas es irreconciliable en muchos sentidos.

Hasta el día de hoy, es peligroso para un hombre blanco ingresar al interior de la Guajira, ya que los indios han sido implacables en la aplicación de su regla: “suwarajen arijunai sain jara arijuna”, que significa: “el hombre blanco lo hizo, el hombre blanco la paga”. Así que al primer blanco que encuentren lo hacen pagar por lo que otro hizo, si es que pudo salir ileso de los hechos.

La dote por una guajira de buena familia es alta y muchos blancos no tienen cómo pagarla. A una mujer de una familia pobre se le puede conseguir por una cantidad más razonable y, como regla, los criollos se han tenido que conformar con este tipo de esposas. Los matrimonios mixtos, sin embargo, eran bastante raros a principios del siglo veinte. Tener relaciones con una guajira de buena familia sin pagar la dote se castiga comúnmente con la muerte.

verlas forcejear con algo más pesado de lo que podían soportar. No había cosas como atención médica o primeros auxilios en caso de accidentes.

La sal se produce en la plenitud de la estación seca, que es cuando los indios necesitan más ayuda y llegan alrededor de cuatro mil personas a Manaure. Todo el mundo trabaja por un jornal, lo que no tiene que ver nada con las leyes laborales del país. Mientras tanto, los canoeros esperan su carga en la playa.

Un capataz mestizo nos mostró el lugar. La sal se producía en bandejas planas que permiten que el agua se evapore. Todo era tan primitivo que uno sentía que nada había cambiado en varios siglos, es decir, todo, excepto por la cabaña de hierro corrugado a la que orgullosamente señalaban los mestizos, toda una conquista de la civilización en Manaure.

No había agua dulce; tenían que traerla en barriles de gasolina y cada una costaba unos ocho peniques. La carne, la manteca, el arroz y el azúcar se conseguían a precios que los indios consideraban demasiado elevados. Muchos recibían su paga en forma de sacos de maíz, el cual era considerablemente más caro allí que en Rio Hacha. El campo alrededor de Manaure era casi estéril, más seco que en todas partes. Era como si ni siquiera los cactus pudieran crecer. Naturalmente, uno no esperaba ver ganado pastando por allí, pero sí había chivos que merodeaban y se alimentaban de los pocos halófitos que se podían encontrar. Parecían haberse acostumbrado a vivir sin bebida alguna. Comimos carne de chivo fresca. No era tan buena, pero ya nos habíamos hecho a la idea, siendo ésta la comida típica de la Guajira.

Nos quedaba todavía agua en nuestra múcura. Había adquirido el sabor del recipiente, el cual era nuevo, haciendo que el agua fuera más dulce y no tan salobre como el agua que se tomaba por allá.

Aunque llevábamos gafas oscuras, los destellos del sol que se reflejaban del mar y las colinas de sal, nos ayudaron a ver mejor.

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Vicente navegó con algunos compañeros desde Rio Hacha para esperar el peligroso cargamento. Cuando llegaron al cabo, la lancha no había llegado todavía. Esperaron, pero ningún bote llegaba. Los compañeros de Vicente empezaron a entrar en pánico a causa de los indios y decidieron regresar a Rio Hacha. Vicente consideró que su deber era esperar y así lo dispusieron sus compañeros.

La situación política del país cambió. Al papá de Vicente lo arrestaron y desapareció. El cargamento con las armas nunca llegó al Cabo de la Vela.

Mientras tanto, Vicente seguía con los indios. Se ganó su confianza y lo trataron como a un amigo. A ellos les gustaba este atractivo joven que estaba solo y que no podía hablar su lengua; lo trataron muy bien. Dependía entonces de la hospitalidad de los indios porque tampoco podía partir por sus propios medios.

Después de un tiempo, los indios organizaron una gran fiesta. Sacrificaron ganado y prepararon cerveza de maíz en grandes cantidades; los invitados llegaron de todas partes. La familia que estaba cuidando a Vicente eran los Epiayú, que pertenecían al clan del Rey Gallinazo.

Un día, Vicente conoció a una joven india. Su belleza lo dejó sin palabras. Era de piel muy clara y en su cabello brillaban destellos azules. Sus mejillas estaban un poco enrojecidas por efecto de la crema de achiote; llevaba un largo vestido blanco, y joyas de oro y perlas. Vicente notó que sus pies y sus manos eran tan pequeñas y suaves, tan cuidadas y bonitas como las de las señoritas de su pueblo natal. Se dijo a sí mismo: la voy a llamar Rosarito, porque es tan hermosa como una rosa. Sabía, por supuesto, que su verdadero nombre era un secreto, como lo es el de todos los indios, sean hombres o mujeres. Rosarito era simplemente el nombre que él quería darle.

Vicente no pudo acercarse para hablar con ella; pero descubrió que era la hija de la casa y que el motivo de la celebración era su nubilidad.

Permítanme contarles aquí una anécdota que ocurrió algunos años antes de nuestra llegada a la Guajira, pero que está registrada en los anales como leyenda. Es un cuento romántico que tiene lugar en los territorios salvajes de los indios libres. Pero más allá de esto, es importante porque lo que pasó allí marcó el principio de una nueva época de relaciones entre la gente blanca y los habitantes de la Guajira.

En esa época, eran pocos los blancos que se aventuraban en la península. Cuando lo hicieron, fue por razones de guerra civil o de revolución, porque en esos momentos siempre había algunos que preferían estar entre los salvajes que caer en manos de sus enemigos. Había muy poco contacto entre los indios y los blancos, debido principalmente a la costumbre de los indios de vengar en el primer blanco que vieran las ofensas que otro hubiera cometido contra los suyos, aunque hubiesen existido soluciones aparentes al conflicto. Los bravíos caballos y el ganado eran muy buenos artículos de intercambio, así como también las perlas que obtenían de los mejillones en la costa.

Así empieza nuestra historia que tuvo lugar en tiempos de muchas revoluciones.

Un joven, Vicente Cioci, que vivía en Rio Hacha, se enlistó, así como su padre, en un movimiento revolucionario encaminado a derrocar al gobierno que en ese momento detentaba el poder. Las pasiones políticas estaban muy exaltadas. Las armas se contrabandeaban a lo largo de la costa y eran llevadas por rutas secretas a los diferentes cuarteles. Un día le dieron una misión peligrosa a Vicente. Su partido había comprado secretamente un cargamento de armas y municiones que iba a desembarcar en el Cabo de la Vela, en la Guajira. Los traficantes anclaban allí con frecuencia porque no recibían visita de ningún bote de inspección aduanera. Los indios vivían en la ribera y si se les pagaba, participaban en los negocios que allí se realizaban.

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Ella había acabado de salir de un largo período de encierro que todas las jóvenes guajiras deben cumplir cuando les empiezan a crecer los senos. Durante éste, las mujeres mayores las instruyen en todas las cosas que necesitan saber cuando se casen. Deben permanecer encerradas para que el sol no les queme ni oscurezca la piel. Sólo las niñas esclavas se exponen a los rayos del sol. Todas las mujeres de los ricos y de las familias superiores conservan clara la piel.

Cuando Vicente logró conocer a la muchacha durante la gran fiesta, se enamoró perdidamente de ella. Su amor fue correspondido y, aunque supieran que lo que hacían era peligroso, se siguieron encontrando en un pequeño bosque cerca de un estanque.

Un día, Rosarito le dijo a Vicente que iba a tener un hijo. Lloraba sin consuelo, y él se asustó mucho, porque había vivido lo suficiente entre los indios y entendía lo que eso significaba. Las leyes de los indios son estrictas. Un hombre tiene que pagar un precio muy alto por una esposa de buena familia. Ni siquiera es la mujer la que decide con quién debe casarse, sino su familia. Y si están de acuerdo con el matrimonio y se paga la dote –una larga, larga lista de ganado y caballos-, entonces se consuma el matrimonio. De esta manera, aquél que nada tiene, no puede ni soñar con tener una mujer, aunque sea de familia pobre, y la simple seducción se castiga con la muerte, especialmente si el hombre es un extraño, ¡ni que decir si es un blanco, un arijuna, un forastero que nada tiene que ver con los indios!

Vicente no tenía nada. No tenía cómo contactarse con su gente y le era prácticamente imposible tratar de escapar por sus propios medios. De todos modos, no quería abandonar a su adorada Rosarito. Había empezado a disfrutar de su vida libre de nómada, muy distinta a la que estaba acostumbrado a llevar en su anticuada y destartalada Rio Hacha.

¿Qué iban a hacer, entonces? Los dos sabían que apenas las cosas fueran obvias, la familia de ella iba a matar a Vicente. Rosarito

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En la playa. Cargados por su padre y su hermana, estos fueron los únicos mellizos que vimos Muchachas indias

Una simple choza india

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decidió no abandonar a su amado. Teniendo ella de valiente y emprendedora lo que tenía de hermosa, decidió acudir a un recurso extremo que los librara de la tradición. Ella tenía que salvar a Vicente y conservarlo al mismo tiempo.

Se puso sus mejores joyas, se trenzó una exquisita faja de hombre que ella misma había tejido, y montó solemne su mula adornada con una manta colorida. La acompañaba una esclava. Iba a visitar a su tío, llamado “El Prieto,” el Oscuro. La faja era un regalo para él. Era natural para ella visitarlo ocasionalmente aunque viviera a medio día de viaje desde su casa. Según la costumbre india, el tío materno es el guardián de los hijos de su hermana y tiene más voz en los asuntos de ellos que su propio padre. Rosarito se la llevaba muy bien con su tío, quien era una eminencia en su comunidad.

Cuando ella llegó, su tío estaba descansando en una hamaca porque el calor era intenso. Dejando a su esclava afuera, Rosarito entró a la penumbra de la cabaña y se sentó al lado de su hamaca, tal como lo hace una mujer india cuando se quiere ganar la atención de un hombre. Empezó a decir con voz temblorosa:

“Vengo a ti, querido tío, para pedirte protección. Sé que tienes un corazón noble y que eres un hombre inteligente y justo. Te pido que te pongas en mi lugar y me ayudes. Me he enamorado mortalmente de un hombre blanco y él de mí. Nos hemos amado sin pensar en las consecuencias y ahora…”. En este punto rompió en llanto… “estamos esperando un bebé”.

Se secó las lágrimas y continuó:

“Y como sabes, él no tiene cómo pagar la dote y está solo en el mundo. Cuando ya no pueda ocultar más mi condición, mis hermanos y mi padre lo van a tener que matar, ya que él no tiene nada y ésa es nuestra ley. Te digo esto para que se lo expliques a mi gente, que si eso llega a pasar, entonces me moriré y mi hijo también, al que llevo en mi vientre. Porque no voy a poder soportar el dolor que me va a causar su muerte, y me voy a colgar del primer

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Nuestros hombres haciendo fuego

Indios e indias trabajadores de la sal, en Manaure

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hermosamente tejida y una diadema trenzada con plumas, montó en su mejor caballo y se fue para la casa de ella. Los hombres empezaron una intensa discusión. Tal como lo había prometido, el tío de Rosarito se puso en su lugar. Eso ya era mucho, pues se trataba de un hombre que gozaba de gran estima. Dejó en claro que si los deseos de su sobrina no eran atendidos, ella se iba a ahorcar. Era la única salida a una situación como la de ella.

“Matar al arijuna, al joven blanco, es matarla a ella también”.

Hablaron largo rato, exponiendo la aguda lógica de los indios cuando se trata de temas legales. Y la familia de Rosarito aceptó. Le dieron la razón al tío. Dijeron que era la primera vez que una esposa había pagado su propia dote. No había sido tan alta como su padre habría querido, pero entendía que si eso conducía a su hija a la muerte, su guardián lo castigaría por hacer eso, tal como reza esa peculiar ley india. De esta manera, Rosarito hizo que la fortuna sonriera para los dos. Pasó un año, período en el cual la pareja de recién casados podría al menos vivir en la casa de ella. El primer hijo debe siempre venir al mundo en esta casa.

Entonces, Vicente fue aceptado en la familia de Rosarito, y los hermanos de ella ahora eran sus cuñados. Todo marchaba bien en vida de la joven pareja; aunque Rosarito pensaba a veces que Vicente no era del todo feliz. Un día decidió hablar con él sobre este asunto.

¿Estás extrañando tu hogar?, le preguntó.

“No, no”, Vicente contestó, “sino que me siento inútil aquí. No estoy acostumbrado a la vida de pastoreo. Incluso un niño lo hace mucho mejor que yo”.

Rosarito asintió.

“Me lo imaginaba. Quiero sugerirte algo. Por qué no nos vamos para Rio Hacha y nos dedicamos a los negocios. Podemos llevar caballos, que los blancos comprarán de buen gusto, así como

árbol que encuentre”.

Hubo un silencio espectral.

“¿Y qué crees que se puede hacer”?, le preguntó el tío.

“Sí”, dijo ella. “He pensado en una solución. Tengo una buena cantidad de ganado, ¿no es cierto?

Su tío asintió.

“¿No sería suficiente para pagar la dote?”

“¿Estás diciendo que vas a pagar tu propia dote?”, dijo él sorprendido.

“Sí, si mi rebaño es suficiente para el pago”, dijo la muchacha.

Su tío pensó y luego le dijo:

“Tu padre debe recibir por ti al menos lo mismo que él dio por tu madre; porque él debe volver a pagar el precio del ganado que recibió de su familia en pago por ella. Como eres tan preciosa, es posible que él quiera mucho más, pero también que esté preparado para aceptar tus posesiones como dote, aunque no correspondan a tu valor. A fin de cuentas, a todos nos gusta ese hombre blanco, el único de su raza a quien hemos recibido aquí con buena impresión”.

Y saltando de su hamaca continuó:

“Bueno, iré donde tu gente y les aclararé las cosas. Les voy a pedir que entiendan y trataré de convencerlos de que acepten tu rebaño en lugar de la dote”.

Rosarito se puso de pie y sus ojos empezaron a brillar. Si hubiera sido una muchacha blanca, se habría lanzado a abrazar a su tío y lo hubiera besado; pero no, los indios no saben lo que es un beso. Ella estaba satisfecha con agradecerle tímida y humildemente.

El tío de Rosarito se puso entonces sus trajes ceremoniales, una capa

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combatiente. Intervenía simplemente para traer la paz, así como lo hacen las indias en las peleas de todos los días.

también las perlas que saquemos de los mejillones. El trueque también te puede interesar. Tú entiendes de esas cosas. Podrás encontrarte con tu gente y hablar tu lengua”.

Y eso fue lo que hicieron. La joven pareja partió, cambiando su existencia india por la vida de Rio Hacha.

Su negocio prosperó, gracias principalmente a la buena cabeza de Rosarito. Los amigos de Vicente no pudieron aceptar la idea de que se hubiera casado con una india. No importaba siquiera el hecho de que viniera de un clan rico y poderoso. La gente blanca de Rio Hacha no pudo aceptarla completamente, así que decidieron irse a vivir a un pequeño lugar en la frontera india, que quedaba a medio camino entre el territorio de los indios y el pueblo de los blancos.

Allí encontraron su verdadero trabajo, actuando como intermediarios en el intercambio de bienes entre los blancos que no conocían el idioma guajiro, y los indios que hablaban muy poco o nada de español. Las cosas eran mejores para ellos en este lugar; se volvieron relativamente ricos y se ganaron una muy buena reputación.

Fue entonces, gracias a la iniciativa de una joven india, que se dieron las condiciones para una relación normal entre indios y blancos en la Guajira. Hasta ese momento, los indios vivían aislados en la península; el aislamiento empezó entonces a desaparecer de manera gradual.

Los mestizos todavía juegan un papel preponderante en la vida comercial, aunque no sea propiamente algo digno de imitar.

Las mujeres guajiras, aún en nuestros días, tienen un papel determinante en los negocios. Hasta hace muy poco, la hija del jefe era la que negociaba la paz cuando los indios se iban a la guerra con las guarniciones colombianas por la ocupación de un territorio. Los soldados criollos quedaban completamente aislados sin agua ni provisiones, así que no se sabe qué habría sido de ellos de no ser por la muchacha. Y tampoco tenía que estar enamorada de ningún

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CAPÍTULO 3

Perlas, Sal y Arena

Desembarcamos en Carrizal. Encontramos los típicos ranchos de cactus en un marco de dunas de arena. Preguntamos por

Pana.

“¿Pana?” dijo un indio en la playa que hablaba un poco de español. “Pana está tomando!”

Sabíamos lo que significaba eso. Las borracheras periódicas son bastante comunes en estos lugares. Una persona normalmente decente puede empezar a beber de repente y seguir haciéndolo día y noche, quizás semanas enteras, hasta desmoronarse. No iba a estar sobrio por un buen tiempo, y no se podía contar con él para nada. Evidentemente, Pana había acabado de empezar a emborracharse y entonces no podíamos sentarnos a esperar a que terminara, así que me fui a su gran rancho de cactus. Nos recibieron tres mujeres, todas con la cara pintada de negro. Eran sus esposas. Un guajiro tiene tantas esposas como pueda pagar. Pana era una persona acomodada. Me dijeron que estaba durmiendo. Aún era temprano y las mujeres me prometieron que lo iban a despertar. Entré con ellas para asegurarme. Sacudieron la hamaca y empezó gradualmente a mostrar signos de vida.

Se sentó y me miró inmensamente sorprendido. Le di el mensaje del obispo, el cual me pidió que repitiera, quejándose de que se sentía un poco torpe, y sacó una botella que supuestamente le ayudaría a despejarle su cabeza. Era un hombre muy educado, y nos presentó solemnemente a sus mujeres, quienes parecían estar muy poco complacidas. Se llevaba constantemente la botella a la boca y me la ofrecía a mí, que, de todos modos, soy bueno para fingir.

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como su linda hermana tenían sed de conocimiento. Extrañamente, ambos habían leído el Viaje Maravilloso de Nils Holgerson, el único espécimen de literatura mundial que parecían conocer. Los monjes y las monjas lo habían utilizado por alguna razón en sus clases. La muchacha no había visto un árbol en su vida. Sólo conocía los cactus. Su hermano había viajado un poco más y hablaba de árboles con hojas tan grandes como manos, a lo que la muchacha reaccionaba sorprendida e incrédula. Él contaba que los había visto en la frontera y en las montañas de la Macuira, hacia donde nos dirigíamos. Según lo que decía la muchacha, no había sino arena, sal y cactus en el mundo, o por lo menos en su tierra.

El agua de Arema es salobre y eso hacía que la gente se mantuviera con sed. Antes del mediodía, llegó una canoa cargada con licor. El vendedor lo vendió todo y se devolvió rápidamente, a pesar de la fuerte brisa que soplaba. Sabía que corría ciertos riesgos si se quedaba. Por fortuna, a nosotros nos dejaron usar una choza vacía. Los hijos de Pana pensaban que era mejor no salir, diciéndonos que había bastante bebida en el lugar, y era obvio que tenían razón. Esa bebida espantosa era tan barata que incluso los indios podían comprarla.

Cuando los indios toman chicha, una ligera cerveza casera hecha de maíz, cualquier celebración se realiza de manera pacífica; pero cuando se trata de bebidas alcohólicas, poco elaboradas y tóxicas, se ponen agresivos y pierden el control. Siempre hay peleas, y no a puños, sino con palos y cuchillos. Eso hace que las mujeres acudan, pues saben que se les puede considerar irresponsables si no interfieren y tratan de separar a la gente antes de que se maten.

Eso fue lo que sucedió cuando estábamos allí. Las mujeres se rasgaron sus mantas y se abalanzaron entre los combatientes. Tenían que pelear como luchadores para controlar a los hombres desenfrenados; a pesar de que eran muchos, se las arreglaron para evitar un serio derramamiento de sangre. El acontecimiento nos brindó la gran oportunidad de observar la claridad de la piel de las

“Es una pena que me hayan encontrado bebiendo”, dijo Pana. Era obvio que no tenía la menor intención de interrumpir su borrachera por nosotros. “Tal como están las cosas”, continuó, “no voy a poder hacer nada; me quedan todavía unos días para beber, pero mi hijo que vive en Arema, un poco al este, estará a su servicio. Voy a arreglar las cosas”.

Se puso de pie, llamó a uno de sus hombres, y de un aullido le dio una orden, tambaleándose y tropezándose con una olla de barro cocido que estaba en el fogón de leña, derramándola y dejando caer la botella. La botella se quebró y él volvió a la hamaca. Pidió otra botella –evidentemente tenía una bodega- y las mujeres, que en ese momento ya se lamentaban, se la trajeron.

Era inútil intentar otra cosa con él. El viento no había arreciado todavía, así que teníamos tiempo de ir a Arema sin contratiempos. El hombre que llevaría el mensaje de Pana a su hijo se unió a nosotros de inmediato, vestido con un guayuco y armado con pistola, arco y flechas; salimos caminando por la misma playa interminable y arenosa.

Arema está en un territorio estéril, donde a duras penas se encontraría una hoja de hierba, ni qué decir de un árbol. Durante diez meses al año, el sol la azota desde un cielo sin nubes y el mar canta su interminable canción de acompañamiento al viento del nordeste. El lugar no se ponía verde ni siquiera durante las lluvias, decían. Y no todos los años llovía.

El hijo de Pana no era un mestizo de confiar. Tenía modales agradables y la lengua suelta, pero era lo suficientemente astuto como para darse cuenta de que estábamos en sus manos, pues teníamos que hacer el camino a pie. Dependíamos de él para entendernos con los demás y para regatear precios. Conocíamos a ese tipo de personas y comprendimos que tenerlo a él como intermediario nos iba a salir caro. Pero él sabía qué tan lejos le íbamos a dejar ir. Se burlaba de los indios cuando organizábamos la caravana. Tanto él

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proporciones considerables. Muchos indios estaban bien armados, pero eran malos tiradores. No podían desperdiciar los cartuchos, así que podían practicar poco. Pero eran expertos con el arco y la flecha. Habíamos oído hablar de flechas envenenadas, lo habíamos leído en viejos libros, pero aquí nos negaban cualquier cosa al respecto. El asunto es que no habíamos llegado a la verdadera Guajira.

Gracias a las perlas que extraían ocasionalmente, los indios podían pagarse una borrachera de vez en cuando. Contratamos algunos indios para que cogieran una buena cantidad de mejillones. No encontramos ninguna perla, pero hicimos varias comidas de arroz con mejillones. Lo más chistoso es que después, cuando se nos ocurrió abrir una lata de mejillones suecos, encontramos una perla en una de ellas. Era pequeña e insignificante, pero ahí estaba. En consecuencia, a nuestro guía indio se le metió en la cabeza que todas las latas de mejillones suecos tenían una perla.

Cuando los indios se habían tomado todo el trago y la paz había sido restaurada, empezamos a preparar nuestro viaje tierra adentro. Ya habíamos visto gran parte de la Guajira, naturalmente. Ahora teníamos que volver a mirar nuestros mapas.

Dos salientes, una hacia el noreste y otra hacia el sur de la península de la Guajira, forman la estrecha entrada al Golfo de Maracaibo. Su tamaño es aproximadamente la mitad del condado de Gales. La parte occidental está formada por una planicie de pastos con grupos de cactus, dividivi y otros árboles y arbustos xerofitos. Esta parte se hundió y se separó de la porción oriental. Los geólogos ya han establecido como se efectuó la separación de estas dos mitades.

En la Guajira oriental hay algunas colinas parcialmente cubiertas con árboles y arbustos. No son especialmente altas, y ninguna alcanza los mil metros. Cerca de la línea divisoria de los dos territorios, se encuentra un cerro de contorno suave y cónico, Jepitz, que significa apropiadamente “seno de mujer”, y que en el español corriente se le conoce como “La Teta”. Se encuentra por debajo de

mujeres, a diferencia de la de los hombres. A veces, era toda una confusión de cuerpos, pero siempre pudimos distinguir quién era quien por el color de la piel.

La escena se repitió varias veces con nuevos contrincantes; los hombres se abalanzaban entre sí y las mujeres los separaban. Se derramó un poco de sangre. Una de las mujeres tenía un solo seno; el otro se lo habían arrancado en otra pelea.

Las mujeres guajiras son casi todas fuertes y pechugonas, en lo cual se parecen a las mujeres de Europa del Este. No se les puede llamar hermosas, pero hay entre ellas sin duda mujeres de un mestizaje depurado, lo que les ha dado a las guajiras la reputación de hermosura que gozan entre los blancos.

Cuando no estaba bebiendo, la gente de Arema pescaba. Los que pescaban se encontraban en la escala inferior de la sociedad guajira, ya que no tenían ganado. Además de pescado, cogen tortugas y algunas veces langostas. En Arema, sin embargo, la pesca de perlas era la actividad principal. Los indios llegan a los bancos de perlas, se sumergen en busca de mejillones y los abren cuando regresan a la playa. En cierta temporada del año, el gobierno emplea a los indios en la pesca, en otras ocasiones trabajan para sus jefes, los mestizos, o pescan por su propia cuenta. Cuando vuelven de los bancos de mejillones, llevan las perlas en la boca, y uno puede estar seguro de que no escupen todas las perlas a sus empleadores. De esta manera, engañan a los mestizos, quienes viven engañándolos a ellos a su vez.

Los indios se nos acercaron de uno en uno ofreciéndonos sus perlas silenciosamente. Nosotros teníamos objetos deseables para el trueque: latas vacías, tarros esmaltados, trapos hermosos y otras cosas más. La mayoría de las perlas carecía de valor, pero naturalmente había algunas preciosas, redondas y de un brillo suave.

A los indios les iba mejor cuando llevaban las perlas hasta Aruba, en donde las intercambiaban por armas y municiones. El contrabando de seda y fósforos apenas había empezado, pero después alcanzó

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es posible incluso sembrar árboles en la ribera del río de frontera, las tierras bajas alrededor de las serranías son semidesérticas. Las serranías están separadas por extensiones de tierras bajas.

El trayecto costero que habíamos realizado habría podido ser una excelente playa para bañistas, aunque bastante caliente. Hicimos un viaje al Cabo de la Vela, conocido así desde los primeros días de los descubridores de América. Era un lugar encantador. Las orillas aún eran playas arenosas, y de los promontorios rocosos se elevaban las llamadas Serranía del Carpintero con un pico, Camaichi, que los blancos llaman Pilón de Azúcar, el Terrón de Azúcar, un monumento natural.

Hacia el este se encuentra la bahía en forma de herradura que forma el puerto de Bahía Honda. Es honda, y lo suficientemente grande como para recibir a toda una flota, pero sólo vimos unas cuantas canoas y las ruinas de un antiguo fuerte. Los viejos bucaneros la conocían muy bien. ¡Es probable que haya sido también uno de los resguardos secretos de los submarinos alemanes durante la última guerra! Es de lejos la mejor bahía de la Guajira. Bolívar lo sabía y pensó explotarla, considerándola como la posible sede de la capital de los estados unidos de Colombia y Venezuela. Sin embargo, ambos países tomaron caminos diferentes y ninguno se preocupó por explotar la península. ¿Será que, tal vez, sea importante en el futuro? Alrededor de Bahía Honda se han acumulado inmensas dunas de arena fina que a veces alcanzan los 50 metros de altura. No hay agua dulce.

Más tarde veríamos que la playa arenosa y plana por donde habíamos transitado hasta ese momento, se repetiría después mientras nos dirigíamos hacia el sur por la franja de la península que pertenece a Venezuela. La península está dividida entre las dos repúblicas, un hecho que ha dado origen a más y más problemas a medida que aumenta el contacto entre los indios y los criollos.

Los indios guajiros se dedican principalmente a pescar, a coger

los 300 metros. Un poco más al este, algunos grupos de serranías se levantan de la planicie cuaternaria: primero la de Cusina, luego la Jarará y, paralelas a la costa oriental, se encuentran Chimare y Macuira. Estas alcanzan los 600 y 700 metros, y algunos picos llegan incluso a los 900 metros de altura.

La serranía de Cusina fue guarida de bandidos, famosos por atacar tanto a blancos como a indios, por lo que procuramos evitarla hasta que nos acostumbráramos al territorio y encontráramos guías de confianza. Esto sucedería mucho después, ya que habíamos tomado la ruta que iba por la costa. Había una estación de misioneros en el piedemonte de la Macuira. El obispo nos lo había recomendado como un lugar donde podíamos sentirnos seguros. Los indios lo llaman Amúruru, los monjes Nazaret.

“¡Amúruru! ¡Nazaret!”, exclamó el joven mestizo. “He estado allá. Es un lugar glorioso, un paraíso. Hay flores y vegetales, y los árboles son tan grandes que una docena de indios pueden sentarse bajo su sombra”.

Entonces, su hermanita nos guiñó el ojo como diciéndonos: “¡no ven lo romántico que es!”

“En Nazaret hay casas lujosas”, prosiguió su hermano. “Y aquí las palmas de coco se elevan casi hasta el cielo”.

Macuira significa colinas de agua corriente, y según lo que observamos, el nombre es bastante apropiado. Durante la estación seca, la mayoría de los riachuelos se secan, pero comúnmente alguno proveía de agua suficiente todo el año para los cultivos. Las nubes del este se aglomeraban sobre la Macuira y caían lluvias incluso cuando el resto de la península estaba totalmente seca. En medio de su entusiasmo, el joven mestizo insistía en que había incluso allí un telegrama –quería decir un telégrafo- y quizá incluso un teléfono, ante lo cual fuimos un poco escépticos. Pero volvamos al mapa.

Mientras que la Guajira occidental es una estepa de cactus, donde

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ostras y, según la estación, a empacar sal y recolectar la madera del dividivi (que usan como protector solar); pero la actividad principal de la península es el pastoreo.

A finales del Siglo XV, los blancos que llegaban a la costa en sus barcos y se dirigían al lago de Maracaibo, encontraron indios viviendo en palafitos, los parientes más cercanos de los guajiros. Los asentamientos españoles empezaron en aquella época, pero no tardaron en ser abandonados. Buena parte del ganado y de los caballos de los españoles permaneció en estos lugares, y sabemos además que a mediados del siglo dieciséis había ganado en abundancia en la frontera guajira. Los indios comprendieron la ventaja del ganado y de los caballos en una región que sólo ofrecía muy pocas posibilidades de sustento. Aunque el clima no era tan seco entonces como lo es ahora, a duras penas pudieron haber poblado la península, y más bien se dedicaron a recorrerla como cazadores: todavía se pueden encontrar venados y algún tipo de caza menor. Se acostumbraron también a pescar a lo largo de la costa, pero fue el pastoreo lo que definitivamente les permitió hacer el mejor uso de esas tierras.

No hay duda de que el guajiro ha sido agricultor desde el principio. Así como sus parientes próximos, los Paraujano de los palafitos, ellos pertenecen al grupo de los Aruacic, cuyos miembros son considerados muy buenos agricultores, ceramistas y tejedores. Los guajiros han cambiado su fuente de sustento, aunque hayan conservado un poco sus habilidades como ceramistas. Sin embargo, la cerámica es poco apropiada para el modo de vida seminómada que llevan ahora, y sólo los ancianos conservan esa tradición.

Resulta obvio, entonces, después de lo que se ha dicho, afirmar que la Guajira es una tierra muy seca. Debo añadir un poco más sobre su clima tan particular.

El viento del nordeste que barre la península, sopla fuertemente desde principios de diciembre hasta abril. Después de eso aumenta el calor

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Vista de un pueblo guajiro en Maracaibo

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en la península otra vez; después la hierba se seca gradualmente y ellos empiezan a llevar sus manadas de pastizal en pastizal, y de un abrevadero a otro.

Así es la Guajira. Algunas veces hay años difíciles y la Guajira se vuelve cruel. El agua se seca incluso en los jagüeyes, esos pozos naturales que a veces los indios amplían artificialmente, donde el agua permanece largos períodos de tiempo; los indios cavan casimbas en los lechos de los ríos, huecos de hasta diez metros de profundidad por donde el agua se filtra lentamente. (Debajo de la arena hay una capa de barro que no deja pasar el agua). Pero en las sequías más intensas, el agua no alcanza a filtrarse en las casimbas, formándose un barro espeso y salado en la profundidad. El ganado se muere de sed al borde de éstas, e incluso los pájaros que descienden de las colinas en busca de agua caen inertes del cielo. Se cree que estas intensas sequías se repiten periódicamente, más o menos cuatro veces por siglo.

Los indios nos contaron que los últimos años no habían sido buenos; las lluvias habían sido escasas y los brotes de sarampión y de gripe habían causado estragos.

Hasta el momento, sólo habíamos conocido la franja costera, donde los criollos y los mestizos habían extendido su influencia. Nos proponíamos ahora adentrarnos en el continente, donde la cosas eran más puramente indias.

No fue fácil organizar nuestra pequeña expedición con el joven mestizo que sacaba el mejor provecho de nosotros y de los indios para su propio beneficio. Y nuestros recursos eran limitados.

Tuvimos suerte en encontrar tres mulas de montar, que no estaban excesivamente flacas para los estándares locales, y alquilamos seis burros como animales de carga. Sólo algunos mestizos de Arema podían hablar español, pero ninguno mostró el más mínimo deseo de acompañarnos como intérprete, así que tuvimos que partir con personas que sólo sabían hablar guajiro. Aunque, tal vez, fue

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del sol, de tal manera que la evaporación se intensifica y el viento pierde fuerza. En consecuencia, las nubes que han sido desplazadas se unen y se elevan, causando lluvias esporádicas que hacen que brote vegetación de manera inmediata. Estas lluvias refrescantes pero de vida corta llegan –si es que lo hacen- a principios de mayo, dando paso justificadamente a lo que se conoce como la primavera. Sin embargo, los vientos del Golfo de Maracaibo empiezan a soplar disipando las nubes y haciendo que las lluvias desaparezcan durante otros cuatro meses.

A principios de octubre, las nubes cirros aparecen en el horizonte, como colas de caballo, dicen los indios casi apropiadamente. Las nubes aumentan gradualmente y se juntan en forma de cirrocúmulos, haciendo que el cielo se nuble. Caen entonces pesadas gotas y el trueno empieza a rugir. Con estas señales de la llegada de la estación lluviosa, el ganado empieza a migrar a lugares más altos. Algunas veces, cuando la tormenta es violenta, los caballos y el ganado corren en estampida. Los vaqueros indios no se preocupan por esto, porque saben dónde encontrarlos. Así que uno no debe comprar nunca caballos o ganado a los indios antes de una estación de lluvia, porque seguramente huirán y sólo sus antiguos dueños sabrán dónde encontrarlos. No es posible permanecer en las tierras bajas porque, por lo menos en un año normal, pronto se estará bajo el agua. Los arroyos que habían estado secos se salen de sus cauces, los barrancos de las colinas se anegan, y el agua en las sabanas llega hasta una altura semejante a la panza de un caballo. Uno no creería que sea la misma tierra que unos meses antes estaba estéril y agrietada.

Todas las comunicaciones en la península se interrumpen. Sólo aquellos con buen conocimiento del territorio pueden abrirse paso a caballo, porque los vehículos de motor no se pueden mover. Hacia finales de noviembre la lluvia cede. La hierba y la vegetación crecen a una velocidad increíble y el paisaje se torna exuberante. En septiembre, uno camina por una estepa seca y agrietada; en octubre por una tierra enlagunada, y en diciembre por un pasto tan alto como lo estaba antes el agua. Los indios y sus manadas pastorean

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sido categóricos en despedir a todo aquel que no cumpla con los mínimos estándares, antes de que sea demasiado tarde. El famoso coronel Fawcett, cuya misteriosa desaparición todavía se comenta, fue muchas veces desafortunado con sus hombres, y aunque llevara a un hijo suyo en su última expedición, no es cierto que llevara nativos bondadosos. Desde el principio, nos dimos cuenta de que nuestros indios no eran lo que uno hubiera deseado, pero tampoco eran sinvergüenzas. Desafortunadamente eran cobardes, y eso es casi peor. De todas maneras, el viaje iba a tomarnos sólo unos pocos días, si todo salía bien.

Los mestizos no dudaban de que las cosas iban a ser muy difíciles para nosotros de cualquier manera; pero habíamos tratado con indios y sabíamos a qué atenernos.

mejor no llevar mestizos con nosotros porque seguramente eran desconocidos en el interior.

Lo más importante era conseguir un baquiano, un guía, que realmente hubiera estado en las montañas de la Macuira y conociera Nazaret. El guía debería tener también la autoridad suficiente para ser una especie de capataz con los demás. Contratamos a un viejo que dijo tener las condiciones que pedíamos, aunque se olía en el aire que no sabía una palabra en español. Era el hombre a quien le habíamos alquilado los seis burros. Éste hizo que todos sus acompañantes le obedecieran de inmediato, porque eran jóvenes y la edad es algo que se respeta entre los indios. Pero el problema era que su esposa también tenía que venir con él. Nada la haría cambiar de opinión: tal vez porque pensaba que se iba a morir de hambre si no lo hacía. Habríamos endurecido nuestros corazones y nos hubiéramos rehusado a llevarla, pero teniendo en cuenta su edad, no podíamos lamentarnos por el puñado de maíz que ella nos iba a costar cada día, y, pensamos también que el hombre podía cambiar de opinión. Luego nos dimos cuenta de que su mujer lo dominaba y que él no haría nada sin su autorización. La mujer se quejó varias veces de cansancio y tuvimos que dejarla ir en burro. El burro, por supuesto, ya tenía suficiente carga, y era pura crueldad aumentársela, aunque la vieja bruja sólo fuera un costal de huesos. Así que cualquier cosa que hiciéramos sería cruel, bien fuera a ella o al pobre burro.

Los dos indios más jóvenes del grupo estaban resentidos con la vieja y se quejaban que ella robaba un poco de comida mientras cocinaba, aunque después dijera lo mismo de los dos muchachos. Había que racionar la comida como el agua, que más tarde la vieja cuidó con el celo de un dragón. De vez en cuando, se tomaba uno que otro sorbo a escondidas.

En casi todos nuestros viajes hemos sido afortunados con la gente. Contar con personas de bien realmente es más importante que cualquier otra cosa cuando se viaja por territorios salvajes, y hemos

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CAPÍTULO 4

Hacia un Espejismo

Nuestra caravana de burros avanzó a través de las dunas de arena con un trote suave. El sol descargaba sobre nosotros lo que los indios llamaban su oro fundido en oleadas violentas. Los burros eran lentos, pero nuestras mulas estaban descansadas y hasta hicieron bromas como la de lanzar a nuestro fotógrafo, que no era un jinete diestro, a unos arbustos de cactus. Fue una pena, porque las espinas eran tan grandes como agujas de coser y desagradablemente duras y puntudas. Los indios se murieron de la risa. Fue tal vez lo único divertido que les sucedió durante todo el viaje.

No sabíamos cómo se llamaban nuestros hombres. Como ya lo mencioné, el primer nombre de los indios es un secreto. Ellos siempre dicen: “yo no tengo nombre” o “llámame como quieras”. El nombre es parte de la personalidad y uno no puede estar diciéndoselo a extraños. Si uno sabe el nombre de alguien, adquiere entonces cierto poder sobre esta persona, pudiendo incluso llegarlo a lastimar como si tuviera un pelo o una uña con la cual hacer alguna brujería. El nombre de la familia, el de su clan, es por supuesto público. La gente blanca suele darles nombres españoles a los indios con los cuales tienen algo que ver, y es por esto que la península está llena de Juanes y Josés. Comúnmente, sin embargo, uno le pone un apodo al indio que tiene temporalmente a su servicio, como si fueran nombres de empleados. Descubrimos que habían bautizado a nuestro fotógrafo “el Rojo”. No era propiamente pelirrojo, sino más bien rubio, y debido a eso mantenía su rostro curtido por el sol. No pude averiguar cómo nos decían a mi esposa y a mí. Supongo que pensaban que podría ser una ofensa y una muestra de insubordinación. Les habían dicho que entre mi gente, yo era considerado una especie de médico y jefe al mismo tiempo.

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sandalias que los protegían de las espinas de cactus que caían al suelo, pero la Gammer estaba envuelta en una manta ancha, teñida de negro con el dividivi. También tenía la cara teñida de negro. A su edad, la tintura podía hacer muy poco para proteger su piel, pero también era una protección contra espíritus peligrosos. El Gaffer llevaba su traje ceremonial, guardado en algún lugar. Consistía en una tela oblonga bordada por un lado y con un hueco en la parte de arriba para meter la cabeza. Se usa de modo que el pecho queda descubierto.

Así avanzaba la caravana. La sombra de los animales se reducía cada vez más. El sol estaría pronto sobre nuestras cabezas. El aire mismo parecía haberse derretido con el calor y las colinas azules a lo lejos empezaban a disolverse. Veíamos un cactus aquí y allá, pero lo único visible eran la arena y la sal. La caravana se detuvo lentamente. Tuvimos que espoliar a las mulas para continuar, pero después tuvimos que devolvernos para no perder el camino. Vimos al Gaffer montado y a la Gammer caminando. El Gaffer casi no podía sostenerse en la silla. Trastabillaba porque estaba muy borracho, pues había llevado una calabaza llena de licor en lugar de agua.

Cuando estaba a punto de tomarse otro trago, llegamos galopando y él, espantado, dejó caer la calabaza, la cual se quebró y los espíritus salieron huyendo. Fue entonces cuando, a pesar de las protestas, decidimos inspeccionar el equipaje de la pareja y encontramos otra calabaza con licor. Le dimos al Gaffer una moneda grande por ella. Los dos muchachos estaban felices con el infortunio, porque se les había aligerado la carga. Era obvio que el Gaffer había empezado a tomar desde temprano porque amarró todo mal, y tuvimos que hacer varias paradas para asegurar la carga.

Le dijimos a la Gammer que tenía que controlar a su viejo, orden que indudablemente le transmitió al intérprete, no sin antes añadir sus propios comentarios. La Gammer no era bien vista por los muchachos, y al Barbas no le faltaba coraje para decirle a la mujer

En la actualidad, los indios de la Guajira tienen tres nombres: un nombre en español que se los dan los blancos; un apodo y su propio y verdadero nombre indio, el cual es un secreto, excepto para su familia inmediata. Cuando nace una niña, su padre le pone el nombre de su madre o de algún familiar cercano, pero en la vida cotidiana se le llama de manera cariñosa hasta que tenga edad para casarse. De ahí en adelante, se le da el nombre que tendrá el resto de su vida.

Los criollos llaman a quienes viven en las áreas de frontera, y que no son indios, simplemente “gente”. Difícilmente se les podría llamar blancos, porque la mayoría eran negros puros, descendientes de sus antepasados esclavos. Cuando nos decían en Rio Hacha que no había “gente” en este o en aquel lugar, lo que querían decir es que no había sino indios. A los que no eran indios, es decir, aquellos que usaban pantalones, se les llamaba también “civilizados,” mientras que los indios los llamaban arijuna.

Llamamos a nuestra anciana pareja india, y al más joven “Lad,” el Chico. Nos gustaba el chico de manera especial. Era fuerte, alegre, y hacía el trabajo de dos personas. Al cuarto, quien supuestamente era nuestro intérprete y que, extrañamente, se había apartado del grupo, lo llamábamos “Bristles,” el Barbas, y aprendió a responder a este nombre. Sabía un poco de español, pero no tenía oficio como intérprete. Cuando el Gaffer, por ejemplo, llevaba un rato hablándonos, le preguntábamos a Barbas qué estaba diciendo. La respuesta siempre era: “Nada”. Y aunque hubiera sido así realmente, nos hubiera gustado decidirlo por nuestra propia cuenta. Nos dimos cuenta también de que si teníamos que regañar al Gaffer, el Barbas no se molestaba siquiera en decirle alguna cosa. Con gestos y con las pocas palabras que conocíamos del guajiro, le podíamos hacer entender al Gaffer que estábamos molestos con él, pero no siempre por qué.

Los hombres no usaban más que su típico pedazo de tela y cinturón, el núrcte, guayuco en español, que realmente significa arnés, y unas

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entraran y salieran todo el tiempo con jarrones de agua que vaciaban en largas canaletas hechas de troncos de dividivi, en las cuales los animales abrevaban con orgullo.

Las mujeres sacaban el agua en calabazas o en grandes recipientes de barro. Un indio que hablaba un poco de español nos contó lo desesperados que se habían sentido unos años atrás cuando la casimba se había secado del todo, y el ganado se amontonaba rumiando alrededor de las canaletas hasta que caían muertos de la sed. Los caballos, por otro lado, se habían entregado sin ninguna queja.

El agua ya estaba turbia; pronto sería un barro espeso. El agua que nos había dado el Obispo se había acabado, así que tuvimos que hervir el agua de la casimba, la cual sabía a demonios y no calmaba la sed debido a toda la sal que tenía. La mejor agua es la que está cerca de la playa.

El ganado y los caballos estaban flacos, pero los hombres que vivían cerca del pozo, así como las mujeres, se veían fuertes y bien alimentados. Pero, ¿cómo estarían cuando llegaran las lluvias de octubre? Estábamos en julio y, ¿qué tal si no llovía? ¿O si sólo caían unos pocos aguaceros? Eso ya había pasado antes. Ese temor siempre rondaba a los indios. Si el buen dios Juyá les daba la espalda, estaban perdidos. Se veían todavía algunos parches de pasto, aunque secos y tostados por el sol. Por pura necesidad, el ganado se las arreglaba con el cactus, cuyas espinas podían atravesar fácilmente cualquier bota de cuero. Con mucho cuidado y lentitud, las vacas deslizaban las hojas de cactus en sus bocas de tal manera que las espinas se doblaran hacia atrás y entonces chupaban todo lo que podían. Era normal que las vacas tuvieran más fragmentos de cactus pegados a su pellejo que los que se tragaban. Aparentemente, a los caballos ni a las mulas les gustaba mucho el cactus, y sólo mordisqueaban un poco. Los chivos, en cambio, encontraban comida en todas partes, y tarde o temprano también se los iban a comer. El ganado no se sacrifica con frecuencia, pero los chivos son

unas cuantas verdades domésticas. El Gaffer fue recuperando la sobriedad, algo que había de reconocérsele, porque nos acercábamos a una ranchería donde él tenía que actuar como nuestro vocero.

Hay que esperar siempre afuera de la ranchería hasta que alguien salga a atenderlo a uno. Si nadie sale, es mejor seguir el rumbo, porque puede ser que no sea bienvenido o que no haya nadie en casa. Esperamos un momento afuera hasta que escuchamos una voz que decía “anshi pia”, “¿llegaron?” Y nosotros contestamos: “aa”, sí. Nos invitaron entonces a entrar y nos dieron leche agria y carne cocida de chivo. Les dimos a cambio un poco de maíz, que es un artículo caro y difícil de conseguir en estos lugares. Las verduras y las frutas son también verdaderas rarezas. Comen el fruto del cactus en su estado natural cuando llega la estación. Éste tiene un olor casi imperceptible, pero es refrescante. Conocimos también un árbol con frutos semejantes a las aceitunas, y el cual los blancos llaman olivas, pero los indios se las comen, aunque dicen que son venenosas si se comen en grandes cantidades. Este árbol tiene la gran ventaja que no se seca nunca, a pesar de las inclemencias del clima. En este punto del viaje, aún no estábamos cansados de la carne de chivo, y podíamos comer toda la que nos ofrecían. Es la comida típica de la Guajira, y por eso, al final del viaje, ya estábamos hastiados de ella. Incluso en este lugar, todo nos sabía y olía a chivo, no sólo la leche y la carne, sino también el agua, los ranchos, y los alrededores.

Acompañamos a los animales cuando les iban a dar agua para asegurarnos de que bebieran lo suficiente. Muchos indios y buena parte del ganado se habían reunido alrededor de la casimba a la que fuimos. Habían drenado lo suficiente en el lecho del río, haciendo un hueco redondo de casi un metro de diámetro, y, por lo que pudimos ver, de unos diez metros de profundidad. La casimba se desborda durante la estación de lluvias, pero normalmente se llena hasta la mitad, tal como nos dijeron. Ahora sólo quedaba un poco de agua.

La tierra era lo suficientemente firme como para que los indios

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pan de todos los días; se les arrea comúnmente con soga y sirven de provisión en los viajes.

Habíamos parado sólo para que los animales abrevaran y las indias llenaran sus recipientes. El Gaffer necesitaba más agua ahora –su sed era insaciable-, pero la que llevaba el calabazo era su esposa, quien sólo le permitía un trago de vez en cuando. Pero él caminaba, porque ella estaba cansada y se había montado en el burro otra vez. El chico intentó divertir la caravana imitando a un burro dejando caer su carga y a la mula lanzando al fotógrafo al suelo, aunque el cansancio no nos dejó disfrutar del espectáculo.

Yo no quería quedarme en la ranchería. Habían sido muy hospitalarios pero tenían algo en contra del Gaffer. Yo tenía la impresión de que ellos no lo querían recibir, y por precaución teníamos que acampar en otra parte, ya que había personas en las que no podíamos confiar del todo. Cayó la noche, y con ella, la brisa ligera y refrescante. Viajar así era placentero, lejos del calor del sol. Decidimos continuar nuestro viaje hasta donde pudiéramos, sabiendo que la luna iba a salir en cualquier momento.

A medianoche hicimos un alto en el camino y prendimos fuego para hacer café. Aparecieron un par de indios y se sentaron en cuclillas alrededor del fuego. Los indios de la costa se habían contagiado con los vicios de la civilización y robaban como granujas. Ya habíamos perdido un montón de cositas en Arema y en otros lugares costeros, y no queríamos perder más. En la Guajira hay que tomar la ley en sus propias manos.

Sacamos las armas de fuego y nos dedicamos a limpiarlas. Cada uno de nosotros tenía rifle y pistola, además de las otras pistolas que habíamos comprado después de la guerra en subastas, y que esperábamos usar como trueque en algún momento. Acampamos bajo la luz de la luna y les advertimos a nuestros indios que “durmieran con un ojo abierto”, frase que ellos mismos usaban. Nosotros nos aseguramos de hacer lo mismo, pero con los ojos

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Nuestra caravana hizo una pausa

Descansando bajo la sombra precaria de un árbol de dividivi

Una casimba, o pozo de agua, cavada por los indios

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puestos en el equipaje.

Sabíamos que los indios estaban sumamente alertas. Ningún ruido iba a escapárseles a sus oídos entrenados. No sospechábamos que había una conspiración con los otros indios; de hecho, se les notaba el miedo.

Cuando nos despertamos al amanecer, todo estaba en orden. Empacamos y partimos sin demora. Encontramos a nuestro paso indios desnudos y armados con arcos y flechas. Les ofrecimos tabaco, como es la costumbre. Es casi un impuesto que la gente blanca está obligada a pagar si desea viajar en paz por la península guajira. Si sucede que uno se está fumando uno de esos cigarrillos delgados del interior y se encuentra con un indio, entonces uno podría, si está de afán, sacarse el cigarrillo de la boca y ponérselo en la suya y seguir adelante después de gruñir algún saludo.

Aunque yo tenía un mapa y un compás, de poco o nada me sirvieron. Emprendimos una ruta en zigzag, de jagüey en jagüey. Yo no creía que el Gaffer fuera a encontrar la Misión. Por lo que pude entender del español tan pobre y de las avalanchas de guajiro del intérprete, parecía que cuando el viejo hizo el viaje a la serranía de la Macuira, aún no había ninguna Misión allí. Yo sabía que la habían construido poco tiempo atrás. Estaba seguro de que si pudiéramos llegar a la Macuira, podríamos preguntarle a cualquiera por los misioneros. De otro modo, tendríamos que encontrar el camino a la pequeña bahía de Puerto Estrella, en la costa oriental de la península. Llegar allí suponía una desviación en el camino, pero seguramente nos íbamos a encontrar con un blanco o un mestizo que nos mostrara el camino a Amúruru.

Nos pareció que nuestro baquiano no sólo andaba en busca de jagüeyes, sino que también evitaba ciertos ranchos. ¿Nos preguntamos qué posición tendría en su clan? ¿Tenía alguna disputa en esos momentos? Yo sabía muy poco, en ese entonces, de disputas de sangre y de guerras entre clanes.

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Ayudándole a encender su cigarro a un anciano que no conocía los fósforos

Chinca, una muchacha soltera de familia simple, y de buena cuna

Campamento indio y un mestizo

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y aparentemente sabía que la gente blanca desaprobaba la desnudez porque trataba de ocultar sus encantos cubriéndose con el niño. Le dimos entonces una tela blanca como pago, aunque realmente era una pena verla cubrirse, ya que era la muchacha india más hermosa que habíamos visto hasta ese momento en la península. La tela la protegería del sol y mantendría su piel más clara y hermosa, por lo que ella se sintió feliz y se ofreció a mostrarnos el camino hacia lo que según ella, era un mejor pozo de agua.

Al nuevo pozo le daban sombra algunos árboles de dividivi –que se veían secos y daban una sombra dispersa- y estaba rodeado de montículos de tierra cobriza. No era muy profundo, y dos muchachas se estaban bañando en él. No nos prestaron atención, pues la desnudez en el baño se considera decente. Nuestros indios y animales se tomaron toda el agua que quisieron y pudimos también llenar nuestros recipientes. Luego buscamos un lugar adecuado para podernos comer nuestro chivo en paz.

Gladtvet, el fotógrafo, instaló la carpa para darnos un poco de sombra, y mientras tanto los indios sacrificaron el animal y lo cortaron. Mi esposa cocinó los pedazos con la ayuda de la niña india que vino con nosotros. Ella se había puesto la tela como delantal y esperaba ansiosamente comer un poco de chivo. Los indios siempre comparten lo que tienen.

Cuando ya no quedaban sino algunos huesos bien ruñidos, apareció un viejo arrugado y de barba desordenada. Se veía hambriento, así que le dimos un par de cascos que partió y chupó mientras nuestros hombres partían los huesos en busca del tuétano. El visitante también tenía que recibir un poco de tabaco, así que le dimos un cigarrillo y una caja de fósforos. Con asombro tomó la caja de fósforos mirándola por todos los lados; obviamente, nunca había visto algo semejante. Me la devolvió, y yo le mostré cómo prender un fósforo, a lo que respondió con un brinco. Tuve que encender mi propio cigarrillo antes de que me permitiera acercar el fósforo al suyo.

El Gaffer le empezó a preguntar a todo aquél que se encontraba por la Macuira. Era obvio que no sabía dónde estaba y que teníamos un mal guía. El guajiro posee un magnífico sentido de la orientación. Encuentran su camino a través de las insondables estepas de cactus, donde todos los lugares se parecen. Conocen cada depresión en la tierra, cada protuberancia, y tienen nombres para cada una de ellas. Al igual que los árabes en el desierto, nunca olvidan un camino que hayan transitado. Era evidente que el Gaffer no conocía el camino en el que estábamos, y simplemente se había extraviado. La habilidad de los indios para seguir huellas es también asombrosa. Pueden reconocer, por las huellas, a un caballo ajeno en una manada, y pueden seguirle el rastro a un novillo aunque se haya unido a otro ganado. Un indio puede ver desde lejos si los otros pertenecen o no a su clan, aunque no los conozca personalmente. Es verdad que tienen tatuada la marca del clan o, algunas veces, pintada en las piernas, pero un indio parece reconocer el clan de los otros aunque no tenga binoculares.

Las provisiones se agotaban. Habíamos sido demasiado generosos y no las racionamos estrictamente. Nuestros hombres se quejaban todo el tiempo por la falta de comida. Ahora éramos nosotros los que sufríamos por ella.

En la distancia, y fuera de nuestro alcance, vimos un venado saltando con gracia entre los cactus. ¿En dónde abrevaba el venado? Seguramente no se atrevería a acercarse a los jagüeyes de los indios porque estarían tapados o muy bien vigilados.

“Los venados no beben”, dijeron los indios. “Se contentan con el rocío que chupan de las flores de los cactus”.

Ya no teníamos comida ni agua. Nosotros los blancos teníamos comida enlatada, pero los indios sólo apreciaban las latas vacías. El chico se ofreció a conseguirnos comida y agua. No había pasado una hora, cuando volvió acompañado de una muchacha con un niño en sus brazos. Vestía tan sólo un pedazo de tela amarrado a su cintura,

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quiénes éramos y a dónde nos dirigíamos, y su rostro se iluminó.

“Acampemos juntos”, sugirió. Tengo un campamento bajo un árbol que es lo suficientemente grande para todos. Tengo un rebaño de chivos que debo llevar a casa”.

Nos fuimos con el hombre, que era mestizo y tenía dos esposas indias que le ayudaron a la mía a preparar un guiso de chivo.

En la Guajira se puede dormir perfectamente a cielo abierto casi todo el año, pero es más agradable hacerlo bajo un árbol. El mestizo nos dijo exactamente cómo llegar a Nazaret.

Partimos al amanecer, antes de que el sol empezara a penetrar con sus rayos las escasas hojas del árbol. Los tres blancos marcamos el paso y, pronto, el mestizo, su rebaño y los animales con la carga se habían rezagado. Poco después nos encontramos entre colinas cubiertas de dividivi y otros arbustos y árboles a los que no les afectaba la sequía. A este tipo de vegetación los indios llaman bosque. Las horas pasaban y el sol calentaba sin clemencia como siempre. Las lenguas se pegaban a nuestras encías por la sequedad, y una brisa persistente llenaba nuestras orejas de arena. Sin embargo, esto no nos molestaba, ya que el paraíso no estaba muy lejos.

Los árboles estaban secos y leñosos. Llegamos entonces a valles repletos de arena blanca que formaban terrazas en ciertos lugares. Los cascos de las mulas se hundían en la arena: toda esa parte de las colinas se había hundido en el mar durante el período cuaternario, y se había levantado después con toda la arena.

Luego apareció una colina como un terrón de azúcar. Era el Ituhor, cerca del cual, nos habían dicho y sabíamos que no estábamos muy lejos de la estación de los misioneros. Ituhor significa “maíz tostado” y realmente parece una gigantesca mazorca de maíz marrón oscura. De repente nos encontramos en un valle completamente verde. Tuvimos que frotarnos los ojos. No sólo crecía yerba, sino también grandes árboles de hojas frondosas. Las copas de los cocoteros se

Luego aparecieron un grupo de indios a caballo. Justo cuando llegaron, sopló una ráfaga de viento que levantó la carpa, y una de las estacas que salió volando golpeó a mi esposa en la boca y la hizo sangrar. Los nuevos visitantes eran jóvenes e iban desarmados. Desmontaron y rodearon a mi esposa, examinando su boca de una manera ruda pero bien intencionada, como disculpándose por el accidente. Luego le quitaron el sombrero a Gladtvet y se lo dieron a mi esposa, en compensación apropiada por el daño causado, y aparentemente satisfechos por su buen juicio. Distribuí tabaco, y los recién llegados se ocuparon de beber el caldo que había quedado en la olla. Los jóvenes montaron entonces sus caballos y se alejaron en medio de risas.

Nuestros hombres no parecían apreciar a los nuevos visitantes. Querían que recogiéramos y partiéramos de inmediato, como si pensaran que los jóvenes eran espías; así que la caravana partió, dejando allí sentado al viejo arrugado, ofreciéndonos una lánguida sonrisa.

Viajamos a través de pequeñas colinas cubiertas de arbustos secos. El suelo estaba salpicado de huesos descoloridos. Pasamos luego por bosquecillos esporádicos de dividivis, y al caer la tarde nos encontramos frente a una sabana con parches de yerba incipiente, en donde pastaban vacas flacas, caballos enjutos y ovejos lanudos, con la silueta sombría de las colinas al fondo. Esta debe ser, creíamos, la Serranía de la Macuira; Y los indios que nos encontrábamos lo confirmaban. Habíamos rodeado la Sierra Chimare por el norte. Y era muy razonable que por tener nombre de monje, los indios no parecían reaccionar al nombre de Nazaret, como tampoco al de Amúruru.

La Macuira es un conjunto de colinas más bien complejo, y si los indios no pudieran ayudarnos a encontrar la estación de los misioneros, la tarea se nos dificultaría mucho. De pronto llegó un hombre a caballo. Llevaba pantalones. Se asustó tanto al vernos que casi se cae del caballo, el cual se había puesto brioso. Le dijimos

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y cuando no fuera descubierto.

¿Porqué todos los nativos medianamente civilizados, ya sean indios o negros, roban como granujas, mientras que los pueblos primitivos de la jungla respetan las propiedades de los demás? El robo se había vuelto un deporte entre los Guajiros amestizados, aunque la ley india todavía se aplicara: el que sea descubierto tendrá que restituir lo robado y hacer un pago en compensación.

El viejo se esfumó, aprovechando la confusión. Cuando terminamos de requisar a su esposa, él y los burros ya habían desaparecido, y ella tuvo que seguirlos a pie, sudando y maldiciendo a los cuatro vientos.

Los dos indios jóvenes no siguieron a la pareja de ancianos. Recibieron media bolsa de maíz y se fueron muy contentos. Les podría haber durado todo el camino de regreso y quizá más, pero estoy seguro de que lo cocinaron todo tan pronto encontraron una olla, comieron todo lo que pudieron, y repartieron el resto con los demás; probablemente aguantaron hambre antes de llegar a casa.

Hubiéramos querido darle un sombrero al Chico, algo que quería con ansiedad, tal como se lo había dicho a mi esposa, por quien sentía una gran admiración y de quien esperaba ayuda en ese sentido. Estaba seguro de que habría sombreros de sobra en Nazaret. Pero tanto él como yo nos habíamos hecho ideas exageradas de Nazaret. Era una estación misionera, no una tienda. Los monjes no vendían sombreros, sino que cada uno tenía el suyo propio. El Chico se había ganado un sombrero y habría tenido uno de haber sido posible; pero se tuvo que ir con la cabeza tan limpia como había llegado.

mecían en lo alto. Vimos todo tipo de frutales, maíz y banano. ¡Qué milagro! La causa de todo eso era una pequeña corriente que tenía agua casi todo el año, aunque se hundía en la arena en su camino hacia el mar. Estábamos embelesados con la exuberancia y el olor de la vegetación, con el canto de los pájaros y con el colorido de las mariposas. El valle no estaba habitado. Era un desierto. Después, todo estaba cubierto de nuevo de arena blanca, y todo era tan árido como lo que habíamos visto anteriormente.

Nazaret se encuentra en la mitad de este mar de arena. Podíamos ver frente a nosotros algunas edificaciones bañadas en blanco con techos llenos de yerba y una edificación más alta con una torre. Un monje nos vino a saludar efusivamente, su barba blanca ondeando en el aire. Era el padre Salvador, a quien conocimos en nuestro viaje cinco años atrás. Se había quedado en el piedemonte de los Andes y su barba se había tostado. ¡Cuántos años había envejecido! Pensamos que el desierto lo había envejecido unos veinte años más. Luego salieron otros monjes, y unas monjas muy amables se ocuparon de mi esposa.

Nos dieron agua dulce de buena calidad, comida decente y café oscuro. Los amables padres se dedicaron a prepararnos uno de los aposentos blanquecinos. Querían que nos quedáramos un poco mas, y que hiciéramos de Nazaret nuestro centro de operaciones, desde donde podríamos conocer mejor el territorio indígena. Nos iban a conseguir también mejores guías.

Después llegaron nuestros indios con el equipaje. Les pagamos y se fueron. No pudimos dejar de reírnos cuando Gaffer insistió en que podría sernos de gran ayuda como guía puesto que nunca había estado en ese lugar, y tampoco sabría como volver a llegar. Su vieja mujer se aprovechó de nuestra ausencia, apoderándose de algunas cosas, incluyendo un sartén de aluminio. Esto se hizo evidente al notar lo abultado de su bolsa, y tuvimos que requisarla, para su gran indignación. En esos lugares donde no había llegado todavía la civilización, no se consideraba el robo como una falta grave, siempre

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CAPÍTULO 5

Esclavos y Esclavistas

Nos habíamos imaginado valles frondosos, pero cuando llegamos a la estación de los misioneros, sólo encontramos unas casas de arena, lo que hasta cierto punto fue una decepción. Había vegetación en el lugar, tal como lo habíamos visto antes de llegar allí, pero no era lo que nos imaginábamos después de haber caminado por dunas de arena antes de encontrar la misión.

Estos valles frondosos podrían ser llamados oasis. Nazaret era un lugar relativamente pacífico en toda la península. Los indios respetaban a los monjes, pues eran amables, comprensivos y civilizados. Nazaret era un lugar establecido y el único donde podríamos haber instalado nuestro centro de operaciones para hacer excursiones a distancias relativamente cercanas; de otro modo, habríamos tenido que viajar y viajar todo el tiempo en nuestro recorrido por la Guajira. Teníamos provisiones suficientes de comida y agua potable. Tenían una cisterna de agua lluvia y también una casimba con agua dulce que no parecía secarse nunca. Habían tenido que trabajar intensamente para erigir la construcción donde vivían. Todos los materiales se habían traído a lomo de burro de Puerto Estrella, que para ese momento había sido tomado por traficantes. Cosas como el maíz, el azúcar y otras provisiones se conseguían de esa manera. No siempre se les podía comprar carne a los indios. Una vez tuvieron que esperar tres meses antes de reabastecer su despensa. Pasaban muchos trabajos para proteger sus cosas de las hormigas, que eran tan numerosas como en cualquier lugar de la Suramérica tropical, para no mencionar otras especies nocivas.

Los monjes y las monjas cuidaban a casi doscientos niños indios, y no había que poner en riesgo esta misión. Los Capuchinos se dedicaban especialmente a los niños, a los que tenían en escuelas

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siempre por Castilletes, en la costa sur, que queda justo en el lugar donde la frontera entre Colombia y Venezuela termina en el mar. Los esclavos se venden a Venezuela, que es mucho más accesible en ese punto de la península.

Un día nos encontramos con tres trabajadores esclavos. Estaban sentados en un montecito ruñendo una pata de chivo asada. Hablando con ellos, descubrimos que tenían que servirle a su amo sin recibir pago alguno. Les preguntamos si tenían que hacerlo toda la vida. Tal vez no, pero estaban obligados a trabajar para él hasta que se saldaran ciertas deudas y obligaciones, las cuales eran difíciles de explicar.

Los verdaderos esclavos de por vida eran los que habían sido tomados como prisioneros de guerra. En la Guajira había distintos tipos de esclavos. Es, por supuesto, un fenómeno antiguo, pero del que los blancos se han aprovechado antes que combatirlo.

La esclavitud es una forma de castigo. Anteriormente, sólo los conquistados y los prisioneros de guerra eran tomados como esclavos. Esta era una práctica común entre algunos pueblos aborígenes, especialmente los Arahuacos, al que pertenecen los Guajiros. Con ellos se sistematizó la esclavitud.

Veamos cómo es que alguien termina convertido en un esclavo. Si un indio ha sido insultado o asesinado, su clan pide una compensación, un pago. Si éste no se hace, los dos clanes se van a la guerra y a los prisioneros se les trata sin ninguna contemplación como esclavos. Los indios, sin embargo, nunca empiezan una guerra con el propósito de conseguir esclavos. A estos se les considera como parte de los daños y tanto ellos como las posesiones de los conquistados se dividen entre los ganadores según ciertos principios. Se le reconocen daños al tío materno más viejo, a la madre, al sobrino, a los hermanos y al jefe de pelea; si el botín es lo suficientemente grande, entonces el jefe distribuye una parte entre sus parientes más cercanos, su madre, sus hermanas y tías maternas. Todas las propiedades de los prisioneros

llamadas orfelinatos. Cualquier niño podía acceder fácilmente a estas escuelas. Las familias pobres dejaban voluntariamente a sus niños allí cuando no podían sostenerlos. Otras los cambiaban por maíz. Si la misión no los compraba, algún otro jefe adinerado lo hacía para convertirlos en esclavos. Los monjes no siempre sabían si el niño que les ofrecían era robado o no.

A los indios pudientes también les gustaba enviar a sus hijos a Nazaret para que aprendieran español y otras cosas útiles. Sin embargo, se volvían más indios que los mismos indios después de terminar la escuela. Conocimos a algunos que se rehusaban a hablar español y aparentaban no tener ninguna influencia de los monjes. Esta reacción contra la civilización se debía, tal vez, a la vida estricta y ordenada que vivieron en el internado.

Los niños pobres se tenían que quedar en la misión. Algunos trabajaban en una plantación de algodón que los monjes habían creado para ayudar a sus finanzas. Había una o dos parejas casadas, aunque realmente no se consideraban indios, porque los hombres llevaban pantalones.

Normalmente, una muchacha guajira no puede escoger a su esposo; lo hace su familia. Y lo mismo se aplica si los monjes o las monjas deciden cuál alumno se casa con quién. Obviamente, los monjes no reciben ninguna dote, así como los novios tampoco reciben su regalo matutino, que consiste tradicionalmente en un vestido y ornamentos.

¿Por qué decidieron construir la misión en ese lugar, donde era tan difícil mantenerla? La decisión se había tomado principalmente por el deseo de los monjes de proteger a los niños de personas que querían venderlos como esclavos. Y también porque había agua y estaba cerca de la bahía.

¿Existe en realidad el tráfico de esclavos en nuestros días? Sí, la esclavitud todavía existe. En la Guajira, el tráfico se incrementa en tiempos de sequía y cuando las cosas andan mal. Se ha realizado

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Los indios diferencian entre esclavos tomados en guerra, que son propiedad de su amo, y trabajadores dependientes. Estos últimos tienen que hacer lo que su amo les diga, pero él no puede disponer de sus personas. Yo llamo a éstos trabajadores esclavos. Pueden ser vendidos, pero en teoría lo único que se transfiere es su labor.

En tiempos difíciles, los pobres tienen que deshacerse frecuentemente de los miembros de su familia que no puedan colaborar con el sostenimiento de la misma, y lo hacen vendiéndolos. Esto se aplica principalmente a los niños, quienes se convierten en trabajadores esclavos hasta que puedan pagar con su trabajo la suma pagada por ellos, cosa que no siempre ocurre. Es la madre, el tío o las tías, quienes deciden cuándo hay que vender a un niño. Esto nos puede parecer cruel, pero hasta hace poco, los niños eran subastados en el campo, así como los trabajadores en Suecia y en otras partes.

El dueño de estos trabajadores esclavos debe brindarles la comida y la ropa que necesiten, así como a cualquier otro esclavo. De esta manera, los niños vendidos como esclavos no tienen que padecer el hambre que podrían aguantar en sus casas.

Un indio que no haya podido pagar una deuda debe, en ciertas circunstancias, trabajar para su acreedor. Esta es una reminiscencia de nuestra vieja esclavitud por el concepto de la deuda. La obligación de trabajar para otro puede ser también un castigo que se le impone a un ladrón o atracador. En la medida en que el clan del trabajador esclavo pueda actuar cuando el amo se exceda en sus derechos, la posición del trabajador será distinta a la del esclavo; pero si su clan es débil e incapaz de ayudarlo, estará entonces bajo el poder absoluto de su amo. En ciertas ocasiones, un clan se vuelve tan débil que tiene que pedir apoyo a un clan más fuerte, viéndose obligado a trabajar y a depender enteramente de éste último.

Mientras que el amo de una esclava puede hacer con ella lo que desee, no tiene derecho a tener relaciones sexuales con una trabajadora esclava. Tampoco puede evitar que otros tengan relaciones con ella.

de guerra esclavizados pasan a manos de los victoriosos: los pastos, los pozos de agua, el ganado, los utensilios, la ropa, los ornamentos.

Los esclavos son propiedad de sus amos, quienes pueden hacer con ellos lo que les plazca: venderlos, regalarlos, matarlos o ponerlos a trabajar, y si son mujeres, las pueden poseer cuantas veces quieran. Lo mismo sucede con los hombres si su amo es homosexual, cosa nada rara en la Guajira. Los hijos y los sobrinos solteros del dueño también tienen derecho sobre las mujeres esclavas. De cualquier manera, el dueño les da a sus esclavos suficiente comida de su propia cocina, o les ofrece maíz u otros ingredientes crudos para que cocinen. También le debe conseguir esposa a un hombre esclavo, ya sea una esclava, o alguna muchacha que haya sido comprada a algún clan pobre por diez chivos. El estado de esclavitud es hereditario; de este modo, los hijos de los esclavos pertenecen al dueño de sus padres. Si el dueño de un esclavo decide comprarle una muchacha pobre y libre como esposa, entonces sus hijos serán libres, ya que las relaciones se reconocen por el lado materno. Si un hombre libre paga una dote por una esclava, entonces ésta se vuelve libre; pero si la compra simplemente para trabajo doméstico, seguirá siendo esclava. A los esclavos se les manda a trabajar al campo o a cuidar chivos. Las esclavas hacen trabajos domésticos. De vez en cuando, las esclavas son las niñeras de los hijos del dueño. Las reglas de hospitalidad guajira sugieren que el amo de la casa ponga una india esclava a disposición de sus visitantes para pasar la noche.

Los indios, por supuesto, tienen derecho de castigar a sus esclavos, pero el castigo rara vez es excesivo. A los esclavos se les trata como a animales domésticos superiores o, como diría yo, simplemente como animales domésticos, porque a los criollos vecinos de los indios no les gustan los animales. Obviamente, también hay indios crueles. Los monjes se encontraron una vez con una india esclava en el monte. Tenía las manos tan quemadas que ya no podía usarlas. Había sobrevivido masticando cactus. Los monjes se la llevaron. Era evidente que su ama había perdido la paciencia con ella, le había quemado las manos y la había echado.

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a su propio destino. Dos de los monjes salieron corriendo hacia el árbol. A medida que avanzaban empezó a caer la lluvia, y mientras corrían, albergaron la esperanza de que el fuego se apagaría y ellos podrían salvar sus vidas. Cuando llegaron, sin embargo, uno de los muchachos ya había muerto sofocado por el humo. Los monjes se llevaron al otro, que estaba vivo, aunque no tenían muchas esperanzas de que sobreviviera, pues tenía quemaduras muy profundas. Parece inútil y cruel matar muchachos, pero los indios temían que si los dejaban vivos, ellos se vengarían después; así que cuando se enteraron de lo que había pasado, le enviaron un mensaje a los monjes, exigiéndoles que soltaran al muchacho.

Los monjes respondieron que el muchacho estaba muerto. Esa era la única manera de salvarle la vida si es que podían hacerlo. Sin embargo, murió en horas de la noche y fue enterrado en el jardín de la misión. A la mañana siguiente, los indios vinieron a reclamar el cuerpo. Los monjes se rehusaron con el fin de que el cadáver no fuera ultrajado, y dijeron que sólo se entenderían con el jefe. Este, sin embargo, no se encontraba en la vecindad. Los indios amenazaron con quemar la misión. Afortunadamente, el jefe llegó en ese momento y les dijo a sus hombres que no debían ejercer la violencia contra los monjes.

“No matar nunca y sólo rescatar a los que están condenados a muerte, como ustedes hacen, es algo que no cabe en nuestras leyes”, les dijo a los monjes. “Ustedes, Capuchinos, no tienen sentido de la realidad. Pero no les voy a hacer daño, porque ustedes nunca se lo hacen a nadie”.

Algunas veces ocurre que los victoriosos, en lugar de matar a los hombres tomados como prisioneros, los venden como esclavos a los blancos, preferiblemente en lugares apartados de la península como las islas holandesas de Aruba y Curazao, Zulia en Venezuela, o en el departamento de Magdalena en Colombia. Los indios trafican con esclavos entre ellos mismos; se los venden a los blancos, quienes también trafican con ellos entre sí.

Si el clan de la mujer tiene algún poder de decisión, le exigirá un pago a cualquiera que la seduzca; pero si su clan es débil e impotente, entonces la trabajadora esclava no tendrá apoyo de su clan ni de su amo, y casi siempre terminará como prostituta. La prostitución es contraria a la ley india, pero de todos modos existe en la actualidad.

Incluso si el clan de una muchacha fuese insignificante, siempre pedirá un pago por los daños cuando alguien haya abusado de ella y la haya preñado. El hombre suele pagar, siendo lo más decente que pueda hacer. Tal vez el hombre quiera casarse con la muchacha; en ese caso, primero deberá pagarle al amo la deuda que ella tiene como esclava, y pagarle también una dote a la familia de ella. La muchacha quedará libre y, por supuesto, sus hijos también serán libres.

Los verdaderos esclavos son los tomados en guerra. En la actualidad, en lugar de tomar a hombres y muchachos como prisioneros, casi siempre se prefiere matarlos. De otro modo, siempre existirá el riesgo de que intenten tomar venganza por sí mismos. A las mujeres y a las muchachas las dejan vivir como esclavas. Los conflictos civiles son comunes, y las colinas de la Macuira no son más pacíficas que otros lugares, pero los indios preferían no pelear con los monjes, aunque a veces se involucraran en sus asuntos.

Un día se desató una guerra entre dos clanes. El jefe de uno de los clanes comandó la lucha, decidido a arrasar completamente con el enemigo. La batalla tuvo lugar muy cerca de la misión. Es peligroso estar cerca de los indios cuando se encuentran en guerra, porque los que tienen rifles pueden disparar balas perdidas en cualquier dirección. Las flechas envenenadas también vuelan por el aire, pero están mejor dirigidas y no tienen tanto alcance.

Un día, los monjes oyeron que el aguerrido jefe había capturado a dos muchachos enemigos y había ordenado que los quemaran vivos. Se dijo que los muchachos habían sido atados a un árbol alrededor del cual habían prendido fuego, y los habían abandonado

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En términos legales, un esclavo vendido a un blanco debería recobrar la libertad, pero en realidad, el dueño de la hacienda lo trata como a un sirviente, poniéndole su marca en la piel, negándole su clan, e imponiéndole su propia marca. Vender a un prisionero como esclavo no siempre significa el final de su existencia; algunos han escapado de las islas holandesas remando en botes y han cifrado la venganza en su huída. No es fácil escapar como esclavo de hacienda. Se les busca casi siempre como a animales.

Muchas jóvenes eran vendidas a los blancos, el tráfico era escandaloso. En territorio indio, quienes hacían esto eran básicamente mandos medios, por lo general, mestizos u otros grupos que no tenían derecho al título, y que explotaban ingeniosamente las leyes guajiras para su propio beneficio. Las leyes de convivencia guajira nunca se hicieron para ser exportadas.

Los monjes eran los principales oponentes al tráfico de esclavos. Recibían un subsidio especial del gobierno colombiano para poder rescatar a los niños que habían sido vendidos como esclavos. Los blancos no diferenciaban entre esclavos y trabajadores, y a todos les daban el mismo trato. En los tiempos de hambruna, los así llamados agentes reclutadores, que generalmente eran mitad indios, aparecían y compraban trabajadores para las haciendas. Incluso los criollos que no estaban relacionados directamente con este tráfico tan vergonzoso, consideraban la esclavitud como un fenómeno contra el que no podían hacer nada. Después de todo, era una institución antigua. Los trabajadores esclavos de los criollos nunca volvían a ser libres, a no ser que se escaparan, porque los criollos no respetaban las leyes guajiras, según las cuales un trabajador esclavo acababa con su servidumbre una vez hubiera pagado su deuda. Esos blancos mestizos o mulatos que habían comprado trabajadores esclavos, se las arreglaban para que los esclavos no pudieran escapar una vez que hubieran puesto su marca del clan en un contrato, pretensión que no pudieron entender.

La serranía central, la Sierra de Jarará, y Maicao, en el lado oeste bajo

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Joven tocando una flauta Niña con collares

Jinetes

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de la península, se consideraban los puntos centrales del tráfico de esclavos. A un hombre pobre que hubiera robado un novillo o un chivo para alimentar a su familia, se le castigaba vendiéndolo como trabajador esclavo, pues no tenía cómo pagarle una compensación al dueño.

Los monjes son necesarios en el territorio. Según su cálculo, durante los cinco años de su estadía hasta ese momento se habían vendido unos tres mil esclavos. Anteriormente, los guajiros tenían también esclavos negros, tal como se deduce de las descripciones del país que hizo Antonio Julián a finales del siglo dieciocho. Según él, los indios conseguían pistolas, licor, vino y esclavos en Rio Hacha a cambio de perlas. La recolección de perlas estaba completamente en manos de los indios. En otras partes, los esclavos negros eran cambiados por perlas en los barcos que fondeaban en los puertos. Antonio Julián manifestó una preocupación especial por el hecho de que además de negros y negras, no sólo los indios podían aumentar en número, sino que surgiría también una población adicional de mulatos, mestizos y zambos que podrían sumarse a una causa común que los hiciera “incluso más terribles, insolentes y difícil de conquistar”.

Cuando él visitó la península, fue recibido por un jefe a quien atendían dos esclavos negros que se pusieron de pie de manera espléndida, como lacayos, cosa que obviamente lo impresionó de manera muy grata.

El Padre Crispín, el monje más anciano de la misión, tenía mucho qué contarnos acerca del tráfico de esclavos y de sus viajes por la península.

Los monjes y monjas viven en un estado constante de tensión nerviosa. Esto acaba con sus energías, además de su constante ansiedad por las provisiones, el calor y la monotonía de su dieta: maíz, chivo y pescado seco.

“Aquí te envejeces muy rápido”, dijo el padre Salvador, quien era una prueba viviente de esto.

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Majayura, la virgen confinada a fin de prepararse para el matrimonio

Anciana tejiendo

Los niños de la Macuira no parecen desnutridos

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CAPÍTULO 6

Investigación Indiscreta

El encabezado describe realmente nuestras actividades en las semanas siguientes, cuando viajamos por toda la Macuira, visitando a los indios en sus rancherías y preguntándoles todo tipo de cosas. Los indios no eran presumidos, y nos contaron de manera plácida y franca todo lo que queríamos saber. No habían sido hostigados por los blancos, tal como había pasado con otras comunidades, y nos aseguramos de no ridiculizar sus costumbres. Debido a esto, no mostraban inhibición alguna. Los monjes nos aseguraron que, en términos generales, en la Macuira podríamos tener mejor contacto con los indios y en condiciones más pacíficas que en cualquier otro lugar de la península. Dejaron en claro que como nosotros pertenecíamos a un clan muy distinto al de los criollos, y que nuestro aspecto era evidencia de esto, ellos pensaban que los indios no se vengarían de nosotros si tuvieran un problema con criollos en alguna otra parte. De todos modos, nos recomendaron tener cuidado y nos ofrecieron un sirviente de confianza. La habitación pequeña, cómoda y blanquecina en la que nos alojábamos estaría a nuestra disposición en toda nuestra estadía en la Macuira. Desde allí podríamos hacer viajes de pocos días de duración, según nuestra conveniencia, y conocer así toda la región.

Nos dieron un nuevo sirviente, un guajiro inusualmente agradable llamado Francisco, que había viajado varias veces con el padre Crispín. Francisco era un amante de la paz, pero de ningún modo tenía miedo de sus coterráneos. Esta era una gran ventaja. Para relacionarse con pueblos primitivos, uno siempre tiene que mantenerse calmado, especialmente si parecen ser agresivos.

Francisco era mestizo, pero él seguía los códigos de su clan materno y tenía su nombre, Ipuana. El símbolo de este clan es un halcón.

Fuimos a misa en la capilla del lugar. El padre Salvador oró con verdadera elocuencia hispana. Se decía que había sido oficial de un régimen militar, y a veces, cuando les daba órdenes a los niños indios, uno se daba cuenta que era cierto. Allí, en esa oscura capilla de barro, él daba sermones que sólo pocos entendían, pero una multitud de niños indios y algunos medio creciditos escuchaban inquisitivamente desde la puerta, tal como lo hacían tres herejes desde el norte lejano.

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Y sus ojos se humedecieron pensando en los placeres prohibidos de su adolescencia.

Yo salía con Francisco, y ocasionalmente con mi esposa, a visitar el territorio vecino. Anita se quedaba cocinando para cuando volviéramos, ya fuera el mismo día, el siguiente, o tres días después. Las mujeres indias tienen mucha paciencia para estos asuntos. Ellas saben esperar y nunca se sorprenden.

Empezamos nuestra exploración de las colinas marrones y de los valles verdosos de la Macuira tras una larga caminada. Nos adentramos cuidadosamente a través de la arena fina. Es casi firme cuando está húmeda, pero era una estación seca y la arena estaba suelta. Íbamos a visitar a unos familiares de Francisco, gente sencilla pero nada pobre. Para nosotros, que ya nos habíamos relacionado con un número significativo de indios, fue una sorpresa encontrarnos hablando de cosas como “rico”, “pobre”, “pudiente”, etc., como si estuviéramos tratando con gente blanca. En todos los otros pueblos primitivos, las diferencias de estatus económico entre los individuos son relativamente insignificantes, tal como, se presume, había sucedido entre los Guajiros antes de que se dedicaran al pastoreo.

Los indios que íbamos a visitar vivían en un hermoso lugar, justo en los límites de un valle irrigado, entre colinas café púrpura y el pico del Ituhor dominando el paisaje. El valle era como una luz de bengala verde contra un fondo borroso. Había dos chozas de madera de cactus, y con techo del mismo material. Se apoyaban y estaban unidas al mismo tiempo por una pared que actuaba como un escudo contra el viento, que siempre sopla en la misma dirección. Frente a esta pared, es decir, en medio de las chozas, estaban los fogones, alrededor de los cuales habían erigido estantes de madera cubiertos de yerba sobre cuatro palos. Los criollos le llaman a esto trojas. Uno se puede sentar debajo de ellas para librarse del sol, y los utensilios de cocina y las provisiones se colocan encima para mantenerlos fuera del alcance de los animales. En uno y otro lugar

Francisco se había casado con una mujer que pertenecía al clan del perro, Jayariyú. Sus hijos conservaron entonces el nombre de Jayariyú, y Francisco ya no era de la misma familia, aunque nadie dudaba de su paternidad.

Francisco fue de gran utilidad en nuestros viajes. No era especialmente vivaz, pero tampoco era un inocentón. Nos convino mucho su compañía en la Guajira porque conocía muy bien el territorio y su gente; cuando llegamos a lugares que no conocía, pareció perder un poco su seguridad.

Anita, la esposa de Francisco –las monjas le habían dado este nombre-, le ayudaba a mi esposa en nuestra choza y era una fortuna haberla tenido porque el trabajo doméstico primitivo es bastante laborioso. Anita tenía una hermanita muy dulce que aún no tenía nombre cristiano. Le decían Chinca. Ella no tenía nada qué hacer en nuestra choza, pero a veces llegaba y se paraba en la puerta a husmear, más que a mirar. Con el tiempo, notamos que siempre se perdía algo durante sus visitas. Eran cosas sin valor, porque guardábamos muy bien las otras, pero a veces se desaparecían las cajas de fósforos o las bolsas de avena. Y aunque teníamos suficientes provisiones de avena, y Chinca fuera agradable y bienvenida a nuestra choza, pensamos que le deberíamos dar una lección para que no robara más. Llenamos una bolsa con heno y arena y la dejamos a su alcance. Chinca vino y desapareció con la bolsa. Regresó corriendo minutos después, tiró la bolsa al suelo y se fue monte arriba y valle abajo, maldiciéndonos en su expresiva lengua. No pudimos dejar de reírnos; ¡un ladrón que regresa y maldice a quienes les ha robado porque no le gustaron las cosas robadas! Anita nos pidió perdón por su hermana:

“Después de todo, ella es pagana y no conoce otra cosa”.

“Y tú Anita, ¿nunca robas”?

“Ya no, porque soy cristiana. Pero cuando era pagana, ¡ah! robaba en cantidades”.

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y poéticas. “El chivito se lamenta y dice: el agua que tomo es sal, y sal son las plantas que tengo que comer. Y a medida que empieza a llover, las lágrimas saladas del chivito caen al suelo salado mezcladas con otras gotas”. Esa canción hablaba mucho de la sal, pero era típicamente guajira. Incluso un chivo puede tener demasiado de lo que otros buscan con tanta avidez en otras partes.

Nos mostraron otros instrumentos musicales: un tambor que tocaban para la danza, y un pito de calabazo que se usaba para señalar. Uno de los cuatro sacó un arco musical. Era muy pequeño. Sostenía un extremo entre sus labios y golpeaba las cuerdas con una vara. Si la flauta de carrizo había sido traída por los moros en aquellos tiempos, el arco musical debe haber sido traído por los negros. Los instrumentos de cuerda no se conocían en Suramérica antes de la llegada de los blancos. Los indios no sabían nada de eso, pero ninguno de estos dos instrumentos foráneos se usaba en sus ritos, lo cual demuestra que fueron introducidos más tarde.

El concierto fue interrumpido por una mujer que anunció que la comida estaba lista, la cual empezó con unas bayas aceitosas, más bien nauseabundas, que los indios llaman olivas. No nos gustó el sabor y lo único que hicimos fue probarlas. Habíamos oído también que ellos se podían ofender por eso. El plato principal –se podría decir casi que naturalmente- consistía en un guiso de carne seca de chivo, el típico de la península, y también nos dieron agua que sabía a chivo; preferimos no preguntar por qué.

En la Guajira es posible secar la carne al sol sin usar sal, siempre y cuando se corte en tiras y se quiten todos los huesos. En los lugares húmedos del Caribe, la carne tiene que salarse primero antes de ponerse a secar al sol, pero en el aire seco de la Guajira se puede omitir ese paso. La sal es algo que ellos tienen por montones.

Aproveché la oportunidad para ver sus armas más de cerca. Los arcos eran bastante sólidos y tenían secciones redondeadas; las flechas tenían puntas de metal como lanzas. Un viejo nos dijo que

había chinchorros colgados de palos clavados en el suelo, y otros palos que se utilizaban durante el día para despellejar chivos y ovejos. Alrededor de éstos había parches negros en la tierra.

Tener a Francisco con nosotros era una garantía para ser bien recibidos en todas partes. Nos trajeron unos taburetes tallados con cabezas y colas de animales para que nos sentáramos, y luego llegaron cuatro hombres para entretenernos con música. Yo ya había preguntado en el viaje por instrumentos musicales, y resulta que habíamos llegado a una familia con tradición en la música. Todos tocaban la flauta, que era inusualmente pequeña, de carrizo o madera, y ornamentada con figuras esculpidas. Había también una flauta más larga que tenía boquilla y lengüeta, como la trompeta de un niño, con una calabaza en el otro extremo. Zumbaba como un abejorro. Era extraordinario. No parecía de un instrumento suramericano en absoluto. De hecho, parecía la versión simplificada de la flauta encantadora de serpientes de Oriente, la cual había tenido oportunidad de conocer en Marruecos. ¿Cómo había llegado a América? Tal vez a través de los moros. Los primeros españoles del descubrimiento trajeron esclavos moros con ellos y, tal como lo veremos, la flauta no fue la única indicación de la influencia de los moros en este territorio.

A la Guajira se le llama a menudo la Arabia de Suramérica, porque es también una península árida conformada en su mayoría por pastores nómadas. Una caravana guajira parece desde lejos una procesión oriental, y ¿quién sabe de quiénes aprendieron los antepasados guajiros a montar y arrear ganado?

No dije nada al respecto para no arruinar el concierto. Soy una persona poco musical, pero mi esposa les dio su aprobación total a los ejecutantes. Las piezas tenían nombres que se adaptaban muy bien al contexto: “El Chivito busca a su Madre”, “Los Caballos vuelven a Casa” y “Por las Olas del Agua”. Los cuatro músicos también cantaban. Para los oídos europeos, su canto era mucho menos atractivo que su música, pero las palabras eran a veces dulces

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Puede infectarse debido a las membranas adheridas al punzón. Esto fue lo que dictaminó un famoso toxicólogo que hizo un examen exhaustivo de mis flechas guajiras a mi regreso a casa. Dijo que la raya se encuentra también en el Mediterráneo y que un autor clásico griego aseguraba que el mismo Odiseo había muerto como resultado de la herida causada por una lanza cuya punta era el punzón de una raya. Si ese fuera el caso, la punta debió haber estado envenenada, o la herida se infectó. El punzón de la raya del Mediterráneo no es venenoso. A las flechas guajiras se les envenena con una sustancia amarilla-grisácea que le echan en las puntas. Los indios quitaron cuidadosamente el pequeño estuche de carrizo que protegía la punta de la lanza y me mostraron el veneno. Pregunté qué sustancia era, pero ninguno me respondió. Eso, dijeron, era un secreto de los piaches, los que sabían de medicina. Nos dijeron también que ni siquiera sabían de dónde venían las flechas, y mucho menos quién preparaba el veneno. Francisco me aseguró después que ellos decían la verdad. Las flechas envenenadas eran raras y difíciles de conseguir en aquel entonces. Le pedí el favor de preguntar por esas flechas, pues pagaría gustosamente por ellas. Así lo hizo y antes de partir de la Guajira ya tenía una pequeña colección de ellas. Ahora son piezas invaluables. La manufactura de las flechas envenenadas parece haber llegado a su fin algunos años después.

Distintas versiones de indios y blancos coinciden en que el efecto del veneno se sentía algunos días más tarde; la persona herida sufría entonces calambres violentos que le podían causar fácilmente la muerte. La herida causada por la puya no era grave, ni mortal, lo que hacía que el efecto fuera más misterioso y fatal.

El sacerdote Celedón, quien hizo una descripción de las flechas en el siglo diecinueve, y otros escritores posteriores, han dicho que el veneno era preparado a partir de criaturas verdaderamente ponzoñosas como serpientes, sapos, arañas y hormigas, y hasta de un pulpo, al que se le deja quieto hasta pudrirse. Finalmente, el pulpo se cocina y se toman todo tipo de precauciones, asumiendo la preparación del veneno como una empresa peligrosa. Los

antiguamente las cabezas de las flechas eran de bambú. Algunas flechas, las que estaban destinadas para los pájaros más pequeños, tenían puntas romas de madera o de cera. La presa caía más bien por la fuerza del impacto. Nos mostraron flechas con entramados para evitar que se perdieran cuando se disparaban en los matorrales. Las piezas cruzadas hacían que las flechas se enredaran en los matorrales. Otras flechas eran realmente arpones. La punta estaba enrollada al mango con una cuerda fina; ésta se soltaba con el impacto, y la presa se enredaba en el matorral, sin poder escapar. Uno de los jóvenes disparó flechas que silbaban en el aire. El sonido se producía por una pequeña cavidad hueca que estaba adherida al mango. Pregunté por flechas envenenadas y, después de pensarlo un rato, me mostraron una que no pensaban usar en esa ocasión.

Había por lo menos una de las famosas flechas envenenadas por las que los indios y blancos mostraban un gran respeto. Así como casi todas las flechas suramericanas, ésta había sido elaborada con un mango liviano de carrizo dentro del cual se había incrustado un tapón de madera donde estaba pegada la punta, que consistía en el aguijón de una raya. Los primeros conquistadores de esta parte de Suramérica encontraron indios que usaban flechas con puntas hechas de espinas de pescado. La punta de estas flechas es de diez centímetros aproximadamente; es delgada y fina y tiene cinco lengüetas. Está pegada a un tapón que se abre verticalmente y se asegura con una cuerda. Los indios nos mostraron cómo se podía soltar con mucha facilidad. Las lengüetas impedían que se pudiera jalar y a veces se quebraba, dejando la pieza incrustada en el animal.

Las rayas no son difíciles de encontrar en los lagos de la zona fronteriza de la Guajira, y durante las temporadas de lluvia se encuentran por todas partes. Remontan la corriente de los ríos y parece gustarles las aguas poco profundas, donde se hunden en el lodo de los ríos. Si te tropiezas con una de ellas, te darán una punzada dolorosa. ¿Son venenosas? Algunos dicen que sí. Algunos cronistas de viajes de hoy día han intentado crear esa impresión en los lectores, pero no es cierta. Sin embargo, la herida es dolorosa y difícil de sanar.

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el refinamiento de la malicia. Una bala es mucho más compasiva. El experto que examinó las flechas escribió: “Hay que admitir que las flechas de los guajiros se han fabricado con ingenuidad satánica”. La punta delgada, con sus delicadas lengüetas, se quiebra fácilmente y permanece en la herida, y contiene una sustancia que ataca a los pocos días con calambres dolorosos.

Se creía que las flechas envenenadas provenían de la serranía de Cojoro, según contaron algunos indios. Un escritor dice conocer a una anciana de esas colinas, quien aseguraba saber cómo se envenenaban las flechas. Decía que sólo ella y los Cusina conocían el secreto. Eso parece más dudoso todavía, ya que los bandidos Cusina no son ni un grupo ni un clan que puedan poseer secretos especiales, sino que simplemente son un grupo de criminales que están fuera de la ley. Había muchos indicios que apuntaban a que ellos hacían un uso reiterado de flechas envenenadas y que estaban convencidos firmemente de su eficacia. Incluso, si mataran por otros medios, generalmente remataban a sus víctimas con estas flechas para asegurarse de que no escaparan. Las serranías de Cusina y de Cojoro pertenecen a la misma cordillera.

La anciana de la serranía de Cojoro dijo que el secreto de los Cusina en la preparación de las flechas residía en un sacrificio humano. Llevaban a un niño a un lugar desierto, lo mataban y recogían su sangre. Luego la sangre se cocinaba y las flechas se sumergían en ella. El relato de la anciana hacía mucho más cruel el ritual del asesinato, al indicar que quien ejecutaba el sacrificio era el mismo padre del niño. Por lo que sabíamos de la Guajira, un padre podía tener hijos en distintas relaciones, y por supuesto, rara vez en la misma familia, y sin embargo, desde su propio punto de vista, este sacrificio no dejaba de ser algo cruel. Habría sido diferente si el niño hubiera sido capturado en guerra o comprado como esclavo.

No hay nada que compruebe el relato de la anciana, por lo que también podría ser inventado. Existen varias leyendas acerca de estas flechas envenenadas. La de la anciana no se refería al veneno

detalles que ofrecen estos escritores sobre las criaturas ponzoñosas son casi apuntes apócrifos. A los indios les gusta contar historias fantásticas sobre las flechas, e incluso agasajaban con ellas a los antiguos conquistadores. Sin embargo, después de hervir una masa de desechos descompuestos del animal, no quedará ninguna bacteria viva que pueda causar infección, y mientras haya habido un intervalo antes de que el “veneno” hiciera su efecto, esa debe haber sido la causa de la infección. La idea de la pulpa de animal como veneno data de los tiempos de los conquistadores y la misma historia se ha repetido hasta nuestros días.

El examen de la substancia en las flechas envenenadas que llevé conmigo a casa reveló que no había restos ni partículas animales bajo el microscopio, a pesar de todos los cuentos de serpientes y sapos, sino fibra vegetal. Se ha demostrado que los sapos y los ratones reaccionan de la misma manera que las personas heridas con estas flechas, muriendo después de un tiempo con síntomas similares a los del tétano. El examen bacteriológico dio como resultado el hallazgo de la espora y del bacilo del tétano. La substancia en la punta de las flechas era vieja y estaba seca, pero los bacilos estaban evidentemente activos.

No se encontraron otros componentes peligrosos o venenosos; así que era obvio que los indios se las habían arreglado de algún modo para poner algo en la substancia que causaba el tétano. Se consideraba que esto no era algo fortuito, sino deliberado, ya que el efecto era siempre el mismo. Los indios me habían dicho también que el tétano era común en ciertas partes, y que había que ser cuidadoso.

Las flechas con bacterias de los guajiros, si las pudiéramos llamar así, eran entonces armas con efecto retardado. La puya que se incrusta sólo causaba una herida dolorosa, que normalmente no incapacitaba a la persona que la recibía. Las flechas se usaban cuando se iba a realizar una venganza cruel y la persona herida sabía que iba, inevitablemente, a tener una muerte tormentosa. Este es

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la cual una anciana recuerda la memoria de los muertos. Si alguno fue asesinado y aun no se ha tomado venganza, entonces la mujer se lo recuerda a los niños y menciona al culpable. Todo termina con otra canción plañidera.

Lo que la anciana les cuenta de los ancestros y las injurias que recibieron queda grabado en la memoria de los niños al oírlo repetidamente cada mañana. Es un conflicto de sangre que se perpetúa de generación en generación.

Preparamos mazamorra de avena y salimos cuando despuntó el día. Caminamos pesadamente por la arena hasta la próxima ranchería. Sólo había mujeres en casa. Pero como las mujeres son las que hacen las cosas, decidimos quedarnos para mirar y descansar un poco. Los ranchos eran más grandes que los que habíamos visto antes, aunque igual de sencillos. Adentro había hamacas colgadas de diferentes maneras. En las paredes había mallas colgadas con cosas y vasijas de barro en el piso de tierra apisonada. Algunas vasijas eran grises, otras café rojizas, algunas con cuello y manijas. Una de ellas era una obvia imitación de la jarra de licor holandesa. Puerto Estrella, adonde llegaban botes de las islas holandesas, no estaba lejos.

La mayoría de las vasijas tenían decoraciones rojizas. Algunas, de líneas onduladas, habían sido elaboradas obviamente por las ancianas, quienes eran débiles y casi ciegas; pero no había problema alguno con los contornos de las vasijas. La ropa tejida se guardaba en un estante especial. La urdimbre colgaba verticalmente como una correa sin fin que se enrollaba de un poste alto a uno bajo. Algunas otras tribus de la familia Arahuaca emplean el mismo método. Cuando se completa el tejido, se forma un anillo y entonces se corta.

Estaban haciendo una correa o faja de hombre. Las correas normales medían unos seis centímetros de ancho, pero las fajas que se destinaban para ocasiones más solemnes podían tener dieciocho centímetros y eran muy coloridas. Usaban hilos rojos, amarillos, blancos y negros, y los diseños eran muy interesantes.

de las flechas, sino simplemente al sacrificio que aumentaba su poder. La sangre ha sido siempre un elemento mágico. Si tales rituales realmente hubieran existido, la evidencia apuntaría muy seguramente a alguna influencia africana que habrían traído los esclavos. De todos modos, la historia no explica la presencia de gérmenes del tétano en el veneno. Simons, el viajero a quien la anciana le hizo el relato, decía también que las flechas envenenadas, imará, eran vendidas por los Cusina a cambio de ocho varas, es decir, de nueve metros de tela de algodón por veinticuatro flechas. La pregunta de cómo hacían estas flechas con tétano seguramente seguirá siendo un misterio sin resolver.

He tenido que anticiparme al secreto de cómo fue descubierto el efecto de las flechas. Pero volvamos a nuestros taburetes y a nuestra conversación con los indios. Estaba cayendo ya la tarde cuando Francisco nos sugirió pasar la noche en el lugar y seguir a otro lugar al amanecer donde vivían unos indios prósperos que tenían muchas materias primas, mercancías, artefactos y artículos de barro. Nuestros anfitriones nos ofrecieron hamacas para pasar la noche. Estaban dispuestos incluso a desocupar una de sus chozas, pero insistimos en que nos gustaría más dormir al aire libre. La noche estaba fresca y, cansados como estábamos, nos dormimos inmediatamente, mientras los indios se quedaron alrededor del fuego.

Nos despertamos con un canto plañidero. Todavía era de noche. Los Guajiros se levantan excesivamente temprano. En el trópico, uno se acostumbra a levantarse con la luz del sol, pero allá en la península todos se levantan a las tres de la mañana, cuando todavía quedan dos horas de oscuridad. Ésa era también una buena hora para hacer visitas. Aprovechaban la parte más fresca del día, que era de las tres a la seis de la mañana. El canto venía de la choza que estaba detrás de nosotros. Fue seguido de una letanía larga y triste. Todo era tan sombrío como una misa fúnebre, y la voz era la de una mujer. Más tarde descubrí que se trataba de una suerte de oración pagana y matutina para los niños, que se hace en toda la Guajira, en

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hubieran comprado telas vistosas a un comerciante blanco. Para compensar esto, se pintaban el rostro con diseños variados, usando principalmente el tinte violeta de un fruto llamado genipa. Los hombres también se pintaban, pero se limitaban a unas pocas líneas. Sólo las mujeres pasaban verdaderas penas con el asunto de la pintura. Se pintaban principalmente el rostro, pero en ocasiones también se pintaban los brazos y piernas con diseños complejos. En caso de un viaje, las mujeres pintaban sus narices y pómulos con tinte negro o rojo. Esto no se hacía por vanidad, sino para protegerse de los rayos del sol. Nosotros probamos el método y resultó ser excelente. Si uno no sigue el ejemplo de los indios allí, puede resultar gravemente quemado por el sol. Los indios ven este efecto protector como algo sobrenatural: toda la pintura es mágica y los diseños tienen un significado secreto. Las mujeres le mostraron a mi esposa polvos rojos y marrones y le recomendaron que los usara.

De un momento a otro las mujeres empezaron a correr. Habían recordado que los hombres iban a llegar y entonces prepararon el fuego y las ollas. Dimos una vuelta y encontramos un pequeño rancho completamente cerrado detrás de las casas grandes. Francisco me susurró que había una muchacha adentro. La habían encerrado desde que empezó a mostrar los primeros signos de feminidad y estaría allí un largo tiempo, hasta que saliera después pálida y hermosa. Mientras durara el encierro a ella se le llamaba majayura.

No se le permitiría mostrarse a los extraños, pero sacamos cuchillos y cuentas de cristal y nos permitieron fotografiarla. Mientras que la muchacha esté encerrada, la familia no podrá verla. Es cuidada por una anciana, una pariente cercana, y fue a ésta a quien tuvimos que sobornar para que nos dejara tomar la foto.

Cuando una muchacha tiene la primera menstruación, de inmediato va y se lo cuenta a su madre o a una pariente cercana. Le dan entonces un vomitivo para que expulse todo lo que haya comido antes de convertirse en mujer. Lo que implica que, se imagina uno, expulsa también todas las ideas infantiles, vomitándolas. Luego le

Las mantas ceremoniales también se tejen para los hombres; son tan coloridas como las fajas, pero, para mi pesar, nunca pude conseguir una realmente fina. Eran demasiado caras. Los jefes ricos las coleccionaban, pero la costumbre mandaba que a cada uno se le enterrara con sus mantas, lo que significa que no se pueden heredar. Esto en lo que se refiere a las mantas para hombre de uso cotidiano, las cuales se enrollaban de tal manera que dejaban el pecho al descubierto. El vestido de las mujeres era un poco más espartano: una manta blanca, a la manera de un saco con un hueco para la cabeza y otros dos para los brazos, teñidas de negro con dividivi, o de marrón, con sustancias de otra planta. Sus interiores sólo se hacían visibles cuando se quitaban las mantas para trabajar a la sombra. Era algo negro y sin tinte alguno. Ellos pensaban que no había necesidad de usar telas con diseños especiales como ropa interior. Las niñas usan comúnmente ropa interior tejida, pero lo hacen hasta que empiezan a usar mantas, cuando alcanzan la edad para casarse. Incluso cuando eran niñas usaban fajones de aljófares que aumentaban con los años, y se envolvían otras bandas con cuentas en la espalda y en el pecho. Una niña de ocho o diez años podía llevar colgadas quince o veinte libras de cuentas y perlas. La banda que rodea la cintura estaba hecha de cuentas negras, pero las de más arriba tenían colores diferentes.

Los ricos usaban oro y coral. Los collares de cuentas de oro eran la tradición, pero entre éstas tenía que haber una cuenta negra de aljófares o de cristal. Las niñas pobres llevaban tiras de algodón trenzado en sus torsos en lugar de cuentas. Todas las que podían usaban sandalias con borlas para proteger sus pies de las espinas que hay en el suelo.

Los amos no les daban mantas de protección a las mujeres esclavas ni a los trabajadores esclavos y, por lo tanto, siempre andaban semidesnudas. Sin protección del sol, su piel se volvía más oscura que la de los demás.

Los vestidos de las mujeres eran menos coloridos, a no ser que le

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elegancia. Ninguna muchacha descuida sus atributos de belleza, ni siquiera cuando vive con las monjas en la estación misionera y no está encerrada como es la regla en casa. Las reglas que tiene que obedecer y las medicinas que tiene que tomar no sólo son de gran importancia para su apariencia, sino también para su físico. Si ella sigue las instrucciones, podrá dar a luz sin ningún problema y no habrá riesgo de que su hijo nazca muerto. Su madre y familia serán en parte responsables si el recién nacido muere durante o después del parto, porque eso significa que, hasta cierto punto, las complejas reglas del encierro de la muchacha no se cumplieron.

Una muchacha no permanece ociosa durante el encierro; todo lo contrario. Ella hila y teje industriosamente bajo la supervisión de la anciana, y aprende los pormenores de la vida doméstica y de la preparación de diferentes alimentos. En realidad, ella ya sabe la mayoría de estas cosas, pues ha tomado parte más o menos activa en los quehaceres domésticos cuando aprendió a caminar. También recibe instrucción de cómo comportarse, y se le inicia en sus deberes como esposa, lo que tendrá que hacer como madre, en los variados aspectos de la vida conyugal y en los misterios del sexo.

A ningún hombre se le permite entrar en el pequeño rancho de la muchacha, y a ella no se le permite ver hombres, recibir visitas ni ver a su familia. Cuando la tutora considera que a la muchacha se le puede dejar salir, por lo general después de uno o dos años, la noticia se riega por todos lados y las visitas empiezan a llegar con invitación o sin ella. Otra vez se mata ganado, se bebe, se baila y se organizan carreras de caballos. Los hombres llegan para ver si pueden figurar como pretendientes. A los huéspedes más eminentes se les recibe en la casa, donde se les presenta a la muchacha. Sus cabellos trasquilados ahora han crecido al corte de cualquier adolescente, y lleva puesto su mejor vestido y ornamentos. Ella guarda sus cabellos cortados en una bolsa, porque no desea que nadie los tome y los use para tener poder sobre ella a través de las artes de la magia. Ella los enterrará después secretamente debajo de una boñiga de vaca. Eso le ayudará a aumentar su ganado. Los excrementos de algunos

cortan el pelo, la envuelven desnuda en una manta y la acuestan en una hamaca que está colgada casi a la altura del techo en la parte trasera del rancho. Debe permanecer allí, ayunando durante tres o cuatro días, mientras la cuida una pariente anciana. A veces le colocan un amuleto en la hamaca, el cual hará que ella les guste a los hombres. Ella debe quedarse quieta, sin rascarse o escupir, porque estas cosas podrían tener un efecto nocivo.

La noticia entonces se riega entre sus familiares y otros, y cada cual se viste y se pinta con sus más finos ornamentos. Sacrifican ganado y bailan la llamada chichamaya. Algunas veces también hay carreras de caballo. Después de algunos días, la muchacha puede abandonar su hamaca y se le baña con agua pasada por el rocío, pues se cree que le dará una piel más clara. Ella puede empezar a tomar pequeñas cantidades de mazamorra de maíz y otros alimentos prescritos. Luego se le aísla en el pequeño rancho o en una habitación separada de la casa grande, sin ningún contacto con el mundo exterior. Casi siempre, el rancho pequeño se construye como una parte del más grande.

La tutora se asegura de que la muchacha beba ciertos brebajes que se preparan para su desarrollo físico y pueda ser del gusto de los hombres guajiros.

¿Cuál debe ser el aspecto de una muchacha para complacer a los hombres? Debe ser alta, de caderas anchas, tener senos firmes y prominentes y curvas redondeadas. A los hombres no les gusta la flacidez, aunque no parecen darle importancia a la forma de las piernas. Estas se encuentran casi siempre escondidas detrás de las amplias mantas, aunque el viento las delinee por encima de la tela. Afortunadamente para las mujeres guajiras, los hombres no le prestan mucha atención a las piernas, porque rara vez son bonitas. Son muy cortas y mal formadas para nuestro gusto. Los hombres le dan mucha importancia al comportamiento suave y gentil. La muchacha guajira debe tener ojos grandes y dientes buenos, aunque lo más importante es que tenga la piel clara; ese es el sello de la

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animales juegan un papel importante en la magia de los guajiros, y tal parece que en esto también hay influencia negra.

La muchacha ha vuelto a nacer; es una persona nueva, una mujer. Sabe todo lo que una mujer adulta necesita saber, y puede hacer todo lo que una esposa y madre debe ser capaz de hacer. Pálida y bonita, se pasea ahora por la vida, y un enjambre de hombres la rodea. Los ricos ofrecen una gran fiesta, los pobres ofrecen un banquete más discreto, pero de todos modos es un gran acontecimiento.

Un hombre guajiro nunca se casará con una muchacha que no haya pasado por este período de encierro, lo que implica que no se casan demasiado rápido. Se cuenta que en el pasado, los ricos que tenían varias esposas, a veces compraban muchachas pobres como concubinas, pues creían que esto mejoraría su virilidad.

El aislamiento prolongado de la muchacha se realiza para protegerla de peligros sobrenaturales que puedan amenazarla, especialmente durante este sensible período de transición a la madurez. La muchacha también puede ser un peligro para los demás, porque puede ser atacada por espíritus. Así que es un asunto de índole práctico el que se dedique durante este tiempo a manualidades.

Volviendo a la casa, encontramos a las mujeres reunidas alrededor del fuego, protegidas por pequeñas cortinas de cactus. No había necesidad de tenerlas bajo techo en esa época del año, sólo había que protegerlas del viento. Las ollas estaban encima del fuego, apoyadas en tres piedras. Eran de barro negro, y estaban adornadas con diversas figuras. Las mujeres estaban haciendo bollos de maíz. Podrían haber conseguido las verduras y las raíces que hubieran querido, pues estaban muy cerca de los valles fértiles, pero se aferraban a su dieta de maíz y de carne de chivo. Habían puesto las ollas en el fuego porque era evidente que esperaban a los hombres, y fue entonces cuando llegaron al galope un par de hombres semidesnudos, tan sincronizados con sus caballos que parecían centauros. Los indios guajiros pueden nacer montados

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El jefe Mauana

La hija de Mauana, con pinturas ceremoniales, al lado de su mula

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a caballo, en términos literales, si su madre hubiera estado de viaje en ese momento. Se ven bien en estos animales, e incluso los viejos montan bien. Los jóvenes, con su contextura más muscular, eran mucho más atractivos a la vista que las mujeres.

Los hombres se la habían pasado divirtiéndose. Habían estado cazando y tenían pintada en las piernas la marca azul de su clan. Debieron hacerlo antes de salir por pura diversión, porque normalmente tanto las mujeres como los hombres tienen tatuada la marca de su clan.

Les preguntamos a los hombres con qué cazaban, porque no llevaban ni arcos ni pistolas, y también qué habían cazado, porque no parecían haber traído nada. Se rieron y dijeron que no habían tenido suerte y nos mostraron caucheras con resortes trenzados. Se fueron a buscar palomas y conejos, pero no vieron nada. (Los criollos llaman a este animal conejo, pero su nombre latino es Sylvilagus cumanicus). Nos mostraron los dardos con que cazaban estos animales e hicieron lanzamientos de muestra. Eran expertos en darle al blanco con los dardos y la cauchera, pero sólo a distancias de quince o veinte metros.

Un muchacho nos mostró un pito que atraería a un venado si lo soplaba, siempre y cuando hubiera uno por ahí, tal como se apresuró a anotar. Según la expresión en el rostro de las mujeres, no era un buen cazador. Llegaron también un par de hombres con los que creíamos poder negociar. No tuvimos ningún problema en comprar lo que queríamos, pues pagábamos bien. Los precios eran nuestro gran problema, aunque estos hombres parecían menos astutos que cualquier otro en la península. Los guajiros no sólo traficaban con los blancos, sino también entre ellos mismos, y utilizaban al ganado como la moneda corriente. Gracias a esto, se generó una forma de especialización incipiente. La cerámica y las armas eran los artículos especiales de comercio. Los ricos traían los productos elaborados por los mejores artesanos, quienes se concentraban en hacerlos porque era la mejor manera de conseguir dinero en su

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Choza de trabajo con urdimbre para hacer faja masculina

Los flacos perros indios se lamen la olla

Jefes indios con trajes ceremoniales

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lo podíamos comprar a los monjes, siempre y cuando tuviéramos la misión como nuestro centro de operaciones, porque luego, cuando nos adentramos en el desierto, no pudimos llevar nada para trocar. Las telas también eran muy solicitadas. Teníamos un par de pacas del hilo blanco que los indios acostumbran comprar. Infortunadamente, no habíamos traído el mejor artículo para el trueque: cuentas de tumas. Se trata de unas cuentas grandes de piedra pulida de diferentes tamaños, hechas de cornalina y de otras piedras, que los indios guajiros llaman con nombres especiales. Las cuentas de tuma se encuentran en antiguas tumbas indígenas, especialmente en la Sierra Nevada de Santa Marta y sus alrededores, aunque se dice que también existen en la Guajira. Sin embargo, no era recomendable, nos lo advirtieron, tratar de comprobar esto, y embarcarnos en excavaciones arqueológicas. Hacer eso habría sido sinónimo de problemas.

Un tiempo después hicimos un rico hallazgo de estas cuentas en tumbas de la Sierra Nevada, pero ya no íbamos a regresar a la Guajira. Los indios ricos valoraban inmensamente las tumas y a menudo pagaban hasta un caballo por una cuenta. No podríamos haber usado nada más preciado en nuestros pequeños negocios, pero habían sido inicialmente útiles en la obtención de animales de transporte y carga. Con lo que nos quedó, pudimos hacernos a un par de hamacas y a algunas vasijas de barro.

Hay que tener cuidado en no cambiar los términos del negocio acordado con los guajiros. Esto puede acarrear problemas y se podría incluso reclamar una ofensa. Vale decir que, desde el punto de vista de los indios, fuimos nosotros los que hicimos la segunda mejor oferta y no habríamos podido conseguir nada de no haber sido así.

Nos alejamos de nuestros huéspedes, sintiéndonos un poco culpables por la fotografía de la muchacha y de la anciana, que era un secreto entre nosotros, pero también satisfechos por nuestra primera expedición a la Macuira. Cargamos un burro con nuestras

venta. Los pobres tenían que fabricar sus propias cosas. En todas partes había gente que podía hilar y tejer y hacer cerámica, pero los que se podían dar el lujo de comprar, podían obtener las cosas más finas y elaboradas.

Nosotros queríamos comprar artículos de uso general, pero lo más molesto era que los ricos no necesitaban vender, y sólo lo hacían si era un motivo de diversión para ellos, o si recibían un buen precio; mientras tanto, los pobres no tenían nada que vender. Los que fabricaban estos artículos preferían usar materiales traídos por los blancos. En el pasado, ellos fabricaban sus textiles de algodón lavado en casa, tinturado con productos vegetales; ahora, casi siempre, les compraban a los blancos madejas de algodón tinturado, aunque en la parte más remota de la península aún no habían empezado a hacer esto. Notamos que tenían hamacas tejidas con lazo e hilo de algodón. Eran más grandes y cómodas que de costumbre y las habían elaborado con técnicas diferentes. La hamaca es la auténtica cama india, inventada en las junglas de Suramérica antes de que apareciera el hombre blanco; tiene la ventaja de ser fácil de llevar. La persona descansa frescamente en ella y se protege además de los peligrosos y desagradables insectos terrestres.

Habíamos dormido en hamacas durante todo nuestro viaje –uno se tiene que acostumbrar a ellas para poder sentir su comodidad-, siempre y cuando hubiera dónde colgarlas. Les pedimos entonces a los indios las hamacas que ellos usaban, porque las que traíamos se las habíamos comprado a los blancos. En ese punto empezó el regateo.

No había mucho interés en vender por dinero –no tenían mucha confianza en la moneda de los blancos-, así que tuvimos que hacer trueque. Fue entonces cuando descubrimos que aparte de los cuchillos, los indios no valoraban nuestras pertenencias. Si no hubiéramos llevado una caja grande de cuchillos, no habríamos podido conseguir casi nada de lo que queríamos. Después de los cuchillos, el maíz era el mejor producto de intercambio, y se

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lado, decía el anciano, el segundo niño nace en la casa del padre, y también corren con toda la responsabilidad. De ahí en adelante, los niños pueden nacer en la casa de la pareja.

Una mujer embarazada debe permanecer alejada de los funerales, cementerios y todo lo que tenga que ver con la muerte, y es muy importante que no vea ninguna serpiente. Las serpientes tienen mala influencia en el parto. Bajo ninguna circunstancia, un hombre debe matar a una serpiente mientras su mujer esté embarazada. El niño nacerá débil, sin defensas y estará expuesto al ataque de espíritus peligrosos. Hay una conexión íntima entre el padre y el hijo, y lo que haga el padre es de gran importancia. Así que mientras el niño esté en camino, el padre no deberá cazar con armas de fuego, sino sólo con arco y flechas. Si sale de viaje después de que haya nacido el niño, deberá dejar la cincha de su sillín alrededor del bebé o poner el pié sobre su pecho antes de partir. Si se le olvida hacer esto, cualquiera podría dejar su propio par de chanclas viejas sobre su pecho.

Si el primogénito muere, se teme que los otros hijos corran la misma suerte. En estos casos, se pone al bebé boca abajo en una urna con tapa y se entierra debajo de cierto tipo de árbol. La madre debe realizar otro período de encierro, dado que, según la tradición, no se habían cumplido todas las reglas durante el encierro de la pubertad, lo que habría tenido un efecto desfavorable en el nacimiento. Si no se cumplen estas reglas, existe la posibilidad de que otros niños puedan morir también.

Mi esposa salió y nos contó que el niño ya había nacido y que todo estaba bien. Era el tercer hijo. La mujer se había recostado de espaldas al piso, con sus piernas a horcajadas, y habían tamizado con una fina capa de arena el lugar donde el bebé iba a venir al mundo. Una tía le ayudó a la mujer, y su esposo estaba allí para levantarla y ayudarla en los momentos más dolorosos del alumbramiento. La madre tenía que quedarse quieta varios días y, sobre todo, no exponerse a los rayos del sol.

compras, que un indio llevó directamente a Nazaret, porque nosotros nos íbamos a desviar un poco para visitar otra ranchería. La arena dificultó la caminada, por lo que decidimos que montaríamos a caballo en el futuro, especialmente cuando nos adentráramos en el territorio.

Tan pronto nos acercamos al próximo rancho, notamos que algo pasaba. Oímos un rumor de voces y quejidos. Francisco se apresuró y llegó antes que nosotros; se dio vuelta y nos gritó:

¡“Vengan rápido, que está naciendo un niño”!

Señaló la cámara, pensando evidentemente que era acontecimiento digno de ser filmado.

Los indios consideran el nacimiento de un niño como una función natural que no tiene porqué ocultarse. A veces ocurre en presencia de toda la familia, incluso delante de los niños y de los vecinos que puedan llegar. Los actos maritales íntimos también se realizan abiertamente, para asombro y vergüenza de los blancos. Pensamos que lo mejor era enviar a mi esposa para ayudar en el parto, mientras nosotros nos sentábamos a hablar con el abuelo alrededor del fuego. Los niños se nos unieron poco después; era obvio que habían sido expulsados de la escena del parto, porque aparentemente algo andaba mal. Ahora podían saciar su curiosidad con dos hombres blancos.

El abuelo era un hombre conversador. Nos contó cómo tenía que venir al mundo el hijo primogénito en compañía de la familia de la madre, con quienes vivía durante un año la pareja de recién casados. En caso de que estuvieran esperando un bebé, el hombre tendría que llevar a la mujer a la casa de los padres de ella. Ella bebería distintos brebajes durante un largo tiempo, tomaría medidas de precaución y seguiría ciertas reglas que estaban destinadas a influenciar el parto de manera favorable. La familia de la mujer es responsable de que todo salga bien. Si el niño o la mujer llegan a morir, el hombre tiene el derecho de demandar a la familia de su mujer. Por otro

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El viejo contaba que los ricos dejan descansar a sus mujeres varias semanas después de dar a luz, alimentándose de bollos de maíz y de comida liviana, mientras que las pobres tienen que volver a sus quehaceres casi de inmediato. Al niño se le da teta al anochecer, cuando la madre ha terminado sus labores; también a las tres de la mañana cuando todo el mundo se levanta y, ocasionalmente, durante el día. En las mejores familias, al niño se le desteta con la ayuda de bollitos de maíz, leche de cabra y una mujer esclava se hace cargo de él, ya que la madre tiene muchas otras obligaciones. Hay incluso algunos que tienen sus propias nodrizas, nos dijo el anciano.

Aparecieron entonces más hombres y una mujer se sentó detrás de mi esposa, fuera del círculo. Yo distribuí tabaco y la conversación se animó. A mi mujer le sorprendió que a los bebés de los indios los dejaran sentarse erguidos a una edad tan temprana. Le habían dicho que la madre sostiene primero la cabeza del niño con su mano, y después lo estimula para que gatee y camine. Los niños indios pueden sentarse sin ninguna ayuda, cuando un niño blanco no puede ni siquiera levantar la cabeza. A los seis meses de vida, el bebé indio ya es un caminante.

La conversación giró en torno al crecimiento de los niños. Incluso en sus primeros juegos, los bebés indios imitan las ocupaciones de sus padres, divirtiéndose y aprendiendo al mismo tiempo. Los indios se preocupan mucho de que los niños aprendan desde un principio a diferenciar entre las esferas de trabajo de los hombres, y de las mujeres. Un padre indio se sentiría indignado si viera a su hijo jugar a la cocina, que no es oficio de hombres. El hijo acompaña entonces a su padre, desde muy pequeño, a sus labores de pastoreo, mientras que las niñas se quedan en la casa.

Ya hemos anotado que a los niños indios se les castigaba de vez en cuando, costumbre que no compartían otros pueblos primitivos. Las mujeres ancianas cuidaban el comportamiento de los niños y velaban por su obediencia. La comida se racionaba entre los niños y los grandes, y se consideraba de mal gusto hurgar en la comida de

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La Teta, elevándose sobre estepas de cactus

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los demás. Dejar caer comida al suelo era algo que se reprendía, y la peor ofensa de todas era tirar la comida al suelo y luego pisotearla. Probablemente era otro de los vestigios de las costumbres moras, porque en Marruecos se considera una grave ofensa escupir pedazos de pan. Cuando los niños ya han crecido, se les regaña simplemente porque por lo general, ya no están bajo la supervisión de sus padres, sino de otros parientes con los que pasan largos períodos de tiempo. El primogénito crece generalmente en la casa del tío materno más viejo, quien es el verdadero guardián del muchacho y a quien le enseña el arreo del ganado, la agricultura y las extrañas leyes de su cultura.

Las muchachas ayudan también en los quehaceres domésticos de los familiares de su madre. Ya hemos visto cómo tenían que trabajar los muchachos guajiros. Se dedicaban a sus oficios desde el momento en que se levantaban de sus hamacas a las tres de la mañana. Lo primero que hacen es reunir al ganado y abrevarlo. Si había que llevarlo a una casimba profunda, tenían entonces que subir y bajar con baldes de agua para llenar los abrevaderos hechos con troncos huecos. Ordeñaban a las vacas y cuidaban los rebaños, poniendo especial atención a los terneros, cabritos y corderos, que son presa fácil de los animales de rapiña. También tenían que vigilar a los ladrones de dos patas. Aprendían rápidamente dónde se encontraba el mejor pasto. Podían cuidar el ganado, curarlos cuando se enfermaran y podían domar los caballos. Los más grandes podían encontrar a los animales que se habían extraviado; esto lo hacían a los diez años de edad. Ya se habían fabricado su arco y flechas con las que practicaban casi al mismo tiempo que aprendían a caminar y con las que cazaban lagartos y pájaros comestibles. Les tendían trampas a las palomas. Vigilaba las trampas de venados que hacían los adultos y participaban en el desollamiento. Cuando llovía, le ayudaban a desyerbar los terrenos a su tío materno y los preparaban para la siembra. Si pertenecían a familias de pescadores en las zonas costeras, buscaban perlas en el mar con sus padres. De lo contrario, tejían nasas.

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Paisaje típico guajiro con árboles de dividivi

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que nos abríamos paso por la arena hacia la misión, Gladtvet comentó:

“Aquí se debería montar en camello”.

Los indios tal vez deberían tener camellos. Esa sería otra razón para llamar a la península la Arabia de Suramérica.

“¿Ves eso?”, me preguntó el viejo, señalando unas botellas y unos cuencos de calabaza que estaban sobre una raíz secándose al sol. “Son los jóvenes los que las hacen. Raspan la parte de adentro y después esculpen figuras en la corteza mientras está fresca y suave. ¿Quieres comprarlas, dijiste? No hay nada que vender ahí. Los niños te las darán gustosamente”.

Los niños nos trajeron las calabazas. Nos explicaron lo que significaban las figuras, y gustosamente les dimos algunas cosas a cambio.

Tanto los muchachos como las muchachas hacían mandados, y a veces también cuidaban a los niños. Las muchachas tenían que aprender a buscar agua y a cuidar el fogón. Luego se les enseña a hacer bollos de maíz y tienen que practicar primero haciendo torticas. Rápidamente aprenden a reconocer todas las plantas silvestres y de jardín utilizadas en la casa. Luego participan en la cosecha, que es una tarea exclusiva de las mujeres.

En las familias que tienen muchas cabezas de ganado, los hijos, una vez regresan de su estadía en la casa de sus tíos, permanecen mucho tiempo solos, porque sus padres están muy ocupados para prestarles atención. Los padres desatienden su educación y nunca les imponen castigos físicos, porque se arriesgan a que la familia de sus esposas les cobre un pago por las ofensas. Les dan a sus hijos ganado –los hijos no heredan de sus padres- y estos tienen que valerse por sí mismos desde los quince o dieciséis años. Los jóvenes de esta edad son relativamente salvajes en su intento por imitar a los viejos, beben más de lo que pueden aguantar, son ruidosos y se entrometen cada vez que sus mayores están hablando. Los mayores se lo toman con más calma, fingiendo no estar ahí. “Ya van a aprender”, es lo que dicen.

Los jóvenes normalmente sientan cabeza cuando se casan. Deben ser independientes y asumir las responsabilidades de la familia.

Ya teníamos una idea más amplia de la vida en la Guajira. A medida

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CAPÍTULO 7

Leyes sin Códigos

Cuando cabalgábamos por un terreno árido y escabroso, vimos en la distancia a dos grupos de guerreros a caballo; se enfrentaban describiendo un semicírculo. Creíamos que iban a realizar algún tipo de ceremonia y tratamos de acercarnos un poco más. Estaban maravillosamente erguidos en sus caballos, y armados hasta los dientes con arcos, flechas y pistolas. Nuestro guía nos detuvo.

“¡Cuidado”! ¡”Cuidado”! “Es es un purchi“.

Sabíamos lo que eso significaba. Había surgido una disputa entre dos clanes, ya fuera que hubieran ofendido, robado o asesinado a alguien. La familia de la víctima había pedido ayuda y el asunto ahora tenía que arreglarse en una reunión con el clan del ofensor. Se reclamarían daños y se haría un pago, de lo contrario habría guerra; el comienzo de una disputa de sangre. Uno debe evitar involucrarse en ese tipo de cosas.

Estos indios no tienen policía ni autoridad que administre justicia; ellos mismos tienen que juzgar y arreglar sus problemas con la ayuda de la familia y siguiendo su propia ley. Estas leyes son una cosa curiosa, minuciosa y lógica. Por supuesto, no están escritas. Son simplemente los derechos y deberes de la vida cotidiana, pero se cumplen de manera estricta y se aplican de manera consistente. Antes de entrar a territorio indio, los criollos nos habían insistido en la necesidad de conocer muy bien las leyes de los indios, porque de otro modo nos podríamos meter fácilmente en problemas sin quererlo.

Poco después de haber visto el purchi, conocimos a Mauana, el jefe más poderoso de la región. Nos dirigíamos a una pequeña

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concepción nativa de estos temas, especialmente los derechos de la propiedad.

Los indios, como ya se dijo, están divididos en clanes en los que la descendencia se sigue por línea materna. Los niños toman entonces el nombre de su madre. Sus padres pertenecen a otros clanes y, estrictamente hablando, no tienen ninguna relación con ellos. El tío materno más viejo es su guía y guardián, y es de él, y no de su padre, de quien ellos heredan. Los niños le tienen mucho respeto. El heredero más importante de un hombre no es otro que su sobrino primogénito, quien recibe un cuidado especial. Un hombre adinerado les dará ganado a sus hijos en vida para asegurarse de que no sean indigentes cuando él muera. Cada clan tiene su nombre y su símbolo: el jaguar, la serpiente, el gallinazo, el perro, etc., pero esto no tiene ninguna relación con totemismo o magia. Los indios no piensan en el significado de sus nombres más de lo que lo haríamos nosotros, cuando tenemos nombres de animales. Incluso los convierten en tema de chiste.

Los clanes pueden ser grandes y poderosos, o pequeños y débiles, y algunas veces dependientes de clanes mayores. Los que nacen en clanes mayores son afortunados porque tienen un poder que los respalda, y pueden contar con su apoyo cuando los insultan, los amenazan o les roban, porque los miembros de un clan permanecen unidos pase lo que pase, unidos por el vínculo de la sangre. La misma sangre corre por las venas de todos. Los indios creen que los humanos crecen a partir de una gota de sangre de la madre, y que el feto se alimenta del nuevo fluido vital, porque saben que la menstruación se interrumpe con el embarazo.

Un hombre no posee el derecho para disponer de su sangre o de su vida. Las dos cosas pertenecen al clan. Si llega a herirse de manera que brote sangre, deberá pagar el daño a su clan por haber perdido su sangre. No es raro tampoco que el suicidio sea castigado. Después de un intento infructuoso de suicidio, el clan exigirá pago por la ofensa aunque no se haya derramado sangre. El indio que se

ranchería, cuando divisamos unos indios que trabajaban en un cerco. Queríamos filmarlos, y ya habíamos sacado nuestras cámaras cuando un hombre aplomado de edad llegó corriendo a donde estaban los trabajadores y les empezó a dar órdenes con voz severa. No nos había visto todavía.

“Ese es Mauana”, dijo respetuosamente Francisco.

Mauana sólo llevaba puesto un guayuco y una balaca, que es el verdadero y genuino atuendo guajiro. Cuando nos vio, nos habló de una en buen español, que no todos los jefes saben, porque el guajiro se apega con obstinación a su lengua. Mauana, por supuesto, había oído de nosotros. Ahora nos invitaba a que fuéramos con él y conociéramos su vida.

Primero llegamos a su huerta, que muchos en la Guajira habrían envidiado. Era un valle verde, un oasis en el semi-desierto, donde había yuca, maíz y caña de azúcar a la sombra de palmas de coco, palos de mango y de banano. Las parcelas eran regadas constantemente por canaletas estrechas que venían desde una corriente en la Guajira que nunca se seca.

Mauana era obviamente un amo estricto y manejaba a sus esclavos como un sargento. Su huerta era un modelo porque era un jefe eficiente que mantenía el orden de la manera más encomiable. Una o dos veces había capturado criminales blancos que se escondían en las colinas y los había enviado de regreso, y para su gran desilusión, a las autoridades de la península. Vivía de manera sencilla, así como todos los guajiros, pero tenía una casa especialmente bien fabricada, toda cubierta de techo.

Le contamos a Mauana del purchi que habíamos visto, y él usó esto como excusa para darnos una lección sobre la Ley Guajira. Ese recuento de las leyes y del orden social de los indios fue divertido e interesante, y nos mostró qué tan diferente puede ser la concepción primitiva de la justicia. Sabemos muy bien de los errores que las autoridades coloniales cometieron debido al desconocimiento de la

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No se debe pensar que esto es una compra, así como cualquiera puede comprar un burro, una vaca o un esclavo. Es una transacción que involucra dos clanes. Uno no se puede casar dentro del mismo clan. Antiguamente eso estaba prohibido, pero en la actualidad no son tan estrictos, ya que los clanes se han subdividido a menudo en grupos menores. La transacción del matrimonio se adapta perfectamente al sistema social y económico. (Cuando comenzaron las exploraciones de petróleo y los trabajadores blancos de los pozos de Maracaibo compraban muchachas pobres, por lo general de padres mestizos, se puede decir que estas transacciones eran simplemente ficticias según la legalidad de la ley guajira). La familia de la novia le ayuda a pagar la dote y contribuye de manera generosa si la muchacha es de buena familia. La dote es considerada como una compensación por la inversión de la familia en la crianza de la muchacha.

Cuando la primera hija de una pareja se casa, el padre pide por ella una suma con la que pueda reparar el ganado que el clan le ofreció al casarse. Lo que se obtiene por las hijas más jóvenes se distribuye también en la familia. El pago de la dote confiere ciertos beneficios. Durante el primer año, la pareja de recién casados vive comúnmente como huéspedes en la familia de la mujer. Como hemos dicho antes, el esposo tiene derecho a usar la tierra del clan de su mujer. La esposa ofrece siempre una dote en forma de joyas y utensilios domésticos, y a veces de ganado. El esposo debe cuidar el ganado, a menos, y tal como suele suceder, que la familia de la muchacha envíe sus propios pastores para hacer el trabajo. Comúnmente, la esposa es la que aporta los enseres domésticos así como materiales, hamacas, y otros textiles.

Estas ventajas compensan la dote de manera considerable. El esposo sabe también que la familia de su mujer la vigilará cuando él no esté, y en caso de que lo traicione, podrá ir donde su familia y exigir la devolución de la dote y el pago de la ofensa. De esta manera, la dote actúa también como una garantía que evita que la mujer se convierta en una viuda alegre que haya perdido su camino.

quiera quitar la vida simplemente se ahorca. Tanta importancia se le da al derramamiento de sangre, que, si alguien se choca con otro y le hace sangrar por la nariz, se toma como una circunstancia agravante y aumenta la compensación que la víctima esté exigiendo. Su clan se considerará insultado. De hecho, se puede decir realmente que el único patrimonio que tiene un indio es su vida y su sangre.

Lo mismo pasa con la tierra. En la península, los dueños de la tierra son los clanes, cada uno de los cuales tiene su territorio bien definido. Las áreas cultivables no son extensas y se concentran alrededor de las pocas corrientes de agua que no se secan durante casi todo el año. Las huertas en estos lugares han sido tradicionalmente explotadas por ciertas familias de cada clan, y son heredadas por los sobrinos primogénitos. El usufructo es, por supuesto, lo único que se hereda. La tierra no se vende ni se regala, porque pertenece al clan. Todos los miembros tienen derecho a pastar su ganado en los territorios del clan, y cada hombre tiene también el derecho de alimentar y abrevar sus bestias, así también como el de usar el agua y la leña de las tierras que pertenezcan al clan de su mujer. Esta es una de las ventajas que adquiere el hombre a cambio del precio que tuvo que pagar como dote. Se ha establecido una distinción de clase inusual entre los indios primitivos. Un hombre de origen modesto, aunque pueda llegar a casarse dentro de una familia afortunada, no será más noble, aunque sus hijos pertenezcan al clan aristocrático de su madre. Sin embargo, es muy raro que un hombre humilde se consiga una muchacha de clase alta; eso sólo podría ocurrir si tiene herencia o familiares que le puedan ayudar a pagar la dote por la novia. Esta suele ser tan alta que el muchacho tiene que recurrir a su clan para ayudar a pagarla. Los parientes de una muchacha de buena familia pueden exigir el equivalente a 2.000 libras esterlinas en ganado, mientras que por una muchacha de origen más humilde sólo pedirán el equivalente a 50 libras. La cantidad puede pagarse en dinero, pero eso sólo se hace en el sur, en las zonas que pertenecen a Venezuela, donde los indios están más acostumbrados al dinero y confían más en el oro.

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altas, la muchacha sería expulsada de su clan si tuviera un accidente de esta magnitud y el pago no se hubiera hecho de forma inmediata. El prestigio del clan no se puede poner en riesgo de ninguna manera.

Las muchachas guajiras nunca guardan en secreto el nombre del seductor. Inmediatamente le dicen a su familia quién es él.

Entre las clases bajas, hay casos de mujeres que se han fugado. El hombre con quien se ha ido podrá legalizar su posición pagándole la ofensa al marido. Si el marido accede, no podrá reclamar más de lo que él pagó como dote, porque la muchacha ya estaría obviamente devaluada.

Lo que se deduce de todo esto es que la mujer no tiene derecho a disponer de su propio cuerpo. Ella es de la familia de su madre hasta que se case, y sus parientes más cercanos deben exigir pago por cualquier ofensa que se le haga a ella. Cuando el hombre haya pagado la dote, ella se convertirá en su propiedad. Si ella enviuda, entonces pasará a ser herencia de los sobrinos (los hijos de la hermana) junto con las pertenencias del marido, y tendrá que comprarles a ellos su libertad, pagando una suma equivalente a la dote y restando lo que ella hubiera perdido en valor desde que se casó. Una mujer guajira no tiene derecho a vender su cuerpo. La ley no reconoce la prostitución.

Los parientes y el clan de una mujer casada no la dejan enteramente en manos de su marido. Él no puede hacer lo que se le venga en gana con ella, ni tampoco hacerla sufrir. Las molestias y el sufrimiento que padece en el parto son, sin embargo, responsabilidad del hombre, como causa primaria; así que luego de tener relaciones lícitas o ilícitas, el hombre deberá compensar a la familia de la mujer por el parto con algunas cabezas de ganado. La mujer no deberá comer de esta carne bajo ninguna circunstancia.

Originalmente, los clanes guajiros eran exógamos; sus miembros no podían casarse dentro de su clan. En esto ya no se insiste, pero no sólo hermanos y hermanas, sino también varones y sobrinas por el

Si el esposo no cumple con sus deberes o trata mal a su esposa, la familia de ella puede traerla a casa sin devolver la dote. Bajo estas circunstancias, el hombre ya no recibirá apoyo de su clan si quisiera conseguir otra esposa.

No siempre es posible que el novio o su familia consigan la dote de manera inmediata. En tales casos, es posible pagarla por cuotas. El novio paga la mayor parte de la dote cuando recibe a la novia. En caso de que no pueda pagar la segunda cuota en el plazo definido, deberá devolver a la mujer y perder lo que ya pagó. La mujer tendrá ahora menos valor en el mercado del matrimonio, al ser de segunda mano por así decirlo. El hombre tiene que pagar por el tiempo que haya pasado con la mujer, y en caso de que haya aparecido un nuevo pretendiente, podrá regatear el monto del pago. De acuerdo con este principio, un hombre tendrá que hacer un pago por ofensa a la familia de la mujer a la que haya seducido. A veces ocurre que una pareja se enamora y los padres de ella aprueban la relación, pero el joven no tiene cómo pagar inmediatamente una parte considerable de la dote. El joven puede entonces raptar a la muchacha con el consentimiento tácito de sus padres, posponiendo así el pago de la dote. Después de un tiempo, la familia de la muchacha pedirá el pago, pero mientras tanto, la familia del muchacho habrá estado reuniendo por lo menos el primer pago.

Los verdaderos raptos no ocurren con frecuencia, sino únicamente cuando el hombre sabe que la familia de la muchacha es débil y que sus parientes difícilmente podrán reclamar sus derechos, y llevará a la mujer lo más lejos posible. De llegar a encontrarlo, los parientes de la mujer exigirán una dote. Si, como es probable, ya estuviera cansado de ella, él querrá devolverla. Ella es propiedad del clan y si la devuelve sin daño, el hombre sólo tendrá que pagar la ofensa por seducción y, de estar embarazada, deberá pagar también por el parto.

Esto sellaría el asunto en las clases bajas. El niño pertenecería en cualquier caso al clan materno y tendría su nombre. En las clases

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lado materno, se cuentan todavía entre los casos prohibidos. Es impensable que una muchacha guajira se case con su tío materno; eso sería como tener por padre a su esposo. Una vez pasó que un tío y su sobrina tuvieron una aventura y la muchacha quedó embarazada. Un monje los casó pero los indios veían esta relación como un crimen atroz, y todo el mundo reaccionó de manera tan violenta que la pareja se tuvo que exiliar de la península, donde no hubiera miembros de sus tribus.

No hay nada que le impida a un indio tener varias esposas. Como cosa rara, los blancos se han casado dentro de familias guajiras y también han tenido que pagar la dote. Algunos criollos pobres también han contraído nupcias guajiras con muchachas pobres. Ya conté cómo era que los petroleros extranjeros celebraban sus matrimonios guajiros. En esos días no se hacían arreglos para las familias de los empleados, y las muchachas guajiras encajaban muy bien en esas condiciones tan precarias, y ese tipo de relaciones no duraban mucho, como tampoco las de los criollos en nuestros días. A la muchacha se le abandona rápidamente, sin correr ningún riesgo, porque en esos casos su familia carece de poder. Eso fue lo que me dijeron los indios.

Los monjes ya me habían contado que cuando los criollos se habían casado con muchachas guajiras de buenas familias, los matrimonios habían durado. Se infiere de esto, por supuesto, que la familia de la muchacha tenía el poder y los medios para decidir que todo estuviera bien. En estos matrimonios se esperaba que el marido aportara todo el ajuar domestico, así como también el pago de la dote.

Si un criollo se casa con una muchacha guajira según los ritos católicos, surgen todo tipo de complicaciones, incluso si ya ha pagado la dote, porque el concepto europeo de los derechos del padre rivaliza con el matriarcal de los indios. Los problemas de consanguineidad y herencia, la separación de niños de su clan y muchos otros asuntos, serán motivo de conflicto que le darán

I N D I O S A C A B A L L O

Una chichamaya en todo su apogeo

Primer entierro. Las andas del féretro son sacadas de su sepultura

Segundo entierro. Un curandero custodia las urnas que contienen los huesos del difunto

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muchos problemas a la familia de la esposa. Esto es todo en lo que se refiere al matrimonio indio.

Ya que todos los miembros de un clan son de la misma sangre, los indios se consideran justificados para cobrar venganza con cualquier familiar en el caso de que no puedan aceptar su propia culpa. Esto puede originar toda una cadena de actos de venganza, una vendetta. Anteriormente se consideraba que los blancos pertenecían a un solo clan y de esta manera los indios creían que ellos podían vengarse de cualquier ofensa que se le hubiera infligido a cualquiera de sus miembros que se encontraran en el camino. “Andar por la Guajira es como estar sentado en un barril de pólvora al lado del fuego; siempre tienes miedo de que alguna chispa vaya a causar una catástrofe”, era lo que uno escuchaba.

La ley guajira siempre busca un chivo expiatorio, y uno tiene que recordar esto cuando se relaciona con los indios. Si contratas a un indio como sirviente, o simplemente para que haga mandados, serás responsable de todo lo que le pase a él y de cualquier cosa que pueda hacerle a otro durante el tiempo que esté a tu servicio. Una madre mandó a su hija en un burro a que trajera agua. La muchacha montó a una amiga en la silla detrás de ella. La otra muchacha se cayó y se hirió gravemente; su familia tuvo que pagar por los daños causados.

Una familia de mestizos que recibía una visita inesperada, contrató a una muchacha india para que les ayudara en la cocina. La muchacha se cortó un dedo. Su familia exigió pago por la sangre que se había derramado. La muchacha era de familia humilde, así que no se podía exigir ninguna suma considerable por el daño cuando se trata de una simple herida: cuatro chivos, cinco cerdos, quince gallinas, veinticinco madejas de hilo, cinco barras de jabón (un artículo caro) y algunos espejos y pañuelos. Parecería que los empleados están muy bien asegurados. Si un empleado destruye algo de una tercera persona, el empleado tiene que pagar dos veces su valor, o más. La responsabilidad de uno se limita a lo que puedan hacer las personas

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Un compañero de baile

Mujeres viajando, bien cubiertas contra el sol

Niñas indias con sus mantas

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todos los familiares del difunto. Un anciano del clan Uriana, que se llamaba a sí mismo Juan, murió. Días más tarde, algunos familiares suyos estaban en una fiesta, a la cual fue también una mujer del clan Jusuá con su pequeño hijo. Un criollo le preguntó a la mujer cómo se llamaba su hijo, y respondió sin pensarlo: “Juan”. Los familiares del difunto pidieron pago por la ofensa, porque ella había mencionado el nombre del muerto, y tuvo que pagar un novillo, aunque se tratara de un nombre en español. Era únicamente el pago por la pena que ellos estaban sufriendo. También es una ofensa pisar la tumba de un indio.

Resulta mucho más caro golpear a una persona que insultarla. Uno puede responder a un insulto con un golpe, pero un indio con clase no hace eso, y en su lugar, paga la ofensa. Si uno golpea a alguien sin herirlo, debe pagar de todas maneras, porque ha tratado a la otra persona como a un esclavo; si fuera su esclavo, tendría todo el derecho de golpearlo. Si alguien rasgara una túnica, no solamente debería reemplazarla, sino que también tendría que pagar por la vergüenza que la persona afectada sentiría de andar en harapos.

Un ladrón, si es capturado, debe pagar varias veces el valor de lo que se ha robado. No es raro que pague con la propia vida, especialmente si le ha robado a una persona poderosa, como ocurre comúnmente, y el ladrón pertenece a un clan débil que no pueda responder por el monto de la ofensa.

A un ladrón se le puede obligar a trabajar para su víctima. Se convierte entonces en un esclavo deudor. El asesinato, el homicidio, o el causante de la muerte de otra persona son los crímenes más graves. Ellos no tienen estas categorías. La pena por asesinato es muy severa; si no se logra un acuerdo al respecto, se puede llegar muchas veces a la guerra en la que el enemigo debe ser exterminado o esclavizado.

Es en estas ocasiones, cuando tiene lugar un purchi, donde uno puede ver los grupos de guerreros enfrentándose mientras un jefe

a su servicio, pero esto se extiende a los animales y a los objetos inanimados si uno los ha tomado prestados. Si yo dejo que un indio monte mi caballo y el caballo lo tira al suelo, yo tendré que pagar; y si alguien se corta con un cuchillo que me pertenezca, yo tendré que pagar, porque fue mi cuchillo el que lo hizo.

Puede ser incluso peligroso dar consejos en la Guajira: porque si uno sugiere algo y las cosas van en otro sentido, uno tiene que pagar la ofensa. Esa es la razón por la cual los indios casi nunca te indican la dirección que les preguntaste.

Un anfitrión es responsable de sus huéspedes, incluso si llegan sin ninguna invitación. La hospitalidad es sagrada, y no se le puede negar el hospedaje a nadie. Si el huésped está enfermo, el anfitrión lo cuida lo mejor posible, pero inmediatamente manda a buscar a un pariente. Pero por injusto que pueda parecer, si el huésped se muere antes de que lleguen sus familiares, el anfitrión deberá responder por eso. De otra parte, si una persona que sufre de alguna enfermedad infecciosa va a la casa de otro, el huésped será el responsable y deberá pagar los daños al anfitrión.

Si dos huéspedes arman una pelea, el anfitrión se considerará responsable de los hechos, porque no habría habido ninguna pelea si no los hubiera invitado. Si las otras personas presentes no tratan de evitar la pelea, también tendrán que responder.

El insulto y la calumnia van en contra de la ley, y es un asunto realmente serio que alguien ponga en duda la maternidad de otra persona. Entre los indios, se considera un desprecio dirigirse a otro en español y no en su propia lengua.

Todos los indios tienen un nombre personal que se usa únicamente para sus seres más allegados. Para cualquier extraño, pronunciar un nombre propio constituye una ofensa grave, como si estuviera hablando de alguien que está muerto. Tan pronto muere alguien, todos los que tengan el mismo nombre se lo cambian por otro. La idea es que pronunciar el nombre despierta de nuevo la pena de

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se han dado cuenta de que estos pertenecen a pueblos muy distintos. Hoy en día, no se van a molestar siquiera en cobrar venganza por una ofensa hecha por un mulato nativo o, digamos, a un extranjero de pelo rubio del norte.

Lo que hemos dicho son sólo algunos aspectos de la ley guajira, que en realidad, es mucho más complicada de lo que parece. La ley debería ser realmente la misma para todos, pero cuando se trata de reclamar los derechos de cada uno, siempre son los ricos y los miembros de los grandes clanes los que se ven favorecidos. Estas cosas y muchas otras fueron las que nos contaron Mauana y sus amigos, cosas que eran útiles e incluso necesarias de saber.

preside. El jefe es una persona todopoderosa que ha sido escogida por sus cualidades magnánimas, y aunque no sea un juez, es más bien un mediador imparcial. Su papel es conciliador. Ya ha hablado con las dos partes y conoce sus puntos de vista. Uno se imagina lo que está pasando. La familia del asesino queriendo hacer una audiencia amistosa: “Es mejor que no empecemos una guerra, hermanos”, dice el líder. Ofrece un pago razonable, describe una escena de los horrores de la guerra, el miedo constante del ataque, las casas incendiadas, las mujeres violadas y esclavizadas, la venganza de sangre continuada de generación en generación, y, en contraste, describe la calma que supone el trabajo en paz.

Los otros se inclinan a la guerra. “Yo soy rico y no pido pago. Mis hombres son bravos y están preparados para la guerra. Ojalá midiéramos nuestras fuerzas”.

De no llegarse a un acuerdo, se convoca otra reunión, y mientras tanto, el estado de guerra sigue latente. Incluso, de acordarse alguna fianza, la paz no se restablecerá hasta que no se haga todo el pago. Probablemente, esto se realiza en varias cuotas, razón por la cual los criollos dicen que los indios se matan entre sí por este sistema de cuotas.

Provocar la muerte de una persona, ya sea intencional o accidentalmente, tiene consecuencias graves para el responsable. La multa que se tiene que pagar es ruinosa. El homicida, generalmente queda en deuda con sus familiares, quienes tienen que ayudarle a pagar. También, por razones mágicas, tendrá que someterse a un largo período de aislamiento, y a ciertas restricciones que le impiden ocuparse de sus asuntos y lo hacen sufrir ciertas privaciones.

Si un blanco llega a matar a un indio, tendrá que salir como pueda de la península porque, aunque pague la fianza por homicidio, los indios lo buscarán toda la vida. Tres blancos tienen que morir por cada indio muerto, de acuerdo a la vieja ley. Ellos siguen insistiendo en que los blancos pertenecen a un solo clan, aunque en la actualidad

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CAPÍTULO 8

La Inocencia y la Danza de la Fertilidad

Mauana nos invitó para que lo visitáramos otra vez, y aceptamos agradecidos la invitación. Él y su oasis nos agradaban mucho. Nos enseñó muchas cosas porque era sabio e inteligente, todo un jefe a quien no se le llamaba cacique por simple respeto, como es el caso de muchos mestizos ricos que viven cerca de la frontera.

Los indios esperan mucho de su jefe. Tiene que ser un negociador hábil, capaz de defender los derechos del clan y de apoyar a sus miembros. Es el que siempre está presente y no le falla a nadie. Debe ser siempre hospitalario, buen orador y un representante digno en todo sentido. Mauana era este tipo de jefe.

La única manera de pagar por su hospitalidad era brindarle un festín de mazamorras, pues teníamos suficiente avena. A los indios les encanta la mazamorra, tal vez porque les recuerda sus bollos de maíz, que nosotros preferíamos mil veces. Hicimos el festín cuando Mauana volvió a visitar Nazaret, y después nos pidió que lo visitáramos otra vez, prometiéndonos bailar para nosotros.

Cuando llegamos, nos presentaron a la “princesa”, su hija soltera. Mauana quería que le tomáramos una foto. No era especialmente bonita, pero tenía toda la apariencia de una india. Se pintó con sus mejores tintes, y se puso las mejores joyas y su burra estaba decorada como para una ceremonia. Tenía pulseras de oro y de coral en el cuello, en las muñecas y en los tobillos, y figuras en espiral pintadas en las mejillas. Su mula tenía tres colas, la verdadera, y otras dos artificiales tal como era costumbre. La muchacha no era ninguna estrella de cine: estaba tan rígida como un témpano que no iba a

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Los delegados llegan con regalos como collares de cuentas de oro y de tumas. A un hombre como Mauana le pueden dar varios regalos de esta naturaleza. Si se aceptan, como es costumbre, empiezan a discutir inmediatamente el precio de la novia. Se considera muy grave que la familia de la muchacha rechace los regalos, algo que puede generar un conflicto entre las dos familias. La comitiva regresa a casa y le cuenta lo sucedido al pretendiente, quien no hace parte de la negociación. Todavía no se ha definido nada. Además, él ya tiene una idea elaborada sobre el valor de la dote. Si sus parientes son pudientes, el precio se paga en una suma equivalente en vacas, que es el método tradicional de pago. Los esclavos llevan las vacas a la casa de la mujer, seguidos por los tíos maternos, quienes son los responsables de establecer el acuerdo. Se les ofrece una recepción festiva y les regalan la carne de un animal recién sacrificado. La novia tampoco asiste a este evento. El pretendiente llega más tarde, ofreciendo unas vacas a la suegra, lo que constituye un pago por la cama nupcial, una hermosa hamaca que ella ha tejido. Esto simboliza el derecho de posesión sobre la muchacha.

Antiguamente se consideraba que la novia tenía que ser virgen, aunque esa costumbre ya no es tan estricta, y nadie insiste en eso. El blanco siempre piensa que el período de encierro de la muchacha tiene como objeto proteger su inocencia; pero ella, tendría más posibilidades de hacer de las suyas si viviera sola en una pequeña choza, que si estuviera viviendo con su familia y fuera supervisada por ésta. Entre las mejores familias, un esposo puede pedir por lo menos la devolución de la dote si descubre que él no ha sido el primero en gozar de los favores de la muchacha. Una esposa que no sea virgen tendrá entonces menor valor. Una muchacha con un hijo o una esposa que haya devuelto su marido, valen incluso mucho menos, como sucede entre los moros, aunque no se puede decir que esta costumbre venga de ellos.

Hoy en día, cualquier mujer prudente le cuenta a su esposo sobre sus relaciones anteriores antes de que se pacte la dote, evitando así problemas posteriores. Cualquier hombre joven dudará en casarse

descongelarse nunca. Afortunadamente, su piel salió muy bien en la fotografía, tal como lo hubiera querido cualquier muchacha guajira. Mauana se habría desencantado si no hubiéramos captado su belleza y palidez. En realidad, su tez era más bien oscura. Mauana nos preguntó si en nuestro país todos tenían una piel tan blanca como la de mi esposa, y cuando le dije que sí, por un momento pensó en enviar su hija a Suecia para que se le aclarara la piel. La muchacha no parecía muy joven. Francisco nos dijo que Mauana tenía dificultades para encontrarle marido. Siendo el jefe más respetado y rico de la Macuira, con huertas que siempre estaban irrigadas, el precio que tenía que pedir por ella era demasiado alto para los estándares de los indios, y a pesar de que tenía algunas propuestas, no había llegado a concretar ninguna. Todo esto según decía Francisco. El precio no se podía rebajar. El tío de la muchacha insistía en esto, al igual que ella. A cualquier india guajira le encanta ponerse un precio alto. Esto no sólo demuestra que es de buena familia, sino también que su madre y su abuela también cuestan mucho; en otras palabras, que es la propiedad de un ancestro valioso.

“La gente dice a menudo”, señalaba Francisco, “que es mejor pagar un poco por la esposa de una familia pobre, a quien le han enseñado a trabajar bien, que pagar mucha plata por una rica que lo único que quiere es que uno la atienda. Pero el hecho es que la familia de la rica le dará todo lo que ella necesite para vivir de acuerdo a su estatus, incluso después de casarse. Su familia le brindará todo el apoyo. Eso, por supuesto, aliviana los deberes del esposo: así que no es mala idea casarse con una rica”, y en ese momento respiró profundamente.

Mauana vino con nosotros y empezó a hablar del matrimonio. Ya habíamos oído suficiente sobre el tema, pero de todas maneras lo escuchamos atentamente. El pretendiente no va personalmente a pedir la mano de la muchacha; envía a un apoderado, su tío materno más viejo, o, en lo posible, a un jefe de su lado materno. La madre también va, y a veces llega toda una comitiva que espera una recepción ceremonial.

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sus rebaños. También tiene que cuidar a su marido cuando esté borracho, lo cual es la costumbre en esta tierra. Cuando hay peleas en las fiestas, las mujeres, como ya lo hemos dicho, se interponen entre los hombres para que no haya derramamiento de sangre. Una esposa es responsable por su marido cuando está borracho. Si no se ha preocupado por él, y el hombre resulta herido o asesinado, la culpa es de ella. O si él se suicida mientras está borracho –el suicidio en estos casos no es muy raro- ella será responsable entonces de los hechos, aunque no haya intervenido. Si él la hiere o destruye alguna de sus pertenencias mientras está borracho, ella tendrá la seguridad de que él cubrirá los daños, porque le enseñaron a pagar por todas las ofensas que haga.

Durante el período de encierro, la muchacha también aprende a satisfacer a su esposo eróticamente, y a estar siempre dispuesta cuando él esté excitado. Para conservar su amor, ella emplea la magia así como sus propios poderes naturales de seducción. Sabiendo que pueden perder su belleza y atractivo durante su embarazo, las esposas intentan a menudo, después de haber tenido varios partos, mejorar su fertilización tomando ciertos brebajes y empleando medios mágicos.

“"Mauana, ¿es cierto que la poligamia es permitida?”

“Sí, un hombre puede tener varias esposas. No habrá ningún problema siempre y cuando pague la dote, pero la familia de una muchacha de clase alta nunca permitirá que sea la segunda esposa de nadie. Y como ves, la costumbre manda que una mujer guajira, ya sea la primera esposa o concubina, debe aceptar que su esposo se consiga otra mujer. De igual manera, se considera que las esposas deben vivir en paz y de manera amistosa. Deben recibir a la nueva concubina de manera cordial, y mostrarle su mejor lado al marido. Les debe ayudar a las otras a cuidar a los niños, sin mostrar celos si el esposo prefiere a una en lugar de otra.

“Así es como debería ser, pero la realidad es muy distinta. A

después de una confesión como ésta.

Los pensamientos más íntimos de un hombre surgen casi siempre bajo el efecto del alcohol, cuando se sienta en su hamaca improvisando una canción, a la manera de los indios. Puede cantar con menosprecio: “Ah, ah, ah, ah, cuando me casé mi esposa no era señorita”. Si lo fuera, cantaría: “Ah, ah, ah, mi esposa era inocente”.

Mauana nos dijo que mientras una muchacha está en su encierro, le enseñan, entre otras cosas, las atenciones que debe tener con su marido.

Cuando él llega a casa, ella debe tener el chinchorro colgado, y ofrecerle algo para beber. Prepara una comida, si es que no lo ha hecho todavía. El dueño de la casa tiene su propia vajilla, en la cual sólo come él, y su esposa tiene que servirle sus platos favoritos bien cocinados. Si ha regresado de un viaje o de una cacería, debe tenerle agua para que se lave las manos, y también un guayuco limpio. Una vez que él sienta en la hamaca, ella se sienta en el piso y le cuenta todo lo que ha pasado en el día. Si él se queda dormido, ella debe permanecer en silencio.

Cuando los amigos del esposo u otras personas vienen a verlo, la mujer debe sentarse en el suelo, al lado de su hamaca. No se mete en sus conversaciones, pero sabe cómo hacerlo cuando se lo pidan. Debe procurar que todos tengan su hamaca para descansar, y también bebidas refrescantes. Los hombres se enorgullecen de tener una esposa así como anfitriona.

En ausencia del marido, una esposa debe recibir al visitante de una manera cortés, pero teniendo mucho cuidado cuando se trata de hombres. Puede colgar una hamaca bajo una enramada cerca de la casa, pero no dejará entrar a los invitados. Les ofrecerá bebidas y se sentará al lado de ellos haciendo cualquier trabajo manual.

Sobra decir que ella le debe prestar especial atención a las cosas y a la propiedad de su marido, porque normalmente él está con

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“Estábamos hablando de la dote y de comprar mujeres esclavas”, dije yo para volver a la realidad. “¿Qué puede hacer un joven que no tenga nada?”.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que eso era una miseria. La ley definía las reglas para el coito entre hombre y mujer, y en este caso no se pedía ningún cobro por ofensa. Si alguien seducía a una mujer, tendría que hacerle un pago considerable a su familia, aunque ella hubiera accedido a hacerlo; pero si la hubiese tomado por la fuerza, el pago tendría que ser más alto. Un indio pobre no puede pagar y, en consecuencia, se arriesga a perder su propia vida a modo de pago. Los indios toleran la prostitución en casi toda la península, pero eran las mestizas las que se dedicaban a este oficio. Hablando en términos guajiros, la prostitución no existe. Tanto los jefes como los monjes nos dijeron esto. Así, en el interior, todas las jóvenes indias tienen que llevar una vida de abstinencia. El tiempo del baile del cabrito será la única oportunidad que tenga para gozar de los favores de una mujer, siempre y cuando encuentre a alguien que lo acolite. En tal evento, el código ya no existe y el amor libre es permitido.

Mauana nos había prometido una danza, pero de otro tipo. El baile del cabrito se realiza durante la temporada de lluvias, pero estábamos en una estación seca. Al baile se le llamaba chichamaya. Este se arregló porque Mauana había soñado que tenía que ofrecer ganado y mucha chicha de maíz en una celebración de esta naturaleza. De otra manera, estos bailes se arreglan para una muchacha que está en su encierro y en otros eventos parecidos. El curandero, o piache, casi siempre manda a bailar a sus paisanos cuando alguien se enferma, o cuando una casimba se seca y todos quieren que llueva. También bailan cuando se marca y se castra el ganado. A todos los vecinos y familiares se les invita a que traigan a las jóvenes, a quienes no les faltan amigos, porque los hombres llegarán tan pronto se enteren. No es de mal gusto pedir un refresco antes de que se lo ofrezcan a uno. Los indios prefieren la carne de vaca a la de chivo, y cuando dan este tipo de carne, va más gente al baile.

menudo, las esposas viven en la misma casa, lo que naturalmente crea conflictos, cosa que no ocurriría si vivieran en su propia casa. Los celos y la envidia son pan de todos los días en estos harenes. Las riñas y las hostilidades nunca faltan, como tampoco las peleas de verdad. Las esposas se celan entre sí, destruyen las cosas de las otras, y hacen todo tipo de escenas. Al final, alguna llega a odiar tal vez a su marido. Se dice que cierto tipo, del cual me reservo el nombre, notó que estaba pasando algo parecido, y no se preocupó de ir a casa hasta que no se acabara una guerra que tenía su familia, porque cualquier enemigo podría haber sobornado a una de sus esposas para poner veneno en su chicha de maíz”.

“¡Eso no está muy bien que digamos!”

“No, la poligamia tiene sus desventajas”, dijo Mauana. “Yo, por ejemplo, tengo una sola esposa, pero cama para varias esclavas”, agregó con una sonrisa astuta en sus ojos.

Aunque un hombre tenga muchos matrimonios legales, es la primera mujer quien ostenta una posición privilegiada. Ella será la de mejor familia y ostentará el más alto rango. Ella es la anfitriona.

Un día, cuando estaba hablando con Mauana, señaló a una pareja que pasaba y dijo de manera emotiva:

“¿Podrías tomarles una foto con tu aparato?”.

Yo los fotografié, lo que me pareció muy normal. La mujer se había pintado los pómulos y la nariz. Mauana me dijo en voz baja que la mujer no lo era; se trataba de dos hombres que vivían juntos. Más tarde me encontré con indios que hacían trabajos de mujeres y llevaban vestidos femeninos. Esto no se consideraba apropiado, pero se trataba con indulgencia. En los tiempos del descubrimiento, se veían monedas de oro en Santa Marta que tenían grabada la inscripción “actos vergonzosos contra la Naturaleza”. Había familias guajiras en las Indias Occidentales que tenían todo un harén de muchachos.

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Llegamos a la casa de Mauana más temprano de lo que esperábamos. La cerveza de maíz no estaba lista todavía. La cerveza de maíz, o chicha como la llaman los criollos, es simplemente un licor que se hace de maíz molido, y es parte de la vida cotidiana de los indios, así como ocurre en muchos pueblos nativos de Suramérica. Si este líquido se fermenta, se vuelve ligeramente alcohólico, y el guajiro lo llama ujur. La fermentación se da cuando las mujeres mastican el maíz, como sucede en la Guajira. El maíz se mezcla a veces con yuca. Los indios consideran el producto de esta mezcla, ishiruna, como estimulante y reconfortante. La mazamorra de maíz, ligeramente amarga, y que no ha sido masticada, les agrada mucho más a los europeos tanto por su apariencia como por su higiene.

Mauana intentó persuadirnos para que tomáramos licor, pero afortunadamente logramos convencerlo de que más bien nos comeríamos una buena mazamorra de maíz.

La gente empezó a reunirse, lentamente, con sus mejores atuendos. Mauana dijo que todo eso era sólo una pequeña representación. En realidad, él no tenía tiempo para estas cosas en ese momento, pero había que respetar los indicios de los sueños.

Al atardecer, todos nos fuimos a la fiesta que había afuera de dos chozas, donde había una zona muy bien dispuesta. Todo el mundo empezó a llegar. Formaron un gran círculo y algunos se babeaban de verdadera satisfacción; decían que sólo se habían tomado unos tragos.

El tambor había sonado en vano mucho rato antes de que un indio entrara al círculo, quitándose el guayuco y sus sandalias, y empezara a bailar en círculos delante de todos, un reto para los miembros del sexo opuesto.

Casi al mismo tiempo, una muchacha empezó a bailar; se quitó las sandalias y abrió la manta con sus manos lo mejor que pudo. Los dos empezaron a bailar: él al frente, ella algunos pasos detrás. De pronto, el hombre gritó algo y la música se hizo más intensa. La

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Un hombre guajiro, vestido y pintado como una mujer Una niña pequeña con cuentas de oro en cuello y tobillos

Después del segundo entierro: mujer llorando ante la urna que contiene los huesos del difunto

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muchacha se deslizó suavemente hacia el hombre, quien se alejó bailando hacia atrás. Ella tenía que tratar de acercarse tanto como fuera posible a sus pies y hacerlo caer, pero sin empujarlo. Si ella llegaba a derribarlo, estallaría el júbilo general y una nueva pareja tomaría su lugar. De lo contrario, la muchacha le pediría al hombre que hiciera otra ronda, mientras él le dice de manera desdeñosa:

“Vete a buscar a tu hermanita”. (Diciendo con esto que ella podía perseguirlo mejor).

De esta manera, el baile sigue sin ninguna interrupción, pareja tras pareja, y podría seguir así semana tras semana.

Los indios de buenas familias consideran la chichamaya como el único baile apropiado. Los monjes también lo aprobaban, ya que era muy decente, porque las parejas están separadas todo el tiempo. El baile no es auténticamente indio porque tiene características africanas y españolas, pero en la manera como se ejecuta hoy en día, conserva un significado mágico y religioso, y hace parte del ritual de las ceremonias de algunas familias y de eventos muy especiales.

El baile del cabrito es un baile folclórico tradicional. Consiste realmente en un complejo sistema de juegos, bailes y ritos de fertilidad típicos de la región. Las buenas familias nunca les permitirían a sus hijas participar en este tipo de eventos. La rigidez de la ley con relación al sexo no se aplica a los que participan en el baile del cabrito, quienes gozan de una licencia erótica que está prohibida de otro modo. Este baile no es aprobado por las familias pudientes, las cuales siguen la regla de que una esposa tiene que ser virgen, aumentando así la dote del matrimonio. Por esta razón, los pudientes envían a sus esclavos o a sus sirvientes a este baile.

Estos bailes tienen un sentido práctico. Coinciden con el comienzo de la temporada de lluvias, cuando la vegetación empieza a crecer y se necesita ayuda para arrancar la maleza. Los que toman parte en el baile le tienen que ayudar a su anfitrión a desyerbar su terreno durante el día, como pago por la comida y el festejo nocturno. Todo

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A los curanderos les gustaba tomar un buen trago antes de una invocación

Una piache, o sabia, curando a un niño quemándolo con la punta de una flecha

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lo que hagan hombres y mujeres será sólo un recuerdo fugaz.

Uno de los juegos que hacen parte del baile del cabrito es el que llaman la prueba de la virginidad. Las muchachas se agrupan alrededor de un cantante que improvisa una variación del tema: “veamos, muchacha linda, si has conservado tu inocencia, si las manos de algún hombre han tocado tu cuerpo”. Empieza después a tocar a todas las muchachas, desde la cabeza hasta los pies, tocando sus piernas, tobillos, entrepiernas, ombligo, pechos y nuca, hasta la coronilla de su cabeza para tratar de excitarlas. Si la muchacha no reacciona ni se ríe, es declarada virgen y elogiada por el cantante. Ella se va entonces y se sienta a un lado, mientras que las que no pueden soportar la risa, porque no son vírgenes, se van a otro lugar. Después de esto, las “vírgenes” reciben los regalos de sus pretendientes.

Cuando los jóvenes se encuentran, como por ejemplo en el festival de la danza del cabrito, se pueden hacer todo tipo de juegos y de pantomimas. Ciertos ritos están relacionados con la fertilidad, como los que imitan la cópula de las tortugas y los chivos. En estos, la muchacha que “chivea” es rodeada por un círculo de hombres para impedir que el hombre que “chivea” entre en el círculo. Si algún joven se atreve a meterse, los otros se comportarán exactamente como machos cabríos, atacándolo con sus cuernos, tratándolo como un “malcriado” y volviéndolo objeto de sus delirios sexuales. Algunos de estos juegos no tienen ninguna conexión erótica, pero tienen que ver con todo tipo de eventos que ocurren en la vida de los hombres y los animales. En este juego se imita a los animales de la manera más esplendida.

Uno de los juegos describe el encuentro entre un arribero y un abajero de la Guajira. Cada grupo tiene su propio cantante. Se saludan, y después, cada uno empieza a hablarle al otro de los problemas de su casa: uno tiene lluvias, cosechas, ganado y todo lo que quiera comer; el otro hambre, miseria y sequía.

el mundo tiene que hacer algo durante el festín, que dura varias semanas. Naturalmente, es muy costoso patrocinar una fiesta como ésta, pero también se realizan trabajos para el anfitrión de turno. De este modo, la fiesta va de ranchería en ranchería, siempre y cuando haya trabajo por hacer.

En realidad, los que bailan tendrían que estar trabajando en sus casas durante esta temporada, porque si descuidan los cultivos, éstos podrían llenarse de maleza; pero los jóvenes están más tentados a la fiesta, a la danza y al sexo, porque tienen la oportunidad de liberarse de las convenciones estrictas de la ley, aunque sea por un rato. La fertilidad de las cosechas está asociada a las diferentes manifestaciones eróticas del baile, aunque los indios ya no sean conscientes de que éste sea su significado. Son simplemente los típicos rituales mágicos de fertilidad.

El verdadero baile del cabrito se realiza de maneras muy diversas. Algunas veces las parejas se alinean una detrás de otra, y los hombres toman de la cintura a las mujeres que están frente a ellos. Primero bailan hacia adelante, y después se dan la vuelta. Cada vez que hacen esto, cambian de pareja y los hombres cantan: “préstame a tu pareja para que me acompañe en mi viaje”. Otra manera de hacer este baile es como se hace en Suecia, pero es muy larga. Cada grupo de bailarines es dirigido por un cantante que improvisa una canción, de manera que lo que dice es inesperado.

La danza empieza al atardecer y sigue toda la noche, hasta que los que bailan desaparecen en la oscuridad y pasan la noche juntos. Es normal que una pareja no se separe durante la fiesta. La cópula es decisión de la mujer, y no le confiere al hombre ninguna responsabilidad ni pago por la pérdida de la virginidad de la muchacha, ni constituye tampoco una ofensa, incluso si quedara embarazada. La familia de la muchacha acepta esta situación, porque es el resultado de la libertad que le han otorgado durante el baile del cabrito. Si un hombre decide casarse con su compañera de baile después de la fiesta, deberá pagar por ella a la manera tradicional. De otro modo,

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tejida, quien se nos unió. Hablaba buen español y era evidente que pertenecía a la clase alta. Francisco le habló de nosotros, y ansiosamente nos pidió que fuéramos sus huéspedes ese mismo día, pues su ranchería quedaba en nuestra ruta. Dijo que tenía algunas cosas que podrían interesarme, y que a él le gustaría ver también una de mis pistolas. (Evidentemente, Francisco le había contado sobre el humo que echaban al dispararlas). Algunos de los indios que nos acompañaban empezaron a pelear; el trago de despedida empezaba a surtir efecto. Un viejo se bamboleó en su sillín, y luego fue arrojado a tierra por su mula jocosa. Cayó en un arbusto espinoso y se puso furioso; quería ver sangre. Afortunadamente sus armas estaban en la montura, pero se las arregló para sacar una espuela y amenazó con chuzar a cualquiera que se le acercara a ayudarle. Francisco recibió un pinchazo, pero él y otros dos sometieron al rufián y lo amarraron a la montura. Luego su esposa tomó las riendas y los dos desaparecieron.

Los grupos se alejaron uno a uno en sus respectivas direcciones. Nosotros llegamos a la ranchería del indio joven, nuestro nuevo amigo. Tenía varios ranchos construidos en la arena, donde no había ni arbustos ni sombra. Nos explicó que cuando llegaban las lluvias, el lugar no se empantanaba, como sucedía en la mayoría de las otras rancherías, sino que el agua corría por la arena y uno podía caminar sin mojarse los pies. Había telares en algunos de los ranchos. La esposa de nuestro joven anfitrión, tenía la piel clara -lo que indudablemente era de gran belleza para los estándares guajiros-, se sentó en uno de ellos, y la madre de él en otra, quien tenía un rostro marcado con nobles arrugas.

Nos ofrecieron leche de cabra a manera de refresco. Me asombraba el cuidado con el que estos indios recogían las pequeñas cantidades de leche que producían estos animales, un simple chorrito. Tomamos de un trago la leche de cabra para no tener así que tomarnos el licor que seguramente nos ofrecerían a continuación.

Las mujeres iban de un lado para el otro; era evidente que estaban

Los que tienen suerte con el clima invitan a los otros a su territorio, y bailan en la misma dirección. El juego hace referencia al hecho de que los abajeros tienen derecho a no pagar cuando envían su ganado a pastar a la Alta Guajira en ciertas épocas del año.

En otro juego, el espíritu peligroso de Yorujá empieza a matar a un indio tras otro, hasta que ellos lo atacan y lo matan; y en otro, los indios se esconden en una nube hecha de trapos, y cuando el espíritu trata de entrar, la nube lo captura y lo somete.

Las carreras a caballo son uno de los grandes placeres de los indios en sus festividades, pero también disfrutan hacerlo sin caballo, como un juego que hace parte de los bailes. Hay un juego muy divertido y pintoresco en el que se imita la caza de un pájaro que saquea las semillas de sus cultivos. Los indios juegan a asustarlos y a atraparlos con redes. Aquí, las semillas son representadas por niños, algunos hombres actúan como pájaros, y otros como los cazadores que atrapan los pájaros en sus hamacas y después les tuercen el pescuezo.

Otro juego simboliza la lucha entre jaguares y perros. Los hombres más fuertes representan a los jaguares, porque éstos tienen que ganar. Después hay un juego de serpientes, en el que hombres y mujeres se arrastran, imitando los movimientos de la serpiente, y cantan su canción: “Yo soy la serpiente. Me arrastro por la tierra. No le hago daño a nadie, pero castigo a aquellos que tratan de pisarme. Largo será el sufrimiento de aquel que me pise porque cree que por arrastrarme soy indefensa. Debe sufrir y morir”. Los temas son innumerables; pero la danza dura hasta que las variaciones se agoten.

Cuando terminó la chichamaya, el baile de la clase alta, la gente de Mauana nos mostró gustosamente todos sus juegos y danzas aunque no estuviéramos en la época del año en que normalmente se realizan.

Cuando cabalgábamos de regreso a casa al día siguiente, nos encontramos con algunos grupos de indios que volvían de un entierro. Entre ellos había un hombre vestido con una túnica hermosamente

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excrementos de algún lagarto. Los materiales de magia que se usan en la Guajira suelen imitar los excrementos de diversos animales. Otros son simples piedritas en una botella de vidrio, o una cocción de yerbas, y la persona que va recibir la magia tiene que bañarse con ella o tomársela. Otro especial y poderoso para problemas de amor insatisfecho o mal correspondido es el gancho de pelo de la muchacha majayura en encierro, mezclado con sangre de colibrí y otros ingredientes, pero solo se puede usar con la muchacha en cuestión. Con ella, sin embargo, la magia es infalible.

La contra de amor que el joven indio dijo que me daría era una de aquellas apreciadas bolsitas. Estaba dispuesto a prescindir de ella porque le gustaba mucho mi pistola. Tampoco tenía necesidad de encontrar un nuevo amor, porque ya había conseguido una esposa con la ayuda de la bolsa, y, añadió él, gracias a una buena dote de ganado. Además, si llegara a necesitar otra contra, sabía muy bien dónde conseguirla. Aunque, al parecer, ya no estaba interesado en conseguir más esposas. Se había vuelto cristiano y quería olvidarse de estas cosas, y el Padre le había dicho que era mejor rezarle a un santo. Y por supuesto, yo no tenía nada que decir acerca de ese asunto; así se hace siempre en estos casos.

Obviamente, yo quería negociar.

“Pero recuerde que no puede comer carne o maíz asado, nada que haya estado en contacto directo con el fuego. De otro modo le iría muy mal”.

Uno tiene que cumplir algunas reglas relacionadas con la dieta y con el comportamiento cuando usa una contra, pero no por mucho tiempo sin que se vean los resultados.

Entonces, la bolsita con la pócima de amor pasó a mis manos, y yo se la di al fotógrafo para que la guardara en el estuche de su cámara, como había hecho anteriormente con otros objetos.

Cuando volvimos a la misión, le conté a Francisco sobre mi

preparando el banquete. Los guajiros son hospitalarios, y cuando llegan los amigos o visitantes, siempre tienen lo mejor que puedan ofrecerles. De ser necesario, el anfitrión les ofrece su propia hamaca y él se queda en el suelo.

Nuestro anfitrión tenía muchas hamacas. Después de descansar un rato, mi esposa entró a ver cómo tejían. Saqué una pistola que había comprado en un remate, haciendo un par de tiros al aire; el ruido y el humo parecieron ser de todo el agrado de nuestro anfitrión. Inmediatamente me llevó aparte y me susurró que tenía algo que podría interesarme. Tenía unu y estaba decidido a prescindir de este precioso y exclusivo artículo a cambio de mi ruidosa pistola. Después de todo, yo tenía un compañero que no era casado, y tal vez le sería muy útil. Yo sabía lo que era unu, pero nunca había esperado que un indio que escasamente me conocía, me ofreciera un objeto mágico tan secreto.

El Unu es uno de los muchos contras o instrumentos de magia usado por los indios para proteger o ayudar al poseedor. El Unu estimulaba el amor. Los guajiros no sólo cuentan con su magia tradicional, sino también con la que tomaron de los moros españoles y los negros africanos. En lo que respecta a estas contras, sería muy interesante, aunque bastante difícil, descubrir qué tipo de origen tuvieron: si cobrizo, negro o blanco. Se diferencian en el carácter, pero se les pueden prestar o alquilar a una persona del mismo sexo, la cual podrá utilizarlos y obtener los mismos resultados que obtendría el dueño.

Un unu para el amor era más costoso y difícil de conseguir. El precio normal equivalía a 30 o 40 libras esterlinas, mientras que el dueño podía alquilarlo por 10 o 15 libras. Una contra no se debe mostrar a nadie que no esté autorizado, pues su poder podría transferirse a la persona que lo vea.

Los talismanes de amor eran de diferentes clases. El que se consideraba de mejor calidad era una bolsa pequeña con pedacitos de

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habían dado a nuestro amigo en el funeral. Por desgracia, el animal estaba viejo y la carne dura, y mi esposa tuvo que dejar casi todo el plato. Esto no era mal visto en la Guajira. Al contrario, nuestra anfitriona parecía deleitarse, porque afanosamente le quitó el plato y comenzó a engullirlo mientras se alejaba. Uno podía pensar que ella no tenía suficiente comida, pero a ninguna esposa guajira le falta la comida en una casa respetable. Suelen tener más comida de la que necesitan. ¿Por qué, entonces, no les dejó el plato a sus esclavas? Porque ella quería lo que había dejado la mujer de piel más clara a la que había conocido, pues se podía volver más hermosa comiendo lo que un ser como ella había tocado. Por esta razón, mi esposa, en un gesto de cortesía, siempre dejaba sobras cuando comíamos con los indios, para el deleite de las mujeres del lugar. Las sobras mías podían haber sido de utilidad sólo para el curandero de la casa, y eso porque yo era un hombre educado.

A nuestro regreso a la misión, los monjes nos recibieron con un gran festín de carne asada.

“Ay, ay”, dijo Francisco después del banquete, “el fotógrafo no debió haber comido esa carne. Me olvidé de su contra”.

“¿Su contra?”

“Si, él ya tiene la contra. Debería haber comido otra cosa. ¿Qué va a pasar ahora?”

Al día siguiente, Gladtvet amaneció con dolor de estómago y Francisco se puso muy nervioso. Se había educado en la misión y se consideraba un buen católico, pero no podía dejar de creer en la magia. A pesar de todo, nuestro cofre de primeros auxilios le alivió los dolores a Gladtvet con mayor facilidad de lo que Francisco esperaba.

Francisco y yo hablamos varias veces sobre la contra del amor. Él señaló que era muy importante que la mujer y el hombre que quisieran utilizar este talismán, se untaran ciertas partes de su

adquisición. No pareció sorprenderle, pues era evidente que él y el joven indio habían conversado antes de que me hicieran la oferta. Le conté también a Francisco que Gladtvet estaba buscando el talismán, y le pareció muy natural. Gladtvet no era casado, y sin duda le gustaría mucho conquistar a una muchacha bonita que encontrara en su camino.

Nuestro anfitrión, de quien Francisco me dijo que algún día iba a ser un jefe, nos pidió que pasáramos la noche en su casa. Obviamente, él estaba dispuesto a poner una esclava al servicio del hombre blanco y solitario, tal como mandaba la hospitalidad, pero añadió que la muchacha más bonita de la casa era una esclava deudora a quien él no podía mandar, así que el hombre blanco tenía que arreglárselas para seducirla si realmente quería tenerla. Ésta sería una gran oportunidad para probar el talismán que había acabado de conseguir. Francisco dijo más tarde que la prueba de la eficacia del talismán no era tan confiable, ya que la muchacha se podría haber entregado mucho más fácil por una moneda grande de plata. Agregó también que consideraba mucho más práctico que yo le hubiera comprado una esclava a Gladtvet en vez de ese talismán tan costoso, ya que las esclavas eran baratas en esa época, especialmente durante el apogeo de la temporada seca, debido a la escasez de comida.

Era inútil tratar de explicarle a Francisco que ese talismán mágico, así como las otras cosas que le había comprado a los indios, iba para un museo. Él tenía la impresión de que lo que yo me proponía hacer era guardarlo en un lugar seguro y poder explotarlo comercialmente, es decir, para alquilárselo a cualquiera que lo necesitara. Él no podía entender qué era un museo.

Declinamos la invitación de nuestro anfitrión de la manera más delicada posible. El interés de Gladtvet por sus esclavas – quienes ahora se habían pintado la cara de negro para la subasta – era más bien tibio.

Nos sirvieron un plato de carne de chivo, de un animal que le

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Existen contras para otras cosas distintas al amor, como por ejemplo, para la suerte en la caza y en la guerra, para conseguir riquezas y reputación, y para protegerse de ciertos espíritus o peligros.

En dos ocasiones salí de cacería con hombres que llevaban contras para la cacería. Dos de ellos tenían liebres como talismán; eran pequeñas bolitas de excremento pegadas al escudo de cuero que protege la mano contra la cuerda del arco. Las bolitas tenían la forma de excremento del conejo, y una yerba cuyas hojas se parecían a las orejas de este animal, a las que los así llamados conejos eran muy aficionados; otro hombre tenía una contra de venado preparada con un bejuco. Era muy parecida a los excrementos del venado.

Los cazadores estaban muy convencidos de que la contra ayudaría a cazar buenas presas, y que su poder impediría que cualquier presa se les escapara. Así, las contra tenían una efectividad doble. Sin embargo, en ninguna de las ocasiones conseguimos algo, para decepción de los cazadores. Creo que ellos pensaron que mi presencia había neutralizado la efectividad de sus contras, y quedaron pasmados cuando se las compré.

Entre otros talismanes, había uno que servía para ayudarle a su dueño a ganar carreras. Consistía en un sonajero de frutas detrás de la oreja del caballo. Había una contra para los guerreros llamada lania, que le daba coraje a su poseedor y lo volvía invulnerable. Otra, muy cara, tenía el poder de darle suerte en los negocios y, hacerlo rico gradualmente. Después de ser rico, podría comprar entonces amuletos más costosos, y obtener así respeto y poder. Este último era estrictamente personal: cualquiera que lo viera podía tener problemas, especialmente si se trataba de un ladrón, y sólo era efectivo en manos de su auténtico dueño. Estaba en varias bolsitas pequeñas, una dentro de la otra, y lo que estaba más adentro sólo era del conocimiento exclusivo del piache que lo había preparado. El talismán que traía riqueza supuestamente tenía hilos de oro que habían sido rezados, de donde se desprendía su poder. De manera similar, las perlas y las figuritas de coco que las mujeres sabias habían

cuerpo con polvo rojo de achiote. Yo tomé nota de sus instrucciones detalladas, para que así como pensaba Francisco, pudiera instruir a Gladtvet para que estuviera listo si llegaba a descubrir un objeto apropiado.

Las mujeres tienen amuletos para el amor al igual que los hombres. Si tiene uno realmente efectivo, una mujer puede hacer que su esposo la ame para siempre, o recuperar su amor si lo ha perdido. Cada vez que ella intente usar estos medios, deberá encerrarse y guardar dieta por cuatro días y cuatro noches, sin exponerse al sol ni ver el rostro de ninguna otra mujer, evitando la leche y cualquier alimento pasado por el fuego. Ella debe hacerse baños en el encierro y untarse polvos. Hay un talismán que fabrican las mujeres sabias de la serranía de Jarará, una mezcla de yerbas enrolladas en un pedazo de tela, que impiden que el marido consiga otra mujer.

Algunas veces, una mujer hará que un hombre se enamore de ella como un acto de venganza. Para lograrlo, deberá conseguir una chancla vieja del hombre, o algo que él haya usado. El objeto se quema y la contra se introduce en su ropa o pertenencias. Con frecuencia, esto termina por enloquecerlo. Un hombre también se puede vengar haciendo que una muchacha se enamore de él, si se las arregla para conseguir uno de sus ganchos para el pelo. Por esta razón, las mujeres guardan sus ganchos con especial cuidado durante toda su vida.

Cuando un indio siente una gran atracción por una muchacha, hace todo tipo de sacrificios y sortea todo tipo de dificultades para conseguirla. Después de lograrlo, normalmente se aleja con su rebaño hacia algún lugar apartado de la península. Después de esto, ya no se vuelve a saber de él y su esposa tendrá que buscar el sustento como pueda. Esto demuestra que ella lo había atraído por medio de una contra muy efectiva, pero también se demuestra que no fue lo suficientemente precavida para retenerlo, o que el poder perdió su efectividad.

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CAPÍTULO 9

Un Velorio

Un día recibimos una invitación para ir a la ranchería de una familia muy pudiente. Los conocíamos, pero nunca los habíamos visitado. El mensajero nos saludó ceremonialmente y nos dijo que el viejo había fallecido. Francisco se persignó y dijo que se trataba de un tío, y había que ir al funeral. El nombre del difunto no se podía mencionar. Queríamos asistir al entierro, así que aceptamos gustosamente y salimos con cámara y pistolas; Francisco nos había contado que se hacen disparos en la ceremonia.

Había mucha gente cuando llegamos. Los miembros de la familia suelen ser informados cuando la enfermedad de alguno de sus parientes ha empeorado, así que llegan a su casa mientras el enfermo aún está con vida. En esta ocasión, ya se habían llevado el cadáver. Lo habían lavado: le habían puesto sus mejores joyas y envuelto en las mantas que las mujeres habían tejido especialmente para esta ocasión. Cuando se muere una mujer, adornan su rostro con pinturas para que se vea atractiva, pero no le hacen esto a los hombres. Al muerto siempre se le deja solo un rato, con el fin de que su alma pueda dar una vuelta por última vez y despedirse del lugar. Después de amortajarlo, tienden el cuerpo en el cuero fresco de un novillo sacrificado el mismo día, y lo cuelgan en una hamaca que pende de dos palos bajo una enramada temporal cubierta con paja.

Había muchas personas alrededor de la enramada, y sus familiares más cercanos estaban sentados en hamacas colgadas de otros palos. Todos tenían los rostros cubiertos, ya fuera con sus propias mantas o con telas que se habían puesto en la cabeza. Otros se tocaban el rostro constantemente con sus manos. Sobresalía el lamento agudo y lúgubre que todos producían sin interrupción, mientras el muerto

rezado y conjurado, también servían de amuleto. Protegían a quien lo llevara, entre otras cosas, del mal de ojo, creencia que los indios habían adoptado evidentemente de las supersticiones moras de sus conquistadores españoles. También se pueden ver manos talladas, las cuales son típicamente moras, y los medios más sofisticados para curar el mal de ojo. Sin embargo, hay otro perteneciente a la tradición de los negros. Los cráneos de caballo se colocan alrededor de las casas para ahuyentar a los espíritus, porque se cree que les tienen miedo a los caballos, ya sean vivos o muertos. Cuando una caravana viaja de noche, los hombres a caballo van adelante, haciendo que los espíritus se alejen inmediatamente. Una vez, hace mucho tiempo, los indios tenían un miedo casi supersticioso de los caballos; fue cuando los vieron por primera vez, usados por sus conquistadores blancos.

Se dice que algunos piaches tenían entre sus posesiones estatuillas de oro heredadas de sus “antepasados”. De ser así, se presume que eran objetos precolombinos encontrados en alguna tumba o conservados en el tiempo por una sucesión de curanderos.

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olía a sangre, chicha y licor. Había jinetes galopando aquí y allá. La mayoría de los hombres ya estaban muy borrachos. Todo el mundo estaba charlando, riendo y divirtiéndose. Parecía más una feria que un funeral. El sol estaba en el cenit y no había el menor rastro de sombra. La mayoría de los hombres se habían quitado los trapos de la cabeza y solo se lo ponían cuando se acercaban al ataúd a lamentarse, pero las mujeres conservaban sus mantas; en esta ocasión no vimos mujeres semidesnudas como antes. Algunas llevaban mantas de tela muy fina y cuando el viento presionaba la tela contra sus cuerpos, sus contornos se dibujaban con sutileza y la piel resplandecía a través de la fina tela. Muchos hombres las devoraban con los ojos, pero el interés de las mujeres estaba puesto en la preparación de la carne.

Nos encontramos con un indio flaco y pobre, quien manifestó una gran satisfacción por la gran cantidad de funerales que habían tenido lugar recientemente. Había asistido a ellos sin interrupción durante casi un mes, había comido carne todos los días y empezaba a ganar peso, aunque no estuviera arriba en la escala social. A cada persona se le atendía en la ceremonia según su posición social.

Casi no dormimos esa noche. Los lamentos continuaron sin cesar al lado del ataúd, mientras que de todas partes salían sonidos de cantos, gritos y peleas. Nos dijeron que podían pasar uno o dos días antes de que enterraran al hombre, porque esto se hace sólo cuando se ha sacrificado todo el ganado dispuesto para el funeral. Se habían separado algunas bestias cuya carne llevarían los invitados a sus casas, y las otras se sacrificarían en el próximo entierro. Sabíamos que dos años después, los restos del hombre serían sacados en medio de una ceremonia similar.

En ese clima, un cuerpo no debe permanecer más de dos días sin enterrarse, y sin embargo, los funerales de los ricos duran mucho más. En estos casos, envuelven los cuerpos en la mayor cantidad posible de telas y pieles para que la fetidez no sea demasiado fuerte. Se habló mucho del funeral de un jefe rico, José Dolores,

aún estaba sobre la tierra. (Algún tiempo después del funeral, los parientes más cercanos del hombre empezarán sus días con un lamento prolongado). Pasado un tiempo, los dolientes que estaban más cerca de las andas del féretro comenzaron a abrirle campo a los demás, y nosotros también comenzamos a lamentarnos, imitando el sonido lo mejor posible, tal como lo manda la buena educación para todos los invitados.

Uno de los hombres se dio vuelta y se quitó el trapo de la cara. Era nuestro anfitrión. Estaba muy contento de vernos y, sobre todo, parecía muy halagado de que mi esposa hubiera asistido. Se veía ligeramente sobrecogido, meciéndose un poco en sus pies, y con una bacinilla de peltre en una mano. Se veía tan cómico que mi esposa tuvo que taparse la boca con el pañuelo para que nadie notara su esfuerzo para no reírse. Nuestro anfitrión pensó que estaba muy conmovida, e inmediatamente ordenó que le llevaran una de las ovejas más gordas, un “sécate las lágrimas”, como le decían ellos. Siempre le decía majayura, mujer soltera, y agregaba: “Es demasiado joven y hermosa para casarse”. Obviamente, esto se tomaba como un cumplido. Dijo que sabía muy bien lo que nosotros comíamos normalmente. Sabía que éramos del mismo lugar del mundo de donde venían los monjes y que lo que comían ellos eran pan, azúcar y papas. Él las había probado en Nazaret. Pero nos preguntó si también nos gustaba la carne. Le aseguramos que sí, y entonces nos prometió toda la carne y chicha de maíz que quisiéramos. Luego se fue a atender a los otros invitados.

Los entierros son acontecimientos muy importantes. Una buena parte del ganado del muerto se sacrifica para acompañarlo en su paso al más allá. Los invitados comen de esta carne durante la ceremonia y también se la llevan a sus casas. Hicimos un recorrido por los diferentes grupos; algunos estaban bajo los cactus, otros a cielo abierto. Había varios cientos de indios reunidos. Por todas partes se estaban sacrificando chivos, se cortaba y se asaba carne, y la gente se reunía para el banquete. Una anciana tomaba sangre coagulada de chivo de un calabazo que sostenía con sus manos. Todo el lugar

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encomendado a algunas parientes mujeres, quienes, cubiertas con mantas de la cabeza a los pies, toman hueso por hueso con pedazos de tela. Limpian el cráneo y el esqueleto y lo envuelven en una tela, la cual amarran y depositan en un jarrón, que es llevado a la casa del luto, donde se realiza otra breve ceremonia fúnebre. Después de esto, el jarrón se entierra otra vez.

Todas las personas que hayan desenterrado los huesos, y todos los que hayan tocado el cuerpo del difunto, no deberán comer con las manos durante algunos días, y tendrán que ser alimentados. Deberán seguir una dieta durante un tiempo, una precaución para protegerlos contra los espíritus, al igual que las mantas que llevan las mujeres cuando sacan los huesos.

Antiguamente se abandonaba la casa donde hubiera muerto alguna persona. En la actualidad, esto se hace únicamente cuando la persona ha sido asesinada.

He visto estos segundos entierros en algunas tribus indias del sur, particularmente entre los Motilones de los Andes, vecinos de los Guajiros, y en los indios de los Llanos del Orinoco. Nos parece una costumbre muy peculiar, pero es una suerte de conmemoración, una fiesta dedicada al recuerdo de la persona fallecida, quien de esta manera ya no será tan fácilmente olvidada por los indios, como pasa comúnmente con nosotros.

Los animales sacrificados en el funeral de un hombre son su compañía en el más allá y le permiten mantener su posición en ese lugar. Sus parientes más cercanos no deben comer de esta carne, la cual se ofrece sólo a los invitados, quienes la cocinan y disfrutan de ella.

Algo muy distinto es el sacrificio de algunas criaturas, un ovejo negro o una vaca parda, que el piache recomienda cuando ha soñado que alguien corre peligro de ser asesinado. El animal es sacrificado en lugar del hombre amenazado, teniendo al ovejo o a la vaca como sustituto para que pueda escapar de la fatalidad. Supuestamente, lo

que había tenido lugar unos años antes. No se sabe con certeza cuántas cabezas de ganado se sacrificaron en esa ocasión –los monjes decían que habían sido casi tres mil –, pero lo cierto es que la ceremonia duró dos meses y medio, y el cuerpo fue envuelto en 48 telas hermosamente tejidas, cada una de las cuales valía entre 20 y 25 libras. A pesar de esto, la atmósfera no fue tan agradable y mandaron a comprar tanta agua de colonia a Venezuela durante la ceremonia, que se dice que esta costó treinta mil bolívares. El funeral en el que estábamos era más bien sencillo, pero debe haber costado cientos de libras esterlinas.

Al tercer día, el cuerpo, envuelto en sus atuendos, fue subido a un caballo y llevado a su sepulcro, donde uno de sus parientes masculinos más cercanos había cavado una tumba, lo cual era un gran honor para él. Todo el mundo acompañaba al cadáver. Los hombres bebían copiosamente mientras caminaban. El muerto fue depositado en la tumba, y le echaron un poco de la tierra con la que habían hecho el hueco; después pusieron comida y bebida, incluyendo un gran jarrón de licor y -para nuestro asombro– la bacinilla de peltre que habíamos visto antes. A los indios que habían tenido mucho trato con los blancos les gustaba llevar esas bacinillas en sus viajes, y aparentemente se consideraba necesaria incluso en el último viaje de un hombre.

Después de esto, todos hicieron disparos al aire, y los que no tenían pistolas lanzaron sus flechas. Esto se hacía con la esperanza de alejar a los malos espíritus que podían tratar de entrar de nuevo en el cuerpo. Se hizo una gran fogata sobre la tumba. Esto debía hacerse noche tras noche durante un tiempo para iluminar así el camino del viajero.

Más tarde, los parientes del hombre iban y venían lamentándose y ofreciendo comida y bebida a todo el mundo, incluyendo al difunto. Después, pasados un par de años, los huesos del hombre se desenterrarían y se celebraría entonces el segundo entierro. Nosotros asistimos a algunas de estas ceremonias; el segundo entierro es

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que pasaba era que el hombre amenazado tenía que salir a matar algún animal salvaje, como por ejemplo, un venado. La costumbre de sacrificar ganado en un funeral tiene su origen en el cambio de la forma de vida de los indios luego de hacer del pastoreo su principal ocupación. Antiguamente, al difunto se le ofrecían otros artículos funerarios que lo ayudaran en su viaje final, como adornos y ese tipo de cosas. En la época precolombina, se colocaban muchas tumas y piedras preciosas en las tumbas. Luego, cuando la fortuna se contaba ya en términos de ganado y caballos, era obvio que al muerto lo acompañaran también parte de sus riquezas. Para el Guajiro, y en general para todos los indios, la muerte natural es algo que no existe. Si no fuera por el peligroso mundo de los espíritus y por los temibles hechiceros, la gente podía vivir sus vidas con plenitud y para siempre. La palabra guajira para enfermedad, wanuru, es la misma que para el espíritu de la muerte, y realmente significa, “él dentro de nosotros”. Del mismo modo, ellos no establecen ninguna distinción entre los espíritus de los muertos y otros espíritus.

Los espíritus de los suicidas son especialmente temidos. Como medida de seguridad, se queman la soga y el árbol utilizado, ya que la muerte es contagiosa. El fantasma del muerto permanece vagando boca abajo alrededor de la escena del suicidio, asustando en forma de llamas a los que pasan por allí. Todo el mundo evita estos lugares. Sucede que los indios, tanto los niños como los adultos, dicen haber visto a sus parientes muertos con su forma humana, pero inmóviles. Tales encuentros traen mala suerte. Si un guajiro se va a vivir fuera de la península, descansará después de la muerte en el sepulcro de sus padres. Tendrá que hacer un largo viaje después de la muerte, y si quiere llegar al reino de los muertos, deberá empezar desde el sepulcro de los suyos. Además, y este es tal vez el aspecto más importante, el ritual prescrito en la Guajira tiene que cumplirse puntualmente.

El espíritu de una persona asesinada persigue a su asesino a todas partes y lo ataca cuando ésta se enferma o se debilita, apareciéndosele en medio de alucinaciones febriles. Su presencia también constituye

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Una plañidera profesionalLa matanza diaria de animales

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un peligro para los hijos del asesino. Puede aparecerse también en forma de llama o de animal, como por ejemplo, un pájaro. Como ya lo he dicho, la casa en la que haya sido asesinado alguien, se abandona inmediatamente porque el espíritu furioso del muerto puede aparecerse en cualquier momento.

A fin de protegerse, el asesino debe someterse a severas restricciones formuladas por sus tías maternas y mujeres mayores, las cuales debe seguir por su propio bien. Se debe esconder en el monte, sin nada más que mazamorra de maíz y agua. No podrá hablar ni tener trato con nadie, y siempre deberá tener lista un arma en sus manos. El enemigo puede aparecer en cualquier momento. El asesino se corta el pelo, se pone una manta negra corta y debe dormir en el suelo boca abajo; de lo contrario, el espíritu del hombre que asesinó podría sentarse en su pecho. Es mejor si duerme poco y por periodos cortos, y se acompaña de un perro que pueda avisarle. Tendrá que evitar todo tipo de asociación con amigos y alejarse de las fiestas durante un tiempo. Si no se logra un acuerdo de pago por la ofensa con la familia del muerto, tendrá que alejarse varios años de la zona. Esto se hace para proteger al asesino del espíritu del hombre al que mató, quien lo buscará en sus lugares habituales y no lo reconocerá en las nuevas condiciones, pero también porque es una protección contra los parientes cercanos del muerto, quienes tendrán sed de venganza en la medida en que no se haya hecho el pago por la ofensa.

Montamos nuestros caballos y nos alejamos de nuestro primer funeral. Al salir del lugar, nos esperaban seis indios armados, algunos con pistolas y otros con arcos y flechas. Su misión era disparar después de que todos salieran del funeral para espantar los espíritus peligrosos que podían intentar hacerles compañía. Allí, un segundo anfitrión nos ofreció una novilla viva. Todos los invitados tenían que llevarse un animal de acuerdo con su rango. También llevábamos la carne que se había repartido en la mañana. Era aceptado que esta carne se comiera durante la ceremonia o en el camino de regreso a casa. Varias personas se despidieron y formaron

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Guerrero con flechas envenenadas La madre de un jefe rodeada de esclavas

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alegres; especialmente en la segunda ocasión, cuando el duelo no era tan intenso ni para los familiares más cercanos. A veces se formaban peleas. Cuando regresamos a casa del baile de Mauana, vimos personas que regresaban de un funeral y que estaban peleando. A veces ocurre que una persona muere durante un entierro. El difunto es llevado entonces a su propia casa y la mayoría de los invitados lo acompañan para continuar la celebración en la nueva casa de duelo.

El ritual del funeral se cumple de manera estricta y al detalle. Los niños deben aprender esto a una temprana edad y luego se les permite asistir a este tipo de ceremonias.

En los eventos más importantes, el curandero da consejos e instrucciones, así que ahora hablaremos de él.

una fila, los hombres a caballo, y la mayoría de las mujeres en burro. Recorrimos juntos un largo trayecto.

El licor aparecía a medida que aumentaba el calor, porque se había ofrecido carne y licor, y tal como creían los indios -y los criollos también- el ron era la mejor protección contra los peligros de los rayos del sol.

Un joven indio cabalgó hacia nosotros. Llevaba una túnica con un hermoso diseño e iba montado en una yegua esplendida, que lo hacía parecer de una familia pudiente. Estaba de mal humor porque había sido ignorado en la distribución de los regalos de despedida y no le habían dado siquiera un ovejo. Por esta razón, estaba muy indignado con sus negligentes anfitriones, a quienes obviamente a duras penas conocía. Pasamos al lado de un anciano que caminaba jalando a un ternero. El viejo estaba sobrio, pero no dejaba de mascullar maldiciones para sus adentros. A él también lo habían ignorado. Sin embargo, él conocía muy bien las viejas costumbres y había tomado lo que ellos habían se olvidado de darle, calculando generosamente a su favor. En términos estrictos, a él no le correspondía más que un cabrito a lo sumo, debido a su posición; pero se había apropiado de uno de los novillos de los anfitriones.

Nuestro joven amigo indio pensó que esta era una idea excelente, y cuando estábamos pasando al lado del rebaño de chivos que pertenecían a la casa del duelo, me pidió que le prestara mi pistola, desmontó y les disparó a dos chivos que recogió y montó en su yegua. No hizo caso de las protestas de los esclavos que cuidaban el rebaño, quienes obviamente no se atrevían hacerle nada a alguien tan bien vestido y que parecía una persona de alto rango. Le dijo bruscamente al esclavo que tenía a la ley de su parte. Esto puso al joven de mejor humor, y se despidió con una gran sonrisa.

Durante nuestra estadía en la Guajira nos invitaron a otros funerales. Tanto el verdadero funeral como el segundo entierro conservaban el mismo estilo. Por lo general, eran celebraciones

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CAPITULO 10

El Conjuro de los Espíritus

¿Cómo se vuelve uno piache? No por voluntad propia. Los espíritus escogen a quienes son dignos, y ellos reciben su llamado de una manera sobrenatural. El espíritu mismo del Wanuru visita al escogido, que puede ser un muchacho o una muchacha. Las mujeres guajiras son con frecuencia hechiceras. Una de ellas nos contó cómo recibió el llamado.

Inicialmente, ella vio caer estrellas fugaces delante de sus ojos, una lluvia de oro; todo se oscureció después y ella se hundió en la tierra. La primera señal suele presentarse de esta manera. Días más tarde tuvo ataques violentos de temblores, sudores fríos y vómitos. Cuando estaba en su hamaca más muerta que viva, oyó una voz que decía: “Come manilla o te morirás”. (La manilla es una especie de tabaco que los indios acostumbran masticar; lo consiguen de los comerciantes blancos, pero en su defecto, recurren a las hojas de tabaco. El espíritu siempre les ordena a las personas mascar manilla).

La familia de la muchacha salió a buscar manilla y también a un piache, quien decidiría si la muchacha realmente había recibido un llamado o no.

Otra mujer nos contó que su primer síntoma fue bastante prosaico: estreñimiento. Durante la noche, soñó que el espíritu llegaba y la conducía de la mano a un gran cultivo. Se despertó temblorosa, pero después escuchó una voz que le ordenaba comer manilla. Ella se recuperó completamente después de masticar tabaco. Su madre, que era piache, comenzó inmediatamente a instruirla en su oficio.

Después de los llamados viene el aprendizaje. El tabaco mágico

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simplemente que el alma salió de su cuerpo. Otras características propias del futuro curandero o practicante son las alucinaciones y el estado de catalepsia.

No es posible evitar el llamado para ser un piache una vez haya sido confirmado por el adivino o por un piache. La persona elegida debe aprender la profesión y practicarla. De no ser así, la muerte la estará esperando, porque el espíritu no aceptará que sus decisiones sean ignoradas.

A menudo ocurre que los padres no tienen con qué mandar a buscar a un piache, porque los que aceptan este encargo tendrán que recibir un collar de cuentas de oro. Esto significa normalmente que la familia del aprendiz tendrá que buscar ayuda entre sus familiares para pagar el servicio. Cuando llega el piache, examina al candidato y le introduce manilla en la boca. Cuando ve que está empezando a hacer efecto, entona una canción monótona. Tan pronto termina, el aprendiz debe proclamar su deseo de convertirse en piache y ofrecer la garantía. Ha sido escogido por el espíritu, pero todavía no sabe nada. Entonces comienza el aprendizaje.

El piache se encierra con el novicio en un rancho cómodo, y deben permanecer un mes o más allí, aislados del mundo. Al aprendiz no se le permitirá ver a nadie durante este tiempo. Nadie podrá entrar ni interrumpir la sesión de espiritismo. El piache se sienta en su delgada silla de madera, esculpida con la forma de un animal. Lleva una capa de lana y coloca otra similar en la cabeza del aprendiz. Empieza a entonar canciones acompañado de sonajeros, y a hacer todo tipo de gestos, movimientos y conjuros, que emplea para invocar a los espíritus. La instrucción continúa día tras día, algunas veces incluso en las noches. El aprendiz tiene que seguir una dieta especial. El maíz tostado es lo que se prescribe normalmente para estas ocasiones. Los espíritus aparecen de manera esporádica y hablan con el aprendiz, estimulándolo tras mostrarle las grandes ventajas que tiene un piache, y lo valiosos que son los regalos que recibe.

parece tener un gran significado para las mujeres y hombres que se preparan para ser curanderos, incluso los que ya han terminado el entrenamiento. Los curanderos de Suramérica hacen gran uso del tabaco y en un principio estaba reservado casi exclusivamente para ellos. Mascar tabaco puede producir intoxicación, a través de la cual un hechicero entra en estado de éxtasis. Por supuesto, la nicotina tiene un efecto violento en los niños a quienes el espíritu les ordena comer manilla, y no es muy fácil decidir si los síntomas producidos por los llamados se deben al abuso del tabaco o a otra razón. Se dice que todos los que reciben el llamado para ser piaches siempre se enferman. Los indios están muy convencidos de que los sueños tienen un gran significado para sus acciones. Mientras están dormidos, reciben instrucciones que con frecuencia no pueden llevar a cabo. El joven o el niño que ha recibido el llamado, recibe la revelación durante el sueño o en un estado particular de histeria. Los indios piensan que están poseídos por el espíritu, y que el piache por el cual enviaron es el que tiene que decidir si el espíritu realmente los ha visitado o no. Si no es posible encontrar un piache de inmediato, entonces se las tendrán que arreglar con un adivino, un outschi, que aunque no es propiamente un curandero, por lo menos puede “fumar tabaco”; es decir, puede predecir acontecimientos futuros, encontrar animales extraviados, etc. Casi siempre son bien pagados. El outschi agita un tizón prendido en el aire mientras fuma intensamente un cigarrillo –¡otra vez el tabaco mágico!– y los trazos del humo le dicen lo que él quiere saber. Puede confirmar simplemente que ha tenido una revelación verdadera, que el espíritu visitó y entró en el muchacho o la muchacha. Un adivino no va más lejos que esto, pero les da a los padres la seguridad reconfortante de que el piache, cuando sea invocado en algún momento, no vendrá en vano. El piache no tiene ningún problema con que un adivino haga un diagnóstico. Los ataques que sufre el aspirante tanto en la selección, como cuando se convierte en alguien completamente calificado, lo llevan a un estado de trance. Es común que el cadáver de un piache no sea enterrado hasta tres días y tres noches después, para estar completamente seguros de que está muerto, y no

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Después de algunos meses, el aprendiz está listo para el examen. Se preparan entonces grandes cantidades de chicha de maíz y se mandan invitaciones.

Mientras los invitados están tomando y bailando, el aprendiz está sentado y aparte, practicando. El espíritu llega y le ordena que mande a buscar una bestia de cierto color y de pintas muy específicas, que habrá de ser sacrificada al espíritu. Cuando esto se realiza, y debe realizarse, el espíritu pide collares de cuentas de oro –de uno a diez-, que tendrán que ser colgados en la choza del aprendiz. Cuando se han conseguido estos collares con la ayuda de los familiares –muchas veces prestados– el espíritu se declara satisfecho y les informa que el aprendizaje ha terminado, y ya podrá empezar a practicar. Pero, agrega el espíritu, no podrá tener relaciones íntimas con mujeres, ¡ni siquiera con la esposa!

El espíritu no sólo ha aceptado al aprendiz como piache, sino que también ha entrado en él, lo ha poseído y lo acompañará durante todos sus rituales de magia. Un piache carece de importancia personal, pero cuando el poderoso espíritu lo invade, el piache se convierte en un auténtico espíritu. Cura al enfermo exclusivamente por medios sobrenaturales con la ayuda de los espíritus. No sabe nada de la verdadera medicina. Según la manera de pensar de los indios, no existen causas naturales para la enfermedad y la muerte, lo cual se atribuye completamente a los espíritus malignos.

Cuando se convoca a un piache para curar a una persona enferma, se le debe dar un collar de oro y otros objetos de valor. Él llega con dos maracas, el instrumento más usado entre los indios de Suramérica, y una butaca con forma de animal. Si fuere necesario, se sienta en cualquier taburete. Uno de sus instrumentos mágicos es un sonajero elaborado con pequeñas bolitas parecidas al excremento de chivo, preparadas por un yerbatero para llamar a los espíritus.

Mientras el piache esté en trance, todo el mundo deberá guardar silencio; de lo contrario, el espíritu se asustará y abandonará el

Un día, el espíritu anuncia que el primer período de la instrucción ha terminado y el novicio ya está listo para el examen. Se trata de un examen intermedio, porque la instrucción no ha terminado. Hasta el momento, sólo ha aprendido algunos conjuros y canciones mágicas, y aún no sabe nada de hierbas y venenos. (El conocimiento de las hierbas medicinales es común a todos, por tradición familiar). Las canciones, los gestos y los conjuros son repetidos por el aprendiz hasta aprenderlos correctamente.

Durante este periodo de confinamiento, el aprendiz siempre estará mascando tabaco, y los espíritus se le aparecen durante los periodos de intoxicación nicotínica. Después del primer examen, el aprendiz recibe una diadema y una maraca como símbolos de su nueva dignidad.

La familia del aprendiz debe entonces organizar un baile y sacrificar chivos y ovejos. Se realiza una chichamaya durante uno o dos días con sus noches. Los participantes en la ceremonia llevan el rostro pintado. Se sacrifican animales y se ofrece licor a los que participan en el baile durante la noche. Después de esto, los bailarines pueden comer. Sin embargo, nadie podrá tocar la carne hasta que no esté servida y envuelta en hojas, tal como lo han dispuesto los espíritus, y hasta que no haya sido ofrendada por el piache, que escupe jugo de tabaco y realiza conjuros sobre ella.

Como el aprendizaje no ha terminado, se vuelve a encerrar al aprendiz, apartándolo del mundo. Viene ahora un período de instrucción en el arte de mascar tabaco, es decir, cómo, cuándo y dónde se debe hacer, y cuáles son las maneras correctas de invocar a los espíritus, de curar enfermedades, de producir lluvia, de proteger el ganado, de poner fin a las epidemias, y de muchas otras cosas que un curandero debe ser capaz de hacer. El piache le transfiere su espíritu al aprendiz, y lo exhorta a no intentar curar adultos, y practicar antes con niños. El espíritu también prohíbe las asociaciones eróticas.

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por ríos azules; un prospecto glorioso desde el punto de vista del Guajiro. Al parecer, los espíritus están hablando aquí del cielo especial de los piaches. Los indios comunes y corrientes tendrán que contentarse con un paraíso menos exuberante. Si el paciente se recupera, el piache ordena un baile de chichamaya. La chicha de maíz para estas ocasiones se prepara ya sea masticando o agregando panela, azúcar cruda. Los asistentes se reúnen tan pronto el tambor, el único instrumento, empieza a sonar. Nadie está invitado; la gente aparece por voluntad propia. En las casas pudientes les regalarán ganado, y sacrificarán una o dos vacas para la ocasión. Todo esto se hará con las mejores galas. El baile durará un día o más, según lo ordene el piache. Éste lava entonces a su paciente, quien debe permanecer encerrado.

Cuando un niño se enferma, los parientes suelen consultarle a una vecina aficionada a la adivinación para que encuentre la causa de la enfermedad. Resulta más barato pagar por un servicio de esta naturaleza que contratar a un adivino profesional o a un piache. Con frecuencia, la anciana quemará al niño con agujas o puntas de flechas candentes, que en ciertos estados mentales anormales pueden producir una conmoción benéfica. La mujer acostumbra responsabilizar a algún animal de trasmitir la enfermedad. Hay un pájaro al que se le considera especialmente peligroso, que propaga la bronquitis y la gripa cuando vuela sobre una choza, y que ataca principalmente a los niños. La enfermedad de un niño se atribuye con frecuencia a algo que le ocurrió a la madre durante el embarazo. Si a un niño le duele el estómago, la adivina dirá que esto se debe a que el espíritu comió parte de la comida de la madre antes de que el niño naciera. Para remediar esto, se queman plumas de pato y se untan las cenizas en el trasero del niño. En otras circunstancias, se dirá que se debe a que un zorro ha husmeado algo que la mamá comió posteriormente. En este caso hay que matar un zorro y darle al niño una porción de su carne asada, al tiempo que se le soba el trasero con uno de los huesos de éste animal. El niño se mejorará si la mujer tenía razón con respecto al zorro. A estas mujeres se les considera charlatanas, incluso a los ojos de los indios; sin embargo,

cuerpo del piache, quien caerá al suelo en medio de convulsiones y se enfermará. El piache mastica tabaco todo el tiempo; cubre el cuerpo del paciente con su saliva mágica, y con frecuencia, también las paredes y el techo del rancho. Entona una canción, invocando al espíritu, y chupa las partes enfermas del cuerpo del paciente, extrayendo así la causa de la enfermedad: flechas con espíritu venenoso que han sido disparadas al cuerpo de la persona enferma.

Normalmente, el piache se queda a solas con su paciente, pero algunas veces dejará que algún pariente cercano esté presente para ayudar. Las canciones que el piache entona hacen referencia a la manera en que su propio espíritu está buscando por todas partes el espíritu del paciente. El demonio de la enfermedad se ha ido con él y lo mantiene prisionero. Cuando el demonio es encontrado, se le obliga a liberar el espíritu del paciente en lugar de rescatarlo a la fuerza. Por este trabajo el piache pide ganado, chivos u ovejos con marcas y ornamentos especiales, mantas, etc.

Si le traen ganado, entonces lo amarra detrás de la choza donde se está realizando el ritual; si son ornamentos, deberán ser entregados al piache.

Si el piache no recibe lo que pide –o mejor, lo que el espíritu exige–, sufrirá ataques que le impiden continuar el tratamiento. Si el paciente se recupera, el piache se queda con los obsequios en nombre del espíritu; pero si el paciente muere, tendrá que irse con las manos vacías. A veces, sin embargo, él pide quedarse con el pago bajo diversos pretextos, y amenaza con que el espíritu podrá enfurecerse, etc.

El piache observa a su paciente detenidamente durante el tratamiento. Es probable que el curandero vea que el paciente tiene pocas esperanzas de recuperarse y entonces lo declarará condenado.

Durante estos rituales, los espíritus suelen hablar con el piache acerca del futuro. Le cuentan que en otra vida llegará a una tierra con muchos poblados que nunca había visto, a un territorio bañado

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tiene que liberarse para empezar a vagar. Digamos que tiene que buscar una vaca robada. El espíritu liberado sigue las huellas de la vaca hasta encontrarla y decide entonces su paradero. Como dije, un piache no trata a un paciente si está seguro de que no tiene cura. Con frecuencia, se da cuenta de esto al usar un tizón: si se apaga, no hay esperanza. Los adivinos más cuidadosos estudian las diferentes formas que adquiere la llama, las cuales tienen mucho significado para el iniciado.

Así como entre nosotros existen muchos aficionados, especialmente mujeres ancianas, que tratan de predecir el futuro o de descubrir las andanzas de una persona. Supongamos que una mujer desea saber dónde está su marido que salió de viaje, y cómo le está yendo. Ella toma un cigarro primitivo que se usa en la península, lo enciende y lanza un conjuro, pidiendo que se muestre lo que ella quiere saber. Si la ceniza se vuelve negra, es porque su esposo se ha enfermado de gravedad; si la punta roja chisporrotea es porque su esposo va a conseguir oro, es decir, dinero. Otro tipo de signos revelarán que el hombre está con otras mujeres. Eso puede ocasionarle serios problemas al hombre cuando vuelva a casa.

Los curanderos tienen algunos espíritus guardianes o protectores que le aconsejan, pero que también piden remuneración por sus servicios. También le advierten sobre la presencia de enemigos. Cada piache tiene siete u ocho espíritus de este tipo, y cada uno se invoca con una canción especial. Al demonio de la lluvia, Mareiwa, se le invoca con una canción llamada Fumayule, mientras que al demonio de la enfermedad y la muerte, Wanuru, se le llama con un Jirarai. Wanuru es el nombre que tienen todos los espíritus de los muertos, los cuales son numerosos y se pueden contar entre varios grupos de espíritus; y siempre que Wanuru actúe como un espíritu guardián o protector, sin duda alguna lo hará en representación de las almas de los curanderos muertos.

Un piache, conocido por ser un hábil hacedor de lluvia, nos contó que cuando necesitaba consejo para hacer lluvia, se iba al

es a ellas a quienes primero acuden.

Si se enferma un animal, se manda a buscar inmediatamente al piache. El ganado se encierra en un corral y el piache empieza a bailar alrededor y en medio de ellos usando su capa especial, con el torso desnudo, y tocando sus maracas, entonando conjuros y escupiendo zumo de tabaco sobre los animales. Días más tarde, el tratamiento concluye con una chichamaya.

El guajiro, por supuesto, cree en los sueños. Durante el sueño, el espíritu se libera y aprende cosas de las que no tiene idea cuando está despierto. Por esta razón, se considera algo peligroso desestimar los avisos y las cosas con las que uno ha soñado.

Un piache le da mucha importancia a sus experiencias con los sueños y sabe cómo interpretarlas. Si sueña que una culebra muerde a alguien, significa que esa persona será alcanzada por una flecha envenenada; si ve fuego en el sueño, eso indica fiebre, mientras que una lluvia violenta denota la muerte de un indio rico. La sangre en un sueño también significa muerte, y el sacrificio de un animal significa que una persona de la misma edad o sexo va a morir. Si el piache sueña que un enemigo intenta matar a una persona en especial, corre a avisarle para que se proteja. En ese caso, hay que matar a un animal de cierto color y bañar al individuo amenazado con su sangre –para evitar que derrame la suya– y después se organiza un baile de chichamaya.

Los acontecimientos futuros se pueden predecir no sólo a través de los sueños. Existe un tipo especial de adivino: ya hemos mencionado al outschi, quien hace profecías sin ser piache. Muchos piaches auténticos también hacen pronósticos, pero este no es su verdadero territorio. Los indios creen en el piache más que en el adivino común y corriente. “El piache siempre tiene razón”, es lo que dicen.

Los adivinos también agitan tizones ardientes en el aire durante sus rituales, o cigarrillos prendidos o, algunas veces, observan el filo de un cuchillo. Cualquiera que sea el método, el espíritu del adivino

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menstruación. Ningún piache podrá comer la carne de los animales que ha recibido como pago por sus servicios. Estos, así como otros regalos, no los podrá disfrutar, pero se los podrá dar a sus hijos. Tampoco podrá comer la carne de los animales sacrificados en los funerales o en otras ceremonias. Mientras esté invocando o conjurando a los espíritus, tendrá que restringir su dieta a mazamorras de maíz.

Un piache podrá curar a otros, pero no a sí mismo. Algunas veces podrá recibir una pequeña ayuda de un espíritu amigo; pero si se enferma gravemente, llamará a un colega, que realizará entonces el ritual acostumbrado. Cuando un piache muere, su diadema, su sonajero y otras pertenencias, se cortan y se entierran en un lugar remoto y secreto. El alma de un piache muerto vaga como la de cualquier difunto, y se apega con frecuencia al sepulcro, pero nunca está sola porque siempre estará acompañada de su espíritu guardián. Ambos podrán ayudar después a un nuevo piache.

Al curandero se le convoca a su oficio por medio de la revelación, sin importar su sexo, posición social o edad. Las mujeres han sido magas en la Guajira desde tiempos remotos, tal como se muestra en sus mitos. El piache pertenece a dos mundos: al de los hombres y al de los espíritus. No se le ha escogido para ninguno de los dos, y por lo tanto, deberá permanecer en ambos. Es el intermediario entre estos dos mundos, pero hoy en día su influencia ha menguado. A medida que la civilización entra a la península, su papel se vuelve cada vez más precario.

El primero y más grande piache fue Umaralá, de quien los indios cuentan lo siguiente:

En el pasado había muchos piaches que pedían mucho pero hacían muy poco. Umaralá hizo sus curaciones con remedios y con canciones secretas acompañadas de su maraca. Perdió a su madre cuando era niño, pero su tía materna lo adoptó como su propio hijo y compartió todas sus posesiones con él. Ella era piache y lo adoraba

cementerio a hablar con el espíritu de su hermano muerto, quien había sido mucho más hábil que él en estas cuestiones. Cuando un piache tiene que hacer lluvia, se sienta en su silla especial, masca tabaco, toca sus maracas y mueve rítmicamente la cabeza y el torso. Después empieza a cantar en un tono alto, invocando los espíritus y pidiéndoles que traigan la lluvia, porque la gente la necesita y no quieren morir de hambre. De vez en cuando sale y baila alrededor de las chozas, alejando los espíritus que no dejan caer la lluvia.

Muchas veces los indios tratan de hacer caer lluvia sin la ayuda de los piaches, tocando tambores por la noche y disparando balas y flechas a las nubes. El tambor imita al trueno y entonces, de acuerdo con las leyes de la magia, produce tormentas. Los disparos alejan a los espíritus que no dejan a la nube dispensar la lluvia. Lo mismo hacen en los eclipses de sol, cuando todos estallan en lágrimas y disparan al cielo para alejar a los espíritus malvados que no lo dejan brillar. El espíritu de un piache no interfiere en sus actos mágicos, porque emplea espíritus auxiliares para esta tarea. El espíritu de un piache sólo se activará después de su muerte, pudiendo ayudar a otros piaches.

Un piache tiene que someterse a ciertas restricciones de dieta y vida amorosa. Nunca podrá tener relaciones extramaritales y el coito será restringido incluso con su propia pareja. Una mujer piache no podrá pasar toda la noche con su marido, pero le podrá hacer visitas rápidas, lo más cortas posibles; no podrá dejarse acariciar por él, y deberá quedarse muy quieta e indiferente durante el coito. De no ser así, su espíritu guardián se pondrá celoso y furioso, y le causará problemas. Preferiblemente, ella no debería tener niños. Los espíritus le pueden mostrar algunos trucos mágicos para evitarlos, pero si llega a quedar embarazada, podrá contar con la ayuda del espíritu relacionado con esta labor. A los hombres piaches tampoco se les permitirá tener relaciones amorosas; sólo encuentros rápidos, casi casuales. No se podrá demostrar ningún tipo de afecto real.

Una mujer piache no puede practicar sus artes durante la

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como cuando estaba viva y le dijo:

“Regresa a Jarará, recoge mis maracas y mi capa, visita a los enfermos y trátalos como lo hice yo. Sólo así encontraras el verdadero camino. Y debes cambiarte el nombre. De aquí en adelante te llamaras Umaralá”. (Anteriormente era conocido como Paurala).

Umaralá le obedeció. Empezó a invocar a los espíritus y a curar a los enfermos, y pronto su nombre fue conocido en toda la Guajira por sus proezas. Una vez se enfermó la madre de una familia rica. Consultaron con varios piaches, pero ninguno la pudo curar. Al final, decidieron visitar a Umaralá en la serranía de Jarará. Los emisarios tuvieron que viajar dos días y dos noches para llegar a la casa del famoso piache. Allá encontraron a un viejo ocupado hilando fibras de agave. Les preguntó que buscaban, y ellos respondieron que los habían enviado a hablar con el piache Umaralá para pedirle que se encargara de una mujer que llevaba mucho tiempo enferma.

“Le daremos un collar de cuentas de oro para que no pueda negarse, además de una espléndida mula para el viaje”.

“Yo soy Umaralá”, dijo el anciano, “y no necesito una mula ni aceptaré su collar hasta que haya visto y curado a la enferma. Pónganse en marcha que yo los seguiré inmediatamente. Tan pronto lleguen, díganle a todo el mundo que tienen que abandonar la casa donde está la enferma y que ella debe pasar la noche sola”.

Los emisarios volvieron con este mensaje. La mujer estaba más enferma que nunca. Las instrucciones de Umaralá se cumplieron y dejaron sola a la paciente. A medianoche se oyeron los sonidos de los cascos de un caballo. Alguien galopaba hacia la casa de la enferma, y después oyeron el sonido de un canto y el murmullo de las maracas. Hacia el amanecer, los sonidos de los cascos se volvieron a escuchar. Al otro día la mujer estaba recuperada y pudo vivir una larga vida.

Una mañana, cuando el esclavo llegó a la casa de su amo, lo encontró

profundamente. Vivían en el distrito Jarará, y él la acompañaba en los viajes de su oficio, en los que él escuchaba todas sus canciones y conjuros.

Umaralá se enfermó un buen día, pero no fue el único. Una epidemia se esparció por toda la Guajira y atacó principalmente la serranía de Jarará. Él se mejoró con las curas de su tía, pero después recayó y cada vez se puso peor. Perdió el poder del habla, la conciencia temporalmente, y le dieron convulsiones, mientras su tía perseveraba en su magia con la esperanza de prevenir su muerte. Escuchó con asombro la conversación que su tía tuvo con un espíritu durante los conjuros. El espíritu, que respondió con reproches a sus súplicas, no era otro espíritu que el de Jirarai, y el muchacho pudo escuchar muy claramente:

“Tú o el muchacho tendrán que morir”.

La tía se dio cuenta de que la situación era crítica y entonces –no antes, por desgracia-, invocó a Jumajule, uno de los espíritus buenos que solían ayudarla. Desgraciadamente, Jumajule no pudo hacer nada. No pudo desalojar el espíritu que ella había invocado en su presencia. La tía no tuvo otra alternativa que la de entregarse a Jirarai para poder así salvar la vida de su querido hijo adoptivo. Puso sus maracas en el pecho del muchacho y cayó al suelo sin vida.

Umaralá se levanto y la tomó llorando en sus manos. El único esclavo que había sobrevivido a la epidemia también lloró con él. Enrollaron el cuerpo en una piel de buey y lo llevaron a uno de los cementerios del clan, donde descansaban sus parientes más cercanos. Desilusionado y deprimido por la muerte de su tía y por los azotes de la epidemia entre su gente, Umaralá se alejó del mundo, encerrándose en una cabaña cerca del sepulcro de su tía, alimentándose de las frutas y raíces que podía recoger. De vez en cuando visitaba a su fiel esclavo, cuyos servicios ya no necesitaba después de la muerte de su tía. Todas las tarde iba al cementerio y encendía un cirio en su tumba. Una tarde, la vieja se le apareció

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Entonces, Jururiana hizo que lloviera.

Este hacedor de lluvia desapareció, aunque nadie supo cómo. Otros piensan que Jururiana rejuveneció, y que el jefe mandó por él y descubrió que no podía hacer llover, que era un impostor; así que fue expulsado en medio de insultos y se sintió agradecido de poder escapar con vida.

Incluso en la época en que los piaches tenían una gran reputación, en más de una ocasión los guajiros recurrían a la ayuda de los famosos curanderos de la Sierra Nevada de Santa Marta, los llamados mamos, en quienes creían muchos criollos. Un guajiro que lograra hacer esto, tendría que llevar allá al enfermo, o en su defecto, un traje u ornamento que hubiera usado éste. Los curanderos de las montañas usaban estas cosas para hacer el diagnóstico de la enfermedad, y el mensajero regresaba entonces con una pócima de hierbas. Las plantas benefactoras eran partidas y preservadas en licor. A la gente le gustaba conseguir este tipo de medicina, especialmente antes de un parto; se mezclaba en el agua del baño del bebé y la madre tomaba un trago. El efecto dependía de los poderes mágicos de las plantas usadas.

Los mismos guajiros empleaban ciertas plantas como medicinas. Algunas veces eran realmente efectivas, pero en general era sólo una cuestión de creencias. Una planta con mucha savia lechosa, por ejemplo, era la indicada para colocarla en los pechos de la madre si le faltaba la leche. Los poderes que poseían los indios de la Sierra Nevada se atribuían al hecho de que ellos poseían el secreto para invocar espíritus especialmente poderosos, cuya esencia impregnaba también las medicinas herbales que la gente recibía de ellos. El efecto de las hierbas venía entonces de los espíritus que residían en ellas. Las bebidas embriagantes actuaban a través de los espíritus liberados en el proceso de la fermentación; ésta era la creencia arraigada entre los indios.

Los guajiros creían en presagios y en agüeros. Ciertos animales

listo para salir en una mula espléndida. Iba muy bien vestido y llevaba sus maracas colgadas del sillín. El esclavo le preguntó adónde iba y el amo respondió que estaba esperando a unos hombres con quienes iba a emprender un largo viaje. Uno de ellos era de la Macuira y el otro de Parashi. En ese momento aparecieron dos hombres a caballo. Umaralá se despidió de su esclavo y le dijo que no se volverían a ver en este mundo sino en el próximo, y emplazó al esclavo a no decir nada de lo que había visto u oído, porque de otra forma moriría. El esclavo se quedó solo en la choza, conmovido y triste. Vio a los caballos desaparecer en dirección al cementerio que Umaralá visitaba con tanta frecuencia. El esclavo los siguió. Oyó el canto fúnebre, pero no vio a nadie. Era Umaralá, lamentándose con sus amigos en la tumba de su tía. El esclavo volvió a casa y enfermó gravemente. Contó lo que había visto y oído, y murió inmediatamente después.

El esclavo había notado que el hombre de Parashi que acompañaba a Umaralá estaba vestido con una piel de venado. Este hombre vivía en una choza pequeña y tenía el poder de transformarse en un venado. Algunos indios ya lo habían visto y reconocido. Él hacía y vendía hamacas y otras cosas hechas de fibra.

El hombre de la Macuira que estaba con Umaralá se dedicaba a curar enfermos. Usaba hierbas y raíces en algunos casos, y en otros curaba con la punta incandescente de una aguja de hierro. También era adivino y podía hacer lluvia. Su nombre era Jururiana.

Una vez, una larga sequía hizo emigrar a mucha gente de la Macuira hacia las sabanas. El hambre llegó a las montañas. La gente ya sabía que Jururiana podría hacer lluvia, y cuando llegó a un lugar llamado Chamaro, la gente lo rodeó Al final, para obligarlo a que hiciera llover, lo ataron a un palo bajo el sol y le dijeron que no lo soltarían hasta que no trajera la lluvia. Así lo hicieron. Dos horas más tarde cayó un aguacero. El jefe -Juanito Epiayú era un buen amigo de Jururiana, y varias veces, en épocas de sequía, lo había invitado a bailar en medio de mucho trago y competencias.

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presagiaban el infortunio o la muerte. Un tigrillo que aúlla fuera de una casa en la noche, un murciélago que lo persigue a uno en la oscuridad, o bien una culebra detrás de la casa, eran augurios de problemas y pesadumbres. Los indios le prestaban una atención muy especial al comportamiento de ciertos pájaros y lo interpretaban como una señal de la llegada de visitantes, de la inminencia de algo desagradable, etc. Cuando pensaban que habían tenido uno de estos presagios, normalmente llamaban a un piache o a un adivino para confirmarlo.

Dejemos ahora a los curanderos, porque ya es hora de volver a nuestros viajes.

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Pueblo guajiro en Maracaibo

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CAPÍTULO 11

Los Bandidos de los Cusina

La vida es un asunto difícil, por no decir cruel, en la Guajira. Tuvimos que estar en guardia continuamente, en mayor o en menor medida, y nunca tuvimos un minuto para nosotros mismos. Estábamos continuamente rodeados de indios que iban y venían, queriendo vender, comprar, intercambiar, lamentarse e inspeccionar todas las cosas que llevábamos. Nos gustaban los indios, pero no dejábamos de tener la sensación de estar en peligro.

Estábamos listos para ir a la Serranía de la Macuira y conocer el resto de la Guajira. Ahora teníamos una mejor caravana, aunque los animales estaban flacos. El padre Crispín me había ayudado a comprarlos. Francisco Ipuana venía con nosotros como sirviente, si es que podemos llamarlo así. No era sagaz ni osado, pero al menos era un hombre leal y de confianza. Los monjes le habían recomendado que nos ayudara, y eso fue suficiente para él. Él mismo nos recomendó a otro indio joven que no hablaba una palabra de español y a quien llamábamos José. Tuvimos que aprender un poco de guajiro y, además, teníamos a Francisco, que nos servía como intérprete. Salimos también con otros dos indios, pero no llegaron sino hasta Castilletes, en la costa sur de la península. Queríamos viajar a lo largo de la costa desde allí, hacer una pequeña excursión a Venezuela, y después cruzar la península de sur a norte para volver a Riohacha, de donde habíamos salido.

Nos dio mucha tristeza cuando nos despedimos de los monjes y monjas tan amigables, y el padre Salvador nos dio su bendición, a pesar de lo heréticos que éramos. Teníamos una buena compañía de indígenas. Había un indio rico, quien iba con todas sus pertenencias y su familia camino a un funeral. Francisco me susurró que no se sabía que hubiese ocurrido nada malo en su clan. El camino

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que atravesaba la serranía era muy accidentado y a veces teníamos que bajarnos de las bestias y caminar. De vez en cuando nos encontrábamos con otros indios; los pudientes iban en sus mulas, los pobres seguidos por mujeres semidesnudas que llevaban cargas. Los hombres llevaban muchas flechas. El camino tenía fama de ser inseguro. El líder de cada una de estas caravanas recibía un poco de tabaco. Supimos que venían de un funeral, que evidentemente era de gran importancia e iba a durar varios días más. Nuestro acompañante, el indio rico, nos contó que esperaba llegar a la casa del difunto en seis días. Él creía que nosotros también deberíamos ir, pero el lugar se salía bastante de nuestra ruta, y ya habíamos tenido suficiente con las festividades indias.

Francisco había viajado con el padre Crispín y conocía la zona. Nos advirtió que si al atardecer encontrábamos un rancho con una palizada de cactus donde viviera gente amigable, deberíamos pasar la noche allá. Pudimos haber avanzado más, pero según Francisco, los indios que iban con nosotros camino al entierro no habrían sido bien recibidos en esa casa. Nunca supimos las ventajas y desventajas de las amistades y enemistades de los indios.

En la ranchería, cambiamos un pedazo de panela por un ovejo. Nuestros hombres y animales ya estaban cansados. Se nos estaban agotando rápidamente las provisiones y el agua era salobre. Los indios se levantaron antes de que cantara el gallo, como siempre, y los dejamos que prepararan las mulas. Pensábamos que si llegaran a Castilletes, nos podrían conseguir provisiones y agua decente de alguna casimba, pues se nos habían agotado casi totalmente. Pero el lector atento se preguntará: ¿y qué del ovejo al que cambiamos por la panela? Desapareció la misma noche que lo compramos. Nuestros huéspedes lo compartieron tan generosamente con nosotros como si fueran nuestra propia familia. Todo desapareció: la sangre, los intestinos, todo. Cuando no quedaban sino los huesos, los cogieron, los partieron, y se chuparon hasta el tuétano. Después, las mujeres recogieron los pedazos para hacer caldo. El ovejo nos había costado el equivalente a 45 peniques. Nuestros recursos eran

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La magia peligrosa del hombre blanco: la cámara fotográfica

Indios con un chivo robado cerca de la serranía de Cusina

Campamento indio con cerca de cactus

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limitados, pero con semejantes precios podíamos pagar al menos la comida de nuestros hombres. La dificultad radicaba en conseguir víveres. Los indios sabían apretarse el cinturón y prepararse para pasar largas jornadas sin comer, aunque, naturalmente, tenían que comer algo de vez en cuando.

Llegamos a la costa de Castilletes ese mismo día. Era un lugar completamente desértico, árido, lleno de dunas y surcado por canales de agua salada. Nos encontramos con un caballo enjuto, una pobre bestia que, obviamente, se había extraviado y que ahora estaba buscando desesperadamente agua en lugares donde no había nada. Se detuvo y bebió agua salobre. Debía estar agonizando y el gesto más amable que podíamos haber hecho era dispararle, pero eso nos habría costado mucho. Su dueño nos habría pedido una compensación irracional. En su lugar, los indios se acercaron a mirar qué marca de clan tenía para informarles a sus amigos en Castilletes. Las noticias se propagan rápidamente entre los indios. Es posible que el dueño no sacara mucho provecho de su caballo porque lo que quedaba del animal no valía gran cosa, pero él siempre sabía dónde estaba.

Francisco no tuvo problema en llevarnos a Castilletes. Había estado muchas veces allí, incluso con nuestro conocimiento, cuando se fue a buscar oro, porque estábamos esperando una transferencia de dinero de Caracas y llegó en forma de monedas de oro y plata americanas, venezolanas y colombianas que circulaban en la Guajira, aunque los indios no utilizaban esas denominaciones.

Había, por supuesto, un cierto riesgo en cruzar la Guajira con varios centenares de monedas de oro desde un puerto de esclavos como Castilletes, donde existía una buena cantidad de personajes oscuros. Sin embargo, empacamos el dinero en las cajas de las placas fotográficas, y el mismo velero de Maracaibo trajo algunas cajas para los monjes, a quienes también estaba destinado nuestro dinero. Estos paquetes no les interesaban ni a la policía ni a la aduana. Francisco se fue en un caballo flaco; se había puesto una

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Las mujeres guajiras son robustas y de fuerte complexión

Guardia fronterizo -Paraguaipoa

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Este hombre se sentía orgulloso porque sabía leer y escribir. Los monjes evidentemente eran muy buenos clientes, y debido a eso, nos dijo, nos daría los mismos precios que les daba a sus amigos. Todo el mundo decía lo mismo, pero lo que nos hizo pagar fue mucho más de lo que calculábamos, porque tuvimos que dejar incluso un burro como pago, que realmente necesitábamos.

Venezuela es un país caro, y esta tienda no tenía competencia. No había nada que hacer. Traté de regatear el precio y le dije que necesitaba hacerlo para poder comprar otro burro, pero después me dijo que no valía la pena tener animales en Castilletes. Si hubiera tenido un burro para vendernos, seguramente la historia habría sido muy distinta.

Sin embargo, Francisco me susurró al oído que seguramente podríamos conseguir un burro en el camino a cambio de una de mis pistolas, que aunque muy difícilmente daban en el blanco, al menos hacían un ruido estrepitoso y soltaban una gran humareda, que era lo que más apreciaban los indios de un artefacto de esta naturaleza.

Necesitábamos un burro -que nunca conseguí- para llevar el maíz, que era el alimento de los otros animales. Tuvimos que cargar el maíz nosotros mismos porque de otra de manera los animales se habrían muerto de hambre en el camino, causándonos un gran problema. Los criollos alimentaban siempre a sus caballos con maíz, del mismo modo que nosotros lo hacemos con avena; pero muchos animales guajiros de las zonas donde había pasto nunca habían comido maíz y éste era el caso de algunos de nuestros animales. Para poder acostumbrarlos al alimento, tuvimos que mezclar el maíz con panela, para que se lo pudieran comer.

Cuando terminamos la compra, el tendero quiso ofrecernos refrescos. Teníamos dos opciones, una gaseosa roja que parecía un veneno, y unos licores que estábamos seguros de que eran venenosos. Escogimos la gaseosa cuando vimos que era norteamericana y, por lo tanto, el agua con la que había sido elaborada supuestamente no

chaqueta rota y un par de pantalones raídos y sucios para que no sospecharan que llevaba grandes sumas de dinero y para que su caballo no fuera tampoco una tentación de robo. Todo había salido bien, Francisco no estaba nervioso, aunque nosotros si lo estábamos un poco. Castilletes era el único lugar de la península donde había vivido gente blanca y adonde llegaban frecuentemente. Los veleros venezolanos los llevaban allá. La frontera entre Colombia y Venezuela pasaba en medio de las casas, que en aquellos días eran casi una docena. El paisaje circundante era completamente estéril y nada podría cultivarse allí, de tal manera que Castilletes dependía completamente de los suministros de Maracaibo. En los días que llegaban los barcos, los habitantes del lugar tenían que cederle su escasa provisión de agua dulce a la tripulación, porque si el viaje se había retrasado un poco, seguramente también se habían acabado las provisiones del barco. No sé por qué no cargaban más agua, sabiendo que en Maracaibo abundaba el agua dulce. En esta parte del mundo la gente no es previsiva sino que toman cada día como llegue. Muchas veces no había ni agua para preparar el café, el cual es más importante para los criollos que para nosotros.

Llegamos en el momento de la siesta y nos fuimos inmediatamente a la tienda que estaba en el lado venezolano de la frontera –para evitar problemas con la aduana-, nos dijeron. Nunca vimos a un oficial de aduana, pero algunas veces llegaba alguno con la tripulación del velero. Yo tenía una carta de los monjes para el dueño de la embarcación, y creyendo, como cualquier extranjero ignorante, que era urgente, me bajé de la mula en la tienda, me apresuré a la puerta medio abierta y entré rápidamente. El tendero estaba durmiendo en su hamaca, tenía un rifle a su lado y un revólver en la cintura. Se paró como un rayo, cogió su rifle y me observó un momento, y a mi esposa -que acababa de entrar en ese momento- la miró con mayor detenimiento. Le dije quiénes éramos y que traía saludos de los monjes. Nos saludó amablemente y se excusó por estar armado.

“Uno tiene que estar muy alerta por aquí”, dijo, “no sólo con los indios sino con cualquier desconocido”.

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a dormirse: trotan en el día y pastan en la noche. Le pregunté a Francisco cuándo dormían. La pregunta lo asombró: nunca había pensado que las mulas necesitaran dormir.

Estábamos tan cansados que tan pronto los animales se echaron sobre la hierba y armamos nuestro campamento, nos quedamos dormidos sin pensar en las hormigas ni en otras criaturas. Y aunque no habíamos encontrado al jefe, él nos encontró a nosotros. Seguramente tenía sus informantes. De todas maneras, llegó a caballo a nuestro campamento por la mañana y nos invitó a su residencia temporal, que estaba muy cerca. La escasez de pasto lo había vuelto un nómada.

Este jefe, Antonio, era un mestizo. No tenía apellido de clan, pero decía llamarse González. Algunos mestizos y mulatos se habían indianizado y enriquecido, no siempre de una manera ejemplar. Cuando ya eran ricos, compraban esclavos y ganado, y de esta manera adquirían poder y el título de jefes, por lo menos entre la gente blanca. No eran realmente jefes de ningún clan.

Nos brindaron una recepción cálida y amistosa. Colocaron una manta para protegernos del sol y todo el día nos dieron una chicha refrescante, una bebida de maíz fermentado. La comida era buena: carne asada, bollos de maíz, frutas negras llamadas aceitunas, raíces cocidas de algún junco traído de regiones más húmedas, y frutos de cactus, que los indios llaman iguaraya. El jefe y su familia vivían en el centro de la ranchería, y los esclavos estaban a la sombra del cactus y del dividivi. Antonio era un hombre decente y les repartía su propia comida a sus dependientes: era medido pero a la vez generoso.

Tenía dos hijas atractivas que nunca ayudaron con la comida ni con ningún trabajo pesado, ya que esto no se considera apropiado para una guajira hermosa. Por otro lado, tejían de una manera industriosa, bien fuera sentadas o recostadas en sus chinchorros. El jefe llevaba muchos collares vistosos. Francisco nos contó que la

estaba infectada. Era una esencia que sabía a químicos y que nos dejó la boca manchada de rojo.

Tuvimos que ofrecerles nuestros respetos a los representantes de los dos países en Castilletes. Nos recibieron amablemente y nos hicieron una larga lista de precauciones. Era su deber, dijeron, prevenirnos contra los peligros que entrañaba viajar por la Guajira. No se harían responsables por nosotros de ahí en adelante, aunque tampoco tenían el poder de detenernos. Cruzar la Serranía de Cocinas, donde vivían bandidos muy famosos y peligrosos, era una muerte segura.

Cuando insistimos en nuestro viaje, solamente dijeron que harían como Pilatos y se lavarían las manos, aunque solo de manera simbólica. La gente no se podía dar el lujo de lavarse las manos en Castilletes, no era algo de esperarse, en donde el agua era tan cara y difícil de conseguir.

Como no queríamos pasar la noche en Castilletes, arrancamos otra vez aunque el día prácticamente se hubiera acabado. Esperábamos encontrar a un jefe que estaba con su rebaño en algún lugar cercano. No sabíamos exactamente dónde estaba en ese momento, pero esperábamos que los indios, con su gran sentido de ubicación, fuesen capaces de encontrarlo.

Sin embargo, no tuvimos suerte. Nuestro avance era más bien lento, pues nuestros animales estaban cansados y teníamos que cargar el maíz en nuestras espaldas. Habíamos comprado una mula de carga que el padre Crispín nos había recomendado especialmente. Él era un experto en animales guajiros, que son únicos en su especie; pero esta vez había cometido un inmenso error, ya que la mula era completamente inútil. Oímos a Francisco gritarle alternadamente a la mula en español y guajiro; los indios la golpeaban en la panza y la pateaban por detrás, pero de nada sirvió. Cuando llegamos a un lugar donde había un poco de hierba, decidimos parar y dormir en el suelo, entre las hormigas. Las mulas no parecía que fueran

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metido en la cabeza que el mestizo había enviado a su sirviente para poder robarnos nuestra pistola de doble cañón -la que había pedido a cambio de alquilarnos los burros-, lo cual yo había tomado como un chiste, ya que en la Guajira, esa pistola valía su peso en oro. El esclavo del mestizo alardeó ante Francisco que había matado a un indio, y Francisco temió que intentara matarme para quedarse con la pistola. Y en verdad, no estaba tan lejos de la realidad. El hombre era bastante tímido y todos tenían sus ojos puestos en él.

Comenzó la parte emocionante de nuestro viaje. A medida que nos acercábamos a la temible serranía consulté la información escrita por Simons, el ingeniero inglés, la única autoridad confiable que yo tenía. “En lo que concierne a los terribles Cusina”, escribió, “debe anotarse que su nombre en la lengua guajira significa “ladrones”, “bandidos”. No son un clan distinto o una subdivisión, como a veces se ha dicho. Se les ha acusado de ser caníbales: Reclus, el geógrafo, escribió que los guajiros tiemblan con solo pensar en ser asados y devorados por ellos. Esto, sin embargo, es incorrecto, y no hay prueba de tal cosa. Es verdad que el guajiro les teme, a menos que sean lo suficientemente numerosos para defenderse a sí mismos y a su ganado; pero su miedo es el mismo que tiene la gente de los ladrones y los bandidos cuando tienen alguna propiedad que defender. En realidad, es difícil encontrar a un guajiro que no tenga alguna relación con los Cusina”. Luego da algunos ejemplos y continúa: “Estos Cusina no son más que una banda de ladrones expulsados de sus clanes debido a las peleas, robos o asesinatos, y se han visto obligados al pillaje para poder sobrevivir. Se han aliado con otras pandillas grandes y pequeñas que tienen líderes reconocidos en la región para defenderse mejor y tener más éxito en sus ataques. Es así como han podido organizar expediciones de pillaje. Si ven que son lo suficientemente fuertes, someterán a bandas menos numerosas y con menos armas, y les quitarán lo que tengan. Sin embargo, las pandillas no se respetan ni se tienen ninguna consideración, sino que asaltan a la otra siempre que puedan. Es probable que un guajiro que tenga alguna relación de parentesco con los atacantes pueda recibir alguna consideración. Sin

dote de las mujeres podría equivaler a varios miles de pesos.

Por supuesto, nos teníamos que ir, no sin antes expresarle admiración a nuestro huésped por sus hatos de ganado y caballos, los cuales lucían escuálidos, pero aceptables para los estándares guajiros. Antonio no sabía nada del mundo más allá de la península, pero estaba muy interesado y lleno de preguntas.

Cuando llegó el momento de seguir nuestro viaje, decidimos dejar nuestra mula de carga. Nuestro anfitrión, el honorable jefe, nos prestó dos burros y nos acompañó en persona para presentarnos a su vecino, quien tenía una mula para la venta. Este vecino también era un mestizo, y como cosa rara, muy ridículo e hipocondríaco, lo más desadaptado para la forma de vivir guajira. Me dijo que le dolían los ojos y que tenía que protegerse con un par de lentes oscuros, detrás de los cuales se veía realmente ridículo. Cuando oyó que teníamos un botiquín de medicinas, empezó a quejarse de todo tipo de enfermedades: en la garganta, en el estómago y en todo el cuerpo. Le envolví el cuello con una bufanda y le dimos la medicina más desagradable que teníamos, aunque desafortunadamente no tenía aceite de castor. No hubo tratamiento que valiera para que nos vendiera la mula. Al final me las arreglé para convencerlo de alquilarme dos burros, aunque insistió en enviar a uno de sus trabajadores esclavos con nosotros para traerlos de vuelta. Naturalmente, también quería cobrarnos por el indio, aunque no le pagara nada. Lo mismo sucedió con los burros: aunque nos cobró una suma escandalosa, estábamos obligados a pagarle, y él lo sabía muy bien. Lo dejamos tirado en su hamaca, bañado en sudor y gruñendo con sus dolores imaginarios.

Nos encantaba la idea de tener uno adicional para nuestra próxima etapa cuando pasáramos entre el mar y la Serranía de Cusina, la parte más peligrosa de la península. Allí no había jefes, ganado ni otros indios, sino transeúntes ocasionales. Sin embargo, el nuevo miembro de nuestra caravana hizo méritos para ser tratado como un perezoso e inútil desde el mismo comienzo. A Francisco se le había

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pero el inspector oficial de la costa se sonrió jocosamente cuando le pidieron que hiciera algo al respecto.

“Lo único que les puedo decir es que dupliquen los cultivos para el año entrante. Tal vez así pueda alcanzar para ustedes, y también para los indios”.

Una vez un misionero recriminó a un indio que trabajaba en la misión por robarse un poco de azúcar, y el indio le respondió: “Pero Padre, todos los indios roban”.

Tal como pensaba Simmons, los Cusina están conformados por individuos malos, por los expulsados de sus clanes. A la larga, ningún clan puede retener a un miembro que comete toda suerte de crímenes. Algunos huyen al monte porque no pueden pagar la compensación por alguien que han matado, ni cuentan con la ayuda de su clan, que probablemente tampoco tenga recursos. Algunos son verdaderos prófugos, porque cualquiera podría matarlos sin correr el riesgo de que su clan se vengue. Estos prófugos, una vez han tomado como refugio la serranía de Cusina -las colinas más desoladas de la península-, saben que nadie irá allí a cobrarles sus ofensas. Se decía incluso que tenían mujeres, ya fueran raptadas o que se habían escapado. Se contaba también que la hierba y el agua escaseaban en este territorio. Era un lugar desolado y nadie se lo disputaba a los Cusina. Dependían básicamente del robo y del pillaje. Solamente podían tener chivos en la Serranía, así que cualquier vaca que se robaran se la comían. Se sentían orgullosos de portar armas. Nos dijeron que nadie que estuviera vivo había visto nunca a un Cusina. Atacaban de noche y mataban a todo el mundo. Se trata, por supuesto, del estilo guajiro: que nadie viva para que no pueda tomar venganza.

Las crónicas de la conquista también mencionan a los Cusina, pero seguramente se referían a los indios guajiros de la serranía de Cusina.

Se suponía que los bandidos tenían hombres en los caminos que les informaban a sus camaradas cuando aparecía alguna víctima. Muy

embargo, el guajiro a veces hace negocios con los Cusina, y también puede negociar y asegurar la devolución de los animales robados. El territorio de los Cusina es la serranía de Cojoro, así como una franja estrecha de las tierras bajas”. A continuación, Simons mencionaba a los líderes de esa época y decía dónde estaban ellos y sus hombres. En aquellos días, los Cusina tenían algunos cultivos en las tierras bajas, y un poco de ganado, aunque no se les considera pastores porque preferían vivir del pillaje. Simons también dice que eran los Cusina quienes vendían las flechas envenenadas.

Aunque han pasado casi cuarenta años desde que Simons viajó por estas tierras y era evidente que los Cusina ya no eran tan numerosos ni tan dominantes, uno tiene que estar prevenido y a la defensiva con ellos. Supimos que aún podían salir de sus territorios para hacer actos de pillaje. Todos los indios dispersos que nos encontramos en la vecindad de la serranía se consideraban descendientes o parientes de los Cusina; era mucho más seguro de esta forma.

Los ataques y los robos en la carretera eran una cosa, el atraco común y corriente era diferente. Si al ladrón se le capturaba, tenía que pagar la ofensa a manera de compensación, pero el robo en sí, tal como lo escuchamos en relación con Chinca, era tomado casi como un deporte. Por lo tanto, era normal que los indios pobres se apropiaran de las cosas de aquellos que tenían una mejor situación. A nosotros, por supuesto, nos consideraban personas muy ricas.

No era motivo de sorpresa que un indio, que no tenía nada que comer durante la peor de las sequias, les robara un poco a quienes gozaban de más bienestar. Si él supiera que podría pagarlo de nuevo, lo tomaría como una especie de préstamo sin el permiso del dueño.

Una vez, algunos indios se les adelantaron a los monjes cuando llegó el tiempo de recoger la yuca en los cultivos de la misión en la Macuira. Cuando los monjes llegaron con los niños de la misión para llevarla a casa, ya no había nada. Los monjes decidieron quejarse ante la autoridad civil, esperando que no volviera a suceder esto;

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los Cusina, quienes algunas veces también andaban a caballo. Sin embargo, le tuvo que dar de beber a su caballo en la tarde, al igual que nosotros, pero los Cusina le cayeron, lo asesinaron, le sacaron el corazón y se robaron su caballo y su rifle. Así que ya no teníamos necesidad de atender ninguna alerta o precaución de nuestros indios con respecto a ese lugar. Nos fuimos tan pronto salió la luna.

Descansamos durante el peor de los calores, usando una tela de carpa para protegernos del sol. La hierba estaba tan dispersa que los animales solamente encontraban una hojita aquí y allá, y para colmo de males, ya habíamos empezado a racionar el maíz, pues nuestros indios también tenían que comer. Afortunadamente, teníamos una buena cantidad de harina de avena y les dimos mazamorra.

Los indios que nos encontramos, casi todos a pie, estaban armados con flechas y muchas veces con una pistola y una cartuchera bien abultada en la cintura. La costumbre ordenaba darles tabaco a todo aquel que nos encontráramos, pero los Cusina, que tenían fama de ser expertos en agarrar una mano generosa y bajar al jinete de su caballo, nos hizo practicar la misma costumbre de los jefes indios, arrojarles tabaco sin parar, sin importarnos si lo agarraban o no.

Las figuras fantasmales que se deslizaban por los cactus eran más sospechosas aún cuando las veíamos de noche. No eran encuentros nada placenteros. Incluso, a la luz de la luna llena, cualquiera podría asegurar que éramos tres personas blancas, pero no sabíamos si eran las sombras de los Cusina, o de otros con malas intenciones. Nuestros grandes morrales debieron haber sido deseables para los Cusina, aunque básicamente contenían cosas indígenas, es decir, nuestras colecciones de objetos. ¡Los bandidos se habrían decepcionado si los hubieran inspeccionado!

Las colinas que estaban al norte tenían un aspecto muy distinto de la suave serranía de Macuira. Las masas de piedra, altas y amenazantes, se elevaban en todas partes rodeadas de contornos precisos. En la inmensidad desértica, entre ligeras grutas de piedra,

pocas veces atacaban a una caravana bien armada como la nuestra. Cada uno de nosotros, los tres blancos, teníamos un revólver, un rifle y una pistola; y también algunas de las pistolas que yo había trocado, como reserva. Armamos a Francisco con una pistola del oeste que tenía un tambor muy grande e impactante. Después se nos ocurrió la idea de rellenar los otros dos estuches de lona con maíz y otras cosas, y dejar que los indios las llevaran. De esa manera, parecería como si nosotros estuviéramos bien armados, por lo menos desde lejos.

Así, empezamos nuestra marcha hacia las montañas de los bandidos.

Los Cusina siempre estaban activos en la noche, cuando podrían, por lo menos, robar nuestros animales. Decidimos entonces viajar de noche y acampar y dormir de día; siempre y cuando el sol alumbrara, había poco peligro de un ataque. Era incluso más fresco viajar de noche porque el calor era terrible en el día, ya que las colinas bloqueaban la brisa, el eterno viento del nordeste, y no había ninguna sombra. Afortunadamente, Francisco y el sirviente sabían dónde encontrar agua dulce. Las casimbas estaban muy bien cubiertas, y solo los iniciados sabían cómo llegar a ellas. Por todas partes el agua era mala, turbia y salobre.

No pudimos cumplir con nuestro plan en su totalidad. Podíamos seguir de noche si había luna, pero teníamos que descansar en las tardes, darles agua a los animales y esperar a que saliera la luna. Para alimentar a los animales, había que desensillarlos y quitarles todo el apero.

El primer pozo que encontramos la primera noche estaba al lado de un rancho destruido y abandonado. Aparentemente este era el lugar de un incidente que oímos en Castilletes, y que Antonio también nos contó. A pesar de las advertencias, a un joven indio de una familia de un cacique se le había metido en la cabeza irse solitario por la serranía de Cocinas. Llevaba un rifle wínchester y tenía un caballo muy bueno y veloz, y pensaba, por lo tanto, que se iba a librar de

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a ellos también. Si no nos hubieran visto antes, lo cierto era que ya sabían que había gente tanto en la casimba como en la pendiente de la serranía. Y si los Cusina habían sometido a nuestros hombres y se hubieran llevado nuestros animales, ¿qué habríamos podido hacer nosotros en la parte más peligrosa y desolada de la Guajira?

¡Shh! ¿Qué era eso? Algo se estaba moviendo en el matorral donde habían desaparecido nuestros hombres. La luna estaba saliendo y podíamos ver bastante bien. Una pequeña sombra se deslizó en los arbustos y se desvaneció rápidamente, dando saltos rápidos y ligeros. Era un chivo. Supuestamente, había salido a lamer un poco del rocío de las flores del cactus. Se podría entender perfectamente que este animal tan dócil con sus ojos amables y tristes pasara su vida de flor en flor.

La ausencia de nuestros hombres se estaba volviendo realmente preocupante. Finalmente oímos unas voces y prestamos atención. Sí, era Francisco que nos llamaba. Le respondimos a gritos. No tardaríamos en escuchar también el jadeo de los animales. No había duda, todo estaba bien. Luego salieron del matorral y nos percatamos de los hechos.

La segunda casimba también estaba seca, cuando la encontraron finalmente. Sin embargo, el capataz de los esclavos, quien se suponía que quería mi pistola, había escuchado de una tercera casimba que estaba más lejos. Francisco nunca le había creído a este hombre, y sin duda tenía sus razones, pero no teníamos otra opción que seguirlo. Tuvimos que recorrer una gran distancia para llegar allí y nos demoramos bastante para encontrar el sitio exacto. El esclavo no estaba seguro del camino, pero su maravilloso instinto lo condujo finalmente al lugar, donde encontramos agua.

Aunque el esclavo no lo había engañado, de todos modos Francisco se sentía un poco incómodo. Esa fue la razón por la cual hizo dos disparos. Esperaba una señal de respuesta para asegurarse de que no nos había pasado nada. Le indiqué que los disparos probablemente

los Cusina nos acechaban a través de los vórtices de esos pequeños precipicios secretos, como águilas observando a su presa. Una noche llegamos a otro rancho abandonado al lado de una casimba; ya habíamos desmontado las bestias y bajado nuestro equipaje cuando descubrimos que la casimba estaba vacía. Los indios conocían otra casimba no muy lejos de allí. Los animales tenían que abrevarse, así que a pesar del riesgo, tuvimos que dividirnos.

Los tres blancos nos quedamos con el equipaje mientras los indios se fueron con los animales y las tinajas para el agua. Mi esposa, que tenía fiebre, se quedó descansando con su pequeña pistola a su lado. Gladtvet y yo nos quedamos cuidando rifle en mano. Habíamos arrumado el equipaje en un pequeño montículo, para que incluso en la oscuridad pudiéramos ver los alrededores. Mientras tanto, nuestros hombres se habían internado en el matorral de dividivi, en el cual sólo un indio podría sentirse en su propio territorio. El matorral también podría permitirle a cualquier Cusina husmear muy cerca de nosotros sin ser visto.

Francisco había dicho que la casimba no estaba lejos, pero tardaron mucho tiempo. Pasó una hora, luego otra. La situación se estaba volviendo realmente incomoda. De pronto, se escucharon dos disparos a lo lejos. ¿Qué había pasado?

No habíamos acordado nada acerca de señales de disparo aunque le hubiéramos dado a Francisco una de nuestras armas. ¿Había sido él quien disparó, o era un Cusina? Quien quiera que hubiera sido, era mejor demostrar que estábamos preparados, así que hicimos un disparo con mi pistola, pues el rifle sólo hubiera hecho un pequeño estruendo agudo. Después, todo fue silencio. El eco retumbó a través de las pequeñas y estériles colinas y, antes de extinguirse, escuchamos la estampida de un pequeño rebaño desvanecerse en la distancia. Algunas aves nocturnas emprendieron el vuelo sin hacer ruido. Luego, la naturaleza y nosotros mismos contuvimos el aliento. No oímos más disparos. Pero si los primeros disparos nos hubieran dicho que los Cusina estaban atacando, habríamos esperado oírlos

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los criollos, nos habríamos ido hasta Riohacha por un atajo hacia el oeste, lo cual nos habría tomado unos pocos días. Teníamos otros planes. Queríamos ir a Venezuela, donde se unen el sur de la Guajira y la costa de Castilletes, y visitar las lagunas de Sinamaica, donde, a orillas del lago de Maracaibo, viven los indios Paraujanos, los parientes más cercanos de los Guajiros. Mientras que el territorio Guajiro es tan seco como el desierto, uno podría llamar a los Paraujanos indios del agua, porque viven en palafitos. Sabíamos que no conservaban su cultura original tanto como los Guajiros, aunque fueran nómadas al igual que sus ancestros. Pensábamos que sería muy interesante visitarlos. También, hay que admitirlo, la idea de toda esa agua era una gran tentación después de toda la sed que habíamos pasado. Había todavía extensas sabanas ante nosotros, pero sabíamos que lo peor ya había terminado.

Nos encontramos entonces con un jefe menor y su rebaño. Había acampado bajo unos árboles y nos dio un recibimiento exageradamente amistoso, pero después, tanto él como sus hombres tomaron más de la cuenta. Sin embargo, aunque todavía estaban alegres, sabíamos que inevitablemente comenzarían a pelear. El jefe había comprado una buena cantidad de licor. Tenía una fila entera de barriles. Cuando oyó que nos íbamos a ir, cosa que obviamente lo inquietó bastante, intentó montarnos un barril para que lo lleváramos y brindáramos a su salud en el camino. Con gran dificultad logramos rechazar los regalos, excepto una hamaca, sandalias y unas flechas, que valorábamos mucho más. Después partimos.

La sabana estaba casi despoblada y no pudimos colgar las hamacas para dormir. En mi época de estudiante, una de las preguntas del profesor de geografía era: “¿Porqué los indios de la Patagonia no duermen en hamacas”? La repuesta correcta era: “Porque casi no había árboles y estaban muy distantes entre sí”. Los indios de la Guajira siempre llevan palos que clavan en el suelo duro cuando van a acampar; pero no podíamos cargar nuestros animales con más peso, así que tuvimos que dormir en la tierra donde habían

habían puesto a los Cusina tras sus huellas. Él no había pensado en eso, especialmente cuando no había mucha luz. Sin embargo, ya no estábamos separados y los animales ya habían abrevado bastante. Ya era hora de continuar, y así lo hicimos hasta que el calor de la mañana nos forzó a descansar.

Nos tiramos bajo la sombra de un cactus y colgamos una lona para protegernos del sol. Los indios hicieron fuego con dos palos y boñiga de caballo. Les dieron ramas de cactus a los caballos y luego pusieron una olla de agua salada en el fuego. Nos preguntamos si se habían vuelto locos.

Francisco nos dijo que no, que iban a hacer eso para quitarles el cansancio a los animales. Y de manera vaga adujo que el tratamiento era externo.

Cuando el agua hirvió, los indios tomaron los calabazos, los llenaron y vaciaron el agua en las extremidades de los animales. Las pobres bestias saltaron. El agua estaba demasiado caliente y yo se los había advertido. Francisco dijo que esta era una forma reconocida de aliviar el cansancio en las patas, y anotó que los animales no habían estado tan briosos desde varias semanas atrás. Sin embargo, no les había gustado mucho el tratamiento, porque huyeron cuando los indios quisieron aplicarle su “medicina”. Yo les advertí que no usaran agua hirviendo; pero cuando ya se había enfriado, siguieron echándoles calabazos de agua fría y salada. El hecho es que tanto los animales como sus acompañantes tuvimos mucha más energía para andar ese día.

Al día siguiente vimos a Jepitz, una colina solitaria en las sabanas con forma de cono, azul en la distancia. La Serranía de Cusina ya había quedado atrás. Pensamos que el más grave peligro de los bandidos había desaparecido. Pero más tarde habríamos de saber que los bandidos hacían incursiones más largas de lo que nos imaginábamos.

Si hubiéramos planeado llegar a Jepitz, o la Teta, como la llamaban

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La Majayura también ahoga a los hombres, quienes ven una piedra blanca y se acercan con curiosidad. No parece estar muy lejos, y sin embargo, cada vez se aleja más, atrayendo a los hombres hacia el mar, donde se ahogan.

Luego los indios empezaron a contar acerca de las colinas de la península y cómo fue que aparecieron. Existen muchas, y con frecuencia, las historias son contradictorias. Cada región, y quizá cada clan, tienen obviamente su propia versión. Permítanme contar sólo, y muy brevemente, la historia de los hermanos, los tres picos más importantes: Jepitz, el seno de la mujer, que podemos ver azul en la distancia; Ituhor, que acabábamos de dejar en la Macuira, y Camaichi en el Cabo de la Vela. El viejo barbado tenía una versión corta de la historia. Nos dijo:

“Había una vez tres hermanos, Jepitz, Ituhor y Camaichi, quienes andaban por la Guajira. Ellos se quedaron en diferentes lugares que no querían abandonar, y en donde se convirtieron en picos de colina. El primero quería vivir entre esos pechos hermosamente labrados porque le gustaban mucho los higos del cactus; el segundo quería estar en Ituhor porque le encantaba el maíz tostado, tal como lo dice su nombre, y al tercero le gustaban los peces del mar, y se quedó en el Cabo de la Vela”.

Otro indio tenía una historia más larga sobre los tres. Originalmente los hermanos vivían en la parte occidental de la Guajira, cerca del río donde había buen pasto y crecía muy bien el maíz; los tres soñaron que tenían que recorrer el territorio. Esto les preocupó, pues no querían dejar a su tío, por quien tenían gran respeto y de quien lo habían heredado todo. Cuando fueron y le contaron su sueño, él les pidió que se fueran, porque había que obedecer los sueños. Así que se fueron y se quedaron un tiempo en las sabanas de la parte central de la península. Allí, Jepitz les dijo a sus hermanos: “Queridos hermanos, me enamoré de una muchacha de aquí y me debo quedar con ella para siempre. Sigan su viaje”. Los otros siguieron su viaje y llegaron al Cabo de la Vela. Allí, Camaichi dijo un día: “Siento

hormigas y milpiés gigantescos. Los matorrales de cactus podían despertar súbitamente, extendiendo sus ramas, listas para pincharlo a uno; así de bien se camuflaban los que deciden sentarse en ellos.

Luego nos encontramos con unos indios amistosos. Estaban contando mitos y leyendas sentados alrededor del fuego, y cuando notaron que estábamos interesados, siguieron con sus historias. Nos dijeron que unos bloques de piedra -que íbamos a ver a la mañana siguiente y que tenían forma humana-, realmente eran hombres blancos que habían quedado petrificados. Se habían muerto de sed. Los arijunas, los blancos, no soportan la sed. Los indios pueden pasar tres días sin agua, pero los blancos sólo aguantan uno. Es por eso que Mareiwa, el espíritu de la lluvia, le dijo a la gente blanca: “Vivirán con sed para siempre”.

Estuvimos de acuerdo con esto.

Alcanzamos a oír el rugido de las olas. Calimaule, el anciano barbado, nos contó que ese sonido era realmente el bramido lejano de un ganado salvaje al que habían cazado y conducido al agua, donde algunos se transformaron en tortugas, y otros en rocas.

“Hay muchos peligros por aquí”, continuó el anciano. Hay una majayura, una joven, que vive en una caverna entre las rocas y atrae a los hombres, quienes tienen un destino fatal. No hay persona viva que pueda entrar en la cueva, y la sirena – la podemos llamar así – viste ropas finas y hermosas.

(Ella tiene similitudes, como su contraparte mora, con nuestras ninfas del agua o del bosque). La Majayura también sale de vez en cuando de día, se le aparece a alguien que le guste, y lo conduce a su gruta, donde le deja probar todos sus misterios. Éste queda tan encantado de la experiencia que decide no regresar nunca a su mundo. Esto explica porqué muchos hombres han aparecido muertos o han desaparecido sin dejar ningún rastro. Si alguien puede volver a su mundo después de tener esta experiencia, no dirá una sola palabra, porque hacerlo significaría una muerte segura.

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lugar para que la pesca fuera solo de ella. Al indio le pareció que el espacio era muy reducido. Malhumorado, el indio empezó a tirar piedras al agua. Las piedras se volvieron acantilados y el mar tuvo que retroceder gradualmente hasta que la tierra se convirtió en lo que conocemos ahora.

Esa era entonces la versión Guajira del diluvio. Sabemos que está basada en la realidad. Aparte de los hundimientos y prominencias de la tierra que tuvieron lugar durante los distintos periodos geológicos, todas las tierras bajas se inundan casi todos los años durante la temporada de lluvia.

En los mitos, los hombres se asocian con todo tipo de animales y hablan con ellos. Según la concepción primitiva, los animales son también hombres, aunque de diferentes tribus y con diferentes lenguas.

El Viejo siguió con la historia de lo que pasó después del diluvio.

El baile al que había ido el indio continuó. Allí, se encontraban el murciélago, la gallina, el gallo, el gallinazo, el pájaro carpintero y otras criaturas, bailaban y la pasaban muy bien; todos excepto la pelícana, que todavía buscaba el mar, el cual se le había perdido. Durante este baile, la gallina se enamoró del murciélago. Todos sintieron hambre, pero no había nada qué comer. Sólo el pájaro carpintero se sentía bien. Cuando el indio le preguntó dónde había encontrado algo comestible, éste le respondió que conocía un lugar donde había sembrado cactus, y que se alimentaba de sus frutos.

Poco después, el pájaro carpintero sintió mucha hambre de nuevo y abandonó el grupo. El indio lo buscó y lo encontró donde se había escondido, aunque éste alardeaba debido a toda la cerveza de maíz que había tomado. El indio cogió su cauchera y esparció los frutos maduros por toda la península, para que los cactus crecieran en todas partes, y todos se beneficiaran. Le sobraron algunos frutos, y se los dio a los bailarines.

abandonarte, hermano mío, pero me he enamorado del mar y debo quedarme aquí para siempre. Debes continuar tu viaje”. El tercer hermano viajó hasta la parte más remota de la península, y allí se estableció y vivió por el resto de sus días, dichoso con su suelo fértil. (Es allí donde hay agua).

Pero cuando sus vidas estaban llegando a su fin, todos tuvieron el mismo sueño, y al mismo tiempo. El gran Mareiwa se les apareció y les dijo: “Todos deben morir y transformarse, pero deben hacerlo en forma de picos de colina, como un recuerdo de amor: tú, Jepitz, por una mujer; tú, Camaichi, por el mar, y tú, Ituhor, por la tierra y sus cosechas”.

La transformación en piedra es un mito común en las civilizaciones de los Andes y en la Sierra Nevada cercana, y me pareció muy interesante escuchar mitos similares incluso en estas latitudes. Después escuchamos algo que me hizo zumbar los oídos, porque el anciano barbado empezó a contar una historia sobre el diluvio. Era una historia genuinamente india.

En el pasado, nos dijo, el mar era tan pequeño y estrecho como una laguna. Allí vivía un pájaro, una pelícana, que puso un huevo en la playa. Después vino el primer indio. Era joven y de piel oscura, por efectos de los rayos del sol. Era curioso, y cuando vio el huevo, le preguntó a la pelícana qué estaba poniendo ahí. La pelícana le contestó que el huevo tenía un secreto que solamente ella conocía. Los indios se contentaron con eso y empezaron a bailar. En la mañana, el indio pasó de nuevo al lado del huevo, pero la pelícana ya no estaba. Aprovechando la oportunidad, los indios rompieron el huevo para ver qué había adentro. Pero el mar estaba dentro del huevo e inmediatamente se esparció por toda la tierra, de tal manera que sólo los picos de Jepitz e Ituhor sobresalían por encima del agua. El indio y la pelícana se refugiaron en Jepitz, y todos los otros animales en Ituhor. A la pelícana le fue muy bien, porque podía pescar pequeños peces en la playa. Sin embargo, estaba disgustada porque le habían partido el huevo. Ella había sellado el mar en ese

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Al amanecer, los bailarines empezaron a quejarse de que no tenían en dónde descansar después de todo ese gasto de energía. No había siquiera ramas donde los pájaros pudieran descansar. El indio se fue otra vez para ver si podía encontrar algo decente. Se encontró con un cojo que estaba tejiendo hamacas con fibras. El indio quería comprarlas pero el viejo no quiso vendérselas. El indio fingió irse, pero se escondió detrás de un cactus para ver de dónde sacaba las fibras. Se dio cuenta de que el viejo no tenía magueyes de dónde sacar las fibras, sino que se las sacaba de la nariz. Entonces, el indio se abalanzó sobre el viejo, le arrancó la nariz y esparció su contenido de este a oeste para que todo el mundo pudiera sembrar magueyes. Cuando se dio vuelta, vio al viejo convertido en un tocón de árbol. El indio volvió con todas las hamacas y los bailarines pudieron descansar.

Aquí, el indio representó el papel del civilizador, trayéndoles diferentes beneficios a los demás, para el descontento de los que querían quedarse con todo. El viejo que se convirtió en un tocón de árbol podría haber sido una planta-demonio, el espíritu del maguey.

Pero este no era el final del cuento del primer indio.

Esa noche, el indio vio que el murciélago estaba durmiendo con la gallina en la misma hamaca y se puso furioso, pensando que los dos hacían una pareja realmente perversa. El murciélago es un animal feo y es por eso que la gallina no lo ve durante el día, porque se levanta muy temprano, cuando canta el gallo, y se va. El indio se percató de esto y convenció al gallo de que no cantara a la mañana siguiente, hasta que hubiera luz. Entonces el murciélago se quedó dormido y todos los animales vieron que él y la gallina estaban juntos, y se rieron de ellos. La gallina no quiso tener más tratos con él. A la noche siguiente, el murciélago volvió para tomar venganza y mordió a la gallina tantas veces que ésta se desangró casi hasta la muerte. Es por eso que sus movimientos son torpes y no puede bailar tan bien como el gallinazo.

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Arquero

Caravana de mulas cerca de la frontera indígena

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Los pájaros decidieron organizar una competencia: Quién sería el primero en cantar en la mañana. El gallo cantó primero, pues los otros se quedaron dormidos. El indio lo felicitó y le dio el premio. El gallo le regaló dos plumas de su cola en señal de agradecimiento. Los indios usan estas plumas en sus balacas cuando salen de viaje. Son buenas, porque el gallo se levanta temprano y es un animal que se mantiene alerta. Y es por esto también que beben mucha cerveza de maíz.

Hubo un largo silencio, mientras el público reflexionaba sobre la historia. Entonces, otro viejo comenzó a hablar y todos escucharon atentamente, porque él era muy viejo y sabía más que el resto.

“El Arijuna, el hombre blanco, está hecho de tierra, y su esposa de una de sus costillas, eso es lo que ustedes mismos dicen. Pero nosotros los indios, los Wayúu, fuimos hechos de otra manera. Cuando el primer espíritu dividió la tierra entre sus descendientes, le dio la Guajira a una hija, pero se le olvidó que el mar bañaba la mitad de la península. Cuando cayó en cuenta de su error, su hija se casó con Mensch, el Tiempo, el que siempre ha existido. Tuvieron una hija que se casó con Para, el Mar, y tuvo dos hijos con él: Juyap, un niño, la Temporada de Lluvias, e Igua, una niña, la Primavera. Y escuchen ahora lo que pasó: La Primavera se casó con el viento del nordeste, Jepirech, y de ellos nació el Guajiro. De aquí que a Juyap, la Temporada de Lluvias, se le considere el tío estimado de todos los Guajiros”.

Continuamos nuestro viaje. Cerca de Venezuela encontramos un parque natural poblado de árboles de cactus. Los lagos que aparecían en nuestro mapa se habían secado completamente, como era de esperarse en la época más seca del año. Decidimos ir a un lugar llamado Paraguaipoa, donde supuestamente había un fuerte y una guarnición venezolana. Los animales estaban muy cansados y avanzábamos lentamente. Un pequeño grupo de palmeras apareció en la distancia; eran palmas de coco; ¡Fue fantástico! Evidentemente era Paraguaipoa. La visión del bamboleo de las crestas verdes pareció

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Indios guajiros en el sur frondoso

La Venecia de los indios

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CAPITULO 12

La Venecia de los Indios

Paraguaipoa era una plaza cuadrangular rodeada de casas de barro de una sola planta, un asta de bandera, palmas de coco y algunos montículos de tierra. De no haber venido del desierto de cactus, habríamos pensado que era un lugar fantasmal, pero como veníamos de allá, nos pareció placentero y civilizado.

Nuestra apariencia causó cierto asombro, pero un soldado nos condujo hasta la oficina del comandante. Yo tenía cartas de recomendación del gobierno y, aunque había habido una revolución después de haber sido escritas, esperaba que fueran efectivas de todos modos.

El comandante general no estaba en casa. Se había ido para el pueblo vecino de Sinamaica, pero el subcomandante, un oficial de alto rango, nos recibió amigablemente, leyó nuestras cartas, se volvió doblemente cortés, y nos dijo que podíamos quedarnos con las pistolas, aunque entráramos a territorio Venezolano. Estaba estrictamente prohibido el porte de armas de cualquier tipo en el país y las licencias eran muy difíciles de conseguir.

“Esta es la primera vez que le expido una licencia a una mujer”, dijo cortésmente el oficial. “Nunca antes había venido aquí una mujer armada, aunque de todos modos ni una entre mil se atrevería a viajar así por la Guajira”.

Entraron otros oficiales y hablaron con nosotros. Atendieron a nuestros animales, nos asignaron una casa y después nos llevaron a una tienda – había una– y allí nos dimos un festín de chocolate, galletas, sal, queso y otras cosas que en ese momento considerábamos manjares exquisitos, pues ya estábamos acostumbrados a comer sólo

revivir a nuestros animales, pero las mulas de carga todavía andaban cabizbajas. Dejamos la caravana bajo el mando de Gladtvet y nos dirigimos a las palmeras.

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pero la conversación derivó en una serie de malentendidos. Había refrescos, lo cual sin duda debió haber tentado a nuestros indios.

El mensajero no tenía ningún interés en dar el mensaje sino hasta que yo se lo pidiera, porque uno no se dirige a una persona de rango sino que espera a que se dirijan a uno. Enviamos al mensajero de regreso con uno de los soldados y con algunos regalos para el jefe, y cuando la oscuridad empezaba a caer nos reunimos en Paraguaipoa.

El general volvió al otro día y de inmediato envió una orden a Sinamaica para que prepararan nuestra llegada. Despachamos al esclavo con los dos burros que nos había alquilado su amo. Después, Francisco y su amigo José se dieron cuenta de que les habían robado los cuchillos de hermosa funda que les habíamos regalado. Pensaban que ya no los volverían a ver más y se pusieron muy tristes. A los indios no se les permite ir armados ni siquiera con cuchillo de funda, y el general les prometió que tendrían sus cuchillos cuando regresaran, que él se encargaría de eso personalmente; y así fue, para su gran sorpresa.

De camino a Sinamaica, que estaba a sólo 50 kilómetros, había algunos cultivos de coco donde conseguimos leche y nueces por medio de trueque. Nos tomó mucho tiempo calmar nuestra sed guajira. Incluso allí vimos una aldea de palafitos, aunque en miniatura. Eran unas casas sobre vigas cerca de una ciénaga llamada Gran Eneal, el Gran Cañaveral. La ciénaga se inundaba a veces, así que los palafitos eran una necesidad práctica. Los juncos del lago se empleaban para hacer las paredes y el techo. Ellos tejían las paredes sobre el armazón de madera de la casa, o simplemente amarrándolas con lazo. Las esteras de junco cubrían el piso. Los indios, naturalmente, vivían de la pesca. Preparaban un tipo de caviar que era demasiado fuerte, casi rancio para nuestro gusto.

Los hombres hablaban español y usaban pantalones. Uno o dos de ellos llevaban guayucos, como prueba de que eran Guajiros. Los indios hablan Paraujano entre ellos, que no es muy diferente al

carne de chivo y mazamorra de avena. Cuando volvimos a la casa, los soldados habían colgado las hamacas que traíamos e hicimos una siesta corta. Después volvimos a la tienda, compramos algunas latas americanas de “carne de diablo”; ya no nos importaba si hacía calor porque teníamos agua (había un lago que no se iba a secar nunca), galletas y una botella de vino; la cerveza valía el doble; todo esto en preparación para el banquete que íbamos a darnos cuando llegara Gladtvet. Al regresar a casa, encontramos a un indio sentado en los escalones de la entrada. Nos saludó, pero no dijo nada. Seguía allí cuando salimos a la oficina de los oficiales para hablar sobre la continuación de nuestro viaje.

Los oficiales se sentaron en las escalas de su cuartel temporal para tener una vista más amplia: el asta de la bandera y un mar de arena. Parecía que siempre estaban sentados allí.

Se acordó que dejaríamos nuestras pistolas cortas y una parte de nuestro equipaje que incluía nuestras colecciones, así como también un par de burros. Tendríamos que ir a Sinamaica y hacer viajes en canoa desde allí hasta donde los indios, que vivían en palafitos. Pensamos quedarnos un día más en Paraguaipoa para descansar, porque nos gustaba el lugar. Cuando les dijimos eso a los oficiales, nos miraron con asombro, como si estuviéramos bromeando.

“Este es un lugar de destierro”, murmuró el comandante.

Caía la tarde y empezábamos a preguntarnos qué había pasado con Gladtvet y la caravana. Fue entonces cuando recordé al indio sentado en nuestras escaleras. Tal vez tenía un mensaje. Tendría que ir a preguntarle. Todavía estaba allí. Con toda seguridad, tenía un mensaje. El jefe indio más cercano lo había enviado para decirnos que Gladtvet, los indios y la caravana se habían quedado con él. Él los había invitado y a los indios les resultó imposible rechazar la invitación de un hombre tan poderoso. Gladtvet era un principiante en español, mientras que el jefe sólo hablaba su propia lengua. Gladtvet había incluso tratado de hablar en inglés,

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en la selva. El paisaje se despejó después de remar durante una hora por el canal estrecho y vimos, balanceándose sobre el agua contra un fondo de palmeras ondeantes, el poblado de Boca del Caño. Era una vista maravillosa, aunque extraña, más propia de los Mares del Sur que de Suramérica.

La exuberancia del paisaje sobresalía por encima del agua movida por una brisa constante. Las chozas de junco estaban apartadas unas de otras. Parecían mecerse en la superficie rugosa del agua. Las canoas se enfilaban entre ellas. Vimos otras chozas contorneando la orilla a lo lejos. Había otros dos poblados, El Barro y Garabuya. Los poblados del lago de Sinamaica dependen mucho más del transporte acuático que Venecia, porque no hay espacios abiertos o calles, sólo agua.

Es de estos poblados que Venezuela recibió su nombre, “Pequeña Venecia”, dado por los conquistadores españoles. Eso fue en 1.499. Américo Vespucio era un integrante de esa expedición. Dos décadas más tarde, otra expedición llegó a las lagunas, y con ella, el obispo de Santa Marta. Los indios remaron en sus canoas para ver a los extraños y el obispo les advirtió a sus compatriotas que no lastimaran a los indios:

“Ellos también son corderos de Dios”, dijo.

No pasó mucho tiempo antes de que los indios atacaran y las flechas zumbaran en el aire. Tenían las cabezas cubiertas con espinas de pescado, tal como se registra en narraciones contemporáneas (el lector recordará que estas espinas son los aguijones de la cola de las rayas). Una flecha casi alcanza al obispo, quien empezó a gritar: “A ellos, Hermanos; no son corderos de Dios, sino lobos de Satanás”.

Años más tarde, uno de los conquistadores más crueles, Ambrosio Alfinger (que realmente era un alemán llamado Ehinger) llegó allí. Trató de capturar tantos indios como pudo para venderlos como esclavos. Los alrededores del lago Maracaibo estaban muy poblados y se dirigió allá. Sin embargo, los habitantes del lago de Sinamaica

Guajiro. La palabra “paraujano” es guajira, y significa pescador o habitante de la costa.

Sinamaica era un lugar muy pequeño y tranquilo. Tenía viejas casas españolas blanquecinas de ladrillo y nos hospedaron en una de ellas, fresca y muy placentera. Nos dijeron que había una alberca de agua lluvia bajo el patio con agua para todo el año. Esta alberca estaba decorada con una cruz y cuando preguntamos el por qué, nos dijeron que el antiguo dueño de la casa, en vida, había expresado su más profundo deseo de ser enterrado al lado de la alberca. Nosotros siempre hervíamos el agua, pero incluso así, preferimos conseguirla en otra parte.

Sinamaica, o Garabuya como la llaman los indios, era un excelente centro para hacer expediciones a los caseríos indios de la laguna, porque queda en un caño, un estero de agua por donde se podía llegar al lago en canoa. Contábamos con un hombre que conocía muy bien los poblados de la laguna. Me pidió que lo acompañara a su casa para sacar un machete, un cuchillo grande de punta roma, algo que resultaba muy útil tener, pues habíamos dejado el nuestro en Paraguaipoa.

“El Presidente es estricto con las armas”, dijo mi compañero. “Los cuchillos no deben ser puntudos, porque entonces los cuentan como armas”.

Nos deslizamos por el estrecho canal en una canoa pequeña e inestable. La marea estaba en reflujo y el agua muy baja. Al principio fue difícil avanzar a través del lodo y de los juncos, y la canoa se atascaba continuamente. Miles de cangrejos, la mayoría con una sola tenaza, se arrastraban como enloquecidos por el lodo de la playa. Las orillas estaban cubiertas de juncos. El agua empezó a subir gradualmente y pudimos avanzar un poco más. Los juncos dieron paso a una vegetación tropical flotante, con raíces aéreas entrelazadas meciendo lilas blancas. Una palmera de coco sobresalía esporádicamente en el cielo azul, y una vaca rumiaba, recordándonos que no estábamos

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a ella se cruzaba un camino sin paredes ni techo y se llegaba a un jardín de hierbas en cajones. Repisas de junco colgaban de las paredes de la cocina, así como del salón principal y había canastos tejidos y ollas de barro por todas partes. Algunos hombres se habían reunido en la tienda y el ron viejo empezaba a circular con libertad. Debe ser divertido ver a los borrachos remar a casa en sus canoas. Vimos a unos niños remando a la escuela con libros en sus regazos.

Cuando fuimos en canoa a visitar otro poblado, el lago se había puesto bastante difícil. La marea estaba cambiando, y como la laguna está conectada con el mar, el flujo y el reflujo se notan muy claramente. Corríamos el riesgo de naufragar, porque nuestra canoa era demasiado pequeña para los cuatro. Cuando llegamos al segundo poblado, el reflujo de la marea había empezado hacía rato y el nivel de la laguna había bajado notablemente. Las canoas ya no eran una necesidad absoluta, porque uno podía vadear de casa en casa. Vimos unas brujas viejas con sus faldas al cuello chapoteando afuera de la casa, mientras los niños jugaban con barro. La canoa se quedó atascada en el lodo, pero fuimos avanzando poco a poco, ya que las canoas son muy livianas. Los bebés gateaban en la plataforma y corrían el peligro inminente de caerse. Pensábamos que sus madres tendrían que estar terriblemente asustadas, pero cuando les preguntamos, se echaron a reír.

Nos quedamos atascados en el lodo hasta que el agua volvió a subir. Entonces remamos y visitamos algunas chozas, no sin antes pedir permiso, con la excusa de que queríamos comprar artículos domésticos si los tuvieran en venta. Infortunadamente no tenían nada para la venta. Las chozas estaban pobremente equipadas con utensilios domésticos. Los indios primitivos que fabricaban sus propias cosas tenían mucho más. Aquí sólo encontramos utensilios baratos de fábrica. Ni siquiera hacían sus redes. El elegante deporte indio de dispararles a los peces con arco y flecha no había muerto. Ellos elaboraban, pero no las vendían. Las flechas tenían uñas a manera de punta y los mangos estaban amarrados con alambres.

habían sido advertidos y cuando él llegó, los poblados estaban abandonados.

Fue Alfinger quien fundó el asentamiento de Maracaibo e importó ganado y caballos, y los guajiros le tuvieron que agradecer por mejorar su forma de vida.

Alfinger se dirigió después hacia el norte de la Guajira y continuó su camino por el borde lejano de los Andes. Los Guajiros lo repelieron. Años más tarde, ellos y los Paraujano, tuvieron que combatir a otro alemán, Federmann. Los alemanes llegaron allí porque el Emperador Carlos V había arrendado Venezuela a la casa comercial de los Welser de Augsburgo, que se había encargado de explotar el país, lo que significaba tomar a la gente como esclava.

Después de remar un poco entre las casas, seguidos de una muchedumbre de curiosos en canoas para una sola persona, decidimos visitar la tienda del pueblo. Al igual que las otras casas, ésta sobresalía unos 50 o 60 centímetros sobre la superficie del agua. Entramos. Había un mostrador. Las cosas colgaban del techo, o estaban apiladas en una estera de junco sobre el piso. Sin pensarlo, compramos un racimo de bananos, que no habíamos visto desde que fuimos a la Guajira. Aunque el lago estaba lleno de peces que uno podía sacar desde la puerta de su propia casa, la tienda vendía pescado seco y sardinas noruegas. Se nos habían acabado las sardinas, así que compramos algunas latas. El tendero quiso obsequiarnos un trago que elogió: “Muy distinto al que se consigue en la Guajira. Esto es ron. Más viejo que Matusalén”. Tal vez era viejo, pero nos quemó la garganta.

Había algunas canoas atadas afuera. El hombre de confianza del gobernador llegó con una carga de cocos. Nos invitaron a visitar algunas casas, que eran unas cincuenta en el poblado. Eran muy parecidas: rectangulares, con techos de esterilla, paredes de junco, piso de tablas y estacas donde colgaban pieles de vaca y esteras de junco. La cocina era siempre un lugar separado y anexo. Para llegar

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cuando el agua estaba baja. A este nivel no había problema con la construcción de canoas porque había mucha madera para cortar. El Paraujano, por supuesto, era un pescador y tenía pescado a la mano. Podía tirar sus redes desde su puerta si así lo deseara. Se dice que los indios hicieron las primeras plataformas en el agua para poder pescar, y luego, cuando descubrieron las ventajas de estar dentro del lago, se mudaron allí para siempre.

En todo el mundo hay personas que viven en palafitos, y por lo general, las razones para hacerlo siguen siendo las mismas. Las consideraciones en materia de defensa pueden haber jugado también un papel importante. Los palafitos son normales en el territorio de la civilización malaya, así también como en la Edad de Piedra europea. La primera Venecia fue construida en un área pantanosa, como las aldeas indias de la laguna, y sin duda son muy similares. Los antiguos españoles no estaban tan equivocados cuando llamaron a esta parte del Nuevo Mundo la Pequeña Venecia. Salvo que sus cultivos y cementerios están en tierra.

Después de deambular varios días por estas aldeas palafíticas, habíamos tomado muchas fotos, pero no habíamos conseguido casi nada para nuestras colecciones. Decidimos volver a la Guajira. Como cosa extraña, tomamos tanta agua que casi nos olvidamos de la sed que habíamos tenido tan sólo una semana atrás.

Los indios usaban pantalones rotos, pero nos dijeron que tenían guayucos por debajo. Las mujeres usaban faldas largas y batas, una prenda que se había convertido en una especie de vestido nacional en ciertas regiones criollas del país. Si veíamos a un hombre sin pantalones, o a una mujer con una manta amplia, era prueba de que se trataba de un inmigrante guajiro.

Los indios nos contaron que un extranjero, un “Míster”, vivía no lejos de allí. Esto nos pareció improbable, pero contratamos a un muchacho para que nos guiara y nos llevara remando hasta allá. Nos encontramos en las escaleras con una mujer india, que llevaba un vestido blanco y limpio. Le dijimos quiénes éramos y le preguntamos si podíamos ver al míster. Ella desapareció, pero regresó inmediatamente diciéndonos que éramos bienvenidos. Nos dijo también que su amo era ciego. Nos condujo hacia él, un ingeniero norteamericano que, después de perder la vista ya no podía trabajar en los pozos petroleros, se había establecido allí porque decía que el clima le sentaba muy bien. Sus dos esposas indias mantenían su casa de una manera ejemplar, tal como lo pudimos ver. Todo estaba limpio y en su lugar, aunque el amo de la casa no pudiera comprobar lo que se hacía. Nos invitaron a una excelente comida. El viejo norteamericano era feliz viviendo en el agua. No veía nada, por supuesto, y no salía a ningún lugar. Estaba contento con su vida.

Después de la comida, discutimos las razones por las cuales el indio y el norteamericano habían decidido vivir allí. Aunque los indios hubieran perdido casi todo lo relacionado con su antigua civilización, todavía vivían como sus ancestros. El norteamericano confirmó nuestra impresión de que las riberas de las lagunas eran poco habitables. Eran pantanosas y llenas de arbustos y de zancudos, comunes y corrientes; los que producen malaria vivían en enjambres inusualmente numerosos, incluso para esta región del mundo. Era muy difícil entonces que la gente se asentara en las riberas, y vivir era casi imposible. El aire del lago era fresco; la brisa constante barría los zancudos y era un placer remar o chapotear

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CAPÍTULO 13

Fuego en la Cuna del Río

A nuestro regreso a Paraguaipoa, nos encontramos con un indio que venía a todo galope. Traía saludos de José Fernández, el guajiro más famoso y destacado de Venezuela, y una invitación a su ranchería. Tenía otros huéspedes distinguidos en su casa, dijo el mensajero. Aceptamos y el mensajero salió al galope con nuestra respuesta.

El jefe tenía una compañía muy distinguida: el gobernador de la provincia, el comandante en jefe y otros dirigentes blancos. La ranchería de Fernández no era ninguna choza de cactus, sino una construcción blanquecina, reminiscente de las que construyen los blancos en la región, y que estaba en medio de un inmenso cultivo de cocos. Era sin duda un hombre inteligente, y como era mestizo, se sentía más inclinado al modo de vida de los blancos que al de los indios. Nos saludó con una cordialidad extrema y nos pidió que nos uniéramos a su compañía. Había tanta comida y bebida como pudiéramos desear; en realidad más de la que Fernández y sus invitados podían consumir. Todo el día, un sirviente estuvo al lado de nuestro anfitrión, llenando su vaso cada vez que tomaba un sorbo, lo que hacía de manera continua. Así que no teníamos idea de cómo era Fernández cuando estaba sobrio, pero descubrimos que hablaba un español muy fluido y supimos que había aprendido a leer y a escribir solo. Esto, sin embargo, no se consideraba una medida de su grado de civilización, así como tampoco el hecho de que a veces apareciera con zapatos y con un collar pesado. Eso era por lo menos lo que los criollos contaban con toda la seriedad del caso. José Fernández tenía fama de ser un gran guerrero. En diferentes ocasiones había ayudado a gente blanca cuando se habían metido en problemas, y esto constaba por supuesto en sus gratos recuerdos. Él no era un indio de verdad. Muchos de los llamados jefes en la Guajira tienen mucha sangre extranjera y, de hecho, son

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indios únicamente cuando les conviene. No pertenecen a ningún clan y solo poseen el poder que les otorga la riqueza.

Fernández era famoso por su gran generosidad, así que no fue únicamente el efecto del ron lo que le hizo mandar a cortar cientos de cocos cuando oyó que a mi mujer le gustaban mucho. A pesar de todo, se fue poniendo pesado y ofendió a Gladtvet porque no sabía hablar ni español ni guajiro. Incluso amenazó con dispararle. Eso, sin duda, era una broma, pero de todas maneras decidimos que era mejor irnos. Había demasiado ron en el ambiente.

Habíamos hecho ya un buen negocio con Fernández, cambiando una de nuestras trajinadas mulas por dos burros. Nos fuimos a la cama y partimos en la mañana, aunque nuestro anfitrión se apareció con la cabeza vendada con una toalla húmeda, intentando convencernos de que nos quedáramos.

Después de un rato, nos alcanzó una linda muchacha de la numerosa colección del jefe. Venía a decirnos algo que se le había olvidado a él: que su casa en Paraguaipoa estaba enteramente a nuestra disposición. La muchacha sugirió también de manera discreta que tenía órdenes para ponerse a disposición de cualquiera que deseara su compañía. Esta era una invitación para Gladtvet; el jefe presumiblemente quería excusarse por tratar de dispararle cuando supo que no sabía español ni guajiro, y entonces le envió una esclava para alegrar su viaje y su noche. Gladtvet, hombre decente y que estaba felizmente casado con una muchacha en Noruega, declinó cortésmente el honor de su compañía y ella recibió esto con alivio. Le dimos unas cuentas de cristal y partimos mutuamente satisfechos.

En Paraguaipoa nos preparamos para volver a Colombia. Los dos burros eran una valiosa contribución a nuestra pequeña y extenuada caravana. Intentamos viajar de noche, como de costumbre. En pocas horas llegaríamos al río que servía de frontera. Obviamente, estaba seco en esa época del año, pero sus orillas estaban cubiertas con maleza, dividivi y otros árboles pequeños. En la mañana, cuando

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Vivienda sobre palafitos con jardín de hierbas

Los indios esperan con paciencia mientras el líder de la expedición duerme en su hamaca

Rebaño arriado por la estepa

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nos aprestábamos a salir, llegaron noticias de la guarnición de que los Cusina habían hecho una incursión en territorio venezolano y le habían robado un rebaño de chivos a un jefe indio. Se decía que la incursión había sido la noche anterior, de tal manera que los asaltantes ya deberían haber pasado la frontera y era demasiado tarde para perseguirlos. Obviamente, el jefe podría haber ido tras ellos, pero los soldados venezolanos no pueden entrar al territorio colombiano.

El comandante nos desaconsejó que partiéramos esa noche, pero no queríamos esperar. Los bandidos nos llevaban veinticuatro horas, pero no teníamos problemas con ellos. Nos ofrecieron una escolta hasta la frontera que no aceptamos, pues carecía de sentido.

Así que nos pusimos en camino cuando cayó la noche. Finalmente llegamos a los árboles de cactus y de dividivi que nos habían dicho que rodeaban el río seco. Era muy difícil ver el camino en la oscuridad, pero los indios se las arreglan fácilmente. Francisco había estado en estos lugares años atrás, y también José, así que ellos guiaron la caravana.

Nos acercamos con cautela al río fronterizo. Paramos y enviamos a José a explorar el territorio. Francisco aprovechó la oportunidad para contarnos de un ataque que habían sufrido el padre Crispín y él en ese mismo lecho del río, y de cómo casi les cuesta sus propias vidas. Los indios no van por los monjes, ni siquiera los Cusina, pero cuando iban cabalgando por el lecho del río, las flechas empezaron a silbar en sus oídos. Una fue a dar a una manga del padre Crispín, rasguñándole el brazo, y él empezó a gritar:

“¡Capuchino! ¡Capuchino! ¡No disparen!”

Algunos indios salieron de los arbustos, y cuando vieron su barba y su sotana llamaron a un alto al fuego. Le permitieron entonces seguir su camino. Los matorrales estaban llenos de cuatreros. Toda la zona estaba plagada de Cusinas. Al otro día se descubrió que fueron los Cusina los que habían hecho la emboscada, cuando el

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Torres de perforación en el lago de Maracaibo

El hombre del ferry en el río

Calancala

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de los chivos a lo lejos, y por eso habían querido esperar. De todos modos, no llevábamos el mismo rumbo que los Cusina: nosotros íbamos al norte, mientras que ellos iban al este de sus colinas. Cuando empezó a amanecer, observé con mis binoculares y vi que los chivos eran arriados en contra de su voluntad en medio de balidos de protesta hacia las colinas tenuemente azules que se alcanzaban a ver a lo lejos. Se supone que nadie había visto a un Cusina. Posiblemente era una exageración, pero a medida que la mañana aclaraba, pudimos verlos con certeza a través de los binoculares, cada uno a su turno. No sé si los indios vieron mejor con los lentes Zeiss, pero dijeron que estaban seguros de que reconocerían a un Cusina si lo llegaran a ver.

Seguimos nuestro camino para que los Cusina vieran que no los estábamos persiguiendo. Estábamos en una extensa sabana, cubierta casi toda con esporádicos cactus. Encontramos palos que habían sido parte de una enramada –indios nómadas probablemente habían pasado por allí–, y aprovechamos la oportunidad para colgar las hamacas y descansar.

Aunque ya estábamos acostumbrados a descansar bajo la luz brillante del sol, no hubo descanso para nosotros ese día. Los indios estaban inquietos y brincaban continuamente para ver si nuestros animales, que estaban pastando no lejos de nosotros, todavía estaban allí. Es como si pensaran que los Cusina iban a venir a robárselos.

Francisco dijo que habían asesinado a alguien en esa enramada, y era por eso que la habían abandonado. Cuando se le preguntó, resultó que no sabía los detalles, sino que simplemente había oído lo que pasó. El asesino había estado huyendo, entonces, ¿por qué no también en este rancho? El lugar donde asesinan a alguien siempre se abandona con rapidez.

Al final, no pude aguantar la inquietud de los indios y di órdenes para que levantáramos el campamento. Nos encontramos con indios armados, a pie y a caballo, pero iban a cierta distancia y en

padre Crispín les pidió a los soldados que fueran a ese lugar. Allí encontraron los cadáveres de otros dos viajeros y los restos de su equipaje.

En otra ocasión, los Cusina habían atacado en este mismo sitio a un hombre que comerciaba monedas de plata de un país al otro. Lo asesinaron y se llevaron sus mulas de montar y de carga con el dinero, pero regaron las monedas en el lecho del río. En la serranía de los Cusina las monedas no sirven para nada. José regresó furtivamente, cuando estábamos escuchando las historias de Francisco, sentados en las monturas. Se llevó la mano a la boca para decirnos que nos quedáramos en silencio y nos hizo una señal para que desmontáramos. Él y Francisco suspiraron profundamente, y un momento después, sentimos un ligero olor a humo. Nos movimos lentamente. El olor se hizo más fuerte. José señaló entre los matorrales. Podíamos ver el lecho seco del río. En medio de él refulgía una gran fogata.

¿Eran los Cusina los que la habían encendido? Los indios dijeron que eran ellos, que habían visto las huellas de los chivos y que nos podían decir cuántos Cusina habían. El viaje con los chivos fue lento y habían decidido descansar a este lado de la frontera, donde se sentían más seguros. Nuestros indios querían pasar la noche en el lecho del río, pero yo creía que no teníamos tiempo que perder. Los indios volvieron a examinar las huellas y descubrieron que los Cusina se habían ido poco tiempo antes. Naturalmente, existía el riesgo de que nos tomaran por perseguidores. José tenía que seguir vigilando. Los demás seguimos muy atentos y en silencio.

Ninguna flecha venenosa salió de los arbustos.

Cuando llegamos al lindero de los árboles y vimos la sabana frente a nosotros, los indios insistieron en que debíamos esperar a que amaneciera para poder ver mejor el camino. No había que esperar mucho, y yo también quería descansar. Poco después, los indios confesaron que gracias a su buen oído habían escuchado el balido

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serpenteaba entre arbustos espinosos con miles de atajos; era realmente lo máximo que los caballos y nosotros podíamos soportar. Llevábamos dos noches sin dormir, pero ya nos las arreglaríamos más tarde.

Empezamos entonces nuestra última travesía por la Guajira. Nuestros caballos fatigados trotaban ahora pesadamente detrás del rozagante animal del hombre, que caminaba a un paso airoso. Nunca habríamos podido avanzar si él no hubiera ido adelante. El viento del nordeste levantaba la arena, golpeándonos los ojos y las orejas. Las sacudidas de los animales nos dejaron muy magullados, pues nuestros caballos no podían trotar, y tampoco podíamos levantarnos de nuestros asientos para esquivar los golpes.

Infortunadamente, yo le había puesto la montura india a mi caballo en lugar de la que tenía antes. La montura india era demasiado liviana. Eran dos esteras sobre las cuales se ponían pieles de chivo. Me parecieron muy cómodas la primera vez que las utilicé, y además, ya las había probado antes. Descubrí, demasiado tarde, que necesitaba poner más cueros en la montura. Después de haber conocido esta montura india, la cual está hecha bajo el mismo principio del viejo instrumento de tortura de la silla de madera de los caballos, ahora reconozco con certeza cuál es el castigo implícito.

La noche parecía interminable y los animales exhalaban su último aliento. El caballo de mi esposa se cayó al amanecer. Nuestro guía nos animó con la noticia de que ya íbamos a llegar.

“Sólo media hora”, nos dijo.

Colocaron la montura de mi esposa en mi caballo y, por extraño que parezca, todavía conservaba alguna utilidad; de todos modos decidí seguir a pie y muy a gusto de hacerlo. ¡Nunca más me sentaría en una montura india en mi vida!

Nuestro guía, que estaba aterrado de que una señora blanca pudiera soportar semejante tortura, cabalgó delante de mi esposa y yo seguí

silencio. No parecían muy inclinados a relacionarse con nosotros, ni nuestros indios a saludarlos.

Al atardecer, llegamos a un campamento indio, de manera más bien inesperada, y nos recibieron con mucha cordialidad. Teníamos la intención de dormir bien esa noche, pero nuestros anfitriones eran tan atentos que no nos dejaron en paz ni un momento. Pudimos sumar algunos objetos a nuestra colección, pero no nos quisimos quedar. El campamento de Ramoncito, el jefe más rico de la Guajira, estaba apenas a unas horas de camino. Se decía que era dueño de por lo menos 15.000 cabezas de ganado, sin incluir los caballos. Era un indio puro, que usaba guayuco para caminar o montar a caballo, y que hablaba español. Su ahijado también estaba cerca de allí. Ramoncito y él no se llevaban bien. Así pues, si aceptábamos la hospitalidad de Ramoncito, también tendríamos que visitar a su ahijado para demostrarle que éramos imparciales. Las visitas tomarían tiempo, y nuestros animales estaban en un estado tan lamentable que necesitarían por lo menos dos o tres días para recuperarse. La única solución parecía ser enviarlos adelante con la esperanza de que no desfallecieran antes de que nosotros llegáramos, tal como sugirieron los indios.

Mientras discutíamos lo que íbamos a hacer, un hombre con pantalones llegó a nuestro campamento. Era de la costa de Tucuracas, de piel muy oscura; de hecho, casi un negro puro. No lo conocíamos, pero el obispo nos había dicho que era un tipo decente. Iba camino a su a su casa y nos ofreció su compañía, y también una canoa en Tucuracas que nos podía llevar hasta Rio Hacha. Se lamentó de nuestros animales, pero pensaba que los caballos nos servirían para llegar hasta la costa. La caravana seguiría bajo el mando de Gladtvet, que iba ahora en uno de los burros, y el resto de los animales podrían seguir entonces sin carga hasta Rio Hacha. Esa era una verdadera solución y la aceptamos con agradecimiento.

Había veinte leguas, o unos cincuenta kilómetros, hasta Tucuracas. Cincuenta kilómetros de suelo duro y rocoso y un camino que

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indios llevaban nuestros animales por tierra. El caballo ya se había recuperado, pero necesitaba pasar algunos meses en un potrero de Rio Hacha antes de estar realmente en forma.

Como nuestra dirección ahora era la misma del viento, podríamos viajar en canoa; lo haríamos de noche, como de costumbre, cuando el viento arreciara. Nos dijeron que en pocas horas llegaríamos a Rio Hacha. Fue un viaje audaz, aunque corrimos algunos riesgos. La canoa surcaba el agua con una velocidad tal que habría complacido a cualquier competidor de regata. Nos mantuvimos a flote, aunque la canoa estuviera al nivel del agua, y que de vez en cuando entrara un chapuzón. Llegamos a la playa de la residencia del obispo cuando empezaba a clarear. Estábamos sucios, con manchas de pintura roja en la cara y con la ropa rota y mojada, pero complacidos de haber terminado nuestro viaje de manera triunfal.

detrás de ellos. Tardamos casi una hora en llegar a Tucuracas. En el momento en que entrábamos, vi a dos indios que salían con agua y maíz para dárselos al caballo de mi esposa. Ella ya había instalado una pequeña enramada en la playa, donde colgamos las hamacas y descansamos. Dormimos veinticuatro horas seguidas, salvo por las dos o tres ocasiones en que nos levantaron para que comiéramos. Estábamos medio dormidos cuando comíamos y bebíamos, y a duras penas recordábamos eso. Ni siquiera el ruido que hacían los indios nos despertaba, como tampoco el gentío que se formaba alrededor nuestro para mirarnos.

Ya le habíamos pagado la cuota al sueño cuando llegaron nuestras bestias. Gladtvet había conseguido varios rollos fotográficos y estaba feliz, pero Francisco, que parecía atraer las desgracias, había tenido que pagarle una compensación a un indio descarado, que insistía en que la caravana se había beneficiado al seguir sus huellas –él había cabalgado todo el camino delante de nosotros. El hombre no quiso aceptar las razones que Francisco le dio en el sentido de que estaba siguiendo las huellas de su amo y de su compañía. En realidad, Francisco no conocía el camino a Tucuracas, pero nuestras huellas estaban muy frescas. El indio se obstinaba, y a pesar de ser un jefe de rango menor, y de tener algunas flechas envenenadas, Francisco le dio la funda de su cuchillo para evitar problemas, la preciosa funda que había recobrado a nuestro regreso a Paraguaipoa. Francisco estaba muy triste.

En cuanto a mí, espero que Francisco se haya sentido orgulloso de su tesoro, como era su inclinación, y su capricho también, porque incluso en la Guajira hay muchos sinvergüenzas. Yo tenía otro cuchillo como ése y le prometí que se lo daría cuando nos fuéramos de la Guajira. Le recomendé que no lo dejara por ahí cuando llegáramos a lugares habitados por criollos, porque también lo podrían engañar fácilmente.

Nuestro amigo negroide había encontrado una canoa grande que nos podía llevar con nuestro equipaje a Rio Hacha, mientras que los

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CAPÍTULO 14

La Guajira de Hoy

Cuando volví a la Guajira en 1.955, lo hice desde Maracaibo, Venezuela, un pueblo con una población de 300.000 habitantes, más del doble del tamaño que tenía en ‘nuestros’ días, y considerablemente más atractivo.

Todos saben cuál es la causa de la grandeza de Maracaibo: el petróleo. Todo un bosque de torres de perforación se eleva de las aguas del lago. A las diferentes comunidades petroleras se llega fácilmente en aeroplano, aunque todavía se pueden ver palafitos indios cerca de estos monumentos modernos, como en Santa Rosa. Lo moderno y lo primitivo suelen estar entremezclados en este lugar.

Los hallazgos de petróleo, especialmente en esta área, han convertido a Venezuela en un país rico. Es el más grande exportador de crudo del mundo. En el lago de Sinamaica, los indios todavía viven en palafitos como antes. Pero, ¿cómo han sobrevivido los guajiros en esta tierra baldía? Antes se veía a los indios guajiros caminar siempre por las calles de Maracaibo, pero ahora pululan, especialmente las mujeres. Se habían quedado allí mientras que muchos de los hombres habían vuelto a casa debido a la primavera, siendo mayo el mes de la lluvia primaveral, y ese año había llovido lo suficiente para que ellos pudieran sembrar. Al principio de este libro, mencionaba que cuando llegué por segunda vez a la Guajira, lo hice en carro desde el sur. En 1.955 no vi una sola mula en Maracaibo.

A medida que el carro recorría la carretera entre Maracaibo y Paraguaipoa, tuve muchos recuerdos de mis primeros viajes a la Guajira. Sí, Paraguaipoa, el lugar pequeño y cercano a la frontera al que mi esposa y yo habíamos llegado en mulas cansadas, ahora estaba conectado con Maracaibo, la ciudad, a través de una

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oficiales. Es típico de los guajiros que estén representados por una mujer. Del mismo modo, los vehículos oficiales son típicos de las autoridades venezolanas, las cuales son mucho más generosas al respecto que muchos otros países del mundo.

No había sido fácil encontrarla en Maracaibo, donde tenía una casa pequeña y de estilo colonial en la parte vieja de la ciudad, así como una pequeña quinta, una casa de un piso, muy lejos del pueblo, donde finalmente la encontré una mañana. En Maracaibo, ella recibía a los visitantes a las ocho de la mañana, aunque la hora normal de visitas entre los indios de la Guajira era a las tres de la mañana, la hora más fresca del día. Sin duda, Aurora, del clan del jaguar, adopta esta última hora cuando está en la Guajira, a donde va con frecuencia porque sigue viviendo según los preceptos indios. Ella me recibió en la sala de su casa diminuta con muebles europeos, detrás de la cual había una edificación más primitiva, terrosa y llena de hamacas, donde miembros de la familia descansaban del calor del medio día. Les daban cerveza de maíz, chicha, pero en la salita se servía café negro, como era costumbre entre los criollos. Aurora vestía una amplia manta guajira y sus sandalias tenían borlas del tamaño de un coco. Tenía casi cincuenta años, y tenía tres hijos, incluyendo uno que ya era grande. También tenía diecinueve hermanos y hermanas.

Sus modales eran una ligera reminiscencia de Gabriela Mistral. Hablaba pausada y calmadamente de los problemas de su pueblo, de la sequía, y del ganado que se estaba muriendo. Las autoridades habían detectado una epidemia de fiebre aftosa y estaban matando e incinerando a los animales; pero ella decía que no existían pruebas de que el ganado muriera por esa enfermedad, y que realmente se moría de hambre, o por falta de pasto o de agua. Los indios se desesperarían si las cosas hubieran seguido de la misma manera. Le conté del viaje que habíamos hecho mi esposa y yo por la Guajira días atrás, y ella dijo:

“Mucho ha cambiado, pero la Guajira todavía es la Guajira. Acabo

espléndida autopista. Solamente una vez habíamos viajado en carro por la Guajira. Había sido veinte años antes. En esa ocasión fuimos de Maracaibo a Riohacha, Colombia, en una camioneta, que había sido acondicionada parcialmente en forma de bus con un pequeño vagón de madera. Fue un viaje extenuante porque no había carretera, y avanzamos con tanta lentitud como si fuéramos en mula. Llegamos sucios y cansados. En esa ocasión, pasamos la noche en Uribia, la nueva capital de la Guajira Colombiana. Era un lugar con unas pocas chozas de hojalata en medio de un paisaje estéril, y no era agradable ni para pasar una noche. Había sido construida en el sitio donde se cruzaban todos los caminos guajiros, pero no tenía agua. Yo conocía muy bien a su fundador, Eduardo Londoño; era el administrador de la Guajira y los jefes indios lo miraban de igual a igual. No pudo terminar su tarea, pero supe que Uribia se había convertido en un pueblo grande e importante.

Llegamos al ferry por el río Limón. Era una lancha grande y rápida que nos llevó a nosotros, y a algunas camionetas en tan solo diez minutos. Nuestro paso previo en la destartalada camioneta había sido en un ferry primitivo que se hundía con el peso del carro y nos demoramos más de una hora serpenteando lentamente hasta la otra orilla. En los desembarcaderos, siempre era mejor darse prisa, porque hay nubes de jejenes, unos tormentosos mosquitos de tierra que pican horriblemente. Fuimos a todas partes porque íbamos en un carro destinado para ‘asuntos oficiales’. El carro pertenecía a una mujer india que lo había puesto a mi disposición. Su hermano era mi acompañante.

¿Las indias tienen vehículos oficiales? Sí, la mujer en cuestión tenía dos. Pero, tal vez sea mejor dar una explicación.

Yo le había escrito a ella desde la capital sobre mi intención de visitar la Guajira, pues era la persona más adecuada para este propósito. Su nombre era Aurora Montiel del clan Uriana, el clan del jaguar, y era la representante de los indios en el Congreso, en el cual tenía un escaño como observadora. Esta entidad le había dado dos vehículos

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de venir de allá; de lo contrario, me habría ido con ustedes. Como están las cosas, mi hermano menor deberá viajar en mi lugar. Se lo voy a decir: vive en Siruma y todo el mundo lo conoce como El Cuya”. (Poco después supe que él conservaba su nombre de batalla en su tarjeta de visitante, así como en la oficial. Un indio que sepa leer y escribir naturalmente tiene tarjetas de visita).

Ese mismo día fui a Siruma, que es el propio pueblo guajiro en las afueras de Maracaibo, tan cercano al aeropuerto que los aviones hacen zumbar los techos con un ruido ensordecedor. Las autoridades construyeron el pueblo alrededor de una arboleda pequeña pero frondosa, rodeada de una iglesia y una escuela, con un tobogán para los niños. En las afueras estaban los tugurios que habían levantado los indios, y que no siempre eran limpios ni bien mantenidos. En el semidesierto de la Guajira, se contentaban con ranchos muy simples, cuyas delgadas paredes de cactus eran azotadas continuamente por los vientos alisios; pero esto jamás debió transformarse en materiales como tabla y hojalata.

El Cuya apareció con pantalones, aunque normalmente ningún Guajiro se pone una prenda semejante, así lleve sombrero y camisa. Cuando el Cuya representó a los indios ante las autoridades no usó pantalones, sino la tapadera que los indios envuelven con pericia para cubrir parcialmente la entrepierna y la parte superior de la cadera. El guayuco, la prenda tradicional, no es más que un pedazo de tela que se enrolla entre las piernas y se sujeta a una faja alrededor de la cintura. Es una prenda inapropiada para el hombre blanco, y debe admitirse que es difícil de imaginar una prenda más diminuta. El Cuya se puso solemnemente su guayuco y lo fotografiamos con su mujer, quien se había pintado hermosas figuras rojas en sus rostros. No crean que las costumbres indias han desaparecido.

Fue así como el Cuya y yo subimos al carro camino a Paraguaipoa, que era todavía un pequeño lugar con casas de un piso. Treinta años atrás, era apenas un puesto militar desde el cual se vigilaba la frontera colombiana y a los temibles bandidos de la serranía Cusina,

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Aurora Montiel, quien representa a los indios en el Congreso de Caracas

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Divisamos algunos ranchos con techo y paredes cubiertos de hojas de palma. Los perros empezaron a ladrar, y los chivos a balar; habíamos llegado. Todo el mundo estaba dormido cuando llegamos, pero las mujeres empezaron a salir. La dueña de la ranchería era una mujer. Si no lo hubiera sabido con anterioridad, habría pensado que en la Guajira los hombres eran sólo figuras secundarias. Las mujeres atizaron el fuego, colgaron las hamacas y, cuando ya estábamos acomodados, nos trajeron jarras con chicha. Era agria y refrescante, y también nutritiva, justamente lo que necesitábamos antes de conciliar el sueño. El viento agitaba constantemente el techo de palma y de vez en cuando nos caían algunos granitos de arena en la cara. Las ovejas y los chivos daban balidos. El aire era fresco y muy agradable. La luna hizo que la noche brillara como el día. Dormimos plácidamente. En la mañana, tan pronto apareció la primera luz en el cielo, sacrificaron un ovejo. No nos permitirían seguir nuestro viaje sin antes haber comido las mejores partes asadas al desayuno. Luego tomamos chicha y emprendimos viaje.

Aurora había dicho que la Guajira todavía era la Guajira, y eso era cierto. Habíamos atravesado terrenos agrietados por el sol y zonas con algunos cactus; descansamos a la sombra de árboles de dividivi agitados por el viento. Entramos a Colombia y una vez más vi La Teta, violeta contra el amarillo de la tierra y el verde de los cactus. El Cuya me dijo que estaban pensando construir una estatua de Cristo en la Teta. ¿Un Cristo en la punta de los senos de una mujer? Sí, al lado del mar en el norte, en la cima de la montaña del terrón de azúcar, ya hay una figura de la virgen de Fátima.

Vimos un jeep y una o dos camionetas en la distancia, pero también nos encontramos con indios a caballo, todos sin pantalones, y caravanas enteras de burros y mulas de carga, y mujeres con mantas negras. En las rancherías por las que pasamos nos ofrecieron chicha y nos invitaron a quedarnos tanto tiempo como quisiéramos.

Había muchas cosas nuevas. Habían abierto una tienda en medio de la estepa, una construcción que se veía inmensa y sólida en

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que ocasionalmente realizaban asaltos hasta allí. Ahora vi las paredes de una gran construcción, de lo que iba a ser un internado para los niños indios. No se podía ir más lejos en carro. La verdadera guajira empezaba allí. ‘Debemos coger un jeep’, dijo mi compañero.

La compañía Electrolux, que tiene una gran actividad comercial en la Guajira –los indios compran refrigeradores– le había prestado un jeep a uno de los hombres importantes del lugar. Sin embargo, resultó que éste nunca se había molestado en traer el jeep, el cual todavía estaba en Maracaibo, pero nos las arreglamos para encontrar otro. El dueño lo iba a manejar y no nos dijo cuánto nos cobraría. Estaba seguro de que sacaría el mejor provecho de la ocasión, y así lo hizo, porque no había ningún otro vehículo disponible.

El Cuya y yo estábamos ansiosos por bajarnos en cuanto pudiéramos, ya que nos habíamos ganado una compañía sin querer, un criollo viejo y malhumorado que era un conocido de la familia, y que se estaba gorreando el viaje para visitar a un indio que vivía cerca de Paraguaipoa. Encontramos el lugar y dejamos allí al viejo, que nunca paró de hablar. Los indios no lo reconocieron, pero de todos modos lo recibieron. Este hombre tenía una artritis reumática muy delicada que había contraído en las montañas de Caracas. Los indios no resisten un clima húmedo. Son víctimas de todo tipo de achaques, desconocidos en su península árida, soleada y saludable.

Había oscurecido cuando el jeep vino a recogernos. Íbamos a pasar la noche en una ranchería donde siempre había espacio, y a la que podíamos llegar cuando quisiéramos. La hospitalidad es todavía una ley en la Guajira. El conductor de nuestro jeep se perdió en la oscuridad – nos dejó saber que no le hubiera pasado eso de día-, pero El Cuya le ayudó. Sin temor a equivocarse, le indicaba la dirección aunque no hubiera ninguna señal de camino. El séptimo sentido que poseen los guajiros, como también otros pueblos del desierto, los mantienen siempre orientados. Es fácil perder el rumbo en medio de la sabana, y los conductores de camioneta criollos siempre se guían por las huellas de otros vehículos.

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mil que había, según cálculos generales, no quedó ni la mitad. Además de los que murieron de hambre y de sed, muchos otros fueron vendidos como esclavos por sus jefes, los padres vendieron a sus hijos o se pusieron a sí mismos al servicio de un esclavista en Zulia, en Colombia o en las islas Holandesas del Caribe. Y aunque esto parezca una solución eficiente, los pueblos vitales superarán las crisis y sobrevivirán.

Los grandes jefes ya no son tan poderosos como antes. Ya no tienen los inmensos rebaños del pasado; ya no pueden mantener hordas enteras de esclavos. Los indios ahora consiguen trabajo con los blancos, pero vuelven a casa cuando las lluvias les permiten sembrar y les ofrece la esperanza de una cosecha. También regresan a sus casas, cuando se acerca la hora de su muerte: deben yacer en la tierra de sus padres.

Hoy en día, hay caminos a través de la ruta que seguimos en nuestro gran viaje. Los caminos son aptos para jeeps y camionetas durante la temporada seca, es decir, durante casi todo el año. Rio Hacha todavía es pequeña, pero ahora tiene agua y no necesita traerla del río. Esto sucedió por accidente. Una compañía estaba buscando petróleo cerca del pueblo, y a quinientos pies de profundidad, brotó agua en lugar de petróleo. Como a la compañía no le interesaba el agua, ofreció la excavación como un regalo al pueblo.

Los bandidos Cusina ya no existen, porque fueron exterminados gracias a un esfuerzo conjunto de los clanes. Ya nadie sabe nada de flechas envenenadas, salvo que dicen que existían en el pasado. Hay una propuesta para explotar la hermosa playa del Cabo de la Vela con fines turísticos. La misión de los monjes tiene una orquesta de muchachos famosos que han tocado en Bogotá y en otras ciudades. Castilletes se encuentra en un estado de ruina y desintegración, y de otros lugares de la playa no queda más que su nombre. La industria de la pesca de perlas ha disminuido, pero la industria de la sal está floreciendo y se dice que Manaure tiene casi mil habitantes, una iglesia y una escuela. Uribia, la capital artificial, tuvo un período

comparación con las rancherías de los indios. Estaba en Colombia y podían vender barato, porque las cosas en Colombia no eran tan costosas como en Venezuela. Se podían conseguir cervezas que venían de la lejana Barranquilla, guardadas en refrigeradores gigantescos, y había también fósforos suecos y cigarrillos colombianos a la venta, todo a precios con los que Venezuela no podía competir. En algún lugar, también en Colombia, un familiar de mi acompañante había abierto una destilería autorizada. Los licores se filtraban y se embotellaban en cocos, a los que se les ponía un corcho y se dejaban añejar por un par de meses. El resultado era una bebida muy buena y el fabricante se sentía muy orgulloso de ella. Más al sur había extensos bosques de coco.

El Cuya sugirió que deberíamos ir a buscar una casimba, ¡cuántas veces no habíamos buscado desesperadamente mi esposa y yo estas casimbas por todo el semi-desierto! Normalmente, los indios las cavan, muchas veces con sus manos, en la arena del lecho seco de un río. Esta casimba, sin embargo, era muy distinta. Habían fabricado un estanque artesanal y los vientos alisios bombeaban agua a un enorme tanque de cemento, desde el cual corría el agua hacia los canales donde abrevaba el ganado y los indios se bañaban, tal como en el pasado. Los vestidos de baño tampoco habían hecho su aparición en la Guajira. Al igual que en Japón, bañarse desnudo se consideraba muy apropiado. Esta casimba se encontraba también en territorio colombiano, así como también en la mayor parte de la península. El Congreso colombiano había aprobado recientemente un presupuesto de 750.000 libras esterlinas para construir estanques en la Guajira, como consecuencia de la catástrofe que ocurrió años atrás, cuando las lluvias que se esperan anualmente nunca cayeron. No había agua ni pasto para el ganado. Los curanderos tocaban en vano sus maracas; se hacían danzas rituales de día y de noche, pero no pasaba nada. La sequía duró varios años. Según las estadísticas, había cerca de un millón de cabezas de ganado en la península. Casi todas murieron o se salvaron al ser llevadas a otros lugares. Solo algunas decenas de miles de chivos sobrevivieron, pues eran mucho más resistentes y salvajes. ¿Y qué de los indios? De los cincuenta

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de auge, con capilla, internados para niñas indígenas, aeródromo, escuelas, telégrafo y luz eléctrica, pero ahora ha vuelto a decaer y Maicao, otro lugar que había mencionado antes, no lejos de la frontera con Venezuela, se ha convertido en un importante centro comercial.

El contacto creciente con los blancos ha debilitado los lazos de sangre y ha afectado el sentido de las relaciones de los indios, que ahora está limitado en gran parte a la familia inmediata. Ha habido muchos matrimonios católicos que han causado mucha confusión debido a la ley india de la herencia matrilineal y a la regla patrimonial del hombre blanco. Los clanes ya no están tan estrechamente unidos como antes. El sentido del clan está desapareciendo; los clanes mismos se están dividiendo en familias, y dentro de muy poco, ya no serán sino sólo eso.

Pero el guajiro todavía conserva su lengua, sus costumbres y, en general, toda su organización.

Cuando recordemos la dimensión de su contacto con los blancos, nos daremos cuenta de que son únicos entre todos los pueblos de América.

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