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APÍTULO VIII EL PURGATORIO A.- Introducción. Leonardo Boff en su libro "Hablemos de la otra vida", considera que el purgatorio es un proceso de plena maduración frente a Dios. La muerte es el paso del hombre a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer totalmente; si es para bien su nuevo estado se llamará "cielo" y en él alcanzará la plenitud humana y divina en el amor, en la amistad, en el encuentro y en la participación de Dios. El purgatorio significa la posibilidad que por gracia de Dios se concede al hombre de madurar radicalmente luego de morir. El purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos de ascención y educación, por medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus posibilidades y se purifica de todas las marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su vida, sea mediante la historia del pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los malos hábitos adquiridos a lo largo de la vida. Ciertamente muchos de nosotros tenemos otras ideas más o menos absurdas acerca del purgatorio; son indignas de la esperanza liberadora del cristianismo porque se ha presentado al

Infierno Purgatorio

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APÍTULO VIII

EL PURGATORIO

 

A.- Introducción.

Leonardo Boff en su libro "Hablemos de la otra vida", considera que el purgatorio es un proceso de plena maduración frente a Dios.

La muerte es el paso del hombre a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer totalmente; si es para bien su nuevo estado se llamará "cielo" y en él alcanzará la plenitud humana y divina en el amor, en la amistad, en el encuentro y en la participación de Dios.

El purgatorio significa la posibilidad que por gracia de Dios se concede al hombre de madurar radicalmente luego de morir. El purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos de ascención y educación, por medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus posibilidades y se purifica de todas las marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su vida, sea mediante la historia del pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los malos hábitos adquiridos a lo largo de la vida.

Ciertamente muchos de nosotros tenemos otras ideas más o menos absurdas acerca del purgatorio; son indignas de la esperanza liberadora del cristianismo porque se ha presentado al purgatorio no como una gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con vistas a un futuro próximo a su lado, sino como un castigo o una venganza divina que mantiene ante sí el pasado del hombre.

 

B.- Doctrina de la Sagrada Escritura.

Desde el punto de vista histórico, la base bíblica del purgatorio ha sido un permanente punto de fricción entre católicos y protestantes, es por eso que desde el inicio del protes-tantismo, allá por el siglo XVI, los expositores católicos se han esforzado por presentar al purgatorio dentro de una óptica de defensa de la fe.

De las actas de la llamada Disputa de Leipzig, del año 1519, está tomada la proposición 37 de las tesis luteranas condenadas por el Papa León X, que dice lo siguiente: "El purgatorio no puede probarse por la Sagrada Escritura canónica" (Dz 777, Ds 1478). Esta tesis de Lutero se fundamenta en su negación de la canonicidad de los dos libros de los Macabeos, a los cuales considera apócrifos.

A lo largo del tiempo han sido frecuentes las discuciones sobre el valor de los pasajes de la Sagrada Escritura que suelen presentarse a favor de la existencia del purgatorio. Quizás la discución se deba sobre todo a que más que buscar el fundamento bíblico de la doctrina del purgatorio lo que se intenta es aquilatar si los textos contienen todos y cada uno de los elemen-tos que pertenecen a la idea dogmática que se tiene de él, pero que en realidad son fruto de un lento proceso de desarrollo sobre esta materia.

Dice Leonardo Boff que al echar mano de los textos bíblicos es conveniente hacerse una reflexión de carácter hermenéutico, ya que en vano buscaremos un pasaje bíblico que hable formalmente del purgatorio. Los textos, dice Boff, "se deben leer y releer en el ambiente en que fueron escritos, dentro de las coordenadas religiosas y de la fe que reflejan".

1.- Los textos.

1).- 2 Mac 12,40-46.

Uno de los pasajes clásicos en torno al tema que tratamos es el de 2 Mac 12,40-46, que en su texto griego original dice lo siguiente: "Y habiendo recogido dos mil dracmas por una colecta, los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy bien y pensando noblemente de la resurrección, porque esperaba que resucitaran los caídos, considerando que a los que habían muerto piadosamente está reservada una magnífica recompensa; por eso oraba por los difuntos, para que fueran liberados de su pecado".

El contexto de este pasaje bíblico es el siguiente: Cerca del año 160 a. C., los seguidores de Judas Macabeo se habían enfrentado al ejército invasor del pagano Gorgias, que intentaba obligarlos a que renegaran de su fe, y algunos de ellos perdieron la vida en el combate; pero cuando sus compañeros recogieron los cadáveres para sepultarlos entre sus ropas encontraron amuletos y objetos de culto idolátrico cuya posesión estaba severamente prohibida por la Ley. Así pues, Judas Macabeo se dio cuenta que los soldados muertos por defender su religión merecían una magnífica recompensa, pero al mismo tiempo se habían hecho acreedores a un castigo por su pecado al haber violado la Ley. En estas condiciones fue que decidió que era conveniente "ofrecer un sacrificio por el pecado" en el Templo de Jerusalén, con la esperanza de que quienes habían muerto en defensa de la patria y la religión lograrían el perdón de Dios por su pecado y participarían en la resurrección.

Para la exégesis de este pasaje el autor C. Pozo advierte en su libro titulado "Teología del más allá" los siguientes elementos: 1.- El redactor de este texto, inspirado por Dios, no solamente alaba la acción sino también la persuación de Judas, lo que no podría haber hecho si el modo de pensar de Judas Macabeo hubiera sido equivocado. 2.- Los elementos esenciales del pensamiento de Judas Macabeo son a).- Que los difuntos no han muerto en estado de condenación o enemistad con Dios; b).- Que sin embargo les falta todavía algo para ser salvados; c).- Que todo se hace pensando en su

resurrección, para que en ella reciban la misma suerte que los demás judíos piadosos.

2).- 1 Cor 3,10-15.17

Mucho se ha discutido sobre el valor probativo de la existencia del purgatorio contenido en los pasajes de la Carta de Pablo a los Corintios en los que se dice que los obreros apostólicos deben de seleccionar cuidadosamente los materiales que empleen en la edificación de la Iglesia: "Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede arrasada, sufrirá daño. El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego... Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario".

El texto anterior, nos dice el autor Ruiz de la Peña en su libro "La otra dimensión. Escatología cristiana", parece clasificar a los predicadores del Evangelio en tres categorías: 1.- Los que han usado buenos materiales y recibirán recompensa; 2.- Los que en vez de edificar han destruido, serán destruidos ellos mismos; 3.- Aquellos que habiendo edificado, no han sido suficientemente escrupulosos en la elección de los materiales. A estas tres clases de apóstoles corresponderían tres diferentes retribuciones: el premio de la vida eterna, el castigo de la muerte eterna, y la corrección dolorosa (salvarse pasando a través del fuego) que implicaría la doctrina del purgatorio.

Todo el pasaje anterior está redactado en un estilo alegórico, en donde las epxresiones "el día" y "el fuego" pertenecen a las bien conocidas imágenes apocalípticas del Juicio Final; entender "el día" como designación de un supuesto juicio particular o "el fuego" como la expiación de una pena en el purgatorio es violentar el sentido del texto. Por otra parte, puesto que Pablo sitúa la escena de su Carta a los Corintios en el último día del mundo, cuando según la dogmática ya no habrá purgatorio, parece poco fundamentado deducir de este pasaje una enseñanza sobre un estado purificador situado entre la muerte de la persona y el Juicio Final, en el que, según el versículo 15, el daño que sufrirá el penado no será tal que implique condenarse; se salvará, pero con dificultad y angustia.

En resumen, más que hacer hincapié en éste o aquél texto cuestionable, sería preferible fijarse en ciertas ideas generales que son clara y repetidamente enseñadas en la Biblia y que pueden considerarse como el núcleo germinal de nuestro dogma, una de ellas es la constante persuación de que sólo una absoluta pureza es digna de ser admitida en la visión de Dios.

El complicado ceremonial de culto israelita tendía a impedir que compareciesen ante Yahweh los impuros, incluso si su mancha consistía en meras impurezas legales; por eso el terror de ver a Dios cara a cara (Ex 20,18ss), tan común entre el pueblo, procedía de una viva conciencia de indignidad e impreparación. Asímismo, diversos pasajes del Nuevo Testamento ratifican la exigencia de una total pureza para poder participar de la vida eterna, por ejemplo "Bienaventurados los límpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8); "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Nada profano entrará en ella (en la Nueva Jerusalén)" (Ap 21,27).

Otra idea, quizá la más importante y el verdadero fundamento teológico de la doctrina del purgatorio, es la responsabilidad humana en el proceso de justificación,

que implica la necesidad de una participación personal en la reconciliación con Dios así como la aceptación de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados. Como un ejemplo de esto, en 2 Sam 12,13ss se recoge un caso típico de separación entre culpa y pena, allí el perdón de Dios no exime a David de sufrir el castigo de su pecado.

Estas ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo que haya muerto sin haber alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en comunión con Dios, la logre mediante una complementaria purificación extraterrena, ya que la legitimidad de los sufragios por los muertos está garantizada por un uso que se remonta al judaísmo precristiano.

 

C.- La doctrina de los Concilios.

La doctrina católica sobre el purgatorio adquirió su forma eclesiástica definitiva en dos concilios medievales en los que intentó restablecer su unidad con la Iglesia de Oriente. Los cristianos de oriente no habían tenido ningún punto de controversia con la Iglesia latina sobres esta doctrina sino hasta el siglo XIII, cuando ocurrieron estos concilios.

1.- Concilio de Lyon, año 1274.

Según el autór Ruiz de la Peña, en su obra antes citada, la oposición de parte de los teólogos orientales a la doctrina católica sobre el purgatorio se limitó durante el concilio de Lyon a tres aspectos, que son los siguientes:

1.- El carácter local del purgatorio, al cual los orientales entendían como un estado y no como un lugar.

2.- La existencia de fuego en el purgatorio, que les recordaba la herejía origenista de un infierno temporal.

3.- Sobre todo la naturaleza expiatoria, penal, de un estado que ellos consideraban purificatorio, en el cual los difuntos madurarían gracias a los sufragios de la Iglesia y no por soportar un castigo.

Este último elemento es el que nos da la clave del desacuerdo doctrinario: se trata en última instancia de una consecuencia de dos modos diferentes de concebir la redención subjetiva. Para los orientales la justificación del hombre se entiende como un proceso de divinización progresiva que lo va devolviendo a la imagen de Dios por un proceso paulatino de purificación.

2.- El concilio de Florencia, año 1239.

La discrepancia con la Iglesia de Oriente fue abiertamente afrontada durante el concilio de Florencia, en el que se reconoció la parte de razón que correspondía a la crítica de los orien-tales, y en consecuencia se omitieron del texto dos componentes que intervinieron en el de Lyon: que el purgatorio es un lugar y que entre sus penas se encuentra la de soportar el fuego. Pero el concilio de Florencia también formuló la siguiente definición: "Además, si habiendo hecho penitencia verdaderamente, murieron en la caridad de Dios antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por los pecados de comisión y de omisión, sus almas, después de la muerte, son purificadas con penas purgatorias; y para ser librados de estas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de la misa, las oraciones y las limosnas, y otros oficios de piedad que suelen hacerse, según las instituciones de la Iglesia" (Dz 693).

En suma, las tres notas que integran el concepto dogmático del purgatorio son: 1.- La existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente limpios de culpa son "puri-ficados"; 2.- El carácter penal de ese estado, y en este punto la Iglesia no ha creído poder ceder a los requerimientos de los orientales, si bien no llega a precisar en qué consisten concre-tamente esas penas; 3.- La ayuda que los sufragios de los vivos prestan

a los difuntos que se encuentran en ese estado de purificación.

3.- El Concilio de Trento.

Junto con la Reforma, el siglo XVI trajo otro períoro crítico para la doctrina del purga-torio. En 1519 Lutero señaló que no se encontraba fundamento alguno para esta doctrina en las Escrituras canónicas, pero continuó creyendo en su existencia basándose principalmente en la tradición patrística, sin captar la incoherencia que esto introducía en su sistema; sin embargo cuando poco después compareció ante la Dieta de Augsburgo ya condicionaba su existencia, y por último sus conclusiones en contra cristalizaron en el manifiesto "Widerruf von Fegfeuer" (Retractación del Purgatorio) que escribió en 1530.

Por parte del concilio de Trento, es significativo el hecho de que solamente haya aludido al purgatorio desde el punto de vista doctrinal en uno de sus cánones del Decreto sobre la Justificación; en él dice lo siguiente:

"Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se borra el resto de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda resto alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada del Reino de los Cielos, sea anatema" (Secc. VI, canon 30).

Este canon no representa ninguna novedad respecto a lo definido en Florencia, pero sitúa la controversia interconfesional en el lugar que le corresponde, o sea en la temática del proceso de remisión de los pecados y la santificación del hombre. Por lo demás, en el campo disciplinar Trento emitió un decreto animado por un sano espíritu de autocrítica, en el que prohibe exponer la doctrina del purgatorio recargándola de aditamentos inútiles. Dice este decreto lo siguiente:

"Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados concilios, y últimamente en este ecumúnico concilio, que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles, particularmente por el aceptable sacrificio del altar, manda el santo concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos Padres y por los santos concilios, sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante, empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación, y de las que la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de la piedad. Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquellas, empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles".

4.- El concilio Vaticano II.

En la Constitución Dogmática Lumen Gentium No. 49, el concilio Vaticano II describe la realidad eclesial en toda su amplitud y coloca al purgatorio como uno de los tres estados eclesiales al decir "Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados".

Más adelante, en el número 50, se recuerda la práctica de la Iglesia de orar por los fieles difuntos —práctica que se remonta hasta los tiempos primitivo— y con las palabras de 2 Mac 12,46 alaba este uso diciendo "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos, para que queden libres de sus pecados". En el número 51 el concilio propone de nuevo, trayéndolos así a la memoria, los acuerdos de los concilios de Florencia y Trento en las partes que se refieren al purgatorio y a la oración por los difuntos.

Con lo que hasta aquí se ha dicho se pone en claro el significado esencialmente cristiano de la doctrina del purgatorio: Se trata de un proceso radicalmente necesario para la trans-formación del hombre, gracias al cual se hace apto para recibir a Cristo, apto para recibir a Dios, y en consecuencia apto para entrar en la comunión de los santos.

5.- Bibliografía específica.

La bibliografía que hace referencia particularmente a los temas tratados en este capítulo es la siguiente:

Pozo C.: Teología del más allá. Madrid, 1969, pp. 240-254.

Boff L.: Hablemos de la otra vida. Bilbao, 1985, pp. 59-71.

Ratzinger J.: Escatología. Barcelona 1980, pp. 204-216.

Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana. Madrid, 1975, pp. 327-343.

EL «MÁS ALLÁ»DOCTRINA CATÓLICA

JOSÉ MARIA OZAETA, O.S.A.

Instituto Teológico EscurialenseEl Escorial

El hombre no termina su existencia con la muerte: la muerte es el comienzo de una nueva vida. El mundo terreno, que ha sido el escenario de las maravillas de Dios, creador y redentor del hombre, será transformado para convertirse en espléndido escenario del Dios que consuma su obra de amor. La escatología es lo que da sentido profundo a la existencia cristiana. Las denominadas realidades escatológicas no son sólo lo último en sentido histórico-temporal, sino que también son lo último en cuanto consumación definitiva de la obra salvífica y corona que culmina la victoria del amor de Dios a los hombres. 

Hay, pues, una escatología del hombre, que comienza con la muerte de cada uno y con su suerte ultramundana; y una escatología del mundo, que comienza con el término de la historia humana. Según esto, podemos hablar de una doble escatología: individual y colectiva. No es ahora el momento de referirnos a la llamada «escatología intermedia» o a la duración que media entre la muerte del individuo y la resurrección final. 

Las dos dimensiones aludidas plantean difíciles interrogantes, pues no pocas veces parecen incompatibles. Si no se comprende correctamente esta doble dirección, resultará legitimo preguntarse qué puede significar todavía la venida de Cristo al final de los tiempos (parusía), la resurrección universal y la renovación cósmica para el individuo que ya ha entrado, a través de la muerte, en la perfecta felicidad; por el contrario, si se afirma la supremacía del último acontecimiento, del que será protagonista la comunidad, el destino 

de la persona, desde su muerte hasta el final de los tiempos, puede parecer carente de sentido. 

Sin embargo, la recta comprensión de estas dos dimensiones aunque no resuelve plenamente todas las cuestiones muestra que tal incompatibilidad es más aparente que real, ya que ambas reflejan la tensión que se da entre las notas constitutivas de lo humano: el hombre es simultánea e indisolublemente un ser individual y social. 

Ahora bien, puesto que estos dos aspectos afectan a la escatología cristiana, ¿cuál de los dos ha de ser expuesto en primer lugar? Actualmente se nos dice que la revelación parece dar prioridad a la dimensión social del «éschaton». Por eso los tratados modernos han abandonado el esquema tradicional, dé carácter individualista y vuelven a estudiar inicialmente su dimensión universal. 

Supuesto esto, conviene advertir que el magisterio de la Iglesia como con otras verdades dogmáticas, se ha limitado a defender los puntos esenciales de la fe contra los errores que han ido surgiendo en el transcurso de los tiempos. De este modo ha explicitado el germen simplicísimo de los primitivos Símbolos de la fe: la vida eterna, la resurrección del hombre... 

Desde el punto de vista hermenéutico, otra advertencia. La escatología excluye descripciones o representaciones fantásticas y arbitrarias del «más allá», elaboradas sólo para satisfacer la curiosidad. Por otra parte, resulta evidente el intento de liberarse del influjo de una cultura cosmocéntrica, propia del pasado: el predominio de la dimensión física, espacial, la tendencia a la cosificación han inducido de hecho a la descripción de las 

«realidades últimas» como lugares colocados en partes desconocidas del mundo y sometidas a la duración del tiempo. En la actualidad, el giro antropológico-existencial de la teología ha servido para intentar una reformulación de las realidades escatológicas, expresándolas en términos más personales y comunitarios. 

Finalmente, es imprescindible destacar el aspecto cristológico de la escatología. En Cristo lo que tendía a su realización plena se ha cumplido. El acontecimiento «Cristo» es la revelación escatológica por excelencia. La escatología se convierte en una cristología ampliada: aquello que ya es de Cristo será del hombre, de la humanidad y del cosmos entero. Con razón se ha dicho que nuestro éschaton es Cristo, pues no estamos orientados hacia alguna cosa, sino hacia alguien. 

Pasamos ahora a exponer la doctrina católica en relación a los acontecimientos comprendidos en la escatología individual (muerte, vida eterna, purgatorio, infierno) y colectiva (parusía, juicio, resurrección de los muertos, renovación cósmica). Comenzamos por ésta última. 

1. Escatología colectiva

1.1. La parusía

Es el acontecimiento y la manifestación definitiva de Cristo en gloria. Como acontecimiento universal y cósmico, en el que están recogidos y plenamente revelados todos los signos de la presencia de Dios en el mundo, será el cumplimiento de la espera del hombre y de la humanidad entera, de la espera del adviento glorioso del Señor resucitado, 

en la certeza de que toda la historia de la salvación concluirá y se consumará en él. 

El anuncio de la venida de Cristo al final de los tiempos se contiene en todas las manifestaciones de la fe de la Iglesia, aunque nunca fue objeto de discusión o reflexión especifica, Así: 

1.1.1. La fe en la parusía queda registrada en los Símbolos desde sus primeras redacciones: «ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos» (Símbolos Apostólico, Niceno...). Conviene notar que el juicio no ocupa el primer lugar, sino la parusía o la manifestación del poder de Cristo, por lo que posteriormente se añadió: «que ha de venir con gloria...» (Símbolo Niceno-constantinopolitano; Credo del Pueblo de Dios de Pablo Vi). Sin embargo, el juicio está íntimamente unido a la venida gloriosa del resucitado, de modo que sólo puede entenderse en conexión con ella. 

1.1.2. La liturgia de la Iglesia es una anticipación mística del reino de Dios: lo que ahora acontece produce algo que será realidad permanente al final de los tiempos. El Concilio Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium (1963) nos recuerda la parusía en un contexto litúrgico: «aguardamos al salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestaremos con él en gloria>, (n. 8). 

En la eucaristía, por poner un ejemplo cualificado, los creyentes reafirman su esperanza en la venida gloriosa de Cristo, a la vez que confiesan la fe en su actual presencia bajo las especies sacramentales: como el Señor ha venido ahora y está realmente entre nosotros respondiendo a la petición de la Iglesia, del mismo modo vendrá al término

de la historia, respondiendo a su invocación, en la que expresa el anhelo vehemente de que venga gloriosa y manifiestamente su Esposo. 

La invocación aramea «marana-tha», introducida en el acto central del culto cristiano, la recitaban los primeros discípulos de Jesús, como nos consta por la «Didaché» (¿principios del siglo ll?). La reforma litúrgica, que siguió al Concilio Vaticano II (1962-1965), ha incorporado esta aclamación multisecular a la celebración eucarística: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡ven, Señor Jesús!. Este anhelo también está presente en la oración, particularmente, en el Padre nuestro: «venga a nosotros tu Reino». 

1.1.3. Los Padres de la Iglesia reflejan la conciencia de ésta sobre la parusía en no pocos testimonios, que nos es imposible reproducir. Nos conformamos con estas breves referencias: 

La «Didaché», que, como acabamos de ver, nos ha transmitido la exclamación gozosa «marana-tha», termina con la evocación de la venida del Señor sobre las nubes del cielo (16, 8). El sentido técnico del término ya se encuentra en el Discurso a Diogneto (¿finales del siglo ll?), en el Pastor de Hermas (h. 150) y en San Justino (h. 165) 1. 

San Justino es el primero de los Padres, que emplea esta significativa expresión, «primera y segunda venida, venida sin gloria y venida en gloria» 2, reflejo del sentir de la Iglesia sobre la encarnación del Verbo y la manifestación final del resucitado. También San Ireneo (+ h. 202) habla de la doble venida del Señor 3. 

Dejando a otros muchos Padres, pasamos a San Agustín (354-430). Su autoridad en la materia, lo mismo que en otras, ha guiado nuestra elección. No sólo testifica la fe de la Iglesia en la parusía, sino que también la purifica de algunos elementos accesorios, en particular, los que versan sobre la interpretación de los signos precursores y sobre la fecha de la misma 4. 

1.1.4. Los Concilios. Desde la patrística hasta nuestros días la parusía ha sufrido un progresivo declive, llegando a un «olvido» lamentable. Basta recordar las pocas veces que aparece en documentos magisteriales, y en dichas ocasiones no pasa de ser una alusión rutinaria. Nos remitimos al Concilio IV de Letrán (1215) y a la Profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo, leída en el Concilio II de Lyón (1274). 

Prácticamente hemos tenido que esperar hasta el Vaticano II para que la parusía volviera a recuperar el lugar privilegiado, que le otorga el Nuevo Testamento. La Constitución dogmática Lumen Gentium (1964) recoge los elementos más importantes de la doctrina católica: índole triunfante de la venida de Cristo al final de los tiempos; talante de expectación gozosa y confiada, propia de los cristianos; parusía como plenitud de la obra salvífica ya comenzada, tanto a nivel individual como al de la comunidad eclesial (nn. 43-50). La Constitución pastoral Gaudium et Spes (1965) enseña que «el Reino presente en la tierra de una manera misteriosa se consumará con la venida del Señor» (n. 39). El Decreto Ad gentes (1965) nos recuerda la expresión de San Justino: «El tiempo de la actividad misionera discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el reino de

Dios» (n. 9). 

1.2. El juicio-final

Es una de las dimensiones de la parusía, pero no hay que olvidar que conserva su propio peso especifico. La acción judicial de Dios no puede entenderse, prescindiendo del resto de la actuación divina en la alianza que ha establecido con el hombre. Cuando Dios interviene en la historia, está juzgando. Y su intervención tiene siempre una doble vertiente: salvífica y judicial en sentido forense, aunque la prioridad corresponde al aspecto salvífico. La idea de juicio denota la victoria definitiva y aplastante de Cristo sobre los poderes del mal, expresa al mensaje reconfortante de la gracia vencedora. 

Cuando la Iglesia primitiva confesaba su fe en Cristo, que había de venir a juzgar, «qui venturus est iudicare», proclamaba su confianza en el triunfo del resucitado. Es esto lo que nos trasmiten los Símbolos más antiguos: Apostólico 5, Niceno (325), Niceno- constantinopolitano (381)... 

Pero el juicio también comporta un aspecto discriminatorio en función de la responsabilidad del ser humano. Y aunque primariamente sea un acto salvador, secundariamente importa la rendición de cuentas, en cuanto que la epifanía del señorío de Cristo constituye la pública revelación del contenido real de la historia y del alcance irreversible de las opciones en ella tomadas individual y colectivamente por todos los hombres. A pesar del entusiasmo que sentían los fieles por la venida gloriosa de Jesús como salvador, los miembros de las primitivas comunidades sabían asimismo cuán 

importante era para una vida auténticamente cristiana ser conscientes de que el Señor también vendría a juzgar a su Iglesia y a sus miembros. 

No es extraño que desde el siglo lIl, probablemente debido a la mentalidad forense, típica del pensamiento latino, la actitud gozosa frente al juicio fuese perdiendo terreno hasta desembocar más tarde en la angustia e inseguridad de una sentencia rigurosa e inapelable, que se ajustaría a nuestra conducta vacilante y deficiente. 

Veamos algunos eslabones de la Tradición. Tertuliano (c. 160-223) propone una sencilla regla de fe, en la que dice que Cristo «ha de venir con gloria para llevar a los santos al disfrute de la vida eterna y de las promesas celestiales, y para condenar con el fuego inextinguible a los impíos..» 6. Entre los testimonios de los Padres recordamos a Hipólito de Roma (+ 235), San Cipriano (+ 258), Afraates (s. IV), San Gregorio Nacianceno (h. 329-389)... 

Mención especial merece San Gregorio Magno (540-604). «Pensad, hermanos carísimos, que os encontráis en la presencia de aquel Juez. ¡Qué terror en aquel día, en el que ya no habrá remedio para la pena! ¡Qué confusión y qué vergüenza cuando se tenga que dar cuenta de los pecados delante de todos los ángeles y de todos los hombres! ¡Qué pavor producirá ver irritado a Aquel, a quien la mente humana ni siquiera puede ver cuando se encuentra pacífico! Contemplando este día, dijo con toda propiedad el profeta: «Aquel día será día de ira, día de tribulación y angustia, día de calamidad y miseria, día de tinieblas y oscuridad, día de nubes y borrasca, día de trompetas y griterío» (Sof 1, 15). Por el contrario, cuán grande será la alegría de los elegidos, que merecerán gozar

de la visión de Aquél, ante el cual, como ellos mismos lo comprobarán, todos los elementos tiemblan, y entrar con El en las bodas» 7. 

San Agustín ya se había adelantado, presentándonos una imagen terrible del Juez, que «no será aventajado por la benevolencia, ni ablandado por la misericordia, ni corrompido por el dinero, ni aplacado por la penitencia y la satisfacción» 8. 

Este cambio de acento, «en virtud del buen sentido eclesial» 9, también se deja ver en la doctrina del Magisterio. La mayoría de los testimonios se encuentran en las Profesiones de fe. Por ejemplo, de San Pelagio I (557), Concilio XI de Toledo (675), San León IX (1053), Inocencio lIl (1208), Derecho pro Jacobitis del Concilio de Florencia (1442), Profesión tridentina de fe (1564). 

Ya en nuestros días, el Concilio Vaticano II, en su constitución Lumen Gentium (n. 48), recoge la enseñanza de la Iglesia al respecto: «No sabiendo el día ni la hora, es preciso, por advertencia del Señor, que vigilemos constantemente, para que, terminado el curso único de nuestra vida terrestre (cfr. Heb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los benditos de Dios (cfr. Mt 25, 31-46) y no se nos mande como a siervos malos y perezosos (cfr. Mt 25, 26), apartarnos al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de que reinemos con Cristo glorioso, todos nosotros compareceremos «ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta cada cual de lo que hizo mientras estaba en el cuerpo, tanto lo bueno como lo malo» (2Cor 5, 10); y al final del mundo «irán los que obraron el 

bien a la resurrección de la vida, pero los que obraron el mal, a la resurrección de la condenación» (Jn 5, 29; cfr. Mt 25, 46). 

Por último, nos parece de interés recordar la doctrina expuesta en el Credo del Pueblo de Dios (1968): «Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios, irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará» (n. 12). 

El juicio-particular. El destino eterno del hombre será revelado, inmediatamente después de su muerte, por una sentencia divina. Este proceso recibe el nombre de juicio particular. Hay diversas opiniones sobre el grado de certeza de esta afirmación. La doctrina del juicio particular no ha sido declarada por la Iglesia como dogma de fe. Pero está contenida o supuesta en varias decisiones doctrinales. Además, ha sido y es objeto de la predicación universal. Respecto a las decisiones doctrinales, interesan las declaraciones de los Concilios II de Lyón y de Florencia, pues en ellas se dice que los hombres libres de toda mancha son recibidos inmediatamente en el cielo y los que mueren en pecado mortal bajan inmediatamente al infierno 10. Ahora bien, la sanción inmediata después de la muerte supone la existencia de un juicio individual, anterior a dicha sanción. 

La Constitución dogmática Benedictus Deus de Benedicto Xll (1336) es especialmente instructiva en este sentido, ya que pretende zanjar la polémica en torno a la opinión privada de Juan XXII, expresada en varios sermones (1331-1332), según la cual tanto los justos como los condenados no alcanzaban su destino eterno hasta después de la

resurrección final. Esta opinión produjo un escándalo mayúsculo entre los fieles y el mismo Juan XXll trató de repararlo pero le sobrevino la muerte y fue su sucesor Benedicto Xll quien resolvió el caso de modo solemne: los justos inmediatamente después de la muerte van al cielo y los condenados al infierno. 

En la época de los Padres hubo mucha inseguridad sobre esta cuestión. Algunos, como Lactancio (principios del s. IV) y Afraates rechazaron la retribución y el juicio inmediatamente después de la muerte. Generalmente, los Padres, anteriores al siglo IV, afirman implícitamente esta verdad cuando aseveran que los elegidos en particular los mártires, entran de inmediato en comunión directa con Dios. El testimonio elocuente de San Jerónimo (342-419) nos es más que suficiente: «Entiende por el día del Señor el día del juicio o el día de la muerte de cada uno. Aquello que sucederá para todos en el día del juicio (final), primero se realizará para cada uno en el día de la muerte> 11. 

Pero el juicio particular plantea un problema de difícil solución, ya que parece hacer superfluo el juicio universal. En efecto, si a cada hombre se le manifiesta el valor o inutilidad de su vida terrestre inmediatamente después de su muerte, parece que el juicio universal carece de objeto, cuando precisamente la revelación pone el acento en él. Por el contrario, si el juicio universal es tomado en serio como debe ser, parece que no queda espacio para el particular. ¿Serán dos instancias contrapuestas? De ningún modo, pues «el hombre como individuo y como raza (las acciones de todos se hallan enlazadas entre sí) tiene que pasar por un juicio» 12, Sin embargo es del todo seguro que el juicio universal no puede 

ser rebajado en favor del juicio particular. Tal parece ser el contenido esencial y suficiente del dogma sobre el juicio. 

1.3. La resurrección de los muertosEl Nuevo Testamento proclama como esperanza específica cristiana la resurrección de los muertos, consecuencia de la resurrección de Cristo y conformación con Cristo resucitado. Escribe San Agustín: «Es propio de los cristianos creer en la resurrección de los muertos. Cristo, nuestra cabeza, la mostró en si mismo y la ha dejado como ejemplo para nuestra fe» 13. Por eso mismo, la fe en la resurrección de los muertos ha sido propuesta de modo constante en los documentos del magisterio eclesiástico desde la antigüedad hasta nuestros días. 

1.3.1. Doctrina de la Iglesia

Este articulo de fe se contiene en los Símbolos: Apostólico, Niceno, de San Epifanio (374), Niceno-constantinopolitano, Quicumque (s. V), del Concilio XI de Toledo, Profesión de fe de León IX, de Inocencio lIl, del Concilio IV de Letrán, del emperador Miguel Paleólogo (en el Concilio II de Lyón), Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI (n. 28). 

De los restantes documentos eclesiásticos citaremos al Concilio Vaticano II, que, en su constitución Lumen Gentium (n. 48), dice: «... y al final del mundo irán los que obraron el bien a la resurrección de la vida; y los que obraron el mal, a la resurrección de la condenación (Jn 5, 29; cfr. Mt 25, 46)». La Carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre algunas cuestiones relativas a la escatología (1979) recuerda que «si no hay resurrección todo el edificio de la fe se derrumba, como vigorosamente lo afirma San Pablo (cfr. 1 Co 15)», y concreta este aserto en estos dos puntos: 1) La Iglesia

cree en la resurrección de los muertos. 2) La resurrección se refiere a todo el hombre; para los elegidos no es sino la extensión de la resurrección del mismo Cristo a los hombres» 14. 

Los pronunciamientos del Magisterio abordan no sólo el hecho de la resurrección, sino que también ofrecen determinadas precisiones del mismo: 

a) La resurrección es un evento escatológico, que tendrá lugar en el último día o al final del mundo. b) Es un evento universal, pues resucitarán todos los muertos, tanto los justos como los pecadores. Esto no obsta para que podamos admitir excepciones, por ejemplo, el caso de la Sma. Virgen María, «asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»es. c) Es un evento que incluye la identidad somática, pues los muertos resucitarán con sus propios cuerpos, es decir, «en su propia carne y no en otra». Se trata de una identidad numérica o personal y no meramente especifica. Sin embargo, no se precisa lo que se requiere para que se dé esta identidad numérica del cuerpo resucitado con el cuerpo terrestre. d) Parece presuponer una antropología dualista, que apunta a un estado intermedio. En la actualidad este punto es muy discutido. 

La fe de la Iglesia exige la identidad corporal numérica o personal y no específica: «creemos de corazón y confesamos oralmente la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra» (Inocencio lll). Sin embargo, el problema de la identidad corporal se complica, desde el momento en que la concepción del cuerpo varía según los distintos modelos antropológicos. La Iglesia ha dejado un amplio campo a la investigación de los 

teólogos, los cuales proponen diversas soluciones. 

1.3.2. Los Padres de la Iglesia

En la época patrística, la resurrección de los muertos provocó una oposición radical y persistente. «Ninguna otra verdad de la fe cristiana se rechaza como se rechaza la resurrección de la carne», escribió San Agustín 15. Antes habla dicho Tertuliano: «Negar la resurrección de la carne es común a todos los filósofos» 16, La negación o deformación de la resurrección no sólo provenía del paganismo; también se dio en ambientes intraeclesiales. Los escritores cristianos, ante el rechazo tenaz y cáustico de este articulo de fe, tuvieron que salir en su defensa, que versa fundamentalmente en torno a estos dos puntos: el hecho mismo de la resurrección y la identidad del cuerpo resucitado. 

Los Apologistas, entre los que destacamos a San Justino, Taciano (s. Il), Atenágoras (s. Il)..., defienden contra los paganos el hecho de la resurrección con el siguiente argumento: No se puede negar lo posible en nombre de lo real pues lo que hoy es real no lo era ayer. Así, la resurrección puede parecer imposible, pero su aparente imposibilidad puede quedar desmentida por la intervención omnipotente de Dios. 

En cuanto a la identidad del cuerpo resucitado, los Apologistas la entienden como identidad de la materia corporal actual, que Dios puede llamar de nuevo para reconstruir el mismo cuerpo. A las objeciones de que la misma materia pudiera haberse aniquilado o pertenecer a otro sujeto, también llamado a resucitar, responden apelando a la omnipotencia divina. Por ejemplo, Teófilo de Antioquía (s. Il) describe a Dios como un 

alfarero que vuelve a modelar el mismo vaso para que resulte perfecto 17. 

En el fondo de la exagerada salvaguardia de la identidad material laten dos preocupaciones legitimas, aunque su interpretación resulte demasiado simplista y poco satisfactoria: a) dejar bien claro que la resurrección nada tiene que ver con la reencarnación de las almas (metempsicosis); b) defender el cuerpo como parte integrante de la constitución del hombre, contra el desprecio de lo somático en aquella época. 

Con el gnosticismo, la defensa de la corporeidad se hace más urgente. Tanto San Ireneo como Tertuliano fundamentan la posibilidad de la resurrección recurriendo a la omnipotencia creadora de Dios. El primero propone otro argumento de carácter cristológico: «Si la carne no tuviera que ser salvada, de ningún modo se hubiera hecho carne el Verbo de Dios» 18. 

Orígenes (185-253) merece especial mención, aunque su doctrina sea la más compleja y difícil de toda la patrística. Nos limitaremos a aludir al modo de la resurrección, ya que respecto al hecho de la misma repite el argumento de sus predecesores. En relación al modo, rechaza como ridícula y falsa la explicación de la identidad material del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno. La identidad entre el cuerpo presente y el resucitado no se basa en la continuidad de la misma materia, puesto que ni siquiera en la actual existencia se da tal identidad: nuestra sustancia carnal de hoy no es la de hace años. Para Orígenes, la identidad se funda en la permanencia del eîdos (figura) que es una cierta virtud incorruptible, de la que resucita el cuerpo, y ya ahora salvaguarda la posesión del mismo y propio cuerpo a través de las incesantes mutaciones de la materia

19. 

Prescindimos de su exagerado espiritualismo, que le llevó a posturas inaceptables, condenadas por la Iglesia en la Concilio II de Constantinopla (553). Pero no podemos negar que muchas de sus intuiciones fueron de un valor inapreciable para la reflexión teológica posterior. 

1.3.3. La inmortalidad del alma

La Carta de la S. Congregación para la doctrina de la fe (1979) aborda este tema en los siguientes términos: «La Iglesia afirma la continuidad y la existencia autónoma, después de la muerte, de un elemento espiritual, dotado de conciencia y voluntad, de forma que subsista el mismo yo humano, aunque de momento carezca del complemento de su cuerpo. La Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición, para designar a este elemento. Aunque ella no ignora que este término tiene diversos significados en la Sagrada Escritura, sin embargo estima que no se da razón válida para rechazarlo y juzga al mismo tiempo que un instrumento verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (n. 3). 

Ya en tiempo de los Padres, la palabra alma se consideró fundamental para expresar la fe cristiana, la cual sostenía la continuidad indestructible del yo humano, que sobrevive a la muerte. Surge así una imagen del hombre, en la que la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos no son vistas como contradictorias, sino que representan afirmaciones complementarias de la esperanza cristiana. 

El primer ataque procede de Lutero (1483-1546). La ilustración (s. XVIII) lo propagará. La exégesis histórico-critica, que rechazará algunos elementos tradicionales, abandonó el término alma: de una visión dualista del hombre, propia del helenismo, se pasa a una concepción unitaria, característica del pensamiento hebreo. Pero el cambio no resulta plenamente convincente. Hoy se vuelve a hablar sin timidez del alma, considerada como elemento esencial y principio espiritual del hombre, único que en la vida de éste justifica que se dé algo definitivo. 

Este principio espiritual es inmortal. La ya citada Constitución Benedictus Deus no puede entenderse, si prescindimos de la inmortalidad del alma. El Credo del Pueblo de Dios resume a la perfección la doctrina tradicional. El Concilio V de Letrán (1512-1517) afirma explícitamente la inmortalidad del alma. El Vaticano II, en su Constitución Gaudium et Spes, la propuso de la siguiente manera: «Así pues, al reconocer en sí mismo (el hombre) un alma espiritual e inmortal no es victima de un falaz espejismo, procedente sólo de condiciones físicas y sociales, sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la realidad» (n. 14). 

1.4. La renovación cósmica

MUNDO/FIN: La resurrección de los muertos plantea la cuestión de la estructura del mundo ajustada a la nueva corporalidad de los resultados. La conexión del hombre con el cosmos es más estrecha de lo que imaginamos: el estar en el mundo es uno de los elementos de toda auténtica humanidad. Esta interdependencia nativa liga a ambos inseparablemente en cualquiera de las etapas del ser humano. Por eso, una

nueva humanidad entraña un nuevo universo. 

En un principio, los Padres y escritores eclesiásticos están de acuerdo en admitir, conforme a la 2ª Carta de Pedro, un incendio definitivo y universal del cual surgirá un mundo renovado. A partir del siglo IV nos hablan con mayor cautela de la destrucción final y eliminan toda idea de aniquilación. Así, por ejemplo, lo expresa San Agustín: «.. una vez efectuado el juicio, dejan de existir este cielo y esta tierra y entonces comenzarán a existir un cielo nuevo y una tierra nueva. De ningún modo este mundo pasará por aniquilación, sino por mutación. Por eso dice el apóstol: "La figura de este mundo pasa. Por ende, yo deseo que viváis sin inquietudes" (1Cor 7, 31-32). En consecuencia, pasa la figura del mundo, no su naturaleza» 20, 

La Iglesia prácticamente nada dice sobre el tema hasta el Vaticano II. Podemos citar el denominado Sínodo endemousa, celebrado en Constantinopla (543) y aprobado por el papa Virgilio (540-555), y una intervención de Pío 11 (1459): el primero condena que todo lo material desaparezca al final de los tiempos; el papa, que el mundo tenga que consumirse por el fuego. 

Con el Concilio Vaticano II el panorama cambia radicalmente. Son dos los textos que tratan ex profeso de la cuestión. La Constitución Lumen Gentium enseña: «La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús, y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la salvacióon, no será llevada a su plena perfección sino en la gloria celestial, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cfr. Hch 3, 21), y cuando, 

con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado en Cristo (cfr. Ef 1, 10; Col 1, 20; 2Pe 3,10,13)». Aún añade más: «... la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente...» (n. 48). 

La Constitución Gaudium et Spes dedica un número (39) a la tierra nueva y al cielo nuevo: «No conocemos ni el tiempo de la consumación de la tierra y de la humanidad (cfr. Hch 1, 7), ni el modo de la transformación del universo. Pasa desde luego la figura de este mundo, deformado por el pecado (cfr. 1Cor 7, 31; San Ireneo, Adversus haereses, V, 36, 1); pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra, en donde habita la justicia (cfr. 2Cor 5, 2; 2Pe 3, 13) y cuya felicidad colmará y superará todos los deseos de paz que surgen en el corazón del hombre (cfr. 1Cor 2, 9; Ap 21, 4-5). Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil y corruptible se vestirá de incorrupción (cfr. 1 Cor 15, 42 y 53); y permaneciendo la caridad y sus frutos (cfr. 1Cor 13, 8; 3, 14), toda la creación, que Dios hizo por el hombre, se verá libre de la esclavitud de la vanidad (cfr. Rom 8, 19-21)». 

No continuamos copiando. De lo transcrito en este n. 39 se desprende la certeza del hecho de la nueva creación y la incertidumbre del cuándo y el cómo de la misma. Otro punto del número citado afirma que la esperanza cristiana no es alienante; es más, volveremos a encontrar los buenos frutos de la naturaleza y de nuestros esfuerzos, «limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino 

eterno y universal». 

No cabe duda que las aportaciones de la teología actual influyeron en la doctrina propuesta por el Concilio. Pero hay que significar que los textos conciliares no constituyen una meta insuperable, más bien son un estimulo para ulteriores reflexiones sobre el tema. 

2. Escatología individual

2.1. La muerte

No es fácil precisar lo que es o significa la muerte. Podemos decir que la muerte no sólo es la disolución de la unidad animico-corporal, sino también el fin irrevocable de la vida de peregrinación y el principio de una vida cualitativamente distinta de la vida terrena. Llamamos status viae a la fase de vida anterior a la muerte y status termini a la fase que sigue a la muerte. La vida que transcurre en este mundo no puede ser recorrida dos o más veces; es única e irrepetible. Por otro lado, más allá de la muerte no se pueden tomar resoluciones que cambien la forma de vida alcanzada en la muerte; después de la muerte no hay posibilidad de adquirir méritos o deméritos. La muerte constituye la fijación definitiva y permanente del destino humano, libremente elegido con anterioridad al status termini. 

La muerte se presenta al hombre en su actual condición de pecador, como algo incomprensible. Pero el Vaticano II afirma que la Iglesia puede descifrar el enigma de la muerte: «La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado (cfr. Sab 1, 13; 2, 23-24; Rom 5, 21; 6, 23; Sant 1, 15), será 

vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por su culpa. Pues Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con todo su ser en la comunión perpetua de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo, resucitado a la vida, el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su muerte (cfr. 1Cor 15, 56-57). Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al angustioso interrogante sobre su destino futuro...» 21. 

La tradición de la Iglesia jamás ha ofrecido dudas, a excepción de Orígenes, sobre la muerte como término de la condición peregrinante del hombre con su capacidad decisoria en orden al fin último. Los Padres Apostólicos, como San Ignacio de Antioquía ( + 107), San Clemente Romano ( + h. 100), San Policarpo ( + h. 165), afirman que el martirio supone el ingreso inmediato en la perfecta comunión con Cristo, es decir, en la vida eterna 22; pero nada dicen de los que no derramaron su sangre por el Señor. Entre los siglos Il-IV, la tendencia predominante sostiene que la muerte inaugura una discriminación transitoria: se da una retribución todavía no definitiva, pues ésta no llegará hasta el momento del juicio final 23. 

Sin embargo, ya San Cipriano y Clemente de Alejandría ( + h. 213) enseñaron que todos los justos, inmediatamente después de su muerte, son introducidos en la bienaventuranza eterna 24. Esta sentencia se irá imponiendo poco a poco en la Iglesia. La Escolástica la recibirá de modo unánime, si exceptuamos a San Bernardo (1091-1153). 

El Magisterio eclesiástico. La doctrina tradicional, ni constante ni del todo

clara, será recogida por el Concilio II de Lyón, que proclama la inmediatez (mox) de la retribución después de la muerte. Por eso, los sermones de Juan XXII causaron un auténtico escándalo entre los fieles. Benedicto Xll, con la Constitución Benedictus Deus rechaza definitivamente la opinión privada e indecisa de su predecesor: la retribución final comienza inmediatamente después de la muerte (mox). El Concilio de Florencia repetirá esta enseñanza en el Decreto pro Graecis (1439). El Vaticano II afirma que la salvación o condenación del hombre se da una vez terminado «el único curso de nuestra vida terrena» 25. Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, enseña que la retribución es inmediata (statim) después de la muerte y que ésta será destruida totalmente en el día de la resurrección final (n. 28). 

La universalidad de la muerte, como consecuencia del pecado original, es propuesta de modo indirecto por el Concilio de Trento (1545-1563) y repetida con claridad en el Credo del Pueblo de Dios: «Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres...» (n. 16). 

Resumiendo, el tema de la muerte no interesa de modo directo al magisterio eclesiástico. Sólo en cuanto que es término de la vida terrena y comienzo de un estado definitivo del hombre: salvación o condenación. La primera puede exigir una purificación previa. 

2.2. La vida eterna

¿En qué consiste la relación de Dios con el hombre en el Reino definitivamente reedificado? Esta pregunta responde a la cuestión denominada tradicionalmente la gloria o el cielo, que constituye el fin señalado por Dios a la historia de la salvación del género humano. También la visión de Dios, que expresa básicamente la intimidad del encuentro directo con El, sirve para declarar la cuestión anteriormente propuesta. 

La doctrina de la tradición puede quedar resumida en estos tres puntos: 

1) Los Padres enseñan que la vida eterna consiste en la visión de Dios. A modo de ejemplo, citamos a San Ireneo, San Cipriano, San Gregorio Nacianceno, San Agustín.2) El carácter cristológico de la vida eterna (ser o estar con Cristo) aparece muy pronto: en San Ignacio de Antioquía, Carta de Bernabé (¿principios del siglo ll?), San Ireneo... Después se repetirá con suma frecuencia: San Cipriano, San Agustín. 3) El cielo es presentado como una sociedad perfecta y dichosa: junto a la relación de intimidad con Dios, se da la relación de intimidad con los hermanos (la asamblea de los santos). La imagen escriturística de la ciudad fue comentada ampliamente por San Cipriano, San Agustín, San Gregorio Magno, San Isidoro de Sevilla (560-636). 

Magisterio eclesiástico. Ya los primeros Símbolos confiesan la fe en la vida eterna (Apostólico, de San Epifanio, Niceno-constantinopolitano, Quicumque...). Hay otros muchos documentos, pero el de mayor relieve es la tantas veces citada Constitución Benedictus Deus de Benedicto Xll, en la que se enseña el hecho de la bienaventuranza, el modo, las consecuencias y la duración: las almas de los justos que no tienen necesidad

de una purificación previa, después de la ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidas en la compañía de los santos ángeles; y después de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la esencia divina con una visión intuitiva y facial, sin la mediación de ninguna criatura como objeto que tuviera que ser visto, sino que la esencia divina se les manifiesta de un modo inmediato, sin velos, clara y abiertamente; y por esta visión gozan de la divina esencia. Además, por esta visión y este gozo las almas de los que ya salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno. Y también las almas de los que mueran después verán la esencia divina y gozarán de ella antes del juicio universal». 

«Y esta visión y gozo de la divina esencia suprime en dichas almas los actos de fe y de esperanza, pues la fe y la esperanza son virtudes propiamente teológicas. Además, una vez que ha iniciado o se inicie la visión intuitiva y facial y el gozo, la misma visión y gozo son continuos, sin interrupción alguna o supresión de la visión y gozo; y continuarán hasta el juicio final y, desde entonces, por toda la eternidad». Hasta aquí el documento de Benedicto Xll. 

Los documentos posteriores tendrán siempre presente esta Constitución dogmática. El Concilio de Florencia explícita la visión intuitiva de Dios, en cuanto que las almas de los bienaventurados «ven claramente al mismo Dios trino y uno, tal como es»; además, enseña la existencia de distintos grados, que corresponden a dicha visión: unas le verán más 

perfectamente que otras, «según la diversidad de sus méritos» 26. El Vaticano II recalca con firmeza el carácter cristológico y social de la vida eterna 27. El Credo del Pueblo de Dios (nn. 29-30) y la Carta de la Congregación para la doctrina de la fe (n. 7) no aportan nada de especial relevancia. 

En definitiva, la doctrina de la Iglesia propone la visión de Dios, que es intuitiva e inmediata, sin posible interrupción ni término, en virtud de la cual las almas de los justos gozan plenamente de Dios, son bienaventuradas, aunque en proporción a los méritos conseguidos durante su estado de peregrinaje. Sólo nos resta destacar el carácter cristológico y social de esa vida. Lo demás pertenece al ámbito de la reflexión teológica. 

2.3. El infierno

Según la fe cristiana, la historia del hombre no tiene dos fines, salvación y condenación, sino uno solo, su salvación. Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza plena, la condenación es una posibilidad real, aplicable tan sólo en casos particulares. No se puede otorgar el mismo peso específico a los enunciados sobre la vida eterna y a los que versan sobre la muerte eterna. 

La doctrina del infierno se halla entre los más difíciles problemas de la fe cristiana. La negativa obstinada de amar a Dios es, en último término, el misterio más sombrío del infierno. Su existencia ya aparece en los documentos más antiguos de la época patrística. Los Padres Apostólicos repiten las fórmulas del Nuevo Testamento. Así, San Ignacio de Antioquía, Martirio de San Policarpo (h. 155), Epístola segunda a los Corintios, atribuida a 

San Clemente Romano (h. 150). Los Apologistas, entre los que recordamos a San Justino, Epístola a Diogneto, Atenágoras, Ireneo, Tertuliano..., simplemente justifican la existencia del infierno. 

Orígenes rompe la unanimidad de los Padres. Las penas del infierno, según él, son medicinales y, por lo tanto, temporales 28. Influyó en algunos escritores, pero su influjo, ciertamente restringido, terminó en la práctica con la condena del origenismo en el Sínodo endemousa (543) y en el Concilio II de Constantinopla. Desde entonces el consentimiento vuelve a ser unánime en oriente y en occidente, si exceptuamos a San Máximo Confesor (h. 580-663). 

Doctrina eclesiástica. La afirmación dogmática sobre el infierno aparece relativamente tarde en los documentos de la Iglesia. El Símbolo Quicumque enseña: «... a su venida han de resucitar todos los hombres con sus cuerpos y han de dar cuenta de sus propios actos; y los que obraron el bien, irán a la vida eterna; los que obraron el mal al fuego eterno». La condena del origenismo en el siglo VI asentó esta doctrina. De la Edad Media citaremos el Concilio IV de Letrán, el II de Lyón y la Constitución Benedictus Deus de Benedicto Xll. El Concilio IV de Letrán se expresa de este modo contra los albigenses: «.. ha de venir al final de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos y para dar a cada uno, tanto a los réprobos como a los elegidos, según sus obras. Todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras, buenas o malas; los unos la pena eterna con el diablo; los otros, la gloria eterna con Cristo». 

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (n. 48), se

limitó a citar la frase evangélica: «y al final del mundo irán los que obraron el bien a la resurrección de la vida, pero los que obraron el mal a la resurrección de la condenación (Lc 5, 29; cfr. Mt 25, 46)». Resulta clarificadora la respuesta de la Comisión teológica a un padre conciliar, que pedía se afirmase la existencia de hecho de condenados, para salvaguardar la existencia real del infierno: la Comisión se remite a la forma gramatical en futuro (irán), que se encuentra en los textos evangélicos 29. De donde se infiere que la Iglesia no ha pretendido pronunciar un veredicto de condena definitivamente en relación a determinadas personas. 

El Credo del Pueblo de Dios (n. 12) repite la redacción del Vaticano II. La Congregación para la doctrina de la fe refleja la misma orientación: «También cree (la Iglesia) que será castigado con una pena eterna el pecador, que será privado de la visión de Dios, y en la repercusión de dicha pena en todo el "ser" del mismo pecador>' (n. 7). 

La fe de la Iglesia no propone un solo caso de condenación. En virtud de esta postura, mantenida escrupulosamente en el Vaticano II, ¿podemos confiar que ningún hombre llegue a condenarse? Hay teólogos que lo afirman, pero la doctrina del Magisterio no nos lleva tan lejos; sencillamente no se ha pronunciado. 

2.4. El purgatorio

La teología actual no ha llegado a un consenso sobre el lugar que corresponde a la doctrina del purgatorio: ¿está en relación con la justificación, con el sacramento de la penitencia, con la escatología? Dejando de lado esta cuestión, creemos imprescindible señalar que el purgatorio no es un «infierno temporal». Precisamente, se encuentra en el 

polo opuesto, pues en él reina el amor y no el odio. «Por lo que se refiere a los elegidos, cree también (la Iglesia) que se puede dar una purificación previa a la visión de Dios; sin embargo, esta purificación es completamente distinta de la pena de los condenados» 30. En la Carta, que acabamos de citar, asimismo se lee: «La Iglesia excluye toda forma de pensamiento o expresión que haga absurda o ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a los muertos; todo ello constituye sustancialmente lugares teológicos» (n. 4). Ya desde el siglo II, la liturgia, tanto en oriente como en occidente, nos proporciona testimonios de la oración en favor de los difuntos. En el siglo lIl, la práctica de rezar en la misa por ellos es cada vez más frecuente, de modo que paulatinamente se fue imponiendo esta piadosa costumbre. San Agustín nos ofrece un conmovedor testimonio de la misma, al narrarnos la muerte de su madre 31. Con posterioridad, este uso devoto quedó del todo arraigado en la Iglesia y justificado por ella. 

Esta práctica multisecular demuestra, aunque de modo indirecto, la existencia del purgatorio, pues si todos los difuntos, muertos en gracia, hubieran alcanzado la plena e inmediata comunión con el Señor, la plegaria en favor de ellos sería superflua. En consecuencia, algunos necesitan purificarse para llegar a esa comunión y nuestras oraciones pueden ayudarles. 

Los Padres. Los primeros testimonios escritos que nos han llegado son de la primera mitad del siglo lIl y provienen de África (Tertuliano y San Cipriano). San Agustín habla con frecuencia del fuego enmendetorio y del fuego purgatorio 32. Su doctrina se propagará en occidente, sobre todo, por el eficaz impulso de San Gregorio Magno,

llamado el Doctor del purgatorio. En el siglo Xl, el adjetivo purgatorius, empleado por el obispo de Hipona, se convirtió en sustantivo: purgatorium 33. 

Sobre los Padres Orientales no es necesario insistir mucho. Bajo el influjo innegable de Orígenes, desde el siglo IV, todos están de acuerdo sobre la existencia del purgatorio. Por eso, este tema no constituyó un motivo de discordia, cuando se produjo el cisma entre oriente y occidente (1054). Únicamente, en el siglo XVIl, por influencia del protestantismo, algunos teólogos negaron su existencia 34. 

El Magisterio eclesiástico. Inocencio IV (1243-1254), en carta al obispo de Frascati (1254), impuso a los griegos de Chipre el uso del nombre purgatorio, puesto que coincidían con los latinos en confesar la misma doctrina. La Profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo prescinde del sustantivo purgatorio y también del fuego: «Y si verdaderamente arrepentidos murieron en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia, por lo que han cometido u omitido, sus almas son purificadas, después de la muerte, con penas purgatorias o catárticas, como nos lo ha explicado el hermano Juan. Y para ser libradas de estas penas, les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, es decir, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas y otras obras de piedad, que los fieles tienen costumbre hacer por otros fieles, según las instituciones de la Iglesia». El Concilio de Florencia repite casi literalmente lo que acabamos de copiar. El Concilio de Trento tiene varias referencias al purgatorio, pero su aportación principal fue el Decreto disciplinar sobre el mismo (1563). 

El Vaticano II enseña que los discípulos de Cristo, «unos peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados...» 35. Lo vuelve a recalcar en otro lugar: «La Iglesia de los peregrinos, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana, conociendo muy bien esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, cultivó con gran piedad el recuerdo de los difuntos; y porque es santo y saludable el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2Mac 12, 46), ofreció también sufragios por ellos» 36. 

Llama poderosamente la atención que el Credo del Pueblo de Dios vuelva a emplear el término purgatorio y hable de nuevo del fuego: «Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo—tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el paraíso inmediatamente que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte...» (n. 28). 

2.5. Conclusión

Resumiendo la doctrina de la Iglesia, podemos concluir que la noción dogmática de purgatorio se define por estas tres notas: 

1) Es un estado en el que los difuntos, no del todo purificados son purgados o ma- durados. 2) Tiene un carácter penal o expiatorio, aunque no se nos precise en qué consisten sus penas. 3) Los sufragios de los vivos ayudan a esos difuntos. 

Fundamentalmente, el punto segundo marca la diferencia entre católicos y

ortodoxos. Los protestantes rechazan el purgatorio. 

Al principio de este trabajo hemos afirmado que la escatología es una cristología ampliada, pues lo realizado de modo pleno en Cristo se realizará también en el hombre, en la humanidad, en el cosmos. Cristo es nuestro éschaton. Por eso, esas realidades escatológicas, que hasta ahora hemos presentado como si fueran independientes, en realidad están orientadas al resucitado y de él reciben su auténtico sentido y su relación unitaria. 

José María OZAETABIBLIA Y FE 1993, 55 Págs. 91-113

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1 Las citas precisas son: Discurso a Diogneto, 7, 6; Pastor de Hermas, comparación V, 5, 3; San Justino, Diálogo con Trifón, 31, 1. 2 Diálogo con Trifón, 14, 8, 49, 2.3 Adversus haereses, IV, 22, 1-2; IV, 33, 11. 4 Epístola 199, 25-26, 52-54; Epístola 197, 1. 5 Se conoce en el siglo IV, según el testimonio de Marcelo de Ancira (+ h. 374), pero su prehistoria se remonta hasta finales del siglo II. Cfr. E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana, vol. 1, p. 117, Barcelona 1987. 6 De praescriptione haereticorum, 13. 7 In evangelio homiliae, 13, 4. 8 De Symbolo, sermo ad catechumenos, 3, 8. 9 A. TORNOS, Escatología, vol. Il, p. 130, Madrid 1991. 10 Al principio advertimos que la concepción cosmológica antigua era rechazada y con razón, por la teología actual: subir y bajar significan sencillamente dos estados del todo diferentes y antagónicos. 11 In loel, 2, 1.12 Palabras de H. U. VON BALTHASAR, tomadas de W. BREUN~NG,

«EIaboración sistemática de la escatología», en Mysterium Salutis, vol. V pp. 818-819 Madrid 1984. 13 Sermo 241. 1. 14 Ocho documentos doctrinales de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe pp. 134-139 Madrid 1981. 15 Enarrationes in psalmos, 88, 2, 2.16 De praescriptione haereticorum, 7. 17 Ad Autolycum, 2, 26.18 Adversus haereses, V, 14, 1.19 Contra Celsum 5, 23. 20 De civitate Dei, 20, 14.21 Constitución pastoral Gaudium et Spes, 18.22 San Ignacio de Antioquía, Epístola ad Romanos, 6, 2; San Clemente Romano, Epístola ad Corintios, 5, 2-7; San Policarpo, Epístola ad Philippenses, 9, 2.23 San Justino, Diálogo con Trifón, 5, 3; San Ireneo, Adversus haereses, V, 31, 2; Tertuliano, De carnis resurrectione 43. 24 San Cipriano, Ad Fortunatum, De exhortatione martyrii, 13; Clemente de Alejandría, Stromata, VIl, 10. 25 Constitución dogmática Lumen Gentium, 48. 26 Decreto pro Graecis. 27 Constitución Lumen Gentium, 48-51. 28 De pnncipiis, 3, 6, 6; Contra Celsum, 5, 15; 6, 26. 29 C, Pozo, Teología del más allá, p. 198, Madrid 1968. 30 Carta de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 7. 31 Confesiones, IX, 11, 27; cfr. IX 13, 35-37. 32 De civitate Dei, XXI, 16; Enarrationes in psalmos, 37 3. 33 H. VORGRIMLER, «La lucha del cristiano con el pecado» en Mysterium salutis, vol. V p. 430, Madrid 1984. 34 Prescindimos de las divergencias que se mantienen entre católicos y ortodoxos sobre la naturaleza del purgatorio o maduración del alma para lograr la visión beatifica. 35 Constitución dogmática Lumen gentium, 49. 36 Ibid., nº. 50.

tor: Evangelizadores de Tiempo Completo | Fuente: Pa´que te salves 

El Juicio particular y el Juicio finalSignificado que tiene decir: "El fín del mundo", el "Juicio particular" y el "Juicio final".

 

El Juicio particular y el Juicio final

Todos hemos deseado en algunos momentos de nuestra vida, ser jueces de los demás. Opinamos con facilidad acerca de su vida juzgando si hicieron bien o mal. Sin embargo, nos cuesta trabajo pensar que nosotros también vamos a ser juzgados al final de nuestra vida y que nuestros actos, por más secretos que hayan sido, van a trascender más allá del momento en el que los hicimos.

¿Qué sucede con el alma después de la muerte?

Los cristianos encontramos en el Evangelio algunos pasajes que nos hablan acerca del destino del alma. Específicamente, en la parábola del pobre Lázaro (Lucas 16, 22) y en las palabras que Cristo dirige al buen ladrón, crucificado junto a Él (Lucas 23, 43). 

Al morir, nuestra alma se separará de nuestro cuerpo. Se presentará ante Dios para recibir, de acuerdo con lo que nosotros mismos hayamos elegido en la vida terrena, la recompensa o el castigo eterno. 

El Juicio Particular

Al morir, tendremos un Juicio Particular. En este juicio nos encontraremos ante Jesucristo y ante nuestra vida: todos nuestros actos, palabras, pensamientos y omisiones quedarán al descubierto. 

Suena dramático, pero es real. Si nos encontramos en gracia de Dios, nuestra eternidad feliz empezará en ese momento. Si morimos en una actitud de rechazo total y voluntario a Dios, en pecado mortal, entonces empezará para nosotros el castigo eterno, el infierno.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la “retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (n. 1021). El destino del alma será diferente para cada uno de nosotros, de acuerdo a cómo

hayamos utilizado nuestro tiempo de vida en la Tierra.

Hay muchas personas que dicen: “Yo me voy a salvar, pues nunca he hecho el mal a nadie”. Hay que tener cuidado, pues ese día no se nos juzgará sólo por el mal que no hayamos hecho, sino también por el bien que hayamos dejado de hacer. Debemos preocuparnos no sólo por evitar hacer el mal, sino por hacer el bien a todo el que nos rodea. Si no hacemos el bien a los demás, llegaremos al juicio con las manos vacías y “no aprobaremos el examen”.

El Juicio Particular, como su nombre lo dice, será para cada uno de nosotros en lo personal. En éste, Dios nos preguntará: “¿Cuánto amaste?” Y cada uno de nosotros tendrá que responder a esta pregunta. Dios espera que cada uno de nuestros actos sea hecho por amor .

San Juan de la Cruz tiene una frase que dice: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

El Juicio Final

El Juicio Final lo tendremos al final de los tiempos, cuando Jesús vuelva a venir glorioso a la Tierra. En él, todos los hombres seremos juzgados de acuerdo a nuestra fe y a nuestras obras. 

La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores”, precederá al Juicio Final. Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Juan 5, 28-29). 

En la Biblia podemos leer cómo será este juicio en Mateo 25, 31.32.46: Lo que sucederá ese día, de acuerdo con la narración de Jesucristo, será como un examen de aquello que nos caracteriza como personas humanas: nuestra capacidad de amar.

En ese día saldrán a la luz todas nuestras acciones y se verá el amor hacia los demás que pusimos en cada una de ellas.

Este amor será el que nos juzgará:

"Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…"

"Id malditos al fuego eterno… porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber…" 

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “El Juicio Final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena” (n. 1039).

El juicio final es la prueba de que Dios es infinitamente justo y ha dispuesto todo con sabiduría para que la verdad se conozca y se aplique la justicia en cada hombre con el destino eterno que él mismo se haya merecido. 

Algunas personas piensan que no hay que preocuparse por eso de los juicios, pues creen que Dios va a salvar a todos los hombres al final de los tiempos porque es infinitamente bueno y nos ama. 

Es verdad que Dios es muy bueno, pero también es muy justo y respeta nuestra libertad. Cuando nosotros estamos en pecado mortal, libremente le hemos dicho a Dios que “no nos interesa salvarnos”. Si morimos en este estado, Dios respetará nuestra decisión. El hombre, con su libertad, alcanza la recompensa o el castigo eterno.

Frente a Cristo se conocerá la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio Final revelará que la justicia de Dios triunfa sobre todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte. 

Reflexionar tanto en el Juicio Particular como en el Juicio Final nos recuerda que mientras tengamos vida, tenemos oportunidad de alcanzar nuestra salvación. Cada día nos ofrece la posibilidad de amar a Dios y a los que nos rodean, de perdonar a los que nos ofenden, de vivir cristianamente.

¿Cuándo será el juicio final?

El mismo Jesucristo nos aclaró que ni siquiera Él conoce el día ni la hora en que se llevará a cabo este acontecimiento, sino sólo Dios Padre. Así que no debemos dejarnos engañar por personas que pretenden conocer la fecha del fin del mundo. No debemos preocuparnos por intentar conocer esa fecha, sino sólo por estar siempre bien preparados, pues no sabemos en qué momento sucederá.

Para profundizar, puedes leer el Catecismo de la Iglesia Católica núm. 668 - 682, 1021-1023, 1038-1042, 2831